Publicado en
junio 16, 2013
Por Cristina Peri Rossi.
Estaba sentada en el sofá, leyendo ("Los novios búlgaros", de Mendicutti), cuando sonó el timbre de la puerta. Siempre espero una sorpresa agradable: un ramo de flores anónimo, la concesión de un premio literario al que no me presenté, o un diálogo estimulante con un vendedor de seguros o de enciclopedias, aficionado al cine y a la poesía. Pero no. Era una joven de cabello rizado y uñas pintadas, con una carpeta en las manos: seguramente se pagaba los estudios (de periodismo; como dicen los varones resentidos, ahora las mujeres invaden los medios de comunicación) haciendo encuestas o vendiendo películas de vídeo a domicilio. Me armé de valor: no creo ser el tipo de persona que refleja alguna clase de realidad social: soy pura subjetividad y, además, no tengo vídeo.
En cuanto le abrí la puerta, la joven blandió el rotulador, la carpeta, y me pidió permiso para hacerme unas preguntas. Le contesté que si eran íntimas, mejor: la falta de intimidad me aburre. Mi broma la desconcertó un poco; decidió pasarla por alto y, enseguida, me hizo la primera pregunta: "¿Es usted miembro de una familia?" Me imaginé que se trataba de una encuesta sobre divorcios solicitada por el ayuntamiento, o parte del programa de las Naciones Unidas: los carcamales de esta institución (les pagan extraordinariamente bien para hacer sólo retórica), en un acto digno de su senilidad, han decretado que el 94 es el Año Internacional de la Familia. Una decisión que Franco, Stalin, Pinochet y Margaret Thatcher aplaudirían. "Oh, sí", contesté rápidamente. "Pertenezco a una familia". La joven anotó una cruz en el primer casillero. (En eso, yo estaba totalmente de acuerdo: la familia es una cruz.) "¿Cuántos miembros componen su familia?", fue la segunda pregunta.
No estoy casada, no tengo hijos, mi padre murió hace muchos años, mi madre y mi hermana viven en Uruguay, de manera que mi familia se reduce a una sola persona: yo. Una familia de un solo miembro, es verdad, porque detesto la superpoblación. "Yo soy mi familia", le respondí. La joven me miró con asombro, y como no me gusta desconcertar a las nuevas generaciones, que ya tienen bastante con la masificación de la enseñanza, el paro, el SIDA y la televisión, le expliqué: "No soy una excepción. En Nueva York y en San Francisco hay muchas familias como yo. Hombres y mujeres que viven solos, madres divorciadas que viven con su único hijo, parejas 'gays' o dos mujeres que se aman. En realidad –agregué–, yo soy el único miembro de mi familia, pero me gustaría tener un perro. Cómo viajo mucho, y no quisiera dejar el perro en una pensión para animales, por ahora prescindo del animalito".
No anotó todo eso, pero parecía algo incrédula. Decidí hacer un esfuerzo por convencerla. "A esto se le llama la familia nuclear. Cumple todos los requisitos de la familia convencional: soy una unidad de producción económica, es decir, compro y vendo, produzco y consumo, pago impuestos. No tengo hijos, pero colaboro con varias asociaciones humanitarias y festejo la navidad. Instalo un árbol de plástico y hago regalos a los amigos. Este año –confesé– suspendí la celebración por lo de Yugoslavia, pero dediqué el dinero a una cuenta para Sarajevo".
Después de escucharme atentamente, la joven consultó sus papeles Y me dijo: "Lo siento. Si no está casada, ni divorciada, ni tiene hijos, no puedo incluirla en el estudio". Me lo temía: las familias no tradicionales tenemos muchos problemas. No nos corresponden las casas de Protección Oficial, pagamos más impuestos, no tenemos créditos especiales por familia numerosa y no nos invitan a los concursos de la tele. A cambio, gozamos de algunas interesantes ventajas: territorio propio, libertad de pensamiento y de acción, autonomía financiera y democracia interna. Especialmente, estamos exonerados de la cena del sábado con los suegros y los almuerzos del domingo con los cuñados; podemos comprar en las tiendas pequeñas, no en las grandes superficies, y sólo necesitamos una unidad de televisor.
Le aconsejé a la joven un viaje de estudios a Nueva York o a San Francisco. Se le iluminaron los ojos, pero enseguida reflexionó: "No me dejarían" "¿Quiénes?", pregunté, alarmada. "Mi familia", contestó. "¿No eres mayor de edad?", le dije. "Sí –respondió–. Pero tampoco él me dejaría ir". "¿Quién?", pregunté alucinada. "Mi marido", dijo, y se marchó con la cabeza gacha.