ROSA ARAÑA (Bruce Sterling)
Publicado en
junio 09, 2013
ROSA ARAÑA no sentía nada, o casi nada. Había experimentado algunos sentimientos, un nexo de emociones de doscientos años de antigüedad, y los había aplastado con una inyección craneal. Ahora lo que quedaba de sus sentimientos era como lo que queda de una cucaracha cuando se la golpea con un martillo.
Rosa Araña sabía de cucarachas; eran la única vida animal nativa en las colonias mecanicistas. Habían infestado las naves espaciales desde el principio, pues eran demasiado duras, prolíficas y preparadas para matar. Por necesidad, los mecanicistas habían usado técnicas genéticas robadas a sus rivales los formadores para convertir a las cucarachas en pintorescas mascotas. Una de las favoritas de Rosa Araña era una cucaracha de un palmo de largo con su brillante caparazón negro cubierto de manchas rojas y amarillas. Estaba agarrada a su cabeza. Bebía el sudor de su perfecto entrecejo, y ella no sabía nada, pues estaba en otra parte, esperando visita.
Observaba a través de ocho telescopios. Sus imágenes se fundían en su cerebro a través de una conexión de nerviocristal en la base de su cráneo. Ahora tenía ocho ojos, como su símbolo, la araña. Sus oídos eran el débil pulso firme del radar, gestaban atentos, a la escucha de la extraña distorsión que señalaría la presencia de la nave inversora.
Rosa era lista. Podría haber estado loca, pero sus técnicas de observación establecían la base química de su cordura y la mantenían artificialmente. Rosa Araña aceptaba esto como normal. Y era normal. No para los seres humanos, pero sí para una mecanicista de doscientos años de edad que vivía en una telaraña que orbitaba Urano, con el cuerpo rebullendo de hormonas jóvenes, la sabia cara vieja—joven como algo sacado de un molde de escayola, el pelo largo y blanco un ondulante despliegue de hilos de fibra óptica implantados con pequeñas gotas de luz que manaban como gemas microscópicas de sus sesgadas puntas... Era vieja, pero no pensaba en eso. Y estaba sola, pero había aplastado esos sentimientos con drogas. Y tenía algo que querían los inversores, algo por cuya posesión aquellos comerciantes reptilescos serían capaces de dar sus colmillos.
Atrapada en una telaraña de policarbono, la amplia red que le había dado su nombre, tenía una joya del tamaño de un autobús.
Y por eso esperaba, enlazada cerebralmente a sus instrumentos, incansable, sin estar particularmente interesada pero ciertamente no aburrida. El aburrimiento era peligroso. Conducía a la inquietud, y la inquietud podía ser fatal en un hábitat espacial, donde la malicia o incluso el simple descuido podían matar. La conducta de supervivencia apropiada era ésta: agazaparse en el centro de la telaraña mental, con limpios hilos euclidianos de racionalidad radiando en todas direcciones, las piernas alerta al menor temblor de preocupantes emociones. Y, cuando sentía aquella sensación agitando los hilos, se abalanzaba allí, la atrapaba, la envolvía y la taladraba limpia y lentamente con una hipodérmica como el colmillo de una araña...
Allí estaba. Sus ojos óctuples abarcaron medio millón de kilómetros en el espacio y divisaron el avance de una nave inversora. Las naves inversoras no tenían motores convencionales y no irradiaban ninguna energía detectable; el secreto de su impulso espacial estaba férreamente guardado. Todo lo que cualquiera de las facciones (llamadas en sentido amplio «humanidad», a falta de un término mejor) sabían con seguridad del sistema impulsor de los inversores era que las popas de sus naves enviaban largos chorros parabólicos de distorsión que causaban un efecto ondulante contra el fondo estrellado.
Rosa Araña salió parcialmente de su modo de observación estática y se sintió en su cuerpo una vez más. Las señales del ordenador eran ahora mudas, superpuestas sobre su visión normal como un reflejo de su propia cara en una ventana. Tras pulsar una tecla, divisó la nave inversora con un láser de comunicaciones y envió un pulso de datos: una oferta de negocios (la radio era demasiado insegura; podía atraer a piratas formadores, y ya había tenido que matar a tres).
Supo que la habían oído y comprendido cuando vio que la nave inversora se detenía en seco y ejecutaba un viraje que rompía todas las leyes conocidas de la dinámica orbital. Mientras esperaba, Rosa Araña cargó un programa traductor inversor. Tenía cincuenta años de antigüedad, pero los inversores eran persistentes, no tanto por conservadurismo sino por falta de interés en cambiar.
Cuando se acercó lo suficiente a la estación como para maniobrar, la nave inversora desplegó con una nube de gas una vela solar decorada. La vela era lo suficientemente grande como para envolver una pequeña luna, y más fina que un recuerdo de doscientos años. A pesar de su fantástica delgadez, había murales moleculares tallados en ella: escenas titánicas de navíos inversores en las que los astutos inversores habían defraudado a incautos bípedos y bolsas de gas capaces de devorar un planeta hinchadas de dinero e hidrógeno. Las grandes reinas enjoyadas de la raza inversora, rodeadas por sus harenes masculinos, desplegaban su chillona sofisticación a lo largo de kilómetros de jeroglíficos, colocados sobre un circuito musical para indicar la clave apropiada y la entonación de su lenguaje medio cantado.
Hubo un estallido de estática en la pantalla ante ella, y apareció una cara inversora. Rosa Araña se quitó la conexión del cuello. Estudió la cara: sus grandes ojos vidriosos medio ocultos tras las membranas nictitantes, la corona irisada tras las orejas del tamaño de un alfiler, la piel correosa, la sonrisa reptilesca con los dientes espigados. Emitió ruidos:
—Al habla el alférez de la nave —tradujo el ordenador—. ¿Lidia Martínez?
—Sí —dijo Rosa Araña, sin molestarse en explicar que su nombre había cambiado. Había tenido muchos nombres.
—Hicimos buenos negocios con su marido en el pasado —dijo el inversor interesadamente—. ¿Cómo se encuentra?
—Murió hace treinta años —respondió Rosa Araña. Había aplastado la pena—. Los asesinos formadores lo mataron.
El oficial inversor agitó su corona. No se arredró. La turbación no era una emoción nativa de los inversores.
—Malo para los negocios —opinó—. ¿Dónde está esa joya que mencionó?
—Prepárese para recibir datos —dijo Rosa Araña, y pulsó su teclado. Observó la pantalla mientras su discurso de venta, cuidadosamente preparado, se desenrollaba y su rayo de comunicaciones lo protegía para evitar oídos enemigos.
Había sido el hallazgo de toda una vida. Comenzó siendo parte de una luna helada del protoplaneta Urano que se había roto, fundido y recristalizado en los eones primordiales de implacables bombardeos. Se había roto al menos cuatro veces distintas, y cada vez los fluidos minerales habían forzado en su estructura zonas bajo tremenda presión: carbono, silicato de manganeso, berilio, óxido de aluminio. Cuando la luna fue finalmente atraída al famoso complejo Anillo, el enorme bloque de hielo flotó durante eones, envuelto en ondas de choque de radiación dura, acumulando y perdiendo carga en las extrañas fluctuaciones electromagnéticas típicas de todas las formaciones del Anillo.
Y entonces, en un momento crucial hacía varios millones de años, fue alcanzada por un titánico relámpago, uno de esos invisibles e inaudibles brotes de energía eléctrica que disipó las cargas acumuladas a lo largo de décadas enteras. La mayor parte del entorno exterior del bloque de hielo se convirtió instantáneamente en plasma. El resto resultó cambiado. Las obstrucciones minerales eran ahora cadenas y vetas de berilio que mostraban acá y allá bloques de esmeralda en bruto grandes como la cabeza de un inversor, surcadas por hilos de corindón rojo y granate púrpura. Había amasijos de diamante fundido de extraños colores encendidos que sólo procedían de los extraños estados cuánticos del carbono metálico. Incluso el hielo mismo había sido cambiado en algo rico y único, y por tanto precioso por definición.
—Nos intriga—dijo el inversor. Para ellos, esto era un entusiasmo profundo. Rosa Araña sonrió. El alférez continuó—: Es un artículo inusitado y su valor es difícil de establecer. Le ofrecemos un cuarto de millón de gigavatios.
—Tengo la energía que necesito para dirigir mi estación y defenderme —dijo Rosa Araña—. Es una oferta generosa, pero nunca podría almacenar tanto.
—También le daremos una celosía de plasma estabilizado. –Esta generosa e inesperada generosidad tenía la intención de abrumarla. La construcción de celosías de plasma estaba muy por encima de la tecnología humana, y poseer una sería el sueño de toda una vida. Era lo último que Rosa Araña quería.
—No me interesa —dijo.
— ¿No le interesa la moneda básica del comercio galáctico?
—No cuando sólo puedo gastarla con ustedes.
—Comerciar con razas jóvenes es un asunto ingrato —observó el inversor—. Entonces, supongo que quiere información. Las razas jóvenes siempre quieren comerciar con tecnología. Tenemos algunas técnicas formadoras que negociamos con su facción..., ¿le interesan?
— ¿Espionaje industrial? —dijo Rosa Araña—. Tendría que habérmelo ofrecido hace ochenta años. No, conozco demasiado bien a los inversores. Venderían técnicas mecanicistas para mantener el equilibrio del poder.
—Nos gusta un mercado competitivo —admitió el inversor—. Nos ayuda a evitar dolorosos monopolios como el que tenemos ahora al tratar con usted.
—No quiero poder de ninguna clase. Para mí el status no significa nada. Muéstreme algo nuevo.
— ¿Nada de status? ¿Qué pensarán sus compañeros?
—Vivo sola.
El inversor ocultó sus ojos tras las membranas nictitantes.
—¿Aplastó sus instintos gregarios? Un desarrollo ominoso. Bien, intentaré una nueva táctica. ¿Le interesan las armas? Si accede a cumplir diversas condiciones en lo referente a su uso, podemos ofrecerle un armamento único y poderoso.
—Ya me las arreglo.
—Podría utilizar nuestras habilidades políticas. Podemos influir en los grupos formadores importantes y protegerla de ellos mediante un tratado. Tardaríamos diez o veinte años, pero podría conseguirse.
—Son ellos quienes tienen que temerme, no al revés.
—Un nuevo hábitat, entonces. —El inversor era paciente—. Puede vivir dentro de oro sólido.
—Me gusta lo que tengo.
—Disponemos de algunos artefactos que podrían divertirle —dijo el inversor—. Prepárese para recibir datos.
Rosa Araña pasó ocho horas examinando las diversas mercancías. No había prisa. Era demasiado vieja para sentir impaciencia, y los inversores vivían para negociar.
Le ofrecieron pintorescos cultivos de algas que producían oxígeno y perfumes extraños. Había estructuras metaplegadas de átomos colapsados para protegerse de las radiaciones y como defensa. Raras técnicas que transmutaban fibras nerviosas en cristal. Un suave cetro negro que volvía el hierro tan maleable que se podía moldear con las manos y darle forma. Un pequeño submarino de lujo para la exploración de mares de amoníaco y metano, hecho de cristal metálico transparente. Globos autorreplicantes de sílice moldeado que, según crecían, ejecutaban un juego que simulaba el nacimiento, crecimiento y declinar de una cultura alienígena. Un aparato tierra—mar—y—aire tan pequeño que se abrochaba como un traje.
—No me interesan los planetas —dijo Rosa Araña—. No me gustan los pozos de gravedad.
—Bajo ciertas circunstancias, podríamos disponer de un generador de gravedad —contestó el inversor—. Tendría que ser a prueba de sobornos, como el cetro y las armas, y alquilado en vez de vendido. Debemos evitar la huida de ese tipo de tecnología.
Ella se encogió de hombros.
—Nuestras propias tecnologías nos han aplastado. No podemos asimilar lo que ya tenemos. No veo ninguna razón para lastrarme con más.
—Esto es todo lo que podemos ofrecerle que no esté en la lista prohibida —dijo el inversor—. Esta nave en concreto tiene muchos artículos disponibles sólo para razas que viven a temperatura muy baja y presión muy alta. Y tenemos artículos que probablemente le gustarían mucho, pero la matarían. O a su especie entera. La literatura de lo [intraducible], por ejemplo.
—Puedo leer la literatura de la Tierra si quiero un punto de vista extraño —dijo ella.
—Lo [intraducibie] no es realmente literatura—dijo benignamente el inversor—. En realidad, es una especie de virus.
Una cucaracha voló hasta el hombro de ella.
—¡Mascotas! —dijo el oficial inversor—. ¡Mascotas! ¿Le gustan?
—Son mi solaz —respondió ella, dejando que la cucaracha mordiera la cutícula de su pulgar.
—Debí de haberlo pensado. Déme doce horas.
Rosa Araña se fue a dormir. Tras despertarse, mientras esperaba, estudió la nave alienígena a través de su telescopio. Todas las naves inversoras estaban cubiertas con fantásticos diseños en metal tallado: cabezas de animales, mosaicos de metal, escenas e inscripciones en bajorrelieve, así como zonas de carga e instrumentos. Pero los expertos habían señalado que la forma básica bajo la ornamentación era siempre la misma: un simple octaedro con seis largos lados rectangulares. Los inversores habían tenido problemas para disfrazar este hecho; y la actual teoría era que las naves habían sido compradas, encontradas o robadas a una raza más avanzada. Ciertamente, con su extravagante actitud hacia la ciencia y la tecnología, los inversores parecían incapaces de haberlas construido ellos mismos.
El alférez restableció el contacto. Sus membranas nictitantes parecían más blancas que de costumbre. Sostenía un pequeño reptil alado con una larga cresta espinosa del color de la corona de los inversores.
—Es la mascota de nuestra comandante, la llamamos «Pequeña Nariz para los Negocios». ¡Todos la amamos! Nos cuesta muchísimo separarnos de ella. Tenemos que escoger entre pasar vergüenza en este asunto o perder su compañía. —Jugueteó con el animal, que agarró sus gruesos dedos con sus pequeñas manos escamosas.
—Es... bonito —dijo ella, hallando una palabra medio olvidada de su infancia y pronunciándola con una mueca de disgusto—. Pero no voy a cambiar mi hallazgo por un lagarto carnívoro.
—¡Piense en nosotros! —se lamentó el inversor—. Condenando a nuestra pequeña Nariz a un entorno extraño rebosante de bacterias y ratas gigantes... De todas formas, no puede evitarse. Aquí está nuestra propuesta. Tome nuestra mascota durante setecientos más menos cinco de sus días. Regresaremos cuando salgamos del sistema. Entonces puede elegir entre quedarse con ella o nombrar su precio. Mientras tanto, debe prometer no vender la joya ni informar a nadie más de su existencia.
—Quiere decir que me dejará su mascota como una especie de dinero en prenda por la transacción.
El inversor cubrió sus ojos con la membrana nictitante y apretó los labios. Era un signo de agudo pesar.
—Será el rehén de su cruel indecisión, Lidia Martínez. Francamente, dudamos de ser capaces de encontrar nada en este sistema que pueda satisfacerla mejor que nuestra mascota. Excepto, tal vez, una nueva forma de suicidio.
Rosa Araña se sorprendió. Nunca había visto a un inversor implicarse tanto emocionalmente. Por norma general, parecían ver la vida con cierto desapego, incluso mostrando en ocasiones pautas de conducta que recordaban al sentido del humor.
Estaba disfrutando. Había pasado el punto en el que cualquiera de las ofertas normales del inversor la habrían tentado. En esencia, comerciaba con su joya a cambio de un estado mental interior: no una emoción, porque las había aplastado, sino un sentimiento más pálido y más limpio: interés. Quería estar interesada, encontrar algo en que ocuparse además de las piedras muertas y el espacio. Y esto parecía intrigante.
—Muy bien —dijo—. Estoy de acuerdo. Setecientos días más o menos cinco. Y guardaré silencio. —Sonrió. No había hablado a otro ser humano en cinco años, y no iba a empezar ahora.
—Cuide bien a nuestra Pequeña Nariz para los Negocios —dijo el inversor, medio suplicando, medio advirtiendo, acentuando el tono para que el ordenador de Rosa Araña pudiera recogerlo—. Nosotros seguimos queriéndola, aunque, por alguna completa corrosión del espíritu, usted no la quiera. Es valiosa y rara. Le enviaremos instrucciones para su cuidado y alimentación. Prepárese para recibir datos.
Dispararon la cápsula que contenía a la criatura a la densa telaraña de policarbono de su hábitat arácnido. La telaraña estaba construida sobre un armazón de ocho radios, y éstos quedaban tensos por la fuerza centrífuga de rotación de ocho cápsulas en forma de lágrima. Con el impacto de la cápsula de cargamento, la tela se inclinó graciosamente y las ocho enormes lágrimas de metal se acercaron al centro de la tela con cortos y graciosos arcos en caída libre. La tenue luz del sol resplandeció a lo largo de la tela cuando se extendió al retroceder, detenida un poco su rotación por la energía que había empleado para absorber la inercia. Era una técnica para atracar barata y efectiva, pues era mucho más fácil conseguir una velocidad de giro que una compleja maniobra.
Robots industriales de ganchudas piernas corrieron rápidamente sobre las fibras de policarbono y agarraron la cápsula de la mascota con tenazas y palpos magnéticos. La propia Rosa Araña dirigía al robot líder, palpando y viendo a través de sus tenazas y cámaras. Los robots arrastraron la cápsula a una compuerta, la abrieron, vaciaron su contenido, y le colocaron un pequeño cohete parásito para lanzarla de vuelta a la nave madre inversora. Después de que el cohete regresara a la nave y ésta se marchara, los robots regresaron a sus garajes en forma de lágrima y se encerraron, a la espera del siguiente temblor en la tela.
Rosa Araña se desconectó y abrió la compuerta. La mascota voló a la sala. Comparada con el alférez inversor parecía diminuta, pero los inversores eran grandes. La mascota le llegaba a la rodilla y parecía pesar unos ocho kilos. Silbando musicalmente ante el desconocido aire, revoloteó por la habitación esquivando y apresurándose de forma irregular.
Una cucaracha se despegó de la pared y voló hacia ella aleteando con estrépito. La mascota golpeó la cubierta con un chirrido de terror y se quedó allí, palpándose cómicamente brazos y piernas en busca de daño. Medio cerró los toscos párpados. Como los ojos de un bebé inversor, pensó bruscamente Rosa Araña, aunque nunca había visto un inversor joven y dudaba que ningún humano lo hubiera hecho. Tenía un vago recuerdo de algo que había oído mucho antes..., algo sobre mascotas y bebés, sus grandes cabezas, sus enormes ojos, su suavidad, su dependencia. Recordó haberse burlado ante la idea de que la desaliñada dependencia de, por ejemplo, un «perro» o un «gato» podía rivalizar con la limpia economía y eficiencia de una cucaracha.
La mascota inversora había recuperado su compostura y estaba arrodillada sobre la alfombra de algas, charloteando consigo misma. Había una especie de mueca astuta en su cara de dragón en miniatura. Sus ojos medio cerrados eran alertas, y sus costillas, como cerillas, se movían arriba y abajo cada vez que respiraba. Las luces de las naves inversoras eran lámparas azules, empapadas de ultravioleta.
—Tenemos que encontrarte un nuevo nombre —dijo Rosa Araña—. No hablo inversor, así que no puedo utilizar el que te dieron.
La mascota le dirigió una mirada amistosa y arqueó sus pequeñas membranas semitransparentes sobre sus diminutas orejas. Los inversores reales no tenían esas membranas, y Rosa Araña se sintió encantada por esta nueva desviación de la norma.
De hecho, a excepción de las alas, parecía un inversor pequeñito. El efecto era inquietante.
—Te llamaré Ricito —dijo ella. No tenía pelo. Se trataba de un chiste privado, pero todos sus chistes lo eran.
La mascota caminó por el suelo. La falsa gravedad centrífuga era también más leve que las 1,3 g que utilizaban los enormes inversores. El animalillo abrazó la pierna desnuda de Rosa Araña y lamió su rodilla con una lengua rasposa, como de papel de lija. Ella se echó a reír, un poco alarmada, pero sabía que los inversores eran estrictamente no agresivos. Una mascota suya no sería peligrosa.
Emitió una serie de gorjeos ansiosos y se subió a su cabeza, agarrando puñados de brillantes fibras ópticas. Rosa Araña se sentó ante su consola de datos y solicitó las instrucciones para el cuidado y alimentación de la criatura.
Estaba claro que los inversores no habían esperado comerciar con su mascota, porque las instrucciones eran casi indescifrables. Tenían el aire de ser una traducción de segunda o de tercera mano de un lenguaje alienígena aún más profundo. Sin embargo, fieles a la tradición inversora, los aspectos pragmáticos habían sido claramente enfatizados.
Rosa Araña se relajó. Al parecer, las mascotas comían casi de todo, aunque preferían proteínas dextrógiras y requerían ciertos minerales fáciles de conseguir. Eran extremadamente resistentes a las toxinas y no tenían bacterias intestinales nativas (como tampoco las tenían los inversores, que consideraban salvajes a las razas que sí las tenían).
Buscaba sus requerimientos respiratorios cuando la mascota saltó de su cabeza y cruzó el tablero de control, casi abortando el programa. Rosa Araña la dejó correr, a la caza de algo que pudiera comprender entre los densos amasijos de gráficos alienígenas y materia técnica. De repente, reconoció algo de sus viejos tiempos como espía industrial: una carta genética.
Frunció el ceño. Parecía como si hubiera pasado las secciones relevantes y se hubiera encontrado con otro tratado diferente. Hizo avanzar un poco los datos y descubrió una ilustración tridimensional de una especie de construcción genética fantásticamente compleja, con largas cadenas helicoidales envueltas en torno a largas espirales o espículas que emergían de forma radial de un denso nudo central, Otras cadenas de hélices densamente entretejidas conectaban una espira con otra. Al parecer, estas cadenas activaban diferentes secciones de material genético de sus conexiones en las espiras pues podía ver cadenas fantasmas de proteínas esclavas soltándose de algunos de los genes activados.
Rosa Araña sonrió. Sin duda un genetista formador habilidoso podría beneficiarse espectacularmente de estos planos. Le divirtió pensar que nunca lo harían. Obviamente, esto era una especie de complejo genético industrial alienígena, pues había más hardware genético del que ningún animal viviente podría necesitar jamás.
Sabía que los inversores nunca se dedicaban a la genética. Se preguntó cuál de las diecinueve razas inteligentes conocidas habría dado origen a esta cosa. Incluso podía haber surgido de más allá del reino económico de los inversores, o podía ser una reliquia de alguna de las razas extintas.
Se preguntó si debería borrar los datos. Si ella moría, podían caer en malas manos. Al pensar en su propia muerte, las primeras sombras de una profunda depresión la perturbaron. Dejó que la sensación aumentara un momento mientras pensaba. Los inversores habían sido descuidados al dejarla con esta información; o tal vez subestimaban las habilidades genéticas de los insidiosos y carismáticos formadores con sus CIs espectacularmente ampliados.
Notó una sensación tambaleante dentro de la cabeza. Durante un momento aturdidor las emociones reprimidas químicamente empujaron con toda su fuerza. Sintió una agónica envidia hacia los inversores, hacia la estúpida arrogancia y confianza que les permitía surcar las estrellas molestando a sus inferiores. Quiso estar con ellos. Quiso subir a bordo de una nave mágica y sentir la luz de soles extraños quemar su piel en algún lugar a años luz de las debilidades humanas. Quiso gritar y sentir como había gritado y sentido una niña pequeña hacía ciento noventa y tres años en una montaña rusa en Los Ángeles, gritando con una intensidad de sentimiento pura y total, una sensación arrolladora como la que había sentido en los brazos de su marido, muerto hacía ya treinta años. Muerto... Treinta años...
Con las manos temblando, abrió un cajón debajo del tablero de control. Olió el leve aroma medicinal a ozono del esterilizador. A ciegas, apartó el brillante pelo del conducto de plástico que entraba en su cráneo, pulsó el inyector contra éste, inhaló una vez, cerró los ojos, inhaló dos veces, retiró la hipodérmica. Sus ojos se nublaron mientras rellenaba la hipodérmica y la volvía a guardar en su funda de velero en el cajón.
Alzó la botella y la miró sin expresión ninguna. Aún quedaba bastante. No tendría que sintetizar más durante meses. Sentía el cerebro como si alguien lo hubiera pisado. Siempre era igual después de una dosis. Cortó los datos inversores y los archivó, ausente, en un oscuro rincón de la memoria del ordenador. Desde su lugar en la interface del lásercom, la mascota canturreó y agitó las alas.
Rosa Araña se recuperó pronto. Sonrió. Esos súbitos ataques eran algo que daba por hecho. Tomó un tranquilizante oral para detener el temblor de sus manos y antiácido para el estrés de su estómago.
Luego jugó con la mascota hasta que se cansó y se fue a dormir. Durante cuatro días la alimentó cuidadosamente, poniendo especial atención en no darle demasiada comida, pues igual que sus modelos, los inversores, era una criatura ansiosa y tenía miedo de lastimarla. A pesar de su áspera piel y su sangre fría, Rosa Araña se estaba encariñando con ella. Cuando se cansaba de pedir comida, jugaba durante horas o se sentaba sobre su cabeza observando la pantalla mientras Rosa Araña seguía el trabajo de los robots mineros que tenía emplazados en los Anillos.
Al quinto día, cuando despertó, descubrió que la mascota había matado a sus cuatro cucarachas más grandes y rollizas y se las había comido. Llena de justa furia, no hizo nada por aplacarla y la buscó por toda la cápsula.
No la encontró. En cambio, tras horas de búsqueda, encontró una crisálida de su tamaño exacto tras el lavabo.
La mascota había asumido una especie de hibernación. Rosa Araña la perdonó por comerse las cucarachas. De todas formas, éstas eran siempre fáciles de reemplazar, y rivales en su afecto. En cierto modo, era adulador. Pero la brusca puñalada de preocupación que sintió fue más fuerte. Estudió de cerca la crisálida. Estaba hecha de láminas superpuestas de una sustancia translúcida y quebradiza (¿mucosidad reseca?) que podía romper fácilmente con una uña. La crisálida era perfectamente redonda; había pequeños bultitos vagos que podrían haber sido las rodillas y codos de la mascota. Rosa Araña tomó otra dosis.
La semana que la mascota pasó en hibernación fue un período de aguda intensidad para ella. Examinó las cintas inversoras, pero eran demasiado crípticas para su limitada experiencia. Al menos, sabía que no estaba muerta, pues la crisálida era cálida al tacto y los bultos a veces se movían dentro.
Estaba dormida cuando empezó a liberarse de la crisálida. Sin embargo, había dispuesto los monitores para que la alertaran, y se abalanzó hacia ella con la primera alarma.
La crisálida se estaba abriendo. Una grieta apareció en las quebradizas láminas, y un cálido aroma animal se extendió por el aire reciclado.
Entonces emergió una zarpa: una zarpa diminuta y con cinco dedos cubierta de brillante pelaje. Una segunda zarpa emergió a continuación, y las dos se agarraron a los bordes de la grieta y rasgaron la crisálida. La mascota salió a la luz, apartó los restos con un movimiento casi humano y sonrió.
Parecía un monito pequeño, suave y resplandeciente. Había diminutos dientes humanos bajo los labios humanos de su sonrisa. Tenía pies de bebé en los extremos de sus piernecitas redondas y flexibles, y había perdido las alas. Sus ojos eran del color de los ojos de Rosa Araña. La piel de su carita redonda tenía el leve tono sonrosado de la salud perfecta.
Saltó al aire, y Rosa Araña vio su lengua rosada mientras parloteaba silabas humanas.
Avanzó y se abrazó a su pierna. Rosa Araña estaba asustada, sorprendida y profundamente aliviada. Acarició la suave piel brillante de la dura cabecita.
—Ricito —dijo—. Estoy contenta. Muy contenta.
—Ta ta ta —dijo él, remedando su entonación con su vocecita infantil. Entonces regresó a su crisálida y empezó a comerla a puñados, sonriendo.
Rosa Araña comprendió ahora por qué los inversores habían mostrado tanta reluctancia a ofrecer su mascota. Era un artículo comercial de valor increíble. Era un artefacto genético, capaz de juzgar los deseos y necesidades emocionales de cualquier especie alienígena y adaptarse a ella en cuestión de días.
Empezó a preguntarse por qué los inversores se lo habrían dado, y si comprendían completamente sus capacidades. Ciertamente, dudaba que hubieran comprendido los complejos datos que vinieron con él. Probablemente habían adquirido la mascota de otros inversores, en su forma reptilesca. Incluso era posible (la idea la dejó helada), que pudiera ser más viejo que toda la raza inversora.
Miró sus ojos claros, confiados, limpios de culpa. El animalito agarró sus dedos con sus manitas nerviosas. Incapaz de resistirse, ella lo abrazó, y el monito parloteó de placer. Sí, podía haber vivido fácilmente durante cientos o miles de años, esparciendo su amor (u otras emociones equivalentes) entre docenas de especies diferentes.
¿Y quién podría hacerle daño? Incluso los más depravados y endurecidos miembros de la propia especie de Rosa Araña tenían debilidades secretas. Recordó historias de guardias en campos de concentración que masacraban sin pestañear a hombres y mujeres, pero daban de comer meticulosamente a los pajarillos hambrientos en el invierno. El miedo alimentaba el miedo y el odio, pero, ¿cómo podría nadie sentir miedo u odio hacía esta criatura, o resistirse a sus brillantes poderes?
No era inteligente; no necesitaba inteligencia. Tampoco tenía sexo. La capacidad de reproducirse habría arruinado su valor como artículo comercial. Además, dudaba que algo tan complejo pudiera haber crecido en un vientre. Sus genes tenían que haber sido construidos, espícula a espícula, en algún inimaginable laboratorio.
Pasaron días y semanas. La habilidad del monito para detectar sus estados de ánimo era milagrosa. Siempre estaba allí cuando ella lo necesitaba y, cuando no, desaparecía. A veces lo oía charlando para sí mismo mientras se entretenía haciendo extrañas acrobacias o cazaba y comía cucarachas. Nunca era traicionero, y en las extrañas ocasiones en que derramaba comida o ensuciaba algo, lo limpiaba después. Dejaba caer sus inofensivos mojoncillos fecales en el mismo reciclador que ella usaba.
Éstos eran los únicos signos que mostraba de pautas de pensamiento que fueran más que animalescas. Una vez, y sólo una, la imitó y repitió una frase al pie de la letra. Ella se quedó anonadada, y el monito captó de inmediato su reacción. Nunca volvió a tratar de imitarla.
Dormían en la misma cama. A veces, mientras dormía, ella sentía su cálida respiración sobre su piel, como si pudiera oler sus estados de ánimo y sentimientos reprimidos a través de los poros. A veces frotaba sus firmes manecitas contra su cuello o su espalda, y siempre había un músculo tenso que se relajaba agradecido. Ella nunca lo permitía durante el día, pero de noche, cuando su disciplina medio se había disuelto en el sueño, había complicidad entre ellos.
Los inversores se habían marchado hacía más de seiscientos días. Ella se rio cuando pensó en la ganga que se llevaba.
El sonido de su propia risa ya no la molestaba. Incluso había cortado las dosis de supresores e inhibidores. Su mascota parecía mucho más feliz cuando ella era feliz, y cuando estaba cerca su antigua tristeza parecía más fácil de soportar. Uno a uno, ella empezó a enfrentarse a viejos dolores y traumas, abrazando con fuerza a su mascota y dejando caer lágrimas sanadoras sobre su piel brillante. Una a una, el monito lamió sus lágrimas, saboreando los componentes químicos emocionales que contenían, oliendo su aliento y su piel, abrazado a ella mientras la sacudían los sollozos. Había demasiados recuerdos. Se sentía vieja, terriblemente vieja, pero al mismo tiempo notaba una nueva sensación de plenitud que le permitía soportarlo. Había hecho cosas en el pasado, cosas crueles, y nunca se había enfrentado con la inconveniencia de la culpa. En vez de ello, la había aplastado.
Ahora, por primera vez en décadas, sentía el vago despertar de una sensación de propósito. Quería ver de nuevo a gente: docenas de personas, cientos de personas, y todas la admirarían, la protegerían, la encontrarían preciosa, y podría preocuparse por ellas y la harían sentirse más segura que con sólo un acompañante...
Su estación araña entró en la parte más peligrosa de su órbita, donde cruzaba el plano de los Anillos. Rosa Araña estaba aquí más ocupada, aceptando los trozos a la deriva de materiales en bruto (hielo, condrilas carboníferas, yacimientos de metal) que sus robots mineros teledirigidos habían descubierto y le habían enviado. Había asesinos en estos Anillos: piratas rapaces, colonos paranoicos ansiosos por atacar.
En su órbita normal, lejos del plano de la eclíptica, estaba a salvo. Pero aquí había órdenes que emitir, energías que gastar, los rastros informadores de poderosos impulsores de masas enganchados a los asteroides cautivos que ella reclamaba y explotaba. Era un riesgo inevitable. Incluso el hábitat mejor diseñado no era un sistema completamente cerrado, y el suyo era grande y viejo.
La encontraron.
Tres naves. Al principio trató de esquivarlas, enviándoles una señal de advertencia estándar a través de un faro teledirigido. Ellos encontraron el faro y lo destruyeron, pero eso le dio su localización y algunos datos confusos a través de los limitados sensores del faro.
Tres naves bruñidas, cápsulas iridiscentes medio metálicas, medio orgánicas, con largas alas solares como de insecto más delgadas que una película de aceite sobre el agua. Naves formadoras, cargadas con la geodésica de sensores, las flechas de sistemas de armamento magnéticos y ópticos, largos manipuladores de carga plegados como los brazos de una mantis.
Rosa Araña estaba enganchada a sus propios sensores, estudiándolos, recibiendo un intenso flujo de datos: estimación de alcance, probabilidades de blanco, status de armas. El radar era demasiado arriesgado; los escrutó ópticamente. Era un buen trabajo para los láseres, pero éstos no era su mejor arma. Podría alcanzar a una nave, pero las otras la detectarían. Sería mejor permanecer inmóvil mientras ellos surcaban los Anillos hasta perderse silenciosamente fuera de la eclíptica.
Pero ellos la habían encontrado. Los vio plegar sus velas y activar sus motores iónicos.
Enviaron señales de radio. Conectó su pantalla, pues no quería que la distracción llenara su cabeza. Apareció la cabeza de un formador, una de las líneas genéticas orientales, con el suave pelo negro recogido hacia atrás con pinzas enjoyadas, finas cejas arqueadas sobre ojos oscuros con el pliegue epicántico, labios pálidos levemente curvados en una sonrisa carismática. Una cara de actor suave y despejada con los ojos brillantes y sin edad de un fanático.
—Jade Prime —dijo ella.
—Coronel—doctor Jade Prime —corrigió el formador, acariciando una insignia dorada de rango en el cuello de su negra túnica militar—. ¿Aún te haces llamar Rosa Araña, Lidia? ¿O lo has borrado de tu cerebro?
—¿Por qué eres un soldado en vez de un cadáver?
—Los tiempos cambian, Araña. Las luces jóvenes y brillantes son apagadas por tus viejos amigos, y los que tenemos planes a largo plazo nos quedamos para saldar viejas deudas. ¿Recuerdas las viejas deudas, Araña?
—Piensas que vas a sobrevivir a este encuentro, ¿no, Prime? —Sintió que los músculos de su cara se retorcían con un odio feroz que no tuvo tiempo de aquietar—. Tres naves dirigidas por tus propios clones. ¿Cuánto tiempo has pasado en esa roca tuya, como un gusano en una manzana? Clonándote y clonándote. ¿Cuándo fue la última vez que una mujer te dejó tocarla?
La eterna sonrisa de Jade Prime se convirtió en una mueca de brillantes dientes.
—No sirve de nada, Araña. Ya me has matado treinta y siete veces, y sigo regresando, ¿no? Patética zorra vieja, ¿y qué es un gusano, de todas formas? ¿Algo como el mutante que llevas al hombro?
Ella ni siquiera se había dado cuenta de que el animalito estaba allí, y su corazón se llenó de temor por él.
—¡Os habéis acercado demasiado!
—¡Fuego, entonces! ¡Dispárame, vieja cretina! ¡Fuego!
—¡No eres él! —dijo Rosa Araña súbitamente—. ¡No eres el Primer Jade! ¡Ja! Está muerto, ¿verdad?
La cara del clon se retorció de furia. Los láseres restallaron, y tres de los habitáis de Rosa Araña se fundieron en un amasijo de escoria y nubes de plasma metálico. Un último latido ardiente de brillo intolerable destelló en su cerebro desde tres telescopios fundidos.
Disparó una andanada de postas de hierro aceleradas magnéticamente. A seiscientos kilómetros por segundo, alcanzaron la primera nave y la dejaron expulsando aire y nubes de agua helada.
Dos naves dispararon. Usaban armas que ella no había visto antes, y aplastaron dos hábitats como un par de puños gigantes. La telaraña se agitó con el impacto, perdido el equilibrio. Rosa Araña supo instantáneamente qué sistemas de armas quedaban, y devolvió el fuego con balas reforzadas de hielo de amoníaco que taladraron los costados semiorgánicos de una segunda nave formadora. Los agujeritos se sellaron al instante, pero la tripulación había muerto: el amoníaco se vaporizó dentro, liberando toxinas nerviosas letales.
La última nave tenía una oportunidad entre tres de alcanzar su centro de mandos. Doscientos años de suerte corrían a favor de Rosa Araña. La estática le hizo apartar las manos de los controles. Todas las luces del hábitat se apagaron, y su ordenador experimentó un colapso total. Rosa Araña gritó y esperó la muerte.
La muerte no vino.
Tenía la boca amarga por la bilis de la náusea. Abrió el cajón en la oscuridad y llenó su cerebro de tranquilidad líquida. Respirando con dificultad, se sentó en su silla ante la consola, aplastado ya el pánico.
—Pulso electromagnético —dijo—. Acabó con todo lo que tenía.
La mascota farfulló unas pocas sílabas.
—Nos habría matado ya si hubiera podido. Las defensas deben haber surgido de los otros hábitats cuando el armazón principal se desplomó.
Sintió un golpe cuando la mascota saltó a su regazo, temblando de terror. La abrazó ausente, frotando su esbelto cuello.
—Veamos —dijo en la oscuridad—. Las toxinas heladas han caído, los vencí desde aquí. —Se quitó la inútil conexión del cuello y se apartó la túnica de las costillas mojadas—, Entonces fue el spray. Una gruesa nube de cobre caliente ionizado. Voló todos los sensores que tenía. Va a ciegas en un ataúd metálico. Como nosotros.
Se rio.
—Pero la vieja Rosa Araña todavía tiene un truquito. Los inversores. Me estarán buscando. No queda nadie para buscarle a él. Y yo aún tengo mi roca.
Permaneció sentada en silencio, y su calma artificial le permitió pensar lo impensable. El animalito se movió incómodo, olisqueando su piel. Se había tranquilizado un poco con sus caricias, y ella no quería que sufriera.
Cubrió su boca con la mano libre y le retorció el cuello hasta que se rompió. La fuerza centrífuga la había hecho fuerte, y el animalito no tuvo tiempo de debatirse. Un temblor final sacudió sus miembros mientras ella lo cogía en la oscuridad, buscando los latidos de su corazón. Las yemas de sus dedos sintieron el último pulso tras sus frágiles costillas.
—No hay suficiente oxígeno —dijo. Las emociones aplastadas intentaron agitarse y fracasaron. Aún le quedaba bastante supresor—. La alfombra de algas mantendrá el aire limpio durante unas pocas semanas, pero se muere sin luz. Y no puedo comerla. No hay comida suficiente. Los jardines han desaparecido y, aunque no hubieran sido destruidos, no puedo conseguir comida. No puedo dirigir a los robots. Ni siquiera puedo abrir las compuertas. Si vivo lo suficiente, ellos vendrán y me rescatarán. Tengo que aumentar mis probabilidades. Es lo más sensato. En esta situación, sólo puedo hacer lo más sensato.
Cuando las cucarachas (o al menos aquellas que pudo atrapar en la oscuridad) se acabaron, ayunó durante mucho tiempo. Luego se comió la piel incorrupta de su mascota, medio esperando en su aturdimiento que la envenenara.
Cuando vio la ardiente luz azul de los inversores asomando a través de la compuerta aplastada, se arrastró a cuatro patas, cubriéndose los ojos.
El inversor llevaba un traje espacial para protegerse de las bacterias. Ella se alegró de que no pudiera oler el hedor de su negra cripta. Le habló en el lenguaje musical de los inversores, pero su traductor no funcionaba.
Entonces pensó por un momento que la abandonarían, que la dejarían aquí hambrienta, ciega y medio calva con sus telas de pelo—fibra caídas. Pero se la llevaron a bordo, la llenaron de picoteantes antisépticos y quemaron su piel con rayos ultravioletas bactericidas.
Ellos tenían la joya, pero eso ya lo sabía. Lo que querían (esto era difícil), lo que querían saber era qué había sucedido con su mascota. Era difícil comprender sus gestos y sus fragmentos de lenguaje humano. Rosa Araña supo que había hecho algo malo para sí misma. Sobredosis en la oscuridad. Se debatió en la penumbra con un gran escarabajo negro de miedo que rompió los frágiles hilos de su tela de araña. Se sintió muy mal. Había algo raro en su interior. Su vientre mal nutrido estaba tenso como un tambor, y sentía los pulmones aplastados. Algo le sucedía a sus huesos. Las lágrimas no acudían.
Ellos la atendieron. Rosa Araña quería morir. Quería su amor y comprensión. Quería...
Tenía la garganta llena. No podía hablar. Echó la cabeza hacia atrás, y sus ojos se encogieron en el brillo cegador de las luces del techo. Oyó ruidos de rotura mientras sus mandíbulas se abrían.
Su respiración se detuvo. Fue una especie de alivio. La antiperístasis latió en su esófago y su boca se llenó de fluido.
Una blancura viviente manó de sus labios y nariz. La piel le cosquilleó ante su contacto, y fluyó sobre sus ojos, sellándolos y suavizándolos. Una gran frialdad y lasitud la empapó mientras ola tras ola de líquido translúcido la cubrían, extendiéndose sobre su piel, envolviendo su cuerpo. Se relajó, llena de una gratitud sensual, ensoñadora. No tenía hambre. Disponía de cantidad de exceso de masa.
A los ocho días surgió de las láminas quebradizas de su crisálida y revoloteó con sus alas escamosas, dispuesta para la trailla.
Fin