Publicado en
junio 09, 2013
Cansada de no hablar, Eulogia tiró el televisor a la basura con el control y hasta con el florero que había encima...
Por Elizabeth Subercaseaux
Un día, Roberto llegó a su casa más temprano y al pasar junto a la puerta de la cocina, le llamó la atención ver el televisor en el basurero. Entró a toda carrera.
—¡Domitila! ¿Se puede saber qué hace el televisor en el basurero?
—La señora Eulogia lo dejó ahí... Y no me mire con esa cara. Yo no tengo nada que ver con esto. Yo estaba en medio de la telenovela, cuando la señora me apagó el televisor, se lo echó al hombro y partió con el aparato al basurero. Lo tiró todo, la caja, el control remoto, hasta el florero que había encima se fue a la basura.
—¿Y por qué hizo algo tan absurdo?
—Eso tiene que preguntárselo a ella. Pero ahora no está. Fue a la peluquería.
—¿A esta hora? Pero si son las 7 de la noche, ¿quién va a la peluquería a las 7 de la noche? —preguntó extrañado.
—Dijo que quería estar bonita para esta primera noche de comunicación.
—¿Y se puede saber qué quiso decir con eso, Domitila?
—Eso también tiene que preguntárselo a ella, don Rober.
Roberto se quitó la chaqueta, se puso un par de pantuflas y se instaló en el sillón donde todos los días se sentaba a mirar las noticias de la noche. Pero la tele no estaba, así que pasó la media hora que duran las noticias con una cara de perejiliento inverosímil, los ojos fijos en la pared, siguiendo los movimientos de una mosca, sin saber qué hacer. Después de las noticias venía su programa favorito, deportes, y hoy mostrarían el resumen de los partidos del domingo; se moría de ganas de ver el gol del Peineta Cruz, en la oficina no habían hablado de otra cosa.
"Tendrías que haber visto al Peineta, ¡qué tiro, hombre! De cabeza la lanzó y ¡paf!, infló las redes", pero como el televisor no estaba, se comió las uñas, mientras miraba el movimiento casi imperceptible de una arañita que tejía una tela en el techo. Después de los deportes venía Amame y verás, su telenovela preferida, la triste historia de una familia modelo (dos hijos, un perro, señora regia, marido rico, cortinas con flores), cuya felicidad se ve súbitamente interrumpida, cuando el marido se va con la flaca de la esquina. En alguna parte de su corazón, no tenía muy claro por qué, él se sentía identificado con ese pobre hombre que fue a parar a la cárcel, quedó en la ruina y lo perdió todo por la flaca, quien al verlo arruinado y con traje a rayas, partió con el dueño del club de golf. El día anterior la serie había quedado en un punto culminante: la esposa, en un arresto de generosidad y arrepentimiento, iba entrando en la cárcel para visitar al "infame", había hablado con sus hijos, habían recordado los buenos tiempos, habían sumado y habían restado, y luego concluyeron que no valía la pena dejar al pobre adúltero podrirse en una celda, ella levantaría los cargos, y ahora iba a la cárcel, para verlo por primera vez y anunciárselo.
Roberto había regresado un poco antes del trabajo para no perderse el encuentro de los dos, pero, claro, Eulogia había tirado el televisor a la basura y él se estaba perdiendo lo mejor de la telenovela.
Dos horas más tarde, la tía Eulogia llegó de la peluquería. Melody le había hecho un peinado lleno de bucles y la había maquillado como para un baile.
A esas alturas de la velada, habiéndose perdido el fútbol, la telenovela, el programa político que jamás dejaba de ver los lunes y la comedia de la BBC que le alegraba el corazón, Roberto estaba frenético. No solo quería matar a la tía Eulogia, sino que matarla y dejar su cuerpo en el desierto, para que se lo comieran los aguiluchos de Atacama.
—¿Te gusta mi peinado? —preguntó la tía Eulogia—. ¿No te parece que me veo 10 años más joven?
Roberto la miró como si estuviera viendo una serpiente cascabel y luego, con un esfuerzo casi sobrehumano, logró sacar estas palabras de su garganta:
—¿Por qué tiraste el televisor?
—¡Ah! Era eso lo que te tiene en este estado prequirófano. Lo tiré a la basura porque hace 15 años, cuando me casé contigo en la iglesia de Nuestra Señora de los Angeles, y el cura me preguntó ¿Eulogia de las Mercedes aceptas unirte a este hombre para siempre, amarlo y cuidarlo y serle fiel hasta que la muerte los separe?, y yo dije que sí, nadie me estaba preguntando si aceptaba pasarme de 4 a 5 horas diarias frente a un televisor contigo. Si me lo hubieran preguntado, habría dicho que no.
Roberto puso cara de perejiliento pillado en falta. Y mi tía Eulogia siguió:
—En este matrimonio no hay comunicación. Nosotros no hablamos. A mí se me olvidó cómo eres tú. No sé cuáles son tus inquietudes, no sé cómo piensas de ninguno de los temas que aparecen en el diario. ¡Se acabó la televisión en esta casa! ¡Se acabó la costumbre de cenar en bandeja frente al televisor! Estoy harta de comer viendo los cuerpos ensangrentados en Sudán, en Irak y en todas partes de este mundo de dementes. No tengo ganas de tragarme un aguacate mirando cómo se mueren de hambre los niños en Nigeria. Y contigo, mudo, masticando al lado. ¡Esto se acabó! De ahora en adelante vamos a comunicarnos, vamos a hablar de las cosas que nos complican, de nuestras ilusiones, de los niños, de cómo vemos el futuro, de política, de literatura.
Roberto rezongó algo así como "está bien", y permaneció sentado donde mismo, maldiciendo el día en que vio a la tía Eulogia por primera vez, en shorts y blusa roja ceñida, y se dijo "con esta mujer me voy a casar".
Esa noche cenaron en la amplia mesa del comedor. Los hijos andaban cada uno en su vida y la Domitila se había ido temprano, porque Brian no sabía cómo hacer funcionar la estufa de parafina, algo que en los Estados Unidos no existía desde 1950. La tía Eulogia trajo las fuentes de la cocina y comieron callados como cementerio a las 12 de la noche.
Al día siguiente, Roberto llegó tarde a la cena. La tía Eulogia lo había esperado hasta que la venció el hambre y comió sola, en el mismo comedor del día anterior. Los niños andaban cada uno en sus quehaceres y la Domitila, furiosa porque llevaba dos días sin ver la telenovela, se negó a acompañarla.
—¿De dónde vienes a esta hora? —preguntó la tía Eulogia cuando Roberto apareció, con mucho mejor cara que el día anterior, casi como si viniera de la casa de la flaca.
—Fui a ver Amame y verás a casa de Luis Arencibia, mi socio —contestó Roberto, y luego le contó que la esposa del adúltero había ido a visitarlo a la cárcel, se habían abrazado, "lo más emocionante que te imaginas, Eulogia", y él la había perdonado.
—¡No te lo creo! ¿La perdonó? ¿Después de que ella le quitó todo, lo dejó sin casa y en la cárcel?
—Así es.
—¿Y cómo fue? ¿Cómo fue la escena del perdón? Cuéntame con detalles, cómo estaba vestida ella, y él, y qué hacía el carcelero, ¿y los hijos? ¿Fueron? El beso, ¿fue en la boca o en la mejilla? Quiero saber los colores, qué dijo el abogado, con qué cara se miraron, quién más estaba en la celda, cómo la recibió él... ¡Ya, pues!
Y Roberto se lanzó en una profusa descripción de detalles, como si hubiese sido el libretista de la serie. La tía Eulogia, fascinada, lo acompañó a comer aunque ella ya había cenado.
Al otro día, la tía Eulogia preparó un coctel, unos quesitos franceses y un guacamole, y esperó a Roberto en el living. Roberto se atrasó. Venía de la casa de Julián Recabarren, su otro socio, había ido a ver la telenovela. Al ver los aperitivos se instaló, encantado, junto a la tía Eulogia que lo esperaba con ansias, pues no veía las horas de que llegara para saber en qué iba Amame y verás.
Roberto le tomó la mano y le contó. Hablaba a mil por hora mientras se atragantaba con el guacamole, los quesitos y el coctel. Su vida se estaba tornando muy entretenida. Nunca había visto a Eulogia tan fascinada con él. Súbitamente había dejado de ser el latoso de Roberto para convertirse en un excelente contador de historias, una especie de Isabel Allende. Y su mujer lo escuchaba como si estuviera oyendo a Dios.
—Ocurrió algo muy inesperado, para todos. El dueño del Club de Golf se fue con una estudiante 10 años menor y dejó a la flaca de la esquina plantada. La flaca fue a ver a su antiguo amor a la cárcel y se encontró con que lo habían soltado, estaba libre, y de regreso con su mujer. Llegó hasta la casa del matrimonio, ¿y sabes qué pasó?
—¡Ay, no! ¡Qué nervios! ¡Cuéntame! Pero apúrate, deja el guacamole para después. ¿Qué pasó?
—Pues bien, la flaca llegó a la casa, tocó a la puerta y, ¿te imaginas quién abrió la puerta? ¡El!
—¡Uy, Dios mío! ¿Y qué cara puso cuando la vio? ¿Qué hizo la flaca?
La tía sentía el alma en un hilo.
—La flaca, desvergonzada como todas las mujeres, se le tiró a los brazos y él la rechazó bruscamente, y en eso apareció la esposa, y entre él y la esposa han sacado a la flaca a escobazos de la casa, con los niños y el perro aplaudiendo desde la cocina.
—¡Uf, qué ordinariez! —se solidarizó la tía Eulogia con la pobre flaca.
Una semana más tarde: para el último capítulo de Amame y verás, Roberto llamó a la tía Eulogia, hacia las 4 de la tarde y la invitó a ver la telenovela en casa de Juan Arístegui, su otro socio.
—No puedo. Tengo que quedarme aquí, porque a las 7 traen el nuevo televisor —dijo la tía Eulogia.
—En ese caso me voy a ver la telenovela contigo —dijo Roberto—. Si no te importa, Eulo.
—Yo, feliz —dijo la tía Eulogia—. ¡Ah! Y no olvides comprar una de esas cajitas de pollo con almendra que se ponen en el microondas —añadió.
La vida había vuelto a su cauce normal.
ILUSTRACION: MARCY GROSSO
Fuente:
REVISTA VANIDADES, ECUADOR, NOVIEMBRE 09 DEL 2004