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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
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    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    S1
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    B20
    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


    ------------- POR CATEGORÍA ---------------




















    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



    En el recuadro ingresa la url de la imagen:









    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    Widget 7














































































































    EN LA DERIVA (Michael Swanwick)

    Publicado en agosto 19, 2013

    Michael Swanwick vive en Filadelfia con su mujer Mañeóme Porter y su hijo Sean. Por ello, no es extraño que el grave accidente nuclear ocurrido en Harrisburg, en la denominada Isla de las Tres Millas, los días 28 y 29 de marzo de 1979, le afectara muy de cerca y muy profundamente. Swanwick, que pertenece a las más recientes hornadas de jóvenes escritores norteamericanos que creen que la ciencia ficción debe ocuparse también de las inquietudes del mundo contemporáneo, ha visto sus relatos publicados en las revistas y antologías más prestigiosas de los Estados Unidos, entre ellas '.Omni, Penthouse, Universe, New Dimensions, y sobre todo el famoso Isaac Asimov's Magazine, verdadera forja de las nuevas generaciones de grandes talentos. El origen de En la Deriva se halla en «El beso del Mimo», que Swanwick publicó como relato (en una forma más abreviada) en el número 11 de las antologías Universe de Terry Carr. El último capítulo de la novela, «La muerte de la médula», apareció también como un relato en el número de mediados de diciembre de 1984 del Isaac Asimov's, y quedó finalista en los premios Nébula de aquel año. De ahí a enlazar ambos relatos como principio y final de una novela sólo había un paso, y Swanwick lo dio inmediatamente. El resultado es una obra inolvidable, que no sólo nos habla del peligro nuclear, sino también de los terribles efectos que puede tener un desastre de enorme magnitud en el seno de una gran potencia que basa toda su fuerza en la tecnología, y de las sorprendentes formas que puede tomar el poder en un mundo radicalmente transformado con respecto al que conocemos.
    Domingo Santos


    Para Maríaime: mis océanos, mi Gato
    Siempre habrá supervivientes
    —Robert A. Heinlein


    1. El Beso del Mimo


    Keith Piotrowicz se hallaba en el Mercado Italiano cuando vio pasar el monstruo de Jano. Era el día anterior a la Víspera de los Mimos y la calle Nueve estaba atiborrada de compradores: tres corrientes de gente yendo y viniendo entre cuatro filas de tenderetes.

    La patrulla que había dado caza al monstruo llevaba su cadáver al Ayuntamiento de los Mimos. Habían atado su trofeo a dos largos palos cruzados a su espalda; en posición más o menos erguida, oscilaba por encima de la cabeza de los clientes.

    Los buhoneros se volvían de los puestos de verduras o de los barriles donde quemaban los desperdicios y se calentaban las manos para mirar boquiabiertos. Los niños recogían patatas podridas y hojas ennegrecidas de lechuga del suelo y se las arrojaban al monstruo, gritando burlas y dando palmadas. Los Mimos respondían con muecas de orgullo y andares jactanciosos. Con las boinas blancas colgadas a un lado de sus cabezas, intercambiaban bromas con la multitud, agitando las estacas para que el monstruo se balanceara ante aquellos que mostraban síntomas de miedo.

    Se veían tres agujeros pequeños en la camisa del monstruo, allá donde el fuego del láser había ennegrecido la tela y cauterizado las heridas. A lo largo de una de sus mejillas aparecían un montón de ampollas, resultado de un disparo fallido. El monstruo parecía tener siete años.

    Keith contempló la ancha cabeza con su doble rostro. Las dos bocas eran pequeñas y abultadas, casi irritadas en su expresión. Se preguntó qué palabras habría emitido la criatura por esos labios, qué locuras o divinas contradicciones. Entonces el cadáver pasó de largo, y él no pudo evitar un escalofrío involuntario.

    A su lado, una mujer vestida de negro se santiguó; luego hizo el signo de los cuernos para ahuyentar la mutación.

    La calle zumbaba con rumores y especulaciones.

    —Alguien dijo que lo cogieron acechando en los muelles —le comentó un vendedor a Keith. Se inclinó por encima de una bandeja de cebollas que despedían un olor acre para que le escuchara—. Se alimentaba de desperdicios y pescados muertos.

    Calle abajo, el jefe de la patrulla prorrumpió en una espontánea danza de Mimo, dando saltos alrededor del cadáver. Alguien golpeó la cosa con un palo y la hizo oscilar.

    —Es imposible —repuso Keith—. Entre los muelles y la Deriva está toda Filadelfia.
    —Es lo que oí. —El buhonero se enderezó, poco dispuesto a exponer sus sospechas compartidas de que el monstruo había nacido en Filadelfia y que fue educado en soledad por unos padres que se atrevieron a saltarse la ley genética. De algunas cosas no se podía hablar. Echó la cabeza hacia atrás y vociferó—: ¡Sí, sí, si! ¡Cebollas y remolachas! Frescas...

    Keith continuó su camino. Se metió por entre compradores que llevaban bolsas confeccionadas de retales de tela multicolor llenas de diversos productos, con botellas y botas para que se las llenaran con melazas, vinagre o vino. Tres manzanas más adelante pasó al lado de los acuarios donde la Casa Gambiosi guardaba las percas y los róbalos. Vendían barato, aunque no mucho, debido al miedo de la gente de que procedieran del río Schuylkill o el Delaware.

    Uno de los hijos de Gambiosi se hallaba vendiendo en la acera, pesando el pescado y envolviéndolo en papel de periódico. Keith llamó su atención.

    — ¿Está tu padre, Tony?
    —Dentro. ¿Has visto al monstruo? —Tony sonrió con una mueca y su delgado rostro mostró una abierta tristeza—. Tío, cómo me habría gustado participar de la matanza.

    Alzó las dos manos como si sostuviera una ametralladora, se agazapó a medias y pronunció varias veces el sonido que produciría ésta: ra—ta—tat.

    —Gracias —dijo Keith—. Emplearon láseres.

    Entró en la tienda.

    El interior era oscuro, y en los mostradores, sobre capas de hielo, se veían aves y conejos preparados y expuestos de tal forma que parecían un complejo rompecabezas sin terminar. Se trataba de carne de animales que podían ser criados dentro de los límites de la ciudad; tenían un precio que permitía que la gente pudiera degustarlos, por lo menos, una vez a la semana. De las vigas del techo colgaban quesos importados de Wisconsin y variedades de carne que sólo estaban al alcance de los ricos: jamones ahumados de Virginia, salchichas y salamis del Maine, de la Alianza Greenstate..., cuanto más lejana fuera su procedencia, más caros resultaban.

    Gambiosi hablaba con un cliente mientras sostenía en alto un conejo despellejado. Parecía ridículamente desnudo y escuálido en comparación con la masa próspera del cuerpo de él.

    — ¿Me pregunta si está limpio? —Lo alzó más alto aún—. Este animalito fue criado por mi propio cuñado a menos de dos manzanas de aquí.
    — ¿Señor Gambiosi?
    —Espérame ahí atrás, muchacho. —Le indicó con la cabeza la parte posterior de la tienda—. Ahora bien, si lo que busca es algo que tenga más carne...

    Keith cruzó un marco sin puerta que le condujo a un interior oscuro. La atmósfera era cálida y con un olor agradable. En las paredes había alineadas jaulas con aves vivas, que no cesaban de moverse y cacarear. Perdido entre tanto jaleo, a veces se veía un destello de color rosa procedente de los ojos de un conejo asustado. Pasados unos minutos, Gambiosi entró en la estancia. — ¿Sí?

    Keith sacó un sobre del interior de su chaqueta y dijo:

    —El encargado de mi bloque le envía la lista de participantes del desfile, los nombres y el horario, para su aprobación.

    Gambiosi hojeó los papeles, en realidad sin mirarlos.

    —Eres Petrovich, ¿verdad? —Lo acentuó en la primera sílaba, en vez de en la segunda, que era la pronunciación correcta—. Te he visto por aquí. ¿Cuántos años tienes, muchacho?

    Keith agitó los pies, incómodo, inseguro de lo que vendría a continuación.

    —Veintiuno.
    —Veintiuno. —Gambiosi asintió para sí mismo—. Y sigues trabajando sólo los fines de semana, ¿cierto? Mi hijo Tony, ése al que viste fuera, sólo tiene diecisiete, y ya realiza patrullas dos veces a la semana. También es un holgazán.
    —Yo no...
    — ¡Un holgazán! Soy su padre, ¿es que crees que no lo sé? Sin embargo, Tony llegará lejos. Algún día participará en el desfile. ¿Sabes por qué? ¿Eh? —No, señor —musitó Keith.
    —Porque tiene ambición, ésa es la razón. No pude darle cerebro, pero sí pude darle eso. ¿Qué piensas del monstruo que acaba de pasar?

    La pregunta cogió a Keith por sorpresa. Dijo lo primero que le vino a la cabeza.

    —Me sorprende que lograra llegar hasta los mismos muelles.

    Gambiosi gruñó.

    —Es sencillo. Nació en la ciudad. Sus padres fueron unos idiotas..., creyeron que podrían criarlo y tenerlo encerrado en algún cuarto trastero. Luego, cuando la realidad se les echó encima, se deshicieron de él. ¿Qué piensas de gente así, eh? ¿En qué estaban pensando cuando no entregaron al bebé al hospital?
    —Yo..., supongo que no pensaron.
    —Bingo —repuso Gambiosi—. No pensaron. Año tras año no pensaron en ningún momento. Igual que tú, Petrovich.

    Unos ojos pequeños, como de cerdo, miraron fijamente a Keith. Éste agachó la cabeza y contempló sus zapatos.

    —Veo a un montón de jóvenes como tú, muchacho. Mi abuelo te habría llamado jornalero..., ¿sabes lo que significa? Quiere decir que haces lo suficiente para sobrevivir, nada más. Con un poco de empuje, tú también podrías meterte en las patrullas. No obstante, aquí sigues, de recadero de fin de semana. Si te comportas como si dejaras a la vida en paz, ella hará lo mismo contigo. ¿Lo comprendes?

    Keith mantuvo los ojos bajos y no replicó. Después de un minuto, Gambiosi, irritado, dijo:

    —Lárgate. Tómate el resto del día libre.
    —Gracias — murmuró Keith—. Se lo diré a mi encargado.
    —No seas pelota... sólo vete. Y escucha, muchacho..., piensa en nuestra pequeña conversación, ¿de acuerdo? No eres tonto, y los Mimos necesitan a todos los hombres competentes que podamos conseguir.

    De vuelta a la calle, Keith se irritó meditando en todas las respuestas que pudo dar y que calló. Comentarios que sabía que era mejor mantener en secreto: ¿Por qué he de pasar toda mi vida trepando hasta la cima de un montón de basura? ¿Por qué he de querer matar niños? Si me veo obligado a participar en vuestros estúpidos juegos, por lo menos no deseo fingir que disfruto de ellos.

    Sin embargo, le molestó que Gambiosi supiera que el monstruo de Jano no pudo haber venido de fuera de la Deriva, que se mostrara tan indiferente ante el hecho. Keith siempre había supuesto que los que ostentaban el poder se comportaban del modo en que lo hacían por simple estupidez o ignorancia. Le perturbaba descubrir que era él quien jamás veía más allá de lo obvio, que nunca pronunciaba en voz alta esos pensamientos peligrosos que todo el mundo conocía pero que nunca admitían.

    Aquella noche soñó con el niño de las dos cabezas. Le daba una conferencia sobre las razones que tenía para morir, una boca interrumpiendo a la otra para aclarar un punto, a veces las dos hablando al unísono. Las exposiciones que realizaban eran antiguas y tópicas; Keith ya las había escuchado todas.


    La Víspera de los Mimos amaneció un día claro y resplandeciente, con un frío viento del norte que venía de fuera de la Deriva. Keith condujo la cabina del camión a través del bloqueo, con la mascarilla del nucleoporo colgando suelta alrededor de su cuello. Jimmy Bowles, con su cetrino rostro relajado, dormitaba en el asiento de al lado.

    El guardia les hizo un gesto por encima de la cabeza con el sujetapapeles. Keith asintió, inyectó más alcohol al motor y cambió de marcha. Con un rugido bajo, el camión avanzó. El guardia, la caseta y las señales de color rojo y blanco con la palabra DERIVA y el logo de radiación oscilaron y pronto desaparecieron del espejo retrovisor.

    — ¡Eh! —Keith sacudió a su compañero de trabajo por el hombro—. Saca el mapa y dime adonde se supone que tenemos que ir.

    Bowles abrió los ojos con un bufido. Buscó un mapa, lo abrió hasta abarcar dos tercios de la cabina y contestó:

    —Más allá del territorio del Rey de Prusia. Tú ya has estado allí, ¿verdad?

    El camión botaba mientras recorría la autopista que nadie cuidaba.

    —Sí.
    —Entonces, no vuelvas a despertarme hasta que lleguemos.


    Llevaron la parte trasera del camión hasta el borde de una pequeña pendiente, que tendría una caída aproximada de unos tres metros; vestidos con ropas protectoras, descendieron de la cabina. Una mirada a su alrededor les mostró que nada más grande que una ardilla podría acercárseles sin que lo advirtieran.

    Bowles dejó la escopeta en las abrazaderas que había debajo del salpicadero. Una vez al año, más o menos, una tripulación desaparecía en la Deriva; sin embargo, hasta ahora, ni él ni Keith habían tenido ocasión de usar el arma.

    Keith desenganchó la manguera mientras Bowles extraía una llave inglesa y empezaba a ajustar los conectores. Estaba de pie cerca del borde del precipicio, con las piernas separadas, sujetándose. Abajo se veía una división de casas con más de un siglo de antigüedad, de las que mostraban en los folletos, silenciosas entre pequeños montones de nieve. Suaves colinas se alzaban lentamente hacia el horizonte, cubiertas con rastrojos y negros árboles achaparrados, algunos retorcidos.

    Bowles maldijo el frío que entorpecía su intento de abrir la válvula maestra. La manguera era gruesa y ocupaba las manos enguantadas de Keith; apenas podía sujetarla con las dos. Se escuchó un sonido metálico cuando la válvula se descongeló bajo la llave que manejaba Bowles. La manguera palpitó y se movió. Keith trastabilló y se recuperó de inmediato a medida que la tobera escupía desperdicios industriales de color lechoso.

    El líquido voló en un amplio arco plano hacia el suelo congelado. Fluía despacio, cubriendo marchitas hierbas de color marrón con un charco creciente. Se formaron cristales amarillentos, que fueron disueltos de nuevo mientras más líquido caía sobre ellos. Se suponía que debían buscar un emplazamiento nuevo en cada salida: sin embargo, resultaba más cómodo utilizar los viejos vertederos.

    La tierra era desierta y monótona. Deprimía a Keith, dejándole con un estado de ánimo sombrío y nihilista. Recordó historias que le contaron de cómo, a veces, los desperdicios químicos tóxicos se mezclaban con los vertidos anteriores, y producían extrañas interacciones alquímicas. Del terreno surgían llamas explosivas, o peculiares gusanos de color naranja brotaban de la tierra. Existía un emplazamiento en la parte alta del Condado de Bucks en el que él había visto realmente arrastrarse la tierra, hirviendo y burbujeando a lo largo de todo el año. Explota en llamas, pensó, dirigiéndose a la tierra. Sin embargo, no ocurrió nada. Las últimas y relucientes gotas de desperdicios cayeron de la manguera. La sacudió y luego comenzó a enroscarla de nuevo.

    De regreso a la cabina, Bowles se había quitado la capucha anaranjada de su traje protector y se sacó su nucleoporo antes de que Keith tuviera tiempo de activar el reciclador de aire. Como la mayoría de los veteranos, Bowles no empleaba mucho su mascarilla; no creía que algo que él no consiguiera oler, probar, tocar o ver pudiera producirle algún daño real. Tomando su turno al volante, Bowles condujo el camión hacia la autopista.

    —Estás ansioso por llegar al desfile, ¿verdad, muchacho? —preguntó.
    —Supongo. Eh, mira la carretera.

    La cabina se ladeó cuando pasaron por encima de un alud de barro que había borrado veinte metros de autopista. Bowles se carcajeó.

    Bowles era el único negro en la nómina de Vertidos Industriales de la Ciudad de Quaker. Sólo los políticos podían haberle conseguido el trabajo. Sin embargo, Bowles desfilaba con una banda de segunda clase de Filadelfia del Norte; incluso un negro podía realizar un buen trabajo con esa clase de grupos.

    —No empieces a hablarme igual que mi tía —repuso—. ¿Acaso ves algo de tráfico?
    —Eh, bueno. Pero me sentiría mejor si...

    Bowles condujo el camión haciendo una ese, arañando los dos bordes del camino. Keith calló la boca.

    Pasaron rugiendo por delante de las ruinas de un banco. El viento les llevó un montón de polvo blanco de una pila de residuos de asbesto que habían sido vertidos en el aparcamiento.

    —Hay buenas tierras más allá, lejos de los vertederos —comentó Bowles, pensativo—. Si fuera joven como tú, me cogería una vieja granja y me arreglaría un hogar. No creerás que ahí fuera es peligroso, ¿verdad, hijo?

    Ya he escuchado esta charla antes, pensó Keith. Ese era el problema con Filadelfia..., todos eran irlandeses o italianos. Razón por la que, por supuesto, el encargado de personal siempre une al negro y al polaco. Te brinda la oportunidad de descubrir hasta qué punto te puedes hartar de una persona.

    —Como establezcas una granja aquí, tus pelotas se mutarán hasta convertirse en hongos de color verde —replicó, odiándose al instante por las palabras que acababa de pronunciar, por ponerse al mismo nivel que Bowles.

    Bowles se rio, mostrando unos pobres y dispersos dientes cariados y amarillentos. Se desvió para evitar el tronco de un árbol mutado que se arrastraba por encima del suelo como si fuera una parra, hundiéndose en la carretera.

    —Entonces deberías tratar de introducirte en los Mimos. Apuesto que, si mostraras cierto interés, lo conseguirías.
    —Es gracioso —dijo Keith—. Gambiosi me comentó casi lo mismo.
    — ¿Gambiosi? Vaya. ¿Qué le contestaste? —No había mucho que yo le pudiera responder. Bowles se golpeó la frente con la encallecida palma de una mano y le miró incrédulo.
    — ¡No puedo creerte, hermano! Fue una pista..., una especie de señal. El Hombre te decía que se había fijado en ti. Lo único que tenías que hacer era hablar, y en el acto te habría ascendido, hijo. En el acto.

    Si Keith le indicaba que no le interesaba ascender entre los Mimos, Bowles se burlaría de él y se lanzaría a una conferencia sobre la ambición; ya había ocurrido antes. En vez de eso, dijo: —No dispongo del dinero para los disfraces, y no quiero llevar plumas. De todos modos, no me interesa la política.

    El padre de Bink había estado en los Mimos, y llegó a ser el último marchador; para lo que le sirvió. Su pobre paga sólo le alcanzaba para comprar lentejuelas y plumas de avestruz, y ninguno de los beneficios médicos de que disfrutaba evitó que su esposa muriera de leucemia. Probablemente, al final también le mató a él. De todas formas, el viejo había muerto de algo raro, y Keith siempre sospechó que lo pilló por la influencia que ejercía sobre él el trabajo que desarrollaba con los Mimos. El trabajo que fue lo único que le pudo dejar a su hijo superviviente...

    Bowles se abrió para girar por una esquina sin visibilidad, se volvió y comentó:

    —Te hablo en serio. Si tú... — ¡Por Dios, cuidado!

    Sorprendido, Bowles dio un golpe de volante. Las ruedas delanteras pasaron por encima de un trozo de nieve y el camión perdió el control. Keith, con la nucleoporo bamboleándose de su cuello, fue empujado contra la puerta.

    Algo pasó en un destello por delante del parabrisas: era una mujer montada sobre una sucia bicicleta. Estaba cruzando la carretera cuando el camión dobló la esquina y sus ruedas perdieron tracción. Se inclinó sobre el manillar y le imprimió el último resto de velocidad a su bicicleta.

    —Por el amor de Dios —rogó Keith cuando la bici pasó delante de los parachoques delanteros, evitando a duras penas ser arrollada.

    Antes de que la ciclista pudiera cruzar la calle, el camión derrapó y rozó la bicicleta con la rueda trasera. Se escuchó un enfermizo y sonoro crunch. Keith vislumbró algo que volaba por los aires.

    A Bowles sólo se le veían los codos en movimiento mientras trataba de frenar el camión y, al mismo tiempo, mantenerlo en la carretera. Con un chirrido de ruedas, consiguió frenarlo sin que volcara.

    Bowles saltó de la cabina y dejó su puerta abierta tras él. Keith, de forma automática, apagó el motor, se colocó su mascarilla y le siguió.

    La caída de la mujer se había visto amortiguada por un matorral seco. Yacía inmóvil y encogida, muy parecida a un puñado de harapos tirados. Un poco más allá de donde estaba se encontraba la bicicleta sucia, doblada, completamente inutilizada.

    —No es una mutie —comentó Bowles. Se irguió después de realizar una inspección rápida y volvió a inclinarse para contar los dedos de la mujer—. No. ¿Sabes algo de primeros auxilios?
    —Un poco —contestó Keith—. Jesús.

    Contemplaba el hilillo de sangre que manaba de una de las fosas nasales de la mujer. Ese líquido rojo y brillante le paralizaba. Echó a un lado la sensación y se agachó al lado de la mujer.

    —Lo primero que hay que hacer es tantear para ver si hay huesos rotos, hum, o alguna herida evidente..., ha pasado mucho tiempo desde que lo aprendí. —Se trataba de una mujer delgada y musculosa, que estaría a punto de acabar la treintena o apenas pasaría de los cuarenta años. Sus pómulos eran eslavos y le conferían a su rostro, incluso sin sentido, una expresión salvaje. Una túnica, larga y pesada, se había abierto parcialmente, mostrando unos pantalones de color caqui, ese verde claro que el Frente de Liberación del Norte había utilizado veinte años atrás. Su nucleoporo se le había salido parcialmente del rostro. Después de comprobar que aún respiraba, se lo volvió a colocar—. Bueno, yo no veo nada serio. — ¿Y ahora qué hacemos?
    —Hum, la situamos en una posición que mitigue el shock sufrido. Algo suave debajo de la cabeza, alzarle los pies. —Empezó a quitarse la chaqueta para formar un cojín y se detuvo—. Esto no sirve. Hemos de llevarla a la ciudad.

    Cargaron con ella hasta la cabina y, como pudieron, distribuyeron su peso entre las piernas de ellos. Keith se sentó al volante y emprendió la marcha, despacio y con cuidado.

    — ¿Qué es eso que lleva alrededor del cuello? —inquirió Bowles. Desenganchó una cajita de cuero y miró en su interior—. Son unos binoculares —se respondió a sí mismo. Los depositó con cuidado en el salpicadero y se dedicó a inspeccionarle los bolsillos—. Aquí está el pasaporte, sellado en Filadelfia. Profesión: especialista. —Se detuvo—. No sabía que pudieras ganarte la vida con algo así. Posee un visado especial de Deriva para visitar Souderton.
    —Souderton se encuentra bastante lejos de aquí. Apenas se puede considerar que se halle dentro de los límites de la Deriva.
    —Dímelo a mí. —Bowles volvió a guardar el documento y prosiguió su inspección—. Vaya, si tiene dos —repuso, extrayendo un segundo pasaporte de un bolsillo interior.
    —Eh, tal vez no tendrías que revisar sus pertenencias —repuso Keith, sintiéndose incómodo.

    Bowles le ignoró.

    —En los dos aparece el nombre de Suzette Fletcher. La misma altura, el mismo color de pelo. Edad: cuarenta y dos. En los dos. Profesión: periodista. ¿Qué te parece? Es una reportera del Boston Globe, allá en el norte. Y no tiene ningún sello de Filadelfia.
    —Vamos, tío. Me sentiría mejor si dejaras de revisarla.
    —Bien, de acuerdo, de acuerdo. —Bowles guardó el pasaporte y le alisó de nuevo la túnica. Estudió el rostro de la mujer, que estaba cubierto por una masa de pelo rubio sucio sobre el regazo de Keith—. Es una mujer realmente atractiva. ¿Qué se siente al tener esa carita entre tus piernas?

    Keith aminoró la velocidad para sortear un trozo de carretera peligroso, donde un vertido descuidado había dejado una lámina congelada sobre el cemento.

    —Oh, vamos —musitó, sintiéndose avergonzado sin quererlo—. Podría ser mi madre.
    —Sin embargo, tiene el aspecto de que sus ojos aún pueden brillar —comentó con ligereza Bowles—. Apuesto a que también tiene pelo en otras partes de su cuerpo. Un joven como tú podría aprender algo de una mujer madura.


    Atravesaron la desnuda franja de tierra que separaba Filadelfia de la Deriva, ennegrecida por los repetidos incendios. Las vallas fronterizas de la parte trasera resplandecían con los símbolos grabados contra el mal de ojo y, más allá de ese alegre recibimiento, se hallaba la ciudad, un refugio seguro de todo lo que había detrás.

    Unos guardias aburridos les permitieron atravesar los bloqueos con gestos de la mano y el camión se adentró en los límites de la ciudad. En esta zona casi todo eran escombros; únicamente se veían unos pocos edificios Victorianos que se erguían solitarios como lápidas en el campo. Eran los santuarios de las mujeres que se habían proclamado a sí mismas brujas y de los conjuradores, que anunciaban extraer poder de su proximidad con las tierras envenenadas. —Eh. Pasaremos cerca de un hospital; podríamos ingresarla en él. Quizá sufra conmoción cerebral.

    Keith pensó en ello. Los edificios se iban haciendo más numerosos y las calles más pobladas. Frenó para no llevarse por delante a una niña gitana, y luego continuó más despacio.

    —Esperemos un poco a ver si recobra el conocimiento. Guardemos los hospitales como último recurso.

    Los peatones se dispersaron y los palanquines se apartaron de su camino. Un carruaje de caballos estuvo a punto de desbocarse y Bowles hizo una mueca burlona; siempre le regocijaba ver a los ricos sufrir inconvenientes.

    —El camino más corto desde aquí pasa por el puente de la calle Spring Garden.

    Keith asintió.

    —Muy bien.

    Monstruos embalsamados colgaban de las viejas y estropeadas farolas a ambos lados del puente, un recordatorio constante de los horrores que crecían en el Exterior. La mayoría habían sido colocados décadas atrás, y la constante exposición a los elementos los había convertido en jirones de color marrón, entre los que se veía aquí y allí algún que otro hueso. Keith observó cada farola por la que pasaban, y se dio cuenta de que buscaba al monstruo de Jano de ayer, y se obligó a apartar la vista de esos seres grotescos y prestarle atención al camino. Ni siquiera alzó los ojos cuando pasaron al lado del Ayuntamiento de los Mimos.

    Cuando el camión cruzó por fin la calle Segunda, el sol era una mancha recortada contra el horizonte. Se reflejó débilmente en el estriado espejo retrovisor y brilló con palidez en uno de lo6 costados del parabrisas. Unos barrenderos limpiaban la calle de cualquier partícula caliente que pudiera haber sido transportada por el viento procedente de la Deriva, como preparativo para el desfile de mañana.

    La mujer gimió y se agitó levemente. Abrió los ojos y, con muestras de dolor, se incorporó hasta quedar sentada.

    —Estamos en Filadelfia —le comunicó Bowles—. Me llamo Jimmy Bowles, y mi socio es Keith Piotrowicz.

    Se inclinó hacia delante y se llevó con cautela la mano a la frente.

    —Dios, me duele. —Moqueó ligeramente, aceptó un pañuelo que le ofreció Bowles y se lo llevó a la nariz.
    —Jimmy es el primer hombre que ha tenido alguna vez un accidente en la Deriva —comentó Keith con un toque de maldad. Bowles le miró con ojos centelleantes y no dijo nada.

    La mujer se irguió un poco. Un costado de su desvaído pelo rubio recibió un destello del sol y brilló rojizo.

    —Oh, sí, ya empiezo a recordarlo —forzó una sonrisa—. Soy S. J. Fletcher. Todo el mundo me llama Fletch.
    —Encantado de conocerte, Fletch —repuso Keith.

    Casi al mismo tiempo, Bowles inquirió:

    — ¿Qué estabas haciendo en la Deriva?

    Fletch contempló cómo pasaban de largo los viejos edificios que se alineaban al lado de los muelles. Sus paredes de ladrillo brillaban rojas sobre sus cabezas, en sombras más abajo. —Genealogía personal —contestó—. Investigaba en los archivos de Souderton, se encuentran casi intactos, son un verdadero tesoro, y encontré la licencia matrimonial de mi abuela. Decía que nació en Rey de Prusia, así que... —Se encogió de hombros—. Tenía la esperanza de descubrir la Biblia de la familia; pero me parece que es una causa perdida. Eh, habéis revisado mis cosas, ¿verdad?

    —Lo que llevabas encima —replicó Bowles.

    El camión casi se arrastraba cuando Keith aminoró la velocidad al adentrarse en las estrechas calles de los muelles. Se metió con un giro cerrado en el interior de su empresa, casi rozando contra dos edificios mientras realizaba la maniobra.

    — ¡Eso me importa una mierda! Me refiero a mis alforjas. Contienen todos mis... suministros y materiales. Mi dinero, mi carta de crédito.

    Keith intercambió una mirada con Bowles y se encogió de hombros. El aparcamiento estaba atiborrado de camiones que habían llegado antes que ellos; se concentró en la incómoda tarea de estacionar. Llegaban tarde, y sólo quedaba vacante la plaza 23.

    —Estarán con la bici —dijo Bowles—. No la inspeccionamos.

    Ella se dio un golpe en el muslo.

    —Maldición, maldición, maldición. —Entonces, con un tono de voz bruscamente autoritario, añadió—: Tendréis que llevarme de nuevo al lugar del accidente para que las recupere.
    —Oh, vamos —objetó Bowles.

    Keith apagó el motor y quitó las llaves.

    —Echa un vistazo a tu alrededor —señaló. Los tanques de los camiones se extendían en anchas filas regulares, y sus blancas superficies se iban apagando a medida que el sol se ponía—. La empresa no nos permitirá llevar este camión hacia la Deriva durante la noche.
    —Yo...

    Bowles bajó de un salto de la cabina.

    —Keith, ven aquí atrás y léeme el metraje —pidió—. Luego yo iré a presentar el informe, y vosotros podréis arreglar esto entre los dos.
    —De acuerdo. —Saltó fuera y respiró profundamente, disfrutando del aire de la ciudad. Era sucio pero seguro. Se abrió la chaqueta para dejar que el aire frío le diera de lleno antes de ir hacia la parte trasera del camión. Se preguntaba qué querría comentarle Bowles. No había ningún medidor, por supuesto; sólo existían dos alternativas: el camión estaba vacío, o estaba lleno.
    —Escucha —siseó Bowles con fiereza—. Haz lo que quieras con esa mujer, cuéntale lo que te parezca. Pero mantén la boca cerrada en lo referente a que inspeccioné sus pasaportes. ¿Lo has comprendido? Eso es algo que atañe a los Mimos, muchacho, y será mejor que no lo olvides.

    Keith se encogió de hombros y asintió a medias. Bowles le miró irritado.

    — ¡Jesús! ¡No reconocerías una oportunidad ni aunque te mordiera el culo! —Dio media vuelta y se dirigió al despacho del encargado.

    Keith regresó a la cabina, sintiéndose levemente divertido. Si a Bowles le apetecía ir de agente secreto, no era asunto suyo.

    —He estado pensando —le comunicó a Fletch—. Podemos llevarte pasado mañana, siempre que no te importe pasar un día en el interior de un camión. Al encargado no le gustará; sin embargo, Jimmy lo podrá arreglar. Tiene influencias.
    — ¿Y por qué no mañana?
    —Es el primero de enero..., el Día de los Mimos. Todo estará cerrado. — ¿Y qué demonios se supone que haré yo desde ahora hasta entonces? ¿Dormir en las cloacas?

    Él apartó los ojos para evitar su colérica mirada.

    — ¿Por qué no ingresas en un hospital?
    —Ya he visto lo que vosotros llamáis «hospitales»; no, gracias. Dame un lugar donde tenga la oportunidad de luchar y salir con vida.
    —Supongo que te podré hacer un lugar conmigo —ofreció Keith, resignado—. Dispongo de un sofá extra.

    No estaba muy seguro de que le gustara esa mujer, y tenía la inquietante sensación de que lamentaría habérselo ofrecido. No obstante, no veía otra alternativa.

    Cuando Bowles regresó, Keith le puso al tanto de la situación. El otro le dio una palmada en la espalda.

    —Portaos bien —se despidió, con tono burlón.


    A pie, el apartamento de Keith no se hallaba lejos; unos dos kilómetros a través del distrito dé reciclaje, lo que solía ser Queen Village. Keith caminaba despacio, sin prisa alguna por llegar a ningún lugar determinado.

    Fletch lo miraba todo, los montones de ladrillos de los edificios desmantelados, el acero que se oxidaba a la espera de que lo fundieran de nuevo, tuberías de cobre de tonalidades verde— grisáceas que se fundirían para acuñar nuevas monedas..., todo. Arrugó la nariz cuando pasaron al lado de un cubo que contenía ropa en descomposición, destinada a convertirse en papel, y señaló con un dedo una brillante figura que había pintada en uno de sus costados de madera.

    — ¿Qué significado tiene esto? Lo he visto por todas partes.
    —Significa que el propietario recibe su paga de los Mimos. Le protege de los ladrones.
    — ¿Sí? —Fletch cogió un ladrillo cercano y lo tiró al cubo. Se rompió y esparció polvo—. Si hubiera querido..., me lo podría haber llevado.
    —Pero te habría resultado imposible venderlo. Los Mimos tienen oídos por todas partes. Si intentaras deshacerte de él, se enterarían. ¿Sabes?, son gente que pertenecen a todos los barrios.

    Fletch no le escuchaba. Observaba otro cubo; éste se hallaba lleno a rebosar de restos de plástico sumergidos en agua. Al lado del Mimo pintado se veía impresa con grandes letras la palabra PLASTECOLI.

    ¡Adaptáis las bacterias! —Descubrió el filtro y la espita por donde se extraía el alcohol del plástico en descomposición—. Creí que Filadelfia mantenía un embargo contra la tecnología avanzada.

    —Sólo cuando hace que el dinero salga de la ciudad. —Habían llegado a su bloque. Tres entradas enrejadas conducían a los patios interiores; con un gesto de la cabeza, Keith le indicó una—. Por aquí.

    Condujo a Fletch por las escaleras hasta la cuarta planta, abrió la puerta y le cedió el paso. Colgó su nucleoporo de un gancho que había en el pasillo.

    —Puedes ocupar el dormitorio —indicó—. Supongo que yo dormiré en el sofá.

    Ella observó los cuartos atestados de cosas.

    —Este lugar es un sumidero. ¿Nunca lo limpias?
    —Bueno... —Keith recogió un montón de ropa sucia del suelo y la metió en un armario que ya estaba a rebosar. Fletch examinó una foto enmarcada de la Virgen y el Niño Jesús y sonrió con indulgencia. Se aproximó a la única ventana que aún no se hallaba tapiada para el invierno y abrió las persianas.

    Hay una bonita vista de la bahía si escudriñas a través de los edificios de la izquierda —indicó ella con ironía. Keith introdujo unos exiguos restos de carbón en el hornillo, encendiendo un fuego con papeles enrollados de la edición de la semana pasada del Inquirer. No se molestó en decirle que el apartamento tenía un suplemento extra porque no daba a la Deriva.

    Fletch se quitó los binoculares del cuello y miró a través de ellos. Sin volverse, Keith supuso lo que veía: los balandros y las goletas, con las velas plegadas, adentrándose en la bahía. Mezclados entre ellos estarían los viejos recauchutados.

    —Está demasiado oscuro para afirmarlo —musitó Fletch—. Sin embargo, juraría que uno o dos de esos barcos funcionan quemando carbón. Incluso... ¡Santo Dios! Ése parece un viejo petrolero reconvertido.
    —Oh, sí, tenemos de todas las clases. —Sopló con suavidad el fuego, anticipando el calor que les proporcionaría. En unos pocos minutos más podría quitarse el abrigo.
    — ¡Pero son viejos! Con un casco de una sola pieza, mientras el fondo se oxida y los remaches se sueltan. ¿Cómo permitís esa basura en vuestra bahía?
    — ¿Qué daño pueden hacer? —preguntó Keith—. Cualquier vertido accidental será llevado río abajo. De todas formas, el Delaware desemboca en la Deriva... y en los próximos miles de años nadie va a ir de pesca allí.

    Los platos de la cena estaban colocados en el fregadero, a la espera de la ración de agua nocturna, cuando se escuchó un golpe en la puerta. Fletch, que llevaba un jersey viejo de Keith sobre sus pantalones, fue a abrirla.

    En el pasillo vio a más de una docena de los inquilinos del edificio.

    — ¡Regalo para los Mimos, Regalo para los Mimos! —gritaron desordenadamente.

    Un Mimo solitario se adelantó. Llevaba un sombrero de copa de lentejuelas, pantalones y camisa amplios con dibujos geométricos y brillantes formados por fragmentos de espejo y bordados. Su capa, que usaría en el desfile de mañana, jamás habría logrado pasar por el marco de la puerta, motivo por el que, necesariamente, no la llevaba. Entró, quitándose el sombrero con una filigrana; se parecía a un rutilante indio de Hollywood.

    —Han venido por el Regalo de los Mimos —le explicó Keith a Fletch. El Mimo alzó un saco de muselina y Keith, con rapidez, fue en busca de dos rollos de papel que contenían monedas de a dólar de plata y que guardaba en un cajón de una cómoda. Se los dio.

    Con un movimiento exagerado, el hombre rompió los papeles y arrojó las monedas al saco. Sus labios se movían a medida que los contaba con velocidad. Keith sonrió con tristeza. El Regalo había acabado con casi todos sus ahorros,

    El Mimo era un hombre bajo, con un rostro ligeramente manchado, y las venas rotas de la nariz se veían acentuadas por el alcohol.

    —La paga está completa —anunció. Los inquilinos se acercaron para ver mientras el otro gesticulaba con aire benigno—. La protección de los Mimos se extiende a esta casa durante otro año. ¡Que continúe la diversión!

    Los inquilinos mostraron su júbilo y recorrieron los dos cuartos de su apartamento. Alguien introdujo más carbón en el hornillo, y otro agitó una jarra de alcohol de cebada. Keith se apresuró a sacar lo que quedaba de la sidra del último octubre para mezclarla. Este tipo de fiestas que iban de casa en casa eran una costumbre antigua y santificada, y en una ciudad que se regía más por la tradición que por el propósito real era mejor participar de ellas.

    No todos los juerguistas pertenecían al edificio de Keith. Cynthia Doring se encontraba entre ellos, y vivía a varios bloques de distancia. Se acercó a él con el único objetivo que tendría un tiburón y, cuando se cogió de su brazo, Keith tuvo la impresión de que unos dientes blancos desgarraban su carne.

    —Keith, cariño —dijo ella—. Ha pasado tanto tiempo. Literalmente, no nos vemos desde hace años.

    Keith se negó a mirarla a los ojos. Esos ojos verdes, con destellos dorados y pupilas interminables.

    —Sí, bueno. Ya sabes, estas cosas suelen ocurrir.
    —Pero no deberían. No deberían.

    Sintió que alguien le tiraba de la manga. Se volvió y vio a Jerry, de la tercera planta. No estaba del todo borracho; tenía los ojos brillantes de excitación.

    —Has de presentarme a tu amiga, la rubia —susurró—. ¿Es tuya? ¿Dónde la encontraste?
    —Te la presentaré. —Keith se sintió contento por la interrupción—. Si me disculpas, Cynthia. —Llevó a Jerry hasta donde se encontraba Fletch y cumplió su promesa—. Se puede decir que nos encontramos en la Deriva —concluyó, sabiendo que eso caería como una bomba.
    — ¡No te creo!
    — ¿De verdad?
    — ¿Qué estaba haciendo ella ahí fuera?... La Deriva es peligrosa.

    Fletch le dedicó una sonrisa educada, casi maternal.

    —Los niveles de radiación son sólo peligrosos si te encuentras justo encima del emplazamiento de la Fusión. En la mayor parte de la Deriva, con lo único que has de tener cuidado es con ciertas cosas. Estás perfectamente a salvo mientras no comas, bebas o respires su aire.

    Había una ligera incomodidad en la risa del grupo; sin embargo, se acercaron a ella, fascinados. Cynthia aprovechó la oportunidad para reclamar a Keith. Cogiéndolo nuevamente del brazo, le comentó:

    —Keith, me tienes preocupada. Al principio pensé que se trataba de algo que hice o dije. No obstante, no dejo de encontrarme con viejos amigos tuyos, y a ellos tampoco les ves. ¿De qué te escondes? Podrías haberlo hablado conmigo. Sigo viviendo en el mismo lugar. Demonios, sigo en el mismo turno en el hospital; podrías haber ido a verme.

    En algún lugar a su espalda, Fletch explicaba las bases de la genealogía

    — ¿Dónde te hallabas cuando murió Joey? —le preguntó Keith. Los ojos verdes se abrieron.
    —Soy sólo una enfermera, Keith..., únicamente vacío las bacinillas de la cama. Sin embargo, cuidé de tu hermano, y no había nada que nadie pudiera hacer por él. —Nadie muere de mordeduras de ratas. —Fue la rabia. El virus de la rabia 2017B..., tuvieron suerte incluso de identificarlo adecuadamente. —Cuando Keith se mantuvo en silencio, ella intensificó su apretón y apretó su cuerpo suave y joven contra él—. He venido con Timothy —murmuró—. Sin embargo, di una palabra y me desharé de él. Creo que entre nosotros dos existe algo, Keith. Guarda lo bueno del pasado y olvida lo demás. Se desenganchó de ella con un movimiento brusco y repentino. Alzó un puño hasta la altura del hombro..., y lo único que le impidió lanzarlo contra su rostro fue la profunda inhibición arraigada en él que le impedía golpear a una mujer.

    Contempló su puño levantado y se obligó a bajarlo, escondiéndolo en un bolsillo. La cara de Cynthia se había puesto pálida. En el instante que le llevó recuperarse, su expresión pasó de la sorpresa al miedo, y luego recuperó sus viejas y conocidas líneas de crueldad.

    Ella sonrió con fiereza.

    —Veo que has adquirido el gusto por la carne añeja. —Señaló a Fletch con un movimiento de la cabeza, para que no quedara ninguna duda sobre a quién se refería.
    —No es nada de lo que piensas —replicó Keith. Repentinamente, deseó confiar en ella de nuevo; pero todos sus recuerdos le mostraron que era una mala idea. Quiso explicarle lo que le había hecho sufrir la muerte de su hermano, cómo le había quitado casi la vida de un año de su existencia. Sin embargo, mientras lo pensaba, se dio cuenta de que no existían explicaciones, palabras, motivos. Sólo le quedaba el vacío y el terrible dolor, el asco residual por esa palabra.
    —Yo... —Alargó el brazo hacia ella.
    — ¡Es hora de que la fiesta se traslade de sitio! —rugió el —Mimo—¡Vamos, no podemos quedamos aquí toda la noche!

    Los juerguistas salían por la puerta. No está en mis intenciones interferir en tu búsqueda de mama—se burló Cynthia, y se marchó.

    El Mimo se hallaba en el umbral de la puerta, empujando a los inquilinos hacia el pasillo. Keith se encargaba de los rezagados, y permaneció en la puerta para recibir la bendición acostumbrada.

    El Mimo se la dio con rapidez, resumiéndola.

    —Aquí estamos en la puerta de tu casa igual que el año anterior. Por la comida y la bebida, nuestra más sincera gratitud. Hemos comido toneladas y bebido barriles. Regresaremos dentro de un año, no antes, y si nuestra ayuda necesitas..., simplemente grita.

    Hizo una ligera inclinación y cerró la puerta.

    Keith se quedó allí como un bobo. Escuchó la jarana y el movimiento de pies que subían al siguiente apartamento. El Mimo no le había ofrecido unirse al grupo y ese gesto no tenía precedentes. Hasta donde él supiera, jamás le había ocurrido a nadie.

    Regresó al salón, que daba la impresión de estar vacío ahora que sólo albergaba a Fletch y a él mismo.

    Fletch parecía confusa.

    — ¿Fue por algo que dije?
    — ¿Qué dijiste?
    —No lo sé. Alguien me preguntó dónde buscaba en los archivos, y yo le expliqué que comencé mi investigación en Souderton..., y, de repente, el hombre del disfraz se puso a gritarle a todo el mundo que debían marcharse.
    —Oh, Jesús —musitó Keith—. Souderton.

    Intentó explicárselo.

    Souderton fue la última ciudad de la Deriva en morir. Sus niveles de contaminación eran bajos, y la ciudad poseía unos líderes enérgicos y decididos. Aproximadamente hasta unos veinte años después de la Fusión, Souderton había sobrevivido, incluso podía decir que, en cierta forma, prosperó. Cultivaban su propia comida y, si quedaron aislados por las comunidades de más allá de la Deriva, por lo menos no se vieron obligados a comenzar de nuevo desde los campos de refugiados.

    Sin embargo, su comida y su agua aún seguían contaminados con isótopos radiactivos. Había un montón de casos de tumores malignos, de malformaciones de nacimiento y de leucemia. Después de dos décadas, ya no podían seguir ignorándolos. Eran demasiado comunes, estaban demasiado extendidos, formaban parte de cada pensamiento y acción.

    Casi por consenso popular, el pánico comenzó en una asamblea de la ciudad para discutir el problema. Una versión alternativa indicaba que todo empezó por una anciana que murió de un ataque al corazón. No obstante, la histeria surgió, y pronto se convirtió en una evacuación masiva de la ciudad, formada por una multitud de miles de personas aterradas que huyeron como lemingos en dirección de Filadelfia.

    Una horda de gente que se autoproclamaron vigilantes salieron a su encuentro en los límites de la ciudad; eran ciudadanos que temían las mutaciones, el envenenamiento por radiación o cualquier cosa que proviniera de la Deriva.

    Al día siguiente, hombres encapuchados con filtros y recicla— dores de aire emprendieron la marcha a Souderton armados con rifles y arreglaron la situación.

    —Mira, yo voy allí constantemente, así que no me molesta. Sin embargo, tiendo a olvidar cómo sienten los demás con respecto a la Deriva —repuso Keith—. Además, existe una especie de miedo heredado hacia el mismo Souderton, hacia lo que podría haber ocurrido si la multitud hubiera entrado en nuestra ciudad.
    —Más bien parece una culpa heredada. —Fletch se sentó al borde de la cama, se quitó los cordones de las botas y las dejó caer—. Estoy rendida; voy a acostarme. —Se quitó el jersey.

    Sus pechos oscilaron debajo de la camisa. Le colgaban un poco, aunque no mucho para una mujer de su edad. Keith se descubrió intentando imaginárselos. La habitación estaba incómodamente cálida, incluso pesada. La única copa que había bebido casi le había mareado.

    —Eh, escucha —dijo—. La cama es lo suficientemente grande para dos.

    Fletch emitió una sonrisa desdeñosa.

    —Quédate donde estás, hijito —replicó—. Puedes dormir una noche en el sofá sin romper nada.


    Keith se despertó al amanecer por los ruidos que producía la madera sobre la madera, el metal contra los ladrillos y los agudos chillidos de los niños. Los jóvenes de la ciudad se hallaban en las calles dándole la bienvenida al año nuevo, divirtiéndose con su derecho anual de alborotar y despertar de su sueño a los adultos.

    Volvía del baño que había en el pasillo en el momento en que Fletch salía del dormitorio. Se frotaba lentamente los brazos contra el frío de la madrugada; mostraba un aspecto tan arrugado y gastado como sus ropas.

    —El desayuno estará listo en un minuto —le comunicó Keith—. ¿Cómo te sientes esta mañana? —Se dedicó a encender un fuego en el hornillo.

    Fletch hizo un gesto de dolor cuando se sentó en el borde del sofá.

    —No demasiado mal para una mujer que fue arrollada por un camión.

    Había azúcar para las gachas de avena, y Keith pudo rematarlas con dos grandes tazas de achicoria y café mezclados. Como soltero podía permitirse estos pequeños lujos. Fletch no hizo ningún comentario sobre la insinuación de él de la noche anterior; mantuvo una conversación superficial y amistosa. Al cabo de poco tiempo, a Keith volvió a caerle bien.

    Una vez terminaron de comer, él se marchó con el fin de realizar algunas tareas para los Mimos. Se detuvo en la puerta y le preguntó a Fletch si quería dar una vuelta por la ciudad mientras él no estaba..., sólo poseía una llave del apartamento.

    —No —decidió ella—. Me quedaré aquí y realizaré algunos ejercicios de estiramiento para relajar mis maltrechos músculos.
    —Perfecto. Regresaré antes de la tarde.


    Keith fue puesto a trabajar con unos obreros que se encargaban de ajustar los pernos de las plataformas del Ayuntamiento. Ahí era donde terminaría el desfile; después de subir por la calle Dos, los grupos girarían hacia el oeste y bajarían por la calle Ancha, donde realizarían sus actuaciones debajo de la torre adornada del edificio de piedra.

    Las plataformas, y las gradas que había debajo de ellas, soportarían el peso de varios cientos de espectadores privilegiados: funcionarios de alta categoría de la ciudad, una delegación de Federales venidos de Atlanta en el tren semanal, representantes de comercio de los estados exportadores que se hallaban en la ciudad para conseguir licencias de importación. De entre ellos se eligió a un cierto número de jueces, cuyas identidades se mantenían en el más absoluto secreto. No resultaba fácil juzgar una presentación de Mimos, analizar entre el entusiasmo y el talento musical, los disfraces y la maestría de interpretación, la precisión y el ímpetu. Además, las emociones se exaltaban.

    Los diversos premios en metálico que se concedían ni siquiera alcanzaban para cubrir los gastos de los disfraces de los vencedores. Sin embargo, el prestigio que daba ser la mejor banda, o tener el mejor disfraz, o ser el mejor grupo cómico, significaba para los participantes mucho más que el dinero.

    La policía montada recorría lentamente las plataformas; el ruido que producían el cuero de sus sillas y de sus chaquetas sonaba de forma ominosa. Keith se mantuvo debajo de las gradas, trabajando lo menos posible. Había elegido la viga mayor —demasiado grande para poder realizar algún tipo de tarea real—, sabiendo que le hacía casi inmune a un escrutinio cercano. Durante una hora estuvo andando arriba y abajo sin hacer nada; en alguna ocasión se detenía para examinar un perno que ya había sido ajustado.

    Un penetrante silbido llamó su atención, y el jefe de los obreros le indicó con un gesto que saliera de ahí.

    —Ya es suficiente —restalló—. Empieza a subir las sillas.

    Keith se echó la llave inglesa al hombro y acató la orden.

    Cargó con dos sillas plegables de madera en cada brazo y subió por las escaleras traseras hacia la parte izquierda de la plataforma. En el extremo más alto había espacio suficiente para una docena de espectadores, con un pasamanos del que pendían ondeando al viento unas banderolas y desde donde se divisaba todo el paisaje gris y vacío de la calle. Ya había colocada una silla, con un hombre obeso y de piel cetrina sentado en ella. Keith le saludó con la cabeza y dispuso las sillas que cargaba, poniéndolas en su sitio y luego abriéndolas por los lados.

    — ¿Quiere un trago? —El hombre le ofrecía una botella—. Southern Confort. Un buen whisky sureño para echar un trago. Siéntese. Keith aceptó la botella, acercó una silla y bebió un trago. El alcohol poseía un sabor dulzón y le quemó la garganta. Jadeó en busca de aire.
    —Me llamo Samuelson —dijo el hombre. Tenía la cara regordeta y pálida, y no había duda de que llevaba un buen rato bebiendo.

    Keith le devolvió la botella.

    —Encantado de conocerle, señor Samuelson. ¿Ha venido con los Federales de Atlanta?

    Samuelson negó con énfasis con un movimiento de la cabeza.

    —Soy el representante jefe del distrito norte de la Southern Manufacturing y Biotech.

    No había gran cosa que pudiera comentar ante eso, así que Keith asintió y sonrió. Samuelson le alcanzó otra vez la botella. Esta vez bebió con más cuidado, taponando el cuello de la botella con la lengua para dejar que sólo cayeran unas pocas gotas.

    —Se llevaron mi reloj.
    — ¿Perdón?

    Samuelson alzó una muñeca desnuda.

    —Mi reloj. Se lo llevaron. Hecho con los mejores chips instrumentales de nuestra zona. Realizaba cuarenta y siete funciones distintas y decía la hora..., era de lo mejor.

    Keith volvió a asentir y aguardó a que Samuelson continuara.

    — ¿Por qué querrían hacer algo así?

    Keith no lo sabía.

    — ¿Comentaron si se lo devolverían?
    —Oh, claro que me dijeron que me lo devolverían. Justo antes de abandonar la ciudad. Sin embargo, no es ésa la cuestión..., ¿cómo voy a poder firmar algún contrato si no dispongo de ninguna muestra? También me las requisaron todas, y me advirtieron que no intentara vender nada sin su autorización previa. Ahora yo le pregunto a usted: por el sagrado infierno, ¿cómo voy a poder vender algo si no tengo ninguna muestra?
    —Bueno, mire —comenzó Keith—, la ciudad se encuentra un poco escasa de puestos de trabajo. Esa es la razón por la que a las autoridades no les gusta que el dinero salga de la ciudad. Por ello prohíben la mayoría del material de alta tecnología, ya que no alivia la situación laboral.

    Incluso mientras pronunciaba esas palabras, le parecieron trilladas y apenas creíbles.

    —Por todos los demonios, muchacho, ésa no es forma de que este país se ponga en marcha de nuevo. El comercio libre, ésa es la solución. Habría que eliminar todas las trabas, los aranceles interestatales y los embargos, y nos levantaríamos otra vez en un abrir y cerrar de ojos. Así es como lo hizo el viejo gobierno. Aquéllos eran buenos tiempos para los hombres de negocios, se lo aseguro.

    El jefe de los obreros apareció al final de las escaleras y le rugió:

    — ¡Mueve el culo, Pietrowicz! ¡Basta de holgazanear!

    Keith se encogió de hombros y se incorporó.

    —Ha sido agradable hablar con usted.
    — ¡Los derechos de los estados! —le dijo el sureño a su espalda—. Eso es lo que está arruinándolo todo..., recuerde mis palabras.

    Keith regresó a su apartamento al mediodía. Llevó a Fletch hasta la calle Dos. Como sea que su encargado de bloque le había adjudicado el turno de las doce a las dos, pudieron encontrar un sitio cerca de la curva desde donde ver el desfile. Llegaron a tiempo para contemplar a los últimos de los grupos cómicos.

    Fletch observó con sumo interés a los hombres con plumas, con lentejuelas, disfrazados de payasos, de indios, de barajas, que saltaban y bailaban en ordenado caos. Un imitador vestido de mujer que seguía a un brigada meneó unos enormes senos falsos hacia ella, dio media vuelta, y de un manotazo expuso sus enaguas, mostrando otros gigantescos postizos hinchados. Echó la cabeza hacia atrás y se rio.

    — ¿Participan mujeres de verdad? —le preguntó a Keith—. No he visto ninguna.
    —Ya no. Se les prohibió hacerlo poco antes de la Fusión.

    La banda del grupo cómico, resplandeciente con espejos, plumas y bisutería barata, interpretaba El Baile de los Mimos. Detrás de ellos, una chusma de payasos tiraba de un carro con el cartel «Navidad con Tregua». Arriba iba erguido un hombre delgado vestido de Santa Claus, que les ofrecía regalos envueltos a policías con los ojos vendados.

    — ¿Qué significa eso? —inquirió Fletch.
    —Hay un concejal que se llama Treguant; en mayo pasado se produjo un incidente... Oh, es difícil de explicar si no estás familiarizada con la política local.
    —Capto la idea. Aunque supongo que a vuestro señor Treguant no le divertirá demasiado.
    —No.

    De hecho, significó el fin de la carrera de Treguant; pero Keith no se molestó en explicárselo.

    Los cómicos, con sus charangas, sus muñecos y sus anárquicas payasadas, prosiguieron su marcha, grupo tras grupo. Fletch estaba fascinada por las espantosas combinaciones de colores que habían seleccionado para sus disfraces..., el naranja, verde y azul veneno era una de las mezclas más convencionales. En un momento determinado, Keith le compró a un vendedor ambulante unas rosquillas saladas para que Fletch probara esa vieja tradición de Filadelfia. Ya estaban casi frías y costaban tres centavos el par, un precio que el vendedor jamás podría haber exigido en cualquier otro día.

    Los grupos iban de los vistosos y llamativos a los vistosos, llamativos y originales. Algunos, obviamente, se lo tomaban más en serio que otros: sus atuendos de payasos, con sus tres niveles de bombachos, eran estilizados y llevaban más adornos de lo que la comedia requería; desfilaban con una sincronización perfecta. Sin embargo, los grupos más chapuceros a menudo resultaban los más divertidos.

    — ¿Cuál es el próximo número? —inquirió Keith.

    El último grupo cómico se alejaba, lanzando petardos y confusión a su paso.

    Fletch alzó sus binoculares y escrutó el distante estandarte que anunciaba a la banda siguiente.

    —Parece... el Club de Center City. ¿Es correcto?
    —Sí. Es la primera de las representaciones fantasiosas. Después de ellos vienen las bandas musicales.
    — ¿Cómo empezó todo esto? ¿Cómo se organizó? ¿Qué sentido tiene?

    Keith fue a responder, se detuvo, y lo volvió a intentar. —Creo que nadie puede responderte a esas preguntas. Mi padre solía hablar mucho sobre la historia de los Mimos. Puedes remontarte hasta siglos atrás, a los tiempos coloniales, cuando sólo eran un puñado de bandas dispersas compuestas por vecinos que vagaban en busca de pillaje y diversión. Sin embargo, no se sabe cuándo se convirtieron en los Mimos. Simplemente, evolucionaron.

    El club de la Fantasía se hallaba a menos de una manzana. Lo componían ciento cincuenta personas, que desfilaban en filas bien ordenadas según los rangos que ostentaran, con sus sombreros adornados con plumas de avestruz y sus emplumadas «capas» llenas de lentejuelas —más parecidas a alas falsas que a capas, ya que sobresalían por encima de las cabezas de los que desfilaban y se proyectaban hacia los lados—, moviéndose al ritmo de la vieja melodía del baile de los Mimos. Un Mimo solitario iba danzando delante; su disfraz era una versión más llamativa y amplia de la de los demás.

    Fletch señaló a unos hombres vestidos de negro que se deslizaban entre la multitud justo delante del Mimo líder.

    — ¿Qué se supone que están haciendo?
    —No mires. Se supone que has de fingir que no los ves.

    Ella se volvió hacia él.

    —Pero, ¿quiénes son?
    —Los Hombres de Negro. Son los localizadores. Localizan a cierta gente y se la señalan al Payaso Rey para se los zarandee..., o lo que sea —concluyó sin convicción. Ante la mirada interrogadora de ella, añadió—: El Payaso Rey es su capitán, el que marcha delante. El Payaso Rey solía ser una especie de disfraz; sin embargo, ahora sólo es ése.

    Salvo por la pintura facial tradicional, el disfraz del Payaso Rey no se asemejaba en nada al de un payaso de verdad. El armazón de su capa medía tres metros, y estaba rebordeado de plumas de avestruz, resplandeciendo con lentejuelas y fragmentos de espejo; incluso llevaba un enrejado de difracción, que seguro que salió del baúl de la abuela de alguien. Dos cuerdas iban desde los extremos de la capa hasta sus manos enguantadas, de forma que pudiera manejar el torpe disfraz en las ligeras brisas que a veces se levantaban. Al igual que sus seguidores, vestía esencialmente de color escarlata y negro, aunque se veía como una docena de colores chocantes en su vestimenta. Avanzaba con gran dignidad; en ocasiones, se inclinaba ligeramente a cada lado en señal de reconocimiento de los vítores de la multitud.

    Keith señaló a los Hombres de Negro con un movimiento lateral de la cabeza.

    —Mira. Han marcado a alguien.

    Cuatro Hombres de Negro se habían acercado en silencio al incauto observador y, de inmediato, se colocaron con agilidad detrás de él. Era imposible leerles los ojos o las bocas, enmarcados por la lana de sus máscaras negras de esquí.

    Los Mimos de la compañía de Center City se encaminaron con energía hacia la calle Dos, con los banjos y trompetas preparados para sonar; durante un instante pareció como si fueran a pasar de largo al lado del hombre. Entonces, el Payaso Rey alzó una mano, y se detuvieron y giraron noventa grados, como un solo hombre. El Payaso bailó alrededor de la compañía y se adentró en la multitud. Nerviosa, la gente le abría camino y se apartaba de él.

    El capitán de los Mimos se dirigió hacia el hombre marcado. La víctima intentó irse y se vio sujeto firmemente por los Hombres de Negro. Se puso rígido. El Payaso Rey extendió el brazo y cogió al hombre por el hombro.

    Un brazo se alzó una vez, dos, otra. Cayó por tres veces sobre el hombro del sujeto, con un ruido audible. Luego, el Payaso Rey dio media vuelta y regresó a su puesto. La multitud se alegró y la banda empezó a tocar Las zapatillas doradas, giró, y prosiguió su marcha. El hombre de la multitud se unió a un abigarrado grupo de seguidores y trotó feliz detrás de la compañía.

    — ¿Qué demonios ocurrió? —preguntó Fletch.
    —Ha sido un reconocimiento. El hombre era un candidato, y los Mimos lo han aceptado. Es uno de los afortunados.
    —No me disgustaría saber algo más sobre todo esto. ¿Crees que podrías conseguir presentarme al capitán una vez que termine el desfile?
    —No lo hagas. No te involucres para nada con los Mimos. Sólo sonríe y contempla la parada.
    — ¿Por qué?
    —Olvida todo lo que he dicho.

    Keith se concentró en lo que ocurría calle abajo, tratando de ignorarla de la mejor forma posible. El club de la Fantasía se aproximaba, todo él resplandor y destellos: avanzaban, se detenían, avanzaban de nuevo, siempre en esa peculiar medio danza, medio marcha, que practicaban. Era peculiar, se dio cuenta Keith, y extraño que hiciera falta una persona de fuera de la ciudad para que fuera consciente de un hecho tan simple.

    La compañía del Payaso Rey se hallaba paralela a ellos y seguía su desfile, cuando la mano enguantada se alzó de nuevo. Se volvieron hasta quedar de cara a la multitud. El Payaso Rey se metió entre los espectadores y se dirigió en dirección a Keith y Fletch. Dulce Jesús, rezó en silencio Keith. Que sea otro.

    La muchedumbre se abrió y el Payaso Rey se detuvo ante Fletch y colocó las manos sobre sus hombros. Aguardó un latido de corazón. Entonces, se inclinó y la besó con delicadeza en ambas mejillas. Ella le sonrió entusiasmada y le hizo una reverencia. El dio media vuelta como para marcharse.

    Pero, en el acto, volvió a girar y, antes de que Keith pudiera reaccionar, las manos enguantadas se posaron en sus hombros, y se halló mirando de frente a los ojos inyectados en sangre del hombre. Keith intentó apartarse; sin embargo, varios pares de manos lo mantuvieron inmóvil. Podía ver el tejido del disfraz del Payaso, podía oler el alcohol de su aliento. La boca del hombre era una fina línea en su rostro pintado.

    Lentamente, muy despacio, el Payaso Rey se inclinó y le besó en las mejillas.

    Al instante, las manos que le retenían, los Hombres de Negro, el Payaso Rey, todo, desapareció. La banda se alejaba bailando, tocando La marcha fúnebre de una marioneta.

    Los ojos de Fletch refulgían cuando empezó a pronunciar un comentario. Keith la cogió de la mano y tiró de ella hacia una multitud que se apartó de los dos. Fletch se resistió con una carcajada, y él tiró de su brazo con una ferocidad brutal. — ¡Vamos! —¿Qué ocurre? — ¡Cállate y corre!


    Lejos de la calle Dos, la ciudad se hallaba prácticamente vacía. Por decreto, todos los ciudadanos debían, por lo menos, observar parte del desfile durante las horas que sus encargados de bloques les asignaran. En la práctica, casi todo el mundo permanecía hasta el anochecer para contemplarlo todo. Esto les favorecía —puesto que había muy poca gente que pudiera informar de la dirección en la que huían—; sin embargo, si alguien ya les estaba persiguiendo, también les hacía visibles desde larga distancia. Keith dobló una esquina y se topó cara a cara con un Hombre de Negro grande y turbado. Por un instante, pensó que estaba muerto; entonces, el hombre dio media vuelta y salió corriendo, otra víctima como ellos.

    — ¿Por qué corremos? —inquirió Fletch, jadeante. —Porque intentan matarnos.

    Ya no respondería más preguntas. Necesitaba todos sus sentidos para escapar.

    Siendo un niño, había jugado a la Caza de los Mimos, tanto en el papel de víctima como en el de asesino; con tanta intensidad, que sólo era comparable con la realidad. Así que huyó de los muelles porque sabía que sería el primer sitio en el que buscarían los cazadores. Pasó al lado de salidas de incendios y ventanas de sótanos que tenían el aspecto de que serían forzadas para buscarlos. Los edificios altos de Rittenhouse Square le tentaron, pero supo que inspeccionarían las plantas superiores, deshabitadas, habitación por habitación, varias veces antes de que finalizara el día. Huyó hacia el norte y el oeste, hacia el Ayuntamiento de los Mimos, el antiguo museo de arte.

    Sólo cuando alcanzaron su destino se dio cuenta de que había tenido uno en mente. Se trataba de un garaje de antes de la Fusión, con sus cinco niveles abiertos a los vientos que lo recorrían. Resollando, llegó a la escalera. Estaba demasiado oscuro y lleno de escombros como para dejar sus pisadas marcadas. Una vez dentro, podrían subir despacio e intentar recuperar el aliento. A medida que ascendían, Keith se lo explicó a Fletch lo mejor que pudo.

    El gobierno de la ciudad se había ido a pique después de los incendios y los asesinatos ocasionados por el pánico de las evacuaciones producidas por la Fusión. No existía ninguna ayuda que pudieran recibir por parte del estado, que acababa de perder su capital y la mayor parte de su territorio; o de los federales, que estaban ocupados con varios millones de refugiados. La autodestrucción de la ciudad de Nueva York en la orgía de desmanes e incendios causó una depresión mundial.

    El único poder organizado que no se había desmoronado en la ciudad eran los clubes de los Mimos. Lo cual resultaba una ironía, ya que apenas tenían alguna organización. Los clubes existían con el solo objetivo de preparar una compañía para desfilar el día de Año Nuevo, y eran independientes entre sí. Cooperaban, pero poco; no tenían juntas de gobierno, autoridades máximas o una cadena de mando. Cada club respondía ante sus propios miembros.

    No obstante, cuando los gobiernos, las organizaciones fraternales, las de caridad y el crimen organizado fueron desapareciendo debido a que no había forma alguna de mantener sus estructuras, los Mimos resistieron. Existían únicamente porque lo deseaban. Estaban al margen de la coacción o la recompensa. Las fuerzas que habían destruido su ciudad no pudieron doblegarlos.

    Todos los clubes estaban compuestos por grupos vecinales, y sus miembros, con raras excepciones, eran hombres honrados. Cuando los últimos de los hospitales iban a quedar inutilizados, varios clubes se unieron para desfilar y recaudar dinero para mantenerlos en funcionamiento. Cuando no quedó policía, organizaron una fuerza de voluntarios que patrullara los barrios.

    Antes de que transcurriera mucho tiempo, los Mimos controlaban la ciudad, y poco después se dieron cuenta de ello. Los comités informales de planificación se hicieron un poco menos informales. Los capitanes de los clubes se adjudicaron varios de los atributos de los señores feudales, aunque la mayoría eran elegidos por sus miembros.

    El Beso se instauró como una forma de aislar de la población a los mutantes y a los portadores de enfermedades genéticas; y la Cacería se inició a regañadientes, cuando quedó claro que el ostracismo público no siempre era suficiente. Al comenzar las epidemias, se fue ampliando hasta incluir a aquellos que se negaban a vacunarse. Finalmente, se comprendió el potencial que poseía como instrumento político, y ya no se dieron más explicaciones.

    El techo estaba frío y rugía el viento. Keith se deslizó hasta la cabina de herramientas que había en el centro y le indicó a Fletch que le siguiera.

    La puerta se hallaba cerrada con un candado del tamaño de su puño, incrustada con innombrables corrosiones. —Tira hacia arriba de la esquina derecha de la puerta. Él cogió la esquina opuesta y tiró al mismo tiempo que ella. Después de un titubeo inquietante, la puerta se apartó del marco y se abrió, dejando un agujero lo suficientemente grande como para que ellos pudieran entrar.

    Keith se metió primero y, cuando Fletch se hubo arrastrado tras él, cerró la puerta con la palma de la mano.

    —Cuando era niño encontré aquí una caja de clavos pequeños —explicó—. Estaban oxidados, pero los pude vender por unos centavos. Probablemente, nadie ha descubierto la forma de entrar.
    —Muy inteligente. Ahora que nos encontramos atrapados aquí, ¿cuál es nuestro siguiente paso?
    —Mira, creo que de momento lo he hecho bastante bien —replicó Keith, enojado—. Por lo menos, hemos ganado algo de tiempo para pensar—. Recorrió la cabina, no muy amplia, unos dos metros o dos metros y medio, tanteando con cuidado con los pies por encima de los sacos rotos que cubrían el suelo—. ¿Por qué no piensas tú en algo? ¡Eres tú la que me metió en este embrollo, Señorita Periodista de Mierda!
    —Así que estás al tanto de eso.
    —Bowles te revisó los bolsillos. ¡Jesús!... ¿En qué clase de monstruosa historia estabas trabajando para irritar tanto a los Mimos?

    Hacía frío en el interior de la desvencijada cabina. Una luz muy tenue se filtraba a través de los agujeros de clavos vacíos en el techo. Pudo ver que Fletch le observaba con calma, una difusa figura gris.

    — ¿Podríamos subir furtivamente a bordo de uno de los barcos con destino a Boston?
    — ¿Podríamos subir furtivamente a bordo de uno de los barcos con destino a Boston? —imitó él con amargura—. No, no podríamos. Habrá una patrulla de Mimos en cada... ¡No puedo creer cómo has jodido toda mi vida! ¿Sabes?, me iba bien hasta que apareciste.
    —Keith —dijo Fletch con voz tranquila.
    — ¡Por lo menos no tenía a media Filadelfia tratando de acribillarme!
    —Keith.

    Él se detuvo y la miró. — ¿Sí?

    —Deja de quejarte y dime cómo vamos a salir de aquí con vida. Furioso, se metió las manos en los bolsillos. Había un puñado de objetos metálicos, unas pocas monedas de cobre, uno o dos clavos que aún podían servir para algo..., y su llavero.
    —Mierda sagrada —susurró. Extrajo el llavero y, con gesto de triunfo, separó la llave de su camión cisterna—. Eh, quizá todavía no esté muerto.

    Se rio en voz baja mientras sus dedos acariciaban una y otra vez el trozo de metal que podía llevarle hacia la libertad.

    —Déjame ver.

    Fletch chasqueó dos veces los dedos y alargó la mano. Por su expresión, Keith se dio cuenta de que ella había adivinado su plan.

    Volvió a guardarse las llaves en el bolsillo.

    —Olvídalo, tigresa. No confío en ti. De hecho, ni siquiera estoy seguro de que deba llevarte conmigo. Hasta ahora, sólo has sido un peso muerto en esta excursión. Quizá me vaya mejor si no te tengo a mi lado.

    Se produjo un breve silencio.

    —Ya veo. —Algo crujió en la penumbra—. Quieres tu recompensa.

    Con un leve sonido, el caftán de Fletch cayó al suelo.

    —Yo no..., ¿qué quieres decir?

    Fletch dio un paso, los ojos fijos en los de él, su voz con una calma preternatural.

    —Bien, ya puedes tomar lo que deseas, ¿verdad? No nos encontramos en una situación en la que pueda gritar pidiendo auxilio.
    —Eh, yo...
    —Es comprensible. Eres un hombre, y me tienes aquí, sola contigo, en un lugar del que no puedo escapar. Ocurre siempre.

    Ella ya se hallaba muy cerca. Keith se apartó.

    —No lo entiendes. Has tergiversado mis palabras.

    La expresión de ella exhibió burla.

    —Eres un hombre, ¿no es cierto? Quiero decir..., todavía se te levanta.

    Enfurecido, Keith la cogió de los brazos. La tela crujió bajo sus dedos coléricos. Durante un instante, la escena quedó congelada; luego, él la soltó y dejó caer la cabeza, avergonzado. —Eh, lo siento —se disculpó—. De verdad que no quería... —Oh, ven aquí. Lo atrajo de nuevo hacia ella.

    El acto sexual casi fue tierno. Fletch extendió su caftán para protegerles de los helados sacos del suelo, y se desvistieron arrodillados sobre él, quitándose mutuamente las ropas prenda por prenda, tirándolas a un lado. Parte de lo que hicieron resultó un descubrimiento para Keith; sin embargo, por su falta de comentarios crueles y por su respuesta realmente apasionada, supuso que ella no lo notó.

    Cuando acabaron, Fletch tiró del caftán y los dos se arroparon con él, empleándolo como una manta gruesa y pesada. Se estaba bien dentro; y, entrelazado en los brazos y piernas de Fletch, Keith se sintió extrañamente a salvo y seguro de sí mismo. Alargó un brazo al aire y experimentó un impulso repentino e infantil de gritar o reírse de júbilo. Fue un impulso que no se atrevió a expresar.

    —De cualquier modo, te habría llevado conmigo —dijo, sin saber si era verdad—. Realmente, no tenías necesidad de... ya sabes.

    Fletch le tapó la boca con un dedo.

    —Es mejor de esta forma. Ahora podremos funcionar como un equipo. —Un equipo —Keith pronunció las palabras con cuidado, escuchando su textura—. Sí, es cierto. Un equipo.


    Varias horas después de medianoche emprendieron la marcha. Avanzaron con cautela por entre las calles, con cada sentido alerta, evitando las zonas muy patrulladas. Requirió un gran esfuerzo andar despacio, no encorvar los hombros y saltar de sombra a sombra.

    El camino elegido fue largo y en círculos, en apariencia interminable, debido a que no se atrevieron a cortar por los barrios no vigilados de la ciudad. La mayoría de los cazadores estarían concentrados en ellos. En su mayoría serían hombres jóvenes, ansiosos por ascender a la categoría plena de Mimos con una matanza confirmada.

    Keith sugirió que Fletch se cogiera de su brazo y que avanzaran de forma lenta e insegura.

    —Esta es una de las pocas noches del año en la que se pueden ver a los civiles en la calle hasta altas horas —le explicó—. Todos estarán borrachos, y nosotros también hemos de fingir que lo estamos.

    En la calle Walnut y la Veintitrés descubrieron a un cazador, su boina una mancha blanca en la oscuridad. Keith señaló e hizo un gesto amplio con los brazos. Fletch soltó una risita aguda y también gesticuló. Durante un momento, el hombre lejano les miró; luego alzó su rifle en saludo y se dio la vuelta.

    —Desearía tener esa boina —comentó Fletch.
    —Sí, bien, no vayamos a buscarla.

    En Bainbridge, se dirigieron hacia el oeste. Bainbridge era una calle directa, en teoría, capaz de soportar el tráfico motorizado, aunque en la práctica era demasiado estrecha. Se habían construido cabinas destartaladas y extensiones de los edificios en las calles, haciendo que el acceso peatonal se convirtiera a veces en un sendero sinuoso entre paredes sin ventanas. Las puertas exteriores habían sido tapiadas con ladrillos. Las puertas de madera y de metal que daban a los patios interiores, por ley y por costumbre, no se cerraban esta noche del año. Sin embargo, aparecían silenciosas y oscuras. Muy de vez en cuando oían los sonidos apagados de una fiesta tardía. Aún más rara era la visión de una luz proveniente de una antorcha de metano o de una lámpara de aceite.

    Continuaron con su pantomima de ebriedad, aunque ya no había nadie presente para verles. Apoyándose pesadamente en el brazo de Keith, Fletch murmuró:

    — ¿Cuánto nos falta?
    —Casi nos encontramos a mitad de camino. Si nuestra suerte se mantiene...
    — ¡Eh... vosotros!

    Se volvieron. Un hombre grande y pesado salió a la calle, cerrando ruidosamente la puerta de un patio a su espalda. Llevaba una boina blanca y cargaba con una estaca gruesa con algo curvo y parecido a una garra en un extremo.

    Keith sonrió y, soltando a Fletch para poder extender los dos brazos en un gesto de bienvenida, gritó:

    — ¡Hey, paisano! ¿Cómo va la caza?

    El hombre se detuvo a un metro de distancia. Su rostro era gordo y rubicundo, y mostraba la expresión beligerante de un borracho irritado. Mantenía su arma preparada... De cerca, Keith pudo ver que se trataba del gancho de un arpón sujeto a una pieza adecuada de madera. El que no fuera un arma sofisticada era una mala señal. Significaba que no estaba subvencionado por ninguno de los clubes, que había pagado para lucir la boina blanca durante una noche, y que estaría ansioso por recuperar su dinero.

    —Permaneced inmóviles mientras os registro. —El cazador se inclinó hacia delante, escudriñando sus ensombrecidos rostros.

    Keith empezaba a creer que podrían convencerle de que les dejara en paz. Era posible que el hombre se hallara demasiado borracho como para identificarle, que las sombras de la noche le confundieran.

    —He oído que han cogido a tres en el Schuykill —comentó Keith con afabilidad—. ¿Participaste tú en alguna de esas cacerías?

    El rostro del hombre seguía concentrado mientras repasaba mentalmente la descripción de víctimas que había recibido. En ese momento hizo una mueca y gruñó: —He dicho que...

    De repente, Fletch se adelantó, haciendo a un lado la estaca con un gesto casual de su brazo. Su mano libre se movió con una velocidad cegadora, impactando en el puente de la nariz del hombre, justo debajo de la frente y entre las cejas.

    El cazador cayó al suelo como si le hubieran dado un mazazo. Su arma rebotó en el pavimento.

    —Toma. —Fletch se inclinó sobre el cuerpo, le sacó la boina de la cabeza y se la pasó a Keith—. Póntela. —Extendió la mano para coger el garfio caído—. No te preocupes por él. Por la mañana estará bien.

    Keith miró al hombre. No respiraba. —Un infierno estará.

    Fletch le metió la estaca en las manos y le ajustó el ángulo de la boina en la cabeza.

    —Tal vez no... ¿Qué nos importa? Ahora..., ¿fingimos que yo soy tu prisionera, que me llevas viva?
    —No —replicó Keith lentamente. Se obligó a apartar la vista del cadáver—. Las mujeres no pueden ser cazadoras; sin embargo, un montón de cazadores se llevan consigo a sus novias. Les fascina.
    —Entonces sigamos nuestro camino. Oh... has hecho un buen trabajo, socio.
    —Sí —dijo él—. Gracias.

    Cuando consiguieron llegar al aparcamiento de la empresa, Keith estaba bañado en sudor. No volvieron a ser molestados; no obstante, aún sentía los nervios a flor de piel. Hilera tras hilera de camiones se extendían en la oscuridad; todos quietos. Se encaminó hasta el aparcamiento 23, depositó el garfio en el suelo y asió la fría manija de la puerta.

    Sonrió y susurró:

    — ¿Sabes?, varias veces, durante el trayecto, pensé que no lo conseguiríamos.

    Abrió la puerta de un tirón.

    —Estúpido —comentó Jimmy Bowles—. Muy estúpido, hermano.

    Keith, en un acto reflejo, se echó hacia atrás y quedó inmóvil. Bowles se hallaba sentado en la cabina, y tenía en el hueco de su brazo la escopeta de la empresa. Apuntaba directamente hacia Keith.

    —Lo has estropeado de verdad —se maravilló Bowles.

    En su regazo yacía una botella tapada, llena a medias. La etiqueta se había desgastado de las incontables veces que la había usado y rellenado. Detrás de Keith, Fletch, muy lentamente, fue cambiando su peso hacia la otra pierna. La escopeta se movió en su dirección.

    — ¡No te muevas, zorra!

    Las venas en la frente de Bowles sobresalían. Se pasó una mano por encima de las cejas y se secó el sudor. De repente, Keith se dio cuenta de que el hombre se encontraba en un estado profundo y peligroso de ebriedad.

    Durante un instante, los ojos de Bowles miraron con ira a Keith; luego los bajó. Su rostro sufrió un extraño cambio de expresión, y pareció que estuviera a punto de llorar.

    —Escucha, camarada, no sabía que te perseguirían. Creí que te hacía un favor. Cuando denuncié el asunto de los documentos de la tía, pensé que te echaba un cable. —Tanteó en busca de la botella y la descorchó con una mano—. Y entonces, unas pocas horas después, me citaron en el Ayuntamiento de los Mimos..., me vinieron a buscar en un coche, tío, ¿puedes creértelo?, para que contara de nuevo toda la historia a los peces gordos. —Tomó un buen trago de la botella, manteniendo la cabeza inclinada para vigilarlos con el rabillo del ojo—. Hice lo mejor que pude, tío. Les dije que tú no sabías nada; sin embargo, nadie me escuchó. Comentaron que era sospechoso que los dos durmierais juntos. Tío, yo no dejaba de decíselo...; pero Gambiosi repuso que no eras imprescindible. Así que se dio la orden de cogeros a los dos.

    Mientras hablaba, Bowles dejó que la escopeta—se apoyara lentamente contra sus rodillas. Tenía los ojos descentrados, medio perdidos en la introspección. Mentalmente, Keith respiró hondo. Se lanzó a por el arma.

    Hubo el tiempo suficiente para fijarse en todos los detalles. El modo torpe en que se movió su cuerpo, nada ágil, nada receptivo a sus órdenes; más que saltar, cayó sobre Bowles. El modo en que la mano de Bowles se alzó de forma involuntaria, haciendo que el cañón formara una S irregular en el aire. El modo en que sus manos cogieron la muñeca de Bowles, más allá del frío acero, asiendo unos tendones viejos. Establecido el contacto, la mano subió hacia un costado, y la escopeta chocó duramente contra el salpicadero.

    Keith se encontró boca abajo en el asiento, con el arma aferrada de forma histérica en ambas manos. La cogió por el cañón y luego por la culata. El silencio llenó sus oídos. Le palpitaban las palmas.

    Jimmy Bowles le miró con ojos de idiota.

    —Vamos, tío, no tenías que hacerlo —farfulló.

    Fletch tocó el hombro de Keith y colocó una mano debajo de la escopeta. Él aflojó lentamente los dedos y dejó que la cosa cayera. Ella se la arrebató y la abrió. Después de un examen exhaustivo, la arrojó a un lado.

    —La cargaste con un cartucho en mal estado. Si hubieras disparado, te habría explotado en el rostro.

    Bowles la ignoró.

    —Sabía que no podría hacerlo —comentó, casi para sí mismo—. Llévate el camión, tío.

    Abrió la puerta y, tambaleándose, salió de la cabina. Dirigiéndole una mirada a Fletch, Keith se irguió, se colocó detrás del volante y metió la llave en la ignición.

    Cuando salieron del aparcamiento, vio que Bowles se hallaba de pie, solo, en el número 23, llorando con lágrimas de borracho.


    Rompieron la barrera a máxima velocidad, casi a 70 km/h, y las astillas de madera volaron tras ellos. Los Mimos de guardia, cogidos por sorpresa, dispararon una vez ya habían pasado. Tres balas atravesaron el armazón de la cisterna, produciendo uno» ruidos huecos. Afortunadamente, el tanque iba vacío y el último cargamento que habían transportado no era inflamable. Algo rebotó en la parte inferior cuando los guardias trataron de reventar los neumáticos. Keith prosiguió la marcha.

    Justo más allá de la zona limpia, algún payaso había escrito: CONTAMINACIÓN RADIACTIVA. CONDUZCA A TODA VELOCIDAD. Fletch señaló la pintada y se rio. Keith la miró con ojos horrorizados; apenas se hallaban fuera del alcance de los rifles.

    —No te preocupes por mí —repuso Fletch—. Cuando logro salvar mi vida, siempre me siento eufórica. —Se rio entre dientes para sí misma.
    —Bueno, espero que no tengas planeada ninguna acción que nos lleve a otra situación semejante. Eh... ¿qué te parece si circunvalamos Fily y nos dirigimos al sur? No me gusta la idea de adentrarnos en la Deriva.
    — ¿Se te ocurre alguna idea mejor para que no nos persigan? Hijo, sigue el consejo de una corresponsal de guerra veterana. Muévete deprisa y no mires hacia atrás. Eh, ¿no es aquí dónde chocasteis conmigo?
    —No, está más adelante. —El camión ascendió a la cima de una colina y él le indicó la oscuridad de la izquierda—. ¿Ves ese resplandor azul más allá del horizonte?
    —Sí.

    Se trataba de una mancha extraña y ligera en la distante negrura. Ningún árbol la bloqueaba, y poseía una curiosa cualidad líquida.

    —Es la radiación de Cherenkov. Durante la Fusión, quisieron sacar de ahí cinco camiones cargados de material radiactivo. La policía estatal los hizo regresar en alguna parte al norte de aquí, así que los metieron en las ciénagas. Producen una buena señal. Tu bici se encuentra un poco más allá.
    —Bueno, pues mantén los ojos abiertos para localizar el sitio. Quiero recuperar mis alforjas.


    Keith descubrió el agujero en el depósito de gasolina cuando se detuvieron para recuperar las alforjas. Un chorro de alcohol caía lentamente, gota a gota, de forma constante. Al parecer, la bala que penetró por la parte inferior del camión había lanzado una esquirla de metal a través del depósito y, en el proceso, también se cargó el medidor de gasolina. A ninguno de los dos se les ocurrió una manera de arreglarlo.

    —Deberíamos dirigirnos hacia el este —sugirió Keith—. Alejarnos todo lo que podamos de la Deriva antes de que se agote el alcohol.
    — ¿Nos seguirán los Mimos al interior de la Deriva?

    Keith lo pensó.

    —Sí.
    —Entonces, Nueva Jersey no nos vale. Vamos hacia el norte. El motor dejó de funcionar al amanecer. Keith dejó que el camión se deslizara hasta detenerse al lado de un pinar de achaparrados árboles que había a un lado del camino.

    Los dos llevaban puestas sus mascarillas; habían apagado el reciclado en la parada que hicieron en el lugar del accidente con el fin de ahorrar combustible. Fletch salió de un salto, sacó el rifle que guardaba en sus alforjas y restalló: —En marcha. Tú lleva las mochilas y yo abriré el camino. No pises la nieve... no nos podemos permitir el lujo de dejar un rastro.

    Keith se echó las alforjas al hombro y la siguió camino abajo, aproximadamente un cuarto de kilómetro por el sendero por el que habían venido, luego ladera arriba por el lado opuesto del camión abandonado. En algunos lugares la tierra cedía bajo sus pies, haciendo que la ascensión resultara complicada.

    A Keith le dolían los músculos por la tensión de haber conducido.

    —Me vendría bien una o dos semanas en cama —dijo, no en plan de queja, sino como un simple comentario.
    —Descansaremos en la cima de la colina. Ahora mismo, estamos totalmente expuestos.

    Cuando pudieron detenerse, el sol había subido tres dedos por encima del horizonte y brillaba débilmente a través de las nubes. El cielo era blanco y gris, casi incoloro. Las interminables colinas que veían hacia abajo tampoco se diferenciaban mejor. Los dos fugitivos se acurrucaron detrás de un matorral espinoso al lado de una arboleda de abetos, cuyas agujas mostraban un claro tinte de color marrón. Transcurrió media hora. —Ahí vienen —indicó Fletch—. Nos siguen el rastro. Escudriñó a través de sus binoculares, cuidando de mantenerlos en la sombra.

    Con un rugido bajo, tres vehículos con tracción a las cuatro ruedas aparecieron a la vista. Avanzaban por la carretera en formación cerrada, y se detuvieron al lado de la abandonada cisterna. Salieron seis figuras oscuras y se acercaron al camión. Se movían con rapidez, alertas, manteniéndose cubiertos mutuamente durante todo el tiempo. Pasados diez minutos, regresaron a sus vehículos y bajaron por el camino bastante más despacio.

    Fletch se incorporó.

    —Ellos van por allí y nosotros por aquí —comentó satisfecha—. Vamos, muchacho. Ya sabes que hemos de recorrer muchos kilómetros antes de que podamos dormir.


    Deambularon por un interminable camino de campo, dando rodeos para evitar los esporádicos montones de nieve. El sol se ponía. Keith pisó un matorral de aspecto canceroso; se inclinó dolorido para quitárselo de la bota y arrojarlo a un lado, al bosque sin vida.

    —... nieve —comentó Fletch. Su voz sonó apagada por el nucleoporo, y Keith no pudo distinguir sus palabras.
    — ¿Qué has dicho?
    — ¡He dicho que es como la nieve! —Entonces, viendo la dificultad que tenía él en escucharla, retrocedió un paso—. Las explosiones de vapor salieron con la fuerza de géiseres. Lanzaron el material caliente a una altura suficiente para que los vientos lo cogieran; luego cayó como si fuera nieve. Y de forma dispersa, razón por la cual en la Deriva te encuentras con regiones desnudas y zonas calientes. Las grandes concentraciones aún son demasiado leves para que se puedan ver; pero las mides por los efectos que producen.

    Se detuvo cerca de una vieja granja de piedra, protegida por unos árboles de aspecto sano, y realizó una rápida inspección con sus binoculares por todo el limitado horizonte que tenían.

    Forzaron la puerta de la cocina y la bloquearon desde dentro con un viejo armario. El interior permanecía intacto desde la época de la evacuación. Los cigarros se descomponían en un humidificador que había sobre la nevera. El dibujo de un niño clavado a una madera se deshizo cuando Keith lo tocó.

    En el salón había un hornillo de madera. A regañadientes, lo dejaron en paz y comieron lonchas de carne fría de unas latas que llevaba Fletch en las alforjas. Tenían que levantarse el nucleopor para cada bocado y volver a colocárselo de inmediato.

    Cuando finalizaron, Fletch llevó las latas al exterior. Se detuvo en la escalinata de entrada y asomó la cabeza.

    —Escucha.

    Keith se le acercó y aguzó el oído. Pasado un momento lo percibió: un largo aullido casi musical. Una pausa, y se escuchó otro aullido débil en respuesta.

    —Alguna especie de perros mutados —dijo Keith—. Los he visto. Son grandes animales peludos, parecidos a los lobos.
    —En realidad, son híbridos..., un cruce perfectamente natural entre perros y lobos. Migraron desde Maine hace unos años, y ahora se extienden por la Deriva. Les deseo buena suerte.

    Keith escudriñó a través de la noche, pero los árboles bloqueaban su visión; no tenía ninguna posibilidad de ver al animal.

    —Híbridos, mutantes, ¿qué importa?

    Fletch le miró boquiabierta.

    —Os mantienen a todos vosotros en la ignorancia, ¿verdad? —Arrojó lejos de la casa las latas de carne. Cayeron causando un pequeño estrépito—. De las únicas mutaciones de las que has de preocuparte en la Deriva son las nuevas enfermedades que surgen cada año. Ahora quédate quieto y veamos si aparece a investigar el ruido.

    Tiritando levemente, Keith le hizo caso. Pasaron los minutos, cada uno como una eternidad plomiza, y sólo la constante decisión de no ser superado por una mujer evitó que se rindiera y se metiera dentro.

    Finalmente, se escuchó un crujido entre la maleza.

    Algo se lanzó desde la oscuridad, en una carrera decidida y relampagueante. Al pasar, cogió con precisión las latas con la boca y desapareció, dejando tras de sí la impresión de irnos ojos pequeños y brillantes y un cuerpo peludo y chato.

    —Un cerdo salvaje —comentó Fletch—. Ahí tienes un imitante. He diseccionado unos cuantos. Su apéndice está deformado y el estómago es..., bueno, digamos que su aparato digestivo es notablemente ineficaz. Razón por la que se ven obligados a comer mucho más de lo que devoraban sus antepasados. Siempre están al acecho de algo que ingerir, siempre hambrientos, y no me gustaría toparme con uno sin una buena arma. —Cerró la puerta—. Una vez vi una mofeta roja, aunque tampoco a ellas les veo mucho futuro.

    Keith tapó la puerta otra vez con el armario.

    —Bien, parece un sitio seguro..., por lo menos, el cerdo puede vivir en esta zona. Para mí ya es hora de irme a la cama.

    Keith dio media vuelta. Fletch se había quitado la túnica y, en ese momento, se desabrochaba la camisa. Sus pechos eran pecosos y, al moverse, oscilaban de forma bonita. Keith los contempló, fascinado, preguntándose si de verdad quería hacer el amor de nuevo con esta mujer. La pasión de la noche anterior se apoderó con firmeza de su imaginación; sin embargo, estaba empañada por la vergüenza, como si hubiera hecho algo vergonzoso y sucio. Fletch se arropó con unas mantas y le hizo un gesto para que durmiera a su lado y compartieran el calor de sus cuerpos. No obstante, cuando alargó una mano interrogadora, ella se giró y musitó.

    —Esta noche, no, muchacho. Con la noche que pasaremos, por la mañana ya te encontrarás lo suficientemente tieso.

    Keith se despertó sintiéndose medio mutilado. Fletch le sacó al camino antes de que dispusiera del tiempo adecuado para protestar. Pasaron horas sombrías en caminos tediosos que Fletch desentrañaba de un mapa que vendían en las gasolineras antes de la Fusión.

    En una ocasión tuvieron que salirse del camino y ocultarse cuando un rugido distante les advirtió de la presencia de un vehículo. Lo vieron pasar; en los asientos iban dos Mimos asesinos. Y, más tarde aún, les atacó un gato salvaje, un animal de pelaje de color naranja descendiente de las mascotas domésticas. Se lanzó sobre ellos con un maullido cuando se detuvieron para almorzar, arrojándose sobre el rostro de Fletch. Se vio obligada a matarlo a golpes con la culata de su rifle.

    Movió con la bota el pequeño cadáver.

    — ¿Ves ahí? —señaló—. ¿Esa pequeña inflamación del costado? Debió establecer su madriguera en un lugar caliente. Salió con la enfermedad de la radiación, y el dolor lo enloqueció tanto como para atacarnos.

    Keith se sentó debajo de un manzano. Se inclinaba por encima del camino, cubierto de pequeñas flores blancas: una perversión de su programación biológica, ya que la helada mataría las flores mucho antes de que pudieran fecundar con el polen. Recogió su lata de judías y llenó la cuchara con la comida fría, contemplándola.

    —Fletch —dijo, con voz cansada—, ¿cuándo vamos a salir de este lugar infernal?

    Ella lo rodeó con sus brazos y lo abrazó.

    —Vamos, vamos. No lejos de aquí tengo amigos. Conozco una pequeña comunidad de deriveños. Todos son proscritos y vagabundos, aunque, a su manera, son de fiar. Cuando lleguemos allí podremos descansar...; con suerte, quizá sea esta noche.


    Pasaron dos días. Brillaba el sol del atardecer cuando llegaron a la boca de un estrecho valle. Abajo se veía un grupo de edificios del siglo XIX; de forma anómala, entre ellos se mezclaban dos o tres de mediados del siglo XX.

    —Ahí está —comunicó Fletch.

    Empezó a cargar su rifle con proyectiles parecidos a agujas.

    — ¿Cómo se llama? —preguntó Keith.
    —Innombrado.

    Keith no pudo dilucidar por su respuesta si la comunidad se llamaba Innombrado o si, sencillamente, carecía de nombre. No obstante, se sentía exhausto e impaciente después de tres días de marchas forzadas y noches sin sexo como para preguntárselo.

    —No es gran cosa —comentó.

    Fletch gruñó algo y puso el seguro a su rifle.

    El arma era corta, más o menos del tamaño de una ametralladora recortada. La culata estaba tallada de forma que encajara en su antebrazo, el gatillo bastante arriba y el cañón, aunque era del grosor normal, poseía un tubo sorprendentemente pequeño. No por primera vez, Keith pensó lo bien que les hubiera servido en Filadelfia.

    Después de una rápida inspección del valle a través de sus binoculares, Fletch se quitó la mascarilla y la guardó en el bolsillo de su túnica.

    —El valle es uno de los lugares limpios de los que te hablé; sin embargo, deberías quedarte con la tuya puesta. Por las dudas. No obstante, cuando entremos, quítatela. Esa gente es susceptible. Habla lo menos posible. No critiques nada. No empieces ninguna pelea.

    Keith miraba una vieja cabaña que había al final de un breve sendero a un lado del camino. Le faltaba una pared, y en su interior había una barra para arrodillarse. Parecía un altar. Donde debió haber un crucifijo, se veía pintado de forma tosca el resplandeciente logo de radiación.

    —Vaya amigos.

    Fletch alzó el rifle de forma que su cañón quedara apoyado contra su hombro, apuntando hacia el cielo. Le condujo por el camino descendente.

    El grupo de edificios eran los remanentes de lo que un día fue el corazón de una pequeña ciudad industrial. Con el paso de los años, las casas exteriores habían sido desmanteladas pieza a pieza con el fin de abastecer a las fábricas, como leña y, a veces, sólo por tener algo que hacer. Lo único que permanecía ahora en pie era una miscelánea de viejas fábricas emplazadas a la orilla de un pequeño y veloz río. Cabañas y piedras abarrotaban las estrechas calles, formando una combinación entre una fortificación y un laberinto.

    A medida que andaban se veían destellos de movimiento detrás de las ventanas, pálidos rostros hinchados que se asomaban unos segundos, igual que peces de colores nadando hasta la superficie de sus peceras para sumergirse otra vez de inmediato. Un anciano con una sola pierna y su única muleta festoneada con plumas y pequeñas calaveras talladas de mamíferos apareció por una esquina. Al verlos, sus ojos centellearon. Movió los labios, soltando una mezcla irreconocible de obscenidades y tonterías incomprensibles. Apresuraron el paso.

    —Debe haber como un centenar de personas en esta madriguera —comentó Keith, perplejo—. ¿Qué hacen?
    —Se ocupan de sus cosas. ¡Y ahora cállate!

    El sinuoso callejón dio un giro y les llevó directamente hacia una antigua gasolinera. Las ventanas habían sido tapiadas, y torres de viejos neumáticos ocultaban casi por completo su parte delantera. Keith se preguntó que utilidad podía tener aquello para alguien, aunque no lo manifestó en voz alta. Una campanilla que pendía sobre la puerta sonó cuando entraron.

    El interior era como la fantasía de una ratonera. Débilmente iluminado por lámparas de alcohol, se hallaba lleno a rebosar de muebles viejos, aparejos de pesca, instrumentos musicales, hornillos de leña..., infinidad de artículos, todos viejos y en mal estado, obviamente obtenidos de los saqueos a los hogares abandonados durante la Fusión. Una cara pálida y marcada por pústulas apareció entre las sombras de la parte posterior.

    — ¿Buscáis mujeres? —preguntó.
    —Infiernos, no —contestó Fletch.

    Guardó el rifle en su funda. Keith estuvo a punto de perder el equilibrio por el peso añadido. Se tambaleó y se recuperó al instante. El rostro avanzó y se convirtió en un hombre alto, de mirada perdida y vientre prominente.

    — ¿Proveedores? — inquirió.

    Fletch le arrojó una moneda de plata y el hombre, de forma automática, la cogió al vuelo.

    —Quiero dos cervezas y la comida que sirvas hoy.

    El hombre los contempló en silencio, como si meditara en el significado de aquellas palabras. Finalmente replicó:

    —Las mesas están detrás —y se desvaneció de regreso a la penumbra.

    Mientras Fletch se encaminaba hacia las mesas, Keith permaneció inmóvil, escudriñando la diversidad de objetos. Descubrió un espejo y limpió su superficie. El reflejo que obtuvo fue sombrío. Unas líneas de crueldad circundaban su boca y una arruga atravesaba su frente. Parpadeó, intentando despojarse de la mirada salvaje de sus ojos. No sirvió de nada. Su mascarilla parecía proyectar una sonrisa. Se la quitó. Su cara estaba marcada con un triángulo rojo debido al contacto prolongado de la presión del nucleoporo. Recorrió suavemente con la yema de un dedo las líneas y se quitó el cabello de la frente. Seguía conservando el aspecto de un animal perseguido.

    Inspiró una bocanada de aire que se metió tan hondamente en sus pulmones que, durante unos momentos, se sintió mareado. Al demonio, no pensaba volver a colocarse la mascarilla hasta que se marcharan.

    — ¡Susi!

    Un hombre gigantesco, de barba negra, emergió explosivamente de los oscuros espacios traseros. Se lanzó hacia delante, rodeó a Fletch con los brazos y la alzó en el aire.

    Keith, de forma instintiva, había buscado el rifle de Fletch, pero retiró la mano de la culata cuando oyó que ella se reía.

    — ¡Oso, viejo pirata! —Le devolvió el abrazo y le dio unas palmadas vigorosas en la espalda.

    Acercaron unas sillas a una mesa, y Keith se les unió en silencio.

    — ¿Qué estás haciendo aquí? —inquirió Fletch—. ¿No tenías unos asuntos... —bajó la voz—...en la costa?
    — ¡Ja! Corría el riesgo de que me cogieran. Han creado una administración que persigue el contrabando, para lo que les va a servir. No obstante, tengo amigos, sí, y me advirtieron de que me fuera. —Giró la cabeza en dirección de Keith—. ¿Es legal?

    Fletch se encogió de hombros y los presentó. Oso era aproximadamente de la edad de Fletch, tal vez un poco mayor, y tenía una barriga que se asomaba por encima de la mesa cada vez que se inclinaba hacia delante.

    —Nos conocimos mientras cubría al Frente de Liberación Norteño —comentó Fletch—, Las guerrillas han establecido sus campamentos en la Deriva, lugar al que las tropas gubernamentales no van a seguirlos.

    El hombre pálido les trajo las cervezas y dos cuencos con un guiso de aspecto aguado. Keith alzó la vista y vio que un enano entraba por la parte delantera y, al ver a extraños, comenzaba a darse la vuelta. Unos ojos vivos e inteligentes le miraron, y Keith se dio cuenta con un sobresalto de que el enano era joven, unos doce años, y que con toda probabilidad había nacido en esta comunidad de la Deriva. Un momento más tarde, tanto él como el camarero habían desaparecido, cada uno por su salida respectiva.

    Oso dejó de hablar mientras estuvo presente el hombre pálido. Tras su marcha, añadió con rapidez:

    —Escucha, Susan. Veo que piensas quedarte aquí para descansar uno o dos días; sin embargo, creo que quizá fuera mejor que tú y tu joven amigo aquí presente vinierais a mi cabaña.

    Un perdido haz de luz destelló en un pendiente de oro entre su enmarañado cabello.

    Fletch fue toda seriedad y atención.

    — ¿Por qué?
    —Vine aquí hace dos días, a visitar a... —se mostró cortado—. Las chicas de atrás. Entonces aparecieron unos hombres, que hicieron algunas preguntas sobre ti. La mayoría de la gente pensó que se trataba de Proveedores y no quisieron hablar con ellos, pero...
    — ¿Qué son los Proveedores? —interrumpió Keith.
    —Oh, estos ignorantes se lo creen todo. Se supone que los Proveedores traen el mal de ojo o algo parecido; que traen la muerte con ellos.
    —No te preocupes por eso —restalló Fletch—. Continúa con tu relato.

    Oso pareció aliviado de poder hacerlo.

    —Así que decidí quedarme un poco, por si tú aparecías y podías necesitar algo de ayuda. Sin embargo, a mí me pareció que eran asesinos. Unos seis u ocho. Con acento sureño.
    — ¿Acento de Filadelfia?
    —Sí, creo que sí.
    —Mierda. —Sus dedos repiquetearon sobre la mesa—. Termina tu cerveza, Keith. Oso, ¿tienes todavía tu buggy?
    —Ahí atrás. Y combustible de reserva también. ¡Soy un hombre rico!

    El buggy no era más que una cabina abierta, con cuatro ruedas y un motor, y Oso lo conducía como un loco. Encogido entre Oso y Fletch, Keith se concentraba en mantenerse caliente, preocupado por primera vez ante la congelación. Los otros dos conversaban alegremente por encima de su cabeza, ignorando su presencia y su sufrimiento.

    Al salir del valle, pasaron por otro altar que había a un lado del camino; más tarde, por un lugar donde un venado había sido desmembrado en la carretera misma. Sobre el asfalto habían dibujado con su sangre signos de carácter cabalístico. Oso hizo una mueca al verlos.

    — ¡Idiotas supersticiosos!

    Finalmente, rugió.

    — ¡Ya hemos llegado!

    Hizo trepar el buggy por un camino casi inexistente, atravesando una pradera, y lo detuvo debajo de un grupo de nudosos olmos. Mientras Oso cubría el vehículo con una tela, Keith buscó la cabaña con los ojos. No pudo verla.

    —Por aquí. —Oso les condujo a través de los árboles y señaló con una mano enguantada—. ¿Os gusta? No es gran cosa, pero es el hogar, ¿eh?

    La cabaña estaba construida en la ladera de una pronunciada colina. Sólo se veía una pared de troncos con una única puerta y una ventana, y un techo de tablas de madera.

    Oso recogió un puñado de leña de una pila amontonada al lado de la puerta y les condujo al interior. Hablaba a toda velocidad, como si tratara de causar una buena impresión de la cabaña, cuyas virtudes apenas podían percibirse.

    —La construí yo mismo —dijo—. Cavé en la colina, de modo que la tierra nivela un poco la temperatura exterior. Busqué un montón de espuma sintética y la coloqué entre la tierra y las paredes. No necesita mucha leña para calentarse. Sin nada, se mantiene a trece grados constantes. En verano e invierno.
    —Muy bonita —comentó Keith educadamente, aunque no se lo parecía.

    Fletch analizó la cabaña detenidamente, golpeando las paredes con los puños. Llegó hasta una puerta interior y enarcó una ceja.

    —El sótano —explicó Oso, y Fletch sonrió. —Así que ésta es tu mítica cabaña. En realidad, nunca pensé que llegaría a verla.

    Examinó las estanterías, atiborradas de cajas y sacos, que cubrían todos los espacios libres de las paredes, mientras Oso sacaba cantidades prodigiosas de ropa de cama de varios baúles.

    Echó una última carga sobre el suelo y luego se detuvo y miró con tristeza el montón que había creado, como si lo viera por primera vez.

    —Quizá sea demasiado —musitó, con voz un poco cohibida.
    — ¿De verdad lo crees? —preguntó Fletch con ingenuidad.

    Sus ojos se encontraron, y ambos se echaron a reír de un modo cálido y relajado. Su risa cesó; pero sus ojos siguieron fijos el uno en el otro.

    —Keith —repuso Fletch—. Tal vez te convendría dar una vuelta por los alrededores.
    —Yo...
    —Es una buena idea —confirmó Oso. Le arrojó el estuche de los binoculares de Fletch a las manos—. Mira el paisaje.

    Le hizo un guiño amistoso, de leve complicidad, y empujó con suavidad a Keith hacia la puerta.

    Keith trastabilló fuera. Alguien cerró la puerta con el pie a su espalda. Escuchó el inicio de una risa íntima, y se apresuró a alejarse.

    Hacía frío. Un hilillo de humo ascendió por el tubo de la chimenea de la cabaña y desapareció a unos pocos metros en el cielo gris. Keith vagó hacia un lado y llegó a un barranco lleno de zarzas. Era infranqueable; arrojó una piedra al fondo, aunque no oyó el ruido en el agua.

    Golpeó con un puño el nudoso tronco de un árbol. La madera se resquebrajó y cayó, dejando un agujero como el de un mordisco. Se sentía enfermo y confuso. ¿De verdad estaba celoso de un hombre que le doblaba en edad? Sólo había hecho el amor con Fletch una vez y, además, en condiciones especiales, con la muerte en los talones.

    Llegó a la conclusión de que eso había sido todo. Únicamente hicieron el amor una vez; desde entonces, Fletch no volvió a mostrar interés alguno en él. En repetidas ocasiones se dijo a sí mismo que ella estaba demasiado cansada, o que poseía un impulso sexual que requería la presencia de un peligro inmediato para excitarla. Sin embargo, la reunión con Oso anulaba ambas teorías.

    Si apartaba las excusas, sólo quedaba una respuesta: Fletch le había utilizado. Ella no sentía ningún interés sexual por él; necesitó una forma de salir de Filadelfia, y la compró.

    Bueno, crece, muchacho, pensó. Bienvenido al mundo real.

    Sin embargo, en su mente aparecieron los recuerdos de su carne, de su vigorosa unión; imágenes que en su momento fueron atractivas y que ahora le repelían.

    Keith se alejó del barranco, intentando controlar sus pensamientos. En un esfuerzo por distraerse, se llevó los binoculares a los ojos y rastreó el horizonte. Debajo de las imágenes amplificadas de los árboles muertos y pelados por el invierno se movió algo. Una aguja. En el interior de los binoculares había una escala graduable, con un pequeño indicador rojo que se elevaba cuando los cristales se situaban en posición horizontal.

    La aguja señalaba una posición que apenas entraba en la escala. Keith movió los binoculares, y la lectura se regularizó. Sube los gemelos al cielo, o bájalos hasta el suelo, y la aguja se hundirá debajo de la escala. Sujétalos con firmeza, y la posición se mantendrá constante, no importa adonde los dirijas, ya sea a unas rocas o a una colina, a la oscuridad o a la luz.

    La vista a través de los binoculares se nubló, y fue reemplazada por una visión interior involuntaria de Fletch y Oso dándose mutuamente placer sobre el suelo de la cabaña. Keith parpadeó con furia, luego bufó, burlándose de sí mismo. Guardó los binoculares en su estuche y descendió un trecho por la pendiente. Sus pies se estaban entumeciendo. Saltó sobre el terreno, y deseó que los dos se dieran prisa y acabaran pronto.

    Transcurrido un tiempo, Fletch apareció en el umbral de la puerta y le llamó con un gesto. Se dirigió directamente al hornillo de leña y se acuclilló ante él, extendiendo las manos para que se le calentaran mientras se las frotaba. No pudo evitar ver con el rabillo del ojo a Oso cuando se ponía los pantalones. El vello púbico del hombre era de un negro intenso en contraste con su blanca piel, y Keith tuvo que admitir lastimosamente que Oso se hallaba mejor equipado que él. No existía moraleja alguna que pudiera sacar de ello.

    Durante el resto de la tarde y parte de la noche, Oso y Fletch discutieron con avidez sobre la política que se practicaba en la Alianza Greenstate y más al norte, y sobre los sucesos que acontecían en la Deriva. Keith escuchó en silencio, ya que no disponía de nada que aportar a la conversación. Aprendió algo; sin embargo, casi todo el conocimiento del diálogo dependía de sucesos anteriores que él no conocía, lo cual hizo que le resultara completamente incomprensible. Mientras ellos seguían con su charla brillante y relajada, se quedó dormido.

    Algo rugió al pie de la colina, un inmenso ruido arenoso que subió a su intensidad máxima y comenzó a bajar de volumen hasta que fue desapareciendo a medida que se alejaba. Los ojos de Keith se abrieron. Era noche cerrada, y la cabaña estaba inundada de sombras grises.

    — ¿Fletch? —dijo—. ¿Oso? La cabaña se hallaba vacía.

    Keith se dirigió a la puerta y permaneció allí, temblando de frío. Pendiente abajo, no se veía la sombra que debería ocupar el buggy de Oso. El ruido distante fue bajando de volumen hasta que ya no pudo oírlo. Le habían abandonado.

    Atontado, regresó al interior, preparó un fuego y encendió una lámpara de alcohol. ¿Qué haría ahora? Se encontraba en algún lugar en el interior de la Deriva, no tenía ni la más mínima idea de qué caminos le podían sacar de ahí, y había un número desconocido de Mimos asesinos barriendo el terreno en su busca. Sus ojos fueron atraídos por un cuadrado de algo blanco.

    Era una hoja de papel. Fletch había dejado sus alforjas abiertas y parcialmente vacías, con una nota encima de ellas. Habían roto la costura interior —tenía que tratarse de algo delgado y plano, levemente flexible, para que lo hubiera podido ocultar en ella— para sacar algo. El mensaje comenzaba sin ningún preámbulo.

    Nos dirigimos a la costa... Oso piensa que puede meterme en un barco con destino a Boston. Sugiere que tú sigas hacia el norte. Te dejo la mayor parte de mis municiones y una pistola, cortesía de Oso. Los binoculares contienen un medidor de ionización..., no duermas en ningún lugar que señale más allá de la marca central. Te he indicado en el mapa el emplazamiento de Innombrada. Si no puedes descifrarlo, Oso volverá en uno o dos días y te podrá ayudar.


    Furioso, arrugó la nota y la arrojó al suelo. —Buen viaje, socia —gritó.

    Las palabras parecieron tontas e infantilmente despectivas a medida que las pronunciaba. Respiró profundamente e intentó calmarse.

    Para su sorpresa, no le resultó difícil. Existía una especie de satisfacción sombría al conocer lo peor: que había sido utilizado y luego descartado, que Fletch, como mucho, sentía por él un afecto pasajero, de la clase que uno puede brindarle a un perro perdido al que no tiene la más mínima intención de llevarse a casa. De alguna forma, soportaba mejor la certeza que la sospecha. Se arrodilló para hacer inventario de las posesiones de las alforjas.

    Trabajó con energía, metiendo todo lo que pudiera necesitar y apartando aquello que no le serviría. No tenía cuchillo, por lo que se dedicó a rebuscar entre las posesiones de Oso hasta que halló uno —una especie de daga fabricada en Arkansas, con su funda de cuero— y se lo ajustó al cinturón. El contador de ionización le resultaría útil. Colocó con cuidado los binoculares al lado de la pistola y empezó a estudiar el mapa.

    Keith acababa de decidir que lograría salir de la Deriva si conseguía regresar a Innombrada cuando escuchó otro ruido. Apagó la lámpara y salió al exterior.

    Se escuchaba un profundo rugir que provenía de más allá de las colinas, un acorde cambiante de cuatro tonalidades bajas que se elevaban y descendían de forma independiente la una de la otra; un rugir bastante más intenso que los otros. Agazapado en el frío, intentó localizar la dirección del sonido. ¿El este? ¿El oeste? Producía ecos y rebotaba en las laderas rocosas, se alzaba y caía, por lo que no pudo fijarlo. Una luna pálida flotaba alta en el cielo, visible a intervalos infrecuentes a través de los agujeros de las nubes. El ruido fue en aumento.

    Debajo, a la izquierda, se extendía un camino a través de un claro entre los árboles. Una sombra se deslizó por él. Keith cambió de posición, ocultándose detrás de una roca, y aguardó.

    Un buggy derrapó hasta detenerse pendiente abajo, y dos figuras salieron de un salto. Ascendieron la ladera; una con pasos largos y ágiles, la otra rezagándose.

    Tres sombras grises se deslizaron por la distante carretera. El rugido de los motores se elevó durante un momento, notas temblorosas que se unieron en un gemido agudo y furioso.

    Keith apuntó a la que iba delante de las dos figuras que subían por la colina, y se preguntó si tendría el suficiente valor para disparar, para matar a un ser humano a sangre fría.

    —Será mejor que tengas buenas armas en tu cabaña —dijo la figura que iba en vanguardia por encima del hombro.

    Se trataba de Fletch. Keith bajó la pistola.

    —Las tengo —respondió Oso, casi gritando—. De lo que no dispongo es de milagros.
    —Conseguiremos los nuestros.

    Pasaron corriendo a su lado; Fletch le dedicó una sola mirada fría y se metió en la cabaña. Keith guardó la pistola en el cinturón y les siguió.

    Oso rebuscaba en un cajón enorme que había en una de las estanterías. —Creí que había engañado a ese hijo de puta en el pueblo —gruñó—. Ten por seguro que no nos hubieran estado esperando sin su ayuda. ¡Bastardo! Si logro escapar, regresaré y acabaré con él.

    Keith emitió una sonrisa sardónica.

    —Bienvenida a casa, socia.
    —Déjalo para después. ¿Qué tienes?

    Oso seguía buscando en el cajón, tirando cosas al suelo.

    —Granadas incendiarias. Una de esas ametralladoras israelíes de..., ¿cuál fue aquella guerra?
    —Sucedió antes de mi época.
    —Seguro que se trata de una pieza de museo. Sin embargo, funciona bien; tal vez la emplee.
    —Os habéis metido en problemas, ¿verdad?
    —Dame eso. —Fletch tendió la mano para coger un arma nueva que acaba de descubrir Oso—. Las manejo bastante bien.

    La frialdad de Keith se evaporó a medida que los dos se armaban y no le prestaban ninguna atención. No estaba seguro de hallarse del lado de Fletch y de Oso; sin embargo, sabía que los Mimos no dudarían. Abrió la boca para ofrecerse voluntario y coger un arma.

    En ese instante, el rugido de los vehículos que se aproximaban murió. Oso cogió sus armas y se lanzó hacia la puerta.

    —Yo me ocuparé del lado izquierdo —comunicó por encima del hombro—. Explícale al muchacho cómo cubrirnos, y tú ocúpate del derecho.
    —Entendido. —Fletch cogió su rifle y lo arrojó a las manos de Keith. Era extraño al tacto. Se dio cuenta de que ni siquiera sabía cómo dispararlo. Ella corrió algo que había a un lado de la culata—. De acuerdo, ya he quitado el seguro. El rifle está preparado. Quiero que te tiendas en el suelo de la parte de atrás de la cabaña..., están disparando colina arriba, así que probablemente las balas pasarán por encima de ti. Dispara al cielo, ¿comprendido? No intentes cargarte a uno cuando yo me encuentre en tu línea de tiro..., sólo ayúdanos a crear un poco de distracción.
    — ¡No me trates como a un niño, maldita sea! ¡Yo también puedo luchar!
    —Muy bien. Esta cosa es un lanzador a compresión. Dispara pequeños cohetes; se encienden a medio camino del cañón, por lo que tiene un retroceso de mil demonios, recuérdalo. Los proyectiles golpean a velocidades supersónicas, y la onda de impacto destroza todos los órganos internos del cuerpo. Así que, si te ves obligado, no apuntes a un sitio especial, dispara—al centro del cuerpo. Allá donde contactes, es letal. Dispones de cien disparos, y no te olvides de guardarte el último para ti. Ponte el cañón en la boca y emplázalo hacia arriba. ¿Lo has entendido?
    —Sí, claro —farfulló.
    —Seguro que sí. —Le revolvió el pelo, corrió hacia la puerta y se situó detrás.

    Una aguja de luz roja, tan breve que casi no estuvo allí, atravesó la cabaña, dejando un pequeño agujero chamuscado en la pared delantera y otro en ángulo con la posterior.

    —Pistolas láser —bufó Fletch—. ¡Armas de niños!

    Cambió de lugar.

    Otras tres agujas de luz atravesaron la cabaña. Keith se arrojó al suelo en la parte trasera, tal como le habían dicho. Fuera cual fuese la extraña arma que estaba manejando Fletch, producía unos aullidos agudos, casi silbidos. Hubo una pequeña explosión, seguida del repiqueteo de la ametralladora de Oso. Repentinamente, Keith recordó que tenía el rifle y, alzándolo, apuntó el cañón hacia la ventana. Apretó el gatillo, y la ventana explotó hacia el exterior en una nube de cristales y astillas del marco. Se escuchó un retumbar ensordecedor cuando el proyectil cruzó la velocidad del sonido; la culata golpeó contra el hombro de Keith, entumeciéndolo y haciéndole casi rodar. Disparó otra vez, enviando un misil a través del techo. Otro rugido que hendió el mundo.

    Cayó una lluvia de yeso, tierra y madera astillada. En el techo apareció un agujero del tamaño de un puño gigante.

    Cuatro líneas de luz láser nacieron y murieron, una detrás de otra. Keith retrocedió un paso, arrastrándose por el suelo y apoyando la espalda contra la pared posterior. Comprendió que Oso y Fletch habían tenido razón en dejarle atrás. Se hallaba confuso, casi dominado por el pánico, y no servía para nada en una batalla que requería un cerebro frío.

    En algún lugar, Fletch y Oso corrían y gritaban. Sus armas repiqueteaban con sonidos altos y bajos. Una granada incendiaria explotó, haciendo que por un instante la noche se convirtiera en día, y se escuchó un espantoso aullido de mutilación.

    A ciegas, Keith disparó otro proyectil, recordando justo a tiempo apuntar por encima del horizonte. Una explosión láser golpeó la lámpara de alcohol y la hizo estallar, derramando un chorro de alcohol sobre el hornillo de leña.

    El líquido ardió con un fuerte siseo en el hierro candente del hornillo. Las llamas se alzaron hasta el techo y se extendieron por la pared. Un hilillo de gasolina que corría por el suelo de madera ardió y Keith intentó apagarlo inútilmente con su brazo. Las llamas crecieron y se expandieron.

    Una y otra vez los haces láser atravesaron las paredes; sin embargo, tal como le prometió Fletch, siempre pasaban muy altos. La cabaña se estaba calentando y el humo se concentraba debajo del techo. Parte se deslizó fuera, a través del agujero del techo; no obstante, se generaba más antes de que pudiera dispersarse. La habitación se iba llenando de humo. Keith jadeó, ahogándose. Con. asesinos o no, tenía que salir de ahí.

    Se arrastró hasta la puerta y, desde el suelo, espió fuera. No pudo ver nada. Surgió una breve ráfaga de disparos, y luego reinó el silencio. Vislumbró un destello rojo que pudo ser un disparo de láser. El sudor se acumulaba en su frente. Se acuclilló y se aprestó a correr.

    La pared delantera ya estaba ardiendo. Mientras el calor comenzaba a quemarle, Keith, de forma involuntaria, recordó la última vez que llevó a su hermano a cazar ratas. Un grupo de niños del barrio había incendiado una casa abandonada en las afueras de Filadelfia. Rodearon el edificio, empuñando estacas y viejos bates de béisbol, a la espera de que salieran las ratas. Entonces, cuando las ratas se vieron obligadas a huir, enloquecidas por el dolor, con el pelaje ardiendo, se dedicaron a golpear de forma metódica a los animales hasta matarlos.

    Sin embargo, una rata mutante, con el pelaje multicolor, corrió en línea recta hacia Joey y trepó por su chaqueta. Chillando con un terror frenético, clavó sus garras y mordió; Joey había caído hacia atrás, gritando de miedo. Keith, con un golpe salvaje de su palo, le quitó a su hermano la llameante rata de encima del pecho y, luego, la aplastó hasta que no quedó más que una mancha pulposa. Claro que aquello no ayudó mucho a Joey.

    Keith corrió. Se lanzó hacia una repentina locura de ruidos y balas que hendían el aire, resplandores de luz y gritos coléricos. Se dirigió a un lado y se arrojó al suelo, dominado por el pánico. Cuando intentó distinguir a los combatientes, sus ojos sólo vieron círculos remolineantes; sus pupilas aún no se habían adaptado a la noche.

    La oscuridad se convirtió en sombras inconexas. Creyó detectar movimientos allí y allí.

    Apuntó el rifle hacia una súbita sombra abultada que distinguió pendiente abajo, y estuvo a punto de disparar antes de reconocer la silueta de Oso. Este giró en redondo, y una astilla de luz atravesó limpiamente su pecho. Cayó.

    En el mismo instante explotó una granada incendiaria, iluminando por un breve momento toda la pendiente. Keith pudo ver a dos de los asesinos. El más cercano bajaba corriendo y se detuvo, sorprendido, ante el súbito resplandor. Tropezó y cayó, y la pistola que llevaba escapó de su mano y se perdió en la noche.

    Keith cargó contra el segundo asesino, que se hallaba en mitad de la pendiente, de cara al cuerpo de Oso. No recordó haberse puesto de pie; pero estaba corriendo, apretando el gatillo, lanzando disparo tras disparo, causando un ruido infernal pero que, con toda seguridad, no conseguía contactar con nada. El Mimo más cercano se arrastraba por el suelo, buscando a ciegas su arma.

    Cuando pasó corriendo al lado del asesino, Keith lanzó varios disparos hacia el lugar en el que había visto al otro por última vez. Al llegar al sitio, lo halló vacío. Se detuvo, inseguro de cuál debía ser su siguiente paso.

    Desde un lado escuchó un grito repentino y ahogado.

    — ¡Muchacho!

    Giró en redondo, el dedo tenso sobre el gatillo. La luna se liberó de las nubes, inundando brevemente la ladera con una luz apagada. Vio a dos figuras oscuras que luchaban cuerpo a cuerpo; la más grande llevaba de forma inexorable su pistola láser hacia la cabeza de Fletch. Keith disparó su rifle.

    Tan pronto como apretó el gatillo, Keith se dio cuenta de que el arma apuntaba a la persona equivocada de la pareja. Apuntaba a Fletch. Con un impacto demoledor, el proyectil adquirió velocidad supersónica.

    La boca de Fletch se abrió y su cuello se arqueó hacia atrás, como si estuviera poseída por los espasmos de la agonía sexual. Su cabello rubio fluyó hacia delante, hacia atrás, azotó su rostro. Sus brazos se agitaron como los de una muñeca de trapo, con una fluidez imposible, cada uno roto en varios sitios. Cayó hacia atrás, muerta antes de que su cuerpo tocara el suelo.

    Keith dio un paso titubeante, y el Mimo asesino retrocedió, recordándole a Keith su presencia. Los brazos del hombre parecían entumecidos por el shock recibido a través del cuerpo de Fletch. Pendían inertes a los costados.

    Keith alzó su rifle y, como de forma distraída, destrozó al hombre. Se arrodilló al lado del cuerpo de Fletch.

    Acarició con dedos vacilantes su rostro. Cuando los apartó, estaban calientes y bañados en sangre. Fletch acababa de sangrar otra vez —ésta, definitiva— por la nariz. Keith cerró los ojos y los volvió a abrir. Se sentía vacío, incapaz de creerlo..., totalmente carente de emociones.

    Fletch estaba muerta.

    Uno de los bolsillos de su túnica abultaba, y de él sobresalía el extremo de una caja de cuero. Sin ningún motivo en especial, Keith cogió el estuche, dejando huellas ensangrentadas en su superficie, y lo abrió. Los binoculares de ella. Le afectaron de una forma que su cadáver no había podido hacerlo. Habían sido de ella. Los había tocado y usado, se los había dejado durante un breve tiempo a su cuidado. Su espíritu se hallaba en ellos.

    Escuchó cerca un sonido casi inaudible. Se extrajo de su fuga introspectiva y sintió un ligero temor. Como mínimo, uno, si no varios, Mimos asesinos seguían con vida. Se dirigió con decisión hacia la fuente de la que provenía el ruido.

    Recorrió menos de veinte metros antes de llegar al cuerpo de Oso, que aún vivía. Su pecho estaba cubierto de sangre oscura, y su piel poseía una palidez terrible. Sus ojos se enfocaron en los de Keith; eran unos ardientes rescoldos de luz en un rostro moribundo.

    —Maldito hijo de puta Proveedor. Tú... la mataste.

    Las palabras fueron tan débiles que, un instante después de haber sido pronunciadas, Keith no habría podido jurar que las había escuchado. Quizás él mismo las inventara. El fuego se extinguió de los ojos de Oso y quedó definitiva, irrevocablemente muerto.

    Keith sintió que en sus ojos se formaban lágrimas, enormes gotas saladas de un fluido cálido que resbalaron por sus mejillas y a lo largo del sello de su nucleoporo. No sabía si se debía a los binoculares o a la acusación de Oso; no obstante, la realidad de la muerte de Fletch, finalmente, se apoderó de él. Se llenó de lágrimas que estuvieron a punto de ahogarle; se quitó la mascarilla para coger una bocanada de aire fresco. Echó la cabeza hacia atrás y lloró.

    Las lágrimas surgieron imparables; cuando las pudo contener, se sintió nuevamente vacío, frío y marchito en su interior. Tú la mataste, se dijo a sí mismo crudamente. Por despecho. Porque te sentiste rechazado y celoso. La mataste adrede y deliberadamente. Sin embargo, no pudo calibrar la verdad emocional de ese pensamiento. Debió tratarse de un puro acto reflejo, sus nervios tensos hasta el punto de quebrarse, no más que eso. La honestidad le obligó a admitir que no lo sabía.

    Pendiente abajo, al pie de la colina, rechinó un motor que intentaba ser arrancado. Tosió y se estranguló una y otra vez, como si alguien demasiado ansioso por poner en marcha uno de los buggys lo hubiera ahogado. Tras una momentánea vacilación, Keith bajó corriendo por la ladera con pasos rápidos y largos, sin pensar en el peligro de una caída. Las ramas le azotaron el rostro, dejando marcas abiertas en su carne; pero no las notó.

    Salió de entre los árboles y llegó hasta los vehículos en el momento en que uno de ellos arrancaba. Una corta carrera le llevó hasta el coche correcto; se detuvo y apuntó a la cara del Mimo asesino.

    —Apágalo —ordenó con voz tranquila.

    El Mimo le obedeció, y la noche se llenó de silencio. De cerca, Keith vio que el asesino era sólo un muchacho, incluso más joven que él. Por un momento no reconoció el rostro..., su subconsciente exigía que fuera una gárgola, un ogro, un monstruo que la realidad se negaba a proporcionarle. Sin embargo, se trataba de una cara familiar, una que había visto antes.

    — ¿Te asombra verme, Tony?

    El muchacho, sorprendido, escudriñó sus facciones. Entonces, una amplia sonrisa hendió su delgado rostro, y se relajó visiblemente.

    — ¡Keith! Eh, tío...

    Keith cortó las palabras apretando el frío cañón del rifle contra su cara, justo debajo de un ojo. La sonrisa se convirtió en estupefacción; luego, en miedo.

    — ¿Cuántos quedan de vosotros? —preguntó Keith. Vio como los ojos asustados trataban de concentrarse en el rifle.
    —Ninguno, Keith, sólo yo. Yo soy el único. —Keith permaneció en silencio. Tony lo volvió a intentar—. Los mataste a todos— Puedo mostrarte los cuerpos. Mataste al capitán...

    Se interrumpió cuando Keith deslizó el rifle con suavidad, acariciando la mejilla del muchacho con un lento movimiento circular.

    —Bien —repuso con voz normal, al tiempo que una parte de su mente se ocupaba de alejar el recuerdo de la muerte de Fletch. Era como tratar de hacer retroceder el océano—. ¿Hay alguno de tus hermanos entre los muertos?
    —No. —Tony hubiera seguido hablando, pero Keith le obligó a guardar silencio al rozarle otra vez levemente las pestañas con el rifle.
    —De acuerdo. Ahora viene la pregunta importante. —Keith se detuvo—. ¿Por qué?

    Tony parpadeó. Su frente brillaba por el sudor.

    — ¿Por qué? —repitió en voz baja.
    —Sí, ¿por qué? —La voz de Keith se mantenía en calma, controlada—. ¿Por qué tú y tus amigos nos seguisteis hasta aquí? ¿Por qué os enviaron a matarnos?
    —No lo sé.

    Una furia instantánea se apoderó de Keith, el impulso de terminar con este horror matando al muchacho sobre el mismo asiento del vehículo. Logró dominarse; sin embargo, algo se debió reflejar en su rostro, ya que Tony cerró los ojos y mostró el aspecto de alguien que se estuviera preparando para morir.

    —No se mata a la gente por simple diversión —replicó Keith—. Se tiene un motivo..., un jodido buen motivo. Así que cuando el hombre bueno te pregunte por qué, tú sonríes con educación y respondes la verdad. ¿Comprendido?

    El muchacho comenzó a llorar quietamente; lentas lágrimas brotaron de sus ojos y descendieron por sus mejillas.

    —De verdad, Keith, no lo sé. El capitán lo sabía, pero no nos lo dijo. Sólo nos comunicó que teníamos que liquidar a la mujer. Y que cualquiera que la acompañara también se iba con ella; pero que la peligrosa era la mujer, era a ella a quien debíamos liquidar.
    —Matarla — corrigió Keith—. La palabra es «matar». Quiero oírte pronunciarla.
    —M—matar, —Tony casi se atragantó con la palabra, aunque se esforzó—. Eso es lo único que nos dijeron, de verdad; es lo único que sabía.

    Keith retiró el rifle y emitió una risa falsa.

    —Vamos a ver. Te dejaré vivir. Quiero que regreses a Fily y le des a tu padre un mensaje. ¿Podrás hacerlo?

    El muchacho asintió.

    —Estaba seguro de que sí. Comunícale a Gambiosi que le devuelvo a su hijo... vivo. Dile que te tenía a mi merced, pero que te devuelvo como un regalo. ¿Lo entiendes?

    Otro gesto de asentimiento. Las mejillas del joven estaban húmedas.

    —Y dile que tú no mataste a la mujer —Tony le miró—. Qué lo hice yo.

    Keith aún sostenía los binoculares de Fletch debajo de un brazo. Los arrojó sobre el regazo de Tony. —Dile eso a tus dueños. Explícale a Gambiosi que yo hice el trabajo sucio por vosotros..., ahí está la prueba. —Retrocedió unos pasos—. ¿Bien? ¿A qué estás esperando?

    Las manos del muchacho lucharon con el encendido. El motor arrancó, y partió a toda velocidad hacia la carretera. Keith se quedó mirando cómo se marchaba.


    Cuando amaneció, ya había conseguido arrastrar los cuerpos de Oso y de Fletch hasta los restos humeantes de la cabaña. Los colocó uno al lado del otro y, entonces, titubeó. Parecía como una violación de los muertos. Sin embargo, tenía que obtener una respuesta.

    Abrió las ropas de Fletch y, con manos seguras, desabrochó su blusa. La carne de abajo mostraba un desagradable aspecto negruzco, debido al amoratamiento masivo que había surgido después de su muerte. Metido entre su cinturón, sobresaliendo por su estómago, había un portafolios de cuero. Lo sacó y le cerró de nuevo sus ropas.

    Se apartó de los cadáveres y, con la espalda vuelta a medias, examinó el contenido del portafolios. Se trataba de manuscritos hechos a mano; sin duda historias en las que había estado trabajando Fletch, llenas de notas al margen y correcciones. Las hojas estaban arrugadas de ir entre su cinturón y, antes, ocultas en el forro de sus alforjas; sin embargo, seguían siendo legibles.

    Keith hojeó los delgados manojos de papel titulados «Comunidades de la Deriva», «Mutaciones/Enfermedades», «Descendencia Mutagénica», y cosas parecidas. Mientras pasaba las hojas, dio con algo interesante: un puñado que llevaba la etiqueta: «Fila/Deriva». Metió el resto de los papeles en su funda y comenzó a leer.

    Se trata del secreto mejor guardado de Filadelfia. El índice de mortalidad infantil no es un asunto que se inscriba en los archivos públicos. La gente desaparece en los hospitales y se filtra la noticia de que han muerto de «neumonía» o de «gripe» o de «supergripe». Ni una sola persona en un millar sospecha que Filadelfia se halla dentro de la Deriva.
    Keith dejó de leer. Ahí tenía su respuesta. Aquí estaban las palabras que habían sellado el destino de Fletch, las palabras que, por sí solas, podían destruir Filadelfia.
    En el manojo había una hoja más gruesa. Keith la apartó del resto. Era una copia del mapa de la Deriva que había sido trazado casi un siglo antes para los primeros informes oficiales que se redactaron sobre la Fusión. Había amplios rectángulos curvilíneos trazados alrededor del emplazamiento del reactor; el más externo apenas rozaba Filadelfia. Fletch había apuntado una docena de niveles de radiación en el mapa y vuelto a trazar la línea exterior. No cabía duda de que había hecho sus deberes, ninguna posibilidad de que estuviera equivocada.


    Keith intentó imaginar el daño que causaría el artículo si se llegaba a publicar. En Filadelfia vivían más de un millón de personas, todas con un miedo mortal a la Deriva, todas aferrándose de forma supersticiosa a su ciudad como si se tratara de un refugio seguro, limpio y libre de radiación. Trató de imaginarse a ese millón de personas, la mayoría a pie, saliendo de Filadelfia, poseídas por el pánico, atestando los puentes de Nueva Jersey, cayendo sobre las tierras de más allá como una plaga de langostas. Los Estados Unidos ya no eran una nación rica; toda su opulencia se había perdido en los turbulentos años posteriores a la Fusión. No existirían campos de refugiados para los nuevos fugitivos; únicamente ametralladoras para segar esa repentina amenaza a una economía precaria.

    Se trataba literalmente de algo inimaginable. Y los únicos que contenían la información eran los Mimos, con su embargo sobre los artefactos de alta tecnología, como los medidores de ionización, sus espías y su sigiloso terrorismo.

    Keith comprobó su rifle, bajó treinta metros por la colina y se acomodó la culata al hombro. Entrecerró un ojo y apuntó justo por encima de las ruinas de la cabaña. Notó la sacudida.

    Uno tras otro, disparó los proyectiles contra la tierra, hasta que el cargador se vació y la ladera —ya fuera por los mismos misiles o por las estruendosas reverberaciones— se derrumbó sobre los cuerpos de sus antiguos compañeros.

    No existían palabras que valiera la pena pronunciar. Una vez cumplido con su deber, Keith dejó caer los papeles al suelo y comenzó a descender más allá de los cuerpos de los Mimos asesinos caídos. No había andado mucho antes de que se le ocurriera una idea; regresó, y cogió de nuevo las historias.

    Las sopesó en la mano. Si sabía cómo emplearlas, ahí había poder. No se engañaba a sí mismo. La política y la adquisición de poder le resultaban completamente desconocidos. Pero aprendería.

    Mientras arrancaba su buggy, Keith volvió a notar la irritación que le causaba su nucleoporo. Se lo quitó y lo dejó en el asiento de al lado. Ahora apenas tenía importancia.

    Cambió de marcha e inició el largo viaje de regreso a casa, a Filadelfia.


    El Día de los Mimos transcurrió soleado y con un cielo azul. Keith se hallaba entre la multitud; de vez en cuando, golpeaba los brazos contra su chaqueta para alejar el frío. No le sorprendió cuando el Club de Fantasía de Center City se detuvo delante de él, ni se mostró ansioso cuando el Payaso Rey se encaminó directamente hacia donde se hallaba de pie.

    Las enguantadas manos del Payaso se posaron sobre sus hombros, y Keith miró los ojos inyectados en sangre del hombre. Podía oler el licor en el aliento del capitán. Hubo un instante de absoluta quietud y, luego, ¡plasplasplas!, y ya había sido palmeado, y el Payaso Rey se alejaba a grandes zancadas. Keith corrió para unirse a la chusma que seguía feliz a la compañía. La multitud dio vítores.

    Ya era un Mimo.


    2. La noche del Negro


    La noche que Jimmy Bowles murió, a Keith Piotrowicz le tocó trabajar hasta tarde en su bodegón. Un cartel en la puerta anunciaba: «Cerrado por Inventario»; la mitad del contenido del sótano había sido colocado sobre el suelo. Una lámpara de metano irradiaba una luz azul por encima de la superficie del mostrador, desapareciendo en la penumbra antes de llegar a las paredes.

    Se trataba de un bar que era casi un agujero en la pared, lo suficientemente grande como para disponer de una entrada para señoras, pero demasiado pequeño para llevar un nombre o tener un reservado para esas señoras. Las mujeres compartían tres mesas al fondo del salón. Su dueño anterior, con sarcasmo, lo había llamado «una pequeña mina de oro constante»; luego le fue arrebatado cuando rebajó demasiado la comisión que se llevaban los Mimos.

    —Desde marzo pasado, falta un barril de caramelo de veinticinco litros —comentó Keith.

    El caramelo se mezclaba con alcohol y agua; así se preparaba la bebida para los consumidores de licores fuertes. Ese brebaje, y la cerveza —que compraba a la persona que le era indicada— era lo único de que disponía para dar a sus clientes.

    Su empleado del turno de noche, Jay, sonrió, mostrando varios huecos en su dentadura.

    —Sí, me he estado preguntando cuándo se daría cuenta de ello.
    — ¿Y bien?
    — ¿Y bien qué? Falta. Quizás alguien entró en el almacén una noche y se lo llevó. Ha desaparecido.
    —Oh, claro —dijo Keith—. Alguien entró en el almacén, hizo caso omiso de la señal blanca, y se marchó con un barril de caramelo. Correcto.

    Alguien golpeó la puerta.

    — ¡Está cerrado! —gritó Jay—. Así que me lo comí yo, ¿verdad? Si quiere, descuéntemelo de la paga.
    —Maldición, no se trata de un problema de dinero, es una cuestión de confianza. Tú...

    Volvieron a aporrear la puerta de forma sonora. — ¡Cerrado, maldita sea! —Jay cogió el mango de una escoba que había sido ahuecada para rellenarla con plomo derretido.

    Keith le hizo un gesto para que se quedara en su lugar y repuso: —Iré yo.

    Le quitó el cerrojo a la puerta y asomó la cabeza. —Hola, Smiley —saludó.

    El hombre entró y se sentó ante la barra. Se quitó el sombrero y lo depositó al lado de su codo.

    —Cerveza —le pidió a Jay. Luego añadió—: Una gran noche la de hoy, ¿eh?
    —Ya sabes cómo son estas reuniones del Consejo —replicó Keith—. Mucha alharaca, aunque siempre se decide todo de antemano.
    —Pues lo que yo he oído es que Gambiosi va a tener una de las gordas. —Se bebió media jarra de cerveza de un trago—, Arghh —se quejó, llevándose una mano al costado. — ¿Piensas pagar esa cerveza?

    Los ojos de Smiley mostraron una expresión traicionada, como la de un perro favorito que acaba de recibir una patada de su amo. —Vamos, Keith, creí que éramos amigos. —Lo único que digo es que, si no pagas por la cerveza, tampoco te quejes de ella. Smiley recobró el ánimo.

    —Son los riñones que me han dado un latigazo. Con este clima, me duelen.

    Keith señaló el libro de contabilidad. — ¿Eso es un seis o un ocho? —Un nueve. —No lo reconocí.

    — ¿Qué tal le va a tu negro? —preguntó de repente Smiley—. Todavía está en Jefferson, ¿verdad? —Bebió un largo trago de la cerveza que le quedaba.
    —Los médicos dicen que está bastante bien para un hombre en su condición. Y de su edad. Ya sabes cómo son estas cosas. —Keith se encogió de hombros—. ¿Quién lo sabe?
    —Tú y él erais bastante amigos, ¿verdad?
    —Supongo. —Keith, con un lápiz en la mano, fue recorriendo una columna de números, comprobó veinte artículos en rápida sucesión y dio vuelta a la hoja.
    — ¿Cómo os conocisteis?

    Smiley era así. Sonsacaba constantemente información, casi de forma obsesiva, con la firme creencia de que algún día le serviría para algo. El problema radicaba en que no tenía la más mínima idea de cómo emplearla, razón por la que amasaba una enorme serie de hechos y especulaciones sin objetivo alguno. No obstante, la gente le aguantaba debido a que, en el futuro, se le podía volver a sonsacar la misma información; lo cual, a veces, resultaba útil. Cosa que demostraba que tal vez sí que le servía para algo.

    Keith corrigió un número y contestó, sin alzar la vista:

    —Bueno, él se interesó por mí cuando yo empezaba..., trató de ayudarme, me dio muchos consejos. Ninguno me sirvió de nada. Y, cuando a mí me empezó a ir bien, tuve que echarle una mano; era lo correcto, ¿no?

    Smiley asintió. Podía entender eso; era la forma en que funcionaba su mundo, sobre la base de los favores y la amistad, de las oportunidades compartidas.

    —Dicen que el viejo casi te adora. Me han comentado que el mes pasado se emborrachó y fue por ahí diciendo que eras su hijo. —Se rio.
    —Sí, bueno, Jimmy puede resultar un pesado sentimental.

    Otra persona comenzó a golpear la puerta. El sonido produjo ecos y reverberaciones en el oscuro cuarto. Smiley pareció asombrado.

    — ¿Qué clase de pesado..., no puede ver que estamos cerrados?
    —Smiley..., dedícate a beber tu cerveza. —Keith se incorporó y se dirigió nuevamente a la puerta.

    A la entrada había un hombre negro, un ser delgado y de aspecto orgulloso, vestido con uniforme de chófer, con un ramillete de plumas en el bolsillo de la pechera. En el callejón a su espalda ondeaba una bandera americana. En toda Filadelfia sólo existían veinte coches semejantes, y todos pertenecían a los Mimos.

    —Por cortesía del señor Gambiosi. —El chófer se llevó brevemente la mano a la gorra—. Quería que usted llegara a la reunión del Consejo a tiempo.

    Smiley observaba la escena con interés considerable. Keith casi podía ver las ruedas del coche en movimiento. La reunión del Consejo no estaba programada hasta dentro de dos horas, En ese período de tiempo se podía ir andando ida y vuelta al Ayuntamiento de los Mimos.

    —Gambiosi se debe estar poniendo bastante nervioso —comentó Smiley — si...

    Jay alzó los ojos al techo. —Smiley —dijo Keith—, ¿te has detenido a pensar alguna vez que ser un tonto puede que no te proteja toda tu vida?

    —Yo...
    —Sólo cállate —le aconsejó Keith. Dio media vuelta para marcharse.


    El Ayuntamiento de los Mimos estaba prácticamente vacío. El móvil del Fantasma de Calder pendía inmóvil sobre las grandes escalinatas. Despacio, Keith subió entre las dos hileras de maniquíes que mostraban los disfraces de los viejos Clubes de Mimos. Se trataba de grandes bandas, anteriores a la época en que todo se corrompió con la política: Ferko, Fralinger, Clowns de la Libertad, Ucrano—americanos, Sombreros de Copa, Los Originales, Los del Centro..., todos con sus plumas y lentejuelas, los instrumentos musicales sujetos a sus manos, congelados en silencio para toda la eternidad.

    El despacho de Keith era pequeño, poco más grande que un cubículo. Se hallaba amueblado con un escritorio y dos sillas, una para los visitantes. No obstante, tenía un cuadro y luz eléctrica. La electricidad provenía del generador de baja potencia emplazado en el viejo dique de Waterworks, en el río Schuylkill, justo detrás del Ayuntamiento de los Mimos. El cuadro era un Chagall; Keith no ostentaba el rango suficiente para poseer un Monet o un Rembrandt. Se llamaba «El abrevadero», y mostraba a una mujer y a un cerdo que bebían de la misma artesa, parecida a un féretro, llena de sangre. La sangre era de un color rojo púrpura, y de sus profundidades emergían burbujas de luz. El cerdo mostraba una expresión maliciosa.

    Keith introdujo la llave y abrió su escritorio, extrajo un archivo grueso de un cajón y comenzó a hojearlo. Se hallaba hundido en una lista de productos de la Southern Manufacturing y Biotech que debían ser enviados a la Deriva cuando dos negras manos mofletudas se apoyaron sobre su escritorio. Gruesos anillos de oro se hincaban en la carne, y los diamantes brillaban en ellos.

    —Capitán Moore —saludó Keith, incorporándose.

    Jason Moore, con un gesto, le indicó que permaneciera sentado. Hizo girar la silla destinada a los visitantes y se sentó a horcajadas en ella, inclinándose hacia delante sobre el respaldo. En esa postura se hallaba casi sobre la mesa, incómodamente cerca.

    Moore era el capitán de la Banda del Norte de Filadelfia. Había hombres con más poder que él; no obstante, nadie podía permitirse el lujo de ignorar al jefe del Club de Mimos negros más grande de la ciudad.

    —He ido a Jefferson a visitar a su hombre, Bowles. —Moore sacudió pesadamente la cabeza—. Me temo que no le queda mucho tiempo en este mundo.
    —Jimmy ya es viejo —admitió Keith—. Pero ha llevado una vida larga y productiva.
    —Démosle gracias a Jesús. —Moore entrecruzó sus dos enormes manos—. Quiero que sepa que no ha pasado desapercibido en la comunidad negra el cuidado, sí, incluso el amor, que usted le ha mostrado a uno de los nuestros.

    Keith inclinó la cabeza.

    —Jimmy es un buen hombre —repuso, sintiendo cierta incomodidad interior—. Un hombre muy bueno.
    — ¡Amén, hermano! ¡Amén! He venido aquí para decirle que mantendremos un mensajero en Jefferson las veinticuatro horas para que, si la condición del señor Bowles cambia, se lo haga saber.
    —Vaya, eso es muy generoso por su parte — replicó Keith con cautela.
    —No, no, no es nada. —Las mofletudas manos se adelantaron y se apoyaron en los hombros de Keith, presionaron un poco y se apartaron. Moore se echó hacia atrás y se puso de pie—. Lo hago porque me gustaría pensar que soy su amigo.

    Keith se incorporó. Reconoció de inmediato el juego del otro.

    —Gracias, señor. A mí también me gustaría pensar que soy su amigo.

    Los pequeños ojos de Moore resplandecieron. Asintió y dio media vuelta para marcharse, y en la puerta casi chocó con Gambiosi.,

    Moore fue el primero en apartarse.

    —Me alegra verte, Joe —dijo—. Espero que nos volvamos a ver en el Consejo.
    —Sí, estoy ansioso porque llegue el momento—replicó Gambiosi.

    Sin embargo, cuando Moore se marchó, se dejó caer pesadamente en la silla.

    —Jesús. —Sacó un pañuelo grande, de color blanco, y se secó la frente—. Ese hijo de puta. Esta noche va a arrojarme a los lobos.
    —Mire —comentó Keith—. Ya lo hemos hablado. Nos lo sabemos de memoria. Disponemos de todas las respuestas que puedan querer conocer. Saldrá de ésta oliendo a rosas.
    —Sí, sí, pero yo no lo creo. —Gambiosi dobló con cuidado el pañuelo y se lo guardó—. ¿Qué se sabe sobre tu negro?
    —Se encuentra con respiración artificial. Nadie espera que dure mucho.
    —Bueno, ya es viejo —repuso Gambiosi. Contempló durante un rato el Chagall en silencio y, apartando la vista, sacudió la cabeza—. Qué cosa espantosa.
    —Podríamos repasar otra vez las proyecciones de la biomasa. Gambiosi inclinó lentamente la cabeza, hasta que le quedó directamente sobre las rodillas. Posó las manos sobre las piernas y presionó levemente, como si deseara mantener apartada la cabeza de las piernas.
    — ¿Para qué sirve? Mordí más de lo que podía masticar, y ahora voy a ahogarme con el bocado. Dentro de un par de horas todo pasará a tus manos. —No lo entiendo. Gambiosi alzó la vista, furioso.
    —Ahórrate toda esa mierda, ¿quieres? Sé cómo te has ido metiendo en mi terreno. Ha pasado mucho tiempo desde que me encargo del programa de reasentamiento. Infiernos, incluso desde el comienzo las decisiones eran tuyas. Cuando esta noche me formulen las preguntas, no tendré ninguna respuesta que dar. Porque ya no sé qué es lo que está pasando. —Keith guardó silencio—. Quiero decir, no hay resentimientos ni nada parecido. No es como si lo hubieras hecho de forma deliberada. Simplemente..., no quiero que pienses que no lo sé. — ¿Capitán Gambiosi?

    Gambiosi giró en la silla para enfrentarse a los dos oficiales del juzgado que aparecieron en el umbral.

    —Muchachos, ¿os importa que tenga unas últimas palabras con mi ayudante?

    Los oficiales se miraron.

    —Diez minutos —concedió uno, y se retiraron al pasillo, cerrando la puerta detrás de ellos.
    —Sólo necesito dos —dijo Gambiosi. Luego, dirigiéndose a Keith, añadió—: Mira, puedo hundirte conmigo.

    Keith se le quedó mirando. Gambiosi le devolvió la mirada con firmeza, a través de unos ojos que mostraban un cansancio infinito.

    —No obtengo ningún beneficio en machacarte, muchacho; pero te juro por Dios que lo haré. Si no crees que puedo hacerlo, ponme a prueba. — ¿Qué quiere? —preguntó Keith con voz pausada.
    —A mi hijo, Tony. Le tengo preparado un buen trabajo como recolector al sur de Fily. No hace falta gran cosa para llevarlo a cabo; se las arreglará.
    —De acuerdo.
    —Sí, y uno de estos días meterá la mano en la hucha más de lo necesario y lo atraparán, ¿lo sabes?
    —Haré lo que pueda —repuso Keith—. No obstante, tiene de saber que en esos casos..., el límite es una sola vez. Podré salvarlo en la primera ocasión; después, no lo sé.
    —Sólo necesita una. Si cae dos veces en una estupidez semejante, se merecerá lo que le den. No te pediría nada que tú no pudieras solucionar.
    —Muy bien —afirmó Keith—. Seguro, podré arreglarlo. Tiene mi palabra.

    Gambiosi suspiró y sacudió la cabeza. Despacio, se puso de pie, como si al tomarse su tiempo pudiera detener su futuro.

    —Si ves a Jimmy, dile que deseo que se ponga pronto bien.


    El Consejo llevaba reunido más de una hora antes de que llamaran a Keith. Esperaba sentado en la antecámara, hojeando ociosamente sus carpetas. Pareció que había transcurrido una eternidad cuando los oficiales del juzgado vinieron a buscarle.

    Lo escoltaron a través de un arco al interior de la sala del Consejo, con sus viejas columnas de piedra y baldaquines. La sala, originalmente, había formado parte de un museo hindú, que fue desmantelado y saqueado durante el siglo XIX embarcándolo todo para Filadelfia. Lo montaron allí otra vez como parte del ala oriental del Museo de Arte. Los Bodhisattvas y demás deidades paganas les miraban desde el techo y las columnatas con ojos maliciosos.

    Gambiosi ya estaba perdido.

    El corpulento hombre se hallaba pálido y sudoroso. No alzó la vista cuando entró Keith, sino que mantuvo los ojos bajos, fijos en la madera que había entre sus manos. Los otros miembros del Consejo, capitanes de los Clubes de Mimos más poderosos de la ciudad, se sentaban alrededor de la ancha mesa, con aspecto que iba desde la tranquilidad y el aburrimiento hasta la desaprobación.

    Por primera vez, a Keith se le ocurrió que quizá no saliera de ésta incólume. De una forma fugaz, lamentó haber puesto en marcha toda la maquinaria.

    —Señor Piotrowicz —saludó el capitán Moore con vigor. Bajo la tenue luz, su piel oscura parecía ominosa, su masiva corpulencia imponente—. Su superior nos ha informado que existe un plan complicado e inteligente para imponer el orden en el caos en que se ha convertido el programa de reasentamiento.

    Parecía un ataque; pero, de hecho, Moore le había proporcionado la mejor entrada que cabía esperar.

    —Sí, señor —replicó—. Creo que así es.


    El Consejo hizo que Keith saliera de la sala para llevar a cabo sus deliberaciones secretas. Sin embargo, él ya sabía de qué lado se decantarían. Se los había ganado a todos. El poder que Gambiosi tuvo en sus manos estaba ahora en las suyas.

    Había sido una larga noche, y Keith se sentía agotado. Regresó a su despacho para guardar la documentación en los archivos. Entonces, puesto que tenía que aguardar el juicio final del Consejo, sacó de nuevo la lista de peticiones y empezó a tachar algunos artículos que no eran imprescindibles. Se sumergió en el trabajo, y no tenía idea del tiempo que había transcurrido cuando alguien tosió ligeramente en la puerta, anunciando su presencia.

    Alzó la vista. En el umbral vio a un niño negro, de unos diez años. Se trataba de un mensajero.

    —Jesús, ¿qué es esto..., la noche de los negros? —exclamó Keith. El niño mostró un escalofrío, pero, por lo demás, permaneció inmóvil—. Bueno, vamos, suéltalo.

    Tomando una rápida bocanada de aire, el muchacho anunció:

    —De parte del capitán Moore, señor, vengo a comunicarle que el señor Bowles murió en el hospital Jefferson esta noche a las diez y diecisiete minutos.

    El pasillo estaba vacío; Keith pudo escuchar unas pisadas en el otro extremo, luego silencio. Al cabo de un minuto dijo:

    —Muy bien, gracias; ya puedes marcharte.

    Keith permaneció mirando la puerta cerrada una eternidad, esperando que de sus ojos brotaran las lágrimas. No obstante, ahí no había nada.

    Se inclinó sobre sus papeles.


    3. Buscahuesos


    La joven vampiro se despertó al amanecer. Estaba soñando con su padre cuando el sol se escurrió por entre las puertas del vagón. Hizo una mueca y se acurrucó, apoyándose en su desgastada maleta de cuero, tratando de conseguir un minuto más de sueño. Pero, en ese momento, la mujer que había a su lado se movió y le hundió un codo en el estómago; se despertó por completo.

    El tren se había detenido. Delante, la locomotora a metano estaba siendo desenganchada y reemplazada por otra a combustión de alcohol. Samantha pudo oler los aromas mezclados de la defecación humana y la sangre menstrual por encima del hedor de la orina y el sudor ácido. Sólo unas pocas mujeres se hallaban levantadas, y permanecían sentadas en silencio e inmóviles entre los indefinidos durmientes. La enferma que había en un rincón seguía tiritando, poseída por una fiebre innombrable.

    Sam tenía hambre. El estómago le dolía tanto que parecía como si palpitara. Acercó la maleta y la abrió con cautela, celosamente. Algunas de esas mujeres te robarían la comida antes que mirarte. Introdujo la mano, extrajo una cantimplora, una lata de cápsulas de vitaminas y el último huevo que llevaba envuelto en papel de periódico.

    La chica idiota intentaba salir otra vez. Tenía un brazo largo y anoréxico extendido por entre la grieta entre las puertas del fondo y se esforzaba por pasar el hombro. Era inútil; sin embargo, no se daba cuenta. Jadeó y sudó, dominada por un frenesí de ser libre que casi parecía sexual en su irracional intensidad.

    Sam, asqueada, apartó la vista y miró por el agujero de su propia puerta hacia la gris y neblinosa mañana. Desenvolvió con cuidado el huevo. Estaba rajado, pero no roto. Depositó una cápsula en su mano, la abrió y derramó el contenido sobre su lengua, Entonces rompió el huevo, separó la yema y se tragó la clara cruda. Sigilosamente, arrojó la yema y la cáscara por la puerta y se limpió los dedos con la boca.

    Alzó la cantimplora hasta su oído y la sacudió con energía. Estaba casi vacía..., únicamente quedaba un trago. La destapó y la olió para asegurarse de que su contenido no se había estropeado; luego la inclinó y dejó que la sangre, rica y buena, llenara su boca. Antes de tragarla se la pasó por los dientes y el paladar, saboreándola. Cerró los ojos y se concentró en sentir cómo se deslizaba por su garganta.

    Desapareció. Con un suspiro, Sam volvió a tapar la cantimplora.

    Desde el emplazamiento de su puerta sólo podía ver el terreno carbonizado de las vías y unos pocos matorrales. El uniforme blanco de un guardia del 1NSG se aproximó y sacudió Las cadenas que mantenían cerradas las puertas, pasando un bastón de metal por su superficie para asegurarse de que todos los dedos estuvieran también dentro.

    Repentinamente, la chica idiota emitió un aullido de dolor y miedo. Se apartó de su puerta y pegó el brazo al cuerpo, balanceándose mientras lloraba. Las mujeres se despertaron asustadas, deseosas de saber qué ocurría.

    Un silbido prolongado sonó desde la locomotora a alcohol. Con un brusco tirón, el tren inició su marcha. Sam vislumbró al guardia mientras trotaba junto al vagón, vio que se aferraba a un manillar y de un salto se incorporaba al tren. Un momento más tarde escuchó sus pisadas por encima de ellas.

    Silbaba como si nada en el mundo le preocupara.


    Baltimore era un mar gris de edificios ruinosos; al tren le llevó horas atravesarla. A lo largo de todo el trayecto se veía a niños harapientos que recogían cualquier cosa que pudieran pillar de los trenes de carga que pasaban por la ciudad. Cuando vieron al tren del INSG se apartaron de las vías, arrojándole piedras y burlándose.

    Al atardecer, se detuvieron en un grupo de celdas prefabricadas en las afueras de la ciudad. El tren se paró bruscamente y sus ocupantes fueron procesados por vagones. El frío de la mañana había desaparecido...; hacía calor en ese momento. El trámite parecía que no iba a acabar nunca.

    Entonces, de un golpe, se abrieron un par de puertas y un guardia rugió:

    —De acuerdo, chochitos... ¡fuera!

    Se tambalearon rampa abajo, parpadeando ante la luz.

    Por supuesto, todas habían sido procesadas en los Campos de Detención de Richmond, y vestían ropas idénticas, camisa y pantalón de un color púrpura eléctrico: les dijeron que así se facilitaba la identificación. Y todas llevaban el mismo moretón en la frente, allá donde las habían marcado con la pistola de tatuajes; aunque algunas —las que sanaban pronto— sólo mostraban ya la informe mancha de tinta azul. Sin embargo, lo peor era cómo habían sido rapadas sus cabezas en Despiojamiento, dejándolas con un aspecto escuálido, terrible y espantosamente vulnerable.

    Dios mío, apenas parecen humanas, pensó Sam.

    Guardias provistos de varillas eléctricas las fueron conduciendo a través de un laberinto de vallas y puertas especiales para dirigir multitudes. Sam pudo ver a los vagabundos que las contemplaban detrás de las cadenas de las vallas, vacíos y hostiles. Recordó todo lo acontecido en Richmond, cuando fue empujada al interior de las duchas químicas de aire y tuvo que cerrar los ojos.

    La hostigaron para que se moviera. Un lacayo del INSG le pasó un cubo de agua. Estaba tibia y no muy limpia; no obstante, bebió todo lo que pudo antes de que se lo arrebataran y se lo dieran a la siguiente de la fila.

    Alguien le puso un paquete entre los brazos; lo miró sin comprender. Entonces, un guardia le metió la varilla entre las piernas a la mujer de delante por no apresurarse. Se rio mientras ella daba unos saltos espasmódicos y, posteriormente, caía. Samantha aferró el paquete y se dio prisa en pasar; de nuevo fue conducida al vagón.

    Cerraron las puertas con cadenas y comprobaron su resistencia; un guardia golpeó el costado del vagón con su barra metálica. El tren se puso en marcha.

    Los paquetes contenían comida, esa comida que les prometieron hacía un día y medio en Richmond. A todas se les había permitido que llevaran consigo los suministros que pudieran; sin embargo, prácticamente ya habían sido consumidos, razón por la que los paquetes se abrieron con pequeños gritos de alegría y unos pocos de desilusión.

    Sara miró su comida. Había un gran trozo de pan de trigo, una rodaja en forma de cuña de un queso inidentificable y un terrón de azúcar de remolacha. Suficiente para mantener a una mujer normal viva, por lo menos, durante otro día, siempre que no le prestara demasiada atención al apetito mental. Se llevó el pedazo de pan a la boca. Sabía bien y aplacaría el hambre; sin embargo, eso no la alimentaría. Aquí no había nada que ella pudiera digerir.

    Podía comerlo, pero no la mantendría con vida.

    — ¿Esto es todo? —gritó histéricamente una mujer. Todos se volvieron para mirarla. Era tremendamente gorda, y la melanina de su rostro se había desequilibrado, dejándole unas manchas blancas por doquier y una marca de color rosa debajo del labio, lo cual le daba un aspecto de indignación, igual que a un pez de colores con hongos—. ¡Yo no puedo vivir de esto! Tengo problemas glandulares..., ¡necesito más comida!

    Agitó el envoltorio de papel en el aire como si fuera un estandarte; la comida ya había sido devorada.

    Alguien se rio con disimulo. Una segunda persona se le unió, seguida de otras tantas. Los rostros cobraron una expresión burlona. Pronto, casi todo el vagón se sacudía por las risas. Era un humor asqueroso y cruel, aunque contagioso; todos se unieron al jolgorio.

    La mujer salpicada de manchas gritó, indignada. Tiró el papel lejos de ella, y las venas de su frente sobresalieron; sin embargo, no se pudo hacer oír por encima de las risas. Finalmente, les dio a todas la espalda y se agachó, mirando a un rincón.

    Cuando las carcajadas se aplacaron, Sam se dirigió al lado de la mujer y se sentó. Aguardó un rato y, luego, le tocó la manga de la blusa. La mujer apartó el brazo.

    —Señora —dijo Sam, y cuando la mujer alzó unos ojos furiosos, le alargó su paquete—. ¿Quiere el mío? Yo no puedo comerlo..., de veras.

    La mujer la observó durante un buen rato con fijeza. Sam volvió a ofrecerle el paquete y lo depositó en su regazo.

    Por fin, la mujer bajó la vista.

    —Vaya, bendita seas, pequeña —comentó. Después de una pausa añadió—: Es muy amable por tu parte.

    Partió el queso por la mitad, se llevó una parte a la boca y masticó.

    —No lo aceptaría si no lo necesitara — explicó—. No mentía. ¿Cómo te llamas, niña?
    —Samantha Laing.
    —Mi nombre es Celeste. Tengo el síndrome del intestino corto..., ¿has oído hablar alguna vez de él? —Ocupada con la comida, no se percató del escalofrío de Samantha—. ¿Sabes?, mis intestinos son demasiado cortos. No están mal, no obstante, me hace falta el doble de comida que a cualquiera para alimentarme. Es que pasa tan deprisa. Y, para colmo, tengo este problema glandular. —Se metió el pan en la boca y lo masticó con movimientos fuertes y musculosos—. Pero no se trata de nada genético. Cometieron un error. Lo cogí cuando enfermé de niña y tuve una fiebre altísima.

    Samantha, que conocía la verdad, asintió de todas formas. Y, cuando Celeste le preguntó cuál era su problema, contestó rápidamente:

    —Deficiencia vitamínica. Sólo puedo tomar una dieta especial.
    —Bueno, no te preocupes —repuso Celeste—. Seguro que, cuando lleguemos a la Deriva, tendrán listo lo que necesitas. —La mentira flotó entre ellas durante un largo y silencioso minuto; luego comentó—: ¿De dónde eres?
    —Seven Pines —replicó Sam—. Está en las afueras de Richmond. Vivía interna en la escuela de la señorita Levering.
    — ¿Y te gustaba? —Estaba bien. Los domingos, durante una hora, podía montar a caballo.
    — ¿Tenías muchas amigas?

    Sam recordó cómo la miraban las otras chicas cuando se sentaban a comer y ella tenía que ingerir alimentos que eliminaría una hora más tarde, las bromas que hacían y las historias que contaban de ella.

    —No —respondió. Para cambiar de tema, preguntó—: ¿Sabe algo sobre el sitio al que vamos?

    Se refería al campamento de reasentamiento; sin embargo, Celeste lo malinterpretó.

    —Me han contado que hay lugares peores que la Deriva —contestó—. Quiero decir, seguro, estará todo contaminado; no obstante, se puede vivir allí. Sí, puede que dentro de diez o veinte años cojas un cáncer..., ¿y qué? Si la alternativa es morir ahora... —Dejó que su voz se perdiera—. Escucha, deja que te cuente una historia que me narró mi tío cuando yo era pequeña. Salió de la Deriva, junto a mi padre, cuando eran jóvenes..., la secuela fueron unos pulmones en mal estado. Y él me dijo...

    Una y otra vez, durante el resto del día y parte de la noche, Celeste le contó las historias que había oído en su infancia acerca de la Deriva: estaba repleta de caníbales y monstruos radiactivos que emergían de las ciénagas, y de brillantes mutantes de color verde que regresaban de entre los muertos; la ayudaron a que el tiempo pasara, y mantuvieron la mente de Sam alejada del hambre.

    Sin embargo, transcurridos el día y la noche, y la mañana que le siguió, comenzó a sentirse débil por la falta de comida.


    Cuando el tren llegó a Filadelfia, el estómago de Sam estaba encogido por el dolor. Le dolía tanto que ya no lograba identificarlo como tal dolor; permanecía allí tendida y atontada, sin experimentar sensación alguna. Sus mejillas ardían como dos carbones al rojo vivo y, al parpadear, notaba los ojos secos.

    Las puertas se abrieron de golpe. Celeste la ayudó a incorporarse y le colocó las manos sobre la barandilla. Fue conducida fuera junto a las demás; se sentía mareada y como en un sueño. El tren se marchó con los guardias en su interior, ya que la autoridad del Instituto Nacional de Salud Genética acababa aquí, donde comenzaba la de la ciudad de Filadelfia.

    Se las mantuvo de pie en una celda amplia, separada únicamente por una sola valla de otra similar que albergaba a los hombres. Unas pocas mujeres decididas trataron de localizar a sus maridos; fueron apartadas de la valla por unos guardias uniformados de negro. Los llamaban Mimos, y eran el reflejo de alguna extraña estructura de poder local.

    Sam veía todo con lucidez y brillo, como si el mundo hubiera sido pulido y después sumergido en un líquido perfectamente claro..., todo parecía destellar. En las cercanías había un número de edificios ruinosos, almacenes o algo parecido y, de forma compulsiva, los miró uno a uno, como si quisiera guardarlos en su recuerdo. No le sirvió de nada, y dejó de hacerlo cuando llegó al matadero.

    Estaban matando ganado. Sam podía escucharlo levemente, en algún lugar subterráneo del edificio. Seguro que estas mismas celdas las utilizaban para el ganado, pensó. Una mirada al suelo lo confirmó: caminaban en un barro compuesto por suciedad reseca y excrementos. También había algo de paja.

    Más allá de la valla se veía a los ociosos habituales; Sam se fijó en uno, un niño que tendría como máximo diez años. Poseída por la fiebre, rebuscó en su maleta y sacó la cantimplora y uno de los diez dólares de plata que había conseguido salvar de los oficiales del INSG.

    Se acercó a la valla exterior tanto como lo permitían los guardias y le arrojó el dólar. Cayó a los pies del niño, levantando un pequeño montón de polvo. Como un relámpago, el niño lo cogió de la tierra y lo sostuvo con las dos manos, mirando la moneda como si no creyera en su buena suerte.

    — ¿Te gusta, pequeño? —le preguntó Sam—. ¿Querrías ganarte otro igual?

    Se trataba de un dólar del Banco de Atlanta, con toda probabilidad el primero que veía el muchacho. Sin embargo, la plata era plata en todo el mundo. Asintió con los ojos abiertos.

    Sam lanzó la cantimplora detrás del dólar. Voló en un arco demasiado largo; sin embargo, el muchacho corrió tras ella y, asombrado, la recogió.

    —Ve al matadero —le explicó Sam—. Allí es donde desangran al ganado. Diles que te llenen la cantimplora con sangre..., no cuesta mucho, como máximo cinco centavos. Cuando esté llena, me la tiras de nuevo y yo te daré otro dólar, ¿de acuerdo?

    El muchacho se la quedó mirando. Por la comprensión que mostró, bien podía haber estado hablando en otro idioma. Sam se sentía mal; deseaba tanto la sangre que casi podía paladearla.

    —Por el amor de Dios —gritó—. ¡Es dinero fácil! Maldita sea, quieres que me muera de hambre...

    A su alrededor reinó el silencio. De repente, se dio cuenta de que tenía público. Todas las mujeres y los ociosos la estaban mirando. Durante un largo instante, la inmovilidad no se alteró.

    Entonces el muchacho le arrojó de vuelta la cantimplora por encima de la valla, dio media vuelta y se alejó corriendo. El momento se quebró. Los habitantes de Filadelfia comenzaron a recoger escombros para tirárselos. Los colonos se apartaron de ella, dejándola aislada y sola. Sam sintió miedo. —Celeste —llamó.

    Sin embargo, la mujer se había retirado junto con las otras. Vio que Celeste se agachaba para coger un puñado de tierra.

    En ese momento, una piedra pasó rozando su mejilla, y otra le dio en la rodilla—, todo el mundo se puso a dar gritos, y el aire a su alrededor resonó con una cacofonía de voces.

    Habría muerto allí mismo si los guardias uniformados de negro no se hubieran metido entre la multitud haciendo relampaguear sus varillas antidisturbios. Una mano áspera se cerró alrededor de su brazo y tiró de ella. Sin oponer resistencia, se tambaleó y la siguió.

    Un rostro correoso casi se pegó al de ella.

    — ¿Eres sorda? —exigió el hombre—. ¿Qué hiciste para empezar todo ese jaleo?
    —No lo sé. Simplemente, vine aquí y...
    — ¿Tienes algún nombre? —El guardia la sacudió. Era difícil permanecer despierta—. ¿Cómo te llaman, eh?
    —Sam.
    — ¿Qué estás haciendo en la zona de las mujeres, Sam? ¿Tienes una amiga o algo parecido? —La empujó, haciendo que avanzara deprisa delante de él—. Que no te vuelva a ver saltando otra vez la valla.

    La arrojó a la celda de los hombres. Cuando dividieron a los hombres y la condujeron en uno de los grupos, Sam no planteó objeción alguna.


    Sam recordó muy poco de su viaje a la Deriva. Sólo que fue metida en un camión —uno que formaba parte de un convoy—, con un montón de hombres que apestaban, que dio tumbos y bandazos durante toda una eternidad. En el aire flotaba el olor a alcohol quemado; recordó haber pensado lo extravagante que resultaba emplear un motor de combustión interna para transportar únicamente un cadáver.


    Sam yacía en un camastro debajo de una ventana. Fuera, alguien hablaba en voz alta. Mantuvo los ojos cerrados, escuchando, tratando de comprender las palabras.

    —...de vuelta a América e incluso más allá, si deseas ir al norte, hacia la Alianza Greenstate. Así que, si te apetece, inténtalo. Nadie va a detenerte. —La voz sonaba baja y con un leve deje sarcástico, parecido al de un instructor militar de la milicia de Virginia al que escuchó una vez—. Claro que tendrás que atravesar una gran cantidad de tierras calientes para llegar a alguna parte. No te aconsejo que lo intentes. Pero...

    Alguien adelantó una mano a su boca y extrajo un termómetro que no se había dado cuenta de que estaba allí. Murmuró para sí mismo algo y le alzó un brazo para tomarle el pulso.

    Sam abrió los ojos. Había un enano de pie sobre un banco al lado del camastro; la observaba con calma. Su cabeza era enorme, casi la mitad más grande que la de una persona normal; poseía unos ojos penetrantes e inteligentes.

    — ¿Te sientes con ganas de comer algo? —le preguntó.

    Como Sam sabía que iba a morir, la sala cobró un interés especial para ella. Descubrió tres camastros más metidos entre unos viejos gabinetes y un escritorio, sin duda recogidos de casas abandonadas, y a los cuales les hacía falta una urgente reparación. Las estanterías de caoba estaban tan combadas, que apenas la mitad podían sostener algún libro; el suelo bien podría haber sido un espejo de distorsión de una feria. Sin embargo, cada cosa había sido exhaustivamente frotada y se hallaba limpia.

    Dos de las camas se hallaban vacías; la tercera albergaba a un hombre en estado comatoso.

    —No soy un doctor de verdad —comentó el enano. Bajó de un salto de la banqueta, la llevó al extremo de la habitación y volvió a subirse en ella. Allí, sobre una mesa desvencijada, había un pequeño bol apoyado sobre un trípode debajo del cual ardía un pequeño mechero de alcohol. Tardíamente, Sam captó el aroma de un caldo—. En su mayor parte me dedico a encajar huesos dislocados y cosas parecidas. No obstante, dispongo de todos estos libros, que son de gran ayuda. Tienen más de cien años, aunque la medicina no ha cambiado mucho desde la Fusión.

    Le llevó el caldo hasta el lecho.

    —Me llamo Robert Esterhaszy —se presentó—. Bob. Encantado de conocerte. —Se detuvo, dándole la oportunidad de contestar; luego empezó a alimentarla con cucharadas de caldo. Estaba caliente y sabroso, y llenó su estómago—. En poco tiempo te tendré de pie y andando —comentó Esterhaszy—. Creo que reconozco la desnutrición cuando la veo.

    Una vez terminada la sopa, atravesó la sala para vigilar a su otro paciente. Una hora más tarde, el sistema de Sam se vació. Yació medio atontada y en un estado pasivo mientras Esterhaszy la limpiaba y la llevaba a otro camastro. Frunció el ceño.

    —Creo que tienes algo extraño.

    Sam dejó que sus ojos se cerraran.

    Cuando abrió de nuevo los ojos era de noche. Esterhaszy debía haberse quedado esperando, ya que se presentó a su lado en el acto. Sostenía en la mano su pasaporte interno.

    —Aquí pone que tienes SBS —dijo—. ¿Qué es eso? ¿Alguna clase de enfermedad? ¿Qué quiere decir?

    Sam le miró con fijeza, sin expresión definida. Descubrió que, aunque entendía cada palabra que pronunciaba, lo que decía carecía de sentido para ella.

    Finalmente, el enano se marchó. Sam pensó que se había vuelto a quedar dormida; sin embargo, le escuchó suspirar y moverse en su silla. Las páginas eran vueltas con lentitud.

    Un fósforo de madera ardió cuando Esterhaszy encendió un cigarro. El áspero aroma de la marihuana del norte llenó la sala. Medio dormida como se hallaba, Sam se sintió flotar en el instante mismo en que el humo llegó hasta ella. Bajó la vista y vio que su cuerpo descartado se encontraba tumbado sobre el camastro, pálido y delgado, tan sin vida como una vieja muñeca de trapo.

    Su consciencia se detuvo, flotando cerca del techo. Entonces, atravesó una pared y salió del edificio. Se hallaba en una ciudad en ruinas; por su aspecto, era una ciudad industrial del siglo XIX, abandonada después de la Fusión ocurrida en el siglo xx. En su mayor parte los edificios eran vacías conchas de ladrillos, con los techos y los pisos derrumbados, aunque algunos habían sido restaurados en parte con vigas de madera y techos de paja.

    Las calles estaban abarrotadas de matorrales altos y retorcidos —predominaban el zumaque y los cardos mutados—, señalados por un sendero abierto en su centro. Por doquier se veían montones de leña; edificios enteros sin techo servían como almacenes. En el campus de la universidad se habían alzado enormes tanques de destilación, y las pequeñas hogueras que ardían debajo eran atendidas por unos pocos hombres andrajosos y sucios.

    Había luna llena, y pudo distinguir sus rostros con barbas de días, el modo en que los dedos de la mano izquierda de uno se curvaron hacia atrás de un modo antinatural, roto.

    El hedor de madera quemada impregnaba toda la atmósfera. El frente de los edificios estaba ennegrecido a causa de ello. Sam espió la fachada de una vieja tienda de ladrillos y descubrió que el interior había sido preparado como un dormitorio, una sala inmensa con toscos camastros uno al lado del otro. No todo el mundo disponía de mantas, y pudo ver que algunos de los hombres deberían hallarse en la enfermería con ella.

    Algo hizo tap—tap. Sam lo ignoró. Miró más allá de la ciudad, del prostíbulo, hacia los vertederos, donde descubrió que una zona amplia había sido quemada hasta que no quedó más que cenizas y tierra pelada. En esa parte había soldados de patrulla, hombres que vestían uniformes negros con un pequeño puñado de plumas en la pechera. Portaban las armas dispuestas para disparar, y la vigilancia que mantenían era externa, hacia la Deriva, en vez de interna, hacia la ciudad. Algo repitió el tap—tap.

    Alguien golpeaba con suavidad su mejilla.

    —Basta —musitó Sam, abrió los ojos, y se encontró de vuelta en la enfermería.

    Bob, el enano, se hallaba a su lado, intentando despertarla. Cuando vio sus ojos, que reflejaban débilmente la llama azul de la única lámpara de alcohol, le introdujo con delicadeza una cuchara en los labios, y dejó caer unas gotas de líquido. De forma automática, ella las tragó.

    Sangre.

    Su rostro debió reflejar el impacto, porque Esterhaszy sonrió.

    —Ah —comentó—. La paciente responde. El viejo Carne de Perro se alegraría al saber que su sacrificio no fue en vano, —Llevó la cuchara de nuevo a sus labios—. Comenzaremos con unas pocas cucharaditas.

    A su debido tiempo, se quedó dormida.


    Cuando despertó era de nuevo de día. El sol que se filtraba a través de la membrana de la ventana iluminó el cabello rubio del hombre que se inclinaba sobre ella, convirtiéndolo en un halo resplandeciente, y al mismo hombre en un ángel. Era hermoso; alrededor de la boca tenía unas profundas líneas de preocupación, y sus ojos eran tristes y claros. Sonrió y dijo:

    —Buenos días.

    Sam se le quedó mirando perpleja. No obstante, se hallaba envuelta en hielo, frío y limpio como el aire, y no pudo responderle. Esterhaszy arrastró una silla al lado del camastro y comenzó a alimentarla con unas cucharaditas de sangre. El extraño se pasó una mano por su cabello corto, casi inexistente. Parecía nervioso.

    —Samantha —comenzó el extraño—, me llamo Keith Piotrowicz. Ostento un alto rango en la organización de los Mimos de Filadelfia, y son los Mimos los que administran el programa de reasentamiento en la Deriva. Tengo el poder de hacer que vuelvas con tu familia. Sin embargo, has de cooperar. Tienes que decirme tu nombre completo.

    El hielo inundó la habitación y, aunque no impedía el movimiento, su frío congelaba el dolor, lo transformaba en silencio.

    — ¿Puede hablar? —le preguntó Keith al enano.
    —No lo sé — replicó Esterhaszy. Abrió los brazos en un gesto de impotencia—. Yo creo que sí, pero que no desea hacerlo. Probablemente tuvo unas malas experiencias en su viaje hasta aquí.
    —Hummm. —Con las manos a la espalda, Keith se alejó para observar el amplio mapa de la Deriva trazado a mano que el enano tenía colgado de una pared. Había sido copiado con gran meticulosidad de algún otro mapa más antiguo, con correcciones posteriores realizadas con la misma tinta. Círculos poco firmes emanaban del viejo emplazamiento donde se produjo la Fusión; en diversos puntos se veían pequeñas bolas de cera roja y verde pegadas al mapa. La cera de color verde se arracimaba hacia el norte, cerca de Greenstate, haciéndose cada vez más escasa a medida que se acercaba al centro del territorio, lo que solía ser el centro del estado de Pennsylvania, y la roja, de forma similar, menguaba desde el sur, de Filadelfia. Se asemejaba al despliegue de las fichas de las damas chinas—. ¿Ayudaría en algo si le hablara yo?

    Esterhaszy volvió a encogerse de hombros.

    —No soy psiquiatra. Demonios, ni siquiera soy médico.

    Keith permaneció mirando el mapa en silencio durante un rato. Por fin dijo: —Esa información es antigua —y quitó un globo rojo de cera y lo reemplazó por uno de color verde—. Hace cuatro días perdimos otro campo de reasentamiento. —Se dirigió hacia Samantha y se arrodilló a su lado—. Eres Samantha Laing, ¿verdad? —Guardó silencio, a la espera de una respuesta. El hielo destellaba a su alrededor, frío y apacible—. Porque, si lo eres, puedo devolverte con tu familia. Con tu padre.

    Cogió algo del enano..., se produjo un resplandor plateado cuando el objeto cambió de manos. Lo alzó en el aire; se trataba de la pitillera de plata antigua que ella había empleado para guardar sus pasaportes. Es mía, pensó; sin embargo, el hielo se cerró a su alrededor y apenas la dejó respirar. Se hundió profundamente en su carne, apaciguando y tranquilizándola.

    Keith dio la vuelta a la caja en su mano y la abrió. De su interior sacó una placa con el cristal cuarteado —una vieja holografía— y la sostuvo ante la luz.

    A medida que Keith giraba su muñeca, sobre las resplandecientes motas de polvo danzó un arco iris y se solidificó en una imagen borrosa y doble en el aire. Cogiendo la lámina por loe dos bordes, la dobló ligeramente hasta que la superficie cuarteada quedó plana. Las imágenes se unieron, fundiéndose, cobrando nitidez.

    Un hombre de aspecto vigoroso y de facciones afiladas, de halcón, flotó encima de ella; tenía un bigote oscuro. Su padre.

    Samantha abrió la boca y el hielo se deslizó rápidamente para llenarla, congelando sus pulmones en silencio. Una lágrima se formó en el rabillo de uno de sus ojos.

    — ¿Es tu padre, Samantha?

    Algo cambió en su interior..., algo se movió. Con un gran tumulto interno, como el que pudieran producir icebergs que se liberaran a sí mismos de un glaciar para establecerse en las aguas del Ártico con una gran marejada de agua, de nuevo pudo pensar, sentir, experimentar dolor.

    — ¡Sí! —gritó, y su voz salió tan áspera que la palabra resultó incomprensible.

    Las lágrimas inundaron sus ojos. Tragó saliva, y la garganta le dolió.

    —Sí —la foto era de su padre, y —: Sí —hablaría, y—: Sí —iba a vivir.

    Keith acunó su cabeza y la apretó contra él mientras ella lloraba y lloraba.


    Sam se hallaba demasiado débil para trasladarse en ese momento. Permaneció en cama por espacio de una semana, y cuando por fin pudo levantarse para pasear, apoyada en un bastón, casi se derrumbó de inmediato. No obstante, mejoró con rapidez, y Esterhaszy pronto pudo sacarla al aire libre durante las horas que pasaba en la enfermería, donde antes había dispuesto simplemente una pantalla delante de su camastro.

    La noche después del entierro del paciente comatoso, estaba sentada en la escalinata de entrada de la enfermería cuando un grupo de trabajadores pasó por delante; regresaban —a juzgar por sus herramientas— del campo comunal exterior. La docena de hombres iban acompañados de un guardia Mimo; ella ya conocía lo suficiente sobre el campo de reasentamiento como para saber que el guardia no se hallaba presente para evitar que los hombres escaparan, sino para dar algún informe si trataban de eludir su trabajo. El guardia caminaba con el mismo aspecto de cansancio y desánimo que los otros.

    Pero, cuando atravesaron el sendero cubierto de montones de chatarra oxidada que en su momento fueron automóviles, uno de ellos alzó la vista hacia ella. Los ojos, en su rostro muerto, eran vivos y duros. Y en esos ojos Sam pudo verse tal como él la contemplaba: joven, sin un rostro determinado, con una mancha de color púrpura en la frente que había debajo de un pelo polvoriento y cortado casi al cero; un rostro escondido a medias por la sucia mascarilla del nucleoporo y que aún conservaba parte de los mofletes de la grasa infantil.

    Y sintió su cansando deseo desinteresado, su fría hostilidad impersonal. Si pudiera elegir, la arrojaría al suelo y la violaría, y si en el proceso le quebraba algunos huesos, le fracturaba la espina dorsal o le rompía el cuello..., bueno, a él no le importaría. No necesitaba que hubiera mucha vida en la carne que empleaba.

    Pronto desapareció, junto con el resto del grupo de trabajo, camino abajo y alrededor de un dúplex derrumbado. La oleada de imágenes provenientes de su cerebro se vio cortada y, en el suyo propio, Sam sintió que una puerta recién abierta se cerraba con una finalidad convulsiva. Fuera lo que fuese lo que ocurrió, ya nunca volvería a ser receptiva al mismo fenómeno.

    Sam notó que la sangre desaparecía de su cara, que sus dientes apretados amenazaban con morderle la lengua. Su piel se erizó ante el recuerdo de su deseo frío y reptilesco. Sin embargo, se dominó; estaba segura de que su expresión no reflejaba nada de lo que sentía.

    La puerta que había a su espalda se abrió con un ruido, y se hizo a un lado de la escalinata para dejar que el último de los pacientes de Esterhaszy pudiera salir. No miró en su dirección, sino que mantuvo los ojos firmes delante; se trataba de un hombre joven con una piel tan pálida como su nucleoporo; apestaba a desesperación.

    Esterhaszy, más despacio, le siguió fuera, y se sentó con un suspiro a su lado en el escalón. Miró con curiosidad la piel pálida de ella.

    — ¿Qué te ha pasado?

    Sam no creyó que pudiera responder. Para que el otro olvidara la pregunta, repuso:

    —Esas cosas grandes y esponjosas que hay en el interior de tu cuerpo y que van de aquí a aquí —señaló con unos ademanes—, levemente parecidas a dos grandes alas..., ¿son los pulmones?
    —Sí —replicó Esterhaszy.
    —El hombre que acaba de salir..., ¿qué tiene en sus pulmones?
    —Bueno, en realidad no estoy muy seguro. Sin embargo, los dos candidatos que tienen más opciones son el uranio—233 y el plutonio—239, uno de ellos o los dos.
    —También se encuentran en sus huesos, ¿verdad? —Sí, los dos elementos son buscahuesos. Y poseen una vida media de ciento sesenta y dos mil años y veinticuatro mil años respectivamente. Así que permanecen calientes durante un buen período de tiempo.
    — ¿Qué es un buscahuesos?
    —Un buscahuesos es la razón por la que debemos llevar estas malditas mascarillas. —Se movió un poco, adoptando una posición más cómoda—. Sería agradable fumarse un cigarro en la escalinata al final del día, ¿eh? —Había una bonita puesta de sol de intensos matices extendiéndose por encima de las ruinas; dirigió hacia allí su mirada—. Un buscahuesos es un radioisótopo que, debido a sus propiedades químicas, tiende a concentrarse en los huesos. La mayoría son emisores alfa, y serían prácticamente inofensivos si se encontraran en cualquier otra parte, ya que incluso una hoja de papel detiene las radiaciones alfa. Sin embargo, al establecerse en el interior del cuerpo, la radiación destruye las células, produce cáncer de pulmón, leucemia, cáncer de médula.», depende de dónde se asiente.
    —Estamos hablando de ese material brillante, el mismo que hay en los pulmones y huesos del hombre que acaba de marcharse, ¿verdad?
    —Sí, supongo que..., eh, ¿qué crees que estás haciendo? Sam terminó de desatarse su nucleoporo y respiró su primera y prolongada bocanada de aire limpio en días.
    —No pasa nada —repuso—. Hay un poco de ese material que se esparció calle abajo..., ¿ves? Pero aquí, cerca nuestro, no queda nada.

    Esterhaszy miró calle abajo y luego a Sam, y no supo qué decir. Sam se puso de pie.

    —Me encuentro terriblemente cansada. Creo que me iré a dormir.


    Aquella noche, Sam soñó que flotaba alta en el cielo sobre la ciudad en ruinas y que podía verla extendida debajo de ella. Pudo ver cómo los largos dedos del polvo radiactivo, brillando de color azul, rosa y blanco, salían de la Deriva y penetraban en la ciudad. Uno se dirigió hacia los campos comunales que había al norte. Las ruinas cumplían la función de rompevientos, y los impulsos se fueron apilando en el lado este, lejos de los vientos más fuertes del oeste. Sam se dio cuenta de que todo el campo debería ser trasladado un poco hacia el oeste y un poco hacia el sur.

    Cobijados en la ciudad se encontraban los edificios del campamento: los barracones comunes en el centro, y los edificios restaurados de los gerentes en un círculo abierto alrededor de ellos. Apartada había una casa en la que vivían cuatro o cinco mujeres, de aspecto cansado y curtido.

    Dirigió su vista fuera de la ciudad, hacia el bosque que, en algunos sitios, resplandecía como el País de las Hadas, mientras que el resto permanecía en una oscuridad semejante a los agujeros del Infierno. En el lugar en que el resplandor era más pronunciado los árboles escaseaban y estaban deformados, algunos con aspecto retorcido y achaparrado. Justo por encima de los árboles, hacia el oeste, aún permanecía un destello de luz, una radiación residual del sol. Hacia el sur...

    Hacia el sur, la línea del horizonte brillaba. El brillo creció hasta convertirse en un abultado domo de color azul; de su centro se erguía una delgada y brillante lanza de luz, tan insoportablemente intensa que Sam tuvo que retroceder. Era enorme, con una altura de kilómetros, y daba la sensación de ser muy peligrosa.

    La noche palpitaba.

    Flotando inmóvil sobre la ciudad, Sam tuvo la sensación de que el cielo oscilaba. Lentamente, comenzó a deslizarse hacia la fría y ardiente luz que había más allá del horizonte. Percibió su oscuro e indiferente júbilo cuando avanzó para engullirla. Con desesperación, buscó algún punto de apoyo. Pero el aire no le suministró nada a lo que poder asirse. Comenzó a deslizarse con creciente velocidad.

    Aterrada, obligó a que su voluntad la bajara hacia la ciudad. Despacio, logró descender; no obstante, la cosa seguía tirando de ella, con su enorme gravedad tratando de aplastarla en su abrazo. El objeto se hallaba en algún lugar más allá del horizonte, en la dirección en la que se encontraba el emplazamiento de la Fusión... Sam se dio cuenta de que la correlación del lugar era tan exacta que debía tratarse realmente del emplazamiento de la Fusión... lo era. La noche palpitaba.

    Un viento se alzó a su alrededor. La desgarró con garras frías e insustanciales. Fuera lo que fuese que había más allá del horizonte, en algún sentido estaba vivo. Lo sentía palpitar lentamente, como un corazón gigantesco, con un latido tan lento que transcurrían minutos hasta que se producía el siguiente. Y la quería a ella. Sam luchó como una estrella atrapada en un huracán cósmico, debatiéndose inútilmente en busca del suelo firme..., viéndose arrastrada.

    La succionaron lejos del pueblo, y los árboles oscuros se derrumbaron debajo de ella, mezclándose en su visión con las oscuras nubes que flotaban sobre su cabeza. La cosa la arrastraba más rápido ahora, llevándola hacia sus fauces invisibles; Sam gritó, poseída por la frustración. Deseaba dejar el cielo, el viento, y retornar a la oscura y confortable tierra.

    El cielo se llenó de tentáculos que se cerraron alrededor de su cuerpo, quitándole el aire.

    Entonces, uno de sus pies rozó el suelo de forma muy ligera, y se despertó.


    Keith había vuelto. Sam había salido fuera (el viento soplaba, luminoso, y ella llevaba su nucleoporo), a la parte de atrás de la enfermería, y allí estaba. El y Bob se hallaban conversando frente a un viejo concesionario Fiat, que Esterhaszy había convertido en un establo para las mulas del campamento.

    Esterhaszy le mostraba los tubos que había implantado en varias de las gargantas de las mulas. Eran de plástico de tejido inerte con válvulas de teflón; las incisiones casi se hallaban completamente cicatrizadas. Sam observó cómo el enano extraía una pinta de sangre de Priscilla, dejando que cayera en una jarra de cristal.

    —Veamos el oxilato —comentó Esterhaszy. Entre la hilera de alforjas que esperaban ser colocadas sobre los animales había dos maletas de aluminio con el logo de la Southern Manufacturing y Biotech grabado en la parte frontal. Keith abrió una, y Sam quedó perpleja por el compacto muestrario de ampollas de cristal y resplandeciente material quirúrgico. Sacó una pastilla pequeña de una botella cromada de medio litro; Esterhaszy volcó el anticoagulante en la jarra que contenía la sangre. La sacudió hasta que espumeó y la pastilla se disolvió—. Veremos cuánto tiempo logra mantener la sangre —repuso.

    Todavía llena con su visión de ensueño, a Sam le resultó difícil responder cuando Keith alzó los ojos y dijo:

    — ¡Hola! Veo que ya te has levantado.

    Ella, simplemente, agachó la cabeza y sonrió.

    El hombre seguía siendo hermoso, con su cabello dorado y las patillas recortadas, los ojos profundos y llenos de una triste sabiduría. Sam se odió a sí misma cuando le resultó imposible contestar a sus palabras:

    —Nos marcharemos hoy; te llevaremos con tu padre. ¿Qué te parece? — Aguardó un segundo, luego le revolvió el cabello, con buen humor.

    El problema radicaba en que su sueño no se marchaba del todo. Todavía podía percibir la presencia lejana de los reactores de la Fusión, que tiraban débilmente de ella. Todavía podía sentir su lento y poderoso palpitar.

    Esterhaszy ya se hallaba guardando suministros médicos en una de las alforjas cosidas a mano.

    —Las hice con la piel de una muía muerta —comentó con orgullo—. Le quité la piel y la teñí yo mismo. —Se rio—. Vivos o muertos, van a llevar carga.

    Fue en ese momento cuando se escuchó el primer disparo. Retumbó de forma sonora y asustó a las mulas. Se encabritaron, y Keith estuvo a punto de perder la dentadura de una coz cuando fue en ayuda de Esterhaszy para controlarlas. Sam se abalanzó hacia ellos; sin embargo, retrocedió de inmediato cuando comprendió que no tenía la más remota idea de lo que había que hacer.

    Los disparos sonaban constantes ahora, ataque y defensa. Todos provenían del lado oeste de la ciudad. Esterhaszy apartó a Priscilla de las demás mulas, calmó al animal de algún modo, y le ciñó un par de alforjas.

    —No queda mucho tiempo —le comentó a Keith—. A menos que pienses que tu gente los podrá contener.
    — ¡No existe ni una sola posibilidad! —Keith luchó con una muía, tratando de bajarle la cabeza con las riendas con poco éxito. Esterhaszy fue en su ayuda y la dominó—. Las tropas de Laing nos superarán en hombres y armamento: siempre se asegura de que sea así.

    Había dos mulas separadas ya. Keith alzó a Sam por la cintura y la montó sobre la silla del segundo animal.

    —Quédate ahí —le ordenó—. Y trata de mantener calmada a esta muía.

    Sam alargó un brazo y palmeó con energía el cuello del animal. Éste giró la cabeza para morderle los dedos. Los apartó con rapidez.

    Pronto lograron tener ensilladas cinco mulas.

    —Deja el reato — ordenó Keith.


    Su huida, debido a la lentitud, tuvo algo de surrealista. A paso tranquilo —al ritmo de una muía— se dirigieron hacia el lado este de la ciudad por el borde de los campos, encaminándose hacia las colinas que rodeaban el pueblo. Una vez allí, siguieron un camino antiguo, que no había sido utilizado durante más de un siglo y que en los primeros cien metros estaba prácticamente cubierto de maleza. Entonces entraron en un bosque, donde el sendero se mantenía limpio y nivelado, cubierto en un espesor de tres centímetros por agujas de pino.

    Los disparos se fueron desvaneciendo a sus espaldas. Escucharon el silbido de un misil cuando subió por encima de la ciudad y, en ese momento, los árboles aislaron los sonidos de la batalla. Continuaron la marcha a través del frío y extraño silencio. Transcurrió media hora,

    —No tratarán de mantener el campamento —dijo Keith. Marchaba delante. Los otros le miraron—. Se llevarán a la mayoría de los colonos, cogerán todos los suministros que puedan y quemarán los tanques de la destilería.

    ¡Bump—bump! Muy lejos, detrás de ellos, los tanques estallaron en doble sucesión. Keith asintió. Parecía tan complacido de haber tenido razón como si hubiera ganado la refriega.

    Aquella noche acamparon en un claro que una vez fuera el aparcamiento de una estación de servicio, y encendieron un fuego al abrigo de la única pared que sobrevivía de la construcción. Esterhaszy ya se había dedicado a levantar las tiendas, que eran de un material multicolor y ultraligero, que se podía plegar hasta que casi no ocupaba espacio alguno; dijo que databan de antes de la Fusión.

    —Es un material milagroso —comentó—. Desearía que tuviéramos muchas más.

    Sam miraba fijamente la hoguera. Era una noche bastante cálida; sin embargo, alargó las manos hacia las llamas, sintiendo el cosquilleo que le producía el fuego. Notaba ligeramente fría la espalda. — ¿Keith? —llamó de forma casual—. Cuando estábamos allí, en el campamento..., mencionaste a mí padre poco antes de marcharnos.

    Era la primera vez que se había dirigido a Keith por su nombre.

    — ¿Lo hice? —Keith arrojó un trozo de madera al fuego. Las chispas se elevaron—. No lo recuerdo.
    —Dijiste que los soldados que atacaban el campamento obedecían sus órdenes.
    —Bueno, en un sentido, así es. —Sam se volvió para mirar a Keith. Las llamas hacían que su rostro pareciera rubicundo, suavemente contemplativo—, ¿Qué es lo que sabes acerca de tu padre?

    Aunque estaba segura de que no se reflejó en su rostro, de que ni siquiera había movido un párpado, la pregunta la golpeó duramente. Porque apenas sabía nada —no recordaba casi nada— de su padre. Tenía una vivida imagen de él lanzándola al aire al tiempo que ella se reía de forma histérica..., y, con toda probabilidad, aquello fuera real. Como también poseía recuerdos en los que él la confortaba y le daba consejos cuando no la trataban bien en el colegio de la señorita Levering...,, aunque estaba segura de que éstos se los había inventado, fingiendo hablar con su padre por la noche, cuando las otras chicas ya se habían dormido.

    —Bien, pues se trata de un hombre muy importante —prosiguió Keith. Y, dirigiéndose a Esterhaszy, añadió—: Tráeme el mapa..., lo voy a necesitar para la explicación.

    Cuando fue desenrollado el mapa —el mismo mapa que había colgado de la pared de la enfermería— sobre una parte plana del suelo, Keith señaló las principales marcas de las ciudades.

    —Aquí se encuentra Filadelfia..., y a partir de aquí, desde el sur hasta el oeste, los Estados Unidos. Aquí está la parte central del estado de Nueva York, y la Alianza Greenstate va desde aquí y sube hasta Canadá y los Grandes Lagos. ¿Lo ves? Esta zona tan nebulosamente definida que hay en el centro es la Deriva.

    »Ahora bien, por una serie de razones políticas que no voy a comentar, la Deriva la reclaman como protectorado tanto los Estados Unidos como la Greestate. El asunto se ha mantenido en el aire debido a que ninguno de los dos podía ocupar la Deriva de forma efectiva.

    —Ya tiene ocupantes —intervino de forma inesperada Esterhaszy.

    Keith le miró.

    —Sí, unos pocos miles dispersos aquí y allá. Pero que no tienen un poder político real.

    Esterhaszy se encogió de hombros con cierta hosquedad, y Keith continuó:

    —Ahora bien, hasta hace muy poco, apenas importaba quién fuera el dueño de la Deriva, ya que nadie la deseaba. No obstante, cuando el gobierno de los Estados Unidos comenzó su programa de reasentamiento, con la intención de deshacerse de..., ¿cómo decirlo?
    —El término es «incapacitados genéticos» —comentó Sam, con un tono de voz levemente molesto.
    — ¿Quién te dijo eso? —inquirió Keith—. El término es «políticamente molestos». O, quizá, «potencialmente peligrosos». Sin embargo, durante los años de la Fusión, hubo millones de refugiados, y la mayor parte tuvieron hijos, y nietos, y bisnietos. No existen las facilidades que permitan trasladarse a la suficiente gente como para producir una diferencia real en la fuente genética.
    —Eh, pero yo... —Se puso de pie y se señaló el pecho con un pulgar—. A mí me contaron..., me arrastraron hasta aquí porque yo...
    —Estoy seguro de que un cierto número de la gente que ha sido traída a este lugar posee problemas genéticos —explicó Keith—. Los suficientes como para hacer que el proyecto parezca bueno. Pero, ¿eres tú realmente uno de ellos? Preguntémonos: ¿quién se beneficia al quitarte de en medio? —Hasta donde yo sé, nadie.
    —Tus informes dicen que estabas interna. ¿Quién pagaba la escuela?
    —Mi padre. Estableció una administración para que se encargara de ello.
    — ¿Que era controlada por...?
    —La señorita Leven... —Sam se interrumpió y meditó unos segundos. Luego le dio una patada a una de las piedras que rodeaban la hoguera. Apenas se movió—. ¡Maldita sea! —Recogió un ladrillo viejo. Se deshizo en sus manos, y lanzó el puñado de polvo con tanta fuerza y tan lejos como pudo—. ¿Quieres decir... que esa maldita zorra...?

    Cogió otra piedra y, demasiado irritada para tirarla, la dejó caer de nuevo al suelo. Colérica, se dirigió hacia los árboles. Oyó que uno de los hombres comentaba a sus espaldas: —No, deja que vaya.

    Se hallaba tan iracunda que no supo distinguir quién de ellos era.

    Una vez se hubo alejado de ellos y —eso esperaba al menos— cuando estuvo más allá del alcance de sus oídos, se apoyó contra un árbol y lloró. Al principio las lágrimas fluyeron con lentitud, a regañadientes, y parecieron falsas y forzadas. Sin embargo, poco a poco, salieron con más velocidad y fuerza, hasta que toda la parte del rostro cubierto por el nucleoporo quedó empapada; se abrazó al tronco del árbol con los dos brazos y comenzó a golpearse la frente contra la corteza. Lloró hasta que no le quedaron lágrimas; entonces se dejó caer al suelo, sintiéndose débil y miserable, y volvió a llorar. En dos ocasiones tuvo que quitarse la mascarilla para poder respirar.

    Por fin, se sintió lo suficientemente calmada como para regresar.

    Cuando regresó al lado de la hoguera la saludaron como si nada hubiera ocurrido, como si se hubiera marchado para algo rutinario y breve. No obstante, durante su ausencia, habían cocinado y comido sus cenas; Esterhaszy se hallaba limpiando los platos con un puñado de arena seca.

    Sam miró un plato y dijo:

    —Será mejor que los limpies bien; hay buscahuesos en el fondo.

    Esterhaszy la volvió a mirar de una forma peculiar, pero hizo lo que ella aconsejaba; cuando alzó de nuevo el plato el fondo se hallaba limpio y oscuro, y ella asintió. Se dirigió hacia donde estaba el mapa, se acuclilló a su lado.

    —Por lo cual se ha establecido este programa de reasentamiento.

    Aclarándose la garganta, Keith habló:

    —Por lo cual se estableció este enorme y caro programa de reasentamiento. Con el que, incidentalmente, he pasado los últimos cinco años tratando de que fuera autosuficiente. Mientras tanto, al otro lado de la Deriva... —señaló el extremo superior del estado de Pennsylvania, cerca de la frontera con Nueva York—, tu padre ya ha creado Honkeytonk.
    — ¿Qué es eso?

    Keith se rio entre dientes.

    —Es la más preciosa sede de empresas interrelacionadas que hayas visto en tu vida. Honkeytonk es una pequeña ciudad empresarial, cuyos propietarios, y los que la explotan, son los de la Alianza Greenstate. Es una ciudad minera, ya que su emplazamiento se encuentra sobre la última gran reserva de carbón de la costa este. Es una comunidad granjera..., que saca lo suficiente como para alimentar a los mineros. Es una destilería; allí mismo extraen combustible del carbón, que luego envían a Boston. Honkeytonk produce su propia ropa, sus propios zapatos y la mitad de las herramientas que necesitan para su propia industria. Están arreglando una de las viejas líneas da ferrocarril. Todo lo que se exporta es, prácticamente, beneficio puro, y eso fue creado por un solo hombre; tu padre. Él ha sido mi modelo para todo lo que yo he intentado hacer en la Deriva.
    —E1 mío también —musitó Esterhaszy. Cuando los otros dos le miraron, explicó—: Me encantaría que pudierais ver lo que ha conseguido allí. Hay enormes invernaderos..., toda la comida crece en su interior, libre de los buscahuesos. Ha logrado liberarse del ciclo de la radiación. ¿Tenéis alguna idea de lo que eso significa para alguien que ha nacido en la Deriva? Todos los edificios poseen esclusas de aire, todas las ventanas tienen filtros. Poco a poco, la tierra contaminada está siendo separada de la buena, y luego la entierran en el fondo de las minas agotadas. No es mucho con lo que empezar,..., quiero decir, aún quedan siglos de trabajo; pero, por Dios, es una esperanza. Algún día la gente de allí podrá caminar al aire libre sin necesidad de llevar mascarillas. Algún día... —Se interrumpió de repente, se ruborizó y bajó la vista.
    —Mientras tanto —prosiguió Keith, tras una embarazosa pausa —, tu padre mantiene un pequeño programa que da beneficios, y el gobierno de Boston está ansioso porque él lo haga crecer. No obstante, la Alianza Greenstate no dispone del sobrante de población que sí poseen los Estados Unidos. Todos sus trabajadores son reclutados entre los habitantes de las colinas. —Indicó con un gesto vago la oscuridad—. Los deriveños. No puede contratar con la suficiente rapidez a la gente que necesita. Además, esta guerra se está expandiendo. Al principio sólo fueron unas pocas escaramuzas aisladas..., y, de pronto, la Greenstate dispuso de prisioneros para los que no tenía sitios adecuados donde encerrarlos, y tu padre tenía minas sin contar con la gente suficiente que las pudiera llevar. Puedes ver hacia dónde quiero ir. Sam asintió.
    —Así que, ahora, nosotros le proporcionamos a tu padre los trabajadores. Lo cual pone en peligro la totalidad del programa de reasentamiento. Si nosotros no mostramos algunos signos de que esto dará beneficios pronto, se cerrarán todas las instalaciones. Con toda probabilidad, eso es lo que desea tu padre; sin embargo...algunas personas en los Clubes de Mimos creen que para este caos existe una solución militar, aunque yo no me encuentro entro ellos. Pienso que todo se podría aclarar si yo consiguiera mantener una brava conversación privada con tu padre.
    —Entonces, ¿por qué no lo has hecho? —preguntó Sam,

    Keith enarcó una ceja.

    —Estamos en guerra, ¿lo recuerdas? No puedo ir directamente a Honkeytonk, con una sonrisa en la cara y la mano extendida. También se han cerrado los canales diplomático*. Aun así, todavía quiero charlar con tu padre. Razón por la que me senté y me pregunté: ¿Qué podría llevarle al hombre por lo que te sintiera tan agradecido como para concederme media hora de su tiempo? ¿Qué querría con tanta fuerza? O, ¿a qué... persona?

    Sam sólo necesitó un segundo para comprender.

    — ¡Me estás utilizando! —exclamó, sacudida por el impacto y la indignación.
    —Sé sincera —comentó Keith con suavidad—. Si analizamos dónde te encontrabas cuando te descubrí...,, ¿de verdad te importa?


    Al siguiente día prosiguieron su avance hacia el norte de la Deriva. Se detenían a menudo para discutir acerca del mapa de Esterhaszy. Bob y Keith trazaban breves curvas con los dedos e intercambiaban opiniones sobre senderos que estaban marcados y que ellos no podían hallar y otros que existían pero que no estaban señalizados. Sam nunca se había dado cuenta de lo difícil que resultaría seguir un mapa sin la ayuda de las señales de carretera.

    Atravesaron un puente de mediados del siglo XX, una cosa enorme con pilares de cemento de medio kilómetro de alto. Había partes del suelo que estaban erosionadas por completo y, a través de estos agujeros, podían ver porciones de la tierra de abajo, y un diminuto río que apenas habría merecido el esfuerzo de una décima parte del puente. Cuando Sam lo comentó, Esterhaszy sonrió detrás de su mascarilla y se encogió de hombros. —Muchacha, por ese entonces eran ricos. Al otro extremo del puente los árboles crecían hasta el mismo borde del camino, formando una bóveda oscura; cuando la atravesaron, Keith y Esterhaszy fueron con suma cautela. No es que ello importara mucho.

    —Deteneos ahí mismo, amigos —ordenó una voz desde la penumbra—. Os tengo que preguntar adónde creéis que vais, Keith tiró de las riendas de las mulas y escudriñó la verde oscuridad.
    —Al Comercio de Spivey —contestó. No obtuvo ninguna respuesta—. Salvo que no seamos bienvenidos. Nos gustaría intercambiar algunos suministros.
    —Davey —la voz sonaba ronca y asexuada—. Ve corriendo a ver a Spivey. —Con un crujir de hojas, un niño salió a toda velocidad al final del túnel y desapareció—. El muchacho no tiene brazos, pero puede correr muy bien —comentó la voz, en tono coloquial.
    —Conocí a un muchacho de estos lares con las mismas características cuando era niño —dijo Esterhaszy—. Murió con catorce años..., cáncer de médula. Por casualidad, ¿no será éste su hijo?

    Silencio. Sam miró hacia las hojas, observando el destello de los radioisótopos en su interior, parecidos a diminutas luces de feria brillando en la penumbra. Había una mancha pálida, una concentración de radiación detrás de los matorrales; posiblemente se trataba del guardia. Pasado un tiempo le preguntó a Keith: — ¿Qué es el Comercio de Spivey? De forma inesperada, la voz respondió por él: —Lo que su mismo nombre indica; un lugar en el que puedes intercambiar tus posesiones. Tiene todo lo que puedas desear; desde láseres hasta carne de cerdo, Spivey dispone de todo ello. —Oh —repuso Sam. —Una chica bonita. ¿Pensáis venderla? Keith, como al descuido, posó su manos sobre las alforjas. —No —contestó, con voz bastante tranquila—. El hombre pequeño es médico. Creímos que podríamos vender sus servicios.

    Transcurrieron varios latidos del Reactor. Entonces escucharon otra vez el ruido entre el follaje cuando el muchacho regresó. Una figura de color blanco lechoso emergió de entre las hojas. Era una fofa mujer albina, que sostenía una ametralladora en el hueco de su brazo. El cabello era de color naranja y la piel tan pálida que el nucleoporo se confundía con ella. Sus ojos eran de color rosa y acuosos.

    —Sendero abajo —les indicó con el arma—. No podéis perderos.

    Regresó al refugio que le brindaban los árboles. El camino mostraba señales de ser muy recorrido; había un sendero estrecho en el centro. Lo siguieron hasta un valle tributario, giraron en un recodo, y allí vieron el Comercio de Spivey.

    Keith frenó la muía que iba en cabeza y se rio. Esterhaszy, que ya había estado antes, no lo hizo.

    El edificio estaba pintado, eso era lo primero que notabas; pintura procedente de Boston o de Atlanta, o de la parte marítima de Canadá. Mostraba unas columnas de color bermellón, ventanas de un rosa fuerte, unos canalones de un verde eléctrico y persianas de color amarillo sol, y una serie de chillas a los costados, que corrían diagonalmente, con rayas de color magenta y porcelana. Había chimeneas de un azul cielo y puertas pintadas de un rojo llameante.

    Bajo esos caóticos colores, el edificio era una mescolanza de estilos: columnas neogriegas contrastando con la escultura federal; una cúpula victoriana encima de un ala de la casa de estilo georgiano; una fachada art deco debajo de un maderamen medio tudor; más una variedad de puertas y ventanas y características arquitectónicas que no poseían un estilo concreto, y que a menudo estaban instaladas de costado o hacia atrás.

    —Jesucristo —exclamó Keith.

    Esterhaszy comentó:

    —Spivey compra todo, siempre que su precio no sea caro. Si buscas trabajo para pagarte la comida y un rincón donde dormir, te enviará a rastrear instalaciones que estén en buen estado.

    Sin embargo, Sam vio los colores sólo durante un momento antes de que el mundo se oscureciera y éstos desaparecieran. Vio primero el techo bajo e inclinado de la casa (mirando con detenimiento, pudo captar las tres casas originales que habían sido engullidas por las ampliaciones), y luego los campos y bosques que la rodeaban en unos suaves tonos pastel, bajo un humeante cielo oscuro en el que el sol aparecía como un furioso carbón al rojo. Hebras vivas de radiación atravesaban el valle, separándose en tentáculos que se enroscaban y —tarde o temprano— convergían sobre la casa, atraídas por los habitantes del valle. Había sectores de tierra que se hallaban casi limpios: cada año se removían unos centímetros y se arrojaban al río cercano. Sin embargo, incluso ahí, el polvo radiactivo retornaba lentamente, atraído por los granjeros, diseminado por la brisa, y bajado de los árboles por las lluvias. Retornaba, invisible y omnipresente.

    La radiación se encontraba en los árboles..., podía ver las delgadas venas brotando por la corteza como fusibles resplandecientes, refulgentes agujas de luz. También estaba en las plantas: se introducía por la tierra y se concentraba en los tejidos.

    Mientras observaba, todo experimentó un ciclo de rotación completa. Los árboles brotaron de las semillas y se elevaron hacia el cielo, reteniendo la enfermedad en su interior y succionando más a través de sus raíces, de forma que crecían y enfermaban al mismo tiempo, retorciéndose hacia abajo, achaparrados. Morían y caían, regresando a la hierba y a la tierra, y los radioisótopos se trasladaban a plantas nuevas. La suave hierba brillante que cubría la tierra era devorada por resplandecientes herbívoros —ganado mutilado y ardillas con pústulas—, y el polvo radio isotópico concentrado dentro de las plantas se concentraba aún más en sus órganos. Ellos, a su vez, eran devorados por carnívoros que destellaban como el neón: coyotes con patas retorcidas, búhos que no podían volar y humanos enfermos. Entre estos seres se daba la mayor concentración de radiación, y sus crías e hijos nacían con malformaciones y mutados, enfermos y almacenando brotes cancerosos desde el mismo nacimiento.

    Sam sintió un escalofrío, y la visión desapareció. Ni siquiera había transcurrido un latido del Reactor mientras ella se encontraba en su estado de fuga: ni Keith ni Bob lo notaron. Sin embargo, ella ya podía leer todos los signos, los colores y el resplandor de las líneas de radiación que la rodeaban.

    Y comprendía su significado.


    Finalmente, al tercer día, apareció el propio Spivey.

    Sam estaba leyendo a una muchacha con un ojo ciego y un puñado de brotes tentaculares en una mejilla cuando apareció gruñendo por los pasillos. Oyó cómo Spivey desperdigaba a la gente que aguardaba en la pequeña habitación de fuera. Gritaron sorprendidos, aunque le hicieron paso.

    La puerta se abrió de golpe, y Spivey se detuvo en el umbral. Asustada, la muchacha se puso de pie de un salto y manoteó en busca de su blusa. Intentó abotonársela mientras esquivó al corpulento hombre y salía corriendo.

    Spivey era un hombre con una caja torácica enorme y una tupida barba oscura. Llevaba el nucleoporo colgado del cuello, aunque había una ligera brisa que soplaba desde las colinas y transportaba a los buscahuesos... y Sam mantenía la ventana abierta. Mostraba el porte arrogante de un hombre que cree que puede manipular al mismo viento.

    —Muy bien, ¿qué es toda esa mierda que he oído? —exigió.

    Cuando Spivey irrumpió en la habitación, Esterhaszy avanzó unos pasos. Luego regresó con cautela a su asiento y a sus medicinas. Sam descruzó las piernas y se sentó aún más erguida sobre el suelo de piedra. Un pie rozó ligeramente un saco lleno de pesadas cadenas. Miró al hombre a los ojos y respondió:

    —Me dijeron que a usted no le importaba lo que se vendía en su casa, siempre que recibiera su diez por ciento de comisión.
    —Me importa un carajo lo que te dijeron —repuso Spivey—, Responde a mi pregunta. Cuando llegasteis, mencionasteis que era el enano el que se iba a establecer como médico.
    —A todos los pacientes les ofrezco un chequeo físico gratis de la señorita Laing —intervino Esterhaszy—. Lamentablemente, no todo el mundo aprovecha el ofrecimiento.

    Spivey bajó la vista hacia el enano, como si lo viera por primera vez.

    —Pareces un tipo sensato. No me digas que crees en toda esta superchería.
    —No —contestó Esterhaszy—, de hecho, no creo en ella.

    De forma extraña, Spivey pareció tranquilizado. Entonces gruñó:

    — ¿Quieres decirme con eso que todo es un montaje?
    — No lo es —repuso indignada Sam—, Poseo la visión, y puedo probarlo.
    — ¿De veras? —inquirió el hombre, incrédulo.

    Ella apretó los labios y asintió.

    —Quítese la camisa.

    Spivey cruzó los brazos.

    —No haré semejante cosa, pequeña. Si quieres leerme el futuro, hazlo con la ropa puesta.

    Las líneas radiactivas brillaban en sus brazos como esculturas aztecas, subiendo a su rostro y atravesando su frente, amontonándose una encima de la otra. Eran pequeñas y compactas, los trazos de una vida complicada; sin embargo, podría leerlas.

    —De acuerdo —aceptó Sam—. Para empezar, usted se está muriendo, y lo sabe. —Spivey inclinó levemente la cabeza hacia un lado, como si escuchara con más atención, y sonrió—. Cada noche escupe sangre. Se encuentra mucho más débil que antes..., ésa es la razón de que su piel sea tan pálida. En un día malo no puede ocultarlo, y los días buenos escasean cada vez más. Esa es la causa por la que ya nadie le ve mucho, por la que permanece encerrado en sus habitaciones la mayor parte del tiempo. No quiere que sepan que su cuerpo le está fallando. —Siguió una línea verde que subía y se enroscaba alrededor de un brazo, y deseó saber adónde conducía, calibrar con toda exactitud su significado—. En este momento no siente el dorso de sus manos. También padece algunos problemas con su columna, que aún logra controlar; y un temblor periódico de sus mejillas que no domina. Su hígado pierde capacidad. Se descompone a marchas forzadas; no obstante, usted no dispone del tiempo para morir por su causa. Porque dentro de seis meses va a morir de una falsa neumonía.

    Spivey descruzó los brazos. — ¿Eso es todo? —preguntó con ironía. —No —replicó Sam—. No ha logrado que se le ponga tiesa desde hace un año.


    La fila de mulas ascendía lentamente el valle, siguiendo el camino anterior a la Fusión en una amplia curva. Keith, al que habían llamado de repente del almacenamiento de provisiones, iba en vanguardia.

    —Vaya si irritaste a Spivey —exclamó Esterhaszy. Se rio entre dientes—. Pensó que ahí mismo le iba a reventar una arteria.
    —No —repuso Sam—. Va a morir de una falsa neumonía.

    Delante de ellos, donde el sendero giraba alrededor de una arboleda de sauces, había una pálida figura de pie en medio del camino, con la mochila a la espalda y apoyada sobre un rifle fabricado en la Deriva. Sam se percató de que Keith, a medida que se aproximaban, mantenía una mano sobre la alforja,

    —Hola. —Keith tiró de las riendas de su muía. Bob se desvaneció detrás, para cubrir la retaguardia.
    —Hola. —El muchacho era delgado y larguirucho; tendría unos dieciocho años, y era albino. Solía vivir en el Comercio de Spivey—. Me llamo Flinch.

    Lo habían visto el día anterior. Sam le había hecho una lectura.

    Después de una breve pausa, Keith inquirió:

    — ¿Sí?

    El muchacho miró hacia el bosque, como si estuviera a punto de pronunciar algo profundamente poco importante.

    —He oído que os dirigís a Honkeytonk. Me preguntaba si os importaría si alguien más se uniera a vuestro grupo. Llevo mi propia comida, y sé disparar. Puedo cargar con mis cosas.

    Keith sacudió negativamente la cabeza; sin embargo, antes de que pudiera hablar, Esterhaszy indicó:

    —Aguarda un minuto. No nos hará ningún mal, e incluso nos puede beneficiar. El tamaño de un grupo tiene mucha importancia en la Deriva. Algún chalado puede sentir la tentación de atacarnos.

    Sacudiendo aún la cabeza, Keith dijo:

    —No importa lo que tú... —Vendrá —decidió de repente Sam. Se volvieron para mirarla—. Está escrito en su frente como una corona de fuego. Vendrá con nosotros.

    Flinch asintió y se puso el rifle al hombro.

    —De acuerdo, Davey —habló hacia los árboles—. La señorita dice que no hay problema.

    Crujieron las hojas, y un niño pequeño salió corriendo al camino. Donde deberían haber estado sus brazos sobresalían unas aletas cortas, parecidas a unas rudimentarias e inútiles alas que aleteaban ligeramente al correr.

    Cuando pararon para acampar aquella noche —en un claro que Sam declaró libre de buscahuesos— se les había unido una compañía adicional de diez personas, todas desertoras del Comercio de Spivey.

    Por consejo de Esterhaszy (aunque habría hecho lo mismo sin él), Sam tuvo cuidado de ocultar su vampirismo a los deriveños. Bob le deslizó una cantimplora de sangre que había extraído antes y que estaba tratada con oxilato. La bebió en la intimidad de su tienda. Sabía al anticoagulante; no obstante, era buena.

    Cuando salió fuera, la estaban esperando. Formaron un semicírculo a una distancia respetuosa de la tienda y, ante su presencia, se quedaron en silencio. Sus ojos la contemplaban con ansia y, durante un instante, ella se amedrentó. Pero se relajó casi de inmediato.

    —Haré una sola lectura esta noche —comentó—. Ninguna más. Me agotan demasiado.

    Los deriveños consultaron entre sí con murmullos; luego, una mujer de pelo oscuro y de unos treinta años se adelantó. Llevaba el mismo tatuaje azul que Sam en la frente.

    —Llevas en la Deriva..., ¿cuánto..., unos tres años? —La mujer asintió rápidamente—. Bueno, primero quítate esa mascarilla. —La mujer la obedeció. No llevaba un nucleoporo, sino una mascarilla casera. Consistía de dos cuadrados de tela cosidos con un algodón en medio y un par de cordones a los costados. No resultaba muy efectiva; sin embargo, era mejor que nada—. Toma una profunda bocanada de aire fresco. El aire aquí está limpio; es seguro. Sienta bien, ¿verdad?

    La mujer asintió y emitió una sonrisa tímida.

    Sam la leyó despacio. Cuando llegaba al pecho, hizo que la mujer se desabrochara la blusa y la abriera, de espaldas hacia los demás. Lejana, remotamente, percibió cómo la respiración de la mujer se aceleraba a medida que seguía una línea radiactiva alrededor de un pezón, y que le bajaba hasta el ombligo.

    —El hígado no está en muy buenas condiciones —apuntó—, Los pulmones se encuentran limpios. Tienes bastante suerte, ¿lo sabes?

    La mujer inclinó la cabeza y se ruborizó. Cuando obtuvo todos los datos, dejó que se asentaran en su mente antes de emitir su diagnóstico.

    —Te quedan quince años —emitió—. Es bastante bueno para la Deriva.

    Cuando regresaba a su tienda, notó que Bob y Keith se hallaban a un lado del grupo, observándola con fijeza. Eran los únicos entre el grupo que llevaban mascarillas.


    Los seguidores de Sam aumentaron en número a medida que avanzaban hacia el norte. De uno en uno y de dos en dos se les unían, guiados por los rumores y los encuentros fortuitos con aquellos de la compañía que se alejaban en busca de caza o alimentos. Provenían de asentamientos que iban desde las diez a las cincuenta personas, lugares tan pequeños y ocultos que no poseían nombres y de los que Esterhaszy casi nunca había oído hablar.

    Al final de la semana, su número rondaba la cincuentena, lo que hacía que el grupo marchara a un ritmo significativamente más lento. Keith estaba visiblemente irritado por ello, y enojado, pudo ver Sam, ante el descubrimiento de que el control de los acontecimientos se le escapaba de las manos. Bob le aconsejó a Sam que fuera con cautela. —Para empezar, los deriveños son muy caprichosos, y tú estás recogiendo a los más supersticiosos. Vi cómo despedazaban a un niño con cara de perro porque se rumoreaba que era un hombre lobo. Esta gente es muy inestable. —Puedo manejarlos —dijo Sam.

    Sin embargo, lo que resultó más difícil de manejar fueron sus sentimientos hacia Keith. A veces se hacía casi insoportable: estar tan cerca de él día tras día y, a pesar de ello, sentirse incapacitada para hacer algo al respecto.

    El problema no radicaba tanto en la diferencia de edad como en la diferencia de experiencias. Había muchas zonas, se dio cuenta Sam, en las que ella era muy ingenua, joven e inexperta.

    Una noche, después de meditar durante mucho tiempo en el problema, Sam salió sigilosamente de su tienda y, con precaución, se deslizó hasta el jergón que había visto construir a Flinch. Su cabello parecía de un rojo apagado bajo la luz de los rescoldos de la hoguera. Acarició suavemente su hombro y él se despertó, alerta y tranquilamente observador en el acto.

    Cuando ella le comunicó lo que quería, él no formuló ninguna pregunta sino que se echó la manta por encima del brazo y la condujo fuera del campo, hacia el interior del bosque.

    —Así no nos interrumpirán —le explicó.

    Fue un amante delicado y considerado; y, si bien la experiencia no resultó algo maravilloso, al menos..., sí cómoda. Después, él la abrazó y a ella eso le gustó.

    Permaneció allí tumbada y pensó durante mucho tiempo. En la experiencia que acababa de tener, en Keith, en lo rápido que su vida estaba cambiando. Perder su virginidad no resultó algo tan profundo ni conmovedor como había esperado..., también meditó en ello.

    — ¿Flinch? —dijo.
    —Mmmmmm.

    Titubeó, ya que no quería parecer ignorante. Sin embargo, se trataba de algo que realmente deseaba saber.

    — ¿Por qué te saliste de repente al final?
    —Para que no tuvieras un niño.

    Si él se sorprendió por la pregunta, no lo manifestó.

    —Oh. —Sam archivó la información para futuras referencias.


    Sin embargo, Keith permaneció distante, intocable. El problema radicaba en que ella no tenía ni la más remota idea de cómo acercarse a él, de cómo hacerle saber que estaba disponible.

    La procesión siguió creciendo. Al finalizar la segunda semana, su número había aumentado a cien y formaban un cola dispersa de un kilómetro de largo. Unos pocos disponían de transporte motorizado, vehículos de tres ruedas de Detroit o saltadores de Cambridge; estos últimos avanzaban varios kilómetros a salto de rana, y luego se detenían y aprestaban sus alambiques para que preparen su combustible para el viaje del día siguiente. Otros disponían de caballos o muías o, incluso, de carros..., y, la mayoría, simplemente iban andando.

    Por las noches alzaban tiendas y cobertizos prefabricados y formaban un campamento sobre el que flotaba una cierta atmósfera de feria, lleno de charlas y risas y, a veces, juegos. Surgieron varios romances espontáneos alrededor de las hogueras. Se establecieron relaciones y se rompieron otras, enemistades que nacieron de la nada, incluso un duelo de cuchillos que terminó mal. La gente de las colinas vivía a un ritmo rápido.

    Se requirió la presencia de Sam para que diera varias lecturas nocturnas, ya que la demanda era inmensa; las preguntas iban por un sendero en el que ella no se sentía a gusto, apartándose de lo puramente medicinal hacia lo más personal.

    Un joven, que tenía un hombro mucho más bajo que el otro y aún no había entrado en la adolescencia, no se mostró agradecido cuando le comunicó que moriría a la edad de treinta y seis años.

    —Me duele —dijo—. Mi interior me duele todo el tiempo. Cada noche le pido a Dios que cese el sufrimiento, y cada mañana el dolor regresa. Tienes que hacer que se detenga.

    Y, cuando ella le respondió que no podía hacer nada, le escupió a los pies. Mirándola con ojos centelleantes y acusadores, llamó a su lado a su esposa embarazada, y los dos, muy enojados, abandonaron el campamento.

    A mitad de la siguiente lectura, una mujer de aspecto chupado interrumpió a Sam cuando comenzaba a desabrocharle la blusa.

    —No —repuso—. No deseo saber nada acerca de mi muerte. Quiero saber cómo puedo tener un niño sano.

    Los ovarios de la mujer estaban tan atiborrados de isótopos radiactivos que Sam podía sentirlos a través de la carne, la piel y la ropa.

    —No puedes tener un hijo.
    —He tenido cinco —comentó la mujer con voz monótona—. Tres murieron en el parto, a uno lo mató el médico brujo, y el último estaba terriblemente tullido y terminó por morir. Quiero tener un hijo que viva.
    —Lo siento. No puedo hacer nada por ti.

    La mujer no se rendía. Uñas romas y duras se hundieron en su brazo.

    —Empiezo a perder el pelo. —Las lágrimas rodaban por sus mejillas; no obstante, su voz seguía teniendo un tono muerto—. Sólo me queda tiempo para este último. No tiene por qué salir guapo o algo parecido. Lo que me importa es que viva.

    Sam intentaba liberar su brazo. Esterhaszy y Keith estaban al lado de su hoguera, discutiendo sobre algo en el mapa. No podían ver que ella necesitaba su ayuda; y los deriveños sentados cerca simplemente se inclinaron hacia delante con ansiedad, contemplando la escena. Nadie se ofreció a ayudarla.

    — ¿Qué quieres de mí? —preguntó la mujer—. Haré lo que desees. Si me lo ordenas, mataré por ti.

    Frenética, casi dominada por el pánico, Sam bajó la vista hasta donde los nudosos dedos de la mujer sujetaban su brazo, y quedó congelada por el horror. Vio las líneas resplandeciendo en su propio antebrazo, y leyó su mensaje.

    Muerte.

    Prorrumpió en lágrimas, y la mujer, sorprendida, la soltó. Poniéndose en pie de un salto, Sam corrió, llorando, hacia su tienda. Cuando Keith fue a averiguar lo que ocurría, ella hundió más la cara en las mantas y sacudió incansablemente la cabeza, hasta que finalmente él tuvo que marcharse.

    Aquella noche lloró durante varias horas.


    La mañana siguiente la pasaron atravesando un valle de color marrón, un lugar donde las lluvias de la Fusión habían supersaturado la tierra con polvo radiactivo. Casi nada crecía en ella, y aquello que lo conseguía moría pronto. La hierba crujía bajo los pies, alzando pequeñas nubes de polvo. Sam mantuvo su nucleoporo bien sujeto al rostro, y toda la procesión se agrupó para cruzar el valle tan pronto como resultara posible.

    Las nubes de polvo cegaron a Sam. Era como atravesar una cortina de llamas.

    A media tarde, el grupo atravesó una zona relativamente limpia y, después de advertirles que no se quitaran las mascarillas, Sam decidió parar allí. Cuando Keith oyó eso, retrocedió irritado para discutir con ella.

    — ¡Nuestra velocidad es casi nula! Lo único que consiguen estos payasos es retrasarnos. Para cuando lleguemos a Honkeytonk, la maldita guerra ya habrá acabado.
    —Existen cosas más importantes que tu guerra —dijo Sam. Le dolió ver lo mal que le sentaron esas palabras. Pero eran la verdad. Esta era su procesión, y no tenía por qué llevarla hasta Honkeytonk si no quería.

    Esterhaszy se les había unido.

    —Hay muchos rumores entre la gente acerca de construir «la Nueva Jerusalén» —comunicó—. Por casualidad no sabrás nada al respecto, ¿verdad?
    —Lo he escuchado —repuso Sam—. Aunque aún no me he decidido.

    Dio media vuelta y los dejó atrás.

    Consiguió alejarse inadvertidamente del campo gracias a la simple idea de alzar su tienda al borde del bosque. Salió y se arrastró por debajo de la pared trasera. A setecientos metros por el camino por el que habían venido se hallaba la razón por la que decidiera detenerse tan pronto: una vieja iglesia.

    La iglesia era una enorme monstruosidad gótica de dos siglos antes, y la ciudad en la que había sido erigida ya casi no existía; los edificios se habían derrumbado en montones de escombros cubiertos por parras espinosas mutadas y pequeños matorrales. Sólo las paredes de la iglesia permanecían. El techo se había caído al suelo, y los cristales de colores que cubrieran sus ventanas abovedadas hacía tiempo que fueron robados por los saqueadores.

    Sam se detuvo en el centro de la iglesia y escuchó, intentando captar la presencia de Dios. Se trataba de un lugar caliente. El aire era azul debido a los isótopos radiactivos que flotaban en él. Alzó los ojos hacia las nubes, y se detuvieron como si las paredes cayeran sobre ella. Apartó rápidamente la vista. El aire fluyó a su alrededor, tranquilo, apacible y azul. No obstante, no había ninguna presencia divina...

    En el atrio, al otro lado de los agujeros cubiertos en otro tiempo por las grandes puertas de madera de la entrada, sonó un crujido..., pasos. Sam giró en redondo, y vio que un hombre subía con cuidado al santuario, abriéndose camino por entre las tejas y las rocas, dirigiéndose directamente hacia ella. Su camisa era de un rojo intenso; era la única cosa en el universo cuyo color permanecía inalterable ante el azul radiactivo.

    Había algo aterrador y decidido en la forma que avanzaba hacia ella. Sam trastabilló un paso hacia atrás. Sentía la garganta seca.

    Entonces la cabeza del hombre se inclinó levemente hacia un costado y la luz le iluminó de forma diferente, convirtiéndole en Keith.

    —Keith. —Sam se sintió débil por el alivio. Corrió hacia él, deseando aferrarse a su cuerpo, aunque no se atrevió—. Creí que eras..., pensé...

    El la cogió de la mano y empezó a quitarse la mascarilla.

    Los buscahuesos remolinearon y bailaron a su alrededor.

    — ¡No lo hagas! —jadeó Sam. Nunca había visto un aire tan cargado como éste.

    Keith extrajo un pequeño aparato del bolsillo de la camisa. Tenía un dial semicircular y una aguja medidora; en la parte superior se podían ver las iniciales SM B.

    —Es un medidor de intensidad —explicó—. Mira. —Tocó un botón, y la aguja osciló; sin embargo, permaneció dentro de la parte verde del dial—. La atmósfera está limpia aquí. No hay nada que temer. —Alzó de nuevo la mano hacia la mascarilla.
    —Oh, por favor, no te la quites —aulló Sam.

    Él titubeó y bajó la mano, dejando la mascarilla en su sitio. Ella le pasó los brazos por la cintura, aliviada, y él le devolvió el abrazo.

    La luz azul que la rodeaba la estaba mareando. La desconcertaba como si estuviera en un trance. Keith no dijo nada; luego la condujo hasta el fondo de la iglesia, al lugar que ocupara una vez el altar. Ahora crecía la hierba. Se sentaron, y Keith apartó una o dos piedras, limpiando el sitio.

    Era sorprendente la quietud que había caído sobre el mundo. Cerca de ellos se veía un viejo letrero con el símbolo de la radiación; debajo había flores marchitas y muertas. Cuando Keith lo arrojó lejos, cayó sin producir ningún sonido. Entonces él comenzó a quitarle las ropas con delicadeza, hasta que no llevó nada encima salvo su mascarilla. Luego hizo lo mismo con las suyas.

    Ella se hallaba demasiado perpleja, asustada y feliz para hacer algo. Era como si contemplara los acontecimientos desde cierta distancia. Aun así, le sorprendió cómo él la abrazaba de modo diferente a la forma en que lo había hecho Flinch. Sus actos eran tan distintos de los de éste que no se los podía comparar directamente.

    Fue una experiencia extraña; sólo un poco mejor que la que vivió con Flinch..., pero sabía que mejoraría. Tener a Keith como su amante la hacía más feliz de lo que podía soportar.

    Cuando acabaron, Keith la apartó para que pudieran hablar.

    —Te encuentras en una situación muy peligrosa —le comunicó—. Da un paso en falso, y esos devotos tuyos te destrozarán.
    —Nunca me harían daño —insistió ella—. Prácticamente me adoran.
    —Eso es lo que los vuelve peligrosos. —La voz de Keith sonó extremadamente seria—. Creo que ya es hora de que comiences a curarles.
    —Pero si eso es lo que no paro de decirles —gritó ella, frustrada—. No puedo curarles. Yo sólo veo la enfermedad; no puedo hacer nada al respecto.
    —Deja que te explique la curación por medio de la fe —comenzó Keith.

    Sam apenas escuchó lo que él le decía. Sabía que haría lo que le pidiese; ahora ella le pertenecía, y poco importaban las explicaciones que le daba. Dejó que su voz se convirtiera en un zumbido de palabras, y contempló el lado de su rostro, suavemente encendido y escarpado bajo la moribunda luz. Observó la revelación que la había conducido en primer lugar hasta aquí, hasta esta iglesia. Pensó en lo que había leído en sus propios brazos la noche anterior.

    Bajó la vista a sus antebrazos y volvió a ver las resplandecientes líneas. La muerte crecía bajo su piel, y sabía la fecha de su llegada. Le quedaba poco más de un año. Resultaba amargo aceptarlo. Sin embargo, ahora, con Keith a su lado, disponía de la fuerza necesaria para hacerlo.

    De forma ociosa, sin importarle de verdad, se preguntó por qué Keith no se había salido de ella al final, tal como hiciera Flinch.


    Esterhaszy estaba enojado por algo. Sam lo supo por la forma en que soltaba las ollas y las sartenes al limpiarlas. Normalmente, trataba con sumo cuidado y atención todas las cosas manufacturadas, y realizaba todas las tareas casi con reverencia. Sam le ignoró y, con cuidado, abrió el ejemplar de Gray, Botánica, que él le había prestado.

    Los devotos de Sam le trajeron montones de flores. Las estaba separando, colocando las más interesantes en el regazo de su vestido (le gustaba llevar de nuevo un vestido; había quemado el uniforme del INSG la primera noche después de marcharse del local de Spivey). Y las comparaba con los viejos grabados en blanco y negro del libro de Gray, tratando de determinar cuáles eran mutaciones.

    —Mira —dijo, alzando una pequeña flor blanca—. Creo que se trata de un ranúnculo albino. ¿Tú que crees?

    Esterhaszy bufó.

    En ese momento, Keith pasó a toda velocidad para arreglar las ceremonias curativas que se llevarían a cabo durante la noche. Le hizo un guiño a Sam y desapareció. Esterhaszy arrojó sus bártulos al suelo con un gran estrépito colérico.

    —Vamos a ver —dijo Sam, exasperada—, ¿qué te ocurre?
    — ¿Que qué me ocurre? —repitió Esterhaszy. Comenzó a recoger con mucha calma los utensilios de la cocina—. No me ocurre nada.
    — ¡Oh, suéltalo! Has estado insoportable los últimos tres días. —Desde su encuentro con Keith en la iglesia, se dio cuenta, aunque no lo comentó—. ¿Qué pasa?
    —Tú no querrás oírlo... —comenzó él, y se detuvo. Después de meditarlo durante un momento, continuó—: De acuerdo, es una tontería y tú no vas a prestarle atención; pero estoy furioso y te lo pienso decir igualmente. No me preocupa que compartas la tienda con Piotrowicz. Y no intentes negarlo..., desde la mía os puedo oír.

    Sam se ruborizó.

    —No tienes por qué escuchar —replicó, con cierta dignidad.
    — ¡Lo que me molesta no es oíros! Y tampoco la diferencia de edad, a pesar de lo que tú puedas suponer... Ya tienes trece años; nadie va a detenerte. Es el hecho de que ese maldito Mimo te está usando. Cualquiera con medio ojo lo podría reconocer. Por el precio de unos jadeos nocturnos, Piotrowicz obtiene un control absoluto sobre ti..., y tú le dejas.
    — ¿Y qué me importa? —le gritó ella—. Sólo soy una mocosa sin pelo y sin tetas y esta enorme mancha en mi frente. Sé que Keith jamás me miraría dos veces si yo no tuviera algo que él desea. Bien ¡y qué!

    Huyó, con el rostro lleno de lágrimas, hacia su tienda. Las flores se dispersaron a su paso.

    La ceremonia curativa de aquella noche consistía en una imposición de las manos. Keith, en la tienda de Sam, le dio un rápido resumen de cómo tenía que transcurrir el ritual.

    —Mantén tus ojos fijos en cada uno como mínimo cinco minutos —comentó—. Haz que te tiemblen un poco las manos. Al final, echa hacia atrás la cabeza y vibra con un escalofrío. Que crean que está ocurriendo algo importante.

    Luego, Esterhaszy la aconsejó. Si aún seguía irritado por los acontecimientos de la mañana, no lo mostró. Su voz sonó distantemente profesional.

    —Escucha —dijo—. No es muy probable, pero existe una posibilidad en un millón de que hagas algún bien. ¿Qué es lo que sabes sobre la curación por medio de la fe? Ella sacudió negativamente la cabeza. —Bueno, casi todo es una tontería, aunque no todo. A veces se produce una cura espontánea. De algún modo, la creencia está involucrada en ello..., a veces la persona que se cura tiene fe, a veces la persona que cura también. Sin embargo, en otras ocasiones, y esto es lo interesante, ninguna de las dos creen, pero ocurre de todas formas. — ¿Cómo? —inquirió Sam.
    —Se trata de un maldito misterio. Sin embargo, mientras exista esa posibilidad, da lo mejor que tengas, ¿de acuerdo? Cuando mires tus manos extendidas quiero que imagines de verdad, tanto como puedas, que tus manos se han transformado en pistolas de vacunación, y que estás inoculando agentes quelatinosos a través de la piel hacia la corriente sanguínea. ¿Lo has comprendido? —Sí, salvo...
    —Sshhh. Te lo estoy explicando lo más deprisa que puedo. Ahora bien, un agente quelatinoso es una sustancia química muy especial. Administrado internamente, puede eliminar a los buscahuesos y a otros isótopos radiactivos causantes de graves enfermedades. Los radioisótopos se hallan combinados con otros componentes del cuerpo: ésa es la forma en que migraron hacia otros órganos. La quelatina migra al mismo lugar, momento en el que se combina con los isótopos radiactivos, ¿me sigues?, liberándolos de la química del cuerpo. Luego, la quelatina es eliminada del cuerpo por medio de procesos normales, llevándose consigo al gen mutado. Quiero que te imagines ese proceso de una forma exhaustiva con cada persona a la que leas.
    —Los agentes quelatinosos parecen algo bastante fuerte.
    —Sí; bueno, cuando le administras a alguien ese tratamiento, todo se reduce a una cuestión de victoria o fracaso. Sin embargo, son mejor que nada, y si pudiéramos tenerlos en la Deriva sería bastante bueno. —Suspiró—. Vamos, ya es hora de empezar con el fiasco.

    Sam se detuvo a la entrada de la tienda, sintiendo mariposas en su estómago. Detrás de ella, Bob dijo con voz suave:

    —Si las cosas se ponen feas, recuerda... que quizá funcione. Nunca se sabe.

    Salió al exterior.

    La estaban esperando todos los devotos, y lo único que ella veía eran sus cientos de ojos ansiosos y llenos de dolor. Los cuerpos deformados, a menudo repulsivos, no importaban. No cuando se los comparaba con la húmeda y cáustica necesidad de esos ojos. Alargaron sus brazos hacia ella, ansiosos, y la arrastraron hacia ellos con toda la fuerza magnética de su insoportable dolor.

    Con un escalofrío, Sam logró liberarse de los ojos, de su poder, y abrió la boca para hablar. Sin embargo, antes de que pudiera pronunciar una palabra, una mujer extendió un brazo huesudo y gritó:

    — ¡Dame hijos!
    — ¡Mi brazo! —gritó el hombre que tenía a su lado. Sus ojos estaban bañados en lágrimas, y su marchito brazo se agitaba de forma espasmódica—. ¡Quiero poder emplear mi maldito brazo!

    Entonces todos intentaron tocarla, exponiendo sus demandas, mezclando sus voces hasta convertirlas en un único y terrible gemido. Un hombre se adelantó con paso vacilante e involuntario, como si se encontrara al final de una cuerda que hubiera sido sacudida. Keith saltó delante de él con la pistola empuñada y, cuando el hombre no retrocedió, lo derribó al suelo con un golpe de la culata. El hombre, mientras caía, lanzó un grito, y la sangre brotó del costado de su cabeza.

    — ¿Alguien más? —aulló Keith. Los deriveños se inmovilizaron en una repentina quietud—. ¡Si no os controláis, no disfrutaréis de la oportunidad de curaros! ¡Pensadlo bien ahora! —Silencio. Keith recorrió la línea que formaba la gente de las colinas; ninguno se atrevía a mirarlo—. De acuerdo, sentaos ya, ¡todos! Os iré dejando pasar de uno en uno.

    Lentamente, obedecieron.

    La primera en avanzar aparentaba setenta años —aunque las apariencias y la edad eran engañosas en la Deriva— y tenía el rostro ligeramente torcido. Se arrodilló delante de Sam, mirándola con unos ojos enormes y temerosos. Su nucleoporo pendía de su cuello, y los pocos dientes que le quedaban estaban amarillentos y desgastados. Su aliento apestaba.

    —Se ríen de mí —repuso—. Me desnudan y me dan patadas y se ríen.

    Sam posó las manos sobre la frente de la mujer y cerró con fuerza los ojos. No obstante, la mujer siguió hablando con voz sibilante.

    —Cuando era pequeña, me llevaban a la parte de atrás y me hacían cosas sucias. Yo se lo contaba a mi mamá, y ella me pegaba y me llamaba marrana.

    Sam se esforzó por olvidarse de la voz de la mujer.

    La mujer lloraba.

    —Yo no hago cosas malas, soy una chica buena. Hazme inteligente, ¿quieres? Hazme feliz.

    Agentes quelatinosos, pensó Sam con toda la intensidad que logró acopiar. Sintió cómo el sudor se formaba en su frente

    Llegaron a un puente que Keith había cruzado muchos años atrás. Se había derrumbado, y se vieron obligados a decidir si seguían río arriba o río abajo hasta encontrar el siguiente puente. Mientras Keith y Esterhaszy lo debatían, Sam contempló distraídamente las aguas del río y observó los peces, pequeñas concentraciones de radioisótopos brillando bajo escamas plateadas. Un tábano del tamaño de un jején se posó en su brazo y ella lo ahuyentó, aunque no antes de que la picara.

    Al alzar la vista con irritación, Sam fue la primera en ver a los soldados al otro lado del río.

    Destacaban oscuros, casi libres de los buscahuesos; ésa era la razón de que sobresalieran en contraste con la destellante vegetación. Había tres o cuatro que los contemplaban desde los árboles. Uno se apoyaba descuidadamente en su rifle.

    Keith alzó los ojos de su conversación cuando Sam jadeó y los señaló. Chasqueó los dedos, y un deriveño al que había convertido en su ayudante le pasó sus binoculares Zeiss. Eran unos prismáticos muy buenos y de más de un siglo de antigüedad..., valdrían una pequeña fortuna. El deriveño llevaba su estuche con un cuidado exagerado.

    Keith estudió la orilla opuesta en silencio, luego dijo:

    —Es la Milicia Popular. Parece que por fin Greenstate nos ha localizado.
    — ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Sam.

    Se encogió de hombros.

    —Tarde o temprano tenían que encontrarnos. Nos acercamos a Honkeytonk, eso es todo. Llegaremos en una semana. —Bajó los binoculares y miró con furia el puente derribado, como si le hubiera traicionado personalmente—. Tres días, si no fuera por este maldito puente.

    Siguieron río arriba, y los soldados del otro extremo fueron tras ellos. Sam no volvió a verlos; sin embargo, varios de sus seguidores los vislumbraron. Parecía que se contentaban simplemente con seguir a la procesión.

    Para Sam, las noches se mezclaban una con otra, y los días se perdían en la oscuridad. Siempre se hallaba agotada. Sólo podían sacar una cantidad determinada de sangre que no matara a las muías y, aunque bastaba para alimentarla, no resultaba suficiente para satisfacerla. Sentía un hambre constante.

    Durante las ceremonias de curación nocturnas tenía propensión a padecer repentinos ataques alucinatorios en los cuales los devotos —ya había perdido la cuenta exacta de sus seguidores— se fundían hasta convertirse en una bestia grotesca, con cien bocas y enormes racimos de ojos lastimeros. Extendía sus cuellos múltiples hacia la luna y gemía su dolor, mientras sus extremidades de milpiés se debatían agónicamente. Y cada noche ella tenía que tocarla aquí y allá, en todas partes, tratando de forma inútil curarla, apaciguar sus gritos, tratando que no se volviera contra ella.

    La piel de la bestia era un caos de líneas radiactivas, cicatrices azules que atravesaban un rosa cáustico, con el amarillo abriendo un sendero angustioso y llameante sobre el verde. La recorrían por doquier y formaban una maraña espasmódica de símbolos arcanos, una enciclopedia pornográfica del dolor y la crueldad. Sam se descubría a menudo a sí misma retrocediendo de las garras de la bestia y de sus fauces enormes y anhelantes, que le revelaban un túnel de carne despellejada para que ella cayera.

    Se apartaba horrorizada y, entonces, snap, volvía a hallarse en el mundo real, y descubría una muchacha a la que le había dicho que le quedaban tres meses de vida arrodillada ante ella, rogándole un amante y que desaparecieran sus calenturas.

    Esterhaszy notó su deteriorada condición y, el día que atravesaron el río —por un puente de piedra del ferrocarril, siguiendo el sinuoso sendero entre los agujeros donde habían estado las vigas de apoyo y las piedras que cayeron—, la llevó a un lado y le hizo un chequeo completo.

    —Estás débil —dijo al fin—. Tenemos que suministrarte un poco más de sangre; pero, aparte eso, te encuentras bien. Quédate quieta; te dolerá un poco. —Introdujo una lanceta en la yema de su dedo y sacó una gota de sangre con una pipeta de cristal—.

    Muy bien, ahora ve ahí detrás y orina en esta taza para mí..., con ello te podré hacer todos los análisis.

    Aquella noche, poco antes de que comenzaran las ceremonias, un miembro de la Milicia Popular entró en el campamento.

    El hombre causó un pequeño revuelo. Avanzaba vestido con su uniforme verde de combate, el rifle colgado de su hombro, y pidió ver a Keith por su nombre.

    Los deriveños se apartaron de su camino, fueron en busca de sus propias armas y regresaron para mirarle boquiabiertos.

    Keith salió al encuentro del hombre, con un gesto hizo que todos retrocedieran, y lo escoltó hasta su tienda. Cuatro deriveños —su guardia personal— acordonaron la zona. Al cabo de un tiempo sorprendentemente breve, los dos hombres salieron.

    El soldado se marchó por el mismo camino por el que había venido.

    — ¿Qué quería? — preguntó Sam.
    —No te preocupes. —Keith miró pensativamente hacia las colinas.
    —Oh, escucha..., de veras, quiero saberlo.

    Él volvió a mirarla, y su expresión fue la de un profesional.

    — ¿Quién está al mando aquí, eh? —preguntó—. No tiene nada que ver contigo.

    A mitad de la ceremonia curativa de aquella noche, Sam vio que Keith reunía a su guardia de cuatro hombres y se marchaban con sigilo. Posiblemente ni siquiera se le había ocurrido pensar que ella lo notaría. Aguardó hasta que se marchó y, casi de inmediato, acabó con la ceremonia, alegando que se hallaba exhausta. Luego se retiró a su tienda para meditar.

    Organizó sus pensamientos, no tanto en palabras como en estados anímicos..., había cosas que no deseaba expresar con palabras. Sin embargo, midió sus sentimientos y escuchó sus emociones, apilando los celos al lado de la sospecha, la frustración al lado del resentimiento, hasta que supo lo que debía hacer hasta que pudiera organizar un plan de acción, sin tener que admitir que había algo mal.

    Salió de la tienda y buscó a Flinch. Estaba sentado al lado de una hoguera, hablando con una joven mujer enana. Alzó los ojos cuando ella se acercó.

    — ¿Conoces a Charlene? —preguntó—. Es una de mis esposas.

    La mujer la miró con esa mirada tan familiar de adoración. Tenía la misma clase de esperanza dolorida que los demás, como una mosca atrapada en ámbar.

    —Escucha. —Ignoró a la mujer—. Quiero averiguar dónde ha ido Keith y lo que está haciendo. Y no quiero que él lo sepa. ¿Puedes ayudarme?
    —Claro. —Flinch se puso de pie—. Volveré pronto, Charlene, ¿de acuerdo?

    La mujer asintió.

    En las afueras del campamento fueron detenidos por un guardia. Se trataba del Viejo Joe, un gigante. Medía unos dos metros diez, iba encorvado y se apoyaba pesadamente en un bastón. Los ojos apenas podían ver; sin embargo, sonrió con calidez cuando reconoció a Sam, y se llevó una mano a la frente.

    —Hacia el oeste —dijo, en respuesta a la pregunta de Flinch—. Por allí solía haber un pueblo, y algunas casas aún se mantienen de pie. Debían dirigirse allí.
    —Gracias —dijo Flinch. Le dio una palmada al Viejo Joe en el hombro—. Te agradeceré que mantengas esto en silencio, ¿de acuerdo? Harías eso por Samantha, ¿verdad?

    El gigante se irguió doloridamente.

    —Moriría por ella —dijo, con una tranquila y aterradora certeza.

    Siguieron por senderos de las colinas que una vez habían sido calles de los suburbios, y se adentraron en la noche. Ni siquiera Sam tuvo problemas para ver hacia dónde se había dirigido Keith..., su grupo no había intentado ocultar sus huellas.

    Pasado un tiempo, para romper el silencio, Sam comentó: —No tenía ni la menor idea de que el campamento estuviera organizado. Guardias y todo eso.

    —Supongo que no —replicó Flinch—, tal como te has mantenido apartada de todo el mundo.

    Sam no respondió, temerosa de reconocer que ya no deseaba tener más contactos con sus seguidores. No se imaginaba cuál podía ser su reacción si descubrían cuánto la asustaban y la repelían.

    Algo pequeño se agitó entre los matorrales, haciendo bastante ruido; Sam se aferró al brazo de Flinch, presa del miedo. Para tranquilizarla, él palmeó el dorso de su mano y ella, avergonzada, lo soltó.

    Entonces se concentró en no humillarse más mostrando signos de alarma. No obstante, casi se le paró el corazón cuando una voz dijo desde la oscuridad:

    —Contraseña o muerte.
    —Oh, demonios, Lem, creo que me conoces —respondió Flinch con un susurro.

    Sam pudo distinguir la oscura silueta del hombre, brillante por los isótopos radiactivos. Este asintió.

    — ¿Quién va contigo? —musitó.
    —Sal y míralo tú mismo.

    Cuando el hombre reconoció a Sam, se arrodilló en el suelo delante de ella. Con cierta confusión, Sam le tocó la frente levemente y ordenó:

    — ¡Levántate del suelo!
    —Ella quiere saber lo que está pasando sin que nadie se entere —explicó Flinch, dando un cierto énfasis al «ella»—. ¿Puedes ayudarnos?

    El hombre volvió a asentir.

    —Seguidme sin hacer un solo ruido. Tengo que llevaros más allá de los guardias de la Greenstate. No son muy quisquillosos, pero lo mejor es que no habléis.

    Los condujo por una pendiente hacia la oscuridad, y luego por encima de un muro semiderruido. Sam se dio cuenta de que caminaba de forma peculiar, con una rodilla que se caía a medias a cada paso que daba.

    En la parte trasera de un edificio de ladrillos, una única ventana brillaba de color naranja con la luz de una lámpara. Situándose debajo, pudieron escuchar una mezcolanza de palabras, algunas audibles, aunque no lo suficiente como para sacarle algún sentido a la conversación. Flinch le hizo un gesto al guardia, y los dos entrelazaron las manos para izar a Sam.

    Aferrándose con ambas manos al alféizar de la ventana abierta, y aterrada casi hasta la muerte, Sam escudriñó el interior. La luz no provenía del cuarto que contemplaba, sino de otro adyacente. A través de una puerta, pudo ver una mesa y dos pares de manos apoyadas sobre su superficie. Dos hombres se sentaban a la mesa, uno frente al otro; sin embargo, lo único que podía distinguir de ellos eran las manos.

    —...es un hombre que no se encuentra bien —comentó una voz desconocida—. Ante esta indisposición, se me ha otorgado el poder para obrar como su agente.

    Se escuchó una breve risa y una segunda voz, la de Keith, dijo:

    —Es un truco muy viejo. Si tuviera el poder, no se hallaría perdido aquí, en mitad de ninguna parte, tratando de engañarme para que yo se lo dé. Dejemos de jugar. —Bueno, valía la pena intentarlo —repuso el extraño con educación—. Y ahora vuelva a explicarme por qué no debería dejar que mis hombres atrapen a su andrajoso grupo.
    —En mi campamento hay más de cien personas — replicó Keith con voz paciente—. Muchos poseen un estado de salud razonablemente bueno, unos pocos están preparados, y todos van armados. Puede venir a hacerlos prisioneros, y yo le garantizo que perderá usted a una docena de sus hombres y, al mismo tiempo, desperdiciará un buen número de mineros en potencia. La otra alternativa es que me deje entrar en Honkeytonk con todos ellos; allí serán suyos sin haber tenido que emplear ningún tipo de violencia.
    —Interesante. —El hombre meditó durante un rato—. De todos modos, he de comunicarle que esa improbable fábula sobre la hija del coronel Laing...
    — ¿Qué tiene de improbable? —restalló Keith.
    —Bueno..., me parece demasiada coincidencia que en el momento en que a usted le hace falta algo con lo que poder negociar, la hija de la persona más importante de la Deriva se arroje a sus brazos.
    —Las coincidencias no existen —afirmó Keith.
    —Exactamente lo que yo quería decir.

    Después de un momento de irritado silencio, Keith comentó:

    —Quizá haya oído hablar usted de un maravilloso invento reciente llamado telégrafo. Opera por el principio de...
    — ¡Oh, no le hace falta explicarme las maravillas de la ciencia a mí! —interrumpió el hombre con una ironía exagerada—. Estamos bastante al día en Boston, se lo aseguro.
    —Entonces, ¿puede explicar usted cómo logré ponerme en contacto con la capital, en Atlanta, y hasta con las autoridades de Richmond, sin tener que viajar a ninguno de los dos lugares? Comprenderá cómo pude pedirle a la Policía Nacional que investigara todos los archivos sobre extranjeros que se encontraran en los Estados Unidos, y cómo entonces pude...
    —Es suficiente —cortó el extraño—. Lo he entendido.

    Sam cerró los ojos con fuerza, y las lágrimas se negaron a aflorar. Los volvió a abrir, y estaban tan secos como la madera. Soltó las manos del alféizar.

    Flinch y su amigo tuvieron que moverse deprisa para sujetarla, ya que ella no se esforzó en detener la caída. Sin embargo, la cogieron sin hacer ningún ruido. Ella les dejó que la condujeran fuera de allí, de regreso al puesto del guardia, donde Flinch preguntó:

    — ¿Conseguiste lo que buscabas?

    Entonces se dio cuenta de que ninguno de los dos había oído nada de la conversación. Sacudió la cabeza: no. —Volvamos a casa —pidió.


    Fue una larga caminata hasta el campamento, y Sam la realizó a ciegas. Flinch cuidó de que no tropezara con nada; no obstante, toda la atención de ella se hallaba centrada en lo que había escuchado. En silencio, repitió una y otra vez las palabras, buscando alguna interpretación —cualquier interpretación— que no fuera la obvia.

    Sin embargo, no podía evitarlo. Keith la había entregado al INSG. Incluso antes de conocerla, la había traicionado.

    De regreso al campamento, dejó que Flinch la llevara hasta la tienda de Esterhaszy, donde lo despidió. En ese momento no podía volver sola a su tienda. Necesitaba la simpatía de alguien.

    — ¿Bob? —llamó. Al entrar, vio que él estaba inclinado sobre las pruebas médicas, trabajando sobre una mesa baja e improvisada.
    —Bien —dijo él sin volverse—, insististe en joder sin tomar ninguna precaución, y ahora has de pagar el precio. — ¿Qué? —inquirió ella, aturdida.
    —Estás embarazada —contestó él, enérgico. Se volvió, y la expresión de desaprobación que mostraba su rostro se desvaneció al verla. Con la boca abierta, se apresuró en ir hacia ella y cogerla por el codo—. Santo cielo, ¿qué te ha ocurrido?
    — ¿Embarazada? —repitió ella, incrédula. Dejó que la sentara sobre un montón de libros apilados. Lo hizo con las piernas abiertas y los brazos apoyados en las rodillas—. ¡Embarazada! —Comenzó a reírse.

    La risa fue en aumento, lenta pero irresistiblemente. Echó la cabeza hacia atrás y aulló. Las carcajadas la llenaron y se desbordaron por su boca. Los jadeos se volvieron sollozos y sacudieron su cuerpo una y otra vez. Le dolieron los pulmones. Se mecía hacia delante y hacia atrás, dominada por convulsiones.

    Esterhaszy abofeteó su rostro dos veces, con fuerza, pero ella no sintió nada. Agitaba la cabeza sin parar, gritando de risa.

    Y así prosiguió hasta que, en un momento determinado, dejó de prestarle atención a todo y no fue consciente de nada de lo que ocurría a su alrededor hasta la llegada de la mañana.

    Hacía calor. Sam miró en torno y se dio cuenta de que se hallaba en un carro cubierto. No tenía nada del encanto que los libros de historia le atribuían..., se trataba simplemente de un carromato con unas argollas de madera y una tela que lo recubría. El aire en su interior no se movía, era casi irrespirable.

    —No puedo sentir nada —comentó con voz apagada. Era como si se hallara hueca por dentro.
    —No me sorprende —dijo Esterhaszy desde el asiento del conductor—. Después de la sesión de risa de esta noche.

    Iban casi en la vanguardia de la procesión, en una posición relativamente libre de polvo. Keith iba delante de todos.

    — ¿Hice el ridículo? —preguntó Sam.
    —Bueno —comenzó Esterhaszy—, sí. Pero, qué demonios..., tarde o temprano todos lo hacemos, ¿no es verdad? —Azuzó a los caballos y los condujo hasta el centro del camino—. ¿Quieres hablar de ello?

    Sam le contó, palabra por palabra, todo lo que había escuchado por la noche. Lo recitó sin emoción alguna, sin ningún matiz en la voz; sentía como si todas las emociones hubieran muerto en ella para siempre.

    —Jesús —musitó Esterhaszy. Condujo en silencio durante un rato—. Maldición. —Se golpeó la rodilla con un puño, y repitió el gesto varias veces más—. ¿Comprendes lo que tiene planeado? ¡Va a enviar —realizó un gesto con un brazo— a toda esta gente, más de cien personas, a la esclavitud!

    Sam se encogió de hombros.

    —Supongo que sí.
    — ¿Supones? —Esterhaszy se volvió para mirarla—. ¿Qué clase de ser frío y sin corazón...? —Se interrumpió de repente—. Lo siento, pequeña. Creo que tampoco se te han dado los suficientes motivos para que te sientas altruista hacia alguien.

    Sam volvió a encogerse de hombros.

    —Entonces, ¿qué quieres hacer? —le preguntó por fin—. ¿Quedarte ahí sentada?
    —Yo...
    — ¿Sentirte una víctima toda tu vida? —Su voz sonaba ahora despectiva—. ¿Piensas pasárselo a tu hijo y dejar que él también sea una víctima?
    — ¡Eh, espera un minuto!

    Se volvió otra vez para hablarle con un tono de voz bajo y apremiante. Los caballos se desviaron a un lado del camino, y se detuvieron para masticar al lado de unos pequeños olmos.

    — ¿O vas a actuar de forma socialmente responsable y detener esta peregrinación? Piénsalo. Dispersa a esta gente de nuevo por las colinas, y la Milicia Popular nunca podrá cogerlos. Llévatelos lejos, y vete tú también..., y así Piotrowicz se quedará sin nada para negociar sus pequeñas maquinaciones maquiavélicas. Si deseas venganza, no podrías elegir un mejor medio de llevarla a cabo. ¿Qué dices?
    —No —musitó.
    —No, ¿qué? —Empezó a conducir a los caballos de nuevo a la procesión.
    —No, no pienso hacer nada más. Me encuentro dolida y cansada. Que Keith haga lo que quiera..., no pienso interferir.
    —Todavía le amas, ¿eh?
    —No..., sí, pero, ¿eso qué importa? —repuso con irritación—. Simplemente estoy cansada.


    Sin embargo, el pensamiento de la venganza no la dejaba en paz. La larga mañana se extendió y el sol calentó con más fuerza..., y ese pensamiento volvía una y otra vez a su mente y crecía. El polvo se pegó al rostro de Sam; se quitó una parte de la frente, y lo sintió pesado y arcilloso debajo de las uñas.

    Transcurrieron las horas, y las sombras no se movieron. La mañana era calurosa, sin aire, eterna. Los deriveños avanzaban, con las cabezas caídas y los ojos entrecerrados. Su orden no se modificó.

    Atravesaban un amplio valle y, sin importar todo lo que marcharan, no lograban acercarse a las colinas. El sol quedó colgado a dos palmos del horizonte y no se movió de allí.

    Algo iba mal, faltaba algo. Sam intentó descubrir qué era, ya que necesitaba una distracción que la apartara de la noción de la venganza, que no dejaba de regresar como una carga pesada, difícil e intimidatoria. Meditó con determinación el problema y, por fin —con un sobresalto—, se dio cuenta de que el Reactor había dejado de latir. Sus pulsaciones regulares e inmutables llevaban con ella tanto tiempo que ya había olvidado su presencia. Ahora... había desaparecido.

    Más allá del horizonte aún podía sentir la presencia del Reactor, y también veía las líneas de radiación en su piel. Aguardó el latido... Pasaron diez minutos. Quince. El Reactor no palpitó.

    La gente avanzaba pesadamente en el mismo orden en el que habían iniciado la marcha por la mañana temprano. Bob incitó a los caballos del mismo modo en que lo había hecho cien veces antes. El sol flotaba inmóvil en el cielo. Repentinamente, todos quedaron atrapados mientras avanzaban a través de unos desperdicios atemporales, a medida que el aire se calentaba y las colinas seguían lejanas.

    Finalmente, para que el Tiempo volviera a comenzar, Sam preguntó:

    — ¿Qué tienes en mente?

    Esterhaszy volvió la cabeza para mirarla.

    —En realidad, no tengo lo que se podría llamar un plan trazado —admitió—. Tal vez sólo una idea, eso es todo. Sin embargo, el día es largo, dame tiempo para pensar.

    El Reactor palpitó. Comenzaron a ascender fuera del largo valle.


    Los deriveños ya empezaban a reunirse alrededor de la tienda de Sam, manteniéndose cuidadosamente por detrás de la línea que había trazado Esterhaszy. La procesión se hallaba a un día de marcha de Honkeytonk. La de esta noche sería la última ceremonia de curación.

    —He agotado la mitad de mis medicinas en este maldito viaje —gruñó Bob—. Se supone que también son mi paga. —Depositó los maletines al lado de las mantas que había en el centro de la tienda. Eso, más dos banquetas del campamento, eran los únicos muebles..., los demás ya habían sido guardados. —. Siéntate, frótate el brazo. Como si te acabara de administrar una inyección. Le oigo acercarse.

    La cortina de la tienda se abrió y entró Keith.

    — ¿Qué ocurre? —preguntó.
    —Siéntate —repuso Esterhaszy—. Tú eres el siguiente, —limpió una jeringuilla con un algodón empapado en alcohol.
    —Claro. —Keith se subió una manga—. ¿Para qué es?

    Sam esperaba que su expresión no delatara sus planes; parecía como si hubiera estado ocultando sus emociones toda una eternidad, y ya no estaba segura de que alguna vez volviera a expresarlas abiertamente. Sin embargo, al contemplar en ese momento a Keith, tuvo bruscamente la sensación de que ya no importaba, porque, a menos que Keith quisiera ver las reacciones de la gente, nunca se fijaba en nadie.

    —La enfermedad del sueño —explicó Esterhaszy, introduciendo la aguja con la facilidad de la práctica—. Sí, duele un poco, ¿verdad? Ya puedes abrir la mano. —Quitó la banda elástica del brazo de Keith—. Es una buena dosis. Ahora, para quedarme tranquilo, quiero que cuentes desde veinte hacia atrás.
    —Veinte —comenzó Keith—. Diecinueve. ¿Qué es esto de la enfermedad del sueño? Dieciséis. —Bostezó—. Eh, tal vez la haya cogido.
    —Estoy seguro. —Esterhaszy sujetó al hombre cuando éste se derrumbó—. Échame una mano, ¿quieres, Sam?

    Tendieron a Keith sobre las mantas, con la cabeza hacia arriba y un brazo al costado. Bob le desabrochó los tres primeros botones de la camisa y examinó con ojo crítico el efecto, alzándole un poco la barbilla—. Ahí —dijo—. La víctima desmayada.

    Se inclinó hacia el cuello de Keith con un bisturí en la mano.

    — ¡Oh, ten cuidado! —gritó de forma involuntaria Sam.

    La cuchilla relampagueó y Sam se echó hacia atrás. Brotó la sangre. Esterhaszy agitó la cabeza de un lado a otro, extendiendo las manchas. Examinó la herida.

    —No perderá mucha —decidió.

    Comenzó a manchar a Sam con mercurocromo: dos líneas finas que salían desde las comisuras de los labios, una gota en un costado de su barbilla. Una mancha grande y oscura en la parte frontal de su vestido, justo por encima del pecho. Mientras trabajaba en ello, silbaba.

    Por fin, se apartó y asintió.

    — ¡Esto los dispersará! Una vez que vean a su diosa encarnada como una, perdona la expresión, criatura de la noche, habremos destruido cualquier motivo que pudieran tener para quedarse aquí.

    Sam se arrodilló al lado de Keith. Se sentía mareada. Esterhaszy entraba y salía, llevándose las banquetas y los maletines, vaciando la tienda. Sam acunó a Keith en sus brazos. Podría haber llorado ante su aspecto tan pálido y vulnerable.

    —Siguen viniendo..., ya casi están todos. —Esterhaszy le dio una palmada en el hombro—. Ten cuidado con el palo de la tienda, ¿eh? Tiene que caer hacia delante, pero no olvides que es pesado.

    El Reactor palpitó dos veces mientras Sam aguardaba. Contempló el cuello de Keith, la resplandeciente sangre que manaba de él. Con delicadeza, hundió un dedo en ella y lo llevó delante de sus ojos. Lenta y deliberadamente, se metió el dedo en la boca y lo chupó. Era la primera vez en su vida que probaba sangre humana.

    Su garganta se cerró con el sabor y estuvo a punto de ahogarse. Quiso vomitar, aunque no lo hizo. Pasado un rato, fue capaz de quitarse el dedo de la boca y esperar con calma lo que tendría que suceder.

    Un motor de combustión interna rugió a la vida y mantuvo un gruñido bajo. Ese debía ser Flinch, que no conocía el plan, pero en el que se podía confiar para que hiciera lo que se le pedía.

    Al oeste. Samantha se orientó gracias al Reactor, que podía sentir un poco más allá del horizonte, ligeramente hacia el sur.

    El sonido del motor cambió a medida que Flinch metía una marcha y pisaba a fondo el acelerador. Se escuchó un tirón del aire cuando la cuerda se tensó y la tienda, bruscamente, fue arrancada del suelo. La tela hizo un bump y desapareció.

    El semicírculo de devotos que la esperaban abrieron la boca horrorizados. Unos pocos contemplaron cómo volaba la tienda. Sin embargo, los demás miraron a Sam y la escena que formaba con Keith. Ella alzó la cabeza y los miró, mortalmente asustada. Ellos, a su vez, permanecieron paralizados ante el hilillo de mercurocromo que le chorreaba de los labios.

    Torpemente, Sam se puso de pie y salió corriendo en dirección oeste. Esterhaszy la esperaba justo en las afueras del campamento, con el transporte y sus pertenencias preparados. Juraba que los podría sacar de allí a salvo.

    Ella corrió, aunque ya no estuvo muy segura de que le importara.


    Honkeytonk estaba construido contra la ladera de una montaña, donde los Viejos pozos de las minas se abrían a la superficie. Era una rutilante Meca que simbolizaba el logro humano en la Deriva. Dentro de sus límites no crecía ni un árbol, ni un matorral o una brizna de color verde. Todo eran refulgentes tanques de almacenamiento y resplandecientes torres. Los senderos que comunicaban las barracas entre sí estaban compuestos por escoria apisonada; y los edificios de ladrillo se veían oscurecidos por los humos que salían de las fábricas.

    De pie en la pendiente montañosa, Sam dijo:

    —Tengo miedo.

    Bajó la vista y contempló la ciudad y la única vía de ferrocarril que estaban construyendo, un corte de color marrón que iba en dirección norte y atravesaba el yermo.

    No pierdas los nervios, muchacha —dijo Esterhaszy—. Tú y yo ya hemos pasado por lo peor.

    Descendieron a la zona de seguridad de tierra pelada que rodeaba la ciudad, avanzando despacio y con las manos vacías. Había guardias de patrulla por doquier. Gente de la Milicia, con sus uniformes azules y los cascos de médula; sus nucleoporos eran de un blanco impoluto.

    Fueron detenidos en el perímetro de la zona de seguridad, y se les preguntó qué buscaban.

    —He venido a ver a mi padre —comenzó Sam. —Oh, sí —aceptó el guardia—. Nos avisaron que llegarían. —Chasqueó los dedos, y dos soldados de rango inferior se pusieron en posición de firmes—. Su escolta.
    — ¿Quién les dijo...? —empezó a preguntar Sam, pero se lo pensó mejor.

    Fueron guiados a la ciudad por entre calles casi vacías. En ese momento, Keith pasó a su lado en un saltador eléctrico Cambridge descapotable. Los saludó alegremente con la mano mientras el conductor pasaba de largo; llevaba un fajo de papeles a la vista.

    — ¿Qué demonios? —murmuró Bob. Sam permaneció inmóvil mientras el coche se perdía calle abajo, en dirección de la Deriva. Se sintió aturdida y abandonada—. Bueno —comentó Bob—, por lo menos no nos guarda ningún rencor, ¿eh?

    Llegaron a un edificio federal restaurado en el centro de la ciudad. Allí, después de atravesar una esclusa de aire y una serie de habitaciones protegidas con filtros, su escolta los dejó en manos de otro militar, un hombre alto, delgado y con un pequeño bigote. Les sonrió.

    — ¿Así que usted es la amada hija de nuestro comandante? —Les ofreció la mano—. Claro que sí. Pueden quitarse las máscaras y ponerse cómodos. ¿Les gustaría limpiarse un poco el polvo?
    —Esta joven no ha visto a su padre en mucho tiempo —repuso Esterhaszy.
    —Entonces síganme —dijo el hombre—. Los aposentos del coronel Laing están arriba.

    Los condujo hasta la segunda planta y, luego, por un pasillo largo i limpio.

    —Debo advertirles que el coronel Laing no se encuentra muy bien de salud. Todos estos años destinado en la Deriva..., bueno, al final siempre te coge, sin importar las precaucione» que tome».

    Abrió una puerta.

    —Llámenme cuando hayan terminado.

    El padre de Samantha se estaba muriendo.

    Yacía sobre una cama, cubierto por sábanas blancas y apoyado en unos almohadones. Sus facciones aguileñas y orgullosos se veían erosionadas por unas mejillas hundidas y muchas arruga», el pelo encanecido y ralo por los años. Cuando Sam entró, abrió los ojos y la miró como perdido durante un rato. Luego, el dolor surgió en silencio cuando logró reconocerla a través del pelo rapado y el tatuaje de color Índigo, Las ropas destrozadas y el crecimiento de los años desde la última vez que la viera.

    Sam se quedó allí de pie con los ojos secos, mirando al envejecido hombre, sin sentir nada. Cuando él le indicó con un gesto que se acercara, avanzó un paso y le cogió la mano. Era débil y fría. Podría haberle aplastado los huesos con la suya.

    —Saman... —comenzó, y se interrumpió con un acceso de tos. Duró una húmeda eternidad. Sonó como si estuviera expulsando los pulmones y fuera a morir en ese mismo instante.

    Sam le aferró la mano. Parecía viscosa al tacto.

    Por fin, el anciano pudo volver a hablar.

    —Buscahuesos —se disculpó, con una voz baja que dejó entrever el dolor—. Te cogen siempre.

    Giró la cabeza a un lado, tratando de limpiarse la saliva con las sábanas.

    Bob se adelantó y le secó la barbilla.

    El coronel Laing miró a su hija, poseído por el horror. Parecía traspuesto por el tatuaje.

    — ¿Qué he hecho? —gimió. Lágrimas reumáticas inundaron sus ojos—. Tengo... enemigos en Boston. Tuve que enviarte al sur. Podrías haber estado a salvo en los Estados Unidos. Allí no podrían llegar hasta ti... —de nuevo le dio un ataque de tos.

    Sam se sentía incómoda.

    —Está bien —comentó ella inexpresivamente—. Está bien.
    —Te pueden borrar ese tatuaje en Boston —dijo su padre—. Allí disponen de láseres..., pueden quemar la tinta que hay debajo de la piel.
    —Sshhh —indicó Sam.
    —Pueden hacerlo —insistió con furia el hombre—, ¡Por Dios, todavía mantengo ciertas influencias! ¡Me deben favores! —Sus ojos se apagaron—. Favores.

    Luego el anciano se quedó dormido. Sam y Esterhaszy salieron de la habitación andando de puntillas y se reunieron con el militar delgado que les había llevado hasta allí. Los sentó a la mesa de la cocina y sacó una lata de cigarrillos. Sam declinó la invitación y Esterhaszy aceptó. El cuarto se llenó con el olor de la marihuana cubana.

    —Debe tener hambre —le dijo el oficial a Sam. Sacó un termo de la nevera y llenó un vaso alto con un líquido rojo y espumoso. Sam lo miró, y luego alzó la vista hacia el hombre.
    —Sangre de cerdo —comentó—. No se preocupe, su padre padece lo mismo. Aquí no existe ninguna superstición ante el síndrome del intestino corto. —Cuando Sam comenzó a beber despacio, añadió—: Es algo muy triste. A pesar de todas las precauciones que tomó su padre, no consiguió aislarse de los buscahuesos. Se encuentran en la cadena alimenticia, y un hemófago se alimenta desde la cima de la cadena, ingiriendo la mayor concentración de radioisótopos. Era inevitable que su padre muriera de esta forma.

    Esterhaszy sacudió la cabeza en un gesto apenas perceptible. Sam lo notó y dijo:

    —No, está bien. Sé cuáles son mis posibilidades desde hace muchos años.

    El oficial sonrió, como si reconociera algo en esas palabras. —Tengo que darles dos malas noticias —comentó—. Lo mejor es que se las comunique rápidamente. Primero, estoy al comente de que, al ser la única heredera del coronel, se sentirá ansiosa por disfrutar de sus riquezas. Sin embargo, ha de saber que no existe la herencia ni nada semejante en la Alianza Greenstate. Nuestra ley lo prohíbe.

    Esterhaszy bufó. El oficial enarcó una ceja y comentó: —Por lo menos, su padre no es lo suficientemente rico como para saltarse esas leyes.

    —En realidad, nunca esperé recibir dinero o nada de mi padre —replicó Sam—. Sólo que... Maldición, esperaba sentir algo hacia él, y únicamente es ese anciano que se está muriendo en un ático. No se parece en nada al padre que yo recuerdo, y resulta difícil preocuparse por él, de una u otra forma. El oficial apartó los ojos.
    —Sí, bueno... —Titubeó—. La segunda noticia se refiere a su tatuaje. Me temo que esta mañana el coronel firmó un tratado de cooperación con un representante del gobierno de los Estados Unidos y de Filadelfia...
    —Keith Piotrowicz —intervino Esterhaszy—. Sabemos todo lo referente a él.
    —Bien, pues el tratado estipula que Honkeytonk y los recursos de toda la Deriva sean explotados para el beneficio mutuo de ambos gobiernos. Los Estados Unidos suministrarán..., eh..., el cuerpo de trabajadores.
    —También comprendemos eso —afirmó Sam.
    —Entonces, ¿podrá comprender que, a causa de una ley relativamente sin importancia, todos los colonos procesados por el INSG son reconocidos como tales por la Alianza? —Esperó y, por sus expresiones, vio que no lo entendían—. Si entra en la Greenstate con ese tatuaje en la frente, será tratada como una criminal.
    —Pero..., ¿adónde iré? —se preguntó Sam. Para ella aquello resultaba algo nuevo.

    El oficial se encogió de hombros.

    —Quédese aquí. Podemos encontrarle un sitio. —Se inclinó hacia delante—. Podemos hacer eso por la hija del coronel.
    —No —dijo Esterhaszy—. Yo tengo una casa en un rincón bastante limpio de la Deriva. Allí existe una comunidad de gente afín; era para ellos que quería los suministros médicos. Mi esposa y yo te acogeremos.
    —No sabía que tuvieras esposa —comentó Sam.
    —Te gustará. Se llama Helga.


    Helga era una mujer alta, huesuda y de manos callosas. Le cogió mucho cariño a Samantha. Cuando llegó el momento, le dio una palmada al muslo de Sam y dijo:

    —Sí, ahora respira profundamente., eso es. Ahora, empuja. Ya falta muy poco.

    Cerrando los ojos con fuerza, Sam repuso:

    —Duele, Helga, de verdad que duele.

    Esterhaszy le cogió las manos y apretó con calidez.

    —Aguanta, jovencita.

    Con cuidado y destreza, Helga introdujo la mano en el interior de Sam para guiar la cabeza del bebé y colocarla en posición adecuada.

    —Sólo un poco más, cielo. Empuja, Sí, eso es maravilloso. Un poco más. —Apareció un poco de pelo oscuro; ella alzó la cabeza y la adelantó un poco—. Sigue respirando profundamente, cariño, casi ha salido. Ahora, empuja. Sí. Otra vez. Buena mu. chacha, y..., ¡aquí viene!

    Y un diminuto rostro colérico surgió de repente entre las piernas de Samantha. Su piel aún mantenía una leve tonalidad de color lavanda. Abrió la boca para quejarse, y Helga tiró de él hacia el mundo.

    El bebé comenzó a llorar; Sam abrió los ojos, confusa. — ¿Qué? —gritó—. ¿Es un...? —Mira a tu hijo, Sammy.

    Helga depositó al bebé sobre el estómago de Sam. Ella bajó la mano para acariciarlo. Era tan suave. El cordón umbilical aún salía de su estómago y penetraba en Sam. Lo miró a través de un resplandor de gloriosa alegría. Ya estaba adquiriendo tonalidades rosas. Sin embargo, como nunca llegó a perder sus dones, también vio las líneas de la radiación corriendo por debajo de su piel. Sam prorrumpió en sollozos. Las lágrimas brotaron de ella y se lamentó por su bebé. No porque fuera un vampiro como ella, ya que comprendía la cuestión de los genes dominantes y se había preparado para ello. Lloraba por el destino que leía en el rostro del bebé.

    La gente de las colinas todavía no lo sabían, pero tenían un líder. Alguien que les liberaría de la dominación. Alguien que haría que sus enemigos pagaran caro por todos sus sufrimientos.

    Sam lloró, debido a que sabía lo que significaba ser un líder, y sospechaba lo que era ser un héroe.

    — ¡Es una niña! —anunció con júbilo Bob—. ¡Una niña!


    4. La Feria del Mutágeno


    La reunión era como un carnaval, o como el día de Acción de Gracias festejado semanas antes. El enorme patio que había delante de la estación de ferrocarril de Morgan se hallaba lleno de carros y caballos y todo tipo de vehículos terrestres. Se veían tiendas de vivos colores confeccionadas con las antiguas telas milagrosas al lado de las nuevas, con telas tejidas en Nueva Jersey. Había gente que sacaba humeantes ollas de judías de los fuegos y colocaba alambiques de alcohol para fabricar el combustible para el viaje de regreso.

    Todos los presentes sumaban unas cincuenta personas, un número increíble, casi de vértigo, procedentes de toda la Deriva.

    Vicky corría y gritaba jubilosa por entre las tiendas. La estación se hallaba emplazada en una zona verde y su tío le había dicho que, mientras el viento no soplase, podía ir sin su nucleoporo. Así que corría y llenaba sus pulmones de aire, exultante de libertad, disfrutando con la velocidad y el ruido.

    Mientras corría, echó la cabeza hacia atrás y miró más allá del techo de paja de la estación, y vio una línea recta de árboles de color rojo intenso que parecían una vena de fuego que atravesara el variado follaje del otoño. Recordó lo que le había dicho su tío de que algunos árboles preferían el suelo rico en hierro de lo que había sido en su tiempo el camino del ferrocarril, cosa que ella había olvidado de inmediato. Ahora lo recordó repentinamente, y vio como todo encajaba a la perfección, y se sintió mareada por esa maravilla.

    Distraída, chocó contra un adulto y rebotó. Unas manos grandes y fuertes la sujetaron por los hombros y la mantuvieron prisionera. Alzó la vista hacia el rostro de un miembro de la gente grande.

    Era un hombre robusto y pálido, con una mancha de color púrpura en la frente, igual que la de su madre. Su boca era ancha y sus facciones sombrías; pero, de todas formas, sonreía, una sonrisa zalamera y falsa.

    — ¿Qué tenemos aquí? —preguntó. Le pellizcó el brazo— Vaya, si es una niñita regordeta, ¿verdad?

    Los hombros y el brazo de Vicky sintieron un cosquilleo ante su contacto. Una sensación de frialdad recorrió su columna vertebral.

    —No hables con él —advirtió con firmeza la madre de Vicky—, No es un buen hombre.
    — ¿El gato te ha comido la lengua? —El hombre parecía divertido; contempló el cuerpo de ella con interés.

    Vicky, con un mueca, volvió el rostro hacia un lado para no tener que mirarle. Entonces, el hombre sujetó su barbilla con los dedos pulgar e índice y la volvió de nuevo hacia él. Su sonrisa se hizo más cariñosa, los ojos adquirieron un aspecto soñador. En ese momento apareció su tío y dijo: —Hola, Morgan, ¿qué haces?

    —Victoria y yo manteníamos una pequeña conversación —contestó Morgan, soltándola por fin—, ¿No es así, cielo? —Parecía incapaz de hablar con ella sin formular una pregunta. Luego, con una voz totalmente distinta, añadió—: Bueno, Bob, parece que estamos a punto de conseguir grandes cosas.
    —Depende de lo que tú consideres grande —replicó el tío Bob de mala gana—. Pero, si esto sale bien, será un buen paso en la dirección adecuada, te lo garantizo.

    Morgan se rio y palmeó la espalda del tío Bob. —Bien dicho, hombrecito. —Y se alejó, sin ver la mirada colérica que le dirigía el enano.

    —Tío Bob —repuso Vicky. Le gustaba que fuera una persona pequeña, porque así siempre la miraba a los ojos—. Mi madre dijo que el señor Morgan es un hombre malo.
    —Vicky, tú ya eres una muchacha mayor, y tienes que aprender a distinguir entre la imaginación... —Su tío vio que ella no estaba escuchando, y casi sonrió—. Bueno, supongo que puede esperar.


    La comida se celebró en el interior de la estación. Cuando el sol se puso, se cerraron las ventanas y se colgaron unas lámparas de unos ganchos que había en la pared, y se preparó un pequeño fuego en la chimenea de piedra. Todas las posesiones de Morgan habían sido arrimadas a las paredes y colocadas en estantes, de modo que hubiera espacio para las mesas y las sillas. Dentro de esa cueva de objetos la gente comió, bromeó e intercambio cotilleos.

    Al principio do la comida un hombre delgado, un contrabandista de la frontera de las Propiedades de Nueva York, trajo como contribución una bandeja llena a rebosar do jamón ahumado. Las conversaciones vacilaron y murieron,

    —Es de Jersey del Sur —dijo el hombro, enrojeciendo—. Mirad, puedo mostraros las latas.
    —Oh —dijo una mujer—. Bueno. Carne enlatada. Supongo..., —Y las conversaciones se reanudaron. Foro, aunque varios probaron el jamón, sólo el contrabandista y el propio Morgan lo comieron con auténtico gusto.

    Vicky no podía comer nada de comida, por supuesto; no obstante, bebió de una jarra llena de sangre y escuchó la conversación de los adultos. Ciertamente, oran ruidoso8‹El tío Bob había contribuido con un barril do vino do sus invernadero» vinícolas..., que no tardó en esfumarse. Los rostros do los adultos adquirieron pronto una tonalidad rojiza, y hablaban tan alto quo apenas se podía pensar.

    —Tío Bob. —La voz de Vicky casi se perdió en el caos reinante. Tiró de su brazo y alzó la jarra vacía—. ¿Puedo tomar un poco más?

    Morgan se materializó detrás de ella y cogió la jarra de su mano.

    —Permíteme —ofreció, pasándole ligeramente una mano por el hombro y apretándolo.

    Salió por la puerta y giró hacia el lado opuesto al quo se hallaban los carros con las provisiones de sangre; permaneció ausente varios minutos.

    Cuando regresó, con la jarra llena del rojo líquido, le sonrió a Vicky y le volvió a pellizcar el brazo.

    —Ay —dijo Vicky en voz alta; pero nadie se percató. Se inclinó sobre su bebida, sorbió, y volvió a tirar del brazo de su tío.
    —Tío Bob, esta sangre tiene un gusto raro.
    — ¿Raro en qué sentido, cielo? —preguntó su tío, con ese tono de voz casual que significaba que estaba preocupado y no quería que ella lo supiera.

    Se encogió de hombros.

    —No lo sé, pero sabe rara.
    — ¿Sabe fea? —insistió él—. ¿Como si estuviera pasada?
    —No, sólo rara.

    Morgan había estado escuchando con atención. En ese momento se inclinó hacia delante e indicó: —Es sangre de pollo. Esta mañana maté varias gallinas que no ponían huevos. ¿Quizá la pequeña no está acostumbrada a ella?

    —Seguro que es eso —comentó el tío Bob con voz de alivio—. Bebe, cariño, no pasa nada.

    Vicky esperó un segundo, para ver si su madre añadía algo; cuando no lo hizo, sorbió un poco más. Entonces, una mujer apareció a su lado y preguntó:

    — ¿Es ésta la hija de Samantha Laing? Oh, he oído tantas cosas sobre tu madre. —Se arrodilló en el suelo para que su rostro quedara a la misma altura que el de Vicky; Vicky se limpió rápidamente una gota de sangre que tenía en la comisura de sus labios. La mujer inclinó la cabeza y pidió—: Bendíceme, en el nombre de tu madre.

    Durante un momento, Vicky no supo qué hacer. El silencio y la atención se extendieron por toda la sala. Luego, su madre le susurró las palabras, y ella dijo:

    —Del buscahuesos y del gen mutado libérate. Que el viento caliente y la muerte de la médula te dejen en paz. —Y hundió un dedo en la jarra, y ungió la frente de la mujer con una gota de sangre.

    La mujer alzó la vista con ojos centelleantes y repuso:

    —Amén.
    —Levántese del suelo, señora —pidió con frialdad el tío Bob. Luego—: Más tarde hablaremos de esto, Vicky.

    Al poco rato los adultos empezaron a charlar otra vez —no parecía posible evitar que hablaran—, y la sala se llenó de ruidos. También de humo, ya que alguien estaba pasando una lata llena de cigarros de marihuana cubana. Cuando le llegó a él, Vicky vio que su tío se guardaba tres en el bolsillo de la chaqueta; tuvo la certeza de que se suponía que ella no lo había visto. Se sonrojó, y bajó los ojos hacia su jarra.

    Morgan estaba narrando una historia.

    —...las dos eran una auténtica belleza por su trabajo, con filigranas plateadas y culatas de marfil. Así que yo dije: Maldición, George, me gustaría saber cómo has conseguido una pistola como ésa. Y él me contestó: ¿De veras lo deseas saber? Claro, repliqué, ¿por qué no? Y él repitió: ¿De veras lo quieres saber? Y yo volví a decir que sí: Cuéntamelo.

    »Él apuntó y le disparó a Squirrel en medio de los ojos. El hombre cayó, y él metió la mano en la chaqueta de Squirrel y sacó la otra pistola, y la dejó caer sobre mi regazo.
    »—Así la conseguí —me dijo.

    El tío Bob frunció el ceño por encima de su cigarro.

    —Esa es la razón por la que necesitamos a un juez —comentó—. Ése es exactamente el tipo de acción que...
    —Sí, pero me parece que no ves el lado gracioso del...

    La atmósfera se hizo incluso más ruidosa. Vicky empezó a llevarse las manos a los oídos, cuando su madre apareció a su lado y la alejó de la mesa. Abrió la puerta y salió fuera. Nadie la vio.

    En el exterior se estaba más fresco. Arriba, el cielo refulgía con estrellas. A un lado, la luna era llena y brillante, ahogando a un montón de estrellas con su resplandor.

    Guiada todavía por su madre, Vicky se dirigió a la parte de atrás de la casa. Allí, un estrecho sendero conducía a una pequeña elevación que había sido la vía del ferrocarril y que ahora albergaba un almacén, construido con vigas de madera antigua y clavos sacados de casas a punto de derrumbarse. La parte delantera tenía unas dobles puertas con un candado que alguien había olvidado cerrar.

    En ese momento la madre de Vicky se marchó, desvaneciéndose en el aire, y ella se quedó sola. El bosque estaba oscuro, y sintió un escalofrío. Sin embargo, tenía que haber algún motivo por el que su madre la hubiera llevado hasta allí.

    Quitó el candado y abrió las puertas. Las bisagras chirriaron. En el interior todo era oscuridad y sombras, pero la luna llena que tenía a su espalda le proporcionó la suficiente luz para poder ver.

    Había por lo menos cinco cadáveres humanos colgados de irnos ganchos de carnicero, secándose lentamente. Les habían cortado las cabezas, las manos y los pies, pero aún eran reconocibles. Sólo podían ser humanos.

    Uno de los cadáveres era reciente, y chorreaba lentamente sangre de su muñones. Debajo había un cubo de hierro galvanizado. Mientras Vicky miraba, inmóvil, dos lentas gotas cayeron al cubo, produciendo un sonido muy leve, y una tercera fue absorbida por el suelo de tierra apisonada.

    Todos los cadáveres menos uno eran de hombres. Vicky nunca había visto a un adulto desnudo, pero no resultaba difícil reconocerlos. Supo que alguien estaba haciendo algo muy malo.

    Unas ásperas manos sujetaron los hombros de Vicky. Jadeó, y sus piernas estuvieron a punto de ceder ante su propio peso Entonces la hicieron girar, y una mujer robusta de facciones vulgares bajó la vista para escudriñar su rostro.

    —Eres una niña pequeña —comentó la mujer con tono acusador. Debajo de un brazo, de forma tan casual como si fueran palos de escoba, llevaba un par de rifles de aguja, del tipo que aceptaba cientos de disparos en un solo cargador—. ¿Qué estás haciendo aquí?
    —Nada —mintió Vicky. Intentó zafarse, pero la presa de la mujer era de acero, irrompible.
    —He de pensar —replicó la mujer—. He de pensar. —Entonces, ante el asombro de Vicky, se sentó ahí mismo, en el suelo, y atrajo a la muchacha a su regazo. Pasó un brazo por la cintura de Vicky—. ¿Qué voy a hacer?

    Tardíamente, Vicky abrió la boca para pedir auxilio. Sin embargo, antes de que pudiera emitir algún sonido, la mano libre de la mujer cubrió sus labios.

    —Nada de eso —dijo la mujer con astucia—. Además, no pueden oírte. Hay demasiado ruido ahí dentro.

    Permanecieron sentadas en silencio. Vicky respiraba por la nariz, aterrada por la muda violencia de las manos de la mujer, por la fuerza de sus brazos. En ese momento, la mujer comenzó a hablar con voz monótona y lenta, a nadie en particular.

    —Mi hermano y yo vinimos de Jersey del Sur. Allí no nos querían, de modo que tuvimos que marcharnos. Pero, cuando llegamos aquí, nos hicieron daño. —De forma inconsciente, alzó un brazo para poder acariciar el cabello de Vicky mientras hablaba. Vicky tembló—. Oh —comentó la mujer—, ¿tienes frío, cariño? —Atrajo a la niña hacia su pecho, apoyando su barbilla en el hueco del hombro de Vicky y murmurándole en un oído. Su aliento apestaba y, aunque Vicky trató de apartar la cara, no pudo evitar olerlo—. Mi hermano y yo no podemos tener niños. Hay algo malo en mí que nos lo impide. Y eso que lo intentamos.

    Se escuchó un ruido procedente de la casa, el crujir de unas ramas al romperse. En un instante, la mujer cogió a Vicky y se abalanzó hacia el interior de la cabaña, cerrando las puertas detrás de ellas.

    Se acercaron pasos. La mujer se encogió e hizo que dos de los cuerpos oscilaran ligeramente. Uno rozó a Vicky. Estaba frío y húmedo.

    —Sally. —La voz sonaba irritada—. Sal..., ¿dónde demonios estás?

    Algo de la tensión que había en la mujer desapareció. No obstante, su mano se cerró brevemente sobre Vicky y susurró:

    —No te muevas. Es mi hermano. Si te ve, te matará. No hagas ningún ruido.

    Tiró a Vicky al suelo.

    —Estoy aquí —respondió, y salió fuera.
    — ¿Qué estabas haciendo en...? Bueno, no importa. ¿Has cerrado todas las ventanas?

    Tendida en el suelo, Vicky pudo ver a la pareja a través de una grieta en las puertas. La mujer, Sally, contestó:

    —Salí con mucho sigilo y las cerré todas. Nadie me vio.

    El hombre al que le hablaba, su hermano, se movió ligeramente y cambió de sombra a luz de luna, y Vicky pudo ver que se trataba de Morgan.

    —No queremos que se produzca ningún error —indicó éste—. Acuérdate del hambre que sufrimos el invierno pasado.
    — ¿No soy de fiar? —Sally parecía herida—. Cuando me has dicho que hiciera algo, ¿acaso no lo he hecho?

    Tumbada en la cabaña, rodeada de cuerpos y de oscuridad, Vicky cerró con fuerza los ojos y trató de no llorar. Temblaba de frío..., el sucio suelo era helado y duro.

    En ese momento regresó su madre.

    Vicky no podía ver a Samantha, no de la forma en que la veía cuando era pequeña. Ahora, sólo en contadas ocasiones llegaba a oírla. Sin embargo, todavía sentía su presencia. Y sabía lo que ella le decía, incluso sin escuchar las palabras.

    Ponte de pie, le indicó su madre, y Vicky obedeció. Avanzando muy despacio, sigilosamente, pasó por entre los cadáveres y se dirigió a la parte de atrás. Le resultó difícil no dar con su cabeza contra alguno de los cadáveres; no obstante, lo consiguió.

    Atrás había estanterías que resultaban invisibles en la oscuridad. Guiada por su madre, alargó el brazo a una en especial, colocó su mano así y, luego, como le ordenó ella, la cerró alrededor del mango de algo.

    Se trataba de un cuchillo de carnicero.

    Ahora ten paciencia, le susurró su madre.


    Vicky se deslizó de vuelta a su banco sin que lo notara nadie. Su tío ni siquiera se había dado cuenta de que se había ido. Cuando por fin miró en su dirección, comentó:

    —Oh, Vicky, te has manchado tu bonito vestido con comida. —Frotó las manchas con una servilleta húmeda, suspiró y dijo—; Tu tía no me lo perdonará.

    Morgan golpeó la mesa con su vaso de agua para llamar la atención.

    —Por favor —dijo, y todo el tumulto cesó. Sonrió.

    «Gracias. Quiero deciros unas palabras, y espero que tengáis paciencia conmigo. —Se escucharon unos educados aplausos. Él alzó una mano para acallarlos—. Hace diez años, mi hermana y yo vinimos a la Deriva. Teníamos una carreta, dos caballos y los suficientes víveres para sobrevivir. Aparecieron hombres armados y nos los robaron todo. —Se hallaba de pie y, entonces, bajó la vista con rencor y miró sus blancos nudillos—. El primer año, apenas conseguimos no morirnos de hambre. Pero lo logramos.

    Y encontramos lo que creíamos que era un lugar aislado donde construir una granja.

    «Acabábamos de levantarla cuando vinieron otra vez hombres armados y la quemaron hasta los mismos cimientos. Nos encadenaron y nos llevaron a Honkeytonk para trabajar en las minas. Estas manos..., —Las levantó para que todos vieran lo encallecidas y deformadas que estaban—. Estuve a punto de perderlas sacando carbón para que los ricos de Boston pudieran enriquecerse aún más.
    »Unos años más tarde, maté a un hombre y escapó, llevándome a mi hermana conmigo. Encontramos un lugar limpio, y allí construimos de nuevo. —Se detuvo, miró de nuevo sus manos, y pareció hallar fuerzas en ellas—. Caballeros, señoras, lo que ustedes proponen hoy es traer la civilización a un rincón del mundo donde no existe la ley. Sé que dicen que sus ambiciones son más modestas. Pero, cuando la protección de la ley se extiende al inocente y al débil, eso se llama civilización. Ahora bien, yo considero que ése es el estado natural, y sólo existen dos clases de gente en el mundo: los hombres armados y las víctimas.

    Y los primeros explotan a los segundos.

    »Buena gente, llegan ustedes con diez años de retraso. Yo ya he dejado de ser una víctima. Tengo mis propias armas.

    Mientras el grupo permanecía perplejo y confuso, giró en redondo y se dirigió hacia las puertas; las abrió de golpe.

    — ¡Sally! —llamó—, ¡Los rifles!

    Permaneció con el brazo extendido, a la espera.

    Unas pocas personas, empujando las sillas hacia atrás, empezaron a incorporarse de la masa. El tío de Vicky la cogió del brazo y la apartó de la puerta.

    — ¡Sally! ¡Maldita sea, trae los rifles!

    La sala estaba llena de gente que se ponía de pie y se apartaba de las mesas y se encaminaba hacia las puertas. Indecisos, los primeros salieron fuera.

    Morgan fue hacia un lado, luego al otro, tratando de localizar a su hermana.

    —Vamos, querida, éste no es momento para bromas —gritó con desesperación.

    La gente salía a toda velocidad de la antigua estación. Unos pocos se dirigieron hasta sus carretas, en busca de las armas que habían dejado atrás. Sin embargo, la mayoría avanzaron hacia Morgan.


    —Lo que me gustaría saber es lo que le ocurrió a su hermana —indicó una mujer de buen aspecto—. ¿Esa mujer que encontramos toda llena de cortes era su hermana? Y, si lo era, ¿por qué la mataría?

    La reunión estaba terminando. No obstante, todo el mundo se rezagaba al lado de sus carretas, hablando. Decían que estaban estableciendo las pautas para la sesión del año próximo; sin embargo, Vicky ya había escuchado demasiado a los adultos como para saber que lo que hacían era cotillear.

    —Bueno, no cabe duda de que el hombre estaba loco —comentó el tío Bob—, Tengo mis dudas de que fuera su hermana, ya que tenía todas las huellas de un crimen pasional. Me parece que resultó muerta de un profundo corte en el cuello. No existía ningún motivo racional para que luego la apuñalara en el corazón de la forma en que lo hizo. Ninguno de los otros cadáveres mostraban esas marcas.
    —Me pregunto qué creía que estaba haciendo —Intervino la mujer bonita. Tenía una mano en la rodilla del tío Bob y la acariciaba despacio. Desde su ventajosa posición en el asiento de la carreta, Vicky lo observaba todo con Interés. Seguro que ésta era otra de esas cosas que se suponía que ella no tenía que ver.
    —Todos sabemos lo que le volvió loco, ¿no es cierto? —repuso el contrabandista de la Organización de Nueva York—. El comer carne humana. El alimentarse del eslabón más alto en la cadena alimenticia, donde hay una mayor concentración de isótopos radiactivos. Os apuesto a que, como máximo, en uno o dos años habría sufrido de leucemia.

    El tío Bob carraspeó ruidosamente y señaló a Vicky con la cabeza; el hombre se calló.


    Más tarde, Vicky se arrastraba debajo de la carreta, jugando con las muñecas que se había hecho con hierba seca, cuando escuchó que su tío hablaba de ella. Se acercó más y escuchó con atención.

    —Es algo horrible para que sucediera estando ella presente —decía—. Seguro que sufrirá pesadillas durante meses.

    Era un comentario tan perfectamente normal para un adulto, que Vicky casi se olvidó de que le estaba espiando y trepó al asiento delantero para corregir a su tío. Quizá resultó un poco espantoso ser atrapada por la mujer y, ciertamente, no fue divertido que la encerraran en la oscuridad con todos esos cadáveres.

    Pero cuando su madre la guio para coger aquel cuchillo y aguardar el regreso de la mujer... Cuando saltó y apuñaló a la mujer en el lugar exacto que ella le señalara, cuando la mujer cayó, sangrando, muñéndose... Eso fue divertido.

    Su sangre también resulto sabrosa.


    5. La Muerte de la Médula


    Boston poseía un viejo encanto mundano que no se podía hallar en ninguna otra parte de los Estados Unidos. La policía secreta, los toques de queda y los racionamientos, la histeria de la guerra, la presencia constante de la Milicia montada..., nada de esto podía dañar la belleza de la ciudad.

    Patrick Cruz O'Brien estaba sentado en la terraza de un café al aire libre; tenía desplegada ante sí la última edición del People's Globle y sostenía en la mano izquierda una copa de vino. Su transceptor polosat —un puñado de chips metidos en el interior de una máquina de escribir portátil, con una antena retráctil y una fuente de energía independiente— se hallaba a sus pies como un fiel perro callejero.

    Multitudes de trabajadores, con sus vaqueros proletarios, llenaban las calles. Regresaban a sus hogares y barracas, llevando en la mano las bolsas de la cena. Ni uno solo entre cien de ellos se podría haber permitido la cena que Patrick acababa de degustar.

    Brevemente, Patrick sintió el cálido brillo que le proporcionaba estar en el lugar en el que debía estar y ser quien debía ser: un corresponsal de guerra en un entorno exótico pero civilizado, aguardando el contacto furtivo que le llevaría hasta los campamentos rebeldes en las montañas. Se sintió como Hemingway o Ernie Pyle.

    Entonces, el oficial de información que le habían asignado le dijo:

    —Quizá de ahí pueda sacar una historia.

    Los niños vendían montones de madera a un lado de la calle. Los cocheros conducían sus carros entre la multitud, llevando estiércol, cenizas y huesos fuera de la ciudad, en dirección de las centrales alquímicas, donde serían transmutados en abono y, llegado su momento, vendido a las granjas de las afueras. Entre la muchedumbre se veía una mezcla de ciudadanos americanos, canadienses y quebequenses, con ropas de colores llamativos y brillantes entre el azul proletario. Un africano paso a su lado, con sus brazaletes electrificados refulgiendo en la decreciente luz.

    —Lo siento —se disculpó Patrick con educación forzada—. No le estaba escuchando.
    —El proyecto de reciclado —repuso el oficial de información. Se inclinó hacia Patrick, que observó de nuevo lo limpios y poco desgastados que estaban sus vaqueros—. Bien podría escribir sobre eso.

    Señaló más allá de Exeter, donde los últimos Edificios Altos de la ciudad estaban siendo desmantelados para aprovechar su material. Sólo iban por el tercio superior, puesto que su demolición era tan lenta y laboriosa como la construcción de una catedral medieval. Los postreros rayos del sol destellaron furiosos de un gigantesco panel de cristal que habían arrancado unos trabajadores que parecían hormigas.

    Un miliciano a caballo pasó a su lado, y pudo escuchar el crujir de las bridas de cuero. Los proletarios le abrían paso, apartando los rostros.

    —Bueno, si de verdad quiere que discutamos las últimas noticias, podríamos hablar de los dos misiles Ethan Alien que desaparecieron de Cambridge la semana pasada. ¿Es factible suponer que fueron robados por insurgentes de la Deriva?

    El hombre, mirando hacia un lado y visiblemente incómodo, se reclinó en su silla. Su barriga hizo que se le abriera la chaqueta, mostrando una porción de carne rubicunda por entre dos botones.

    —La Milicia del Pueblo no ha echado en falta ningún tipo de armamento.

    Patrick unió la punta de los dedos. Desde el muelle soplaba una agradable brisa y, por encima de los techos, veía los mástiles de los barcos anclados en el puerto, cada uno —sin importar su procedencia— equipado con una antena para recoger datos meteorológicos de los pocos satélites marinos que aún quedaban. Se preguntó qué sería de la industria naviera cuando éstos recorrieran la última órbita y ya no existieran más.

    —Los Ethan Alien son de carga nuclear, ¿verdad?

    El hombre suspiró.

    —Le repito, no se ha producido ningún robo. Si se hubiera robado alguna batería de misiles...
    — ¿Baterías? —inquirió Patrick con interés— ¿Cuántos cohetes componen una batería?

    El oficial de información adelantó el torso —Patrick hizo a un lado su copa de vino— y dio unos golpecitos significativos al periódico.

    —Tal vez podría presentar un artículo para la prensa local.

    Un tercio de la primera plana del Globe lo ocupaba la historia de una bailarina exótica de uno de los cabarets de la ciudad, donde mostraba su vientre desnudo. Aparecía una foto borrosa de su rostro. No cabía duda de que el resto lo habían sacado de los boletines gubernamentales de prensa. En el Atlanta Federalist, a este tipo de periódicos los llamaban papel higiénico.

    —Dejemos el tema, ¿de acuerdo? —comentó Patrick, irritado.

    El cielo comenzaba a oscurecerse y las multitudes a dispersarse. Un camarero se llevó las dos mesas que había al lado de la de ellos.

    —Pronto entrará en vigor el toque de queda —anunció el oficial de información. Y, cuando Patrick no respondió, añadió—: Para usted es muy fácil quedarse sentado..., sus documentos le protegerán. Sin embargo, yo pertenezco al servicio civil. La Milicia ni siquiera se tomará la molestia de mirar mis documentos.

    Patrick sonrió de forma desagradable.

    —Creo que, entonces, será mejor que se vaya rápido a casa, ¿no cree?

    Con voz suave, el hombre dijo:

    —Bueno, quizá sea mejor que me quede.
    —Por favor —indicó Patrick—, no se moleste en fingir que no es un espía de la policía. Me resulta doloroso ver cómo lo intenta.

    Removió el sedimento de su vino con un dedo y abandonó toda esperanza de realizar el contacto aquella noche.

    —Discúlpenme, caballeros.

    Alguien arrojó un puñado de papeles sobre la mesa. Patrick, sorprendido, bajó la vista. Un hombre mayor y bien vestido —era un enano, con una cabeza enorme y ojos astutos— estaba delante de ellos, con una amplia sonrisa en su rostro.

    —Échenles una ojeada —les urgió.

    Patrick leyó los títulos. Uno era «La distribución de los isótopos radiactivos en el sistema de agua potable». Otro, «La reproducción de la pulga de arena en un entorno hostil». «Patrones de las migraciones humanas en la Deriva». — ¡Lárguese! —El oficial de información alzó un brazo, como si fuera a abofetear al anciano. Tal vez creía que el enanismo le daba una mala imagen al Ministerio de Salud del Pueblo.

    —Este hombre es mi invitado —dijo Patrick con firmeza.

    Le ofreció una silla, y el viejo se subió a ella.

    —Me llamo Robert Esterhaszy —se presentó el enano—. Acabo de enviar copias de estos artículos al New England Journal of Radioencology. Cobran un ojo de la cara por publicar algo; pero no están subvencionados por el gobierno, así que vale la pena pagar una tasa extra por la credibilidad. Mire esto.

    Separó una hoja de papel del montón y se la pasó a Patrick. Decía: «Soy su contacto. ¿Puede deshacerse de este imbécil?»,

    Patrick alzó la vista y se encogió de hombros de una forma casi imperceptible. Esterhaszy asintió para sí mismo y sacó una cartera de su bolsillo. Extrajo tres billetes de color naranja y los puso uno al lado del otro, frente al oficial de información.

    —Vaya a dar una vuelta —comentó.

    Sin la menor vacilación, el hombre cogió el dinero y se marchó,

    —Jesús —exclamó Patrick.

    Esterhaszy sonrió.

    —Pensó que conocía la corrupción, ¿verdad, muchacho? Vamos, pague y marchémonos. Nos espera un vehículo.

    Mientras se ponían de pie, Patrick dobló su ejemplar del Globe de modo que sólo se leyera la cabecera. alto el fuego en la deriva, decían los titulares. Y más abajo: Este mes se firmará la tregua.

    — ¿Ha leído esto? —le preguntó.

    Esterhaszy apenas lo miró.

    —No crea todo lo que lea en los periódicos.


    Si uno se fijaba sólo en su aspecto, el carruaje bien podría haber sido construido en la época victoriana. Sin embargo, era nuevo, fabricado en la factoría que tenía la Greenstate en Albany; la suspensión, los ejes y las ruedas eran producto de la tecnología de finales del siglo xx. Un automóvil habría sido más barato, pero los motores de combustión interna estaban prohibidos en la zona urbana; era parte del programa gubernamental para limitar el consumo de combustibles de carbón a fin de ayudar al esfuerzo de la reindustrialización.

    Después de mirar por la cortina hacia las calles oscuras, Patrick preguntó:

    — ¿Qué poder tiene su revolución aquí, en la capital?

    Esterhaszy encendió un cigarro de marihuana.

    —No sé lo que le han contado, muchacho —replicó—; sin embargo, dentro de la Greenstate no existe ninguna revolución. Sólo se trata de los deriveños que intentan echar a los explotadores. Nosotros no tenemos ningún programa para los ciudadanos insatisfechos de la Alianza. Que ellos inicien su propia guerra.
    —Me parece justo —aceptó Patrick—. Dígame, desde su propio punto de vista..., ¿a qué se debe toda esta revolución?
    —Al carbón.

    Cuando el hombre no prosiguió su explicación, Patrick indicó:

    — ¿Podría extenderse un poco?
    —Claro. Lo único que posee la Deriva y que todos los demás desean son las minas de carbón en Honkeytonk. La última veta de antracita que queda en Norteamérica. En la actualidad, la explota la Corporación de la Deriva a beneficio conjunto de los Estados Unidos y la Alianza Greenstate. Extraen el carbón, lo trituran, y envían la mitad del combustible al norte y la otra mitad al sur. Lo que nosotros, la gente de la Deriva, deseamos es una parte de los beneficios.

    El carruaje se había llenado de humo. Discretamente, Patrick abrió un poco su ventanilla para que entrara aire fresco.

    —Es una declaración bastante pragmática de su propia causa, señor Esterhaszy.
    —Soy viejo —explicó Esterhaszy—. Es demasiado tarde para que me engañe a mí mismo. Obviamente, nosotros creemos que disponemos de una justificación. Pero si quiere oír toda esa jerga revolucionaria, tendrá que hablar con los jóvenes. —Rio entre dientes.
    — ¿Qué puede decirme sobre esta tregua? ¿Será real? ¿Se firmará?

    Esterhaszy se puso serio.

    —Oh, bueno, es verdad que existen negociaciones entre la Corporación de la Deriva y nosotros. De hecho, son el motivo principal de que nos encontramos en Boston: vamos a hablar con unos intermediarios. Sería agradable si lo pudiéramos solucionar con palabras. Aunque me temo que no será así, que habrá mucho derramamiento de sangre antes de que podamos llegar a un acuerdo.

    En su interior —y de forma egoísta— Patrick se sintió aliviado. Le había dedicado mucho tiempo a este dulce, y no deseaba que la guerra se acabara antes de que él llegara al frente. La única forma en que un corresponsal podía labrarse un nombre era informando desde el campo de batalla. Esta pequeña revolución le daría un buen empujón a su carrera.

    —Sin embargo —señaló Esterhaszy con cierta tristeza—, al menos vamos a hablar. Siempre queda la esperanza.

    El carruaje se detuvo. A través de su ventana, Patrick sólo vio una pared de ladrillos.

    Entonces se abrió la portezuela y entró una mujer. Era alta e iba vestida con un traje de noche de color rojo. Tenía el pelo largo y lacio, blanco como una llama albina. Besó al enano en la mejilla y luego le ofreció la mano a Patrick.

    —Victoria Paine —se presentó—. Soy el mascarón de proa de esta revolución.

    Patrick se sintió mareado. Vio brillar estrellas en el cabello de Victoria. Tardíamente, se dio cuenta de que había inhalado bastante humo del cigarro de Esterhaszy. Titubeó y, de inmediato, dijo:

    —Es usted una mujer muy hermosa, señorita Paine.

    Ella echó la cabeza hacia atrás y se rio, dejando al descubierto un largo cuello blanco y un collar compuesto de pequeñas figuras de plata con extrañas formas.

    —No, no lo soy. Es mi altura y mi cabello lo que le inducen a creerlo. Si me observara de cerca, vería que, en realidad, soy bastante corriente.

    El carruaje se adentró con una sacudida en la noche. Mientras hablaba, Patrick estudió atentamente a la revolucionaria. Era dolorosamente joven, quizá contara diecinueve años, y sus ojos brillaban con un color verde profundo. Tenía una pequeña marca triangular que abarcaba su nariz y su boca —las líneas abrasivas de su mascarilla de nucleoporo— pero, aparte eso, su piel aparecía limpia. Y, sí, tenía razón; si uno ignoraba la vida que refulgía a través de su rostro como una llama pura y clara, no era hermosa.

    —Si pudiéramos hacer que nuestra gente moviera el culo, conseguiríamos echar a la Corporación para la primavera —estaba diciendo Victoria. Hablaba a toda velocidad, con urgencia, como si no dispusiera del tiempo necesario para acabar su siguiente frase si se distraía—. Pero, cuando uno tiene una esperanza de vida media de..., ¿cuál es, tío Bob?
    —Veintidós coma tres años.
    —Sí, es difícil convencer a los deriveños para que entreguen una parte de su vida..., puesto que es tan breve. Sin embargo, también son tan emotivos, tan inconstantes. Si pudiéramos encontrar el punto de unión, conseguiríamos que se alzaran y lucharan. A veces, creo que necesitamos un mártir, como... —Vaciló.
    — ¿Horst Wessel? —sugirió Patrick.
    —Nathan Hale —replicó ella con frialdad.
    — ¿Qué me dice de esas dos baterías de misiles Ethan Alien que robaron en Cambridge? ¿Qué planean hacer con ellas?

    Victoria sonrió con una mueca y dijo:

    —Lo hizo el hijo de Fitzgibbon. Pregúnteselo a él cuando lo conozca.
    —Una pregunta más —repuso Patrick—, Tengo entendido que su madre fue algo así como una figura legendaria en su época..., una especie de curadora mística; depende de las historias. ¿Su recuerdo ha influido en usted? ¿Fue un factor decisivo para que usted se involucrara en esta revolución?
    — ¿Por qué no se lo pregunta usted? Está sentada a su lado.

    A Patrick se le erizó el vello del cuello. Sintió una presencia muy fuerte acumularse a su lado, la certeza de que había alguien junto a él. Volvió la cabeza, y se encontró mirando a los fríos, fríos ojos de una mujer de cara pálida, con los hombros cubiertos por un chal. En su frente se veía una mancha oscura.

    Luego todo volvió a la normalidad, y la mujer desapareció. El chal resultó ser la cortina de la ventanilla, descorrida para poder ver la calle. El reflejo de su propia cara pálida le miraba desde el oscuro cristal. Y el tatuaje de la frente resultó ser la mancha de un dedo en la ventanilla. Patrick cerró la cortina, sintiendo un breve e involuntario escalofrío de horror.

    — ¡Le pillé! —cantó Victoria.

    Durante un fugaz instante dio muestras de la edad que tenía; era joven, dolorosamente joven.


    Sin embargo, y a pesar de su risa, mantenía los ojos muy serios. Observaba a Patrick, analizándolo, como si algo muy significativo acabara de suceder.

    Se vieron detenidos dos veces por la Milicia: una cuando cruzaron el istmo que solía ser Black Bay, antes de que las aguas de la bahía reclamaran sus tierras; y otra cuando llegaron a su destino. La primera vez pudieron continuar después de que e] conductor musitara unas pocas palabras. La segunda, Esterhaszy entregó un sobre blanco con un sello de cera de color rojo.

    —Es como en las Mil y Una Noches, ¿verdad? —rio entre dientes, cuando les hicieron señas de que continuaran—. Como algo salido de El Conde de Montecristo.
    —Un servicio de seguridad bastante deficiente —observó Victoria.

    Un automóvil se situó detrás de ellos y, con impaciencia, se metió en la hierba de un lado para pasarles. Al final del camino de grava, iban uno al lado del otro.

    Se podía escuchar la música de un cuarteto de cuerdas mezclada con la charla de una fiesta. Patrick admiró los altos robles oscuros, las ventanas iluminadas con una luz naranja de la mansión. —Luz eléctrica —comentó—. Debemos encontrarnos fuera de los límites de la ciudad, ¿no? —Luego añadió—: Díganme, ¿dónde nos encontramos exactamente, y por qué estamos aquí?

    Frunciendo el ceño, Esterhaszy replicó:

    —Hemos venido aquí para reunimos con unas personas muy influyentes que asistirán a la fiesta. Sin embargo, usted se encuentra aquí porque, después de la reunión, nos marcharemos de inmediato hacia la Deriva. No creo que se sienta demasiado incómodo esperándonos en el carruaje durante unas horas.

    Patrick alzó la vista hasta el portaequipajes. Sus maletas se hallaban detrás del conductor, que les daba la espalda.

    —Escuche, ¿no podría hacer que yo también entrara? —Entonces, al ver sus expresiones—. Estrictamente off the record.
    —Bueno... —empezó Esterhaszy—. Lo intentaremos. No obstante, lo que más podemos esperar es meterlo en la cocina.


    De pie a un lado de la puerta de la cocina, medio arrinconado por una mesa de servicio, Patrick era capaz de no entorpecer el movimiento de los camareros y a la vez observar por un largo pasillo que daba a la fiesta. Desde esa distancia, la gente parecía rica e incluso encantadora; pero él sabía, después de haber asistido por razones de trabajo a varias fiestas sociales en Atlanta, que no se perdía gran cosa. Más o menos la mitad de los invitados vestían ropas vaqueras; sin embargo, sus trajes eran nuevos e impecables..., se trataba más de una afectación que de una declaración política.

    Había un hombre en el mismo pasillo, inmóvil y contemplando en silencio la escena. Pasado un tiempo, Patrick cogió una copa de vino de una bandeja y se la llevó.

    —Tenga —le ofreció—. Debe ser bastante duro tratar de cuidar de semejante multitud.

    El hombre se volvió despacio, analizó a Patrick con ojos fijos y, por fin, aceptó la copa y repuso:

    —Gracias. —Bebió con delicadeza y después frunció la boca, pensativo, sin dejar de mirar la fiesta—. República de California —comentó—. Muy buen vino.

    Patrick siguió la mirada del hombre hasta una figura vestida de rojo. Su cabello sobresalía como si fuera una antorcha.

    —Vaya mujer — exclamó superficialmente.
    — ¿Esa zorra? —El guardia habló con convicción—. Podría matarla desde aquí, ¿sabe? Así. —Chasqueó los dedos.
    — ¿Y por qué querría hacerlo?

    El guardia volvió a mirarle.

    —Si no sabe quién es, debe ser usted la única persona que lo desconoce. —Le devolvió la copa—. Tenga. No puedo beber mientras estoy de servicio.

    Patrick se bebió la media copa que quedaba. Comenzó a sonar el cuarteto de cuerda, y la mitad de los asistentes se pusieron a bailar, algo lento, antiguo y majestuoso. Una gavota, una contra o algo parecido.

    —Usted parece ser la única persona molesta aquí —comentó.
    —Creo en la revolución —repuso el hombre—. Pero también obedezco a sus líderes. Si me dicen que vigile, no importa que la gente a la que tenga que proteger sean idiotas o traidores.
    —Sus líderes no parecen compartir su lealtad. El guardia ni siquiera le miró.
    —Un sureño no podría comprenderlo. Sin embargo, setenta años después de producirse la Fusión que creó la Deriva, todavía había reactores nucleares activos en Nueva Inglaterra. Apuesto a que no enseñan eso en la escuela. Y los cabrones fueron diseñados para durar sólo treinta años. Pero se los mantuvo en funcionamiento por los oligarcas capitalistas y los perros que les sirven en el gobierno. Hizo falta una revolución socialista para cerrarlos. Estamos aquí debido a la revolución. Recuérdelo.
    —Oh..., de acuerdo.

    Patrick vio que Esterhaszy venía en su dirección, y volvió a retroceder hasta la cocina que había al final de pasillo. Una vez allí, se agachó para que el enano le pudiera hablar al oído.

    —Es hora de que nos vayamos —comentó Esterhaszy—. Ya hemos concluido lo que nos trajo hasta aquí.

    Patrick titubeó.

    —Pensé que Victoria vendría con nosotros.

    Esterhaszy miró con ojos centelleantes a la fiesta y al hombre alto y elegante que bailaba con Victoria. Ella mordisqueaba la oreja del hombre con unos clientes blancos y parejos; él echó la cabeza hacia atrás y se rio.

    —Es mayorcita para acostarse con quien le plazca. No es asunto mío si quiere joder con un cerdo.

    Cinco días después, Patrick y Esterhaszy llegaron a la Deriva. No hubo ningún problema en hacer transbordo de tren para la ciudad fronteriza de Nueva York, sita en el borde mismo de la mal definida zona de la Deriva. Pero, una vez llegaron a Kingston, tuvieron que esperar tres días en un viejo y destartalado hotel antes de establecer contacto con un contrabandista de armas. Mientras bebían una cerveza amarga de la localidad, Esterhaszy cerró un trato para viajar en el barco a combustión de alcohol del contrabandista. Habían partido aquella noche, y abandonaron la embarcación mientras aún reinaba la oscuridad.

    Caía la tarde. Patrick metió un dedo por el nucleoporo y se rascó. Costaba acostumbrarse a la mascarilla.

    — ¿Está seguro de que nos encontramos en el lugar correcto? —inquirió.

    Esterhaszy se sentaba a la sombra de lo que pudo haber sido un manzano; las frutas se pudrían en las ramas, marrones y goteantes, fueran lo que fuesen. Detrás de él, una enorme y semiderruida fábrica de ladrillo parecía extenderse de forma interminable. Delante de él se veían los hundidos restos de una carretera interestatal.

    —Por supuesto —afirmó—. Yo mismo saqué una vez algunas cosas de utilidad de este edificio..., la Empaquetadora Empire State. Mientras la persona que tenga que recogernos sepa cómo llegar hasta aquí, no hay problema.
    —Fantástico —musitó Patrick.

    Justo en ese momento se escuchó un silbido que provenía de más allá de la carretera; Esterhaszy se incorporó de inmediato y cogió su maletín Gladstone con las dos manos. Patrick sujetó la correa de su transceptor y se la pasó por un hombro.

    Un destartalado vehículo de cuatro ruedas subía por el centro de la agrietada carretera. Al volante iba un hombre alto y de piel oscura, con un llamativo sombrero en la cabeza. A medida que se les acercaba, el viento amenazó con hacerlo volar; entonces se lo quitó y lo puso en el asiento, revelando una cabeza totalmente calva. Se detuvo ante ellos.

    — ¡El viejo Esterhaszy! Ahí de pie, pareces la reencarnación de todos los tontos en una sola persona —se rio el hombre.
    —Y tú pareces un tonto con un sombrero sacado del Halloween —devolvió Esterhaszy.

    Patrick trató de no observar demasiado al conductor. El hombre no llevaba mascarilla; parecía obscenamente desprotegido. Patrick notó sus dientes picados, las encías de color rosa en el interior de la boca.

    —No necesito la mascarilla del hombre blanco —comentó el conductor, como si respondiera a la pregunta que había en la mente de Patrick—. Los espíritus me protegen de los buscahuesos, de la muerte de la médula, del caliente aguijón de la radiación del viento.
    —Ahórrate esa mierda vudú para alguien a quien puedas impresionar. Te presento a Patrick O'Brien. Patrick, éste es Obadiah. Es un conjurador..., una especie de artista timador cuas irreligioso.

    Obadiah se puso de pie dentro del coche y, lentamente, se convirtió en el ser humano más alto y delgado que jamás hubiera visto Patrick. Medía más de dos metros. Llevaba una vieja levita abierta que dejaba ver una serie de cadenas y amuletos sobre su desnudo pecho. Sus ojos claros y brillantes se clavaron en Patrick.

    —Yo seré tu salvación en tiempo de apuro, amigo Patrick —exclamó—. Seré tu Jesús negro. ¡Abriré tu alma y la llenaré con el impacto del reconocimiento!
    — ¡Cristo! —musitó Esterhaszy—. ¿Por qué demonios no nos largamos de aquí?

    El conjurador alzó una gran gorra de castor adornada con plumas y fragmentos de espejos y se la colocó con firmeza en la cabeza. Con un guiño alegre, repuso:

    —El viejo Esterhaszy no sabe apreciar el poder del habla vernácula.

    Cuando Obadiah puso en marcha el motor, todo olió a alcohol. Patrick apoyó su transceptor sobre las piernas y se internaron en los retorcidos yermos de la Deriva.

    Transcurrieron las horas. El vehículo se metía a poca velocidad por caminos que casi habían desaparecido de la faz de la tierra. Patrick se encontraba cansado y aburrido, y sudaba como un cerdo en el calor del mediodía.

    —La mayoría de los deriveños nacidos aquí son vegetarianos —decía Esterhaszy—. Para que lleguen a comer carne tienen que estar muriéndose literalmente de hambre. Eso se debe a que la mayor concentración de buscahuesos se encuentra en la cúspide de la cadena alimenticia, hasta...
    —Eh —interrumpió Patrick—. No quiero ofenderle, pero he estado escribiendo sobre la cadena alimenticia, sobre los radioisótopos, sobre la quelatina y sobre la deriva genética desde que llegué al norte y, para ser sincero, estoy hasta las narices de ello. Vine aquí para cubrir una revolución, no para seguir siendo el maldito redactor científico. ¿Cuándo podré cubrir algunas noticias en vivo?

    Obadiah había permanecido en silencio mientras escuchaba; al oír eso, echó la cabeza hacia atrás y se rio a carcajadas: fue una risa escalofriante y que se prolongó demasiado, irracional, terriblemente cercana a la locura.

    Esterhaszy se removió de mal humor en el asiento y dijo:

    —Ya conseguirá sus noticias. —A partir de entonces permaneció en un sombrío silencio.

    Ya habían llegado al pie de las colinas, y las ascendieron por un camino empinado y sinuoso. Obadiah conducía frenética y ansiosamente, lanzándose sobre baches y matorrales que crecían entre el pavimento quebrado.

    — ¿Dónde estamos? —inquirió Patrick.
    —Por allí se encuentra el pueblo donde se firmará el tratado —contestó Obadiah, con un gesto indiferente de la mano—. Estamos llegando a un claro. ¿Quieres detenerte y echar un vistazo?
    —Si él no quiere, yo sí —indicó Esterhaszy.

    Cuando llegaron al claro de la montaña, Esterhaszy alzó los binoculares y miró pendiente abajo durante un buen rato. Luego, se los pasó a Patrick.

    El pueblo estaba casi cubierto por una arboleda exuberante; al principio Patrick ni siquiera pudo localizarlo. Su visión fue de la arboleda al pueblo y de nuevo a la arboleda. Escuadrillas de trabajadores deriveños, con manchas blancas sobre sus narices y bocas, se afanaban por limpiar el pueblo bajo la supervisión de unos pocos Mimos armados de la Corporación. Talaban árboles y los amontonaban en el centro del pueblo para quemarlos.

    —Parece normal —comentó Esterhaszy—. Sin embargo, no se puede confiar en ese bastardo de Piotrowicz. No me extrañaría que estuviera maquinando alguna trampa. —Suspiró y, con un gesto, le indicó a Obadiah que volviera a poner en marcha el coche—. Bueno, Fitzgibbon es el encargado de la táctica. No hay nada que podamos hacer al respecto.
    —Creí que no se iba a firmar este tratado —comentó Patrick.

    Esterhaszy se volvió a encoger de hombros.

    —Demonios, no creo que nos haga ningún mal escuchar lo que tienen que ofrecer, ¿verdad?

    El camino se estrechó hasta convertirse en un túnel angosto a medida que los árboles unían sus copas y oscurecían el cielo. El vehículo dejaba profundos surcos en el lecho de hojas que cubrían el pavimento. En esta parte del camino Obadiah condujo despacio, con la cabeza inclinada a un lado, como si estuviera escuchando voces invisibles.

    Patrick, que le miraba a hurtadillas, vio que Obadiah llevaba un pequeño auricular en un oído, oculto por las plumas y la piel de la gorra. Durante un instante, se preguntó si era posible que el hombre hubiera descubierto un aparato para la sordera en buen estado en alguna casa abandonada; casi en el acto llegó a la conclusión de que formaba parte de su disfraz.

    Bruscamente, Obadiah frenó el coche y saltó de él de un salto. Con una risa demencial, se adentró entre los árboles y desapareció.

    — ¡Eh! —Esterhaszy se lo quedó mirando con incredulidad; luego, él también bajó del coche—. Espere aquí —le comunicó a Patrick—. Si sale, se perderá.

    Con movimientos peculiares, saltó un pequeño barranco que había al borde del camino y se apresuró a ir pendiente arriba en busca del conjurador fugitivo.

    Solo en el inmóvil y caliente aire del verano, Patrick cayó en un ligero sopor. Hasta ahora, su actuación como corresponsal de guerra no había sido estelar. Bueno, ya es hora de que madures, se dijo a sí mismo. El aburrimiento forma parte de la vida.

    En ese momento oyó un rugido distante, débil y casi subliminal en un principio, aunque aumentaba de forma creciente. Se aproximaban vehículos a motor.

    Patrick cogió su transceptor y saltó al camino. No tenía la menor idea de quién podía estar acercándose; sin embargo, cualquiera a quien encontrara en una carretera solitaria de la Deriva era una noticia en potencia.

    Los jeeps iban llenos de Mimos de la Corporación, con sus uniformes negros y sus boinas..., el contraste de las mascarillas blancas producía un efecto sorprendente. Un hombre mayor, vestido con ropas de civil, estaba de pie en el vehículo que abría la caravana y, con voz quejumbrosa, preguntó:

    — ¿Quién demonios es usted?

    Con un breve escalofrío eléctrico, Patrick reconoció al hombre por haberlo visto en viejas fotos de archivo. Se trataba de Keith Piotrowicz, jefe de la Corporación de la Deriva y, posiblemente, el hombre al que Patrick más deseaba entrevistar en el mundo.

    — ¡Señor Piotrowicz! —exclamó—. Soy Patrick Cruz O'Brien, del Atlanta Federalist.

    Avanzó con la mano extendida, en la mejor tradición del reportaje de guerra. Un encuentro como éste valía oro puro. Casi era demasiado bueno para ser verdad.


    Sonó un disparo —un crac apagado, como si alguien hubiera unido dos tablas de golpe—, y Piotrowicz se inclinó ligeramente hacia delante. Se llevó las manos al pecho y abrió mucho los ojos, perplejo. Cayó hacia atrás, al asiento trasero del vehículo. Los dos Mimos que iban en su coche lo sujetaron. Patrick permaneció petrificado por el impacto.

    En uno de los coches siguientes, un Mimo se recobró con rapidez y disparó su pistola. Una bala pasó silbando al lado de la oreja de Patrick, y el pelo del lado de su cabeza se erizó debido a la reacción del miedo. Oyó cómo la pistola se desactivaba. El punto rojo de un localizador láser tocó su manga y subió hasta su corazón.

    Aterrado, Patrick alzó las manos en señal de rendición, dio media vuelta e intentó salir corriendo. Se lanzó a un lado cuando sonó otro disparo, trastabilló en el borde del camino y, torpemente, cayó por el barranco.

    Rugieron otros tres disparos de rifle, y las balas rebotaron en la tierra encima de su cabeza. Dominado por un pánico ciego, Patrick trepó por el costado del barranco, intentando salir de ahí. La tierra húmeda y suelta cedió bajo sus manos e hizo que volviera a caer.

    Los Mimos no dejaban de avanzar mientras seguían disparando, acercándose hasta donde estaba. Patrick podía oír el ruido de sus pies al correr. Se debatió entre ramas caídas, hundiéndose cada vez más en el barranco.

    El transceptor había desaparecido; con las prisas lo había dejado caer. Una parte fría de su mente registró ese hecho y, con una calma demencial, se dijo que debía regresar y recuperarlo. Sin embargo, el cuerpo no se hallaba bajo su control consciente. Unas ramas azotaron su rostro y dejaron unas marcas rojas en sus facciones. Sus botas chapotearon en una charca de agua cenagosa que había bajo tierra.

    Mirando por encima del hombro, vio que un Mimo aparecía a la vista; su cabeza y su torso se alzaron por encima de las ramas, y se llevó el rifle al hombro. Patrick quedó congelado. El hombre se inmovilizó con la culata a medio subir, sufrió una sacudida repentina y cayó.

    Patrick miró boquiabierto al lugar que había ocupado el hombre. Entonces, su mente se centró en lo que sus oídos acababan de oír un instante antes..., el súbito clamor de gritos, órdenes y disparos.

    El ruido se duplicó cuando los Mimos devolvieron el fuego. Todo se convirtió en un caos de sonidos incomprensibles, explosiones y aullidos.

    — ¡Suba aquí! —le gritó una voz. Alzó la vista para ver a Esterhaszy ahí arriba, ofreciéndole una mano. La cogió; lo sacaron con tanta rapidez que casi salió volando por los aires—. ¡Pendiente arriba! ¡Vamos!

    Corrieron por entre los árboles. Las zancadas de Patrick eran más largas y tomó la vanguardia; pero, cada vez que se desviaba hacia un lado, Esterhaszy estaba allí para empujarle colina arriba.

    Patrick vio por encima del hombro destellos de sombras sobre la carretera, una masa de hombres y caballos y, entre ellos, una figura delgada y activa con un sorprendente cabello de color blanco que se agitaba como un estandarte. Los Mimos se habían reagrupado alrededor de sus vehículos e intentaban hacerlos girar por el estrecho camino.

    Patrick disminuyó el ritmo de su carrera, titubeó y, por primera vez, sintió la pérdida de su transceptor.

    —Debería estar cubriendo todo esto para mi periódico —murmuró con cierta inseguridad.

    Esterhaszy le dio un fuerte empujón en la espalda que lo envió trastabillando pendiente arriba.

    —No quiera ser un maldito héroe. Hay un bonito claro todo cubierto de hierba más adelante. Desde allí podrá contemplar el espectáculo.

    Llegaron a un claro y se arrojaron al suelo. Patrick le arrebató a Esterhaszy los binoculares, se incorporó y, con una rápida ojeada, examinó la tierra de abajo.

    —Maldita sea —exclamó.

    Los Mimos habían desaparecido. Tres jeeps se hallaban volcados en el camino, y un puñado de cadáveres manchaban la zona. Los caballos no paraban de moverse mientras la gente rebuscaba las pertenencias útiles de los cuerpos; por otro lado, se estaban introduciendo trozos de tela en llamas en los tanques de combustible de los vehículos. Luego, los atacantes dieron media vuelta y retrocedieron hacia la arboleda. La carretera quedó vacía.

    Patrick permaneció de pie, pálido y tembloroso debido a la reacción de la adrenalina. Sentía que algo importante acababa de ocurrir. Era algo más que un asesinato, se trataba de una declaración abierta de guerra. Y...

    —Lo estropeé todo —musitó, incrédulo—. Estaba ahí mismo, y salí corriendo.
    —Sin embargo, te llevó tu tiempo llegar hasta aquí —repuso una voz alegre.

    Patrick dio media vuelta y vio a Obadiah sentado con las piernas cruzadas sobre la hierba, en el otro extremo del claro. Tenía dos caballos y un pony amarrados a una rama desnuda.

    —He traído nuestro transporte —comentó Obadiah—. Alguien ya se ha encargado del vehículo.

    Perdido en su propio fracaso, Patrick no dijo una palabra. No obstante, Esterhaszy corrió hacia el conjurador y alzó un puño furioso.

    — ¡Maldita sea, me costó mucho arreglar ese tratado! —rugió—. Y esta pequeña escaramuza lo echa todo por la borda.

    Obadiah sonrió de forma complaciente.

    — ¿No es una pena? El primero de los jeeps ardió en una columna de llamas.


    Al anochecer llegaron al campamento de los guerrilleros. Estaba emplazado en un pueblo pequeño y abandonado, tan lleno de matorrales y hiedras mutadas que resultaba invisible hasta que entrabas en él. Los rebeldes habían encendido sus hogueras y levantado sus tiendas en el interior de los edificios sin techo. No paraban de moverse entre los fuegos, lo cual dificultaba establecer su número.

    Un rebelde vino corriendo para hacerse cargo de sus animales. Indicó con la cabeza un edificio. En una fachada sin ventanas se veía un rótulo apenas legible que ponía: tienda de discos.

    —Allí —dijo.

    La piel del hombre estaba llena de manchas de todos los tamaños de color rosa y marrón, como si fuera un edredón humano.

    Hacía tiempo que la primera planta del edificio se había derrumbado hasta el sótano; los rebeldes habían hecho una escalera improvisada con unas maderas sujetas por cuerdas para poder entrar. Patrick y Esterhaszy descendieron.

    En los extremos opuestos del sótano había dos tiendas de colores llamativos y, en el centro, ardía una fogata. Cuando bajaron, Victoria salió corriendo y fue a abrazar a Obadiah. Palmeó vigorosamente su espalda.

    — ¡Muy bien hecho, viejo tramposo! Esta vez sí que los espíritus nos acompañaron.

    Obadiah fingió una mueca.

    —Alguien actuó con demasiada prisa —repuso—. Casi perdemos a un periodista.

    Victoria lo pasó por alto con un encogimiento de hombros.

    —Lo importante es que no nos esperaban —dijo ella—. No sólo por la tregua..., no soñaban con un ataque a plena luz del día. Los cogimos con los pantalones bajados. —En ese momento se volvió a Patrick, como si acabara de darse cuenta de su presencia—. No se mueva.

    Se metió en una de las tiendas, y salió con el transceptor cogido de la correa; se lo arrojó a los pies.

    —Sin esto, usted no le sirve a nadie —indicó. Le dio un ligero golpecito en la espalda—. ¡Bienvenido a la guerra, muchacho!

    Esterhaszy, que había sido ignorado todo el tiempo, miró con ojos centelleantes la espalda de ella.


    Había salido la luna, y los rebeldes se agruparon en torno a los fuegos, hablando con voces exaltadas. Patrick recorría las hogueras con paso tranquilo, mientras todos alardeaban con el vecino de la hazaña del día, de cada Mimo muerto, de cómo los cuerpos se sacudían ante el impacto de las balas. Escuchaba en silencio y reconstruía los acontecimientos, eliminando las exageraciones. Y analizaba los rangos de la guerrilla.

    Tanto Esterhaszy como Obadiah ostentaban un cargo alto en este grupo, eso resultaba claro; quizá se debiera a su amistad con Victoria. Ellos, a su vez, se hallaban por debajo de Fitzgibbon, un hombre con barba y parecido a un oso, con un brazo inútil. Caminaba con una cierta cojera, y sus ojos eran amargos y llenos de odio. Sin embargo, de él emanaba una especie de poder bruto, animista, y las órdenes que rugía se obedecían en el acto.

    Patrick observó que Fitzgibbon superaba en rango incluso a Victoria. Ella, en presencia de él, no emitía órdenes. No obstante, él también tenía cuidado con las órdenes que daba delante de ella. Y los soldados rasos la trataban con una especie de respeto temeroso y especial.

    Entre los fuegos, Patrick vio que un hombre alzaba una taza al llagado cuello de un caballo. La sangre fluyó negra bajo la luz de la luna, y se detuvo cuando el hombre tocó otra vez el cuello del animal. La transición fue demasiado rápida para que el hombre hubiera podido detener la hemorragia. Seguro que le había implantado un catéter inerte al tejido del caballo.

    Patrick siguió al hombre a medida que éste descendía al sitio donde estaba emplazada la tienda de Victoria. Vio como el hombre le ofrecía la taza a Victoria con una rodilla en el suelo. Ella la aceptó con cortesía y se la llevó a los labios.

    Toda conversación se detuvo mientras Victoria bebía. Los ojos observaban con intensidad. Acabó el contenido de la taza de un trago largo, lo cual pareció satisfacer a los presentes; reanudaron de Inmediato las charlas.

    Cuando Victoria bajó la taza, tuvo un escalofrío y a dinas penas pudo suprimir una sonrisa. Su cabello llameaba bajo la luna.

    Solo en la oscuridad, Patrick contempló a la líder rebelde con una mezcla de horror y fascinación. Escuchó el crujido causado por unas pisadas y se volvió, para ver que Esterhaszy se había situado a su lado.

    —El síndrome del intestino corto —explicó Esterhaszy con voz suave. Victoria se hallaba en animada conversación con un guerrillero; no tenía nariz, y el color de su piel era amarillento—. Gracias a Dios, se trata de una deformación bastante rara. ¡Lo difícil que es mantener viva a una niña que lo padece! Y estos patanes supersticiosos quieren verlo como algo especial.

    Un aullido producido por una risa horrible partió la noche. Obadiah apareció en la puerta que había encima de la escalera. Bailó, agitando una pequeña radio en el aire, y gritó:

    — ¡He estado escuchando Radio Boston! ¡Piotrowicz ha sido hospitalizado!

    Surgieron gritos de júbilo que él acalló con un gesto.

    — ¡Hay más! La Corporación de la Deriva, en unión con los gobiernos americano y de la Alianza, han ofrecido una recompensa de quinientos dólares del Banco de Boston a quien atrape o aporte pruebas del paradero de un tal Patrick Cruz O'Brien, por complicidad en el intento de asesinato de Keith Piotrowicz. ¿Qué os parece?

    De nuevo se escucharon gritos de júbilo; sin embargo, esta vez teñidos de burla. Todos los rostros se volvieron para mirar a Patrick. Incluso la faz oscura de Fitzgibbon se frunció en una mueca sardónica. Victoria echó la cabeza hacia atrás y prorrumpió en una carcajada.

    Tan pronto como le fue posible, Patrick se alejó de las hogueras hacia las sombras más densas que reinaban en una tienda próxima a la pared. Pudo escuchar cómo se alzaban las risas y los festejos de un extremo a otro del campo a medida que la noticia pasaba de hoguera a hoguera.

    Esterhaszy apoyó una mano sobre su hombro.

    —Escuche —comentó, después de un momento de silencio—. Asegúrese de secar sus calcetines al fuego antes de irse a la cama.

    Patrick miró al hombre, sorprendido de que algo pudiera sorprenderle todavía. Esterhaszy parecía incómodo.

    —Se trata de un viejo truco de campamento, algo que usted debería saber. Se acostará sintiéndose mal y con frío si sus pies están mojados.


    Más tarde, cuando todos, menos los guardias, dormían ya, Patrick siguió despierto. Se acuclilló al lado de una hoguera, sintiéndose magullado y humillado, y arrojó un puñado de ramas a los rescoldos. Crujieron y prendieron en una repentina llamarada, para ser consumidos en el acto.

    Según el horario de Patrick, el polosat pasaría por esa zona aproximadamente una hora después de la medianoche. Y, sin importar lo que hubiera ocurrido, él todavía tenía que escribir un artículo. Pensó durante un minuto antes de componer el titular; luego lo escribió: desde mi escondite.

    Con los calcetines secándose al fuego, comenzó a redactar su historia.


    El desayuno de la mañana siguiente consistió en una pasta amarga ensartada en un palo y asada al carbón. Patrick terminaba de comerla cuando Victoria se le acercó. Tragó el último bocado, lo ayudó a pasar con el resto de la cerveza y se volvió a colocar la mascarilla sobre la boca.

    —Vamos —le comunicó ella—. Le llevaré a usted y al tío Bob a dar una vuelta.

    Los tres se alejaron en un vehículo motorizado de cuatro ruedas. En las afueras del campamento, pasaron al lado de un cementerio cubierto de matorrales. Un equipo de trabajo se hallaba cavando fosas, desenterrando ataúdes y vaciando su contenido en el suelo. Un soldado recogía anillos de boda, mientras otros arrancaban dientes de las mandíbulas, aplastándolos para extraer los empastes metálicos.

    Patrick contempló el collar de piezas plateadas que Victoria llevaba aún sobre su uniforme de batalla; no obstante, guardó silencio.

    —Vamos a recoger una entrega —explicó Victoria—. Algo que un buscador de la ciudad ha desenterrado para Fitzgibbon. —Se volvió hacia Patrick y le dijo—: Bueno, ¿no piensa hacerme una entrevista?
    —Oh, sí —replicó Patrick. Todavía se sentía un poco disperso por la falta de sueño—. He estado hablando con un montón de su gente, y ellos creen que usted posee una especie de poder sobrenatural. ¿Es cierto?
    — Ellos lo creen. Yo sólo me dedico a la política. Estoy de acuerdo con lo que la mayoría piensa de mí a cada momento.
    —Muy bien, pero cuando usted se encuentra entre gente que cree..., ¿qué es exactamente lo que ellos piensan que usted puede hacer?
    —Bueno —comenzó ella, a regañadientes—, creen que poseo un Destino. Y que, al desarrollar ese destino, de vez en cuando tengo destellos de clarividencia, un panorama breve de lo que acontecerá en el futuro..., ese tipo de cosas.
    — ¿Eso es todo?
    —No, también puedo ver la radiación. Una zona caliente se me aparece de forma brillante..., normalmente de un color rojo intenso o púrpura. Es bastante bonito. El aire que está caliente parece emitir destellos; supongo que lo que logro ver es el nivel bajo de ionización. Y, como un efecto secundario, poseo un sentido absoluto de la orientación. Se debe a que el emplazamiento de la Fusión es una presencia muy intensa en mi interior. Esté donde esté, incluso a cientos de kilómetros más allá del horizonte, puedo sentirlo. Ahora mismo, por ejemplo, se encuentra en aquella dirección. —Señaló hacia un lado.

    Patrick miró hacia donde ella señalaba, y anheló disponer de un compás y un buen mapa.

    — ¿Alguna vez se le han realizado pruebas? ¿En condiciones de laboratorio?
    —No —intervino Esterhaszy—. ¿Qué sentido tendría?
    —Y, lo que tal vez sea más importante, mi madre me aconseja,... —Victoria se detuvo unos instantes—. Ella me dice... lo que debo hacer; mis seguidores tienen esto muy en cuenta, ya que creen que, cuando ella vivía, fue una bruja muy poderosa.
    —A mí me parece como si usted también lo fuera —repuso Patrick.
    —No. Mi madre podía curar; yo no.


    —Nuestro destino se encuentra en el mismo corazón de la Bestia —comentó Esterhaszy cuando empezaba a anochecer—. Un pequeño lugar en las afueras de Honkeytonk, en el punto central de los emplazamientos que ha levantado la Corporación.

    El coche daba unos botes tremendos, y el estómago de Patrick estaba descompuesto.

    — ¿Falta mucho?
    —Casi hemos llegado..., mire, justo detrás de esos árboles.

    Su destino resultó ser una casa de estilo Victoriano y que se conservaba en un estado maravillosamente bueno, emplazada en un claro sobre el Susquehanna. Las tejas del techo eran de color verde, y los costados y chambranas estaban pintados de un rojo claro. Senderos poco cuidados subían y bajaban desde el río hacia el bosque.

    —Se puede decir que aquí hay un poblado —comentó Esterhaszy—, Hay cabañas pequeñas por doquier. Le sorprendería la cantidad de negocios que puede generar un prostíbulo.

    El camino se retorció por entre una pequeña arboleda, y la casa desapareció de vista. Una valla atravesaba el sendero a la altura de la cintura, lo que obligó a que Victoria pisara el freno para no chocar con ella.

    Un gigante salió del puesto de guardia que había oculto entre el follaje. Llevaba de forma casual una ametralladora en la mano, que parecía ridículamente pequeña y fuera de escala. Los miró con los ojos entrecerrados a través de unas gafas torcidas que le daban un aspecto de novato.

    —Hemos venido a ver a la Sirena —anunció Victoria.
    —Hace tiempo que no te veo, Sid —saludó Esterhaszy.

    Unas arrugas producidas por una sonrisa aparecieron alrededor de la mascarilla del gigante. Colocando el arma debajo del brazo, les hizo una serie de gestos rápidos, agitando las manos como las alas de un pájaro.

    Esterhaszy sonrió con melancolía.

    —Tal vez sí, tal vez sí. Escucha..., ¿hay alguien de la Corporación en la casa? —Las manos volaron y permanecieron en silencio—. Bueno, porque, si los hubiera, desearíamos retrasar nuestra visita, eso es todo.

    Sid les hizo otro gesto y retrocedió hasta los árboles para quitar el tronco. Pasaron por debajo y aparcaron delante de la casa.

    A ambos lados de la puerta principal había pintados signos de brujería..., para ahuyentar la radiación, le explicó Victoria. Tocó con su mano la parte central de uno y luego se la llevó a la frente. Esterhaszy hizo una mueca y musitó: —Hoy en día la gente cree en cualquier mierda supersticiosa. Patrick se acomodó el transceptor al hombro y equilibró su peso.

    —Creo que sería conveniente que fuera más tolerante con la superstición, si tenemos en cuenta el empleo que le da su movimiento.
    —Esas tonterías no detendrán a los buscahuesos que transporta cualquier brisa medianamente fuerte. Lo que tendrían que hacer sería cubrir toda la casa con un domo geodésico del mismo material que las mascarillas nucleoporo y añadirle una esclusa de aire. Entonces podrían descontaminar el interior, que sería tan seguro como Atlanta.
    — ¿Dónde conseguirían tanto filtro? —inquirió Victoria, divertida.

    En ese momento se abrió la puerta y apareció la madama. Cuando vio a Victoria, las pequeñas arrugas que aparecieron alrededor de los ojos debido a su sonrisa se esfumaron.

    —No queremos ningún problema —dijo. Tras ella se asomaron varias prostitutas, jovencitas huesudas de ojos alertas.

    Patrick se quedó asombrado por el enfermizo aspecto que tenían. Algunas debían estar gravemente enfermas.

    Victoria no repuso nada. Una de las putas alargó el brazo por el costado de la mujer gorda y tocó levemente la manga de la chaqueta de Victoria. A pesar de ello, ésta siguió sin reaccionar. —Queremos ver a Rebecca Schechtman —comunicó Esterhaszy. Habría hecho falta un ciego para no ver la expresión de alivio que apareció en el rostro de la mujer.

    —Se encuentra detrás de la casa, en el atracadero —restalló, y cerró la puerta de golpe en sus caras.

    Siguieron un sucio sendero que rodeaba el edificio y bajaba hasta una pequeña casa flotante amarrada a un atracadero fluvial. Una amplia rampa de madera unía la casa con el muelle y, en el extremo más alejado, tomando el sol, estaba sentada una mujer en una silla de ruedas. Cuando la saludaron, se cubrió rápidamente las piernas con una manta. Sin embargo, Patrick las había podido ver bien. Estaban pegadas entre sí y deformadas, sin pies separados.

    —Sirenomelosis —se apresuró a explicar Esterhaszy—, Un defecto de nacimiento. No obstante, puede nadar como un pez. —Se dirigió corriendo, adelantándose a ellos, a saludarla, saltando sobre la plataforma y depositando una afectuosa mano sobre su hombro.
    —El Susquehanna no es sitio para ti, Becky —comentó—. ¿Cuándo vas a buscar un río más limpio?

    La sirena se encogió de hombros.

    —Me viene bien para mi trabajo —repuso. Luego pasó un brazo alrededor de la cintura de Esterhaszy y la apretó cálidamente—. Me alegro de verte, vieja cabra.

    Los llevó hasta un almacén al lado de la cocina del prostíbulo. En su interior había cuidadosamente alineados sobre el suelo unos veinte trajes metálicos. Eran trajes de astronauta, pensó Patrick; durante un breve y mareante instante, se maravilló por su antigüedad y por su imposible supervivencia.

    Entonces —Patrick, al reconocer unas pequeñas diferencias, fue consciente de su error— Esterhaszy dijo:

    — ¿Dónde has podido encontrar siete trajes de protección radiactiva?

    Después de todo, ni siquiera eran para el espacio exterior, sino meros trajes de faena, laminados con plomo para proteger a los hombres que trabajaban con emisores de rayos beta y gamma.

    Victoria tocó el primero casi con reverencia y tembló. Luego, Esterhaszy extrajo un medidor de energía y comenzó a pasarlo por encima del traje, sin descuidar ningún centímetro cuadrado.

    — ¿Cuánto cuestan? —preguntó Victoria. Se quitó el collar de piezas de plata, desenroscando con cuidado todas sus vueltas.

    Mientras se desarrollaban las negociaciones, Patrick se acercó a la puerta de la cocina y espió su interior. Un puñado de busconas se servían la cena de una olla. Miró a una de ellas, una rubia de aspecto débil y anémico, con una figura casi de muchacho y el pelo rapado. Había algo extraño en ella, aunque no supo reconocer qué era.

    La puta alzó la vista y, al verle en la puerta, sonrió. Con un veloz movimiento se abrió la bata, mostrando unos pechos pequeños y dulces y un par de diminutos genitales que colgaban de sus partes femeninas.

    Patrick se sonrojó y apartó los ojos. Las mujeres se rieron escandalosamente.

    En ese momento aparecieron los otros dos, que venían del almacén.

    —Escuche —comentó Victoria—, Si desea joder, hágalo, Pero después duerma un poco. He alquilado unas habitaciones para nosotros en la planta alta..., la compañía que desee habrá de pagársela usted. Nos marchamos en cuanto amanezca.
    — ¿Quiere que le dé los precios de los servicios? —le ofreció Esterhaszy.

    Patrick miró a las putas. Estaba bastante salido, Dios lo sabía. Pero se habían reído de él, y dudaba de que pudiera olvidarlo. Además, también Victoria estaba escuchando.

    —No, gracias. Tengo que trabajar en mi artículo.


    Al anochecer, los trabajadores de la Corporación de la Deriva que venían de las cercanas granjas de alcohol llenaron el salón. La mayoría se gastaría el salario de una semana en media hora demasiado rápida. Deambulaban por el lugar antes de empezar a gastar, haciendo que su dinero les durara lo más posible. Las risas y la música del piano llegaron hasta la habitación de Patrick.

    Patrick se cubrió la cabeza con la almohada y cerró los ojos con fuerza. Oyó pasos apresurados a lo largo del pasillo y una puerta se cerró con fuerza. Oyó el crujir de una cama en la habitación de al lado. Patrick intentó ignorarlo. Pasados unos minutos, los ruidos cesaron y la puerta volvió a abrirse. Comenzaron a crujir las camas de otras habitaciones. En medio de todo ello también se escuchaban sonidos humanos.

    Tuvo que masturbarse tres veces antes de poder dormir.


    Una mano tocó el hombro de Patrick, y se despertó con un sobresalto. Victoria estaba inclinada sobre él. Le puso un dedo sobre los labios y murmuró:

    —Tenemos que marcharnos. La Corporación nos persigue.

    Patrick se vistió a toda velocidad debajo de las mantas.

    — ¿Cómo lo sabe? —preguntó.
    —Simplemente, lo sé —susurró ella con un deje de urgencia.

    Le condujo hasta el pasillo y bajaron por las escaleras de atrás. Desde el patio, Patrick pudo vislumbrar el salón, donde las busconas se entremezclaban con sus clientes. Las mujeres llevaban unas marcas de maquillaje brillante en medio de la frente y, como algunos de sus clientes, no usaban mascarillas.

    Una vez llegaron al vehículo, vieron que Esterhaszy se afanaba por cargar los trajes de protección radiactiva recién adquiridos. Cuando Victoria y Patrick se acercaron, gruñó:

    —No sé por qué me molesto por uno de tus sueños.
    —Mira —comentó Victoria con exasperación—, ¿me he equivocado alguna vez? ¿Me he equivocado alguna vez?
    —Pero, ¿cómo pudieron saberlo? —preguntó Esterhaszy—. Mamá Rosa lleva bien su negocio. Puede que no simpatice con nosotros; sin embargo, ella nunca... ¡Eh! —Miró a Patrick—. ¿Qué escribiste en la historia que archivaste ayer por la noche? No se te habrá ocurrido transmitir que visitamos una casa de placer, ¿verdad?
    —Bueno, supuse...
    — ¡Jesús! ¿Cuántos prostíbulos crees que hay en esta zona? ¿Cómo...?
    —Olvídalo —cortó Victoria—. ¿No podemos pasar sigilosamente entre ellos?

    Esterhaszy levantó las manos al cielo.

    —Ni siquiera sabes si vienen hacia aquí.
    —Mira allí —indicó Victoria. Lejos, en la oscuridad, se veía una pálida y pequeña luz, casi invisible. Avanzaba y, pasado un momento, desapareció—. El idiota esperó una fracción de segundo demasiado larga para apagarla.

    Se escuchó el leve vibrar de vehículos distantes aproximándose.

    —Veo que me equivoqué —aceptó Esterhaszy. El cuatro por cuatro ya había sido cargado. Victoria entró de un salto y le pasó un rifle a Patrick.
    —Sólo hay un camino —dijo—. Si avanzamos con la velocidad suficiente, puede que logremos pasar entre ellos.

    Notó un tono de júbilo en su voz; Patrick se dio cuenta de que disfrutaba con la situación, que en realidad esperaba con alegría el momento de la confrontación, con una especie de ansia de sangre que iba más allá de su comprensión.

    Patrick le devolvió el rifle.

    —Yo no puedo usar esta cosa. Soy neutral.
    — ¡Entonces muera! —Victoria se echó a reír.

    Les llegó el sonido apagado del piano desde la casa. Varias voces se unieron para cantar Submarino Amarillo. Ella le alcanzó el rifle a Esterhaszy, que, con movimientos expertos, sacó el cargador, lo comprobó y volvió a colocarlo en su sitio.

    —Tiene que haber otro camino para escapar —sugirió Patrick,
    —Ninguno — Victoria puso en marcha el motor.

    Pensando con tanta rapidez como nunca lo había hecho en su vida, Patrick dijo:

    —Espere.

    Existía otra posibilidad.


    De algún modo, el cuatro por cuatro se metió en el lecho cenagoso y en el atracadero sin volcar. Se hallaban descargando los trajes en la casa flotante cuando apareció Schechtman con su silla de ruedas para ver lo que hacían. Salió de la cabina lívida de furia.

    —No nos des ningún sermón —repuso Victoria con tono amistoso. Con suavidad, puso el cañón de su rifle en los labios de Rebecca. La sirena se calló.
    —Todo listo. Esterhaszy soltó las amarras que sujetaban la casa. Patrick cogió un palo y ayudó a apartar la casa del atracadero.

    Lenta y silenciosamente, se separaron del pequeño, muelle. La corriente del río chocaba con suavidad contra el casco, empujándolos río abajo. De nuevo se apoyaron contra los palos y empujaron. Con una lentitud agónica, la casa flotante se adentró en aguas más profundas.

    Hubo movimientos entre los oscuros árboles en la orilla. Al principio, Patrick pensó que era un truco que le jugaban sus ojos. Pero, no..., allí, por encima de la casa..., no cabía duda de que era otro vehículo con tracción a las cuatro ruedas. Y que el enjambre de enanos que avanzaba a lo largo de la orilla... eran Mimos.

    Victoria, en el momento en que se soltaron, se había metido en el interior de la casa. En ese momento volvió a salir con algo parecido a una mochila a la que iba unida un trozo de manguera de jardín. Se trataba de una pistola láser Lakes Federation con una fuente de energía portátil conectada a un cable de fibra óptica. Una verdadera antigualla.

    Una figura oscura se detuvo en la orilla cuando vio el bote en el agua. El soldado se llevó el rifle al hombro y tomó puntería.

    Soltando la unidad portátil y cogiendo la pistola al mismo tiempo, Victoria tomó puntería y disparó. Una aguja de luz de color rubí, tan breve que casi no dejó rastro de su existencia, atravesó el corazón del hombre. En silencio, cayó al suelo.

    —Era un explorador —comentó Esterhaszy—. Creo que nadie más está al corriente de nuestra huida.

    Patrick abrió la boca para hablar, pero no dijo nada. La casa flotante siguió deslizándose río abajo, y el prostíbulo se hizo cada vez más pequeño.

    —He quemado el cable —dijo Victoria, irritada. Movió la unidad de energía con el pie—. Es una suerte que sigamos con vida.

    Rebecca Schechtman miraba con una expresión de curiosidad en el rostro.

    — ¿Cómo sabías dónde la tenía escondida? —le preguntó—. Nadie lo sabía.
    — ¿Cómo supe que te estabas marcando un farol cuando dijiste que no aceptarías mi oferta definitiva por los trajes? —replicó Victoria. De un empujón, lanzó el aparato al río. Cayó y desapareció en las profundidades con un ruidoso chapoteo.


    En la casa flotante había dos habitaciones. Victoria se adjudicó la más grande, envió a la sirena a la otra, y le ordenó a Esterhaszy que montara guardia en el puente. Luego llevó a Patrick al interior de su cuarto.

    La cabina se hallaba iluminada difusamente por una lámpara de alcohol. En el exterior, el Susquehanna se reía y murmuraba a medida que los arrastraba corriente abajo.

    — ¿Conoces cuál es el primer principio del liderazgo? —preguntó Victoria—. No jodas con los soldados. Arruina la disciplina. —Se detuvo.

    Patrick, de forma automática, se había dedicado a transcribir sus palabras, poniendo algunos eufemismos que resultaran aceptables para los lectores del Federalist. Sin embargo, cuando ella se interrumpió, alzó los ojos con una repentina curiosidad.

    Victoria se llevó la mano al primer botón de su camisa y lo desabrochó. De forma ausente, jugueteó con el siguiente y también se soltó.

    —Puede llegar a convertirse en un serio problema —continuó—. Porque, después del combate, te quedas realmente traspuesto, lleno de una enorme energía nerviosa, y el sexo es una forma excelente de descargarla.


    El modo en que Victoria hizo el amor fue casi violento, y le dejó marcas en todo el cuerpo. Si Patrick se hubiera encontrado menos excitado que ella, le habría resultado imposible disfrutarlo. Sin embargo, con todo el deseo almacenado que tenía, unido a los nervios de la semana pasada, se descubrió respondiendo igual que ella, con una energía y una intensidad que resultaban aterradoras. Perdido en la sensación de la carne pegada a la carne, no supo dónde terminaba su cuerpo y empezaba el de ella.

    Cuando acabaron, ella le apretó con fuerza y lloró sobre su hombro. No obstante, cuando él le preguntó por qué lloraba, ella se limitó a cerrar los ojos y sacudir la cabeza. Pudo sentir el miedo en su interior, aunque no logró descifrarlo.


    Por la mañana, Patrick se despertó antes que Victoria. Se vistió en silencio y subió al puente. Caminó despacio, tratando de relajar la tensión de sus piernas, y descubrió que el barco estaba encallado en un recodo de playa del río. Esterhaszy estaba inclinado sobre la barandilla y miraba el río. Patrick se unió a él, y vio que Schechtman nadaba jubilosa en las amarronadas aguas.

    Con un destello de pechos blancos, rompió la superficie y, con un movimiento del brazo, los salpicó a los dos. Riendo, retrocedió con unas brazadas.

    — ¡Jesús! —exclamó Esterhaszy, admirativo—. ¡Volver a ser joven! Ahí tienes una experiencia que sería vital, ¿verdad?

    Patrick sólo sonrió. Tenía a su amante vampiro en la cabina; únicamente podía mirar a las sirenas con un frío distanciamiento.


    Al atardecer, Esterhaszy y Victoria salieron a explorar, y volvieron con un caballo y una carreta. Mientras Patrick les ayudaba a cargarla preguntó:

    — ¿Puedo saber dónde los habéis conseguido?
    —Su propietario nos los dio porque le gustó nuestro aspecto —centelleó Victoria—. ¿Alguna otra pregunta estúpida?

    Dejando a la sirena para que volviera sola, continuaron su viaje hasta el punto en que se encontrarían con Fitzgibbon. Ante la sorpresa de Patrick, rodearon Honkeytonk y se unieron a los rebeldes en un campamento oculto a poca distancia de las minas de carbón.

    —Nunca habríamos podido llevar a cabo esta operación si Piotrowicz estuviera aún al mando —comentó Fitzgibbon en una reunión que mantuvieron antes de iniciar el ataque—. Sin embargo, todos sus subordinados son delegados políticos..., todos unas mediocridades. Se sorprenderían incluso ante lo más obvio.

    Atacaron al final de la tarde, cuando se realizaba el cambio de guardia y los mineros salían agotados de la montaña. Patrick lo observó todo desde la ladera que había encima de Honkeytonk; los rebeldes cargaron desde ambos lados. Hubiera querido estar entre ellos, pero Fitzgibbon se negó a correr el riesgo de perderle. De hecho, el capitán rebelde ordenó que le vigilaran y que le mantuvieran alejado de la acción, incluso a la fuerza si era necesario.

    Lo que vio fue a un grupo de gente confusa que corría y gritaba. Algunos disparaban sus armas de fuego. No pudo apreciar ningún plan en los movimientos que veía.

    No parecía haber muchos Mimos de la Corporación en la lucha, lo cual confirmaba lo que Fitzgibbon había comentado, que la fuerza principal fue llevada para un ataque de represalia al lugar donde sus jefes creían que se encontraba el campamento rebelde. Honkeytonk quedó prácticamente desguarnecido.

    Fitzgibbon lo había explicado bien:

    —Saben que no podemos mantener ocupado Honkeytonk. Saben que no lo arrasaremos. Y también saben que no vale la pérdida de soldados que implicaría robar todo lo que pudiéramos cargar.
    —Entonces, ¿por qué va a lanzar el ataque? —preguntó Patrick.

    En aquel momento, la cara de Fitzgibbon se retorció en una mueca y su brazo tullido intentó apoyarse de forma espasmódica en su hombro.

    —Para que los bastardos paguen —susurró, con un tono de voz escalofriante—. ¡Para que sufran como yo! —Luego, dominándose—: No, eso fue off the record. Es por motivos psicológicos. Para mostrarles a los mineros que podemos hacerlo, que no carecemos de fuerza, y que no pensamos dañar a ninguno de ellos.

    Off the record, tus pelotas, pensó Patrick. Sonrió diplomáticamente.

    Los conquistadores avanzaron como si participaran en un desfile por el centro del pueblo. La gente que vivía allí salió a toda velocidad de los ruinosos edificios de ladrillos a contemplarlos y lanzar vítores de alegría. Todos llevaban mascarillas blancas, la mayoría compuestas por simples trozos de tela; sólo unas pocas eran de filtro nucleoporo.

    Una mujer envejecida besó las botas de Victoria cuando ésta desfilaba marcialmente; la líder rebelde ni siquiera bajó los ojos.

    Detrás de ellos, abriéndose paso a través de la exultante multitud —o la gente de la Corporación no era muy popular, o sus representantes decidieron con inteligencia quedarse en el interior de sus despachos—, Patrick vio con horror que la mayoría de los niños tenían malformaciones. Brazos y piernas tullidos, cráneos hiperdesarrollados, pies deformados, cataratas, quistes y bocas desdentadas. Los adultos no estaban tan marcados por las malformaciones de nacimiento, y la mayoría hablaban con acentos sureños, del medio oeste o de Filadelfia. Sin embargo, se hallaban asolados por la enfermedad, con cicatrices de la nueva variedad de sífilis, y algunos habían perdido dedos y manos enteras en accidentes en el interior de las minas.

    Éste era el primer vistazo que Patrick podía echar a la sociedad de la Deriva. Si se los comparaba, los rebeldes resultaban un grupo bastante sano; muy pocos de los habitantes de Honkeytonk podían alardear de esa condición.

    Encontró a Obadiah pintando signos de brujería contra la radiación en lo que había sido un banco de la Corporación de Mimos. Se detuvo para hablar con él.

    —Es mi trabajo — explicó el conjurador—. Esterhaszy establece una consulta médica para los adultos, y yo una cabaña de conjuros para los pequeños. Entre nosotros, controlamos la vida y la muerte. —Cuando Patrick le preguntó a qué se refería, le explicó—: Los padres me traen a sus recién nacidos para que yo dicte un juicio. Yo decido si las mutaciones serán funcionales o no, juzgo si el niño logrará sobrevivir. Si pasa la prueba, se lo devuelvo a sus padres.
    — ¿Y si no la pasa?

    Obadiah contempló sus grandes y nudosas manos.

    —Bueno, tío. No esperarás que los padres maten a sus propios hijos.

    Patrick se marchó en busca de Victoria. Estaba ocupada dirigiendo a su gente en diversas tareas; no obstante, se detuvo para pellizcarle y darle un beso. Cuando él comentó algo acerca de los niños, ella asintió.

    —Te parten el alma, ¿verdad? Pero piensa en sus padres. Imagina que supieras que tu hijo podría haber salido sano si sólo hubieras dispuesto del dinero suficiente para comprar una mascarilla nueva cuando la antigua se desgastó, para comprar purificadores de agua, verduras de los invernaderos... —Su voz se perdió—. Demonios, empiezo a sonar como el tío Bob.


    Cuando Patrick se mezcló de nuevo entre la gente, una chica albina de catorce años tiró de su brazo.

    —Eh, señor. ¿Usted está con los rebeldes?
    —No —replicó él—. Bueno, sí. Más o menos. ¿Por qué lo preguntas?
    —Quiero... —Se atragantó y le dio un ataque de tos. Finalmente, escupió un montón de flemas—. Quiero unirme a ellos.

    Tenía un aspecto frágil y sin pechos; su cabello era largo y fino.

    —No es una vida fácil.
    —Me contento con que me den una pistola. —La muchacha habló con tanta intensidad que volvió a toser. Casi se dobló antes de poder controlar el ataque—. Me contento con poder matar a algún Mimo.
    — ¿Cómo te llamas? —inquirió Patrick.
    —Heron. Mataron a mis padres. Se produjo una huelga. La comida no llegaba de las granjas, y algunos mineros tomaron los pozos. Querían que la Corporación abriera los almacenes y alimentaran a todo el mundo. La Corporación dijo claro, de acuerdo, y, cuando salieron de las minas, los Mimos los apresaron a todos y se los llevaron a las afueras del pueblo y los mataron allí mismo, abandonándolos al aire libre.
    —Continúa —pidió Patrick con amabilidad.
    —Así que yo..., cuando hoy salí de las minas y vi lo que había ocurrido, me dirigí al lugar donde yacían los cuerpos para poder enterrarlos, ¿sabe? Pero los huesos estaban todos mezclados..., no sabía cuáles eran los de mis padres. Y pensé en enterrarlos a todos juntos. En un... en un agujero, ¿correcto? Lo que pasa es que no tenía ni una maldita pala.

    La muchacha se detuvo.

    — ¿Cuánto tiempo llevas trabajando en las minas? —le preguntó Patrick.
    —Cinco años.

    Al anochecer, se dispuso una silla para Victoria en la plaza central de Honkeytonk. A ambos lados se encendieron unas hogueras pequeñas, para crear un efecto dramático y que la silla pareciera un trono. Los prisioneros —el puñado de Mimos que quedaban en el pueblo y los directivos de la Corporación— frieron alineados detrás de ella; aquellos que se atrevieran estaban autorizados a plantear sus quejas.

    Observando desde uno de los lados, a medida que, al principio, Unos pocos habitantes del poblado avanzaban titubeantes para contemplar la escena, Patrick sintió que su visión se volvía borrosa. Se frotó los ojos y la recuperó momentáneamente, para perderla de inmediato. Victoria escuchaba las quejas. Giró para interrogar a uno de los prisioneros. Patrick cerró de nuevo los ojos. Debajo de sus párpados se arremolinaron los colores, solidificándose en formas y luego en imágenes muy nítidas.

    Se hallaba mirando a la plaza, pero desde una perspectiva distinta, desde algún lugar en el centro. La plaza también se había transformado, recubierta por unos colores oscuros e intensos. Las sombras fueron bañadas por la luz, y el humo de las hogueras que había a ambos lados de él se elevó, iluminado por un destello profundo.

    Él no aceptó todas las quejas. Escuchó con atención y juzgó con seriedad. Luego señaló a tres prisioneros, que fueron apartados y fusilados.

    Las columnas del humo más oscuro que el azul flotaron en el aire; los sombríos fuegos de los que provenían se apagaron un poco, y el humo fue dispersado por un aire sin viento. El destello oscuro eran las partículas radiactivas que habían sido extraídas de la tierra por los árboles que ahora usaban como leña. A medida que el humo se disipaba, las partículas se arremolinaron hasta cobrar la forma de copos de nieve. Luego, de una forma infinitamente lenta, cayeron como lluvia sobre la gente de Honkeytonk.

    La radiación estaba por doquier, en la tierra, en las fachadas de los edificios, al igual que en el aire; a Patrick le producía dolor ver cómo las multitudes permanecían ajenas mientras caía despacio a su alrededor. Al resto de los prisioneros se les quitó las mascarillas y la ropa, se los afeitó por completo (entre un rugido de risas), y fueron escoltados fuera de los límites del pueblo.

    Se forzaron las puertas del almacén, y todos aquellos suministros que los rebeldes no necesitaban fueron arrojados a las manos de la muchedumbre. Mirando a la excitada multitud, con las manos extendidas, tratando de coger latas de comida, herramientas y trozos de tela que eran arrojados a todos lados, Patrick, repentinamente, se vio a sí mismo, solo en el borde de la plaza, pálido y tambaleante, con los ojos firmemente cerrados.

    Abrió los ojos, sorprendido, y la alucinación desapareció. Se irguió en su propio cuerpo, y no vio ninguna llama radiactiva iluminar la oscura plaza.

    Victoria le miraba fijamente. Su rostro mostraba una sonrisa divertida.

    Obadiah salió corriendo del almacén en ese instante y, emitiendo un aullido que ponía los pelos de punta, dio un salto en el aire. La gente se apartó de su camino. Hizo girar tres veces su báculo por encima de su cabeza y señaló hacia las puertas abiertas del almacén.

    Del interior brotó una enorme llama explosiva. La muchedumbre se quedó boquiabierta y retrocedió. Obadiah lanzó una carcajada, corrió agazapado como un mono hacia las sombras y, de inmediato, volvió a aparecer, empuñando frenéticamente una herramienta. Como un loco, fue de un lado para otro. Luego la arrojó con fuerza al suelo, delante de Victoria, y se sentó como una estatua inmóvil a sus pies.

    —Ahora aceptaré nuevos soldados —repuso Victoria.

    Tras ella, el almacén ardía maravillosamente.

    Después de un momento de aturdido silencio, se produjo un movimiento en la multitud y un hombre se adelantó. Le siguió otro y, después, una mujer. En poco tiempo se formó una línea de treinta y cinco personas. Fitzgibbon la recorrió rápidamente y apartó a tres. Una de ellas era Heron. Enfurecida, la niña volvió a meterse en la fila.

    Esta vez, con una sonrisa, Fitzgibbon la dejó quedarse.

    Patrick se dio cuenta de cómo Victoria miraba a la pequeña albina y temblaba casi imperceptiblemente. Le ha recordado a sí misma, pensó; pero de inmediato rechazó la idea como una tontería sin ningún fundamento.

    Con las llamas danzando detrás, los reclutas fueron llevados de uno en uno hasta la silla de Victoria. Todos, apoyando una mano sobre el báculo fetiche del conjurador, juraron fidelidad a la causa. Obadiah hizo un corte en la vena de cada uno y recogió unas pocas gotas de sangre en una copa. Cuando todos hubieron jurado, le ofreció la copa a Victoria.

    La vació de un trago.

    Entonces, Obadiah produjo un pequeño corte en el hombro de Victoria. De nuevo se llamó a los reclutas de uno en uno para que probaran la sangre de ella.

    Esta vez, con más recelo, se acercaron y posaron los labios sobre la herida. A excepción de Heron, su contacto fue breve y rápido. Ella, sin embargo, cerró los ojos mientras besaba el hombro de Victoria, haciendo que su garganta trabajara, chupando la sangre. Cuando se irguió, tenía los ojos ligeramente vidriosos. Retrocedió lentamente.

    —Ahora sois míos —declaró Victoria—, y yo soy vuestra. Moriría por vosotros. —Miró con ojos centelleantes a su alrededor—. ¿Dudáis de mis palabras? No obstante, vosotros también tenéis que estar dispuestos a morir por mí.

    Ya había anochecido, y en el cielo brillaba una luna llena. Los rebeldes, ligeramente más numerosos ahora, abandonaron el pueblo. Patrick se hallaba entre ellos; para él, la luna se duplicó, se unió y se volvió a duplicar una y otra vez durante toda la noche.


    El grupo se desgajó en divisiones de diez o veinte personas a medida que se las enviaba por distintas direcciones.

    —La Corporación nos persigue —explicó Fitzgibbon—. Y, de momento, no me hace falta ningún ejército numeroso.

    Al amanecer sólo quedaban unos cuarenta rebeldes. La mayoría iban a caballo; sin embargo, entre ellos avanzaban tres vehículos.

    —Al infierno —le estaba explicando Esterhaszy a un Patrick medio dormido cuando salió el sol—, el dinero está allí. Suficiente para cubrir la necesidad de mascarillas, quelatina, invernaderos y hospitales para todo el mundo. No obstante, todo va a los bastardos ricos de Boston y Filadelfia.

    En ese momento estaban llegando a la cima de una colina; Victoria, poniéndose de pie, exclamó:

    — ¡Levanta la cabeza, tío Bob!

    Esterhaszy pareció sorprendido, luego se incorporó en su asiento y gritó:

    — ¡Utopía!

    En el valle que había abajo, bañado aún por las sombras de la noche, se veía lo que parecía una antigua versión del futuro. Utopía era un asentamiento con paseos bien cuidados y domos geodésicos. Al lado del pequeño río había un molino de agua de aspecto rústico; también un molino de viento casero al lado de uno de los complejos de invernaderos. No se parecía a nada que Patrick hubiera visto en la Deriva, ya que no había ni rastro de ningún edificio rehabilitado de la época anterior a la Fusión. Todo era de construcción reciente.

    —Esto es el futuro —comentó con felicidad Esterhaszy—. El valle es un emplazamiento verde natural, apenas existe algún isótopo radiactivo en la tierra. Las lluvias casi ni lo rozaron. Sin embargo, trabajamos para limpiarlo de cualquier posible filtración. Allí se encuentra nuestra planta de tratamiento de vertidos. Y al lado de la fundición está nuestro sistema purificador de agua. Poco a poco, eliminamos a los buscahuesos y los restos radiactivos de la tierra, extrayéndolos del ciclo alimenticio.
    —Supongo que éste es el lugar donde viven todos ustedes normalmente —comentó Patrick.
    —Junto con algunos amigos. Somos un grupo con tendencias tecnológicas, ¿qué hay de malo en ello? Por Dios, si quieres llevar algún tipo de vida en la Deriva, necesitas la tecnología. Cien años atrás hacían planes para vivir en Marte, Venus, la Luna... ¿Por qué no aplicar los mismos principios en la Deriva?

    En Utopía, los habitantes salieron con cautela a recibir a los rebeldes. Victoria se marchó sola, y Esterhaszy se llevó a Patrick para que conociera a su esposa, Helga, que resultó ser una mujer alta. Tenía la cara arrugada y reseca, y en ambas mejillas se veían dos feas cicatrices. Al poco rato de que los tres se pusieran a hablar, Patrick se reclinó con cansancio contra su silla y dejó que los ojos se le cerraran.

    Al instante sintió el viento en el rostro. Se halló de pie en un campo de hierba verde, delante de una lápida blanca. El domo geodésico del tío Bob se hallaba a su espalda. Llevaba en las manos un ramo de flores silvestres que había recogido de camino; las dejó caer sobre la tumba. Su corazón se hallaba apesadumbrado por una increíble tristeza, y un miedo enorme le roía las entrañas.

    —Oh, mamá —comentó..., y esta vez se dio cuenta desde el principio de que se estaba imaginando en el lugar de Victoria—. Desearía que vinieras a hablar conmigo.

    Reinó el silencio.

    —Han transcurrido demasiados años. Necesito escuchar de nuevo tu voz. Si sólo me dijeras algo, me sentiría mucho mejor.

    Victoria esperó; pero no oyó nada. Miró a un lado, a la oscura presencia que acechaba en el horizonte, la pesada sensación de amenaza que jamás podía ignorar por completo.

    ¿Victoria?, pensó Patrick, intentando llegar hasta ella a pesar de que sabía que se trataba de una alucinación.

    Sorprendida, Victoria giró en redondo y no vio a nadie. En el hogar de Esterhaszy, Patrick abrió los ojos, y descubrió al enano de pie a su lado, con la ansiedad reflejada en su rostro.


    Aquella noche, Obadiah realizó una ceremonia de la radiación. Mientras los celebrantes se arrodillaban y aguardaban las hierbas y la quelatina que les protegería contra la enfermedad radiactiva y la muerte de la médula, él emprendió una danza solemne y ceremonial, con un bastón en una mano y un contador geiger en la otra.

    De pie en la puerta de su domo, Esterhaszy observaba con una sonrisa desdeñosa. Entonces, varios utópicos, sus amigos y vecinos, se unieron a la ceremonia, tomando el sacramento de la quelatina y las hierbas. Esterhaszy se puso rojo.

    — ¿Qué demonios está ocurriendo? —le preguntó a Victoria.

    Ella no alzó la vista del bordado que estaba haciendo. Helga le había contado a Patrick que lo comenzó a los quince años, y que, siempre que volvía a casa, continuaba trabajando en él.

    —Fitzgibbon ha estado reclutando a gente —repuso Victoria, despreocupada.

    Esterhaszy le dio la espalda a la puerta.

    — ¡Ahí está Jeremiah Peltz! ¡Y Rabbit! ¡Se lleva a mis dos ingenieros!
    —Ya sabes para qué los necesitamos.
    — ¡Se supone que es sólo una amenaza! —gritó él—. No necesitáis a mi gente para vuestro farol.

    Victoria iba a decir algo, pero se detuvo. Se levantó despacio y estiró sus miembros.

    —Me siento claustrofóbica aquí —dijo, y se marchó.


    Patrick alcanzó a Victoria en medio del campo que había detrás del domo de sus padres adoptivos. La hierba y los matorrales le llegaban hasta la cintura, formando una oscura y sombría masa vegetal en la noche. Oscilaban suavemente a su alrededor mientras ella contemplaba el cielo. Cuando él la rodeó con un brazo, ella experimentó un escalofrío pero no se apartó.

    —Los amo a los dos —comentó al fin Victoria—. Pero, por Dios, pueden resultar insoportables a veces. —Se rio de modo infantil—. ¿Viste la expresión en el rostro del tío Bob cuando pasé a su lado?
    —Quizá debieras...
    —Oh, ahórrate los consejos. —Victoria se llevó una mano a la nuca y se quitó la mascarilla. Cayó, y ella respiró hondo. Luego, viendo la mirada de Patrick, comentó—: No hay problema; nos encontramos en una zona limpia. Mira..., no hay ni un destello, ni un resplandor, ni la más mínima señal de los buscahuesos o del vapor oscuro y venenoso...
    — ¿Estás drogada?
    — ¿Qué? —Victoria le miró sin comprender. Luego sonrió—. Es una risa que me contagió Obadiah. —Y como él seguía observándola—: ¿Y bien? Quítate la mascarilla. Vamos. ¿Vas a ser un mojigato toda tu vida?

    Patrick echó una ojeada a Utopía, a las cuidadas curvas de los domos y al fuego atávico que ardía en su centro. Figuras pequeñas, siluetas oscuras, eran conducidas a la adoración por el conjurador. Los guiaba con movimientos de su bastón; desde la distancia, parecía Moisés. Lentamente, Patrick se quitó la mascarilla y llenó sus pulmones con el dulce aire.

    Cuando se volvió hacia Victoria, ella ya se había quitado la camisa y daba saltos sobre una pierna para desprenderse de sus pantalones. Él se adelantó para ayudarla y juntos cayeron al suelo, aplastando las altas hierbas, girando una y otra vez sobre la suelta tierra, repentinamente felices y despreocupados.

    En el momento en que Victoria llegaba al clímax, la mente de Patrick se vio inundada de sensaciones, el placer de ella lo atravesó; no se parecía en nada a su propio orgasmo o el que podía llegar a alcanzar imaginando el que ella alcanzaría, sino que resultó algo diferente, inesperado. Y, en mitad de su confusión y excitación, fue consciente de alguien que había ante ellos: una mujer cuyas facciones no pudo ver.

    —Cuando me necesites, estaré a tu lado —dijo.
    — ¿Qué? —Patrick alzó la cabeza y miró a su alrededor. No había nadie, del mismo modo que no hubo otra mujer en el carruaje que les llevó a la mansión de Boston. Miró a Victoria y le preguntó—: ¿Ha sucedido algo?

    Sin embargo, ella sonrió con felicidad y sacudió la cabeza. Con los ojos brillantes, extendió una mano para rozar con la yema de los dedos una piedra blanca que tenían a su lado.

    De algún modo, a Patrick no le sorprendió descubrir que habían estado jodiendo sobre la tumba de su madre.

    Cuando los rebeldes volvieron a levantar un campamento, Esterhaszy no se hallaba presente. Se había quedado en Utopía.

    Se vieron obligados a establecer sus tiendas en medio de un campo devastado, un valle donde las lluvias de la Fusión habían saturado la tierra con isótopos radiactivos. La vegetación escaseaba; lo poco que lograba crecer moría de inmediato. Las pisadas levantaban pequeñas polvaredas. El único que no llevaba mascarilla era Obadiah.

    Aquella noche celebraron otra ceremonia de protección contra la radiación. Sujetaron los trajes de plomo a varias estacas unidas de modo que formaran una X, lo que les dio el aspecto de abultados espantapájaros. Dando gritos y saltos, y empleando arcanas ceremonias sacadas de los rituales católicos y de los americanos nativos, el conjurador los marcó a todos con pintura de color rojo y amarillo con símbolos extraños y cabalísticos.

    Victoria dio unos golpecitos a Patrick en el hombro. Parecía tensa.

    —Una conferencia de prensa. —Indicó con la barbilla la tienda de Fitzgibbon, y Patrick la siguió.

    Fitzgibbon se hallaba sentado en una banqueta de campaña y se aplicaba una especie de bálsamo sobre la agrietada piel de su mano tullida. Asintió con gesto sombrío cuando Patrick entró.

    —Estamos perdiendo la guerra —soltó.
    — ¿De veras? —Patrick abrió su cuaderno de notas y garabateó una rápida frase—. Desde aquí parece como si os estuviera yendo muy bien.
    —Libramos una guerra de desgaste. —Fitzgibbon se incorporó, un hombre enorme y amenazador—. No basta con sobrevivir... a base de sus excedentes. Cuando llegue el invierno nos veremos obligados a cesar nuestras actividades. En la primavera podremos reanudarlas; sin embargo, no nos encontraremos en forma para volver a luchar hasta la llegada del verano. Mientras tanto, la Corporación recibe sus suministros de fuera. A ellos no les detendrá el invierno. ¡Pueden permitirse el lujo de reírse de nosotros!

    Iba de un lado a otro de la pequeña tienda como una pantera enjaulada. A medida que caminaba, su brazo tullido se retorció en un movimiento espasmódico para relajarse en el acto, empezando de nuevo una y otra vez.

    — ¿Qué piensa hacer? —preguntó Patrick.
    —Poseemos un arma —comentó Fitzgibbon—. Algo tan grande y devastador como para que los gobiernos de la Alianza y de América se vayan para siempre de la Deriva. ¡Tenemos algo terrible y maligno!

    Se detuvo, y Patrick notó que se reía dolorosamente debajo de la mascarilla. '

    —Algo terrible y maligno —repitió Patrick con diplomacia.

    Fitzgibbon se volvió de repente, y su enorme y oscura masa se inclinó amenazadora sobre Patrick. Alargó el brazo sano y musculoso, vaciló, lo volvió a retirar.

    —Por Dios —dijo—. Si creyera que se estaba burlando de mí, muchacho, le...
    —Todo lo que deseo —intervino rápidamente Patrick— es una declaración precisa de lo que intenta decirme.

    Mantuvo su postura, con la desesperada esperanza de que su miedo no se reflejara en su semblante.

    A un lado, con el rostro pálido, Victoria observaba con atención.

    Soltando el aire despacio, dejando que su ira se desvaneciera en ese prolongado aliento, Fitzgibbon volvió a sentarse.

    —De acuerdo. De acuerdo, yo... Escuche. Antes de que se produjera la Fusión, cada reactor nuclear producía toneladas de desperdicios radiactivos todos los años. Gran parte eran de un nivel bajo, lo cual no nos interesa. No obstante, había toneladas de plutonio en las barras usadas de combustible. Se almacenaban en bidones enormes y se guardaban en lugares ocultos. En los vertederos más sofisticados, cavaban un agujero en la tierra, metían los bidones allí y los enterraban. Sin embargo, en la mayoría de los reactores, los bidones eran guardados allí mismo en almacenes temporales, mientras esperaban concluir los acuerdos finales para enterrarlos definitivamente. A veces estos acuerdos tardaban años en cerrarse y, en ocasiones, jamás se realizaban. ¿Me está escuchando?
    —No me pierdo ni una sola palabra. —Patrick realizó una señal insignificante en su cuaderno.
    —Iremos al corazón de la Deriva y nos apoderaremos de parte de ese plutonio. —Se rio entre dientes—. Iremos directamente al reactor que causó la Fusión.

    La piel de Patrick se erizó. Pero logró mantener su cara de póquer.

    —Los materiales radiactivos se degradan —indicó—. Aunque hace un siglo sirvieran como armas, ahora necesitaría de una base industrial de gran tamaño para refinarlo.
    —Para hacer bombas..., sí. No obstante, no nos hace falta una explosión..., disponemos de la gente que puede procesarlo en un fino polvo radiactivo. Es muy fácil cuando se tienen los conocimientos suficientes. Obran en nuestro poder los misiles con los que soltar el polvo. No creo que necesitemos nada más.

    Horrorizado, Patrick balbuceó:

    —No se atreverá usted a...

    Fitzgibbon, con un arranque de cólera, se incorporó, y su brazo tullido se dobló hasta formar casi un nudo.

    — ¡Sí! ¡Por Dios que me atreveré! —Se inclinó sobre una mesa baja donde había extendidos unos mapas y la aporreó con un puño—. Una explosión viento arriba de Boston, y el polvo abarcará toda la ciudad. Se filtrará a través de las calles y las casas. La gente lo respirará sin darse cuenta..., no se percatarán hasta que enfermen y luego mueran. —Fitzgibbon miró hacia la noche. Habló con el fervor calmado de un visionario—. Los primeros días no ocurrirá nada. Luego, caerán en las aceras y serán incapaces de incorporarse; se pudrirán en sus camas y vomitarán mientras se estén lavando. Aparecerán los incendios, y no quedará nadie para apagarlos. Aquellos que logren sobrevivir más tiempo se matarán entre sí por la comida enlatada que puedan conseguir..., nadie del exterior se atreverá a ir en su rescate.
    —Debe haber unas cien mil personas en Boston —señaló Patrick con voz asqueada—. O doscientas mil.
    —No será nada nuevo —repuso Fitzgibbon—. Eso mismo ocurrió antes. Aquí mismo.
    —No tiene por qué suceder —intervino Victoria—. Los misiles y el polvo no estarán listos hasta la primavera, como mucho a principios del verano. Si logramos echar a la Corporación de la Deriva antes... —Su voz se apagó en la incertidumbre; miró a Fitzgibbon en busca de confirmación.

    A regañadientes, él asintió.

    —Sí. No nos interesa la destrucción en sí misma. Si no surgiera la necesidad, no emplearíamos los misiles. —En ese momento, su voz se animó un poco—. Sin embargo, ya viste lo que ocurrió en Honkeytonk. Ganamos una batalla importante, y únicamente conseguimos treinta reclutas. Nos hará falta una especie de milagro para que ganemos la guerra antes del verano.


    Lejos de la tienda, Victoria cerró las manos y comentó con amargura:

    —Yo no me uní a los rebeldes para ser famosa como la mujer que mató a doscientas mil personas.
    —Entonces, ¿por qué lo hiciste?

    Ella le sonrió con una mueca.

    —Para ser una heroína, ésa fue la razón. No voy a vivir mucho, y quiero que mi vida ilumine intensamente la noche, como... como una especie de faro, que aliente a la gente a seguir adelante o les advierta del peligro y les haga retroceder, no me importa. Pero ha de ser algo bueno, total y puro. ¡Quiero que esos bastardos me admiren cuando muera! Y tendrá que estar bajo mi propio control, no el de Fitzgibbon o el de la necesidad o... —titubeó—. ¡O el de nadie más!

    Patrick alargó el brazo para acariciarla y ella se apartó; furiosa, se alejó y se perdió en la noche. El regresó a su tienda para escribir la entrevista.

    Patrick añadió unos detalles dramáticos de su propia invención al describir la caída de Boston; no ocultó ningún detalle. Se dio cuenta de que esto era lo que Fitzgibbon deseaba que hiciera, que sirviera de forma eficaz como el brazo propagandístico de la revolución; no le importaba. Lo importante era que el mundo exterior lo supiera.

    Cuando finalizó, llevó la copia a la tienda de Obadiah. El conjurador ojeó el texto con rapidez y dijo:

    —Me temo que la mayor parte ha de ser censurada, hijo. Quizá puedas transmitir los primeros cinco párrafos, cambiando sólo una o dos palabras aquí y allí, y tal vez todo el material explicativo que hay al final. Pero eso es todo.
    — ¿Por qué?
    —Por la misma maldita razón por la que te quitamos el transceptor. ¿En cuántos lugares crees que se pueden encontrar desechos radiactivos en la Deriva? Si toda esta mierda se transmite, tendremos a todos los soldados esperándonos en el emplazamiento de la Fusión.
    —No, gracias —repuso Patrick—. Todo o nada. —Cogió la historia.

    Obadiah se negó a entregársela; durante un breve y ridículo momento, los dos tiraron del manuscrito.

    —Te diré lo que vamos a hacer —comentó el conjurador—. La encabezaré así: «Censurada por el Gobierno Provisional del Pueblo de la Deriva». ¿Ves? De ese modo sabrán que hay partes de la historia que no han sido transmitidas. Luego, una vez hayamos cogido el plutonio, tú recibes la copia intacta y la puedes enviar sin ningún tipo de censura. ¿Qué te parece?

    Patrick vaciló; luego soltó las hojas.

    Cuanto más se adentraban en la Deriva, más fantasmal se volvía el paisaje. Las tierras verdes y relativamente limpias comenzaron a escasear; los lugares marrones imperaban en esta zona. Durante el día se veían acosados por enjambres de insectos a los que Patrick no pudo identificar. Obadiah se rio entre clientes.

    —El viejo Esterhaszy te podría decir sus nombres; por lo menos, el de la mayoría. Sin embargo, otros..., no, son nuevos. Ha habido mutaciones reales en el reino de los insectos, y muchas, ya que sus generaciones viven tan poco y son tantos. En cambio, en el reino animal no se produjeron demasiadas, y lo más probable es que la mayoría no llegara a nacer.

    Algo de lo que emanaba una iridiscencia azul se posó en la mano de Patrick. Su tórax palpitó dos veces y le picó.

    — ¡Maldición! —Patrick agitó las manos, y el insecto salió volando. El lugar de la picadura ya comenzaba a hincharse y le dolía mucho—. ¡Me alegraré cuando por fin me vaya de este yermo olvidado de Dios!
    — ¿Oh? —inquirió con voz inocente Obadiah—. Entonces, ¿no hay nadie que te preocupe dejar atrás?

    Durante un segundo, Patrick no comprendió. Luego se bajó la mascarilla y escupió a los pies del conjurador. Se alejó furioso.


    Aquella noche, Victoria tenía un aspecto ojeroso. Habían viajado a una marcha rápida y casi sin descanso, lo cual mostraba ya sus huellas. Cuando intentó poner a Patrick encima de ella, éste se resistió.

    — ¿Por qué te haces esto a ti misma? —preguntó—. Necesitas una buena noche de sueño, no un revolcón en el saco de dormir..., ¿por qué te dejas hundir?
    —Oh, Jesús. —Victoria se sentó con un gemido. Miró a Patrick en silencio durante un momento y luego dijo—: Te lo he repetido muchas veces, no tengo la esperanza de vivir una vida larga como tú. Cuando nací, como mucho me vaticinaron veinte años. Si llego a los treinta, será un milagro médico. Y no tengo la menor esperanza de llegar a cumplirlos. En noches como ésta, me sorprende que aún siga con vida.
    —Eso es exactamente lo que te estoy diciendo. Si te cuidaras... I
    —Soy un vampiro —repuso ella con exasperación—. No recibo ninguna nutrición de la comida normal. Lo único que puedo digerir es la sangre y las claras de los huevos..., lo cual significa que es imposible que pueda evitar los radioisótopos. Cada comida que tomo es otra dosis de muerte, otro paso hacia la leucemia, como le ocurrió a mi madre. Así que, si quiero que cada momento que me queda tenga algún significado, he de vivir rápida y gloriosamente. ¿Lo entiendes? No dispongo de tiempo para las gratificaciones postergadas.
    —Escucha, lo siento si... —comenzó a decir Patrick. Pero ella se puso encima de él y evitó que siguiera hablando.

    Un rato después, en mitad de su pasión, ella musitó:

    —Lo peor de todo es... —y algo más que él no comprendió.

    Patrick se detuvo y la apartó levemente de su cuerpo.

    — ¿Qué has dicho?

    Había lágrimas de furia en los ojos de Victoria.

    —He dicho que lo peor de todo es que creo que te amo.

    Fue como si un dolor, que había crecido muy despacio y omnipresente, de tal forma que él ni siquiera imaginaba que estuviera allí, desapareciera de repente. Patrick echó la cabeza hacia atrás y se rio.

    — ¡Eso es maravilloso! Es la mejor noticia que he oído...
    — ¡No lo es! —Llorando, ella le golpeó el pecho con fuerza—. No lo es. Oh, Dios, es lo más espantoso que me ha ocurrido en toda mi vida.


    Transcurrió una semana. Se hallaban en las zonas más polucionadas de la Deriva, donde muy pocos viajeros se atrevían a entrar y donde nadie vivía. Pasaron al lado de una arboleda que estaba podrida y de cuyos troncos crecían hongos fosforescentes. La tierra que pisaban estaba húmeda.

    —El viejo Esterhaszy daría sus ojos por encontrarse aquí —observó Obadiah—. Sería su gran oportunidad de bautizar algo viscoso con su nombre.

    Más allá de la arboleda el suelo aparecía desnudo, con grandes extensiones de tierra reseca atravesada por barrancos erosionados. La avanzadilla de exploradores que habían enviado delante les informó dos veces que habían divisado en la distancia pequeñas patrullas de la Corporación de los Mimos. Una vez escucharon el ruido de un helicóptero. No había duda de que les perseguían.

    —Gracias a Dios que herimos a Piotrowicz —comentó Victoria, cuando el helicóptero se hubo desvanecido—. A él no habríamos podido engañarlo con tanta facilidad.

    La disciplina con respecto a la radiación se hizo más severa. Durante las ceremonias nocturnas, Obadiah entregaba un sacramento doble de quelatina y una pasta espesa que, según él, estaba formada por una mezcla de agentes protectores contra la radiación. Llevó un cuenco lleno al lugar en el que se encontraba Patrick, terminando su último boletín.

    Patrick contempló la mezcla con recelo.

    —Esterhaszy me contó que los protectores radiactivos son prácticamente inútiles.
    —Así es —admitió el conjurador—. Casi. Sabrías toda esa mierda si asistieras a mis rituales.
    —Bueno, algo siempre parece... —Patrick se detuvo. Alzó la vista hacia el hombre y se dio cuenta por primera vez de que Obadiah llevaba unos pequeños filtros nasales—. Creí que habías dicho que los espíritus te protegían.

    Obadiah pareció perplejo; luego comprendió y se echó a reír.

    —Quizá sea conveniente que yo les eche una mano.

    Victoria ya no extraía sangre de los animales de carga. Bebía de cantimploras llenas de sangre y mezcladas con dioxilato para que no se coagulara. Viajaban rápido y con poca carga, dejando que los caballos se procuraran su comida.

    Cada noche, después de hacer el amor, Patrick soñaba que Victoria permanecía sentada durante horas, buscando una visión que jamás aparecía.


    Llegaron a un lugar llamado Highspire, y acamparon en el interior de las paredes de lo que una vez había sido un restaurante de carretera. Buscando en los alrededores, varios rebeldes encontraron unos ladrillos y cercaron sus hogueras con ellos. Mientras los dos jefes conferenciaban acerca de un puñado de informes y mapas gubernamentales de más de un siglo y medio de antigüedad, Obadiah le explicó a Patrick que apenas se hallaban fuera del campo de visión de las torres de refrigeración del reactor de la Fusión.

    —Así que tú también participarás en el asunto —repuso Patrick—. Vas a dejar que ese criminal asesine a cientos de miles de personas.
    —Eh, he hecho lo que he podido. Tengo un doctorado en psicología de masas de Harvard, ¿lo sabías? Todos mis conocimientos los empleé en construir a Victoria. De hecho, creo que realicé un buen trabajo, teniendo en cuenta las circunstancias.

    Pero ya has visto los resultados..., la gente no está dispuesta a entregar una parte de su vida.

    —Existe otra alternativa — replicó Patrick,
    —Bueno, está el martirio. —Obadiah se encogió de hombros—. Con Juana de Arco funcionó bastante bien. Sin embargo, sería bastante difícil arreglarlo. Victoria quizá no quisiera presentarse como voluntaria.
    —En lo que yo estaba pensando... —comenzó Patrick de mal humor. Se detuvo y bajó la voz—. Pensaba en el asesinato.

    Obadiah pareció sorprendido.

    — ¿Piensas matar a Fitzgibbon? —Observó a Patrick con ojos entrecerrados y sacudió la cabeza—. No, tú quieres que alguien lo haga por ti. ¿Se te ha ocurrido pensar que un asesino también moriría? Dime, ¿en quién te has fijado para el trabajo?

    Justo en ese momento Victoria y Fitzgibbon salieron de la tienda, y Obadiah tuvo que apresurarse para preparar la ceremonia nocturna de la túnica fantasma. Podría matarlo yo mismo, pensó Patrick. Sin embargo, al escuchar mentalmente las palabras, comprendió que le resultaba imposible creerlo. No se debía a que jamás había disparado un arma en toda su vida. La razón radicaba en que él era neutral, un observador. Su trabajo consistía en transmitir lo que ocurría, sin interferir, sin modificar los acontecimientos con acciones personales.

    —Detrás de esas colinas, justo más allá de esa elevación —comunicó Obadiah a la congregación que se había reunido a su alrededor— ¡se encuentra la isla de la Fusión! —Señaló con su báculo, y los guerrilleros se agitaron en un gesto colectivo de incomodidad—. Mañana entraremos para caminar por entre los fuegos atómicos. Andaremos entre los edificios derruidos y los intactos, y la asesina radiación gamma nos bañará a todos. El aire se hallará tan lleno de buscahuesos que os ahogaréis en él, y el suelo estará tan caliente que os quemará los pies.

    »Pero todos estaréis protegidos.

    La andrajosa banda de rebeldes se aferraba a cada palabra que salía de la boca de Obadiah, escuchando lo que para Patrick era una mezcla de disertación científica y una arenga para darles ánimos. Detrás de Obadiah, Victoria se hallaba de pie a la entrada de su tienda, pálida e inexpresiva, con las manos a los costados. Cuando finalizó la ceremonia, corrió la cortina y desapareció en el interior.

    Cuando Patrick se reunió con ella, Victoria estaba inmóvil y temblando. Sonrió débilmente y en voz muy baja dijo:

    —Hola.
    —Eh —comentó Patrick, alarmado—. ¿Qué te ocurre?
    —Oh, nada. Supongo que sólo se trata de una reacción básica de temor ante la visita al Reactor. Cualquier deriveño lo sentiría. Me pondré bien.

    Sin embargo, le estaba mintiendo. Patrick notó su actitud evasiva.

    —Oh, vamos, en serio. —La abrazó por los hombros y, con suavidad, acunó su cabeza—. A mí puedes contármelo; confía en mí.

    Las lágrimas se formaron en sus ojos y, cuando parpadeó, cayeron rápidamente por sus mejillas. Ocultó el rostro en el pecho de él.

    —Oh, Dios, Patrick, a veces me obsesiono pensando que estoy loca.

    Patrick guardó silencio y siguió acunándola.

    —Desde que era pequeña he oído y visto cosas que para los demás no existían. A veces me aconseja mi..., alguien que lleva muerta mucho tiempo. A veces me dice que haga cosas que yo no quiero realizar.
    —Sshhh —Patrick le besó la cabeza mientras acariciaba su cabello con una mano. Cuando ella pronunció esas últimas palabras, estaba a punto de decirle que no estaba loca, que él había visto el mundo a través de sus ojos—, ¿Qué clase de cosas?
    —A menudo muy peligrosas. No obstante, siempre ha tenido razón, así que hago lo que me dice. Pero ahora..., hay algo que nunca ha dejado de repetirme que debía realizar, y tengo miedo. En este momento me pregunto si es que estoy loca y todas estas visiones no han sido más que simples alucinaciones. La única vez que vi a mi madre aparecer en años, me caí de culo. —Su rostro mostraba una expresión dura y tensa—. Maldición, no quiero morir por una locura, yo...
    —Vamos, vamos —murmuró Patrick—. Sshhh, pequeña.

    Aquella noche hicieron el amor de forma rara, y cuando, por fin, Patrick se quedó dormido, soñó que el mundo estaba inundado de luz.

    Era una luz intensa, de color azul y muy profunda, y atravesaba el costado de tela de la tienda, haciendo que todo lo que había en su interior fuera como sombras borrosas y vagas. No se trataba de una luz estática, estaba llena de un énfasis cambiante de concentración e iluminación. Recorrió cada centímetro de la tienda de modo implacable, interminable, como lo harían las aguas del océano con una charca producida por la marea.

    Se incorporó y se puso unos pantalones y una camisa. Descalzo, salió y pisó la hierba.

    En el exterior, la luz era una inundación universal que ocultaba todas las estrellas del firmamento, haciendo que la lima fuera casi invisible a su paso. Se volvía más intensa en dirección sudoeste, detrás de las colinas, el emplazamiento de la Fusión. Se podía ver el resplandeciente corazón del Reactor a través de las colinas, atravesando las rocas y la tierra.

    La luz era una única criatura viva, y se mostraba exultante con su propia vida. Oscura, hermosa y amenazadora, tiraba de Patrick, arrastrándole hacia el Reactor. La tierra pareció alzarse y le resultó difícil mantenerse erguido, no caer hacia las fauces del Reactor.

    En ese momento una sombra pasó delante de él, cortando la sensación que tenía de que le estaban succionando, lo cual le permitió recuperar el equilibrio. Era una mujer; sin embargo, no pudo distinguir sus facciones..., lo único que percibió fue una terrible y desoladora tristeza. Su silueta aparecía sombría y borrosa bajo la omnipresente luz.

    — ¿Mamá? —preguntó Victoria con voz apagada.

    Patrick se halló de regreso en la tienda, arropado por las mantas. La tranquilizadora presencia de su amor ya no estaba. Mantuvo los ojos cerrados con determinación para no romper el tenue contacto entre Victoria y él.

    —Mamá, no sabes cuánto he querido llegar hasta ti. No sé qué hacer.

    El rostro de la mujer era un óvalo de luz pura que brillaba con tanta intensidad que hacía imposible distinguir sus rasgos. Su chal y su vestido refulgían con colores que Patrick jamás había visto..., unas tonalidades rojas, doradas y amarillas gloriosas.

    Entonces los rayos del Reactor estallaron, bañando a la mujer con una luz azul fría y actínica. Sus ropas se desvanecieron y los huesos de la mujer se hicieron visibles debajo de la tela..., la luz abandonó su cabeza.

    No tenía rostro. Una calavera seca y blanca sonrió a su hija.

    Victoria emitió un grito y trastabilló hacia atrás. Sin embargo, su madre se adelantó, un esqueleto andrajoso, para sujetar sus manos. Unos dedos huesudos se cerraron a su alrededor y tomaron la carne. En ese momento la calavera adquirió carne y una cara... una cara bastante corriente; pero la expresión irradiaba amor y un dolor recordado.

    —No has de tener miedo —dijo.

    Atrajo hacia sí a Victoria y, por primera vez, resultó evidente que se trataba de una mujer pequeña, mucho más baja que su hija. Patrick se quedó dormido.

    No obstante, pasado un rato, oyó como Victoria se deslizaba entre las mantas a su lado, se acomodaba junto a él y susurraba:

    —He tenido un sueño tan agradable.


    Las torres de refrigeración del difunto reactor asomaron por el horizonte cuando los rebeldes llegaron a la primera cima. Siguieron creciendo a medida que el grupo avanzaba; eran una presencia aterradora, intacta y perfecta. Las cuatro torres se alzaban altas en el cielo... y continuaron ascendiendo. Parecían enormes y fuera de toda escala con el paisaje. Resultaba casi imposible creer que unos simples seres humanos hubieran podido construir cosas semejantes.

    En todo lo que abarcaba la vista, el suelo se veía muerto y desnudo. Las hondonadas recorrían la tierra, dejando a su paso barro reseco y rocas. En las raras charcas de agua estancada que pudieron vislumbrar crecían cosas innombrables, microorganismos demasiado elementales y difíciles de exterminar. De los escombros ruinosos de algún edificio sobresalía algún matorral que había crecido, enfermado y muerto.

    El cielo estaba despejado y mostraba un conmovedor y puro color azul.

    Establecieron un campamento de trabajo en la orilla opuesta de la isla. El río que separaba el campamento y la isla prácticamente había desaparecido. Antes de producirse la Fusión, un dique unía la isla y la playa y, con las corrientes cambiantes, se había formado un banco de arena con un veloz canal por el que discurrían las aguas.

    Fitzgibbon hizo cruzar al primer grupo. Vestían los trajes protectores de radiación y portaban carretillas. Con dificultad, transportaron los bidones de media tonelada de peso desde el almacén hasta el borde de la isla. Allí, empleando cuerdas y motores auxiliares, trasladaron los bidones a través de la arena. A ambos lados se comprobaba con contadores geiger que los barriles no tuvieran ninguna filtración. Varios fueron descartados.

    A mitad del proceso, dando tumbos por los restos de una carretera casi destruida, llegaron tres camiones. Los conducían personas que Patrick no había visto jamás; a los lados llevaban pintado: industria de vertidos del estado cuáquero. Patrick se preguntó dónde y cuándo los adquirieron los rebeldes.

    Victoria se hallaba de pie al borde del banco de arena cuando Patrick se aproximó a ella. Sostenía bajo un brazo la capucha del traje de radiación, y contemplaba la docena de edificios que se veían en la isla. Muchos se habían abierto por la explosión de vapor que partió el edificio que contenía al reactor. Otros se hallaban en un estado relativamente intacto.

    Una ligera brisa echó hacia atrás el cabello de Victoria y lo hizo flotar como si fuera una llama blanca.

    —Me he enterado de que serás tú la que conducirá al segundo grupo —comentó Patrick.

    En ese momento, con una visión duplicadora que ya le resultaba familiar, contempló el mundo transformado a través de los ojos de ella.

    El cielo de la isla estaba formado por un arcoíris de suaves colores pastel, amarillos y rosas que remolineaban y se entremezclaban despacio; el azul se transformaba en un dorado tan hermoso que te cortaba el aliento. La isla se hallaba cubierta por una refulgente niebla, atravesada esporádicamente por oscuros resplandores de color que recorrían los contornos de los edificios como fuegos de San Telmo.

    —Será como cortar un trozo de tarta —repuso ella, alargando las manos torpemente para abrazarlo..., el traje de radiación hacía que sus movimientos fueran lentos y amplios.

    Le besó y mantuvo los ojos abiertos, observando cómo el arcoíris se reflejaba en las pupilas de él, bailando en los extremos de sus pestañas.

    Luego Patrick dio un paso atrás, sorprendido, y Victoria alzó la capucha y se la pasó por la cabeza: el grueso cristal que servía de visor sólo le permitía una estrecha franja de visión. El grupo de trabajo ya estaba preparado, y ella lo condujo en silencio a través del banco de arena.

    Era bueno sentirse viva. Sentir los músculos en funcionamiento y ver el destello de la arena a sus pies. El canal de agua era invisible, y casi le hizo perder el equilibrio cuando se introdujo en él. Con una risa apagada y un impulso del extremo superior del cuerpo, se enderezó y continuó la marcha. La isla que tenía delante formaba una estructura única y compleja, aunque sus detalles se perdían en la niebla. Durante un instante, la isla, la niebla y los edificios se fundieron en una bestia gigantesca y dormida.

    Obadiah le palmeó el hombro a Patrick. —Bien, muchacho, mañana ya podrás enviar todos tus viejos artículos intactos y sin que pasen por la censura, ¿de acuerdo?

    Ella casi había llegado a la isla. Patrick hizo a un lado su propio entorno y se concentró en las resplandecientes líneas de las rocas brillantemente coloreadas que marcaban el final del banco de arena.

    —Obadiah, últimamente tengo extrañas premoniciones —comentó con cautela—. Creo que hasta he visto a la madre de Victoria. ¿Qué crees que significa todo esto? Sólo quedaban tres pasos por recorrer. Dos. —Que con toda probabilidad has estado fumando demasiado. Los pies de Victoria se posaron sobre la isla, y la bestia despertó. La centelleante niebla blanca osciló, como el costado de un inmenso oso blanco que se dispusiera a salir de la hibernación. Lanzas de luz de un intenso color azul salieron disparadas al cielo, y un gigantesco y silencioso rugido rebotó, produciendo ecos, en su cráneo. Emociones dispersas la recorrieron hasta morir en sus pies. Entonces, una enorme y poco amistosa especie de consciencia se concentró en ella.
    — ¿Te encuentras bien, hermano?
    —Sólo un poco mareado. Escucha, te hablo en serio. Creo que capto las influencias psíquicas de Victoria o algo así.

    El grupo se dirigió en fila india por un camino que ningún humano había hollado en más de cien años. Victoria los llevaba hacia la bestia, esquivando los escombros más cargados de radiactividad, evitando los muros de color púrpura de la radiación gamma que salían de los agrietados edificios que habían servido como contenedores. Durante todo ese tiempo, ella se sentía inmersa en su frío y divertido escrutinio.

    —Basura psíquica —bufó Obadiah—. No me digas que te estás convirtiendo en uno de los creyentes.

    Ella quedó rodeada de edificios. Se elevaban, inmensos, rodeándola; sin embargo, seguían estando dominados por las torres de refrigeración, que pendían de forma sólida y opresiva por encima de sus cabezas. Victoria condujo a su grupo por el costado de una larga pared vacía; luego, por entre unos escombros que una vez fueron un edificio. La pequeña elevación que destellaba detrás había sido un camino de acceso. Largos tentáculos de luz de un verde esmeralda y un azul cobalto pasaban a su lado, incansables, y rozaban con delicadeza el traje de Victoria.

    —Pero lo he visto —protestó Patrick—. He visto cosas que no podría explicar de otra manera. No hay duda de que ella tiene algún poder.
    —Hemos llegado —anunció Victoria; entonces, se dio cuenta de que era imposible que la oyeran a través del traje.

    Alzó la mano señalando que se detuvieran y, luego, indicó a su grupo que entraran en un almacén sin puertas. Se dispersaron para realizar su trabajo, con movimientos rápidos y eficientes. Noche tras noche habían practicado lo que harían, y ya estaban preparados.

    De pie, sola ante la fachada, Victoria tuvo un escalofrío. Los bidones se hallaban perdidos entre su propio resplandor; para la ayuda que les prestaría, bien podía ser ciega. Aun así, deseó estar dentro con su grupo. No había nada que pudiera hacer esperando en el exterior, salvo escuchar el murmullo del Reactor.

    Del Reactor emanaba un sombrío júbilo. La quería, y ella se encontraba en el borde mismo de su emplazamiento físico. Rodeando sus brazos y piernas con extremidades amorosas, susurró: Ven. Victoria volvió a temblar y permaneció allí erguida, con las piernas separadas, firme y decidida.

    Obadiah suspiró.

    —Bien, de acuerdo —comentó—. Cuando yo empecé la preparación de Victoria, realicé parte del trabajo con hipnosis y drogas psicotomiméticas, lo cual produjo unos resultados bastante fascinantes. Nada definitivo, claro está, pero sí lo suficiente como para indicar que ella tal vez poseyera una cierta capacidad telepática. Sin embargo, tuve que abandonar esa línea de trabajo casi de inmediato.
    — ¿Por qué?

    El Reactor tiró de Victoria. Retiró la brillante niebla que había en el camino, delante de ella, para que pudiera ver el antiguo sendero tan reluciente como latón barnizado. La tierra se elevó a su espalda y se inclinó hacia el final del camino, de modo que le resultara mucho más fácil colocar un pie delante del otro y caminar rápida y suavemente.

    Nadie se percató de su marcha. El almacén quedó perdido entre un grupo de edificios, y Victoria se deslizó hacia el que contenía al Reactor. Era enorme, casi un tercio de alto como las torres de refrigeración, y resultaba tan apabullante como un palacio hecho con tubos de neón.

    — ¿Por qué? —repitió el conjurador—. Porque no es fácil dominar a Victoria, si me perdonas que te lo diga. No creo que esté loca de verdad, pero...; la he estado observando durante mucho tiempo y, según mi opinión, no tiene muy claro dónde debería trazar la línea divisoria entre la realidad y la fantasía.

    Parte de la pared del edificio que lo contenía se había derrumbado, llevándose consigo un trozo del techo y la puerta de entrada. Vigas medio retorcidas y derretidas sobresalían del agujero. En su interior, un vapor supercaliente se enroscaba alrededor de una maquinaria ruinosa, ocultándola con delicadeza a sus ojos. Y, más allá, sólo visible como una cegadora luz que hendía la niebla, se hallaba la hermana del Reactor, la fuente rota e hirviente de la Fusión original.

    ¿No soy hermoso?, murmuró el Reactor.

    El interior, iluminado por una luz azul, se retorcía en una lenta cascada de cambiante intensidad. También parecía cálido, cálido como los fuegos del infierno.

    —Recibe consejos del espíritu de su madre —indicó Patrick.
    —No me sorprende. Su madre no sólo era una mística y una curadora famosa, sino que murió cuando Victoria era muy joven. Creció con las expectativas que tenían los demás para que llenara el hueco dejado por su madre. Resultaría más sorprendente si no la viera de vez en cuando.

    A pesar de la tentación del Reactor, Victoria no se movió. El edificio se agazapó ansioso a su alrededor, hambriento por envolver todo su cuerpo con su toque ardiente. Las emisiones radiactivas del interior eran calientes, mucho más que la superficie de Venus. Reúnete conmigo, invitó el Reactor. Sabía lo que buscaba y lo que esperaba de ella; a pesar de ello, se resistió.

    Victoria tenía miedo. Deseaba que se le apareciera una señal. No bastaba que su madre le hubiera repetido una y otra vez que llegaría este momento. No, cuando sus dos últimas visiones surgieron en el delirio de las drogas y en un sueño. Necesitaba una prueba que le indicara que no estaba loca.

    Escuchando, a la espera, esforzándose por captar el más leve signo, Victoria creyó oír una voz, débil como una brizna de aire en un día tranquilo, que dijo: «Adelante».

    Despacio, Victoria se llevó las manos a la capucha, dispuesta a quitársela. Los fuegos se alzaron a su alrededor en jubilosa anticipación, y su corazón se resistió. No pudo conseguir que sus manos se movieran.

    ¡Victoria, no lo hagas!, gritó Patrick mentalmente.

    Con toda su fuerza, canalizó su voluntad para que ella le oyera.

    Victoria detuvo la mano, se volvió en redondo y no vio a nadie.

    — ¿Patrick? —aventuró. Extendió su mente, notó la de él unida a la de ella—. Patrick.

    En ese firme contacto de mentes, Victoria descubrió la decidida corroboración de que no, no estaba loca, de que sus experiencias telepáticas —y, por lo tanto, también las espirituales— eran reales.

    Se quitó la capucha.

    Los fuegos se alzaron prestos cuando ella se desembarazó de su traje de plomo. Alzaron su cabello y lo hicieron flotar en el aire caliente. Con un movimiento de piernas, se liberó del resto del traje y lo arrojó al suelo. Agujas ardientes, a millares, atravesaron su cuerpo, dejando a su paso rectos senderos de células perforadas. Se dirigió hasta el mismo borde del edificio.

    Dentro, el burbujeante calor se rio y se atragantó. Había llegado el momento del pacto, el momento de consumar su trato de vida a cambio de poder. Durante un instante Victoria miró al Reactor, masas gigantescas de maquinaria que, durante las décadas transcurridas, se habían torcido y derrumbado; sin embargo, aún seguía agazapado de forma protectora sobre el centro medio derretido de los conductos moribundos de combustible, como una gigantesca araña metálica.

    Mirándolo, Victoria notó que las radiaciones gamma se hacían más intensas, que las lanzas invisibles no cesaban de atravesarla una y otra vez. Entonces, el vapor que había en el interior del edificio desapareció y la maquinaria se desvaneció, reemplazada por un único y gigantesco ojo. Lo cubría un párpado compuesto de niebla; aun así, su rojo apagado todavía brillaba, amenazador y maligno.

    El ojo se abrió y la miró.


    Patrick se despertó y descubrió que lo habían tumbado sobre los suministros en la parte trasera de un vehículo que iba en marcha. Apretujado incómodamente entre todas las cajas, Obadiah se inclinó sobre él.

    — ¿Qué ocurrió? —inquirió Patrick.
    —Tuviste un ataque. —Obadiah frunció el ceño—. ¿Por qué no me dijiste que eras propenso a padecerlos?
    —No lo sabía. —Patrick se sentó y, débilmente, miró a su alrededor—, ¿Dónde está Victoria?
    —Acuéstate. Se encuentra bien. Ahora va en la vanguardia del grupo. Se ha hecho cargo de todo.
    —Creí...
    —Hace una hora se produjo una explosión de vapor en la isla. Aterrorizó a todo el mundo. Poco después emergió Victoria. Iba descalza y no llevaba su traje. Sólo vestía una camiseta blanca que se había puesto debajo del traje. Tampoco llevaba la mascarilla. Salió andando tan tranquila como puedas imaginártela, y nos comentó que el reactor le había dado poderes. Entonces le ordenó a todo el mundo que guardara las cosas, y que emprendíamos la marcha para apoderarnos otra vez de Honkeytonk..., y que esta vez lo mantendríamos. Nadie tuvo las agallas para desobedecerla.
    —Jesús. ¿De verdad la han reconocido como su jefe?

    Obadiah miró a su alrededor y bajó la voz.

    —Infiernos, si no muere en los próximos dos días, yo mismo la seguiré. Aunque me ordene ir al corazón del Reactor.


    No obstante, en el momento en que la luna se elevaba por encima de las desnudas colinas, Victoria se cayó del caballo. Los rebeldes, desconcertados, se arremolinaron a su alrededor. Ella intentó ponerse de pie, sufrió una sacudida y volvió a caer. En esta ocasión, varias manos la ayudaron a incorporarse. Erguida otra vez, apoyó la cabeza un instante sobre la montura de su caballo antes de montar de nuevo.

    Era noche cerrada cuando acamparon, y a la mañana siguiente Victoria rechazó la copa de sangre que le ofrecieron. Se negó a aceptarla con un enérgico movimiento de cabeza, y su rostro mostraba una expresión delicada. Luego, de un manotazo, se arrancó la mascarilla y desapareció entre una arboleda próxima al campamento. Cuando regresó, su blusa mostraba restos de vómito.

    En ese instante, un rebelde al que se le había asignado la tarea de controlar las ondas radiofónicas se quitó bruscamente los auriculares y anunció:

    —La Corporación se ha puesto en marcha.

    Con movimientos rápidos, el grupo comenzó a levantar el campamento y a prepararse para la huida.

    Cuando Victoria se aprestaba a subir dificultosamente a su montura, Fitzgibbon cabalgó hasta ella y dijo:

    —No te molestes.

    Victoria alzó la vista y 1a miró. Los demás se callaron y contemplaron atentos la escena. —La Corporación nos sigue el rastro; no podemos llevar ninguna carga extra —continuó Fitzgibbon—. ¡Mírate! Ni siquiera conseguirás avanzar sin caerte a los pocos metros.

    —Podemos atarla a su caballo —sugirió Obadiah.

    Fitzgibbon le ignoró.

    —Has fracasado —repuso con crudeza—. Reconócelo. Te has envenenado con la radiación y te estás muriendo. Ya nadie va a creer en tu farsa. —Observó a su alrededor con ojos centelleantes. Ningún rebelde le miró directamente a la cara—. Nadie.
    —Sólo fue mala suerte —comentó Victoria con voz apagada—. En este tipo de exposición, habitualmente tienes unas semanas después de la náusea inicial antes de que la enfermedad se manifieste de nuevo. Las probabilidades estaban a mi favor. —Le pasó las riendas a Fitzgibbon y, lentamente, se apartó del caballo—. Únicamente ha sido mala suerte.


    Sus posesiones se amontonaban al descuido en la carretera: los sacos de sangre, el agua, el transceptor de Patrick, comida suficiente para una semana. También disponían, si así lo deseaban, de un par de literas plegables y de herramientas, palas y utensilios de cocina; todos artículos abandonados por la prisa con que querían marchar los rebeldes. Obadiah metió en las manos de Patrick un viejo texto de medicina, junto con unas jeringuillas y unas cápsulas de morfina.

    —Te he subrayado el párrafo que habla de la sobredosis de morfina..., ten mucho cuidado con eso. Creo que es muy sencillo e indoloro. —Palmeó el hombro de Patrick—. No quisiera que sufrieras algún accidente lamentable.

    El caballo de Fitzgibbon se detuvo en el último instante, y él se agachó para decirle:

    —No seas estúpido, muchacho. Morirá en una semana, estés o no estés tú presente. Así no le haces ningún favor.

    Patrick sacudió la cabeza.

    —Se lo debo...

    Pero Fitzgibbon, con una mueca de asco en el rostro, no se quedó a escucharle.

    A medida que el grupo se alejaba, varias personas se volvieron para echar una ojeada por encima del hombro. Obadiah lo hizo con frecuencia, y su rostro reflejaba el pesar que sentía; no obstante, continuó la marcha. Por el contrario, Heron se acomodó el rifle a la espalda y cabalgó erguida sin mirar hacia atrás. —Bien —comentó Patrick—. ¿Qué hacemos ahora? Victoria yacía tendida boca arriba, con los ojos cerrados. —No lo sé. No me importa. Me encuentro terriblemente cansada.

    Comenzó a llorar.


    Patrick halló un grupo de casas; todas tenían los techos derrumbados. Una, milagrosamente, mostraba la planta baja casi en buen estado. Trasladó a Victoria allí. La tierra era más limpia en ese entorno, cubierta aquí y allí por algunos matorrales; sin embargo, mantenía la suficiente carga de isótopos radiactivos como para que no les molestaran las ratas u otros animales pequeños.

    Mientras Victoria yacía sobre una litera a la entrada de la casa, Patrick se ocupó de limpiar una habitación y de poner unas cortinas improvisadas en los marcos de las ventanas. Incluso estas tareas sencillas resultaban difíciles sin las herramientas adecuadas, y le ocuparon una gran cantidad de tiempo.

    A pesar del trabajo constante, los siguientes tres días transcurrieron con lentitud, en una fría y solitaria pesadilla, mientras Victoria se hundía cada vez más en su enfermedad. Se hallaba débil y dominada por la fiebre; Patrick le aplicaba continuamente trapos húmedos en la frente mientras ella se revolvía en el catre. Varias veces al día intentaba alimentarla con cucharadas de sangre. No siempre conseguía retenerla.

    A veces, Victoria mostraba signos de delirio; en esos casos, Patrick poco podía hacer, salvo intentar que no se lastimara a sí misma mientras se debatía y agitaba en la litera. En el transcurso de estos episodios, sus alucinaciones se filtraban en la mente de él, obligándole a salir corriendo, a huir de su presencia, mientras el mundo se llenaba de monstruos y demonios... Entonces él lanzaba golpes de ciego, tratando de matarlos.

    En otra ocasiones sufría diarreas mezcladas con sangre, y se ensuciaba ella misma junto con la litera y sus ropas. Maldiciéndose por la parte que le correspondía por haberla reducido a esto, Patrick lo limpiaba todo.

    Una noche escuchó el ruido de un helicóptero que recorría la zona, lo que le confirmó que la Corporación de los Mimos seguía buscándolos. En esa ocasión Victoria se había despertado, convencida de que él la iba a entregar a un gigantesco insecto mutado; tuvo que sujetarla, o de lo contrario habría salido corriendo para perderse en la Deriva.

    —Mi madre mintió —dijo ella cuando por fin se calmó—. Se suponía que me iba a convertir en una heroína..., sin embargo me envió al infierno.

    Cuando dispuso del tiempo, Patrick envió un informe completo de los acontecimientos que ocurrieron a partir del suceso en la isla de la Fusión. Lo escribió con un estilo vigoroso y distante; lo consideró como una especie de castigo por como se había involucrado en la historia. Debido a que su estado era de un constante agotamiento, perdió el polosat que pasó aquel día y lo transmitió uno más tarde.

    Al tercer día, Esterhaszy llamó a la puerta.

    Patrick había estado sentado al lado de Victoria, dormido a medias, cuando el enano apareció en el umbral. Se incorporó tambaleante y salió fuera, con los miembros entumecidos. La luz del sol le hizo parpadear, formando lágrimas en sus ojos.

    —No te molestes en explicármelo —comentó Esterhaszy—. Ya he hablado con Fitzgibbon. ¿Cómo se encuentra?
    —Duerme. —Patrick alejó a su amigo de la puerta para no despertar a Victoria—. ¿Cómo nos encontraste?
    —No resultó difícil. Conocía la ruta que había trazado Fitzgibbon, así que cuando llegué a la conclusión de que no estaba bien que yo abandonara a Victoria, fue fácil de interceptar. Pero, ¿cómo está ella?
    —Creo que la fiebre ha remitido. Sin embargo..., bueno, tal como suele ocurrir en estos casos, se produce una remisión temporal después de la primera manifestación, que puede durar una o dos semanas. No obstante, luego se produce una recaída..., y me temo que ya no quedan demasiadas esperanzas para ella.
    —Conozco la sintomatología de la muerte de la médula —restalló Esterhaszy—. Tenía la esperanza de que Fitzgibbon se hubiera equivocado.
    —Bueno, tú... —Patrick se detuvo. Escuchó un leve ruido procedente del interior. Victoria.

    Dentro, la encontraron despierta.

    — ¿Tío Bob? —Cogió las manos del enano. Las lágrimas fluían de sus ojos—. Tío Bob, mi madre me mintió —murmuró con voz infantil—. Me dijo que me dirigiera al Reactor y le ofreciera mi vida. Me dijo que, cuando lo hiciera, me daría el poder para echar para siempre a la Corporación de la Deriva. —Un tono colérico apareció en su irritación—. Maldita sea, ¿por qué me mintió?
    — ¡Muestra un poco de valor, niña! —rugió Esterhaszy—, Cuando eras pequeña, te dejé que le echaras la culpa a tu madre durante mucho tiempo; no pienso permitirte que empieces otra vez. No trates de pasarle la responsabilidad a otra persona..., ponte recta y haz que me sienta orgulloso de ti.

    Se miraron mutuamente con ojos centelleantes durante un largo minuto. Luego, ella bajó la vista.

    —Sí, papi —replicó con voz débil, obediente. Cerró los ojos, y la cabeza le cayó a un costado—. Estoy cansada —comentó, y volvió a quedarse dormida.

    Esterhaszy permaneció inmóvil, sosteniendo las manos de ella. Inclinó la cabeza y por su mejilla corrieron silenciosas lágrimas. Pasado un rato, Patrick le llevó fuera.

    —Oh, Dios —exclamó el anciano. Sacó un pañuelo y se limpió los ojos, se sonó la nariz y volvió a colocarse la mascarilla. Finalmente dijo—: Es culpa mía. Intenté que se le pasara esa obsesión que tenía con la mierda del ocultismo. Pero no lo sé. Quizá fui demasiado estricto. O tal vez no lo fui lo suficiente. —Tal vez no había nada que tú pudieras hacer. —Debí controlar la situación. —Esterhaszy se irguió—. Morirá, a no ser que consigamos que le hagan un trasplante de médula. Las probabilidades de que sobreviva no son buenas, ni siquiera con el trasplante; sin embargo, son las únicas que tiene. Y sólo hay un sitio donde pueden llevar a cabo la operación: Boston.

    Patrick sacudió la cabeza ante esa idea imposible. No obstante, lo único que dijo fue:

    — ¿Cómo se lo conseguimos?
    —Nos entregaremos a la Corporación de la Deriva, eso es lo que haremos —replicó Esterhaszy—; e intentaremos llegar a un acuerdo.
    —Querrán nombres... tendrás que traicionar a tus amigos. — ¿Y a ti qué te importa eso? ¡Tú, maldito neutral! Sigue enviando tus artículos; no se supone que debas inclinarte por ningún bando.

    En ese instante, algo ocurrió en el interior de la casa. Patrick lo supo. Sintió cómo ocurría, lo sintió por unos medios que no sabría definir. Fue como si el mundo hubiera hecho un pequeño hueco para dejar que entrara alguien.

    —Algo extraño está ocurriendo —dijo con voz somnolienta. La madre de Victoria se encontraba cerca. Se presentó ante Vitoria, lo suficientemente cerca como para que la líder rebelde pudiera tocarla.
    — ¿Qué quieres decir con «extraño»? —preguntó Esterhaszy.
    — ¡Esta en la casa!—Patrick dio media vuelta y regresó corriendo.

    Sin embargo, cuando entró en la casa, Victoria se hallaba sola. Estaba sentada en su litera, y le brillaban los ojos. Cuando Patrick le pidió que le contara lo que había ocurrido, ella sacudió la cabeza.

    —Nada —repuso; Patrick supo que mentía. —Hemos decidido los pasos a seguir —indicó Esterhaszy. Pero, cuando intentó explicárselos, ella los descartó. — ¿Cuáles son mis probabilidades, aunque consiguieras que todo funcionara como lo has planeado..., ínfimas? Prácticamente son inexistentes, ¿verdad? Esterhaszy frunció el ceño. —Yo no me atrevería a decir que...
    —Desde que tengo uso de razón he sabido que moriría joven. Ya no tengo miedo. —Cogió la mano de Patrick y la apretó—. Temo que tampoco tengo vergüenza, Patrick. Cuando necesité publicidad, dejé que te convirtieras en un proscrito; y cuando necesité un... amigo, no te permití participar de mis secretos. No existe razón alguna en el mundo para que me perdones nada. Sin embargo, todavía he de pedirte un favor. ¿Me lo harás?

    Patrick bajó la vista a la delgada mano que sujetaba la suya, mucho más débil que hacía unos días. El lado práctico de su mente sabía que no debería hacer ninguna promesa a ciegas. Pero el lado honesto, sabía que no importaba lo que le pidiera. —Lo que sea —contestó. Ella le contó lo que deseaba.

    Les llevó sólo unos minutos abandonar la casa. Patrick ayudó a que Victoria saliera mientras Esterhaszy juntaba cosas que fueran muy inflamables. Encendió el fuego con rapidez y destreza: primero la yesca; luego la leña; después las tablas de madera y, finalmente, las paredes.

    — ¡Apartaos! —aulló; encendió una cerilla y la lanzó al interior de la construcción, que ardió de inmediato.

    Mientras las columnas de huma ascendía hacia el cielo, Patrick alzo la antena retráctil de su transceptor. Era demasiado pronto para realizar una transmisión a través del polosat; no obstante, la Corporación quizá estuviera escuchando. Comenzó a teclear el mensaje.

    Esterhaszy trajo su moto, una Citicab transformada, con cuadro plegable y ruedas inflables, y la detuvo con el motor en marcha. Le dio una palmada a la espalda de Patrick y se encaminó a la vieja farola rota, donde Victoria permanecía sentada acurrucada en una manta.

    —Bien —señaló.
    — ¿Llevas el sobre?
    —Lo tengo aquí mismo. —Esterhaszy se llevó la mano al bolsillo de la chaqueta—. Aunque no creo ni por un instante que este estúpido plan funcione.
    —Piotrowicz ama a su ciudad. Es lo único que le queda —explicó Victoria—. Creo que...
    —No digas nada. No creo que lo soportara; me pondría a llorar. —Esterhaszy se obligó a sonreír—. Y no queremos que tu viejo tío se ponga a llorar, ¿verdad?

    Victoria sacudió la cabeza.

    —No.
    —De acuerdo entonces. —Dio media vuelta.

    Sin embargo, antes de que hubiera recorrido la mitad del trayecto que le separaba de su moto, Victoria se había puesto de pie y corría hacia él. Le abrazó desde atrás, arrodillándose para poder hacerlo, y apoyó su barbilla en su hombro, hundiendo su mejilla en el cuello de él.

    —Vamos —dijo el anciano. Le acarició el brazo y, luego, comenzó a darle palmaditas—. Oh, demonios.

    Una hora más tarde apareció una patrulla de Mimos: estaba compuesta por tres vehículos todo terreno, rápidos y llenos de Mimos de la Corporación, todos armados. Encontraron a dos derrotadas figuras, abrazadas junto a una improvisada bandera blanca de rendición.

    La cárcel de Honkeytonk no era nada especial: un edificio rehabilitado de ladrillo, con barrotes en las ventanas, candados y mirillas en las puertas de las celdas. Sin embargo, resultó suficiente para contener a los nuevos prisioneros. Llevaban sólo una hora bajo custodia cuando un guardia abrió la puerta y Keith Piotrowicz entró.

    Aunque Patrick sólo había visto a Piotrowicz una vez, y únicamente durante unos instantes, fue impactante comprobar lo que había envejecido el hombre. La carne de su rostro era fláccida y estaba hundida; sus movimientos resultaban bruscos y torpes. No obstante, aún retenía un aura de poder.

    Piotrowicz dejó caer un puñado de papeles sobre la mesa con un gesto urgente. Patrick reconoció la prosa de la primera hoja. Se trataba de copias pirateadas de sus artículos.

    —Los acabo de recibir —comentó Piotrowicz.

    Sacó un ejemplar doblado del Atlanta Federalist y se lo arrojó a Patrick.

    El periódico contenía uno de los primeros artículos de Patrick. Lo habían puesto en primera página, dedicándole toda una columna de un lado..., continuaba en las páginas interiores. Una rápida ojeada le indicó que lo habían publicado casi sin ningún corte; prácticamente respetaron todas sus palabras. Patrick hizo a un lado el diario. Poco antes, para él aquello habría significado mucho.

    Piotrowicz acercó una silla y observó a sus dos prisioneros por debajo de unas cejas tupidas.

    —Bien. ¿Hablamos?
    —No perdamos tiempo —repuso Victoria—. Usted está preocupado por el hecho de que un fanático como Fitzgibbon posee una batería de misiles y los suficientes materiales radiactivos como para bañar Boston cuatro veces. —Con gesto despreocupado, cogió la primera hoja del artículo y la miró.

    Piotrowicz asintió despacio.

    —No va a poder atraparlo. Así que lo que quiere saber es si de verdad posee los materiales radiactivos, ¿verdad? Y si puede emplearlos como un arma. Y si lo hará.

    Entre las posesiones que los guardias le habían permitido guardar se hallaba un carboncillo. Lo extrajo de su bolsillo y comenzó a dibujar sobre las hojas.

    — ¿Y bien?
    —Apueste su culo a que los tiene. —Victoria alzó la vista y emitió una breve sonrisa. Las encías le sangraban un poco—. Apueste su dulce culo a que sí.

    Keith miró con gesto sombrío a Patrick y, luego, volvió a concentrarse en la rebelde.

    —Los dos serán juzgados como criminales de guerra —anunció—. Los dos son cómplices del delito y pagarán por ello. Los crímenes cometidos contra la población civil no son actos de guerra, y no necesitan ser juzgados por una corte militar. —Se detuvo y se pasó la mano por la frente en un gesto de cansancio—. Conocí a su madre —le comentó a Victoria.

    Si lo que pretendía era sorprenderla, fracasó. Toda la atención de Victoria se centraba en el papel que tenía delante de ella. Mantenía el ceño levemente fruncido en señal de concentración. La manta resbaló de sus hombros, y se la volvió a colocar sin alzar la vista.

    — ¿Oh, sí? —dijo.
    —Tenía mucho valor —continuó Keith—. Y la gente creía en ella. Juntos podríamos haber conseguido muchas cosas. Sin embargo, fue poseída por una especie de sentimentalismo. No se puede ayudar a la gente desde la debilidad. Ya de por sí es muy difícil ayudar a la gente; pero resulta imposible sin fuerza. Aun así, lo mejor a lo que puedes aspirar es mitigar el dolor. —Miró a Victoria con ojos centelleantes—. ¿Qué cree que diría su madre sobre este plan de matar a toda la gente de Boston? ¿Cómo lo justificaría ante ella? ¿Cree que lo aprobaría?
    —Retire todas sus tropas de la Deriva —indicó Victoria.

    Piotrowicz parpadeó.

    — ¿Qué?

    Victoria volvió a inclinarse sobre la hoja de papel.

    —Retire sus tropas. Retire a los Mimos de la Corporación, a sus espías, sus agente e informadores; a todos los representantes y ejecutivos y oficinistas. A todo el mundo. Es la única forma en la que podrá detener a Fitzgibbon.

    Lentamente, Piotrowicz comenzó a reírse. Su risa se transformó en una carcajada; sin poder dominarse, se inclinó hacia delante, sacudido por la risa.

    —Querida, querida —repuso al fin—. No es tan fácil como usted lo pone. Yo no poseo ese poder. —Se calmó un poco y continuó—: ¿Sabe?, hay cosas que han de llevarse a cabo. Existen decisiones desagradables que alguien ha de tomar. Alguien, personalmente, ha de decidir comenzar esta guerra, ordenar esa ejecución, abandonar a esos fieles aliados a los lobos. Y el hombre que esté dispuesto a llevarlas a cabo recibe el poder para que sean puestas en marcha.

    »Sin embargo, sólo posee el poder para tomar esas decisiones..., no puede actuar en contra de los intereses de la gente a la que representa. Si intenta evitar esa guerra, esa ejecución, la pérdida del fiel aliado, entonces ese mismo poder es transferido al hombre siguiente que esté dispuesto a realizarlas.
    »Yo no puedo retirar a la Corporación de la Deriva. Hay demasiado dinero en juego. Aquellos que recogen los beneficios de la Corporación se negarán a creer que Fitzgibbon no se está marcando un farol. Si actúo en contra de sus intereses, simplemente me reemplazarían por otro.

    —Puede que así sea —reconoció Patrick—. No obstante, todavía tiene la alternativa de perder la guerra. No sería muy difícil para un hombre de su capacidad.
    —Le concedo ese punto. —Keith extendió las manos—. Podría, si lo deseara, librar una guerra tan mala como para dejar a sus fuerzas en una posición ganadora. Pero, ¿por qué habría de hacerlo? Aunque estuviera completamente convencido de que Fitzgibbon puede y es capaz de cumplir su amenaza..., Boston no es mi ciudad. Que la destruya; luego negociaré con él. Pero sólo para salvar a Filadelfia, no porque me preocupe un ápice alguna metrópolis de la Greenstate.
    —Ah —exclamó Victoria. Observó la hoja con satisfacción. Tenía que apoyarse en una mano para mantenerse erguida; sin embargo, el mapa que había trazado era correcto y preciso—. Perdónenme, no pretendí interrumpirles. Por favor, prosigan. —Comenzó a escribir unos números pequeños en el mapa, distribuyéndolos de una forma determinada.

    El rostro de Keith mostró irritación.

    —Indíquenme el emplazamiento del laboratorio donde será procesado el material radiactivo. A mí no pueden engañarme, y no tienen nada con lo que negociar. Si desean detener a Fitzgibbon, el peso recae sobre sus espaldas.
    —Fitzgibbon me abandonó para que muriera —comentó Victoria—. Sabía que tal vez viviera lo suficiente como para llegar a hablar con usted, pero no me mató. No tengo la menor idea del lugar en el que piensa procesar el polvo radiactivo. —Acabó de escribir los números y, luego, trazó una serie de círculos—. Aquí tiene. —Le alcanzó el mapa a Piotrowicz.
    — ¿Qué es esto? —inquirió el hombre con suspicacia.
    —Es un mapa. Ahí, en un extremo, se encuentra Filadelfia; ¿ve dónde confluyen los dos ríos? Y los números son mediciones radiactivas; si une ambas cosas, a cualquiera le resultará bastante obvio deducir el hecho de que Filadelfia se halla en realidad en el interior de la Deriva, no fuera, como cree la mayoría de la gente. Dentro.
    — ¿Dónde lo consiguió? —gritó Keith, aterrado.
    — ¿Qué importa dónde lo conseguí? Su pregunta es: ¿Lo sabe alguien más?
    —Sí. —Keith casi susurró la palabra.
    —Una copia idéntica de este mapa se encuentra en poder de mi tío. Quizá le conozca..., Robert Esterhaszy. El, por cierto, le recuerda a usted muy bien.
    —El enano —dijo Piotrowicz. Luego añadió—: ¿Qué desean?

    Cuando ella se lo explicó, él sacudió la cabeza.

    —No. No lo haré. —Se puso de pie y se acercó a la ventana enrejada. La calle estaba vacía y brillaba el sol. Finalmente dijo—: He hecho un montón de cosas viles en mi época, y no obtuve casi nada a cambio. ¿Por qué debería molestarme ahora? — Cuando nadie le respondió, añadió—: Maldita sea, ¿qué gano yo?
    —Nada. —Victoria empezaba a sentirse agotada; el esfuerzo gracias al que se mantenía erguida la hacía temblar—. Recuerde lo que comentó sobre el poder. Sólo existe una decisión que pueda tomar, ¿no es cierto? Usted posee ese poder..., y tiene que adoptar esa decisión.


    Era mediodía. La gente había estado llegando a Honkeytonk durante toda la mañana. Atiborraban el centro de la plaza..., todos los empleados de la Corporación de la Deriva, cada trabajador deriveño a quien Piotrowicz podía ordenar que asistiera, cada trabajador que los Mimos de su Corporación podían obligar a estar presente.

    —Se supone que han venido porque les quiero enseñar una lección —comentó Piotrowicz con voz amarga. Se bajó la mascarilla y escupió, moviendo la boca de forma desagradable—, A esto se ha reducido mi vida. Mi propia gente ya me odia.

    Le pasó a Patrick su transceptor. Abollado y familiar, con el cuero de su funda agrietado, era como un viejo y leal amigo al que se hubiera encontrado después de mucho tiempo. Recorrió la superficie del aparato con la mano.

    —Les romperá el corazón —dijo Piotrowicz.

    Comenzó a marcharse y, de inmediato, regresó.

    —Debo estar volviéndome senil..., olvidé darle esto. —Le alcanzó a Patrick un documento doblado, luego dio media vuelta y se dirigió a la plataforma desde donde contemplaría todo el acto.

    En el centro de la plaza se había apilado madera alrededor de una larga y recta estaca. Los Mimos empapaban la madera con combustible.

    En el otro extremo de donde se hallaba Patrick, casi a la misma altura de la grada, Victoria permanecía erguida y ataviada con un largo vestido blanco. Se hallaba expuesta dentro de una celda de madera; los guardias mantenían apartada a la muchedumbre. Nadie podía acercarse lo suficiente para ver cómo había sido drogada con anestésicos, a fin de ayudar a mantener la ilusión fría y orgullosa de su expresión de desafío. Percibía ya a varios individuos que miraban en su dirección. Se informaban mutuamente de que allí estaba el traidor del sur que había entregado a Victoria Paine.

    Patrick contempló el perdón que sostenía en la mano, y pensó en lo que Victoria le había dicho —parecía como si hubieran transcurrido años— en la casa, cuando le pidió el favor.

    —Te odiarán por ello. Si todo sale bien, en esta parte del mundo, tú nombre será una maldición durante los siglos venideros. —Y entonces, a través de todo su dolor, le había sonreído y, con un encogimiento de hombros, había finalizado—: Sin embargo, todo mártir necesita su Judas.

    Ese pensamiento poseía una resonancia irónica; Patrick descubrió la presencia de Victoria en el interior de su mente. Alzó los ojos, y la vio sonreírle débilmente a través de la plaza. Le dolieron las articulaciones en una unión simpática. Notó los hierros alrededor de su muñeca. Ella se esforzaba por llegar hasta él; veía el esfuerzo reflejado en su cuerpo..., la tensión a un costado del cuello, el temblor involuntario de un músculo en su mejilla. Hasta que, finalmente, como desde una gran distancia, creyó escuchar lo que podría haber sido el simple eco del susurro de su voz. Las palabras se le escaparon, pero no su significado. Era un adiós.

    Entonces pasó por su cabeza —y no por primera vez— que todo podía fallar, sus planes y sus esquemas, todo. ¿Llegaría a manifestarse la gente de la Deriva por la memoria de un mártir muerto? Aquí y ahora, con la tierra sucia y dura bajo sus pies, con el sol calentando sus cabezas e irritando sus ojos..., no lo creía. Iban a quemar viva a Victoria, y todo por algo abstracto, por algo intangible y teórico.

    Cerró con fuerza una mano y la volvió a abrir. No había nada que él pudiera hacer.

    Se estaban leyendo los cargos de los que se la acusaba. Traición, sedición, subversión..., más cosas abstractas. Algo acerca de vampirismo. Parecía que no iba a terminar nunca. Pasado un tiempo, Victoria comenzó a entrecerrar los ojos. Entonces surgió una visión relampagueante que los recorrió a los dos, de uno a otro, y ella se vio a sí misma en el banquillo de los acusados. Ante los ojos de él era alta y orgullosa, hermosa, tan hermosa como una llama. Una ligera brisa agitó su cabello, retorciéndolo y quemándolo, como si ya estuviera ardiendo.

    Victoria se irguió, reprimiendo una sonrisa. La brisa aliviaba su piel.

    La atmósfera estaba impregnada por el olor a aceite de carbón. Patrick deseó apartar los ojos y no volver a mirar jamás. Deseó romper el lazo existente entre él y Victoria, quiso arrodillarse en el suelo y vomitar todos los recuerdos venenosos fuera de su cuerpo. Las lágrimas comenzaron a descender por sus mejillas; no sabía de dónde brotaban.

    Piotrowicz subió a la plataforma. Incluso desde los extremos más apartados de la multitud, Patrick notó cómo los demás oficiales se apartaban del anciano. Un guardia que había al lado de Victoria, y al que nadie vio, hizo el signo de los cuernos ante la aparición de Piotrowicz, para ahuyentar el mal. El viejo Mimo era el foco de atención del odio de la muchedumbre, pero parecía ajeno a ello.

    Con impaciencia, agitó una mano para que comenzara el espectáculo.

    Le quitaron las esposas a Victoria, y de un empujón la sacaron del estrado de los acusados. Trastabilló y se recuperó con facilidad; sin embargo, en el proceso, se torció un tobillo, y el dolor la distrajo de forma irritante. Había paja seca en el suelo bajo sus pies. Vio a un niño con la mascarilla torcida..., sus dedos anhelaron ponérsela bien.

    Un par de escalones de madera ascendían hasta la estaca donde la quemarían. Los guardias —uno a cada lado— le permitieron subirlos lentamente, con algo de dignidad, aunque el que tenía a su izquierda parecía ansioso por acabar de una vez. Tiraba de ella levemente a medida que subían. Se produjo un momento de incomodidad cuando la volvieron a esposar con las manos a la espalda, de modo que quedara sujeta a la estaca. Después retiraron los escalones y quedó sola sobre la pira.

    La vista que tenía desde allí era buena. Los colores aparecían nítidos y brillantes; pudo distinguir los ojos castaños de Patrick por entre los miles que la miraban. Las lágrimas empañaron la visión de Patrick, y ella no vio nada; de inmediato recuperó la claridad a través de sus propios ojos.

    Resultaba extraño. De pie allí, sabiendo cuán poco tiempo le quedaba, los amó a todos, empezando por Patrick y hasta el último de los presentes. Habría sido tremendamente feliz si ese momento hubiera podido ser congelado para que ella pudiera contemplarlo toda la eternidad.

    Un hombre encapuchado, empuñando una antorcha humeante, apareció de ninguna parte. La hizo girar tres veces por encima de su cabeza y la arrojó.

    Voló en un arco hacia la madera.

    Esterhaszy no tendría que haber estado presente. Todos su planes se estropearían si Piotrowicz lo veía. Sin embargo, el enano se hallaba entre la multitud, y Patrick lo vislumbró en las primeras filas, entre la gente que tenía que ser contenida por la fila de Mimos que montaban guardia. Victoria lo vio también, con el rostro tenso y pálido, intentando acercarse todo lo posible al fuego. Cuando la antorcha aterrizó a sus pies y tocó la madera, el enano aulló antes de que las llamas la rozaran.

    La primera llama alcanzó a Victoria y lamió la parte frontal de su vestido. Patrick, involuntariamente, se encogió; pero no apartó los ojos.

    El dolor era líquido y atravesó a Victoria, anulando los anestésicos como si no existieran, penetrando hasta la misma médula de sus huesos. No obstante, ella no olvidó su deber. La sangre goteó por la garganta de Patrick; se había mordido la lengua.

    — ¡Libertad! —gritó Victoria, a medida que las llamas la envolvían—. ¡Rebelaos!

    El aire estaba caliente. La fiebre del verano había llegado a su punto álgido y pronto comenzaría su descenso. El otoño se acercaba a sus puertas.

    Ya casi era el tiempo de la cosecha.


    FIN


    Título original: In the Drift
    Traducción: Elias Sarhan
    Cubierta: Antoni Garrés
    Primera edición: Septiembre de 1990
    © 1985 by Michael Swanwick
    © de esta edición, Ediciones Júcar, 1990
    Fernández de los Ríos 20. 28015 Madrid. Alto Atocha 7. 33201 Gijón
    I.S.B.N.: 84—334—4037—3
    Depósito Legal: B. 33.157 — 1990
    Producción: Fénix Servicios Editoriales
    Impreso en Romanyá/Valls. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona) Printed in Spain

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    T 1 (2 seg)


    T 2 (3 seg)


    T 3 (s) (5 seg)


    T 4 (6 seg)


    T 5 (8 seg)


    T 6 (10 seg)


    T 7 (11 seg)


    T 8 13 seg)


    T 9 (15 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)