LA INDECISIÓN DE LEILA (Corín Tellado)
Publicado en
agosto 11, 2013
Argumento:
El día de su boda Leila decide que no puede continuar con Stephen. Leila no es capaz de perdonar a Stephen sus encuentros de los jueves.
¿Los volverá a reunir el destino?
Capítulo 1
Los jueves de Leila terminaron aquel día, y empezaron todos los días de su vida. Unos días que presintió llenos de indecisión y pesar. Días que le harían recordar los jueves fatales de aquella época que, aunque quisiera, no podría olvidar Jamás.
Y allí los tenía nuevamente, al recordar su figura en el umbral de la puerta que tantas veces traspasó con el corazón dolorido y el alma temblorosa. Era como empezar a vivir de nuevo, como si no existiera el sagrado lazo del matrimonio, cuya cruz había formado el padre Andrés sobre su frente aquella mañana, y por medio de la cual la libraba del pecado cometido. Más, para un espíritu escrupuloso como el de Leila, para una conciencia limpia como la suya, aquel lazo matrimonial no había sido suficiente,
—Pasa —dijo él, invitador, sin comprender la duda espiritual que tenía lugar en el corazón de Leila—. Pasa, que voy a cerrar.
Lo amaba, sí, y la materia de su persona pretendía empujarla hacia él, pero el espíritu, que había sido villanamente pisoteado, retrocedía, gritaba, protestaba.
—Pasa, Leila, cariño…
Era otra voz y, no obstante, era la misma. Sintió terror. Como si aquel hombre no fuese su marido y continuara siendo el monstruo, sobrino de tío Edward. Un tío Edward que sólo vivió en la imaginación de Stephen.
—Leila, que hay humedad. Cierra y ven.
No se movió. El recuerdo del pasado era más fuerte que su amor, y aquel recuerdo, quisiera ella o no, la separaba de Stephen. Sintió horror. Estaba casada, estaba enamorada de su marido y, no obstante, la separaba de él una muralla de recuerdos. Como un baluarte de temores, dudas y pesares, que formaban aquel breve pasado de su vida.
—Leila…, ¿por qué me miras así?
Y la voz de ella salió ahogada, ronca. Una voz diferente, que era como un sollozo. Teñían mucho en común. Recuerdos y recuerdos que no se borrarían jamás y, sin embargo, cuando para otros los recuerdos son unión, para ella eran espadas afiladas, separando una época de otra y uniéndola nuevamente, como si la aprisionaran entre su filos.
—No puedo.
—¡Leila!
Ella se tapó la cara entre las manos.
—No puedo aunque quiera —gimió—. No puedo.
Stephen había poseído a muchas mujeres. Las quiso a su modo, pero nunca sufrió por una determinada. Aquel acto de su vida junto a Leila fue para él corriente, normal. Y creía que con casarse con ella todo había sido perdonado. No se dio cuenta, hasta aquel instante, de que ella era diferente a todas las mujeres que habían pasado por su vida. Y este descubrimiento lo desconcertó.
Avanzó a su encuentro y trató de ser persuasivo. Leila, aún de pie en el umbral de la puerta abierta, lo miraba con horror, con pesar, con dolor. Eran sus bonitos y grandes ojos como los de una gacela asustada.
—Leila, soy tu marido.
Una tenue sonrisa distendió los labios femeninos.
—Leila, nos hemos casado. Los dos tenemos el deber de olvidar. Consagrémonos al futuro. Tendremos hijos, los educaremos religiosamente, seremos un matrimonio cristiano. El pasado está lejos. Hemos de alejarlo los dos con nuestro amor, más y más, hasta que no haya ni una nube fugaz en nuestra existencia.
—Ojalá pudiera —dijo la voz ahogada—. Ojalá pudiera, Stephen. Si a mí me fuera posible, ya habría olvidado antes, pero no puedo.
—Me amas, te amo.
—Sí. Eso es lo único de verdad en nuestra unión. Mi amor.
—El mío, Leila…
—El tuyo, no. Sigo siendo para ti aquella chica irascible y orgullosa de la oficina, aquella muchacha de la cual te encaprichaste y de cuyo dolor te aprovechaste para sojuzgarla.
—¡Eso no!
—Te casaste conmigo porque no podías alcanzarme de otro modo. Porque Rob se curaba. Porque aquellos jueves…
—Leila —exclamó, desesperado—, pareces un fantasma. Es como si tu voz no te perteneciera.
—Y lo soy, Stephen. Soy el fantasma que queda de aquella chica feliz era yo antes de pisar por primera vez tu fábrica de automóviles.
Intentó tomarla por un brazo. Leila se desasió con brusquedad. Dio la vuelta.
—Leila —gritó—. ¿Adonde vas?
Se volvió hacia él. Sus bellos ojos estaban húmedos, y temblores de emoción estremecían su boca.
—Me voy, y no sé adonde. No pienso volver a Springfield.
Le atravesó el camino con súbita rapidez.
—Si te vas…
—Gozas fama de no tener corazón, Stephen —dijo ella, bajo—. Sé adonde pueden llegar tus amenazas, y sé asimismo que eres capaz de cumplirlas. Tal vez es eso lo que me separa de ti, aun amándote. El hecho de que yo sentí toda tu maldad en mi persona. Y es algo que no me han dicho al oído. Lo viví yo.
—Esta es tu venganza —explotó Stephen, perdiendo su compostura de gran señor.
—No, Stephen. Ni soy un ser vengativo, ni me casé contigo mintiendo. Tú sabes que lo, hice obligada por don Andrés. Tú sabes asimismo que traté de perdonar. Y perdoné. Se puede perdonar cuando se quiere —añadió pensativamente, sin rencor, y esto fue lo que más inquietó a Stephen: aquella apatía, aquella sinceridad, aquella falta de interés—. Pero no se puede olvidar. La palabra perdón la pronuncia la boca. Es algo que dominamos a la perfección; pero no ocurre igual con el corazón. Este no pronuncia frases. Siente o no siente. Olvida o no olvida. Y el mío… no puede olvidar. —Miró en torno. Stephen, apoyado en la pared, parecía anonadado—. Todos estos rincones traen a mí recuerdos ingratos. Odio cuanto hay en esta casita.
Stephen se irguió y dijo, persuasivo:
—Salgamos de aquí. Sigamos a Nueva York. Olvidemos juntos…
—El recuerdo irá contigo, Stephen. Si puedes perdonar mi sinceridad y si te parezco cruel, perdóname asimismo. Trata de disculparme, de comprender.
—Leila, me vas a volver loco.
—Ojalá no me vuelva yo también.
—Escucha, querida. Escucha y trata, de razonar. Somos marido y mujer. Nos amamos…
—Sí, sí. Eso no lo olvido.
—Pues entonces…
—No, Stephen. Creo que nunca podré reanudar las relaciones que se han interrumpido. Si no hubiera muerto mi tía, yo seguiría siendo tu amiga íntima, obligada por la salud de mi hermano, cuya factura en el sanatorio pagabas a cuenta de mis visitas a un tío que sólo existió en tu imaginación. Pero tía Marie murió en el momento más oportuno. Y a la hora de su muerte, recordó que yo era su única sobrina y me dejó todo su capital… Y éste, Stephen —añadió con súbita energía—, sobrepasa al tuyo. Para el mundo yo no soy lo que fui. Para mí…, sigo siendo peor.
Dio un paso atrás, y él otro hacia adelante.
—Si te marchas —dijo Stephen, mirándola con fijeza—, te olvidaré. Buscaré alivio en otras mujeres. Me lo darán. Y tú te convertirás en una dama amargada, como tu tía.
—Lo sé, Stephen —admitió sin amargura—. Será el signo de los Heimer, porque no trato por ello de retenerte.
—Intenta razonar, querida. Soy tu marido.
—Sí, Stephen, sí. Desde que nos casaron esta mañana, estoy buscando en mi mente una disculpa, y en mi corazón el olvido, pero no puedo.
—Te condenas a una triste vida. Y me condenas a mí a la amargura y la soledad, —Algún día, tal vez…
—¿Algún día? ¿Cuándo? —se desesperó—. Yo te quiero, Leila. No concibo la vida sin ti. Cielos, tú no sabes lo que has llegado a ser para mí. Fuiste la primera mujer a quien no envilecí. Desde el primer día, traté de doblegar mis instintos. Te admiré, Leila. Te adoré en silencio, y a la primera ocasión así te lo hice saber.
—Lo comprendo todo, lo admito todo, pero es inútil. Si cuando te pedí ayuda para mi pobre Rob me la hubieras prestado sin pedirme nada a cambio… —levantó la voz, una voz sólida de lo más hondo, que se sublevaba aunque ella hubiera deseado impedirlo—. Pero me lo pediste y te odié.
—Pero luego me amaste.
Leila hizo un gesto ambiguo.
—¿Amar? ¿Es en verdad amor?
—¡Leila!
Con crudeza que él desconocía en ella, Leila añadió:
—Soy mujer al fin y al cabo, y tú fuiste el primer hombre en mi vida. Soy débil y sentimental, y en lo profundo de mi ser traté, quizá sin conseguirlo, de alzar un culto a tu persona, pero todo es falso, Stephen. Ahora me doy cuenta de que es falso todo para mí, tú, el matrimonio, mi amor.
—Estás negando lo que afirmabas hace un instante —se agitó Stephen.
—No sé si niego o afirmo, o si busco una explicación para mí misma. No sé nada, Stephen. Sólo sé que no puedo vivir contigo. Que recuerdo cada rincón de esta casa como pecados insufribles, que van metidos en mí persona. Y dondequiera que vaya, cada beso tuyo, cada caricia, cada mirada, será para mí un sentimiento retrospectivo y te odiaré un poco más cada día. Y eso es fatal para ti y para mí. Por eso —añadió con energía— deseo marchar, y cuando regrese a Springeld…
—Yo estaré allí. Y habré sido la mofa de mis amigos. Casado y abandonado por su mujer ese mismo día.
—Vete también —adujo, indiferente.
Y ella misma se asombró de su frialdad.
—Vete —añadió—. Huye como yo lo hago. Salgamos juntos en tu coche y tomemos dos aviones en el primer aeródromo. Tú, por un lado; yo, por otro.
—Te has vuelto loca, Leila.
—No, Stephen. Busco una solución a tu orgullo humillado. Yo… no me siento humillada. Antes, sí; ahora… ya nada me importa, excepto mi tranquilidad de espíritu.
* * *
El auto rodaba de nuevo por la autopista. Lo conducía la mano enérgica de Stephen. A su lado, fumando un cigarrillo, silenciosa y ausente, iba Leila.
—Está bien, Leila. Tú lo has querido. Yo… me irá a París. Trataré de olvidarte, y a fe mía que lo he de conseguir.
—Me dolerá.
La miró extrañado, con cierta oculta esperanza.
—¿Te dolerá?
—Ello me demostrará que tu amor fue tan falso como la existencia de tío Edward.
—¿Acaso no deseas que te olvide?
—No lo deseo. Yo… voy a tratar de olvidar el pecado —dijo con sencillez—, pero no el afecto que te profeso.
—¿Afecto?
—O amor disfrazado. El tiempo puede quitarle el disfraz o desnudarle de tal modo que se hiele.
—Y me pones a mí a la intemperie, expuesto a que me encuentre otra mujer y me dé lo que tú me niegas.
—Todo falso también, Stephen. Yo no me voy buscando un desquite —dijo con acento cansado—. Voy a Olvidar un pasado que me humilla, que me hace daño, que me mengua ante mí misma.
—He de admirarte, pero confieso que tu lucha espiritual no la comprendo.
—Es que tú, Stephen, has tenido en la vida cuanto te has propuesto. No has luchado jamás. Todo te lo pusieron al alcance de tu mano. Yo… he luchado siempre, casi desde que nací.
Stephen no respondió. El auto rodaba carretera adelante, devorando kilómetros y kilómetros.
—Detente aquí, Stephen —dijo ella de pronto.
—¿Aquí?
—Tengo sueño y deseo descansar. Son las doce de la noche.
—¿Y… yo?
—Sigue. Dentro de dos meses nos reuniremos aquí.
—Así, como si fuera un saco.
—Eres un hombre y te pido comprensión.
El auto se detuvo. Leila descendió. Stephen lo hizo por la otra portezuela. Se encontraron frente a frente en medio de la carretera.
—Leila…
—No me digas nada, Stephen. Compréndeme, únicamente.
—Trato de hacerlo y no puedo. Es todo tan absurdo.
—Como nuestras relaciones. Como nuestro matrimonio.
—Como nuestra vida en el futuro.
—Sí; como nuestra vida.
—¿Y después, Leila?
Un hombre salía de la casita que se alzaba junto a la, carretera.
—¿Van a descansar los señores? —preguntó, solícito—. Tengo buena cena y buena cama.
—La señora únicamente —dijo Stephen.
—¿A qué hora sale el primer avión para Londres? —preguntó Leila.
—A las nueve quince de mañana.
—Lleve mi equipaje.
—¿Va a cenar la señora?
—No. Sólo deseo cama.
Stephen entregó las maletas de Leila al hombretón y cuando éste se perdió en la casa, preguntó de nuevo:
—¿Y después, Leila?
—Te lo diré dentro de dos meses, en este mismo lugar.
—En Springfield han de creer que viajamos juntos.
—Bueno.
—¿No… me das un beso?
—No, Stephen.
—Leila, por el amor de Dios.
—No. Hasta la vuelta, Stephen.
—He de pecar, Leila. Tal vez dentro de dos meses te haya olvidado.
—Lo sentiré, pero no podré reprochártelo.
—Eres… dura. —Tú me hiciste así.
—Leila —gritó, viendo que ella se alejaba—. No doy palabra de estar aquí dentro de dos meses. Perdida tú esta noche, quizá no me importe que en Springfield se sepa que estamos separados.
—Nunca te pediré que vuelvas a mi lado —dijo ella pálidamente—. Cuanto más te ame, más sufra y más sola me encuentre, mejor me serán perdonados los grandes pecados que he cometido en la vida. Adiós, Stephen.
Este no respondió. Puso el auto en marcha y se alejó sin volver la cabeza.
Leila, muy lentamente, se perdió en el oscuro portal de la casa.
Capítulo 2
Miss Dolly…
—Mister Leigh.
Se estrecharon las manos. Hacía mucho tiempo que no se veían. Concretamente desde que Dolly dejó la oficina definitivamente.
—La invito a un café —dijo Leigh, satisfecho del encuentro.
—Acepto, mister Leigh —sonrió la gorda Dolly, complacida—. A decir verdad —añadió—, tenía deseos de verle para cambiar impresiones con usted.
Entraron en el bar próximo y se sentaron ante una mesa. Al pronto quedaron silenciosos. Mister Leigh la miraba interrogante, como preguntando mil cosas que deseaba saber, pero Dolly sonreía tan sólo, y no parecía dispuesta a decir nada que no le fuera preguntado previamente.
—Miss Dolly… —empezó Leigh, titubeante—, hace mucho que no la veo y lo deseaba fervientemente.
—¿Sí?
—No sé si a usted le habrá desconcertado el matrimonio de su amiga y mi jefe. A mí me cogió tan de sorpresa…
—Y a mí.
—¿Cómo? —se extrañó—, ¿Quiere usted decir que no sabía nada?
—En absoluto.
—¡Qué extraño!
—Un poco…
—Yo creí que no tenían contacto alguno, excepto el comercial…
—Y no lo tenían —protestó Dolly enérgicamente—. Mi amiga tal vez fue la más sorprendida.
—No lo entiendo, miss Dolly. Y como a mí, le ocurre a toda la sociedad de Springfield. Supongo que habrá leído usted los periódicos. La mayoría son conjeturas. Como usted sabe, mister Knowlton era uno de los mejores partidos de la ciudad. El mejor, diría yo, y todas las jóvenes distinguidas soñaban con ser su esposa. Y de la noche a la mañana, nuestro ogro se humaniza, se enamora y se casa con una oficinista que, también de la noche a la mañana, se descubre que es heredera de una de las mujeres más ricas de Springfield. ¿No es todo muy extraño?
—Por supuesto. Pero si usted quiere saber lo que yo sé, le diré que los unió el amor.
—No lo dudo.
—Pues dejemos de pensar cosas raras. ¿No le parece?
—Eso creo. Y, dígame, ¿dónde se encuentran ahora? Hace dos meses que se han casado, y el apoderado general desconoce su paradero.
—Estos días han de hallarse en París, pues de allí se recibió una carta de Leila hace dos días. En ella dice que regresarán para la semana próxima.
—Falta hace. Se han aplazado varias reuniones por su ausencia. Los altos empleados están muy preocupados. La madre de mister Knowlton tampoco sabe nada.
—No se preocupe. Cuando uno ama y está junto al ser amado, se olvida de todo.
—Por supuesto, pero el apoderado general necesita aquí la presencia del jefe.—Obren por su cuenta —rió Dolly, despreocupada—. Se habrá humanizado. Él amor hace a los hombres comprensivos y buenos.
—¿Cree usted?
—Claro —volvió a reír Dolly picarescamente—. No irá usted a pensar que mister ogro sigue siendo ídem.
—Ojalá no sea así.
—Pues claro que no. Leila es una joven encantadora y caritativa; a su lado, no podrá vivir un hombre sin que se le derrita el corazón. Creo, mister Leigh —añadió, poniéndose en pie—, que en adelante no temblarán todos cuándo regrese mister Knowlton de uno de sus frecuentes viajes.
El caballero la miró, radiante, y dijo, satisfecho:
—Eso sería como volver a los tiempos en que vivía el viejo mister Knowlton. Era éste un caballero honrado, cabal, de gran corazón. Entonces aquello no era una fábrica de automóviles dirigida por un rígido jefe, sino una, familia bien avenida.
—Todo volverá a ser como antes, mister Leigh. Y, aunque su compañía me es muy grata, tengo que dejarlo. ¿Ya le he dicho que ahora tengo un empleo estupendo?
—Eso no me lo ha dicho.
—Pues lo tengo. Soy como una especie de segunda Leila en su principesco hogar.
—Es cierto, aún no le pregunté por Rob.
—¡Magnífico! Ya se levanta cuatro horas diarias y las lesiones han desaparecido.
—¿Dejó el sanatorio?
—Claro. El mismo día que murió miss Marie. Los especialistas lo visitan en casa y los profesores le dan clase. Los niños tienen institutrices y Eve se ocupa de acompañarles en sus paseos por la ciudad.
—Cómo ha cambiado todo.
—Figúrese. Yo creo estar soñando. ¿Y sabe usted? Me adapto pronto a la vida muelle. A lo bueno se acostumbra uno pronto. No puedo entretenerme más, amigo mío. Si tengo noticias de los tórtolos, ya se lo comunicaré por teléfono, y si las tiene usted… comuníquemelo a mí.
—De acuerdo.
Se estrecharon de nuevo las manos y se separaron.
* * *
A la mañana siguiente, mister Leigh llamó a Dolly por teléfono. Se puso la doncella y ésta buscó a Dolly en la alcoba de Rob.
—Mister Leigh la llama por teléfono, miss Dolly.
Esta se puso en pie y exclamó:
—Noticias de la pareja. Vuelvo al instante, Rob.
—No tardes.
Salió corriendo. Pesaba por lo menos ochenta kilos. Pero a Dolly ya no le importaba la línea. No esperaba casarse y le gustaban los guisos de la cocinera de la difunta miss Marie.
—Dígame, mister Leigh.
—La molesto únicamente para que dé la bienvenida a Leila en mi nombre.
—¿Qué?
—Que le dé la bienvenida a Leila.
—No le entiendo o se expresa usted mal.
—Acabo de saber que los novios regresaron ayer noche…
Dolly engulló saliva.
—¿Qué dice usted? Nosotros no sabemos nada.
—¿Cómo? Pero si mister Knowlton se encuentra en su despacho ahora. Yo mismo le he visto pasar.
—Oiga… ¿Oí bien o me está usted tomando el pelo? Aquí no ha llegado nadie.
Hubo un silencio al otro lado. Y de pronto la voz alterada de Leigh:
—Espere un instante. No creo haber visto mal, pero voy a cerciorarme. Mi hija me lo dirá al instante.
Dolly quedó con el teléfono junto al oído, temblando y suspensa. ¿Había ido Leila a casa de su marido? Pudiera ser, pero habría avisado su llegada. Leila amaba demasiado a sus tres hermanos para tenerlos abandonados, una vez en la ciudad.
—Miss Dolly…
—Sí, mister Leigh, estoy aquí, Dígame.
—No me había equivocado. Mister Knowlton está en su despacho, en este momento, presidiendo una reunión con los altos empleados.
—¿Y… Leila?
—No lo sé. Únicamente puedo advertirle que nuestro jefe viene tan adusto y seco como siempre.
—Pero… ¿qué debo hacer?
—No lo sé. Dentro de una hora la reunión habrá terminado. ¿Por qué no le llama usted por teléfono?
—Naturalmente que lo haré. Gracias por todo, mister Leigh.
—Téngame al corriente, miss Dolly. Ya sabe usted lo que aprecio a Leila, y su matrimonio fue muy extraño. No… estoy tranquilo.
—Hasta luego.
Cogió el receptor y se quedó mirando al frente con expresión reconcentrada. De súbito tomó una determinación. Antes de hablar con Eve, era preciso conocer el paradero de Leila, y Gisela Knowlton la orientaría. Con decisión marcó un número y en seguida contestó una voz gangosa.
—Deseo hablar con la madre de mister Knowlton. Soy miss Dolly.
—Al instante le pasaré la comunicación con la señora está indispuesta y no se movió hoy de sus habitaciones.
—Dígame, Dolly.
—Gisela…, hace dos días que no viene usted por aquí. Los niños preguntan por usted.
—Queridas criaturitas —exclamó la dama con voz de niña compungida—. Iré mañana. Dígaselo así.
—¿Y Leila? —preguntó Dolly de pronto.
—¡Oh…! ¿Ya conoce usted el regreso de Stephen?
—Acabo de saberlo. ¿Y… ella?
—Eso es lo que me tiene en cama, Dolly. Estoy muy preocupada. Stephen llegó anteayer y no salió de sus habitaciones hasta esta mañana. Quise hablar con él y no pude. Ya conoce usted a Stephen.
—No tanto como usted. ¿Qué… hizo de Leila?
—Lo ignoro. Cuando le pregunté por ella, no me contestó. Estoy muy preocupada, Dolly. ¿Se imagina usted el escándalo que esto ocasionará?
—Es lo que menos me importa —bramó la joven, perdiendo el dominio—. Lo único que deseo saber es lo que hizo de mi amiga.
—Dolly —se alarmó la dama—. No irá usted a pensar…
—No sé lo que pienso. No me fiaría de su hijo ni para prestarle un centavo.
Y cortó.
Se dirigió directamente a su alcoba y se cambió de ropa en un instante. ¿Por teléfono? No, tenía que verle la cara. Y escupirle en ella, si era preciso. ¿Por qué se casó Leila con aquel hombre que no merecía ninguna confianza?
* * *
—Le digo, miss Dolly, que no puede ser…
—Y yo le digo a usted que será.
—Lo siento —se negó en redondo la secretaria—. La reunión se ha disuelto hace un instante, pero mister Knowlton ha dicho que desea estar solo.
—Mi presencia le refrescará la memoria. Déjeme pasar.
La secretaria se sofocó. Ya conocía la impetuosidad de Dolly. No en vano estuvo varios años trabajando con ella en el mismo departamento. Y presintió que se saldría con la suya. Y ella tenía que defender su trabajo.
—No puede ser.
—O se aparta —bramó Dolly— o armo un escándalo. Y no creo que lo último le agrade a su jefe.
—Mi jefe no desea recibir a nadie.
Se oyeron pasos en el despacho y la puerta de éste se abrió. El adusto rostro de Stephen apareció en el umbral.
—¿Qué voces son ésas? —preguntó con marcada irritación.
—Señor, miss Dolly…
—¡Ah! Es usted —exclamó Stephen, irónico—. Déjela pasar.
Dolly cruzó como un meteoro. Stephen cerró la puerta y se dirigió a su sillón, tras la mesa.
—Quiero saber dónde está Leila… Y si no me lo dice, daré parte a la policía. Me gustaría —chillaba Dolly casi sin respirar— verlo detrás de una reja. Sería divertido.
Stephen no parecía afectado. Ya sentado tras la mesa, fumaba tranquilamente un cigarrillo y no interrumpía los chillidos de Dolly. Esta calló de pronto observando la impasibilidad de su interlocutor, pero aun así, Stephen no dijo palabra.
—Le he preguntado qué hizo de su esposa.
—¿Yo?
—Sí… ¿Dónde la ha dejado?
Stephen lanzó una breve mirada al almanaque y se alzó de hombros.
—¿Quiere tomar una copa? Parece usted sofocada.
—No acabe con mi paciencia, mister Knowlton. Usted nunca me mereció confianza, y ahora mucho menos.
—¿Algo más?
—Deseo saber el paradero de Leila.
—Lo ignoro.
—¿Cómo?
—Tenga paciencia. Cuando su amiga llegue, que llegará, ella le explicará dónde estuvo. Yo… lo ignoro.
—Dígame…
—Lo ignoro. —Y poniéndose en pie, añadió, frío, áspero—: Tengo mucho trabajo pendiente y no puedo atenderla más —y con ironía—: Su compañía es muy grata, pero… lo siento.
—¿Ha dicho usted que no hicieron juntos el viaje?
—No lo he dicho.
—Pero lo dio a entender.
—Se equivoca —y fríamente—: Tenga la bondad de dejarme solo.
—Óigame…
Se puso en pie y fue hacia la puerta. La abrió.
—Lo siento, miss Dolly.
—Siempre me pareció usted un monstruo, mister Knowlton —dijo Dolly, sofocada—, pero nunca tanto como ahora.
Y salió con brusquedad.
Al llegar a casa, llamó a Eve y le refirió lo ocurrido.
—¿Qué hacemos, Dolly?—No lo sé. Si aún estuviera aquí don Andrés. ¿Por qué se habrá ido?
—Ya lo sabes, porque tenía mucha edad y prefirió retirarse al Canadá a las posesiones de su hermano.
—Eve…, ¿qué hacemos?
—Esperar.
—Cuando los muchachos de la Prensa se den cuenta de lo ocurrido, se volcarán en comentarios. Será un escándalo indescriptible —apuntó, sofocada.
Capítulo 3
Un caballero me esperaba aquí.
El hombre que le proporcionó cama dos meses antes, la contempló con admiración. La había visto por la noche. No pudo apreciar la auténtica belleza de aquella joven y personal mujer, y a la luz del día, el rostro joven tenía un encanto irresistible.
—Le he dicho…
—Sí, sí. La oí perfectamente. El señor que la esperaba ha pasado por aquí hace ocho días.
—¿No… dejó ningún recado para mí?
¿Había angustia en la bella mirada color de miel? El hotelero hubiera jurado que los hermosos ojos pugnaban por contener el llanto.
—Esta carta, miss…
La tomó con súbita rapidez. La ocultó en el fondo del bolsillo de su elegante visón.
—¿Ha de descansar?
—Unas horas.
—¿Cama?
—Sí.
—Sígame, por favor.
Ocupó la misma habitación. Se dejó caer en el borde del lecho y con ansiedad rompió la nema.
Leila… He pasado hoy por aquí. Sigo mi ruta. ¿Para qué esperarte? Si hace dos meses no fuiste capaz de olvidar, hoy, después de vivir este tiempo a solas con tus recuerdos, menos habrás olvidado. No me siento responsable de nada. Hice contigo lo que hubiera hecho con cualquier mujer, con la diferencia de que contigo me casé. ¿No es esto suficiente? Ya sabes dónde vivo y cómo vivo. Si algo deseas de mí, si has olvidado…, si estás dispuesta a reconocer tu amor hacia mí, ve a buscarme. No daré un paso más hacia tu persona. Ya me conoces.
Stephen
Arrugó el pliego entre sus dedos y quedó como paralizada. Stephen… no cambiaría nunca. Era así, sin paciencia, dispuesto a arrollarlo todo, incapaz de rogar… Le había rogado una vez, pero, ¿cómo? Exigiendo. Algún día se daría cuenta de que todo no era suyo. De que había algo que no se pagaba con dinero, sino con cariño, con amor, con paciencia. Se puso en pie con brusquedad y salió de la alcoba.
El hotelero y su esposa se guarecían del frío junto a la chimenea encendida. Empezaba diciembre. Nevaba y los copos se congelaban. Le gustaba el invierno pero aquel año la nieve le parecía oscura y más crudo el frío.
—¿No hay forma de conseguir un coche que me lleve a la ciudad? —preguntó.
—No —dijo el hotelero, saliéndole al encuentro—, Pero dentro de un cuarto de hora pasa un tren.
—Lo tomaré.
—¿No descansa?
—No. Prefiero continuar el viaje.
—Entonces la acompañaré a la estación. No tenemos tiempo que perder.
Cuando salió al descampado, sintió un escalofrío.
Dobló el visón sobre el pecho. Sus finos zapatitos se mancharon de lodo. No importaba. No importaba nada, excepto llegar a casa cuanto antes, besar a sus hermanos y descansar. Sí, descansar en el hogar. Percibir la sensación de ser persona y de ver rostros queridos y la voz fuerte de Dolly y los tiernos cuidados de Eve. Sentada en el vagón de lujo, entrecerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás. Dos meses vagando de un lado a otro como una sonámbula, deseando vaciar el cerebro y llenándolo más, y más de aquel insufrible dolor. ¿Olvidar? Tenía razón él. A solas consigo misma, los recuerdos como espinas dolorosas, como pecados, como llagas que nunca cierran y terminan por ulcerarse. Eso le ocurría a ella, y el resumen del caso era la autenticidad de su amor. Porque lo amaba. De eso estaba segura. Y aquel amor que no lograba ahuyentar los recuerdos era para ella como un castigo del cielo.
* * *
El tren corría. Se detuvo en una estación humilde. Volvió a rodar. Leila continuaba con los ojos cerrados.
—Hola.
Aquella voz… Sí, aquella voz la oyó infinidad de veces en la penumbra de sus recuerdos. Una voz pastosa, bronca, personal, que hería cuanto de sensible había en ella. Y Leila Heimer era carne hecha de sensibilidad. Si no fuera tan sensible, hubiera olvidado ya las exigencias de un hombre.
—Hola.
¿No soñaba? ¿Era auténtica aquella voz o fruto de una ilusión de sus sentidos exaltados?
—Hola.
Abrió los ojos. Se incorporó. Pasó la tibieza de sus manos por los párpados doloridos.
—Me voy a sentar.
—Sí, claro; perdona.
Y otra vez la casita de "tío Edward" lastimando la sensibilidad doblegada. La que él doblegó sin piedad alguna.
—He salido a tu encuentro. Lo creí un deber.
—Por deber… nada. Estás cumplido.
La miraba. Era su rostro adusto y frío como cuando era sólo su jefe.
—No querrás que acuda a ti, acuciado por el deseo de tus besos amorosos.
—Estarás saciado —replicó, mordaz.
—No. Tus besos no sacian. Dan hambre, mucha hambre.
—No habrás venido a decirme eso.
—No.
—No lo deseo.
—Lo sé.
—Recibí tu nota…
—Leila —dijo, tras un silencio—. Tú dirás lo que hemos de hacer en el futuro. Yo tengo tomada una determinación.
—La conozco —cortó bruscamente—. Me la haces saber en la nota…
La miró. La expresión de sus ojos era desconcertante. Parecía que pretendía descubrirla y hacerse con sus sentimientos más profundos.
—No la conoces, Leila. Desde que escribí esa nota he pensado mucho. Supongo que desearás conocer mis pensamientos.
—En cierto modo.
—¿Sólo en cierto modo?
—Sólo así.
—El viaje, la soledad, no ha menguado tu aversión hacia mí.
—No es aversión.
Seguía mirándola. De pronto exclamó:
—Estás… más bella que nunca.
—¿Es eso lo que has venido a decirme en el tren?
—No. A decir verdad, no sé en concreto a qué he venido. El deseo de verte, de recordar… fue para mí más fuerte que la voluntad. Porque yo, Leila, me había hecho el firme propósito de no molestarte más.
Calló. Ella no interrumpió su silencio.
—Dices que no es aversión. ¿Amor tampoco?
—Has pensado en nosotros dos. Has venido a decírmelo. Hazlo ya.
—Sé sincera… ¿Hay amor en ti?
—No puedo responderte, porque el amor que puede haber está unido a tanta ingratitud…
—Lo cual significa que no olvidarás jamás.
—No lo sé. Nuestros comienzos irán unidos a mi amor. Es… algo inevitable.
—Pues te daré una solución. O te expones a aventurarte y olvidas, unida a mi intimidad, o de lo contrario olvidaré que estoy casado contigo. Tú me conoces, Leila —añadió reconcentradamente—, sabes que mucho tiempo no puedo ser fiel a un amor que no es correspondido. No soy de manteca. Soy de carne y hueso y tengo los sentidos bien despiertos.
—Prefiero que te calles.
—No guardo consideraciones a quien no las tiene conmigo. Yo te quiero —dijo bajo, con raro acento— y te quiero y te deseo como el primer día… No podré reprimirme. Y te tendré toda o no te tendré.
—Así, tan a lo bruto, vienes a decirme lo que por todos los medios trato de olvidar.
—Siento no poder ser de otro modo. La Prensa habla de nosotros. Aún se pueden arreglar las cosas. Yo soy hombre de negocios. Por muchas causas pude llegar solo a la ciudad. Ahora estamos juntos…, pueden vernos. La Prensa acallará sus comentarios… ¿Qué respondes? Yo soy hombre. Todos conocen mis libertades. Tú eres mujer. Desconocida para una ciudad que rinde culto a la unión matrimonial. ¿Qué respondes?
—¿Me obligas a una respuesta inmediata?
—Sí. Inmediata y firme.
—Pues no puedo dártela.
—Leila… puede pesarte algún día.
—Tal vez —replicó suavemente—. Hoy… no me pesa. No puedo, porque tú me obligues, ir contra mis sentimientos.
—Pero me amas con tanta fuerza como yo a ti.
—No creo en tu amor. Fuiste a mí por otra causa. Te casaste por no perderme. Yo a ti…
—Tú a mí…
—Fue amor. Al menos después fue amor. Hoy puede ser amor también, pero…
—Siempre ese pero.
—No puedo evitarlo —murmuró, dolida.
—¿Y qué me pides?
—Nada. A un ser como tú no se le puede pedir paciencia.
—No.
—Pues nada te pido. El tren se detuvo.
—Me apeo aquí. Mi chofer sigue el paso del tren. O me sigues o…
—No te sigo. La miró fijamente.
—Leila…, puede pesarte algún día.
—No. Así, no.
—¿Qué exiges de mí? —Ya te lo he dicho. Nada. Paciencia no tienes. Tú no sabes esperar. Estás habituado a conseguirlo todo como me conseguiste a mí.
—Eso es verdad. No tengo por qué perder el tiempo. Me enseñaron a ser así.
—Ojalá la vida te demuestre que no todo es como supones.
—¿Pretendes que la vida se enfoque en ti para darme esa lección?
—No me considero tan superior. Soy una pobre muchacha. Sólo una muchacha muy lastimada.
—Adiós, Leila. He de confesar que no te comprendo.
La miró por última vez. Ella parpadeó bajo aquella mirada centelleante que la hacía recordar momentos ingratos de su vida. Por eso no podía vivir con él, porque cuanto más deseara olvidar, más recordaría. Más fresco se hacía el recuerdo de aquellos horribles jueves de su vida de muchacha sojuzgada a la voluntad de un hombre demasiado superior. Pero las cosas habían cambiado. Ahora estaba al mismo nivel; al mismo nivel material. ¡En lo espiritual estaban tan distantes uno del otro!
—Adiós, Leila.
—Adiós.
—¿Si me pusiera de rodillas ante ti —preguntó con extraño acento—, olvidarías?
—No te pongas.
—No me pondré —replicó con irritación.
Y salió sin decir otra frase.
En seguida el tren reanudó su marcha. Leila volvió a recostar la cabeza sobre el asiento. Sintió horribles deseos de llorar, pero no lloró.
La estación estaba casi desierta en aquella hora de la noche. Leila buscó un taxi y se perdió en él. Ocultó la cara entre las manos y pensó…
¿Si vendiera todas las propiedades de tía Marie y se fuera a Nueva York con sus hermanos? No. Tenía el deber de permanecer allí. Como heredera, como mujer que purga una culpa, como esposa de un hombre que la sometía a duras pruebas. Porque estaba segura de que Stephen, puesto a perder, haría perder también a los demás. Y su vida, paralela a la de él, no sería plácida ni tranquila. Conocía un poco a Stephen. Un hombre que ganó muchas batallas comerciales y que la consideraba a ella por encima de su feminidad, simplemente como otra batalla más. Y ella tenía el deber de demostrar que era una mujer, no un contrato comercial. Por encima de su amor, porque ella lo amaba, se lo demostraría.
—¿Adónde?
—Al palacio de Heimer.
—Ya. Lo conozco. Estos días los periodistas centran allí su atención.
Leila no respondió al comentario del taxista. De súbito, se sentía fuerte y segura. Y no temió los acerbos comentarios periodísticos.
Capítulo 4
Leila…
—Hola, Dolly.
Esta la besó con fuerza.
—Leila…, qué bonita estás. ¿Por qué…?
Leila esbozó una tenue sonrisa.
—¿Por qué, qué?
—¿Por qué llegas sola?
—¡Ah! —Silencio. Luego—. ¿Cómo están los chicos?
—Estupendos. ¿Y tú?
—Yo bien.
—¿Por qué…?
—Deja las preguntas para cuando no esté tan cansada —y mirando en torno, con súbita ilusión—. Es grato regresar a casa. Una, lejos del hogar, se siente como un náufrago sin tabla donde asir su desconcierto.
—Leila —exclamó Eve apareciendo—. Mi querida muchacha.
La abrazaba. Leila se sintió querida. Y le pareció que volvía a la sublime edad de la niñez.
—Querida Leila…
—Tenía deseos dé volver, Eve —susurró Leila ahogadamente—. Infinitos deseos de sentir tus cuidados. Be escuchar las risas de las niñas. De ver a Rob…
Subía despacio las anchas escalinatas alfombradas y Dolly, seguida de Eve, iban tras ella como atontadas.
Era la misma Leila de siempre, y no obstante… ¡Qué distinta! Su traje, sus zapatos, su voz y hasta el mirar de sus melados ojos era diferente.
Llegó al vestíbulo superior y preguntó sin volverse:
—¿Dónde está Rob?
—En la galería —replicó Dolly.
Allí estaba Rob, radiante, con los húmedos ojos fijos en ella. Tanto tiempo conteniendo el llanto y de súbito sintió que no podía más. Corrió hacia el sofá donde se hallaba tendido Rob, se arrodilló a su lado y puso la bonita cabeza en su regazo.
—Leila —susurró Rob, con voz de hambriento emocionado—. Leila, querida Leila.
Ella lloraba con roncos y ahogados sollozos, como sí no pudiera evitar aquel momento en que todos los recuerdos volvían. Rob, su querido muchacho, era, precisamente, el motivo de aquel horror que constituía una continua pesadilla en su vida.
—Cálmate, Leila —dijo Rob muy bajo, y su voz estaba impregnada de llanto—. Cálmate, Leila, te lo ruego.
Entraron los niños armando barullo, llamando a gritos a su hermana. Leila los recibió en sus brazos abiertos y los apretó más y más contra sí.
—¿Lloras? —preguntó la voz infantil de Glay—. ¡Oh, Leila! ¿Por qué? Ahora no tienes que trabajar. Somos ricos. Lo dijo Eve.
—Cállate, Glay —pidió ésta, comprendiendo que no era momento para lanzar al aire expansiones infantiles.
La niña calló, pero se abrazó al cuello de su hermana mayor. Martha, pegada a Leila, sonreía y lloraba a la vez.
—Tomás os subirá las maletas. Allí vienen regalos para todos. Entre tanto los contempláis, yo voy a descansar.
—Los besó uno por uno. Los contempló con infinita ternura.
—Ahora —dijo de modo raro— ya no nos separaremos más.
Se dirigió a la puerta. Eve y Dolly la siguieron.
—Leila…
No se volvió, pero dijo, bajo:
—Quisiera descansar, Dolly. Disculpadme.
Dolly miró a Eve y éste a Dolly.
La segunda dijo, dolida:
—Leila, estamos impacientes por saber. Mr. Knowlton está aquí desde hace una semana. Los periódicos se echaron al vuelo. Y aseguran que no vinisteis juntos. Que anuláis el matrimonio. Para nosotras eso es incomprensible.
Ya estaban las tres en la principesca alcoba de Leila. Esta se quitó el visón, lo enrolló, y lo lanzó con un gesto brusco sobre la cama. Parecía una estatua con las manos cruzadas y la barbilla pegada al pecho. Sus bellos ojos se entrecerraban.
—Leila —exclamó Dolly, súbitamente alarmada—. Somos tus amigas. Hace sólo dos meses eras una chica í anónima en esta ciudad. Hoy no lo eres. Los periódicos han de mencionar hasta del lado que duermes. Aquí no se perdona nada. Y tú eres una rica heredera surgida de modo súbito.
—Dolly, Eve, comprendo vuestra impaciencia por saber —murmuró, cansada—. Pero en este instante sólo deseo estar aquí, sin luz, sola, y cerrar los ojos. Cerrarlos fuertemente y quedar así.
Las dos mujeres salieron silenciosas, sin hacer comentarios.
Nevaba, Leila abrió los ojos. Tenía sueño y no podía dormir. Estaba cansada y no conseguía descansar. Deseaba llorar y no lograba hacerlo. Terminó por quedarse quieta sobre el lecho, con los ojos fijos en un punto inexistente.
Si Stephen no hubiera aparecido en su vida, ella sería en aquel instante una mujer feliz. Tendría dinero, las puertas de la alta sociedad se abrían a su paso, como antes se abrían para tía Marie. Tendría el cariño de sus hermanos, la estimación y afecto de sus amigas. Y ahora no poseía nada, porque de nada le servía lo que tenía. Era preciso que nadie supiera lo ocurrido entre ella y Stephen. Ni Dolly ni Eve, y menos los muchachos de la Prensa… Estos husmearían en su vida, tratarían de buscar las causas por las cuales se disolvía el matrimonio, a los dos meses de casados. Ellos no podían saber jamás que aquel viaje de novios se efectuó por separado ni las causas por las cuales se hizo así.
Se tiró de la cama. No podía hacer el papel de víctima ni de verdugo. No era el suyo el primer matrimonio que se deshacía con tanta rapidez.
Se metió en el baño y minutos después salió de éste, vestida, limpia y fresca.
—Iré al pabellón del padre Andrés —dijo en alta voz—. El me orientará.
Con este propósito salió de su alcoba y recorrió el vestíbulo superior. Eran las nueve y media de la noche. Nevaba en la calle. Los copos de nieve se adherían a las ventanas, poniendo en ellas una triste visión de frialdad, de melancolía.
—Como yo —se dijo iniciando el descenso.
Tenía porte de gran señora. La raza de los Heimer palpitaba en ella con precisión.
—Leila —exclamó Dolly, sallándole al encuentro—. ¿Ya estás ahí? ¿Has dormido?
—Un poco.
—¡Qué bella estás! El matrimonio te sentó bien…, aunque…
—¿Más porqués, Dolly?
—Me los oirás mientras no me expliques.
—El matrimonio es —dijo sonriente— una aventura. Te lanzas a ella sin saber si te proporcionará dicha o pesar.
—¿Y bien?
—Stephen y yo no nos hemos comprendido.
—¿Cómo? —se escandalizó Dolly—. Tú no eres mujer que por esa razón se separe de su marido a los dos, meses de haberse casado.
—Bajo ese aspecto no me conoces.
Llegaban al vestíbulo inferior. Leila entró en una salita azul y Dolly la siguió. Leila se hundió en una butaca y encendió un cigarrillo. Dolly se sentó frente a ella y comentó:
—Antes no fumabas.
—Me acostumbré junto a tío Edward.
—Es verdad. ¿Qué ha sido de él? ¿Quién le atiende ahora?
Leila entrecerró los ojos.
—Ha muerto —dijo con firmeza. Y luego suavemente—: Voy a ver al padre Andrés.
—¡Oh! Se me olvidó decírtelo. El padre Andrés se fue a Canadá con su hermano. Han venido a buscarlo sus sobrinos. Primero se negó, luego los sobrinos le convencieron.
Leila quedó como anonadada.
—Se ha ido —murmuró muy bajo. Y tristemente, con dejo que extrañó a Dolly—. No debió marchar sin volver a verme.
—Eso mismo dijo él; pero añadió que era muy anciano y que deseaba morir junto a sus familiares.
—Sí, claro.
—Leila.
—¿Qué?
—Pareces tan rara. ¿No puedo saber qué te pasó con "Mister Ogro"?
—Hemos decidido no vivir juntos. Olvidemos eso, Dolly, Me molesta hablar de ello. Hazte a la idea de que no estoy casada.
—Pero lo estás.
—Como si no lo estuviera —y con decisión, al tiempo de ponerse en pie—. Prohíbo que se me hable de ello.
—¡Leila!
—Lo siento, Dolly.
Salió del salón y subió lentamente las escalinatas.
* * *
No fue a visitar a Gisela Knowlton. No salió de casa. No recibió a los periodistas que pretendieron entrevistarla. Cuando éstos pidieron una entrevista, dijo enérgicamente que ella no era una artista en ningún sentido, que se consideraba sólo mujer, y no deseaba que la Prensa se inmiscuyera en su vida. Esto sirvió para que los reporteros se cebaran más en ella y en su matrimonio. Perdía prestigio. No le importó. Deseaba tranquilidad, paz, en el hogar. El cariño y la comprensión de los suyos. Y esto lo tenía. Al principio se recluyó en su casa. Al cabo de algún tiempo, consideró que era estúpido mantenerse encerrada, cuando la vida bullía fuera.
Logró con su actitud que Dolly y Eve no volvieran a mencionar a Stephen, que la servidumbre dejara de observarla con curiosidad. No es normal que una mujer se case y a los dos meses regrese de viaje de novios sola. No podía, pues, evitar aquella curiosidad, si bien, al cabo de algún tiempo, ignoraba la curiosidad que despertaría en la calle, puesto que no salía, pero de lo que sí estaba segura era de no despertarla ante la servidumbre del palacio.
Aquella tarde, un mes después de su regreso, Dolly entró en su alcoba con aire misterioso.
—¿Contra quién conspiras? —preguntó Leila, echándose a reír.
—Acabo de saber unas cosas que me causan escalo» fríos. Si me permites, te las cuento.
—Despiertas mi curiosidad.
—Es… que se trata de Stephen.
El semblante femenino dejó de sonreír. De súbito, Dolly recibió la impresión de que aquel bello rostro se tallaba en piedra.
—Dolly… Ya sabes lo que opino sobre el particular.
—Te equivocas, no es fácil saber lo que opinas sobre algo. Cuando éramos dos empleadas, sí lo sabías. ¡Has cambiado tanto desde entonces!
—Prefiero no ser motivo de estudio para ti.
—Leila…, permíteme que te cuente lo que sé.
—¡No!
—Pero, querida…
Se volvió hacia ella y exclamó ahogadamente, perdiendo un poco de su estudiada personalidad impenetrable:
—Me hice el firme propósito de no pensar en nada. De no saber nada. De vivir al margen de todo lo relacionado con Stephen.
—Es tu marido.
—¡Dolly! —casi gritó—. ¿Quieres callarte?
Dolly no se calló. Hacía mucho tiempo que venía haciéndolo, y ella jamás se calló nada. Dijo siempre lo que pensó. Y la ahogaba el deseo de saber y de hablar.
—No me callo —dijo con energía—. Puedes callarte tú, pero has de escucharme. No me contestes si no quieres, pero déjame hablar a mí.
Leila se acercó a la ventana y pegó la frente al cristal por encima del visillo… Hacía frío, la plaza estaba cubierta por nieve. Los copos se acumulaban sobre los jardines, los bancos y el asfalto, ponían una nota de infinita tristeza. Leila entrecerró los ojos y se quedó muy quieta, de espaldas a Dolly.
Esta empezó a hablar, primero con energía, después fue bajando la voz y al final se diría que hablaba para sí misma:
—Te casaste con él de modo extraño. Aún no me explico por qué lo hiciste. Tú no eres una muchacha vanidosa ni frívola. Te has casado enamorada, pero, ¿cuándo te enamoraste de él? ¿Y por qué tu boda fue tan precipitada? ¿Y por qué vivís uno por cada lado? No lo comprendo. Esto me quita el sueño y la tranquilidad, y no logro acertar con la verdad.
Calló. Leila siguió quieta, con los ojos en la nieve.
Dolly bajó la voz:
—Con este escándalo, salieron muchas cosas a relucir. Tú no lees la Prensa. Ni de eso quieres saber. Pues yo la leo. ¿Y sabes lo que dice? Que Stephen, antes de casarse contigo, tenía una amante, a quien visitaba frecuentemente.
Leila, sin moverse, dijo:
—Prefiero que te calles, Dolly.
—No puedo. Pídeme que me tire por el balcón y quizá lo piense. Pero que me calle, no lo pienso siquiera. Dicen que Stephen vive como enfebrecido. Que gasta el dinero a manos llenas, que todo lo que antes tenía de tacaño, lo tiene ahora de espléndido. Dicen también que sigue con la misma amante…
Leila curvó los labios en una triste sonrisa. Podía tener otra amante, cientos de ellas, pero aquélla… no. Aquélla no; lo sabía ella muy bien.
—Leila, me han dicho esta mañana que si sigue así, pronto irá a la bancarrota. Todo es poco para él en Springfield. Cierra los cabarets por las noches y allí, rodeado de mujeres frívolas, se pasa borracho hasta la madrugada. Ayer noche alguien trató de mencionarle a su esposa y se lió a bofetadas con él. El gran mister Knowlton, indomable, déspota, el orgulloso, se pasó la noche en la cárcel con sus frívolos amigos.
—Basta, Dolly —gritó.
Y salió de la alcoba a paso ligero.
Dolly parpadeó asombrada.
Capítulo 5
No esperaba ver a Gisela en su propia casa. La recibió amablemente, casi con ternura. La madre no tenía la culpa de que Stephen y ella vivieran separados. Gisela era una buena madre, había sido una buena esposa y una suegra afectuosa.
Cuando Leila penetró en el salón, contemplaba a través de la ventana el frío crepúsculo de la tarde. Al sentir la puerta, se volvió con presteza. Era una dama distinguida, de menudo talle, cabellos muy blancos y sonrisa ingenua. Se quedaron quietas, una frente a otra, mirándose de modo insistente. Leila esbozó una tenue sonrisa, a la cual correspondió Gisela tímidamente:
—Siéntese —ofreció Leila.
La dama no lo hizo. Fue hacia la joven y murmuró:
—¿No me das un beso, hijita?
Leila parpadeó.
—Claro que sí —y con ternura—. Lo estaba deseando, Gisela.
—Preferiría que me llamaras mamá —dijo bajo, al tiempo de besarla—, pero ya veo que eso es imposible.
Leila no respondió. Sentadas una frente a otra, junto a la chimenea encendida, permanecían silenciosas. Fue Gisela la que rompió el hielo para decir de modo inesperado:
—Siempre temí que Stephen se quedara soltero. Cuando me dijo que se casaba, recibí la mayor alegría de mi vida. Una madre que no tiene hijas está deseando que sus hijos se casen para adquirirlas.
Calló. Leila encendió un cigarrillo y fumó de él aprisa, sin interrumpir a la dama. Esta, tras un silencio, habló de nuevo. Esta vez con amargura que no trataba de disimular:
—Mi esposo, el padre de Stephen, fue un hombre generoso, cordial, amable y me amaba mucho…
Calló de nuevo. Leila miraba hacia las llamas resplandecientes, y sus rojizas chispas ponían en su rostro extrañas sombras.
—Una madre tiene el deber de comprender a sus hijos. Al menos lo intenta, pero no todas las madres lo consiguen. Yo… no lo he conseguido nunca. Stephen es para mí tan desconocido como cuando aún lo llevaba en mis entrañas.
Guardó otra vez silencio. Leila no lo interrumpió.
—Creí que al casarse se humanizaría —añadió con voz ahogada—. No fue así. Muy al contrario, es para mí más incomprensible que antes. No sé a lo que he venido, Leila. Tal vez a desahogar en mi pesar. ¿He sido una mala madre?
—No, ¿por qué? Usted no tiene la culpa de nada.
Gisela se inclinó hacia adelante y con ansiedad exclamó:
—Vengo a pedirte ayuda, Leila. Una ayuda inmediata, si deseamos que Stephen no vaya a la bancarrota. Una firma de siglos que se derrumba. El bisabuelo del bisabuelo de mi difunto esposo empezó aquí con un taller pequeñito de bicicletas. Después fueron motos, más tarde coches. Y sólo hace tres generaciones que la firma Knowlton se decidió a fabricar automóviles. Mi esposo creyó a su hijo un financiero. Lo fue hasta ahora… ¿Te das cuenta, Leila? Hasta ahora. La Prensa dice que tuvo una amante, que aún la tiene y que es ella quien lo enloquece y lo lleva a la ruina…
Leila sonrió. Tomó entre sus manos las de la dama y dijo con firmeza:
—Stephen no tiene amante alguna, Gisela. Tal vez la haya tenido —añadió con suave acento—, pero ahora no la tiene. De ello estoy segura.
—No obstante, vive como si perdiera el juicio. Cuando traté de hacerle ver lo equivocado de su conducta, me miró y se echó a reír. Aún espero una respuesta razonable. No me la dio. Antes vivía a mi lado. Hasta puedo afirmar que seguía mis consejos. Hoy tiene un piso de soltero en un piso comercial, allí recibe a sus amigas, organiza orgías, tira el dinero como si fueran simples papeles, y al hacer el balance semestral, la Firma se encontró con un déficit amenazador. Es por lo que vengo a ti. No sé lo que pasó entre vosotros. No me considero con el deber de preguntártelo. Sólo te pido que veas a Stephen y le digas…
—Me pide un imposible.
—Es tu esposo, Leila.
—Pero no hay comprensión entre nosotros.
—Dios mío, mucho daño tuvo que hacerte Stephen para que tú digas eso a los dos meses de casados. Porque yo, Leila, no creo en la versión que cuentan los periodistas. Stephen te ama. ¿No es cierto que te ama, Leila? De no amarte, nunca reaccionaría así.
—Tal vez me ame —admitió pensativamente—. Me ama como Stephen es capaz de amar. Y yo no creo en ese amor.
—Siento que no creas en él.
Se puso en pie. Leila la imitó. Estaba seria y casi fría.
—Leila —pidió Gisela con ahogado acento de contenida ansiedad—. Llama a Stephen o ve a verle tú… te lo pido por lo que más quieras… Dile… ya sabes tú lo que tienes que decirle. Si no frena en sus liviandades, la firma Knowlton habrá quebrado antes de un año.
—Creí que la firma Knowlton era más fuerte —dijo Leila con ironía, sin poder remediarlo.
—Y lo es, pero cuando un negocio no se atiende, todo el mundo se aprovecha. Y si encima de no atenderlo, se gastan miles y miles de dólares para las artistas…
—¡Eso no! —susurró Leila, súbitamente alterada.
—Sí, Leila. Stephen nunca fue un santo. Pero usó de los términos medios y ahora parece enloquecido y gusta de suscitar los acerbos comentarios de la Prensa. Y cuando un hombre se dedica a todas las mujeres, aún se puede contar con él, pero cuando se dedica a una sola mujer…, ya conoces el resultado —se alejaba hacia la puerta. Su menuda figura fue, por un instante, una obsesión para Leila—. Me consta que Stephen tiene una amiga determinada. Y puedo decirte su nombre.
—Prefiero no saberlo.
—En mis tiempos —dijo abriendo la puerta— las esposas reaccionábamos de otro modo. No creo que puedas culpar a mi hijo de criminal. Y sólo un criminal merece ser juzgado tan severamente.
La dejó marchar, sin decirle lo que deseaba: Ella podía decirle, sí, que hay criminales presos que clavaron un cuchillo en el corazón de un ser humano. Ella prefería que Stephen le quitara la vida.
* * *
Pulsó el timbre con cierta vacilación. Pero el rostro denotaba gran firmeza. Indudablemente, antes de dar aquel paso lo meditó mucho y, amparada en la noche, atravesó las calles de la ciudad, conduciendo su lujoso coche último modelo.
—¿Qué desea? —preguntó un criado de rostro arrugado y pelo blanco, que le abrió la puerta.
—Ver a mister Knowlton.
—¿A esta hora? No la recibirá.
—Dígale que soy la enfermera de tío Edward.
El criado alzó una ceja sin comprender, pero desapareció, surgiendo minutos después.
—Pase.
La condujo a través de un largo pasillo. Leila se sentía fuerte, segura de sí misma. No iba al piso de Stephen a buscar amor. Iba a tratar de aliviar la amargura y el dolor de una madre, y… a saber si su marido aún la amaba. ¿Preguntárselo? No sería preciso. Conocía a su marido. Sabía adivinar lo que ocultaba bajo su sonrisa.
—Pase —insistió el criado.
Ella pasó. El criado cerró la puerta y se alejó.
Leila miró al frente. La salita era reducida, amueblada con severo gusto, muy masculino. Del fondo de un sillón surgió la larga figura de Stephen. Hacía tres meses que no lo veía. Y se estremeció. Stephen tenía treinta años y ahora aparentaba cuarenta o más. Su rostro macilento parecía crispado en diminutas, pero profundas arrugas. Tenía ojeras y sus cabellos, desordenados, de un rubio cenizo, se le venían a la frente. Vestían un batín de color pardo, sobre unos pantalones azules y una camisa blanca. Calzaba zapatillas de fieltro, y entre los blancos dientes apretaba un largo cigarro.
—La gacela ha salido de su escondrijo —apuntó, mordaz.
Leila lo miró fijamente. Esbelta, elegantemente vestida, joven y fascinante, se mantuvo inmóvil, como haciendo a Stephen víctima de su examen. Y creyó ver de nuevo al estirado, al despiadado mister ogro, tras su mesa de despacho, escuchando impasible las lamentaciones de una jovencita desesperada. No había en él ni un atisbo de humanidad. Aquella humanidad que como una ráfaga apareció en el rostro adusto cuando le pidió que se casara con él, cuando más tarde suplicó compasión y amor…
—¿Qué le pasa a la gacela? ¿Toma asiento, princesa? Ya veo que estás más guapa que nunca. ¿No temes confiar demasiado en el león que te espera?
—No he venido aquí a escuchar tus ironías. Me voy a sentar.
—Lo haré enfrente de ti.
Así lo hizo. Leila cruzó una pierna sobre otra. Y encendió un cigarrillo. Stephen, sin quitar el cigarro de la boca, murmuró, mordaz:
—No has venido a buscarme.
—No.
—¿Vienes a compadecerme?
—Tampoco. Ni creo que tú lo desees.
—En efecto. Detesto las lamentaciones y la caridad.
—Stephen…
—No, no.
—¿No qué? —preguntó, extrañada—. No sabes aún lo que voy a decir.
—Me lo imagino. Y así como detesto las lamentaciones y las caridades, detesto las frases y las protestas solemnes. Di lo que sea sin rodeos ni fraseología. Busca las frases más cortas y contundentes. Y acaba cuanto antes.
—Tu madre —dijo ella, tras un silencio.
—¿Ha muerto?
—¡Stephen!
—¿Qué ocurre, preciosa?
—Para referirte a tu madre debieras tener más respeto.—Gisela Knowlton merece todos los respetos —dijo con acento regocijado—, pero no admito que te busque a ti de intermediaria. Hace algún tiempo, Leila —añadió cruzando las piernas y balanceando un pie rítmicamente—, tus miradas, tus frases, tu aliento, tus besos… eran para mí la máxima aspiración. Me hubieras pedido la luna y yo, galante, dócil, caballeroso, hubiera intentado traspasar la estratosfera, pero… —rió y aquella risa hizo daño a la joven— ya no me conmueve tú persona. Ni tus miradas me emocionan, ni tus besos son obsesionantes para mí. Has deseado que te olvidara. ¿No es cierto? Pues te olvidé. ¿Anular nuestro matrimonio? —exclamó, divertido—. Pues no tengo gran interés. Yo no pienso casarme de nuevo. Que te cases tú, no lo deseo… Estarás amarrada a mí el resto de tu vida, Leila. Esta es mi venganza a la desventura en la cual me debatí hasta salir de este cerco pasional en el cual tú me encadenaste. Hoy… soy libre. Me gusta la vida que llevo. Es delicioso sentir un nuevo amor todos los días.
—¿Has… terminado?
—¡Oh, no! —rió, flemático—. Podía añadir mucho más, pero no tengo interés en continuar hablando.
—Vas a la bancarrota, Stephen… Eres un hombre importante en Springfield, te respetan y te miman. ¿Sabes lo que ocurrirá cuando hayas llegado a la ruina? No pido nada para mí. Pido piedad para tu madre. Una mujer que empleó toda su vida en complacer a su esposo y a su hijo, es cruel que, a la hora de su muerte, sienta la vergüenza dé tu caída.
—No temas, princesa. Antes de llegar a eso, habré hundido a todos los opulentos de Springfield.
—¿No es un alarde de vanidad?
—Es lo que quiero que sea, Leila. Y basta ya de palabras vanas. Si has venido aquí sólo a decirme eso, márchate y di a mi madre que viva tranquila, que no es fácil que unas estúpidas mujeres caprichosas arruinen un hombre como yo. Buenas noches, princesa.
—No he dicho que me iba, Stephen —replicó Leila serenamente.
El financiero alzó una ceja.
—¿Me habré equivocado —apuntó irónico—, y vendrás a buscar mi amor?
—De nuevo tu vanidad.
—Te equivocas. No soy vanidoso. Pero me gustaría olvidar que eres mi esposa —y con sequedad—: Eres muy bonita.
Leila se puso en pie.
—Prefiero que me odies —dijo bajo.
—Pues no te odio.
—Me estás pareciendo el hombre que me humilló.
—¿De verdad? No te extrañe, porque soy el mismo.
—Algo habrás cambiado.
—Y confiabas que siguiera adorándote.
—Era… lo normal.
—¿Lo deseas?
—No, Stephen. Ya no deseo nada de ti.
—Pues yo deseo de ti muchas cosas, Leila —dijo con crudeza—, aunque no te ame ni tu frialdad me haga sufrir, hay muchas cosas que me gustaría poseer de tu persona.
La joven, sin responder, se puso en pie y se dirigió a la puerta. Su perfume tan sutil, delicado como su persona, llegó a Stephen embriagándolo, pero firme en su papel de indiferente satírico, exclamó:
—Espera, princesa. Has venido a la jaula del león, justo es que éste no te deje marchar sin un pequeño obsequio.
Leila no hizo caso y siguió en dirección a la puerta. Stephen se le interpuso.
—Déjame pasar, Stephen. No hagas que te odie.
—Prefiero tu odio, Leila. No sería hombre despiadado si no te retuviera. Y esta vez, Leila, no tendré piedad.
La joven sintió que se estremecía de pies a cabeza, pero se mantuvo firme, segura, como si todo no diese vueltas en torno.
—Me has juzgado severamente. No has perdonado mi amor… Porque fue amor, ¿sabes? Hoy no lo es. ¡No lo es! —gritó.
—Stephen…
—No quiero que lo sea, Leila. Quisiera odiarte. Odiarte hasta poder hacerte mucho daño.
—¡Stephen!
Parecía loco. Sus brazos la apresaban como tenazas. Leila sintió que una nube roja pasaba ante sus ojos. Trató de suplicar. Stephen la besaba y eran sus besos como fuego que llegaba a lo más hondo de su ser.
La casa del tío Edward estaba allí, en los ojos, en los besos, en la fuerza de Stephen…
Capítulo 6
Era muy tarde. ¿La hora? Las dos de la madrugada cuando el auto de Leila, con ésta al volante, entró en el parque. Como un fantasma, la joven saltó al suelo, cerró la portezuela con seco golpe y avanzó hacia la entrada principal con paso lento, como si no tuviera prisa, sin interés por nada.
Empujó la puerta y se encontró con Dolly al otro lado: Esbozó una sonrisa.
—Hola —dijo, como pudo decir "hace frío en la calle".
Dolly la contempló con curiosidad. Era la primera vez que Leila salía de casa desde su regreso del viaje de bodas. Y había buscado la noche para ello.
—Es muy tarde, Leila.
—Sí.
—¿No crees que es demasiado tarde?
—Sí, creo que sí —se envolvió en el visón—. Tengo frío.
—¿No has cenado?
—Sí, creo que sí.
—Leila.
—¿En?
—Pareces alelada.
—Alela… ¡Oh, no! Tengo sueño.
Respondió sin dejar de caminar. Dolly la seguía, preocupada.
—Oye…, ¿no puedo saber de dónde vienes?—¿De don…? ¡Ah, sí!
—¿De dónde?
—De por ahí.
—Por ahí tendrá su nombre, ¿no?
—Sí, seguramente.
—¡Leila!
Sin volverse, pidió:
—No grites tanto, Dolly.
—Me revienta que no pueda comprenderte. Antes eras un libro abierto para mí. Ahora…
—Tengo sueño.
—¿No puedo saber de dónde vienes?
Leila empujó la puerta de su alcoba y entró. Dolly también. Se le puso delante. La ayudó a quitarse el abrigo.
—Leila…, me parece que estás sufriendo mucho. ¡Si compartieras conmigo tus sufrimientos!
—No sufro.
La expresión de tu rostro no es de Pascuas.
—«Déjame, Dolly, te lo ruego.
—Pues dime de dónde vienes.
Leila se tendió en el lecho y clavó los ojos en la lámpara. Sus colores se le antojaron fascinadores, extraños, con una atracción intensa y desconcertante.
—Leila…
—Te oigo, Dolly.
—Me parece que tú vienes de ver a Stephen.
—Sí.
—Leila…
—Dime.
—Si le amas, ¿por qué no vives con él?
—Déjame, Dolly.
—Yo te daría un consejo, Leila —dijo Dolly, sin moverse. Estaba de pie en mitad de la estancia y parecía preocupada—. Pero tendría que saber muchas cosas. Por qué te casaste con él, por qué vivís separados, porqué te vas a su casa. Por qué vienes así…
Leila cerró los ojos. Un mar de confusiones batallaba en su cabeza. Una lucha espiritual que terminaría aniquilándola. ¿Cuál era su deber y dónde estaba aquel deber? ¿Confiar en Dolly? No. Aquello no podía confiarlo a nadie jamás. Sólo Stephen y ella. Y ella, aquella noche, odiaba a Stephen como jamás creyó odiar a ser alguno.
Había vivido sojuzgada a sus mandatos. Había sufrido humillaciones sin fin, y aquélla había sido la peor y más cruel de todas sus humillaciones.
—Dolly —dijo con ahogado acento—, deseo estar sola. Agradezco tus buenos propósitos, pero si en algo me estimas, déjame sola.
—Me gustaría compartir contigo esos sufrimientos que estoy segura te agitan, pero ya veo que es imposible. Descansa, querida.
Leila, por toda respuesta, le apretó la mano. Y era aquel apretón más elocuente que un diccionario.
Cuando la puerta se hubo cerrado tras Dolly, Leila ocultó la cara entre las manos y prorrumpió en ahogados y fuertes sollozos.
* * *
—Buenos días, dormilona.
Entreabrió los ojos.
—¡Ah! Es muy tarde, ¿no?
—Las doce. Hace frío, pero no nieva y luce el sol. ¿Descorro las cortinas?
—No. Prefiero esta semioscuridad.
Eve se aproximó al lecho principesco, sosteniendo en sus brazos un ramo de flores.
—¿Qué es eso? —preguntó Leila, asombrada.
—Las ha traído un muchacho. Dijo que eran para ti. Por lo visto, tienes un admirador.
—Dame.
Y se sentó en la cama.
Eve se las entregó, pero Leila volvió a dárselas.
—¿Dónde las pongo?
En la mano de Leila había un pequeño sobre. Le dio varias vueltas. Antes de abrirlo, dijo:
—Llévalas al oratorio.
—Bueno. ¿No te levantas luego?
—En seguida.
—La señora Knowlton llamó por teléfono. Dijo que te esperaba para almorzar.
—¿Qué… le has contestado?
—Que dormías, pero que te lo diría tan pronto despertases. ¿Irás…?
—Sí. Di a Tomás que prepare mi coche.
—Es cierto, ya me olvidaba. El jardinero se quejó esta mañana.
—¿Qué ocurrió?
Y la tarjeta cerrada en el sobre blanco, sin más nombre que el suyo, seguía nerviosamente oprimida entre los finos dedos.
—Al pasar el auto, pisó los mejores setos del jardín. No sé quién pudo dejar el auto en el parque, a las tantas de la madrugada. Y el que lo conducía, según el jardinero, no parecía venir muy cuerdo. La institutriz maneja el auto como yo una pluma de pavo. Y Dolly también. ¿Crees que han salido esta noche? Dolly dice que no.
—¿Le has… preguntado a Dolly?
—Naturalmente.
—¿Y a la institutriz?
—No. Pero se lo preguntaré.
—No te molestes. —Y con raro acento—: He sido yo. Eve quedó con la boca abierta y sólo pudo decir al cabo de unos segundos:
—¡Ah! Bueno. Entonces, ¿has dicho que lleve las flores al oratorio?
—Sí, eso he dicho.
—Hasta luego, querida.
Discretísima Eve, pensó Leila con amargura. Volvió la atención a la tarjeta y rompió el sobrecito.
Los bellos ojos se clavaron en las mudas letras. Las pocas letras que la mano de Stephen habían trazado rápidamente:
Perdóname, si puedes. Lo siento.
Stephen.
Lo rompió en diminutos trozos, como si fuera el propio Stephen quien estaba a merced de su mano. Luego se levantó de un salto. Se envolvió en la bata y aproximó el encendedor a los diminutos trozos. Pronto quedaron convertidos en ceniza. Como su amor, como su esperanza, como su ilusión…
Eve decía en aquel instante a Dolly:
—Ha sido Leila, ¿sabes? Se conoce que no veía bien los setos y paró el auto sobre ellos.
—¿Te… lo dijo ella?
—Sí.
—Ya.
Eve, al hablar, colocaba las flores en un búcaro ante el oratorio. Dolly, a su lado, le entregaba rosa por rosa.
—Dolly…
—Dime, Eve.
—Nosotras queremos bien a Leila, ¿no es cierto?
—Naturalmente. ¿Por qué dices eso?
—Pienso.
—¿No puedo compartir tus pensamientos?
—¿No es muy raro lo que ocurre en esta casa, Dolly? Me refiero a la vida de Leila.
—Sí, es raro.
—Ese matrimonio… Por más que pienso» no acabo de comprender.
—Ni yo.
—¿Le has preguntado? Eres su amiga. Yo soy su doncella. Y aunque la he visto nacer… Ya sabes…
—Sí. Pues para su confidencias, eres tú tan amiga como yo. No es fácil obtener las confidencias de Leila.
* * *
Se sobresaltó. Dio Un paso atrás. Stephen dio otro hacia ella. Estaba serio. No había ironía en su quieta sonrisa.
—Estoy invitado, como tú.
—Me vuelvo.
—Darás un disgusto a mamá.
—¿Qué pretendes…, Stephen?
—No lo sé.
Los recuerdos de aquella noche pasada se agolpaban en el rostro femenino, poniendo en éste dos amapolas. Stephen parecía una estatua.
—No estoy arrepentido —dijo como penetrando en sus pensamientos—, pero te pido perdón.
Leila pasó a su lado. Atravesó el lujoso vestíbulo a paso ligero. Stephen la siguió:
—Leila…
—No te perdonaré en la vida —dijo con ronco acento—. Y si quieres que me quede a almorzar con tu madre, márchate.
—Tantas veces te encuentre en mi camino, tantas veces ocurrirá igual. Y por ello, te pido perdón.
Se volvió con brusquedad.
—Has dicho que no me amabas.
Stephen ni siquiera parpadeó.
—En efecto —y con rabia que ocultaba la verdad—: Pero eres bella, —y eres, a la vez, mi mujer. Has hecho una tragedia de la cosa más simple. ¿Tengo yo la culpa?
—En este instante te desprecio tanto…
—Lo sé, Leila, princesa.
—Deja tus ironías, Stephen —gritó, incontenible.
—No soy irónico, princesa. Soy sincero. Tienes demasiada personalidad para ser tan joven. Para haber sido una simple empleada.
—Una empleada con la cual has pasado los momentos más agradables de tu vida —dijo, perdiendo el dominio.
Stephen parpadeó. Hacía su papel, todos los hombres hacen su papel en la vida. El de Stephen era el más duro de todos. Tenía su orgullo y una dignidad que anulaba cuanto de razonador había en su persona. Ocultar el amor que sentía por Leila, doblegarlo, imponerse a sí mismo y a ella, no era nada fácil, pero Stephen lo conseguía. Era Leila Heimer la mujer que más admiraba, y por admirarla y quererla tanto, dolía infinitamente más la frialdad que hallaba en ella. Por eso era así, por eso se parapetaba. Y costaría mucho hacerle confesar la debilidad que sentía por una mujer, por primera vez en su vida. Había sido vencido por aquella muñeca de bello rostro y cuerpo de sirena. Aquella muchacha que jamás correspondió a sus besos, que confesó amarlo y le daba frialdad y desprecio.
—Prefiero no responder a eso, Leila —dijo serio—. Quizá te ofendería.
—Estoy tan ofendida ya…
—No hay motivo —y con sarcasmo—: Después de todo, eres mi esposa ante Dios y los hombres. Y… ¿sabes? No me gustan las historias que corren por ahí acerca de los dos.
—Queridos —entró, exclamando Gisela—. ¡Qué satisfacción teneros a los dos aquí!
Leila fue hacia ella y la besó. Después dijo suavemente :
—Stephen no puede acompañarnos a almorzar. Me lo estaba diciendo en este momento.
—¡Oh!
—Pero haré un esfuerzo —rió Stephen tranquilamente—. Me quedaré. Os amenizaré el almuerzo con unos chismes de sociedad.
—Querido —susurró Gisela, enternecida.
Leila miró a Stephen fijamente y éste le guiñó un ojo. Se agitó. Estuvo a punto de despedirse, pero recordó que la madre no tenía la culpa, doblegó su deseo. Era indomable. Stephen nunca dejaría de ser el más fuerte, y ella tendría que tomarlo como era o no tomarlo, y por eso no lo tomaba. Al menos por su propia voluntad, no lo tomaba.
Fue una comida en la cual se limitó a comer y escuchar. Stephen hablaba por dos. Gisela le oía, embobada, y ella… Ella con, horror se dio cuenta de que la voz de Stephen era grata a su oído, íntima, familiar. Y volvió a recordar los besos que aún ardían en su boca y la risa cínica del hombre cuando ella huyó de aquel rincón.
—Tu semblante denota odio, querida princesa.
—Deja a Leila en paz, Stephen.
—Es mi esposa, mamá.
—Sí, sí —se impacientó la dama—, pero de un modo extraño. ¿Por qué no compartís el mismo hogar? Con vuestra actitud, no hacéis más que llamar la atención de la gente. ¡Hay tantos comentarios a vuestra costa!
—A Leila le gusta la publicidad —rió Stephen, tranquilamente.
—¡Oh! —se lamentó la inocentona dama—. ¿Es cierto, hijita?
—No le haga caso. —Y mirando el reloj añadió—: se me hace tarde. Quedé en ir de compras con Dolly.
—Te acompaño.
Le miró, tajante.
—Gracias, pero he decidido marchar sola.
—¿Ya, querida?
—Sí, volveré otro día.
La besó. Cuando la puerta se cerró tras ella, la dama dijo:
—Stephen…, ¿no la amas? ¡Es tan digna de ser amada!
—Como un loco. Pero guárdame el secreto.
Y Gisela nunca supo si era sincero o se mofaba.
Capítulo 7
Con su capital, sus acciones en distintas Compañías importantes, su palacio y sus coches, tía Marie dejó a Leña una casa de campo en las afueras de la ciudad. Y a ella decidió marchar con toda la familia. La noticia fue acogida con entusiasmo por todos, y una mañana, sin haber vuelto a ver a Stephen y su madre, Leila y los suyos se ausentaron.
Fue un traslado feliz, que complació a todos. Empezaba la primavera y los campos se teñían de verde. El sol calentaba ya, y la pradera ofrecía un callado refugio para quien, como Leila, se sentía indecisa y desesperada.
Aquellos primeros días fueron encantadores. Jinete en un potro, se internaba por el bosque y la campiña, y se tendía bajo la sombra de un árbol y, cerrando los ojos, olvidaba, haciéndose la ilusión de que todo en su vida era verdad. Una verdad deliciosa que vivía con intensidad. Al despertar, sentía sobre sí la implacable mano de su destino que la menguaba. Así un día y otro transcurrieron dos meses.
—Has enflaquecido —le dijo aquella mañana Eve.
Y como Dolly estaba presente, afirmó mirando a Leila:
—Eve tiene razón. Has adelgazado y estás pálida. Al verte, nadie diría que estás en el campo.—Es que desde hace algún tiempo me canso.
—¡Caray! —se alarmó Dolly—. ¿Y no lo has dicho?
—¡Bah!
—Ve a ver al médico, Leila. Id esta tarde tú y Dolly.
—No, no —desdeñó, rápida—. No es para tanto.
Pero lo era. Dormía mal, tenía pesadillas y mareos. Si aquello continuaba, iría a Springfield a un médico, si bien esperaba que se le pasara.
No fue así. A medida que los días transcurrían, las molestias aumentaban. Decidió ir al médico, pero sola.
Lo dijo a la hora de comer:
—Esta tarde voy a Springfield.
—¿Sola? —preguntaron a una, Eve y Dolly.
—Sí. Daré un vistazo a la casa y veré qué hace la servidumbre.
—¿No… quieres que te acompañe?
—Prefiero que te quedes aquí con los chicos. Volveré al anochecer.
Nadie se opuso. No podían aunque quisieran.
No era fácil tropezarse con Stephen. Tampoco lo deseaba. Pero antes de ir al médico, visitaría a Gisela.
Así lo hizo. Gisela estaba sola y más envejecida. Leila sintió piedad. Aquella pobre mujer, que lo poseía todo para ser feliz, y siempre estaba sola, con una legión de criados que no la comprendían.
—Querida Leila.
La besaba, y lloraba a la vez. Leila la besó también, y sus besos eran sinceros.
Le tomaba más afecto cada día a aquella mujer. Ella no tenía culpa de nada y vivía demasiado sola. Pensó:
Cuando pasen unos años, mis hermanos se casarán. Y yo, como Gisela, también me quedaré sola. Y la Soledad no debe ser nada tranquilizadora.
—Siéntate, querida. Fui a visitarte y la servidumbre me dijo que os habéis ido al campo.
—Sí. ¿Por qué no te decides a venir conmigo esta tarde?
—¡Oh! —y se le iluminaron los ojos.
—Decidido, Gisela. Voy a hacer unas visitas y vuelvo a recogerte. El campo te agradará.
—¿Y… Stephen? —preguntó la dama con amargura.
—No te necesita, creo yo.
—No.
—¿Ha… vuelto por aquí?
—No. El jefe administrativo me visitó ayer y me dijo que todo iba de mal en peor. Stephen rara vez va por la oficina. Sus amigos se multiplican cada día. Estoy asustada, Leila. ¿En qué va a terminar esto? Pedirte a ti que vayas a verlo…
—¡No!
—Leila.
La joven, una vez lanzado el grito, quedó como muda.
—Leila…, ¿qué te pasa?
—Nada…, desde luego.
—¿Qué hubo entre tú y mi hijo, que os separa como una barrera infranqueable?
—Cosas tal vez sin sentido.
—Las consecuencias son graves, Leila.
—Ya… lo veo —se puso en pie—. Tengo que hacer una visita. Esta tarde llama a Stephen por teléfono y dile que te vienes conmigo al campo.
—Lo haré, sí. Creo que necesito descansar una temporada. Pero —titubeó—, ¿si Stephen me prohíbe ir contigo?
—No lo hará.
La besó en la frente y dijo bajo:
—Mamá, lo que pasó entre tu hijo y yo fueron cosas lo bastante graves como para preferir que las ignores. Yo sólo te puedo decir que quisiera conocer hoy a Stephen… —se alejó hacia la puerta. En el umbral se detuvo y añadió más bajó aún—: Si lo conociera ahora, le hubiera amado mucho.
* * *
—¿Su nombre?
—¿Le importa el nombre, doctor?
Este alzó una ceja.
—Bien —admitió—. ¿Casada?
—Sí.
—Va usted a ser madre.
Leila se levantó, como impelida por un resorte.
—¡Un hijo! —deletreó como asustada.
—Sí. Aproximadamente, dentro de siete meses.
—¡Dios mío! —susurró como para sí. Y luego, alzando la cabeza exclamó—: Gracias, doctor. ¿Qué…, qué le debo?
Se lo dijo. Pagó y salió casi huyendo. Nunca supo cómo llegó hasta el coche y se sentó ante el volante. ¡Un hijo! Dios santo, era la mayor ventura que le reservaba el destino a una mujer, pero… era hijo de Stephen, y este hombre la había humillado hasta para darle un hijo.
Puso el auto en marcha. El sol se ocultaba. El crepúsculo se teñía de rojo. Leila sintió la impresión de una felicidad incontenible allá en el fondo, muy en el fondo de su ser. ¡Un hijo! Que el padre de este hijo fuera Stephen, ¿qué importaba? Siempre sería suyo, carne de su carne y sangre de su sangre. Un hijo, sí, a quien consagrar su vida. Un hijo por el cual vivir.
De súbito sintió que las ofensas de Stephen no importaban, que la vida para ella, desde aquel instante, iba a ser bella, llena de una ilusión muy humana, incontenible.
El auto atravesó la calle. Y después la otra y varias más. De pronto, se detuvo, Leila miró en torno. ¿La fábrica de Stephen? Sí, estaba allí ella y había acudido a aquel lugar, casi sin darse cuenta.
Con brusco ademán abrió la portezuela. Saltó al suelo y miró a lo alto, en aquel alto piso había ella sufrido su primera humillación. Pero nada importaba. Nada en absoluto.
Subió aprisa. El portero, al reconocerla, se inclinó profundamente, dándole paso. Una tenue sonrisa, más bien sarcástica, brilló por un instante en los bonitos ojos melados.
Meses antes, el portero ni se fijaba en ella al entrar. Le pedía la ficha con sequedad. Todo era muy diferente. En cambio, para ella nada había cambiado, excepto sus sentimientos.
Saludó breve y siguió hacia el departamento en el cual había trabajado con Dolly. Tocó con los nudillos en el de mister Leigh.
—Adelante.
Empujó y entró, cerrando tras sí.
Mister Leigh alzó los ojos.
—Lei…
—Siga —sonrió Leila suavemente—. Yo nunca dejaré de ser Leila, mister Leigh.
—Gracias, Leila. Siéntese, por favor.
La joven miraba a un lado y a otro como recordando. Mister Leigh no sabía dónde meter las manos. Estaba como aturdido.
—Siéntese, Leila. Siéntese.
—Gracias. He pasado por aquí y entré a saludarle. ¿Cómo va esto, Leigh?
—Pues…
—Sin temor, Leigh.
—Es que…
—Conoce usted la crítica situación de mi matrimonio; las reacciones de Sthephen me desconciertan. ¿Es cierto que… esto se derrumba?
El caballero titubeaba. Cierto es que podía llamarla Leila, pero no olvidaba que era la esposa de Knowlton. Que se llevasen bien o mal, que viesen juntos o separados, poco importaba. Lo esencial era que Leila, quisiera o no, pertenecía a su marido y aquel marido era su jefe.
—Leigh, tanto mistress Knowlton como yo estamos muy preocupadas. Según el apoderado general, esto… se derrumba.
—Si mister Knowlton reaccionara… aún se podría salvar la Firma del escándalo —y bajando la voz—: Todos estamos asustados, Leila.
—Lo comprendo. ¿Está… en su despacho?
—Sí; ahora no viene siempre. Se pasa días y semanas sin aparecer por aquí, pero hoy lo vi pasar.
—Subiré.
—Los empleados de la firma Knowlton le agradeceríamos infinitamente que nos ayudara a solucionar esto. ¡Es tan extraña la actitud de mister Knowlton!
—Y usted cree… que yo puedo hacer algo.
—Así es. Sólo un hombre que ama mucho, reacciona de ese modo desesperado.
—Gracias por su advertencia. Buenas tardes, Leigh.
—Que usted lo pase bien, Leila.
* * *
Sólo un hombre que ama mucho reacciona de modo desesperado. ¿Amarla Stephen? No. Un día la deseó. Luego, temiendo perderla, se casó con ella. Más tarde dejó de amarla, él mismo se lo dijo. Ella tenía fe en el hijo recientemente anunciado. En el amor de Stephen no la tuvo nunca, ni la tendría jamás. Era algo que iba contra sus mismos deseos. Porque ella deseaba creer en Stephen y entregarse a su cariño verdadero, y dejar de sufrir, y dejar de sentir la horrible soledad, que no llenaban ni sus amigos ni sus hermanos. Un hijo, sí, un hijo la llenaría. Y tal vez por eso sentía aquella honda felicidad que la inundaba, como una luz de vivos y ardientes colores.
Se detuvo ante la puerta de roble. Algunos empleados, al pasar, la miraron con admiración. Todos conocían su historia. La que se hizo pública, porque la verdadera sólo la conocían ella y Stephen…
Se inclinó hacia ella, parpadeante. Se limitó a sonreír.
Tocó en la puerta. Abrió una secretaria. Al ver a Leña se inclinó, respetuosa. Sonriente dijo:
—Pase, mistress Knowlton.
El hombre que ojeaba unos documentos, alzó vivamente la cabeza. Su mirada quedó fija en la bella y elegante joven que era… su esposa.
Con lentitud se puso en pie. Sin dejar de mirarla, ordenó con sequedad:
—No las necesito, por el momento.
Las dos secretarias inclinaron la cabeza y se fueron.
—¿Qué cataclismo ha ocurrido para que la princesa haya venido a ver al pobre vasallo?
—Deja tus ironías para mejor ocasión, Stephen. Lo que me trajo aquí es algo muy serio.
—Toma asiento.
Lo hizo. Cruzó una pierna sobre otra. Eran bellas, esbeltas, de dura carne. Stephen entornó los párpados.
—Me alegro de verte —dijo desconcertado—, tanto si has venido para insultarme, como si te ha traído el cariño. Me alegro de verte. Eres… una suave visión para los ojos y un recreo para el alma.
—Por lo visto, te has vuelto poeta.
—Es que la soledad…
—¿La soledad? ¿Hablas tú de soledad, que siempre estás rodeado de gente?
—¿Gente? ¿Qué gente? ¿No conoces aquel refrán de un filósofo, no sé cuál, que dice algo parecido a esto: "Cuanto más rodeado de gente estaba, cuanto más solo se sentía".
—No he venido aquí a escuchar filosofías.
—No son mías —rió, flemático—. No pienso atribuirme —añadió, irónico— tan sublimes ideas.
—Stephen…, voy a tener un hijo.
El rostro del hombre se crispó. Hubo en sus ojos pardos un raro destello.
—¡Un hijo! —repitió con extraño acento.
—Sí.
—¿Mío?
—¡Stephen!
—Perdona.
Costaba hablar. ¡Un hijo! Sí, un hijo de Leila. Era… como una ventura deslumbradora. Un hijo de ella; de aquella soberbia joven que a través de su sublevación, le dio la gran lección. Una lección que no esperaba recibir de mujer alguna. Y la recibía de aquella que era suya. La sorpresa. La mujer que con su firmeza le hizo creer en el amor, en todo lo bello y sublime de la vida.
Y por ella se portaba como un cretino. Porque era muy orgulloso para mostrarle su debilidad espiritual.
—Me alegro que esperes un hijo —dijo reaccionando—. Ya no te sentirás tan sola.
—Nunca me sentí sola —se sublevó.
—Mejor para ti. —Y con sequedad—: ¿Qué debo hacer después de saber la noticia?
—Reservar tu capital, defender tus intereses para tu hijo, como tu padre hizo para ti.
—Ya.
—Y recordar que…
—Si has venido a eso…, prefiero que te marches. Soy dueño de mi persona. Hago lo que quiero.
—Ni siquiera —dijo dolida, poniéndose en pie— la vida de tu hijo te emociona.
Leila se equivocaba. Stephen hubiera dado gritos de júbilo, pero firme en su papel, exclamó:
—No soy un sentimental. —Al ver que ella se dirigía a la puerta, preguntó—: ¿Te marchas?
—Sí.
—Pues adiós.
—Me llevo a tu madre al campo.
—No te lo agradezco.
Capítulo 8
Amaneció un día espléndido. Rob ya correteaba por el parque con sus hermanos y la gordinflona Dolly, quien con frecuencia perdía el juicio y se asociaba al bullicio de los tres niños.
La noticia de la venida al mundo del hijo de Leila, esperado para enero, llenó a todos de júbilo. A nadie se le ocurrió pensar en la desavenencia del matrimonio, cuyas causas eran una incógnita para todos. Les bastaba saber que Leila iba a tener un hijo, y esto causaba honda emoción en toda la familia, e incluso en la servidumbre, quienes admiraban y querían a la nueva ama.
Gisela y Leila se pasaban juntas la mayor parte del día. Daban frecuentes paseos por el parque, se internaban en la campiña, y Gisela, con indescriptible ternura, le hablaba de la crianza de Stephen, de cuando era niño, cuando terminó su carrera, cuando más tarde ocupó el puesto de su padre… De ese modo, fue Leila conociendo los repliegues más recónditos del corazón de Stephen, su orgullo de hombre, su adustez nacida de aquella dignidad irreductible.
Nunca hablaban del matrimonio efectuado ni las causas por las cuales se llevó a cabo tan inopinadamente. Ni de la ausencia de Stephen, ni su poco deseo de saber de su esposa, de la madre y del hijo que esperaba. Hacía quince días que Gisela se hallaba en el campo y ni siquiera había preguntado por teléfono si había llegado bien.
Aquella tarde, Dolly hubo de ir a la ciudad con Eve. Fueron ambas en el coche grande de Leila, con objeto de hacer provisiones para la semana. Regresaron ya anochecido. Los niños jugaban en el parque tras el perro lobo que fue fiel amigo de tía Marie, y lo era ahora de ellos. Leila y Gisela descansaban en la terraza en sendas extensibles. Leila tenía una tenue sonrisa en los labios. Estaba más bella que nunca. En el fondo de las pupilas se apreciaba una gran melancolía. El embarazo no le causaba trastornos. Apenas si se apreciaba en su cuerpo aún no deformado. Fumaba un cigarrillo y expelía el humo a lo alto, contemplando con vaga expresión las caprichosas espirales que se esparcían en el aire. Dolly, como siempre, llegó haciendo ruido. Se sentó en medio de Leila y la madre de Stephen y exclamó, radiante:
—Traigo una noticia.
—¿Sí? —preguntó Gisela.
Leila ni siquiera se movió. Sus bellos ojos se perdían en el crepúsculo de la tarde, mientras los dedos sostenían el cigarrillo.
Dolly fijó en ella los ojos y preguntó:
—¿No te interesa la noticia?
—Tal vez.
—Se trata de Stephen.
Gisela lanzó un pequeño grito y se inclinó, ansiosa, hacia adelante. Leila se estremeció casi imperceptiblemente, pero su rostro se mantuvo inmóvil.
—Me encontré con mister Leigh, hablamos de muchas cosas. Le pregunté por Stephen y me lo dijo…
—¿Quieres terminar de una vez, Dolly? —se impacientó Gisela—. ¿Qué te dijo Leigh de mi hijo?
—Algo sorprendente. Desde hace algún tiempo vive exclusivamente para los negocios. Tanto es así, que tiene a todo el personal sojuzgado.
—¡Dios mío! —exclamó Gisela con los ojos fijos en Leila, quien, muy quieta, seguía mirando a lo alto, con el cigarrillo entre los labios—. ¿Has oído, hijita?
—Aquello vuelve a ser lo de antes —dijo Dolly, entusiasmada—. Leigh me dijo que el gran mecanismo funcionaba otra vez con precisión de cronómetro. Parece ser que sus orgías han cesado, que trabaja con más afán que nunca y, como siempre, tiraniza a sus empleados hasta exprimirlos. Según Leigh, la bancarrota ya no estallará. Se trabaja a velocidad de vértigo, se vende y se especula, y mister Knowlton —añadió con ironía—, vuelve a ser el jefe insociable que no se compadece de nadie.
—Stephen siempre fue extremista —apuntó Gisela, feliz—. O todo o nada. Es para todo igual, hasta para querer a los suyos. Ama hasta la saciedad u odia con la misma fuerza.
Leila no respondió. Ya conocía aquel defecto de Stephen. Un defecto que, en ciertas cosas, sobre todo en el amor, podía ser una virtud.
* * *
Llegó inopinadamente. Era anochecido. El parque ofrecía una serena placidez. Los niños jugaban en el parque, tras el perro. Dolly, envuelta su voluminosa figura regordeta en ridículos pantalones rojos, ayudaba al jardinero a podar unos macizos. Gisela dormitaba bajo el porche de la entrada. Leila se hallaba recostada en la ventana de su alcoba, contemplando el cuadro que formaban sus hermanos y el agilísimo perro lobo.
Stephen saltó del lujoso turismo y los tres niños corrieron hacia él.
—¡Stephen —gritaban—, Stephen, cuánto tiempo sin verte!
Leila entornó los párpados. Observó cómo Stephen, vestido de claro, alto y flaco como siempre, severo y rubio, los besó uno por uno y luego pasó un brazo en torno a los hombros de Rob.
Le oyó decir:
—¿Cómo estás, muchacho?
—Bien, Stephen. Este año puedo continuar mis estudios.
Stephen no la había visto. Su alta talla se inclinaba hacia Rob. Le dijo con un acento de voz, que ella había oído en él muy pocas veces:
—Cuando seas un hombre, trabajarás a mi lado en las oficinas centrales. Me gustaría, Rob, que fueras un buen ingeniero.
—Lo seré, Stephen. Leila me lo dice muchas veces.
Leila notó que Stephen parpadeaba. La buscó con la mirada. No se le ocurrió alzar los ojos.
—¿Te quedas con nosotros el fin de semana, Stephen? —preguntó Martha, entusiasmada.
—Sí, sí —chilló Glay —tienes que quedarte.
—No lo sé…
Ya Gisela había visto a su hijo, y caminaba presurosa a su encuentro. Stephen la apretó en sus fuertes brazos. Leila hubiera pensado que Stephen se emocionaba. También ella estaba emocionada. No sabía bien las causas, pero lo estaba. Un hijo de Stephen tomaba forma en sus entrañas. Aquella evidencia le producía una honda emoción, desconocida hasta entonces.
Los vio perderse en el vestíbulo y se apartó de la ventana. Lanzó una breve mirada al espejo. Se encontró bien. Alta, delgada, pues sus formas aún se mantenían armoniosas. Vestía un modelito de tarde, vaporoso, de tonos claros, y calzaba zapatos bajos. Su cabello leonado lo peinaba hacia atrás con sencillez, sin horquillas, levemente venido hacia la frente, acentuando la armonía de su tersura. Sus grises y glaucos ojos, orlados por espesas pestañas negras, tenían en el fondo aquella tenue nube de melancolía, que daba a su rostro un encanto fascinador.
Salió de la alcoba. La casa era grande, pero las voces que tenían lugar en el salón llegaban a ella como eco vivo. Gisela hablaba con vocecilla chillona. Dolly reía, los niños se quitaban uno al otro las palabras de la boca. Ella no hablaba. Y Leila deseó con ansias oír su voz, aquella voz que fue grata en la penumbra de su incertidumbre, aquella voz que le descubrió el sentimiento del amor y despertó en ella las fibras más dolidas de su ser.
Descendió despacio. Todos parecían radiantes de júbilo. Hasta la servidumbre se mostraba feliz. Deseaban su felicidad y creían, no sin razón, que ésta dependía de Stephen…
—Hola —saludó, recortando su figura en el umbral.
Todos se volvieron. Ella sólo miró a Stephen… Este avanzó lentamente. Le apretó la mano. No dijo nada. Pero Leila sintió en sus dedos el hormigueo de la sangre ardiente de Stephen.
—Hola —replicó él, sin soltar sus dedos.
Los rescató sin prisa. Los ojos de Stephen, fijos en los suyos, parecían inexpresivos, pero despedían luce citas extrañas.
—Te quedas, ¿verdad? —preguntó Gisela, rompiendo el sortilegio.
Se volvió hacia la dama.
—¿Qué? ¿Cómo?
—Te preguntó si te quedas… Mañana es domingo.
—Sí, es domingo…
—¿Verdad que te quedas? —saltaron, entusiasmados, los niños.
Se vio como acorralado. Todos deseaban que se quedara. Ella… no decía nada.
—Ya… veremos.
—Iremos de caza —propuso Rob, decidido—. Leila me regaló una escopeta estupenda.
—Nosotras os acompañaremos —dijeron las niñas.
Y saltando de gozo se alejaron a través del vestíbulo. Dolly se fue tras ellos y Gisela, aduciendo un quehacer que no existía, también desapareció.
Al quedarse solos, se miraron de nuevo. Fue ella la primera en retirar los ojos.
—¿Quieres… tomar algo?
—Un refresco. Hace un calor insoportable.
—Sí. En la ciudad se asarán.
—En efecto.
—Te prepararé algo fresco.
Atravesó el salón y se detuvo ante el mueble bar. El fue tras ella. Se hundió en una butaca y cruzó las piernas.
—Es magnífica esta finca.
—¿No la conocías?
—No.
Hablaban por hablar. Por no estar callados, por no hacer más tensa la crítica situación. ¡Tantas cosas como podían decirse! Parecían dos extraños que desean ser corteses el uno con el otro.
Leila, de espaldas a él, mezcló varios licores en una alta copa. Echó en ella unos trozos de hielo y se volvió hacia él.
—Toma —dijo—. Te agradará.
—¿Es… invención tuya?
—Sí.
—Entonces, me gustará.
—Se sentó frente a él y encendió un cigarrillo. El recordó cuando Leila fumó el primer cigarrillo… Fue en la casita del "tío Edward". Aquella casita que Leila se empeñaba en olvidar, y que él recordaría como una realidad extraordinaria en su vida.
—¿Qué tal tus asuntos? —preguntó la joven, evitando encontrar sus ojos.
—Muy bien.
—¿Trabajas mucho?
—Como siempre. —Y con súbito interés—: ¿Os quedáis en el campo mucho tiempo?
—Hasta que refresque.
—Claro… Agradezco que hayas invitado a mi madre. A decir verdad, siempre ha vivido demasiado tiempo sola… Tu compañía es ternura para ella.
—Gisela es buena.
—Sí.
Se callaron. Stephen descruzó las piernas y alcanzó, un cigarrillo de la caja de laca que había sobre la mesa.
De pronto dijo él:
—Tus hermanos desean que pase aquí el fin de semana.
—Ya… lo oí.
—¿Tú… lo deseas?
—¿Por qué no?
—Así…, con esa indiferencia.
—Ya conoces mi carácter.
—No lo conozco.
—¿…?
—Nunca has sido franca conmigo. Adivino ternura en tu corazón, que das a manos llenas en torno a los tuyos. Eres apasionada… Para mí siempre has sido fría. Eres cortés y cariñosa. Lo sé porque te veo moverte en derredor.
—No pretenderás que vuelque mi temperamento sobre ti. No sería normal.
—Lo sería.
Ella se puso en pie. O deseaba cortar la conversación o la aturdía la alusión a algo que temía.
—Te enseñaré toda la casa.
—Leila…
—Es bonita.
—No me interesa la casa —desdeñó.
—Pues te gustará.
Parecía nerviosa. El, impaciente. Dejó la copa sobre la mesa y aplastó el cigarrillo en el cenicero a su alcance. Se puso en pie, con sequedad, dijo:
—Enséñame, pues, la casa.
Vagaron por ella uno junto a otro, ajenos, sin hablarse. Ella iba diciendo lo que era esto y aquello. Soslayaba el tema personal, como si le causara turbación o miedo el abordarlo.
Al llegar frente a su alcoba, pasaron de largo. El se detuvo.
—¿Esta puerta adonde conduce?
—Es mi alcoba.
—¡Ah! —titubeó—. ¿No puedo… verla?
—Prefiero reservar mi intimidad.
—Bien.
Salieron a la terraza. Gisela estaba allí, tendida en la extensible. Su menudo rostro denotaba gran felicidad. Al verlos, exclamó:
—¿Te quedas, Stephen?
La respuesta fue rotunda y desconcertante para las dos mujeres:
—¡No!
—¡Oh, querido! —se lamentó la madre—. ¿Y qué vas a hacer mañana, domingo, en tu piso?
—Lo de siempre.
Leila no dijo nada. Se sentó en la extensible, bajo la sombra que proyectaba el farol rectangular. En la penumbra, su rostro pálido se crispaba.
Stephen quedó de pie ante ellas. Bajo la luz del farol, su rostro mostraba unas facciones duras y tirantes.
—Pero comerás con nosotras —dijo Gisela con tenue voz.
—Imposible. Ahora recuerdo que tengo una cita.
—¡Oh, Stephen!
—Lo siento, mamá.
—¿Cuándo…, cuándo volverás?
—No lo sé. No dispongo de mucho tiempo.
Se inclinó hacia la dama. La besó. Miró a Leila.
—Adiós, princesa.
—Adiós —dijo muy bajo.
Lo vio alejarse. Despedirse de los niños en el parque. De Dolly. Todos le acompañaron al auto.
Sintió deseos de llorar. De correr tras él, de colgarse de su cuello, de decirle con angustia o sin angustia: "Quédate. Estoy… vencida. Una palabra tuya… me basta".
Pero no. No bastaba aquella palabra. Tendrían que ser muchas palabras.
—¿Por qué te llama princesa?
—¿Eh?
—¿En qué pensabas?
—No pensaba.
Y se quedó callada, viendo cómo se alejaba el auto de Stephen.
Capítulo 9
Como si todos se pusieran de acuerdo, nadie volvió a nombrar a Stephen. Tampoco éste apareció de nuevo por la finca.
El embarazo seguía su curso normal. Gisela pasaba muchas tardes en el palacio de la tía Marie, confeccionando ropita para su nieto. Ella y Leña hablaban de mil cosas, pero siempre, como si se pusieran de mutuo acuerdo, soslayaban el tema personal. El nombre de Stephen rara vez era pronunciado. Y cuando se pronunciaba era a la ligera, sin hacer hincapié en ello.
Leila salía poco de casa y cuando esto ocurría nunca se encontraba con Stephen. Dolly salía más. Era la que conocía todas las andanzas de Stephen. Se lo decía a Leila, pero ésta no hacía comentarios. Oía y callaba.
Una de aquellas tardes, Dolly entró en el saloncito donde Leila, junto a la chimenea, se entretenía en una labor de punto que iría a engrosar la canastilla de su futuro hijo.
—Hola.
—Hola, Dolly.
—Hace frío en la calle. Dios me dé el verano.
—Es verdad.
Se acercó a la chimenea y extendió las manos.
—Da gusto entrar aquí, Leila dijo—. Pensando en esta salita, una se cansa en todas partes.
—¿De dónde vienes?
—De por ahí. ¿Sabes a quién encontré?
—A Leigh.
—¿Cómo lo sabes? —se extrañó la inocentona Dolly.
—Siempre te encuentras con él. Si no estuviera casado, tuviera sesenta años y ocho hijos, hubiera pensado que te gustaba.
—¡Qué cosas tienes! Es un amigo excelente.
—Y sacia tu curiosidad.
—Leila, diríamos que te molesta mi amistad con Leigh.
—En modo alguno. Me agrada el viejo mister Leigh. Para mí ha sido muy bueno.
—Lo es para todo el mundo. Me dijo…
Se calló, esperando que Leila preguntara. No lo hizo. Seguía moviendo las agujas.
—Leila…
—Dime.
Y no levantó los ojos.
—¿No te interesa lo que me ha dicho Leigh?
Se alzó de hombros.
—No mucho, Dolly. Llegué a un extremo en que sólo me interesa la llegada de mi hijo, y la educación de mis hermanos. Hay momentos en la vida en que una deja de pensar y de sentir…
—Pero tú piensas y sientes.
—En este instante ya te he dicho en qué.
—Sí. Leigh me dijo que hay un asunto feo en la fábrica.
—¿Feo?
—Se trata de un empleado que lleva treinta años trabajando para los Knowlton. Tiene cincuenta y ocho años. Está casado y tiene siete hijos…
—De esos habrá muchos.
—Por supuesto. Pero este es un caso delicado. Mister Walter, tú le conoces, porque trabajaba en la sección de propaganda, contigua a la nuestra, tiene dos hijas viudas. Estas hijas tienen tres hijos una y cinco la otra.
—Un verdadero hospicio —ironizó Leila, pero con verdaderos deseos de saber por qué Dolly le refería aquello.
—No quieras aparentar lo que no eres —protestó Dolly—. Esos nietos viven bajo la custodia de Walter. Es éste el único hombre que trabaja para sus hijas, esposa y nietos. Todos sus hijos han sido mujeres.
—¿Y qué me dices con eso?
—Que ha cometido una equivocación en la oficina, y sin tener en cuenta su antigüedad y la crítica situación de su casa, Stephen lo despidió.
—¡No!
—¡Sí, Leila. Sin piedad, sin temor a Dios. Como si él fuera el único dueño y señor de todos los humanos. Dice Leigh que Walter se puso hasta de rodillas delante del que va a ser padre de tu hijo. Y, despiadado, le dijo que él no era responsable de sus errores.
—No quiero saber nada, Dolly —se agitó—. Prefiero ignorarlo todo.
—Temo que no puedas conseguirlo, porque, según Leigh, Walter va a venir a pedirte ayuda.
—¿A mí? —se espantó.
—Sí, para que intercedas por él cerca de Stephen.
—¡Eso…, no!
—Pues vendrá.
—Pero —se agitó, estremecida de pies a cabeza—. ¿No te das cuenta de que me pone en un aprieto? Y si voy a interceder por Walter, éste no será admitido jamás en la empresa. Basta que yo interceda por él —añadió bajo, con creciente angustia, que ya no podía disimular—, para que Stephen lo hunda más y más.
—No obstante, cuando supo que ibas a tener un hijo, su vida disipada cambió…
—Es su hijo, Dolly. Puedo yo ser su esposa, una esposa cuya palabra se tiene muy poco en considerado Esto debiera saberlo Walter.
—Pues parece ignorarlo.
—Tú le dirás que no puedo recibirlo.
—No, Leila. Yo no diré eso. Piensa en ti cuando Rota… se puso enfermo. Recurriste a él, aún no eras su esposa, y te ayudó generosamente.
—¡Cállate!
—¡Leila!
—¡Cállate! —gritó, descompuesta—. Cállate, Dolly, y déjame sola.
* * *
Lo recibió. Se lo exigía su humanidad. Se presentó en el salón, serena y decidida. Saludó a Walter afectuosamente. Lo escuchó en silencio. Le ofreció una copa, que el hombre rechazó con un gesto cortés. Habló de sí mismo, de su trabajo, del gran corazón de mistress Knowlton. De sus hijos, de sus nietos. De su falta de recursos. Y terminó así:
—Vengo a usted, porque si algo se puede hacer por mí, en su mano está. Perdone que la haya molestado. Mi situación es crítica. Lo comprende, ¿verdad?
—Desde luego, mister Walter. Pero… ya conoce usted la delicada situación en que se encuentra mi matrimonio. No fue éste algo íntimo. Lo publican todos los periódicos locales, y si bien ahora me dejan tranquila, al saber que voy a ver a mi marido para interceder por usted, seré la mofa de las gentes cuando se enteren de que no soy atendida.
—Lo será.
—¿Por qué está usted tan seguro?
—No lo sé. No concibo que un hombre pueda dar al olvido una petición suya.
—Ese hombre es mi marido.
—Por eso mismo.
—Bien, mister Walter. Iré. Pero… no estoy segura de los resultados.
Walter se puso en pie.
—Se lo agradezco infinitamente.
—Walter —dijo ella de pronto—. Yo le ofrezco un empleo. Tal vez mejor remunerado que el que tuvo hasta ahora… ¿No lo cree más conveniente?
—Es usted muy buena. Lo dicen todos por ahí. Yo lo comprendo ahora. Pero… no desearía perder mi antigüedad en la fábrica. Si fuera joven… Pero observe, ya soy un viejo, y volver a empezar es duro. Allí tengo mi retiro, mis beneficios por antigüedad. Llevo treinta años trabajando para la firma Knowlton.
—Está bien. Iré hoy mismo.
—Gracias, infinitas gracias.
—Walter, no tengo esperanzas.
—¡Ha sido tan duro conmigo, mistress Leila!
—Sé cómo se porta Stephen cuando quiere ser despiadado.
—Desde hace algún tiempo, parece vengar en sus empleados un dolor profundo que no quiere admitir ni ante sí mismo. Stephen Knowlton es muy orgulloso.
—Tal vez.
—Y lo ama usted.
Leila parpadeó.
—Perdone que le hable así. Todos la estimamos, y esperamos con ansiedad la venida al mundo de su hijo. El ablandará el corazón de su esposo.
—Stephen es bueno —dijo bajo—, pero se empeña en no parecerlo.
—Tal vez. No quisiera molestarla. Perdone usted que haya venido.
—Hizo usted bien, Walter. Pero si no se arregla de nuevo con mi marido, será grato para mí ayudarle.
—No debo abusar de su bondad.
—Tendré mucho gusto en serle útil.
—Gracias de nuevo, mistress Leila.
Le besó la mano, respetuoso. Se marchó. Leila quedó en el umbral, con la vista fija en el hombre que se alejaba, encorvada su alta talla.
—Leila…
La voz de Dolly era queda, suave.
—No quisiera ser humillada por Stephen nuevamente, Dolly. Y lo voy a ser. Sí, una vez más lo voy a ser.
* * *
—¡Qué milagro! —exclamó con acento jocoso—. ¿Otro hijo? No, claro, aún no ha nacido el primero. Estás muy guapa, princesa.
Leila se sentó. Cruzó las manos sobre el regazo.
—Enternece tu próxima maternidad —apuntó Stephen, sin moverse del sillón y tamborileando con los dedos sobre la mesa.
—No debieras burlarte de una cosa tan sagrada.
—Si estoy enternecido, princesa.
—Y deja ya de llamarme princesa.
Stephen se repantigó en el sillón y sonrió, sarcástico. Era odioso en aquel instante. Y Leila sintió angustia, y el pesar de haber ido allí a ablandarle el corazón, cuando aquel hombre demostró desde el primer instante no tenerlo.
—Cuando te vi ahí por primera vez…
—Estuve de pie —dijo ella, irritada—. Ni siquiera tuviste la delicadeza de ofrecerme un asiento.
—¿Y por qué había de hacerlo? Eras simplemente mi empleada, y yo no acostumbro a ofrecer asiento a mis empleados.
—Para ti, Stephen —reprochó, dolida—, no hay seres humanos. Hay jefes y empleados.
—Exactamente.
—¿Y qué significa para ti un empleado?
—Un mecanismo —rió Stephen, cachazudo—. Simplemente eso. Un mecanismo del cual me sirvo para engrosar mi capital.
—Y a eso tú le llamas humanidad.
—¿Humanidad? ¿Por qué humanidad? Nunca pretendí hacer alarde de humanidad. Yo a eso le llamo razonamiento.
—Acomodaticio.
—Es lo lógico.
—Stephen…
—Dime, princesa.
—Te prohíbo…
Stephen la hizo callar con un gesto.
—Me lo pareciste entonces y después, y me lo parecerás siempre. Una princesa que alguien derribó de su trono. No perderías tu personalidad ni en los momentos más exaltados de tu vida. Me amaste. Hoy quizá me odias. No me importa. Ya nada me importa, excepto mi hijo, ése que tú me vas a dar, y la empresa. Son las cosas interesantes por las cuales merece la pena luchar. Y lucho. ¿Tú? Te deseé como un loco —añadió tajante, con helado acento—. Y te amé. ¿Mucho? Cielos, sí, muchísimo. Por ti lo hubiera dado todo. Pero tú, princesa, no perdiste jamás tu compostura. No pude derribar jamás tu moral. Pobre como una rata, pero demostrándome tu gran personalidad de mujer pura. Y seguiste siendo pura. Y lo serás mientras vivas. No te lo reprocho, muy al contrario, fue lo que más admiré en ti y por el motivo que quise hacerte mi mujer.
—No he venido aquí a escuchar lo que sé perfectamente.
—Pero yo te lo digo porque tu presencia trae a mí recuerdos. Intensos recuerdos de un breve pasado que no olvidaré jamás,
Stephen…
—No te concedo el derecho a hablar. ¿A qué has venido? ¿Y qué importa? Estás ahí, sentada, mirándome, y a mí me gustan tus ojos, su color, y al mismo! tiempo me llenan de frialdad. ¿Ves tú la paradoja?
—Stephen…
—Cállate, Leila. Y márchate a casa.
—¿Has despedido a un hombre que trabajó aquí desde que tú has nacido?
Stephen sé puso en pie y dio un puñetazo sobre la mesa.
—Leila —gritó—. ¿Has venido a reprochármelo?
—No —dijo suavemente—. He venido a pedirte que lo admitas de nuevo, que disculpes su error. Que le des trabajo, porque tiene hijos y nietos y necesita vivir, como tú, como yo, como nuestro hijo.
—¿Has… venido á eso?
—Sí, Stephen. No harás nada por él, lo sé; basta que yo te lo pida para que odies al pobre Walter, que no cometió más falta que tener demasiadas preocupaciones en su cerebro.
—Tú… —repetía obstinado—, has venido a eso…
—Sí; a eso únicamente.
—Y creíste…
—No. No creí que me atendieras, pero yo he venido.
La miraba fijamente, de modo extraño. De pie tras la mesa, parecía en aquel instante más flaco y más alto, y el mirar de sus ojos metálico.
—Ya sabes a lo que he venido, Stephen. Ahora me voy…
No respondió. Salió de tras la mesa y se aproximó a ella. Desconcertándola, preguntó sin ironía:
—¿Has venido sola?
—Sí.
—Y conduces tú el auto —añadió sin preguntar.
—Sí.
Parpadeaba, aturdida bajo los ardientes ojos de Stephen.
—No debías venir sola ni conducir tú. Tu estado avanzado de embarazo es delicado.
—Soy fuerte.
Se alejaba hacia la puerta. Seguía mirándola.
—Stephen… —susurró bajísimo, con un hilo de voz—. Si puedes hacer algo por Walter…
—Me gustaría darte un beso, Leila.
Ya estaba a su lado. No la tocó con sus manos, pero situó la cabeza bajo la de ella y sus labios buscaron la boca femenina. La besó, larga y suavemente. Después dijo:
—No haré nada por Walter.
Era así, desconcertante, extraño. Leila huyó de allí. Y ante el volante sintió que las lágrimas rodaban por su rostro y se detenían en la boca, que bajo los besos ardientes de Stephen se estremecía.
Capítulo 10
Habían transcurrido dos días.
—Leila… —llamó Dolly, entrando como una tromba en la salita donde su amiga hacía punto en una primorosa labor.
—¿Qué ocurre?
—Algo maravilloso.
—¿Qué es ello?
—Déjame sentarme. Acabo de ver a…
—Leigh.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque siempre te lo encuentras.
—Es verdad. Lástima que tenga sesenta años, y ocho hijos, doce nietos y una esposa.
—Déjate de bromas.
—¡Ah! —dijo Dolly—. ¿Te interesa lo que me dijo Leigh?
—Si es referente a Walter, sí.
—Pues es.
—¿Qué pasó?
—Fue llamado a la dirección por el jefe administrativo.
—¿Lo… admitieron?
—Eso es. Ocupa su mismo puesto. Y el jefe administrativo le dijo que lo admitía porque había escasez de personal, pero que su puesto estaba en el aire.
Leila pensó con tristeza:
Fue él, Stephen, pero no quiere dar a entender que lo hizo por mí, ni desea que lo piense.
—Va a venir a darte las gracias, Leila.
—Dile… que no venga.
—Leila.
—¡Que no venga!
Y poniéndose en pie, dobló la labor de punto y atravesó el salón.
—Querida…
No respondió. Necesitaba estar sola y llorar mucho. Llorar con verdadera ansiedad toda la amargura pasada, la presente y la que presentía aún había de tocarle en la vida. Se cerró en su alcoba. Se hundió en una butaca y quedó con la vista fija en el suelo. Poco a poco, las lágrimas llenaron sus ojos y cayeron suaves, sin sollozos, por las mejillas, bajando hasta la boca. Apretó ésta con fuerza. Los besos de Stephen palpitaban en sus labios como si los recibiera en aquel instante. Unos besos que empezaban en la boca y bañaban su ser en locos ahogos de temor, placer, ternura…
La próxima llegada de mi hijo me está volviendo pusilánime.
Y recordó cuando murió su padre. Fue ella la qué consoló a su madre dolorida. Después, cuando murió la madre. Hubo, de nuevo, que morder su dolor, para consolar a sus hermanos. Y más tarde, cuando recibió su primer gran dolor de mujer, nadie la consoló a ella.
He venido al mundo —se dijo— para ser paño de lágrimas de los demás. No debo rebelarme contra el destino.
Limpió las lágrimas de un manotazo, y se puso en pie. De súbito, sintió la necesidad dé oír la voz de Stephen. Aunque fuera para escuchar su sarcasmo, tenía que oírla.
Se acercó al teléfono y marcó el número de la casa particular de Stephen. Una voz desconocida respondió. Era una voz de hombre.
—¿Mister Knowlton?
—¿De parte de quién?
—De su esposa.
Lo dijo con una extraña suavidad. Al otro lado hubo una vacilación. Después…
—Al instante, mistress Knowlton.
En seguida, la voz personal, de bronco acento, que le era tan conocida. Entornó los párpados y rememoró otros instantes de su vida, durante los cuales oyó aquella voz… Una voz que poco a poco fue encarcelándola y la tenía sojuzgada. Una voz que, quisiera o no, era su propia vida.
—¿Princesa?
—Soy Leila.
—Sí, ya sé. La princesa orgullosa, de moral intachable.
—No te he llamado para que me halagues.
—Soberbia hasta ese extremo. —Una risita—, ¿A qué se debe tan fausto acontecimiento? —Y sin esperar respuesta—: ¿Sabes que tu voz, a través de un hilo telefónico, tiene otro encanto? Un encanto oculto que llega hondo.
—Quiero darte las gracias, Stephen.
El pareció asombrarse.
—¿Las qué?
—Las gracias por lo que has hecho por Walter.
Deseaba escuchar su reacción, ya que no podía verle la cara. Esta fue rápida, desdeñosa, como esperaba:
—No me las des a mí. Dáselas al jefe de administración, que intercedió por él.
—Todos serán escuchados antes que yo.
—Lo siento, Leila —y con frialdad—: Hasta otro momento.
—Stephen.
—Cuando nazca el niño, ten la bondad de hacérmelo saber.
Colgó sin responder.
* * *
Nació el hijo. Era un niño precioso, de grandes ojos grises. Tenía el pelo rubio como Stephen y sus facciones irregulares. Era gordito, y su suave mirar recordaba el de la madre.
Lo supo al instante. En la edición de la tarde, lo ponían en notas de sociedad. Pero ya para entonces lo sabía. Gisela, su madre, se lo había dicho por teléfono. La secretaría, Mirna Leigh, estaba presente cuando le dieron la noticia. Y Mirna la dio más tarde a su padre:
—Te aseguro, papá, que me sentí emocionada. Supe que algo grato le decían por teléfono, pues sus ojos brillaron de modo inusitado. Después, cuando colgó el receptor, se quedó muy quieto, mirando algo que había sobre la mesa, pero no había nada. Y después dijo de repente con una voz que nunca le oí: "Que envíen flores a mistress Knowlton hasta inundar la habitación".
Y aquellas flores estaban allí, cubriendo materialmente la antesala de la regia cámara de la flamante madre.
—Te las envía Stephen —dijo Gisela, radiante de felicidad.
—Son… muy bonitas.
—El vendrá en seguida, ya verás.
Habían transcurrido doce horas desde que enviara las flores, y cada auto que entraba en el parque, Gisela se ponía en pie, exclamando:
—Es Stephen.
Pero no era Stephen. Y Gisela, bajo la tenue sonrisa de Leila, terminó por quedarse muy quieta junto a la cuna del niño, sin levantarse ya, cuando un auto entraba en el parque.
—¿Cómo le vas a poner?
—Stephen.
La respuesta fue rápida, sin dudas, como si lo tuviera pensado mucho tiempo antes.
—Gracias…, Leila, gracias.
Y a la noche, cuando llegó a su casa, encontró a Stephen hundido en un sillón del salón, fumando un largo cigarrillo.
—Stephen —exclamó, dando libre salida a toda la pena que acumuló durante el día—. No tienes corazón.
—Estoy de acuerdo, mamá.
—Has tenido un hijo —gritó la dama, enfurecida por primera vez en su vida.
—Lo ha tenido Leila.
—Pero es tuyo.
—Por supuesto. Y no dramatices, mamá. ¿A qué vienes?
Gisela se agitó, indignada.
—Eres… incomprensible, Stephen. Te he traído al mundo, te he criado, te dormí y te levantó… y sigo sin comprenderte.
—Es que no soy ingenuo como tú, querida mamá.
—Has creído que con llenar de flores su alcoba quedabas cumplido. Pues no…
—Mamá —pidió sin alterarse—, no declames. No vas a enternecerme por ello.
—¿Es… —preguntó la dama, extrañada— que no amas a Leila? Es incomprensible que no la ames, Stephen. Es una muchacha llena de virtudes. ¿Y sabes, hijo? Piensa poner al niño tu nombre.
Stephen levantó una ceja. Se diría que la noticia no le afectaba y no obstante…
—Es lo menos que puede hacer —rió, despreocupado—. Soy su padre, ¿no?
—¡Dios mío! Stephen, ¡qué poco corazón tienes y cuánto lo siento! Lo peor que puede ocurrirle a una madre es traer un hijo al mundo que no comprende. Es… doloroso. Algún día, cuando tu hijo sea un hombre, sentirás lo que yo siento hoy, si es como tú.
Stephen se recostó en la chimenea con ademán indolente. El largo cigarrillo se balanceaba entre sus labios. Aparentemente, estaba insolente, pero un buen observador hubiera notado que bajo su careta se ocultaba la gran emoción que lo embargaba.
—Ya me marcho, mamá —dijo con suave acento—. Me alegro de que mi hijo haya llegado sin novedad.
—¿No piensas ir a verlo, Stephen?
Este se alzó de hombros.
—Sí, tal vez.
—Stephen, Leila no merece que le hagas ese desprecio.
—¿Desprecio?
—Toda madre que trae un hijo al mundo desea ser visitada por su marido cuando el marido se halla en la misma ciudad.
—Mamá —replicó Stephen, dirigiéndose a la puerta—; no puedo detenerme más. Tengo una cita.
—¡Mujeres, Stephen! —reprochó la dama con amargura.
Stephen levantó de nuevo la ceja. ¿Mujeres? No había obsequiado a ninguna desde que, en cierta ocasión, una joven empleada subió a su despacho a pedirle un favor. Pavor que él se cobró y por el cual conoció el verdadero significado de la vida.
—Sí —dijo tajante—. Mujeres. Hasta otro día, mamá.
—¡Oh, Stephen, Stephen…!
Este se alejaba a paso largo, con el pitillo triturado entre los dientes.
* * *
—Hola.
—¡Ah, eres tú!
—Sí, yo.
Dolly, nerviosa, invitó:
—Pasa —y con sarcasmo—: Es un poco tarde, tal vez Leila se haya dormido.
No respondió. Pasó y cruzó el vestíbulo. Dejó el gabán en manos de una doncella y miró a Dolly con frialdad.
—¿Por dónde? —preguntó.
—Por ahí. Sube. Cruza el pasillo. Al fondo está ella.
Dolly se quedó en medio del pasillo, contemplando con reconcentrada expresión la alta y flaca silueta que se perdía en el largo pasillo. Y se preguntó, una vez más, qué podía haber ocurrido entre aquellos dos que tan facultados estaban para amarse mutuamente y, no Obstante, parecían muy separados uno del otro. ¿Por qué aquella extraña existencia que no concebía?
Stephen empujó la puerta del fondo, ajeno a los pensamientos de Dolly. Antes de entrar, miró el reloj. Eran las diez de la noche. Una hora poco indicada para visitar a Leila, pero ésta era su esposa y acababa de darle un hijo. Entró con semblante impasible. Leila se hallaba en la ancha cama, mirando hacia la puerta. Al ver a Stephen, sus ojos se empequeñecieron, como si pretendiera reconcentrar su atención en aquel hombre incomprensible que la visitaba cuando el hijo tenía veinticuatro horas.
—Pasa, Stephen —invitó con suave acento, como si lo viera a cada instante.
Stephen pasó. La contempló a ella en silencio. No le preguntó cómo estaba. Cuando le pareció, apartó los ojos, y dando la vuelta se aproximó a la cuna del niño. Apartó la ropa, lo miró, y dijo sin volverse hacia olla…
—Es feo.
—Todos dicen que es muy… guapo.
—¡Bah! No hay ningún recién nacido que sea bonito.
Lo tapó de nuevo y se acercó a ella. Se hundió en una butaca. La miró.
—¿Puedo fumar?
—Puedes.
—Gracias —miró a un lado y a otro—. Esto está muy bien.
—¿La casa?
—La alcoba. En las demás dependencias no me fijé.
Hablaba por hablar. Tenía el largo cigarro prendido entre los dientes, y la espiral ascendente le hacía cerrar los ojos.
—Me ha dicho mamá que pondrás al niño mi nombre.
—Sí.
—Por mí… no lo hagas.
—Lo hago porque eres su padre.
—¡Ah!
Y su exclamación era burlona. Leila no lo tomó en cuenta.
Dijo con suavidad:
—Dicen que se parece a ti.
—Tonterías.
—Stephen…, ¿a qué has venido?
—A conocerlo.
—Parece que te interesa muy poco.
—Es mi hijo.
—Sí.
Otro silencio. Stephen descruzó las piernas y dio dos vueltas al cigarrillo, contemplándolo, distraído.
—Bueno, ya lo he visto y me voy.
—Buenas noches.
Se puso en pie. La miró otra vez, pero apartó la vista con presteza. Leila era demasiado bonita. Y desde hacía mucho tiempo él no la había besado. Apretó los labios con fiereza, como si aquel deseo fuera en contra de su voluntad.
—Buenas noches —dijo.
—Buenas.
—Es agradable el calorcillo que hay aquí.
—Sí.
—¿Duermes sola?
—Dolly y Eve se turnan. Duermen ahí una cada noche. En ese diván…
—Ya. ¿Qué ha dicho Rob de su sobrino?
—Está contento.
—Es natural. ¿Y… las niñas?
—Dolly las llamó por teléfono. Dice que no podrán venir hasta Navidades.
—Ya. Bueno, me voy.
Pero no se movía. De súbito, dijo ella:
—Stephen, ahora tenemos un hijo.
—Ya lo veo —y arqueó una ceja interrogante.
—No podemos pensar en ti ni en mí, sino en él.
—¿Sí? ¿Por qué? ¿Es que porque un hijo haya nacido, los padres no tienen derecho a vivir?
—Para él.
—Sí, claro.
—Stephen…
—Me voy, Leila. Me alegro de que todo haya salido bien.
Y se alejó como si tuviera miedo de correr a su lado y pedirle… Sí, pedirle que le perdonara y lo amara un poco.
Capítulo 11
No volvió por allí. Se levantó Leila. Pudo salir a la calle. Hizo su vida normal. Una niñera se ocupaba del niño. Tenía dos meses cuando Leila se encontró con Stephen en plena calle.
Los dos iban a pie. Se detuvieron Uno frente a otro. Se quedaron silenciosos… Leila lo rompió para decir:
—Estás muy delgado.
—Tú, en cambio, estás más bella.
—¿No comes bien?
—Excelente. ¿El niño?
—Muy mono.
—Un día de éstos iré a verlo.
—Cuando… quieras.
Parecían los dos cortados. De pronto dijo él:
—Si no tienes prisa, te invito a tomar un aperitivo.
—Bueno.
Caminaron uno al lado del otro sin tocarse. Como Si temieran un acercamiento.
Ella había olvidado. De modo rotundo, firme. La venida al mundo de su hijo borraba rencores y recuerdos ingratos. Sólo sabía que aquel hombre era su marido. El padre de su hijo. Bastaba una palabra de Stephen para que ella cayera en sus brazos, feliz y apasionada. Lo amaba. Se daba cuenta de que nunca había dejado de amarle. Nunca. Fue el primer hombre en su vida. Sería el último. Era… el único hombre. Pero Stephen no pronunciaba aquella palabra. No la pronunciaba, aunque lo estuviera deseando. Leña se había dado cuenta mucho tiempo antes del complicado carácter de su marido. No era Stephen Knowlton un hombre que se prodigara. La había poseído en silencio, no se disculpó por ello, la deseó y así lo hizo saber. La amó después y lo dijo una sola vez… Era ella quien tenía que derrumbar la barrera, y no resultaba nada fácil, porque tenía su orgullo, había sido muy ofendida, y justo era que el hombre así lo reconociera. Pero Stephen no reconocía nada. Se encerraba en sí mismo, miraba sin interés y hablaba casi con sarcasmo. No era, pues, nada fácil un acercamiento espiritual, cuando materialmente se hallaban tan lejos uno de otro.
Entraron juntos en la cafetería.
—Allí —dijo Stephen.
Y señalaba una mesa junto a la cristalera. Se sentaron uno frente a otro.
—¿Qué vas a tomar?
—Cerveza.
—Dos cervezas —pidió al camarero.
Y luego puso los codos sobre la mesa y la barbilla apoyada en las palmas abiertas.
Así la contempló largo rato, en silencio, aturdiendo a la joven. Así solía mirarla Stephen alguna vez. —Y después hablaba y hablaba sin sentido. Más tarde guardaba silencio y era éste peor y más turbador que sus palabras.
—¿Qué me cuentas, Leila? —preguntó de súbito.
—Nada. Tú tendrás más que contar que yo. Salgo poco de casa.
—¿Y por qué no sales?
—Porque me habitué al hogar. Porque me entretengo con el niño. Porque…
—¿Quieres cenar esta noche conmigo?
Fue súbita, inesperada, la invitación. Leila parpadeó bajo los grises ojos que la interrogaban.
—Me parece que nunca has ido a un cabaret.
—No, nunca.
—Te llevaré esta noche. Como dos amigos, ¿sabes? —rió de aquel modo que a Leila le parecía odioso y ofensivo—. Te agradará el ambiente.
—Creo que no iré.
—Lo sentiré.
—¿Así?
—¿Así, cómo?
—Tan… indiferente.
—¡Oh! —rió, burlón—. No querrás que me eche a llorar, o ponga de rodillas para que aceptes mi invitación.
—Por supuesto que no.
—Aunque lo deseara, no me pondría, Leila, bien lo sabes. Ni lloraría.
—¿No… has llorado nunca?
—Nunca. ¡Ah, sí! Una vez. Lo recuerdo vagamente.
—¿Cuando murió tu padre?
Stephen se alzó de hombros.
—¿Por qué había de llorar cuando murió mi padre? El tenía que morir, como tengo que morir yo, y tú, y todos. No, la muerte no me impresiona. Ni la mía ni la de los demás. Y mantengo la filosofía de que por mucho que llore un vivo, no resucita al muerto. Por eso no lloro.
—Eres…
—Ya sé en el concepto que me tienes.
—No lo sabes.
—Lo adivino —y rotundo—: ¿Sabes cuándo lloré? Sólo lo hice una vez en mi vida y fue por no poder romperle las narices a un compañero de clase.
—Dímelo, si ello te consuela.
—No me consuela, pero es un tema de conversación como otro cualquiera, y en este momento no tenemos otro mejor.
Leila pensó que había muchos otros temas de qué hablar, pero no lo dijo. Bebió la cerveza y se limitó a escuchar.
—Fue en el colegio. Estudiando el quinto de Bachillerato. Ocupaba el segundo puesto en clase y aquel año me había propuesto ser el primero.
—Y no lo conseguiste.
—Exacto. No hay que ser un lince para adivinarlo —rió, cachazudo—. El hecho de que mi compañero continuara siendo el primero del curso siguiente me llenó de despecho.
Calló. Encendió un cigarrillo y bebió la cerveza casi sin respirar.
—Está fría.
—Demasiado.
—Me gusta esta sensación de hielo en el estómago.
—¿No continúas?
—¡Ah, sí, claro!
Expelió el humo en una bocanada y dijo:
—También me gusta la sensación de ahogo que me proporciona el humo del tabaco. ¿Tú no fumas?
—En este instante, prefiero escucharte.
—Muy amable por tu parte. Me queda poco por añadir. Aquel año desdeñé las vacaciones, y mientras mi compañero se bañaba en la piscina, yo estudié sin levantar un párpado.
Chupó el cigarrillo y añadió, tras una pausa:
—Al curso siguiente fui el primero y… desde entonces, nunca dejé de serlo.
—¿En todo?
—En todo.
—¿Y cuándo lloraste?
—De rabia, cuando durante mi quinto curso no pude ocupar el puesto de mi compañero.
—¿Para… todo eres igual?
—Para todo —y consultando el reloj, añadió—: Tengo que volver a la fábrica. Tu compañía es muy grata, Leña. Pero no tengo más remedio que dejarte. ¿Te quedas o salimos juntos?
—Prefiero quedarme —dijo con un hilo de voz.
—Bien, adiós.
* * *
Aun estaba allí cuando él volvió muy poco después. Fumaba en silencio, contemplando, absorta, las espirales que ascendían y se perdían por el ventanal medio abierto. Sabía que él volvería y, en efecto, allá estaba, de pie a su lado, con un largo cigarrillo entre los dientes.
—Me olvidé de la cena de esta noche. ¿A qué hora me has dicho que puedo ir a recogerte?
—No te dije hora. Ni siquiera acepté tu invitación.
—Me siento un rato. Ya finalicé el trabajo de esta tarde.
Se sentó y, repantigado en la butaca, la miró, sarcástico.
—¿De modo que no aceptas?
—Tampoco he dicho eso.
—Ya. No has dicho nada.
—En efecto.
—¿Y… no lo piensas decir?
—Naturalmente. No iré.
—¡Ah!
—Nunca tuve tiempo de ir a un lugar de esos. Primero, porque no estaban al alcance de mi bolsillo. Después, porque no tenía humor. Ahora, porque estoy casada…
—Te invita tu marido.
—Prefiero seguir pensando que no tengo marido.
—Pero lo tienes.
—Sí.
—¿Es eso lo que te duele?
—No es eso! Si me doliera, hubiera pedido la separación. Tengo motivos.
—¿Por qué… no lo haces?
—Porque tengo un hijo.
—Ya… —se puso en pie—. Siento no poder besarte esta noche.
Leila se mordió los labios.
—¿Es eso lo único que pretendes, Stephen?
—Lo único. Divertirme y divertirte. ¿Merece la pena vivir dos días para sufrir?
—¿Es… que tú sufres?
—No, no —dijo con firmeza—. Pero tú sí.
—Yo no sufro.
—Mejor para ti —exclamó, desconcertándola una vez más. Y brevemente—: Adiós, Leila.
No lo retuvo. ¿Para qué? Cada día estaba más lejos de ella. La barrera inseparable que los separaba la había alzado ella, pero no sería ella quien la apartara. No, aunque se muriera de angustia e impotencia.
Transcurrieron los días.
Una tarde, Dolly y ella cruzaban ante una sala de fiestas. Dolly se detuvo.
—¿Entramos ahí? —preguntó de súbito.
Leila detuvo el coche, y cruzó los brazos ante el volante.
—Nunca tuve tiempo de pasar una hora en una sala de fiestas. Es absurdo, pero es la pura verdad. No sé cómo es un lugar de esos.
—Lo sabrás hoy. Baja.
—¿Y si Stephen…?
—¿Está ahí?
—Sí.
—Que esté. Sólo te liga a él un hijo y tu amor.
—¿Mi…?
—Sí, Leila, tu amor hacia él. Lo ve un ciego. No sé lo que pasó entre vosotros ni me interesa. Te conozco lo suficiente para darme cuenta de que algo muy grave tiene que ser para que tú adoptes esa postura. Pero ni el hijo te pide cuentas de tus actos, ni tu amor te exige renunciar al mundo.
—Será mejor que sigamos, Dolly.
—Te aconsejo que entres. Vamos, Leila.
Lo estaba deseando. No por conocer un ambiente que imaginaba, sino porque de súbito le acuciaba el morboso deseo de saber si Stephen estaba allí. Era aquélla la sala de fiestas más elegante de la ciudad. Si Stephen iba a bailar, lo haría en aquella lujosa sala de moda.
—Será mejor que sigamos, Dolly.
—Vamos, Leila —insistió Dolly—. Ya verás como causamos sensación.
—Vamos, pues —decidió rápidamente, por temor a arrepentirse.
La sala ofrecía un suntuoso aspecto. Leila vio rostros conocidos. Muchos de ellos habían ido a casa cuando murió su tía y cuando luego nació su hijo. Saludó aquí y allá. En el fondo sonreía con amargura. Cuando era una simple empleada, nadie la conocía; después, cuando fue una rica heredera, todos se inclinaban a su paso y la saludaban… La vida era así, ella no podía cambiarla, por mucho dinero que tía Marie le hubiera dejado.
—Me da apuro, Dolly —susurró al oído de su amiga.
—Adelante, Leila —suplicó en voz baja Dolly con firmeza—. Esto es como tu presentación en el gran mundo. Necesitabas que te vieran, Leila. Que Stephen reaccione como quiera. —Y más bajo aún—: Yo sé que lo amas con todo tu ser. Si él te corresponde…
—Cállate —pidió de pronto—. Stephen está allí.
—¿Dónde?
—No mires así. Lo estoy viendo a través de un espejo. Le ha causado asombro nuestra llegada. Fue la primera impresión, ahora apartará los ojos y después se acercará.
—El muy…
—Cállate. No seas exaltada.
—¿No puedo saber lo que te hizo "Mister Ogro"?
—Nada.
—Ya se acerca —saltó Dolly, sin insistir—. ¿Qué hago? ¿Me retiro o me quedo?
—Te quedas.
Ya Stephen estaba allí. Las miraba con sonrisa indefinible.
—Qué milagro que estas damiselas tan cerraditas hasta hoy en su jaula de oro, hayan salido.
Leila nada dijo. Dolly replicó, mordaz:
—Nos hemos cansado de la jaula, "Mister Ogro".
—¿Cómo?
Habló Leila con ironía:
—Antes de casarnos, cuando Dolly y yo trabajábamos en tus oficinas, te llamaba "Mister Ogro".
—Muy ingenioso —y como dando menguada importancia al hecho, añadió—: Me gustaría bailar contigo, Leila.
La joven se puso en pie y se quitó el abrigo.
No dijo nada. Salió delante de él hacia la pista.
—Somos el blanco de todas las miradas —indicó Stephen con acento sarcástico.
—No en vano somos dos personas importantes en Springfield.
—No es por eso.
—La enlazó. Ella levantó los ojos y exclamó de modo raro:
—Tú tienes fiebre.
—Tal vez…
—Y ahora me doy cuenta de que estás pálido y ojeroso.
—Un poco de gripe.
—¿Lo… sabe tu madre?
—¿Y por qué había de saberlo? Hace mucho tiempo que dejé de ser niño.
—Estás enfermo, Stephen…
—Bailemos —pidió bajo y con intensidad—. Hace mucho tiempo que no te estrecho en mis brazos.
No respondió. Entrecerró los ojos y se dejó apresar. Le hacía daño. La cerraba contra sí de un modo que Leila se olvidó de todo. Dolly, en la mesa, los miraba. Muchos otros los miraban también. Ellos no veían a nadie. Y Dolly sintió no tener a mano un crucigrama para entretenerse.
Capítulo 12
Transcurrió mucho tiempo. En la pista, fueron quedando apenas parejas. Ellos ni se enteraron. Bailaban sin mirarse, pero sintiéndose muy cerca uno del otro, tan cerca, que Dolly, al mirarles, se preguntó, regocijada, si eran uno solo. Y se preguntó, asimismo, por qué estando ellos tan enamorados, no vivían como todos los matrimonios. Se alzó de hombros. No creía que aquel estado de cosas, aquel vivir como dos extraños, cuando eran uno de otro, durase mucho tiempo. Eran el blanco de todas las miradas. Nadie ignoraba su extraña forma de vivir, y el hecho de verles bailar en aquel instante de aquel modo delator, llenaba a los curiosos de confusión.
Ellos, ajenos a los comentarios, continuaban bailando. Leila, oprimida en el pecho de Stephen, apenas si se daba cuenta de nada, excepto de que bailaba con su marido y sentía una súbita y emotiva plenitud. Lo que sentía Stephen no era fácil de averiguar, mas el que lo contemplaba, como Dolly, no dudaba de la autenticidad de su amor por la mujer que estrechaba contra sí con una exquisita delicadeza, y un apasionamiento digno de tenerse en cuenta.
Las luces atenuaron su brillo, y Stephen, inclinando la cabeza, dijo con suave acento:
—Leila, esta noche, ahora, cuando te deje, me iré a la casita del tío Edward.
Ella se estremeció, pero no dijo nada. Stephen añadió:
—Estoy enfermo…; al menos, me siento mal. Y me Iré solo…
—¿Solo? Necesitas cuidados. Tu madre…
—No pienso inquietar a mi madre.
—Stephen…
—Dime, Leila.
—Lleva… a tu criado.
—Sí, tal vez.
Y en su conformidad, había un dejo de desilusión.
—Dejemos de bailar, Stephen. Estás cansado. Y yo también.
No protestó. Regresaron a la mesa. Dolly fumaba un cigarrillo y contaba, a media voz, los botones de las vistosas casacas de los muchachos de la orquesta,
—Sesenta botones en total —exclamó divertida. Al ver a la pareja enmudeció para añadir, burlona—: "Míster Ogro" y mistress ídem, traen cara de funeral. ¿Quién se ha muerto?
—Nos vamos a casa —replicó Leila con tenue acento—. Stephen no se encuentra bien y se retira.
—¿Solo? —preguntó inocentemente la picara Dolly.
—Así es.
—Qué desagradable debe ser la soledad, ¿verdad, Stephen?
—Hum —gruñó. Y con súbita sequedad—: Adiós.
Se alejó sin esperar respuesta.
Dolly arqueó una ceja. Aquel mister ogro le había parecido desconcertante, pero nunca tanto como aquella noche, durante parte de la cual bailó con su mujer como si en la vida no hubiera otro objeto para él, y de pronto se marchaba casi sin despedirse.
—Vamos, Dolly.
—Sí, sí —se aturdió, poniéndose en pie.
Subían, silenciosas, al auto. Leila lo conducía.
—De pronto, dijo Dolly:
—Estás dejando pasar los mejores años de tu vida… ¿Quién tiene la culpa de vuestro alejamiento matrimonial? No menciono el espiritual porque estáis uno en el otro constantemente.
Leila no respondió.
Dolly insistió de nuevo:
—Si la tienes tú, pon fin a esta situación ridícula. Estás loca por él. Lo nota un ciego. Y él por ti…
—¿El por mí?
—Por Dios, Leila, no seas niña. ¿Hace falta que te lo diga? ¿No has visto por ti misma que todo lo que hace Stephen es por despecho? Eres para él la única mujer.
—¡La única! —repitió como un eco.
—La única, sí. Y si lo dejas escapar, voy a pensar que ya no eres la muchacha inteligente que yo conocí.
El auto frenó ante el palacio. El jardinero abrió la verja, y ambas jóvenes saltaron al suelo.
—Meta el auto —ordenó Leila al jardinero. Y de pronto—. No lo guarde en el garaje. Lo necesitaré luego.
—¿A dónde vas? —preguntó Dolly, cuando ascendían por la terraza.
—Voy a apresar la felicidad —dijo con súbita decisión.
—Leila…, es lo que yo haría en tu lugar.
* * *
El mismo camino recorrido tantas veces. ¡Los jueves! En adelante, si Stephen no la rechazaba, serían todos los días y las noches de su vida.
La luna ponía sombras en la carretera, en los arbustos, en los árboles, y hasta en las manos de Leila, que apretaba nerviosamente el volante.
Se preguntó, asustada, qué haría si al llegar a la casita de tío Edward, no encontraba a su marido. Volvería atrás, y se iría lejos con toda su familia y Olvidaría para siempre… No sería fácil olvidar, pero tampoco sería tan difícil. Después de todo, no sería ella la primera mujer que se retorcía el corazón y lograba oprimirlo.
El auto dejó la carretera general y se adentró, dando tumbos, en un camino vecinal. Al final de aquél se alzaba una casita, especie de chalet, sobre un montículo, dominando el valle.
Había luz en una ventana y Leila sintió que aquella luz lo iluminaba todo, su ser, sus ojos, su vida… Y el pasado abrumador se hacía de pronto un presente sin brumas, algo normal, pleno de olvido. Algo que iba integrado a su existencia y la hacía luminosa.
El auto se detuvo y Leila saltó al suelo. Avanzó hacia la casita, y con decisión empujó la puerta, la cual cedió suavemente a su presión.
Stephen fumaba un largo cigarrillo, hundido en un diván, frente a la chimenea encendida. Los recuerdos se agolparon en el corazón de Leila. Pero no destruyeron sus esperanzas como aquella vez. Muy al contrario, asociados a su presente, al hijo que había quedado en el palacio de tía Marie, al amor que desde el primer momento sintió por Stephen, se consideró redimida de su gran pecado. Amaba, y era su amor tan limpio como sus esperanzas para aquel futuro que esperaba hallar en su marido.
Este, de espaldas a ella, hundido en el sillón, parecía quieto y ausente. Leila fue acercándose despacio, sin hacer ruido, como una sombra que camina prendida en alas de una ilusión.
Se detuvo tras él. Stephen fumaba con precipitación, como si algo le agitara desde muy hondo. Expelía el humo por boca y nariz, y sus facciones se perdían, confusas, entre las espirales.
—Stephen… —dijo bajísimo.
El quitó el cigarro de la boca y se quedó rígido. Do súbito, miró a un lado y a otro, buscando la voz. Pero no miró hacia atrás, temiendo tal vez que el eco de aquella voz lo despertara su propio deseo.
—Stephen…
—No… puede ser —dijo la voz ronca.
—Es, Stephen…, estoy aquí.
Aun no se volvió. Dijo con brusco acento:
—Si miro hacia atrás y no eres tú, si comprendo que es una ilusión de mis sentidos exaltados, voy a volverme loco.
Leila sintió una honda emoción en todo su ser. Le palpitaba en los pulsos y en las sienes con loco frenesí.
—Soy yo, Stephen. No es una ilusión.
—¡Cielos! —exclamó. : Y puesto en pie, la miraba como alucinado.
—Leila, princesa.
Ella le sonrió, aturdida. Estaba roja como la grana, y el túrgido seno oscilaba con súbita emoción.
—Stephen…, yo…
—No me digas nada —susurró Stephen, con voz diferente, una voz que ella reconocía. Aquella voz de antes, de cuando el no se parapetaba bajo su indómito orgullo—. Estás aquí, Leila, princesa. Aquí, donde yo ya había desistido de verte jamás. Aquí precisamente, donde aprendí a quererte. Donde traté de hacer de ti otra mujer más, y tu —pureza me lo impidió. Aquí donde te he querido, donde te añoró, donde lloré tu ausencia, donde me arrepentí.
—Cállate, Stephen…
Se callaba. La apresaba contra sí, la besaba. Y al besar sus labios y hallarlos, reconoció los labios cálidos, suaves, puros, de Leila, la muchacha que intentó derribar pisando su moral y, muy al contrario, le enseñó a él a ser un hombre de bien.
—Te quiero, Stephen —dijo ella muy bajo, alzando sus brazos y cruzando con su dogal el cuello masculino—. Déjame ser vulgar e ingenua, pero no te rías de mí. Tengo que decirte que te quiero. Que te quiero, Stephen, como nunca he querido a ser alguno…
—Ridícula, ingenua… —susurró con voz que parecía salir de lo más hondo—. Sublime tu ridiculez, fascinadora tu ingenuidad.
—Dime si tú me quieres, Stephen…
El la apartó de sí. La miró y eran sus ojos cegadores, y su boca parecía besar al decir:
—Como jamás creí que se pudiera querer en la vida. Como jamás…
—¡Stephen…!
—Princesa mía, Princesa de la pureza y de la verdad. Esa verdad que yo desconocía y que hallé en ti y la aprendí como el niño aprende su primera lección que no olvida nunca.
Y sus labios, al hablarle, se acercaban a los de Leila y ambos se reconocían y recordaban, pero ya no había dolor en el recuerdo, sino una gran esperanza hacia un futuro diáfano y puro como su amor.
Los jueves de Leila murieron aquel día. Y nacieron los días, todos los días de su vida, que serían, a no dudar, llenos de ventura y confianza.
* * *
—Dolly…
—Pase, Gisela.
—¿Es cierto lo que dice la Prensa?
Dolly acababa de levantarse y estaba aún como aturdida. Restregó los ojos y preguntó, con voz soñolienta:
—¿Pues qué dice? Aún no la he leído.
—Lee, lee —exclamó la madre de Stephen, entregándole el periódico.
Dolly volvió a restregarse los ojos.
—Veamos qué noticia es ésa. Y leyó en voz alta:
Acabamos de saber que los esposos Knowlton, Leila y Stephen, tomaron el avión para Roma esta mañana. El periodista que sorprendió a los esposos preguntó: "¿Van a Roma a anular su matrimonio?" Y los dos replicaron a la vez: "Vamos a sofocar nuestro amor. El amor que nunca dejó de existir". Sorprendente, ¿verdad? Celebramos que nuestro distinguido amigo y su no menos distinguida esposa hayan hallado al fin la comprensión y con ella la felicidad. Este es un episodio que ha terminado, y como dicen que los pueblos felices no tienen historia, esta dichosa pareja no nos proporcionará jamás motivo de publicidad. No lo lamentamos. Stephen Knowlton tuvo siempre todas nuestras simpatías, y su bella y joven esposa, nuestra simpatía y admiración.
Felices ellos.
—Ajajá…
—¿Es eso todo lo que tienes que decir, Dolly?
—¿Y qué quiere que diga? —rió Dolly, campanuda—. Desearía saltar de gozo, pero me pesan las carnes.
—Todo lo tomas a broma. Yo tengo ganas de llorar.
Dolly sacó un pañuelo, se echó a reír, regocijada, y dijo:
—Venga a mis brazos, Gisela. Llore conmigo. Le secaré las lágrimas.
—¡Cómo eres, Dolly!
—Estoy tan… —sorbió las lágrimas—, tan emocionada.
—Yo también —y reflexiva—. Dolly, ¿qué habrá ocurrido entre ellos para que no se comprendieran hasta ahora?
Dolly se hundió en una butaca y pasó un pañuelito por los ojos. Con voz ahogada, dijo:
—Es algo que siempre será una incógnita para mí. —Alzó los ojos y exclamó, radiante—: ¿Qué importa todo? Se han comprendido al fin… Es lo único que nos interesa en este momento.
—Sí —admitió Gisela con un hilo de voz—. Es lo único importante.
* * *
En un avión, Stephen y Leila se miraban y sonreían. Su sonrisa era íntima, emotiva. Esas sonrisas que, cuanto más suaves, tanto más expresan: Y ellos, desde el fondo de su corazón, se dieron cuenta de algo grandioso. El pasado, aquellos "jueves de Leila", se recordaban sin pesar, como un preludio puro de su futura felicidad.
—¿De verdad, Leila, princesa mía? —le preguntó él, inclinándose ante ella, como si penetrara en sus pensamientos.
—De verdad, Stephen, amor mío. El pasado no existe. Sólo veo el futuro. Y este futuro pone en mi corazón y en todo mi ser la esperanza de un porvenir dichoso que tal vez no merezcamos.
—Hemos de merecerlo, Leila. Somos seres buenos. El daño que hemos hecho en la vida fue personal, aislado, para nosotros mismos, y también nosotros nos perdonamos.
La azafata decía, días después, a un periodista amigo:
—Parecían una pareja de recién casados. El la miraba con adoración. Ella prendía su brazo, y al hablar se ruborizaba.
El periodista nunca lo publicó. Prefería dejarlos en paz.
Fin
La indecisión de Leila (1968)
Editorial: Bruguera
Sello / Colección: Corinto 99
Género: Romántica contemporánea
Protagonistas: Leila y Stephen