Publicado en
julio 14, 2013
Las mamás de antes se casaban no para ser felices, sino para hacer felices "a los demás". Y por "los demás" se entiende el marido que les tocara en gracia. En esa época se casó Eulogia... dispuesta a hacerle la vida agradable a Roberto, ¡a costa de lo que fuera!
Por Elizabeth Subercaseaux.
Hay que tomar en cuenta que mi tía Eulogia se casó en una época muy distinta de la nuestra. ¡Por Dios que era diferente todo en aquellos tiempos! Para empezar a conversar, las mamás de entonces instruían a las hijas, no para que fueran felices, ¡cómo se les ocurre!, ellas no estaban aquí para el goce personal, sino para hacer felices a "los demás". Y por "los demás" se entiende el marido que les tocara en gracia.
—Mira, hijita, le decían a mi tía, las mujeres fuimos enviadas a la tierra para servir, para agradar, para cerrar la boca, para estarnos quietecitas a la espera de que nos indiquen lo que podemos hacer.
¿Y el sexo? ¡El sexo! ¡Madre santa! Aquello era lo peor. Desde luego no se podía hablar de ello. Todas llegaban al matrimonio vírgenes. La palabra "sexo" no era de señoritas. Y había mucho temor.
De hecho, cuando mi tía caminó hacia el altar de esa enorme iglesia blanca donde se casó, su abuela, que estaba un poco más atrás, le sopló al oído:
"Acuérdate de lo que te dije". Y "lo que te dije" era que una vez que estuvieran solos, ella y Roberto en la pieza del hotel donde pasarían la noche de bodas, mi tía no tenía que asustarse, sino encomendarse a Dios, "porque lo que te espera en esa pieza, hijita, es simplemente atroz, solo las vacas fueron hechas para esa cosa tan tremenda".
El asunto es que mi tía Eulogia, como todas las mujeres de su generación —estamos hablando de los años 50— llegó al matrimonio sin tener ni la más remota idea de lo que le esperaba, llegó a la pieza del Hotel Lindon sin entender cabalmente cómo era que se hacían los niños, creyendo que el sexo servía solamente para la procreación. Comenzó su vida con Roberto convencida hasta los huesos de que todo era para siempre. El marido, desde luego. No importaba cómo fuera el marido, lo que había que tener muy claro es que una vez comprometida con él, hasta la muerte, había que apechugar. ¡Qué lejos de su pensamiento estaban ese día la flaca de la esquina, la crespa de la oficina y la rubia de la farmacia!
Lo cierto es que mi tía se casó dispuesta a hacerle la vida agradable a Roberto, ¡a costa de lo que fuera! Aprendió a cocinar las cosas que a él le gustaban, dispuso los muebles de la casa de manera que a Roberto le resultara cómodo estar allí, estuvo siempre de acuerdo con las decisiones importantes que nunca tomaba ella, sino Roberto: el color del auto, el lugar donde veranear, los cambios de casas, las compras de muebles grandes como el sofá, la mesa de comedor, una alfombra persa, etc. Incluso quedó embarazada cuando Roberto decidió que ¡ya! Ahora sí quería tener un hijo, ¡un hijo!, pues Roberto jamás habló de una hija, y cuando apareció la cabecita negra y alargada de Eulogita, y él estaba en la sala de parto —algo raro en esa época, pero Roberto entró obligado por mi abuela— y la enfermera le dijo, "lo felicito, es usted el padre de una bella niña", Roberto se desmayó. Después, y para componerla, dijo que se había desmayado de emoción, pero en la familia siempre se supo que fue de horror.
Pues bien, así las cosas, ella agradando al marido, el marido encantado con el sistema, los niños llegando a un mundo que iba cambiando a pasos agigantados, la Domitila observando los ires y venires de esta familia, la flaca de la esquina rondando a Roberto y Roberto dejándose rondar, fueron pasando los primeros años de matrimonio de mi tía. Pero tenía que llegar un momento en que esta tortilla diera vuelta, ¡cómo no!
Cuando Eulogita salió del colegio y Roberto Junior pasó al segundo año de humanidades —estamos entrando en los 70— mi tía Eulogia empezó a ver las cosas desde otro prisma, con otros colores. Sus amigas estaban casi todas trabajando, muchas de ellas eran autodidactas, pues en ese tiempo las universidades habían abierto sus puertas a las mujeres, pero eran pocas todavía las que entraban. No obstante, había un cambio de actitud. Algunas se habían "soltado las trenzas" y tenían amantes, algo completamente inusual, todavía, pero no imposible. Otras empezaban a amenazar al marido con dejarlo al lado, detrás de la puerta, sin llave para entrar, si no cambiaba, si no ayudaba un poco, si no se daba cuenta de que para bailar tango se necesitaban dos. Algunas decían a voz en cuello que estaban arrepentidas de haberse casado a los 18 años. Una vez a la semana se juntaban todas a tomar el té, cada semana en una casa distinta y el tema de conversación giraba siempre en torno a lo mismo: algo no funcionaba en la ecuación matrimonial, eso de tener que agradar al marido no se estaba sosteniendo.
Muchas cayeron en la cuenta de que antes se sostenía porque, la verdad de las verdades, es que las señoras del siglo anterior ni veían al esposo, los hombres se las pasaban jugando en el club con los amigos, llegaban a las casas tarde en la noche, le hacían "el favor" a la vieja para tenerla más o menos contenta —amén de que muchas viejas estaban más felices si nadie les hacía el favor—, le daban un beso a los niños en la frente, los niños ni sabían quién era su papá, y sumando y restando, al hombre de la casa apenas lo veían. De entrada y de salida. Y lo que sí importaba era que siempre hubiera con qué pagar las cuentas y los sueldos de los criados.
La cosa es que mi tía, en sus largas conversaciones con la Domi, había llegado a la conclusión de que su madre, su abuela y su bisabuela estaban perfectamente equivocadas. Las mujeres habían llegado al mundo para algo más que para agradar al marido. Y había unas cuantas que se las pasaban en grande, "mira esa flaca de la esquina", le decía a la Domi, que la miraba con sus grandes ojos de agua sin entender mucho qué clase de animalito le había picado a su patrona. "Mira como lo pasa esa flaca. No me digas que ella fue enviada por Dios para agradar a nadie. ¡Nada de eso, mujer! ¡A ella la envió Dios al mundo para pasarla bomba!".
—Se acabó —le dijo una mañana a Roberto— hasta aquí no más te agrado. Me da lo mismo que te guste o no te guste la comida, que te parezca cómodo o no el sofá, que te interese o no tal o cual playa para veranear. De ahora en adelante me dedicaré a mí.
—¿Qué? —le preguntó Roberto, restregándose los ojos y creyendo que había escuchado mal—. ¿Qué me dices, Eulogia?
—No te digo nada. Ya lo vas a ver.
—¿Ver qué, mujer?
—Mi cambio. Que de ahora en adelante me dedico a mí —sentenció mi tía.
Así fue como mi tía Eulogia emprendió la retirada de su vida de geisha.
—Voy a crear un movimiento de mujeres —le avisó una semana más tarde.
—¿Un qué? —preguntó Roberto desinteresado y sin levantar la vista del diario.
—No te digo más, ya lo vas a ver —murmuró mi tía.
Fue así como nació el primer movimiento feminista del país y se dio comienzo a una verdadera revolución que no dejó libre de su influencia a ningún miembro de esa casa. Mi tía se unió a su hija, su hija a su mejor amiga, la mejor amiga a una prima, mis otras tías se sumaron al grupo, mi abuela también, por supuesto, y la flaca de la esquina apareció una tarde por la casa preguntando si podía ayudar en algo. La crespa de la oficina también se enteró de que en la casa de su jefe estaban ocurriendo cosas importantes y se ofreció como contadora del movimiento. La hermana de la Domitila salió a su vez de la casa donde estaba empleada y fue ocupada como tesorera.
Las normas del movimiento eran bastante simples, a decir verdad, era una sola y podía resumirse de esta manera: al marido hay que amarlo, siempre y cuando entienda que Dios lo mandó al mundo... para agradar a su mujer.
—¿Y qué tengo que hacer? —preguntaba el pobre Roberto, desesperado, mal que mal había perdido a su secretaria, la flaca no quería ni verlo, "sátrapa, siempre agradándote, siempre haciendo lo que a ti te gusta y cuando te gusta y hasta cuando te parezca", lo recriminaba, y su propia esposa, su fiel Eulogia de toda la vida, estaba convertida en una energúmena, con ideas propias, ¡hasta trabajaba en una oficina!, se. pagaba sus cosas, decidía qué auto comprar. ¡Y la Domitila!, Dios santo, si el mundo se había vuelto loco, la Domi se daba todos los permisos que se le antojaban, se había negado a servirle el almuerzo y lo estaba obligando a lavar los platos.
—Dime, Eulogia, por amor de Dios, ¿qué tengo que hacer?
—Agradarme, mi amor —le dijo con dulzura—. Hacer todo lo que yo quiera. Esperarme con un traguito servido, con flores puestas, el diario al alcance de mi mano y mis pantuflas al lado del sofá. Los domingos, mientras me entretengo mirando el tenis o el fútbol, me preparas un sándwich y me das una cerveza, y no me hables cuando van a meter el gol. Para eso te mandó Dios al mundo, para agradar a tu esposa, quedarte calladito, bajar un poco la voz cuando hablen mis amigas, y esperar a que se te diga qué es lo que puedes hacer.
Y Roberto se quedaba mirándola con la boca abierta, rogando al cielo para que alguien volviera las cosas a su lugar, porque así, para qué estamos con cuentos, así no valía la pena vivir.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, JULIO 22 DEL 2003