NUNCA ES TARDE PARA EL AMOR
Publicado en
junio 30, 2013
Mi tía Julieta se enamoró de Mauro, pero este se fue y la dejó suspirando... Después, ella se casó con Federico...
Por Elizabeth Subercaseaux.
La sola mención de su nombre terminó convirtiéndose en el terror de muchos. Cuando una de las mujeres de nuestra familia quería asustar al marido bastaba con que le dijera "acuérdate de Julieta", y el pobre hombre se ponía a temblar. Es que ella dejó su huella. Con su porte de reina, sus ojos verde agua, su boca sensual y esa determinación suya que nadie, ni un tractor, fue capaz de torcer para ningún lado... Vaya si dejó su huella.
La tía Julieta había nacido el mismo día en que se desató la Segunda Guerra Mundial, allá por los años 40, los tiempos en que las mujeres llegaban al mundo para oficiar poco menos que de esclavas de quien les tocara de marido. Mi abuela contaba que el día en que nació Julieta, unos minutos después de que su cabeza rubia asomara al mundo, se desató una terrible tormenta que casi deja a Santiago en el suelo. Mi abuela lo vio como una señal. Miró a la recién nacida y le dijo en secreto: "Tú vas a ser distinta". Ni que fuera adivina. Nadie más distinta de sus hermanas que esta tía que a los 60 años dejó la embarrada más grande que se ha visto en mi familia pacata y llena de reglas, conservadora hasta los huesos, donde mi abuelo ejercía de patriarca, de proveedor y de torturador de las empleadas de la casa. Y de Dios.
A los 19 años, Julieta se enamoró de un joven esquiador venido de Brasil. Mauro. Era bello y transitorio. Estuvo en Chile solamente una temporada de invierno, tiempo suficiente para desflorar a mi tía y dejarla suspirando. Nunca más supo de él. Pero ella nunca lo olvidó.
A los 20 años se comprometió con un médico, un joven serio, "de muy buena familia", decía mi abuelo encantado de la vida, porque a juicio suyo, la única que no iba a casarse con un "peor es nada" era Julieta. Federico Andazaín se llamaba el novio, recién egresado de la Universidad de Chile, con su porte de rey y su cabeza de crespos rubios, hijo de un caballero muy empingorotado que se hacía llamar duque de Andazaín, aunque jamás había tenido un ducado y había tirado la fortuna de su padre mucho antes de heredarla.
El día de la boda hizo historia en la familia. El supuesto Duque sacó plata de quién sabe dónde y tiró la casa por la ventana. Invitó a 500 personas que bailaron al ritmo de la Sonora Matancera hasta las tantas de la madrugada, luego de cenar langosta mojada con champán francés. Mi abuelo se paseaba entre los concurrentes como quien se pasea entre los dioses del Olimpo y mi abuela rezaba en un rincón, porque las fiestas de esa magnitud siempre le produjeron espanto.
Julieta y su novio parecían sacados de una buena novela de amor o más bien dicho de un cuento de hadas. Bailaron un vals de Strauss y a las 12 en punto se fueron a su noche de bodas en un elegante hotel de Viña del Mar. Eran otros tiempos. Los novios no hacían cruceros por el Caribe ni se iban al Cañón del Colorado, sino a una playa cercana y mucho después a Europa por 2 meses.
La vida de la pareja se fue desarrollando como era común en esos años. Julieta en su casa preocupada de las comidas y la decoración, y luego de los niños, y Federico en el hospital, preocupado de sus pacientes y del trasero de las enfermeras. Para decir las cosas como son, no era el mejor amante en su dormitorio matrimonial. Julieta terminaba las sesiones amorosas un tanto desilusionada y pensando "mañana será otro día"; y Federico las terminaba encantado de la vida, enamorado de su suerte y de su mujer. Era lo que todo el mundo entiende por un matrimonio feliz.
—Y muy bien avenido, hijita —comentaban las viejas amigas de mi abuela.
Tuvieron tres hijos que se recibieron de médico uno y los otros dos de economistas, se casaron con las tres chicas más lindas de la ciudad, se fueron de luna de miel a las playas caribeñas y comenzaron sus propios matrimonios felices, tal como el de su papá y su mamá.
A esas alturas de la vida, Federico había tenido varias amantes, todas enfermeras, y la bella Julieta, que supo hasta el minuto en que su marido hacía el amor con otra, y dónde y cuándo y hasta a qué hora, se hizo la que no sabía nada, porque así se usaba entonces. La señora estaba callada, mientras el marido echaba la canita al aire donde le daba la real gana.
El tiempo siguió su curso y el 2000 los pilló con los 3 hijos casados, con 5 nietos amorosos, Federico recién jubilado escribiendo sus memorias de médico, una casa nueva, más chica y aun más acogedora que la otra, listos para entrar juntos en la vejez y morir, tal vez, tomados de la mano. Ese era el plan. Federico había reunido suficiente dinero como para hacer un par de viajes al año a Europa, a los Estados Unidos o al Oriente, los dos tenían buena salud y hay que decir que mi tía al menos representaba 40. Seguía siendo una mujer regia y los ojos verde agua se habían tomado un poco más oscuros, pero su mirada continuaba teniendo esa luz misteriosa, intrigante.
La jubilación de Federico significó que no volvió a pisar la clínica —era lo que él quería— pero tampoco volvió a levantar la cabeza. Pasaba 10 horas diarias frente a la computadora escribiendo sus memorias y mi tía Julieta estaba bastante decepcionada, porque había vivido los últimos años esperando este momento para viajar con él y tenerlo para ella sola, sin una enfermera mirándolo de reojo.
—Me parece que llevo siglos esperando el día en que podamos ser una pareja de verdad, solos, con tiempo para nosotros, y mira lo que ocurre ahora. Federico pasa las horas frente a esa maldita computadora, escribiendo lo que a nadie le interesará —se quejaba a mi tía Eulogia.
—¿Por qué no te buscas algo que hacer? ¿Un trabajo, por ejemplo?
—Nunca he trabajado. Y no es trabajar lo que quiero, sino sexo, amor, romance, que me amen como a una latino-americana le gusta ser amada.
Mi tía Eulogia abría los ojos como si fueran platillos voladores.
—¿A estas alturas? ¡Pero si ya cumpliste 60 años!
—Precisamente porque ya cumplí 60 es que quiero más sexo y más romance, y más de todo, no quiero despedirme de la vida seca como una hoja en invierno, no me mires con esa cara, a mí no se me ha apagado el horno ni mucho menos.
Mi tía Eulogia, que tenía el horno apagado desde hacía mucho, en parte porque a Roberto el sexo nunca le interesó demasiado, escuchaba a su hermana, atónita.
—¿Todavía te gusta hacer el amor?
—Más que nunca.
—¿A cualquier hora?
—Y en cualquier lugar —decía la otra.
—Y eso de encontrarle olor a arbusto al marido y la lata de que se te eche encima una vez más, y la menopausia y el bajón de la libido, ¿nada te ha afectado?
—Nada. Mi libido está en las nubes. Veo a un hombre y tiemblo.
Un día de esos, mi tía Julieta recibió una invitación inesperada. Una de sus mejores amigas, brasilera, la convidó a pasar una temporada con ella en Río de Janeiro.
—¿Por qué no vienes, Julieta? Total, tu Federico pasa metido en sus memorias, y te hará bien un poco de playa, caipiriñas y otros aires.
Y mi tía decidió ir.
Llegó a Río una noche de verano, en medio de un aire caliente y húmedo y sensual, las palmeras se mecían con una brisa suave, la gente sonreía, todos estaban morenos por el sol, como siempre en Río de Janeiro había un ambiente de samba, de sudor, de jugo de piña.
Julieta se instaló en el bonito departamento de su amiga y esa noche soñó con Mauro, el amor de su juventud. A la mañana siguiente le preguntó a su amiga si lo había visto, si sabía algo de él, y ella le contó que Mauro estaba en Río, había enviudado hacía cinco meses y tal vez fuera una buena idea llamarlo.
Lo llamaron. Lo invitaron a cenar, y cuando Mauro vio a Julieta no vio a la mujer de 60 que era ahora, sino a la joven preciosa que había enamorado en una cancha de esquí, hacía 40 años. Y Julieta vio al amor de su juventud. Los mismos ojos grises, la misma boca ancha y la misma agilidad para moverse.
Esa noche salieron a caminar por la playa. Y a la noche siguiente hablaron hasta la madrugada en un café. Del café volvieron a la playa y se desnudaron y se amaron como a los 20 años, bajo una luna redonda colgada en medio del cielo. Tres días más tarde mi tía Julieta llamó por teléfono a Federico, y le soltó la peor noticia de su vida: se había enamorado por segunda vez de Mauro, y esa era su última oportunidad de ser feliz. "Si me quieres como dices que me quieres, déjame vivir mi amor a mi manera, y si no te parece apropiado, me da lo mismo, porque estoy decidida. No voy a regresar a Chile, al menos por un par de años".
Y eso fue todo. Mi tía no volvió. Los hijos la juzgaron, las nueras la juzgaron, los amigos la juzgaron, Federico la declaró loca y ella hizo caso omiso de las opiniones de su familia, se casó con el Mauro envejecido, se amaron como si el destino les hubiese devuelto los años sin verse, y fue feliz, "por primera vez en mi vida".
Estas cosas pasan.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, MARZO 01 DEL 2005