Publicado en
septiembre 15, 2013
Un visionario investigador privado hace frente a su primer y último caso.
Por James Stewart-Gordon.
ENTRADA la noche, cuando prendo el televisor y por casualidad sintonizo una vieja película de Humphrey Bogart —The Maltese Falcon ("El halcón maltés"), por ejemplo—, mi pensamiento vuela algunos años atrás, a la época en que la imaginación y la realidad eran para mí la misma cosa y me convertí en detective privado en busca de una rubia desaparecida. Se llamaba Sandra Starr y, aunque probablemente no llevé el caso como Sam Spade, repetiré las palabras de .Bogart cuando encarnaba a aquel personaje: "Cariño, en este juego ganas algunas veces, pierdes otras, pero al final sales a la par".
El caso dio comienzo en tiempos del desastre financiero del decenio de 1930, al sofocante calor del verano neoyorquino. Me encontraba de regreso en mi ciudad natal después de haber asistido a mi primer año en la universidad y estaba de pie en la esquina de la calle 116 y Broadway, cuando llegó mi amigo Larry Watts.
—Tengo un empleo en perspectiva —me dijo—. De mensajero en una agencia de detectives.
Al escuchar las palabras "agencia de detectives" me estremecí de pies a cabeza. Las películas, novelas y revistas de detectives eran mi pasión.
—Iré contigo —respondí sin que nadie me lo pidiera—, sólo para acompañarte.
La agencia estaba en un edificio de la calle 42 con pasillos olorosos a manzana. La puerta de la oficina tenía un letrero que decía:
AGENCIA COLONIAL DE DETECTIVES. SEÑORA IRMA PASS, TITULAR.
Llamamos a la puerta y entramos. Un hombre de cabello blanco y con sombrero liaba un cigarrillo.
—¿Qué se les ofrece? —preguntó.
—Vengo por lo del empleo —contestó Larry.
El hombre dio una chupada a su cigarrillo y abrió una puerta que comunicaba con otra oficina. Sentada ante un escritorio una mujer de agudas facciones y vestida de verde estaba leyendo el Daily News.
—Aquí hay un par de muchachos —le dijo el hombre.
La mujer finalizó la lectura de una historieta gráfica policiaca, dobló el periódico y nos miró a ambos de arriba abajo.
—¿Eres tú el que quiere el empleo? —me preguntó.
—No, yo sólo vine a acompañar a mi amigo.
—Lo siento —replicó ella—. El empleo ya está tomado.
Cuando nos marchábamos, la señora se levantó y se me acercó. Despedía el olor de alguna loción para después de afeitarse.
—Deshazte de él —susurró—, y regresa.
Una vez en la calle, Larry y yo echamos a andar hacia el tren subterráneo. De pronto, así a mi amigo del brazo.
—Acabo de ver a una tía a quien no he visto en cinco años y quiero hablar con ella —le dije, y me alejé.
De regreso en la Agencia Colonial de Detectives, el hombre del sombrero, que se llamaba Al, me indicó que pasara a la oficina de la señora Pass, quien aún leía el Daily News.
—El empleo que ofrezco —declaró alzando al fin los ojos del periódico—, es de 15 dólares a la semana. Cobrarás los viernes. Quiero que encuentres a cierta persona. Se llama Sandra Starr: es una rubia, bailarina. Su última dirección fue el Hotel Maryland, de la calle 49. Tiene aproximadamente 40 años. No le preguntes a nadie por ella. Si la encuentras, comunícate inmediatamente con nosotros.
Tuvieron que pasar unos momentos para que comprendiera que me estaban contratando como detective privado hecho y derecho. En seguida pregunté:
—¿ Cómo podré reconocerla ?
La señora Pass me mostró una instantánea de una rubia muy menuda, vestida de bailarina.
—Esta foto se tomó hace mucho tiempo. No te será muy útil. Pero a partir de mañana quiero que te estés en el vestíbulo de ese hotel con los ojos bien abiertos.
Al volver a casa en el Metro, se apoderó de mí el novelesco papel del detective privado, de sangre fría y mirada de acero. No se me escapaba detalle. Dos mujeres, incapaces de librarse de mi escrutadora mirada, sujetaron con más fuerza sus bolsas de mano. Y al sorprender un vistazo de mis ojos inquisitivos, un hombre que llevaba una cartera de documentos se levantó apresuradamente para comprobar si tenía bien cerrada la bragueta.
A. la mañana siguiente, cual nuevo James Cagney en el papel de agente de la FBI, tomé por la avenida Broadway rumbo al Hotel Maryland. En el primer quiosco de periódicos compré un ejemplar del Times de Troy y entré en un cafetín de la cadena Nedick's. Al dependiente, hombre alto, le faltaba un diente incisivo y le sobraba un poco de barba olvidada bajo la oreja derecha.
Poniendo el Times de Troy en el mostrador, declaré con gran naturalidad:
—Acabo de llegar del norte del Estado.
—¿De veras?
—Vengo en busca de una amiga que vive en este barrio. Es bajita,rubia, bailarina. ¿La conoce usted?
—Yo soy casado.
¿Acaso había notado yo un ligero tono de vacilación en su respuesta? ¿Sabría aquel individuo algo que no quería decirme? Después de sopesar las posibilidades, torné una decisión.
—Sírvame un vaso de jugo de naranja —pedí—; y que sea grande.
El Hotel Maryland era de gente de teatro. Tomé asiento tras una columna en el destartalado recibidor, atento a la oficina de recepción y a la puerta de entrada. Al cabo de un rato, comencé a temer que mi prolongada presencia allí despertara la , curiosidad de quienes me observaban. El haber comprado un diario de otra ciudad había sido buena idea, pero, ¿bastaría?
Recordé entonces un ardid que había visto en una película de pistoleros e hice un agujero en el periódico con un lápiz. Pero observar el vestíbulo por aquel orificio resultaba mucho más difícil de lo que esperaba, y abandoné el empeño cuando un hombre que venía fumando un cigarro puro se detuvo junto a mí y me dijo, con ganas de hablar:
—Muchacho, ¿te das cuenta de que tu periódico tiene un agujero?
Poco antes de las 5 de la tarde regresé a la agencia. Al se había marchado, pero la puerta que daba a la oficina interior estaba entre-abierta. La señora Pass hablaba por teléfono.
"Uno de nuestros investigadores mejores y más experimentados se ocupa del caso", la oí decir. "Tiene ya una pista y estoy segura de que pronto podremos darle la información que usted desea. Envíenos el cheque por correo".
Cerré la puerta de entrada de un golpe, de manera que la señora Pass pensara que acababa de llegar.
—No hay nada todavía —le informé.
—Bien —me respondió—. Mañana probarás de nuevo.
Esa noche tuve un chispazo de inspiración. El sindicato de actores Equity podría saber dónde se encontraba Sandra, o al menos cómo localizarla. Pero entonces recordé que el Equity no proporcionaba al público informes de sus afiliados, de manera que me puse a revisar mis estantes de novelas policiacas hasta que se me ocurrió una idea.
Saqué mi traje azul oscuro, de tres piezas. Me puse una camisa blanca, abotonándomela a la espalda. También el chaleco me lo metí al revés y, cuando me puse la americana, la trasformación era completa. Sólo me faltaban unos anteojos de montura de carey, que no serían difíciles de conseguir en cualquier tienda, para parecer un seminarista del Seminario Teológico.
A la mañana siguiente, con mi disfraz de clérigo, llegué a las oficinas del sindicato Equity.
—Soy el reverendo Dabney Perkins, de Tonopah, en Nevada —anuncié a la mujer de mediana edad que atendía el mostrador y que, por cierto, no mostró la menor impresión—. Estoy buscando a Sandra Starr —continué, y a punto estuve de decirle "y le traigo buenas nuevas", pero cambié de idea y añadí—: Con las mejores noticias del mundo para ella.
—¿Qué clase de noticias?
—No me está permitido decirlo. —Lo siento, no puedo ayudarlo.
Tosí, aclarándome la garganta como buen clérigo, y confesé:
—Quizá pudiera anticiparle que tiene que ver con minas.
—¿Minas de oro? —apuntó ella.
Moví la cabeza negativamente y sonreí de manera misteriosa.
—Nunca damos la dirección de nuestros afiliados —declaró—. Pero si la encontramos, aunque no se lo prometo, ¿cómo podríamos localizarlo a usted?
—Salgo de la ciudad esta noche —mentí—, pero hay alguien que puede comunicarse conmigo.
Le di el nombre y el número telefónico de un amigo mío que trabajaba durante las vacaciones atendiendo a la centralita de la residencia de estudiantes de la Universidad de Columbia.
Cuando salía, antes de llegar a la puerta me volví.
—No se trata de una mina de oro —susurré venenosamente—. Es de plata: ¡toda una montaña de plata! Y desaparecí,
El día siguiente era viernes y, después de pasar varias horas en el Hotel Maryland, fui a la oficina a recoger mi paga. La señora Pass me miró con la frialdad de la Antártida en los ojos.
—Día de paga —le recordé.
Me alargó dos billetes de cinco dólares.
—Me dijo usted que me pagarían 15 dólares a la semana —objeté.
—No encontraste a Sandra Starr. Sólo pagamos el sueldo completo cuando obtenemos resultados.
Acto seguido me despidió. El sueño se había desvanecido. En el tren subterráneo, de regreso a casa, no me sentía capaz siquiera de mirar a los demás viajeros.
Ese fue el fin de semana más largo de mi vida. El lunes, sin embargo, comencé a recuperarme. Fui a nadar al gimnasio de la Universidad de Columbia. En el camino de vuelta vi a una mujer rubia, de mediana edad, a la puerta de las oficinas de los residentes de la universidad. Se mostraba confusa y llevaba un diario en las manos. Era de más edad que la persona cuya fotografía me había mostrado la señora Pass. Pero comprendí de quién se trataba y me acerqué a ella.
—Señora —le dije—, usted debe ser Sandra Starr.
—¿Cómo lo supo usted?
—Soy detective privado y me contrataron para encontrarla.
Al oírlo, pareció encogerse un poco más.
—Pero, ¿por qué? —preguntó—No he hecho nada malo, ni debo dinero a nadie.
Sus palabras me trajeron a la mente el miserable hotel en cuyo vestíbulo se reunían los cómicos sin trabajo y comprendí entonces que cualquiera que anduviese en busca de Sandra Starr lo hacía para sacarle algo, no para darle algo.
—Lo siento —dije torpemente.
—Pero entonces, ¿ qué es esto ? —me preguntó al entregarme un diario.
Era el Morning Telegraph, que se especializa en noticias de los espectáculos y las carreras de caballos. En la página doblada venía una nota bajo el encabezamiento:
¿HA VISTO ALGUIEN A SANDRA STARR?
La nota hablaba de cómo la buena fortuna, encarnada en la persona de cierto reverendo Dabney Perkins, de Tonopah (Nevada), había caído en Nueva York para favorecer a la bailarina. El diario daba, además, la dirección de la Universidad de Columbia.
—¿Entonces todo es mentira? —preguntó.
—En cierto modo —repuse—. Lo siento mucho.
Sandra Starr se alejó. Podía haberla seguido, pero me quedé allí, inmóvil.
Al día siguiente fui a la Agencia Colonial de Detectives y anuncié a la señora Pass:
—He encontrado a Sandra Starr. La vi ayer. ¿Dónde están los otros cinco dólares?
La señora Pass volvió la página del Daily News y me replicó:
—No es a Sandra Starr a quien buscamos. Te equivocaste de nombre. Buscamos a Suzanne Starr. Olvídate de esos cinco dólares.
En ese momento reparé en lo que sucedía. Por debajo del Daily News asomaban el Morning Telegraph y un cheque. El cheque debía ser el mismo del cual había oído hablar por teléfono a la directora de la agencia, y la nota publicada por el Telegraph demostraría que estaban trabajando efectivamente en el caso. La persona que buscaba a Sandra Starr (y yo estaba cierto de que no me había equivocado de nombre) continuaría enviando cheques a la señora Pass hasta que se le acabara el dinero. Y si yo encontraba a Sandra, se secaba el pozo de dinero para la agencia de detectives.
Salí de allí. Al ir avanzando por la calle 42 comprendí que la vida del detective privado no era la indicada para mí. Hubiera querido ser realmente el reverendo Dabney Perkins, con una mina de plata que entregar a la corista envejecida y sin empleo. En ese mismo momento, si yo hubiera sido Humphrey Bogart, me habría conseguido algún pianista y le habría dicho ceceando: "Toca eso otra vez, Sam", como solía decir él, hombre demasiado estoico para llorar aunque tuviera el corazón hecho pedazos.