Publicado en
junio 30, 2013
Por Malcolm Muggeride.
CUANDO nos acercamos al final de la vida, como es mi caso, con el lapso de 60 años que me fue asignado y del que ya han transcurrido 10 más, con los cabellos blancos y escasos, el aliento corto, la vista débil, gruñón, malhumorado y muchos otros síntomas de declinación en el cuerpo y el espíritu, es natural pensar en la muerte. En un tiempo la consideraba como algo infinitamente remoto. Ahora es un acontecimiento tan cercano que casi cancela todos mis planes y esperanzas relativos a este mundo.
En términos contemporáneos esto sería como encontrarme en una situación de la que no conviene hablar, dado que la muerte ha reemplazado al sexo como el gran tabú. Para mí es estimulante como el atardecer de un último día de primavera. La muerte es un comienzo, no un final. La oscuridad desciende y en el cielo hay un fulgor distante: las luces de la Ciudad de Dios de San Agustín. Al mirarlas repito las espléndidas palabras del poeta y clérigo inglés John Donne: Muerte, habrás de morir. En el camposanto se asienta el polvo; en la Ciudad de Dios empieza la eternidad.
Cuando evoco mi vida, me llama la atención que aquellas cosas en su momento tan importantes y seductoras, me parezcan ahora futiles y absurdas: el éxito en sus diferentes aspectos; gozar de renombre y ser elogiado; placeres ostentosos como ganar dinero o recorrer el mundo y explorar y saborear cuanto pueda ofrecer la feria de vanidades. Al hacer memoria, todos esos ejercicios de autogratificación parecen ilusorios. Son distracciones diseñadas para desviarnos del verdadero propósito de nuestra existencia, que es simplemente el de buscar a Dios y, tras haberlo encontrado, amarlo y establecer así una relación armoniosa con sus objetivos.
Se dice a menudo que la ancianidad es una segunda infancia. Y hay algo de cierto en ello. Recuerdo cosas que ocurrieron en mi niñez con más claridad que acontecimientos recientes. Pero no estoy de acuerdo con quienes ven en esa segunda infancia un indicio de senilidad. Me siento más inclinado a pensar en ella como un proceso de preparación para la eternidad, en el que uno se acostumbra a las circunstancias que encontrará allí.
Hay algo más que me ocurre en estos días con bastante frecuencia. Aunque parezca extraño es realmente una delicia. Tengo una clara sensación de estar mitad dentro y mitad fuera de mi cuerpo, como si fuera cuestión de cara o cruz continuar mi vida terrenal o partir y dejar atrás mi vieja osamenta para siempre. En este curioso estado, una especie de limbo entre tiempo y eternidad, he arribado a dos firmes convicciones.
Primero, la increíble belleza de nuestro planeta y de quienes comparten mi especie humana; de los colores y formas, de los aromas y sonidos; del amor humano y la continuidad de la vida de generación en generación. Todo eso me parece absolutamente maravilloso.
La segunda impresión, más fuerte de lo que soy capaz de transmitir, es que, como una infinitésima partícula de vida, participo en los propósitos de amor y no de malicia que nuestro Creador tiene para Su Creación. Son constructivos y no destructores, universales y no particulares. Con este convencimiento siento una inmensa satisfacción y una gran alegría.
Por supuesto, en semejante estado de ánimo contemplamos nuestras propias obras mundanas con cierto desdén, como si todo hubiese sido tiempo perdido.
Sin un dios, los hombres tienen que ser deidades y fabricar su propia inmortalidad, como lo han hecho en el Museo de Cera de Madame Tussaud en Londres. En el principio fue la imagen, y la imagen se hizo cera y vivió entre nosotros, plena de absurdos. En este depósito de cera hay imágenes de los famosos e infames, de los célebres y los de mala reputación, estrellas de una telenovela interminable llamada historia. También hay allí una imagen de mí.
Pascal decía que quienes ostentan autoridad necesitan engalanarse para justificar su poder, y estoy de acuerdo. "Si los jueces no usaran armiño", afirmaba, "¿quién podría suponer que son capaces de administrar justicia?" Diríamos lo mismo de los sacerdotes con sus vestiduras, los almirantes con sus galones, los reyes y reinas con sus coronas y sus cetros y los cocineros con sus altos gorros blancos. La autoridad requiere una imagen. Los hombres se transforman en imágenes al relacionarse con el poder; únicamente en su contacto, con Dios se atreven a ser hombres.
Siempre he tenido la idea de que, no sé cómo ni dónde, existe otra dimensión de la realidad donde se descarta el atuendo elegante y se lava el maquillaje. Siento como si durante toda mi vida hubiese buscado un escenario distinto; la carne debajo de la cera, la luz más allá de los focos, una visión fuera del alcance de ojos mortales. Cuán extraordinario haberlo hallado, no en un vuelo rumbo al Sol como Icaro, sino en Dios que descendió hasta mí en la Encarnación.
Quien busca en la realidad tarde o temprano será atraído por el mar de Galilea, donde Dios se inclinó para convertirse en un hombre —Jesús de Nazaret— a fin de que los hombres pudieran elevarse y comulgar con su Creador, o para expresarlo con el simbolismo del Evangelio de San Juan: "Y la Palabra se hizo carne y puso su morada entre nosotros... lleno de gracia y de verdad".
Como uno más entre los peregrinos que encontraron su camino a Galilea, una creatura de su tiempo, escéptica y sensual, permítaseme sumar mi testimonio a los millones acumulados en los últimos 20 siglos. Digo que las palabras pronunciadas por Jesús así como su revelación fueron verdades entonces, lo son ahora y lo serán por siempre.
"Cielo y tierra habrán de desaparecer", dijo Jesús, "pero mis palabras no morirán". Sus promesas siempre serán válidas. Especialmente la de que El no desaparecería del mundo después de su muerte, sino que iba a ser accesible para quienes le buscasen. "Ved, estoy siempre con vosotros, aun hasta el fin del mundo", dijo a sus discípulos. De ahí que en las aflicciones terrenales nadie tiene por qué carecer de un consuelo; en las adversidades nadie debe carecer de una ayuda; en los tropiezos y extravíos todos deben contar con apoyo.
Pero hay algo más, algo que me resulta difícil expresar: una iluminación que inunda nuestro ser, un saber superior al conocimiento, una esperanza más allá de la expectación. Llamémosle fe, que destruye los pequeños vericuetos de la duda y los reparos de la objetividad. Llamémosle un ser renacido, una nueva creatura surgida del polvo de la vida mundana como una mariposa de su crisálida. Cualquiera pueda ser su nombre, fue algo que sucedió en Galilea. Una nueva dimensión fue incorporada a nuestra existencia mortal; una nueva libertad, no fundada en instituciones o premisas, sino sembrada en cada corazón humano y que sólo requiere que la dejen crecer.
Tras su bautismo en el Jordán por Juan el Bautista, Nuestro Señor se internó en el desierto. Lo mismo hizo Pablo después de su experiencia en el camino de Damasco, y ha sido emulado por infinidad de otros, desde ermitaños recluidos en cuevas remotas hasta almas atribuladas que deambulan por los parques citadinos antes de comenzar el bullicio del día. El desierto ofrece su vacío y su silencio. El mundo parece muy distante. No hay allí vida social, ni medios de información, ni votos que depositar, ni dinero que acumular. Es tan sólo un árido sitio de refugio.
Adoro el desierto porque una vez abandonados todos esos afanes de cuerpo y espíritu lo que resta —mientras pueda ser logrado en nuestra condición mortal— es un alma emancipada sin otra preocupación que la de buscar a Dios. Y buscar es encontrar, lo cual equivale a conservar. ¿Cuál es el resultado de semejante encuentro? La conciencia de que en verdad estamos hechos a la imagen de Dios y podemos aspirar a participar en sus propósitos. No podemos saber cuáles son ni imaginar qué presagios encierran. Sin embargo, conocer a Dios trae consigo la fe necesaria para someterse a esos designios. Entonces podemos decir finalmente, con genuina sinceridad, esas palabras del Padrenuestro —Hágase tu voluntad— que es todo cuanto hay que decir a Dios.
Cuando aceptamos esa verdad, el desierto se llena súbitamente de júbilo y esperanza; florece realmente como una rosa en el confiado conocimiento de que nada podrá ocurrir en nuestro perjuicio final fuera de quedar separados de Dios. Todos los otros males son transitorios, y, como nubes que se desintegran al calor del Sol, vienen para ser incorporados al esplendor del amor universal de Dios.
CONDENSADO DE "A TWENTIETH CENTURY TESTIMONY" © 1978 POR EVANGELISCHE OMROEP Y THOMAS NELSON INC., PUBLICADO POR THOMAS NELSON & SONS LTD., ONTARIO (CANADA). FOTO. © 1978 POR EVANGELISCHE OMROEP.