Publicado en
septiembre 29, 2013
Condensado de "Chesapeake", de James Michener.
Esta nueva novela de James Michener, "Chesapeake", se desarrolla en la gran bahía de su nombre, situada en la costa atlántica de Norteamérica. Tal como lo hizo en "Hawaii" y en "Centennial", el autor ha estudiado a fondo la historia, la geografía y la geología de la región, tejiendo en seguida una trama de vidas entrelazadas que se extiende varios siglos. La bahía fue una de las grandes fraguas de la historia norteamericana, ya que dentro de la cuenca de sus aguas surgieron y crecieron las urbes de Filadelfia, Williamsburg, Baltimore y Washington. Por allí pasaron John Smith, fundador de Jamestown (la primera colonia inglesa permanente en el Nuevo Mundo), los piratas que saqueaban las colonias de España, los traficantes de esclavos y contrabandistas de ron, los buques de guerra que combatieron en la Independencia y la Secesión.
La bahía de Chesapeake se configuró durante la última gran glaciación, cuando las batidas aguas de los deshielos de primavera bajaban por el río Susquehanna, formando por erosión las caletas y ensenadas de la bahía, y depositando el aluvión que hoy constituye la Costa Oriental. En el escaso fondo de la Chesapeake, a lo largo de toda su extensión, aún se advierte el lecho de aquel río originario, a unos 20 metros más de profundidad que el resto de las aguas y muy internado en el Atlántico. Así pues, toda la bahía es en realidad un río sumergido en el mar.
Hay diferencias muy marcadas entre las costas Occidental y Oriental de la bahía. La primera es esencialmente tierra firme, y desembocan por ese costado cinco grandes ríos cuya extensa cuenca llega por el oeste hasta las estribaciones de los montes Blue Ridge. La Costa Oriental, en cambio, es baja, como corresponde a su origen aluvial. Sus ríos están sometidos a las mareas en la mayor parte de su extensión, porque son entradas del mar, brazos exploratorios de la bahía que se internan en tierra curvándose y formando esteros y marismas sobre el blando suelo.
Michener concentra su atención en esta región, especialmente en un lugar imaginario que él llama isla Devon, situada en la desembocadura del río Choptank, y en un pequeño caserío conocido como Patamoke, que en otro tiempo fue aldea indígena y luego albergó oleadas sucesivas de inmigrantes. La isla sufre de erosión gradual por las grandes tormentas que a menudo barren la bahía. Y al terminar la novela, ya no existe la isla Devon: es una parte de la naturaleza que se esfuma, insinúa Michener, como las indómitas emociones que dieron pábulo a odios y amores, a pasiones y a prejuicios de la gente que vive en estas páginas.
En la selección aquí condensada, corren los años de 1880; los protagonistas principales, Jake Turlock y Tim Caveny, gente común, con las fuerzas y las flaquezas usuales, son "los hijos del agua" empeñados en una terca lucha por la vida contra el mar.
LA EDAD de oro de la Costa Oriental se produjo en aquel espacio de cuatro decenios de 1880 a 1920, cuando el resto de la nación permitió seguir durmiendo sin perturbarlas a esas comarcas pantanosas. Si bien es cierto que el mundo experimentó durante aquellos años crisis económicas y guerras, revoluciones y elecciones muy reñidas, estas conmociones casi no tuvieron impacto sobre los soñolientos estuarios y las caletas escondidas.
Había naturalmente emociones, pero rara vez respondían a estímulos del mundo exterior. Una de las aventuras que causó mayor furor se produjo en 1887, cuando atracó en Patamoke un barco mandado por el capitán Thomas Lightfoot, con un cargamento de hielo sacado de las lagunas de agua dulcit de Labrador. Cuando terminaron de barrer todo el aserrín y de colocar los bloques de color azul-verdoso en casas-neveras a la orilla del río, el capitán Lightfoot anunció: "Tengo algo más para ustedes. Antes de que lo vean, quiero informarles de que se vende: diez dólares al contado".
Minutos más tarde apareció sobre cubierta uno de sus estibadores negros con uno de los perros más hermosos jamás vistos en Maryland. Era negro como el azabache, robusto de patas delanteras, delgado y fornido en las traseras, con expresión inteligente. Aunque estaba sujeto por una traílla, sus movimientos eran vivos, sus ojos negros vigilaban todo lo que acontecía a su alrededor; sin embargo, parecía de tan buena índole que se diría siempre dispuesto a sonreír.
—Es un labrador —informó el capitán—, el mejor perro de caza que jamás ha existido.
—¿ Cómo dice ? —interpuso Jake Turlock.
—La mejor raza de perros cazadores conocida. Tienen un olfato finísimo y jamás pierden un pato u otra ave herida.
—Para cobrar, no puede compararse con un retriever de Chesapeake —insistió Jake, refiriéndose al fornido perro canela criado especialmente para la bahía.
Pero algo tenía el nuevo animal que cautivó a Tim Caveny. El flamante labrador negro denotaba una inteligencia que prometía el mayor desarrollo. Caveny pidió:
—Quisiera verlo.
El capitán Lightfoot soltó al labrador y este, con una intuición casi extrasensorial de que su porvenir estaba con el irlandés, corrió a Caveny, se recostó contra su pierna y le husmeó una mano.
Tim, conquistado por el animal, anunció:
—Lo compro.
—Señor Caveny : acaba de adquirir usted el mejor labrador jamás criado.
Tim pagó los diez dólares y se agachó a acariciar la cabeza de su nuevo compañero de cacería.
—Ven, Lucifer —le ordenó.
—¿Por qué ese nombre del diablo para un perro ? —preguntó Turlock, extrañado.
—Es negro del Antiguo Testamento —contestó Tim, y, para sorpresa del capitán Lightfoot, recitó—: "Cómo caíste del cielo, ¡oh, lucero!, tú que tanto brillabas por la mañana".
—Para mí, es negro de estiércol de caballo —repuso Jake.
—¿Qué has dicho ? —reclamó Caveny.
—Dije —repitió— que tu perro negro parece un cagajón.
Tim entregó a un mirón la traílla que llevaba y dio a Turlock un puñetazo que lo derribó sobre los tablones del muelle, húmedos de agua salada. Después, dando un salto sobre el embarcadero, le propinó tal puntapié en el sobaco izquierdo, que lo levantó en el aire. Al caer, Turlock tocó con las manos unos tablones apilados para embarcarlos en la nave del capitán Lightfoot; probó tres o cuatro garrotes hasta que halló uno a su gusto y con él asestó tal garrotazo a Caveny en la cabeza, que el nuevo amo del labrador se fue hacia atrás tambaleándose y cayó al río Choptank.
Así comenzó la rivalidad entre el irlandés Tim Caveny, dueño de un labrador negro, y el inglés Jake Turlock, poseedor de un chesapeake canela.
"EN CIRCULO, LUCIFER, EN CIRCULO"
LA PRIMERA prueba de los dos perros tuvo efecto en el otoño de 1888 durante una tirada de palomas en la granja del anciano Lyman Steed. Se permitía a cada cazador llevar a la prueba un perro. El animal tenía que estar bien adiestrado, pues las aves que entraban velozmente a baja altura, viraban y hacían quites en increíble confusión al dispararles; y si caían heridas, iban a parar a los lugares más insospechados. Para cobrar su pieza, el cazador necesitaba un perro bien amaestrado que saltara al ver caer el ave y la buscara donde cayera, fuese pantano, campo raso o maleza.
El chesapeake de Jake Turlock era un perro grande, bien enseñado y malencarado, llamado Hey-You. El Lucifer de Tim Caveny era una incógnita; nunca había participado en cacería de palomas.
Mediría el campo unas ocho hectáreas, cosechadas poco antes, de modo que el terreno era abierto y llano. Estaba rodeado por un pantano a un costado, grandes zarzales por otro y, por un tercero, un bosquecito de pinos y matorrales bajos. Las aves venían volando de los pinos, descendían luego y, al oír los disparos, se desviaban hacia las zarzas.
Los cazadores tomaron sus puestos. Era la 1:30 de la tarde. De la arboleda salieron bajas seis palomas en estupenda formación para abatirse aquí o allá. Tomado por sorpresa, Jake Turlock disparó y erró el tiro. "¡Allá van!" gritó a todo pulmón. Tim Caveny hizo fuego y falló. "¡Allá van!" vociferó. Las palomas picaban y viraban.
Otros tres cazadores les dispararon sin suerte. A la siguiente bandada Tim no tuvo oportunidad de disparar, pero Jake sí, y abatió una paloma que cayó entre las zarzas. "¡Tráela!" ordenó a su chesapeake. Pero los matorrales eran demasiado espesos: la pieza estaba perdida.
En seguida voló otra paloma a distancia de tiro de Tim, que disparó y la derribó también sobre el zarzal. "¡Tráela!" dijo tranquilamente, aunque esperaba con ansiedad que el perro la cobrara.
Lucifer se lanzó directamente tras el ave caída, pero no pudo meterse por los espesos y espinosos matorrales. Sin embargo, al contrario del chesapeake de Turlock, no abandonó la busca, pues oía la voz tranquila de su amo que le repetía: "En círculo, Lucifer, en círculo". Y corrió describiendo circunferencias hasta hallar un camino por detrás de la maleza. En un momento dado se detuvo, pero su amo le volvió a gritar. "En círculo, Lucifer". Y esa vez halló un camino, aunque, con tanto rodeo, se había desorientado. Todavía, sin embargo, oía la voz del amo que le imploraba: "¡En círculo, Lucifer!" y sabía que aún le era posible cobrar la pieza.
Así, en lo más profundo del zarzal, pero lejos del alcance de las espinas, corrió, se revolcó y arañó hasta dar por fin con el ave de Caveny. Emitió un débil latido que llenó de júbilo a Tim. Lucifer había pasado su primera gran prueba. Cuando iba saliendo del zarzal, el perro cobró también la paloma de Turlock.
Al depositar las dos piezas a los pies de Tim, el irlandés hubiera querido arrodillarse para besarle la negra cabeza, pero, como sabía que lo vigilaban todos los cazadores de la región, se limitó a acariciar escuetamente al perro. Luego se preparó para el momento del triunfo.
Era costumbre en la caza de palomas que, si un cazador bajaba un ave y la cobraba el perro de otro, el dueño de este último estaba obligado a entregar la pieza a quien la había matado.
Tim Caveny recorrió muy orondo los cien metros y pico que lo separaban de Jake Turlock. Lucifer comenzó a seguirlo, pero Tim le dio una orden severa: "¡Quieto!" y el perro obedeció. Los demás cazadores tomaron buena nota de ello y observaron a Tim entregar ceremoniosamente el ave. Pero en ese momento otro cazador gritó "¡Allá van!" mientras un gran bando volaba por encima.
Jake y Tim dispararon automáticamente y cayeron dos aves. Hey-You, el perro de Jake, estaba allí mismo, naturalmente, y muy ufano corrió a cobrar la pieza de su amo. Lucifer, muy distante de donde su dueño había disparado, y obediente a la orden anterior de "¡Quieto!" no se movió. Cuando Tim le gritó: "¡Tráela!" saltó y corrió directamente hacia el ave caída, pero no fue con ella al sitio donde estaba su amo, sino al lugar que se le había señalado.
El cazador apostado junto a Tim por la parte de abajo del campo le gritó: "¡Te has hecho de un gran perro, Tim!"
Aquel día fue de triunfo. Lucifer cobró con igual destreza en el pantano que entre las zarzas. Demostró ser muy suave de boca. En la maleza supo buscar en círculos y en el campo abierto había estado extraordinario. Y para colmo, mostraba el genio dócil y apacible de los perros labrador.
EN LAS AGUAS HELADAS
LA PRUEBA final se verificó en noviembre. Mientras cuatro cazadores con sus perros se ocultaban tras una paranza en los pantanos de Turlock, este les recordó: "Los gansos no abundan este año; no podemos darnos el lujo de cometer errores, ni hombres ni perros". Estaba en lo cierto. Anteriormente el Choptank y los ríos aledaños habían ofrecido albergue a millones de gansos: ahora tal población había descendido a menos de 400.000 y era más difícil cazarlos. Jake, maestro en imitar el reclamo del ganso, intentó atraerlos desde el amanecer hasta las 10 de la mañana, pero en vano. Los cazadores almorzaron frugalmente y, hacia el atardecer, cuando ya parecía que el día iba a ser un fracaso, volaron nueve gansos directamente hacia la paranza. Vomitaron fuego las escopetas y, antes de disiparse el humo, el chesapeake de Jake saltó del escondite y cobró el que su amo había matado. Lucifer también se echó al agua, pero varios segundos después que el otro, y chapoteó mucho, haciendo bastante ruido al cobrar.
—Se ve que no le gusta el agua fría —comentó Jake con desprecio.
—Al tuyo tampoco le gustaba al principio —respondió Tim.
—El chesapeake nace con amor al agua; cuanto más fría, mejor.
Se hizo evidente a los cazadores, tras ocho mañanas en la paranza, que, aunque el nuevo perro de Tim Caveny era excepcional en la caza de palomas en los días tibios, dejaba mucho que desear en la única forma del deporte que contaba: la cobra de gansos en el agua. Se mostraba visiblemente reacio a saltar al agua fría y los observadores comenzaron a dudar de que se metiera en el hielo.
Tim tenía fe. Constantemente hablaba a Lucifer, animándolo a saltar más pronto al agua fría. Le enseñó lo que era el hielo, y cómo debía romperlo con las patas para abrirse paso hacia el ganso derribado. Valiéndose de todos los trucos de enseñanza conocidos en el Choptank, trató de amaestrar a su hermoso perro paso a paso.
No lo logró. En enero, cuando en las orillas del río se formó hielo de verdad, los cazadores salieron por las orillas de la bahía, donde Jake Turlock derribó un hermoso ganso que cayó sobre el hielo a unos 200 metros del escondite. "j Hey-You, tráelo!"
El gran chesapeake demostró su casta maravillosa al saltar al agua libre, nadar rápidamente hasta el borde del hielo, luego abrirse paso hasta el ganso. Tomando la gran ave entre las mandíbulas, regresó a la paranza y entró orgullosamente en ella con poderoso salto, chorreando agua.
"¡Eso sí es un perro!" exclamó con gran orgullo Jake, en lo que convinieron los demás. Lucifer no se desempeñó con igual excelencia. Si bien cobró la pieza, lo hizo titubeante y casi bajo protesta.
"Es cierto que trajo el ganso", concedió Jake, y durante el resto de aquel largo día los dos perros cumplieron su cometido: Hey-You lo hacía tan bien como el mejor perro de aguas, mientras que Lucifer apenas cumplía.
Tim no lo reprendió en ningún momento. Lucifer era su perro, animal espléndido, cariñoso, inteligente; si no le gustaba el agua fría, era cuestión que le importaba sólo a él y a su amo. Hacia el atardecer el perro halló la oportunidad de corresponder a la confianza de Tim. Jake derribó un ganso grande que había desaparecido en un pantano de donde Hey-You no había logrado sacarlo.
Lucifer, entre tanto, seguía en la paranza, temblando por la emoción. Tim comprendió que su labrador sabía dónde estaba el ganso. Después que Hey-You regresó sin la pieza, Tim le dijo en voz baja: "Lucifer, allá hay un ave. Enséñales cómo se cobra",
Como una centella, el perro negro saltó al agua semihelada, nadó chapoteando hasta una zona juncosa y allí describió varios círculos hasta encontrar el ganso. Lo tomó con suavidad en la boca y nadó orgullosamente con él al escondite de los cazadores. Pero cuando estaba a punto de dejarlo ante Tim, el irlandés le ordenó en voz baja: "No". Y tan obediente era el perro a la voz del amo, que se quedó petrificado, como temeroso de haber hecho algo mal.
"¡Allá!" dijo Tim y Lucifer llevó el ganso a Jake, depositándolo a sus pies.
EL ANTAGONISMO entre los dos hijos del agua nunca terminó. Lo avivaban los contertulios de la tienda con sus comentarios poco amables sobre las deficiencias de Lucifer. Pero una que otra vez Caveny recogió indicios de que la animosidad de estos se debilitaba, pues en algún momento inesperado alguien reconocería en el perro una cualidad que emocionaba a Tim. Todos se admiraban de la relación de Lucifer con su amo y de su continua atención a los cambios de humor del irlandés, pero abiertamente sólo reconocían que quizá Tim había hecho una buena adquisición con su perro negro. Jake Turlock, sin embargo, no concedía ni siquiera eso: "Se hizo de un buen faldero y nada más. En cuanto a mí, lo que me interesa es la caza".
Fuera del desacuerdo respecto a los perros y una que otra pelea a puñetazos, los dos hijos del agua mantenían una entrañable amistad, cazaban y pescaban juntos, y ambos trabajaban en los ostreros durante la temporada. Fue, sin embargo, "la escopeta larga" lo que cimentó su compañerismo al darle sustancia y permitirle florecer.
LA ESCOPETA LARGA
POR AQUELLOS decenios en que prosperaba la Costa Oriental, también florecía la ciudad de Baltimore. En opinión de algunos, era la mejor urbe de Estados Unidos, que unía la nueva riqueza del Norte con la tradicional urbanidad del Sur. La ciudad ofrecía otros alicientes, además: una multitud de colonos alemanes que le imprimían distinción intelectual y numerosos italianos que le daban animación. Pero para la mayoría de los observadores, su excelencia venía de la manera en que sus hoteles y restaurantes mantenían una tradición de exquisita cocina: platos del Sur, carnes del Norte, condimentos italianos y cerveza alemana.
En 1888 se inauguró el más notable de los hoteles: el Rennert de ocho pisos. Ganó fama inmediata por el lujo de su cocina: "Dieciocho platos de caza. Catorce maneras de servir ostras. Y el mejor pato silvestre de los Estados Unidos". Ir a cenar en el Rennert era compartir lo más selecto que daba la bahía de Chesapeake.
Jake Turlock y Jim Caveny no conocían el nuevo hotel, que, sin embargo, desempeñaría un papel importantísimo en la vida de ambos. Sus cocineros negros exigían las ostras más frescas y los pescadores del Choptank se las entregaban diariamente durante la temporada, empacadas en fardos de arpillera y despachadas por la bahía en veloces barcos especiales. Cuando la nave iba repleta de ostras, el capitán por lo general hallaba espacio sobre cubierta para colocar a última hora unos pocos barriles abarrotados de patos de distintas variedades, incluso el negro, el más sabroso de todos. Proveyendo al Rennert de dichos ánades silvestres, Jake y Tim comenzaron a recibir algunos ingresos extraordinarios que ahorraban para un proyecto mayor que tenían en mente.
Una noche en la tienda, después de discutir los méritos comparativos de sus perros, Jake dijo:
—Conozco a un tipo que tiene una escopeta larga y quizá la quiera vender.
Caveny repuso con emoción:
—Si la consigues, yo podré hacerme de un par de esquifes.
—Suponiendo que nos procuráramos la escopeta y los esquifes —respondió Turlock—, conozco a un capitán que transportaría nuestros patos al Rennert.
—Si ahorramos suficiente dinero, podemos encargar nuestro propio barco. Así haremos un negocio redondo.
La pareja salió río arriba hasta el atracadero de una granja de propiedad del anciano Greef Twombly. Twombly escuchaba meciéndose en la silla; luego los condujo a un arma monstruosa: un verdadero cañón de tres metros y medio de longitud y de unos 50 kilos, con una pesada culata.
—¿Han disparado alguna vez una de estas escopetas ? —preguntó el anciano.
—No, pero he oído de ellas —dijo Turlock.
El viejo les explicó: "Se carga por aquí con tres cuartos de libra de pólvora negra; con menos no dispara bien. Luego se ataca con un taco engrasado, así, y por fin se le pone un vaso lleno de perdigones del 6, más un puñado. El gatillo está muy duro para que no pueda dispararse accidentalmente, lo cual podría volar la fachada de una casa".
Mientras los dos marinos luchaban con el absurdo peso del arma, el anciano les advirtió: "No es para niños". Metió el cañón dentro de su esquife de 4,25 metros, encajó la boca entre los calzos de la proa, lo aseguró con una tranca de madera y asentó la pesada culata en una concavidad formada por sacos de arpillera rellenos de agujas de pino.
"Hay que usar el remo largo", instruyó Twombly, "para colocarse en posición. Pero al acercarse a los patos, se guarda y se sacan los dos canaletes cortos: así". Y remó con ellos sin hacer ruido.
"Al colocarse en posición, se echa uno de barriga, con los canaletes a mano, y se toma puntería por el cañón. Pero no se apunta con el arma, sino con el esquife. Al quedar apuntado sobre 70 u 80 patos, se vuelve la cabeza para proteger los ojos, se tira con todas las fuerzas del gatillo, y ..."
El arma disparó con tal potencia que pareció abrir un agujero en el firmamento. El retroceso por poco desbarata la popa del esquife, pero las agujas de pino lo absorbieron mientras una nube de humo se remontaba en el aire.
CAVENY consiguió los dos esquifes que había prometido, y su método de operación se hizo habitual: al caer la tarde, Jake inspeccionaba su esquife para asegurarse de que había suficientes agujas de pino en los sacos para absorber la coz del arma; además limpiaba la enorme escopeta, preparaba la pólvora, revisaba la provisión de municiones; Tim, entre tanto, disponía su propio esquife y alimentaba a los perros.
La caza de patos con aquel cañón era una ciencia exacta, especialmente eficaz en lo más frío del invierno, sin luna. Cuando localizaban a los patos (que se juntaban en grandes bandadas para protegerse del frío), Turlock tomaba el mando. Lenta, muy lentamente, iba enfilando la proa del esquife hacia el centro mismo del bando. Cuando estaba seguro de que el arma estaba bien apuntada, sacaba los canaletes cortos y aspiraba profundamente unas pocas veces. Luego, con la mejilla cerca del cañón, pero sin tocarlo, extendía la mano para tirar del gatillo, y esperaba. El esquife derivaba poco a poco, y cuando todo estaba perfectamente alineado, volvía la cabeza y tiraba violentamente del gatillo.
Acto seguido tocaba su vez a Caveny. Remando velozmente, daba impulso a su esquife sobre las oscuras aguas, mientras los dos perros temblaban deseosos de saltar a las olas para cobrar las piezas. Pero él quería acercarlos mucho más adonde estaban los patos muertos, y eso requería una estricta disciplina: "¡No, no!" era todo cuanto decía, pero los canes obedecían.
"¡Tráelo!" gritaba y los perros saltaban al agua y comenzaban a llevar patos a los dos esquifes. HeyYou siempre entregaba el suyo en el bote de Turlock, y Lucifer en el de Caveny.
Tan pronto como los esquifes llegaban a Patamoke, los marinos empacaban su caza en barriles ventilados y los entregaban al capitán del barco que transportaba ostras al Rennert. Y al final de cada mes recibían del hotel un cheque por su mercancía.
Así fueron llenando de dinero los bolsillos, y comenzaron a pensar seriamente en adquirir una embarcación de verdad para ampliar sus negocios.
NACIMIENTO DE UN "SKIPJACK"
"HAY UN hombre en la isla Deal que tiene un nuevo tipo de barco", anunció cierta mañana Turlock mientras empacaban los patos. "Hecho especialmente para la pesca de ostras".
Jake y Tim habían resuelto hacerse pescadores de ostras, y la embarcación de que hablaba Jake era la ideal para ese oficio.
Un día atracó en Patamoke, y Turlock corrió al astillero del cuáquero Gérrit Paxmore y le pidió que fuera a inspeccionarla con él. El armador de barcos comenzó a analizar la obra de los hombres de la isla Deal.
"Es de muy poco calado, de modo que no encalla en los bajíos. De un solo mástil, muy a proa, y fíjate cómo está inclinado. Para una vela latina. Deja más campo libre sobre cubierta. Además, la punta del mástil queda sobre la cala y se puede poner una polea para descargar la bodega. Un gran botalón con la potencia necesaria para extraer las ostras del fondo. Borda libre muy baja para embarcar las redadas sin necesidad de subirlas mucho".
Pero entonces su ojo avezado observó algo que no le gustó. "Tiene la orza de deriva que, subida, explica su poco calado. Pero para poner la orza hay que taladrar la quilla. Y nosotros, los Paxmore, nunca tocamos la quilla". Se negó a decir nada más sobre la nueva nave.
Durante el invierno, Turlock y Caveny acabaron convencidos de que les era indispensable un nuevo barco. Si Paxmore no lo quería construir, buscarían otro armador. Paxmore, descendiente de varias generaciones de carpinteros de navíos cuáqueros, comprendió sus razones, cedió y aceptó el contrato de fabricar su primer skipjack, así llamado por cierto pez que salta sobre las olas.
En la época en que los patos volaban hacia el norte, Paxmore terminó la obra y, una vez botada la embarcación, el armador les dijo:
—Será más velera que cualquier barca de la bahía.
Turlock y Caveny no lo dudaban, pero quedaron estupefactos cuando el cuáquero añadió:
—He guardado el dinero que me dieron en la oficina. Se lo devolveré si no quieren ustedes la embarcación.
—¿Y por qué no hemos de quererla? —gruñó Turlock.
—Porque he hecho algo con la orza.
Los tres subieron a bordo y bajaron a la cala para inspeccionar el fondo de la embarcación, y allí Turlock y Caveny vieron la cosa más insólita que jamás habían contemplado. En vez de colocar la orza de sube y baja por el centro de la quilla (cortando una delgada hendidura de 4,25 m de longitud por todo el roble, y después levantar a su alrededor un "cofre" para que no entrase el agua), Paxmore había dejado la quilla intacta, como lo exigía la tradición de su familia, y había hecho una abertura longitudinal paralela a ella, a unos 20 cm hacia estribor.
—¡Imbécil! —gritó Turlock— Está descentrada. Nunca va a ...
—Amigo —contestó tranquilamente Paxmore—, toma tu dinero.
—¡Al diablo con nuestro dinero! Queremos el barco.
—No están obligados...
—Lo que podríamos hacer —insinuó Tim— es probarlo.
Turlock se resistía a hacerlo, por temor de quedar satisfecho con los resultados. Pero el cuáquero Paxmore los alentó.
Entonces Tim comenzó a izar la vela principal. Todos los cabos y poleas funcionaban a la perfección, y comentó: "Tienen razón. Esta vela se levanta más fácilmente".
Nadie en su sano juicio construiría un barco con el mástil tan adelante. Y sin embargo, dio resultado. Era un mástil curioso: no sólo salía de las entrañas de la nave inclinado hacia atrás, sino que la punta se doblaba después hacia adelante, para formar un arco, capaz de quebrarlo. El mástil, pues, parecía luchar contra sí mismo, pero era precisamente aquella tensión lo que le daba su potencia, pues de él colgaba una de las velas más grandes jamás usadas en una nave pequeña.
También izaron el foque, y luego, haciendo girar el gigantesco botalón, 60 centímetros más largo que el barco que lo sostenía, comenzaron a sentir la fuerza del viento en la lona. Soplaba buena brisa, así que Caveny y Paxmore llevaron al skipjack al centro del Choptank (Turlock se negó a tocar velas o timón). La nave comenzó a derivar hacia estribor, su casco hendía las olas dejando una blanca estela y las gaviotas iban siguiéndola. Después de largo rato, Turlock se abrió paso hacia popa y sustituyó a Caveny en la rueda del timón.
BAUTIZARON la nave Jessie T en honor de la madre de Jake y, antes de salir a la primera pesca de ostras, se establecieron algunas limitaciones para los skipjacks: "No se permitirá color azul a bordo. No se usará ladrillo rojo como lastre. No se comerán nueces. No se pondrán invertidas las escotillas sobre cubierta". Y como la borda era demasiado baja y el botalón más pesado y mayor que cualquiera de los usados en otras embarcaciones de Chesapeake, se decretó: "Y, sobre todo, al trabajar sobre cubierta, ¡mucho cuidado con el botalón!"
La Jessie T tenía una tripulación de seis: capitán, Jake Turlock, al mando de la nave y responsable de su seguridad; primer oficial, Tim Caveny, quien cuidaba del dinero; tres marineros de apellido Turlock que manejaban las rastras con que se pescaban las ostras; y el tripulante más importante: el cocinero. Desde el momento en que se proyectó el barco hasta que se contrataron los tres Turlock, sólo se presentó un candidato para cocinero: un negro extraordinario conocido en todo el Choptank.
EL COCIDO DE BIG JIMBO
BIG JIMBO era un africano de inusitada estatura, hijo de esclavos. De su padre había aprendido a leer y de su madre la orgullosa altivez. Era hombre de buen carácter y sentido del humor, y por su rara habilidad en la cocina de una nave, se sabía tan valioso como el capitán y superior a cualquier otro tripulante.
Resolvió una posible dificultad desde el momento de llegar a bordo. En el skipjack, los tres tripulantes dormían a proa, en un espacio muy reducido. El capitán, el cocinero y el primer oficial (por ese orden) se dividían entre ellos los tres buenos camastros de popa, y ya era tradicional que el capitán tomara el más largo, a estribor; el cocinero, el siguiente en tamaño, a babor; y al primer oficial le quedaba uno un poco menos cómodo, atravesado en la parte trasera del camarote. Pero en la Jessie T había algún cambio: uno de los Turlock, que le tocaba quedarse a proa, era pariente cercano de Jake, y por tanto anunció que dormiría a popa, pues estaba seguro de que "al moreno" no le importaría pasar la noche en un lugar más estrecho.
Así que, al llegar Big Jimbo a bordo, se encontró con su camastro ocupado. Pero él, sin titubear un momento, tomó cuidadosamente los bártulos, los colocó sobre cubierta y declaró: "Nadie puede cocinar si duerme a proa".
Había cometido un error bastante grave. Las pertenencias que tiró en cubierta no eran las del invasor, sino las de Tim Caveny, copropietario del barco. Cuando el pariente de Turlock resolvió mudarse a popa, Tim vio la oportunidad de cambiarse a un camastro mejor; así pues, tomó el del cocinero y envió a Turlock al más incómodo de atrás. Al ver Tim que echaban sus cosas sobre cubierta, se puso furioso, pero Big Jimbo le dijo suavemente: "Señor Tim, si eso es suyo, le pido perdón", y con gran cortesía lo llevó todo otra vez al camarote, donde lo puso no sobre el camastro que había desocupado Tim, sino en el de detrás.
—Había pensado dormir aquí —advirtió titubeante el irlandés, señalando el camastro más largo del negro.
—Aquí duerme el cocinero —replicó Big Jimbo, y lo hizo con tanta dulzura que hasta el desplazado condueño del barco quedó desarmado. Y en seguida, antes que pudieran agriarse más los ánimos, convocó a los tripulantes y les dijo—: Traje un poco de leche y algo de crema, así que haremos el mejor cocido de ostras. ¿Lo quieren de machos o de hembras?
—¿Y quién va distinguir las ostras machos de las hembras ? —preguntó uno de los Turlock.
—No me refiero a las ostras, sino a ustedes —contestó con una sonrisa benigna—. ¿Cuál prefieren?
—¿ En qué se diferencian ?
—No valen preguntas.
—Danos el de machos.
—Mejor no han podido escoger —declaró Jimbo antes de desaparecer por la escotilla que llevaba a su estufa de leña.
El cocido "de hembras" era el tradicional de la bahía de Chesapeake: ocho ostras por comensal, apenas hervidas en su propio jugo, luego en leche y espesadas con harina, condimentadas con un poco de apio, sal y pimienta. Era un gran plato como principio, pero algo flojo para trabajadores.
El cocido "de machos" era algo muy distinto, como Big Jimbo mascullaba al prepararlo: "Primero tomamos tocino y lo freímos hasta quedar tostado". Mientras chisporroteaba, picó ocho cebollas grandes y dos tallos gruesos de apio, y los puso aparte hasta que el tocino estuvo listo. Sacó este de la sartén y echó entonces las verduras en el aceite caliente para saltearlas. Luego las retiró también, poniéndolas junto al tocino. A continuación echó 48 ostras dorándolas para que les penetrara el sabor; y en seguida vertió encima el jugo de las mismas ostras y las dejó en la sartén hasta que las branquias se arrugaron.
Entonces Big Jimbo ejecutó las dos operaciones que hacían inolvidable su cocido. De un paquete celosamente guardado que había comprado a la compañía de especias McCormick en el muelle de Baltimore, sacó primero un bote de cartón de tapioca en polvo; tomando una pulgarada, la echó a la leche. Luego metió las ostras y los vegetales, y desmoronó el tocino, que puso sobre el guiso.
Del paquete de la McCormick sacó azafrán y regó el polvo sobre el cocido para darle un rico color dorado, reforzado por los 250 gr de mantequilla que le puso en el último momento y llegó a la mesa derritiéndose. Era, con su último toque, uno de los platos más exquisitos jamás inventado por un cocinero en el mar.
—¿Nos alimentarán así todos los días ? —preguntó Caveny.
Y Jimbo respondió:
—Ustedes me dan los ingredientes y yo me encargo de prepararlos.
Big Jimbo tocó su campana; todos los marinos pasaron bajo cubierta, menos el menor de los Turlock, que se quedó al timón, erguido frente a la rueda como hacía el capitán.
En la mayoría de los skipjacks regía esa costumbre, y nadie tocó la cuchara mientras el cocinero no se sentó a la mesa y estrechó con sus grandes manos negras las del capitán Turlock y el primer oficial Caveny, quienes con las manos libres tomaron las de los dos tripulantes. Con el círculo así formado, los cinco hijos del agua inclinaron la cabeza, mientras el capitán Turlock bendijo la mesa con una oración protestante. Tim Caveny en seguida hizo lo propio con una oración católica. "Amén", susurraron los marinos, y las cucharas se hundieron en el dorado cocido.
CASI AHOGADO
DRAGAR las ostras era un trabajo difícil. La temporada se dividía en dos mitades: de octubre a Navidad, cuando los moluscos eran abundantes, y de enero a fines de marzo, tiempo en que eran más difíciles de hallar. Los skipjacks, tripulados por marinos locales, salían de Patamoke los lunes por la mañana, se mantenían sobre los bancos de ostras toda la semana y regresaban el sábado por la noche para asistir a los servicios religiosos del domingo. Pero los botes que contrataban dotación afuera no se exponían a que sus tripulantes desertaran durante el fin de semana: permanecían en la bahía, durante tres meses seguidos, viviendo miserablemente y comiendo como animales. Estas embarcaciones vendían sus ostras a barcos mayores que recorrían la bahía enarbolando en sus mástiles una canasta vacía de 35 litros para indicar que eran compradores, dispuestos a adquirir toda la pesca de un día para su despacho inmediato a la ciudad de Baltimore.
Cuando el capitán Jake consideró que la Jessie T estaba bien colocada sobre los criaderos, ordenó a Caveny y a los tres Turlock que bajaran las dos dragas, una a babor y otra a estribor, y después que estas rastras provistas de púas de hierro estuvieron dragando el fondo durante un tiempo suficiente, probó los alambres que las sostenían para calcular si la carga era adecuada. Cuando así le pareció, ordenó izar a bordo las rastras.
Comenzaba entonces el trabajo de fuerza. A babor y estribor había sendos cabrestantes, accionados a mano, y en torno al tambor de cada uno se envolvía el alambre de que colgaba la draga. Los hombres, dos en cada cabrestante, comenzaban a dar vueltas a los pesados manubrios de hierro, y al girar los tambores se iban izando las redes. sumergidas. El peligro estaba en que a veces las púas de hierro de la draga se enganchaban en alguna roca y, al tirar el cable, el manubrio giraba al revés en perjuicio de dientes y huesos de los tripulantes. Eran pocos los pescadores de ostras que salían ilesos de los cabrestantes.
Cuando al fin izaban a bordo las rastras, llenas de barro y algas, la carga de las redes se derramaba sobre cubierta, a menos que saliera demasiado sucia para trabajarla; en este caso los tripulantes tenían que ejecutar una operación de lavado que casi les arrancaba los brazos: sumergir una y otra vez la gran red en el mar hasta quitarle el exceso de lodo. Sólo entonces se les permitía embarcarla.
Rápidamente desocupaban las rastras sobre cubierta y las volvían a echar por la borda para recoger otra carga. Tan pronto como las redes caían al agua, los tripulantes, de rodillas, comenzaban a escoger, con hábiles manos llenas de cicatrices dejadas por los cortantes bordes de las conchas, las ostras vivas de su redada, separándolas de las muertas y de las algas.
Hacia el final de cada día, el capitán Jake se dedicaba a buscar el buque comprador; y al abordar este, los marineros de la. Jessie T tenían que trabajar a doble velocidad. En el cubo de hierro para medir, que bajaban sobre su cubierta desde un botalón del barco comprador, echaban a paletadas la pesca; y cada vez que izaban el cubo al buque para depositar su carga en la bodega, Tim Caveny iba contando las cubetadas.
En la Jessie T se trabajaba en participación. Un tercio correspondía al barco mismo, dividido por mitad entre sus dueños, Jake y Tim. Pero estos debían pagar la alimentación, los cabos, las rastras. Otra tercera parte se daba al capitán, y este la compartía por partes iguales con Caveny, que fácilmente hubiera podido sustituirlo como jefe. Los cuatro tripulantes se dividían la tercera parte restante, sólo que Big Jimbo, a quien se reconocía como excelente cocinero, recibía un poquito más que todos.
Una gris mañana de febrero quedó demostrada la extraordinaria labor de Jimbo. Todos estaban desayunando mientras iba al timón el menor de los Turlock, cuando la nave escoró a estribor y se deslizaron los platos sobre la atestada mesa. El capitán Jake gritó por la puerta de la cabina:
—Timonel! ¿Pasa algo arriba?
—Todo bien, mi capitán —respondió el aludido, pero muy poco después vociferó con cierta alarma—: ¡Capitán! Nubes muy negras —y casi inmediatamente—: ¡Necesito ayuda!
El capitán Jake se encaminó hacia la escalera, pero Ned Turlock, uno de los tres marineros, se le adelantó. Con un ágil salto, el joven salvó los cuatro peldaños de una vez para llegar a cubierta y, recibir al instante en plena cara un golpe del botalón que barría la cubierta por un súbito bandazo. Ned fue arrojado a las turbulentas aguas y pronto quedó muy a la zaga de la embarcación, sin salvavidas. Pero el capitán Jake, haciéndose cargo del timón, viró en redondo mientras todos los demás corrieron a las velas para tratar de gobernar la nave.
Tan pronto como la embarcación se estabilizó y arrumbó hacia el náufrago, Big Jimbo se ató un cabo alrededor de la cintura y pidió a Tim Caveny que le sujetara otros dos más pequeños a los hombros como un arnés. En seguida, sin titubear, el enorme cocinero se arrojó a las profundas aguas heladas. Agitaba torpemente los brazos para mantenerse a flote, y uno de los Turlock gritó: "¡Caray! ¡Ese tampoco sabe nadar!"
Manoteando y pataleando como un desaforado, Jimbo se aproximó al que se ahogaba y, apretándolo contra su pecho en un fuerte abrazo, le extrajo el agua de los pulmones mientras los de a bordo tiraban de los cabos para subirlos al barco.
Esa noche, a la hora de la cena, vendidas ya las ostras y calculadas las utilidades, los seis tripulantes se tomaron de las manos mientras Caveny daba gracias por todos.
DOTACION DE TRIPULANTES
CON EL accidente casi fatal de Ned Turlock, comenzó a crecer la sospecha de que la Jessie T era nave de mal agüero, a tal punto que el capitán Jake encontraba dificultades cada vez mayores para conseguir tripulantes.
Cuando un skipjack de la Costa Oriental se encontraba escaso de personal, como estaba Jake después de la partida de dos Turlock, era tradición que su capitán tomara la medida que en aquel momento tomó Jake: "Caveny, saldremos hacia Baltimore".
Con sólo la ayuda de Big Jimbo, cruzaron la bahía, y enfilaron a uno de los mejores fondeaderos para naves pequeñas, el puerto interior de Baltimore.
Cuando la Jessie T se aproximaba a su muelle, el capitán Jake pidió a sus compañeros que estuvieran siempre atentos. "Es posible que tengamos que partir de aquí precipitadamente", advirtió. "Jimbo: tú cuidarás del barco mientras Tim y yo vamos a tierra a hacer una diligencia".
Turlock y Caveny se encaminaron a una fila de tabernas. A una de ellas, El Pingüino Borracho, iban muchos capitanes a caza de tripulantes, y eso hicieron los dos hombres. "¡Qué bonito letrero!" exclamó Caveny al ver el pingüino beodo que lo miraba con ojos fijos. Pasando por alto el comentario estético de su amigo, Turlock empujó con el hombro las puertas oscilantes e irrumpió hacia el oscuro mostrador, donde se quedó un momento contemplando una escena que le era familiar. Al pasar a una mesa del fondo del salón, dos jóvenes que lo reconocieron como capitán de la Costa Oriental se levantaron disimuladamente y salieron por una puerta lateral.
Más tarde llegó un inglés de unos 24 años de edad, andrajoso, de ojos nublados, desnutrido, sin dinero para pagar más de una cerveza, que le daba derecho de hartarse con los bocados de acompañamiento gratuito. Turlock, admirando el descomunal apetito del joven, hizo con la cabeza una seña a Caveny, quien se aproximó al mostrador.
—¿De Dublín, supongo ?
—No, de Londres —rectificó el inglés.
—No hay ciudad más bella en el mundo. Siempre lo he dicho. ¿Le ofendería que lo invitara otra cerveza?
El joven no pensó nunca rechazar tal invitación, pero cuando pagaron la bebida y el vaso quedó vacío sobre el mostrador, descubrió el alto precio de tanta amabilidad, pues de pronto sintió que lo asía fuertemente por la espalda un hombre a quien no podía ver, mientras su generoso amigo de Dublín, Timothy Caveny, le propinaba un puñetazo en la cara. Al volver en sí, se encontró atado de pies y manos en la cabina de un barco desconocido, custodiado por un negro de estatura descomunal que lo amenazaba con un cuchillo para que no se moviera.
Jake y Tim regresaron al Pingüino Borracho, donde volvieron a tomar asiento, y aguardaron. Después de anochecer entró en la cantina un joven de Boston que esperaba embarcarse como tripulante en un buque procedente de Nueva Orleáns. Tras de comerse dos remolachas y beberse tres sorbos de cerveza narcotizada, cayó en el piso cuan largo era. "Tómalo por los pies", ordenó el capitán Turlock, y los parroquianos de la cantina, que ya habían visto tal procedimiento antes, abrieron paso a Jake y a Tim para que sacaran a su segundo tripulante de la Jessie T.
PAGADO CON ARENA
LOS MARINEROS forzados tenían que trabajar como esclavos. Echaban al agua las dragas, las volvían a sacar, las lavaban cuando tenían mucho fango; pasaban de rodillas las horas y hasta días enteros seleccionando la redada; y cuando llegaba el barco comprador, eran ellos quienes llenaban a paladas las canastas metálicas con ostras.
—¿ Cuándo podremos ir a tierra? —preguntó el inglés.
—¿Quieres decir que cuándo saldrás de nuestro barco?
—Sí, eso es más o menos...
—En Navidad, te lo prometo —contestó Turlock; luego, para hacer el trato más solemne, agregó—: El señor Caveny es testigo, ¿verdad, Tim?
—Tan cierto como que la Luna se levanta sobre el lago Killarney —le aseguró Tim— habrás salido de este barco antes de Navidad.
Dos días antes de esa fiesta, cuando el último buque comprador se había cargado de ostras, el capitán Turlock convocó en la cocina a la tripulación y dijo alegremente:
—Jimbo, si uno de los muchachos fuera por leche a la isla Deal, ¿nos podrías hacer tu famoso cocido de otras para machos?
—Me gustaría —confirmó el gigantesco cocinero.
Turlock examinó a los dos marineros forzados y pidió al bostoniano: "Ve tú". En seguida, como si hubiera cambiado de opinión por alguna profunda razón filosófica, habló al inglés, de menor estatura: "Mejor lleva tú el cubo. Quiero hablar con este sobre la paga". Así que el londinense tomó el cubo y subió a cubierta.
Caveny, Jimbo y Ned Turlock maniobraron la Jessie T hasta el muelle en la isla Deal para que el inglés pudiera bajar a tierra. Mientras eso hacían, el capitán Turlock conversaba con el bostoniano acerca del dinero que le debía.
Sobre cubierta, los otros comprendieron por qué el capitán mantenía al bostoniano bajo cubierta, pues al desembarcar el inglés, Caveny le gritó: "Es aquella casa que está al final", y mientras el joven se alejaba hacia la aldea, el irlandés hizo una seña, y Ned Turlock, al timón, viró la embarcación para separarla del muelle y volver a la bahía.
—¡Oigan! —gritó el inglés al ver que se alejaba el barco y con él las esperanzas de cobrar su paga—¡Espérenme!
Pero no le hicieron caso. Inexorablemente, la nave ostrera se alejó de la isla y dejó al joven en tierra con su cubo vacío. Lo habían abandonado, "pagado con arena", como llamaban los hijos del agua a aquella costumbre bastante común. Con suerte podría regresar penosamente a Baltimore en un plazo de dos o tres semanas, sin oportunidad de cobrar los largos meses de trabajo. Tim, al verlo de pie en el embarcadero, comentó con sus dos compañeros: "Le prometí que estaría en tierra antes de Navidad".
Cuando ya no fue posible divisar al hombre abandonado, el capitán Turlock vociferó desde abajo: "Señor Caveny: venga acá a pagar a este marino".
Al aparecer Caveny en la cocina, Turlock declaró muy serio: "Este señor tiene quejas justificadas, que me expresó abiertamente. Calcule usted hasta el último céntimo que se le debe, y páguele de contado. Quiero que guarde un buen recuerdo de su estancia con nosotros". Y dicho esto, volvió a cubierta, donde se hizo cargo del timón.
Con toda la amabilidad de que sabía hacer gala, Caveny buscó sus libros de contabilidad, los extendió sobre la mesa y aseguró al bostoniano: "Has trabajado con empeño y te has ganado hasta el último céntimo", pero al disponerse a entregarle el dinero, se oyó un gran alboroto en la cubierta: fuertes ruidos y gritos ininteligibles, y en seguida la voz angustiada del capitán Turlock que ordenaba: "¡Todo el mundo sobre cubierta!"
El joven marinero de Boston saltó automáticamente por la escalera de la cámara, sin observar que el pagador seguía muy tranquilo, sentado a la mesa. Irrumpiendo por la puerta de la cabina, salió de un brinco para ayudar en el apuro, fuera el que fuese. Y llegó precisamente en el momento en que el enorme botalón se le venía encima a increíble velocidad. Lanzando un grito, se echó las manos a la cara, pero no pudo contener el golpe y salió despedido hacia las turbias olas.
Los cuatro hombres de Patamoke se apoyaron en la borda para gritarle: "Ahí donde estás, ya haces pie. Vete andando a tierra".
Pero él forcejaba y agitaba los brazos, pues se hallaba demasiado aterrado por su súbita inmersión para poder dominarse: "¡Anda a tierra!" le gritaba el capitán Turlock. "No está hondo".
Por fin el joven comprendió la intención de los marineros de su antigua nave, que ya se alejaba. Dando tumbos y maldiciendo, logró asentar los pies e inició por el agua helada su marcha a la isla Deal.
"Va a ser una Navidad inolvidable para el chico", comentó Tim Caveny mientras el desventurado marinero luchaba para ponerse a salvo. Quedaban sólo cuatro compañeros para compartir el rico botín de la temporada.
LA ESTELA DEL "SIMBAD"
LA TEMPORADA siguiente formaba parte de la tripulación de la Jessie T el gigantesco alemán Otto Pflaum, también capturado en El Pingüino Borracho. Sus compañeros comprendieron lo afortunados que habían sido de contarlo entre ellos cuando tuvieron que vérselas con un antiguo problema: los pescadores de Virginia que entraban ilegalmente en aguas de Maryland, pues un acuerdo entre los dos Estados reservaba exclusivamente aquellos criaderos de ostras a los ciudadanos de la Costa Oriental.
Los de Virginia los aventajaban en tres aspectos: eran más numerosos, tenían embarcaciones mucho mayores que los skipjacks y se les permitía usar motores, mientras los de Maryland estaban limitados a velas.
También llevaban rifles y no dudaban nada en usarlos. Ya habían matado a dos hombres de Patamoke.
Pese a que las embarcaciones de Patamoke estaban siempre amenazadas de guerra abierta, el capitán Turlock se resistía a armar la Jessie T. Cuando los barcos de Virginia comenzaron a trasgredir los límites y él comprobó que iban armados, se contentó con dragar los bancos de ostras más pequeños del Choptank. Mas su retirada sirvió para envalentonar a los intrusos, que al poco tiempo se instalaron descaradamente en la desembocadura de aquel río.
Los virginianos iban capitaneados por una nave cuya osadía y arrogancia resultaban irritantes. Era un barco grande llamado el Simbad, que se distinguía por dos características: como mascarón llevaba un gran rocho, ave fabulosa de desmesuradas garras; y la embarcación entera estaba pintada de azul, color prohibido a los skipjacks. El Simbad era formidable.
Ese invierno desafió a la Jessie T, y por poco la atropella en un recorrido sobre los criaderos. "¡A un lado, idiota!" vociferaba el capitán virginiano al mismo tiempo que se le echaba encima.
"¡Embistámoslo!" gritó Ned Turlock a su tío, pero el Simbad era demasiado pesado para tal táctica y, prudentemente, la Jessie T se apartó.
Otto Pflaum no pudo contenerse más. Irrumpiendo en la cabina al anochecer, gritó: "¡Maldito Turlock! No vas a Patamoke para que yo no me escape, y no nos compras fusiles porque tienes miedo al Simbad. Pero te juro que no voy a quedarme con los brazos cruzados mientras otros me disparan. ¡Quiero un fusil!"
Lo obtuvo. A la tarde siguiente, al arrimar la Jessie T a un buque comprador, el capitán Jake preguntó si tenían fusiles en venta. Y les compró cinco, así que, a la mañana siguiente, cuando el azul Simbad se les echó encima a toda máquina, encontraron a Otto Pflaum erguido a popa y disparando con un rifle de repetición.
La costumbre de disparar las armas se generalizó. El capitán Jake era más partidario de retroceder para proteger su nave, pero Otto Pflaum y el joven Ned Turlock no lo permitían.
Se convirtieron en blanco del Simbad. "¡Atrás, hijos de perra!" gritaba el capitán de este barco al embestirlos a toda másquina.
"¡No alteren el rumbo!" vociferaba Pflaum, y la Jessie T seguía impertérrita mientras el alemán y Ned Turlock, de pie en la proa, hacían fuego continuo contra el intruso.
Se planteó un problema moral cuando se aproximaba la hora de lanzar a Otto por la borda. Era un día gris y soplaba el habitual noro-este. En la bahía, la espuma era turbia. Las dragas estaban guardadas a babor y a estribor, después de haber sido arrastradas por el fondo durante tres meses consecutivos. Los ostreros volvían a casa a dividir el botín.
"¡Todo el mundo a cubierta!" gritó el capitán Turlock al mismo tiempo que se producía arriba un gran alboroto.
Más tarde Caveny confesaba: "Quizá fue culpa mía, pues sabía que iba a llegar la llamada y no reaccioné. En un santiamén Otto descubrió que yo no tenía intenciones de subir a cubierta y me echó una mirada que nunca olvidaré. Ya saben lo que pasó después".
Lo sucedido fue que Otto sabía que le caería el botalón encima. Por tanto, cuando el palo llegó, se agarró de él con el brazo izquierdo y salió montado en su recorrido sobre las olas. Con la mano derecha, entre tanto, sacó una pistola que apuntó directamente a la cabeza del capitán Turlock. Cuando volvió a estar a nivel de Jake, ordenó: "Me quedaré solo en la cabina. Tú lleva el barco a puerto... y date prisa".
La escasa reputación que pudo haberse ganado la Jessie T por su buena fortuna en la pesca de ostras quedó destruida cuando Otto Pflaum soltó la lengua en las cantinas de Patamoke. Contó que el capitán Turlock había intentado ahogarlo, y que él, Pflaum, se había visto obligado a capturar el skipjack, defendiéndolo contra cinco oponentes durante más de un día.
"Jake metió la pata", comentaban los otros marinos, y sólo Ned y Big Jimbo querían navegar en él.
CONFRONTACION
NORMALMENTE Turlock y Caveny hubieran viajado a Baltimore para capturar tripulantes, pero temían que Pflaum se apareciera por allí. Así pues, tragándose su orgullo, permitieron que Big Jimbo contratara a algunos de sus amigos. De esa manera la Jessie T fue la primera nave de Patamoke tripulada por tres blancos y tres negros. La dotación, sin embargo, se acoplaba bien, ya que Jimbo disciplinó a sus reclutas advirtiéndoles: "Si se portan con orden, habrá en el futuro muchos marineros de nuestra raza. Si no, jamás se permitirá a un negro a bordo de un skipjack".
Poco después dos capitanes de skipjack volvieron a Patamoke con las superestructuras de sus barcos hechas astillas.
"Estábamos pescando pacíficamente ostras en nuestras propias aguas, cerca de Oxford, cuando llegaron los de Virginia con el Simbad a la cabeza".
El lunes por la mañana salió de Patamoke la Jessie T con una tripulación resuelta. Los seis iban armados, y Big Jimbo aseguró al capitán Jake que sus dos marineros negros eran cazadores de ardillas y tiradores de primera. Si había combate, el skipjack estaba listo.
Pero no esperaban lo que hicieron los virginianos. Cuatro de sus naves de motor aguardaban junto a la punta de la isla Tilghman y, al bajar la Jessie T por el Choptank, le salieron al encuentro capitaneadas por el Simbad, juzgando que si lograban sacar del río a Jake Turlock, no tendrían mayor problema con el resto de la flotilla.
Fue un combate bastante desigual. El capitán Jake se mantenía al timón, mientras sus cinco tripulantes, entre ellos Big Jimbo, se apostaban a la borda. Los hombres de Patamoke combatieron bien y algunos de sus disparos hostigaron a los virginianos, pero los barcos intrusos eran mucho más rápidos y su fuego demasiado concentrado.
Durante una pasada, las balas perforaron la popa de la Jessie T y el capitán Turlock hubiera muerto si no se hubiese tirado sobre cubierta olvidando la dignidad. Enfurecido, gritaba a Ned que tomara el timón mientras él, agazapado detrás de una de las rastras, disparaba contra el Simbad.
En ese momento, uno de los barcos virginianos pasó por el costado de babor y lanzó una lluvia de balas al skipjack. Jake, hincado detrás de la rastra, vio a uno de los marineros de Big Jimbo girar en el aire, perder su rifle y caer en un charco de sangre.
"¡Cristo todopoderoso!" exclamó Jake y, dejando a un lado su propia seguridad, corrió a proa; pero los marineros del azul Simbad dispararon contra el timón con intención de alcanzar al capitán. Le dieron a Ned Turlock, que cayó sobre una rodilla agarrado de la rueda. Esto hizo virar violentamente en redondo al skipjack antes de que Ned muriera.
LA MELANCOLÍA se extendía a lo largo del Choptank, mientras sus hijos del agua estudiaban qué se podía hacer para repelar la invasión de los de Virginia.
Fue el marrullero Tim Caveny quien ideó una táctica para castigar al Simbad, y era tan extraña y atrevida que asombró a Jake:
—¿Piensas que seríamos capaces de eso?
—Estoy seguro —contestó Tim.
Los dos marinos guardaron silencio mientras revisaban la estrategia. Por fin Jake comentó:
—Lo que en realidad nos hace falta...
—No me digas —interrumpió Caveny— ... es Otto Pflaum.
—El mismo. Y ¡maldita sea! ... voy a echar mi orgullo a la espalda y lo iré a buscar.
Atravesaron la bahía hasta Baltimore y se encaminaron directamente al Pingüino Borracho.
—Otto, ven; siéntate a hablar con nosotros —imploró Caveny.
—¿Quieren ustedes contratarme otra vez?
—Sí —contestó esperanzado el irlandés.
—¿Con la misma paga de antes? ¿Un golpe del botalón
—Hubo un mal entendido...
Caveny se esforzaba en explicar que la causa había sido una falla en las comunicaciones.
—Necesitamos tu ayuda —intervino Turlock—. Los virginianos nos están desplazando de la bahía.
Turlock había pronunciado las únicas palabras capaces de emocionar al gigante. Pflaum conocía al arrogante Simbad, y había peleado ya con el barco, así que le halagaba la perspectiva de reanudar el combate.
—¿Esta vez no habrá botalón?
—Tampoco lo hubo la otra vez —replicó Caveny—: fue un bandazo repentino...
—Ahora me pagarán antes de salir de Baltimore.
Se acordó hacerlo así y en el último día del año, la Jessie T volvió a Patamoke para que la armaran de la extraña manera concebida por Jake y Tim.
Otto Pflaum quedó estupefacto al ver la magnitud de la gran arma de fuego que Jake proponía montar a proa.
—¡Es un cañón! —exclamó.
Jake se calló. Simplemente señaló las pequeñas balas de cañón con que iban a cargar el arma y, antes de que Pflaum pudiera comentar algo, le enseñó otras tres escopetas largas, varios barriles de pólvora y algunos cubos mayores llenos de perdigones de plomo. Le mostró también tres baterías, cada una de siete escopetas, que Tim Caveny había unido ingeniosamente para poder dispararlas casi simultáneamente.
—¿Qué piensan hacer? ¿Destruir al Simbad?
—Exactamente —confirmó Jake.
—¿Apunto a la cabina?
—No. A la línea de flotación. Vamos a hundirlo.
Pasaron dos días sin incidentes. Al tercero, el siniestro Simbad azul penetró en el Choptank. Tal como se esperaba, la nave desplazó a los skipjacks más pequeños y acto seguido enfiló hacia la Jessie T.
El Simbad abrió fuego primero. Cuando sus tripulantes vieron que la Jessie T no retrocedía, su capitán gritó: "¡Dispárenle otra andanada!" Los proyectiles rebotaron sobre la cubierta para quedar incrustados en los montones de ostras.
"¡Todavía no!" advirtió Jake, y sus marinos se mantuvieron firmes mientras el Simbad se descuidó y se acercó más de lo debido. Jake alcanzó a ver a Otto Pflaum con el dedo en el gatillo de la escopeta larga que una vez había pertenecido al anciano Greef Twombly.
"¡Ya!" gritó, y por toda la banda de babor del skipjack estalló un gran fogonazo de pólvora que envió una devastadora lluvia de plomo a través de la cubierta del Simbad, al mismo tiempo que lo castigaba en la línea de flotación.
Los virginianos que no cayeron por tierra quedaron tan desconcertados que no pudieron reagruparse antes que Tim Caveny les mandase otra andanada de perdigones, mientras Otto Pflaum saltaba a una segunda escopeta larga y disparaba directamente contra el gran boquete abierto por el primer tiro.
El Simbad, mortalmente herido, comenzó a escorar a babor, y la tripulación a saltar al agua pidiendo auxilio.
Con olímpica indiferencia, la jessie T se alejó del lugar.
Fue un regreso triunfal, tal como pocos centros navales han presenciado, pues la victoriosa nave llegó al muelle cargada de ostras, y mientras Tim Caveny contaba a gritos los detalles del combate, Otto Pflaum llevaba cuenta en voz alta de los cubos que los compradores izaban a tierra.
Pero la Jessie T se había ganado más de los 198 bushels (casi siete metros cúbicos) de ostras: Conquistó el derecho de decir que las riquezas del Choptank se cosecharían en forma racional.
SUREÑOS DE ULTIMA HORA
LA VICTORIA de los marinos del Choptank condujo a una serie de acontecimientos que nadie hubiera podido adivinar cuatro años antes.
El hecho de emplear a tres blancos y a tres negros permitía al capitán Turlock atracar los fines de semana en Patamoke. Esto le daba oportunidad de salir con Caveny a cazar patos, y la caza dio por resultado que los dos hijos del agua acumularan un respetable saldo en el banco local.
Como Jake Turlock estaba aburrido de oír criticar su barco en las tertulias de la tienda de abastos, resolvió salir de él y comprar para la empresa una embarcación de verdad, con la orza en su recto lugar.
Al firmarse el contrato entre Paxmore y los socios Turlock y Caveny, se estipuló: "Un skipjack de primera, con abertura para la orza o contraquilla a través de la quilla, 2815 dólares". Gerrit Paxmore preguntó a los dueños de la Jessie T qué pensaban hacer con la actual nave. Jake respondió con desprecio:
—Supongo que encontraremos un comprador en alguna parte.
—Me parece —declaró Paxmoreque yo podré ayudarles a salir de ella.
—¿ Tiene un comprador? —preguntó Caveny.
—Creo que sí —respondió Paxmore, pero sin revelar quién era.
El nuevo skipjack era superior en todos aspectos a la Jessie T. Una vez botado, y tras un par de pruebas en la bahía, Jake y Tim llegaron a la conclusión de que habían adquirido una obra de arte.
Cuando Jake fue al Frog's Neck a avisar a Big Jimbo que el nuevo skipjack saldría el lunes siguiente, se enteró, consternado, de que el gigantesco cocinero no reanudaría su viejo oficio.
—¿Por qué no? —tronó Jake.
—Porque...
El negro estaba demasiado confundido para explicarse, y Turlock lo provocó, acusándolo de cobardía a causa del combate, de falta de lealtad con sus compañeros y de ingratitud. Big Jimbo lo escuchó impasible, luego explicó en voz baja:
—Capitán Jake: pienso navegar en mi propio skipjack.
—¿Qué dices ?
—El señor Paxmore me vendió la Jessie T.
La noticia lo dejó boquiabierto:
—¿Vas a comprar mi barco?
—Sí, señor. Desde el día en que pude andar, mi padre me dijo: "Cómprate un barco. Cuando un hombre tiene un barco, es libre".
—¡Caramba, Jimbo! No sabes lo suficiente para ser capitán de una embarcación.
—Lo he estado observando, capitán Jake; observándolo a usted; y es uno de los mejores.
Dándose un golpe en el costado, Jake comentó riendo:
—Todo el tiempo que pasabas sobre cubierta ayudando a otros, te fijabas en lo que yo hacía —soltó una carcajada—. Pero tendrás que cambiarle el nombre.
Big Jimbo se le había anticipado. Cuando fue en compañía del capitán Jake al astillero de Paxmore para inspeccionar a la remodelada Jessie T, encontraron borrado con pintura el viejo nombre, y en su lugar una flamante tabla con las sencillas letras: Edén.
En octubre de 1895, el skipjack Edén, registrado en Patamoke, hizo su primera salida a los criaderos de ostras.
Cuando la tripulación negra comenzó a descargar enormes cantidades de moluscos en los barcos compradores, la bahía quizá se indignó, pero no podía sorprenderse. Entonces Randy Turlock, sobrino del capitán Jake, firmó contrato como tripulante del Edén, cuya dotación en adelante quedó compuesta de cinco negros y un blanco.
EN TIERRA, las relaciones entre blancos y negros no eran tan armoniosas como a bordo de los skipjacks. En la pesca de ostras, el marino se valoraba sólo por sus méritos. Pero al desembarcar cesaba toda camaradería. El ostrero negro no se podía integrar a la tertulia del almacén, ni enviar a sus hijos a la escuela del hombre blanco, ni orar en la iglesia de este. Las relaciones permanentes entre ambas razas quedaron definidas a principios del siglo cuando algunos políticos venales del partido demócrata en Annapolis, la capital del Estado, propusieron una enmienda a la constitución de Maryland mediante la cual (en perjuicio de los negros) no sólo se exigía para votar que el ciudadano supiera leer y escribir, sino también que hubiera votado antes de 1869 o fuera descendiente en línea recta de alguien que votara antes de esa fecha.
Los residentes de la ribera del Choptank se oponían casi unánimemente al sufragio negro, y ello ilustraba un cambio muy particular que estaba alterando la historia de la Costa Oriental: durante la Guerra Civil de los Estados Unidos más de la mitad de los hombres del Choptank habían servido en el Ejército del Norte, pero ahora sus descendientes afirmaban que más del 95 por ciento habían prestado servicio al Sur. Las razones de tal deformación de los hechos eran sencillas: "Nadie puede estar orgulloso de haber combatido por el Norte, hombro a hombro con los negros. Mi padre fue estrictamente sureño".
Con esa memoria tan subjetiva, la Costa Oriental se convirtió en una de las más rancias regiones sureñas, y la gente solía decir: "Nuestros antepasados tuvieron esclavos y lucharon para conservarlos. La emancipación fue la peor desgracia que aconteció a esta tierra". Eran estos sureños de última hora, apoyados por las familias de las plantaciones, cuyos ascendientes sí habían estado honradamente de parte del Sur, quienes ahora se unían para impedir que los negros asistiesen a sus escuelas e iglesias; se congregaban en turbas para castigarlos cuando se ponían díscolos; se unieron alegremente para aprobar la enmienda constitucional que los privaba del derecho de voto.
Los únicos que se oponían a la nueva ley eran los cuáqueros Paxmore y los inmigrantes recién llegados, pues temían que también a ellos los privaran del sufragio. A la postre, la moción fue derrotada. Los negros podrían seguir votando.
TIERRA DEL BUEN VIVIR
EN AGOSTO de 1906, cuando los dos hijos del agua eran ya sexagenarios de pelo blanco, Caveny entró corriendo un día en el almacén con una noticia emocionante: "Jake, me parece que tenemos un contrato para acarrear sandías a Baltimore". Era una buena noticia, pues los ostreros pasaban el verano en afanosa busca de portes con que mantener ocupados sus skipjacks que, por su escaso calado, llevaban muy poca obra muerta para salir a alta mar.
Así, los marinos añoraban carga de productos agrícolas para llevar a Baltimore, y volver con abonos o carbón a Norfolk, o hierro en lingotes de los altos hornos al norte de Baltimore. La mejor carga era la de sandías, desde muy al interior de uno de los ríos, pues entonces, con tres tripulantes, el skipjack podía ganar una buena suma pasando en ambos sentidos sobre los bancos de ostras que había explotado durante el invierno.
Con sus ganancias adicionales, los dos marinos se encaminaron al Rennert, donde cenaron pato; luego visitaron a Otto Pflaum y a su mujer, tomaron una carga de abonos y se dirigieron a casa. Al salir del puerto se hallaron, por casualidad, al centro de un triángulo formado por tres lujosos vapores de los que recorrían la bahía, en esos días iluminados por electricidad, y admiraron la resplandeciente elegancia de las magníficas naves, que salían para penetrar por los ríos que desembocan en la bahía.
"¡Míralos!" exclamó Jake señalando los paquebotes que seguían sus repectivas rutas, mientras sus orquestas llenaban el ambiente acuático de suave música. Durante cerca de una hora los hombres del Choptank los estuvieron admirando casi con envidia.
Los ostreros no hubieran podido imaginar que aquellas grandes embarcaciones algún día desaparecerían enteramente de la bahía, al contrario que el pequeño y tranquilo skipjack. Perduraría cuando todo lo que esa noche había en la bahía se hubiese convertido en herrumbre, pues era adaptable, nacido de los bajíos salados y de la ruda pesca ostrera, mientras los paquebotes brillantemente iluminados eran innovaciones comerciales, útiles por el momento, pero que no tenían relación alguna con la milenaria bahía.
"Desaparecen muy rápidamente", comentó Caveny mientras las luces se confundían con las olas.
Los hijos del agua quedaron otra vez solos sobre la bahía. Poco después divisaron al claro de luna el perfil bajo de la Costa Oriental, rara configuración de pantanos y estuarios. cambiantes.
—Tenemos realmente la tierra de la buena vida —musitaba Turlock mientras el skipjack derivaba al soplo del aire nocturno; mas, al aproximarse a la isla Devon, fijó la mirada en su extremo occidental, donde la marea lamía ya los troncos de los árboles de un bosquecito.
—Nunca me había fijado en eso —comentó—. La isla va a desaparecer un buen día con una de estas tormentas...
Los marinos inspeccionaron la tierra erosionada y Caveny declaró:
—Leí en un libro que toda la tierra de la Costa Oriental es de aluvión.
—¿Qué es eso?
—Que la depositó aquí el Susquehanna cuando era 50 veces más grande que ahora. Sabes, Jake, pienso que, después de que hayamos muerto, la Costa Oriental no va a existir. La tierra que conocemos se la llevará el mar.
—¿Cuándo será eso?
—Dentro de diez mil años.
No hablaron más. Iban navegando sobre los ostreros por los cuales habían peleado, criaderos cuya agua helada les había entumecido las manos y cuyas ostras les cortaron los dedos y ensangrentaron los congelados guantes. Al otro lado de aquel banco de arena, escasamente visible de noche, se había ido a pique la Laura Turner, con pérdida de seis vidas. Más allá había naufragado el Wilmer Dodge; otros seis desaparecidos. Doblando aquella lengua de tierra, donde anidaban los patos en invierno, habían rechazado a las naves invasoras de Virginia.
Sin hacer ruido, el skipjack entró en el Choptank. El nieto del perro chesapeake de Jake hacía guardia a proa, listo a repeler a cualquier intruso, pero Caveny tenía un labrador que iba tendido sobre cubierta, con la cabeza muy cerca del tobillo de Tim y los negros ojos mirando fijamente al irlandés con inmenso amor.
CONDENSADO DE “CHESAPEAKE". © 1978 POR JAMES A. MICHENER