Publicado en
mayo 26, 2013
Por Jorge Enrique Adoum.
El sacerdote director de nuestra escuela era injusto, incluso cruel, con nosotros: le teníamos, más que miedo, pavor. Y el pánico aumentaba cuando debíamos confesarnos y nos inventábamos pecados graves para que no nos creyera incapaces hasta de pecar. Y, con una intuición de niño, entreveíamos que el pecado mayor era haber tenido "malos pensamientos" (no estábamos en edad, todavía, para acusarnos de "actos pecaminosos"). O sea que adivinábamos ya, hace sesenta años, lo que el historiador francés Guy Bechtel advierte en su reciente libro La chair, le diable et le confesseur ("La carne, el diablo y el confesor"): la obsesión de la Iglesia católica por los problemas de la carne en torno a los cuales, según una encuesta realizada en Francia en 1970, giraban aún cerca del 80% de las confesiones. Y, refiriéndose al confesionario como medio de control de la vida privada e íntima de los fieles, el autor acaba de declarar: "Los católicos ya no aceptan ir a confesar el secreto de sus amoríos, ni ir a discutir con solteros sus problemas sexuales en una caja de madera".
En una entrevista publicada hace poco por Paris Match, Bechtel señala que la confesión no fue mencionada por Jesús y que San Pablo parece ignorarla. En cambio, San Juan Crisóstomo (344-407), aunque la conoce, aconseja "dirigirse a Dios". En el siglo VII era facultativa, como un segundo bautismo, y sólo después del Concilio de Letrán de 1215 se volvió obligatoria, "convirtiéndose en un interrogatorio sobre las costumbres más íntimas de las parejas casadas y contribuyendo a aumentar el sentimiento de culpa y la angustia". A partir de la Revolución Francesa los fieles comienzan a abandonarla, de manera creciente.
No deja de ser curioso el hecho de que los teólogos no hayan cesado, a fin de informar mejor a los confesores, de inventariar, clasificar, subdividir y disecar todos los pecados de la carne con una precisión digna de mejor causa. "Algunos autores -dice el historiador francés-, en textos alucinantes del siglo XIX, distinguieron las ocho formas de la polución, las tres formas de la masturbación femenina, las nueve formas de la gula, las diversas posiciones del cuerpo en el acto del amor", definiendo los pecados "con increíble crudeza", regodeo que, se me ocurre, podía constituir en sí mismo otro pecado.
Aunque algo distantes de San Pablo -cuyo pensamiento resume así: "La mujer es mala, hay que prescindir de ella si se puede. Si no se puede, hay que casarse y cumplir mutuamente el deber conyugal a condición de que sea sin impureza"- y lejos de Tertuliano -quien en el siglo 11 exclamaba: "¡Mujer, eres la puerta del diablo!"- y de San Jerónimo -que juzgaba "vergonzoso amar a su mujer como a una amante"-, se asiste todavía a una condenación permanente del amor fuera del matrimonio. Lo malo es que, incluso dentro de él, la noción del placer siguió siendo sospechosa, desde el siglo IV, con San Agustín, por lo menos hasta 1951, cuando Pío XII juzgó que "sentir placer no es una culpa".
Pero los Padres de la Iglesia y los teólogos de la Edad Media, "inspirándose en los filósofos estoicos antiguos y en médicos árabes del siglo X", elaboraron la teoría de que la cópula estaba obligatoriamente unida a la procreación. El predicador Jacques Bridaine exclamaba en el siglo XVIII: "¡No todo está permitido! Se cometen muchos pecados horribles y detestables todos los días dentro del matrimonio", lo cual lleva a Bechtel a hacer un inventario curioso: desde el siglo XVI se ha recomendado preservar la castidad durante varios días antes de recibir la sagrada comunión; el amor no era aconsejable el domingo, por ser el día del Señor; los teólogos reprobaban el amor durante la gestación, los días de ayuno y la cuaresma (a quien hacía el amor con su mujer entre el Viernes de Ceniza y la Pascua de Resurrección se le imponía una penitencia de un año o el pago de 26 sueldos "moneda antigua de distinto valor según los tiempos y países, igual a la vigésima parte de la libra respectiva", según la admirable precisión de la Real Academia). Así, en esa época, dice, había pocos días para un acercamiento entre los esposos: si se excluyen el domingo, miércoles, viernes y sábado de cada semana (días prohibidos para las relaciones carnales hasta el siglo XI), la cuaresma, la semana de Navidad y de otras fiestas religiosas, quedaban de 91 a 93 días al año para unirse. Restando de ellos los días de "indisposición de la mujer", sólo se disponía de 15 a 50 días para el amor (y mala suerte si en ese período estallaban también las disputas de amantes).
Tal es una de las razones por las cuales muchas mujeres modernas, particularmente en Europa, rehuyen el tribunal de la penitencia que, a su juicio, "va pareciéndose cada vez más a una comisaría de policía": es conmovedor el testimonio de aquéllas a quienes, hacia 1970 (fecha de la encuesta citada más arriba), se les negó la absolución porque, siendo madres de cuatro hijos y temiendo tener otro, practicaron la contracepción, condenada por la Iglesia. Lo curioso es que condena, al mismo tiempo, la concepción in vitro, incluso tratándose de una pareja cristiana, con el óvulo de la madre y el espermatozoide del padre. De ahí la observación humorística del historiador: "Se ha dicho que, antaño, la Iglesia no quería amor sin bebé. Hoy día, ella no quiere bebé sin amor..."
Bechtel afirma: "La historia de la confesión me ha mostrado que, durante quince siglos, una teología excesiva del pecado ha perseguido a la sexualidad sin procreación, ha permitido investigar. en las familias, penetrar en la intimidad de las parejas, reducir las uniones sexuales, cosas a veces contradictorias en una religión que propugna: 'Creced y multiplicaos'." La contradicción mayor está en cómo hacer hijos, que se impone como un deber, sin gozar, que se prohíbe como un pecado.
Yendo de hilo en aguja, como dicen los franceses, se llega a la prohibición del preservativo por constituir un medio de evitar la concepción. La cuestión fue planteada al Santo Oficio, en 1853, obteniéndose una respuesta negativa. En 1876 el Tribunal Apostólico tachó la contracepción de pecado mortal y, dos años más tarde, "pidió a los confesores negar la absolución a quienes no renuncien a practicarla". Y, hace un año, pese a la propagación incontrolable del SIDA, el papa Juan Pablo II, declaró en Uganda -donde un millón y medio de personas, de una población total de 18 millones, son seropositivos- que "el control de sí mismo y la castidad son los únicos medios virtuosos y seguros de poner término al azote del SIDA", medios que en el mundo entero, no sólo en Africa, han demostrado ser muy virtuosos pero poco seguros.
Desde hace unos quince años la Iglesia ha modificado sus procedimientos y su lenguaje: la absolución suele darse de manera colectiva y la confesión ha ido adquiriendo un carácter psicológico. Pero, al parecer, no basta. Al periodista francés Robert Serrou, que lo entrevistó recientemente, Guy Bechtel le expuso sus dudas: "Cierto cristianismo ha muerto, así como cierta idea del pecado y del pecador. Haría falta que la Iglesia redujera el peso del pecado original y desdramatizara la religión. [...] Que renuncie a la idea de un Dios vengador, encuentre a un Jesús de paz y perdón y vuelva a la encíclica Humanae Vitae de 1968 [...]. ¿Podrá otro cristianismo recomenzar la gran aventura de hace veinte siglos? La religión es la puerta estrecha. Y, sin embargo, ¿no habla el Apocalipsis de la 'multitud de los salvados'?" (Pero se me ocurre que yo, pecador, debo estar en la otra multitud, la más numerosa. Lo único que espero es que se me asigne un sitio entre Louis Amstrong y Marilyn Monroe.)