UN FILÁNTROPO QUE NO TIENE FORTUNA
Publicado en
agosto 19, 2013
Thomas Cannon, hombre extraordinario en todo, aunque no en sus medios económicos, nunca ha dejado de hacer; por falta de dinero, lo que considera debido.
Por Gerald Moore.
NO HAY bibliotecas que lleven el nombre de Thomas Cannon; nunca ha hecho una donación a ninguna universidad ni ha construido un museo. Sin embargo, este empleado de correos de Richmond (Virginia), de 53 años de edad , atlética figura y ligeramente canoso, ha donado para buenas causas más dinero, en proporción a sus ingresos, que algunos de los principales filántropos norteamericanos.
Desde 1968, gracias a que trabaja arduamente y vive con frugalidad, ha ahorrado y regalado a extraños y conocidos que lo merecían alrededor de 35.000 dólares, a pesar de que su sueldo era menor de 17.000 dólares anuales. Ha ayudado directamente a veintenas de personas con donativos en efectivo e inspirado a otros miles de individuos con su buen ejemplo.
"Algunas personas piensan que por mí solo constituyo una secretaría de bienestar público", comenta el enérgico Cannon. "Pero no es así. Doy dinero a la gente porque he recibido mercedes, como norteamericano y como individuo. Y deseo compartir estas mercedes. Regalo dinero para dar ejemplo de interés por los demás, para premiar las buenas obras o la valentía excepcional, o para ayudar a personas que han bregado duramente y están al borde de la desesperación".
He aquí dos ejemplos de tal filosofía en acción:
Cierta tarde de agosto, hace unos años, dos asaltantes armados entraron en un centro de distribución de cupones para alimentos en Richmond, donde vigilaba fuera de sus horas de trabajo normal, el oficial de la policía, Vernon Jarrelle. En el intercambio de disparos subsiguiente, Jarrelle, de 22 años de edad, resultó muerto. El vigilante no tenía seguro de vida y su mujer y su niña quedaron desamparadas. Al día siguiente, Cannon se enteró por los diarios de la situación de la viuda de Jarrelle y le envió un cheque por mil dólares.
"No tenía forma de conocer los medios económicos de la viuda", dice Cannon, "pero era una situación que yo, como individuo, podía aliviar en el acto. La pobre necesitaba aliento ese mismo día, no semanas o meses después".
En noviembre de 1977 Cannon leyó un artículo periodístico sobre un joven padre de familia cuya esposa había quedado en coma después de dar a luz a su quinto hijo. El marido, Bobby Hudson, desempeñaba dos trabajos para poder mantener a su familia, pero necesitaba encontrar una mujer que le ayudase a cuidar a sus hijos para no verse en la necesidad de enviar alguno de ellos a cargo de familias adoptivas. Cannon mandó a Hudson un cheque de mil dólares con una corta misiva: "Motivan este obsequio no sólo las necesidades que tiene usted, sino también su impresionante demostración de valerosa y abnegada paternidad".
No hay ingenuidad en la forma en que Cannon enfoca sus buenas obras. Reconoció ya hace mucho tiempo que las necesidades de este mundo sobrepasan inmensamente a sus propios y escasos recursos económicos. Pero eso no le impidió hacer lo que estaba en su poder. "Podría pasarme el tiempo deplorando el estado del mundo", comenta, "y no hacer nada, puesto que los problemas son tan grandes y mis ingresos tan pequeños. Pero esa no es mi manera de ser. Puedo hacer mucho con sólo poner manos a la obra".
Gracias a esta actitud y a una gran disciplina personal escapó él mismo de una extrema pobreza rural. Nació en el seno de una familia negra y pobre de Richmond, y tenía sólo tres años cuando su padre murió y dejó a la familia en la miseria. Una de las pocas cosas que el padre legó a su familia fue una colección ilustrada de relatos de la Biblia, libro que obró gran influencia en Cannon durante su niñez.
A los 13 años el joven dejó de asistir a la escuela para ayudar al sostenimiento de su madre y al suyo propio. A los 17 se enganchó en la Marina, donde le asignaron a un cuerpo compuesto enteramente de negros que cargaba municiones en los barcos destinados a la escuadra del Pacífico. El 16 de julio de 1944 fue transferido a una escuela de artillería. Al otro día de haber dejado a su antiguo batallón, dos barcos hicieron explosión, causando la muerte a 322 ex camaradas.
Cannon se preguntaba por qué se había salvado. "Yo era soltero", medita, "simple carne de cañón. Entre los muertos había muchos casados, con familia que los necesitaba. No obstante, fui yo quien salió con vida. Esto me hizo reflexionar". Pero no tenía entonces motivo para deducir de su buena suerte una conclusión clara hasta que otra vez le aconteció lo mismo.
Al dejar la Marina, consiguió un empleo para descargar azúcar de barcos que llegaban a los muelles de Richmond. "Un día", recuerda, "cuando una grúa levantaba una carga de azúcar de la bodega, se me ocurrió ir a beber agua. Había dado diez pasos cuando oí que los compañeros me gritaban. Alcé la mirada y vi que una plataforma de varias toneladas caía directamente sobre mí. Traté de correr y tropecé. La plataforma me alcanzó cuando yo caía y me hundió en un hueco entre varios sacos de azúcar. Milagrosamente salí ileso. Era ya demasiado para atribuirlo solamente al azar. Llegué a la conclusión de que alguien me protegía y que me salvaba por alguna razón".
Cannon resolvió volver a la escuela, y con su característica decisión se matriculó en el octavo grado de una escuela primaria de Richmond. "Confieso que causé cierta sensación cuando me presenté", cuenta riendo. "¡Tenía 23 años y era el alumno más grandote de la clase!"
En la escuela atrajo la atención de una profesora que tendría gran influencia en su vida. "Después de consultar con el consejero vocacional, la maestra advirtió en mí aptitudes para seguir estudios superiores al octavo grado", dice Cannon, "así que me sometieron al examen de ingreso en la universidad. Lo aprobé y en un año pasé del octavo grado a seguir estudios superiores en el Instituto Hampton. Eso no habría acontecido si mi profesora no se hubiera preocupado por mí".
Para entonces Cannon se había casado y trabajaba por la noche en una fábrica de textiles para mantener a su esposa, Princetta, y a los dos hijos de ambos. El haber pasado con éxito su examen de ingreso en la universidad le dio derecho a los beneficios educacionales reservados a los veteranos de la Segunda Guerra Mundial, cosa que Cannon no considera un pago por sus servicios militares, sino una merced con que lo favoreció su país.
Concluidos sus estudios universitarios, quiso enseñar arte, pero no había vacantes en las escuelas de segunda enseñanza. Con el tiempo ingresó en el servicio postal, y más tarde solicitó empleo en el vagón correo de un tren, para separar la correspondencia. "Al viajar en tren por la noche tenía mucho tiempo para pensar", cuenta. "Estaba íntimamente convencido de que debía ayudar al prójimo de alguna manera, pero no sabía cómo".
Por entonces, una noche, después de su traslado a la oficina principal de correos de Richmond, ocurrió algo curioso. "Trabajábamos varios compañeros ante una banda transportadora, separando cartas y sosteniendo una discusión filosófica", relata Cannon. "Comenté: Lo que el hombre siembre, eso cosechará. Y justamente en ese momento bajaba por la banda un sobre grande de papel manila; se rompió frente a mí y salieron algunas hojas. ¡Y en la de encima estaba claramente impresa la misma cita!"
El deseo de Cannon de ayudar a los demás siempre había sido espontáneo. Mas entonces quiso emprender alguna obra directa y organizada. Pero, ¿qué podría hacer él, simple empleado de correos?
"Até los cabos sueltos al comprender que el dinero es el símbolo más poderoso de nuestra cultura", dice. "Si empleaba debidamente aunque fuera sumas pequeñas, podría ayudar a la gente y hacer con ello una poderosa afirmación. Me di cuenta de que si ganaba todo cuanto pudiera, si vivía frugalmente y utilizaba todo dinero adicional para ayudar a los demás, entonces la vida tendría algún significado".
"Adicional" es una palabra engañosa, por supuesto. Algunas personas nunca tienen nada adicional, por mucho dinero que ganen. Cannon, en parte por la pobreza de su juventud, tiene un concepto firme de lo que es necesario y lo que es superfluo. Su casa es vieja y maltrecha; su automóvil tiene 14 años de uso. Cannon gasta muy poco en ropa, casi nada en bebidas y nada absolutamente en tabaco. "Tenemos abrigo, lo suficiente para comer y lo esencial para la vida", comenta.
Nuestro filántropo no ha descuidado a su familia por dedicarse a su vocación. Envió a sus dos hijos a la universidad. Procura guardar por lo menos 2000 o 3000 dólares en una cuenta de ahorros para cualquier problema urgente de familia, pero pocos son los dispendios. Casi todo lo demás es para ayudar a otros.
Su obra no siempre ha recibido elogios. "Algunos de mis vecinos creen que estoy loco", dice. "Instan a Princetta a ponerme freno. Pero después de 31 años de matrimonio, ella comprende lo que hago y por qué lo hago".
Otras personas lo entienden también. Hace poco, Cannon recibió el tipo de carta que puede apabullar a cualquier crítico. Escrita por un alumno de tercer año de primaria, de San Diego (California), decía: "Nuestro país es muy afortunado al contar con un ciudadano que se preocupa tanto por el prójimo. ¡Nos enorgullecemos de que sea usted norteamericano!"
Una carta como esta, asegura Cannon, vale más que todo lo que podría comprar con su dinero.