Publicado en
junio 23, 2013
El enorme animal había sobrevivido a 15 inviernos, pero ahora ya estaba viejo y cansado... y los lobos presentían su mejor oportunidad.
Por Franklin Russell.
EL PERSISTENTE aullido de los lobos descendía por el valle en alas del viento nocturno. El enorme alce se dio vuelta. Al cabo de una hora la nieve alcanzaría una buena profundidad, de modo que quedaría a salvo de ataques al menos esa noche. Sin embargo, se sentía inquieto. Reconoció el aullido de un lobo grande y de hocico blanco, jefe de la manada que lo venía hostilizando desde hacía dos años.
Los aullidos se entrecruzaban en la lejanía. El alce, por fin, hundió en la nieve su cuerpo de 700 kilos. Amanecería enterrado, pero aún caliente.
La luz grisácea del alba le permitió entrever el bosque. Surgió un puma, observó sin hacer movimiento y luego desapareció en silencio. El alce no se movió. A diferencia de los lobos, que merodean por territorios amplios, él pasaba su vida en un área de 2000 metros a lo largo de la ribera boscosa de un lago. A la mitad de este, una isla le ofrecía retoños de abeto balsámico, su alimento favorito. Llegaba a ella caminando sobre el hielo en invierno y nadando en verano.
Se incorporó de un solo movimiento y giró, levantando una nube de nieve. Escuchó atentamente. Nada. Se dirigió cuesta abajo hacia unos álamos temblorosos. Este invierno escaseaba el follaje comestible, aun las hojas de sauce.
Creció su inquietud. Los lobos regresarían pronto y aquel sitio no era bueno para defenderse. Solamente la isla ofrecía refugio gracias a sus gruesos árboles. Un quejido lobuno le llegó desde el norte.
A pesar del frío, el lago seguía siendo peligroso. El agua caliente de los manantiales subacuáticos adelgazaba el hielo en algunos lugares; pero si permanecía allí tendría que entablar una lucha desventajosa; y la manada ya se iba acercando.
Empezó, pues, a cruzar el hielo. A medio camino vio que los lobos se lanzaban desde el bosque de tierra firme, y aumentó su velocidad. Cuando faltaban unos 30 metros para llegar a la isla, el peso de su cuerpo rompió el hielo, se le hundieron las patas delanteras y se golpeó el hocico. Al forcejear se le hundieron también las traseras. De inmediato lo rodearon los lobos y, cuando alzó la cabeza, vio delante los ojos encendidos de la fiera de hocico blanco.
Estaba atrapado en uno de sus lugares preferidos por la abundancia de alimentos acuáticos. Conocía palmo a palmo el fondo del lago porque cada primavera y cada verano, durante sus 15 años de vida, había frecuentado los parajes poco profundos, zambulléndose hasta seis metros y permaneciendo sumergido hasta un minuto para arrancar bocados de hierba.
Enderezó la testuz en un intento de clavarle un asta al lobo de hocico blanco; las gotas de agua que esparció se congelaron en el aire y cayeron en carámbanos. El alce se lanzó con fuerza hacia adelante consiguiendo que el hielo cediera. La fiera, que lo tenía apresado por la nariz, perdió el equilibrio.
El alce se había rasgado el pecho, de modo que los borbotones de su sangre mancharon los témpanos recién quebrados. Con un esfuerzo supremo se impulsó hacia arriba; levantando, al salir, una cascada de agua, se encaramó sobre el hielo sólido. Más lobos lo rodearon. Uno de ellos recibió una patada que lo lanzó a seis metros de distancia. Otro recibió un fuerte golpe y cayó; con el lomo roto se alejó arrastrándose.
Pronto el alce alcanzó una velocidad de 25 k.p.h. Pese al hielo y a la nieve y a que los lobos iban pegados a sus flancos, era una fuerza destructiva. Atravesó como si nada una pila de nieve de un metro y medio.
Por fin se encontró en la isla, chocando entre los árboles y moviendo las astas de un lado a otro para pasar entre ellos. El último de los lobos se rasgó el vientre con los troncos.
Llegado a una loma rocosa, batida por el viento, miró al lago. El lobo de hocico blanco y otros cinco husmeaban las manchas de sangre que habían quedado en la nieve. El cabecilla levantó la cabeza y lanzó un aullido abierto; los otros se le unieron.
Apenas podía oírlos el alce debido al ruido de su propio resuello. Sus pulmones, como los de la mayoría de los alces, estaban destrozados por la solitaria, y la edad había menguado bastante su capacidad de sostener carreras largas.
Gradualmente se calmó su respiración. Arrancó el follaje de un abeto cercano y lo masticó con los ojos entreabiertos. Los recuerdos de la isla le vinieron en tropel. Hacía 13 años, su madre había bajado a la isla. Él, entonces un cachorro largirucho de 18 meses y más de 200 kilos, la siguió sin titubear, pero ella lo atacó y lo empujó hacia las aguas profundas del lago. Herido y desconcertado, regresó solo a tierra firme. Dejaba ya de depender de su madre. No obstante, pasaba nadando a menudo a la isla y hasta hizo de ella el centro de su territorio después que los lobos mataron a su madre.
Cuando comenzaron las terribles peleas con otros alces machos, en las que llegaban a matarse o a trabar las astas hasta morir de hambre, él buscaba refugio en la isla. En la estación de celo contestaba desde allí a las hembras y en el aire resonaba su potente bramido. Luego atravesaba a nado el lago.
Acometía ciegamente a los machos que amenazaban la posesión de las hembras de su territorio. Una vez le rompió el cuello a uno en la ferocidad del combate. Durante más de siete años demostró ser invencible; pero con la edad empezó a perder las peleas con machos más jóvenes, y permanecía más a menudo en las playas de la isla, pregonando su frustración.
Repentinamente lo despertaron los aullidos de un lobo solitario. El frío mordía su piel. Necesitaba comer nuevamente; tomar una parte de los 13 kilos de retoños que necesitaba cada día. En eso vio que el lobo de hocico blanco lo vigilaba en silencio desde el borde de un claro. Dejó de masticar. Algunos cuervos se posaron en un árbol cercano. Si el lobo atacaba, tendrían de comer. Ya lo conocían.
Titubeó el alce; luego se dirigió a una parte de la isla donde los árboles atajaban el viento y donde se amontonaban altas pilas de nieve. Ningún lobo podía atacarlo allí. Gracias a que la sensibilidad de sus oídos le permitía oír pisadas a 700 u 800 metros de distancia, pudo percibir que el lobo lo seguía. Entonces le llegó su olor.
El alce gruñó y cargó a ciegas. Sus astas se trabaron entre dos árboles y se quebraron con un chasquido. Huía lleno de pánico. Derribó arbolillos y chocó contra troncos.
Los cuervos revoloteaban un poco adelante, previendo su muerte; pero nadie podía predecir sus reacciones. Del pánico a la rabia había sólo un paso.
Los pulmones le silbaban por el agotamiento. De repente; giró sobre sus propias patas. El lobo de hocico blanco, que corría confiado, se vio con asombro atacado. Saltó a un lado, pero fue a caer en un socavón profundo. Volvió la mirada (no había miedo en sus ojos de ámbar) justo a tiempo para ver sobre su cabeza el gran casco que le borraría para siempre el cielo gris.
CUANDO la primavera llegó al lago, el viejo alce estaba todavía en la isla. Encontró el último brote de abeto balsámico cerca de donde había matado al lobo. Cuando se derritió el hielo del lago, se zambulló en las aguas todavía frías y salió con un bocado de vegetación verde.
La isla era suya y lo sería también durante el verano.