LO HERMOSO Y LO SUBLIME (Bruce Sterling)
Publicado en
agosto 11, 2013
30 de mayo de 2070
Mí querido MacLuhan:
Amigo mío, tú que tan bien conoces los problemas de un enamorado, comprenderás mi relación con Leona Hillis.
Desde mi última carta, he llegado a conocer el alma de Leona. Lentamente, casi a mi pesar, he abierto los depósitos de simpatía y sentimiento que convierten una simple relación en algo mucho más profundo. Algo que forma parte de lo sublime.
Es amor, mi querido MacLuhan. No el apetito del cuerpo, fácilmente combatido con píldoras. No, está más cerca del ágape, la ardiente unión espiritual de los griegos.
Sé que los griegos no están de moda últimamente, en especial Platón con su tendencia propia de ordenador hacia el intelecto abstracto.
Perdona si mis sentimientos adoptan esta expresión un poco occidentalizada. Sólo puedo expresar lo que siento, de forma simple y directa.
En otras palabras, me he liberado de aquella sensación de evanescencia que envenenó mis anteriores relaciones. Me siento como si siempre hubiera amado a Leona; ocupa un lugar en mi alma que nunca podrá ser ocupado por otra mujer.
Sé que me apresuré al dejar Seattle. Askyonov estaba ansioso por hacerme completar el diseño de los decorados de su nueva obra.
Pero me sentía exhausto y temía los días de agotador esfuerzo creativo. La inspiración viene de la naturaleza, y había pasado demasiado tiempo encerrado en la ciudad.
Así, cuando recibí la invitación de Leona a la fiesta de cumpleaños de su padre en el Gran Cañón, la atracción fue irresistible. Combinaba lo mejor de ambos mundos: la compañía de una mujer encantadora contra el fondo de una maravilla natural cuya sublimidad no tenía rival.
Dejé al pobre Askyonov tan sólo una nota en la red correo, y volé a Arizona.
¡Qué paisaje! ¡Grandes mesetas absolutas, largos panoramas arrasados en púrpura y rosa, puestas de sol deslumbrantes extendiendo dedos etéreos de pura radiación hasta el cénit! Es el polo opuesto a nuestra verde e introspectiva Seattle; un brillante yang al lluvioso yin de la Costa Oeste. El aire, henchido de artemisas y pinos, parece frotar el cerebro como una esponja. De inmediato sentí regresar mi apetito, y la alegría avivó mi paso.
Hablé con algunos habitantes de Arizona sobre su Parque Global. Descubrí que son gente sensible e incluso noble, conmovidos hasta el corazón por la deslumbrante belleza de su extraño paisaje. Son bastante modernos en sus sentimientos, a pesar del gran número de jubilados, excéntricas reliquias de la edad industrial. Desde que secaron el lago Powell, la antigua llanura de la reserva ha sido abierta a campings, instalaciones deportivas y desarrollos urbanísticos limitados. Esto reduce la masificación en el propio Gran Cañón, que, bajo sabios cuidados, regresa a un prístino estado natural.
Para la fiesta del padre de Leona, Industrias Hillis había contratado un moderno hogan en el borde norte del cañón. Era una amplia cúpula de dos pisos, forjada con cedro nativo y arenisca, que se fundía con el paisaje con admirable contención y gusto. Un ancho porche de cedro asomaba al río. Tras la cúpula, blancos pinos ponderosa bordeaban un gran jardín rocoso.
Libre de sus molestas presas del siglo XX, el Colorado primigenio corría gloriosamente bajo los acantilados, saltando y espumeando en grandes aluviones y oleajes, apartando rocas y madera a la deriva con el abandono de un tigre. En los días que siguieron, su seseante rugido nunca estaría lejos de mis pensamientos.
El largo asentamiento bajo el lago artificial había añadido un extraño abismo a los picos del gran cañón. Sus paredes de pizarra y arenisca estaban manchadas con un verde viridiano. Sus golfos y remolinos entre los sinuosos giros del cañón, viejos sedimentos del lago aún aferrados a las pendientes envolventes, moteaban las raíces de los álamos y los matorrales en flor.
En el porche del hogan, sobre los acantilados, conecté mi placa de muñeca con el sistema de la casa y di a conocer mi presencia. En el porche había también un par de viejos. Comprobé sus identidades con mi placa recién recargada. Pero, con la típica torpeza de su generación, no habían conectado con el sistema de la casa, y siguieron siéndome unos desconocidos.
Entonces, con cierto alivio, vi a nuestra vieja amiga Mari Kuniyoshi que salía a saludarme. Habíamos mantenido fiel correspondencia desde su regreso a Osaka; principalmente sobre moda y los últimos chismorrees en diseño gráfico japonés.
Confieso que nunca he comprendido la atracción magnética que Mari ejerce sobre tantos hombres. Mi interés se basa en su talento para el diseño, y de hecho encuentro sus romances bastante sosos. Mi placa identificó a la acompañante de Mari: su ingeniero de producción y jefe técnico, Claire Berger. Mari vestía un poco por delante de la última moda, con una brillante chaqueta de satén de cuello alto y una sutil falda ondulante hasta la rodilla. Claire Berger llevaba pantalones expedicionarios, una blusa de viaje de algodón y botas de caña. Era típico de Mari que usara a aquella joven zafia como contraste.
Pronto estuvimos los tres sorbiendo decorosamente zumo de fruta bajo uno de los parasoles del porche y admirando el paisaje. Intercambiamos piropos mientras esperaba a que la obvia aura de misterio de Mari se manifestara.
Resultó que el actual compañero de Mari, un modelo y aspirante a actor de diecinueve años, se había convertido en fuente de fricción. También se hallaba presente en la fiesta de cumpleaños de los Hillis uno de los antiguos romances de Mari, el ex cosmonauta y trotamundos Friedrik Solokov. Mari no esperaba su aparición, aunque él llevaba algún tiempo viajando con el doctor Hillis. El amigo modelo de Mari había detectado la relación reavivada entre Mari y Fred Solokov, y estaba extravagantemente celoso.
—Ya veo —dije—. Bueno, en el momento conveniente puedo atraer a tu joven amigo para dar un paseo. Es actor y tiene ambiciones, ¿no? Nuestra compañía siempre busca nuevos rostros.
—Mi querido Manfred, qué bien comprendes mis pequeños problemas —suspiró ella—. Estás deslumbrante. Admiro tu corbata. Qué efecto tan lindo. ¿Le hiciste tú el nudo, o tienes una máquina para hacerlo?
—Lo confieso: esta corbata tiene pliegues moleculares pretensos.
—Oh —dijo Claire Berger, distante—. Realmente impresionante.
Cambié de tema.
— ¿Cómo está Leona?
—Ah. Pobre Leona —dijo Mari—. Ya sabes cuánto le atrae la soledad. Bueno, mientras continúan los preparativos, deambula por estos grandes cañones desolados..., escalando los riscos, contemplando las brumas de ese fiero río... Su padre no está nada bien. —Me miró significativamente.
—Ya. —Se sabía que las viejas excentricidades del doctor Hillis, incluso sus crueldades, habían aumentado con los años. Nunca comprendió la nueva sociedad que su propia gran labor había creado. Fue una de esas paradojas irónicas a las que eres tan aficionado, mi querido MacLuhan.
No obstante, mi Leona había pagado por su reaccionaria testarudez, así que no sonreí. La pobre Leona, hija tardía del viejo, había sido educada como su princesa industrial, y se esperaba que dominara beneficios, pérdidas e informes cuatrimestrales, la dolorosa disciplina del espantoso oficio de su padre. Con el mundo de hoy, el viejo bien podría haberla educado para ser un conquistador español. Es un tributo al espíritu de Leona que haya hecho tanto por nosotros.
—Alguien debería ir a buscarla —dijo Mari.
—Lleva su placa —repuso Claire bruscamente—. Le costaría perderse.
—Disculpadme —dije, levantándome—. Creo que es hora de que salude a nuestro anfitrión.
Entré en la cúpula, donde el agradable aroma resinoso de la hoguera de pino de la noche anterior aún se aferraba a las frías cenizas de la chimenea. Admiré el interior: pieles de búfalo y vigorosas mantas hopi con el aspecto ajado de los viejos gráficos de ordenador. Claraboyas hexagonales filtraban la luz sobre un suelo de áspera piedra arenisca.
Siguiendo las indicaciones de la placa, llevé mi equipaje a una encantadora habitación interior del primer piso, con grandes vigas de cedro entrecruzadas y paredes encaladas adornadas con primorosas herramientas agrícolas.
En el salón de abajo, el viejo se había reunido con dos de sus conocidos. Me sorprendí al ver cómo había envejecido aquel rostro famoso: El doctor Hillis se había convertido en un inválido cadavérico de mejillas chupadas. Estaba sentado en su silla de ruedas con una manta de piel de búfalo sobre las piernas. Sus amigos aún parecían lo suficientemente fuertes para ser peligrosos: restos cocodrilescos de una época perdida de violencia y carne. Ninguno de los dos se había registrado en el sistema de la casa, pero ignoré tácitamente esta descortesía anticuada.
Me reuní con ellos.
—Buenas tardes, doctor Hillis. Es un placer compartir con usted esta ocasión. Gracias por invitarme.
—Es uno de los amigos de mi hija —croó—. Manfred de Kooning, de Seattle. Es un ar-tis-ta.
— ¿No lo son todos? —dijo Cocodrilo 1.
—Si es así —dije yo—, debemos nuestro feliz estado al doctor Hillis. Así que es un doble honor celebrar con él.
Cocodrilo 2 se metió la mano en su anticuado traje de negocios y sacó nada menos que un cigarrillo. Lo encendió y exhaló una bocanada de hedor cancerígeno contra nosotros. A mi pesar, tuve que dar un paso atrás.
—Estoy seguro de que volveremos a vernos —dije—. Mientras tanto, debería ir a saludar a nuestra anfitriona.
— ¿Leona? —el doctor Hillis frunció el ceño—. No está aquí. Ha salido a dar un paseo privado. Con su prometido.
Sentí un súbito escalofrío helado. Pero no podía creer que Leona me hubiera engañado en Seattle; si hubiera tenido un compromiso formal, me lo habría dicho.
— ¿Una propuesta repentina? —insinué—. ¿Los arrebató la pasión?
Cocodrilo 1 sonrió amargamente, y advertí que había tocado un punto flaco.
—Maldición —replicó Hillis—, no se trata de una pasión moderna con jadeos ridículos y tirones de pelo. Leona es una chica sensata con estándares a la vieja usanza. Y el doctor Somps los cumple todos. —Me miró, como desafiándome a contradecirle.
Naturalmente, no hice tal cosa. El doctor Hillis estaba gravemente enfermo; habría sido una crueldad trastornar a un hombre con un aspecto tan frágil. Murmuré unas cuantos cumplidos y me excusé.
Tras volver a salir, consulté rápidamente mi placa. Me dio los datos biográficos que el doctor Somps había insertado en el sistema de la casa, para que lo utilizaran los invitados.
Mi rival era un hombre de logros impresionantes. Había sido un niño prodigio poseedor de profundas dotes matemáticas. Ahora tenía veintinueve años, dos menos que yo, y era profesor de ingeniería aeronáutica en el Instituto Tsiolkovsky en Boulder, Colorado. Había pasado dos años en el espacio, como invitado de la estación rusa. Era autor de un libro sobre cinemática alada. Y un experto inigualable en simulaciones por ordenador de túneles eólicos, según los ejecutaba el Procesador Hillis Masivamente Paralelo.
Puedes imaginar mi profunda agitación al enterarme de esto, mi querido MacLuhan. Visualicé a Leona apoyando su cabeza rizada sobre el hombro de este suave hombre del espacio. Por un momento, sucumbí a la furia.
Entonces comprobé mi placa y advertí que el viejo me había mentido. El localizador de la placa me dijo que el doctor Somps estaba en una altiplanicie al oeste, y su acompañante no era Leona, sino su camarada cosmonauta Fred Solokov. ¡Leona estaba sola, explorando un arroyo a tres kilómetros corriente arriba, al este!
Mi corazón me dijo que me apresurara a su lado y, como siempre hago en estas cuestiones, le obedecí.
Fue una larga caminata, sorteando pendientes y deslizamientos de rocas, con el hosco rugido del poderoso Colorado a mi derecha. Ocasionales barcos cargados con individuos temerarios, chapoteando con poder y fuerza, aparecían entre la corriente del río, pero los senderos estaban casi desiertos.
Leona había escalado un promontorio en forma de colmillo que daba al río. No se la veía desde abajo, pero mi placa me ayudó a encontrarla. Lleno de ardor, ignoré el sendero y escalé por la pendiente. A cambio de unas cuantas espinas de cactus, tuve el placer de aparecer súbitamente, casi a su lado.
Me quité el sombrero de ala ancha.
— ¡Mi querida señorita Hillis!
Leona estaba sentada sobre una manta tejida; llevaba una chaqueta ancha sobre una blusa de encaje, su blancura intrincadamente complementada por las simples líneas de una falda Serengueti que le llegaba a media pantorrilla. Sus ojos verdiazules, cuya leve protuberancia parece multiplicar sus otros encantos, estaban rojos de haber llorado.
— ¡Manfred! —dijo, llevándose una mano a los labios—. ¡Me ha encontrado a mi pesar!
Me sorprendí.
—Me pidió que viniera. ¿Imaginaba que sería capaz de negarle nada?
Ella sonrió brevemente ante mi galantería, y luego se volvió para contemplar melancólicamente el salvaje río.
—Quería que esto fuera una simple celebración. Algo para sacar a papá de su malhumor... En cambio, mis problemas se han multiplicado. Oh, Manfred, si supiera.
Me senté en una esquina de la manta y le ofrecí mi cantimplora de agua Apollinaris.
—Debe contármelo todo.
— ¿Cómo puedo presumir de nuestra amistad? —preguntó ella—. Un par de besos robados tras el escenario, unas cuantas palabras amables..., ¿qué recompensa es eso? Sería mejor si me dejara a mi destino.
Tuve que sonreír. La pobre muchacha igualaba nuestro nivel de intimidad física con mi sentido de la obligación; como si los simples favores físicos pudieran responder por mi devoción. Era extrañamente anticuada en ese aspecto, con la vieja mentalidad industrial de que las cosas se compran y se venden.
—Tonterías —dije—. Estoy decidido a no marcharme de su lado hasta que su mente se apacigüe.
— ¿Sabe que estoy prometida?
—He oído el rumor.
—Le odio —dijo, para mí alivio—. Accedí en un momento de debilidad. Mi padre estaba tan furioso, y tan empecinado con la idea, que lo hice por su bien, para evitarle dolor. Está muy enfermo, y la quimioterapia le ha hecho empeorar. Ha escrito un libro lleno de cosas terribles y odiosas. Debe ser publicado bajo condiciones específicas..., después de que se demuestre su suicidio. Amenaza con matarse, para avergonzar públicamente a la familia.
—Qué horrible. ¿Y qué hay de ese caballero?
—Oh, Marvin Somps ha sido uno de los protegidos de papá durante años. Las simulaciones de vuelo fueron uno de los primeros usos de la Inteligencia Artificial. Es un campo que mi padre aprecia de corazón, y el doctor Somps es brillante en él.
—Supongo que a Somps le preocupan sus fondos —dije. Nunca he sido un devoto de las ciencias físicas, especialmente en su actual estado reducido, pero podía imaginar bastante bien que la agitación de Somps sería que su fuente de capital se secara. A excepción de excéntricos como Hillis, hay pocas personas dispuestas a pagar holgadamente a los seres humanos para pensar en esas cosas.
—Sí, supongo que se preocupa —dijo ella morosamente—. Después de todo, la ciencia es su vida. Ahora mismo está en la pista, en la meseta. Comprobando una máquina extraña.
Durante un momento sentí pena por Somps, pero descarté el sentimiento. El hombre era mi rival; ¡esto era amor y guerra! Comprobé mi placa.
—Creo que es conveniente tener una charla con el doctor Somps.
— ¡No lo haga! Papá se pondrá furioso.
Sonreí.
—Siento el mayor respeto por el genio de su padre. Pero no le temo. —Cogí mi sombrero y alisé el ala con un rápido golpe—. Seré lo más amable que pueda, pero, si necesita que le abran los ojos, entonces soy el que tendrá que hacerlo.
— ¡No! —gimió ella, agarrando mi mano—. Me desheredará.
— ¿Qué es el simple dinero en la época moderna? —demandé—. ¡La fama, la gloria, lo hermoso y lo sublime, son los objetivos más ansiados! —La cogí por los hombros—. Leona, su padre la educó para dirigir sus riquezas abstractas.
Pero es usted demasiado espiritual, demasiado íntegra y humana para una vida momificada.
—Me gusta pensarlo así —dijo ella, con los ojos llenos de dolor—. Pero Manfred, no tengo su talento ni la sofisticación de sus amigos. Me toleran por mi dinero. ¿Qué otra cosa tengo que ofrecer? No tengo el gusto, ni la gracia, ni el ingenio de una Mari Kuniyoshi.
Sentí el dolor abierto de sus inseguridades reveladas. Fue quizás en ese momento, mi querido MacLuhan, cuando me enamoré verdaderamente. Es fácil admirar a alguien gracioso y elegante, que tus ojos sean atraídos por el esbelto pliegue de una falda o por una mirada de reojo desde el otro lado de la sala. En ciertos círculos, es posible vivir toda una relación que está compuesta solamente de frágiles agudezas. Pero el amor del espíritu surge cuando el oscuro yin del alma es revelado a la vista del enamorado; vanidades, inseguridades, esas tiernas grietas que contienen el potencial del dolor verdadero.
—Tonterías —dije amablemente—. Incluso el mejor arte es sólo un síntoma de una grandeza de alma interior. El arte más puro es la silenciosa apreciación de la belleza. Más tarde, los cálculos estropean la flor interior para crear una máscara externa de gusto sofisticado. Pero me adulo a mí mismo pensando que puedo ver más allá de eso.
Después de esto, las cosas progresaron rápidamente. Las intimidades físicas que siguieron fueron sólo un corolario de nuestra conexión interna. Quitando sólo piezas seleccionadas de ropa, seguimos la deliciosa práctica de la carezza, esos abrazos que inflaman el alma y el cuerpo, pero no estropean las cosas con satisfacción plena.
Pero había un espectro en nuestra fiesta amorosa: el doctor Somps. Leona insistió en que nuestra relación fuera mantenida en secreto; así que me marché, antes de que otros pudieran localizarnos con sus placas y sacaran conclusiones desagradables.
Tras haber llegado como admirador, me marchaba como amante, determinado a que nada enturbiara la felicidad de Leona. Cuando volví a ponerme en camino, examiné mi placa. El doctor Somps estaba aún en la meseta, al oeste del hogan.
Encaminé mis pasos en aquella dirección, pero antes de haber recorrido un kilómetro tuve un súbito encuentro inesperado. Desde lo alto, oí el fuerte agitar de alas de tela.
Consulté mi placa y alcé la cabeza. Era el actual acompañante de Mari Kuniyoshi, el joven modelo y actor, Percival Darrow. Tripulaba un ala delta; la máquina giraba con suavidad cibernética por encima de los acantilados. Se dio la vuelta y aterrizó en el sendero ante mí, con un salto atlético. Se quedó esperando.
Cuando le alcancé, el ala se había recogido sola, y sus pliegues pretensos se convertían en una ordenada mochila naranja. Darrow se apoyó contra la roca caldeada por el sol con la falsa despreocupación de un adolescente. Llevaba un traje de piloto color crema, con las mangas elásticas recogidas para revelar los brazos musculosos de un gimnasta. Sus ojos quedaban ocultos por unas gafas de piloto rosadas.
Fui amable.
—Buenas tardes, señor Darrow. ¿Viene de la pista?
—No directamente —dijo, con una mueca que arrugó sus rasgos demasiado perfectos—. Volé sobre ustedes hace media hora. Ninguno de los dos se dio cuenta.
—Ya veo —dije fríamente, y continué andando. Él me siguió apresuradamente.
— ¿Dónde cree que va?
—Al aeródromo, y no es asunto suyo.
—Solokov y Somps están allí arriba. —Darrow pareció súbitamente desesperado—. Mire, lamento haber mencionado que le vi con la señorita Hillis. Fue un mal movimiento. Pero ambos tenemos rivales, señor de Kooning. Y están juntos. Así que usted y yo también deberíamos llegar a un acuerdo mutuo, ¿no cree?
Reduje un poco el paso. Mis zapatos eran mejores que los suyos; Darrow gemía mientras saltaba sobre las rocas con sus finas zapatillas de vuelo.
— ¿Qué quiere exactamente de mí, señor Darrow?
No dijo nada; un lento sonrojo apareció bajo sus mejillas bronceadas.
—De usted nada —dijo por fin—. De Mari Kuniyoshi, todo.
Me aclaré la garganta.
—No lo diga. —Darrow alzó una mano—. Lo he oído todo. Me han advertido de que me aparte de ella una docena de veces. Piensa usted que soy un insensato. Bien, quizá lo sea. Pero entré en esto con los ojos abiertos. Y no soy un hombre que se aparte amablemente mientras un rival enturbia mi felicidad.
Sabía que era un error implicarme con Darrow, que carecía de discreción. Pero admiré su espíritu.
—Percival, su corazón siente como el mío —confesé—. Me gusta la valentía del hombre que se enfrenta a situaciones más desesperadas que la mía. —Le tendí la mano.
Nos dimos un apretón como camaradas.
— ¿Me ayudará entonces? —dijo.
—Juntos pensaremos en algo. A decir verdad, iba a subir al aeródromo para aclarar nuestra postura. Son rivales formidables, y un aliado es siempre bienvenido. Mientras tanto, es mejor que no nos vean juntos.
—Muy bien —asintió Darrow—. Yo ya tengo un plan. ¿Nos reunimos esta noche a discutirlo?
Accedimos a vernos a las ocho en el pabellón, para planear confundir a los cosmonautas. Seguí recorriendo el sendero, mientras Darrow se subía a un escarpado para encontrar un lugar desde el que lanzarse.
Me detuve de nuevo en el hogan para rellenar mi cantimplora y tomar un té ligero. Una ducha fría y una píldora rápida aliviaron el estrés de la carezza. La excitación, la aventura, me estaban haciendo bien. Las telarañas del esfuerzo creativo sostenido habían sido barridas de mi cerebro. Puedes sonreír, mi querido MacLuhan; pero te aseguro que el arte se basa en la vida, y ahora estaba sumergido en el mismo meollo de la vida real.
Pronto me puse en camino, refrescado y acicalado. La caminata y una larga escalada me llevaron a los terrenos superiores, un aeródromo a lo largo de una meseta conocida ahora como el Trono de Adonis. Renacida de las profundidades del Lago Powell, la habían nombrado en consonancia con los diversos Osiris, Visones y Shivas del Parque Global del Gran Cañón. La dura superficie de piedra había sido limpiada de sedimentos y nivelada cerca de un borde, con un hangar para aviones ligeros, una torre de control de fibra de vidrio, vestuarios y una modesta casa de té. Había tal vez tres docenas de pilotos, charlando y alquilando alas delta y ultraligeros. Sólo dos de ellos, Somps y Solokov, eran de nuestra fiesta.
Solokov mostraba su habitual aspecto educado y fornido. Había perdido un poco de pelo desde la última vez que lo vi. Somps fue una sorpresa. Alto, cargado de hombros, larguirucho, de nariz afilada, tenía el pelo hirsuto y largas manos nerviosas. Los dos llevaban trajes de vuelo; el de Solokov era de pana marrón a la moda, pero el de Somps era un mono arrugado de la estación espacial de Kosmogrado, un naranja chillón con mangas manchadas de grasa y gastados emblemas en cirílico.
Murmuraban junto a un pequeño aparato experimental. Me dejé ver. Solokov me reconoció y me saludó con la cabeza; Somps comprobó su placa y sonrió distraído.
Estudiamos juntos el aparato. Era un ultraligero extraño y avanzado, con cuatro alas planas y parejas, como una libélula. Las alas transparentes eran largas y finas, hechas de brillante película liviana sobre entramados de duro plástico. Una cabina acolchada parecida a una jaula bajo las alas albergaría al piloto, que podía controlar el vuelo con un par de palancas. Tras las alas, un grueso torso y una larga cola equilibradora sostenían el motor del aparato.
La misión de las alas era vibrar. Era un ornitóptero tripulado por un hombre. Nunca había visto uno igual. A mi pesar, me impresionó la elegancia de su diseño. Necesitaba una mano de pintura y tenía el aspecto desordenado de un prototipo, pero la estructura básica era deliciosa.
— ¿Dónde está el piloto? —pregunté.
Solokov se encogió de hombros.
—Soy yo —respondió—. Mi vuelo más largo duró veinte segundos.
— ¿Por qué tan breve? —dije, mirando a mí alrededor—. Estoy seguro de que no faltarán voluntarios. A mí mismo me gustaría montarme en él.
—No tiene aviónicos —murmuró Somps.
Solokov sonrió.
—Mi colega quiere decir que la Libélula no tiene ordenador a bordo, señor de Kooning. —Agitó un brazo y señaló hacia los otros ultraligeros—. Esos otros aparatos son altamente inteligentes, y por eso cualquiera puede pilotarlos. Son amistosos, como suele decirse. Tienen sonar, detectores superiores e inferiores, control de la superficie de sustentación, control de viraje, y etcétera etcétera. Casi vuelan solos. La Libélula es diferente.
Como puedes imaginar, mi querido MacLuhan, esta noticia me sorprendió y me intrigó. ¡Intentar volar sin un ordenador! Casi lo mismo que intentar comer sin plato. Entonces se me ocurrió que el esfuerzo era seguramente muy peligroso.
— ¿Por qué? —dije—. ¿Qué les pasó a los controles?
Somps sonrió por primera vez, revelando unos dientes largos y estrechos.
—No se han inventado todavía. Quiero decir que no hay algoritmos para su cinemática alada. Cuatro alas vibrando..., producen la ascensión a través de campos de flujo dominados por vórtices. Habrá visto las luciérnagas.
— ¿Sí? —insté.
Solokov extendió los brazos.
—Es un logro. Las máquinas vuelan a través de cálculos con alas simples y fijas. Un ordenador puede pilotar cualquier tipo de aparato tradicional. Pero, verá, las matemáticas que determinan las interacciones de las cuatro alas móviles..., ninguna máquina puede tratar con ellas. No existen tales programas. Las máquinas no pueden escribirlos porque no conocen sus matemáticas. —Solokov se llevó la mano a la cabeza—. Sólo Marvin Somps las conoce.
—Las libélulas utilizan perturbaciones en el campo de flujo —dijo Somps—. La teoría de la aerodinámica fija no puede aplicarse a los valores de vuelo de la libélula. Quiero decir, considere sus principales modos de vuelo: gravitación estacionaria, gravitación lenta en cualquier dirección, alta velocidad hacia arriba y hacia abajo, además de planear. El diseño de la aerodinámica clásica no puede igualar eso. —Entornó los ojos—. El secreto está en flujos de vuelo inestables separados.
—Oh —dije. Me volví hacia Solokov—. No sabía que entendía de matemáticas, Fred.
Solokov se echó a reír.
—No. Pero hace años recibí cursos de entrenamiento como cosmonauta. Unas pocas veces pilotamos aparatos primitivos, sin aviónicos. ¡Por instinto, como montar en bicicleta! El cerebro no tiene que saber para pilotar. El sistema nervioso es el que siente. ¡Los ordenadores vuelan pensando, pero no sienten nada!
Sentí una creciente excitación. Somps y Solokov jugaban a partir del axioma central de la era moderna. Sentir: percepción, emoción, intuición y gusto, ésos son los elementos indefinibles que separan a la humanidad de la lógica de nuestro entorno inteligente moderno. La inteligencia es barata, pero la sensación de la maestría innata es preciosa. ¡Pilotar la Libélula no era una ciencia, sino un arte!
Me volví hacia Somps.
— ¿La ha probado?
Somps parpadeó y asumió su habitual expresión servil.
—No me gustan las alturas.
Tomé nota mental de esto, y sonreí.
— ¿Cómo puede resistirse? ¡Estaba pensando en alquilar un planeador común pero, después de haber visto este aparato, me siento estafado!
Somps asintió.
—Exactamente lo que yo pienso. A los modernos... les gusta la novedad. El relumbre y el glamour. Si conseguimos producirla en serie, tendrá éxito. Comercialmente, quiero decir. —Su tono cambió de la resignación al desafío. Asentí alentadoramente mientras varios epítetos pasaban por mi cabeza: pusilánime avaricioso, miserable viviseccionista, y etcétera...
La idea básica parecía sensata. Cualquier cosa que tuviera la innata elegancia del aparato de Somps exhibía un atractivo definitivo para la sociedad de ocio de hoy. Sin embargo, tendría que ser diseñado y promocionado adecuadamente, y Somps, que me parecía un sabio idiota, no era obviamente el hombre más adecuado para hacer el trabajo. Se notaba por la forma en que se movía en torno a la máquina que ésta era, a su extraño modo, una obra de amor. La grasa reciente de sus mangas mostraba que Somps había pasado horas preciosas en la altiplanicie, enfrascado en sus tornillos e interruptores, mientras su prometida desesperaba.
Tal dedicación técnica debió ser lógica en los días del motor de vapor. Pero en la era más humana de hoy en día, la conducta de Somps parecía cercana a lo criminal. Este sabio con la cabeza en las nubes veía a mi pobre Leona como un medio conveniente de financiar su insensata curiosidad intelectual.
Mi encuentro con los dos ex cosmonautas me dio mucho en qué pensar. Me retiré con amables cumplidos y alquilé uno de los planeadores locales. Sobrevolé unas cuantas veces el Trono de Adonis para establecer mi curso de acción, y luego regresé al hogan.
El efecto fue encantador. Acunado por las lentas y cuidadosas subidas y bajadas del aparato, sentía la majestuosidad de un arcángel. Sin embargo, me preguntaba cómo sería sin el manto protector del piloto ordenador. ¡Sería sudor frío y riesgo desnudo y una explosión de adrenalina, y los precipicios ensombrecidos bajo tus pies no supondrían un panorama asombroso, sino una caída a pico!
Admito que me alegré de enviar la máquina de vuelta a la meseta por su cuenta.
Dentro del hogan, disfruté del buffet frío, evitando cuidadosamente los platos hediondos de carne asada que servían a los mayores («Barbacoa», lo llamaban. Yo lo llamo asesinato). Me senté a la mesa con Claire Berger, Percival Darrow y varios de los amigos de Leona de la Costa Oeste. Mari no hizo acto de presencia.
Leona llegó más tarde, cuando las máquinas habían despejado la comida y los invitados más jóvenes se habían congregado en torno al fuego. Fingimos evitarnos mutuamente, pero intercambiamos miradas robadas a la luz de la chimenea. Bajo la influencia de la tenue iluminación y el paisaje, la conversación se dirigió a los polos de la existencia moderna: lo hermoso y lo sublime. Hicimos listas: la tierra es hermosa, el mar es sublime; el día es hermoso, la noche es sublime; la artesanía es hermosa, el arte es sublime, y así sucesivamente.
El postulado de que el varón es hermoso mientras la hembra es sublime provocó comentarios apasionados. Mientras la discusión se animaba, Darrow y yo nos quitamos nuestras placas de muñeca y las dejamos en el salón. Quien quisiera comprobar nuestra localización vería nuestras señales allí, mientras que nosotros conspirábamos entre las máquinas de la cocina.
Darrow reveló su plan. Pretendía acusar a Solokov de cobardía, y arrebatar la gloria a su rival probando él mismo la Libélula. Si era necesario, robaría el aparato. Solokov no había hecho nada más que dar unos pocos revoloteos sobre la cima de la meseta. Darrow, por el contrario, pretendía lanzarse al espacio y doblegar la máquina a su antojo.
—No creo que se dé cuenta del peligro que eso entraña —dije.
—He volado desde que era niño —replicó Darrow—. No me diga que también tiene miedo.
—Antes tenía la guía de un ordenador. Ésta es una máquina ciega. Podría matarle.
—En el Gran Sur solíamos trucarlas —dijo Darrow—. Desconectábamos el autopiloto. Es simple si se encuentra el sensor principal. Es ilegal, pero yo lo he hecho. De todas formas, así se lo pongo fácil, ¿no? Si me rompo el cuello, su Somps parecerá un criminal, ¿verdad? Quedará desacreditado.
— ¡Es ultrajante! —dije, pero fui incapaz de contener una sonrisa de admiración. Hubo una época en que mi sangre era tan caliente como la de Darrow, y si bien ya no llevaba mi corazón en la manga, aún podía admirar aquel gran gesto.
—Voy a hacerlo de todas formas —insistió Darrow—. No necesita preocuparse por mí. No es mi tutor, y es decisión mía.
Lo pensé. Claramente, no se le podía disuadir. Podría denunciarle, pero una traición tan escuálida estaba completamente fuera de mi forma de ser.
—Muy bien —dije, palmeándole el hombro—. ¿Cómo puedo ayudarle?
Nuestros planes progresaron rápidamente. Luego regresamos al salón y nos colocamos en silencio nuestras placas de muñeca y nos sentamos junto al fuego. Para mí deleite, descubrí que Leona había dejado una nota privada en mi placa. Teníamos una cita a medianoche.
Después de que el grupo se disolviera, esperé su llegada en mi habitación. Por fin el brillo bienvenido de una lámpara recorrió el pasillo. Abrí la puerta en silencio.
Llevaba un largo camisón, que no se quitó, pero por lo demás no nos negamos nada, excepto el placer saciador final. Cuando se marchó una hora más tarde, con un último suave susurro, mis nervios cantaban como sintetizadores. Me obligué a tomar dos píldoras y esperé a que el dolor remitiera. Durante horas, incapaz de dormir, contemplé las vigas geodésicas del techo, pensando en pasar días, semanas, años, con esta mujer deliciosa.
Darrow y yo nos levantamos temprano a la mañana siguiente, con nuestras mentes aguzadas por la falta de sueño y la adrenalina amorosa. Esperamos emboscados a que el inconsciente Solokov regresara de su carrera matutina.
Lo atrapamos cuando se preparaba a tomar una necesaria ducha. Le detuve, entusiasmándole con mi vuelo en planeador. Darrow se unió entonces «accidentalmente» a nuestra conversación e hizo una serie de comentarios afilados. Solokov contestó al principio con evasivas, eludiendo las insinuaciones de Darrow. Pero mis inocentes preguntas empeoraron las cosas para el pobre Fred. Hizo lo posible por explicar el cuidadoso programa de pruebas de Somps. Pero cuando se vio obligado a admitir que sólo había estado en el aire con la Libélula durante veinte segundos, el grupo que nos rodeaba cuchicheó audiblemente.
Las cosas se agitaron con la llegada de Cocodrilo 1. Yo me había informado ya de que aquel viejo molesto era Craig Deakin, un doctor en medicina. ¡Había estado tratando al doctor Hillis! No era extraño que el padre de Leona estuviera cercano a la muerte.
Francamente, siempre he sentido un terror morboso hacia los médicos. La última vez que me tocó un doctor humano fue cuando era pequeño, y aún puedo recordar sus dedos exploradores y sus fríos ojos. Imagina, mí querido MacLuhan... ¡Poner tu salud, tú misma vida, en las manos de un ser humano falible, que puede estar borracho, o ser olvidadizo, o incluso corrupto! Gracias a Dios que los sistemas médicos expertos han vuelto casi obsoleta esa profesión.
Deakin entró en la refriega con una cortante observación hacia Darrow. Por entonces me hervía la sangre, y perdí toda paciencia con aquella reliquia amargada. Para abreviar, montamos una escena, y Darrow y yo nos llevamos la mejor parte. La fiera retórica de Darrow y mi helado sarcasmo eran una combinación ideal, y el pobre Solokov, gravemente aturdido y avergonzado, no pudo contraatacar. Y, en cuanto al doctor Deakin, simplemente quedó en evidencia. No hizo falta ninguna habilidad para demostrar que era un viejo fraude arrogante y sin gusto, completamente fuera de contacto con el mundo moderno.
Solokov huyó finalmente a las duchas, y la victoria fue nuestra. Deakin, aun filtrando veneno, se marchó poco después. Sonreí ante la reacción de nuestro pequeño público. Se apartaron del camino de Deakin como si temieran su contacto. ¡Y no es de extrañar! ¡Imagina, MacLuhan... tocar carne enferma, por dinero! Da escalofríos.
Enardecidos por el éxito, buscamos a Marvin Somps, que no sospechaba nada.
Para nuestra sorpresa, nuestras placas lo localizaron con Mari Kuniyoshi y su omnipresente Claire Berger. Los tres observaban los preparativos de las festividades de la tarde: pantallas de proyección y un sistema de direcciones estaban siendo erigidos en el jardín de piedra tras el bogan.
Me reuní primero con ellos, mientras Darrow se quedaba en los árboles. Saludé a Somps con civilizada indiferencia, y luego aparté amablemente a Mari de los otros dos.
— ¿Has visto últimamente al señor Darrow? —murmuré.
—Vaya, no —dijo ella, y sonrió—. Es cosa tuya, ¿sí?
Me encogí modestamente de hombros.
—Confío en que las cosas hayan ido bien con Fred. ¿Qué está haciendo aquí, por cierto?
—Oh, el viejo Hillis le pidió que ayudara a Somps. Ha inventado una máquina peligrosa que nadie puede controlar. Excepto Fred, naturalmente.
Mostré mi escepticismo.
—Dentro se rumorea que el aparato apenas se ha levantado del suelo. No tenía ni idea de que Fred fuera el piloto. Tanta timidez no parece su estilo.
— ¡Fue cosmonauta! —dijo Mari apasionadamente.
—Lo fue —contesté, alzando una ceja hacia Somps. Con la suave brisa, el hirsuto pelo de Somps revoloteaba sobre su cabeza. Claire Berger y él estaban enzarzados en una charla técnica acerca de tornillos y tuercas, y las largas manos de Somps se agitaban como marionetas. Con su traje de negocios arrugado y carente de gusto, Somps parecía completamente opuesto al heroísmo espacial. Sonreí tranquilizadoramente—. No es que dude ni por un momento de la valentía de Fred, por supuesto. Probablemente no se fía del diseño de Somps.
Mari entornó los ojos y miró a Somps.
— ¿Eso crees?
Me encogí de hombros.
—Dicen que los vuelos sólo han durado diez segundos. La gente se reía. Pero está bien. No creo que nadie sepa que fue Fred.
Los ojos de Mari destellaron. Avanzó hacia Somps. Me quité el sombrero y me alisé el pelo, una señal para Darrow.
Somps se sintió muy feliz de discutir sobre su obsesión.
— ¿Diez segundos? Oh, no, fueron veinte. Yo mismo lo cronometré.
Mari se rio desdeñosamente.
— ¿Veinte? ¿Qué tiene estropeado?
—Estamos haciendo pruebas preliminares. Son métodos nuevos de producción de ascenso. Usa un tipo de dinámica de fluidos completamente nuevo —murmuró Somps—. Las pruebas son lentas, pero eso nos evita riesgos. —Sacó un libro manchado de tinta de su chaqueta arrugada—. Tengo algunos sumarios de ciclos aquí...
Mari pareció aturdida.
—Tengo entendido que la lentitud fue decisión de su piloto —intervine casualmente.
— ¿Qué? ¿Fred? Oh, no, está bien. Quiero decir que cumple órdenes.
Darrow avanzó, con las manos en los bolsillos. Miraba a casi todo excepto a nosotros cuatro. Era tan elaboradamente casual que temí que Mari se diera cuenta. Pero la observación sobre la risa pública había picado el alma japonesa de Mari.
— ¿Cumple órdenes? —dijo, tensa—. La gente se está riendo. Está poniendo en ridículo a su piloto de pruebas.
La cogí del brazo.
—Por el amor de Dios, Mari. Se trata de un desarrollo comercial. No puedes esperar que el doctor Somps ponga su avión en manos de un temerario.
Somps sonrió, agradecido. De repente, Claire Berger salió en su defensa.
—Hace falta entrenamiento y disciplina para pilotar la Libélula. ¡No se puede hacer que salte como el pan de una tostadora! No hay ordenadores para el piloto de Marvin.
Hice señas a Darrow. Se acercó.
— ¿Piloto? —preguntó casualmente—. ¿Van también para el aeródromo?
—Estábamos discutiendo sobre el aparato del doctor Somps —dije, sin gracia.
—Oh, ¿la Maravilla de los Diez Segundos? —Darrow sonrió. Cruzó sus musculosos brazos—. Me gustaría probarlo. ¡He oído decir que no tiene ordenador y que hay que pilotarlo por instinto! Todo un desafío, ¿eh?
Fruncí el ceño.
—No sea tonto, Percival. Es demasiado arriesgado para un aficionado. Además, ése es el trabajo de Fred Solokov.
—No es su trabajo —murmuró Somps—. Está haciéndome un favor.
Pero Darrow le abrumó.
—Me parece que es algo que sobrepasa las habilidades del viejo. Necesita usted a alguien con reflejos al segundo, doctor Somps. He volado por instinto antes; con bastante frecuencia, por cierto. Si quiere que alguien la lleve hasta el límite, soy su hombre.
Somps pareció infeliz.
—La estrellaría. Necesito un técnico, no un loco temerario.
—Oh —dijo Darrow, con desdén—. Un técnico. Lo siento. Creía que necesitaba un piloto.
—Es cara —dijo dolorosamente Somps—. El dueño es el doctor Hillis. Él la financió.
—Ya veo —dijo Darrow—. Cuestión de dinero. —Se arremangó—. Bien, si alguien me necesita, estaré en el Trono de Adonis. O aún mejor, en los aires.
Se marchó. Lo vimos perderse.
—Tal vez debería dejar que lo intentara —le aconsejé a Somps—. Hemos volado juntos, y es realmente bueno.
Somps se sonrojó. Hasta cierto punto, creo que sospechaba que le habíamos tomado el pelo.
—No es uno de sus deslumbrantes juguetes —murmuró amargamente—. Todavía no, al menos. Es mi experimento, y estoy haciendo ciencia aeronáutica. No soy un cómico y no hago proezas para su beneficio, señor de Kooning.
Le miré.
—No tiene por qué enfadarse —dije fríamente—. Le comprendo perfectamente. Sé que las cosas serían diferentes si fuera su propio jefe. —Me llevé la mano al sombrero—. Buenos días, señoras.
Volví a reunirme con Darrow sendero abajo, donde no podían vernos.
—Dijo usted que le haría ceder —indicó Darrow.
Me encogí de hombros.
—Mereció la pena intentarlo. Vaciló por un momento. No pensaba que fuera a estar tan empecinado.
—Bueno, ahora haremos las cosas a mi modo. Tenemos que robarla. —Se quitó su placa, la depositó encima de una piedra y la aplastó con una roca. La placa gimió, y su pantalla se cubrió de estática—. Creo que mi placa se ha roto —observó Darrow—. Cójala por mí y desconécteme del sistema de la casa, ¿quiere? No es conveniente que nadie intente localizarme con mi placa rota. Sena una descortesía.
—Sigo aconsejándole que no la robe—dije—. Los dos hemos hecho parecer idiotas a nuestros rivales. No hay necesidad para grandes dramas.
—No sea iluso, Manfred. ¡El gran drama es la única forma de vivir!
Te pregunto, mi querido MacLuhan... ¿quién podría resistir un gesto como ése?
La tarde transcurrió lentamente. Mientras comenzaba la celebración, sirvieron vino. Yo estaba nervioso, así que tomé un vaso. Pero, después de unos cuantos sorbos, lo lamenté y lo rechacé. El alcohol es una droga que golpea como un martillo. ¡Y pensar que la gente solía beberlo tan tranquila!
Llegó el anochecer. Seguía sin haber ni rastro de Darrow, aunque no dejé de otear el cielo. Mientras se terminaban los preparativos para el banquete al aire libre, empezaron a llegar helicópteros corporativos que descargaron a sus viejos peces gordos. Esto era, después de todo, asunto de la compañía; y hordas enteras de jubilados y pioneros cibernéticos llegaron para rendir tributo a Hillis.
Ya que carecían de la relajada amabilidad de nosotros los modernos, su idea de un tributo era apresurada y breve. Engulleron sus raciones de carne asada, bebieron demasiado licor y escucharon los discursos..., y luego comprobaron sus marcapasos y se marcharon.
Un espectral aire de sofoco descendió sobre el hogan y sus inmediaciones. El contingente de beautiful people de Leona fue pronto superado; presionados por todas partes, se agruparon como pájaros rodeados por estegosaurios.
Después de un breve retraso, un homenaje retrospectivo al doctor Hillis apareció en la pantalla del jardín de piedra. Lo contemplamos amablemente. Aparecieron las escenas familiares, parte del folklore de nuestro siglo. El joven Hillis en el MIT, volcado en el trabajo de Marvin Minsky y los psicólogos cognitivos. Hillis en la Ciudad Científica de Tskuba, convirtiéndose en el corazón y el alma del Proyecto Sexta Generación. Hillis, el Hombre con una Misión, encerrándose en Singapur y convirtiendo el silicio en oro al contacto.
Y luego toda aquella cornucopia de riquezas que llegó al convertir la inteligencia en una utilidad. Es tan fácil olvidar, MacLuhan, que hubo una época en que la habilidad para razonar no era algo surgido de cables igual que la electricidad. ¡Cuando «fábrica» significaba un sitio donde la casta «obrera» iba a trabajar!
Por supuesto, Hillis fue sólo uno entre un poderoso grupo de pioneros. Pero, como ganador del Premio Nobel y autor del Proceso Inteligente Estructurado y Múltiple, fue siempre una gran figura para la industria. No, más que eso, fue el símbolo de su propia era. Hubo una época, antes de que diera la espalda al mundo moderno, en que la gente pronunciaba el nombre de Hillis con el mismo tono que el de Edison, Watt o Marconi.
No era una película mala del todo. No decía toda la verdad, naturalmente; guardaba sospechosamente silencio sobre la lamentable incursión de Hillis en política durante los años cuarenta, el escándalo por soborno del ÉEC, y aquel extraño incidente en el Centro de Lanzamiento de Tyuratam. Pero se puede leer sobre esas cosas en cualquier parte. De hecho, confieso que sentí la pérdida de aquellos días gloriosos, que ahora vemos, en retrospectiva, como el último ocaso del método analítico occidental. ¡Esos batallones perdidos de científicos, técnicos, ingenieros!
Naturalmente, para el temperamento moderno, tanto énfasis en el pensamiento racional parece sofocante. Es cierto que la inteligencia mecánica tiene sus limitaciones; no es capaz de esos estallidos humanos de inspiración que antaño hicieron avanzar el conocimiento científico a saltos y trompicones. La marcha de la ciencia es ahora el metódico reptar de los robots.
Pero, ¿quién la echa de menos? Por fin tenemos una sociedad estatal global que se acomoda a los más altos sentimientos del hombre. Un mundo de plenitud, paz y ocio, donde lo hermoso y lo sublime reinan supremos. Si la película me hizo sentir remordimientos, fue un crédito a nuestro moderno dominio de la propaganda y las relaciones públicas. Artes intuitivas suaves, tal vez; el oscuro yin del brillante yang del método científico. Pero artes poderosas en suma, y, nos guste o no, las que forman nuestra era moderna.
Habíamos pasado de la sopa al pescado cuando vi por primera vez a Darrow. La Libélula emergió de las profundidades del cañón trazando un breve arco frenético, agitando sus cuatro alas en el aire del ocaso. Extrañamente, mi primera impresión no fue la de un piloto esforzado sino la de un insecto envenenado. El aparato desapareció casi de inmediato.
Debí ponerme pálido, pues advertí que Mari Kuniyoshi me miraba con extrañeza. Pero me contuve.
El Cocodrilo 2 ocupó el atril. Este caballero era otro artefacto de la era desaparecida. Había sido una especie de pez gordo militar, un «jefe de estado mayor del Pentágono», creo que lo llamaron. Ahora era el «Jefe de Seguridad» de Industrias Hillis, como si necesitaran uno en esta época. Estaba claro que había bebido más de la cuenta. Hizo una larga y lacrimosa introducción a Hillis, repitiendo una y otra vez términos como «fuerzas aéreas» y «lanzamientos espaciales» y la contribución de Hillis a la «industria de defensa». Advertí que Fred Solokov, resplandeciente con su corbata y su chaqué, empezaba a parecer ostensiblemente ofendido. Y, ¿quién podría reprochárselo?
Hillis ocupó por fin el atril, erecto con la ayuda de un bastón. Lo aplaudieron con fuerza; todos estábamos locos de alegría por ver marchar al Cocodrilo 2. No es frecuente ver a alguien con el mal gusto de mencionar en público las armas atómicas. Como si notara el sofoco de nuestro amigo soviético, Hillis se desvió de su discurso preparado y empezó a hablar sobre su «último proyecto».
Imagina, mi querido MacLuhan, el exquisito embarazo del momento. Pues, mientras Hillis hablaba, su «último proyecto» apareció en la periferia del campamento. Darrow había dominado la máquina, aprovechó una corriente ascendente en las profundidades del cañón, y ahora revoloteaba lentamente a nuestro alrededor. Los murmullos empezaron a extenderse entre la multitud; la gente empezó a señalar.
Hillis, que no era un orador dotado, fue dolorosamente lento en darse cuenta. Siguió hablando sobre el «heroico piloto» y cómo su Libélula estaría en el cielo «más pronto de lo que pensamos». El público pensó que el pobre Hillis estaba haciendo un chiste, y empezaron a reírse. La mayoría de la gente pensó que se trataba de una publicidad muy inteligente. Mientras tanto, Darrow se acercó. Sintiendo con intuición de modelo que era el centro de atención de todos los ojos, empezó a hacer piruetas.
Todavía evitando a la multitud, lanzó el aparato en picado. Las alas zumbaban audiblemente, y sus puntas se agitaban en complejos bucles y círculos. Lentamente, empezó a volar hacia atrás; la larga cola del aparato temblaba con inestabilidad apenas controlada. La multitud se sorprendió y aplaudió. Hillis, con el ceño fruncido, forzó la vista, su discurso convertido en un murmullo. Entonces advirtió lo que pasaba y dejó escapar un grito. Cocodrilo 2 lo cogió por el brazo, y Hillis se retiró a su silla cercana.
El doctor Somps, con la cara lívida, subió al atril. Extendió un brazo y señaló.
— ¡Detengan a ese hombre! —chilló. Esto provocó una risita histérica que se acercó a la auténtica histeria cuando Darrow giró dos veces el aparato de cola y se contuvo en el último momento, con las alas levantando nubes de polvo. Los comensales, gritando, saltaron de sus sillas y corrieron en busca de protección. Darrow luchó por ganar altura, dando toda la energía a las alas y derribando dos mesas con gran estrépito de vajilla y cubertería. La Libélula se abalanzó hacia arriba como el cohete de juguete de un niño.
Darrow recuperó el control casi de inmediato, pero resultaba claro que el brusco tirón hacia arriba había dañado una de las alas. Tres de ellas golpeaban suavemente el aire, pero la cuarta, la trasera de la izquierda, estaba desincronizada. Darrow empezó a caer hacia la izquierda.
Darrow trató nuevamente de dar más energía a las alas, pero todo lo que oímos fue un doloroso revoloteo cuando el ala dañada se negó a funcionar. AI final, el aparato giró en redondo a unos pocos palmos del suelo, chocó contra un pino al borde del jardín y se estrelló.
Aquello acabó de una forma efectiva con las celebraciones. La multitud estaba horrorizada. Algunos de los asistentes más activos corrieron hacia el lugar de la colisión mientras otros balbuceaban sorprendidos. Cocodrilo 2 cogió el micrófono y empezó a gritar llamando al orden, pero naturalmente le ignoraron. Hillis, con la cara crispada, estaba acurrucado en su silla.
Darrow estaba pálido y ensangrentado, aún atrapado en el curvado costillar de la jaula del piloto. Tenía unos cuantos arañazos y había conseguido romperse el tobillo. Lo rescatamos. La Libélula no parecía demasiado dañada.
—El ala cedió —murmuraba Darrow tercamente—. Fue un fallo técnico. ¡Lo estaba haciendo bien!
Dos tipos fornidos cogieron en volandas a Darrow y lo llevaron al bogan. Mari Kuniyoshi corrió tras él, pálida, agitando las manos, anonadada. Tenía un aspecto dramático y paralizado.
Las luces se encendieron en el hogan, entre el excitado parloteo de la multitud. Las luces del jardín se apagaron bruscamente. Los helicópteros empezaron a despegar, perdiéndose casi silenciosamente en la fragante noche de Arizona.
La multitud en torno al aparato dañado se dispersó. Pronto advertí que sólo quedábamos tres: el doctor Somps, Claire Berger y yo. Claire sacudió la cabeza.
—Dios, es tan triste —dijo.
—Estoy seguro de que se recuperará.
— ¿Quién, ese ladrón? Espero que no.
—Oh. Ya —dije. Examiné la Libélula con ojo crítico—. Está un poco abollada, es todo. Nada roto. Sólo necesita unos cuantos golpes con un martillo, o lo que sea.
Somps me miró.
— ¿No comprende? El doctor Hillis ha sido humillado. Y mi trabajo fue la causa. Ahora no me atrevo a hablarle, y mucho menos a pedirle apoyo.
—Aún tienes a su hija —dijo Claire bruscamente. Los dos la miramos sorprendidos. Ella nos devolvió la mirada con atrevimiento, los brazos rígidos a los costados.
—Cierto —dijo Somps por fin—. No he atendido a Leona. Y está tan dedicada a su padre... Creo que será mejor que vaya con ella. Que le hable. Que haga lo que sea por enmendar esto.
—Ya habrá tiempo de sobra más tarde, cuando las cosas se calmen —dije—. ¡No puede dejar a la Libélula aquí! El rocío de la mañana la empapará. Y no querrá tener a los mirones tocándola, quizá riéndose. Le diré una cosa..., voy a ayudarle a llevarla al aeródromo.
Somps vaciló. No tardó mucho en decidirse, pues su devoción hacia su máquina era más fuerte que ninguna otra cosa. Con las largas alas plegadas, la Libélula fue fácil de cargar. Somps y yo nos echamos al hombro el pesado torso, y Claire Berger se encargó de la cola. Durante todo el camino hasta la meseta Somps mantuvo un pesado monólogo de autocompasión y desastre. Claire hizo todo lo posible por animarlo, pero el hombre estaba destrozado. Evidentemente, toda una vida de silenciosa tristeza se había ido acumulando, y sólo hacía falta una calamidad para destaparla. Aunque notaba que yo era un rival y no lo miraba con buenos ojos, Somps no podía refrenar del todo su necesidad de compasión.
Encontramos a algunos pilotos en la base del Trono de Adonis. Sentían curiosidad y estaban ansiosos por ayudar, así que regresé al campamento. Cuando metieran a la Libélula en su hangar y
Somps tuviera las herramientas en la mano, seguro que estaría entretenido durante horas.
Hallé el campamento convertido en un clamor. Con sorprendente zafiedad, Cocodrilo 2, el hombre de seguridad de Hillis, quería arrestar a Darrow. Estalló una furiosa discusión, pues era brutalmente injusto tratar a Darrow como a un ladrón común cuando su único crimen había sido un gesto atrevido.
Para su crédito, Darrow se alzó por encima de esta fea alegación. Descansaba en un sillón de mimbre, con el tobillo vendado apoyado en un cojín de cuero y el pelo rubio apartado de un arañazo en la frente. El diseño del aparato era brillante, dijo; había sido el torpe trabajo de Industrias Hillis lo que había puesto su vida en peligro. En diversos momentos dramáticos, se echaba hacia atrás con un débil estremecimiento de dolor y cogía la mano adoradora de Mari Kuniyoshi. Ningún jurado le habría tocado. A todo el mundo le encantan los enamorados, MacLuhan.
El viejo doctor Hillis se había retirado a sus habitaciones, destrozado por los acontecimientos del día. Finalmente, intervino Leona y apaciguó las cosas.
Reprendió a Darrow y le echó, y Mari Kuniyoshi, que juró no abandonarlo, se fue con él. La mayor parte del contingente moderno se marchó también, en parte como un gesto de solidaridad con Darrow, en parte por escapar a la fuente de vergüenza y transmutarla, en algún otro lugar, en un chismorreo interminablemente entretenido.
El pobre Fred Solokov, convertido en blanco de los chistes aunque no tenía culpa de nada, se marchó también. Formé parte del grupito que acudió a despedirle a medianoche mientras arrojaba sus maletas a un helicóptero robot.
—A mí no se me trata así —insistió en voz alta—. Hillis está loco. Lo sé desde Tyratam. No sé por qué la gente admira a jóvenes vándalos como Darrow hoy en día.
Ciertamente, sentí lástima por él. Me adelanté para estrecharle la mano.
—Lamento verle marchar, Fred. Estoy seguro de que volveremos a encontrarnos en mejores circunstancias.
—Nunca se fíe de las mujeres —me dijo sombríamente. Se detuvo para ponerse el cinturón de su gabardina, y luego entró en el aparato y cerró la puerta hermética. Se fue con un zumbido de alas. Un hombre agradable y todo un caballero, MacLuhan. Tendré que pensar en cómo hacer las paces con él.
Entonces regresé rápidamente a mi habitación. Con tanta gente menos, ahora sería más fácil que Leona y yo cumpliéramos nuestra cita. Desgraciadamente, no había tenido tiempo de acordar con ella los detalles finales. Y sentía la ansiedad del enamorado de que no acudiera. El día había sido agotador, después de todo, y la carezza no es una práctica para los nervios molestos.
Con todo, esperé, sabiendo que sería un crimen si llegaba y me encontraba dormido.
A la una y media fui recompensado por el tenue destello de una lámpara bajo la puerta. Pero pasó de largo.
Abrí la puerta en silencio. Una figura vestida con un camisón blanco cruzaba descalza el salón circular de la cúpula. Era demasiado baja y ancha para ser la efervescente Leona, y su pelo suelto no era rubio, sino de un marrón irrelevante. Era Claire Berger.
Me anudé el pijama y corrí tras ella con el sigilo de un asesino medieval.
Se detuvo y arañó una puerta con un recatado dedo. No necesité mi placa para saber que se trataba de la habitación del doctor Somps. La puerta se abrió de inmediato, y me agazapé justo a tiempo de evitar la rápida mirada que Claire dirigió al pasillo.
Les di quince minutos a los pobres diablos. Me retiré a mi habitación, escribí una nota, y regresé a la puerta de Somps. Estaba cerrada, naturalmente, pero llamé suavemente y deslicé la nota por debajo.
La puerta se abrió después de un apresurado cónclave de susurros. Entré. Claire tenía la cara roja. Somps tenía los puños crispados.
—Muy bien —rechinó—. Nos ha descubierto. ¿Qué quiere?
— ¿Qué quiere todo hombre? —dije amablemente—. Un poco de compañía, un poco de simpatía abierta, el apoyo de un alma gemela. Quiero a Leona.
—Eso pensaba —dijo Somps, temblando—. Ha estado tan distinta desde Seattle... Nunca le gusté, pero antes no me odiaba. Sabía que había alguien detrás. Bien, tengo una sorpresa para usted, señor de Kooning. Leona no lo sabe, pero he hablado con Hillis y me he enterado. ¡Está casi arruinado! ¡Su firma está llena de deudas!
— ¿Oh? —dije, interesado—. ¿Y bien?
—Lo ha gastado todo intentando hacer volver el pasado —dijo Somps, con las palabras atropellándose en su boca—. Ha pagado enormes salarios para sus viejos seguidores y financiado un centenar de ideas estúpidas. Dependía de mi éxito para restaurar su fortuna. ¡Así que sin mí, sin la Libélula, todo su imperio se desmorona! —Me miró, desafiante.
— ¿De veras? —dije—. ¡Es magnífico! Siempre he dicho que Leona estaba esclavizada por esta tontería. Un imperio, sí. No es más que un tigre de papel. ¡Viejo fraude! —Me reí con ganas—. Muy bien, Marvin. ¡Vamos a arreglar esto con él ahora mismo!
— ¿Qué? —Somps palideció.
Le di un golpe en el hombro.
— ¿Por qué continuar la farsa? Usted no quiere a Leona; yo sí. Hay dinero de por medio, bien. ¡Estamos hablando de amor, hombre! ¡De nuestra felicidad! ¿Quiere que un viejo idiota se interponga entre Claire y usted?
Somps se sonrojó.
—Sólo estábamos charlando.
—Conozco bien a Claire —dije galantemente—. Es amiga de Mari Kuniyoshi. No se habría quedado aquí sólo para intercambiar notas técnicas.
Claire alzó la cabeza, con los ojos enrojecidos.
— ¿Cree que es gracioso? No nos lo estropee, por favor –suplicó—. No arruine las esperanzas de Marvin. Ya tenemos bastantes cosas en contra.
Saqué a Somps por la fuerza y cerré la puerta tras de mí. Él se zafó y pareció a punto de golpearme.
—Escuche —siseé—. Esa mujer está entregada a usted. ¿Cómo se atreve a jugar con sus más puros sentimientos? ¿Es que no tiene compasión ni intuición? Está poniendo sus planes por encima de su propia felicidad.
Somps pareció herido. Miró a la puerta tras él con el aspecto de un hombre dividido por la pasión.
—Nunca tuve tiempo para esto. Yo... no sabía que sería así.
— ¡Maldición, Somps, sea un hombre! —dije—. Vamos a resolverlo con el viejo dragón ahora mismo.
Bajamos a la suite de Hillis. Las dobles puertas estaban abiertas.
Del dormitorio llegaban gemidos.
Mi querido MacLuhan, eres mi mejor y más antiguo amigo. A menudo nos hemos tenido por confesores mutuos. Recuerda el viejo juramento que hicimos, siendo niños, de nunca contar las travesuras del otro y mantener el secreto hasta la tumba. El pacto nos ha servido bien, y muchas veces nos ha tranquilizado a ambos. En veinte años de amistad nunca nos hemos dado ocasión de dudar. Sin embargo, ahora somos adultos, hombres avezados en la vida y sus complicaciones; y me temo que debes soportar conmigo la silenciosa carga de mi más grande pecado.
Sé que no me decepcionarás, pues la felicidad de mucha gente se basa en tu discreción. Pero alguien debe saberlo.
La puerta del dormitorio estaba cerrada. Somps, con habilidad de ingeniero, desatornilló sus bisagras. Nos abalanzamos al interior. El doctor Hillis se había caído de la cama. Una basura letal en la mesilla de noche nos contó de inmediato la horrible verdad. Hillis, que se había estado tratando con la ayuda del servil doctor humano, tenía acceso a las peligrosas drogas que están almacenadas a salvo en las máquinas. Usando una vieja hipodérmica manual, se había inyectado una sobredosis fatal de analgésico.
Devolvimos a la cama su frágil cuerpo.
—Déjenme morir —croó el anciano—. No hay nada por lo que vivir.
— ¿Dónde está su médico? —dije.
Somps sudaba en su pijama de algodón.
—Le vi marcharse antes. Creo que el viejo lo echó.
—Todos chupasangres —dijo Hillis, con ojos vidriosos—. No pueden ayudarme. Me encargué de eso. Déjenme morir, me lo merezco.
—Tal vez podamos mantenerlo en movimiento —dijo Somps—. Lo vi en una vieja película.
Parecía una buena sugerencia, dado nuestro limitado conocimiento de medicina.
—Ignorantes —murmuró Hillis mientras nos pasábamos por encima de los hombros sus fláccidos brazos—. ¡Esclavos de las máquinas! Esas placas... ¡Esposas! Yo lo inventé todo..., yo maté la tradición científica. —Empezó a llorar abiertamente—. Dos mil seiscientos años desde Sócrates, y luego yo. —Nos miró, y su cabeza rodó como una flor en un tallo—. ¡Quítenme las manos de encima, comadrejas decadentes!
—Estamos intentando ayudarle, doctor—dijo Somps, asustado y exasperado.
—Ni un céntimo de mí, Somps —amenazó el viejo débilmente—. Todo está en el libro.
Entonces recordé lo que me había dicho Leona sobre el libro del viejo, que sería publicado después de su suicidio.
—Oh, no —dije—. Va a desgraciarnos a todos y desgraciarse a sí mismo.
—Ni un penique, Somps. Me falló. Usted y sus estúpidos juguetes. ¡Suéltenme!
Lo devolvimos a la cama.
—Es horrible —dijo Somps, temblando—. Estamos perdidos.
Era típico de Somps que pensara en sí mismo en un momento como aquél. Cualquier persona de espíritu habría considerado los intereses superiores de la sociedad. Era impensable que este titán de la época muriera en circunstancias tan tristes. No produciría felicidad a nadie, y causaría dolor y desilusión a incontables millones de seres.
Me tengo por un hombre capaz de crecerme ante los desafíos. Mi cerebro rugió con súbita inspiración. Fue el momento más sublime de mi vida.
Somps y yo tuvimos una breve y feroz discusión. Tal vez la lógica no estaba de mi parte, pero le aplasté con la pura pasión de mi convicción.
Cuando regresé con nuestras ropas y zapatos, Somps había limpiado el suelo y acabado con las pruebas de las drogas. Nos vestimos a toda prisa.
Los labios del viejo estaban ya azulados y sus miembros parecían de cera. Lo sentamos en su silla de ruedas y le cubrimos con su manta de piel de búfalo. Me adelanté, comprobando que no nos vieran, mientras Somps empujaba la silla.
Afortunadamente, había luna. Nos ayudó a subir el sendero hasta el Trono de Adonis. Fue una escalada agotadora, pero Somps y yo éramos hombres poseídos.
El alba rosada del verano teñía el horizonte cuando terminamos de preparar la Libélula y atamos a ella al viejo. Todavía respiraba entrecortadamente, y sus párpados se agitaban. Engarfiamos sus manos retorcidas sobre los mandos.
Cuando los primeros rayos del sol tocaron el horizonte, Somps puso el motor en marcha. Me coloqué la estrecha cola del aparato bajo el brazo, como si fuera una lanza. ¡Entonces corrí hacia delante y la empujé al frío aire de la mañana!
MacLuhan, estoy casi seguro de que el frío azote del viento en la caída lo revivió brevemente. Mientras el aparato se precipitaba hacia las rugientes aguas, empezó a dar sacudidas y a alzarse como un ser vivo. Siento en mi corazón que Hillis, ese genio elemental de nuestra era, revivió y luchó por su vida en los últimos instantes. Creo que murió como un héroe. Algunos montañeros que habían acampado abajo lo vieron estrellarse. También ellos juraron que peleó hasta el fin.
Ya conoces el resto. Encontraron los restos varios kilómetros corriente abajo, en el Parque Global, al día siguiente. Puede que nos hayas visto a Somps y a mí en televisión. Te aseguro que mis lágrimas no eran fingidas; brotaban de mi corazón.
Contamos nuestra historia, la insistencia del doctor Hillis en pilotar el aparato, en restaurar el buen nombre de su industria. Le ayudamos contra nuestra voluntad, pero no pudimos negarnos a los deseos del gran hombre.
Admito el atisbo de escándalo. Su grave enfermedad era de dominio público, y en la autopsia las máquinas revelaron las drogas en su cuerpo. Afortunadamente, su médico admitió que las tomaba desde hacía meses para combatir el dolor.
Creo que hay poca duda en la mente de la mayoría de la gente de que quería estrellarse. Pero todo está en el espíritu de la época, mi querido MacLuhan. La gente es generosa hasta lo sublime. El doctor Hillis murió luchando, debatiéndose con una máquina en los extremos de la ciencia. Murió defendiendo su buen nombre.
En cuanto a Somps y a mí, la respuesta ha sido noble. La red correo ha estado llena de mensajes. Algunos me condenan por ceder ante el viejo. Pero la mayoría me da las gracias por ayudarle a hacer hermosos sus últimos momentos.
Vi por última vez al pobre Somps cuando Claire Berger y él se marchaban a Osaka. Me temo que aún siente cierta amargura.
—Tal vez fue lo mejor —me dijo a regañadientes cuando nos estrechamos la mano—. La gente no cesa de decírmelo. Pero nunca olvidaré el horror de esos últimos momentos.
—Lamento lo del aparato —dije—. Cuando la notoriedad se desvanezca, estoy seguro de que será un gran éxito.
—Tendré que buscar otro financiador —dijo—. Y luego comenzar la producción. No será fácil. Probablemente requerirá años.
—Es el yin y el yang—le dije—. Hubo una época en que los poetas trabajaban en buhardillas mientras los ingenieros dirigían la tierra. Las cosas cambian, eso es todo. Si se va contra corriente, se paga el precio.
Mis palabras, que pretendían alegrarle, parecieron dañarle.
—Es tan condenadamente relamido —casi me replicó—. ¡Maldición, Claire y yo construimos cosas, damos forma al mundo, buscarnos una comprensión real! ¡No nos acariciamos el pelo y nos cogemos de la mano a la luz de la luna!
Es un tipo testarudo. Tal vez el péndulo oscile de nuevo hacia su lado, si vive tanto como vivió el doctor Hillis. Mientras tanto, tiene una mujer a su vera para asegurarse de perseguirlo. Tal vez encontrará, a la larga, un estrecho resquicio de sublimidad.
Así, mi querido MacLuhan, el amor ha triunfado. Leona y yo regresaremos en breve a mi amada Seattle, donde alquilará la suite situada al lado de la mía. Siento que muy pronto daremos el gran paso de abandonar la carezza para enfrentarnos a la auténtica satisfacción física. ¡Si todo va bien entonces, le propondré matrimonio! Y luego, tal vez, incluso hijos.
En cualquier caso, te lo prometo, serás el primero en saberlo.
Como siempre, tuyo,
De K.
Fin