SATURNO NACIENTE (Arthur C. Clarke)
Publicado en
abril 21, 2013
Este cuento me trae vividos recuerdos de la primera vez que vi los anillos de Saturno cuando fui evacuado, con mis colegas del Departamento de Finanzas y Cuentas de Su Majestad, a Colwyn Bay, en el norte de Gales, durante los primeros meses de la Segunda Guerra Mundial.
Yo había comprado un anticuado telescopio de poco más de dos centímetros de abertura a un cadete naval de un centro local de instrucción, que probablemente andaba escaso de dinero (y no es que yo anduviese sobrado con mi salario del Servicio Civil, de unas cinco libras a la semana). El instrumento, bastante estropeado, consistía en un tubo de laton que se deslizaba dentro de otro. Extraje el tubo interior (que contenía las lentes y el ocular) y lo sustituí por una lente de foco corto, aumentando considerablemente con ello el poder de ampliación. A través de este tosco aparato contemplé por primera vez Saturno y sus anillos, y, como cualquier observador desde Galileo, me quedé extasiado ante uno de los espectáculos más sobrecogedores del cielo. Poco me imaginaba yo, cuando escribí este cuento en 1960, que dentro de dos decenios, las misiones del Voyager, coronadas por éxitos fantásticos, revelarían que los anillos de Saturno eran más complicados y hermosos de lo que nadie había soñado jamás. El cuento ha quedado anticuado debido a los descubrimientos científicos de las tres últimas décadas. Ahora sabemos, por ejemplo, que Titán no tiene una atmósfera compuesta principalmente de metano sino de nitrógeno. (Y a eso se refiere la tesis principal de mi novela Regreso a Titán, que se sitúa también en Titán. Bueno, no se puede acertar siempre: ahora la historia se desarrolla en un universo ligeramente paralelo; véase mi nota a El Muro de Oscuridad.) Hay otro error que hubiese debido corregir entonces. Aunque se pudiese observar Saturno desde la superficie de Titán (cosa que probablemente impediría la neblina de la atmósfera), nunca se lo vería «nacer». Casi con toda seguridad, Titán, como nuestra Luna, tiene su rotación frenada de tal manera que siempre tiene la misma cara vuelta hacia el planeta. Por consiguiente, Saturno permanece fijo en el cielo de Titán, como la Tierra en el de la Luna.
Pero esto no es problema: construiremos nuestro hotel en órbita, que, en todo caso, es una idea mucho mejor. Desde Titán, los anillos aparecerán siempre de lado, de manera que se verán simplemente como una estrecha franja luminosa. Sólo observándolos desde una órbita inclinada se podrían apreciar en todo su esplendor.
Además, sospecho que las condiciones de la superficie de Titán harían que la Antártida pareciese Hawai.
Esto es absolutamente cierto. Conocí a Morris Perlman cuando yo tenía unos veintiocho años. Conocí a muchísima gente en aquellos días, desde presidentes hacia abajo. Cuando regresamos de Saturno, todo el mundo quería vernos, y la mitad de la tripulación empezó a viajar para dar conferencias. A mí siempre me ha gustado hablar (no digan que no se han dado cuenta), pero algunos de mis colegas afirmaban que preferían ir a Plutón que enfrentarse otra vez con el público. Y algunos lo hicieron.
Yo recorrí el Medio Oeste, y la primera vez que me tropecé con el señor Perlman (nadie le llamaba de otra manera, y desde luego, nunca «Morris») fue en Chicago. La agencia siempre me reservaba habitaciones en buenos hoteles, aunque no demasiado lujosos. Esto me convenía; me gustaba alojarme en sitios donde pudiese ir y venir a mi antojo, sin estar sometido a un tropel de criados con librea, y donde pudiese vestir de cualquier manera, dentro de lo razonable, sin sentirme como un vagabundo. Veo que se sonríen ustedes; bueno, yo era entonces, un muchacho, y las cosas han cambiado mucho.
Hace muchos años de aquello, pero supongo que estuve pronunciando conferencias en la Universidad. Sea como fuere, recuerdo que me sentí contrariado porque no pudieron mostrarme el lugar donde Fermi había creado el primer reactor nuclear; me dijeron que el edificio había sido demolido hacía cuarenta años, y sólo había una placa conmemorativa en aquel sitio. La estuve contemplando durante un rato, pensando en todo lo que había sucedido desde aquellos lejanos días de 1942. Entre otras cosas, yo había nacido, y la energía atómica me había llevado a Saturno en viaje de ida y vuelta. Esto era probablemente algo en lo que no habían pensado Fermi y compañía cuando construyeron su primitivo enrejado de uranio y grafito.
Estaba desayunando en la cafetería cuando un hombre de edad mediana y complexión ligera se sentó al otro lado de la mesa. Me dio cortésmente los buenos días, y después hizo un ademán de sorpresa al reconocerme. (Era un encuentro premeditado, desde luego, pero yo entonces no lo sabía.)
—¡Es un placer! —exclamó—. Anoche asistí a su conferencia. ¡Qué envidia me dio!
Le dirigí una sonrisa un poco forzada; nunca soy muy sociable a la hora del desayuno, y había aprendido a ponerme en guardia contra los chiflados, los latosos y los entusiastas que parecían considerarme como su legítima presa. Pero el señor Perlman no era un latoso, aunque sí un entusiasta y supongo que lo podría considerar chiflado.
Tenía el aspecto de un próspero hombre de negocios, e imaginé que se alojaba en el mismo hotel. El hecho de que hubiese asistido a mi conferencia no era de extrañar; había sido muy popular, abierta al público y, naturalmente, muy anunciada en la prensa y en la radio.
—Desde que era pequeño —dijo mi autoinvitado compañero— me ha fascinado Saturno. Sé exactamente cuándo y cómo empezó todo. Debía de tener unos diez años cuando descubrí aquellas maravillosas pinturas de Chesley Bonestell que muestran cómo debería verse el planeta desde sus nueve lunas. Supongo que usted las habrá visto, ¿no?
—Desde luego —le respondí—. Aunque tienen casi medio siglo, nadie las ha superado todavía. Teníamos un par a bordo del Endeavour, clavadas en la mesa de gráficos. Yo las miraba con frecuencia, para compararlas con la realidad.
—Entonces ya sabe lo que sentía yo en los años cincuenta. Solía pasar horas enteras tratando de captar el hecho de que ese cuerpo increíble, con los anillos de plata girando a su alrededor, no era el sueño de un artista sino que existía en realidad, y que era un mundo diez veces mayor que la Tierra.
»En aquella época no me imaginaba que podría ver esta cosa maravillosa con mis ojos; daba por supuesto que sólo los astrónomos, con sus gigantescos telescopios, podían disfrutar de esas vistas. Pero entonces, cuando tenía unos quince años, hice otro descubrimiento tan emocionante que apenas podía creerlo.
—¿Qué descubrimiento fue ése? le pregunté.
Ya me había resignado a compartir con él el desayuno; parecía un personaje inofensivo, y su evidente entusiasmo me resultaba muy atractivo.
—Descubrí que cualquier tonto podía hacer un telescopio de gran alcance en la cocina de su casa, con unos pocos dólares y un par de semanas de trabajo. Fue una revelación; como miles de muchachos, pedí prestado un ejemplar de Amateur Telescope Making, de Ingalls, en la biblioteca pública, y puse manos a la obra. Dígame, ¿ha construido usted algún telescopio?
—No; yo soy ingeniero, no astrónomo. No sabría cómo empezar.
—Es increíblemente sencillo, si se siguen las instrucciones. Se empieza con dos discos de cristal, de un grueso aproximado de un par de centímetros. Yo los conseguí por cincuenta centavos en una tienda de artículos navales; eran cristales de portillas que no servían porque estaban descantillados. Entonces se pega el disco a una superficie plana y firme: yo utilicé un viejo tonel puesto boca abajo.
»Después hay que comprar polvos de esmeril de varios gruesos y empezar por el más toco hasta acabar con el más fino. Se pone un pellizco del polvo más grueso entre los dos discos, y se empieza a frotar el superior arriba y abajo con suavidad. Mientras tanto, se pasa lentamente alrededor del disco.
»¿Y qué ocurre? El disco superior se ahueca por la acción cortante del polvo de esmeril y, al pasar uno a su alrededor, adquiere la forma de una superficie cóncava y esférica. De vez en cuando hay que cambiar a un polvo más fino y hacer algunas sencillas pruebas ópticas para comprobar que la curva es la adecuada.
»Más tarde se prescinde del esmeril y se pasa al colectar, hasta que se consigue una superficie suave y pulida que a uno le cuesta creer que sea obra suya. Falta sólo otra operación, aunque es un poco delicada. Hay que azogar el espejo y convertirlo en un buen reflector. Para esto hay que comprar algunos productos químicos en la droguería y hacer exactamente lo que indica el libro.
»Todavía recuerdo la impresión que recibí cuando la película de plata empezó a extenderse como por arte de magia sobre la cara de mi pequeño espejo. Este no era perfecto, pero sí bastante bueno, y no lo habría cambiado por nada de lo que hay en Monte Palomar.
»Lo fijé a un extremo de una tabla de madera; no había necesidad de preocuparse por un tubo de telescopio, aunque puse medio metro de cartón alrededor del espejo para cerrar el paso a luces inoportunas. Como ocular empleé una pequeña lupa que había comprado en un baratillo por unos pocos centavos. En total no creo que el telescopio costase más de cinco dólares, aunque esto era mucho dinero para mí cuando era niño.
»Entonces vivíamos en un destartalado hotel que poseía mi familia en la Tercera Avenida. Cuando hube montado el telescopio, subí al terrado y lo probé, entre el bosque de antenas de televisión que cubrían todos los edificios en aquellos tiempos. Tardé un buen rato en ajustar el espejo y el ocular, pero no había cometido ningún error y la cosa funcionó. Como instrumento óptico era probablemente muy malo (a fin de cuentas, se trataba de mi primer intentó), pero con él lograba al menos cincuenta aumentos, y esperaba con impaciencia que se hiciese de noche para probarlo con las estrellas.
»Había consultado el almanaque y sabía que Saturno estaba alto en el este después de ponerse el sol. En cuanto hubo oscurecido, subí de nuevo al terrado y apoyé mi estrafalario artefacto de madera y cristal entre dos chimeneas. Era a finales de otoño, pero no sentí el frío porque el cielo estaba lleno de estrellas... y todas eran mías.
»Tardé algún tiempo en enfocar el aparato lo mejor posible, empleando la primera estrella que entró en el campo visual. Entonces empecé a buscar a Saturno y pronto descubrí lo difícil que era localizar algo en un telescopio reflector que no estaba adecuadamente montado. Pero el planeta entró de pronto en el campo visual y moví el instrumento unos centímetros en distintos sentidos hasta fijarlo bien.
»Era pequeño, pero perfecto. Creo que estuve un minuto sin respirar; no podía dar crédito a mis ojos. Después de tantas imágenes, aquí estaba la realidad. Parecía un juguete suspendido en el espacio, con los anillos ligeramente abiertos e inclinados en mi dirección. Incluso ahora, después de cuarenta años, recuerdo que pensé: "Parece artificial, como un árbol de Navidad." Había una sola estrella brillante a su izquierda, y comprendí que era Titán.
Hizo una pausa, y supongo que por un momento los dos pensamos lo mismo. Porque Titán ya no era para nosotros simplemente el satélite más grande de Saturno, un punto luminoso conocido sólo por los astrónomos. Era el mundo terriblemente hostil en el que había aterrizado el Endeavour y donde tres de mis compañeros yacían en tumbas solitarias, más lejos de sus casas que cualquier otro ser humano muerto.
—No sé cuánto tiempo estuve aguzando la mirada y moviendo el telescopio a sacudidas al elevarse Saturno sobre la ciudad. Estaba a mil seiscientos millones de kilómetros de Nueva York; pero ahora Nueva York me alcanzó.
»Ya he hecho referencia a nuestro hotel; pertenecía a mi madre, pero mi padre lo dirigía... no muy bien por cierto. Perdía dinero desde hacía años, y durante toda mi infancia había sufrido continuas crisis financieras. Así que no puedo censurarle a mi padre por haberse dado a la bebida; debía de estar loco de preocupaciones la mayor parte del tiempo. Y yo había olvidado que tenía que ayudar al recepcionista...
»Papá subió a buscarme, pensando en sus cosas y sin saber nada de mis sueños. Me encontró en el terrado, mirando las estrellas.
»No era cruel, pero no podía comprender la paciencia y el cuidado que yo había puesto en mi pequeño telescopio ni las maravillas que me había mostrado durante el breve tiempo en que lo había empleado. Ya no lo odio por ello, pero recordaré toda la vida el chasquido de mi primer y último espejo al estrellarse contra los ladrillos.
Yo no sabía qué decirle. Mi resentimiento inicial por su intromisión hacía rato que se había trocado en curiosidad. Tenía la impresión de que en aquel relato hábil mucho más de lo que había oído hasta entonces, y advertí otra cosa: la camarera nos trataba con exagerada deferencia, de la que yo recibía sólo una pequeña parte.
Mi compañero jugaba con el azucarero, mientras yo esperaba con silenciosa simpatía. En aquel momento sentí que había algún lazo entre nosotros, aunque no sabía exactamente lo que era.
—Nunca construí otro telescopio —dijo—. Algo más se rompió, aparte del espejo; algo en mi corazón. En todo caso, estaba demasiado ocupado. Habían ocurrido dos cosas que habían cambiado totalmente mi vida: papá nos abandonó, dejándome a mí como cabeza de familia, y derribaron el ferrocarril elevado de la Tercera Avenida.
Debió de ver mi expresión de perplejidad, porque me sonrió desde el otro lado de la mesa.
—Seguramente usted no lo sabe, pero cuando yo era muchacho había un ferrocarril elevado que pasaba por la Tercera Avenida. Esto hacía que toda aquella zona fuese ruidosa y sucia; la Avenida era un barrio de bares, casas de empeños y hoteles baratos, como el nuestro. Todo esto cambió cuando desapareció el ferrocarril elevado; el valor de los terrenos se puso por las nubes, y de pronto fuimos ricos. Papá volvió bastante pronto pero demasiado tarde; yo dirigía ya el negocio. En poco tiempo lo extendí por la ciudad, y después por el campo. Ya no era un despistado observador de las estrellas, y di a papá uno de mis hoteles más pequeños, donde no podía causar mucho daño.
»Han pasado cuarenta años desde que contemplé Saturno, pero nunca he olvidado aquella única visión, y sus fotografías de la otra noche me hicieron recordar todo aquello. Sólo quería decirle lo muy agradecido que le estoy.
Hurgó en su cartera y sacó una tarjeta.
—Espero que me llame cuando vuelva a la ciudad; puede estar seguro de que asistiré si da más conferencias. Que tenga suerte, y lamento haberle robado tanto tiempo.
Y se marchó sin que yo apenas pudiese pronunciar palabra. Miré la tarjeta, me la guardé en el bolsillo y terminé mi desayuno, bastante pensativo.
Cuando aboné la cuenta al salir de la cafetería, pregunté:
—¿Quién era el caballero que se sentó a mi mesa? ¿El jefe?
El cajero me miró como si estuviese frente a un retrasado mental.
—Supongo que se le puede llamar así, señor —respondió—. Desde luego es el dueño de este hotel, pero hasta ahora nunca le habíamos visto por aquí. Cuando está en Chicago siempre reside en el Ambassador.
—¿También es dueño de aquel hotel? —pregunté sin demasiada ironía, pues ya había adivinado la respuesta.
—¡Oh, sí! Y también de... —y enumeró una serie de hoteles, incluidos los dos más grandes de Nueva York.
Yo estaba impresionado y también bastante divertido, pues era evidente que el señor Perlman había venido aquí con la deliberada intención de conocerme. Parecía una manera bastante indirecta de conseguirlo; pero yo ignoraba entonces la reserva y timidez que le caracterizaban. Desde el principio no se había mostrado tímido conmigo.
Después me olvidé de él durante cinco años. (Bueno, debo añadir que cuando pedí la cuenta en el hotel me dijeron que no debía nada.) A los cinco años, hice mi segundo viaje.
Esta vez sabíamos lo que nos esperaba y no íbamos a un lugar completamente desconocido. No teníamos que preocuparnos por el carburante, pues todo el que pudiésemos necesitar lo teníamos en Titán; sólo debíamos bombear la atmósfera de metano para llenar los depósitos, y habíamos hecho planes contando con ello. Visitamos las nueve lunas, una tras otra, y después pasamos a los anillos.
La cosa ofrecía poco peligro, aunque fue una experiencia muy emocionante. Ya saben que el sistema de anillos es muy delgado; sólo tiene unos treinta kilómetros de grosor. Descendimos a él muy despacio y con cautela, después de comprobar su giro para movernos exactamente a la misma velocidad. Era como subir a un tiovivo de doscientos setenta mil kilómetros de diámetro.
Pero en un tiovivo fantasmal, porque los anillos no son sólidos y se puede mirar a través de ellos. De cerca son casi invisibles; los miles de millones de partículas que los constituyen están tan espaciadas entre sí que lo único que se puede ver en el espacio inmediato son pequeños trozos ocasionales que pasan con mucha lentitud. Sólo cuando se mira hacia lo lejos se funden los innumerables fragmentos en una sábana continua, como una granizada que girase eternamente alrededor de Saturno.
Esta frase no es mía, pero es muy acertada. Cuando metimos la primera pieza de un auténtico anillo de Saturno en la cámara de aire, se fundió en pocos minutos dejando un charco de agua fangosa. Algunos piensan que el hecho de que los anillos, o el noventa por ciento de ellos, estén compuestos de hielo ordinario estropea su mágica imagen. Pero esto es absurdo; no serían más maravillosos si estuviesen hechos de diamantes.
Cuando volví a la Tierra, el primer año del nuevo siglo, inicié otra serie de conferencias, pero esta vez más corta porque ahora tenía una familia y quería estar lo más posible con ella. Esta vez tropecé con el señor Perlman en Nueva York; yo daba una conferencia en Columbia y presentaba nuestra película Explorando Saturno (un título engañoso ya que habíamos estado a unos treinta mil kilómetros del planeta. En aquellos días, nadie imaginaba que el hombre aterrizaría alguna vez en el turbulento fangal que es lo más parecido a la superficie de Saturno).
El señor Perlman me estaba esperando después de la conferencia. No lo reconocí porque me había encontrado con un millón de personas desde nuestra primera entrevista. Pero cuando me dijo su nombre lo recordé todo con tanta claridad que me di cuenta de que había tenido que causarme una impresión muy profunda.
No sé cómo, pero me apartó de la multitud; aunque le disgustaba el gentío tenía una habilidad especial para dominar a cualquier grupo en caso necesario y para largarse antes de que sus víctimas se diesen cuenta de lo que había sucedido. Le vi hacerlo montones de veces, pero nunca supe exactamente cómo lo conseguía.
Lo cierto es que media hora más tarde estábamos compartiendo una soberbia cena en un restaurante distinguido (suyo, naturalmente). Fue una cena maravillosa, en especial después del pollo y helado que seguían a las conferencias, pero me lo hizo pagar; quiero decir, metafóricamente.
Todos los hechos y fotos reunidos por las dos expediciones a Saturno estaban ahora al alcance de cualquiera, en cientos de folletos, libros y artículos de divulgación. El señor Perlman parecía haber leído todo el material no demasiado técnico; lo que quería de mí era algo diferente. Incluso entonces, pensé que su interés era el de un hombre solitario y de edad avanzada que trataba de revivir un sueño perdido en su juventud. Era verdad; pero esto no era más que una parte del asunto.
Buscaba algo que no se encontraba en las crónicas ni en los artículos. Quería saber qué se sentía cuando uno se despertaba por la mañana y veía aquel globo grande y dorado con sus cinturones móviles de nubes dominando el cielo, y el efecto que producían aquellos anillos en la mente cuando estaban tan cerca que llenaban el cielo de uno a otro confín.
—Lo que usted necesita —le dije— es un poeta, no un ingeniero. Pero le diré una cosa: por mucho que se contemple Saturno y se vuele entre sus lunas, uno no acaba nunca de creerlo. A menudo piensa: «Todo es un sueño, algo que no puede ser real.» Y va a la ventanilla más próxima... y allí está él, robándole el aliento.
»Debe usted pensar que, además de hallarnos tan cerca, podíamos mirar los anillos desde ángulos y puntos completamente imposibles de conseguir desde la Tierra, donde siempre se los ve vueltos en dirección al Sol. Podíamos adentrarnos en su sombra y entonces ya no brillaban como plata, sino que eran como una débil neblina, un puente de humo sobre las estrellas.
«La mayoría de las veces podíamos ver la sombra de Saturno proyectándose sobre toda la anchura de los anillos, eclipsándolos tan completamente que parecía como si les hubiesen arrancado un gran pedazo. También podía observarse el efecto contrario; en el lado del planeta iluminado por el Sol, había siempre la sombra de los anillos como una franja nubosa paralela al Ecuador y no lejos de él.
»Y sobre todo, aunque esto sólo lo hicimos unas pocas veces, podíamos elevarnos sobre los polos del planeta y divisar todo el maravilloso sistema de anillos, como si estuviesen extendidos en un plano debajo de nosotros. Entonces pudimos ver que en vez de los cuatro anillos visibles desde la Tierra había al menos una docena de ellos separados, pero que se confundían entre sí. Cuando los descubrimos nuestro capitán hizo una observación que nunca olvidaré: "Aquí es donde los ángeles aparcaron sus aureolas."
Todo esto y mucho más conté al señor Perlman en el pequeño pero carísimo restaurante al sur de Central Park. Cuando hube terminado, pareció muy satisfecho, aunque guardó silencio durante unos minutos. Después dijo, casi con la misma naturalidad con que uno pregunta la hora del próximo tren en una estación:
—¿Cuál sería el mejor satélite para un centro de turismo?
Cuando oí estas palabras, casi se me atragantó el coñac de cien años. Después dije, paciente y cortés (al fin y al cabo había disfrutado de una cena maravillosa):
—Escuche, señor Perlman. Usted sabe tan bien como yo que Saturno está a casi mil seiscientos millones de kilómetros de la Tierra, e incluso más cuando nos encontramos en lados opuestos del sol. Alguien calculó que nuestros billetes de ida y vuelta costaban siete millones y medio de dólares cada uno, y puede creerme si le digo que no había habitaciones de primera clase en el Endeavour I ni en el 77. De todos modos, por mucho dinero que alguien tuviese, no podría adquirir un pasaje para Saturno. Sólo científicos y tripulaciones espaciales van a ir allí, en un futuro previsible.
Pude ver que mis palabras no le producían la menor impresión: se limitó a sonreír, como si conociese algún secreto que me estuviese vedado.
—Lo que usted dice es cierto, ahora —respondió—; pero he estudiado Historia. Y comprendo a la gente, pues éste es mi negocio. Permítame que le recuerde unos cuantos hechos.
»Hace dos o tres siglos, casi todos los grandes centros turísticos y los sitios más pintorescos estaban tan alejados de la civilización como hoy está Saturno. ¿Qué sabía Napoleón, pongo por caso, del Gran Cañón, las cataratas Victoria, Hawai o el Everest? Y piense en el Polo Sur; se llegó a él por primera vez cuando mi padre era un muchacho, pero hace toda una generación que hay un hotel allí.
»Ahora el asunto empieza de nuevo. Usted sólo puede apreciar los problemas y las dificultades, porque está demasiado cerca de ellos. Sean cuales fueren, el hombre los superará, como ha hecho siempre en el pasado.
»Dondequiera que haya algo extraño, algo bello, o nuevo, la gente querrá verlo. Los anillos de Saturno son el espectáculo más grande del universo que conocemos. Yo siempre lo había pensado, y usted acaba de confirmármelo. Hoy en día se necesita una fortuna para llegar a ellos y los hombres que van allí se juegan la vida. Lo mismo hicieron los primeros hombres que volaron, y ahora hay un millón de pasajeros en el aire en cada momento del día y de la noche.
»Lo mismo va a ocurrir en el espacio. No sucederá en diez años, ni en veinte tal vez. Pero recuerde que sólo se necesitaron veinticinco años para que comenzaran los vuelos comerciales a la Luna. No creo que se tarde tanto en ir a Saturno... Yo no estaré para verlo; pero cuando suceda quiero que la gente se acuerde de mí... Entonces, ¿dónde podríamos construir?
Seguía pensando que estaba loco, pero al menos empezaba a comprender lo que tanto le entusiasmaba. No había por qué seguirle la corriente, así que pensé seriamente en la cuestión.
—Mimas está demasiado cerca —dije— y también Enceladus y Tetis. (No me importa reconocer que estos nombres eran difíciles de pronunciar después del coñac.) Saturno llena el cielo, y parece como si a uno se le fuera a caer encima. Además, no son lo bastante sólidos; parecen grandes bolas de nieve. Dione y Rea son mejores; hay una vista magnífica desde ellos. Pero todos estos satélites interiores son muy pequeños; Rea tiene sólo mil trescientos kilómetros de diámetro y los otros aún son mucho más pequeños.
»No creo que haya la menor duda; tendrá que ser en Titán. Es un satélite de buen tamaño, mucho mayor que nuestra Luna y casi tan grande como Marte. También hay una gravedad razonable, aproximadamente la quinta parte de la de la Tierra, de manera que sus clientes no flotarán en él. Y podrán repostar allí gracias a la atmósfera de metano, que debería ser un factor importante en sus cálculos. Cualquier nave que vaya a Saturno deberá hacer escala en Titán. —¿Y los otros satélites?
—Bueno... Hiperión, Japeto y Febe están demasiado lejos. Hay que aguzar la mirada para ver los anillos desde Febe. Olvídese de ellos. Decídase por el viejo Titán, aunque la temperatura sea de cerca de ciento cincuenta grados bajo cero y la nieve de amoníaco no resulte muy buena para esquiar...
Me escuchó atentamente y no dio muestras de que pensara que me burlaba de sus ideas tan poco científicas como impracticables. Nos despedimos poco después (no recuerdo nada más de aquella cena) y debieron pasar quince años antes de que nos volviésemos a ver. No me había necesitado en todo aquel tiempo; pero cuando quiso hablar conmigo, me llamó.
Ahora comprendo lo que había estado esperando; su visión había sido más clara que la mía. Desde luego, no había podido imaginar que en menos de un siglo el cohete seguiría la suerte del motor de vapor; pero sabía que vendría algo mejor, y creo que financió los primeros trabajos de Saunderson sobre el impulso de paragravedad. Pero sólo volvió a ponerse en contacto conmigo cuando se empezaron a construir plantas de fusión que podían calentar doscientos cincuenta kilómetros cuadrados de un mundo tan frío como Plutón.
Era muy viejo y se estaba muriendo. Me dijo lo rico que era y a duras penas le creí hasta que me mostró los minuciosos planos y los bellos modelos que habían preparado sus expertos con una notable falta de publicidad.
Estaba sentado en una silla de ruedas como una momia arrugada, observando mi expresión mientras yo estudiaba sus modelos y gráficos.
—Capitán —me dijo entonces—, tengo un trabajo para usted...
Y aquí estoy. Desde luego es como pilotar una nave espacial; muchos problemas técnicos son idénticos. Y ahora sería demasiado viejo para pilotar una nave; estoy muy agradecido al señor Perlman.
Suena el gong. Si las damas están dispuestas, sugiero que bajemos a cenar pasando por el Salón de Observación.
Incluso después de todos estos años, me gusta observar a Saturno naciente, y esta noche casi está en el pleno.
Fin