Publicado en
agosto 04, 2013
Mi tía Eulogia estaba cansada de las infidelidades de Roberto y un día tomó una drástica decisión...
Por Elizabeth Subercaseaux.
A Roberto, como a casi todos los hombres, le gustaban las mujeres. La propia, la flaca de la esquina, la secretaria nueva, Madonna, la cajera del banco donde tenía su cuenta, una señorita muy linda cuyo nombre llevaba tiempo tratando de averiguar y con la cual se topaba en el metro cada mañana; esto por mencionar solamente a algunas. Cuando evocaba su infancia, siempre aparecía el rostro de una mujer. Su tía Adriana, que le compraba globos en la feria; su mamá, que le contaba cuentos; su abuela Dorila, que lo llevaba al zoológico. Sus desgracias habían estado siempre vinculadas a alguna mujer que la suya quería asesinar. Por lo tanto, Roberto no era tan distinto a la mayoría de los hombres del planeta. El problema, en su caso, era que el resto de las mujeres parecían gustarle más que Eulogia y eso volvía loca a mi tía.
El ciclo era más o menos así: mi tía lo sorprendía con otra, porque le encontraba una carta, una mancha de lápiz labial, o sentía olor a un perfume que no era el de ella; porque escuchaba una conversación por teléfono a las dos de la madrugada, o simplemente porque empezaba a darse cuenta de que Roberto no era el mismo. Algo lo estaba persiguiendo y se había puesto lejano... en fin, no había nada más fácil que sorprender a Roberto pegándole los cuernos a mi tía, pues con todo lo bruto que podía ser
—Tengo que hablar contigo —le decía, y Roberto, que sabía desde el primer instante de qué tenía que hablar con él, se ponía su impermeable color café, su sombrero de fieltro y partía a la "cita".
Los primeros años, en el transcurso de las primeras infidelidades, mi tía se ponía a llorar. Roberto hacía hasta lo imposible por consolarla y convencerla de que la "otra" no era importante para nada, que todo había sido una simple aventura de un par de noches, que no se trataba de nada serio, que no era lo que ella creía, que a la única mujer en la vida que realmente amaba era a ella... y le pedía que por favor lo perdonara.
—Te pido perdón de rodillas, si es necesario, y te prometo, por mi mamá y mi abuela Dorila que están en el cielo, que nunca, nunca más... —le decía.
Entonces mi tía entornaba los ojos, ponía una cara de creerle, que a cualquiera le hubiera dado vergüenza, y decía:
—¿Estás seguro?
—Sí, mi amor —juraba Roberto—. Cómo no voy a estar seguro.
Y salían del café, tomados de la mano y la vida seguía su curso sin que las cosas hubieran pasado a mayores.
Pero con el correr del tiempo y como el gusto que Roberto tenía por las mujeres en vez de disminuir fue creciendo y mi tía fue poniéndose cada vez más agria y enfurecida con tanta flaca, rubia, crespa y secretaria nueva que revoloteaban por su vida, todo cambió. Cuando Roberto llegaba a la "cita", ella se ponía de pie, para recibirlo, viéndose más alta, y casi le escupía en la cara: "¡Te vi!". Y eso era todo. Abandonaba el lugar tan altivamente como había llegado y Roberto sabía que esa noche era mucho más prudente alojarse en un hotel y mandarle un ramo de flores con la consiguiente tarjetita pidiéndole perdón, al día siguiente. Vale decir que Roberto la engañaba, ella enfurecía, Roberto le pedía perdón y ella lo perdonaba.
Y así se encontraron un día con que ya llevaban cerca de 25 años casados, y como era de esperar, a Roberto no se le había pasado, en absoluto, el gusto por las mujeres. A estas alturas mi tía no es que se hubiera convertido en sabia, pero algo había aprendido, ya no era la llorona de antes cuyo corazón se reblandecía a la primera disculpa de Roberto. Así que ese día, cuando llegó a su casa después de jugar canasta con un grupo de amigas, alrededor de las 10 de la noche y encontró que Roberto había dejado un recado en la máquina del teléfono —una reunión de trabajo— se puso a registrarle los bolsillos de una chaqueta, una ignominia que una mujer inteligente jamás debe permitirse... Y encontró lo que andaba buscando: una bella carta de amor.
"Te espero donde siempre, corazón de mis entrañas", leyó mi tía con los labios temblando de rabia.
Dieron las 12 de la noche y Roberto no llegó. Dieron la una y seguía sin volver a la casa. A las tres de la mañana, mi tía reconoció el familiar ruido de la llave y saltó de la cama.
Cuando Roberto alzó la vista, la vio, esperándolo en la parte superior de la escalera.
—¿Cómo te fue, corazón de mis entrañas? —lo saludó mi tía, sin poder ocultar el frenesí que se estaba apoderando de su cuerpo.
Esa noche hablaron, ahí mismo, nada de cita al día siguiente en un café, y mi tía fue clara como el agua y sin rodeos le dijo lo que pensaba: que el matrimonio se había acabado.
—Ahora mismo, en este mismo instante, te ruego que eches alguna ropa en un maletín y te vayas de mi casa, mañana te mandaré el resto. Esta vez no hay perdón, Roberto. Te deseo una vida pésima. Adiós —y se encerró en el baño para darle tiempo de hacer su maletín e irse.
Roberto no podía creer lo que le estaba pasando. Golpeó la puerta del baño con fuerza.
—¡Eulogia! Perdón, te pido perdón de rodillas, por mi mamá y mi abuela Dorila que están en el cielo, te juro que nunca, nunca más, te lo prometo, perdóname.
Mi tía salió del baño y con una expresión solemne le dijo:
—Mira, Roberto, el perdón tiene que conllevar alguna acción y todos estos años el círculo vicioso se ha repetido de la misma manera: me engañas, te sorprendo, me pides perdón, te perdono y al parecer, mi perdón funciona como una licencia para que me engañes de nuevo. ¡Se acabó!
—Vamos a una terapia de pareja —propuso Roberto como último recurso, y cual no sería su sorpresa cuando la tía Eulogia, impredecible como el tiempo en marzo, aceptó.
—Muy bien, vamos a una terapia de pareja; pero siempre que me prometas que te someterás a lo que el médico te recete, sea lo que sea. ¿Estás de acuerdo, Roberto?
—Hecho— dijo Roberto, y esa noche durmió en el sofá.
Hicieron una cita al día siguiente con el doctor Cirilo Mendoza, muy famoso por sus terapias de pareja, y el médico los recibió ese mismo día a las siete de la tarde.
—Su marido no es infiel— dijo el doctor una vez que habló media hora con Roberto, media hora con mi tía y 15 minutos con los dos.
—¿Ah, no? Una flaca de la esquina, tres secretarias nuevas, una rubia de la farmacia, la cajera de un banco y cuatro enfermeras, ¿no le parecen a usted suficiente como para afirmar que es un infiel?
—No.
—¿Quiere más? Y si no es infiel, ¿qué le pasa?
—Está enfermo, señora, es adicto al sexo, pero eso tiene remedio, yo lo voy a someter a un tratamiento para curarlo.
Durante las próximas dos semanas, el doctor Mendoza sometió a Roberto al "tratamiento" y si no lo dejó idiota, fue por milagro. Lo citaba a las siete de la tarde, todos los días. Lo sentaba en una silla especial, llena de electrodos. Le mostraba una foto de Marilyn Monroe, desnuda. Y cuando las partes de Roberto reaccionaban como las de cualquier hombre frente a Marilyn desnuda, echaba a andar la maquinita y ¡chas! Roberto recibía una descarga eléctrica que lo dejaba turulato. Al día siguiente, le mostraba una foto de una francesa, estupenda, para morirse de amor, medio desnuda, en la cubierta de una lancha, comiéndose un helado de frutillas, y ¡chas!, la corriente y la cabeza de Roberto caía hacia un lado y quedaba semiinconsciente por los próximos cinco minutos. Al otro día le mostraba una foto de una conejita de Playboy, en una postura que era como para enloquecer a cualquiera. Roberto sacaba la lengua, respiraba profundo, trataba de alcanzar la revista y ¡chas! Otro correntón que lo dejaba fuera de servicio por media hora.
Lo tuvo a "tratamiento" por dos semanas. Y cuando le dio de alta, Roberto llegó a la casa y se quedó en cama para no tener que salir a la calle. Mi tía Eulogia partió corriendo donde Mendoza, era obvio que Roberto podía haberse mejorado de su adicción al sexo; pero había quedado con una fobia extraña.
—No se atreve a salir de la casa, doctor.
—Eso se le va a pasar. Siempre ocurre al principio.
—¿A qué se debe?—quiso saber la tía Eulogia, muy preocupada por la salud mental de su marido.
—Bueno, usted sabe, en la calle andan mujeres y después de este tratamiento el hombre queda, digamos, un poco asustado —dijo Mendoza—. Pero se le va a pasar. No se preocupe.
Efectivamente, se le pasó; pero en los próximos años, cada vez que Roberto veía a una mujer estupenda en la calle, salía corriendo a perderse. Y mi tía se sentía feliz.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MAYO 10 DEL 2005