MANHATTAN, NEURÓTICA Y FASCINANTE
Publicado en
julio 08, 2013
© 1978 ANDY LEVIN/BLACK STAR.
Incomparable por lo imponente de sus rascacielos, por las sombras de sus profundas calles y esa condición de enclave que imprime a la isla su embrujo.
Por Jan Morris.
AVECES, desde los altos ventanales de las oficinas ubicadas en el centro de Manhattan, se puede distinguir una débil mancha blanca en el Central Park, como un trazo de nebulosa en el firmamento nocturno. En los binoculares aparece el claro perfil del oso polar del jardín zoológico del parque. Me comentan que es un plantígrado de una originalidad extraña que algunos califican de neurótica y otros de imaginativa. Un ejemplar sin parangón. Estoy segura de que la razón de esa originalidad no es su cautiverio, sino el lugar donde se encuentra.
El destino puso al animal en el corazón de Manhattan y aparece en mi imaginación rodeado por jaulas, zanjas y los límites de la comisaría: el río Hudson, el río del Este y el Atlántico. Manhattan es el más grande de todos los zoológicos.
Como el oso, sus ciudadanos se engrandecen por su confinamiento, y esa condición de enclave es la que da cierto embrujo al lugar. Si la gente de Manhattan vive en cierto sentido atrapada, en otro goza de libertad. A veces el interminable ir y venir de la gente infunde tristeza, pero cuando el clima se presta parecen danzar por las avenidas, por las plazas y en el tren subterráneo. Así, Manhattan adquiere un ritmo estimulante.
Otras ciudades poseen edificios más altos o más extendidos, pero todavía no hay nada que pueda compararse con la imponente espesura de los rascacielos de Manhattan. La isla es un gran desorden, un contraste de luces y sombras salpicada aquí y allá de ruinas y de barrios bajos... Manhattan es, en resumen, el monumento supremo al instinto elemental del hombre: abierto a todos.
Ninguna otra ciudad, ni siquiera Venecia, resulta más atractiva. Lo digo pensando en su oculta seducción, en la sombra de sus calles profundas, en la vigilancia constante y en el misterio, presente en todas partes. En un día gris semeja un bosque sombrío. La cima de algunos edificios se pierde en la niebla y quedan visibles sus bases sólidas. Me siento entonces como un hongo, íntimamente unida a la tierra. La prisa de la gente en las aceras, los variados contornos de sus sombrillas, el torrente de carros por el laberinto de calles, los chorros humanos que, como géiseres, brotan de las salidas del metro, todo esto me habla sutilmente de claridad aquí, en la quinta esencia del urbanismo.
Me gusta caminar en las madrugadas hasta el parque Battery donde se oyen sirenas distantes, y se ven a dos o tres vagabundos andrajosos durmiendo en los bancos. Al disiparse la bruma la amplitud de la bahía se revela en todo su esplendor y la Estatua de la Libertad aparece. Al volver la espalda al agua uno comprende que ha tenido detrás durante todo ese tiempo la presencia de Manhattan.
METROPOLI DE TODOS
No conozco otra gran ciudad que parezca estar a veces al borde del colapso. Su población es la más neurótica de la Tierra. El tic nervioso, el bisbiseo, los gritos sin sentido, la obscenidad mascullada, el loco andar... son muy propios de la isla. Inteligente, cínica, introspectiva, febrilmente incansable, posee todo el fulgor inquieto que, alternado con el abatimiento, produce a veces el insomnio y la esquizofrenia.
Porque están apiñados en una isla de veinte kilómetros de largo por cuatro de ancho en el punto más amplio, no es extraño que sus habitantes actúen todos estimulados por el mismo pensamiento. Ninguna otra ciudad del mundo depende tanto de la moda, de los dictámenes de críticos, petrimetres y árbitros del gusto. Manhattan se nutre de sí misma. Una minoría maneja los chismes y salones de reunión; los mismos rostros se ven varias veces en diversos lugares.
Recién llegada de una aldea del noroeste de Gales, me siento entre superlativos en esta ciudad incomparable. Al fin y al cabo es la metrópoli de todos; no hay nación que no haya aportado algo a Manhattan, aunque sea un giro idiomático o algún tipo de pan.
En ciertas ocasiones es difícil recordar que es una de las urbes más modernas de la Tierra, porque en algunos aspectos es extrañamente provinciana. The New York Times es periódico internacional y revista parroquial con necrologías de distintas personas desconocidas para el resto del mundo.
A menudo cruza por la ciudad una sensación de prodigio fatídico. Cierta mañana leí en el Times que una mujer había sido atacada por enormes ratas. Fui al sitio, pero Manhattan se había adelantado. EL gentío se congregó para observar el lote baldío por donde habían salido los roedores. Un neoyorquino, autodesignado perito oficial, señalaba a una rata enorme que observaba indiferente sobre una trampa de alambre. ¿Qué fue de la víctima?, pregunté. "Creo que estaba algo chiflada. Se alejó en automóvil gritando".
Yo hubiera actuado de la misma manera. A la vuelta de la esquina seguía como si tal el negocio de comida del vecindario. Supongo que a los neoyorquinos ya no les impresionan las atrocidades, y eso es probablemente lo que me hace pensar en un anfiteatro pagano donde damas y ratas se enfrentan como gladiadores para diversión de los dioses.
Sector sur de Manhattan y parque Battery
ESTILO MANHATTAN
A pesar de ser una metrópoli tan formidable, Manhattan tiene unos afanes muy peculiares. Para bien o para mal, las aspiraciones personales adquieren prioridad. No hay mucha industria en la isla; sus intereses son más complejos: de especuladores y asesores, de agentes e intermediarios y conciliadores. Allí se forjan fortunas y reputaciones.
El ritmo legendario de Nueva York actualmente es, en mi opinión, ilusorio; los hombres de negocios, por ejemplo, no trabajan mejor que los de otras grandes ciudades. Pero los neoyorquinos dedican tanto tiempo a analizarse y a atender sus asuntos personales, que les queda poco para sus transacciones comerciales. Los enredos de la vida conyugal y emocional de Manhattan determinan el tono de la ciudad mucho más que los pleitos o las operaciones bursátiles.
Todo entra en la isla, poco o nada sale, ni siquiera por evaporación. En un tiempo fue puerto de entrada al Nuevo Mundo y por ella se encaramaron a esta enorme balsa refugiados, aventureros, idealistas y malandrines. Manhattan ha abandonado hasta su función de crisol de razas. Es más, los enclaves raciales de la isla parecen adquirir cada vez mayor potencia étnica.
Cada ciudad tiene su época de grandeza, ese momento en el que alcanza su propósito y ve aflorar su espíritu. Creo que Manhattan tuvo ese momento en los años que mediaron entre la Gran Depresión, cuando los indigentes acampaban en Central Park, y el final de la Segunda Guerra Mundial, cuando los soldados norteamericanos regresaron como redentores de la libertad. En esos años la pequeña isla era un sueño fabuloso, símbolo de renacimiento y de una concepción estratosférica de las cosas. Aquellos fueron los días agridulces de la inocencia norteamericana que desaparecieron para dar paso a la responsabilidad.
Rockefeller Center es el teatro de ese estado de ánimo. Alguien le recordó un día a Raymond Hood, uno de los arquitectos de su estructura central, que había ido a Manhattan con la intención de convertirse en el mejor arquitecto de Nueva York. "Así fue", admitió mientras contemplaba a través de la ventana aquella obra de altura. La visión reveladora, el oportunismo y el recurso ilimitado fueron los atributos del Rockefeller Center y de Manhattan mismo en los años de su construcción.
CIRCO AL AIRE LIBRE
Las ciudades de Europa han perdido casi por completo sus barrios de artistas. En Manhattan la clase bohemia todavía florece con ilusión. Las calles y sus cafés favorecen el contacto humano, casual o platónico, y aquí ningún artista joven tiene por qué sentirse solo o desamparado por mucho tiempo y no hay ambición que sea extravagante. Manhattan tiene probablemente un acervo de seudoarte, pero en sus desvanes, hoteles baratos, edificios de apartamentos y casas de huéspedes, una multitud de artistas y artesanos laboran indiferentes a las tendencias y con desdén de lo falso.
Me agrada dedicar la mañana del domingo a observar el circo al aire libre de la plaza Washington, a la entrada del barrio bohemio de Greenwich Village, donde músicos ambulantes y malabaristas aficionados compiten por absorber la atención de los paseantes con virtuosos de los platos voladores, clásicos en su habilidad y en sus gestos, con demagogos improvisados, con ajedrecistas y con idiotas errantes.
Contrastando con los conceptos que tiene de ella el mundo, Nueva York posee muchas personas íntegras. Tiene que ser así en una ciudad de semejantes realizaciones. Aquí los poetas, los actores y los músicos son fieles a su vocación. Sus escritores descartan un borrador tras otro, y cada noche tocan en Nueva York más pianistas buenos que en toda Europa. Es un lugar de creatividad.
PODER ENCANTADOR
Manhattan en realidad se sintió pasada de moda en 1979. La Ciudad Titánica reconoce que hay cosas imposibles de alcanzar. A comienzos de la década de 1970 se erigieron las dos torres del Centro de Comercio Mundial, a la sazón las más altas de la Tierra, y constituyeron una nueva atracción mundial. Pero toda la ciudad lamentó la alteración de su silueta clásica y hasta el día de hoy es difícil encontrar un neoyorquino dispuesto a admirar ese par de edificios. Suavidad, discreción e inclusive modestia son las cualidades arquitectónicas preferidas en Manhattan.
Si Nueva York ha perdido su capacidad para asombrar, ha ganado el don del encanto. Las operadoras de teléfono de Manhattan, antaño meras máquinas humanas, añaden ahora un "estimado" a sus palabras. Y el Hotel Hilton, santuario de la eficiencia impersonal, tiene en sus cocinas alguien que reconoce mi voz cada vez que voy allí y me envía el desayuno hasta mi habitación.
Por supuesto, hay mucho de decadencia en la cultura de Nueva York. La violencia es un flagelo que confina la vida de miles de personas al año y tiraniza distritos enteros. Cuando preguntaron al donante de la fuente del río Este por qué no brotaba agua de los surtidores, contestó: "Supongo que estaban atascados con cadáveres". En Manhattan son muchas más las víctimas de mordeduras humanas que las de ratas, las primeras sumaron 764 en 1978, y 197 las segundas.
Pero sostengo que Manhattan, cuyo nombre es evocación de asalto, práctica deshonesta y vicio inaceptable, ha llegado a ser, en su madurez, la más civilizada de las ciudades de la Tierra. Es en ella donde la humanidad ha dado los mayores pasos en su errático curso a través de la historia.
CONDENSADO DE "ROLLING STONE" (9-VIII-1979). © POR STRAIGHT ARROW PUBLISHERS. INC. NUEVA YORK (NUEVA YORK).