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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Christmas Tree - Brenda Lee - 2:08
  • 280. Rocking Around The Christmas Tree - Mel & Kim - 3:32
  • 281. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 282. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 285. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 286. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 287. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 288. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 289. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 290. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 291. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 292. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 293. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 295. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 297. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 298. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 299. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 306. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 308. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 309. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 310. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 311. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 312. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 313. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      1.5  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.3  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

    ▪ Parar

    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

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    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
    )

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    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

    H
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    Reloj #

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    Prog.R.3

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    X
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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    ▪1 ▪2 ▪3

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Header

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    S2
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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
    ● Desactivar Slide
    ● Desplazamiento Automático
    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    --------REVISTAS DINERS--------






















    --------REVISTAS SELECCIONES--------














































    IMAGEN PERSONAL



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    Elige la sección de la página a cambiar imagen del fondo:

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    SIDEBAR
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    REBELDE DEL MUNDO DE DÍA (Philip Joseph Farmer)

    Publicado en abril 21, 2013

    MUNDO DE DÍA/2
    Colección dirigida por Domingo Santos
    Título original: Dayworld Rebel
    Traducción: Silvia Leal
    Cubierta: Antoni Garcés
    Primera edición: Diciembre de 1990
    © 1987 by Philip José Farmer
    © de esta edición, Ediciones Júcar, 1990
    Fernández de los Ríos 20. 28015 Madrid. Alto Atocha 7. 33201 Gijón
    I.S.B.N.: 84-334-4039-X
    Depósito Legal: B. 44.446 - 1990
    Producción: Fénix Servicios Editoriales
    Impreso en Romanyá/Valls. Verdaguer, 1. Capellades (Barcelona)
    Printed in Spain



    Si han leído ustedes el número 5 de esta colección, Mundo de día, no hará falta hablarles de Philip José Farmer ni de sus características literarias, ideas y obsesiones. El celebrado autor de novelas tan escandalosas (en su tiempo) como Los amantes, La imagen de la bestia o su recopilación de relatos Extraños parientes posee un don especial para crear entornos particulares, desde el sorprendente planeta de su serie del Mundo del Río, donde es resucitada toda la humanidad, hasta el universo pirámide de la serie del Hacedor de Universos. Sin hablar de sus homenajes a los grandes héroes de los pulps, como su novela Lord Tyger, publicada en el número 11 de esta misma colección.

    Con Mundo de día, Farmer creó un nuevo entorno muy particular. un mundo en que, por imperativos demográficos, la gente sólo vive un día a la semana, y permanece petrificado los otros seis. Y un héroe, Jefferson Cervantes Caird, un quebrantadías que vive, fuera de la ley, los siete días de la semana. El tema era demasiado amplio para limitarlo a una sola novela. Y, así, Farmer retoma su héroe y su universo y nos ofrece nuevas aventuras en este singular entorno. Si disfrutaron ustedes leyendo Mundo de día, no lo duden: Rebelde del mundo de día vuelve a ofrecerles, una vez más, a Philip José Farmer en su estado más puro.

    DOMINGO SANTOS

    De nuevo para mi esposa, Bette. Tuve mucha suerte cuando se casó conmigo.


    1


    Había sido siete hombres.

    Ahora sólo era uno.

    La mujer cuya oficina visitaba cada día durante una hora se lo había dicho. Hasta entonces no había sabido nada al respecto, aunque ella afirmaba que hubo un tiempo en que sí lo había sabido. Según ella, aún podía saberlo, y probablemente así fuera. El no tenía la menor duda de que ella estaba equivocada. No importaba. Si deseaba vivir, tenía que convencerla de que él no sabía nada al respecto.

    Eso era, por supuesto, extraño.

    —Le diré de qué se trata. Luego usted intente hacerme creer que es así.

    Si fracasaba en convencer a las autoridades no sería ejecutado, aunque lo que le harían sería casi tan malo como que le mataran. A menos, y era un «a menos» muy escaso, que alguien en un lejano futuro decidiera hacerle vivir de nuevo.

    La mujer, la psiquista, estaba desconcertada e intrigada. Él sospechaba que sus superiores estaban igualmente en un error. Mientras siguieran así, él podría seguir con vida. Si vivía, siempre tendría la esperanza de escapar. Sabía, sin embargo, o creía que sabía, que nadie había escapado nunca de aquel lugar.

    El hombre que ahora se hacía llamar William St.-George Duncan estaba sentado en una silla en la oficina de la psiquista, la doctora Patricia Ching Arszenti. Acababa apenas de recuperar el conocimiento, de modo que aún estaba un poco confuso. Respirar la bruma de la verdad le hacía esto a cualquiera. Unos pocos segundos más tarde sus sentidos, como piezas de un rompecabezas, se situaron en sus lugares correctos. Los dígitos del cronómetro de la pared le dijeron que, como siempre, había permanecido bajo los efectos de la bruma durante treinta minutos. Le dolían los músculos; le dolía la espalda; su mente se agitaba como la tabla de saltos de una piscina inmediatamente después de que el nadador ha saltado.

    ¿Qué había averiguado ella esta vez?

    Arszenti sonrió y dijo:

    —¿Cómo se siente?

    Él se irguió en su silla y se masajeó la nuca.

    —Tuve un sueño. Era una nube de minúsculas partículas de hierro que torbellineaban en medio de un viento en una enorme habitación. Alguien arrojó un enorme imán a la habitación. Yo, la nube de partículas, volé hacia el imán. Me convertí en una sólida masa de hierro.
    —¿Hierro? Es usted más bien masilla. O termoplástico. Se moldea a sí mismo en otro..., en Otro, a voluntad.
    —No que yo sepa —dijo él.
    —¿Qué forma tenía la sólida masa de hierro?
    —Una espada de doble filo.
    —No estoy aquí para psicoanalizarle. Esa imagen, sin embargo, es significativa para mí.
    —¿Qué significa?
    —Puede que lo que signifique para usted no sea lo mismo que significa para mí.
    —Todo lo que le he dicho —murmuró él— ha de ser la verdad. Nadie puede mentir cuando respira la bruma.
    —Eso es lo que siempre he creído —admitió ella. Hizo una pausa, luego añadió—: Hasta ahora.
    —¿Hasta ahora? ¿Por qué? Puede decirme usted por qué piensa que soy diferente de todos los demás. Más bien debería decírmelo. Creo que no lo hace porque no puede.

    Se inclinó hacia delante y la miró con fijeza.

    —No tiene nada excepto una sospecha irracional para respaldar su afirmación. O ha recibido órdenes de sus superiores, los cuales están locos con sus sospechas. Usted sabe y ellos deberían saber que no soy inmune a la bruma de la verdad. No tiene pruebas de lo contrario. Así pues, no formo parte de las personas arrestadas por quebrantadías y por pertenecer a una organización subversiva. No soy responsable de sus crímenes porque no soy ninguno de ellos. Soy tan inocente como un niño recién nacido.
    —Un niño recién nacido es un criminal en potencia —dijo ella—. Sin embargo...

    Guardaron silencio por un rato. Él se echó hacia atrás, relajado, y sonrió. Arszenti permaneció sentada tan inmóvil como podía hacerlo un adulto sano, sus movimientos y crispaciones casi indetectables. Ya no le miraba. Sus ojos estaban fijos en la ventana. Aunque no podía ver el gran patio y la alta pared más allá, podía ver el lado derecho de la calle y el edificio al otro lado de la amplia acera. A la hora de la comida, el cruce del bulevar Frederick Douglass con la avenida St. Nicholas estaba atestado. Los peatones llenaban las aceras; los ciclistas la calle. Un séptimo de la población de Manhattan estaba fuera disfrutando del temprano sol primaveral. Ellos deberían estar fuera también. De los aproximadamente noventa obdías de aquella estación, ellos conocerían sólo aproximadamente once.

    Saltatiempos, pensó. Un saltamontes aferrándose a un tallo de hierba que se doblaba bajo su peso llameó en su mente. Con él llegó el dolor. ¿O el recuerdo del dolor? No tenía ni idea de por qué debía imaginar un saltamontes y sentir pesar. Nada en sus recuerdos conectaba a los saltamontes con él.

    De pronto, como una mosca arrancándose de una telaraña —¿una telaraña también de recuerdos?—, Arszenti apartó sus ojos de la ventana y se inclinó hacia delante. Le miró ferozmente, lo cual sólo hizo que sus recios y agraciados rasgos rubios parecieran más atractivos aún. Sus grandes dientes blancos parecían como si estuvieran a punto de morderle; brillaban como el sol sobre los barrotes de una prisión.

    William Duncan sonrió. Se necesitaba algo más que eso para asustarle.

    —No sé cómo lo hizo usted —dijo ella—. Consiguió integrar siete personalidades distintas. No, eso no es cierto. Disolvió usted, reprimió más allá de toda detectabilidad, podríamos decir, las siete personalidades. Se convirtió en una octava persona. Incluso tiene algunos de los recuerdos de esa octava persona, su personalidad actual, aunque tienen que ser falsos. Pero no puede cambiar usted sus huellas dactilares, odoríferas, hemáticas, oculares, cerebrales; todas ellas declaran que sigue siendo usted Jefferson Cervantes Caird, el policía del martes, y todos esos otros, Tingle, Dunski, Ohm, Zurvan e Isharashvili. Usted cambió su personalidad, pero el cuerpo..., usted no es Proteo.
    —Hasta que usted me habló de ellos, me mostró todas esas cintas —dijo él—, nunca había sabido nada de ellos.
    —Eso parece cierto —admitió ella—. Parece es la palabra operativa aquí.
    —¡Por el amor de Dios! He estado bajo la bruma muchas veces, y me ha monitorizado usted también con hematoquímica y tests de ondas cerebrales, o al menos eso dice, y no ha hallado ni la más ligera indicación de que estoy mintiendo.
    —Pero no existe ningún William St.-George Duncan en los registros. En consecuencia, no hay tal persona. Nosotros sabemos quién es usted..., quién era, quiero decir. Y...

    Se echó hacia atrás, con las muñecas apoyadas en el borde del escritorio. Su mirada se ablandó a una de desconcierto.

    —Estoy autorizada a decirle que la opinión oficial es que puede que usted sea alguien único. Puede. No están seguros de que no puedan existir otros que también sean capaces de resistir la bruma de la verdad.

    Él sonrió y dijo:

    —Eso realmente les debe producir pánico.
    —Tonterías. Podría, lo admito, agitar un poco el entramado de la sociedad, hacer que las cosas resultaran inciertas por un tiempo. Pero no sacudirá a nuestra sociedad hasta las raíces. Simplemente requerirá el uso de una cierta flexibilidad para adaptarse.
    —La burocracia, que es el gobierno, no tiene flexibilidad —dijo Duncan—. Nunca la tuvo; nunca la tendrá.
    —No se muestre regocijado. Será usted sometido a una larga e intensa experimentación. Puede que le resulte emocionalmente doloroso. Determinará si es usted resistente a la bruma. Y, si lo es, por qué.
    —Bueno, al menos eso alejará el momento de la petrificación.

    Ella se inclinó de nuevo hacia delante. Tenía el codo apoyado sobre el escritorio y la barbilla en su mano.

    —Su actitud me preocupa. Parece usted tan alegre y desprovisto de miedo. Como si esperara escapar... pronto.

    Aún sonriendo, él dijo:

    —Por supuesto, usted debe haberme preguntado si planeaba escapar.
    —Sí. Y eso me preocupa aún más. Usted afirmó que no tenía ningún plan, que sabía que nadie podía salir de aquí. Eso..., no puedo creerlo.
    —Tiene que hacerlo.

    Ella se puso bruscamente en pie.

    —La entrevista ha terminado.

    Él se levantó también, y su largo y flexible cuerpo se enderezó como una navaja al abrirse.

    —Usted me ha mostrado alguna de las cintas de interrogatorio. No sé qué es ese elixir sobre el que me preguntó. Pero tiene que ser algo apocalípticamente importante. ¿De qué se trata?

    Ella palideció ligeramente.

    —Creemos que sabe usted muy bien de qué se trata.

    Llamó, y la puerta se abrió hacia dentro. Dos hombres robustos, uniformados de verde, se irguieron en el pasillo y miraron a través del umbral. Duncan se dirigió hacia ellos. Justo cuando pasaba al lado de la mujer, dijo por un ángulo de la boca:

    —Sea lo que sea, se halla usted en peligro por el simple hecho de que sabe acerca de él. Nos veremos el próximo martes..., si aún sigue usted aquí.

    No servía de nada asustarla, porque ella simplemente estaba cumpliendo órdenes y no se había mostrado brutal con él. Pero le proporcionó una cierta satisfacción amenazarla. Aquélla era su única forma de devolverle el golpe. Aunque era una forma pequeña, era mejor que nada.

    Mientras recorría el pasillo, con los dos guardias tras él, se preguntó de dónde procedía su optimismo. Lógicamente, no debería sentir ninguno. Nadie había escapado nunca, nunca, de aquel lugar. Sin embargo, pensaba que él sí podría hacerlo.

    Cruzó el vestíbulo con su gruesa moqueta color verde claro, viendo sin ver los paisajes de mar y montaña que las bandas de televisión mostraban en las paredes del martes. Cerca del final del silencioso y vacío vestíbulo, se detuvo a una orden de uno de los guardias. Permaneció inmóvil mientras el otro guardia tecleaba el código en el panel de la puerta. El guardia no hizo ningún esfuerzo por impedirle ver la secuencia de números tecleados. El código era cambiado cada día por la mañana y, a veces, a media tarde también. Además, había un ojo de televisión en la pared opuesta a la puerta, y el monitor humano abajo en las escaleras tenía que teclear también un código antes de que la puerta se abriera.

    El guardia retrocedió un paso para permitir entrar a Duncan. Si bien los escoltas no llevaban armas, eran hábiles en las artes marciales. Aunque un prisionero pudiera dominar a dos hombres, seguiría hallándose encerrado. Los dos extremos del vestíbulo estaban cerrados con puertas que sólo podían abrirse a través del mismo procedimiento que abría la puerta de Duncan, y todo el proceso estaba también monitorizado.

    —Hasta mañana —dijo Duncan, refiriéndose al próximo martes.

    No respondieron. Sus órdenes eran emitir sólo las instrucciones necesarias y, si él intentaba ofrecerles información de algún tipo, hacerle callar. Un golpe en los ríñones, un puñetazo en el plexo solar, el filo de la mano contra su cuello o una patada en los testículos se encargarían de ello. Que ese tratamiento fuera algo ilegal no les preocupaba en absoluto.

    La puerta se cerró a sus espaldas. Se hallaba en una habitación de nueve metros de largo por seis de ancho y tres de alto. Una luz sin sombras se encendió apenas entró. El suelo era densamente enmoquetado, y las paredes estaban alineadas con bandas de entretenimiento y monitorización. En el extremo norte había la puerta de acceso al baño, la única habitación no monitorizada. O eso le habían dicho. Sospechaba que era vigilado tan de cerca allí dentro como en cualquier otro lugar. Cerca de esa puerta estaba la entrada al dormitorio, que contenía una cama suspendida del techo por cadenas. A lo largo de la pared oeste, empezando en la pared norte, había una hilera de siete altos cilindros grises. Cada uno tenía una placa en su base y una ventanilla circular a tres cuartas partes de su altura. Detrás de todas las ventanillas menos dos aparecían rostros y hombros. Estaban tan inmóviles como la piedra. En cierto sentido, eran de piedra. El movimiento molecular de sus cuerpos había sido considerablemente frenado. El resultado: estaban «petrificados», en un estado de animación suspendida.

    El cilindro del martes estaba vacío porque era el de Duncan. El del miércoles estaba vacío también. Su ocupante se había ido, probablemente porque había sido llevado a un almacén y guardado indefinidamente allí o porque había sido liberado. El hombre estaba ya allí cuando Duncan llegó. Esta mañana, cuando Duncan fue despetrificado, el hombre ya no estaba. El próximo martes era probable que el cilindro estuviera ocupado por otro paciente. Por paciente léase prisionero. El cilindro vacío era una de las cosas que Duncan había estado esperando. Sin embargo, no podía ser usado todavía, aunque debía ser usado esta noche. Ahora era la una de la tarde.

    Duncan llevó una silla hasta la enorme ventana redonda en medio de la pared que daba al exterior. Durante un tiempo se distrajo, más o menos, contemplando los peatones, los ciclistas y los autobuses eléctricos. A las dos, el cielo empezó a nublarse ligeramente. A las tres, se había cerrado con oscuras nubes grises. El parte meteorológico había predicho lluvia a las siete aquella tarde y había dicho que seguiría, de forma intermitente, hasta pasada la medianoche. Aquello había complacido a Duncan.

    Más tarde contempló dos programas. Uno era acerca de los primeros años de la vida de Wan Shen, el Invencible, el Compasivo, el más grande ser humano de toda la historia, el conquistador del mundo y fundador de la civilización moderna. Llenó otra hora con el capítulo diez de la serie titulada El porquerizo. Era la Odisea de Homero dramatizada desde el punto de vista de Eumeo, el jefe de cuidadores de las porquerizas de Ulises. Su tensión principal derivaba del conflicto entre la lealtad de Eumeo a su rey y su feroz resentimiento por su baja condición y su pobreza. Aunque estaba bien realizada, para Duncan era falsa. Sabía que, en la época micénica, los porquerizos gozaban de un alto prestigio, y una lectura de las obras de Homero hubiera revelado que Eumeo lo era todo menos pobre o carente de autoridad. Además, en aquella época, a nadie se le hubiera ocurrido sentir resentimiento hacia el puesto que ocupaba en la sociedad, aunque no le gustara. Además, muchos de los actores no tenían ni el más ligero aspecto de antiguos griegos. Un espectador que no conociera la historia o no comprendiera el inglés hubiera supuesto equivocadamente que la obra trataba del primer contacto entre europeos y chinos.

    Duncan no tenía la menor idea de cómo sabía que la obra era históricamente inexacta. Era algo que simplemente formaba parte de sus recuerdos, y no se relacionaba con ningún maestro, libro o cinta.

    Tras permanecer sentado durante dos horas, Duncan hizo sus ejercicios. Aunque antes ya había dedicado una hora a correr y nadar en el gimnasio de la institución, como era exigido por ley a todos los prisioneros, había estado solo allí, excepto los dos guardias. Pese a que aquello era definitivamente ilegal, las autoridades habían decidido no ofrecerle la menor oportunidad de hablar con otros internos. La razón era obvia. No debía pasar a nadie el conocimiento del elixir. Sin embargo, lo único que él sabía al respecto le había sido dicho por su psiquista.

    Tras dar algunos saltos por la habitación en varias direcciones, Duncan adoptó la posición del loto en el centro de la moqueta. Cerró los ojos y penetró en el estado de meditación trascendental, o eso supuso el monitor. En realidad, estaba revisando una y otra vez sus planes de escape. Tras una hora de eso, caminó recorriendo la habitación durante treinta minutos, luego contempló un documental sobre la restauración en curso de la cuenca del Amazonas de desierto a jungla. Eso fue seguido por un programa de media hora que mostraba los horrores resultantes de las más recientes perforaciones para alcanzar el núcleo de la Tierra. Cuatro de esos agujeros habían tenido éxito, y el calor extraído estaba siendo convertido en energía termiónica. Pero el equipo de perforación para el proyecto de Dallas se había visto destruido por una erupción de magma y rocas fundidas al rojo blanco. Doscientos trabajadores habían resultado muertos, y el magma se había extendido por ciento treinta kilómetros cuadrados antes de detenerse. Afortunadamente, los comparativamente pocos habitantes de la región habían sido evacuados sin problemas. La ciudad de Abilene, en el condado de Taylor, en la puerta de al lado, ya no estaba amenazada.

    A las 5:30 contempló una hora de noticias, la mayor parte de las cuales estaban dedicadas a la reunión del Consejo del Gobierno Mundial de Todos los Días en Zurich, Suiza, la capital del gobierno mundial.

    Después de eso, fue a un panel en la pared cerca de la esquina sudoeste y extrajo su bandeja de la cena, que había sido insertada desde el vestíbulo exterior de la habitación. Colocó la bandeja en una caja despetrificadora, conectó la energía durante un segundo, abrió la puerta y sacó la bandeja. La metió a la unidad de microondas, y luego la depositó en una mesa junto a la ventana. Mientras comía, contempló la calle a través de la ventana. La lluvia golpeteaba contra ella; no había mucho que ver excepto el bloque de casas en forma de barco al otro lado. La mayoría de la gente, como él, estaba cenando, y la lluvia, de todos modos, había desanimado a los que pensaban ir de compras.

    Desde aproximadamente la medianoche de hoy hasta las seis de la mañana Duncan había dormido. La máquina morfeo se aseguraba de que cuatro horas de sueño fueran suficientes para su cuerpo y mente, pero había puesto el despertador para más tarde porque no tenía ninguna necesidad de levantarse temprano. Ahora, aunque no se sentía cansado, se fue de todos modos a la cama. Si los acontecimientos se producían como esperaba, iba a necesitar mucha energía. Colocó la banda que contenía el electrodo para su frente en torno a su cabeza, cerró los ojos, y se puso a viajar en un mar de sueños. La mayor parte de ellos, aunque agradables, eran acerca de gente a la que no conocía pero que de alguna forma tenía la sensación de conocer desde hacía mucho tiempo.

    A las once y media fue lanzado de en medio de un húmedo sueño erótico a la solitaria y seca realidad. Se levantó perezosamente de la cama, quitó las mantas, sábanas y fundas de almohada, lo colocó todo en otro panel de la pared y se duchó. Abandonó el baño sintiéndose algo mejor. Por aquel entonces una banda de la pared estaba parpadeando y repiqueteando, avisándole de que debía prepararse para la petrificación. A través de toda la ciudad-estado de Manhattan, a través de toda aquella zona horaria, por todas partes sonaba la misma señal.

    Vestido sólo con un pantaloncito corto, muy consciente de estar siendo vigilado por los ojos electrónicos, se dirigió a la ventana. Si la lluvia había parado mientras dormía, ahora había empezado de nuevo. Dos hombres y una mujer, azotados por la lluvia y el viento, se apresuraban inclinados sobre sí mismos por la acera. Las farolas de la calle relucían con un color naranja brillante.

    De tanto en tanto, los relámpagos cebraban la noche. El trueno debía hacerles compañía, pero el grosor de las paredes y ventanas les impedía llegar hasta él. En el interior de su mente también había truenos y relámpagos, aunque un médico los hubiera descrito como una tormenta de impulsos eléctricos, hormonas y adrenalina, entre muchos millones de otras interacciones, excluidas las del cerebro. Duncan, sin embargo, le hubiera dicho que él se consideraba no un robot, sino un ser humano. El hijo de la suma era más que la totalidad.

    Ahora se tensó. Al principio pareció que algo estrujaba su corazón. Con aspecto tranquilo (al menos, así lo esperaba), se dirigió hacia el cilindro del martes. Abrió hacia fuera su puerta, sabedor de que una luz roja estaría parpadeando en el panel delante del monitor estacionado en el primer piso del edificio. Eso notificaría al monitor que el prisionero estaba a punto de entrar en el cilindro. Sin embargo, el monitor era responsable de doce habitaciones. No todas ellas tenían que estar ocupadas. Duncan esperaba que todas lo estuvieran. Cuantas más tuviera que vigilar el monitor, más oportunidades tenía Duncan de engañarle.

    Cerró la puerta del cilindro del martes. Ahora debía estar parpadeando una luz naranja. Todo lo que el monitor tenía que hacer era mirar las pantallas que mostraban el interior de los aposentos de Duncan. Si Duncan estaba fuera del cilindro, el monitor enviaría guardias para asegurarse de que Duncan era metido en el cilindro. Los siguientes segundos decidirían si Duncan podría seguir adelante con su plan. Se dirigió hacia el cilindro del miércoles, aferró la manija de su puerta, la abrió y se metió dentro. Luego cerró la puerta y se agachó.

    Varias cosas podían estar ocurriendo en la sala del monitor. El hombre de guardia allí podía estar aburrido y no prestar demasiada atención. Sus ojos podían estar en otra parte distinta de donde se suponía que debían estar. Podía haber vuelto la cabeza durante el breve tiempo que Duncan había empleado en ir del cilindro del martes al del miércoles. Podía estar hablando con otros monitores. Duncan tenía un vago recuerdo de haber estado en esa sala más de una vez, aunque no recordaba quién era entonces o cuándo había estado allí. Probablemente cuando había sido Caird el policía, el orgánico. La psiquista había mencionado ese nombre.

    Fuera lo que fuese lo que estuviera ocurriendo allí, Duncan sabía que iba a averiguarlo muy rápidamente. Si —¡oh, esperaba que no!— el monitor estaba cumpliendo con su deber, estaría examinando atentamente las doce pantallas. Se daría cuenta inmediatamente de que Duncan estaba intentando hacer alguna jugada. Al cabo de dos minutos como máximo, los guardias abrirían la puerta del cilindro del miércoles. Le gustara o no, sería arrojado al interior del cilindro del martes.

    Ninguna luz estaría parpadeando en el panel para el cilindro donde se había ocultado Duncan. Ese cilindro era asunto del miércoles. Cuando el personal terminara su turno, apretaría un botón que cambiaría la monitorización a los circuitos de ese día. Así, el monitor que estaba ahora ahí abajo no tendría ninguna noticia de que alguien había entrado en el petrificador equivocado.

    El equivocado es el correcto para mí, pensó Duncan.

    Transcurrieron al menos dos minutos. Por aquel entonces la energía petrificadora habría sido aplicada ya automáticamente al interior del cilindro del martes. Si se hubiera hallado en él, ahora estaría inconsciente, con cada molécula de su cuerpo frenada hasta tal punto que su cuerpo se habría convertido en la sustancia más dura del universo. En ese estado, podría ser arrojado al sol y hundirse hasta su mismo centro, y no se fundiría en lo más mínimo.

    De acuerdo, pensó. Ahora el monitor ha visto la luz que indica que estoy petrificado. Examinará las doce pantallas y se asegurará de que ninguno de los detenidos a su cargo se halla oculto en el dormitorio. También pulsará un botón que activará un detector de masas para asegurarse de que no estoy en el cuarto de baño. Espero que no mire demasiado atentamente las ventanillas de los cilindros para asegurarse de que hay un rostro detrás del martes. Podría hacerlo. Duncan contaba con el descuido inherente a una rutina bostezante.

    Empezó a contar los minutos. Cuando hubieron pasado cinco, supo que su engaño había funcionado. Durante los siguientes quince minutos sería libre de hacer lo que deseara. La ciudad estaba petrificada, fuera de servicio en más de un sentido. Su monitor y los guardias habían entrado en sus cilindros, y transcurrirían al menos doce minutos antes de que los miércoles salieran de sus petrificadores e iniciaran su turno.

    Tenía algo de tiempo extra. Las luces de su cilindro no estarían encendidas. El monitor del miércoles no tenía ninguna razón para comprobar su habitación.

    Sin embargo, Duncan deseaba salir de aquel lugar antes de que los ciudadanos de hoy despertaran. Tenía que estar muy lejos, relativamente hablando, antes de que la gente apareciera por las calles.

    Se puso en pie y abrió la puerta. Salió. Se sintió extraño porque nadie le estaba observando. Era libre de los siempre vigilantes ojos, pero al mismo tiempo nadie se preocupaba por él. Estaba realmente solo.

    —Tienes que estar loco —murmuró—. Aquí estás, has conseguido lo que deseabas, y sin embargo sientes pánico.

    Condicionamiento, pensó. Había sido condicionado a sentir que estaba seguro mientras el gobierno le estuviera vigilando y asegurándose de que no se haría daño ni a él mismo ni a nadie.

    No era el momento de ponderar las implicaciones de lo irracional. Inició la dura y pesada tarea necesaria para conseguir salir de su habitación..., si es que podía conseguirlo.

    Los cilindros tenían el grosor del papel porque estaban hechos de papel. Ellos también habían sido sometidos a la energía petrificadora, y sus moléculas habían frenado igualmente sus movimientos. En consecuencia, eran pesados. Desenchufó el cable que conectaba la energía del cilindro del miércoles a la toma de la pared y empezó a arrastrarlo hacia la gran ventana redonda. Tuvo que ponerse de puntillas y agarrar el borde superior e inclinarlo un poco hacia él. No demasiado, porque entonces se volcaría, y tendría que saltar fuera del camino antes de que lo aplastara. Una vez estuviera volcado en el suelo, sería incapaz de volver a levantarlo.

    Hizo rodar sobre su base redonda el inclinado cilindro unos cuantos centímetros hacia su derecha. Luego lo hizo rodar unos cuantos centímetros hacia su izquierda. Cada maniobra trajo el cilindro un par de centímetros hacia su meta. Rodar hacia este lado. Rodar hacia este otro. Mientras tanto, el cronómetro de la pared hacia destellar dígitos crecientes. Tiempo, pensó, mientras jadeaba y gruñía, empapado en sudor. El tiempo era el mayor de los inevitables. También el más indiferente de los indiferentes. Quizás el Tiempo, con mayúscula, fuera el auténtico Dios. En cuyo caso debería ser adorado, aunque fuera ignorante de ello o no le importara si lo supiera.

    Al fin, jadeante, con los ojos picoteándole por la sal del sudor, volvió a dejar el cilindro sobre su base. Se apartó de él hasta el extremo de la habitación. Ahora podía ver dónde golpearía si era volcado hacia el este. Maldijo. Su arco, la curva descrita por la parte superior del cilindro, no golpearía el centro de la ventana. Maldiciendo porque había maldecido y malgastado así un aliento muy necesario, corrió de nuevo hacia el cilindro, se situó detrás de él, lo empujó hasta que se inclinó ligeramente hacia la pared, lo rodeó con los brazos y lo hizo rodar ligeramente. Sus músculos le chillaron que se lo tomara con más calma. Bufó y jadeó, pero consiguió que el cilindro avanzara unos centímetros.

    Otra carrera hacia la pared sur le dio la perspectiva que necesitaba. Sonrió cansadamente.

    Le quedaban diez minutos antes de que la ciudad cobrara de nuevo vida.

    En realidad, Manhattan no se hallaba completamente dormida. Había unos pocos funcionarios públicos, personal de la policía, bomberos, conductores de ambulancias, y otros, que estaban autorizados a ser despetrificados antes que el resto de la ciudad. Esos, sin embargo, eran tan sólo unos pocos y no estaban cerca, y no sabrían que un quebrantadlas fuera de la ley andaba libre.

    ¡Andaba libre!

    Su sonrisa reflejó su conocimiento de que todavía no estaba libre. Y, aunque consiguiera salir de aquel lugar, podía no estar mucho tiempo fuera.

    Aunque necesitaba descansar, no tenía tiempo para ello. Tras dirigirse a la pared oeste, apoyó su espalda contra ella, contra la zona frente a la cual había estado el cilindro del miércoles. Luego se agachó como un corredor, con su talón derecho contra la base de la pared.

    El disparo de salida resonó en su mente, y se alzó y echó a correr. Unas cuantas zancadas y saltó hacia arriba, echando hacia atrás el torso. Ambos pies golpearon la parte de atrás del cilindro, cerca de su parte superior. Gritó al mismo tiempo, como si su expresada voluntad pudiera de algún modo añadir su peso para volcar el cilindro.

    Cayó hacia atrás, rodó sobre sí mismo y aterrizó de cuatro patas.

    Se volvió en redondo. Gruñó. El cilindro hubiera debido vencerse hacia delante por el impacto de sus pies, pero no había sido suficiente. Permanecía erguido, sin evidenciar en lo más mínimo que había sido molestado.

    Se levantó lentamente. La parte inferior de su espalda le dolía como si estuviera a punto de sufrir un espasmo. Si eso ocurría, estaba perdido. Podía olvidar su plan. Decir adiós a toda esperanza.

    Se dirigió rápidamente al baño y llenó un vaso con agua fría. Lo apuró, y volvió casi con la misma rapidez hasta el cilindro del jueves. Con un poderoso esfuerzo que le llevó cinco minutos, hizo rodar el cilindro lejos de la pared y en ángulo con respecto al que estaba junto a la ventana. Cuando lo tuvo alineado con este petrificador, descansó un minuto. Le quedaban cuatro minutos antes de que la isla cobrara vida.

    El cilindro del viernes necesitó otros cinco minutos para ocupar el lugar exacto donde había estado el del miércoles. Ahora tenía tres cilindros en línea. Uno cerca de la pared. Otro en medio de la habitación. Uno a poca distancia de la ventana.

    Los trabajos de Hércules no fueron nada comparados con estos míos, pensó. Y el antiguo y robusto hombre tenía muchos más músculos y mucho más tiempo para realizarlos.

    El dolor en su espalda le dijo que tal vez ya no le quedara nada de tiempo. Ya pasaba un minuto de la despetrificación de los miércoles. Iba retrasado. Sin embargo, no podía seguir empujando su cuerpo. Le gustara o no, tuviera éxito o fracasara, tenía que reparar los daños. Lentamente, se relajó sobre manos y rodillas mientras los músculos de su espalda se estremecían y ardían. Luego se tendió de espaldas y contempló el techo, con las piernas estiradas, y cerró los ojos. Inmediatamente entró en el estado mental que llamaba BÚSQUEDA. Se había estado entrenando a sí mismo tanto tiempo en aquel procedimiento, de cinco a diez minutos en alguna ocasión, dos horas en otras, en cualquier tiempo libre del que disponía (o eso le decían sus recuerdos), que sólo tenía que pensar en las letras código. Colgaron en su mente como cometas curiosamente modelados en un cielo oscuro. Cuando el último de los nueve dígitos estuvo allí, se sintió deslizar hacia abajo, hacia abajo, relajándose, dentro y fuera, doblando cerrados recovecos en su cuerpo. Era como cabalgar por un sinuoso y enfangado túnel, una tolva de seguridad.

    Luego estuvo volando a través de más oscuridad, pero en alguna parte debajo de él había enormes bloques que brillaban apagadamente. Los músculos de su espalda.

    Hoy no había tiempo más que para decirle hola al latissimus dorsi, al lumbar fascia, al serratus posterior inferior, al rhomboideus major, al infraspinatus, y a todos sus demás aliados y amigos cercanos.

    El dolor, ardiente y salvaje, le golpeó a través de la parte inferior de su espalda. Duró medio segundo y desapareció. Sudando más aún, se levantó. Sus músculos, por el momento al menos, estaban en soberbia condición, cuerdas de violín listas para desgranar la música de Beethoven o de su compositor favorito, Tudi Swanson Kai. La habitación estaba tranquila. En otras habitaciones de aquel edificio, y en miles de otras habitaciones por toda la ciudad, debía haber ruido. Gente recién despetrificada, preparándose para el miércoles, su séptima parte de la semana. Muchos de ellos se irían inmediatamente a la cama para dormir bajo la influencia de la máquina morfeo antes de levantarse para estar preparados a la hora en que empezara el turno de su trabajo. En aquel edificio, el primer turno estaría sentándose para desayunar. Algunos lo harían frente a sus monitores, comiendo y al mismo tiempo observando a los prisioneros. Esta habitación no estaría monitorizada. Era posible, sin embargo, que fuera traído un prisionero y asignado a esta habitación. No parecía probable que esto ocurriera de una forma inmediata. Fuera todavía era oscuro. La lluvia golpeaba contra la ventana. Todavía no habría mucha gente por las calles.

    Se situó detrás del cilindro del viernes, apoyó un pie en él y, con la espalda contra la pared, empezó a trepar. Cuando llegó arriba estaba en posición fetal, con las rodillas sobre su pecho, las plantas de los pies contra la fría sustancia gris del petrificador. Entonces empezó a tensar las piernas. Su rostro se contorsionó con el esfuerzo; el cilindro empezó lentamente, muy lentamente, a inclinarse hacia fuera.

    De pronto empezó a caer. Resbaló contra la pared, se giró y aterrizó de costado. Acusó el impacto, pero no tanto como para que no estuviera de nuevo en pie inmediatamente. Por aquel entonces el cilindro del viernes había golpeado contra el del jueves. Avanzando en un corto pero pesado arco, golpeó al jueves en el cuarto superior de su altura. Y eso, como había esperado, volcó al jueves, y envió su parte superior a estrellarse contra la parte de atrás del cuarto superior del miércoles. Y eso envió al miércoles de lado, lo volcó, lo siguió volcando, y su borde superior delantero impactó contra el centro de la gran ventana redonda.

    La ventana de plástico saltó de la incisión que la retenía en la pared como una retina desprendida en un accidente de aviación. Chilló al hacerlo, mientras el plástico rozaba contra la piedra. El vuelco de los tres cilindros fue tan estrepitoso como el derrumbe del templo bajo las manos de Sansón. El suelo se estremeció tres veces y vibró como la tierra sacudida por un terremoto. La lluvia escupió a través de la repentina abertura. Ahora pudo oír los truenos.

    Deseó desesperadamente haber sido capaz de hacer todo aquello antes del tiempo de la despetrificación. Tal vez la gente en el edificio no hubiera oído la caída de los cilindros, pero aquel ala debía de haberse estremecido considerablemente. Iba a tomarles un cierto tiempo identificar dónde se habían originado exactamente las vibraciones. Un tiempo que podía ser todo lo que necesitaba. Aun así, hubiera sido mucho mejor si la abertura no hubiera sido descubierta hasta mucho más avanzando el día.

    Cogió el colchón que había tomado de su cama y lo arrojó a través del redondo agujero. La lluvia enfrió su rostro. Se abocó a la abertura y vio, a la luz de las farolas, que el colchón había caído algo de lado sobre los arbustos en la base del edificio. Los arbustos se doblarían bajo el colchón y suavizarían el impacto de su caída. Trepó a la gran O de la abertura, se aferró a sus lados y se inclinó hacia fuera. Tuvo la sensación como si fuera la esclusa de una espacionave y él estuviera a punto de aventurarse en un poco conocido pero indudablemente peligroso planeta. Calculando la distancia hasta el colchón, saltó.


    2


    Aterrizó de espaldas, y el colchón y los arbustos primaverales absorbieron bastante bien la energía del impacto. Sin haberse hecho daño, se arrastró fuera de los arbustos, se puso en pie y aguardó unos segundos. La lluvia lo empapó, y un rayo iluminó el patio, de modo que cualquiera que subiera por el sendero que conducía al edificio podía haberle visto. Pero no había nadie.

    Era el primero en escapar del edificio. Ahora, descubriría si podía ser también el pionero en escapar enteramente.

    Ocultó el colchón detrás de los aplastados arbustos y dejó caer la ventana de plástico tras ellos también. Se arrojó él también detrás cuando vio un coche detenerse junto al bordillo. Salieron un hombre y una mujer y, con las cabezas inclinadas bajo sus paraguas, corrieron acera arriba hacia la puerta delantera. El coche se alejó.

    Duncan caminó lentamente cruzando el patio hasta su esquina nordeste, giró hacia la 122 Oeste y se dirigió hacia el río Hudson. Avanzaba como si tuviera asuntos legítimos de los que ocuparse. Cualquier coche de la patrulla orgánica que pasara por allí podía detenerle, sin embargo. Con la cabeza descubierta y sin impermeable, su aspecto era sospechoso.

    Llegó al Riverside Drive Oeste sin ningún incidente, aunque algunos peatones y ciclistas lo miraron con curiosidad. Giró hacia el sur para rodear la parte superior del Grants Park, una larga y estrecha prominencia de rocas y tierra cubierta por árboles. La Tumba de Grant había sido destruida durante el primer gran terremoto de hacía un obmilenio y nunca había sido reconstruida. Cruzó bajo los altos pilones del Riverside Drive Oeste y entró en el Riverside Park. Le tomó unos cuantos minutos llegar a la orilla del río Hudson. Primero tuvo que sufrir un largo tramo de escaleras de piedra para llegar a la parte superior del dique que impedía que el río inundara Manhattan. El nivel del mar estaba ahora a quince metros por encima del punto más bajo de la isla, y los casquetes polares seguían fundiéndose.

    La parte superior del dique tenía en su parte más estrecha treinta metros de anchura. La cruzó y bajó un tramo de escaleras hasta la zona de los muelles. Los edificios más grandes eran almacenes y oficinas para las compañías navieras comerciales. Entre ellos había pequeñas casetas para botes propiedad de ciudadanos privados, la mayor parte pertenecientes a la élite del gobierno. Entró en la más cercana, halló un bote de remos, abrió una de las puertas y remó fuera, al río. La lluvia era tan intensa como antes, y la corriente le desviaba en ángulo hacia la orilla opuesta. Cuando la alcanzó, estaba cansado y frío.

    Tuvo que ir a la deriva a lo largo de las altas orillas durante una hora. Mientras tanto, la lluvia cesó, y las nubes empezaron a desaparecer como por obra de la Madre Naturaleza. Se marcharon. Ya se habían divertido bastante.

    También habían salido más botes, embarcaciones eléctricas accionadas magnetohidrodinámicamente empujando o tirando de largas ristras de barcazas, y algunos pescadores madrugadores. Ellos no podían verle, pero él podía ver sus luces.

    Cuando llegó a un lugar comparativamente llano, varó el bote, salió de él y lo empujó de vuelta al río con un remo, tras lo cual arrojó el remo en el agua y se metió en la reserva forestal del estado de Nueva Jersey. El tercio superior había sido conservado como parque nacional, y habría quizá un centenar de miles de personas en toda la zona. Setecientas mil contando las poblaciones de los siete días. En su mayor parte eran agentes forestales, zoólogos, botánicos, ingenieros genéticos, orgánicos, comerciantes y funcionarios, y sus familias. Había algunos granjeros aquí y allá, aunque ésos vivían cerca de los pueblos.

    Ahora que las nubes habían desaparecido y el trueno y los relámpagos habían cesado, los satélites monitores tendrían una visión clara. No de él, sin embargo, siempre que se mantuviera debajo de los árboles. Estos le goteaban fría agua encima, y los arbustos y las subidas y bajadas del terreno impedían una marcha rápida. Tras algunos tropezones en la oscuridad, y rasguñarse rostro y manos con espinas y cortezas, halló un saliente rocoso. Se arrastró tan al fondo como pudo debajo de él y durmió mal, despertándose a menudo, temblando. El amanecer lo encontró hambriento también.

    Abandonó el refugio y se dirigió hacia el sur, o hacia lo que pensaba que era el sur. Por primera vez pensó en la posibilidad de morirse de hambre. Era un hombre de ciudad y no sabía nada de las técnicas de supervivencia en el campo.

    Cuando pudo empezar a ver el sol de media mañana filtrarse por entre los árboles a su alrededor, ya había entrado en calor. Eso le ayudó a sentirse un poco más animado, pero su hambre y su cansancio lo cancelaban con creces. Decidió que debía dirigirse hacia el este, hacia la costa. Eso incrementaba la posibilidad de que los orgánicos pudieran divisarle. Por otra parte, podía encontrar un pueblo o una granja y conseguir robar algo de comida.

    Diez minutos más tarde se aplastó contra un árbol. Algo verde se había movido cruzando una abertura entre dos árboles, verde contra el cielo azul y el verde más oscuro de las hojas. Aunque sólo lo había visto con el rabillo del ojo, pensó que tenía que tratarse de una aeronave orgánica. No producía ningún sonido, y sus ocupantes estarían escuchando en sus muy sensibles detectores de sonido y observando las pantallas monitoras de sus detectores de infrarrojos. También podían estar usando su máquina olfatodeperro, un dispositivo que podía detectar una molécula entre un millón desprendida de un cuerpo humano.

    El aparato avanzaba hacia el este. Probablemente estaba trazando amplios círculos, y probablemente también se hallaba en comunicación con otros aparatos orgánicos cercanos. Aquella caza del hombre podía ser mucho más amplia y mucho más decidida que la mayoría. No sabía por qué era tan importante, pero sus sesiones con la psiquista le habían convencido de que el gobierno le consideraba así.

    Se deslizó en torno al tronco del árbol para mantenerlo entre él y los rastreadores. Lo hizo muy suavemente. Los detectores direccionales de sonido debían estar centrados en la estrecha área que ocupaba. Y había numerosas llamadas de pájaros interfiriendo con la recepción del sonido.

    Dio un salto, ligeramente asustado, cuando oyó un crujido a sus espaldas. Se volvió. ¿Habían aterrizado los orgánicos e iban ya tras él? Su corazón latió aceleradamente. Luego se obligó a sí mismo a relajarse un poco. Ellos no harían tanto ruido. Algo grande y despreocupado se movía por el bosque. Un momento más tarde lo vio, aunque brevemente. Era un enorme oso negro que avanzaba con lentitud, bamboleándose, sin temerle a nada. El animal apareció en lo alto de una colina a unos treinta metros de donde estaba Duncan. Luego desapareció, oculto por la densa vegetación.

    Esperó que los orgánicos lo hubieran identificado y se estuvieran trasladando a otra zona. De todos modos, iba a seguirlo. Así quizá los rastreadores pensaran que se trataba de otro oso.

    Apenas había salido de detrás del árbol cuando vio de nuevo, con el rabillo del ojo, la forma verde por encima de la abertura. Retrocedió rápidamente, se aplastó contra el tronco y miró por un lado. El aparato se había detenido, y pudo ver su larga forma de aguja y a los dos hombres sentados en él. Se parecía mucho a un kayak esquimal, excepto que las cabinas eran más amplias y mucho más abiertas. Al ver el emblema en el fuselaje suspiró aliviado. Llevaba el símbolo marrón del departamento de conservación forestal, el sombrero de guardabosques y las palabras «Smokey Bear», usado por todos los días. Aquellos dos estaban siguiendo probablemente al oso mediante el transmisor unido a su collar. No había visto el collar, pero sabía que al menos la mitad de los osos de la zona habían sido anestesiados y luego se les había colocado el collar con el transmisor.

    Eso no significaba que aquellos dos no fueran peligrosos para él. Indudablemente los orgánicos se habían puesto en comunicación por radio con los guardabosques y les habían dicho que echaran una mirada en su busca. Incluso era posible que hubieran sido reclutados para unirse al rastreo.

    Su suspiro de alivio fue seguido por un jadeo de ansiedad.

    Luego se sintió mejor. El aparato se estaba alejando.

    No se apartó inmediatamente del árbol. Era posible que sus instrumentos hubieran señalado algún calor corporal incluso pese a que se hallaba detrás de un árbol. Tal vez estuvieran fingiendo que se alejaban mientras esperaban descubrir qué o quién se ocultaba detrás de aquel árbol.

    Contó sesenta segundos y se encaminó hacia la colina. De todos modos iba a seguir al oso. Los osos siempre estaban hambrientos y sabían dónde encontrar comida. El estaba incluso más hambriento que el oso y no le importaría sentarse a comer con él. Por supuesto, sin sentarse demasiado cerca.

    Cuando alcanzó la cima de la colina halló una charca de agua de lluvia en una depresión en el suelo. Bebió abundantemente de ella antes de proseguir su camino. No resultaba difícil ni siquiera para un habitante de la ciudad. Había, aquí y allá, huellas de patas en el barro, y ramas rotas o hebras de pelaje atrapadas en los espinos. Duncan envidió al oso. No le importaba que se supiera que estaba allí; no le importaba ser atrapado. Se abría camino por el bosque como si éste le perteneciera, lo cual, en cierto sentido, era verdad.

    El oso había bajado por el otro lado de la colina siguiendo una ladera más bien empinada. Duncan consiguió no caerse agarrándose a los arbustos o abrazándose a los troncos de los árboles. Cerca del fondo había un amplio riachuelo, y más allá una empinada orilla que daba paso a una amplia pradera ascendente. Duncan se detuvo a medio descenso cuando vio que el aparato de los guardabosques flotaba a unos quince metros por encima y a un lado del oso. Uno de los ocupantes lo estaba fotografiando con una pequeña cámara.

    Duncan aguardó detrás de un árbol, ocultando rápidamente la cabeza cuando la cámara giró hacia la colina. El oso estaba de pie casi sumergido hasta la cintura en la corriente, cerca de la orilla, y parecía contemplar intensamente el agua. De pronto, su pata delantera derecha se movió con rapidez, y un pez, atrapado por su garra, saltó disparado del arroyo y aterrizó en la orilla. Emitiendo sonidos cerdunos, el oso salió del agua y empezó a devorarlo. Era de buen tamaño, más de un palmo de largo. Puesto que no era pescador, Duncan no supo decir qué especie de pez era, pero seguro que era muy comestible. En aquellos momentos estaba seguro de que sería capaz de comérselo crudo.

    Tras devorar su presa, el oso volvió al agua. Transcurrieron cinco minutos en los que ni el oso ni Duncan se movieron. De tanto en tanto, el cámara daba un barrido al bosque. En ocasiones se detenía, sin duda enfocando con el zoom a algún pájaro. Dos ciervos sin cornamenta bajaron al arroyo unos quince metros más al sur. Vieron al oso, bebieron circunspectamente y luego desaparecieron entre el verdor.

    Un venado hubiera sido una buena comida, pensó Duncan. Sin embargo, no tenía ningún cuchillo. En cualquier caso, dudaba de que pudiera acercarse lo suficiente a un ciervo como para utilizar ni siquiera un garrote.

    En aquel momento, otro pez fue arrojado fuera del arroyo y cayó retorciéndose en la orilla. Tras devorarlo también, el oso avanzó por el agua, nadando en un punto determinado durante unos tres metros. Salió lentamente del agua, con su pelaje negro pegado a su piel, se sacudió, con las gotas brillando en una aureola como perlas a su alrededor a la luz del sol, y luego se metió entre los arbustos a su izquierda. El aparato de los guardabosques dio la vuelta y se dirigió hacia el norte.

    Duncan sabía que había un satélite monitor con sus cámaras apuntando hacia aquella zona. Cualquiera que estuviera al abierto sería fotografiado, y su imagen transmitida al cuartel general orgánico en Manhattan y a la capital de estado de Nueva Jersey.

    Duncan deseaba cruzar el arroyo. No tenía intención de hacerlo a menos que pudiera encontrar un lugar donde pudiera efectuarlo bajo una densa cobertura. Retrocedió bajo los amplios árboles y avanzó lentamente por entre los arbustos y las zarzas. Siguió el arroyo colina arriba y colina abajo durante aproximadamente ocho kilómetros. Oyó muchos pájaros, vio algunos, e incluso divisó algunos animales, un mapache, un zorro rojo, algo gris que desapareció rápidamente, y un gran conejo que se lo quedó mirando, frunciendo incesantemente el hocico, hasta que estuvo a unos diez metros de distancia, luego desapareció entre los arbustos.

    Tenía sed, pero no podía beber. No había nada sobre su cabeza lo bastante hojoso como para permitirle acercarse al arroyo sin ser observado. Un satélite directamente encima de él podía no fotografiarle, pero el enjambre que orbitaba encima de la atmósfera tendría siempre alguno situado de tal modo que pudiera tomar fotos en ángulo. No serviría de nada el que se arrastrara manteniendo la cabeza gacha. Cualquier cosa no identificada atraería a los orgánicos hasta la localización mostrada.

    Su barriga retumbaba de hambre, y se sentía ligeramente mareado. Sudaba incluso en el comparativo frescor de las sombras. Tenía la boca seca, y el guijarro que estaba chupando no consiguió arrancarle nada de saliva más allá de los primeros minutos.

    Quizá lo localizaran algún día, pero no sería más que huesos roídos y esparcidos por los animales.

    Cuando vio, a través de una pequeña abertura entre las ramas, que el sol estaba en su cenit, se sentó con la espalda apoyada contra el tronco de un enorme sicómoro. Cerró los ojos para pensar en su situación, para considerar alguna forma de llegar al arroyo que se le hubiera podido pasar. Cuando despertó con un sobresalto, el sol ya no brillaba sobre su cabeza. Se levantó, con el cuerpo y las piernas rígidas, y echó a andar. Al cabo de un momento vio el sol de nuevo. Al menos habían transcurrido dos horas desde que se había reclinado contra el árbol. No se sentía descansado, y su cuerpo ansiaba agua.

    Justo en el momento en que estaba pensando en beber fuera como fuese, y al diablo las consecuencias, oyó algo que le hizo detenerse a medio paso. Era un retumbar bajo, no, un profundo zumbido. Sonaba como una dínamo, un generador de electricidad que girara rápidamente en la distancia.

    Fuera lo que fuese lo que producía el ruido, tenía que ser una máquina. Ningún animal, por todo lo que sabía, podía emitir un sonido así. Sin embargo, había algunos animales extraños en la reserva, productos de la ingeniería genética de los biólogos. En cualquier caso, no iba a ignorarlo. Su curiosidad era demasiado para él, aunque el ruido pudiera proceder de algo peligroso.

    Se deslizó de árbol a árbol, avanzando lentamente a fin de no producir demasiado ruido en la espesura. El zumbido procedía del nordeste y lejos del arroyo. Finalmente, se hizo tan fuerte que estuvo seguro de que se hallaba cerca de su fuente. Cuando miró por un lado de un enorme chopo, se sorprendió. El sonido como de dínamo no procedía de una máquina sino de los labios de un hombre, que se movían muy rápidamente. Estaba sentado con las piernas cruzadas bajo las ramas de un tremendo roble.

    Iba desnudo, y era más bien gordo y barrigudo. Su piel tenía una tonalidad marrón clara; su cabeza era ancha y redonda. Sus amplios pómulos estaban rematados por unos ojos ligeramente mongólicos. Su pelo era negro y caía por su espalda y sobre sus hombros. Miraba directamente al frente, pero si vio a Duncan no dio ninguna señal de ello.

    Duncan retrocedió tras un árbol y escuchó. Tras unos pocos segundos, reconoció el contenido del zumbar: «¡Nam-myoho-renge-kyo!». Una y otra vez, tan rápidamente que sólo alguien que lo hubiera oído antes podía saber lo que estaba diciendo. El hombre pronunciaba la frase que los nichirenitas, una secta budista, cantaban para ponerse en fase con la cabeza del Buda. La frase aseguraba una buena causa kármica y liberaba del mal karma.

    O eso recordaba Duncan, aunque no sabía de dónde había obtenido aquella información.

    Sin embargo, aunque el hombre mantenía unidas sus enormes manos, palma contra palma, sobre el pecho, un ancho crucifijo colgaba de la cuerda de cuentas unida a él. Llevaba collares de los que estaban suspendidos un sello de Salomón, una media luna, un pequeño ídolo africano, un trébol de cuatro hojas, una figurilla de rostro feroz y cuatro brazos, y un ojo simbólico encima de una pirámide. Judío, musulmán, vudú, irlandés, hindú y francmasón.

    El zumbido cesó. Transcurrieron unos segundos. Luego el hombre empezó a cantar en latín, un lenguaje que Duncan reconoció aunque no sabía ni leerlo ni hablarlo. Duncan se acomodó detrás del árbol y escuchó. También consideró las implicaciones de la presencia de aquel hombre, su exótico atuendo, o falta de él, y su comportamiento. Fuera quien fuese o lo que fuese, no era un ganic ni un guardabosques. Esas profesiones estaban prohibidas a los religiosos. El gobierno no prohibía la adoración de cualquier deidad, pero ciertamente no las alentaba, y hacía difícil para cualquiera seguir una religión.

    El hombre podía ser un trabajador de algún tipo, quizá de una granja cercana o una estación biológica o de guardabosques. Seguramente se había alejado de ella para practicar su evidentemente ecléctica fe.

    Al cabo de un momento, el canto en latín fue sucedido por un canto en hebreo. Y luego, mientras Duncan veía aumentar más y más su sed y su hambre, y se sentía más impaciente, y también más irritado ante algunas enormes moscas que le atacaban salvajemente, oyó un tipo distinto de canto. Sonaba algo así como hebreo, pero era más duro y gutural. Debía ser árabe.

    —¡Al infierno con todo esto! —murmuró Duncan. Se levantó y rodeó el tronco del árbol. Hubo una ligera pausa en el canto cuando el hombre le vio, pero luego lo reanudó. Mantuvo su mirada fija en Duncan.

    Duncan se detuvo a unos pocos metros frente al hombre y bajó la vista hasta él. A su vez, el cantor fijó sus ojos en la zona del ombligo de Duncan. Duncan inspeccionó al hombre, su corpulencia, los rollos de grasa en torno a su cintura, el sudor que cubría con una película su amarronada piel, el pecho sin vello, los pechos lo bastante protuberantes como para pertenecer a una mujer, la abultada barriga con una resplandeciente joya fijada en el ombligo, el enorme pene, los sucios pies, los ojos verde pálidos, sorprendentes en un hombre de tez tan oscura, los ligeros pliegues epicánticos, la larga y delgada nariz, ligeramente curvada en el extremo, las pilosas orejas, la rojez bajo el negro pelo cuando un rayo de sol atravesó bruscamente un hueco sobre su cabeza.

    De pronto, el hombre alzó su mano derecha de las cuentas que sujetaban el crucifijo e hizo un gesto rápido hacia la base de un chopo a unos doce metros de distancia.

    Extrañas sorpresas en los bosques de Nueva Jersey, pensó Duncan. Caminó hacia el árbol indicado, mientras el hombre cambiaba su árabe a otro lenguaje que Duncan no reconoció pero que sospechó que era africano occidental. En cuyo caso debía ser swahili, la lengua que todos los africanos subecuatoriales hablaban en la actualidad.


    3


    Al lado de una raíz de árbol medio expuesta había una zona de tierra suelta. Duncan apartó los terrones con los dedos y puso al descubierto el costado de una bolsa de lona. Alzó el pesado contenedor, abrió la solapa de arriba, metió la mano, y notó un recipiente liso y frío. Era una cantimplora metálica, que no vaciló en abrir. Después de todo, con un solo gesto, el hombre le había dicho que fuera su invitado. El único problema fue que, cuando hubo quitado el tapón, Duncan olió whisky, no el agua que había esperado. Tanteó dentro de la bolsa en busca de otra cantimplora, no encontró ninguna, se resignó y bebió. Necesitaba algún tipo de líquido.

    ¡Gran Dios!

    El licor ardió en su reseca garganta y trajo a sus ojos lágrimas que había creído que su deshidratado cuerpo era incapaz de proporcionar. Pero también le proporcionó una sensación de no importarle ya nada y un aturdido optimismo. Y luego un deseo de agua dos veces superior al que había sentido un segundo antes.

    Una bolsa más pequeña le ofreció queso, cebollas y pan. Comió la mitad de todo menos las cebollas, esperando que eso no fuera abusar de la hospitalidad del hombre. La comida alivió el ardor del whisky y encogió el hueco en su estómago. Sus ansias de agua se hicieron aún más intensas.

    Se volvió, y el hombre, todavía sin mirarle, apartó la mano de las cuentas y apuñaló con un dedo hacia algún lugar más allá del árbol. Duncan, desconcertado y preguntándose por qué se mostraba tan obediente, caminó hacia allá. Después de atravesar una masa de maleza que le llegaba hasta la cintura y sentir el desgarrón de las espinas en su piel, llegó cerca del borde del arroyo. Allí había una oportunidad que no habría visto si hubiera seguido su camino original. Un gran árbol que crecía cerca de la orilla se había visto desarraigado y estaba caído en el arroyo. Formaba un puente sobre el que se arqueaban otras ramas, formando una especie de dosel. Era el lugar que había estado buscando durante todo el día. Sonrió, alzó las manos, croó: «¡Ah! ¡Gracias a Dios!», y se dejó caer sobre manos y rodillas. Descendió arrastrándose la inclinada ribera por el lado norte del tronco lleno de raíces y se metió en el agua. Bebió ansiosamente al principio, luego se obligó a detenerse. Tras unos cuantos sorbos más, se sumergió hasta la cintura en la fría agua y luego se arrastró de vuelta al bosque.

    Cuando llegó de nuevo a la vista del hombre —el canto era ahora en otro lenguaje— se detuvo. Un estremecimiento no causado por su reciente inmersión onduló a lo largo de su piel; un carámbano se formó en las profundidades de su vientre. Posado sobre la cabeza del hombre había un cardenal macho, un emplumado coágulo de sangre. Lanzó rápidas miradas a su alrededor, luego alzó el vuelo. Inmediatamente después de esto, un ciervo macho apareció andando tranquilamente, se detuvo, vio a Duncan, pero no huyó corriendo. Trotó hasta el hombre, apoyó su húmedo hocico negro contra su oreja, lamió su rostro una sola vez, luego se marchó igual de tranquilamente.

    ¿Qué tenemos aquí?, pensó Duncan. ¿Un San Francisco de Asís contemporáneo?

    El hombre, que había estado cantando en algún lenguaje duro, guardó de pronto silencio. Dejó caer el crucifijo, que osciló ligeramente, resbalando en el denso sudor que cubría su pecho, luego se detuvo. Tras hacer la señal de la cruz, se puso en pie. Es decir, emergió, puesto que su cuerpo pareció crecer y crecer como la criatura de la laguna negra de los antiguos filmes. Completamente erguido, medía al menos dos metros cuarenta, haciendo que el metro ochenta de Duncan fuera una talla de pigmeo. Al menos pesa doscientos kilos, pensó Duncan. Un monstruo. Un león de hombre. El gigante de los bosques.

    —¿Puedes oír la música de los árboles? —preguntó el hombre, con la voz más profunda que Duncan hubiera oído nunca.
    —No. ¿Tú puedes? —respondió Duncan. El hombre era ciertamente asombroso, pero

    Duncan se sentía agotado, y su sed y su hambre aún no habían sido saciadas, y tampoco le temía a nadie. Al menos, eso era lo que se decía a sí mismo.

    —Por supuesto —retumbó el hombre—, A esta hora del día y con las actuales condiciones climáticas, es en re mayor. Allegretto.

    Duncan sonrió y dijo:

    —¿Siempre estás lleno de estas tonterías?
    —¡Ja! ¡Ja! ¡Ja! ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!

    La risa era como el bramar de un oso enfurecido, pero su efecto quedaba suavizado por la enorme sonrisa de sus labios. El hombre adelantó una mano y envolvió con ella la de Duncan. El apretón fue fuerte pero no demasiado. No había en él ningún signo de dominación.

    —Chócala, amigo. Supongo que eres un fugitivo de lo que el gobierno llama justicia.
    —Sí —dijo Duncan—, lo soy. ¿Y tú?

    Tenía la sensación de que todo aquello era irreal. Se hallaba en un escenario, representando alguna extraña obra con un exótico personaje. Y el suyo era un papel sin guión, improvisando.

    Lo que más le sorprendía era que el hombre parecía aceptar sin cuestionarlo que aquel desconocido era un fuera de la ley en plena huida. ¿Acaso no se preguntaba si no sería un orgánico fingiendo ser un fugitivo?

    También era posible, pensó Duncan, que aquel hombre pudiera ser un orgánico que fingía ser un fuera de la ley para poder atrapar al auténtico fuera de la ley.

    —Soy William St.-George Duncan. Muy deseado por el gobierno. Soy un peligro para ti porque me están buscando.

    El hombre echó a andar con largas zancadas hacia la bolsa bajo el árbol. Volvió la cabeza y dijo:

    —Yo soy el padre Cobham Wang Cabtab. El padre Cob para abreviar, aunque no hay nada que pueda abreviarse en mí.

    Regresó con la bolsa en una mano y un gigantesco bocadillo en la otra, y siguió con la boca llena:

    —¿Cuál es tu día?
    —El martes.
    —¿Y escapaste...?
    —De la Institución Takahashi en Manhattan.

    Las hirsutas cejas del gigante se alzaron.

    —Famosa entre las famosas. Estoy interesado en saber cómo lo hiciste, pero oiré esto más tarde. Ven conmigo, ciudadano Duncan. ¿O debo llamarte William?
    —Bill servirá.
    —Demasiado vulgar. ¿Qué tal Dunc?
    —Perfecto.

    El padre Cob echó a andar hacia el norte, y Duncan le siguió. Cuando el hombre se detuvo para beber abundantemente de la cantimplora, Duncan consiguió situarse a su altura.

    —¿Adónde vamos?
    —Lo descubrirás cuando lleguemos allí. Permanece a mi lado. No me gusta hablar con el cuello girado hacia atrás como un búho.

    Por todo lo que él sabe, yo podría llevar un transmisor implantado bajo mi piel, pensó Duncan. Pero por otro lado, por todo lo que yo sé, él también podría llevarlo.

    Mientras seguían un curvado sendero que rodeaba los matorrales, Duncan dijo:

    —¿Cuál es tu día?
    —Originalmente el jueves. Ahora es de jueves a jueves. Como Dios y la Naturaleza desean.
    —Los seres humanos forman parte de la naturaleza. Cualquier cosa que ellos hagan es natural. Es imposible que nada de la naturaleza haga algo innatural.
    —Bien dicho —retumbó el padre Cob—, Indiscutible. De modo que diré que mantener un solo día a la semana es malo para los humanos. ¿Qué te parece eso?
    —Hace resonar los testículos de mi mente —murmuró Duncan.

    El padre Cob rió quedamente, o emitió un sonido que podría haber sido una risita. Se detuvo y alzó una mano. Duncan se paró también. Por la actitud del sacerdote, Duncan pudo decir que también tenía que guardar silencio. Sólo podía oír los numerosos gritos de los pájaros, los más fuertes de los cuales procedían de cuervos y cornejas. Quizá se hubieran visto perturbados por lo mismo que había llamado la atención del padre Cob.

    Finalmente, algo rojizo oscuro apareció brevemente entre dos árboles en la distancia. Tendiendo el oído, Duncan oyó un fuerte resonar. Parecía como si un cuerpo grande y pesado avanzara descuidadamente por entre la maleza.

    —Está bien —dijo suavemente el gigante—. Es un oso. Si viene en esta dirección, apártate de su vista.
    —¿Atacará?
    —No mientras yo esté contigo. Pero no quiero que nos vea. Los guardabosques han dotado a algunos osos no sólo de transmisores sino también de pequeñas cámaras de televisión. Lo que ve el oso lo ven los guardabosques. Si nos ven, los ganics estarán aquí pronto.

    El sonido se hizo más lejano y murió.

    —Quizá su cámara nos vio, quizá no —murmuró el padre Cob—. Quizá no llevara ninguna cámara. Seguiremos como si fuera eso último. Como si. El pan y la mantequilla de los seres humanos. Vivimos según ello.

    Duncan no le preguntó qué quería dar a entender con aquello. Los hechos, no la filosofía, constituían la carne, en aquel momento al menos, del presente. El pan y la mantequilla eran para los tiempos de ocio.

    —¿Puedo preguntar adónde vamos? — insistió Duncan—. ¿Y cuándo llegaremos allí?
    —Puedes preguntarlo, pero no obtendrás ninguna respuesta. El padre Cob suavizó sus palabras con una gran sonrisa. —Me doy cuenta de que estás corriendo un riesgo conmigo —admitió Duncan—. Pero...
    —Como si y pero. Dos verdades eternas, humanamente hablando
    —¿Hay alguna otra forma de hablar..., a menos que seas un delfín?

    Sin aguardar ninguna respuesta, que Duncan no estaba interesado en dar, el hombre siguió andando. Durante un rato la maleza fue tan densa que Duncan tuvo que caminar detrás del padre, que doblaba la vegetación bajo su masa. Aunque parecía tan impenetrable como un antiguo tanque de combate, sangraba por los arañazos de las espinas. Y, como si supiera lo que su compañero estaba pensando, dijo:

    —Podríamos tomar senderos, pero en esta zona es mejor no hacerlo. De tanto en tanto, aquí y allá, algunos árboles a lo largo de los senderos ocultan cámaras. Sabemos dónde están instaladas algunas, pero..., el eterno pero, no dejan de añadir otras nuevas.

    Duncan notó el plural, pero no dijo nada.

    Aproximadamente a las cuatro, el padre Cob se detuvo ante un roble muerto. Rebuscó en un agujero en el tronco a metro ochenta del suelo y extrajo una bolsa.

    —Un escondite —dijo.

    La bolsa contenía tres cantimploras, una caja que decía BOTIQUÍN, y otra bolsa más pequeña llena de latas de pan irradiado, leche, queso, verduras y fruta.

    —Podría comer todo esto y aún desear más —dijo el padre Cob—, Pero tomaremos entre los dos sólo la mitad. Puede que otros necesiten el resto en alguna otra ocasión.

    Duncan se maravilló de cómo el padre Cob podía encontrar el escondite en aquellos para él asombrosamente inextricables bosques. No le preguntó si lo había localizado de memoria o a través de alguna señal. Duncan dudaba de que Cob estuviera dispuesto a revelar todos sus secretos.

    Cuando hubieron comido y bebido y devuelto reluctantemente el resto al árbol, el padre Cob, tras un eructo digno de un oso, dijo:

    —Seguiremos hasta que se haga oscuro, luego dormiremos. Nos levantaremos al amanecer y seguiremos. ¡Siempre adelante!

    Duncan gruñó suavemente y dijo:

    —¿Tendremos que caminar todo el día mañana, también?
    —Evidentemente no vamos a cabalgar —dijo el gigante, y se rió profunda pero no estentóreamente.

    Luego, con un gesto brusco, adelantó una mano y sujetó la muñeca de Duncan. Dijo con voz muy baja:

    —No te muevas ni hagas ningún ruido.

    Aquella advertencia no impidió que Duncan alzara los ojos. Algo oscuro se movía lentamente por encima de las copas de los árboles. Aunque sólo podía ver partes de él, sabía que se trataba de un vehículo orgánico. Finalmente, cuando desapareció de su vista, Duncan dejó escapar un suspiro de alivio. Pero el padre Cob se inclinó hacia él y le susurró al oído:

    —Pueden volver. Si han detectado algo sospechoso, volverán. Pero esta vez lo harán más cerca del suelo. Encontrarán un lugar donde su aparato no se vea bloqueado por las ramas, se deslizarán por entre ellas y regresarán más cerca de la superficie. Y llevarán olisqueadores.

    Duncan asintió. Aunque el lugar era fresco, sudaba. Su estómago gorgoteó. La comida en él, que hasta entonces se había estado digiriendo muy pacíficamente, se vio inundada de ácidos, y empezaron a formarse gases.

    —A veces —dijo el padre Cob—, vuelven como un cohete por entre las ramas, intentando atraparte por sorpresa.

    Transcurrieron los minutos. Todo parecía sereno. Los pájaros se llamaban entre sí o cantaban. Del arroyo les llegaba débilmente el sonido del agua al discurrir. Duncan respiró más calmadamente; su corazón empezó a latir a su ritmo normal.

    El padre Cob se levantó.

    —Puede que no esté despejado. Pero vamos a seguir de todos modos. Si lanzan un ataque por sorpresa, no huyas. ¡Enfréntate a ellos!

    Duncan se levantó también.

    —¿Enfrentarme a ellos? ¿Con qué?
    —Con las manos desnudas, hijo mío.
    —¿Estás loco?
    —Más que algunos y menos que otros. Simplemente haz lo que yo haga. ¿Estás dispuesto?
    —Espero que sí —dijo Duncan—. Si estuviera en la ciudad, sabría qué hacer. Pero aquí fuera...
    —Si están cerca, no sirve de nada correr. Podrás conseguir distanciarlos un poco, pero sus olisqueadores atraparán tu olor, y el barro es demasiado blando, de modo que también verán tus huellas. Simplemente haz lo que yo haga. Sigue al líder. Sé mi mono imitador. ¿Has entendido?

    Duncan asintió.

    El padre Cob sonrió y dijo:

    —Dudo que hayan detectado nada. Pero, por si acaso, estáte preparado.

    Siguieron caminando lentamente, rodeando arbustos y maleza, deteniéndose de tanto en tanto para escuchar. Y entonces Duncan oyó las explosiones, vio las ramas combarse y partirse. Aunque sintió deseos de lanzarse de cabeza a cubierto —¿dónde?— , no lo hizo Miró al padre Cob, que tenía la vista alzada hacia la derecha de Duncan. Entonces vio el aparato parecido a una aguja, pintado con franjas de camuflaje verdes y marrones, que se encaminaba a través de las ramas hacia el sur. Donde él y el padre habían estado, no donde estaban ahora. Tuvo un atisbo de los dos hombres sentados, el uno detrás del otro, en sus carlingas abiertas. Llevaban uniformes verde claro y cascos. Luego desaparecieron.

    —¡Volverán! —exclamó el gigante.

    Echó a correr a lo largo del sendero que habían tomado. Duncan se apresuró tras él, aunque pensaba que el padre Cob no estaba actuando racionalmente. Tras correr durante casi un minuto, aplastando ruidosamente toda la maleza que hallaba a su paso, el gigante se detuvo. Duncan casi chocó contra él.

    —¡Detrás de ese árbol!

    El padre Cob señaló con el pulgar un chopo a su derecha. Giró sobre sus talones y corrió hacia un roble a unos seis metros del árbol tras el cual se había ocultado Duncan. El gigante, al ver la cabeza de Duncan, murmuró en silencio: «¡Haz como yo!». Se golpeó el pecho con un enorme dedo.

    El aparato orgánico había llegado al lugar donde sus detectores habían localizado la primera vez a Duncan y Cabtab. O eso supuso Duncan. Ahora avanzaba siguiendo el rastro dejado por los dos fuera de la ley. Su quilla estaba a poco más de un palmo del suelo. Tan pronto como Duncan vio aparecer la punta de la aguja, retiró la cabeza. Esperaba que el enorme tronco del árbol cortaría su flujo de calor. Los olisqueadores podían captar su olor junto al árbol, pero no serían capaces de distinguirlo del rastro que seguían.

    Si el aparato era como algunos otros que había visto, estaría armado con grandes pistolas aceleradoras de protones. Los dos hombres llevarían palos aturdidores y pequeños aceleradores de protones. Además, probablemente habrían pedido refuerzos por radio.

    El puntiagudo morro del vehículo, avanzando a unos ocho kilómetros por hora, penetró en su línea de visión. Duncan se movió hacia un lado detrás del árbol. Un aullido le sobresaltó. Dio un salto, luego corrió fuera de su escondite. Era Cabtab quien había gritado, lo cual significaba que estaba atacando. El aullido, destinado a inmovilizar por la sorpresa a los dos orgánicos, era también la señal de Cabtab para Duncan.

    Cuando Duncan llegó junto al aparato, el padre Cob estaba ya encima de él y rodeaba con su brazo el cuello del piloto.

    Duncan saltó en el momento en que el hombre sentado frente al piloto se volvía. Su mano estaba sacando una pistola de protones. Cayó de ella cuando Duncan le estampó un puño en la mandíbula.

    La lucha había terminado. El piloto, con el rostro azulado, estaba derrumbado sobre los controles, inconsciente. El otro hombre estaba tendido de lado en su carlinga, con la cabeza colgando. Entonces el aparato chocó contra el tronco de un árbol.


    4


    Cabtab no soltó al piloto, pero Duncan fue arrojado fuera de la carlinga y golpeó pesadamente contra el suelo. Se quedó sin aliento, jadeó durante unos segundos, luego se levantó vacilante. Por aquel entonces, el padre había soltado el cinturón del piloto, había dejado a éste caer al suelo, y ahora estaba haciendo algo con los controles. El aparato, con su punta sólo ligeramente dentada, derivaba hacia atrás. Duncan avanzó tambaleándose tras él. Antes de que pudiera alcanzarlo, se detuvo.

    Cabtab parecía estar pasándoselo en grande. Estaba sonriendo, pero se dirigió a Duncan con una cierta aspereza:

    —¡Coge el arma de ese hombre!

    Duncan se volvió, irritado por su estupidez, y le dio la vuelta al piloto. El rostro del hombre seguía azulado, pero respiraba. Pese al dolor de su mano izquierda, Duncan sacó la pistola de la funda del hombre y se la metió en el cinturón. Registró los bolsillos de su mono y encontró dos cargadores. Se los metió en el bolsillo.

    El padre Cob estaba sacando ahora al otro orgánico del aparato y lo depositó debajo de él.

    —Vaya puñetazo le pegaste —exclamó—. Creo que le has roto la mandíbula.
    —Casi me rompí la mano también —dijo Duncan.
    —Acción y reacción. Intercambio de energía. Siempre hay alguna pérdida de energía durante el proceso. ¿Adónde va toda esa energía perdida? ¿A alguna especie de cementerio de elefantes?

    Duncan ignoró aquello. Dijo:

    —¿Cuál es la situación? Quiero decir, ¿qué hacemos ahora?
    —He desconectado todo el equipo transmisor —dijo Cabtab—. También he borrado los registros. Pero apostaría a que esos dos no radiaron nada de lo que estaban haciendo a fin de tratar de cogernos por sorpresa. Podíamos tener un receptor y escucharles. Pero el transmisor ha estado conectado todo el tiempo, de modo que su CG puede saber su situación en cualquier momento. Lo he desconectado también. Eso significa que otro aparato estará ya en camino para averiguar qué ha ocurrido. Es una lástima que tuviéramos que hacer esto. Pero no había ninguna otra forma.

    Duncan hizo un gesto hacia los dos cuerpos.

    —¿No vas a matarlos?
    —¿Quieres que lo haga?
    —No.
    —¡Bien! Estoy en contra de matar, de toda violencia excepto como un último recurso desesperado de autodefensa. ¡Aunque debo admitir que en estos momentos me siento estupendamente! ¡Exaltado! El viejo mono está disfrutando; llevaba demasiado tiempo enjaulado.
    —Fue una gran cosa —admitió Duncan—. Devolver el golpe... quiero decir.

    Por aquel entonces el rostro del piloto había recuperado una tonalidad rosácea normal. Gruñó y alzó el brazo.

    —Entra —dijo Cabtab—. Vamos a poner unos cuantos kilómetros entre aquí y allí.

    Duncan subió utilizando un estribo retráctil de la carlinga delantera.

    —Ponte el cinturón —indicó el padre. Duncan, en aquellos momentos, ya se lo estaba cruzando sobre el pecho—, ¿Sabes cómo manejar uno de ésos? —preguntó Cabtab.
    —Sí. Pero no recuerdo haber recibido la instrucción.
    —Bueno, adelante.

    El aparato se elevó a dos metros por encima del suelo y avanzó. Ahora iba a unos treinta kilómetros por hora. Cabtab lo manejaba esquivando los árboles, acercándose a ellos más de lo que a Duncan le gustaba pero sin tocarlos nunca. Tras unos veinte minutos, el aparato disminuyó la marcha y se acercó al suelo. Los dos salieron. Cabtab, de pie junto al aparato, ajustó los controles. Duncan lo observó, y se dio cuenta un segundo antes de cada movimiento qué estaba haciendo exactamente el padre. En algún lugar, en algún momento, lo había aprendido todo acerca de aquel tipo de máquina orgánica.

    —¡Ya está! —dijo Cabtab— . ¡Adelante, pajarillo, atrae a los halcones!

    El aparato se elevó, giró y regresó por donde había venido. Sus sensores le hicieron esquivar tres troncos, forzando un rumbo sinuoso. Pronto desapareció de la vista.

    —Todavía nos quedan cinco kilómetros que recorrer a pie. Sigúeme.

    Se dirigió hacia la izquierda. El sonido de agua corriendo se hizo más fuerte. Cuando llegaron al arroyo, que avanzaba por entre montones de rocas durante una cierta distancia, creando someros rápidos, aún estaban bajo cubierto de las ramas. Ésas se extendían hasta el centro del agua por ambos lados. Había un hueco en el centro sobre el arroyo, que evitaron caminando cerca de la orilla derecha. Con el agua hasta los tobillos algunas veces, hasta las rodillas otras, y en una ocasión hasta el pecho, lo vadearon hacia el norte.

    —Pueden captar nuestras huellas allá donde bajamos del aparato —dijo Cabtab—. Pero no sabrán si fuimos hacia arriba o hacia abajo del arroyo. Cuando vuelvan a encontrar nuestro rastro, si lo hacen, habremos desaparecido, espero, hace tiempo.
    —Si nos descubren antes de entonces —dijo Duncan—, ¿cuál es tu política? ¿Dispararles o entregarte?
    —¿Qué debemos planear hacer? —preguntó a su vez Cabtab—, ¡Ooops! —exclamó cuando su pie resbaló en una roca. Cayó sobre una rodilla.
    —Disparar —dijo Duncan.

    El gigante, completamente mojado, se puso en pie.

    —Disparar, sí. Escapé una vez, y lo mismo hiciste tú. Una vez, creo, es todo lo que puedes esperar. Dios, Alá, Yahvé, Buda, Thor, etcétera, nos han bendecido una sola vez permitiéndonos reescapar. Pero si somos lo bastante estúpidos como para dejarnos atrapar de nuevo, dejarán de sonreímos.

    No hablaron hasta que llegaron a un pequeño tributario a la derecha. Cabtab giró hacia él, y anduvieron durante casi un kilómetro. La mayor parte del camino estaba cubierto por ramas entrelazadas. Cuando no era así, se mantenían en la orilla más densamente protegida. Tras chapotear durante un par de kilómetros, Cabtab se detuvo. Señaló hacia la orilla, que se alzaba cosa de un metro por encima del agua. Allá, el arroyo torbellineaba como si se metiera en un agujero bajo la superficie. Esto, explicó Cabtab, era exactamente lo que sucedía.

    —Hay un conducto de metro y metro de diámetro bajo la orilla. Atrapa una cantidad de lodo y restos, y tenemos que limpiarlo cada pocos días. Pero ahora está abierto. Tendrás que contener la respiración durante unos treinta segundos. Tú primero, Gastón.

    Evidentemente, Cabtab no confiaba en él lo bastante como para pasar primero. Era lógico. Duncan, en su lugar, tampoco hubiera confiado.

    Se puso de cuatro patas, con el agua hasta el cuello, inspiró profundamente y se metió bajo el agua. Las puntas de sus dedos captaron el interior del frío conducto. Se empujó hacia delante y agitó las piernas, completamente sumergido. Su cabeza golpeó contra el duro conducto, que tuvo la impresión de que se inclinaba hacia abajo. De pronto estuvo medio fuera de la fría agua y en una cámara aireada pero oscura. Se puso lentamente en pie, con una mano por encima de la cabeza para no golpeársela contra cualquier posible techo. Sólo pudo enderezarse parcialmente hasta que hubo avanzado unos diez pasos. El conducto se inclinaba hacia arriba durante un metro, luego se nivelaba. Aún no podía enderezarse por completo. Tras él, Cabtab jadeó, y su voz resonó con mútiples ecos.

    —Sigue avanzando. Yo estaré inmediatamente detrás de ti. Ahora el liso y húmedo suelo se inclinaba hacia abajo, y de pronto su mano alzada perdió el techo. Un chapoteo y una pesada respiración se acercaron a sus espaldas.
    —Sigue avanzando —dijo Cabtab. Un dedo tocó la espalda de Duncan y empujó. Siguió caminando, no muy aprisa, hasta que la luz floreció a su alrededor. Estaba en una estancia de tres metros de largo por dos y medio de alto, con las paredes, suelo y techo de un material sin fisuras. La luz procedía del material, creando la misma iluminación sin sombras a la que estaba acostumbrado en la ciudad. Frente a él había una puerta de sólo metro y medio de alto por uno de ancho. No tenía manija ni picaporte.
    —¡Alto! —dijo Cabtab. Duncan obedeció. El padre pasó junto a él, se detuvo delante de la puerta y murmuró algo que Duncan no pudo comprender. Indudablemente, se suponía que no debía comprenderlo.

    La puerta se deslizó hacia un lado y desapareció en un hueco de la pared.

    Cabtab se volvió, sonriendo, con la espalda encorvada, y dijo:

    —Los materiales son bastante recientes, pero fueron colocados en una zona vieja. Esto era un escondrijo de las guerrillas durante los últimos días de la conquista de los Estados Unidos. Tuvimos que cavar mucho y robar mucho para conseguir los materiales.

    Cruzó la puerta, agachado, y Duncan fue tras él. El corredor avanzaba recto durante seis metros y luego se curvaba hacia la izquierda. Su suelo trazaba un suave ángulo hacia abajo. Tras otros veinte metros llegaron frente a otra puerta. Ésta era más alta que la primera. Cabtab tuvo aún que agacharse, pero Duncan pudo enderezarse, con el techo a cinco centímetros por encima de su cabeza.

    —Esto no fue hecho para nosotros los modernos —dijo Cabtab—. Nuestros antepasados eran unos grandes guerreros, pero unos tipos pequeños.
    —¿Por qué no han detectado los ganics estos huecos con sus magnetómetros? —quiso saber Duncan.
    —Oh, lo han hecho, lo han hecho —respondió alegremente Cabtab—, Pero toda esta zona está acribillada de esas moradas y fuertes subterráneos. Los orgánicos saben que son el legado de los ejércitos y las guerrillas de los viejos días. Han cavado algunas con finalidades arqueológicas. La mayoría de ellas, sin embargo, se hallan bajo dos mil años de tierra y crecimiento vegetal acumulados. Muchas están parcialmente cegadas por el derrumbe de sus techos. Hemos hecho algunas excavaciones nuevas y reconstrucciones aquí y allá, de tanto en tanto. Por nosotros no me refiero solamente a nosotros, los modernos. Ha habido varias generaciones de fuera de la ley aquí.

    Se volvió y murmuró algo, y la puerta se deslizó hacia un lado. Duncan le siguió a otro corredor, que también se curvaba y descendía. El aire era fresco, lo cual significaba que había alguna especie de ventilación. Pero no pudo ver respiraderos en la pared ni oyó sonido alguno de maquinaria.

    —¡Ah, ya estamos! —dijo Cabtab. Se detuvo ante lo que parecía ser una pared, el final de un túnel—. Estamos siendo observados, por supuesto —dijo. Pronunció una cadena de sílabas sin sentido, un código, y luego añadió—: Me conocen, pero tenemos que seguir el ritual de todos modos. —Rió quedamente—. ¿Quién sabe? Los ganics podrían capturarme y luego enviar aquí a mi clon. O podría ser un ángel, o un demonio, que hubiera adoptado mi apariencia para bien o para mal.

    Duncan no sabía si se estaba burlando o no. Por todo lo que sabía, la clonación había sido declarada ilegal hacía un centenar de subaños. Sin embargo, sabía también que el gobierno no estaba por encima de quebrantar una de sus propias leyes. Pero un clon parecía ser tomarse demasiadas molestias e incurrir en demasiados gastos para simplemente capturar a unos cuantos quebrantadlas. Además, se necesitaban treinta o más súbanos para hacer crecer a un bebé hasta la edad actual de Cabtab, y por aquel entonces Cabtab sería ya un viejo o estaría muerto. Sí, el padre estaba bromeando.

    La puerta se abrió y reveló una amplia estancia brillantemente iluminada. Justo al otro lado de la puerta había un hombre y una mujer. Ella era baja, no más de metro cincuenta y cinco, morena, muy delgada, joven y en cierto modo hermosa. El hombre tendría más o menos la altura de Duncan, mediana edad, gordo, barrigudo, pelo negro, ojos castaños y gran nariz. Ambos llevaban largos cuchillos, aunque éstos no estaban alzados en garde. El hombre se acercó a ellos, y Duncan frunció la nariz. Hacía mucho que necesitaba un baño y ropas limpias.

    Cabtab los presentó.

    —Este es un reciente quebrantaprisión y quebrantadías con el que por fortuna me tropecé y rescaté. William St.-George Duncan. Dunc, éstos son Mika Himmeldon Dong y Melvin Wang Crossant.
    —Encantado de conoceros —dijo Duncan. Ambos sonrieron, aunque fríamente, y asintieron.
    —Bien —dijo el padre—. Ahora, la bruma de la verdad.

    Duncan no dijo nada. Había esperado aquello. Siguió al gigante corredor abajo mientras Dong y Crossant se situaban detrás. Entraron en una habitación pequeña y escasamente amueblada. Duncan fue invitado por Cabtab a sentarse en una silla plegable.

    —No diré que te vayas a sentir cómodo. Pero la cosa no va a durar más de diez minutos con la bruma diluida que utilizamos.

    Tiempo suficiente para descubrir todo lo que desean saber en estos momentos, pensó Duncan. Se alegró de que los fuera de la ley dispusieran de la bruma. Eso aseguraba que su banda no albergaba traidores o agentes dobles. A menos que, como él, pudieran mentir después de respirar la bruma.

    Despertó rígido e incómodo. El padre, sonriente, le tendió la mano y le ayudó a ponerse en pie.

    —Toda una historia, hijo mío —retumbó—. Desconcertante, sin embargo. Parece que en un momento determinado de tu vida has sido más de una persona. También parece que llevas encerrado en tu interior un secreto que el gobierno desea enormemente que no reveles al gran público.

    Mika Dong, de pie junto al padre, dijo:

    —Eso te convierte en muy peligroso para el gobierno. —Hizo una pausa—. Y para nosotros. No creo que el gobierno deje de buscarte.
    —¿Soy demasiado peligroso para permitirme que me quede aquí con vosotros? —preguntó Duncan. Esperaba que ella dijera que no. Si no querían conservarle, tampoco querrían dejarle ir. Sabía dónde estaban. Eso significaba que sería muerto o, si disponían del equipo necesario, quizá petrificado. En cualquier caso, sería silenciado.
    —Eso no soy yo quien debe decirlo —murmuró Dong.
    —¡Bah! —exclamó el padre Cob, señalando disgusto, aunque no especificó hacia quién o acerca de qué. Condujo a Duncan, y a los otros tras ellos, corredor abajo otros diez metros. Luego entró en una enorme estancia de techo bajo. Había una docena de toscas mesas y bancos de madera, varios despetrificadores de comida pequeños, enfriadores de agua y algunas literas. También había como una docena de hombres y mujeres, y un niño y una niña de unos tres años de edad. Duncan se sorprendió al ver a los niños. Aquél era un maldito lugar para educar niños, pensó. Y luego: también era un maldito lugar para que los adultos vivieran en él.
    —¡Bienvenido a la Banda Libre! —trompeteó el padre Cob—. ¡Tal como es!

    Duncan había supuesto que el gigante era el líder. Era tan enorme, y poseía una personalidad tan poderosa, que parecía lo más probable que fuera el jefe. Pero estaba equivocado. El hombre alto con el cuerpo de pantera y la amplia frente sobre sus protuberantes arcos ciliares era el líder. Le fue presentado como Ragnar Stenka Locks. El Decididor.

    —Ponte algo de ropa, padre —dijo Locks con voz suave pero autoritaria— Tu aspecto es indecente.
    —Sólo estás celoso —respondió Cabtab. Se echó a reír, pero salió de la habitación. Estuvo de regreso en un minuto, enfundado en una túnica de monje con casulla a franjas arco iris.

    Sonrió a Duncan y dijo:

    —¡He aquí la banda del Fraile Tuck! ¡O viceversa, inicialmente hablando!

    Locks hizo el resto de las presentaciones. Había tantos nombres que Duncan no pudo recordarlos todos. Los pocos que recordó eran Giovanni Sing Sinn y Alfredo Sing Bedeutung, que le dijeron que eran hermanos; una atractiva rubia, Fiona Van Dindan, que llevaba una túnica brillante muy ajustada al cuerpo; y Robert Bismarck Korzminski, un mulato bajo y esbelto con los dedos más largos que Duncan hubiera visto nunca. La banda estaba compuesta igualmente por hombres y mujeres. Sin embargo, durante la comida que siguió poco después, un nombre entró en la habitación y le susurró algo al oído a Locks. Luego se fue, aunque retuvo un poco el paso para mirar a Duncan.

    El padre, sentado en la mesa al lado de Duncan, dijo:

    —Ese es Homo Erectus Wilde. En turno de vigilancia.

    Duncan se atragantó, tosió, bebió un poco de agua y dijo:

    —¿Estás bromeando?
    —No es su auténtico nombre, por supuesto —indicó el padre—. Lo tomó cuando alcanzó la edad, como es su derecho de ciudadano. Es nuestro homosexual residente. Espera que tú seas de la misma compulsión sexual. Nadie le ha dicho lo contrario todavía. Deja que mantenga las esperanzas y alimente sus fantasías por un tiempo.

    Locks hizo sonar una cucharilla contra su vaso. Cuando obtuvo silencio, anunció:

    —Wilde informa que hay una actividad desacostumbrada por parte de los orgánicos en esta zona. Hasta ahora ha visto doce aparatos patrullando por los alrededores. Un grupo ha aterrizado y está utilizando dispositivos de escucha. Muy cerca de aquí.

    El silencio se prolongó por un tiempo. Los dos niños se acercaron a sus madres en el banco.

    —¡No es necesario alarmarse! —dijo el padre Cob con voz fuerte—. Están buscando a nuestro huésped, pero deben estar buscándolo por todas partes. No tienen ningún motivo para concentrarse aquí. Predigo que se marcharán pronto.
    —El padre tiene razón —admitió Locks—. Ahora, ciudadano Duncan, dinos...

    Duncan respondió a sus preguntas lo mejor que pudo. Cuando la comida hubo terminado, varios hombres y mujeres retiraron los platos y los llevaron a la cocina. Un aparato de televisión fue entrado en la estancia. Cuando la gente hubo terminado en la cocina, fue pasada la cinta del interrogatorio de Duncan cuando estaba bajo los efectos de la bruma de la verdad. Después de eso, fue interrogado de nuevo por Locks mientras los demás escuchaban. Si tenían algún comentario que hacer, aguardaron a que él se fuera.

    Duncan fue llevado a una corta visita a la zona y recibió instrucciones sobre lo que tenía que hacer si sonaban las sirenas de alarma. Mika Dong, nombrada su guía, le explicó las cosas con una voz que parecía un sonsonete. Nunca sonreía. Al cabo de un rato, Duncan llegó a la conclusión de que seguía sin confiar en él. O de otra forma había empezado a desarrollar un fuerte desagrado hacia él. O quizá simplemente era una cara de acelga.

    Probablemente se trataba de esa misteriosa química que decretaba estadísticamente que, en cualquier grupo de más de siete personas, una de ellas al menos no le caería bien a alguna de las otras. Los eruditos habían emitido centenares de cintas sobre ese tema, cada una con su propia teoría de por qué se producía este fenómeno. Había miles de cintas acerca del otro lado de esta química, la atracción instantánea, pero ésas estaban mucho más de acuerdo respecto a las causas. Eso, pensó Duncan, era extraño. Generalmente, la mayor parte de la gente podía ver por qué era más fácil odiar que amar.

    Se encogió de hombros. Quizás estaba equivocado. Mika Dong, probablemente, sólo se sentía suspicaz hacia los desconocidos.

    A las siete de aquella tarde fue al gimnasio, una enorme estancia que había sido utilizada como armería durante la guerra. Allí, aunque la mayor parte de la banda jugaba al béisbol, el padre estaba levantando pesas. Duncan se unió a él por un rato, luego, cuando vio equipo de esgrima, se detuvo. Preguntó si alguien estaba interesado en ese deporte y obtuvo a Locks, el Decididor, para probarle. Locks era un buen espadachín, pero Duncan se anotó cinco de seis puntos. Locks, jadeante, abandonó al fin.

    —Eres malditamente bueno. ¿Quién fue tu instructor?
    —No lo recuerdo —dijo Duncan—. La psiquista me dijo que yo había sido instructor de esgrima, pero no recuerdo nada de eso. De hecho, ni siquiera pensé en ello hasta que vi los floretes. Entonces, ¿cómo lo explicaría? Algo me llamó. Simplemente tenía que tener un florete en la mano.

    Locks le miró de una forma peculiar, pero no dijo nada.

    A las nueve, Duncan se duchó y se fue a la cama. Estaba cansado después de todas estas frenéticas actividades y tensión nerviosa; la adrenalina que lo había mantenido en funcionamiento a alto ritmo se había secado. Fue llevado por Homo Erectus Wilde a una amplia estancia llena de literas.

    —Mucho espacio sólo para nosotros dos —dijo Wilde. Sonrió—, Oh, no te preocupes. No te molestaré. Respeto tus derechos. Sin embargo, cuando te presentaste la primera vez, esperé...

    Tras una incómoda pausa, incómoda para Duncan, éste dijo:

    —Ya conoces mi historia. Pero tú, ¿cómo te convertiste en un fuera de la ley?
    —Mi amante me habló de ello. Era un hombre salvaje, muy distinto de mí, nada de retruécanos, por favor. Odiaba la constante vigilancia por parte del gobierno. Tenía algunas ideas locas acerca de su derecho a la intimidad. Fui con él sólo porque no deseaba separarme de él. El auténtico amor es así. Y luego...

    Tras otra larga pausa, Duncan dijo:

    —¿Y luego?
    —Los ganics nos sorprendieron. Yo conseguí escapar. Él fue atrapado. Así que, supongo, debe estar petrificado en alguna parte en un almacén del gobierno. No dejo de esperar que fuera llevado al que está cerca de aquí, pero...
    —Lo siento —dijo Duncan.
    —Eso no ayuda mucho.

    Wilde se echó a llorar y, cuando Duncan intentó decir algo, habló ferozmente:

    —¡No quiero hablar de ello! ¡No quiero hablar de nada en estos momentos!

    Duncan se fue a la cama. Aunque estaba agotado, no pudo dormir durante largo rato. Tenía demasiadas preguntas que hacerse acerca de este grupo. ¿Cuál era su principal objetivo ahora que eran unos quebrantadlas perseguidos? ¿Tenían alguno, más allá de permanecer lejos de las garras de los orgánicos? ¿Qué tipo de vida llevaban? ¿De dónde obtenían su comida? ¿Qué hacían cuando necesitaban un médico?

    Pensando en todo aquello, se sumió finalmente en un estado de somnolencia en el que tuvo numerosas pesadillas.


    5


    El primer pensamiento de Duncan cuando despertó fue deprimente. Había escapado de una prisión sólo para entrar en otra. Los orgánicos estaban buscándole, y probablemente lo harían durante largo tiempo. Eso significaba que se vería confinado allí hasta que dejaran de buscarle. Si alguna vez lo hacían. Parecía ser tan importante para ellos que podían persistir hasta que hallaran su escondrijo. Una vez más estaría en sus garras, y dudaba que pudiera volver a escapar de ellas.

    Más aún, la gente que lo había recogido sabía que era ferozmente deseado por el gobierno. ¿Acaso no decidirían, aunque reluctantes, entregarlo a los orgánicos? No. No lo harían porque él sabía quiénes eran. Un chorro de bruma de la verdad se lo haría decir todo a los agentes.

    Pero, ¿y si los orgánicos lo hallaban allá fuera en el bosque..., muerto? Entonces suspenderían la búsqueda, y él no podría revelar nada.

    Ésa parecía la única acción que podían tomar sus anfitriones. No podía argumentar nada en contra de esto.

    Tengo que escapar de los fuera de la ley, pensó. El hijo del hombre no tiene ningún lugar donde apoyar su cabeza. Los zorros en sus madrigueras, los pájaros en sus nidos, se hallan realmente mucho mejor que yo.

    Cuando salió del baño —tras tomar una ducha con agua caliente, cosa que no había esperado—, ya no estaba deprimido. Siempre había una forma de salirse de una mala situación, se dijo, y él la encontraría. Sonriendo, silbando suavemente, se dirigió al comedor. Antes de alcanzarlo, sin embargo, se estaba preguntando ya por qué se sentía tan despreocupado. La lógica y su hija, la probabilidad, estaban en contra de todo optimismo. En ese caso, tanto peor para ellas. Pero luego recordó lo que la psíquista le había dicho durante una sesión:

    —No sé cómo lo hizo, pero usted creó, más bien edificó, una nueva personalidad. Usted seleccionó, o eso me parece, los elementos que deseaba para la personalidad de William St.-George Duncan, y los unió. Posee este animado optimismo y esta creencia de que puede conquistarlo todo, salirse con bien de las situaciones más imposibles. Eso no es suficiente. Creencia, optimismo, no pueden superar la realidad.

    Duncan había respondido, sonriendo:

    —Pero usted me dijo que no tengo ningún plan para escapar.

    La psiquista había fruncido el ceño.

    —Forma también parte de su personalidad el que es capaz de ocultar sus pensamientos de los demás. Y de usted mismo cuando ni usted desea saberlos. Eso lo hace peligroso.
    —Usted acaba de decirme que no se sentía preocupada acerca de mí.

    La psiquista había parecido confundida, y sin duda lo estaba. Había cambiado apresuradamente de tema.

    Yo también estoy confundido respecto a mí mismo, pensó Duncan. Pero, ¿qué diferencia representa esto, siempre que mi comportamiento no se vea alterado por ello? Una acción correcta indica un pensamiento correcto.

    En algún lugar de su cerebro moraba otra persona que no era una de las siete personalidades. O una parte de sí mismo. Estaba pensando por él, al menos pensaba en lo necesario para su supervivencia.

    Todos los seres humanos eran únicos en algunos aspectos. Dudaba que nadie más tuviera una personalidad deliberadamente reunida a partir de diferentes elementos de carácter y memorias seleccionadas conectadas de una forma relajada pero vital a su yo despierto. O a su yo dormido también, quizá. Pero esa persona no era un robot autoprogramado.

    El desayuno era en la estancia grande donde habían cenado. Duncan fue invitado a sentarse en la gran mesa redonda en el centro de la habitación con Locks, Cabtab y otros líderes. El sacerdote, que se sentó al lado de Duncan, seguía apestando al incienso que habían absorbido sus ropas durante la misa y varios otros rituales que había realizado a primera hora de la mañana. Llevaba una túnica azul cielo y sandalias amarillas. Duncan le preguntó cómo podía mezclar todas las religiones en un conjunto armonioso y nombrarse a sí mismo como su vicario.

    —No hay ningún problema de conciencia o de lógica para mí —retumbó el padre Cob entre un bocado de tostada y tortilla—. Empecé como sacerdote de la iglesia Católica Romana. Entonces se me ocurrió que Católica significaba universal. Pero, ¿era realmente universal? ¿No estaba yo en realidad limitado, confinado, por una sola iglesia, que en realidad no era universal? ¿No estaba rechazando otras religiones, todas las cuales y cada una debían de haber sido fundadas por Dios y puestas sobre la Tierra a través de las mentes de sus fundadores? ¿Existían en el Gran Espíritu bajo la consideración de falsas? No, era imposible. En consecuencia, actuando a la vez por revelación divina y lógica, dos cosas que antes no habían tenido nada que ver la una con la otra, me convertí en el primer sacerdote auténticamente universal, y por lo tanto católico.

    «Pero no fundé una nueva religión ecléctica. No tengo ambición de competir con Moisés, Jesús, Mahoma, Buda, Smith, Hubbard, etcétera. No hay competencia alguna. Soy lo que soy. Fui oficialmente nombrado así por Dios. Que se halla por encima de cualquier sacerdote, papa o lo que quieras. Me convertí en el sacerdote único. He sido elegido y nombrado para practicar todas y cada una de las religiones y servir a Dios, humilde u orgullosamente, como requiera el caso, en calidad de Su (de Él, de Ella o de Ello, como prefieras) ministro.

    Alguien en la mesa detrás de Duncan dejó escapar una risita burlona.

    El padre no se volvió. Depositó su tenedor sobre la mesa, colocó sus manos en actitud de plegaria y aulló:

    —¡Oh, Dios, perdona al dubitativo por sus muchos e indudables pecados! ¡Muéstrale, a él o a ella o a ello, el error de su proceder, y tráelo al redil! O, si eso no te importa, asegúrate de que no se ría en mi rostro. ¡Eso me evitará tener que derribarlo de culo al suelo por mostrarse tan irrespetuoso con un hombre que viste hábito! ¡Ahórrame el pecado de la violencia colérica, por justa que sea!

    Después de esto hubo unos instantes de silencio, excepto el cliquetear de los cubiertos y algún que otro masticar demasiado ruidoso. Luego el padre, una vez terminado su desayuno, dijo:

    —Decididor, ¿qué has decidido?

    Locks bebió el resto de su leche, depositó el vaso sobre la mesa y dijo:

    —Hablaremos acerca de eso...

    En aquel momento un hombre penetró rápidamente en la estancia, se dirigió hacia Locks y le dijo algo en voz baja al oído. Locks se alzó y reclamó atención.

    —¡Albani me dice que los orgánicos han empezado a perforar justo encima de nosotros!

    Duncan oyó jadeos; alguien dijo:

    —¡Dios nos ayude!
    —No hay necesidad de mostrarse abiertamente alarmados —dijo Locks—. Probablemente los orgánicos están haciendo lo mismo en muchos otros lugares. Es seguro que han empezado a sondear en un cierto número de zonas seleccionadas al azar donde saben que existen cámaras subterráneas. Al menos, eso espero. Reunid todas vuestras cosas y estad aquí de vuelta dentro de cinco minutos. Haced tan poco ruido como sea posible.

    Duncan se puso en pie con los demás de la mesa. Pudo oler el rancio sudor del hombre al que se habían referido como «Contraviento», Mel Crossant. Duncan se volvió para ver que él y Mika Dong estaban mirándole fijamente. Ella habló con voz baja pero intensa:

    —¡Si no fuera por ti, esto no estaría ocurriendo ahora!
    —¡Ya basta con esto! —exclamó el padre Cob—. ¡Cuando te recogimos a ti, nos pusiste un poco en peligro! ¡No lo olvides! ¡Y, sin embargo, te dimos la bienvenida!

    Ni Crossant ni Dong replicaron. Se alejaron, hablando entre sí. Dong se detuvo una vez para mirar a Duncan con ojos llameantes.

    El sacerdote apoyó una mano en el hombro de Duncan y le dijo gentilmente:

    —Están aterrorizados, así que depositan su terror sobre ti. Por supuesto, esto no es disculpa para su despreciable comportamiento.
    —No creo que sean los únicos que sienten así —murmuró Duncan—. Lamento poneros en peligro, pero, ¿qué otra cosa podía hacer?
    —No te preocupes por ello. Permaneceremos juntos, libres o capturados. Nos veremos en unos minutos.

    Se alejó a largas zancadas, con el borde de su túnica oscilando en torno a sus desnudas pantorrillas. Duncan se sentó. Él no tenía nada que llevarse consigo. Durante un minuto acarició la idea de desertar por el mismo camino por el que había entrado. Eso, de todos modos, sería un autosacrificio estúpido. Con los bosques hormigueando de orgánicos, sería hallado rápidamente. Eso podía conseguir que dejaran de perseguir a los demás, pero, ¿cómo le ayudaría a él? No le ayudaría en absoluto, y pronto estaría petrificado y convertido para siempre en una estatua en algún almacén del gobierno. Esa gente le había aceptado con pleno conocimiento de cuál podía ser el resultado de su hospitalidad. Además, ¿por qué tenía que sentirse mal porque algunos de sus anfitriones se hubieran dejado arrastrar por el pánico? Lo superarían, y él iría... ¿a hacer qué? En estos momentos no sabía lo que esperaba hacer. Fuera lo que fuese, sería algo más que simplemente ocultarse como un conejo de un zorro. Esa gente podía arreglarlo. Él no.

    Valientes palabras. Era posible que lo único que hubiera conseguido fuera enviarlos a escurrirse de vuelta allá de donde habían venido.

    Al cabo de un rato regresó Ragnar Stenka Locks, con un gran saco de plástico a la espalda y otro en la mano. Dio este último a Duncan para que lo llevara. Poco después, el último de la banda, Fiona Van Dindan, entró rezagada. Su ajustada túnica azul eléctrico había sido cambiada por una camiseta amarilla y unos pantalones cortos azul Lincoln. Locks les dijo a los dos niños que debían permanecer quietos y hacer todo lo que les dijeran, aunque sus padres ya les habían aleccionado. Con los ojos muy abiertos y el rostro grave, asintieron que lo harían. Locks les dio un beso en la frente y dijo:

    —Sé que lo haréis. Ya habéis pasado por esto antes.

    Mientras se volvía y se alejaba, Duncan, que sabía leer en los labios, le vio murmurar:

    —Vaya infierno de vida para unos chicos.

    Con los hermanos, Sinn y Bedeutung, avanzando unos seis metros por delante de la banda como exploradores, todos se dirigieron corredor abajo. Duncan se preguntó qué harían los orgánicos cuando penetraran en las cámaras. Sabrían de inmediato que habían sido ocupadas recientemente, e intentarían perseguir a los refugiados. Indudablemente, por aquel entonces, los fuera de la ley estarían escondidos seguros en alguna parte. Al menos, eso esperaba. Le susurró a Wilde, que caminaba a su lado:

    —¿Ocurre esto a menudo?
    —La última vez fue hará unos siete submeses. Nos salimos con bien, pero llenaron tres kilómetros de cámaras y corredores con tierra. Sólo nos llevó dos meses volver a vaciarlos. Nos dio algo que hacer.

    Al cabo de un kilómetro de serpenteantes túneles, con su camino iluminado por linternas eléctricas, la banda tuvo que ponerse sobre manos y rodillas y arrastrarse durante otro medio kilómetro. Una vez atravesado aquel angosto conducto, pudieron ponerse de nuevo en pie. El padre, que avanzaba en la retaguardia, hizo rodar una puerta circular, cerrando el acceso. La aseguró cruzándola con una recia barra, pero dijo:

    —No les tomará mucho tiempo agujerearla.

    Tras recorrer otro túnel, giraron a la izquierda y descendieron por un corredor recto a lo largo de unos veinte metros. Allá parecía terminar; la tierra se había acumulado en el suelo de una pared derrumbada. Bedeutung y varios otros utilizaron palas para retirar la húmeda tierra a lo largo de un par de metros hasta dejar al descubierto una pequeña sección redonda de madera. Bedeutung la abrió con una palanqueta. Un angosto pozo con una escalerilla de madera se abría bajo la trampilla. Todos desfilaron escalerilla abajo, y el padre fue el último en entrar. Había apilado tierra alrededor y encima de la trampilla, y cuando la cerró sobre él, esperaban, quedaría cubierta.

    A la luz de las linternas, la banda descendió a lo largo de un túnel que se inclinaba en ángulo hacia abajo, con los zapatos enfangados por la tierra mezclada con agua. Allá, Duncan vio los primeros de los muchos huesos y cráneos humanos que iba a observar a lo largo del camino.

    —Había un montón de huesos por toda la zona cuando llegamos la primera vez —le dijo Wilde a Duncan—. Los limpiamos, pero creo que hubiéramos debido dejarlos. Hacen que la zona parezca desocupada.

    Duncan vio, aquí y allá, masas de oxidado metal.

    —Puntas de flecha, espadas, lanzas, pistolas protónicas —dijo Wilde—. Los norteamericanos lucharon malditamente, pero perdieron. Los fuertes subterráneos fueron sellados y sobre ellos se erigieron monumentos. Los fuera de la ley los reabrieron hace mucho tiempo. Muchos de los monumentos encima en la reserva han sido olvidados; la mayoría están semienterrados, rodeados de árboles.

    Ocasionalmente, la pared parecía como si hubiera sido medio fundida. Esas zonas eran más oscuras que el marrón claro de las otras zonas.

    —Los lanzallamas hicieron eso —indicó Wilde. Se estremeció—. Tuvo que ser horrible.

    Llegaron al final del material de aspecto metálico. A partir de allí había sido excavado un túnel a través de la roca y la tierra y apuntalado con vigas y puntales de madera. Avanzaba en línea recta a lo largo de quince metros. A su extremo había un montón de grandes rocas. Sinn apartó algunas para dejar al descubierto una trampilla. Una corriente de aire brotó del pozo, siendo bien recibida por toda la banda, que había empezado a sufrir a causa del cálido y estancado aire pobre en oxígeno. Tras descender por una oxidada escalerilla metálica, cruzaron un largo corredor hecho de alguna materia como caucho entrecruzada por túneles cavados a mano. El aire, dijo Wilde, procedía de una máquina conectada a un estrecho conducto que salía del túnel y desembocaba en un árbol hueco. El acondicionador de aire no tenía partes móviles y era accionado por una rueda empujada por el agua que caía formando cascada en una cueva natural cercana. No generaba mucha electricidad, pero era suficiente.

    Locks ordenó un descanso. Agradecidos, todos se sentaron, excepto el líder y Bedeutung. Ésos regresaron por el túnel. Sinn aplicó un ancho disco conectado a un cable a una pequeña caja negra unida a su cinturón. Escuchó a través de unos auriculares durante un rato, luego se los quitó.

    —Nada arriba que pueda oír —dijo.

    Duncan bebió de una cantimplora que sacó de su bolsa. Apenas había vuelto a dejarla cuando el suelo tembló bajo sus pies, les llegó un rugido del extremo más alejado del túnel, y un poco de polvo torbellineó desde allí. Locks y Bedeutung aparecieron en medio de la nube. Los dientes del líder brillaban blancos en su tiznado rostro.

    —El pozo está cegado —dijo—. No podrán seguirnos.
    —Sí, y nosotros no podremos retroceder si los orgánicos nos bloquean el camino ahí delante —murmuró Wilde.

    Crossant, sentado lo suficientemente cerca de Duncan como para que éste pudiera olerle, dijo:

    —No deberíamos hallarnos metidos en este lío.
    —Lloriquea, perrito, lloriquea —gruñó Wilde—. Dios, estoy cansado de tus quejas.
    —Cállate, tú..., trozo de cosa —gruñó de vuelta Crossant.
    —¡Ja, ja! —exclamó Wilde—. Ya sabía que estabas lleno de prejuicios.
    —¡Todos vosotros, tranquilos! —exclamó Locks.
    —Sí —retumbó el padre—. Empieza a llegar el momento en que se hace necesario hacer sonar unas cuantas cabezas. Dios me perdone por decir esto. Tenemos otras preocupaciones más importantes que vuestras peleas infantiles. Callaos u os haremos callar.

    Wilde se puso en pie y fue a sentarse a un lugar distante de Crossant. Duncan lo siguió. Preguntó:

    —Dong y Crossant, ¿de dónde vienen?
    —¿Su historia, quieres decir? ¿Por qué están aquí?

    Wilde rió quedamente.

    —No es por principios políticos. Son ladrones miserables, bueno, quizá no tan miserables. Eran ciudadanos del miércoles, y él era productor de televisión, concursos, y ella su secretaria ejecutiva. Entonces a él se le ocurrió esta estúpida idea, no muy brillante, ¿sabes?, de arreglar las cosas para que algunos concursantes ganaran si le pagaban bien. Dong vivía con él, y él le pidió que colaborara. La cosa fue bien durante un tiempo. Los concursantes se repartían los premios con él. O, si el premio era créditos extra, le transferían la mitad.

    »Pero ocurrió lo inevitable. El superior de Crossant se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo. Se enfrentó a él y le dijo que no le denunciaría si él y Dong repartían a su vez con él. Tampoco era muy brillante. Crossant se puso hecho una furia, le atacó y le derribó sin sentido. Él y Dong fueron descubiertos arrastrando al hombre inconsciente por el tejado de su edificio de apartamentos. Tenían intención de arrojarlo por el borde, hacerlo parecer como un accidente. Más estupidez. Los orgánicos hubieran utilizado la bruma de la verdad con todos los sospechosos; de hecho, con toda persona implicada en el concurso.
    »La mujer que los descubrió era la encargada del edificio. Los detuvo y luego se dirigió abajo para denunciarlos. Crossant y Dong complicaron aún más su crimen derribándola sin sentido. Por aquel entonces se hizo evidente incluso para ellos que habían ido demasiado lejos. Así que, en vez de aceptar su culpa, un juicio, una sentencia en una institución de rehabilitación con la libertad quizás al cabo de unos pocos años, huyeron. Los encontramos vagando por los bosques, muertos de hambre y justo a punto de entregarse a los ganics.

    —¿Por qué los recogisteis?
    —Recogemos a cualquiera que esté huyendo. Esa es nuestra regla inflexible. Si no fuera así, tampoco me hubieran aceptado a mí. Yo tampoco soy un refugiado político.
    —Pero esos dos son asesinos potenciales. Lo único que los detuvo fue que fueron descubiertos en su acción.

    Wilde se encogió de hombros.

    —Todo el mundo es un asesino potencial. Yo he pensado más de una vez en matar a Dong y Crossant. Pero, por supuesto...
    —Fantasear sobre el asesinato no es lo mismo que cometerlo.
    —No. Pero esos dos se hallaban en una situación peculiar, única. No volverán a hallarse de nuevo en ella. Y, quizá, han aprendido su lección. De todos modos, es un axioma que la gente de televisión nunca aprende por la experiencia.

    Dio la orden de seguir. Sinn había informado que no podía detectar ningún ruido en la superficie. Su detector no era lo bastante sensible como para registrar los sonidos normales del bosque, las llamadas de los pájaros, la gente andando. Pero podía registrar cualquier perforación.

    Mientras echaban a andar por los tortuosos y a veces peligrosos corredores, Duncan tuvo que preguntarle a Wilde algo que había estado preocupándole desde su conversación.

    —Cualquier grupo, incluso de gente fuera de la ley, ha de tener sus leyes y reglas para su propia organización. ¿Qué hacéis con aquellos que crean tales distensiones que simplemente no pueden ser controlados? ¿Qué hacéis con alguien que ha matado a alguien de vuestro propio grupo? ¿Cuál es el castigo para el crimen?

    Wilde bufó y dijo:

    —Oh, hacemos lo que tanto protestamos que haga el gobierno. Los petrificamos.
    —¡Ah! —dijo Duncan, y a partir de ahí guardó silencio durante largo rato. ¿Dónde tenía la banda acceso a un gran petrificador?


    6


    Tras cruzar lentamente un laberinto de cavernas, a veces arrastrándose, vadeando con el agua en la cintura heladas y rápidas corrientes, entraron en otro complejo de túneles. Algunas secciones de este estaban separadas en sus uniones porque los dos grandes terremotos de los tiempos antiguos las habían desencajado unas de otras. Esta banda, o quizás otros fuera de la ley anteriores, habían cavado y horadado los espacios entre los extremos de los grandes conductos. Después de caminar durante tres horas, atravesaron una conducción que terminaba en otra caverna natural llena de estalactitas y estalagmitas. Allá se detuvieron para pasar la noche. Bebieron de una pequeña corriente de agua que serpenteaba como el Estigia en la oscuridad, comieron comida fría, y se metieron en sus sacos de dormir. El suelo era áspero, inclinado y duro, pero durmieron profundamente.

    El turno de guardia de Duncan llegó una hora antes de que los demás tuvieran que levantarse, así que no volvió a meterse en su saco. Media hora después de reanudar su marcha, estuvieron de vuelta en otro complejo de cavernas y vadeando un corredor con agua hasta los tobillos. Wilde explicó que el arroyo subterráneo había sido desviado deliberadamente hasta el complejo.

    —El agua eliminará nuestras huellas y las moléculas odoríferas asociadas con ellas.
    —Pero imaginarán que hemos utilizado la corriente de agua para eso —dijo Duncan—. Así que simplemente la seguirán.
    —Sí, pero, ¿qué corriente de agua? Piensa que está canalizada a través de todas las salidas laterales a lo largo de esta cueva. Además...

    No terminó. Quizá fuera porque sabía que Duncan vería pronto lo que quería decir. Antes de que llegaran al extremo de la cueva, Sinn giró hacia una abertura secundaria, y los demás le siguieron. Duncan permaneció de pie junto a ellos mientras sus pies se aterían y volvían azules en el agua. Sinn y Bedeutung abrieron una sección de la pared, revelando un hueco débilmente iluminado. Su sección del fondo giró hacia fuera para dar entrada a otra caverna. Más allá de una extensión de estalactitas y estalagmitas y de negra agua había un pequeño río de al menos quince metros de anchura. La banda siguió su curso mientras sus pies chapoteaban y se congelaban y gotas de agua helada caían sobre sus cabezas. Los dientes de Duncan empezaron a castañetear.

    Finalmente llegaron a una especie de presa hecha con grandes rocas sobre las cuales hervía y giraba la corriente. Treparon por unas rocas que formaban una muy primitiva escalera. Antes de alcanzar su parte superior, a seis metros de altura, estaban empapados a causa del agua que brotaba de entre las rocas y llovía sobre ellos.

    —¡Dios, si no morimos del shock, moriremos de pulmonía! —murmuró Crossant.
    —Eso es cierto —dijo Wilde—. Necesitas un baño.
    —¿Qué te parecería si te arrojo al río? —gruñó Crossant.
    —Odiaría incluso ese minúsculo contacto contigo —dijo Wilde, sonriendo.

    Cuando Duncan llegó arriba, se detuvo un momento para aguardar a los que venían detrás.

    —¿Quién construyó esa presa? —preguntó a Wilde.

    El padre le oyó y dijo:

    —¿Quién sabe? Algunos de los anteriores fuera de la ley. Quizás hace mil obaños, tal vez sólo un centenar. En cualquier caso, les debemos nuestro agradecimiento y nuestras bendiciones.
    —¿Por qué?
    —Muy pronto lo descubrirás.

    Sinn y Bedeutung se habían adelantado. Cuando el resto los alcanzó, estaban tirando juntos de una enorme y muy pintada palanca de acero que se proyectaba fuera de una ranura en la pared de la cueva. Locks ordenó a dos hombres que añadieran su peso, y la palanca se movió lentamente hasta el fondo de la ranura. Mientras descendía, el suelo de roca empezó a temblar. Cuando la palanca llegó abajo, el suelo se estremecía, y hasta ellos llegaba un rugido procedente de abajo o de algún lugar cercano.

    Wilde, castañeteando los dientes y con todo su cuerpo temblando, dijo:

    —Observa el río.

    Otros habían dirigido sus luces hacia él. Duncan vio que el agua se hundía lentamente. Al cabo de unos pocos minutos su nivel era un palmo más bajo, y el ruido y el temblor bajo sus pies había disminuido.

    —El complejo de túneles está ahora inundado —dijo Wilde, con una sonrisa y un estremecimiento—. No podrán seguirnos. De hecho, si todo va como esperamos, pensarán que los túneles llevan un cierto tiempo inundados. Depende de lo cerca que estén detrás nuestro.

    Duncan pensó que la gente que había construido aquella trampa debía de haberse tomado mucho tiempo para prepararla. Habían tenido una enorme paciencia, habían trabajado duro, y probablemente se habían perdido algunas vidas en la construcción.

    —Cuando volvamos, bajaremos las compuertas enterradas y aguardaremos hasta que el agua salga del complejo —dijo Wilde.
    —Si tenemos la oportunidad de volver —gruñó Mika Dong.
    —Me encanta la forma en que levantáis la moral. Es un placer tan grande trabajar con vosotros en las verdes y en las maduras.
    —Uno de esos días... —murmuró Crossant.

    Locks ordenó a la banda que avanzara de nuevo. Los niños, que no se habían quejado abiertamente pero habían estado lloriqueando, se arrebujaban ahora en mantas que sus padres habían sacado de sus mochilas impermeables. Duncan los envidió. Al cabo de diez minutos de húmeda y resbaladiza travesía, sin embargo, descendieron por un pozo hecho de conductos verticales. Peldaños asegurados con oxidados tornillos alineaban las paredes.

    —Nuestros precursores tuvieron que excavar este túnel con gran cuidado —dijo Wilde—. No podían utilizar equipo pesado debido al ruido. Debió tomarles un tiempo malditamente largo. Creo que nunca llegaré a saber cómo lo consiguieron sin ser atrapados.

    El túnel avanzaba en línea recta durante cien metros, terminando en una cámara sólo lo suficientemente grande como para contener confortablemente a la banda. Parte de ella estaba llena con cajas de pertrechos y una gran caja de metal unida a un cable. El cable penetraba en la pared de roca.

    Sinn apretó un botón en una gruesa placa de metal que había en una pared. La luz iluminó la cámara. Varios abrieron las cajas y extrajeron contenedores más pequeños, largos y planos. Colocaron treinta de ésos en la caja de metal grande y pulsaron los controles de su panel. Un segundo más tarde, sacaron las cajas y las abrieron, para revelar bandejas llenas de comida y botellas. Las bandejas fueron colocadas, de cuatro en cuatro, dentro del horno microondas sobre una mesa cercana. Aunque no había mesas ni sillas para su comida, nadie se quejó. La comida estaba caliente y era buena, y las botellas proporcionaron vino y cerveza.

    Duncan, con la boca llena, preguntó a Wilde:

    —¿Cómo conseguisteis la energía?
    —No la conseguimos. La instalación estaba ya tal como la ves. Nuestros olvidados héroes y heroínas la dispusieron antes de que llegáramos nosotros.
    —Pero, ¿y las pérdidas de energía? ¿No quedan registradas en el cuartel general de control? Serán rastreadas...
    —Es posible —dijo alegremente Wilde—. Pero la energía es tomada del sistema de ahí arriba. —Señaló al techo con su tenedor—. Ya verás por qué los monitores no le prestan una atención especial.

    Duncan decidió contentarse con aquella explicación parcial. El calefactor eléctrico en una esquina le hacía no sentir frío, y se dio cuenta de que empezaba a adormecerse.

    Después de comer, colocó la bandeja sucia en un barril grande y se dirigió a la pequeña unidad higiénica en el extremo más alejado de la cámara. También utilizaba energía eléctrica, que petrificaba los desechos. Éstos eran retirados luego de la parte inferior de la unidad y almacenados en un rincón para su posterior traslado.

    Durmió profundamente en su saco y despertó el jueves. Aunque él era nativo del martes, sabía que los orgánicos de cada día proseguirían la búsqueda. Los días tenían un mínimo de comunicación entre sí, pero este caso exigía que el miércoles dejara un mensaje a los orgánicos del jueves, y que ésos se lo pasaran a los del viernes. Y el viernes lo enviaría al sábado, y así sucesivamente.

    Duncan no se sorprendió cuando fue instalada una escalera junto a una pared lateral y Sinn abrió una sección del techo. Sinn, cargado con su detector de sonido, subió por la escalera y desapareció en la abertura. Regresó cinco minutos más tarde.

    —Ningún signo de actividad. Parece despejado.

    El pozo en el techo tenía unos doce metros de alto y era tan estrecho que, aunque resbalaras en los escalones, podías apretar la espalda contra la pared y los pies contra la otra. Todo el grupo inició la ascensión. Duncan era el séptimo de la fila. Desembocó en una enorme cámara, con el techo a veinte metros sobre su cabeza. Puesto que nadie le había dicho qué debía esperar, se sorprendió. Miles de silenciosas figuras a lo largo de centenares de hileras se extendían hasta donde uno podía ver. Hombres, mujeres y niños, alineados como para un desfile, aunque todos estaban desnudos, algunos con los ojos abiertos, otros cerrados. En torno al cuello de cada uno colgaba una placa. Las placas llevaban codificados los nombres y las identificaciones de los petrificados, sus datos históricos y médicos. Duncan no necesitó ninguna explicación. Aquello era un almacén subterráneo del gobierno que almacenaba a aquellos que habían sido petrificados por varias razones. Entre ellos había gente que había muerto de enfermedades incurables y habían optado por la petrificación. Algún día, cuando la ciencia médica pudiera curarles, serían despetrificados y recibirían tratamiento. Al menos, ésa era la teoría. También había gente que había muerto pero había sido petrificada inmediatamente. Cuando se hallaran disponibles los medios de resucitarlos y curarlos, serían sacados del almacén. O eso se les había prometido.

    Era probable que hubiera también criminales a los que la ciencia moderna no podía rehabilitar. Cuando sus tendencias particulares pudieran ser eliminadas, convirtiéndolos así en buenos ciudadanos, serían también despetrificados. Ésa era la política oficialmente proclamada.

    —Éste es un almacén comparativamente nuevo —le dijo Locks a Duncan—. El más antiguo de sus ocupantes se remonta a unos trescientos obaños. Nos hallamos en la sección más antigua, lo cual significa que nadie viene nunca por aquí.

    El aire era fresco y con una buena ventilación. Sin duda era filtrado electrónicamente, pero eso no impedía que el polvo se acumulara sobre los cuerpos o en el suelo. La banda dejaba huellas en ese polvo. Locks vio que Duncan las contemplaba y dijo:

    —Las borraremos antes de marcharnos. Mientras tanto...

    Hizo un gesto con la mano a los hombres y mujeres que iban arriba y abajo por los estrechos pasillos y a los dos ruidosos chiquillos que jugaban al escondite.

    —Esto no es como fuera, pero al menos tienen sitio para ejercitarse, y están libres del aire enrarecido.

    Duncan no se sentía tan libre y confiado como eso. Aquellas hileras de muertos —bueno, la mayoría de ellos no estaban realmente muertos—, que podían ser devueltos a la vida en un microsegundo, le deprimían. De alguna parte de su mente le llegó el conocimiento de que lo último que había oído al respecto era que había más de cuarenta mil millones de personas petrificadas en lugares como aquél por todo el mundo. Todas ellas aguardando a ser devueltas a la vida. Wilde, con una sonrisa peculiar, dijo:

    —Nunca habrá las facilidades médicas y la gente necesaria para manejar a toda esa gente. Y, si son devueltos a la vida y curados, ¿dónde irán, dónde se alojarán, dónde conseguirán comida? Mientras tanto, más millones se añaden a ellos cada año. Eso no importaría si tuviéramos un gobierno distinto, uno que intentara devolverlos a la sociedad. Pero ningún gobierno puede manejarlos, y la Tierra no es lo suficientemente grande como para albergarlos y alimentarlos a todos. Se morirían de hambre.
    —En ese caso, es mejor olvidarlos —dijo Duncan. Se volvió hacia Locks—. Es evidente que no hay monitores en esta zona. ¿Qué hay en otros lados?
    —Sólo la parte más reciente, donde son llevados los nuevos petrificados, está monitorizada. Están excavando cerca de ella, preparándose para construir nuevos almacenes.

    Locks sonrió.

    —Estamos más seguros aquí que en cualquier otra parte en la que puedas pensar. No nos buscarán aquí porque no pueden imaginar que vayamos tan cerca de ellos. Hay un pueblo de orgánicos-campesinos-guardabosques a sólo cinco kilómetros de aquí. Ven. Te lo enseñaré.

    Antes de que echaran a andar, Duncan vio a un hombre, que había trepado a una escalerilla que conducía hasta el techo, alzar una sección de él y cruzarla. Locks siguió la mirada de Duncan y dijo:

    —Si todo está despejado, podremos salir al bosque. Necesitamos un poco de aire libre, sobre todo los niños.

    Duncan, acompañado por el padre y Wilde, recorrió con el jefe el pasillo central de lo que sabía que no eran estatuas pero no podía impedir pensar como tales. Después de andar casi dos kilómetros llegaron a una pared. Locks abrió una pequeña puerta encajada en una de las enormes puertas cerradas. Al otro lado había otro almacén. Éste, dijo Locks, tenía tres subsótanos bajo el piso principal. También contenía seis niveles, abiertos a los lados, todos ellos llenos de cuerpos almacenados. Tras recorrer el pasillo central, Locks giró y recorrió hilera tras hilera, deteniéndose cuando llegó a un ascensor abierto situado contra la pared. Los cuatro entraron en él y ascendieron a la parte superior del nivel. Allá, una alta ventana le proporcionó a Duncan una visión de los alrededores. Al parecer, el extremo superior del almacén se proyectaba por encima del terreno. Bajo sus ojos, el terreno se inclinaba empinado a lo largo de unos treinta metros, luego se nivelaba para convertirse en una llanura al otro lado de la cual podía ver una hilera de colinas a unos ocho kilómetros de distancia. Eran muy boscosas, y en la llanura había gran cantidad de bosquecillos. Pero la mayor parte de la tierra estaba cultivada. En el centro del valle había un pueblo de un centenar o así de casas dominadas por un edificio blanco de cinco plantas, cuadrado, con sus paneles de energía brillando al sol matutino. A su alrededor había una zona circular alineada por casas blancas con techos verdes. Su arquitectura, sin embargo, variaba enormemente. Las casas daban por su parte de atrás a otra calle circular, al otro lado de la cual había la fachada de otras casas. En su conjunto el pueblo estaba formado por una serie de calles que formaban círculos concéntricos. Locks tendió a Duncan unos binoculares a fin de que pudiera mirar de más cerca. Había gente yendo de un lado para otro, varios niños pequeños jugaban en los patios, y hombres y mujeres salían y entraban en sus vehículos del pueblo.

    Duncan barrió el valle con los binoculares y vio, como si las tuviera delante, las pequeñas granjas, los establos y los silos más grandes, y varios tipos de maquinaria agrícola yendo de un lado para otro por los campos o aparcada en cercados. Supo, aunque era incapaz de decir por qué, que nadie vivía en las casas pequeñas. Contenían los ordenadores a través de los cuales los granjeros manejaban por control remoto los aradores, sembradores, recolectores, abonadores y otras máquinas robot. Cuando los granjeros terminaran su trabajo del día, regresarían en sus vehículos a la ciudad. Sin embargo, cerca de la ciudad, había algunos huertos que eran propiedad individual de sus agricultores.

    Aquí y allá había vacas, cuya misión era proporcionar leche para los del lugar y abono para los campos. También había gallinas corriendo dentro de algunos recintos. Éstas eran criadas solamente por sus huevos. Los animales ya no eran sacrificados por su carne; la carne de ternera y de pollo era desarrollada en factorías de clonaje. Sin duda había una allí, pero debía estar bajo tierra.

    Duncan le devolvió los binoculares a Locks.

    —Parece todo muy tranquilo y pacífico.

    El Decididor sonrió y dijo:

    —Los orgánicos y los guardabosques siguen buscándonos por todas partes.

    Señaló hacia las lejanas colinas.

    —Allá al otro lado está la línea férrea intercontinental.

    Duncan indicó la carretera principal, una resplandeciente cinta gris que avanzaba en línea recta a través de los bosques, rodeaba el pueblo, y se sumergía entre las granjas.

    —¿Es la que usan para traer a los petrificados?
    —No. Un dirigible del gobierno los trae hasta aquí. Hay una torre de amarre en la parte superior de este edificio.
    —¿Puedo ir hasta el edificio más reciente?
    —¿Para qué? —quiso saber Locks.
    —Sólo deseo hacerme una idea general del lugar. Nunca sabes cuándo puede serte útil.
    —¿Para escapar, quieres decir?
    —No de vosotros —se apresuró a decir Duncan—. Quiero decir en caso de que los orgánicos nos atrapen por sorpresa.
    —Por supuesto —dijo Locks— . Seguro, ¿por qué no? Los monitores están instalados para descubrir a la gente que pretenda entrar. No se preocupan en lo más mínimo de la gente que quiera salir. Aunque deberían hacerlo.

    Regresaron al piso principal, y luego cruzaron dos gigantescos edificios, cada uno de los cuales contenía doce plantas, antes de llegar al almacén más reciente. Tomaron de nuevo un ascensor. Locks los condujo a un complejo de oficinas, donde se sentaron por un rato en una oficina de lo más lujoso. Ahora apenas era utilizada, pero estaba provista con un petrificador y gran cantidad de comida y bebida petrificadas. Utilizando uno de los petrificadores —todo el lugar estaba lleno de ellos—, activaron el movimiento molecular normal de algunos productos y comieron marisco, ensalada y patatas, y bebieron cerveza y vino.

    Lo único que impidió que Duncan se sintiera completamente a sus anchas fue el temblor de la pared más alejada y un sordo zumbar. Locks le dijo que eran las vibraciones de las operaciones de excavación que se estaban llevando a cabo cerca de aquel edificio.

    —Hay todo un ejército de trabajadores ahí fuera.

    Duncan dio un sorbo a su cerveza y se sintió más relajado. Agitó la mano para indicar las pantallas murales del ordenador y los teclados de instrucciones sobre los escritorios.

    —¿Podéis usar eso sin desencadenar las alarmas?
    —Seguro —dijo Locks—. De hecho, por eso hemos venido aquí.

    Hizo girar su silla, dejó su botella de vino y tecleó algo en un panel de control.

    —Afortunadamente, no se necesita ningún código para activarlo. Los oficiales jamás han soñado que ninguna persona no autorizada pueda llegar a usarlos. Después de todo, se trata de un área rural muy poco poblada. Además, necesitas un código para entrar en el edificio. O eso es lo que creen. Primero, pondremos en marcha los monitores y veremos lo que ocurre fuera.

    Al parecer, aquello tampoco necesitaba ningún código. Dijo: —T3C6. Orden. Conecta los monitores a la zona local. Inmediatamente, las paredes blancas se convirtieron en pantallas, Duncan vio el área exterior de cada uno de los cuatro lados del almacén.

    Locks se envaro y dijo:

    —¡Oh, oh!


    7


    La pantalla occidental mostraba un dirigible plateado, con el morro apuntando hacia abajo, que flotaba a unos treinta metros sobre el suelo. Avanzaba lentamente, con los chorros brillando por el lado meridional y el dispositivo de amarre de su morro abierto. Duncan pudo divisar las diminutas figuras de la tripulación en el puente tras el parabrisas, en la parte superior cerca del morro.

    —Traen otra carga de petrificados —dijo Locks. Borró el registro de la reciente activación y desconectó la energía. Se puso en pie y dijo—: Recoged las bandejas y las botellas. No debemos dejar ninguna evidencia detrás.

    Los demás le siguieron fuera de la oficina.

    —¿Qué significa eso? —quiso saber Duncan.
    —Tenemos que ocultarnos por un tiempo —respondió Wilde—. No les tomará mucho rato, quizá un par de horas, efectuar la descarga. Pero permaneceremos tranquilos hasta mañana.

    Fue entonces cuando Duncan decidió que no iba a permanecer con aquel grupo más de lo necesario. No tenía futuro. Todo lo que eran capaces de hacer era correr y esconderse y asomarse subrepticiamente fuera o en los almacenes de tanto en tanto. Era una vida de conejos, y él no era un conejo.

    Sin embargo, por el momento, tenía que seguir con la banda. Reluctante, bajó por el pozo a la habitación del fondo. Se sentó en su saco de dormir, con la espalda contra la pared, y contempló hoscamente a los demás. La estancia estaba atestada, y los niños insistían en correr de un lado para otro —no podía culparles, pero sentía pena por ellos—, y había poco que hacer excepto beber y hablar. De tanto en tanto, se ponía en pie y daba un paseo para estirar las piernas. La tercera vez, estaba haciendo flexiones en la oscuridad cuando una luz destelló en sus ojos. Sin interrumpir sus movimientos, preguntó:

    —¿Quién es?

    Locks se identificó. Se sentó y dijo:

    —No te interrumpas.

    Jadeando, Duncan se levantó e hizo algunos ejercicios de cuerda sin cuerda. Observó:

    —Me di cuenta de que me mirabas un tanto pensativamente en la sala de control.

    Locks mantuvo la luz sobre el rostro de Duncan, medio cegándole e irritándole completamente. Duncan dijo:

    —Puedes iluminar con eso a otro lado y seguir viendo mi expresión.

    Locks rió quedamente y apuntó el haz hacia la pared. Entonces Duncan pudo ver también su rostro.

    —Probablemente estás pensando que vivimos una vida más bien fútil, ¿no? Después de todo, ¿qué es lo que hacemos excepto huir? ¿Para qué servimos? No nos gusta el gobierno, no aceptamos vernos obligados a vivir un solo día a la semana, y odiamos ser observados todo el tiempo. Pero, ¿qué hacemos para romper el status quo? ¿No seríamos mucho más útiles, y nos sentiríamos también mucho más cómodos, si nos mantuviéramos dentro de los confines de la vida normal y utilizáramos los medios legales y constitucionales para protestar?

    Duncan dejó de ejercitarse y se sentó.

    —Sí, he pensado en eso.
    —Después de todo —dijo Locks—, ¿de qué estamos protestando exactamente? ¿Por qué patear cuando en realidad hay tan poco que patear? Somos ciudadanos de una sociedad como no ha existido ninguna antes, una sociedad en la que no sólo nadie se muere de hambre sino que cualquier persona dispone de toda la comida que pueda desear. Buena comida, buen alojamiento, buenos servicios médicos, buenas oportunidades educativas. Todos los lujos que uno puede razonablemente esperar. No hay guerras, ni perspectivas de que se produzca ninguna. Pagamos impuestos, es cierto, pero son razonables. El índice de criminalidad es el más bajo de cualquier sociedad de toda la historia. Sólo hay un abogado por cada treinta mil personas. El racismo ha muerto. Las mujeres tienen una completa igualdad con los hombres. Casi todas las enfermedades han sido eliminadas. Los abusos infantiles y las violaciones son raros. La tierra y los mares envenenados que heredamos de nuestros antepasados han sido limpiados. Los grandes desiertos están siendo repoblados con árboles. Nos hallamos tan cerca de la Utopía como nos es posible, dado el irracionalismo, la codicia, la estupidez y el egoísmo innatos en la mayoría de la gente.
    —Estás haciendo buena causa para que todos amemos a nuestro gobierno —dijo Duncan.
    —Fue un autor antiguo, no recuerdo su nombre, quien dijo que es normal odiar a cualquier gobierno que esté en el poder. Con eso quería dar a entender que ningún gobierno es perfecto, y que los ciudadanos deberían luchar para conseguir que el gobierno se desembarazara de todos sus elementos nocivos y perjudiciales. Con ello quiero decir no sólo los elementos institucionalmente nocivos sino también toda esa gente en el poder que se aprovecha de los fallos gubernamentales en su propio beneficio y todos los incompetentes.
    —Suena correcto —dijo Duncan—. Pero, ¿es necesario que el gobierno mantenga un ojo tan atento sobre sus ciudadanos, que nunca deje de mirar por encima de sus hombros? ¿No es eso algo digno de ser odiado?
    —Ah, pero el gobierno dice que es absolutamente necesario. Previene los crímenes y los accidentes, y permite al estado asegurar la paz y la prosperidad. Sabiendo lo que hace cada ciudadano en cualquier momento del día, en la mayor parte de ellos al menos, que está fuera de su casa, el estado dispone de los datos necesarios para asegurarse de que sus ciudadanos están seguros y de que las materias primas y los productos manufacturados fluyen por las rutas de tráfico adecuadas por todo el mundo. Esto...
    —No necesito ejemplos ni una conferencia —dijo Duncan—. ¿Adónde quieres llegar?
    —Todo el mundo de más de veinticinco años que pueda pasar un examen de conocimiento de historia y condiciones políticas puede votar. Hay tres partidos políticos importantes y un centenar de más pequeños. Los votos son registrados desde los propios hogares de los votantes...
    —Nada de conferencias —insistió Duncan.
    —Sólo estaba intentando demostrar que nuestro gobierno es el primer gobierno realmente democrático. El estado gobierna para el pueblo y por el pueblo. O eso es lo que afirma el gobierno. Si el pueblo no está satisfecho con la forma en que gobierna el estado, entonces exige y obtiene unas elecciones a fin de poder cambiar los administradores o las leyes. O eso es lo que afirma el gobierno.

    «Pero la gente en el poder controla los ordenadores que informan de los resultados de las elecciones. ¿Es por eso que en los últimos doscientos obaños los votantes han votado siempre mantener la monitorización constante sobre sí mismos? ¿Por qué tantos de los oficiales del gobierno mundial permanecen mucho tiempo en el poder? ¿Por qué siempre hay una abrumadora mayoría en favor de esos candidatos?

    —Hay mucha gente que cree que los ordenadores no dan las cifras correctas —indicó Duncan.
    —Sí, muchos creen eso. Tantos, que parece extraño que la opinión de la mayoría no se refleje en el conjunto de los votos.
    —El gobierno efectúa sondeos de tanto en tanto para investigar precisamente esa creencia. Esos sondeos revelan siempre que no hay tanta gente que crea que los resultados son manipulados o que existe fraude en su contabilización.

    Locks sonrió y dijo:

    —¿Qué es lo que impide que los sondeos de opinión sean también manipulados?
    —No estoy intentando decir que sean honestos. Sólo...
    —¿Sólo?
    —¿Qué podemos hacer al respecto? —se quejó Duncan.
    —Al parecer, nada. No hay los suficientes deseos de reforma como para causar tumultos, disturbios, una revolución. Quizá más de la mitad de la población está convencida de que es necesario efectuar cambios y de que los actuales administradores, gobernantes los define mejor, deberían ser sustituidos. Pero no tienen auténticas quejas, no al menos como las tenían los antiguos. Aunque les escuezan algunas restricciones, ¿por qué patear un agujero en el bote?
    —¿Por qué, es cierto?

    Duncan guardó unos instantes de silencio mientras Locks le miraba. Luego dijo:

    —Soy como un recién nacido que sin embargo tiene recuerdos de vidas pasadas. Tengo la impresión...

    Frunció el ceño y se mordió el labio por unos breves instantes.

    —Me gustaría poder recordar por qué el gobierno tiene tanto interés en atraparme. Sin embargo, recuerdo que he tenido dudas sobre otras cosas aparte el fraude en las elecciones. Una de ellas..., espera un momento..., me está llegando. El estado no deja de martillear sobre la tesis de que la Tierra nunca debe volver a verse superpoblada. Ninguna pareja recibe el permiso para tener más de dos hijos. En vista de lo que le ocurrió al mundo en épocas anteriores, eso parece una restricción más bien lógica y necesaria. Pero muchos de nosotros...

    Pareció como si Duncan estuviera tensando sus músculos mentales. Locks animó:

    —¿Mucha gente...?
    —...no está segura de que las estadísticas de población sean correctas. Puede que estén hinchadas. Si se supiera la verdad, tal vez el gobierno tuviera que permitir más de dos hijos, tres al menos, a cada pareja de padres.
    —La verdad —dijo Locks— es que, según mi información, la población actual del globo es al menos de dos mil millones de personas. En consecuencia...
    —¡Las estadísticas oficiales dicen ocho mil millones! —exclamó Duncan con voz fuerte.

    Locks no pareció sorprendido de que aquel fuera de la ley, aislado de los bancos de datos del sistema, pudiera saber aquello.

    —Dos mil millones —dijo—. ¿Cuál es la segunda cosa que te preocupa?
    —¡Con sólo dos mil millones de personas, no hay ninguna razón para mantener el sistema de un día a la semana! Debería ser abandonado. Todos podemos volver al antiguo sistema de vivir todos los días de la semana. Habría que hacerlo gradualmente, por supuesto. Habría que construir siete veces el número de casas. Todo tendría que ser incrementado por siete, las reservas de alimentos, las facilidades de transporte, los suministros de energía, todo. Tomaría mucho tiempo hacerlo. Habría un montón de problemas, pero nada que no pudiera ser resuelto. Luego la humanidad podría volver al sistema normal, la forma que el vivir significaba antes para la gente. Yo...

    Frunció de nuevo el ceño, guardó silencio un instante, luego dijo:

    —Me parece que sabía..., alguien me dijo..., que el sistema de días rompe el ritmo circadiano de los seres humanos. Allá donde la gente estaba acostumbrada a dormir ocho horas o así ininterrumpidamente por la noche, ahora a menudo tiene que dormir cuatro horas o así, luego levantarse y dormir otras cuatro horas cuando puede. Esto da como resultado muchos más colapsos neuróticos y mentales de los que el gobierno permite que sepa el público. De hecho, los denominados crímenes pasionales llevan incrementándose desde hace tiempo. Pero el público no es informado de ello. Se le dan datos falsos, y se impide a los medios de comunicación difundir muchos de estos casos.
    —Tenemos garantizada la libertad de los medios de comunicación —dijo Locks—, aunque de hecho no disponemos de ella. Pero el gobierno es muy sutil en su represión. El estado posee la astucia de la serpiente, la sabiduría de la paloma.

    »Una cosa no ha cambiado, sin embargo. La mayor parte de la población ha sido siempre conservadora. Eso parece haber sido siempre así, desde el principio de la historia del gobierno. El sistema del mundo de día lleva tanto tiempo entre nosotros que la mayoría lo considera como algo natural. La forma en que tienen que ser las cosas. Aunque el gobierno deseara volver al antiguo sistema, cosa que no quiere, por supuesto, tendría arduos problemas en convencer a la mayoría de que hay que hacerlo así.

    Duncan había llegado ya a la conclusión de que Locks no estaba hablando simplemente para pasar el tiempo. Dijo:

    —Vas mucho más lejos de lo que aparentas ir, ¿verdad?

    Locks sonrió.

    —¿Quieres decir que no soy solamente el líder de un puñado de absurdos y patéticos inadaptados? ¿Qué es lo que crees que soy... en realidad?
    —Creo que perteneces a una organización que te envió aquí como una especie de agente reclutador. Y un agente de un ferrocarril subterráneo. Si alguien como yo se presenta, lo envías a..., no sé dónde.
    —Muy bien —dijo Locks—. No voy a decirte más en este momento. No serás informado hasta el último instante posible, por si ocurriera que...
    —Fuera atrapado antes de que pudieras llevar hasta el final tus planes.
    —Exacto.

    Locks se levantó y se desperezó.

    —Bueno. Ya veremos. Oh, por supuesto, no hablarás de nada de eso con nadie.
    —Por supuesto.
    —Mientras tanto, si volvemos a la oficina del banco de datos, intentaré descubrir por qué te desean tanto. Si creo que esto no va a desencadenar ninguna alarma de los monitores.
    —A mí también me gustará saberlo —admitió Duncan.

    Envarado de permanecer tanto rato sentado, empezó a ejercitarse de nuevo. Estaba haciendo flexiones sobre las manos y las puntas de los pies cuando vio el llameante ojo de una linterna al fondo del túnel. La luz se detuvo, y el lamento de Crossant le llegó tras el resplandor.

    —Por el amor de Dios, Duncan, ¿qué estás haciendo?
    —Evidentemente, no manteniendo en equilibrio una anguila sobre mi nariz —respondió. Descendió hasta que su nariz casi tocó el suelo, luego se impulsó hacia arriba con los brazos, dobló las piernas y saltó en pie. Se secó el sudor del rostro con el brazo y dijo—: ¿Y qué estás haciendo tú aquí?

    La aguda voz de Dong respondió:

    —Locks nos dijo que te buscáramos para que nos ayudaras. Tenemos que traer algunas provisiones de la caverna.

    La luz se acercó más. Vio algo oscuro y confuso salir disparado desde detrás de la luz, y la luz parpadeó junto con su mente.

    Despertó confuso, jadeando y atragantándose, giró en la oscuridad y, mientras sus sentidos se despejaban, se dio cuenta de que estaba en el agua. Nadó desesperadamente, sin saber si iba hacia arriba o hacia abajo u horizontalmente. Algo duro le golpeó en las costillas, por la izquierda. El dolor le hizo atragantarse aún más. Pero finalmente fue capaz de gritar antes de ser arrastrado o empujado de nuevo bajo el agua. Así que... había despertado en la superficie. ¿De qué? Fuera el tipo de corriente que fuera, la helada agua lo entumecía y lo hacía sentirse torpe.

    Pese a ello, luchó por conseguir que sus brazos y piernas siguieran moviéndose, y luego estuvo de nuevo por encima del agua y respirando desesperadamente aire. No por mucho tiempo. Algo le golpeó en la nuca, volviendo a sumergirle, haciendo que jadeara y tragara agua. Sus aleteantes manos hallaron algo duro encima de él. Piedra. Por primera vez supo que estaba en una corriente subterránea, y que ahora estaba siendo arrastrado por el interior de un angosto túnel. Su hombro se despellejó contra una roca, algo lo atrapó y lo hizo girar, y luego, bendito alivio, su cabeza emergió de nuevo en el aire.

    Eso duró varios segundos, quizá. Golpeó de nuevo violentamente contra una piedra, esta vez con las costillas de su lado derecho, y se vio sumergido. Intentó nadar hacia arriba, con la esperanza de que el río hubiera atravesado ya el túnel o desembocado en una cámara con aire por encima de la superficie del agua. Su mano halló áspera piedra justo antes de ser sorbido hacia abajo. Esta vez había llegado al límite de su aire y de sus esperanzas. Una campana resonó en su cabeza; destellos de luz parecieron estallar ante sus ojos; su garganta se cerró sobre sí misma; iba a morir en unos cuantos segundos. Bruscamente, aire y luz fueron suyos. Brotó al resplandor, estalló con las aguas fuera de un agujero, intentó enderezarse para no golpear de barriga contra la espumeante superficie de abajo pero fracasó. El impacto del agua le dolió, y sus pulmones, que había creído vacíos, dejaron escapar el poco aire que les quedaba. Sin embargo, consiguió mantenerse en la superficie y nadar hacia la alta orilla que había aparecido a su derecha. Arrastrado por la corriente hacia unos rápidos, consiguió agarrarse a la raíz de un árbol que sobresalía del lodo de la erosionada orilla y no soltarla. El dolor y el frío le hacían sentirse tan débil como un recién nacido. El mundo que le aguardaba, sin embargo, era el de la muerte.

    Mientras se aferraba a la raíz miró hacia el agujero por el que había sido escupido. Estaba a unos seis metros por encima del estanque y cerca de la base de un risco de piedra caliza de unos veinte metros de altura. Más allá se alzaban las laderas de otras colinas más altas, aunque era incapaz de evaluar la distancia. La corriente de agua estaba encajonada por orillas arcillosas; el bosque se inclinaba empinado hacia arriba. Muchos de los árboles crecían en un ángulo de cuarenta y cinco grados. Supuso que eran producto de los biolabs.

    Estuviera donde estuviese, no era cerca de la entrada a la que le había conducido el padre.

    Miró hacia el otro lado. A unos pocos metros de distancia, la corriente había excavado una pequeña ensenada en la orilla. La fuerza de la corriente era menor allí, y la orilla tendría medio metro de altura. Quizá... Se soltó de la raíz y nadó tan rápido como pudo, en absoluto rápido, hacia el pequeño remanso. Le tomó algún tiempo izarse a la orilla. Varias veces el lodo se desprendió bajo sus manos y se deslizó hacia atrás. Jadeante, demasiado agotado para recorrer todo el camino hasta tierra seca, permaneció un rato con los pies en el agua, jadeando en aquella peligrosa posición. Cuando consiguió que su respiración se aproximara a la normalidad, se arrastró el resto del camino hasta conseguir apoyar las piernas en suelo firme. Mientras descansaba de nuevo, pensó en Dong y Crossant y en por qué le habían hecho aquello.

    Eran mezquinos, y evidentemente no les caía bien. Pero aquéllas no eran razones suficientes como para asesinarle. ¿Asesinarle? Crossant le había golpeado dejándole sin sentido, y podía haberle roto la cabeza con el palo si lo hubiera deseado. En vez de ello, lo había arrastrado al complejo de cavernas y lo había empujado al arroyo subterráneo. Debían saber que la corriente de agua no iba demasiado lejos antes de alcanzar el exterior. Habían contado con que se ahogaría, con que el agua terminaría su sucio trabajo. Su cuerpo sería divisado flotando por un satélite o por los orgánicos. La caza terminaría, y la banda estaría segura, por un tiempo al menos.

    No. Este escenario no era completamente fiel a la realidad. Locks se hubiera preguntado si Duncan había desertado realmente de la banda. Hubiera sospechado de Dong y Crossant desde el momento en que hubiera averiguado que habían ido al interior del túnel. Habría dudado de que Duncan, sabiendo que iba a volver pronto a la civilización, hubiera huido y abandonado así la única esperanza que tenía de librarse de la miserable existencia subterránea. Locks hubiera sometido a los dos a la bruma de la verdad.

    Conociendo esta posibilidad, ninguno de los dos habría regresado a la banda. Hubieran seguido por el complejo de túneles para ocultarse y aguardar hasta que hubiera transcurrido el tiempo suficiente para que el cuerpo de Duncan fuera hallado. Luego se hubieran refugiado en el bosque.

    ¿O tenían intención de salir tan pronto como fuera posible, dejarse capturar por los ganics y solicitar una amnistía tras contar su historia? Era posible, aunque sabían que iban a tener que ir a un centro de rehabilitación. Después de todo, habían eliminado a Duncan y traicionado al resto de la banda. Por supuesto, los orgánicos los despreciarían como traidores, pero Dong y Crossant estaban acostumbrados a ser despreciados y, quizá, vivían de ello. Tal vez le habían hecho esto a él porque no habían hecho nada despreciable por un tiempo y necesitaban alimento espiritual.

    Rió débilmente ante aquel pensamiento y se preguntó si no estaría delirando. Sin embargo, el delirio se veía normalmente acompañado por fiebre, y él se sentía muy frío. Deseó poder arrastrarse hasta una mancha de luz solar que atravesaba las ramas y calentarse allí un poco. El pensamiento de que un satélite podía detectarlo lo mantuvo en la sombra.

    Rodó sobre sí mismo, tembloroso, y rodeó su cuerpo con los brazos. Las ropas mojadas impedían que el frío saliera de él. Tenía que quitárselas. No, estaba demasiado cansado. El calor de su cuerpo las secaría. Cuando el sol hubiera recorrido algunos grados —ahora estaba a medio camino entre el cénit y el horizonte— se recuperaría y algo de sus fuerzas regresarían a él.

    ¿Y entonces qué?

    El bosque estaba tranquilo a excepción del lejano graznar de los cuervos y una ardilla que charloteaba irritadamente con algo, probablemente los cuervos. Al cabo de un minuto, una enorme mosca negra empezó a zumbar cerca de su cabeza. Duncan la ahuyentó; se alejó. Transcurrió media hora. Cerró los ojos y se preguntó si estaría seguro si dormía un poco. Le dolía terriblemente la cabeza allá donde se la había golpeado. También le dolían las costillas, y el dorso de su mano izquierda estaba despellejado. El frío y el peligro habían entumecido sus heridas. Ahora que empezaba a secarse y a calentarse, sufría demasiado para poder dormir. Pese a lo cual se fue adormeciendo.

    Ante aquello se obligó a sí mismo a sentarse, con un gruñido al notar el dolor de sus maltratadas costillas. Quizás había sufrido una concusión. Si era así, lo mejor que podía hacer era levantarse y andar. No deseaba morir en medio de su sueño.

    Empezó a ponerse en pie, pero se detuvo cuando aún estaba agachado. Las voces de Crossant y Dong le habían llegado débilmente desde alguna parte a su alrededor.


    8


    Duncan observó a la pareja desde detrás de un arbusto. Estaban a unos veinte metros de distancia, medio oscurecidos por los troncos de los árboles, sentados con la espalda apoyada en un gigantesco roble muerto. Junto a sus piernas había dos grandes mochilas. Sin duda las habían recogido de algún escondite en su camino al exterior. Eso significaba que debían haber estado planeando su huida desde hacía tiempo. El que hablaran en voz alta podía indicar que no les importaba que los orgánicos les encontraran. De hecho, tal vez esperaban que así fuera.

    Aunque podía oír las voces, no podía distinguir las palabras. Se arrastró hacia la izquierda, fuera de su vista, y trazó un círculo. Avanzando lentamente, medio inclinado, llegó hasta un arbusto cerca y detrás de la pareja. Desde allí no podía verles, pero sus oídos podían captarlo todo.

    Dong estaba hablando con voz aguda:

    —No, yo digo que lo busquemos. No puede haber sido arrastrado muy lejos por el arroyo. Lo encontraremos, y nos quedaremos junto al cuerpo hasta que seamos recogidos.
    —Eso puede tomar demasiado tiempo —se quejó Crossant—. Por todo lo que sabemos, ha sido barrido lejos. O..., bueno..., puede haber quedado atrapado en la cueva. Puede que su cuerpo no salga en mucho tiempo, si llega a salir nunca. Creo que lo más prudente es seguir adelante hasta que seamos vistos. No necesitamos el cadáver como prueba. Un chorro de bruma, y sabrán que no estamos mintiendo.
    —Quiero ver muerto a ese hijo de puta —dijo Dong.
    —¡Dios, eres viciosa!
    —¡Mira quién habla! ¿Quién fue el que le golpeó con el palo?
    —¡Ja! ¿Y de quién fue la idea de hacerlo?
    —¡Oh, cállate! De todos modos, ¿cuál es la diferencia de quién hizo qué? Ambos estamos metidos en ello.
    —Hasta el cuello —admitió Crossant—. Que nos arrancarán de cuajo si vienen tras nosotros y nos cogen. Digo que nos larguemos inmediatamente de aquí.

    Por ellos, comprendió Duncan, no se referían a los orgánicos, sino a los fuera de la ley.

    Los dos siguieron peleándose mientras Duncan seguía arrastrándose en un círculo hasta que se halló en posición de verles desde el frente. Abrió mucho los ojos cuando vio el enorme agujero en el árbol a unos pocos metros encima de sus cabezas. Aquello era la entrada a través del tronco hueco a un túnel. La entrada que ellos habían utilizado como una salida.

    Todo lo que tenía que hacer ahora era aguardar a que se marcharan. Entonces iría a la banda y les avisaría. Sin embargo, Dong y Crossant podían ser detenidos pronto. Eso enviaría rápidamente a los orgánicos en pos de los fuera de la ley. Aquellos dos tenían que ser detenidos. ¿Cómo? No tenía armas y estaba débil. Ellos disponían de grandes cuchillos en fundas unidas a sus cinturones, y era posible que tuvieran pistolas protónicas en sus mochilas.

    Unos pocos minutos más tarde, un fuerte sonido cercano hizo saltar en pie a la pareja. Sus manos se hundieron en las mochilas y volvieron a salir aferrando las culatas de sendas pistolas. Al extremo de un cañón de quince centímetros había una esfera de brillante metal blanco.

    La voz de Dong llegó débilmente hasta Duncan.

    —Si son los orgánicos, dispararán al ver las armas.
    —Hay osos y otros animales peligrosos por aquí —respondió Crossant, y su voz temblaba más que la de ella.

    Finalmente, la causa del ruido apareció. Era un animal de cuatro patas de casi dos metros de altura, parecido a primera vista a un elefante pigmeo. Sus curvados colmillos, sin embargo, lo identificaban como un mastodonte del bosque, descendiente del producto de un laboratorio de bioingeniería. Hacía mil obaños, y utilizando las células de un mastodonte fósil como molde, los ingenieros habían desarrollado seiscientos de ellos y los habían soltado en algunas de las reservas forestales. Éste era uno de ellos, y pronto se le unieron una docena más, que se quedaron contemplando a los dos humanos.

    —No te asustes —dijo Dong—. No atacarán a menos que se sientan amenazados. Simplemente quédate quieto.

    Habló en voz tan baja que Duncan apenas pudo oírla. Crossant dijo algo por una comisura de su boca, demasiado bajo también para que Duncan lo entendiera.

    Ahora se estaba abriendo camino de vuelta hacia el roble. Los mastodontes podían haberle visto, o simplemente podían ser recelosos de los seres humanos. Fuera cual fuese la causa, su líder trompeteó estridentemente, se dio la vuelta y se alejó, aplastando la vegetación, hacia el sur. Los otros, trompeteando también, trotaron tras él. Aprovechando el ruido, Duncan corrió por entre la vegetación. Cuando la última de las peludas bestias grises hubo desaparecido, estaba de pie detrás del roble. En su mano izquierda sujetaba una rama, un grueso trozo de madera muerta.

    —Salgamos inmediatamente de aquí —dijo Crossant—. Algunos de ellos pueden llevar monitores implantados.
    —¿Y qué? —exclamó Dong—. Deseamos que nos encuentren, ¿no?
    —Bueno, ahora no estoy tan seguro —dijo el hombre—. Va a ser bastante duro por un tiempo. Y estaba pensando que quizá decidan que no podemos ser rehabilitados. ¿Te gustaría terminar en el almacén?
    —¡Cobarde! ¡Sesos de mosquito! —chilló Dong—. Oh, ¿por qué no me uniría a un auténtico hombre?
    —Sí, y tú eres una auténtica mujer. Déjame decirte, zorra... Duncan rodeó rápidamente el árbol y golpeó a Crossant, que estaba inclinado para recoger su mochila, en la cabeza. Dong se había vuelto hacia otro lado, al parecer disgustada con Crossant. Tenía una mano cerrada en un puño; la otra sujetaba la pistola. Giró ante el sonido del golpe y el gruñido de Crossant. Palideció, con los ojos muy abiertos, y ese segundo de vacilación fue suficiente para que Duncan golpeara fuertemente su muñeca con el palo. La pistola cayó y ella echó a correr, con el brazo colgando, por entre los árboles. Duncan echó a correr tras ella, luego se detuvo. No estaba en condiciones para una corta caza, y menos para una larga. Recogió el arma de la mujer, la ajustó a un radio extremadamente largo haciendo girar un dial justo delante del gatillo, aguardó hasta que Dong apareció por entre dos árboles, y pulsó el disparador. El arma escupió un rayo violeta. Alcanzó la parte de atrás del muslo derecho de la mujer, y ésta se derrumbó. A aquella distancia, probablemente la carga no había penetrado profundamente. Se puso en pie y cojeó sobre una pierna, pero se detuvo cuando él disparó de nuevo. Este segundo disparo alcanzó el lugar donde había apuntado, y quemó un buen trozo de corteza de un tronco de árbol cerca de ella. Duncan gritó, y ella se detuvo, se volvió, con el rostro blanco y contorsionado, y se sentó en el suelo.

    Crossant gruñó y empezó a ponerse en pie. Duncan le golpeó de nuevo en la cabeza, aunque no tan fuerte como la primera vez. Después de guardarse la pistola protónica y el cuchillo de Crossant en el cinturón, se dirigió hacia Dong. La mujer permanecía sentada allí, en silencio, con los rasgos crispados por el odio y el dolor. Duncan arrojó ante ella el palo que había utilizado.

    —Úsalo como bastón.

    Cuando volvieron al árbol, Crossant estaba recobrando el conocimiento. Su piel, pálida ya de por sí, se puso más blanca aún cuando se dio cuenta de lo que había ocurrido.

    —De vuelta de entre los muertos —dijo alegremente Duncan. Tomó una de las mochilas, cogió algo de pan, queso, una lata de sopa autocalentable y una cuchara. Mientras comía, con una mano cerca de la pistola, no dijo nada. Crossant rompió el silencio diciendo que Mika le había convencido de hacer algo que él nunca había deseado hacer. Duncan le dijo que se callara. Tras terminar la comida y devolver la cuchara y la lata vacía a la mochila, dijo:
    —Ahora volveremos.

    Hizo un gesto con la pistola.

    —Vosotros dos primero. No intentéis nada. Dispararé contra los dos si uno hace aunque sólo sea un falso movimiento. O un auténtico movimiento.
    —Nos matarán —dijo Crossant.
    —No cuando hay un petrificador a mano —dijo Duncan, sonriendo salvajemente—. He oído lo suficiente como para saber que Locks no cree en matar excepto como último recurso. Terminaréis alineados con los demás en el almacén. ¿Quién sabe? Puede que tengáis suerte. Quizá alguien os encuentre, dentro de trescientos años, y os despetrifique.
    —Eso es lo mismo que matarnos —dijo Crossant, y gruñó.
    —Elige.

    Llorando y suplicando, los dos cargaron con sus mochilas. Duncan le tendió al hombre una linterna y le dijo que abriera camino al interior del agujero.

    —Yo os seguiré con mi linterna —dijo Duncan—. Recordadlo, dispararé contra los dos si cualquiera intenta alguna cosa. Ahora adelante. Abajo.

    Crossant se secó la nariz con la manga y se volvió para trepar a la entrada. Entonces, tanto él como Dong gritaron. Duncan se sintió desconcertado por un segundo, luego vio el barbudo rostro del padre Cob aparecer por el agujero, con el aspecto de un oso recién despertado de la hibernación.

    —¡Jo, jo, jo! —retumbó el padre—. Por San Nicolás, ¿qué cositas tenemos aquí?

    Salió pesadamente. Seguía vestido con sus ropas de monje, pero llevaba una pistola protónica con un cañón de cincuenta centímetros de largo y una enorme cámara de carga.

    —Pensé que podíais haber tomado esta ruta —le dijo a Crossant. Y a Duncan—: Tienes el aspecto de haber sido perseguido a través de los diez infiernos de Ti-yu. ¿Qué ocurrió?

    Duncan se lo contó. El padre dijo:

    —Eres un hombre afortunado, William. Espero que tu buena suerte se contagie a todos nosotros. Excepto a estos gusanos que sin embargo, por desgracia, son humanos, y deben ser tratados como tales.
    —¿Qué quieres decir? —preguntó Duncan.
    —Quiero decir que no serán fusilados. Tendrán la oportunidad de ser rescatados algún día.

    Les tomó cuarenta y cinco minutos alcanzar la cámara al fondo del pozo. Duncan se sorprendió al ver que estaba vacía.

    —Excepto los que te buscan, todos volvieron ahí arriba —dijo el padre—. El último cargamento ya ha sido almacenado y la aeronave se ha ido. Todo está despejado. Por el momento, al menos.

    Transcurrieron dos horas antes de que pudiera notificarse a los grupos de búsqueda que los que faltaban habían sido hallados y todos volvieran. Hubo otro retraso cuando Crossant y Dong insistieron en que Duncan estaba mintiendo. La verdad, dijeron, era que Duncan había intentado desertar y que ellos lo habían perseguido. Él había conseguido sorprenderles y dominarles. Lo único que consiguieron con ello fue ganar algo de tiempo. Locks dijo que usaría la bruma en los tres. Crossant admitió entonces que la historia de Duncan no era ninguna mentira.

    —Eres patético —dijo Locks. Hizo una seña a los hombres encargados de hacer cumplir la sentencia. Sujetaron a los dos y los metieron, chillando y pataleando, en sendos cilindros. Duncan se alegró de que los niños hubieran sido llevados a otro lado. Incluso él, la víctima, se sentía enfermo ante lo que había que hacer.

    Fueron cerradas las puertas, y el padre pulsó dos botones en el panel de una consola. Un segundo más tarde fueron abiertas las puertas. Crossant y Dong, más duros que la piedra ahora, cayeron hacia delante, con los puños alzados ante ellos, congelados en el acto de golpear contra las ventanillas de las puertas. Fueron arrastrados hasta el pozo y empujados por el borde. Cuatro hombres bajaron para arrastrarlos al interior del túnel.

    —Podríamos haberlos puesto con éstos —dijo Locks, haciendo un gesto con la mano para indicar las silenciosas hileras—. Pero no mantendrían el equilibrio. Caerían hacia delante. Además, ¿quién sabe? El gobierno podría decidir enviar auditores. A veces lo hacen. No queremos que encuentren a esos dos. Sabrían que este lugar ha sido usado para propósitos distintos a los oficiales. Y eso podría conducirles a mirar por ahí hasta descubrir la trampilla.

    Más tarde, cuando pudo hablarle a Duncan sin nadie a su alrededor, le dijo:

    —Mañana te diré algo de lo que vamos a hacer contigo. Siempre, por supuesto, que tú quieras hacerlo.
    —Estoy dispuesto a cualquier cosa.
    —¡Bien! Pero no es algo que podamos preparar de la noche a la

    Cuando llegó la hora de irse a dormir y la banda bajó a la cámara, T rks estaba ausente. Duncan pensó que debía estar en la sala del banco de datos, completando la operación que había sido interrumpida por la aparición del dirigible.

    Durmió mucho y, por su rigidez al despertar, profundamente. Recordó un terrible sueño en el que Mika Dong y Mel Crossant, trincados, avanzando como sobre ruedas, surgían de la niebla y le apuntaban con dedos acusadores. Sus ojos brillaban como iluminados por un fuego interior. Se levantó, gruñendo, aunque su dolor de cabeza casi había desaparecido, y se maldijo a sí mismo por la pesadilla. Racionalmente, no debería sentir ningún remordimiento de conciencia. Pero él, como todos los ciudadanos, había sido condicionado desde la infancia a odiar la violencia. Lo cual no impedía al gobierno, se recordó a sí mismo, usar la violencia en su trato con los criminales. Y él, según lo que había dicho la psiquista, había sido en una ocasión un orgánico que había matado a varias personas.

    Sintiéndose mucho mejor después del ejercicio y el desayuno, fue con Locks y Cabtab a la oficina del banco de datos. El Decididor conectó los ordenadores e indicó una pantalla mural. Ésta mostró tres fotos de Duncan, de frente y de ambos perfiles. Debajo de las fotos estaban los datos biográficos.

    —Quiero que estudies atentamente esto antes de ser impreso como una tarjeta de identificación —dijo Locks—. Si hay algo a lo que pongas objeción, o si ves alguna discrepancia, cualquier cosa que pueda causarte problemas, lo cambiaremos antes de imprimirlo.

    Diez minutos más tarde, la máquina extrajo la lengua de una tarjeta cerámica.

    —Parece válida —dijo Duncan.
    —Lo es. Los datos para validarla están en el banco. Pero si alguien sospecha algo y empieza a rastrearlos, te verás en problemas. Sin embargo, tomará su tiempo invalidarla.
    —Así que ahora soy David Ember Grim.
    —Sí. Un ciudadano del estado de Manhattan y un especialista en ordenadores de segundo grado, cedido temporalmente al complejo agrícola de Newark, Nueva Jersey. Tu solicitud para emigrar a Los Angeles ha sido aceptada. Los martes de Los Ángeles están recibiendo en estos momentos inmigrantes de varios tipos étnico-nacionales de estados seleccionados de Norteamérica e India. Ésos reemplazarán a los cincuenta mil que son enviados a China. Tú estarás en el vigésimo grupo que irá de Manhattan. Es elección tuya si deseas ir expres, es decir, petrificado, o viajar en un tren de pasajeros. Es más lento, pero podrás ver el paisaje.
    —Como pasajero, por supuesto —dijo Duncan—. Nunca he salido de Manhattan. Es decir, hasta recientemente.
    —Tendrás todos los documentos para ello mañana. Mi hombre en..., no importa..., necesita un poco más de tiempo para arreglar eso. Tienes dos semanas para memorizar los detalles. Mientras tanto, tenemos varios miembros trabajando en el misterio de por qué eres tan buscado. Es un trabajo muy lento, delicado y peligroso. Si los de los bancos de datos piensan que es demasiado arriesgado, abandonarán la búsqueda. Conseguir códigos de acceso no es en absoluto fácil, y normalmente se hace a través de la corrupción de los codificadores. Es más fácil y más seguro que intentar forzarlos. Es decir, relativamente fácil. Todo es peligroso. De hecho, no nos atreveríamos a meternos si no estuviéramos convencidos de tu importancia. Algo hace que el gobierno se muestre frenético por encontrarte. Irónico, ¿no?, que tú no recuerdes nada de eso.

    Duncan asintió y dijo:

    —¿Dos semanas? ¿Obsemanas?
    —Obsemanas. Catorce días en secuencia normal a partir de ahora.
    —Mientras tanto, los orgánicos siguen frenéticos. Uno de esos días pensarán en mirar aquí, no importa lo ridículo que pueda parecerles que pueda haber algunos fuera de la ley ocultos en este sitio.
    —Es una posibilidad que estamos considerando. Pero debemos permanecer aquí hasta que la caza se apacigüe.
    —No lo hará.

    Duncan pensó en lo que ocurriría si Locks era capturado después de que él, David Ember Grim, se hubiera marchado. Locks sería sometido a la bruma de la verdad, lo revelaría todo, y los orgánicos partirían en pos el ciudadano Grim.

    Locks se levantó de su silla.

    —Vamos a dar un nuevo paseo a la sección nueva. Siempre me gusta echarle un vistazo a los últimos envíos. Puede haber algún candidato ahí, un recluta. Hasta ahora no he encontrado ninguno con quien me atreviera a correr el riesgo, pero nuevos rostros, nuevas esperanzas.

    Por el camino, Duncan dijo:

    —¿Qué sabes de las instalaciones en ese pueblo que vi ayer desde la ventana?
    —¿La estación NJ3?
    —No me dijiste cuál era su nombre. ¿Hay algún biolab allí?

    Los tres estaban subiendo en un ascensor. Locks miró a Duncan con ojos entrecerrados.

    —Sí, lo hay. Uno más bien grande. ¿Por qué?
    —¿Conoces su disposición? ¿Lo habéis explorado alguna vez?
    —Tienes algo en mente, ¿no? ¿Algo te hurga el cerebro?
    —Quizá.
    —No, no nos hemos acercado nunca. ¿Por qué?
    —¿Puedes conseguir sus planos a través del banco de datos? ¿Sin llamar la atención de ningún monitor?

    El ascensor se detuvo, y salieron. Estaban en una estancia aún más grande que la cámara en la que vivían. Ésta, sin embargo, tenía hilera sobre hilera de cubos abiertos que se alzaban hasta el cielo, que estaba al menos a treinta metros de altura. Había pozos de ascensor entre las hileras verticales de cubos, y cada uno estaba ocupado por unos cincuenta petrificados.

    —Sí, puede hacerse. Y se hará, si lo que se consiga a cambio vale el riesgo.
    —Si podemos conseguir un plano detallado del edificio y si se puede entrar en él, ¿lo harás? ¿Contando, por supuesto, que los resultados sean ampliamente superiores al peligro?

    Locks agitó una comisura de su boca.

    —¿Bien...?
    —Se necesitan unos sesenta segundos para sondear completamente un cuerpo humano y almacenar los datos. Los datos pueden ser utilizados para duplicar el cuerpo. Bajo condiciones especiales, crecimiento forzado, etcétera, puede desarrollarse un duplicado en una semana. Los biólogos nunca han tenido éxito en conseguir un duplicado que viva más de uno o dos días. Siempre hay ligeros fallos en la duplicación debido a que el sondeo nunca es perfecto. Esos muchos pequeños fallos dan como resultado un cuerpo muerto o uno que morirá pronto. Superficialmente, en su piel podríamos decir, tiene un aspecto

    idéntico al original. Pero sólo es útil para experimentos científicos. La realidad...

    —¡Por Dios! —exclamó Locks—. ¡Ya veo dónde quieres ir a parar, creo! Quieres que nosotros... —Apoyó una mano en el hombro de Duncan y se echó a reír. Entre explosiones, dijo—: ...hagamos un duplicado de ti y luego lo pongamos en alguna parte..., ¡oh, sí!
    —Donde los ganics puedan encontrarlo y pensar que estoy muerto. Tendrá que estar algo descompuesto, no lo suficiente como para que las huellas dactilares o retinianas se pierdan. Cuando lo descubran, ellos...
    —Es una gran idea, una idea salvaje, debería decir. Será espléndido... Sólo que..., ¿cómo demonios lo vamos a conseguir? ¿Cómo vamos a entrar en el laboratorio y, si lo hacemos, cómo vamos a arreglárnoslas para que la gente de allá ignore el cuerpo que está creciendo en el tanque?
    —Déjame pensar en ello.
    —Estás hablando en serio, ¿verdad? —quiso saber Locks.
    —No hasta que haya imaginado un plan realizable.
    —Rezaré por ello —retumbó el padre Cob tras ellos.

    Por entonces habían llegado a la zona donde había sido depositado el último cargamento. Cincuenta petrificados permanecían de pie en el nivel inferior de una cámara, treinta hombres y veinte mujeres. Locks se tomó su tiempo examinando los rostros y leyendo las placas colgadas de cadenas en torno a sus cuellos. Duncan caminó lentamente junto a ellos, preguntándose qué los había llevado a aquel estado y lugar. No se molestó en leer las placas. Y luego, de pronto, se detuvo ante un cuerpo. La mujer era baja, metro setenta, cuerpo esbelto, con pequeños y perfectos pechos. Su corto pelo negro era suave y brillante, parecido al pelo de foca, y sus abiertos ojos, grandes y castaños, también recordaban los de una foca. Tenía un rostro de huesos delicados, pómulos altos, triangular.

    Duncan se inclinó para ver la inscripción en la placa cerámica:

    PANTHEA PAO SNICK.


    Las líneas de abajo estaban en un código que parecía familiar pero que no pudo comprender. Temblaron como olas de calor en el límite de su mente, rielando, casi a punto de tomar forma en mensajes definidos. Y el rostro. También significaba algo para él. Pero, ¿qué?

    —Ven aquí un momento —llamó a Locks—. Léeme esto.
    —¿La conoces? —preguntó Locks.
    —En absoluto, pero tengo la impresión de que debería.

    Locks frunció el ceño.

    —Puedo leer el número de identificación. El resto..., está en un código que no había visto nunca antes.
    —¿No es eso peculiar?
    —Malditamente peculiar. Hay algo especial en ella.

    Locks retiró la placa.

    —Llevémosla al ordenador. Quizá podamos descubrir de qué se trata.

    Pero, después de alimentar el código a la máquina, la pantalla mostró: ACC DEN.

    —Acceso denegado —dijo Locks, y desconectó la máquina—. Espero que eso no haya sido informado. Si sienten curiosidad acerca de una petición solicitada en un lugar no autorizado...

    Locks pidió a Cabtab y a Duncan que salieran.

    —Confío en vosotros, pero lo que no sepáis no podréis decírselo a los ganics.

    Diez minutos más tarde, Locks los llamó de vuelta a la oficina. Sonreía.

    —Hice una pregunta a través de cierto canal, y mi contacto me proporcionó algunos datos. Snick era una detective orgánica, con rango de mayor, una ciudadana del domingo, pero con un visado temporal para operar en otros días. Una «temporal» temporal. Eso es todo lo que mi informante pudo descubrir sobre ella, aparte los biodatos habituales. No pudo averiguar en qué caso estaba trabajando. Pero, y esto es significativo, simplemente desapareció del banco de datos. No hay nada sobre ella. Mi informador no prosiguió la búsqueda. Es muy cuidadoso; no quería alertar a los monitores; temía llevar su investigación demasiado lejos.
    —¿Por qué no la despetrificamos y se lo preguntamos a ella? —dijo Duncan—. Eso sería lo más lógico.
    —No veo que ella sea tan importante como para eso —dijo Locks.
    —Pero, ¿cómo vamos a descubrirlo, a menos que la interroguemos?
    —Pensaré sobre ello.

    Duncan decidió que, si Locks no lo hacía, lo haría él.


    9


    El jueves, las condiciones climáticas a las 11:00 P.M. eran exactamente las que la banda había estado esperando. Tras ver las predicciones en la televisión de la oficina del almacén, Locks supo que no se presentaría una situación mejor durante al menos dos semanas. Él y otros seis, Duncan entre ellos, se reunieron bajo los árboles cerca del borde de la carretera. El cielo estaba oscuro excepto allá donde se veía cebrado por los rayos, y la lluvia caía intensamente. Desde detrás de los árboles, los fuera de la ley podían ver las pálidas luces veladas por el agua del pueblo, a un par de kilómetros al norte. No eran visibles los faros de ningún vehículo. Los habitantes estaban dentro, durmiendo hasta que llegara la medianoche, en cuyo momento volverían a levantarse para entrar en los petrificadores o hacer lo que desearan hacer antes de terminar sus actividades.

    Locks señaló con un dedo hacia las luces y condujo a los demás por entre el fuerte viento y la recia lluvia. Envueltos en impermeables y con las cabezas cubiertas por sombreros contra la lluvia tomados del almacén, avanzaron todos con las cabezas bajas detrás de Locks. Cortaron a través de un prado, giraron a la izquierda cuando alcanzaron la carretera, cuatro carriles con muy poco tráfico incluso durante el día, y la abandonaron tras medio kilómetro. Eludieron un bosquecillo de hayas y se acercaron al edificio de piedra de dos plantas del biolaboratorio. Los paneles solares encima del edificio octogonal formaban como un sombrero lleno de ángulos.

    Locks había obtenido toda la información al respecto a través de su informador vía ordenador. El edificio por encima del suelo constituía la residencia de los científicos y técnicos. Las instalaciones se hallaban por debajo de la superficie. No había instalaciones de seguridad porque no eran necesarias, o eso habían supuesto los oficiales. En aquella sociedad relativamente libre de crímenes y con el aislamiento y la pequeña población, ¿para qué cerrar las puertas? ¿Qué había para robar? ¿Por qué se atrevería alguien a intentarlo cuando había tantos guardabosques y al menos una docena de orgánicos cerca? Pese a todo, Sinn sondeó la zona de la entrada. Miró a través de la puerta, la abrió, entró, y desapareció durante casi un minuto. Cuando volvió a salir dijo:

    —Parece que la costa está despejada.

    Si los datos que había recibido Locks eran correctos, el personal del jueves estaría en la cama reanudando su interrumpido sueño. A las 8:00 A.M. bajarían para iniciar su trabajo. Era posible, sin embargo, que algunas personas hubieran bajado para ponerse a trabajar inmediatamente después de abandonar los petrificadores en vez de irse a dormir. Uno o más de ellos podían tener entre manos un experimento que les absorbiera lo suficiente como para ser incapaces de permanecer lejos de él.

    Los siete hombres recorrieron el silencioso vestíbulo hasta el arranque de las escaleras y bajaron por ellas. Las luces se fueron encendiendo automáticamente a medida que avanzaban. Cuando entraron en la primera habitación, brillaron con dura luminosidad. Bedeutung fue situado justo al lado de la puerta, por la parte de dentro, con una pistola protónica en la mano. Locks envió a Sinn por delante para vigilar la otra escalera de entrada a aquella zona.

    Tras cruzar la amplia habitación llena de un equipo extraño para todos aquellos legos, llegaron a otra dos veces más grande. Locks, con un mapa trazado a lápiz en una mano, los condujo junto a las igualmente no familiares y a menudo exóticas máquinas y tanques en los que animales en diversos estadios de desarrollo fetal flotaban en un líquido claro. Se detuvieron en una esquina ocupada por un gran tanque lleno sólo con el líquido. Cerca de él había una amplia caja parecida a un ataúd con una tapa transparente.

    —Eso es —le dijo Locks a Duncan—. Quítate las ropas y métete dentro.

    Duncan se desnudó y se metió en la máquina. Se tendió en una especie de cama transparente y miró hacia arriba. El padre, sonriendo y murmurando los últimos ritos en latín, cerró la tapa. Duncan no pudo oír nada después de eso. Permaneció tendido inmóvil, tal como Locks le había indicado el día antes en el almacén. Aunque no podía ver a Locks, sabía que el hombre estaba ahora ajustando los controles del scanner cerca de la caja. Locks estaba estudiando el papel donde había anotado las instrucciones de operación que le había facilitado su informador.

    Bruscamente, dos máquinas, una a cada extremo dentro de la tapa, empezaron a moverse sobre pequeñas ruedas la una hacia la otra. Se encontraron sin el menor sonido en medio de la tapa y retrocedieron la una de la otra. Cuando alcanzaron los extremos de la tapa, rodaron de nuevo una hacia la otra. Debajo de él, dos máquinas similares estaban haciendo lo mismo. Después de que los scanners superiores se hubieran encontrado encima de él treinta y cinco veces, Locks dio unos golpecitos en la tapa. Hizo un movimiento de giro con la mano, y Duncan se puso de lado. Unos pocos minutos más tarde hizo lo mismo hacia el otro lado. Finalmente, Locks abrió la tapa.

    —Ya está. Puedes salir y vestirte.

    Mientras se ponía sus ropas, Duncan preguntó:

    —¿Ha salido bien?
    —Ha salido bien —dijo Locks—, Cada molécula de tu cuerpo, en su correcta relación con cada otra molécula de tu cuerpo, ha sido registrada. El proceso de desarrollo se ha iniciado ya.

    Señaló hacia el tanque en la esquina. Ahora había algo diminuto e impreciso suspendido en medio del líquido. Dentro de una hora, sería mucho más grande y con una forma definida.

    —Jueves creerá que es un proyecto del miércoles —dijo Locks— . Examinarán los datos relativos a él y hallarán una orden del miércoles y una descripción oficialmente registrada del proyecto. El miércoles, a su vez, recibirá una orden que parecerá haber sido originada el jueves. Los demás días comprobarán la orden y descubrirán que se trata de una orden del jueves. Sólo el jueves creerá que pertenece al miércoles.

    Todo aquello podía irse al diablo si a alguien se le ocurría comprobar la validez de la orden. Pero, ¿por qué debería hacerlo? Las órdenes se hallaban redactadas en sus formularios correspondientes y no eran más que otra secuencia dentro de los acontecimientos interdiarios. O eso parecía.

    —Vámonos —dijo Locks—. Cuanto antes salgamos de aquí, mejor.

    Duncan se rezagó unos pocos segundos. Aquella cosa en el tanque lleno de líquido se convertiría en su casi duplicado en siete días. En algún momento a finales del miércoles, parecería a simple vista exactamente igual que él. Si fuera sondeado entonces, el scanner registraría pequeñas diferencias, la suma de todas las cuales constituiría una gran diferencia. Grande sólo en el sentido de que el duplicado no podría vivir mucho tiempo debido a los muchos fallos. Pero algún día, o eso afirmaban los científicos, esos fallos serían eliminados, y el resultado de ello sería duplicados de adultos que podrían vivir largo tiempo. Eso plantearía problemas éticos y filosóficos cuya resolución era cosa del futuro..., si llegaba a producirse.

    El padre Cob sonreía como un niño que acaba de meter la mano en la lata de las galletas. Dijo:

    —Esto eleva mi moral. Ahora no somos conejos. Somos ratas. ¡Jo, jo, jo, jo! Es toda una promoción, ¿no? Ratas, no conejos. Un paso hacia arriba en la evolución de la banda. Pero me gusta más ser una rata. ¡Es más divertido!
    —Quizás algún día seamos lobos —dijo Duncan.
    —Los lobos, como todo lo demás, sólo existen porque el gobierno permite que existan —dijo el padre. Tenía el ceño fruncido; su alegría se había evaporado.
    —Lo que hemos hecho esta noche podemos hacerlo mañana a una mayor escala —dijo Duncan.

    Cabtab sonrió de nuevo.

    —¡O morir como hombres, no como conejos o ratas!

    Duncan no respondió. Le parecía que era mucho más importante vivir como un hombre. Cómo murieras no significaba mucho, a menos que beneficiara a los vivos.

    Regresaron al almacén, colgaron sus impermeables y se reunieron con el grupo en el edificio más antiguo. A Duncan le hubiera gustado compartir sus experiencias con aquellos que se habían quedado atrás. Hubieran disfrutado con ellas y hubieran deseado celebrarlas. Pero Locks había insistido en que cuanto menos supieran al respecto mejor. A los demás se les había dicho que los siete habían permanecido en la oficina central de ordenadores durante toda su ausencia. Locks les había indicado que simplemente estaba acumulando datos. Si alguno de los otros se preguntaron por qué tenía que haber tanta gente con Locks, nadie dijo nada.

    El Decididor, sin embargo, no había mentido enteramente. Antes de que el grupo se aventurara fuera, Locks había reunido tanta información como le había sido posible de su informador respecto a la búsqueda de Duncan. Las noticias eran inquietantes. El cerco se estaba cerrando, y muchos refugiados fuera de la ley habían sido descubiertos.

    —El centro de ese cerco es el almacén —le dijo a Duncan—. Más pronto o más tarde, probablemente más pronto, los orgánicos supondrán que hemos tenido la desfachatez de ocultarnos aquí. Entonces…
    —¿Cuan pronto?
    —No lo sé. Pero supongo que será mejor que intentemos escabullirnos por la superficie. Si logramos deslizamos a través del cerco...
    —Si pueden encontrarme —dijo Duncan—, quiero decir ese cuerpo entonces probablemente abandonarán la búsqueda. Vosotros no sois su prioridad. Pero, ¿tenéis el tiempo suficiente para esperar?

    Locks se mordió los labios e hizo girar los ojos.

    —No lo creo. Bajo otras circunstancias, los hubiera llevado al exterior de noche e intentado salir fuera de la zona de búsqueda antes de que amaneciera. Podemos recorrer quince kilómetros a pie incluso con los niños. Pero si cualquiera de nosotros es atrapado..., bueno, todos te han visto. Y no sé dónde podemos ocultarte. Si fueras con nosotros, no podrías coger el tren para Los Angeles. Es muy importante, aunque no vital, que lo hagas. Tampoco podemos entregarles tu duplicado, así que no pueden interrumpir la búsqueda.

    Locks sonrió apenado.

    —El Decididor apesta a indecisión.
    —Podemos tener nuestro pastel y comérnoslo también —dijo Duncan—. Si quieres correr el riesgo..., aunque todo lo que hagamos es arriesgado.

    Le contó a Locks el plan que se había ido formando en su mente como cristales que iban precipitando mientras Locks hablaba. Discutieron en voz baja durante un rato, no demasiado porque Locks estaba en contra de elaborar demasiado los problemas. Luego Locks, satisfecho de que la idea de Duncan tenía más posibilidades de éxito que las demás, reunió a la banda a su alrededor. Explicó lo que deseaba que hicieran. Hubo más discusiones y más protestas fuertes. Finalmente, al cabo de hora y media de debate, hizo lo que raras veces hacía. Lo sometió a votación, y la mayoría se mostró a favor del plan de Duncan, aunque muchos se mostraron no demasiado entusiastas.

    —Muy bien —dijo Locks—. No aguardaremos hasta que los orgánicos estén muy cerca. Lo haremos ahora. Nos tomaremos nuestro tiempo, limpiaremos el lugar y haremos todo lo que sea necesario.

    Aquello inquietó a algunos de la banda, y hubo más protestas. Enfrentados a una actuación inmediata, la realización de su impotencia mientras los planes iban siendo desarrollados les golpeó fuertemente. Podían hacer lo que Locks deseaba, pero seguro que no ahora. Era mejor esperar un poco.

    —¡No! —dijo Locks con voz fuerte—. ¡Maldita sea, no! Puede que no tengamos el tiempo de hacer que parezcáis como los demás. Tenemos que hacer que parezcamos tan polvorientos como ellos y poner polvo en el suelo también. Todo eso requerirá tiempo y cuidado. No podemos predecir exactamente cuándo llegarán los orgánicos a este lugar. Puede ser mañana. Pueden tener la brillante idea de que hemos venido aquí, y saltar de repente, enviar una unidad a este lugar.

    Aunque algunos siguieron gruñendo, todos obedecieron. Duncan fue con un grupo a sacar a Dong y Crossant de la cueva y subirlos por el pozo al almacén. Luego tuvieron que llevar a cabo la desagradable tarea de despetrificarlos. Fueron reducidos inmediatamente a la inconsciencia con unos cuantos chorros de bruma de la verdad y llevados a la última sección del almacén. Usaron los robots con ruedas de la zona de descarga para transportar sus cuerpos. Dong y Crossant fueron colocados en soportes que los mantuvieran rectos cuando fueran petrificados de nuevo. Los soportes fueron deslizados a un petrificador horizontal, y fue aplicada la energía. Los cuerpos fueron retirados por los brazos rematados en pinzas de los robots y llevados de vuelta al viejo almacén.

    Mientras tanto, la mitad de la banda, elegida a suerte, fue petrificada por la otra mitad. Luego los robots colocaron los rígidos y fríos cuerpos en huecos en las hileras. Evidentemente, en varias ocasiones en el pasado, algunos cuerpos petrificados habían sido retirados, aunque ignoraban por qué razón. Sinn y Bedeutung regresaron de las habitaciones iónicas tras uno de los extremos del almacén con sacos de polvo rascado de los colectores. Procedieron al delicado trabajo de echar por encima de los recién petrificados sólo el polvo suficiente para igualarlos con los demás.

    —Maldita sea, esto es complicado —dijo Locks—. Odio los planes complicados. Un paso va mal, y toda la estructura se desmorona. Lo sencillo es mucho mejor.
    —De acuerdo —dijo Duncan—. Pero lo sencillo está fuera de cuestión aquí.

    El padre Cob y la hermosa Fiona regresaron de la zona nueva del almacén con las placas de identificación que habían hecho allí. Las colgaron alrededor de los cuellos de los cuerpos, y Sinn y Bedeutung soplaron polvo sobre las placas.

    —Si los orgánicos son realmente concienzudos —dijo el padre—, si comprueban todas las placas con los registros, el fraude quedará al descubierto. Estaremos hundidos.
    —No harán eso —dijo Duncan—, Estarán buscando seres vivos. Sabrán que hemos estado aquí, no podemos impedir eso, pero pensarán que hemos huido.

    En aquel momento Locks y otros dos volvieron de la oficina del banco de datos. El Decididor dijo:

    —He borrado todos los registros de la utilización del ordenador y hemos limpiado en lugar, eliminando todas las huellas.

    Cuando llegó el momento de que Locks fuera petrificado, unió sus manos sobre el pecho e hizo una inclinación de cabeza.

    —Hasta luego, Bill. Nos veremos.
    —Si todo va bien —dijo Duncan. Cerró la puerta del cilindro y pulsó el botón de ENERGÍA de la caja detrás del cilindro. Como único ser vivo en el enorme y silencioso edificio, subió a la plataforma de la parte de atrás del robot y pulsó el botón que inicializaba el programa. Los largos brazos del robot se alzaron mientras rodaba hacia delante. Sus pinzas se cerraron en el inmensamente pesado cuerpo de Locks dentro del cilindro, lo alzaron y lo retiraron. Hizo girar sus ruedas, cargó el cuerpo hasta un hueco en una hilera y lo depositó de pie allí. Duncan tecleó el resto de las instrucciones a la máquina. Tras haber establecido ya la secuencia de tiempo en la caja conectada al cable de energía del cilindro, entró en el petrificador y cerró la puerta. Durante seis segundos miró por la redonda ventanilla. El robot aguardaba. Abriría la puerta, lo extraería, y lo colocaría en el hueco de la fila designada como SSF-1-X22-36. Allí se quedaría, con la falsa tarjeta de identificación colgando de su cuello, hasta que el robot, siguiendo las instrucciones programadas, regresara dentro de seis días. Abriría la puerta del petrificador designado SSSF-413B, luego iría a buscar a Duncan, cargaría con él, lo llevaría hasta el cilindro, lo metería dentro y cerraría la puerta. Eso debería producirse a las 6:30 P.M. del próximo miércoles. A las 7:00 P.M., el control de tiempo de la caja conectaría la energía despetrificadora. Y él saldría y empezaría el trabajo de despetrificar a los otros.

    Después de que la máquina hubiera puesto al Duncan petrificado en el lugar correspondiente, tomaría la caja llena de polvo de la plataforma frente a ella y rociaría polvo sobre Duncan y sobre las huellas que sus ruedas habían marcado en el suelo. Seguiría haciendo esto hasta que entrara en la zona nueva, donde ya no había ningún polvo apreciable. Antes de regresar a su lugar de almacenaje con los otros robots, pondría la caja de polvo en un estante en otra zona de almacenamiento.

    Duncan ni siquiera fue consciente de que la energía había sido conectada y de que había permanecido inconsciente durante seis días. Con los ojos aún abiertos, miró por la ventanilla al robot, a unos pocos pasos de la puerta. Su cuerpo verde y cuadrado con la redonda cabeza de muchos ojos y las agitadas antenas avanzaba ahora hacia él. Tendió el brazo, y la puerta se abrió. Duncan salió, murmurando:

    —O todo va bien, o el robot se ha estropeado. ZY —dijo—, ¿cuál es la fecha y la hora del día?

    Un display digital en la «barriga» del robot parpadeó: MIER D7-S1 M VAR 7 p.

    Miércoles, día siete, semana uno, mes variedad, 7:00 P.M.

    Así pues, o los orgánicos todavía no habían ido allí, en cuyo caso podían entrar en cualquier momento, o habían entrado y salido. Una mirada a las muchas huellas en el suelo le mostró que habían estado allí.

    Ignorando el polvo sobre sí mismo —el robot había puesto demasiado—, comprobó rápidamente que todos los demás de la banda no habían sido molestados. Esperaba que así fuera con todos, puesto que si hubiera sido hallado uno hubieran sido hallados todos, pero tenía que asegurarse. Tras comprobar que todos estaban de pie en sus respectivos lugares, cruzó el almacén y otros dos hasta el más nuevo. Entró cautelosamente en él, porque, por todo lo que sabía, los orgánicos podían estar descargando un nuevo lote de petrificados. Todo estaba tranquilo, sin embargo, y una rápida exploración de las oficinas le indicó que éstas también estaban desocupadas.

    Camino de vuelta al viejo almacén, se detuvo delante de la petrificada llamada Snick. ¿Qué demonios le preocupaba respecto a ella? ¿Qué hacía que su curiosidad se alzara como comida sin digerir en su garganta? La respuesta lógica era que la había conocido, y no ligeramente. La lógica, pues, exigía que la revitalizara y descubriera qué era lo que estaba llamando a alguna puerta en su mente.

    Pero no ahora. Tenía mucho que hacer en muy poco tiempo.


    10


    La encontraron, evidentemente —dijo el padre Cob.

    El, Duncan y Locks estaban de pie junto a la trampilla que se abría al pozo. El agujero cuadrado estaba relleno con una sustancia sólida blancuzca.

    —¿Qué hacemos ahora? —dijo el gigante—. Nuestras provisiones de comida han desaparecido, y lo mismo nuestra ruta de escape.
    —El almacén está lleno de comida —indicó el Decididor—. Pero si se les ocurre hacer una inspección de comprobación, no tenemos ningún lugar donde ocultarnos. De todos modos no importa. Nos marcharemos esta noche.
    —¿Has cambiado de opinión? —preguntó el padre.
    —Sí. No podemos quedarnos encerrados aquí dentro. Esto está acabando con los nervios de todo el mundo.

    Locks envió a cuatro personas a despetrificar la cantidad de comida y suministros médicos necesarios para diez días. Cuando regresaron, explicó lo que tenía en mente para la banda. Algunos pusieron objeciones porque era exponerse a la captura.

    —Por supuesto —dijo Locks—. Pero, ¿cuándo no lo estamos? Tan pronto como los orgánicos encuentren el cuerpo de Duncan, su duplicado quiero decir, volverán a la rutina normal. Mientras tanto, nosotros estaremos escondidos en alguna otra parte, y podremos salir al aire libre, respirar aire fresco, vagar por los bosques, disparar contra los ciervos del estado, disfrutar de la vida día a día tal como Dios lo decretó.
    —Hasta que seamos atrapados —murmuró alguien.
    —Ése es el aliño de la ensalada de la vida —dijo el padre Cob—. El picante del peligro. ¿En qué otro lugar puedes encontrarlo si no aquí?

    Más tarde, mientras Duncan y Locks estaban en la oficina del banco de datos, este último dijo:

    —Creo que se nos está acabando el tiempo. Uno de esos días, uno o más de nosotros va a hartarse de esta forma de vivir. No somos tan felices como todos pretendemos, ¿sabes?, y alguien va a terminar rindiéndose a los ganics. Una vez hecho esto, al resto de nosotros no nos quedará mucho. Lo peor de todo ello es que entonces los ganics lo averiguarán todo respecto a ti. La caza empezará de nuevo.
    —Lo sé —dijo Duncan—. Pero, ¿qué otra cosa podemos hacer?

    Locks había desconectado el ordenador tras recibir las instrucciones finales de su informador. Se levantó de la silla y dijo:

    —El tiempo es casi el que ordenamos. Asegurémonos de que todo está dispuesto y que no dejamos ninguna evidencia de haber estado aquí.

    Dentro de dos horas, los siete que habían efectuado la primera incursión en el biolab efectuarían la segunda. Puesto que tenían un cierto tiempo que perder, Duncan fue al nuevo almacén y se detuvo durante un tiempo delante de Panthea Snick. Aquel rostro agitaba algo dentro de él, un débil placer. Detrás de eso, estaba seguro, había una fuerte sensación. ¿De qué? Fuera lo que fuese, sólo podía determinarlo despertándola. Todavía estaba pensando en esto cuando el grupo abandonó el nuevo almacén. La aguda inminencia de la misión cortó en su mente todos los pensamientos de ella. Caminó con la cabeza gacha en medio de un fuerte viento. Como en la primera incursión, las únicas luces eran las de las ventanas del edificio, siguiendo el mismo camino que la otra vez, los siete entraron en el biolab y estacionaron los mismos guardias delante. Locks borró los datos relativos al desarrollo del Producto HDB-10X-TS-7 y entró las ordenes para su terminación por parte del miércoles. Así, cuando despertaran los jueves, hallarían este dato en el banco de intercambios diurnos. Esto estaba limitado a aquellas transferencias de información que eran extremadamente importantes.

    El miércoles recibiría una orden separada diciendo que el jueves había retirado el duplicado. El peligro era que alguien pudiera investigar y dejar al descubierto las dobles entradas, pero no era probable que esto ocurriera. ¿Quién de un día se preocupaba de lo que había hecho el otro día si parecía legítimo y no interfería con las operaciones del día de uno?

    Cuando Locks terminó con el ordenador, el aún vivo pero inconsciente duplicado había sido retirado del tanque por la grúa que había encima, pasado por una ducha para lavar todo el líquido, secado, vestido y metido en un saco corporal. Este saco había sido traído del almacén, porque la ausencia de un saco corporal de los almacenes del biolab hubiera podido originar una investigación.

    Cuando miró a su propio rostro aún no completamente muerto, Duncan sintió algo remoto, como si tanto él como el casi cadáver no formaran parte de la realidad.

    —Éste no es el rostro que veo en el espejo —murmuró—. No tiene nada que ver conmigo.

    Sin embargo, se sintió aliviado cuando el saco fue cerrado sobre la nariz del duplicado.

    Después de secar el líquido que había caído al suelo, dos hombres transportaron el cuerpo en unas parihuelas que habían sido traídas también del almacén. Duncan fue el primero en cruzar la puerta exterior porque, por alguna razón, se sentía personalmente responsable del duplicado. Era como si estuviera conduciendo su propia alma al infierno. Justo en el momento en que empujaba la puerta, vio a través de la ventana una figura que avanzaba hacia él. Estaba a unos pocos metros de distancia, iluminada por la luz del interior, vaga en la oscuridad y la lluvia. Más allá había unas luces que parpadeaban rojas y naranjas.

    El hombre llevaba un impermeable transparente tan delgado que podía ser doblado y metido fácilmente en un bolsillo de la camisa. Podía ser abierto muy rápidamente tirando de los dos lados para romper el débil campo magnético que lo mantenía cerrado. Eso tomaba sólo un segundo, pero Duncan había abierto la puerta de un golpe y corría ya hacia el exterior mientras el hombre estaba todavía abriéndolo para quitárselo. El orgánico tenía que abrir también el cierre de su pistolera antes de poder sacar su pistola protónica. Estaba haciendo precisamente esto cuando la cabeza de Duncan golpeó violentamente contra su barbilla. Cayeron ambos, Duncan encima. Retrocedió y golpeó al hombre en el cuello con el filo de su mano. El segundo golpe probablemente no hubiera sido necesario; el hombre permanecía fláccido y en silencio.

    Por aquel entonces Locks estaba ya a su lado. Se inclinó y dijo:

    —¿Qué demonios está haciendo aquí?

    Duncan se levantó, sintiendo que la cabeza le dolía ligeramente.

    —Es un orgánico —dijo. Señaló hacia el pequeño aparato aéreo en forma de canoa que flotaba a un palmo del suelo, con las luces parpadeando—. No sé qué está haciendo aquí, pero debe haber vuelto con retraso de una patrulla. Vio las luces aquí y bajó a investigar. Pero no debía sospechar nada anormal, o de otro modo hubiera tenido su arma preparada.

    Los otros habían llegado ya junto a ellos. Los dos hombres dejaron las parihuelas en el suelo. Sinn dijo:

    —¿Qué hacemos ahora? ¡Seguro que esto lo estropea todo!

    El Decididor permaneció de pie azotado por la lluvia, mordiéndose el labio y mirando hacia la oscuridad como si la respuesta caminara hacia él desde la noche.

    Duncan se dejó caer sobre una rodilla y comprobó el pulso del hombre. Cuando se levantó dijo:

    —Todavía está vivo. —Se dirigió a Locks—. Podemos meterlo en un petrificador. No podrá contar su historia hasta el próximo miércoles. Por entonces... No, eso no funcionará. Contará lo que vio, investigarán. Descubrirán lo que hemos hecho.
    —Tenemos que hacer que calle —dijo Sinn—. Permanentemente.
    —¿Matarlo? —murmuró Duncan.
    —O petrificarlo y esconderlo.

    Duncan podía ver los fallos de aquella idea. Negó con la cabeza.

    —No. Tiene que morir —dijo lentamente.

    Hubo un momento de silencio. Duncan fue el primero en hablar.

    —Hay que hacerlo. También tiene que parecer como si me hubiera visto..., a mi duplicado, me refiero, y hubiera ido tras de mí, y en la lucha nos hubiéramos matado el uno al otro. Y esto tiene que ser a varios kilómetros de aquí.
    —Bien —dijo Locks— . Odio hacerlo, pero como dices no tenemos otra elección. Sin embargo, ¿cómo será explicado eso? ¿Qué estaba haciendo tan lejos de aquí? Seguramente ha informado de lo que había estado haciendo y de que se dirigía de vuelta a su base.

    Aquello fue fácil de comprobar verificando la cinta de su equipo de radio. Sinn abrió la cubierta de la carlinga de su aparato, metió medio cuerpo dentro, trasteó con los controles y escuchó la grabación. Era como Locks había dicho. El orgánico, el patrullero de segunda clase Lu, había informado a su CG de que volvía a casa. Sus sondeos nocturnos no habían dado ninguna señal del fugado Duncan. Cuando terminó la grabación, brazos y piernas del orgánico habían sido atadas y su boca amordazada. Duncan dijo:

    —Afortunadamente, no informó de las luces en el biolab. Sinn, pasa de nuevo las coordenadas de donde llamó por última vez. El aparato tiene que ser encontrado cerca de allí.

    Locks, con voz llena de aspereza, preguntó a Duncan qué era lo que tenía en mente. Evidentemente, se sentía trastornado porque Duncan parecía estar tomando el mando. Su incapacidad de ver ninguna forma de salirse de aquel apuro también debía ponerle furioso consigo mismo.

    —Tendré que llevar el aparato hasta esa zona —dijo Duncan—. Cargaré conmigo el duplicado y a Lu. Y tendré que disponer las cosas de modo que parezca como si él, el duplicado, le hubiera atacado. Tendré que matarlos a ambos. —Hizo una pausa—. A menos que alguien se ofrezca voluntario para hacer el trabajo.

    Como había esperado, nadie lo hizo. Al cabo de unos segundos dijo:

    —¿Estás de acuerdo con eso, jefe?
    —Es lo mejor que podemos hacer —admitió Locks—. Por un lado, tenemos suerte. No vamos a tener que llevar el duplicado durante ocho o diez kilómetros en medio de la oscuridad y la lluvia y luego regresar. Te tomará unos pocos minutos recorrer esa distancia. Sugiero que arregles este... asunto cerca de la carretera. Puedes seguirla para el regreso; conoces el camino desde allí. Nosotros volveremos al almacén. Cuantos menos estemos fuera, mejor.

    El padre había guardado silencio hasta entonces. Finalmente dijo:

    —¿No hay ninguna forma en que podamos evitar el asesinato? Es algo que está contra todos mis principios...
    —Cuanto te convertiste en un fuera de la ley, aceptaste matar si tenías que hacerlo —observó Duncan—. Si no lo haces, nos pones a todos en peligro. Sí, es preciso hacerlo.
    —Muy bien —admitió el gigante—. Pero insisto en proporcionarle a Lu los últimos ritos antes de que te lo lleves. Y... al otro también.
    —¡Jesucristo, hombre! —exclamó Locks—. ¡Cada segundo que permanecemos aquí incrementa el peligro! ¡Además, esa cosa no tiene alma!
    —No lo sabes —dijo el padre Cob—. Insisto. Vosotros podéis iros, si lo deseáis. —Abrió la pequeña bolsa negra que llevaba y extrajo de ella un crucifijo y algunos objetos cuyos nombres y usos eran desconocidos para Duncan.

    Duncan comprobó los instrumentos de la carlinga mientras aguardaba a que el padre terminara el ritual. Estaba nervioso, pero no quería perder tiempo discutiendo con Cabtab. Sabía lo testarudo que podía llegar a ser el hombre. Lo que más le irritaba era que el patrullero Lu no era católico ni pertenecía a ninguna religión. Cualquiera que practicara alguna religión era automáticamente eliminado de la posibilidad de pertenecer a las fuerzas de policía o tener algún puesto en el gobierno. No importaba. El padre Cob administraría los ritos al propio Satanás si éste estuviera inconsciente. Y Duncan no hubiera podido adelantarse a Cabtab para dejar de nuevo inconsciente al diablo y evitar así sus protestas.

    Duncan miró el cronómetro del panel. La gente del miércoles se había metido ya en sus cilindros. Dentro de otros diez minutos, los jueves empezarían a agitarse.

    Después de lo que pareció un largo tiempo, el ancho y serio rostro del padre apareció junto a Duncan.

    —Ya está. Ojalá hallen la iluminación cuando lleguen al Gran Allá.

    Duncan no le preguntó dónde estaba aquel Allá. Dijo:

    —Ya nos veremos, padre. Será mejor que salgas a toda prisa de aquí.
    —¡Asegúrate de confesar tu terrible pecado cuando vuelvas! —gritó el padre mientras el aparato se elevaba—. No podré darte la absolución a menos que te arrepientas sinceramente: Pero, ¿quién me absolverá a mí?

    Sus palabras alcanzaron a Duncan débilmente. El aparato se encaminaba ya hacia los bosques.

    —¡Por el amor de Dios! —murmuró Duncan, luego pensó que Cabtab hubiera estado de acuerdo en las palabras de la frase pero no en el sentido que les había dado él.

    Mantuvo el aparato muy cerca de las copas de los árboles pero sin perder de vista la carretera, y voló durante diez kilómetros. Cerca de un lugar desierto, sin ninguna luz de ciudad o casa o vehículo visible, lo hizo descender entre dos grandes árboles. Cuando se hubo posado, salió y arrastró fuera al orgánico. Las luces parpadeantes eran lo bastante brillantes como para que Duncan pudiera ver que los ojos de Lu estaban abiertos. Si estaba asustado, su rostro no lo demostraba. Lo cual iba a hacer las cosas más difíciles para Duncan. No le gustaba matar a un hombre valiente. Ahora que pensaba en ello, no le gustaba matar a nadie, cobarde o valiente. Pero, fuera cual fuese su carácter, o caracteres, antes de que se convirtiera en William St.-George Duncan, ahora era un hombre que haría lo que tuviera que hacer. Dentro de ciertos límites. Nunca mataría a un niño.

    Utilizando la pistola protónica del orgánico, Duncan le disparó una vez en pleno pecho. Lu cayó de costado. Duncan le dio la vuelta y le quitó las ligaduras de tela de manos y pies y la mordaza. Se las metió en el bolsillo, y quemó un lado de la pierna derecha de Lu para simular un disparo errado. Luego subió a la carlinga e hizo avanzar el aparato a través del bosque. Después de un kilómetro de marcha lenta, lo alzó por encima de los árboles y le hizo adquirir velocidad a lo largo de la carretera. A tres kilómetros de donde había dejado el cadáver de Lu, hizo aterrizar el aparato. Después de colocar el fláccido cuerpo del duplicado sobre la hierba del prado, se irguió sobre él y apuntó la pistola protónica a su rodilla izquierda. La bola al extremo del cañón escupió un rayo púrpura; las ropas y la carne estallaron. Pese a la intensa lluvia, olió brevemente el hedor de la carne incinerada.

    Se arrodilló junto al duplicado. Su rostro era sereno. Si sus nervios sentían dolor, su cerebro no.

    Tomó el largo cuchillo de caza del orgánico de su cinturón y hundió la hoja unos cuantos centímetros en su estómago. La herida no sería inmediatamente fatal, pero el duplicado se desangraría pronto. Extrajo el cuchillo y lo arrojó a la carlinga.

    Cuando los orgánicos hallaran el cadáver del duplicado a primera hora de la mañana, o cuando fuera, buscarían por los alrededores al patrullero Lu. No les costaría mucho tiempo hallarlo. Intentarían imaginar lo que había ocurrido. El escenario que Duncan esperaba que imaginaran sería éste: Inmediatamente después de informar de que volvía a casa, Lu habría sido sorprendido por el fugado Duncan. O Lu habría sorprendido a Duncan. En cualquier caso, los dos habrían luchado. Lu le habría disparado a Duncan, pero el fuera de la ley habría conseguido dominarle. Durante la lucha, la pistola protónica de Lu le habría sido arrebatada y arrojada de su mano. Lu, entonces, habría usado su cuchillo para apuñalar a Duncan. Pero Duncan se habría apoderado de la pistola y disparado a Lu. Tras lo cual Duncan habría huido en el aparato del orgánico. Se habría sacado el cuchillo de la herida pero, sintiéndose mal, habría hecho aterrizar el aparato. Antes de poder alejarse más que unos pasos de él, se habría derrumbado y muerto.

    Si los ganics aceptaban eso, la caza terminaría.

    Duncan echó a andar por el prado bajo la lluvia. La hierba no dejaría huellas de pisadas, y el barro de sus zapatos sería lavado. Si ningún vehículo del gobierno aparecía antes de tiempo por allí, no sería observado por nadie. A aquella hora de la mañana, era improbable que hubiera ningún tráfico. Como había esperado, no apareció ningún vehículo. Cuando estaba a un kilómetro del pueblo, se metió en los bosques. Su avance fue más lento allí, pero era necesario para permanecer oculto. Finalmente, antes del amanecer, entró en el nuevo almacén. Locks y Cabtab estaban justo al otro lado de la puerta, aguardándole. Con un tono monótono, Duncan describió lo que había hecho. Locks frunció el ceño cuando le habló de la muerte; Cabtab hizo la señal de la cruz y empezó a canturrear en japonés.

    —Es la guerra —dijo Duncan—. Él era un soldado, y murió.
    —¿Quieres confesarte ahora? —preguntó Cabtab.
    —No seas ridículo —dijo Duncan, y se alejó.


    11


    Si mis sentimientos se dañaran fácilmente, ahora estarían pulsando con un tremendo dolor —dijo Duncan.

    —¿Por qué? —quiso saber Locks.

    El padre respondió por él.

    —Porque, mi querido líder, está siendo eludido por todo el mundo excepto tú y yo y quizá Wilde. Ha matado a un hombre, y no fue en defensa propia. Aunque, si consideras todas las implicaciones y ramificaciones, en cierto sentido, en un fuerte sentido, terminó con el orgánico en defensa no sólo de sí mismo sino de toda la banda. Afirmó muy claramente que podía tener que matar al hombre, de hecho que probablemente lo haría. Sin embargo, ninguno de nosotros le detuvo. Así que todos somos culpables. Pero ellos no lo consideran así. Sólo él es el culpable, el Caín que ha matado a su hermano, aunque...
    —Por eso me evitan. No dicen lo que tienen en sus mentes, no hay ninguna crítica abierta, pero me contemplan como algo parecido a un monstruo —dijo Duncan. Se encogió de hombros.
    —Si un niño hubiera aparecido de pronto ante nosotros de la misma forma que lo hizo el orgánico —indicó el padre Cob—, ¿lo hubieras matado?
    —No —respondió Duncan—. Hubiera sido incapaz de hacerlo.
    —¿Y por qué no? Un niño hubiera podido delatarnos también. Por eso mataste al orgánico, ¿no? Porque no podíamos permitir que revelara que habíamos estado allí. Si le hubieras perdonado la vida al niño, ¿por qué no al adulto?

    Duncan se agitó impaciente en la silla.

    —Afortunadamente, no tuve que enfrentarme a eso. En realidad...
    —En realidad —dijo salvajemente Locks—, Duncan no podía hacer nada excepto lo que hizo. Sacrificó al hombre para salvarnos al resto de nosotros. Tu gente es patética. Repugnante.

    El padre ignoró a Locks. Dijo:

    —¿No te incomoda en absoluto? ¿No sientes remordimientos de conciencia?
    —He tenido algunas pesadillas —admitió Duncan—. Es un precio pequeño que hay que pagar.
    —Dejemos a un lado lo hipotético y lo filosófico —dijo Locks—. Ya tenemos suficientes problemas reales.
    —Lo hipotético, lo filosófico, lo ético, lo fantástico, lo imaginativo, forman parte de la realidad —dijo el padre con voz fuerte, y se palmeó su enorme barriga, como si para él fuera la encarnación de todo lo real—. La suma está hecha de las partes. Lo hipotético, lo filosófico, lo ético...
    —Ciñámonos a lo que estábamos hablando —gruñó Locks—. Quieres ir con Duncan a Los Angeles. Eso requerirá un tremendo cambio de planes. Tengo que comunicarme con el informador, conseguir persuadirle, y si lo consigo, preparar una nueva identificación para ti, obtener pases y visados y todo eso. ¿Estás seguro de que deseas abandonarnos, padre? Hay mucha gente que depende de ti para su confort espiritual.
    —Como te he dicho, jefe, tuve una visión la otra noche. Un ángel se me apareció en medio de un resplandor de luz y me dijo que tenía que irme, que tenía que abandonar este lugar y mi rebaño y seguir adelante. Para sacarme el barro de este desierto de los pies y caminar entre los hombres y mujeres de las grandes ciudades. Mi misión...
    —Lo sé, lo sé —cortó cansadamente Locks—. Te la he oído al menos tres veces. Muy bien. Si consigues el permiso, puedes ir. Pero ya sabes lo que va a decir tu rebaño. Eres la rata que deserta del barco que se está hundiendo.
    —Ellos no tienen por qué quedarse aquí —dijo el padre Cob.

    Locks hizo girar la silla y empezó a trabajar en el ordenador. Duncan se puso en pie.

    —Voy a dar una vuelta.

    Una vez más se detuvo delante de la figura gris de Panthea Snick. ¿Qué iba a hacer con ella? La lógica y las circunstancias requerían que la dejara exactamente tal como la había encontrado. Despetrificarla para aliviar la picazón de la curiosidad que sentía, y volver a petrificarla luego sería algo cruel. Si sufría alguna enfermedad incurable, eso es lo que tendría que hacer, y ella podía pensar que había sido revivida porque su enfermedad era ahora curable. Sin embargo, no presentaba el aspecto de sufrir ninguna enfermedad. Probablemente estaba aquí porque había cometido algún crimen. En cuyo caso podía ser reclutada en la banda.

    Por otra parte, otro miembro representaría más problemas para Locks. Ya tenía suficientes ahora. Duncan dudaba de obtener el permiso para despetrificar a Snick.

    —Tengo que saber qué es lo que me preocupa tanto acerca de ella —murmuró.

    El tengo que venció al no debería.

    Fue a la sección de robots transportadores, activó y programó uno y caminó tras él mientras llevaba la pesada figura a un petrificador y la depositaba dentro. No tomó mucho tiempo cerrar la puerta y aplicar la energía, luego volver a abrir la puerta. La mujer salió del cilindro, con el rostro pálido e interrogativo. Duncan dijo suavemente:

    —No temas nada, Panthea Snick. Estás entre amigos. Era una mentira amable, por supuesto. No había ninguna garantía de que nadie de los otros se mostrara amistoso con respecto a ella. Ni el propio Duncan estaba seguro de que él pudiera llamarse amigo. La expresión desconcertada de ella se desvaneció, y sonrió.
    —¡Jeff Caird!

    Aquél era uno de los nombres que la psiquista le había dicho que formaban parte de su personalidad básica. Su sensación de que conocía a aquella mujer estaba basada en hechos.

    La condujo hasta una mesa, le pidió que se sentara y le tendió un vaso de agua.

    —Soy víctima de una amnesia —dijo—. Quizá tú puedas decirme quién es Jeff Caird y quién eres tú y cómo nos conocimos el uno al otro.

    Snick bebió todo el vaso, luego dijo:

    —Primero dime dónde está este lugar y cómo has conseguido despetrificarme.

    Ahora tenía un completo control sobre sí misma. La expresión de confusión había desaparecido, y su color había vuelto a ella. Su voz era firme y autoritaria.

    Él le dijo dónde estaba situado el almacén, pero añadió:

    —Insisto en que respondas primero a mis preguntas. Lo que ella deseaba discutir con él resultaba evidente.

    Sin embargo, debió de decidir que, por el momento, él era quien mandaba. Le dirigió una aleteante sonrisa y se sumergió en un largo relato, que él no interrumpió. Cuando terminó, Duncan guardó silencio por unos momentos. Luego dijo:

    —Así pues, eres una orgánica. Una ex, quiero decir. Y estás aquí porque algunos oficiales del gobierno creen que sabes demasiado. Callaron tu boca acusándote de un crimen que no cometiste y abrumándote con pruebas falsas, y te petrificaron.

    Ella se mostró impaciente.

    —Esto es lo que he dicho.

    Jefferson Cervantes Caird había sido un ciudadano del estado de Manhattan, un oficial orgánico, honesto y dedicado, leal al gobierno y un distinguido luchador contra el crimen. Superficialmente. Secretamente, pertenecía a una organización que era altamente fuera de la ley. Tenía sus orígenes en Gilbert Ching Immerman, un biólogo que había descubierto un medio de prolongar la vida mucho más allá de las expectativas normales. En vez de compartir su descubrimiento con toda la humanidad, lo había guardado para sí mismo y para algunos miembros de su familia. A medida que la familia fue creciendo a lo largo de varias generaciones, se convirtió en una organización secreta, los immermans. Más tarde, empezó a aceptar miembros que no eran de la familia, aunque ésos eran relativamente pocos. En el término de doscientos subaños, la familia había conseguido varias posiciones de poder. Cuando nació Caird, tenía miembros en muchos países y algunos en el consejo mundial.

    Cuando Caird se convirtió en un adulto, se convirtió también en un quebrantadías. En vez se meterse en el petrificador al final de cada martes, para despertar de nuevo en la madrugada del martes siguiente, se convirtió en un ciudadano del miércoles con un nombre, una profesión y una identificación distintos. Durante cada día del resto de la semana tenía una nueva identificación y otra profesión. Su adopción de estas personalidades fue tan lograda que se convirtió realmente en cada una de ellas, en su día en particular, reteniendo tan sólo un vago recuerdo de las demás. Para mantener su engaño, tenía que conservar un cierto vínculo con sus otros yoes. Después de todo, para conseguir realizar con efectividad sus deberes de correo en la organización, tenía que saber algo de sus siete personalidades, y de lo que ocurría cada día.

    Pero se había excedido. Había mantenido las «almas» separadas demasiado separadas las unas de las otras.

    Esto había dado como resultado que cada personalidad había intentado conseguir el control completo de las demás y disolverlas.

    La lucha no había empezado hasta poco antes de que Caird fuera atrapado tras una frenética lucha con los orgánicos.

    Antes de esto, un científico immerman llamado Castor se había vuelto loco y había sido encerrado en una institución de rehabilitación en Manhattan. Los immermans, temerosos de que Castor pudiera revelar la existencia de su organización, se aseguraron de que no pudiera hacerlo tras ser internado en la institución. Arreglaron las cosas de modo que sólo los miembros de su propia organización tuvieran contacto directo con él. Pero Castor asesinó a su cuidador, escapó, y luego mató a la esposa del martes de Caird. Castor tenía intención de matar también a Caird, porque Caird había sido el agente que lo había arrestado.

    En su personalidad del miércoles, Caird recibió órdenes de un immerman de encontrar y matar a Castor antes de que los orgánicos no immerman lo atraparan. No podía permitirse que Castor pusiera al descubierto la organización. Reluctante, Caird había obedecido la orden. Mientras tanto, una orgánica del domingo, Panthea Pao Snick, había interrogado a Caird: estaba siguiendo el rastro de miembros de otra organización fuera de la ley, pero Caird pensó que estaba tras sus huellas. Luego descubrió que su propia gente pensaba ahora que era peligroso para ellos, puesto que Snick parecía estar muy cerca de atraparle.

    Como Bob Tingle en el Mundo del Miércoles, Caird mató a Castor mientras el loco intentaba matarle a él. Al menos, eso fue lo que la psiquista le dijo que Caird le había dicho durante una sesión bajo la bruma de la verdad. El propio Caird sólo tenía la sombra de una sombra del recuerdo de ese suceso.

    Snick estaba sentada en una silla, bebiendo otro vaso de agua, cuando Duncan le preguntó si sabía algo acerca del rescate.

    —Nada.

    Parecía estar saliendo del shock y la desorientación propios de la despetrificación. Sus grandes ojos castaños eran claros ahora. Y hermosos. Parecían atraerle intensamente, aunque a buen seguro esto era una impresión subjetiva. Lo que había detrás de aquellos ojos podía ser algo completamente distinto.

    —Me dijeron que te encontré petrificada en un cilindro donde te había puesto Castor. Al parecer, te reservaba para torturarte y mutilarte antes de matarte.

    La mujer se estremeció.

    —Pero los immermans te encontraron también. Te despetrificaron, te drogaron, y luego usaron contigo la bruma de la verdad. Cuando hubieron terminado contigo, te petrificaron de nuevo. Permaneciste todo el tiempo inconsciente. Por eso no recuerdas nada de lo que ocurrió en ese período.
    —Estaba buscando un grupo subversivo llamado Rosa Matutina Doubleday —dijo ella—.

    Entonces tropecé con la existencia de otro grupo, el vuestro. Fui informada acerca de Castor, y se me dijo que lo buscara al mismo tiempo. Por aquel entonces no sabía que fuera un immerman. De hecho, ni siquiera había sabido que existiera ese grupo subversivo.

    —Pensé que sospechabas de mí o algo parecido cuando me interrogaste —dijo Duncan—. Entonces no sabía que deseabas utilizarme en tu búsqueda de Doubleday porque yo trabajaba en un banco de datos.

    »Un immerman llamado Gaunt, un jefe de célula, llevó tu interrogatorio. Deseaba matarte y mutilarte para hacer que los orgánicos pensaran que era obra de Castor. Eso desviaría las sospechas de nosotros. Yo puse objeciones. Pero fui vencido por la mayoría. Entonces apareció Castor, y una vez muerto llegaron los orgánicos. Tuve que huir. Al día siguiente, jueves, como Charlie Ohm, fui llamado a la Torre de la Evolución.

    Guardó unos segundos de silencio. Luego sacudió la cabeza y dijo en voz muy baja:

    —No sé qué demonios hice en la Torre. La psiquista se saltó esa parte. Sólo me habló de mi huida y captura.

    Snick sonrió y dijo:

    —Oh, puedo decirte algo de lo que ocurrió allí. Puedo decírtelo porque mis interrogadores me lo contaron, aunque lo que sabían estaba basado en especulaciones. O eso decían. Sin embargo, desearía... Desearía...
    —¿Desearías qué?
    —Que no me lo hubieran dicho. ¡Si no lo hubieran hecho, yo no hubiera sabido demasiado, y así no me habría convertido en un peligro para ellos! No hubieran decidido que lo mejor era acusarme de un falso crimen para poder petrificarme y quitarme de en medio.
    —¿Cuál fue la acusación?
    —¡Me acusaron de ser un miembro de los immermans!
    —¿Cómo pudieron hacerlo? —exclamó Duncan—. La bruma podía revelar fácilmente que no lo eras.
    —¡Lo sé! Exigí que me fueran mostrados los registros del interrogatorio. ¡Lo hicieron, y allí estaba yo, inconsciente y admitiendo que pertenecía a los immermans y que había estado trabajando secretamente para ellos desde hacía mucho tiempo!

    Duncan se mostró más que asombrado. Algo estaba zumbando en su cabeza, como si alguien deseara que abriera una puerta.

    —Pero tú dijiste...
    —¡Sí, dije que era inocente! ¡Y lo era! ¡Lo soy! ¡Lo que hicieron fue insertar una simulación de ordenador en la grabación!
    —¿Una simulación de ti confesando bajo los efectos de la bruma?
    —¡Por supuesto!
    —¡Pero un examen de la grabación por especialistas hubiera demostrado que aquel fragmento había sido simulado! ¿Por qué no exigiste eso?
    —¡Claro que lo hice! ¡Y me fue denegado!

    Duncan no se sintió tan impresionado como era de esperar. Quizás, en una de sus personalidades, probablemente la de Caird el orgánico, había oído hablar de tales engaños. O —esperaba que no— se había visto incluso implicado en ellos.

    —De acuerdo —dijo—. ¿Qué te dijeron que hizo que dejaran de confiar en ti, que decidieran quitarte de en medio?
    —Me preguntaron, mientras no estaba bajo los efectos de la bruma, aunque seguramente también me lo preguntaron bajo sus efectos. si alguna vez había oído hablar del factor de longevidad.

    El zumbido en la cabeza de Duncan se había detenido. La puerta se había abierto. Pero las sombrías imágenes que brotaban aleteantes por ella eran demasiado tenues y deformadas como para que pudiera saber lo que significaban.

    —¿Factor de longevidad?
    —Todavía no sé lo que significa, lo que implica. Debe de ser algo significativo. La mujer que me lo preguntó recibió inmediatamente la orden de callarse. Se puso pálida. No roja, como azarada, sino pálida, como aterrada. Le dijeron que abandonara la habitación. No fueron muy listos con ello. Si se hubieran mantenido tranquilos, si no hubieran dicho nada, yo no hubiera pensado nada al respecto. Respondí que nunca había oído hablar de ninguna cosa parecida a aquello. Era cierto. Ellos sabían que no estaba mintiendo. Sin embargo, eso es lo único en lo que puedo pensar que les hizo decidirse a petrificarme. De alguna forma pensaron que, sólo por el hecho de mencionar el factor de longevidad, me había convertido en un peligro.

    Miraba a su alrededor, a las figuras petrificadas, mientras hablaba. Se detuvo, se levantó de la silla y dijo:

    —¡Dios mío! ¡Esa es la mujer que me hizo la pregunta!

    Duncan contempló el cuerpo petrificado al que ella señalaba.

    —¡Y los dos que hay a su lado! ¡También estaban en la habitación!
    —Creo —dijo Duncan— que también sabían demasiado. No debían confiar mucho en ellos. Fuera lo que fuese, descubrámoslo.

    Sin embargo, no estaba ansioso por despetrificar a ninguno de ellos. Traer de vuelta a Panthea Snick a la vida probablemente ya iba a causarle suficientes problemas. Cualquier otra despetrificación no autorizada iba a alterar el doble a Locks. Que así fuera. Las cosas estaban ya bastante mal. Que ardiera. Él, Duncan, estaba hecho de asbesto. Y si no, pronto lo descubriría.

    —¿Quién es el que parecía estar al mando? —preguntó Duncan.

    Snick señaló a la mujer, una rubia alta con un rostro más bien duro.

    —Entonces es la que probablemente sepa más. Duncan llamó a un robot y lo puso al trabajo. Unos cuantos minutos más tarde, la mujer salió del cilindro. Snick la sujetó por detrás, y Duncan roció su rostro con bruma de la verdad. Se debatió para liberarse e intentó contener el aliento. Duncan ayudó a Snick a retenerla hasta que la mujer se derrumbó, con la cabeza colgando hacia delante. Después de colocarla sobre una mesa, Duncan la interrogó rápidamente. Respondió de buen grado con aquella voz suave y confusa, raras veces teñida de emoción, que usaban aquellos bajo la influencia de la bruma. La detective capitana Sandra John Bu, sin embargo, sólo podía informar de que su superior, la detective mayor Theodore Elizabeth Scarlatti, le había ordenado que interrogara a Snick acerca de lo que ésta sabía del FL o «factor de longevidad». Scarlatti no le explicó qué significaba esa frase. No obstante, Bu había pagado caro su desliz. Poco después de que Bu recibiera la orden de abandonar la habitación, fue llevada a interrogatorio. Completamente desconcertada, asustada pero también furiosa porque sabía que era inocente, había negado saber nada del FL. Luego le habían administrado bruma de la verdad. Había despertado bruscamente en el cilindro, donde había sido inmovilizada por Snick y Duncan.
    —Y no va a tardar en volver a convertirse en piedra —dijo Duncan.

    Unos pocos minutos más tarde, Bu volvía a estar de pie entre las silenciosas hileras.

    —No sabemos más de lo que sabíamos antes —dijo Duncan.
    —No exactamente —indicó Snick—. Sabemos que tú sabes o al menos sabías algo acerca de la prolongación de la vida. No eras científico en ninguna de tus siete personalidades. En consecuencia, alguien tuvo que haberte transmitido ese conocimiento. Quizá lo compartiste con los demás miembros de tu organización. Sea como sea..., el gobierno no ha hecho pública la existencia de tu grupo ni del FL. Se muestra desesperado por mantener el secreto. También se muestra desesperado por apoderarse nuevamente de ti, y eso tiene que ser porque tú sabes que el gobierno no desea que el público se entere de nada de eso.
    —Ya había imaginado algo así —murmuró Duncan—. Ahora la pregunta es: ¿Cómo puedo descubrir yo lo que sé, y sin embargo no sé?


    12


    Duncan había tenido razón. Ragnar Locks se puso furioso.

    —¡No tenías ningún derecho a traerla a la banda! Especialmente cuando estás a punto de...

    Se detuvo porque Snick oía lo que decían. No deseaba que ella supiera que Duncan iba a ir bajo otra identidad a Los Ángeles.

    —Ella era mi único medio de descubrir por qué el gobierno me desea tanto —dijo Duncan—. Esa razón es muy importante. De todos modos, no constituye ningún peligro. No puede ir a los orgánicos y contarles nada acerca de nosotros. Y, de todos modos, tampoco lo haría. Ahora los odia.
    —Tampoco te sirvió de nada —dijo Locks—. Sigues sin tener la menor idea de por qué te desean.
    —Tengo un indicio, y esto es más de lo que tenía antes. Mira. Ella está bien entrenada, es una orgánica muy competente que conoce todos los entresijos de su campo. Creo que debería proporcionársele una nueva identidad también. Podría venir a Los Ángeles conmigo.

    El rostro de Locks se puso más rojo todavía, pero refrenó su respuesta. Alzó las manos al aire y se alejó. Duncan le hizo un guiño a Snick. Ella estaba pálida, pero consiguió sonreír ligeramente. Poco después, Locks regresó, mucho más calmado.

    —Me alegrará librarme de vosotros dos —dijo—. De acuerdo. Si puede arreglarse, ella irá contigo.

    Dos obdías más tarde todo estaba dispuesto. El martes por la mañana, a las ocho, Duncan, Snick y Cabtab estaban en la ciudad de New Ark, Nueva Jersey. Esto era cerca de la antigua ciudad de Newark, que había desaparecido hacía mucho tiempo, enterrada bajo la acumulación de tierra y denso bosque. Incluso aquellos edificios que habían sobrevivido al asedio y los incendios y habían sido conservados como monumentos se habían visto cubiertos a lo largo de dos mil obaños. Una placa en la pared de la estación recordaba que aquél había sido el emplazamiento del campo de prisioneros para los criminales de Nueva York y Nueva Jersey después de que las fuerzas de Wang Shen hubieran conquistado la parte este de los Estados Unidos de América. Era cerca de allí que veintitrés mil criminales, incluidos todos los miembros conocidos de la Mafia, habían sido ejecutados. Esto había ocurrido, señalaba la placa, antes del inicio de la Nueva Era y las técnicas de petrificación. La pena capital llevaba mucho tiempo abolida. En teoría al menos, señaló Cabtab a sus colegas.

    —Wang Shen no puede ser acusado de discriminación racial o nacional. Todos los convictos de asesinato, extorsión, rapto y tráfico de drogas eran ejecutados en todo el mundo. El Gran Barrido de Limpieza, lo llamó Wang Shen. Sin embargo..., ¡jo, jo, jo!..., a la siguiente generación había exactamente los mismos criminales. Ése, por supuesto, fue precisamente el inicio de la Nueva Era. A la tercera generación, la propaganda del gobierno, podéis llamarla condicionamiento si queréis, había reducido el número de criminales detectados en tres cuartos. Luego el número de criminales detectados ascendió durante las generaciones siguientes debido a que el invento de la bruma de la verdad hacía imposible que un criminal mintiera. Después de eso, bien, ninguna sociedad que hubiera existido antes estuvo tan libre de criminales. No es que todavía no haya algunos. Tomémonos a nosotros, por ejemplo. ¡Jo! ¡Jo! ¡Jo!

    Duncan miró intranquilo a su alrededor. La estentórea risa de Cabtab y sus tres papadas y su enorme barriga estaban llamando la atención. Nadie les miraba; los ciudadanos eran demasiado educados como para hacer eso. Sin embargo, miraban de reojo a Cabtab y se alejaban. Aunque la estación estaba atestada, había una zona no ocupada de tres metros de diámetro en torno a ellos tres.

    —Creo —dijo Duncan— que deberíamos mantenernos tranquilos.
    —¿Qué? —dijo Cabtab. Miró a su alrededor—. Oh, sí. Entiendo.
    —También ayudaría el que iniciaras alguna dieta —señaló Snick.
    —He hecho más que suficiente dejando atrás mis artefactos religiosos —dijo suavemente Cabtab, con el rostro enrojecido—. Eso fue un tremendo sacrificio, aunque nadie más parece apreciarlo.
    —Ya no eres un predicador —observó Snick secamente.
    —No según mi identificación. Pero, si bien puedes sacar al predicador de la iglesia, no puedes sacar la iglesia del predicador. Allá donde vaya, allá va mi iglesia conmigo.
    —Entonces, intenta mantenerte tranquilo al respecto —dijo Snick.

    Cabtab le clavó un curvado pulgar en las costillas con una estrepitosa risa. Snick hizo una mueca.

    —Vamos, vamos, no seas tan orgánica. Ya no estás investida de una gran autoridad. No tengo que saltar cuando tú des una orden.
    —Creo —dijo Duncan en voz baja— que deberíamos dejar de hablar de estas cosas. Recordad que no somos quienes somos. Actuad de una forma acorde con ello.
    —Completamente de acuerdo —retumbó Cabtab—, A partir de ahora procuraré ser un buen chico.

    Estaban de pie cerca de la entrada norte del edificio. Era una impresionante estructura que parecía un cruce entre una pagoda y un templo gótico. Sus blancas paredes, exteriores e interiores, estaban decoradas con dodecaedros escarlatas en altorrelieve incrustados con globos de un verde brillante. Las cuatro entradas principales eran arcos de dos pisos de altura, abiertos en aquellos momentos porque las tres puertas seccionales habían sido retiradas a sus alojamientos en la paredes. La sala principal tenía un techo en forma de cúpula de dos pisos de altura. Había como un centenar de personas debajo del techo, sentadas en bancos, caminando de un lado para otro o de pie formando grupos. Las inevitables pantallas gigantes de televisión estaban situadas aquí y allá por todas las paredes para permitir a los ocupantes seguir las noticias del martes, los horarios de trenes o los habituales espectáculos de variedades.

    Los tres se dirigieron a un banco y se sentaron. Poco después, otra zona quedó libre a su alrededor. Duncan se mordió el labio. En aquellos momentos, Cabtab no era un buen acompañante para él y Snick. Sin embargo, no era la única persona insociablemente obesa allí. Y estar gordo no era un crimen, aunque la actitud de la mayoría de personas y del gobierno era que bordeaba la ilegalidad. Ciertamente, los obesos eran a menudo perseguidos por los agentes de la Oficina de Idoneidad y Estándares, PERDER ES GANAR era el lema oficial. Perder grasa y ganar salud, respeto, y una vida más larga, era lo que quería decir el estado, PARA AUMENTAR EL BIENESTAR DE LA GENTE, DISMINUYE TU PESO.

    La nueva identidad de Cabtab era la de Jeremiah Scanderberg Ward, y el falso archivo en el banco de datos estaba salpicado con frecuentes reprimendas y pequeñas multas de la Oficina de Idoneidad y Estándares. Lo cual debió causarle a quien redactara el archivo un montón de trabajo, pensó Duncan.

    La nueva identidad de Snick era la de Jenny Ko Chandler. Por alguna razón, Duncan había cambiado de David Ember Grim a Andrew Vishnu Beewolf. Hubiera preferido Smith o Wang o incluso Grimm, pero el desconocido operador del banco de datos que había metido la identificación en los archivos debía haber tenido alguna razón compulsiva para elegir Beewolf.

    —Ahí viene el tren —dijo Cabtab-Ward.

    En realidad todavía estaba a ochenta kilómetros de distancia, como señalaba la pantalla mural. Los monitores de televisión a lo largo de la ruta, sin embargo, mostraban los vagones en forma de bala avanzando a toda velocidad. Tiempo estimado de llegada a New Ark: 2,5 minutos. Los porteros estaban trasladando ya grandes transportes robot, con las plataformas llenas de gente petrificada. Se trataba de pasajeros que preferían viajar seguros, invulnerables a los más terribles accidentes. También libres del aburrimiento, la ansiedad y los inconvenientes del viaje. Por otra parte, no podrían disfrutar del paisaje o de las ciudades no conocidas por las que pasaría el tren.

    Las pantallas murales anunciaron que dentro de diez minutos podría subirse al convoy. La multitud tomó sus maletas y se dirigió hacia la zona abierta entre la estación y las «vías». Duncan se detuvo detrás de la barandilla de seguridad que los separaba de ellas. Las vías eran en realidad una estrecha pista de metal sintético en el suelo, con enormes aros verticales de metal colocados a intervalos de doce metros sobre ella. Finalmente el tren, avanzando ahora lentamente, apareció por el lado de una colina. Necesitó cierto tiempo hasta que el final de la serie de más de un kilómetro de largo de vagones de quince metros apareciera a la vista. El vagón de cabeza, con su antena de radar girando, flotaba a metro y medio por encima de la brillante pista gris de rodaje. Cuando el tren se detuvo, el último vagón estaba a más de quinientos metros de la estación. Luego la cadena de vagones descendió lentamente hasta la pista.

    Sonaron silbatos. Las voces de los porteros se alzaron roncas. Las pantallas en los postes cercanos a las barandillas de seguridad parpadearon instrucciones. Duncan y sus compañeros se pusieron en la fila. Las puertas de su vagón se abrieron, y los conductores salieron. Llevaban uniformes color verde Lincoln, túnicas que les descendían hasta media pierna y gorras que no habían cambiado desde hacía dos mil obaños. Un ancho distintivo escarlata sobre sus pechos llevaba la insignia de dos locomotoras de vapor cruzadas. Justo encima de los visores de sus gorras había un círculo metálico de color dorado con un globo verde.

    El conductor junto a la entrada de Duncan, una mujer alta de tez oscura con unos enormes pechos maternales y un gesto agrio más propio de una suegra, dijo en voz alta:

    —¡Entren en seguida! ¡Rápido! ¡Tenemos un horario que cumplir! ¡No se entretengan!

    Duncan deslizó su tarjeta de identidad en la ranura y metió su pulgar derecho en un agujero. La conductora observó la pantalla que mostraba los datos vitales y su destino. Parpadeó un corto código que indicaba que los datos eran correctos y que la huella del pulgar era la de Andrew Vishnu Beewolf. La máquina lanzó tres cortos pitidos; su pantalla parpadeó: ID CERT.

    Duncan retiró su tarjeta y se apresuró a entrar en el vagón. La información había sido transmitida del scanner a varios bancos de datos en todo el mundo, comprobada con los registros, y certificado que nadie lo reclamaba. Snick y Cabtab pasaron también la prueba. La primera de las muchas que aún tendrían que pasar, pensó Duncan, mientras se sentaba junto a una ventanilla. Panthea estaba a su izquierda, Cabtab frente a él. El cuarto pasajero era un hombre de mediana edad, de sólo metro ochenta de altura, delgado, grandes ojos y rostro alargado. Llevaba un sombrero muy a la moda, con dos antenas amarillas. Su túnica color arco iris era también a la moda, larga hasta las rodillas y con una abertura en el cuello que le llegaba casi hasta el ombligo. En la garganta exhibía una cadena de la que colgaba una enorme imagen metálica de una hormiga. Antes de que el tren empezara a moverse, se presentó a sí mismo con una voz fina y aguda:

    —Doctor Herman Trophallaxis Carebara, hasta ahora perteneciente a la Universidad de Queens. Emigrando al Estado de Los Ángeles, División de la Baja California. ¿Y ustedes, por favor?

    Duncan se presentó a sí mismo y a los otros. Carebara unió las manos ante su pecho en un gesto casi religioso e inclinó ligeramente la cabeza cada vez que Duncan pronunció los nombres. Snick respondió del mismo modo. Los dos hombres se limitaron a agitar una mano para indicar que tomaban nota de las presentaciones. Una expresión sutil cruzó el rostro de Carebara. Duncan la interpretó como desagrado ante su informalidad.

    —Soy profesor de entomología, especialidad formicología —dijo Carebara—. ¿Y ustedes, por favor?
    —¿Entomología? ¿Formicología? —dijo Cabtab.
    —El estudio de los insectos. Mi especialidad es el estudio de los insectos conocidos por los legos como hormigas.
    —Yo pertenezco al género teológico, especie predicador callejero —dijo Cabtab, sonriendo— . Mis profesiones mundanas son basurero, camarero y barman. Mi hermana en espíritu es técnica médica, y mi hermano en espíritu especialista en bancos de datos. Todos somos nacidos en Nueva Jersey y nunca hemos salido de este estado.
    —Muy interesante —dijo Carebara.

    Por aquel entonces ya habían cerrado las puertas, los altavoces habían comunicado a los pasajeros que el tren partía dentro de su horario previsto, cosa que todo el mundo sabía ya, y un conductor estaba haciendo avanzar su máquina sobre ruedas a lo largo del pasillo. A su paso requería a los pasajeros que le entregaran sus tarjetas de identificación para poder comprobarlas de nuevo en su máquina. Eso, pensó Duncan, era innecesario, redundante y una pérdida de tiempo, sin mencionar irritante. Pero los reglamentos así lo exigían, y podía existir alguna remota posibilidad de que alguien no autorizado se hubiera introducido subrepticiamente en el vagón.

    Miró por la ventanilla. El tren estaba ahora a metro y medio encima de la pista y acelerando rápidamente. Los gigantescos anillos parpadeaban al pasar junto a ellos, y los prados, granjas y bosques se alejaban rápidamente. Deseó que el coche no se estuviera moviendo tan aprisa. Le gustaba ver el campo y las pequeñas ciudades en detalle. En realidad toda aquella prisa era innecesaria. El tren tendría que detenerse cuando llegara cerca de la frontera de la Zona Horaria Estándar Central. ¿Por qué no podían simplemente avanzar a un paso más tranquilo hasta la próxima zona horaria?

    —Mis estudios principales se centran en los códigos de comunicación de las hormigas —estaba diciendo Carebara—. Es decir, en las formas de reconocimiento e intercambio de información, ocular, física y química. Signos y aromas. Mi especialidad especial, si puedo llamarla así, es el mimetismo. Es decir, aquellos insectos que no son hormigas y que sin embargo pasan como hormigas. Escarabajos que parecen hormigas, se comportan como hormigas, y viven como hormigas en medio mismo de ellas. —Sonrió y dijo—: Escarabajos que viven a costa ajena, holgazanes, sableadores, parásitos. No dan nada, y cogen todo lo que pueden conseguir.

    Cabtab hizo girar los ojos y tamborileó con los dedos sobre el brazo del asiento. Snick suspiró. Duncan, sin embargo, se sintió intrigado. Dijo:

    —¿Y cómo lo hacen exactamente?

    Carebara sonrió, encantado de que al menos tuviera una monoaudiencia.

    —La principal forma de comunicación en un hormiguero es por el olor. Los miembros emiten feromonas, aromas que los identifican como pertenecientes a la colonia. Los parásitos han evolucionado a lo largo de millones de años de evolución, han adaptado sus cuerpos para que emitan feromonas lo suficientemente similares a las de las hormigas como para engañar a sus anfitriones. Mendigan comida a las hormigas tamboleando sobre los cuerpos de sus anfitriones con sus antenas y acariciando las bocas de las hormigas con sus patas. Lo que sea necesario para conseguir que la hormiga regurgite su comida. Los sableadores devoran también las larvas y huevos de sus anfitriones. Algunos lo hacen, al menos.

    Se echó hacia atrás, cerró los ojos por un momento y sonrió. Estaba complacido consigo mismo. Cuando abrió de nuevo los ojos dijo:

    —Esencialmente, los parásitos han evolucionado hasta el punto de que han roto los códigos de las hormigas. Los códigos sensoriales y olfativos que utilizan las hormigas para hacer su trabajo, defenderse o cooperar en el ataque contra otras hormigas o intrusos. Los escarabajos, quintacolumnistas en un cierto sentido, se infiltran, se instalan entre sus anfitriones, y se regodean a costa de ellos, por así decir.

    »En esto difieren de sus contrapartidas humanas, los revolucionarios, los subversivos, los descontentos, que desean derribar el gobierno para así poder gobernar ellos. Ningún insecto desea derribar su gobierno. Ninguna hormiga se rebela nunca. Y los escarabajos..., no tienen el menor deseo de cambiar el sistema en la colonia. ¿Por qué deberían? Ellos, si me disculpan el coloquialismo, viven a costa de él.

    Cabtab, que había empezado a mostrarse interesado pese a sí mismo, miró a Duncan y le guiñó un ojo.

    —Quizás haya una lección para nosotros en el discurso de nuestro erudito amigo —dijo.

    Duncan lo ignoró y se dirigió a Carebara:

    —¿Se trata básicamente de un asunto de romper el código?

    Carebara asintió y dijo:

    —Sí. Los formicólogos sabemos ahora exactamente hasta qué punto la química de los escarabajos miméticos encaja con la de sus anfitriones. Nosotros los formicólogos hemos trabajado con los bioquímicos durante mucho tiempo sobre este tema. Puede que hayan visto ustedes documentales por la televisión o hayan leído cintas acerca de nuestro trabajo en la creación de especies sintéticas, la mayor parte de las cuales, por desgracia, son de corta vida, incluso según los estándares entomológicos. ¿Sí?

    Snick y Duncan asintieron.

    —Dos de tres no está mal. Bien, mis colegas en la Universidad de la Baja California, Los Angeles, han hecho un espléndido trabajo con escarabajos miméticos parásitos, tanto naturales como sintéticos. Me invitaron a acudir a Los Angeles para colaborar en sus investigaciones. Puesto que la emigración trae también consigo más créditos, mejor alojamiento y mayor estatus, como saben muy bien ustedes, sin duda ésa es su razón principal para emigrar también, ya que, de otro modo, ¿para qué cortar las raíces? Ah, como iba diciendo, por esa razón abandoné Queens por primera vez en mi vida.
    —Sí, nosotros también deseábamos una vida un poco mejor —dijo Duncan—. Nuestra vida ha sido también un tanto rural. Deseábamos probar la vida metropolitana. De todos modos, esos miméticos sintéticos...
    —Las hormigas de fuego, como las llaman ustedes los legos, se han convertido de nuevo recientemente en una amenaza. Mi trabajo, el mío y el de mis colegas, será crear escarabajos miméticos que trasciendan los objetivos, si me permiten usar esa palabra, de los parásitos naturales. Serán programados genéticamente para devorar los huevos y las larvas de sus anfitriones. Pero no abiertamente, a fin de que sus anfitriones no se alarmen y los devoren a su vez. Así, esperamos barrer o al menos reducir enormemente el número de las hormigas de fuego. De todos modos, el proyecto puede llevar largo tiempo. Hay implicaciones a largo plazo acerca de que los entomólogos, conjuntamente con los bioquímicos, puedan ser capaces de crear muchas especies que puedan controlar a todos esos insectos que son perjudiciales para la humanidad. Pueden elaborar cosas que sean mucho mejores que los mutantes creados en laboratorio que hemos estado usando hasta ahora.

    El conductor les interrumpió; cuando se hubo marchado, los tres fuera de la ley desviaron la conversación hacia otros temas. Cuando Carebara, tras fútiles intentos por volver a canalizarla a sus hormigas, fue a los servicios, Duncan habló en voz muy baja, de modo que nadie excepto los otros dos pudiera oírle:

    —¿Creéis que es lo que dice? ¿O se trata de un provocador orgánico?
    —Puede provocar todo lo que quiera —dijo Snick—. Tenemos que fingir que somos tan sólo ciudadanos normales, perfectamente satisfechos con la política del gobierno, adheridos en todos sus aspectos a la filosofía oficial.
    —No puede sospechar de nosotros —retumbó Cabtab—. Si es un orgánico, quiero decir. Creo que es simplemente un profesor, como dice. Si tuviera alguna sospecha de que somos algo distinto de lo que dicen nuestras tarjetas de identidad, los ganics estarían inmediatamente sobre nosotros.
    —Sé eso —dijo Duncan—. En realidad, lo único que me preocupa es que llegue a matarnos de aburrimiento. Es un monomaniaco.
    —De una persuasión mortífera, querrás decir —dijo Snick, y se echó a reír.
    —Me ha dado algo en lo que pensar —murmuró Duncan. Se echó hacia atrás en su asiento y cerró los ojos. Al cabo de unos momentos, los abrió y miró por la ventanilla. La vista era borrosa ahora, y lo estaría durante largo tiempo. Pero estaba siendo filmada, y los pasajeros podían bajar una pantalla que tenían sobre sus cabezas y hacer pasar el paisaje a cámara lenta. De modo que apenas podían ver lo que estaban pasando, pero podían contemplar con pleno detalle lo que habían pasado unos momentos antes.


    13


    A una velocidad media de trescientos kilómetros por hora, el tren llegó a Chicago, Estado de Illinois, Departamento de Norteamérica, a las 1:30 P.M., Hora Estándar Central. Allá los pasajeros desembarcaron y se registraron en habitaciones en el Hotel Viaje del Peregrino, de propiedad gubernamental. Más tarde dieron una vuelta por la ciudad en un autobús. La voz grabada informó a los viajeros que Chicago se hallaba ahora reducida a una zona horizontal de cincuenta kilómetros cuadrados pero que se extendía verticalmente, aquí y allá, más de un kilómetro. El Lakeshore Drive se hallaba ahora a ocho kilómetros tierra adentro del paseo original debido a que el nivel del lago Michigan había subido quince metros. De hecho, toda la ciudad se hallaba rodeada por una pared de veinte metros que contenía el lago.

    La pantalla delante del autobús mostraba un mapa de los antiguos límites de la ciudad, una sorprendente extensión, y los límites actuales. Donde en su tiempo había habido kilómetros y kilómetros de feas fábricas e incluso más feas casas y edificios de apartamentos, ahora había granjas, reservas forestales, lagos artificiales y zonas de recreo.

    Duncan y sus compañeros se fueron temprano a la cama, se levantaron a las 11:30, se dirigieron a los cilindros del hotel, y salieron el siguiente martes diez minutos después de la medianoche. Tras dormir de nuevo, se levantaron a las seis de la mañana, desayunaron, y abordaron otro expreso a las 7:30 A.M.

    Doce horas más tarde, tras permanecer tres horas en un apartadero, sin que les fuera dada ninguna razón, el tren entró en Amarillo, Estado de Texas Occidental, a las 7:30 P.M., Hora Estándar Central, 8:30 P.M. Hora Estándar de la Montaña.

    —Hubiéramos debido tomar la modalidad directa —dijo Snick—. Estoy harta de viajar.
    —¿Qué? —exclamó Duncan—. ¿Y perderse todo este gran país?
    —También me hubiera perdido un culo paralizado.
    —Todo tiene sus desventajas —respondió Duncan—. Las ventajas de esta situación son mucho mayores que sus inconvenientes. Al menos, en lo que a mí se refiere.

    Se dirigían hacia la entrada de la estación cuando ella se detuvo y señaló en la oscuridad a un complejo de luces parpadeantes en el aire. El reflejo de las luces de la ciudad silueteaba vagamente una forma larga y oscura.

    —Ir por aire hubiera sido mucho más divertido.
    —Sólo unos pocos privilegiados pueden viajar por aire sin ser petrificados previamente —dijo Duncan—. Si hubiéramos tomado esta modalidad, no hubiéramos sido más que parte de la carga. De todos modos, el viaje por dirigible es aún más lento.
    —Sí, lo sé. Sólo estoy cansada, y deseo llegar a Los Angeles —murmuró Panthea.

    La región en torno a Amarillo era cálida y húmeda y llena de granjas o grandes bosques de jungla. Pero la ciudad estaba recubierta por un domo, y dentro el aire era fresco y confortable. Duncan se sintió encantado con el atuendo de los ciudadanos. Habían conservado la tradición del Oeste; todo el mundo tenía aspecto de cowboys. Dudaba, sin embargo, de que los tejanos originales hubieran admirado los enormes y brillantemente coloreados suspensorios de los hombres o aprobado las mujeres cuyos pechos estaban más a menudo descubiertos que cubiertos por las chaquetillas de cuero pobladas de lentejuelas.

    El martes siguiente, el tren llegó al Estado de Los Angeles. Las últimas cuatro horas las recorrieron en una completa oscuridad pero las pantallas mostraban el paisaje tal como se veía a la brillante luz del sol. Debido a los no explicados retrasos y a una parada de una hora para que los pasajeros pudieran estirar las piernas a la orilla del Gran Cañón, el tren llegó a la estación término, Pasadena, a las 7:30 P.M.. Los tres pasaron una hora en la cola aguardando sus nuevas tarjetas de identificación debido a una avería en los ordenadores. Las nuevas tarjetas eran absolutamente idénticas a las antiguas, excepto que contenían los datos actualizados de su nuevo estatus como ciudadanos del Estado de Los Angeles,

    División Baja California, Departamento de Norteamérica. Después de esto, los pasajeros fueron llevados en autobús al Hotel del Departamento de Inmigración, donde, una vez les fueron explicados todos los requisitos que tenían que cumplir como inmigrantes, fueron dejados libres para recorrer los alrededores hasta media hora antes de la medianoche.

    Duncan, sin embargo, se fue a la cama a las nueve. Aunque estaba cansado, no pudo dormir. La angosta habitación le proporcionaba una sensación de confinamiento, y Cabtab, en la otra litera a su lado, roncaba ruidosamente. Por alguna razón, rechazó el uso del morfeo. Quizá tenía la sensación de que se estaba volviendo demasiado dependiente de él. Visiones del viaje no dejaban de destellar en el monitor de su mente, en especial las de Arizona y Nuevo México. Al menos una cuarta parte del área de esos estados estaba cubierta por enormes paneles solares, cuya energía aprovisionaba doce estados de luz y calor. Entremezclada entre las gigantescas y brillantes estructuras estaba la jungla. El sudoeste siempre había tenido un clima cálido, pero las lluvias de doce mil obaños estaban pagando sus dividendos. El suelo, donde no estaba ensombrecido por los paneles, había dado nacimiento a un vívido verdor que se entremezclaba hasta dar al paisaje el aspecto de las tierras bajas de América central.

    Las nubes de lluvia que habían hecho florecer la vegetación también habían hecho el sudoeste menos soleado, pero los cielos claros eran aún lo bastante frecuentes como para justificar los paneles solares..., hasta ahora.

    Phoenix había sido una colección de grandes domos conectados por pasillos transparentes. Los domos estaban polarizados contra la luz del sol cuando era necesario, y las montañas de los alrededores habían sido niveladas hacía ya mucho tiempo. Los restos de esta nivelación habían sido apilados a treinta kilómetros de distancia para crear un nuevo hito paisajístico, el Monte Trasladado.

    Duncan se sumió finalmente en un sueño lleno de sueños rotos por casi pesadillas. No eran tan «personales» como «históricos». Parecían rezumar por osmosis de sus recuerdos ancestrales, los cuales por supuesto, no existían. Sin embargo, no había ninguna otra explicación, lo cual no significaba que no hubiera ninguna. Podían haber sido evocados por el documental que había visto mientras estaba en el tren, aunque también podían haber sido cualquier otra cosa. Fuera cual fuese su causa, y nadie sabía qué miles de detalles aislados formaban el complejo destello que desencadenaba los sueños hacia arriba del inconsciente al consciente, formaban una exhibición lanzada hacia delante.

    Quizá era el viaje a través del continente lo que había pulsado el botón de REESTRENO.

    La historia era una pesadilla, y su pesadilla era la historia.

    ¿Quién podía haber predicho que, en la primera mitad del siglo XXI, la pólvora y el combustible para cohetes hubieran sido elementos inutilizables para la guerra? ¿O que, en la Tercera Guerra Mundial, los motores de combustión interna se hubieran vuelto inoperables? ¿O que las armas principales, en los primeros estadios de la guerra, serían espadas, lanzas, ballestas, pistolas de gas, láseres y ametralladoras accionadas a vapor? ¿Que los aviones no podrían ser usados y que los aparatos más ligeros que el aire eran demasiado vulnerables? ¿Que los tanques tendrían que operar con combustible nuclear o carbón?

    ¿Quién hubiera previsto que el presidente del Partido Comunista chino, Wang Shen, vería todo el potencial de este cambio de transportes y armamento y declararía la guerra a la URSS? ¿O que, en doce años, utilizando los ejércitos de los propios países conquistados, Wang Shen conquistaría el mundo y establecería un gobierno mundial? ¿O que su hijo, Sin Tzu, fundaría la Nueva Era, una era que renunciaría a las ideologías del comunismo y el capitalismo excepto en lo aplicable a su nuevo mundo feliz? ¿O que, antes de su muerte, utilizaría la invención del «petrificado» para construir algo completamente único en la historia, el mundo de los siete días?

    Aire y agua y tierra estaban ahora limpios. Habían sido plantados inmensos bosques para restablecer el contenido de oxígeno y anhídrido carbónico de la atmósfera, aunque esto había tomado un miliar de años y los océanos aún seguían subiendo. Los anillos tropicales de bosques donde llovía todo el año constituían ahora una zona mucho más amplia de lo que había sido en el anterior siglo XIX.

    Nadie en la actualidad pasaba hambre o estaba mal alojado, y la educación se hallaba a disposición de todo el mundo. Nadie tenía que pasarse sin medicinas o médicos o cuidados hospitalarios, todos los cuales eran de la mejor calidad posible. Ejércitos, marinas y fuerzas aéreas eran como dinosaurios, algo extinto. La última guerra se había librado hacía dos mil obaños. El asesinato, asaltos, violaciones y abusos contra niños aún existían, pero su índice era el más bajo de toda la historia de la humanidad.

    Todo esto, sin embargo, se había conseguido a cambio de un precio. Había costado mucho sobre todo para aquellos que se vieron implicados en la Tercera Guerra Mundial y en la formación de la Nueva Era. Pero había gente que vivía en la actualidad que creía que ellos también seguían pagando un precio. Ninguno de los grandes beneficios de la Nueva Era podía existir sin un sistema de siete días y la vigilancia pacificadora de los satélites, sensores y policías, estos últimos denominados eufemísticamente orgánicos.

    O eso afirmaba el gobierno. Pero hombres y mujeres como Duncan opinaban de distinto modo. El mundo altamente artificial de siete días llevaba funcionando tanto tiempo que parecía algo natural para la mayoría de ciudadanos. Esos creían realmente que era algo absolutamente necesario para el mayor bien de la sociedad que todo el mundo fuera estrechamente vigilado a fin de que nadie pudiera escapar al castigo por los crímenes contra la sociedad que pudiera cometer. La enorme vigilancia era a veces molesta o inconveniente, pero la seguridad resultante y la tranquilidad mental hacía que fuera algo más que simplemente soportable. Y si la bruma de la verdad hacía imposible que alguien mintiera, ¿no era así como debía ser?

    Los funcionarios del gobierno debían someterse también a la bruma antes de ocupar sus cargos o cuando existía alguna duda sobre su conducta. Pero, ¿y si aquellos que monitorizaban las sesiones con la bruma mentían acerca de los resultados?

    Las imágenes estallaron en la oscuridad, y los rostros brotaron de la negrura que yace en la base de todos los pensamientos y surgieron de la tenebrosa nada que de alguna forma da nacimiento a la realización. Los rostros giraron, los rostros de sus antepasados por parte de su padre y de su madre que habían luchado en las grandes batallas del Canadá y los Estados Unidos de América. Todos estaban retorcidos por el calor y enrojecidos por el miedo y el valor y la batalla, todos estaban igualados a la palidez de la muerte. Algunos eran caucasianos norteamericanos; algunos asiáticos, africanos, europeos y sudamericanos. Duncan descendía de aquellos que habían derramado su sangre por Wang Shen y también por los Estados Unidos, antepasados que habían intentado matarse unos a otros.

    Luego la guerra definitiva que debía terminar con todas las guerras terminó, y los supervivientes se esforzaron por vivir y por tener hijos y por conseguir que sus hijos siguieran con vida. Unos hijos que estaban llorando, con los rostros tensos y temerosos, tendiendo las manos en solicitud de comida, cuando Duncan fue arrancado de las pesadillas por la alarma de la pantalla mural.

    —¡Oh, Dios! —gimió Cabtab en la litera al lado de la de Duncan—. ¡Otro día! Antes de que termine estaremos en Los Ángeles. ¿Y entonces qué? ¿Más de lo mismo?

    El padre también había tenido pesadillas.


    14


    Los Ángeles, sin embargo, tenía aquella mañana el aspecto de un sueño agradable y, en algunos aspectos, erótico.

    Duncan y sus compañeros pasaron por más procedimientos de admisión, esta vez en el Departamento de Inmigración de Los Ángeles, y luego tomaron el ascensor hasta el piso superior. Este se hallaba al mismo nivel que el pico del monte Wilson, donde hacía mucho tiempo se había erigido un observatorio. Ahora el gobernador de Los Angeles vivía en una casa allí. Los tres pudieron disfrutar de una espléndida vista del Océano Pacífico que llenaba la gran cuenca. La antigua metrópoli había desaparecido bajo las aguas, la mayor parte de ella enterrada en lodo o arrastrada por la corriente. Aquélla era la tercera ciudad edificada allí, puesto que la primera había sido destruida por el fuego durante la Tercera Guerra Mundial y la segunda por el Gran Terremoto y los incendios subsiguientes. Ahora, alzándose sobre pilotes profundamente enterrados, gran cantidad de torres multicolores resplandecían en el claro aire y la brillante luz del sol. Estaban interconectadas por puentes a varios niveles, y un puente a cuatro niveles conducía a través de un gran corte en las colinas de Hollywood hasta el valle más allá. Peatones, ciclistas, triciclos, autobuses eléctricos y unos cuantos automóviles eléctricos llenaban los puentes.

    Hacia el oeste, el mar y la cuenca llena por el mar resplandecían con miles de buques de carga automatizados y otros tripulados. Hacia el este, las torres rodeadas por el agua y los puentes que las interconectaban cedían finalmente paso a las primeras estribaciones de las montañas. Hacia el sur, las torres rodeadas por el mar se extendían a lo largo de veinticinco kilómetros. Las colinas Baldwin habían desaparecido hacía un millar de años, usadas para llenar los diques que habían contenido el océano hasta el segundo gran terremoto. Hacia el norte, sólo cuatro torres se alzaban a la vista más allá de las colinas de Hollywood.

    —Hermoso —murmuró Snick—. Creo que me gustará vivir aquí.
    —Son los ciudadanos los que hacen hermoso un lugar —señaló Duncan—. Malos ciudadanos, malas ciudades, no importa lo fabulosa que sea la arquitectura y lo limpias que estén las calles. Algunos de los ciudadanos van a mostrarse muy malos si descubren quiénes somos realmente,
    —Allí es donde viviremos —dijo Cabtab, y señaló hacia el oeste—. El Complejo de Torres La Brea, vigésimo piso, bloque superior oeste.

    En aquel momento, una mujer que había permanecido de pie cerca de ellos, aunque fuera del alcance de sus voces, se les acercó. Tendría unos treinta súbanos de edad y era de mediana estatura, hermosa, piel bronceada, pelo rubio y ojos azules que probablemente habían sido oscuros antes de la despigmentación. Llevaba una blusa y una falda ceñidas color azul cerúleo, sin nada debajo, y unos zapatos amarillos de tacón muy alto. Su bolso, amarillo canario con puntos negros, tenía la forma de un leopardo. En la frente llevaba tatuada una pequeña esvástica negra orientada a la derecha, que la señalaba como perteneciente a una secta budista del Gautama original.

    Duncan la miró porque parecía evidente que iba a dirigirse a ellos. Sin embargo, pasó por su lado y siguió adelante, pero deslizó algo en su mano al pasar. Duncan reprimió un impulso de llamarla, se volvió de espaldas a los peatones y miró la pequeña tarjeta.

    NOS ENCONTRAREMOS CON LOS TRES A LAS 9:00 P.M. EN EL SNORTER. FROTE ESTO.


    Duncan leyó tres veces la nota, luego se pasó la palma de la mano por la superficie. Las palabras desaparecieron. Se metió la tarjeta en blanco en un bolsillo y susurró a sus colegas lo que había leído.

    —¿Dónde diablos está el Snorter? —dijo Cabtab.

    Fueron a una cabina-directorio en la esquina y, tras preguntar a la máquina, Duncan obtuvo la respuesta en la pantalla.

    —Es una taberna cerca del borde occidental, en el bloque oeste del Complejo La Brea —dijo.
    —Sabemos leer —gruñó Snick.
    —Dios nos proteja de los mordaces —gimió Cabtab.

    Panthea lo ignoró.

    —Bueno, hemos contactado. Vayamos al complejo e instalémonos. Mañana tendremos trabajo con los ajustes laborales.

    El directorio les dijo los autobuses que debían tomar y los transbordos que debían efectuar. Cruzaron puentes que probablemente oscilaban al viento pero no daban ninguna indicación de ello a los que pasaban por encima. Los puentes iban de edificio en edificio, a veces cruzándolos, a veces rodeándolos. El espectáculo del tráfico de las calles y los hermosos botes de vela muy a lo lejos hubieran atraído normalmente su interés. Sin embargo, estaban preocupados por el mensaje.

    Cabtab, que había ocupado un banco vacío tras ellos, inclinó la cabeza entre los dos y susurró:

    —Espero que nos dejen meternos en sus propósitos principales, y que tengan esperanzas de poder realizarlos. No me gusta trabajar en la oscuridad.
    —No seas demasiado ruidoso —murmuró Duncan—. Es peligroso.
    —¡Maldita sea! —exclamó Snick. Estaba mordiéndose el labio inferior y tenía el ceño fruncido—. ¡Es tan injusto! Yo sólo deseaba ser una buena orgánica, lo mejor que pudiera. ¡No quiero ser una fuera de la ley!
    —Ésos también son sentimientos peligrosos —dijo Duncan—. Mejor que los guardéis para vosotros mismos. No sé nada de la gente con la que debemos trabajar, por supuesto. Pero estoy seguro de que desean entusiasmo, probablemente fanatismo. Vosotros mostráis reluctancia, resquemor, y podéis terminar petrificados de nuevo y en el fondo del océano, donde nunca seréis encontrados.
    —¡Sé eso, pero odio la injusticia! Yo sólo..., ¡oh, está bien! Guardó silencio durante el resto del viaje.

    Duncan tampoco habló mucho, ni apreció realmente las estimulantes vistas desde los altos puentes. Estaba enfocado en sus sentimientos hacia Panthea Snick. Aquella oscura y hermosa mujercita, con su personalidad a veces abrasiva, no era alguien hacia quien debiera sentirse fuertemente atraído. Sin embargo, así era precisamente. ¿Y qué podía hacer al respecto?

    En aquel momento no sabía lo que ella sentía acerca de él. Probablemente no se sentía en absoluto atraída hacia él. Pero, ¿por qué no preguntárselo?

    No. Eso podía ponerla a la defensiva. Esperaría. Dejaría que sus sentimientos hacia él, si eran favorables, se desarrollaran.

    El problema con esa actitud era que él no era tan paciente como le gustaría ser. Tomemos aquel momento, por ejemplo. Le gustaría inclinarse, rodearla con sus brazos y besarla.

    Apartó la vista de ella y dijo suavemente:

    —¡Ah!
    —¿Qué? —preguntó Cabtab.
    —Nada.

    El autobús se detuvo en el décimo piso del Complejo de Torres La Brea. Los tres, con sus bolsas en la mano, salieron. Caminaron a lo largo del suavemente curvado exterior por entre el denso flujo de gente vestida con ropas de brillantes colores hasta que llegaron a unas galerías públicas. Dentro de aquella enorme cámara con sus muchas tiendas tomaron un ascensor hasta la planta baja. Salieron de la cabina y caminaron hacia una cinta rodante, una de las muchas que recorrían el centro del círculo que formaba aquel nivel. Tras casi un kilómetro, se abrieron camino a través de las aceras rodantes hasta una acera estacionaria al borde de las cintas. Entraron en otra enorme estancia, una parcialmente dedicada a la recepción de emigrantes. Se pusieron a la cola delante de un escritorio y finalmente fueron entrevistados por una funcionaria. Tras haberla satisfecho, tomaron un autobús a sus apartamentos asignados. El de Duncan era amplio y daba a la pared exterior de la torre, lo cual le proporcionaba una excelente vista. Los siete cilindros de su apartamento contenían ocupantes del sábado al lunes; los otros estaban vacíos. Evidentemente, los inmigrantes del miércoles, jueves y viernes aún no habían llegado. Las placas de identificación de los cilindros indicaban que dos eran de Gales, uno de Indonesia y uno de Albania. Esto encajaba con lo poco que sabía Duncan de la distribución nacional de los nuevos inquilinos del bloque superior oeste. La mayoría de inmigrantes procedían de esas naciones, pero los rostros era iguales a los que había conocido en Manhattan y Nueva Jersey. La mayor parte de los ciudadanos de la Tierra tenían antepasados tanto chinos como indoasiáticos, y se decía que los rostros de los ciudadanos congoleños tenían el mismo aspecto que los suecos. Eso era un tanto exagerado, pero estaba lo bastante cerca de la realidad como para que todo el mundo lo creyera.

    El crisol de fundición iniciado por Wang Shen hervía alegremente. El racismo y el nacionalismo habían sido eliminados, aunque, creían algunos, al precio de la variedad. Los inmigrantes que llegaban allí, la mayoría solteros o sin niños, se suponía que se casarían y tendrían hijos cuya mezcla sería aún más compleja que la de sus padres. El índice de mestizaje que ya se había producido era evidente por los idiomas que hablaban la mayor parte de los recién llegados. El gales llevaba mucho tiempo extinto; la mayor parte de la gente en Gales hablaba el bengalí, un lenguaje que a su vez estaría muerto en dos generaciones o menos. Los albaneses hablaban un descendiente del cantones. Ambos grupos, como todos los demás, podían utilizar también el loglán, el idioma sintético de alcance mundial, aunque sólo cuando tenían que hacerlo, y todos habían aprendido el inglés en la escuela. El Conquistador, Wang Shen, y su hijo habían sentido siempre un gran amor y admiración hacia esa lengua. Como resultado de ello, una cuarta parte del mundo había nacido para hablarla. Desgraciadamente, el inglés indonesio, por ejemplo, no era siempre completamente inteligible para los que halaban el inglés noruego, pese a que la mass media del mundo utilizaba el inglés estándar.

    VARIEDAD DENTRO DE LA UNIDAD.


    Ése era uno de los eslóganes más difundidos del gobierno, uno que los alumnos de las escuelas oían desde el jardín de infancia. El problema era que el gobierno había estado creando desde el principio de la Nueva Era más variedad de la que quería. Y las variedades no siempre habían sido deseables..., desde el punto de vista del estado. Como el padre Cob Cabtab había dicho en una ocasión:

    —El eslogan de los fuera de la ley es: LA TERQUEDAD ESTÁ CERCA DE LA DIVINIDAD. El que patea a los estúpidos hiere a la burocracia. Dejemos que quien niegue esto caiga a las letrinas.

    Duncan salió solo a comprar ropa en la tienda más cercana. Volvió con doce prendas, las dobló y las metió en un estante de su armario personal. Ocuparon un espacio de quince centímetros de ancho y otros tantos de fondo por menos de un centímetro y medio de alto. Luego almorzó con Snick y Cabtab en el comedor más cercano, una estancia lo suficientemente grande como para contener a dos mil personas. Estaba casi llena, no porque la comida fuera excelente, sino porque a los del lugar les gustaba reunirse allí para socializar. Duncan miró a su alrededor, descubrió al menos diez hombres y mujeres que creyó que eran orgánicos. Aunque iban vestidos como civiles, tenían esa expresión ligeramente retraída, despectiva y cautelosa de los policías. Malos actores, pensó. Él y Snick carecían de esa actitud que empapaba de forma ascendente los rasgos del alma orgánica y rezumaba de su carne.

    No era cierto que una vez policía, siempre policía. ¿O simplemente se estaba engañando a sí mismo? No. Después de todo, aunque algunas de sus anteriores personalidades habían sido leales al establishment, otras habían sido anti establishment. En esta actual y, esperaba, última encarnación, estaba evidentemente contra el gobierno.

    A la una fue a la oficina del líder del superbloque, Francisco Tupper Min. Tras enfriar sus tacones durante una hora, mientras su cuello se calentaba cada vez más a cada minuto de retraso, fue admitido a presencia del augusto personaje. El achaparrado, enormemente sobremuscado y con la cabeza afeitada Min se levantó de detrás de su escritorio y saludó a Duncan con una disculpa. Tendió su enorme mano, y Duncan necesitó unos segundos para darse cuenta de que deseaba estrecharle la suya.

    Min sonrió —su voz era muy aflautada— y dijo:

    —Nuestras costumbres en Los Ángeles son muy diferentes, ciudadano Duncan. Nos enorgullecemos de ser progresivos, pioneros, siempre en primera línea de lo nuevo. Pero hemos vuelto a algunas antiguas costumbres. ¿Por qué preocuparse hoy en día por la posibilidad de transmitir enfermedades estrechando manos cuando ya no hay ninguna enfermedad que transmitir? Este inclinar la cabeza y juntar las manos como si estuviéramos rezando es demasiado formal. ¡Un buen apretón de manos, un contacto, hace sentir el calor humano!

    Duncan aceptó la mano tendida y sintió una poderosa presión. Tuvo la sensación de que Min hubiera podido triturar sus huesos si lo hubiera deseado. Pero Min era demasiado buen político para humillar a ningún votante.

    Aunque, señaló Min, Duncan todavía no lo era en estos momentos. Tenía que aguardar seis submeses y pasar un examen de elector antes de que pudiera registrar su voto a través de un ordenador.

    —Mi agenda siempre está muy apretada, pero me ajusto a ella —dijo Min—. Siéntese. Tome una copa. ¿No? Bueno, es usted un hombre comprensivo. Se da cuenta de lo atareado que estoy y no desea malgastar mi tiempo..., y el suyo tampoco. Le agradezco esa consideración. Como estaba diciendo, en tiempos normales tendría mucho tiempo para conocerle, y tengo intención de hacerlo una vez todos estos asuntos apremiantes hayan sido resueltos. Me gusta saberlo todo acerca de los ocupantes de mi bloque, no sólo por los archivos, sino también por las reuniones personales. Quiero que sean para mí algo más que sólo datos en una pantalla.

    Y una mierda, pensó Duncan. No hay forma en que puedas conocer íntimamente a doscientas mil personas.

    —De todos modos, como estaba diciendo, me abruman este flujo de inmigrantes, las presentes elecciones a líderes de bloque, y luego está lo inmediato del gran experimento. Los extremos particulares del experimento serán votados dentro de dos días, subdías, quiero decir. Es...
    —¿Gran experimento? —inquirió Duncan.

    Min le miró como si no pudiera creer en su ignorancia.

    —¿Quiere decir que no ha oído hablar de él?

    Duncan negó con la cabeza.

    —Ha estado en todos los canales, día y noche.
    —Ni siquiera he visto las noticias —dijo Duncan—. Había algo en las pantallas del comedor, pero el ruido era tan enorme que no se podía oír nada. De todos modos, acabo de llegar.
    —Lleva en todos los canales del martes desde hace ya un tiempo —dijo Min—, De hecho, es un experimento tan importante, si resulta votado, quiero decir, que no dudo que será transvisionado a todos los demás días.
    —¿Qué?
    —Los gobiernos mundial y nacional llevan mucho tiempo preocupados por las muchas quejas acerca del exceso de vigilancia a que está sometida la gente. Mucha gente por todo el mundo ha organizado grupos de protesta. Y el gobierno, como usted bien sabe, es muy sensible a los derechos civiles.

    Min, observó Duncan, ni siquiera sonrió cuando dijo eso.

    —Por otra parte, ciudadano Beewolf, el gobierno tiene que mantener como su primera regla, principal y siempre presente, el mayor beneficio para el pueblo. No cree que una relajación de la vigilancia vaya a beneficiar a sus ciudadanos.

    Discurso programado número 10A, pensó Duncan.

    —Sin embargo, puesto que ha habido tantas objeciones, aunque según el gobierno mal fundadas, si no básicamente triviales, el gobierno ha decidido efectuar un test y descubrir lo que ocurrirá si la vigilancia es relajada hasta cierto punto. Esto tiene que ser un experimento, así que no será conducido a nivel mundial. Sólo unas cuantas ciudades serán elegidas para él. Los Angeles es una de ellas.
    —¿Hay alguna razón por la que haya sido elegida Los Ángeles?

    Min sonrió ampliamente e hizo un brusco gesto.

    —¡Porque somos una de las ciudades más progresivas del mundo, por supuesto!

    Duncan se preguntó si aquello era correcto. Tenía la impresión de que el gobierno debería elegir metrópolis menos liberales para su experimento.

    —De todos modos —dijo Min—, todavía no está decidido si este test va a ser llevado a cabo o no. Hoy es el día de la elección, y si la mayoría de los votantes están contra ello, el experimento no será realizado.
    —¡Ah! —dijo Duncan.
    —¿Qué quiere decir usted con eso?
    —Sólo era una exclamación.
    —Me sorprende que no supiera nada al respecto.
    —¿Por qué debería? —preguntó Duncan—. Vengo de Nueva Jersey. Dudo que ninguna ciudad allí sea lo bastante grande como para hallarse en el experimento.
    —Eso no importa. Las noticias han estado en todas las zonas del martes. Debería haberlas visto usted en las pantallas del tren, si no en ningún otro lugar.
    —No lo hice.

    Min había dejado de sonreír. Con los ojos entrecerrados, arrojó hacia delante su cabeza en forma de bola sobre su masivo cuello.

    —No será usted uno de esos que ignoran la televisión, ¿verdad? Todos los ciudadanos deberían mantenerse siempre bien informados.
    —Estaba ocupado contemplando el campo —dijo Duncan—. Ésta es la primera vez que salgo de Nueva Jersey. De hecho, es la primera vez que me alejo más de quince kilómetros de New Ark.

    Si Min deseaba comprobar eso, podía consultar los datos de la tarjeta de identificación de Duncan. Probablemente ya lo había hecho antes de que Duncan entrara en la oficina.

    —Entonces bienvenido al gran mundo, Beewolf. ¿Puedo llamarle Andrew? Los apellidos son tan formales. Me gusta pensar que soy amigo de todas las personas de mi bloque. Una especie de padre también.
    —Andy es mejor.
    —Puesto que no parece usted saber nada de la elección, le sugiero, Andy, que se ponga al corriente al respecto. Todavía no puede votar para la elección del líder del bloque, pero se supone que debe votar respecto al asunto de la vigilancia.
    —Lo haré, por supuesto —dijo Duncan—. Mientras tanto, tengo que arreglar un montón de cosas antes de ir a mi trabajo mañana.
    —Sí, hágalas. —Min tendió su mano — . Buena suerte, Andy, y espero que sea feliz aquí. Si tiene algún problema, mi pantalla siempre está abierta.


    15


    El Snorter estaba a un kilómetro del apartamento de Duncan (Beewolf), Cabtab (Ward) y Snick (Chandler), aunque ninguno de los tres vivía a menos de medio kilómetro los unos de los otros. Se encontraron en el camino cubierto de acceso, diez metros de anchura y diez de altura, cerca de la entrada de la taberna. Eran las ocho de la noche, y los resultados de la elección habían sido exhibidos ya en las pantallas de noticias. Siete millones trescientos mil ciento once habían votado a favor de disminuir la vigilancia. Aproximadamente tres millones habían votado contra la medida. Tres millones doscientos mil uno no habían votado. Al parecer, la elección había complacido a todo el mundo en el vecindario; todos parecían borrachos de alegría. Ahora iban camino a la taberna para emborracharse de verdad.

    Los tres entraron a través de las amplias puertas a una inmensa ala dividida en cuatro compartimientos por paredes que se alzaban hasta la mitad de la altura del techo. En el centro de cada uno había una enorme barra en forma de trébol de cuatro hojas rodeada por una pista de baile, y anillos exteriores de mesas y reservados. Aquí y allá había enormes macetas que contenían hermosos pimalias, un árbol sintético. Las paredes estaban llenas de pantallas que mostraban las noticias y varios espectáculos. Aunque su sonido no podía oírse por encima del rugir general, a nadie le importaba.

    —Están locos con el sabor anticipado de la libertad —dijo Snick—, Una libertad que ni siquiera sabían que tuvieran hasta que algunos radicales se la señalaron.

    Estaban abriéndose camino por entre la multitud hacia una mesa contra la pared.

    Al parecer, Cabtab no la oyó. Duncan estaba lo suficientemente cerca de ella como para captar sus palabras. Dijo:

    —Hablas como un ganic.
    —No. Sólo estoy siendo racional. ¿Eso me hace ganic?

    Se sentaron. Cabtab dijo:

    —Parece que ésta era la última mesa libre.

    Duncan miró una pantalla mural.

    —Todavía faltan veinte minutos.

    El padre se inclinó hacia delante para que sus labios estuvieran cerca de los oídos de los otros dos.

    —¿Creéis que se presentará? Éste es un maldito lugar para una charla subversiva. Tienes que gritar para hacerte oír.
    —Es el mejor lugar —dijo Duncan—. ¿Quién demonios puede oírnos?

    Una sudorosa camarera de aspecto agotado apareció al cabo de diez minutos.

    —Lo siento, chicos —dijo—. Esta noche es la locura y el caos.

    Snick pidió un agua de lima; Cabtab una cerveza; Duncan un bourbon. La camarera desapareció entre los gritos y el torbellino. Cuando volvió a aparecer doce minutos más tarde, escupida por la multitud como una pepita de uva, aún parecía más fastidiada. Justo cuando llegaba junto a ellos fue empujada contra la mesa, y su bandeja cayó. Las bebidas se derramaron sobre Snick y Cabtab. La camarera, con una sonrisa que era casi una mueca, aferró la bandeja, se volvió, y golpeó con ella en la cabeza al hombre que tenía detrás. Protestando que él era inocente, el hombre lanzó un puñetazo al estómago de la camarera. Cabtab lanzó un aullido, salto de su silla, y se lanzó contra el hombre. Una mujer, chillando, cayó sobre la camarera, que estaba de cuatro patas e intentando con todas sus fuerzas recuperar el aliento.

    Duncan no fue capaz de seguir claramente la sucesión de los acontecimientos después de eso. Toda la taberna pareció estallar en una lucha a puñetazos, arañazos, aullidos y gritos de guerra o chillidos pidiendo ayuda. Él, como cualquier persona sensata, de las cuales parecía haber pocas allí, se dejó caer sobre manos y rodillas y se arrastró hasta la pared. Allí se puso en pie y tiró de la mesa, que ahora estaba volcada de lado, hacia él, como un escudo. Esperó que Snick se le reuniera. Pero, cuando miró por un lado de la mesa, se sorprendió al verla golpear a un hombre en la nuca con el canto de la mano. Luego se derrumbó bajo una mujer que sabía saltado a su espalda. Un hombre se tambaleó hacia atrás y cayó contra la mesa, atrapando a Duncan por un momento contra la pared. Cuando consiguió empujar mesa y cuerpo lejos de él y miró de nuevo, no pudo ver a ninguno de sus dos compañeros. En alguna parte en medio del tumulto, sin embargo, el padre estaba rugiendo amenazas de mutilación.

    ¿Qué hubiera hecho Enrique V en una situación como aquélla?, pensó Duncan. Se hubiera lanzado a la refriega y hubiera conseguido un ojo morado, una nariz sangrante, una mandíbula rota, una concusión en el cráneo, y posiblemente un tirón en la espalda y alguna lesión en los riñones.

    ¿Qué hubiera hecho Falstaff? Se hubiera quedado detrás de la mesa y hubiera racionalizado su cobardía, a la que hubiera llamado discreción.

    Duncan llegó a un compromiso abandonando el escudo protector de la mesa pero arrastrándose pegado a la pared en dirección a la salida. Si Snick y Cabtab tenían un poco de sentido común, estarían fuera también. Los orgánicos entrarían pronto en enjambre en el lugar, con sus aguijoneadores de ganado y su bruma aturdidora. Arrestarían a todo el mundo y luego, para separar las ovejas de los carneros, administrarían la bruma de la verdad a los sospechosos. Aunque la ley exigía a los ganics que limitaran sus preguntas a los particulares de la situación bajo la cual habían sido arrestados los sospechosos, no siempre lo hacían así. De todos modos, cuando Snick y Cabtab fueran requeridos para que se identificaran tras respirar la bruma, darían sus auténticos nombres. Ésos serían comprobados en el término de unos pocos segundos en el banco de datos orgánico, y sus nombres no serían lodo. Serían piedra.

    Sus historias pondrían también al descubierto a Duncan.

    —¡Malditos estúpidos! —murmuró. Se detuvo porque la cabeza de una mujer que caía golpeó contra sus costillas. Lanzó un gruñido de dolor y se arrastró tan aprisa como pudo.
    —¡No, tú no! —le gritó un hombre, y le lanzó una patada. Duncan saltó hacia delante, agarró el tobillo del hombre y tiró. El hombre cayó hacia atrás pero fue salvado del impacto a medio camino por otros dos hombres que forcejeaban a sus espaldas. Duncan soltó el tobillo y estrujó los testículos del hombre. La rodilla del hombre ascendió hacia la mandíbula de Duncan. Por unos segundos Duncan no supo quién era ni dónde estaba. Pero al cabo de un momento se recobró lo suficiente como para seguir arrastrándose de nuevo hacia delante. Pudo oír el débil y agudo sonido de unos silbatos. Llegaban los ganics.

    Se levantó, se zambulló hacia delante, apartó a un lado a una enredada y chillante pareja masculina y se lanzó de cabeza hacia la entrada. Sangrando, jadeante, cruzó medio cayendo la puerta, se puso de nuevo en pie y corrió hacia una tienda al otro lado. El cartel encima de la puerta anunciaba que se trataba de la tienda de Ibrahim Izimoff, Dulces y Drogas Legales. Él y el propietario o empleado eran los únicos en el lugar. El alto y rechoncho hombre de mediana edad y piel pálida, con unas hirsutas patillas teñidas de púrpura, dijo:

    —¿Qué demonios está ocurriendo ahí enfrente?
    —Una estúpida refriega —dijo Duncan—. ¿Hay alguna salida trasera?
    —Por supuesto. Varias. Espere un minuto. Cierro el lugar y voy con usted.

    Otro falstaffiano, pensó Duncan. No deseaba estar en ninguna parte cerca de aquel lugar cuando los ganics empezaran a arrestar. Podía ser llamado como testigo.

    —¿Es usted Izimoff? —preguntó Duncan.
    —Sí. ¿Usted es Beewolf?
    —¡Por el amor de Dios! —exclamó Duncan—. ¿Es usted quien se supone que tenía que encontrarse con nosotros?
    —No exactamente. Yo sólo iba a llevarles las órdenes. ¡Vamos!
    —Mis colegas todavía siguen allí —dijo Duncan—. Si son arrestados...

    Se dirigió hacia la puerta y miró fuera, hacia ambos lados. Hombres y mujeres vestidos de verde acudían a la carrera, haciendo sonar sus silbatos. Pero sólo eran cinco. Pronto aparecerían muchos más.

    Justo antes de que el primero, frenando la marcha, alcanzara la entrada, Cabtab, tirando de Snick con una mano, apareció a la carga por la puerta. Su gigantesco cuerpo golpeó a una ganic y la derribó al suelo. El segundo en llegar, un hombre fornido, besó el asfalto por obra y gracia de un enorme puño. Cabtab, rugiendo como un león, cruzo el camino de acceso. Snick, arrastrada ahora por los brazos, con los talones raspando contra el suelo, era llevada como un saco de cereal. El tercer ganic en llegar allí, una alta y musculosa mujer, intentó lanzar un chorro de bruma aturdidora al rostro de Cabtab.

    Éste dejó de aullar porque estaba conteniendo el aliento. Su puño salió disparado de nuevo, arrancó todo lo arrancable de la mano de la ganic y, sujetándolo aún entre sus dedos, alcanzó la punta de la mandíbula de la mujer.

    Otros estaban saliendo de la taberna como vomitados por una enorme boca, y formaron una no planeada barrera entre el padre y los dos agentes restantes. Pero una horda de uniformes verdes corría ya hacia ellos desde ambos lados del camino de acceso.

    Izimoff había apagado ya por aquel entonces todas las luces de la tienda. Duncan mantuvo la puerta abierta hasta que Cabtab y Snick estuvieron dentro. La cerró pero no pudo, puesto que se trataba de una tienda no gubernamental, asegurarla por dentro con llave ni pasador.

    —¡Por el amor de Dios, salgamos de aquí! —dijo Izimoff, y echó a correr hacia la parte de atrás. Había suficiente luz de fuera como para que Duncan pudiera ver los hinchados labios, los enrojecidos ojos y los sangrantes arañazos de Cabtab y Snick.
    —Vaya otro lío en que nos has metido —dijo Duncan.
    —¡Al diablo con ello! ¡Fue divertido! —gruñó el padre.
    —Ahora lo siento —jadeó Snick—, pero me sirvió para liberar buena parte de mi irritación. Sin embargo, hubiera preferido hacérselo a los ganics.

    Cruzaron apresuradamente la tienda que había detrás de la de Izimoff, despertando algunas miradas en los pocos clientes y empleados, y salieron a la calle 10AB3, también conocida como avenida Welcomewagon. Algunas de las pantallas murales entre las tiendas estaban mostrando ya el tumulto, puesto que la gente de las noticias había llegado pisándoles los talones a los agentes de la paz.

    Izimoff, jadeante, sudando como si estuviera en una sauna, les condujo rápidamente avenida abajo durante unos treinta metros. Luego entró en otra tienda, pasó a la que había detrás de ésa, y salió a una calle que era parte de negocios, parte residencial. Tras recorrer un centenar de metros, se detuvo ante una puerta de filigrana pintada con los colores del arco iris que encajaba con su propio atuendo. Insertó su tarjeta de identificación en una ranura, y la puerta se abrió hacia dentro. Cuando entraron, las luces se encendieron.

    Mientras les conducía por el vestíbulo dijo:

    —Primero tenemos que librarnos de sus golpes y arañazos.

    Eso se solucionó rápidamente con el contenido del botiquín comunal del cuarto de baño. Al cabo de veinte minutos, los lamentables rostros estaban medio curados.

    —La ciencia médica moderna —dijo Izimoff mientras los llevaba a la sala de estar. Suspiró—. Ojalá pudiéramos curar también todas las enfermedades sociales con el contenido de una botella. —Se detuvo y agitó una mano—. Siéntense. Pónganse cómodos. Les ofrecería algo de beber, pero dudo que necesiten más.
    —Puede que apestemos a alcohol —dijo secamente Snick—, pero ni siquiera tuvimos la oportunidad de dar un sorbo.
    —Bien, la verdad es que no tengo nada de licor —dijo Izimoff con un asomo de presunción—. Y no voy a violentar los armarios personales de los demás días. De todos modos, no creo que deban permanecer aquí mucho tiempo. No tenía planeado traerles aquí. Sólo tenía que aventurarme en aquel antro de iniquidad el tiempo suficiente como para pasarles los datos que me habían ordenado que les entregara. Y tengo que volver a mi tienda. No se supone que deba cerrar hasta las diez. Puedo ser multado si los ganics se dan cuenta de que he cerrado. Puedo alegar que estaba preocupado por el tumulto, que no quería que los borrachos se me metieran en mi tienda y lo rompieran todo. Y también...
    —Todo eso es irrelevante —dijo Snick—. Si tenemos que salir rápido de aquí, mejor denos los datos.
    —Oh, sí, por supuesto —dijo Izimoff, algo envaradamente—. Aunque, no sé. La situación ha cambiado. No hay forma de decir qué consecuencias puede tener este desafortunado tumulto. Quizá debiera aguardar a tener noticias de mi contacto. Tal vez reconsidere su plan, un enfoque distinto ahora que el marco ha cambiado. Quizá no desee que posean ustedes los datos. Dios sabe que todos estamos en peligro ahora que han atraído la atención de los ganics.

    Extrajo un pañuelito de tisú del bolsillo y se secó la frente.

    —Todo ocurrió tan rápido que dudo mucho que los ganics pudieran identificarnos —dijo Duncan—. ¡Por el amor de Dios, hombre! Ya llevamos demasiado tiempo sumidos en la oscuridad. Estamos sedientos al menos de un poco de información, y nos sentimos ansiosos por hacer algo por la organización. Además, si desobedece las órdenes, puede hallarse en dificultades con sus superiores. Vamos, suelte lo que tenga que soltar. Luego nosotros seguiremos nuestro camino tan pronto como estos arañazos hayan acabado de curar.
    —No sé de qué se trata —dijo Izimoff.
    —¿Qué? —exclamaron los tres al mismo tiempo.
    —Quiero decir que está en una tarjeta. Iba a dársela a un joven que trabaja a tiempo parcial para mí. Este se la debía entregar a una camarera, pagarle para que lo hiciera, y ella les daría la tarjeta al tiempo que les servía las bebidas. Ustedes la leerían, y luego la frotarían a fin de que los datos fueran destruidos. La pelea estalló justo en el momento en que yo iba a entregarle la tarjeta al joven. Le dije que desapareciera y...
    —¿Permitió usted que la tarjeta fuera a parar a manos de no miembros? —dijo Snick—. No puedo creerlo. ¿Y si la pelea hubiera empezado después de que el joven hubiera entrado en la taberna pero antes de que pudiera entregarla a la camarera? Ahora estaría flotando por ahí dentro, y puede apostar usted su gordo culo a que los ganics no tardarían en tenerla entre sus manos.
    —No hay ninguna necesidad de mostrarse insultante —dijo Izimoff. Se secó de nuevo la frente—. Se me ordenó que les entregara la tarjeta de forma indirecta. No entregándola personalmente. Ahora todo eso se ha ido al diablo. Ahora ustedes me conocen. Por eso me muestro reluctante a entregársela ahora. Sé que me van a culpar de todo esto, aunque no haya tenido ninguna culpa.
    —¿Qué pueden hacer ahora? —dijo Duncan—. ¿Matarle?

    Izimoff abrió mucho los ojos, los hizo girar y no dijo nada.

    —¿Qué clase de equipo es éste? —preguntó Duncan.
    —¡Oh, no! ¡No me matarán, no harán nada así, por el amor de Dios! —dijo Izimoff—. Pero pueden echarse sobre mí, me castigarán de alguna forma. No lo sé. ¿Qué se yo acerca de cómo castigan a sus miembros? Estoy siempre aislado, sólo soy una célula que contacta a otras células de tanto en tanto. Ni siquiera sé las identificaciones de las células con las que contacto. Y ellas tampoco conocen la mía, por supuesto. Nunca me he reunido con nadie en mi tienda o apartamento. ¡Si sólo no se hubiera producido este tumulto!
    —Sin duda no ha sido contactado por un reclutador —dijo Snick—. Ha asistido a reuniones, ¿no? Seguro que ha sido adoctrinado.
    —Sí, pero fue en una habitación escasamente iluminada. Todo el mundo iba enmascarado, y nuestras voces eran transmitidas a través de dispositivos audiosintéticos. Hasta ahora he asistido a dos de esas reuniones. Ambos lugares eran gimnasios utilizados también como iglesias y sinagogas por sus respectivas congregaciones. Cada reunión duró media hora. Hicimos nuestro juramento...

    Extrajo otro pañuelo de tisú.

    —Estoy hablando demasiado. Es la tensión. Pensé que podría resistirla mejor. No informarán de mí, ¿verdad?
    —No a menos que no nos entregue la tarjeta —dijo Duncan. Su mirada a Snick decía: Espero que los demás miembros estén hechos de otro material.

    Izimoff extrajo un rígido rectángulo gris de su bolsillo.

    —Aquí la tienen.

    Duncan la tomó. Snick y Cabtab se pusieron en pie y la leyeron por encima de su hombro. Duncan frotó con el pulgar una esquina marcada por una delgada línea negra en diagonal. Una secuencia de palabras en inglés apareció en la superficie de la tarjeta.

    PRONTO RECIBIRÁN NOTICIAS.


    —¿Qué demonios es toda esta mierda? —exclamó Duncan—. Por supuesto que esperamos ser contactados pronto. Eso ya lo sabemos.

    Miró a Izimoff con ojos llameantes.

    —Es para eso para lo que hemos arriesgado nuestras vidas?
    —No lo sé —dijo Izimoff, retrocediendo ligeramente—. No quiero caber lo que dice. Por favor, frótela de nuevo y devuélvamela.

    Duncan hizo lo solicitado. Izimoff pasó su pulgar varias veces por encima de la tarjeta como para asegurarse de que el mensaje había sido destruido. Miró el reloj de la pantalla mural. Gruñó en voz baja. Tendrían que transcurrir otros quince minutos antes de que los rostros de sus no deseados huéspedes hubieran sanado por completo y pudieran marcharse.

    —¡Esto es estúpido! —dijo Snick—. ¡Vuestra organización es estúpida!
    —¡No diga eso! —exclamó Izimoff, tendiendo la mano, con la palma hacia arriba, al parecer para hacer rebotar aquellas palabras, como si fueran una pelota de tenis, contra Snick—. Son muy cautelosos, pero desean animarles a ustedes, hacerles saber que no están siendo ignorados. Al menos, eso creo. No he leído la tarjeta, pero por lo que dicen es evidente que había algo escrito en ella.

    Cabtab se palpó cuidadosamente la zona en torno a su ojo izquierdo. La hinchazón y el enrojecimiento ya casi habían desaparecido.

    —El que nuestro amigo aquí se muestre abiertamente nervioso y el que el expedidor de la tarjeta no sea demasiado brillante no significa que toda la organización sea un puñado de estúpidos y nulidades —dijo—. De todos modos, ¿qué otra cosa podemos hacer excepto atenernos a lo estipulado? No podemos renunciar. Sean quienes sean, no lo permitirán.
    —¡Puede estar seguro de ello! —se apresuró a decir Izimoff.

    No hablaron mucho después de esto, excepto unos pocos comentarios mientras contemplaban las noticias. Vieron a los orgánicos arrastrar hasta las camionetas los cuerpos inconscientes de los arrestados y llevárselos. Luego vieron a algunos de ellos ser acusados formalmente en la comisaría orgánica. El interrogatorio por parte de los orgánicos no fue mostrado; eso era siempre ocultado al gran público. Que se hubiera permitido que los noticiarios filmaran parte del proceso era una prueba de que los ganics consideraban el asunto solo como un incidente entre borrachos. Se permitió a los periodistas entrevistar a algunos de los liberados cuando salieron de la comisaría.

    Entrevistador:

    —Sólo un momento, ciudadano. ¿Podemos preguntarle su nombre y cuáles fueron las acusaciones?

    Ciudadano:

    —¡Que te jodan!

    Entrevistador (a otro hombre):

    —Usted parece un ciudadano cooperativo. ¿Querría describir para nuestros espectadores lo que ocurrió en el Snorter?

    Ciudadano (sonriendo con sus labios hinchados):

    —Golpes, golpes.

    Entrevistador:

    —Correcto, ciudadano. Comprendemos. —(A un tercero, una mujer alta y de anchos hombros con largo pelo negro terriblemente desordenado y una mejilla hinchada)— : Ciudadana, ¿querría decir algo para la audiencia? Nuestros espectadores están ansiosos por conocer detalles de lo ocurrido en el Snorter.

    Ciudadana:

    —Yo no estaba allí. Los ganics me agarraron porque mi esposo y yo habíamos tenido una ligera discusión. Si quiere saberlo usted todo acerca de ese bastardo...

    Entrevistador:

    —Gracias. Oh, aquí hay un hombre que parece como si tuviera algo interesante que decir. Ciudadano, ¿querría...?

    Duncan señaló hacia otro hombre que se deslizaba más allá de la cámara, con la cabeza gacha y el sombrero echado sobre los hombros.

    —Hey, ¿éste no es el profesor Herman Trophallaxis Carebara? ¿El hombre de las hormigas que conocimos en el tren?

    Snick se inclinó hacia delante, con los ojos muy abiertos.

    —Sí, es él. Pero, ¿qué está haciendo aquí? ¿Lo viste en el Snorter?
    —No, y no tendría que estar allí. Dijo que iba a vivir en la Torre de la Universidad.

    Snick agitó la cabeza.

    —¿Supones que es un ganic, y que estaba siguiéndonos?
    —No podemos sospechar de todo el mundo —gruñó Duncan, sin demasiada convicción.


    16


    Aquella reunión con el líder de la célula no fue muy parecida a como Izimoff dijo que sería.

    Sólo Duncan y el hombre que lo había llamado estuvieron presentes Si, pensó, se trataba de un hombre. La pequeña habitación desnuda estaba iluminada por una luz muy débil, y la persona llevaba una máscara, un sombrero de ala ancha y una capa que ocultaba su figura. El dispositivo sujeto encima de su boca, además, no sólo distorsionaba la voz, sino que podía profundizarla considerablemente. Su propio dispositivo hacía que sonara como si acabara de respirar una buena bocanada de helio.

    Puesto que la habitación había sido revisada en busca de monitores la oscuridad y los distorsionadores le parecieron innecesarios a Duncan. Además, ¿dónde estaban Cabtab y Snick? Preguntó por qué.

    —Tenemos nuestras razones —dijo la voz-en-el-fondo-del-pozo. La capa se agitó, y la persona se levantó rápidamente de la silla y empezó a caminar arriba y abajo, con las manos a la espalda. Los pantalones anchos y sueltos impedían que Duncan pudiera observar si sus piernas eran masculinas o femeninas.

    »No quiero decir que no pueda usted formular preguntas —prosiguió la voz—. Si no lo hiciera demostraría ser torpe, demasiado torpe para lo que nosotros queremos. Pero tiene que comprender que muchas de sus preguntas no serán contestadas. Si no lo son, no insista en formularlas. ¿Ha comprendido?

    —He comprendido.
    —Cuando efectuamos reuniones masivas (¿masivas?: cuatro o cinco como máximo) tratamos de temas generales. Nunca hablamos de los proyectos particulares de los miembros en esas reuniones. A menos, por supuesto, que se trate de un proyecto en el que un cierto número de personas tengan que ayudarse las unas a las otras y sea necesaria una sincronización delicada. Eso no ocurre muy a menudo. Precisamente ahora, tenemos en mente un proyecto especial para usted. Pero, primero, esto.

    La mano que brotó de debajo de la mano sujetaba un spray azul.

    —Administramos esto en todas nuestras primeras reuniones y luego de tanto en tanto, al azar. Nunca se es demasiado cauteloso, ¿comprende?
    —Por supuesto —dijo Duncan. No podía dejar de preguntarse si el spray no contendría algo más que bruma de la verdad. ¿Y si la organización había decidido que él estaba en peligro? Qué fácil sería rociarle con veneno en vez de con lo que esperaba respirar. Pero no había nada que pudiera hacer para detenerles. Si se negaba, lo harían de todos modos.

    El spray siseó. Sintió la humedad en sus labios, nariz y ojos, e inspiró el dulce aroma de la nubecilla. Al menos tenía el olor a violetas de la bruma. No serviría de nada intentar retener el aliento hasta que la bruma se hubiera disipado. En estos momentos estaba actuando a través de la piel y en el flujo sanguíneo. Había la suficiente cantidad como para producir una semiinconsciencia que le haría respirar de forma natural.

    Despertó para descubrir a la oscura figura de pie junto a él

    —Así que... entonces es cierto.
    —¿El qué? —preguntó. Sus sentidos aún no habían vuelto completamente a él.
    —Que puede usted mentir bajo la bruma. Me dijeron que podía, pero no lo creí. No realmente. Pero todos mis sondeos fracasaron en conseguir extraerle nada excepto que usted era realmente Andrew Vishnu Beewolf, y todo lo que me dijo encajaba con su tarjeta de identificación. Los detalles que no figuran en ella, las cosas personales acerca de las que los orgánicos podrían interrogarle, surgieron de usted como si nunca hubiera sido nadie más que Beewolf.

    Se puso a pasear arriba y abajo de nuevo, con las manos a la espalda.

    —No lo comprendo, pero así es. Se trata de un talento único. ¡Incomprensible! ¿Genético? ¿O es una habilidad que se enseñó usted mismo? Oh, no importa. Bueno, sí, sí importa. Si puede enseñarse a otros cómo hacerlo, ¡qué espléndida ventaja tendríamos!

    La figura giró en redondo y lo apuntó con un dedo, como si pudiera lanzar un rayo capaz de atravesarlo y hacer que la verdad rezumara por el agujero.

    —¿Aprendió usted a hacerlo? ¿O simplemente le vino de forma natural?
    —Me enseñé a mí mismo a través de la experimentación —dijo Duncan—. Pero la habilidad parece ser algo, como usted dice, natural. Así que en realidad no puedo responder a su pregunta.
    —Desgraciadamente, puede usted mentir, así que no sé si me está diciendo la verdad. No serviría de nada someterle de nuevo a la bruma y preguntárselo.

    Duncan estaba seguro de que ya se lo había preguntado. ¿Por qué él o ella estaba mintiendo? ¿Era simplemente porque los miembros de la organización estaban tan acostumbrados a engañar que mentían también cuando no tenían ninguna necesidad de hacerlo? ¿O tenía aquella persona alguna buena razón para hacerlo?

    Me he preguntado esto muchas otras veces, pensó Duncan. Debo haberlo hecho muy a menudo cuando era Card y otros seis.

    Su singular talento tenía también sus desventajas, desde el punto de vista de la organización. Si podía mentir a los orgánicos, también podía mentirles a ellos. Lo cual significaba que podía ser un infiltrado. No podían confiar enteramente en él, pero no podían negarse a utilizarle. Era una herramienta como ningún orgánico ni subversivo había poseído antes.

    —¿Tiene algún nombre este grupo? —preguntó Duncan de pronto—. Estoy cansado de pensar en él como simplemente una organización de gente fuera de la ley. Es difícil identificar algo que no tiene nombre.
    —Oh, sí. El Homo sapiens exige siempre etiquetas, nombres, títulos. De otro modo, está perdido. ¿Necesita realmente un nombre?
    —Me sentiría más cómodo.
    —Muy bien. Durante este submés es RATA.
    —Este mes. ¿Cambian cada veintiocho días?
    —Eso confunde a los orgánicos.

    Eso no era así, pensó Duncan. Cualquier miembro atrapado e interrogado revelaría todos los nombres que se habían utilizado hasta entonces.

    —¿RATA?
    —Rebeldes Anti Tiranía Abusiva.
    —Entiendo.
    —No me gusta porque implica sólo destrucción. Somos eso, pero también somos constructores. Reconstructores. Constructivos. Sin embargo, eso no importa ahora. Lo que importa es su proyecto. Escuche atentamente.

    Treinta minutos más tarde, la persona había dicho buenas noches a Duncan y, llevándose ambos distorsionadores con él, salido por una puerta. Duncan, siguiendo las instrucciones que había recibido, hizo pedazos su máscara y se los metió en el bolsillo. Se marchó por otra puerta, y salió a un pasillo que conducía a un ruidoso gimnasio. Dobló a la izquierda y salió por una puerta lateral a un acceso. Cuando llegó junto a un cubo público de basura dejó caer en él los pedazos de la máscara. A las 10:00 P.M. subió al autobús. Diez minutos más tarde bajaba en la esquina más próxima a su apartamento. Había intentado detectar si alguien le seguía, pero fracasó.

    El trabajo que le había sido asignado era, estaba seguro de ello, una pequeña parte de un plan más grande. No se suponía que debiera saber cómo se imbricaba con el trabajo hecho por los demás. El era simplemente una rueda más en el engranaje de una enorme maquinaria subterránea, que esperaba no fuera una Rube Goldberg. Bien versado en historia, aunque desconocía por qué, sabía muy bien que los revolucionarios eran mucho mejores como destructores que como constructores. No siempre, era cierto. Pero generalmente parecían estar más motivados por el ansia de poder que por el deseo de construir una sociedad mejor, aunque ciertamente todos hubieran negado eso. La genuina reconstrucción había sido siempre efectuada por aquellos que habían echado a un lado o liquidado la primera generación de militantes.

    Trabajaba para un grupo que no le había iluminado respecto a cómo conseguir los objetivos previstos. Quizá, después de que se hubiera «probado» a sí mismo, le fuera dicho mucho más. Si no era así, era posible que hallara difícil seguir trabajando con entusiasmo Desgraciadamente, no podía abandonar el RATA ni aunque perdiera su celo. Una vez unido a él, estaba unido a él para siempre

    Quizá.

    Como especialista en bancos de datos, tenía abierto el camino para establecer una nueva identidad si así deseaba hacerlo. El peligro era que los RATA podían, si eran lo suficientemente astutos llegar a saber esto. Y quizás habían instalado un sistema monitorizador de alarma que les advirtiera si él intentaba hacer algo semejante. Por otra parte, él podía arreglar un sistema monitorizador que detectara sus monitores. Pero ellos podían haber anticipado esto e insertado una monitorización a su sistema monitorizador.

    Eso podía seguir indefinidamente y dar como resultado una sala de espejos electrónica.

    Se echó a reír, aunque no había nada en todo aquello que pareciera especialmente divertido. Sin embargo, había un rasgo absurdo en toda aquella situación. Si había un Dios, debía estar riéndose de aquellos seres hechos a Su imagen y semejanza. O quizás estaba tan disgustado que hacía mucho tiempo que había abandonado aquel universo. O quizá, siendo como era todopoderoso, se había cancelado a Sí mismo y ya no existía. Y no importaban las contradicciones en este caso, en el sentido de que era infinito y eterno. Esos atributos podían ser borrados también si así lo deseaba.

    Duncan entró por la puerta que daba acceso a un pasillo alineado con puertas de apartamentos. Su tarjeta de identificación, insertada en la ranura de la puerta, accionó la cerradura. Las luces se encendieron a medida que pasaba de habitación a habitación. Se detuvo unos instantes contemplando la vista a través de la ventana que llegaba hasta el techo. Los Angeles se veía espléndida, con luces que irradiaban de cada torre y puente, de los botes y barcos en el agua allá abajo, y de los aparatos aéreos. Era una vista maravillosa, que no debería verse oscurecida por preocupaciones y problemas inminentes. La metrópoli resplandecía como si fuera un faro de belleza, esperanza y amor. Todo aquello debería aletear como polillas. Pero..., las polillas se sienten atraídas por la luz. Los ciudadanos de aquel magnífico lugar tenían todo lo necesario para hacer que se sintieran felices y satisfechos. Ésa era la teoría. Los hechos eran distintos.

    —Siempre ha sido de este modo —murmuró—. Sin embargo, si el dolor, el hambre, las heridas, la locura, la neurosis, la enfermedad física y la frustración fueran elementos cuantitativos, ¿no sería cierto que hay mucho menos de todo eso que nunca antes? ¿No nos contemplarían las sociedades pasadas como una casi Utopía?

    El Homo sapiens nunca estaba satisfecho. Al menos, algunos de sus miembros nunca lo estaban.

    Ciertamente la soledad era algo tan endémico como siempre..., a juzgar por sus propias experiencias y lo que sabía de las de los demás. En este momento estaba de pie en medio de una lluvia de ellas y se había considerado a sí mismo extraordinariamente impermeable a tales sentimientos. Soledad...

    Lo cual lo condujo a pensar en Panthea Pao Snick. Le hubiera gustado mucho que ella compartiera su apartamento con él. La deseaba, y veía con deleite la posibilidad de vivir un largo tiempo con ella. Por decirlo suavemente, estaba enamorado de ella. ¿Por qué, entonces, no se lo había dicho? Era fácil responder a aquello. Ella no había mostrado ningún signo de que sintiera hacia él otra emoción distinta a la que podía sentir por un colega cercano. Ni siquiera estaba seguro de que sintiera eso. Debía descubrir exactamente lo que ella pensaba de él y sentía hacia él. Quizá se sintiera tan inhibida como él. Después de todo, era, había sido, una orgánica, y los orgánicos tendían a ser muy cautelosos a la hora de revelar sus actitudes personales. Además, realmente no habían tenido mucho tiempo para expresar sentimientos tales como el compañerismo y el amor.

    —Debí experimentar alguno de esos sentimientos hacia ella cuando era una de mis otras personalidades —dijo en voz alta—. ¿Por qué siento de este modo hacia ella ahora? Ha sido todo demasiado repentino; debió brotar de experiencias anteriores, que desgraciadamente no recuerdo.

    Se preparó una copa, luego conectó una pantalla mural para conocer los mensajes que podían haber llegado en su ausencia. El que la pantalla estuviera vacía le hizo sentir también vacío. Suspiró, se preparó la cena, se dedicó a limpiar el lugar para que el inquilino del miércoles no hallara nada de lo que quejarse. Mientras iba de habitación en habitación, medio vio y medio oyó las noticias. Los detalles del referéndum que sería presentado ante los ciudadanos aparecieron impresos en la pantalla y fueron repetidos por los locutores. Los diversos aspectos serían votados separadamente, luego sería planteado a los ciudadanos el referéndum final. Mientras tanto, aquellos que estaban a favor y en contra podrían argumentar sus razones.

    Tras terminar la limpieza, que no le llevó demasiado porque no estaba en casa el tiempo suficiente como para ensuciarla, Duncan entró en el petrificador.


    17


    Duncan estaba sentado en el centro de su sala de trabajo en el Boda Lab, la Oficina de Asimilación de Datos, Rama de Los Angeles. La estancia tenía seis metros de diámetro y sus paredes estaban alineadas con pantallas de un metro cuadrado. Su escritorio de trabajo era circular y contenía veinte ordenadores más pequeños con sus correspondientes monitores. Su silla accionada por energía eléctrica se movía sobre un raíl a lo largo del perímetro interior de la gran O. Permanecía sentado allí durante cuatro horas de cada día de trabajo; el resto del día era suyo para cualquier cosa que deseara hacer. Ir a casa o de compras o navegar o jugar a los bolos y buscar alguna amante o dedicar dos horas de trabajo voluntario a algún proyecto de la oficina o incluso algún proyecto propio.

    En este momento estaba reuniendo información en una tarea asignada por su superior inmediato. Esta tarea formaba una pequeña parte de un programa realmente grande que llevaba desarrollándose varios súbanos. Duncan no creía que fuera importante, aunque su supervisor había remarcado que lo era mucho para el gobierno. Además, se resentía de ello porque era una forma más del gobierno de ahondar en las vidas privadas de sus ciudadanos. No sabía por qué el programa era necesario desde ningún punto de vista ni cuál era su meta final. Su supervisor ignoraba también esa meta, pero eso, decía, no era importante.

    —No puede conseguirse un estado perfecto hasta que posea una información perfecta —le había dicho Porfirio Samuels Phylactery a Duncan. Sus ojos verde hoja despigmentados parecieron resplandecer mientras agitaba una mano que también había sido despigmentada en franjas oscuras y claras. El «efecto cebra» estaba muy de moda entre aquellos que poseían los créditos necesarios para el tratamiento—. Es cierto que muchos de los datos que hemos acumulado puede que no sean utilizados durante mucho tiempo. Pero, cuando sean necesarios, estarán ahí. Déjeme decirle, Andrew, que he visto datos almacenados desde hacía mucho tiempo y jamás solicitados volverse necesarios de pronto para un proyecto. Y ahí estaban, aguardando a ser vitalmente traídos a la existencia, llamados en cuestión de microsegundos, repentinamente vivos y disponibles, encajando perfectamente en el programa. Sin tener que ser elaborados lenta y laboriosamente mientras otras partes del programa se ven detenidas porque los datos no se hallan disponibles. Constituyen un tesoro oculto, y el hecho de pulsar un botón o pronunciar una frase determinada los hace brotar como el genio de una botella recién descorchada. ¡Es simplemente fabuloso! De modo que no crea nunca que está haciendo un trabajo simplemente inútil o superfluo. Si no es para esta generación, entonces será para la próxima. ¡Pero probablemente para esta misma generación!

    Esa última frase no era muy discutible. Puesto que las expectativas medias de vida en subaños eran de ochenta y cinco, la mayor parte de aquella generación viviría aproximadamente 595 obaños. El resto de lo que había dicho, sin embargo, era un 50 por ciento mierda y un 25 por ciento basura.

    Y un 24 por ciento dudoso.

    —Tiene razón, jefe —dijo Duncan, con un asentimiento y una sonrisa. Y, pensó, con ello se alineaba a la cabeza de diez mil generaciones de besaculos. Pero no hacía esto para obtener el favor de nadie o conseguir alguna ventaja material. Estaba representando un papel.

    Así que, ¿qué más había?

    Phylactery abandonó la habitación con paso vivo, rumbo a animar a cualquiera que sintiera dudas, estuviera desanimado o cometiera algún error de juicio. Duncan alzó un dedo en dirección a la amplia espalda cebrada, un gesto que probablemente se había originado en la remota Edad de Piedra, si no antes. Luego se sintió un poco avergonzado de sí mismo por aquel acto infantil y se puso de nuevo a trabajar. Normalmente, esto significaba preparar el complejo del ordenador para que comparara el IEP (índice de elementos de personalidad) de ciudadanos clasificados como poseedores de un alto índice de EC (egocentrismo) con otros rasgos de carácter. Un EC alto era definido como inmadurez caracterizada por el hecho de que su poseedor esperaba que los demás dispusieran sus planes y sus intereses de acuerdo con los deseos del POS (poseedor), y que los N-POS (no poseedores, es decir, aquellos socialmente implicados con el POS) hicieran tantas cosas por el POS como el propio POS era capaz de hacer por sí mismo. Por supuesto, había muchos otros subelementos integrales en el ALT POS EC.

    Todo el mundo excepto los santos, cuya existencia el estado negaba, era egocéntrico en cierto grado. Pero el ALT POS EC creía firmemente que él o ella era el eje en torno al cual giraba todo el universo.

    El resumen de datos recogidos ya por Duncan respecto a aquella superclase establecía que ni uno solo de los tres mil millones bajo estudio creía que él o ella era otra cosa que no fuera normalmente egocéntrico. (Normal era un término que aún no había sido claramente definido en el catálogo psiquista oficial.)

    Desde la fundación de la Nueva Era, el gobierno había estado alentando en todas las formas que podía pensar la deseabilidad de la cooperación y el autosacrificio en sus ciudadanos. Los resultados estaban surgiendo ahora, demostrando que los ciudadanos N.E. (Nueva Era) eran mucho más cooperativos y socialmente conscientes que los ciudadanos de sociedades anteriores (aunque no existían estudios sustancialmente científicos de esos rasgos en los ciudadanos pre-N.E.).

    De todos modos, al menos un 20 por ciento de esta generación era aún ALT POS EC. Según las proyecciones efectuadas por el gobierno hacía un centenar de obaños, en la actualidad sólo tendría que haber un 1 por ciento de «incorregibles».

    El fracaso a responder a la educación y propaganda estatales tenía que tener, en consecuencia, su origen en los esquemas genéticos.

    Puesto que el COM CRO (complejo cromosómico) de cada ciudadano estaba en los bancos de datos, era comparativamente fácil, aunque no siempre rápido de conseguir, el comparar el COM CRO del individuo con el índice de ALT POS EC. Finalmente, comparados ya los suficientes sujetos como para hacer que el estudio fuera significativo (en sentido estadístico), podía determinarse (se esperaba) que serían reflejados ciertos esquemas cromosómicos como los responsables del alto egocentrismo.

    ¿El siguiente paso?

    El gobierno no había especificado eso.

    Para Duncan, como para muchos otros, resultaba evidente que la actual investigación sobre la alteración de los esquemas cromosómicos antes del nacimiento sería llevada hasta muy arriba. Meta: cambiar los esquemas indeseables a otros deseables.

    Hasta qué punto podía efectuarse esto en más de un 4 o un 5 por ciento de los nonatos era algo que Duncan desconocía. Simplemente no había los suficientes médicos y técnicos como para trabajar en más de ese porcentaje. Mientras tanto, los estudios aún no habían sido completados, y probablemente no lo serían por otros 20 subaños o 140 obaños.

    Por el momento, los resultados digeridos del estudio sobre el índice de ALT POS EC entre jugadores de bridge entusiastas, homosexuales masculinos y cirujanos habían sido ya reflejados. Las implicaciones de todo eso podrían haber sido dejadas al ordenador, pero el cerebro humano aún seguía siendo mejor que la máquina en captar sutilezas e implicaciones. Algunos cerebros, al menos. Duncan hizo que el ordenador comprimiera aún más los resultados y, haciendo girar su silla, leyó las pantallas del escritorio y la pared. Luego hizo que cada display produjera voz. Mientras escuchaba el sondeo verbal, pensó también en lo que haría después del horario de trabajo. Pero pronto se concentró de nuevo en la tarea actual.

    Entre los ochenta millones de jugadores de bridge entusiastas, sesenta y cinco millones poseían un IIEC (índice de interés egocentrista) alto. El grupo de comparación, ochenta millones de ciudadanos elegidos al azar, eliminando a los jugadores de bridge, mostraba que sólo veintinueve millones poseían un IIEC de similar intensidad. El grupo de comparación excluía también a los homosexuales masculinos, cirujanos, políticos, sacerdotes, rabinos, ministros de otras iglesias y mullahs. Duncan no tenía ninguna idea de por qué habían sido eliminados los últimos cuatro grupos. Quizá la ideología del gobierno rechazara cualquier consideración de «hombres y mujeres santos» como no egocéntricos. O tal vez eran excluidos porque eran irracionales y en consecuencia no resultaban sujetos adecuados para este tipo de estudio. Si eso era así, entonces el estudio era inválido en este aspecto.

    Era posible que todo el proyecto estuviera basado en premisas inválidas o acientíficas. Después de todo, las conclusiones de los entrevistadores de la oficina de que los individuos entrevistados y estudiados eran altamente egocéntricos estaban basadas en juicios subjetivos.

    Duncan se encogió de hombros. Tenía un trabajo que realizar, y cualquier comentario que hiciera sobre su ineficacia no haría más que atraer hacia él una atención que no deseaba.

    Cambió los displays a los resultados de los datos extraídos de 100 millones de homosexuales masculinos. El IIEC era más alto aún, puesto que 820 millones eran acreditados con un superior nivel de índice «negativo». Pero el índice de «cooperación social», que apareció a su orden en las pantallas mostró que sólo 50 millones de ésos se hallaban en alguna parte dentro de la clasificación «antisocial». De ésos, sólo una octava parte estaba etiquetada como «peligrosos». Y de esa fracción, sólo un tercio estaba señalado como «superpeligrosos». Pero cuando Duncan consideró que la clasificación SUP PEL podía ser resultado de crímenes menores tales como escupir en la acera pública más de tres veces o pelearse en una taberna, no estuvo seguro de su validez.

    También la causa y el origen de la homosexualidad habían sido establecidos hacía mucho tiempo como algo puramente genético en todos menos un 3 por ciento de los casos estudiados..., tres mil millones a lo largo de dos subsiglos. Los nueve complejos cromosómicos responsables habían sido identificados, y podían, en nueve de cada diez casos, ser alterados con éxito en individuos nonatos. Dos factores, sin embargo, habían impedido que el gobierno dictara las leyes necesarias para hacer la alteración obligatoria pese a la fuerte insistencia de varias organizaciones heterosexuales. En primer lugar, los homosexuales se opusieron vigorosamente. Pese a todas las pruebas en contrario, los grupos gays insistían en que su sexualidad no era determinada genéticamente sino que se asumía por elección, por el ejercicio de su libre albedrío. En segundo lugar, y coa mucho el determinante más poderoso, el gobierno deseaba mantener la población dentro de un límite de crecimiento cero o menos. Cuantos más homosexuales hubiera, menos se incrementaría la población.

    Sin embargo, el gobierno había decretado que era ilegal que los homosexuales tuvieran hijos partenogenéticamente o a través de madres sustituías. La razón oficial dada para eso era que, si los homosexuales no tenían hijos, la homosexualidad terminaría muriendo. Los furiosos grupos gays fueron incapaces de mover al gobierno de su posición. Señalaron que la mayor parte de los hijos nacidos de homosexuales antes de que la ley entrara en vigor habían sido heterosexuales y que al menos un 10 por ciento de los hijos nacidos de heterosexuales eran homosexuales.

    El gobierno no prestó atención a ese razonamiento o a la discrepancia en su propia lógica.

    No había nada nuevo en ese tipo de lógica para ningún gobierno, pasado o presente, pensó Duncan.

    Hizo pasar por el ordenador una comparación de los complejos cromosómicos que la mayor parte de genetistas consideraban que eran responsables del alto IIEC en los homosexuales con los correspondientes a los fanáticos del bridge. Esto ya había sido hecho por otros, pero deseaba estudiar por sí mismo las comparaciones. Quizá pudiera detectar algo que los demás no habían observado. Al cabo de un rato, se cansó de aquello y se tomó su hora de pausa para la comida. Transcurrió la mayor parte de esa hora en el gimnasio de la oficina, veinte minutos de pesas y quince de jogging. Tras ducharse y luego comer ligeramente, volvió al trabajo para otra hora, luego regresó a casa.

    Aquella noche volvió a su oficina. El guardia anotó la hora de su entrada. Puesto que su supervisor comprobaría también el registro de los trabajadores que habían hecho horas extras, Duncan tuvo que pasar algún tiempo continuando la búsqueda por comparación. Eso justificaría su presencia allí. Pero, tras una hora de trabajo, cosa que satisfaría a Phylactery de que no había estado simplemente haraganeando, Duncan estableció los códigos que asegurarían que sus sondeos ilegales se borrarían por sí mismos ante la primera alarma de monitorización o sonda por cualquier otro. Luego, utilizando los códigos que le habían sido facilitados por la figura oscura en la reunión, hizo una pregunta acerca de un nombre, MARIA TUAN BOLEBROKE.

    La figura le había dicho:

    —Estoy en posición de conseguir los códigos de acceso, pero no puedo usarlos personalmente. Estoy demasiado expuesto a quedar al descubierto. Usted puede utilizarlos, luego hacer lo que le dije que hiciera después de conseguir los datos. Sin embargo, poseo algunos de esos datos. He aquí lo poco que sé sobre el tema.

    Ningún código era infranqueable, aunque era peligroso intentar forzarlos. Había demasiadas salvaguardias. De todos modos, los códigos habían sido establecidos por seres humanos, y algunos hombres y mujeres eran, al contrario que los códigos, accesibles. Ésa era la teoría, que a veces funcionaba también en la práctica.

    Duncan pidió el archivo de Maria Tuan Bolebroke. Rechazado por el ordenador, Duncan dio el segundo código necesario para conseguir la entrada. Pero fue rechazado de nuevo. Tras dar el tercer código, Duncan fue admitido al archivo. Estudió la información en las pantallas hasta que hubo memorizado todo lo que podía necesitar. Iba en contra de los procedimientos del RATA extraer una copia de impresora.

    Después de asegurarse de que todos los datos estaban alojados en su mente, dio el código que borraría todos los registros de su actuación del banco de datos. Esto también le había sido proporcionado por la persona enmascarada en el gimnasio. La posesión de todos esos códigos significaba que el misterioso desconocido ocupaba una alta posición en la oficina y que probablemente era también un orgánico de nivel superior, un «traidor». Aunque Duncan sentía curiosidad hacia la identidad de la persona, resistió el impulso de rastrearla por el ordenador. Hubiera podido pedir las identificaciones de todos los oficiales de alta seguridad de la oficina local, pero, aunque no desencadenara ninguna alarma haciendo eso, seguiría sin conocer el rostro y la voz de su superior.

    —Olvídalo —murmuró para sí mismo. De todos modos, la figura había gesticulado vigorosamente y probablemente con un esquema definido. Si podía conseguir vídeos de los oficiales de alto grado hablando, tal vez fuera capaz de identificar a la figura. Aunque, una vez conseguido eso, ¿de qué le serviría?
    —Lo conservaré en mi mente, de todos modos —se dijo. Y se preguntó por qué se hablaba tan a menudo a sí mismo. No era un rasgo deseable. Puesto que él mismo había ensamblado la personalidad de William St.-George Duncan, no hubiera debido elegir el hábito de pensar en voz alta. ¿Había una filtración dentro de él, una ruptura en una de las personalidades enterradas? ¿Acaso ese hablar consigo mismo era comes el burbujear del vino en un pellejo guardado desde hacía tiempo en un antiguo sótano?

    Estuvieran donde estuviesen aquellas psiques, no habían sido desarraigadas por completo. Lo cual no dejaba de ser una buena cosa. De otro modo, no hubiera podido trabajar en un banco de datos. Beewolf no sabía nada de esa profesión. Bueno, sí. Las filtraciones de los otros eran tan parte de Beewolf como su cuerpo, aunque no estuvieran en su tarjeta de identificación o el DTA BNK GOB, el banco de datos del gobierno.

    —Tengo una personalidad con fugas, pero son unas buenas fugas en el sentido de que las necesito tanto.

    Reanudó su concentración en Maria Tuan Bolebroke. Sus órdenes habían sido averiguar todo lo que pudiera acerca de ella. Luego debía conocerla personalmente, intentar relacionarse con ella y, si era posible, convertirse en su amante. Eso tal vez no fuera demasiado difícil, puesto que ella había tenido doce en los dos últimos súbanos, y Duncan pertenecía al tipo físico que ella prefería. Una vez se hubiera ganado su confianza, tenía que conseguir que le revelara algunos códigos. Cómo lo consiguiera era enteramente asunto suyo.

    Duncan no creía que, aunque pudiera relacionarse íntimamente con ella, pudiera durar lo suficiente como su amante como para arrancarle todo lo que el RATA deseaba conocer. Su índice de cambios de amantes era demasiado alto. Sumándolo todo, el tiempo requerido para conseguir arrancarle algo le parecía a Duncan ridículamente largo ante sus perspectivas.

    Solicitó y obtuvo información acerca de sus rutinas y hábitos. Ésta no parecía ser información clasificada. Leyó el informe y sonrió. ¿Por qué no seguir su propio curso de acción, uno mucho más rápido?

    A la hora de la comida del martes siguiente, estaba a unos pocos pasos detrás de Maria Bolebroke, Supervisora Clase 3-M, BODA LAB, mientras ella se dirigía a un restaurante cerca de las oficinas. La luz del sol, canalizada vía fibras ópticas, iluminaban el gran acceso cubierto curvo. La gente iba vestida con ropas multicolores excepto los nudistas, muchos de los cuales habían pintado sus pieles con franjas de colores brillantes. Todos estaban de un humor expansivo a causa del inminente período libre de vigilancia. Cuando el voto sobre todos los detalles de la libertad hubiera concluido, empezaría su liberación. Eso, sin embargo, se hallaba aún como mínimo a una subsemana de distancia.

    El talante alegre de la gente debería decirle algo al gobierno, pensó Duncan. Aunque había pocas quejas oficiales por parte de los ciudadanos, su actitud ahora mostraba que debían sentirse resentidos, aunque fuera inconsciente, de sus señores voyeurs. Duncan era incapaz de pensar en lo que harían exactamente todos aquellos ciudadanos de Los Angeles cuando sus vigilantes dejaran de vigilar. ¿Acaso pensaban que podrían hacer todo lo que quisieran? Maria Bolebroke estaba sola, y Duncan esperó que no se hubiera citado con nadie en el restaurante. Si era así, se retiraría discretamente por aquel día. Dejó escapar un ligero suspiro de alivio cuando la mujer ocupó una diminuta mesa individual en una esquina, y fue a una mesa ocupada ya por Cabtab al otro lado de la sala. Snick estaba sentada en una mesa cercana con cinco de sus compañeros de trabajo. Lanzó una rápida ojeada a Duncan, y luego ya no volvió a mirar en aquella dirección.

    —¿Esperan compañía, ciudadanos? —preguntó el camarero.
    —No —respondió Duncan.

    El camarero apretó un botón al extremo de un asiento, y los demás asientos libres se replegaron sobre sí mismos. La zona de la mesa no ocupada también se encogió cuando su extremo exterior desapareció debajo de la otra parte. Un ayudante, a un gesto del camarero, trajo una mesa plegable y sillas y las colocó de modo que ocuparan el espacio dejado por la otra mesa.

    Duncan y Cabtab pidieron. Las cejas de Duncan se alzaron cuando su enorme compañero pidió solamente una ensalada pequeña y requesón.

    —Mi jefe me ha aconsejado que pierda veinticinco kilos en seis meses —gruñó Cabtab—. De otro modo, perderé algunos créditos y bonificaciones.
    —No hagas trampas —dijo Duncan.
    —No pienso hacerlas. Pero el otro día vi por la televisión que pronto saldrá un nuevo producto. Llena, tiene buen sabor, y muy pocas calorías. Puedo atiborrarme de él. El único problema es que tiene efectos secundarios en algunas personas. Mareos y diarrea, dicen los informes. Supongo que mi buena suerte me hará uno de los afectados.
    —Reza a Dios para que te dé la fuerza de voluntad necesaria para mantenerte en tu dieta.
    —¿De veras? ¿A cuál de ellos?
    —Pruébalos todos.
    —No sé —murmuró Cabtab, algo melancólico—. He estado pensando mucho últimamente. Es decir, lo he hecho cuando mi compañera de habitación deja de charlar. La Gran Calientaoídos la llamo, aunque he de reconocer que tiene las suficientes buenas cualidades en otras cosas como para hacerse perdonar casi su verbosidad. D todos modos, como he dicho, he estado pensando. Adorar a todos los dioses debería reforzar la cantidad de beneficios devueltos. Pero Yahvé y Alá y Buda, que no es un dios, por cierto, aunque le gusta que le recen y, en cierto modo, es un agente del Equilibrio Universal, y Woden y Thor y Zeus y Ceres e Ishtar y el Mantra Viviente y Jumala y Vishnu y...
    —Ahórrame toda la lista —dijo Duncan—. Entiendo lo que quieres decir.
    —¿De veras? Yo no. De todos modos, la teoría es que rezarle a todos ellos multiplica los poderes de tus plegarias y refuerza muchas veces el interés divino del capital divino, el output celestial, podríamos decir. Pero..., ¿y si la plegaria a una deidad cancela la plegaria a otra? ¿Y si mis plegarias se funden entre sí hasta convertirse en una enorme nulidad? Entonces, ¿dónde estoy yo? Quizás he estado equivocado todos estos años y he malgastado mi vida, sin mencionar las vidas de mis discípulos. Podría ser...

    Se detuvo mientras el camarero depositaba el agua y la comida sobre la mesa.

    —¿Alguna otra cosa, ciudadanos?
    —No, gracias —dijo Duncan. Cuando el camarero se hubo ido, Duncan se inclinó sobre la mesa y habló en voz muy baja. No había muchas posibilidades de que fueran oídos en medio de las charlas y las risas, pero los dos que se habían sentado hacía un momento en la mesa contigua a la de ellos podían llevar encima canales audiodetectores enfocables. Parecían inofensivos, y Duncan pensó que él podía detectar a los orgánicos por su expresión, por ese fantasma de poder que brillaba en sus rostros. Sin embargo, podía equivocarse. ¿Por qué correr el riesgo? — . No sabía que tuvieras una amante.
    —Yo no la llamaría exactamente una amante —dijo Cabtab—. Es atractiva, y está muy interesada en mi teoría y práctica de cubrir teológicamente todas las apuestas y tocar todas las bases. Pero creo que lo que la atrae realmente es mi gran apartamento y mis créditos extras, sin mencionar mis casi sansonianas proezas sexuales.
    —¿Qué te ha ocurrido? —preguntó Duncan—. No quiero ofenderte, pero esperaba que tu gran ego evitaría esos autorreproches y esas dudas que te rebajan.
    —¡No tengo ningún gran ego! —exclamó Cabtab—. Sólo soy realista; veo las cosas tal como son. Pero soy humano. Dependo de mi entorno para mantenerme físicamente bien. Físicamente bien, mentalmente bien, como dice el eslogan. Siempre que coma todo lo que necesito, mi alma florece. Pero cuando me veo forzado por esa mezquina sociedad pigmea a la dieta, a perder el revestimiento y la armadura que me son tan necesarios como el cascarón para un cangrejo, entonces sufro. Y también languidezco, disminuyo, me encojo Él cuerpo pierde sustancia, y también lo hace mi alma. La comida es mi sol. Sin sol, ¿cómo puedo tener una sombra? La sombra es mi alma, y...

    Cabtab estaba hablando demasiado fuerte pese a los gestos y expresiones de advertencia de Duncan. La pareja contigua a ellos estaban indudablemente escuchándole. Aunque Cabtab no decía nada subversivo, ciertamente expresaba algunas ideas más bien excéntricas. Eso no iba en contra de la ley, del mismo modo que expresar insatisfacción hacia el gobierno no era ilegal. Pero los orgánicos informaban de todo lo que podía indicar un potencial hacia la excentricidad o el descontento. Cabtab no se hallaba en una situación en la que pudiera afrontar una investigación. Como tampoco Duncan, incidentalmente.

    Aferró la muñeca del gigante y dijo en voz baja: —Come. Puede que no tengamos tiempo. Cabtab sacudió la cabeza, parpadeó y dijo: —Debo aprender a ser más humilde. Quizás entonces los dioses se muestren de mejor humor y me escuchen.

    ¡Jesús!, pensó Duncan. ¡En esta era, un politeísta primitivo!

    A través de un bocado de requesón, Cabtab dijo:

    —Me disculparía si realmente creyera que era necesario. Pero soy, por encima y por debajo de todas las cosas, un predicador. Me resulta muy duro, no tienes idea de lo duro, refrenarme de mi deseo natural proporcionado por Dios de decirle a la gente la Verdad e intentar llevarla hasta ella.
    —Es hora de irnos —dijo Duncan. Había estado desviando todo el rato su vista desde la adorable Panthea Snick (le dolía el pecho cada vez que lo hacía) hasta Bolebroke, y a la inversa. —Se va a los servicios.

    Snick había estado charlando con sus compañeros, pero se había mantenido atenta a Bolebroke. Se levantó de su mesa al mismo tiempo que Duncan. Caminaron hacia los servicios con paso tranquilo. Antes de que pudieran alcanzar la entrada, su presa de pelo color castaño rojizo peinado en forma de torre babilónica se había desvanecido. Duncan recorrió el curvado pasillo hasta la gran sala. Había dos hombres de pie ante los urinarios; una rápida mirada bajo las puertas batientes de los cubículos le mostró que sólo uno contenía un par de piernas femeninas. Las puertas por las que Bolebroke había entrado aún estaban oscilando.

    Duncan se detuvo ante un urinario e hizo algunos comentarios sobre las inminentes elecciones para distraer a los dos hombres.

    Snick, sin vacilar extrajo el spray de su bolso y entró en el cubículo de Bolebroke. Si Bolebroke puso alguna objeción, Duncan no la oyó.

    Los dos hombres se marcharon, pero entró un tercero. Duncan se mantuvo resueltamente ante su urinario, diciéndole algo al hombre acerca de problemas con la próstata. Necesitaba alguna excusa para demorarse allí.

    Snick no necesitó mucho tiempo. Salió del cubículo unos sesenta segundos más tarde. Duncan se subió la cremallera y la siguió fuera

    —¿Cómo fue? —preguntó.
    —Rocié su rostro justo en el momento en que abría la boca. Perdió inmediatamente el sentido. Le pedí los códigos, y me dio sus respuestas como si estuviera recitando un examen.
    —¿Le proporcionaste una sugestión hipnótica para que olvidara todo el incidente?
    —¡Por supuesto! No recordará nada de él. Pensará que se quedó dormida, si es que nota el paso del tiempo. Le dije que no lo notara.
    —Era sólo una pregunta retórica —admitió Duncan—. No tienes por qué mostrarte seca.
    —Estoy nerviosa. Pero también me siento bien, excitada.
    —Por supuesto. Yo también.

    Dejaron de hablar. Snick se reunió con sus compañeros. Duncan fue a su mesa. Cabtab preguntó:

    —¿Fue todo bien?
    —Como aceite de castor por la garganta del pato.

    Terminaron de comer, fueron a la registradora, deslizaron sus tarjetas en la ranura y salieron. Aquella tarde, Duncan se detuvo en el Snorter, se sentó en un taburete junto a Snick, y le pidió los códigos que había obtenido de Bolebroke. Al cabo de unos minutos, fingiendo que había fracasado en su intento de ligarse a Snick, se fue. Hubiera preferido pasar la velada y algún tiempo en la cama con ella antes de que llegara la hora de la petrificación. No era posible porque, dejando a un lado otros factores, no convenía que pareciera que su relación con ella era algo más que casual.

    A las diez, poco antes de la hora de cierre, entró en la tienda de Izimoff. El último cliente se marchaba en aquellos momentos. Duncan se dirigió al mostrador y pidió Sueños Locos, una droga que no necesitaba receta. Cuando Izimoff, que sudaba más aún que de costumbre, le tendió el frasco, Duncan le dio los códigos. Supuso que serían registrados por algún dispositivo grabador que Izimoff llevaba en alguna parte de sus galas. Quizás estuviera oculto en el Buda Riente que colgaba de una cadena en torno a su cuello.

    Izimoff pareció sorprendido.

    —Se me dijo que probablemente no obtendría los datos hasta finales de mes, con suerte.
    —Trabajo rápido —dijo Duncan.
    —Sí, supongo que sí. Encuéntrese con su supervisor en el gimnasio Wetmore, está en el bloque este, a las 7:00 P.M. de mañana. El supervisor dijo que debía pasarle esto tan pronto como me diera usted los datos. Aunque supongo que va a sorprenderse.
    —Dígale que todo el asunto fue perfectamente. No tiene nada de lo que preocuparse. Ella (él ya sabe a quién me refiero) ni siquiera sabe que facilitó los datos.
    —¡Me gustaría saber de qué va todo esto! —exclamó Izimoff. _Yo también —admitió Duncan. Cogió el frasco—. Ya nos veremos.
    —Oh, espere un minuto —dijo Izimoff—. ¿Ha usado usted alguna vez antes esto? —Señaló el frasco. —No.
    —Entonces mejor lea primero la advertencia en la etiqueta. A veces, raras veces pero puede ocurrir, lo que obtiene son pesadillas en vez de sueños agradables. Si ocurre eso, no vuelva a tomarlo, y asegúrese de notificármelo. Tengo que informar de tales hechos a la Oficina de Drogas. Necesitan los datos para sus resúmenes estadísticos.
    —Por el amor de Dios —dijo Duncan—, lo compré simplemente para tener una excusa para pasarle los datos. Nunca tomo drogas no medicamentosas.

    Izimoff se secó el sudor de su frente con el dorso de la mano. —Por supuesto. Sólo estoy nervioso.

    —Es peligroso estar demasiado nervioso —advirtió Duncan—. No todo el peligro viene de los orgánicos.

    Se marchó mientras Izimoff le miraba con los ojos muy abiertos. Sin duda las palabras de Duncan lo habían puesto más ansioso aún. Duncan, sin embargo, sólo estaba intentando advertirle, no inquietarle. Sentía lástima por Izimoff, al tiempo que tenía la sensación de que Izimoff era un inadaptado.

    Camino a casa, anduvo con paso moderado, pasando o siendo pasado por otros. Los últimos autobuses recogían a la gente para llevarla a sus apartamentos a fin de que tuvieran tiempo más que suficiente para prepararse para la petrificación. Un coche patrulla orgánico, un pequeño vehículo eléctrico verde de tres ruedas descapotado, pasó lentamente junto a él. El hombre y la mujer a bordo le dirigieron una rápida mirada. No había nada desacostumbrado en ello; lo hacían con todo el mundo.

    Justo cuando se acercaba a la puerta de su apartamento y pasaba ente a un escaparate brillantemente iluminado, oyó a una mujer llamar desde el otro lado de la calle cubierta:

    —¡Caird! ¡Jeff Caird!

    Durante dos segundos no consiguió reconocer el nombre. Luego, penetró en él como un coche atravesando a toda velocidad una barricada. Era el nombre de una de sus personalidades, el nombre de la personalidad básica que había sido.

    Agachó la cabeza y se controló para no echar a correr. Se detuvo ante la puerta y deslizó la tarjeta de identificación en la ranura

    —¡Caird! —llamó la mujer, con voz más fuerte.

    Duncan se volvió. La mujer estaba cruzando. Llevaba ropas civiles, pero su actitud y su expresión le dijeron que era una ganic. Era casi tan alta como él, esbelta, y tenía un rostro hermoso aunque largo. Tenía una mano metida en los pliegues de su túnica púrpura adornada con lentejuelas de plata.

    —¡Caird! —dijo de nuevo—. ¿No me recuerdas? ¿Manhattan? ¿La patrullera cabo Hatshepsut Andrews Ruiz? ¿Hattie?


    18


    El rostro de la mujer revoloteó en su mente como un pato en una galería de tiro. Se alzó, aleteó, se alzó de nuevo, aleteó de nuevo. Destellos de ella en distintos lugares aparecieron como un holograma reproducido al azar. Aunque no recordaba mucho respecto a ella, sí recordaba lo suficiente como para saber que ella le conocía bien. ¿Qué estaba haciendo allí? ¿Visitando el lugar? ¿Había inmigrado? No importaba.

    Forzó una sonrisa.

    —Lo siento. Está usted equivocada. Me llamo Andrew Vishnu Beewolf. ¿Me parezco a ese... Caird?

    Ruiz no se mostró tan segura ahora. Se detuvo a unos pocos pasos de él, frunció los ojos y dijo:

    —Un clon natural. Me sorprendí cuando le vi. Por un momento pensé..., ¡pero no puede ser! ¡Caird está muerto!
    —Lamento oír eso.

    Su corazón latía alocadamente, y su cuerpo parecía al menos veinte kilos más ligero. Si aquello seguía, acabaría flotando por encima de la acera.

    —No, no puede serlo. Él era un traidor, un subversivo. El…

    Se detuvo, probablemente porque estaba revelando más de lo necesario.

    Dejó de sonreír y dijo:

    —Su identificación, por favor.

    Él miró hacia ambos lados de la calle. No había nadie a la vista.

    —Por supuesto —dijo. Y luego—: ¿Es usted una orgánica?

    Ella asintió y rebuscó con la otra mano en un bolsillo interior de su ropa. Duncan no le dio tiempo de sacar su tarjeta. Golpeó la punta de su barbilla con el puño, la sujetó mientras ella retrocedía unos pasos por el impacto, y golpeó un lado de su cuello con el filo de la mano. La mujer se derrumbó pesadamente y su cabeza golpeó la suave y elástica acera.

    Duncan necesitó tres segundos para arrastrar el fláccido cuerpo al interior de su apartamento. Tras quitarle su tarjeta de identificación y su arma aceleradora de protones, fue a su armario personal. Regresó con un spray ilegal de bruma de la verdad y roció una nube en torno a su cabeza. Eso garantizaría que seguiría inconsciente al menos durante quince minutos. Pero tenía poco más de una hora para decidir qué hacer con ella.

    —Tal vez hubiera podido engañarla —murmuró para sí mismo—. Sólo que probablemente no hubiera quedado satisfecha. Hubiera comparado mi identificación con los archivos de Caird. Y ahí habría terminado todo, hermano. ¡Maldita sea! ¿Por qué me he tenido que tropezar con ella?

    En realidad, si el encuentro tenía que producirse, mejor que hubiera sido de aquella forma. Si le hubiera visto en algún otro lugar tal vez no hubiera podido atacarla sin llamar la atención.

    Consideró la posibilidad de administrarle una sugestión posthipnótica para que olvidara todo el incidente. Pero despertaría con una mandíbula dolorida y un cuello rígido que le harían entrar en sospechas. Acudiría a un psiquista, que desenterraría lo ocurrido antes, durante e inmediatamente después del período de tiempo inexplicado. El psiquista se ocuparía de que lo recordara todo, incluidos los datos táctiles y audio que ella había registrado durante el tiempo que había estado sin sentido y bajo los efectos de la bruma. No podía correr ese riesgo. ¿Qué podía hacer con ella?

    Si desaparecía, los orgánicos investigarían. Indudablemente había informado cada media hora, y su CG sabría que había sido vista recientemente en aquella zona. El martes siguiente aquella zona sería un auténtico hormiguero. Todos los ciudadanos del lugar serian interrogados. Si los orgánicos sospechaban de alguien a causa de su «comportamiento sospechoso», lo someterían a la bruma. Él podía mentir, pero si indagaban realmente en su identificación, la seguían hacia atrás hasta su nacimiento —y los muy bastardos a veces lo hacían—, podían olerse algo. Y sólo había una conclusión respecto a dónde podía conducirles una investigación más profunda. Era demasiado tarde para intentar enviar un mensaje a su supervisor. Además, él se había metido en aquel lío, y era asunto suyo salirse de él. Primero, descubrir dónde y cuándo le había conocido ella. También averiguar si ella sabía algo de él que él no supiera; es decir, de su personalidad en Manhattan.

    Ruiz, tendida ahora en un sofá, con los ojos cerrados, respondió inmediatamente a sus preguntas. Había servido a sus órdenes cuando él era el detective capitán Jefferson Cervantes Caird. No sabía a qué organización subversiva pertenecía él, pero había participado en la caza del hombre antes de que él fuera descubierto y detenido. También había formado parte de la persecución después de que él escapara. Sabía que su cadáver había sido hallado en Nueva Jersey. Esos datos habían sido transmitidos a los agentes orgánicos de Manhattan. Había sabido esto sólo porque durante un tiempo había sido la amante del detective mayor Wallenquist.

    Wallenquist. Un rostro amplio y grueso flotó ante él. Wallenquist había sido también su superior. Pero eso era todo lo que Duncan podía recordar respecto a él.

    ¿Qué más cosas le había dicho el mayor? Tras algunas preguntas específicas dirigidas a obtener la información paso a paso —una persona bajo la bruma respondía con un mínimo de datos, y tenía que ser interrogada cuidadosamente—, Duncan averiguó todo lo que ella sabía. A menos que no hubiera hecho las preguntas adecuadas. Wallenquist le había dicho en una ocasión algo relativo a la longevidad de Caird. Cuando Ruiz le había preguntado qué quería decir con aquello, el mayor le había dicho que olvidara el tema. Que olvidara lo que le había dicho si le importaban ellos dos.

    —¿Estaba Wallenquist asustado cuando te habló acerca de la longevidad de Caird? —quiso saber Duncan.

    ¿Qué demonios tenían que ver sus expectativas de vida con los orgánicos?

    —Estaba trastornado —respondió ella átonamente.
    —¿Trastornado hasta qué punto? ¿Realmente asustado? ¿Como si hubiera dicho algo que no debiera haber dicho?
    —Sí.
    —¿Nunca volvió a referirse a la longevidad de Caird?
    —Nunca.
    —¿Qué piensas de ese comentario y de su reacción?
    —No mucho. No sabía de qué estaba hablando.
    —¿Oíste alguna vez a alguna otra persona referirse a algo relativo a esto? ¿Hizo alguien alguna vez un comentario que te hiciera recordar lo que dijo Wallenquist?
    —No.
    —¿Oíste alguna vez, o viste, o leíste, algo que te sugiriera que Caird podía no estar muerto?
    —No.

    Aquello era todo. Ahora, ¿qué debía hacer con ella? Faltaban quince minutos para la medianoche. Las pantallas murales habían estado parpadeando en naranja brillante y emitiendo un suave zumbido. Estaban advirtiendo a los martes que era hora de entrar en sus cilindros. Algunas personas debían haber accionado ya sus controles para ser petrificadas antes del tiempo límite. Así, si activaba la energía de su propio cilindro, esto quedaría reflejado en el banco de datos, pero no llamaría la atención.

    Podía petrificarla, abrir una ventana y arrojar su cuerpo por ella. A aquella hora tan tardía, probablemente nadie se daría cuenta de ello. La mujer podría permanecer en el barro bajo las aguas que rodeaban la torre durante largo tiempo. Quizá para siempre, aunque lo dudaba. El fondo era dragado periódicamente. ¿Cuándo? Tendría que descubrirlo. Por la forma en que se estaba desarrollando su suerte, podía ser mañana.

    Cuando le quedaban sólo cinco minutos, decidió que dejaría el problema pendiente hasta la próxima semana. Arrastró a Ruiz dentro del cilindro con él, la depositó a sus pies, y aguardó la llegada de la energía. Tras lo que pareció un tiempo interminable llegó la inconsciencia. Apenas había cerrado los ojos, o eso le pareció, cuando los abrió de nuevo. Miró a través de la ventanilla del cilindro para asegurarse de que no había nadie en la habitación. Aunque no tenía que haberlo, siempre se aseguraba. Satisfecho de que las cosas eran como debían ser, abrió la puerta. Pasó por encima de Ruiz, aún dormida, y se dirigió a una pantalla mural. Pronunció el nombre de Snick tras decirle a la máquina que eliminara el vídeo.

    Snick, con aspecto soñoliento, respondió de inmediato.

    —A.B. —dijo Duncan—. ¿Estás sola?
    —No, no lo estoy —respondió ella—. Pero él está en el cuarto de baño. ¿Qué ocurre?

    Por unos breves segundos, Duncan fue incapaz de responder. La furia se apoderó de él y lo enmudeció. Luego vio mentalmente una mano envuelta en hielo aferrar su cerebro y su corazón, y aquello literalmente lo enfrió.

    —Te necesito de inmediato —dijo—. Emergencia. ¿Puedes venir sin despertar sospechas?

    El sueño se borró del rostro de ella como una película de agua bajo la acción de un intenso calor.

    —Lo siento, no puedo —dijo.
    —Entonces deberé... No importa. Nos veremos más tarde.

    Cortó la comunicación y, respirando más aceleradamente de lo que deseaba, llamó al padre. Cabtab rugió:

    —¿Qué demonios es esto? ¿Despertar a un hombre de su sueño vital?

    Lo cual indicaba que Cabtab había ido directamente del cilindro a la cama.

    —Gran E —dijo Duncan—. ¿Puedes venir aquí ahora mismo?
    —Por supuesto, hombre —respondió el padre, con voz más suave—. ¿Puedes decirme...?
    —No —respondió Duncan, y cortó la comunicación. Diez minutos más tarde, el padre, chorreante y de nuevo irritado, se presentó.
    —Malditos rociadores automáticos de las calles —retumbó—. ¿por qué no las limpian a medianoche, cuando no hay nadie en ellas, en vez de aguardar a que haya empezado el martes? No hay forma de escapar a los rociadores; ¡disparan desde todos lados, desde arriba y desde el mismo suelo!
    —El cuerpo de limpieza ha de poder divertirse un poco —dijo Duncan—. Bien, ésta es la situación. Necesito tus músculos, no tu cerebro, para que me ayuden.

    Había vuelto a petrificar a Ruiz, con la esperanza de que el gasto extra de electricidad no fuera detectado en los registros del departamento de energía de la ciudad. Sería registrado, por supuesto, pero podía ser pasado por alto. O, si era detectado, el observador podía ser demasiado perezoso o hallarse demasiado atareado como para rastrear la localización de la fuente y enviar a alguien a inquirir al respecto. Era arriesgado, pero no había ninguna otra cosa que Duncan pudiera hacer.

    Oh, sí, sí la había.

    Hubiera podido cortar a Ruiz en pedazos y depositar éstos en el eliminador de basuras. Esto, sin embargo, era algo que se sentía incapaz de hacer.

    Juntos, Cabtab y Duncan tiraron y empujaron del pesado cuerpo de Duncan hasta el armario personal de Duncan. Después de retirar algunos artículos de los estantes y apilarlos en un rincón, sacaron algunos de esos estantes y los apilaron encima de todo lo demás. Luego, gruñendo y sudando y maldiciendo un poco, metieron a Ruiz en el espacio libre que habían dejado.

    —Esto es sólo temporal —dijo Duncan—. Si empiezan a buscarla, y lo harán, no podemos mantenerla aquí. Tenemos que librarnos de ella lo antes posible.

    Cabtab se secó el sudor de su frente.

    —¿Cuándo es eso para ti?
    —Dentro de los próximos diez minutos sería lo más aconsejable—Podríamos arrojarla por la ventana. Pero hay demasiado riesgo de que alguien pueda verla caer. De todos modos, creo que los ganics dragarían el fondo en torno a la torre como un asunto de rutina.
    —No va a gustarles —dijo Duncan—, pero tenemos que contactar con el RATA. Ellos dispondrán de la gente y los medios necesarios para hacerla desaparecer.
    —Izimoff es nuestro único contacto, y sé por las pequeñas manzanas del buen Dios que no va a gustarle.
    —Es una lástima —admitió Duncan. Activó una pantalla mural y llamó al apartamento de Izimoff.
    —¿Cómo sabes el número de su apartamento? —preguntó Cabtab— Pensé que sólo se suponía que debíamos contactarle en su tienda.
    —Lo pedí en el directorio urbano. Pensé que podía presentarse alguna emergencia.

    Al cabo de un minuto, Duncan renunció.

    —O no está en casa o utiliza una máquina de sueño.

    Vaciló durante unos segundos, luego llamó a Izimoff de nuevo. Aunque no le gustaba hacerlo, dejó un mensaje para Izimoff para que le llamara a su apartamento. Puesto que él y el padre tenían que esperar la llamada, decidió preparar el desayuno para los dos. Comieron y se ducharon, y luego se sentaron hablando de las varias formas de sacar a Ruiz de aquella zona. Ninguna parecía tener muchas posibilidades de funcionar.

    —Los ganics no se molestarán en conseguir órdenes individuales para registrar casa por casa —dijo Duncan—. Conseguirán una orden de zona. Aplicarán un código de prioridad sobre las cerraduras de todas las puertas de una zona determinada y lo pondrán todo patas arriba. Esta sección puede ser la primera que intenten.
    —Tenemos hasta las nueve antes de que comprueben que no se ha presentado a su control —dijo Cabtab—. Luego quizá tengamos otra hora o así antes de que empiecen a intentar descubrir por qué no se ha presentado.
    —Diría más bien veinte minutos. No suelen perder el tiempo.

    Duncan pensó intensamente durante un minuto, luego dijo:

    —No me gusta hacerlo, pero tenemos que despertar a Izimoff. Después de todo, no hay ninguna razón por la que nadie nos esté buscando en conexión con Ruiz. Además, tenemos que hacerlo.

    Incluso a aquella hora tan temprana había autobuses disponibles, tomaron uno hasta cuatro manzanas antes del apartamento de Izimoff y caminaron el resto del camino. El número 566 de la avenida Fong era una puerta a franjas escarlatas y verdes en una hilera curvada de apartamentos. Duncan llamó al timbre e intentó adoptar un aire inocuo cuando pasó algún transeúnte. Hasta ahora habían visto a diez personas por la calle. Una de ellas al menos era, estadísticamente, un ganic en ropas de paisano. Uno de cada diez.

    ACA

    Duncan mantuvo el dedo en el botón. Al cabo de sesenta segundos dijo:

    —O ha salido, o ni siquiera un terremoto podría despertarle. O nos ha visto pero no desea dejarnos entrar.

    Cabtab miró calle arriba y calle abajo para asegurarse de que nadie les observaba. Luego, de pie allá donde Izimoff podría verles desde su monitor, hizo gestos frenéticos. Si el hombre estaba mirando, sabría que sus visitantes no estaban allí simplemente para pasar el rato.

    —Vámonos —murmuró Cabtab—. Quizás esté muerto.

    Regresaron al apartamento de Duncan. Ante una taza de café, Duncan dijo:

    —Ahora es asunto nuestro. Tiene que haber algún medio.

    El timbre de la entrada sonó. Duncan conectó el monitor y vio ante la puerta a una mujer con un peinado alto y envuelta en una capa escarlata. Su rostro era largo y delgado pero atractivo. Su lápiz de labios era negro.

    —¿Quién es? —preguntó Duncan.
    —Esto es una gran E —dijo ella—. Déjenme entrar.

    Duncan le dijo a la puerta que se abriera. Se plantó delante de la mujer antes de que ella hubiera dado media docena de pasos dentro del apartamento.

    —¿Quién es usted?

    Ella sonrió rápidamente y dijo:

    —Será mejor que no lo sepa.

    Sacó una tarjeta del bolsillo de su capa, la miró y dijo:

    —Usted es Beewolf. Y él es Jeremiah Scanderberg Ward. ¿Correcto?
    —¿Cómo lo sabe?
    —Eso no importa. No puedo quedarme mucho tiempo. He sido enviada para decirles que su mensaje a Izimoff ha sido borrado, de modo que no se preocupen por él. Y...

    Se humedeció los labios.

    —¿Y...?
    —Izimoff está muerto.

    Eso les sobresaltó. Cabtab murmuró:

    —¡Dios mío!
    —Murió a primera hora de esta mañana. Las autoridades todavía no lo saben. He sido enviada para informarles de ello debido al mensaje que le han dejado. ¿Tienen algo que deba ser pasado a su superior?
    —¡Y que lo diga! —bufó Cabtab—. Sólo que..., ¿cómo murió.
    —No se me dijo nada al respecto. ¿Cuál es el mensaje?
    —Eso será un infierno —murmuró Duncan—. Dos personas desaparecidas el mismo día..., los ganics estarán echando espuma por la boca.
    —¿Dos? —exclamó la mujer—. ¿Qué quiere decir con dos? ¿Y qué quiere dar a entender con desaparecidas?
    —No soy tonto del todo —dijo Duncan—. El RATA mató a Izimoff, ¿no? Desconfiaban de él, últimamente estaba demasiado nervioso, y era excesivamente inestable.
    —Estás saltando a conclusiones, Andrew —señaló Cabtab—. ¿Cómo...?
    —Quizá —admitió Duncan—. Pero tengo alguna experiencia con subversivos. Izimoff se comportaba como si estuviera inseguro y temeroso. Era una herramienta débil, si puede confiarse en las apariencias.
    —Es usted un paranoico —dijo la mujer.
    —¡Quizá sí! —gritó Duncan—. ¡Pero apostaría a que...!
    —Tómatelo con calma —dijo en voz baja Cabtab, pero sujetó a Duncan por los hombros desde atrás con unas manos como las de un robot—. Harás que piensen que tú tampoco eres de confianza.

    Duncan inspiró profundamente varias veces y tuvo una visión de soleados prados verdes donde brincaban faunos y ninfas. La rojez desapareció de su rostro, respiró más calmadamente y dijo:

    —De acuerdo. Está bien. Quizá sea demasiado suspicaz. Pero tendrá que admitir usted que, con el tipo de vida que llevamos, las sospechas se desarrollan como bacterias en una bolsa de pus.
    —Muy poético, amigo mío —dijo Cabtab. Apartó sus manos—. ¿Cuál es el mensaje, mujer?
    —Estoy autorizada a transmitírselo únicamente a Beewolf —indicó—. Tendrá que pasar usted a la otra habitación, y usted, Beewolf, debe prometerme que no se lo revelará.
    —Prometido —dijo Duncan, al tiempo que pensaba: Eso depende de lo que me digas. Y también de si pondrá o no a Cabtab en algún peligro.

    El padre, con expresión indignada, agitando la boca sin emitir ningún sonido, abandonó el apartamento.

    —Eso es lo que se me dijo que le transmitiera —indicó la mujer. Habló durante aproximadamente un minuto. Los ojos de Duncan se abrieron enormemente mientras escuchaba. Aparte esto, no dio ninguna señal del efecto que las palabras de ella tenían sobre él.
    —Repítalo —indicó ella.

    Él le devolvió el mensaje palabra por palabra.

    —Bien —dijo ella—. Ahora, ¿cuál es la emergencia?

    Sus ojos se abrieron mucho al oírla, y se puso pálida bajo su oscura piel. Cuando él hubo terminado, exclamó:

    —¡Dios mío! ¡No lo sé! ¡Esto es algo que tendrá que decidir mi superior! No estoy autorizada a tomar ninguna acción en este tipo de situación. ¡Además, no tengo ni la más mínima idea de qué hacer!
    —Entonces será mejor que ponga su culo en movimiento —dijo Duncan—. ¿Puede entrar en contacto de inmediato con su superior? No podemos permitirnos ningún retraso.
    —Creo que sí puedo.

    Giró sobre sus talones y se dirigió hacia la puerta, luego se detuvo y se volvió de nuevo.

    —¿A qué hora tiene que ir a su trabajo?
    —Dentro de dos horas y cinco minutos.
    —Espere aquí. Si no tiene ninguna noticia nuestra, dé alguna excusa para no ir a trabajar.


    19


    Cabtab entró de nuevo en la habitación como un león desmelenado y malhumorado en busca de pelea.

    —¿Se ha ido la arpía?
    —Sólo está haciendo su trabajo —dijo Duncan—, aunque dudo que sepa cuál es realmente. Pero yo tampoco lo sé.
    —Quizá me he mostrado demasiado duro con ella, y eso ha sido injusto —reconoció el padre—. Buscaré en mi alma y determinaré si fue así. En ese caso, tendré que hallar algún medio de perdonarme a mí mismo. Y perdonarla a ella por provocarme.
    —Hay cosas más importantes a tener en cuenta.
    —Nada es más importante que el estado del alma.
    —Con la posible excepción del estómago —dijo Duncan, contemplando la enorme barriga de Cabtab.
    —Alma y estómago son dos cosas que se hallan inextricablemente unidas —advirtió Cabtab—. Aquel que consigue desenredarlos es libre.
    —¿De qué? —gruñó Duncan, haciendo un gesto de impaciencia— Escucha. Dijo que un equipo de la Oficina de Transportes y Mudanzas estaría pronto aquí. Al menos, pareceré un equipo de T & M. Quizá lo sea realmente. Eso no importa. Tenemos que preparar a Ruiz para ellos. No quieren perder aquí más tiempo del absolutamente necesario.
    —¿Qué es lo que tenemos que hacer?

    Duncan se lo dijo, y se pusieron manos a la obra. Despetrificaron a Ruiz y doblaron su cuerpo en posición fetal. Tras atarla y amordazarla de modo que no pudiera enderezarse o gritar si recuperaba de pronto el conocimiento, volvieron a meterla en el cilindro y conectaron la energía. Luego la arrastraron fuera de nuevo, la envolvieron en una sábana y ataron ésta con cinta adhesiva.

    Durante los eternos quince minutos que siguieron, Duncan vio un coche patrulla orgánico pasar lentamente por la calle cubierta. La cámara de televisión al extremo del soporte vertical situado en la parte trasera del vehículo daba vueltas como la cabeza de un búho con un solo ojo. El conductor y su compañero hablaban animadamente de algo.

    Duncan se alegró de que la ley permitiera las cámaras monitoras del gobierno solamente en los cruces y en los coches patrulla. Si, como deseaba el gobierno, cada manzana tuviera una cámara monitora, el incidente con Ruiz y la visita de la agente del RATA habrían quedado registrados. Tal como estaban las cosas, la presencia del equipo de T & M quedaría registrada en varias intersecciones y posiblemente en las cámaras de algunos coches patrulla. Sin embargo, estaba seguro de que los datos de la autorización para el equipo habrían sido convenientemente puestos en el banco de datos ganic. Hasta cuán lejos podía llegar la investigación sobre esa autorización era algo que desconocía. Lo único que podía hacer era confiar en que pareciera auténtica. Por supuesto, era muy posible que ningún ganic se molestara en comprobarla.

    —No estamos simplemente andando por la cuerda floja —murmuró—. Estamos corriendo por ella.
    —¿Qué? —dijo Cabtab.

    Duncan no tuvo tiempo de repetir sus palabras. Sonó el timbre. Tras mirar por la pantalla de la puerta, Duncan dio orden al sésamo-ábrete que dejaría entrar al equipo. Eran dos hombres y dos mujeres con los monos naranjas y negros de la Oficina de Transportes y Mudanzas. Habían llegado en una camioneta a franjas en zigzag naranjas y negras, y entre dos de ellos cargaban una gran caja de madera. Tuvieron que agacharse para hacer pasar la parte superior de la caja por la puerta. Uno de ellos manejaba un transporte semirrobot de cuatro ruedas. Cuando hubieron pasado, Duncan cerró la puerta.

    Solo tomó unos segundos cargar el cuerpo envuelto en la sábana en la caja. Duncan no tuvo que decir ninguna palabra. Al parecer, el equipo había recibido instrucciones acerca de la tarea que debían de realizar antes de abandonar su CG. Si se les había dicho también que no hablaran o simplemente estaban disgustados por lo temprano de la hora era algo que Duncan no podía decir. Incluso la jefa del equipo se mantuvo en silencio cuando tendió la mano en solicitud de la tarjeta de identificación de Duncan. Éste, también sin una palabra, se la entregó. Ella insertó la tarjeta en la caja plana que colgaba de una larga cadena en torno a su cuello, la mantuvo allí durante menos de un segundo, luego se la devolvió.

    Duncan contempló la pantalla de la puerta mientras la caja que contenía a Ruiz era alzada en la plataforma hasta el nivel del piso de la camioneta. La camioneta había sido estacionada a una cierta distancia, de modo que podía ver parte de su interior en ángulo desde la parte de atrás. Pudo ver la mitad de otro objeto, cubierto por una sábana, en el suelo. Estuvo seguro de que se trataba de Izimoff, también en posición fetal. Cuando la camioneta regresara al CG de la T & M —si realmente iba allí—, Izimoff estaría también en la caja con Ruiz. Adonde iría la caja desde allí no lo sabía. Ya tenía suficientes cosas de las que preocuparse. Podían transcurrir algunas horas antes de que los ganics averiguaran que Ruiz e Izimoff habían desaparecido. Después de lo cual aquella torre, y especialmente aquel nivel, hervirían con orgánicos. Ahora que lo reconsideraba, parecía inevitable que se preguntaran qué era exactamente lo que había en la caja. Y que le llamaran para preguntarle qué era lo que había enviado en una gran caja y adonde.

    Insertó su tarjeta en una ranura en el panel de control de la pared. Tras dar sus instrucciones de viva voz, la pantalla mostró los datos registrados durante la transacción de T & M. Mostraba lo que hubiera debido esperar, y revelaba también que su superior había esperado que él fuera lo bastante inteligente como para recibir sus instrucciones a través de la propia tarjeta. Alguien en la organización había utilizado una tarjeta idéntica a la suya para solicitar un apartamento más cercano a su trabajo. Según la tarjeta, su petición había sido aceptada, y él se trasladaba a su nuevo apartamento hoy mismo, antes de ir al trabajo.

    Alguien en una posición muy alta dentro del gobierno se había movido muy rápidamente aquella mañana. Debía tener a mano un duplicado de la tarjeta de identificación de Duncan. Probablemente tenía duplicados de las tarjetas de todos los miembros del RATA. Manipulando los datos, había hecho aparecer que Duncan había hecho su petición el martes anterior, y que ésta había sido revisada y aceptada el mismo día.

    Así pues, el ciudadano Andrew Vishnu Beewolf, le gustara o no, tenía que mudarse. Inmediatamente. Sus posesiones personales estaban supuestamente en la caja proporcionada por la Oficina de T & M. El equipo las había llevado a su nuevo apartamento. Allá, debían haber aguardado sólo lo suficiente como para que las supuestas propiedades personales fueran sacadas de la caja y colocadas en el suelo. Luego, con Izimoff y Ruiz aún en la caja, el equipo habría llevado la caja a algún almacén del gobierno. Sin embargo, aún quedaba un problema. Sus PP, sus posesiones personales, tenían que ser sacadas de allí.

    Cabtab estaba a punto de marcharse, pero Duncan le dijo que tenía que ayudarle. Empezaron a sacar las cosas de su armario y de su armarito del cuarto de baño. Cuando las tuvieron todas metidas en dos bolsas de lona, lavaron las tazas y los platos, los metieron en un armario de la cocina, y salieron. Por entonces las calles empezaban a llenarse de gente que se encaminaba a sus trabajos. Los dos hombres subieron a un autobús, se dirigieron al nuevo apartamento y entraron en él. La tarjeta de Duncan tenía ya el nuevo código de entrada; el viejo debía haber sido borrado hoy mismo en el banco de datos.

    Cabtab dejó caer la bolsa de lona en el suelo.

    —Deberías echar una mirada por ahí —dijo Duncan—. Algún día puede resultarte útil estar familiarizado con el lugar. Uno nunca sabe. Cabtab gruñó, pero recorrió lentamente las habitaciones. Duncan puso las bolsas en su armario personal; ya arreglaría las cosas en los estantes más tarde. Los revestimientos y el mobiliario eran color amarillo limón, la elección del ocupante del lunes. Duncan podía manejar los controles para seleccionar los colores que él deseara. Las paredes en sí estaban vacías; correspondía a él elegir lo que deseaba que mostraran las pantallas. Podía escoger dibujos o escenas de cintas o crear las suyas propias, inmóviles o en movimiento. Los suelos sin enmoquetar eran de roble clónico, pero un giro del control podía proporcionarles el tono de barniz que prefiriera. Decorar era simple y rápido a menos que el decorador tuviera problemas en decidirse.

    El color y la forma de las sillas, mesas y sofás podía ser alterado también rápidamente, aunque remodelarlo todo llevaría al menos media hora. Y tenían que volver a dejarlo todo en su forma convencional antes de la hora de la petrificación. Duncan raras veces se molestaba con eso. Más bien prefería el frágil y delicado aspecto del mobiliario neoalbanés. El salón tenía puertas vidrieras que se abrían a una terraza. La vista desde allí era tan buena como desde su antiguo apartamento, de la que se diferenciaba sólo por un ligero cambio de ángulo. El que el lugar estaba más próximo a su trabajo era la única ventaja. Si hubiera intentado por sí mismo conseguir un traslado, probablemente hubiera tenido que esperar un subaño o más. Conseguirlo de una forma tan rápida, aunque indeseada, demostraba que uno necesitaba conexiones en esta sociedad para conseguir algo normalmente no conseguible. Siempre había sido así, en cualquier sociedad y época

    —Hasta luego —dijo Cabtab—. Mis bendiciones, hijo.
    —Gracias, padre. Nos veremos en el Snorter, a menos que no pueda acudir porque ocurra algo.
    —Bendiciones para tu vida sexual también, hijo —dijo Cabtab, y se marchó.

    Duncan se entretuvo un momento en contemplar los rostros de aquellos con los que compartía el apartamento pero con los que nunca llegaría a hablar. Luego se apresuró hacia la oficina. La siguiente fase de su tarea era correlacionar los índices de egocentrismo de jugadores de ajedrez, actores de televisión e ingenieros electrónicos. Mientras se dedicaba a esto, contempló a menudo la pantalla mural que mostraba el canal de noticias. Cuando llegó la hora de marcharse, no había visto nada en ella referente a Izimoff y Ruiz. Sabía muy bien, aunque no sabía cómo lo sabía, que eso no significaba nada. Probablemente los ganics estaban al control de las noticias. Probablemente. Desde que había escapado de la Institución Takahashi, su vida había sido una carrera de obstáculos de probablementes, quizás y sies, todos ellos surgiendo bruscamente de la oscuridad. No sabía casi nada acerca de la organización por la cual se esperaba que muriera si era necesario. La propia organización podía matarle si no llevaba a cabo sus órdenes satisfactoriamente. Lobreguez e incertidumbre describían su situación tanto antes como ahora.

    Se tensó. Ahí venía otra incertidumbre, y una peligrosa. El hombre que había estado hablando con uno de sus compañeros de trabajo se dirigía ahora hacia él. Aunque Duncan no sabía lo que estaba pensando el hombre ni lo que pretendía hacer, estaba seguro de que se trataba de un orgánico. Pese a sus ropas civiles, tenía esa aureola fría, dura y en cierto modo retraída. Era una diáfana nube que sólo los criminales empedernidos y otros orgánicos podían ver.

    Debería ser más caritativo, pensó Duncan. Esa expresión procede en parte de la autodefensa. El ganic típico es siempre cauteloso, suspicaz, cínico, y preparado para responder al ataque. Aunque, estadísticamente, muy pocos se veían nunca física o verbalmente amenazados. La mayoría de los ciudadanos les temían demasiado. Con buenas razones.

    Duncan se levantó de su escritorio cuando el hombre, más bajo que Duncan pero muy musculoso, se acercaba. El hombre se detuvo en el borde del escritorio circular y dijo con profunda voz de sapo:

    —¿Ciudadano Andrew Vishnu Beewolf?

    Duncan asintió con la cabeza.

    —Sí.

    El hombre mostró una tarjeta de identificación colgada de una cadena púrpura en torno a su cuello grueso como una columna.

    —Oficial Rhodes Terence Everchuck, detective sargento de primera clase, Oficina de

    Inmigración Interior. ¿Desea verificar los datos?

    —No es necesario —dijo Duncan. Sonrió, pero el ancho rostro de Everchuck ni siquiera mostró una grieta.
    —Tengo algunas preguntas que hacerle.

    Duncan representó el papel del ciudadano ansioso.

    —¿De qué se trata?

    No esperaba ninguna respuesta, y por supuesto no la obtuvo. Everchuck extrajo una hoja de impresora del bolsillo pectoral de su túnica púrpura salpicada de oro, la miró y dijo:

    —Tengo aquí una copia de una petición suya, transmitida a la Oficina de Transportes y Mudanzas, para que una caja con sus pertenencias personales fueran retiradas de su apartamento cancelado y llevada a su nuevo domicilio. También tengo la petición y la autorización de su traslado a la nueva dirección. También tengo los registros de verificación de su transferencia a la nueva dirección y de la entrega de la caja conteniendo sus PP a esa dirección. ¿Se produjo esa entrega en el plazo estipulado o en cualquier otro plazo, o no ha sido entregada?
    —Fue entregada según lo previsto, y yo me he mudado ya a la nueva dirección, que es el 421 de Everhopeful Courseway —dijo Duncan—. ¿Hay algún problema, detective sargento?
    —En ese caso —dijo Everchuck, mirando fijamente a Duncan a los ojos—, ¿qué llevaban usted y su compañero, el ciudadano Jeremiah Scanderberg Ward, en las dos bolsas que trasladaron de su antiguo domicilio al nuevo?

    Duncan había esperado ser interrogado respecto al contenido de la caja. Pero también tenía la suficiente experiencia como para saber que el ganic podía lanzarle una pregunta inesperada y al parecer irrelevante. Sonrió y dijo:

    —La caja no era lo bastante grande como para contener todas las PP. Puse lo que no cupo en las dos bolsas.
    —¿Por qué no hizo que los de T & M llevaran esas dos bolsas también?
    —Cometí un error. Pedí el transporte de sólo una caja. Pensé que todas mis PP cabrían en una caja. Si hubiera pedido a T & M que llevaran también las bolsas, hubiera tenido que efectuar otra petición. Cuando me hubiera sido concedida, ya habría sido el siguiente martes. Ya sabe usted cómo son esos asuntos burocráticos. Todo ese papeleo...
    —¿Está usted criticando al gobierno?
    —Oh, por supuesto —dijo Duncan alegremente—. Es mi derecho y mi deber. Esto es una democracia. ¿Acaso me niega usted este derecho y deber?
    —Naturalmente que no —dijo Everchuck—. No era ésa mi intención. ¿Por qué consideró usted necesario solicitar la ayuda del ciudadano Ward para que le ayudara a llevar las bolsas?
    —Dos eran demasiado pesadas para que las llevara un solo hombre.
    —Me ha comprendido mal —indicó el orgánico—. ¿Por qué seleccionó usted al ciudadano Ward para que le ayudara? ¿Por qué él en particular?
    —Es un buen amigo. No resulta fácil hallar a alguien que acuda a ayudarte a esa hora tan temprana.
    —¿Sabe usted que el ciudadano Ward es un religioso?

    Duncan se encogió de hombros.

    —Por supuesto. Pero no trabaja para el gobierno. Tiene derecho a ser un religioso.
    —Y, sin embargo, está asociado usted con él sobre una base íntimamente amistosa.
    —Yo no soy religioso —dijo Duncan—. Usted sabe eso. Lo ha comprobado en mi identificación.
    —¿Lo conoció usted en Nueva Jersey?
    —Usted sabe que sí.

    Ahora, pensó Duncan, ahora es el momento de la pregunta completamente inesperada, desconcertante, el golpe en el pecho que te dejará desequilibrado.

    —¿Qué les ocurrió a Ruiz e Izimoff?

    Duncan hizo que su rostro reflejara sorpresa. Dijo:

    —¿Quiénes?
    —¡La detective sargento Hatshepsut Andrews Ruiz y el ciudadano Ibrahim Ornar Izimoff! —dijo secamente Everchuck.
    —No sé —respondió Duncan—. ¿Ha dicho usted... ocurrido? No sé a qué se refiere. Nunca he oído hablar de este Ruiz. Izimoff..., sé que un tal Ibrahim Izimoff es el operador de una tienda al otro lado de la calle de acceso al Snorter.

    Hizo una pausa, luego añadió:

    —El Snorter es una taberna-restaurante.

    Como si Everchuck no lo supiera.

    —¿Niega saber usted lo que les ha ocurrido?
    —¡Le he dicho que no sé que le haya ocurrido nada a nadie!
    —¡Vamos, sargento! ¿A qué viene todo esto?
    —¿Aceptaría usted someterse a una prueba de la verdad?
    —Por supuesto —dijo Duncan. Adelantó las manos, con las palmas hacia arriba—. No tengo nada que ocultar. No sé por qué me está preguntando usted todo esto, pero si piensa que soy culpable de algo, rocíeme todo lo que quiera. Podemos hacerlo aquí si quiere, ahora mismo. Renuncio a un interrogatorio en el edificio de la comisaría, con un abogado y oficiales autorizados presentes.

    Everchuck no le pidió que repitiera sus palabras en una grabadora. Sin lugar a dudas el orgánico llevaba todo lo necesario para grabar y en funcionamiento en un bolsillo.

    Ahora era el momento crítico, crítico para Everchuck, al menos. Si el orgánico pensaba que Duncan estaba fanfarroneando, usaría la bruma. Si simplemente estaba sondeando aquí y allá y no tenía sospechas fundamentadas sobre él, no se molestaría con la bruma.

    —Esto es sólo una investigación de rutina —dijo.
    —Seguro, pero me gustaría que usara la bruma de todos modos —dijo Duncan—. No quiero ser sospechoso de nada, ni siquiera remotamente. Ya he terminado mi trabajo del día, tengo disponible todo el resto del tiempo. Hagámoslo ahora. No tomará mucho tiempo.
    —Es una actitud muy loable, ciudadano Beewolf —dijo Everchuck—. Pero no tengo tiempo que perder.
    —¿Qué es lo que les ocurrió a esas dos personas? —quiso saber Duncan.

    Everchuck dio media vuelta y se alejó.

    Duncan entró en el Snorter a las 5:00 P.M. Se abrió camino por entre las diminutas mesas hasta que vio a Cabtab y Snick en un rincón. Alzaron la vista hacia él, le saludaron, luego siguieron hablando. Duncan pulsó el botón de la mesa que indicaba que había allí un cliente por servir.

    El padre bebió abundantemente de una enorme jarra de gres, la depositó sobre la mesa y dijo:

    —No, mi querida Jenny, estoy profundamente en desacuerdo, aunque soy un devoto fanático y por ello me hallo en una extraña posición. Pero extraña sólo a primera vista. Sostengo que la política del gobierno actual hacia los fanáticos religiosos no es lo bastante dura. Una feroz represión y persecución de la población religiosa arranca de raíz a los hipócritas, los religiosos de boca para fuera, la gente que admite creer en alguna religión sólo porque ha sido educada en ella o tiene necesidad de pertenecer a un grupo social. La represión y la persecución separa el trigo de la cizaña. Lo único que queda una vez aplicada ésta, el trigo, el oro fundiéndose fuera de sus impurezas, los auténticos devotos, están preparados para pagar el precio por sus creencias. Dan la bienvenida a la oportunidad de convertirse en mártires y expresar su adoración hacia Dios.
    —No te veo corriendo a ser crucificado —murmuró hoscamente Snick.
    —Eso se debe a que el gobierno no te da realmente una posibilidad de convertirte en un auténtico mártir. Es insidioso. No prohíbe la práctica de la religión. Simplemente la califica como superstición, de la misma clase que la astrología o la creencia en una Tierra plana o en los conjuros de la buena suerte. Puedes adorar, pero no puedes congregarte en una iglesia para hacerlo. Las únicas iglesias que aún siguen en pie son museos o han sido reconvertidas para usos profanos. Los miembros de la fe, sea cual sea, cristianos, judíos, musulmanes, budistas, deben reunirse en gimnasios o en cualquier otro edificio conveniente que en aquellos momentos no sea utilizado para propósitos seculares. Un predicador callejero puede ofrecer sus sermones fuera de los edificios, pero no puede predicar excepto en zonas públicas específicamente designadas, y no puede permanecer en una misma zona durante más de quince minutos. Después de eso, tiene que trasladar su caja de jabón a otra zona claramente señalada.
    —Sé todo eso —dijo Snick—. Te estás yendo del tema principal. Tu insistencia en que el gobierno debería prohibir absolutamente toda práctica religiosa es absurda. Si el gobierno hiciera eso, ya no podría seguir proclamando que es auténticamente demócrata y liberal. Así, no prohíbe las prácticas religiosas. Simplemente frunce el ceño ante ellas, y con buenas razones. Las convierte en algo inconveniente, no las anima, podrías decir. Y, por supuesto, los niños aprenden en la escuela lo absurda e irracional que es la religión.

    Cabtab bebió más cerveza y eructó.

    —¿Qué piensas tú, Andrew?

    Duncan había estado escuchando a medias, con la vista fija en un display de los resultados del referéndum. La gente había votado abrumadoramente eliminar durante el período de prueba toda vigilancia excepto la absolutamente necesaria para asegurar la seguridad pública. Duncan se sintió sorprendido ante aquello. Si su teoría de que el gobierno daba datos falsos acerca del voto popular era cierta, entonces la mayoría no debería haber votado en contra de la vigilancia.

    —No lo sé ni me importa —dijo—. El sistema actual me parece que está bien. Nadie resulta dañado, y la religión organizada no puede conseguir ningún poder en el gobierno. Existe una estricta separación entre iglesia y estado. Pero ya basta de eso. Tengo algo importante que deciros.

    Cuando terminó de contarles la visita de Everchuck, Panthea Snick dijo:

    —Parece algo de rutina. Pero una nunca sabe. De todos modos, no hay nada que podamos hacer al respecto. Simplemente ser más cuidadosos de ahora en adelante.
    —¿Cuidadosos de no acabar mal a causa de los ganics? —murmuró Duncan—. ¿O a causa del RATA? ¿No veis las implicaciones de lo que le ocurrió a Izimoff? Si nos convertimos en un peligro para el RATA, o si el RATA piensa que somos peligrosos aunque no lo seamos, nos quitarán de en medio tan fácilmente como nosotros nos sacudimos las migas de pan de la pechera de nuestra camisa.
    —Tiene que ser así —dijo Panthea—. Es lógico. Se hallan en una posición muy frágil. No pueden correr ningún riesgo con un personal débil o inseguro.
    —Jesús, Thea, ¿acaso eso no te preocupa?

    Ella dio un sorbo a su jerez, luego dijo:

    —Sí. Pero sabía en lo que me metía cuando presté el juramento. Y tú también.

    Él bebió un poco de su bourbon y dijo:

    —No, realmente no lo hiciste. Ninguno de nosotros lo hizo. No tenemos ni la menor idea de lo que es el RATA, excepto que está contra el gobierno. Eso es más bien vago. ¿Cuáles son sus últimas metas? ¿Qué tipo de gobierno desean establecer? ¿Qué posibilidades tienen de derribar al gobierno? ¿Cuán grande es su organización? ¿Es sólo un pequeño puñado de meones jugando a los rebeldes? ¿O se trata de algo realmente grande y poderoso?

    Dio otro sorbo a su bourbon, depositó el vaso sobre la mesa y dijo:

    —Estoy realmente cansado de ir tanteando en la oscuridad, arañándome las espinillas.

    Snick no respondió debido al rugir que se elevó en la taberna. Todo el mundo estaba de pie, vitoreando, gritando, aplaudiendo. Duncan vio que todos estaban mirando los displays de las noticias. Ésos estaban pasando los datos impresos relativos a las nuevas reglas y regulaciones. Las cabezas de los locutores, insertas en el ángulo superior derecho, repetían verbalmente el texto impreso. Al menos, Duncan supuso que lo hacían. Sus voces no podían oírse debido a los gritos de los clientes.

    Duncan se inclinó sobre la mesa, con la cabeza cerca de las de Snick y Cabtab. Dijo con voz fuerte:

    —¡No sé por qué demonios están tan felices! ¡Los satélites no pueden monitorizarlos excepto cuando están fuera de las torres, en los puentes o en botes! ¡Y no es como si hubiera monitores en todas partes dentro de las torres! ¿Por qué no eliminan la vigilancia en ciudades como Manhattan? ¡Eso significaría algo! ¡Allá las calles son abiertas, observadas por los satélites!
    —Quizás el gobierno se muestra simplemente cauteloso y, si este experimento funciona bien, las ciudades abiertas sean sometidas también a prueba —dijo Snick.

    Duncan frunció el ceño.

    —No desean que funcione.

    Ella alzó las manos, exasperada.

    —¿Qué puede ocurrir? Los ciudadanos no van a convertirse en monos.
    —No van a tener que ir muy lejos para hacerlo —gruñó Cabtab. Aquello era algo muy extraño en boca del tolerante padre. Quizás estaba momentáneamente irritado por los chillidos simiescos de los clientes. Duncan miró de nuevo el display. Todos los ciudadanos tenían que sacar una copia impresa del «nuevo orden» y estudiarla a fin de poder comportarse en consecuencia. Tomó nota mental de hacerlo cuando llegara a casa. Por supuesto, habría más o menos un 13 por ciento de ciudadanos que no obedecerían. Los dos mil obaños de campaña gubernamental para condicionar a todos los adultos a fin de que se convirtieran en conscientes y entusiastas participantes políticos nunca habían conseguido un éxito absoluto. Y seguiría fracasando a causa del número estadísticamente determinable de los no políticos innatos. Una pequeña parte de ésos eran los apolíticos filosóficos; el resto, los genéticamente indiferentes. El gobierno debía sentirse secretamente complacido con esto, aunque abiertamente animara y arengara al electorado a mostrarse activo. Esos muchos CPV (cabezas políticamente vacías) hacían mucho más fácil para el estado llevar adelante sus programas.
    —No hubiera debido mencionar o siquiera pensar en esa categoría poco compasiva o despectiva —murmuró Cabtab. Inspiró profundamente, luego prosiguió—: Uno jamás debería generalizar, ni siquiera uno nacido para generalizar como yo. Fue indigno de mí, aunque lo que dije tenía algo más que un germen de verdad en ello. Sin embargo, aunque fuera totalmente cierto, no hubiera debido decirlo. En vez de ello, hubiera debido rezar por las masas descarriadas, la recalcitrante gente común, los tontos del culo que pretenden ser Homo sapiens. Después de todo, ¿soy en algún aspecto mejor que ellos? No arrojo piedras. Arrojo lodo, es cierto, pero el lodo no puede hacer daño a nadie y se lava fácilmente. Yo...
    —Creo que me iré a casa —dijo Snick. Se levantó—. Este tipo de charla no nos lleva a ninguna parte. Me aburre. Tengo dolor de cabeza, y estoy cansada. Hablas de lodo, padre. Tengo la impresión de estar metida en él. Peor aún, creo que me estoy hundiendo en él hasta el cuello.
    —Lástima —dijo Duncan—. Tenía la esperanza de conocer a tu nuevo amante.

    Lamentó inmediatamente haber dicho aquello, pero ya era demasiado tarde.

    Panthea Snick pareció sorprendida.

    —No tengo ningún amante, ni viejo ni nuevo. Aunque eso no sea asunto tuyo.
    —Pero dijiste...
    —¿Dije? Oh, ya sé a lo que te refieres. Dije que tenía a alguien en el apartamento. No era un amante, sólo un visitante ocasional.

    Sonrió y dijo:

    —¿Estás celoso?

    Duncan abrió la boca, pero tragó convulsivamente el impulso de negar aquella acusación. Ahora no era el momento de ocultar lo que sentía hacia ella. Ahora era el momento de plantearlo, decir la verdad.

    —Sí, lo estoy —reconoció.
    —¿Acaso estás enamorado de mí? —dijo ella.

    No pareció sorprendida, sino como si el pensamiento se le hubiera ocurrido de repente antes de poder apartarlo de su cabeza con una patada mental.

    —Sí, lo estoy.

    Ella tragó saliva antes de decir:

    —No lo sabía..., tú nunca mostraste nada..., ningún signo de...
    —Ahora ya lo sabes.
    —¡Por el amor de Dios! —exclamó en voz alta Cabtab—. ¿Qué forma de cortejar es ésa? Este lugar..., el ruido..., la multitud..., ¿es ese un escenario romántico, el lugar más adecuado para que uno declare su amor?
    —No te sientas azarado, padre —dijo Snick—. Simplemente ha ocurrido así. De todos modos, me alegro que haya sido aquí, no cuando estuviéramos a solas.
    —¿Por qué? —preguntó Duncan.

    Ella se inclinó hacia delante, con las manos sobre la mesa, el rostro cerca del de Duncan.

    —Porque así es más fácil decir lo que tengo que decir. Lo siento, Andrew, pero... De hecho, me gustas. Te admiro. En algunos aspectos, eres mi héroe. Me rescataste de aquel almacén; me trajiste de vuelta a la vida. Pero...
    —No me amas.
    —Siento un cierto afecto hacia ti.

    Se enderezó.

    —Pero eso es todo. No te amo. No te deseo, no siento una pasión erótica hacia ti. No quiero herir tus sentimientos tampoco, aunque parece que no hay ninguna forma de no hacerlo. Eso es todo. Una respuesta honesta.
    —Gracias —dijo él. Su voz sonó firme incluso para sí mismo. Gracias a Dios, no traicionó el temblor que le recorría por dentro.
    —¿Significa eso alguna diferencia? —quiso saber ella—. Quiero decir, en la forma en que trabajamos juntos, en... Me odias, ¿verdad?
    —Estoy un poco aturdido —dijo él—. No sé lo que siento. Es un shock, aunque no debería serlo. No tenía derecho a esperar que sintieras lo mismo respecto a mí. Ciertamente, nunca te vi hacer nada, decir nada, o actuar de ninguna forma que me hiciera pensar que podías pensar como pienso yo. No, no te odio. Y lamento, no sabes cómo lo lamento, lo que te he dicho. Hubiera debido esperar un momento mejor.
    —No hubiera habido ninguno. Lo siento.

    Palmeó suavemente su mano, se volvió y se alejó. Duncan no la miró; sus ojos estaban fijos en la mesa.

    Cabtab dijo suavemente:

    —¿Hay algo que pueda hacer para ayudarte?
    —Sí —dijo Duncan, aún más suavemente—. Déjame solo.
    —¿No vas a emborracharte y meterte en problemas? Recuerda que no puedes permitirte atraer la atención de los ganics.

    Duncan se puso en pie.

    —No. Me voy a casa. Lo que voy a hacer allí no lo sé. Pero, sea lo que sea, nadie va a verlo.

    El padre pareció alarmado.

    —No pensarás en matarte.

    Duncan se echó a reír, luego reprimió un sollozo.

    —No. ¡Jesús! ¡Esto es estúpido! ¿Quién hubiera pensado que las cosas irían de este modo?
    —Es la negra noche del alma. Créeme, he pasado por ello antes. Si sólo pudiera ayudarte...
    —Nos veremos mañana —dijo Duncan, y se puso en pie y se alejó. El padre estaba equivocado. Su alma no estaba en una negra noche. Todo resplandecía de una forma brillante pero torcida, como si los rayos de luz se curvaran en muchos ángulos distintos a su alrededor. La luz no sólo era ardientemente brillante; también era fría, terriblemente fría.


    20


    A primera hora de la mañana del martes siguiente, Duncan se sentó en la cocina. Sujetaba entre sus manos una gran taza de humeante café y una herida emocional mucho más grande y ardiente. Le dolía el pecho. Las lágrimas se agolpaban en sus ojos. Imágenes del poderoso elefante macho trompeteando agónica y furiosamente ante la lanza que asomaba por entre sus costillas, del león lamiéndose la sangre de la garra destrozada por una bala, del cachalote erizado de arpones alzándose por debajo del bote ballenero y lanzando a sus ocupantes por los aires pasaban rápidamente por la pantalla de su mente.

    Luego, mientras bebía su tercera taza de café, dos veces demasiado según la Oficina de Medicina y Salud, se echó a reír. Fue una risa sorda, en la que rechinaba el dolor. Pero estaba atravesada también por el placer de la burla de sí mismo. Las imágenes eran todas de animales nobles e impresionantes sufriendo a causa de sus heridas. ¿Por qué no imaginar una cucaracha que se alejaba cojeando, con sus pastosas entrañas arrastrando, tras haber sido medio pisoteada por un ser humano? ¿Por qué no una mosca zumbando desesperadamente en sus intentos por librarse de una telaraña? ¿Por qué no un escarabajo hediondo cuya cola había sido arrancada por el cerrar de una puerta? ¿O una rata que había comido queso envenenado?

    Se echó a reír de nuevo. Acontecimientos y sentimientos estaban siendo reclasificados y en consecuencia estaban encajando en sus lugares correspondientes. No era en absoluto el único ser humano que había sido rechazado, como tampoco era la primera vez que le había ocurrido.

    Su satisfacción filosófica era grande, y su perspectiva histórica —el ser el tema de la historia— estaba correctamente alineada. Pese a lo cual, unos cuantos segundos más tarde, el dolor seguía siendo exactamente el mismo.

    Oh, bueno. Se libraría de él. El tiempo no sanaba todas las heridas, pero el tiempo hacía que no fueran tan dolorosas, y normalmente conseguía enterrarlas profundamente. Se atareó, tras comer un poco, en limpiar el apartamento. Cuando lo abandonó, se halló en medio de una multitud de excitados peatones. Aunque no era un día de fiesta, lo parecía. Todo el mundo, excepto él, charlaba y reía, feliz porque hoy era el primer día de libertad de los monitores. Los ojos del satélite habían sido desconectados, y los ganics permanecían hoscamente en sus comisarías. Una pesada carga de la que los ciudadanos no habían sido conscientes les había sido levantada. O eso pensaban, meditó Duncan. ¿Creían realmente que habían conseguido el permiso total de comportarse como niños?

    Quizá sí. Cuando llegó a la oficina, vio que nadie trabajaba, y que a los supervisores no parecía importarles. De hecho, éstos se mostraban exactamente igual de excitados que sus subordinados. Permanecían fuera de sus oficinas hablando, aunque con otros supervisores no con los trabajadores, y bebían café y reían y bromeaban. Duncan agitó la cabeza y fue a su puesto y se sentó. Aunque nadie había conectado aún los ordenadores, activó su equipo. Ahora, ¿qué se suponía que debía hacer?

    Eso le hizo fruncir el ceño. Sus obligaciones eran algo brumoso, que estaba metido en alguna parte de su mente pero al parecer le eludía, no dispuesto a asentarse y hacer que sus brazos, por así decir, empujaran la rueda. Maldijo. De alguna forma, se había visto infectado por la exaltación de los demás. Decidió ignorarlo. Pero, aunque miró fijamente las pantallas, no pudo conseguir ninguna concentración. Y, cuando algunos de sus colegas le sugirieron que saliera con ellos a tomar una copa, dijo:

    —¡Seguro! ¡Suena como una gran idea!

    ¿Qué demonios estoy haciendo?, pensó mientras caminaba con el grupo más allá de un corro de graznantes supervisores. Éstos ni siquiera parecieron darse cuenta de que los especialistas en bancos de datos habían desertado de sus puestos y que muchos estaban abandonando la oficina. Duncan, como sus compañeros, pasó de largo junto a la máquina en la que se suponía que debía insertar su tarjeta de identificación, luego abandonó el lugar durante las horas de trabajo.

    Fuera, el grupo se detuvo por un momento para decidir cuál era el mejor sitio donde ir a celebrarlo. Tuvieron problemas para hacerse oír por encima de los gritos y risas de los peatones y los pasajeros de los autobuses y los ciclistas en la calle. Cuando sus colegas llegaron finalmente a la conclusión de que el Snorter era la taberna más cercana y en consecuencia la mejor, Duncan sabía ya por qué la calle estaba tan atestada. Las tiendas estaban vacías; los empleados y clientes que hubieran debido llenarlas estaban todos fuera. En aquel momento, nada de aquello le pareció extraño. Por supuesto, aquella gente no deseaba trabajar más de lo que lo deseaba él. Y, puesto que los vigilantes no estaban entre la multitud, ¿por qué preocuparse?

    Llegar al Snorter no fue fácil. Tuvieron que abrirse camino entre la multitud. Tomar un autobús no les habría servido de nada: se hallaban todos parados entre la gente. Y, aunque los vehículos hubieran podido moverse, sus conductores habían abandonado también sus puestos.

    —¿Qué ocurre? —le gritó Duncan a Wark Zoong Cobledence, una mujer que trabajaba en la mesa contigua a la suya.
    —¿Qué quieres decir? —gritó ella en respuesta.
    —¡Oh, olvídalo! —respondió él. Cosa que ella hizo inmediatamente.

    Cuando el grupo alcanzó finalmente el Snorter, sólo quedaban cinco de los diez originales. Se zambulleron en la taberna, riendo y gritando, luego perdieron algo de su entusiasmo. El lugar estaba atestado de clientes, pero los camareros no se habían presentado o habían abandonado el lugar poco después de hacerlo. Por el momento, la multitud se mostraba como azarada. Se arracimaba hablando o gritando, como si sus voces pudieran llamar a los camareros. Luego, una mujer saltó detrás de la barra más cercana, cogió un vaso de debajo de ésta y lo llenó de whisky de una canilla en la pared. Lo apuró hasta el fondo, se atragantó y, con ojos lloriqueantes, gritó con voz fuerte:

    —¡La bebida es cosa mía!

    Otros se le unieron para actuar como barmans, al tiempo que se convertían en sus propios mejores clientes. Algunas personas hicieron un esfuerzo por pagar sus bebidas insertando sus tarjetas en las ranuras adecuadas, pero éstas fueron rechazadas, de modo que se echaron a reír.

    —¡Hoy es el Día de la Libertad! —aulló el padre Cabtab—. ¡Todo es gratis! ¡O, si insistís, corre de mi cuenta! ¡Pero no me preguntéis mi nombre!

    La multitud de la sala se aligeró algo cuando algunos pasaron a las otras salas, donde ocurrió lo mismo. Finalmente, todo el mundo estaba más o menos borracho, más bien más, y pasándoselo estupendamente. Duncan y Cabtab, con enormes copas de coñac llenas hasta el borde de bourbon World Joy, el segundo mejor del mundo, aliaron una mesa en un rincón. Otros dos clientes se sentaron sin ser invitados a su lado. Uno era una mujer muy hermosa de piel muy oscura que llevaba sólo una bata de estar por casa púrpura y rosa. Dijo que vivía al final de la calle, no había desayunado nada, y que había asomado la cabeza para ver lo que ocurría. Movida por un impulso, había decidido salir a la calle y unirse al jolgorio.

    —¡Asi que aquí estoy, dispuesta a cualquier cosa!

    Sus dedos se cerraron suavemente en la entrepierna de Duncan Esto, por alguna razón, ni le sorprendió ni le trastornó. Sin embargo, el hombre que se sentó con ella sí le sorprendió. Era el hombre delgado con los grandes ojos y el sombrero verde con antenas que Duncan había conocido en el tren de Nueva Jersey, el profesor Carebara. Al cual, recordó Duncan con un sobresalto, había visto brevemente en la televisión después del gran tumulto en el Snorter. El rostro de Carebara parecía aún más largo y estrecho, y sus enormes ojos casi insectoides. Llevaba botas amarillas hasta las pantorrillas, pantalones rojos hasta las rodillas, una chaqueta azul en cola de golondrina, una camisa blanca rizada con puntillas verde claro en las muñecas, y un sombrero verde con la forma de los que llevaban los antiguos puritanos. De él sobresalían dos antenas púrpuras de un palmo de largo.

    El padre Cabtab dijo con voz fuerte:

    —¿Qué está haciendo usted aquí, profesor? ¿Visitando los barrios bajos?

    Carebara dio un sorbo a su vino y dijo:

    —Por supuesto que no. Vengo aquí de tanto en tanto a comprobar la población de las hormigas.
    —¿Hormigas? —se sorprendió Cabtab—. ¿Qué hormigas?
    —¿No ha visto usted ninguna? Me sorprende. La oficina ha recibido un montón de quejas. Están por todas partes, viven en los espacios entre las paredes, en los almacenes, en cualquier lugar donde tienen probabilidades de no ser molestadas. Son una reciente mutación de una especie cuyo nombre científico no le dirá nada. Baste con decir que es la especie que los legos llaman hormigas de jardín. Parecen haberse adaptado maravillosamente a lo que debería ser un entorno hostil. Comen cualquier cosa que pueda sustentar la vida humana, y también comen otros insectos, incluidas las cucarachas. Ellas...
    —¿Cucarachas? —interrumpió el padre— . ¿Qué cucarachas?
    —Todo Los Ángeles está lleno de ellas, aunque tienden a medrar en las residencias de mínimos créditos. Sus ocupantes son muy descuidados respecto a la limpieza, pese a todo lo que ha hecho el gobierno para educarlos en la extrema necesidad y urgencia de vivir sanitariamente. De hecho, sospecho que los mínimos actúan deliberadamente así para desafiar al gobierno. De todos modos, y pese a todo, no estoy tan interesado en las hormigas en sí, pese a que presentan algunos rasgos extraños y fascinantes, como en los parásitos miméticos que se han trasladado con ellas. Ésos también son mutaciones recientes, y...

    Duncan dejó de escuchar. La mujer que se había sentado con Carebara se había deslizado debajo de la mesa, y ahora estaba haciendo algo que elevó las hormigas del profesor muy por encima de la visión mental de Duncan. Cabtab se inclinó sobre la mesa, ignorando la conferencia de Carebara, y preguntó:

    —¿Qué está haciendo ella ahí abajo?
    —Prefiero no decirlo —murmuró Duncan. Su rostro se crispó; jadeó; luego, todo hubo pasado. Entonces fue el turno del padre de agarrar el borde de la mesa con las manos, hacer girar los ojos, gruñir y jadear. Unos segundos más tarde, el profesor dejó de hablar, y su rostro, normalmente impasible, se tensó como un arco, se crispó como la piel de un animal espantando moscas, y emitió un largo ¡aaah!, tras el cual sus ojos se volvieron menos saltones y reanudó su conferencia, aunque no allá donde la había dejado.
    —¿Quién es ella? —preguntó Duncan.

    Carebara no respondió. Duncan estrujó el delgado hombro del profesor.

    —¿Quién es ella?
    —No lo sé —dijo Carebara, con aspecto furioso—. ¿Por qué no se lo pregunta?

    La mujer se arrastró fuera de debajo de la mesa, se alzó, cogió la copa del padre, bebió, y volvió a ponerse a gatas en dirección a la mesa contigua. Duncan se levantó a medias y observó las expresiones del rostro de la mujer sentada en la parte de fuera. Sus compañeros, otra mujer y dos hombres, parecieron darse cuenta de lo que ocurría. Rieron agudamente e hicieron algunas observaciones, a las que la mujer no prestó ninguna atención. Finalmente, con las manos crispadas sobre el borde de la mesa y la cabeza echada hacia atrás, con los ojos cerrados, gimió. Duncan volvió a sentarse y apartó la cabeza.

    —Nadie pone objeciones —dijo.
    —¿Por qué deberían? —gruñó Cabtab.

    Duncan no halló ninguna respuesta a eso.

    —Una mujer realmente generosa y democrática —dijo el padre—. Brindo por ella. —Alzó su copa, vio que estaba vacía, y la golpeó contra la mesa—. ¡Camarero! ¡Camarero!
    —Olvidas que no hay ninguno —observó Duncan—. Yo traeré las bebidas.

    Se levantó de la mesa, pero no pudo resistir mirar debajo de la contigua. La mujer sin nombre estaba ocupada ahora con el hombre sentado al lado de la mujer a la que había atendido primero. Duncan agitó la cabeza, no supo precisar si admirado o disgustado, y se abrió paso entre la multitud hacia la barra. Le dejaron pasar sin protestar hasta que intentó meterse entre un hombre y una mujer.

    —¿A quién crees que estás empujando? —dijo el hombre. Llevaba un sombrero naranja oscuro con forma de castillo y una larga barba separada en varias trenzas atadas con cintas amarillo núnculo.
    —Sólo intento conseguir algo de beber —dijo suavemente Duncan. Buena parte de la tensión, irritación y desasosiego que habían estado creciendo en él durante los últimos tres días lo había abandonado. Y el whisky también contribuía a ablandarle.
    —¡No aceptes ninguna mierda de él, Milo! —chilló la mujer con voz aguda. Alzó su brazo por encima de la multitud y derramó su vodka sobre la cabeza de Duncan.
    —¡Vaya desperdicio de buen alcohol! —gruñó el hombre, y golpeo, no a Duncan, que pensó que iba a recibir el puñetazo, sino a la mujer.

    Duncan contrajo el puño contra su pecho —no había espacio para tensar el brazo—, y alcanzó al hombre en la barbilla con él. Luego se volvió a medias y clavó el codo en el plexo solar de la mujer. Ella dejó de reír, se dobló sobre sí misma y cayó al suelo. El hombre al que Duncan había golpeado se tambaleó hacia atrás, aunque no demasiado, debido a la presión de los demás cuerpos. Aullando, se lanzó contra Duncan, que se agachó. El hombre cayó sobre la mujer, que en aquellos momentos estaba intentando volver a levantarse, y Duncan golpeó el pómulo del hombre con los nudillos. Toda su blandura había desaparecido.

    La sala estalló. Sin embargo, la lucha no se extendió a partir de donde estaban Duncan, la mujer y el hombre. Pareció como si no fuera el contacto de puños lo que iniciara el alboroto, sino la idea misma del alboroto. Llameó a través de las grandes salas con la velocidad del pensamiento, y el concepto filosófico se convirtió en realidad. Al cabo de un segundo, todos los clientes estaban o bien intentando golpear, arañar o patear a alguien, o intentando abrirse camino fuera de la pelea. Duncan no tuvo mucho tiempo para contemplar la velocidad con que la taberna se convertía en la delicia de un gladiador. Algo muy duro, probablemente el fondo de una recia jarra, se estrelló contra su nuca. Medio inconsciente, cayó de rodillas. Acabar de dejarse caer al suelo pareció entonces una buena idea. Realmente, era una idea irresistible. Se dejó caer de bruces, gruñendo, y el impacto fue amortiguado por la pierna de una mujer. Un hombre cayó pesadamente sobre la espalda de Duncan, rodó sobre sí mismo, pero no volvió a levantarse. Duncan contempló el ensangrentado rostro cerca de él, y decidió que era juicioso seguir en el suelo. Su visión empezó a aclararse, pero el dolor en su nuca se hizo peor. Mientras tanto, algunos pies le golpearon, aunque no muy duramente. Nadie estaba intentando hacerle daño; los golpes eran accidentales. Sin embargo, las patadas no intencionadas también pueden causar daño.

    Tomó otra decisión. Saldría del lugar y se iría a casa, donde podría curarse sus heridas. Eso no iba a poder conseguirlo sin más sangre y hematomas. Pero, de todos modos, si se quedaba, aún iba a recibir más daño.

    Y, ¿dónde estaban los orgánicos? ¿Por qué no habían entrado a la carga en el lugar, rociando a todo el mundo con sus aerosoles aturdidores y reduciendo todo el jaleo a un mero susurro? La vieja queja de que los ganics nunca estaban allá donde se los necesitaba era realmente cierta en estos momentos.

    Apenas había conseguido ponerse a gatas cuando una mujer cayó de espaldas sobre él desde su derecha, y un hombre se derrumbó sobre sus piernas. Ésos, sin embargo, no permanecieron encima de él. Maldiciendo, chillando y golpeando —incluidos dos golpes contra la espalda de Duncan—, y pasándoselo en grande, los dos desaparecieron.

    Solamente para regresar y caer de nuevo sobre él. Se debatió para ponerse en pie. Una rodilla se estrelló contra su nariz. La sangre salpicó el suelo de madera bajo él. Se dejó caer de nuevo, rodó sobre sí mismo, sacó un pañuelo de tisú y lo aplicó contra su nariz.

    —¡Al infierno con ello! ¡Me quedaré aquí hasta que esto termine!

    No pudo resistir el patear a un hombre que estaba luchando con otro justo delante de él. Su pie se encajó en la entrepierna del otro. El hombre se dobló sobre sí mismo, chillando, sujetándose los testículos, y recibió el golpe de gracia en la cabeza, propinado por su antagonista con las dos manos entrelazadas. Luego el antagonista se derrumbó encima de Duncan y pateó en el reducido y siempre cambiante espacio entre las piernas de otros dos hombres enzarzados. Las rodillas de ambos respondieron y le golpearon en las orejas, sumiéndolo momentáneamente en la inconsciencia, incapaz de determinar la aleteante geometría del dolor. Duncan, pese a lo que había decidido hacía unos segundos, se puso nuevamente a gatas. Por aquel entonces el espacio en unos quince centímetros por encima del suelo se había despejado un tanto. Mucha gente estaba tendida en el suelo, por voluntad propia o no. Incluso el nivel de ruido había descendido, aunque alguien que entrara en el Snorter en aquellos momentos hubiera pensado que el lugar sonaba como la antesala del infierno.

    Muy por encima del ruido se alzaban los bramidos del padre Cabtab. Duncan lo divisó en un atisbo, alzando a una pataleante mujer por encima de su cabeza. Los brazos de doblaron, y la mujer salió disparada hacia delante y derribó a tres hombres con su cuerpo. Duncan se levantó de nuevo, se abrió camino entre la multitud hacia el sacerdote, tuvo que defenderse contra un hombre y luego contra una mujer, los rebasó con algunas contusiones y arañazos más, y de pronto se halló en una zona comparativamente despejada cerca de Cabtab. El padre acababa de abrir un poco más de espacio arrojando a un hombre contra otros dos y derribándolos a los tres.

    —¡Gloria a los dioses de las batallas, Yahvé y Woden! —aulló el padre. Su rostro llameaba de alegría mezclada con sangre—. ¡Ésta es una maravillosa terapia espiritual y física!
    —Salgamos de aquí, dejemos que se diviertan —dijo Duncan Entonces vio a Panthea Snick, que no sabía que estuviera en el Snorter. Alguien le había arrancado la túnica, dejándola con sus panties y sus zapatos de tacón alto. Un zapato, al menos. Estaba golpeando a una mujer en la cabeza con el tacón del zapato izquierdo. Ambas sangraban aquí y allá, y Snick exhibía una huella azulada en un ojo.
    —¡Sígueme! —gritó roncamente Duncan. Se tambaleó hacia las dos mujeres y apartó a Snick. La otra mujer huyó, sujetándose la cabeza con ambas manos.
    —Soy yo, Dunc —dijo, mientras Snick se debatía entre sus brazos. Duncan tenía la nariz hundida en la parte de atrás de su pelo, que olía a perfume, whisky y sangre—. ¡Vámonos!

    La mujer que había huido volvió con dos hombres. Avanzaron, abriéndose para coger a Duncan y Snick por tres lados. Pero Cabtab cargó en tromba, saltando por encima de cuerpos, y se lanzó sobre uno de los hombres, que salió rebotado contra el siguiente. Los tres cayeron. Sólo Cabtab volvió a levantarse. La mujer, chillando, huyó de nuevo.

    —Fuera —dijo Duncan. Se volvió y cargó con Snick, que chillaba, agitaba los brazos y pataleaba, a través de la puerta. Cabtab le siguió.

    Fuera aún era peor, y Duncan se preguntó brevemente si no deberían volver al interior de la taberna. Había docenas de luchadores enzarzados en la calle, y docenas de cuerpos, algunos moviéndose aún, otros no, tendidos sobre el esponjoso suelo a franjas negras y escarlatas. Los no combatientes o bien estaban haciendo el amor de diversas formas, o apostando febrilmente sobre los luchadores.

    De pronto, Snick dejó de debatirse. Dijo:

    —Déjame en el suelo. Estaré bien cuando consiga alguna ropa.

    El la soltó.

    —Creo que deberíamos marcharnos de aquí —apuntó—. Mi apartamento es el lugar más cercano.

    Miró a su alrededor. ¿Dónde estaban los ganics? ¿Dónde estaban las ambulancias y los médicos? Probablemente ocupados en alguna otra parte. Probablemente no tenían los efectivos necesarios para manejar lo que debía ser un tumulto a nivel general en toda la ciudad. Peleas. Orgías.

    Hizo un gesto al padre, que estaba de pie cerca de la puerta del Snorter. Cabtab no pareció darse cuenta del gesto; estaba mirando hacia arriba, hacia el techo de la calle, que era un display de un profundo cielo azul con algunas nubes algodonosas arrastradas por el viento. Duncan llamó al padre por su nombre, pero Cabtab siguió sin darse cuenta. Tenía los ojos muy abiertos, y su rostro exhibía la expresión más alegre que Duncan hubiera visto nunca. Le hizo sentirse nervioso. No. Asustado.

    Bruscamente, Cabtab bajó la mirada, y su boca se agitó furiosa, aunque su rostro siguió mostrando la misma expresión «embelesada». Alzó las manos y se arrancó las cadenas que sostenían en torno a su cuello la docena o así de símbolos religiosos. El crucifijo, la estrella de David, la media luna, el martillo de Thor, el ídolo vudú y otras figuras volaron por todas partes y cayeron entre la multitud. El siguiente en caer fue el propio padre. Se derrumbó rígido y envarado como un árbol aserrado por su base y golpeó con dureza el elástico suelo. Duncan corrió hacia él, apartando a algunos espectadores fuera del camino y saltando sobre algunos cuerpos. Cuando llegó al lado de Cabtab, el hombre había perdido su rigidez y estaba vibrando de pies a cabeza. No sufría ningún ataque epiléptico; sus ojos estaban muy abiertos y brillantes, y hablaba rápidamente. Sin embargo, el idioma era uno que Duncan jamás había oído, y estaba familiarizado con los sonidos de los veinte que aún se hablaban en la Tierra.

    Un momento más tarde, Snick, cerrándose una ropa que debía de haber tomado de alguna de las mujeres inconscientes, estaba a su lado.

    —¿Qué le ocurre? —preguntó, casi jadeando—. Parece como si hubiera tenido una visión.
    —Creo que no andas desencaminada.

    Duncan dio un salto para evitar ser derribado cuando Cabtab se puso explosivamente en pie sobre la acera. El padre había perdido mucho de su extasiada mirada, pero aún quedaba en sus ojos el éxtasis suficiente como para que brillaran. Las moléculas de su rostro parecían haberse reordenado en unos nuevos rasgos. Si Duncan no hubiera sabido que aquel hombre tenía que ser el padre, no lo hubiera reconocido.

    —¡No más antiguos dioses! —aulló Cabtab—. ¡Se han marchado, y ya no regresarán! ¡Si alguna vez estuvieron aquí! ¡No! ¡Sí! ¡Gente, reuníos a mi alrededor! ¡Os traigo buenas noticias, quizá las primeras que hayáis oído nunca! ¡Miel para los oídos! ¡Alimento para el alma! ¡Reuníos a mi alrededor y escuchadme! ¡Os hablo no como el padre Cabtab, sino como el portavoz del Dios Recién Nacido! ¡soy la pantalla que os muestra el display del Divino!
    —¡Padre! ¡Padre! —exclamó Duncan—. ¿No me reconoces?

    Tiró de las ropas del hombre, pero el gigante apartó a un lado la mano de Duncan como si fuera una irritante mosca— ¡Conozco a todos los hombres y mujeres y niños! —aulló— ¡Escuchadme, vosotros a quienes conozco y a quienes el Dios Recién Nacido conoce más allá de todo conocimiento! ¡Escuchadme! ¡oíd! ¡Bebed la verdad! ¡Luego actuad! ¡Haced lo que el Recién Nacido os pide a través de mí!

    —¡Está loco! —dijo Snick.

    Duncan vio que una poca gente se había acercado para escuchar a Cabtab. El resto no le había oído o simplemente le ignoraba. Si estaban haciendo lo que la mayoría estaban haciendo, no deseaban interrumpirlo para escuchar a un predicador.

    —Loco o no —dijo Duncan a Snick—, los ganics se lo llevarán apenas lleguen. Ya sabes lo que eso significa. Lo rociarán, y lo descubrirán todo sobre nosotros.

    Duncan hubiera preferido tomar una acción menos violenta y pública. Pero, por el momento, parecía que no podía hacer otra cosa. Avanzó hacia Cabtab, el brazo alzado, la mano preparada para golpear con su filo el grueso cuello del padre. Pero Cabtab, como si hubiera sido advertido por una voz sólo oída por él, giró sobre sus talones. Seguía balbuceando cosas sin sentido, pero sus ojos mostraban que era completamente consciente de la presencia de Duncan. Su puño partió como un ariete hacia la barbilla de Duncan. Este retrocedió, agitó las manos en busca de un apoyo que no estaba allí, y se sumergió en una enorme oscuridad en medio de la cual ardía un sol diminuto pero que iba haciéndose lentamente más grande. Lo siguiente que supo era que estaba de bruces sobre el pavimento, y que Snick, arrodillada a su lado, le preguntaba si se encontraba bien.

    Ayudado por Snick, Duncan se puso en pie. Agitó la cabeza como si intentara despejarla, aunque su mente no estaba enturbiada, y dijo:

    —No hay nada que podamos hacer excepto largarnos de aquí.

    Snick, pálida bajo su oscura piel, dijo:

    —¿Qué quieres decir con que no podemos hacer nada?
    —Me gustaría saber lo que quiero decir. Acepta mi palabra. No hay nada que podamos hacer, excepto que desees matarle.

    Snick estaba demasiado asombrada para decir nada. Seguía sin decir nada cuando Duncan la arrastró de la mano por entre la multitud.


    21


    Después de ducharse en el apartamento de Duncan, fueron a la sala de estar y bebieron un poco de vino. El se había puesto ropas limpias; ella había lavado las que había tomado de la mujer inconsciente. Permanecieron sentados en silencio por un rato. Panthea observaba la pantalla que cubría la pared frente a ella, una escena de la gran novela china Todos los hombres son hermanos. Representaba un mercado en la antigua China; soldados con lanzas y espadas avanzaban por entre la multitud en busca del héroe, Ling Ch'ung, que estaba disfrazado de campesino viejo. Por la expresión de Snick, en realidad no veía la escena.

    Finalmente, tras beber un poco de vino, ella dijo:

    —¿Qué crees que ocurrió ahí fuera? —Agitó la mano en dirección a la puerta.
    —Los ganics soltaron algún tipo de gas desinhibidor mental-emocional en el sistema de aire acondicionado de las torres —dijo él—. No sé si eso es cierto o no, pero es la única explicación en la que puedo pensar.
    —¿Cómo se saldrán de ello? —preguntó Snick. Evidentemente, no le creía.
    —Ellos llevarán la investigación. Otros departamentos participarán también. ¿Qué diferencia representa eso? El gobierno está detrás de todo eso. Él lo originó todo, y él hará públicos los resultados de la investigación. No habrá ninguna mención de gas alguno o lo que sea que haya drogado a toda esa gente, incluidos nosotros. El gobierno culpará de todo a la licenciosidad causada por la ausencia de vigilancia. En consecuencia, llegará a la conclusión de que tanta libertad es peligrosa, y respaldará sus conclusiones con estadísticas de los daños y heridos y muertos en Los Ángeles. Sin mencionar las otras ciudades donde se haya realizado el experimento. El gobierno llenará las emisoras de noticias con esos informes durante largo tiempo. No dejará que los ciudadanos lo olviden. No dudo que también hará presión para establecer una vigilancia aún mayor.
    —Quizá —dijo ella lentamente— estés equivocado. Tal vez la gente deba ser monitorizada muy de cerca, por su propio bien. Es posible que la idea de tanta libertad se haya metido en sus cabezas y ellos hayan revertido..., no, revertido no es la palabra adecuada ellos hayan explotado. Se convirtieron en algo parecido a los ciudadanos pre Nueva Era. Ya sabes todos los crímenes que se cometían en los viejos días.
    —¡Por el amor de Dios! —exclamó Duncan—. Tú fuiste ganic. Yo también. Los dos éramos muy disciplinados. ¿Crees que sólo la idea de no ser observados pudo afectarnos de este modo? Hicimos cosas que no haríamos normalmente; y lo mismo le ocurrió al resto de la gente. Teníamos que estar drogados. No hay ninguna otra explicación. ¿Por qué crees que todos los experimentos fueron realizados en ciudades cerradas como Los Angeles? ¡Porque son las únicas donde el gas podía ser usado con efectividad! El gas no tendría ningún efecto en ciudades abiertas como Manhattan. Se disiparía demasiado rápidamente en el aire exterior, y los edificios allá tienen su propio aire acondicionado.

    Snick se echó a llorar. Duncan comprendió por qué brotaban sus lágrimas. Pese a lo que el gobierno le había hecho, ella siempre había creído que no se trataba más que de un error cometido por sus mandos. La habían juzgado mal; no la habían condenado a causa de una política secreta. Ella había sido una fiel servidora y no había cometido ningún error. Ellos se habían equivocado al pensar que ella constituía un peligro para el estado, y seguramente algún día descubrirían que habían cometido un error y lo enmendarían. Ella se había unido a los fuera de la ley porque era su única forma de seguir despetrificada y hacer algo que consiguiera que sus mandos vieran la luz. Exactamente cómo iba a conseguir todo aquello no lo sabía. Pero, mientras siguiera con vida y actuando, no como una estatua congelada, tenía esperanzas.

    Duncan aguardó hasta que ella dejó de sollozar para decirle lo que pensaba. Ella no respondió nada; se limitó a asentir varias veces.

    —¿Te das cuenta de lo que te ocurriría si el RATA descubriera lo que piensas realmente? —dijo Duncan—. Serías petrificada o muerta.

    Ella le miró con los ojos muy abiertos y dijo:

    —¿TÚ...?

    El agitó negativamente la cabeza.

    —No te traicionaré. Además...

    Ella aguardó durante unos segundos, luego dijo:

    —¿Además... qué?
    —Seguramente ahora ya no crees en ello. Ahora tienes que haberte convencido de que el gobierno no refleja la voluntad de la gente. Excepto allá donde el gobierno ha lavado los cerebros de la gente a fin de que la gente refleje lo que el gobierno desea que crea.

    Ella se secó las lágrimas y el maquillaje de su rostro, se sonó la nariz y dijo:

    —No. Pero...
    —¿Pero?
    —El RATA desea un mínimo absoluto de vigilancia. También desea asegurarse de que toda la información, todos los datos, todas las estadísticas, todo, sea de libre dominio público. Desea asegurarse de que no hay ninguna distorsión en los datos, que todo es ofrecido, que no hay ocultaciones ni medias verdades, que los resultados de las votaciones son dados realmente, que...
    —¿Quién te dijo eso? —preguntó Duncan—. Nadie me lo dijo a mí.
    —No se trata de nada específico que me dijeran. Simplemente obtuve la idea de lo que él o ella dijo cuando fui entrevistada. Quedaba implícito. ¿No obtuviste la misma idea de que eso era lo que deseaba la organización?
    —Tuve que suponerlo. Pero, hasta el momento, se ha dicho muy poco que sea definido acerca de las metas del RATA. Estamos nadando en la oscuridad, sin ninguna idea de dónde está la orilla ni de lo profundas que son las aguas. Creo que estamos metidos en una situación infernalmente mala. La necesidad de secreto es tan grande, la organización es tan vulnerable y frágil, y el sistema de células es llevado hasta extremos tan ridículos, que tú y yo ni siquiera sabemos si formamos parte de un cuerpo auténticamente revolucionario. Somos órganos desprendidos de ese cuerpo, podríamos decir. Hígados extirpados flotando por ahí; riñones separados de sus conducciones intentando hallar ciegamente su lugar adecuado en un cuerpo que ni siquiera sabemos que exista. Quizá tan sólo sea una masa de protoplasma intentando hallar una estructura. No lo sé. ¡Es muy frustrante!

    Miró a la pantalla encima de la puerta de entrada.

    —Ya están ahí.

    Snick volvió la cabeza y dijo:

    —¡Oh!

    La parte delantera de un coche patrulla verde asomó por el lado derecho de la pantalla. Frente a él, tres ganics con mascarillas antigás estaban rociando los rostros de cuatro ciudadanos. Ésos se derrumbaron lentamente al suelo de la calle. Luego, un hombre y una mujer saltaron a la espalda de dos de los ganics y los derribaron al suelo. Los otros dos agentes rociaron con spray a las forcejeantes parejas. Los ciudadanos quedaron inmóviles.

    Duncan se echó a reír y dijo:

    —El gas debe tener efectos residuales. De otro modo, se hubieran sometido mansamente. Los ganics desean que se les resistan.
    —¡Oh, Dios, vaya lío! —exclamó Snick.

    Duncan le dijo a una pantalla mural que conectara con las noticias locales. Él y Snick, mientras bebían más vino, escucharon al locutor y contemplaron las escenas transmitidas desde toda la ciudad. De tanto en tanto eran mostradas escenas de otras ciudades donde habían tenido lugar los experimentos. Lo mismo había ocurrido en todas partes. Los orgánicos de San Francisco y de ciudades en Oregón y Washington eran embarcados por vía aérea para ayudar a las fuerzas de Los Angeles.

    —Van a tener un maldito trabajo para limpiarlo todo antes de medianoche —dijo

    Duncan—. El miércoles va a sentirse realmente irritado. Oh, las reverberaciones de esto no van a terminar nunca

    —Y el gobierno conseguirá lo que quería —murmuró Snick—. De todos modos...
    —¿Sí?
    —Todavía no estoy segura de que necesitemos una revolución. Una simple reforma, eso es lo que necesitamos realmente, ¿no crees? Si tan sólo hubiera alguna forma de garantizar que las votaciones eran honestas y de que eran elegidos los mandos que deseaba la gente, ¿qué otra cosa necesita ser cambiada?

    Duncan agitó de nuevo la cabeza.

    —Será mejor que guardes esas ideas para ti misma. Y será mejor que reces, devotamente, para que tu superior en el RATA no te pregunte qué es lo que crees realmente acerca de sus ideales la próxima vez que te apliquen la bruma de la verdad.
    —Si hay una próxima vez.

    Duncan no tuvo que preguntarle qué quería decir con aquello. Los orgánicos aprovecharían esta oportunidad para interrogar a todos los arrestados. La Pregunta Estándar Número Tres podía ser: ¿Pertenece usted a alguna organización subversiva? Si algún miembro del RATA era detenido, y era de suponer que algunos lo fueran —el padre Cabtab, por ejemplo—, Duncan y Snick quedarían al descubierto. No podrían decirles mucho a los ganics acerca de los escalafones superiores del RATA. Ésos seguirían a salvo..., por un tiempo, al menos. Pero tres seguro que serían capturados.

    —A menos... —murmuró.
    —¿Qué?

    Duncan le explicó lo que había estado pensando, y luego dijo:

    —Nuestra única posibilidad, y es remota, es que el RATA tiene a alguien muy arriba en el gobierno, y que esa persona tal vez suprima de alguna forma la información. El RATA tiene que estar presente en el interrogatorio, de hecho, debe efectuarlo. Si lo hace alguien distinto, entonces la información pasará, y mi hipotético RATA no podrá bloquearla. Las apuestas son demasiado altas contra nosotros.

    No tenemos que hacer algo ahora. ¿Qué? ¡Por todos los demonios, me gustaría saberlo!

    Fue entonces cuando el locutor anunció que había sido decretada la ley marcial en Los Ángeles. Todos los ciudadanos debían permanecer en sus apartamentos si ya estaban allí. Todos aquellos que no estuvieran en sus casas debían ir inmediatamente a ellas. Las únicas excepciones eran los funcionarios públicos cuyos puestos fueran vitales. Mientras una parte de la pantalla hacía desfilar esos puestos, el locutor los leyó. Durante la siguiente hora, excepto algunas noticias sobre el proceso de limpieza, el canal sólo repitió la misma información. Duncan cambió a otros canales y descubrió que todos estaban ocupados por la misma emisión.

    —Parece que tendrás que quedarte aquí hasta el próximo martes —le dijo a Snick.
    —No te hagas ideas.
    —¿Quieres decir acerca de irme a la cama contigo?

    Ella asintió, se levantó de la silla y se dirigió a la cocina.

    —Tengo cosas más importantes en que pensar —dijo él a su espalda.

    Eso era cierto, pero si ella le hubiera invitado a que hicieran el amor, él no hubiera dudado en echar a un lado todo lo «importante».

    Estaba atrapado, pensó. Por el amor y por el gobierno. La diferencia entre los dos estriba en que mi pasión por ella no me matará. No me siento capaz ahora de llegar a dejar de amarla alguna vez, pero sé por mis propias experiencias y las de otros que lo conseguiré. Puede que siga llevando el dolor en mí, como llevaría una bacteria enquistada de la tuberculosis, pero seré capaz de funcionar completa y sanamente. Más o menos. Pero no hay nada ahora, y probablemente no habrá nada luego, que pueda hacer respecto a ella. Sólo es una persona, pero me siento incapaz de resolver mi problema con ella. Por otra parte, el gobierno es una entidad, y se halla dispuesto miles contra mí sólo en esta zona.

    Pero puede que sea capaz de hacer algo al respecto.

    Contempló las noticias de la pantalla mientras sondeaba mentalmente todas las posibilidades de escape. No podía salir a la calle hoy, ni alentar la fantástica idea de bajar por una cuerda desde la ventana o deslizarse —de algún modo— hasta las aguas del puerto. Tenía que quedarse en el apartamento hasta medianoche, no la hora de las brujas sino la hora de la petrificación. Entonces tendría la elección de meterse en su cilindro o permanecer fuera de él.

    Si seleccionaba lo último, ¿entonces qué?

    Hiciera lo que hiciese, tenía que hablar con Snick para hacerlo juntos. Si ella era atrapada e interrogada, le traicionaría porque no podría evitarlo. Ese razonamiento era de pura lógica. Pero sabía que la mayor parte de la gente seguía no una lógica clásica o simbólica, sino ese sistema lógico inválido y no analizable derivado de sus emociones. Primero, los sentimientos; luego, la racionalización Se levantó para ir a la cocina; parecía como si Snick fuera a quedarse en ella. Mientras lo hacía, vio que la escena en la pantalla cambiaba. Ahora la cámara se halla frente a la Tercera Comisaría Orgánica Nivel 20. Los ganics trabajaban duro y rápido para descargar y meter dentro el incesante flujo de cuerpos. Era gente que había sido rociada y traída hasta allí para posterior interrogatorio, probablemente el próximo martes. El locutor estaba diciendo que el número de «detenidos» era demasiado grande para ser manejado con la suficiente rapidez. La mayor parte de ellos serían petrificados en la comisaría, sus identificaciones serían registradas, y serían transportados a un almacén. Sin embargo, puesto que eran demasiados para que los petrificadores de la comisaría pudieran ocuparse de todos, estaban siendo utilizadas también las estaciones petrificadoras de emergencia repartidas por toda la ciudad. Los hospitales estaban ya llenos, de modo que todos los heridos y muertos, estuvieran arrestados o no acusados, serían puestos en «suspensión» hasta que llegara su turno de ser despetrificados. Eso, dijo el locutor, podía ser dentro de dos martes. O quizá incluso el tercer martes.

    —Esta metrópoli nunca ha experimentado una tal catástrofe —dijo el locutor—. No desde el gran terremoto.
    —¡Oh, infiernos! —gruñó Duncan. Allá, entre los cuerpos, estaba el del padre Cabtab. Un robot elevador había metido sus amplios brazos bajo el padre, que estaba tendido boca arriba en el piso de un largo remolque de muchas ruedas entre mucha otra gente inconsciente. Ahora estaba alzando la fláccida figura, cuyos brazos colgaban a los lados de los del robot, y giraba sobre sus ruedas y avanzaba hacia la entrada de seis metros de anchura. La cámara hizo un zoom sobre el perfil de Cabtab, mostrando con detalle la abierta boca y los desorbitados ojos.
    —Como estaba diciendo —indicó el locutor, Henry Kung Horrig—, somos incapaces de dar mayores detalles sobre nadie de los traídos aquí para ser interrogados. Tuve la suerte de obtener algunos datos acerca del detenido que están viendo ustedes en estos momentos. Según un alto oficial orgánico, el detenido, cuya identificación aún no ha sido comprobada, pero cuya robustez es evidente, dio a los agentes que lo arrestaron algo más que un poco de trabajo. Derribó inconscientes a dos de ellos, rompió el brazo de un tercero, y aporreó fuertemente a dos más antes de conseguir ser dominado. El detenido estaba, al parecer, predicando en plena calle, lo cual ya es un delito de segundo grado si es la primera vez y de tercer grado si es reincidente. Exhalaba un aliento tremendamente alcohólico y, puesto que fue detenido delante del Snorter, una taberna, es probable que sea uno de aquellos que saquearon sus reservas. En cuyo caso...

    Duncan no aguardó a oír más. Entró en la cocina, llamando:

    «¡Panthea! ¡Panthea!». La mujer estaba sentada en la mesa junto a la gran ventana, contemplando fijamente el puerto. Al oírle alzó la vista, alarmada.

    —¿Qué ocurre?

    Duncan se lo dijo, luego añadió:

    —A menos que tengamos mucha suerte, estamos acabados. Tenemos que hacer algo, y rápido.

    Entonces observó que ella había dejado de beber vino. Una gran taza de humeante café reposaba delante de ella sobre la mesa. Eso era una buena idea. No era el momento de aturdirse con alcohol.

    —No hagamos nada estúpido o precipitado —dijo ella. Él se sentó al otro lado de la mesa, mirando por la ventana mientras lo hacía. Había grandes cargueros allí abajo, así como muchos barcos de vela, cuyas lonas resplandecían a la luz del sol de última hora de la tarde. Parecían estar ajustándose a los esquemas de tráfico prescritos. Al parecer, el explosivo sentimiento de libertad que los orgánicos afirmaban que había afectado a aquellos que estaban dentro de la ciudad no había afectado en absoluto a los que estaban fuera. ¿Cómo podían explicar eso los ganics?

    Fácil. Los marineros eran pocos y estaban lejos. No habían sido afectados por la histeria de masa de las torres.

    —No estoy actuando ni estúpida ni precipitadamente. He estado pensando en todo esto. El único camino que tenemos, el único que nos ofrece alguna posibilidad, es convertirnos en quebrantadlas.
    —Y ser atrapados el miércoles —dijo ella.
    —Soy un quebrantadías experimentado. Dudo que nadie sepa mejor que yo cómo hacerlo.

    Bueno, realmente, no yo, pensó. Pero esos otros hombres ahí dentro, esos que no dejan de alimentarme con fragmentos de sus recuerdos..., ellos lo saben.

    Panthea Snick ya no le estaba mirando. Sus ojos estaban fijos de nuevo fuera, hacia el océano más allá del puerto. Su rostro mostraba una expresión muy pensativa. Duncan tuvo la impresión de que reflejaba un anhelo de libertad con una esperanza subyacente. Por su parte, él anhelaba besarla y decirle que le ofrecería todas las esperanzas que necesitara. Cualquier cosa que ella le pidiera.

    Hubo un silencio que no supo como cortar sin causar dolor. Sin embargo, era algo tan tedioso como aguardar a que la savia rezumara de un árbol; le hacía arder lentamente con impaciencia. Deseaba desesperadamente hablar, pero sabía que si lo hacía sus palabras no penetrarían en la mente de ella.

    Finalmente, ella giró la cabeza hacia él, suspiró y dijo:

    —No servirá de nada. Mejor sería que nos entregáramos ahora mismo y termináramos de una vez con esta agonía.
    —¿Cómo infiernos puedo haber llegado a amar alguna vez a criatura tan patética como tú? —exclamó él—, ¡Tienes la resistencia de una esponja, el espíritu de una botella de whisky vacía! ¡Aunque supieras que no puedes ganar, no puedes rendirte!
    —Tonterías —dijo ella átonamente.
    —¡Es algo que huele mejor que la mierda que acabas de decir! ¡No puedes renunciar! ¡Yo no lo hice, y no lo haré! ¡Si lo hubiera hecho, ahora no estaríamos aquí! ¡Haría mucho tiempo que los dos estaríamos petrificados en algún almacén!
    —¿Así que rechazas lo inevitable? ¿Qué son unos cuantos días más de vida? ¿Qué conseguimos con ello? Una vez estás petrificado no recuerdas ese tiempo extra por el que has luchado. ¿Vale realmente la pena?

    Guardaron de nuevo silencio, aunque, si la furia de Duncan pudiera ser expresada en radiación, habría ardido al rojo blanco, la hubiera abrasado hasta convertirla en cenizas.

    Tras otra larga pausa, ella dijo:

    —¡No lo sé! ¡El problema es que en realidad pienso que estoy equivocada! ¡Que merezco la petrificación! No hay nada esencialmente malo en nuestra sociedad. Si el gobierno miente o hace algunas cosas que no debería hacer porque son ilegales, es en bien de la gente.
    —Eres una ganic innata —murmuró Duncan—. Y estoy perdiendo mi tiempo discutiendo contigo cuando debería estar elaborando mi plan.
    —¿Qué plan?
    —¿Debo decírtelo para que tú puedas comunicárselo a los ganics cuando te entregues?
    —¿Tienes realmente algo en mente que tenga aunque sólo sea el asomo de una posibilidad?

    Su rostro mostraba aún aflicción, pero su voz se había animado un poco.

    —Sí, pero tienes que prometerme que seguirás conmigo y harás todo lo posible por ayudarme.
    —¿Y si no puedo?

    Entonces, pensó Duncan, no me quedará más remedio que petrificarte y seguir yo solo adelante, sea para bien o para mal.


    22


    A las diez de la noche, Duncan y Snick estaban casi dispuestos para iniciar el primer paso de su plan. Es decir, si lo que podían pensar que era la actuación correcta cuando la situación cambiara podía llamarse un plan. Esa situación no podía preverse, y era muy probable que se metieran de cabeza en alguna que no habían previsto. Los pasos iniciales eran fáciles. Los inquilinos del miércoles, un hombre y una mujer, seguirían petrificados. Aunque la energía para la despetrificación era aplicada automáticamente, los cilindros poseían controles manuales. Éstos podían ser puestos en OFF, y Sebertink y Makasuma no cobrarían vida. Luego, Duncan podría utilizar sus tarjetas de identificación para obtener toda la información que pudiera acerca de ellos del banco de datos del miércoles. El y Snick, fingiendo que eran ellos, llamarían a sus lugares de trabajo del miércoles y darían una disculpa para quedarse en casa. Afortunadamente, Sebertink y Makasuma no estaban empleados en el mismo lugar. En caso contrario, sus superiores hubieran podido pensar que era extraño que ambos alegaran estar enfermos.

    Duncan había establecido ya una simulación audio-vídeo del hombre y de la mujer, a fin de que las personas que recibieran los mensajes vieran lo que creían que eran Sebertink y Makasuma. Afortunadamente, Duncan tenía también mucha experiencia en la simulación. Al menos, el conocimiento estaba en sus recuerdos. Mejor dicho, estaba en los recuerdos de una de sus anteriores personalidades. Durante lo que sería, esperaba, un breve intercambio de comunicación, tendrían que controlar las posturas, expresiones y voces de las simulaciones. Duncan podía influir en las técnicas de Snick.

    —Será mejor que practiquemos un poco —le dijo—. Tú serás primero la persona en el trabajo. Yo manipularé las sims mientras tú haces las preguntas que cabe esperar. Luego yo seré la persona en el trabajo mientras tú operas la sim de Makasuma. Esto es sólo para aprender a operar los controles. Mañana perfilaremos las imágenes de las sims y efectuaremos varias sesiones antes de llamar. Pero tendremos que levantarnos temprano.

    Aquella noche, simplemente insertando las tarjetas en las ranuras de la pared y pidiendo un display tridimensional de las imágenes de los inquilinos del miércoles, podrían ver en las pantallas todo lo que Duncan necesitaba para empezar a «construir» las simulaciones. Los primeros estadios serían Sebertink y Makasuma saludando a sus jefes. Después de eso, Duncan y Snick tendrían que improvisar, y hacerlo rápido y sin problemas.

    —Me gustaría poder disponer de simtrajes —dijo Duncan—. eso haría las cosas más fáciles. Bastaría conectar las guías de rostro y cuerpo, establecer la interface de modo que registrara nuestros movimientos corporales, expresiones y voces, y todo ello sería traducido a outupts reales por las sims. La persona al otro lado de la transmisión vería las sims como si fueran las auténticas personas. No habría nada vacilante o sincopado o torpe con las sims.

    Snick indicó los controles de la máquina situados sobre una mesa en el pasillo.

    —Se supone que esto no es utilizado para simulación. No está preparado para este tipo de operación. ¿Podremos realmente engañar a las personas del otro lado?
    —Sí, si la transmisión es lo suficientemente corta y el que recibe la llamada está todavía torpe por el sueño. O está torpe y es desinteresado por naturaleza. Si la persona al otro lado empieza a hacer preguntas acerca de las tareas de Sebertink o Makasuma o de algún problema en particular, estaremos hundidos.
    —Entonces tendremos que conseguir que la cosa sea verdaderamente corta, fingir que estamos realmente enfermos.
    —Exacto. Y luego sólo tendremos una hora o así para salir de aquí antes de que llegue un paramédico para examinarnos.
    —Sigo pensando que deberíamos evitar todo esto y marcharnos poco después de medianoche —dijo Panthea—. Como tú dices, hay poca gente fuera entonces, y los ganics pueden reparar en nosotros. Pero las posibilidades de que nos paren y nos interroguen son escasas. Probablemente se limitarán a pensar que somos trabajadores del primer turno camino del trabajo. No puede tomarnos más de diez minutos llegar al fondo de la torre, robar un bote y marcharnos.

    Duncan no respondió. Ella ya había oído su argumentación de que aquel miércoles no iba a ser como los anteriores. El gobierno del martes debía de haber dejado un mensaje informando al miércoles de los inusuales acontecimientos de su día. No era que el miércoles lo necesitara para saber que había heredado un auténtico lío. El martes apenas habría sido capaz, según el locutor, de petrificar a todos los heridos y arrestados. Los equipos de mantenimiento de las calles se habían visto obligados a ayudar a los orgánicos y al personal de los hospitales en esa tarea. Las calles estaban sucias y llenas de basura, y se habían producido considerables daños en tiendas y tabernas. Para limpiar todo aquello, el miércoles tendría que recurrir a voluntarios. Si los ordenadores informaban de que no habían respodido los suficientes, serían reclutados todos los ciudadanos dedicados a trabajos no vitales. Sebertink estaba empleado en una tienda de artículos deportivos, y Makasuma era patóloga en un hospital. Ambos serían probablemente reclutados para la limpieza. Eso podía ser después de que se presentaran al trabajo, pero Duncan y Snick no podían presentarse en su nombre. Si salían poco después de que los miércoles fueran despetrificados, podían ser parados por los ganics y recibir la orden de unirse a los equipos de trabajo. Era posible que los ganics no aguardaran a que se completara la cuota de voluntarios. Cualquiera que saliese pronto a la calle podía ser interrogado acerca de su trabajo y, si éste no era vital, asignado temporalmente al departamento sanitario y de mantenimiento. Antes de que eso ocurriera, sin embargo, sus identificaciones serían comprobadas.

    La única forma razonable de actuar para ellos era salir cuando las calles estuvieran llenas con los equipos de S & M. Entonces podrían caminar casualmente de un lado para otro o, quizás, apresurarse como si estuvieran obedeciendo alguna orden, y así pasar por entre los ganics. Pero un ganic podía pararles en cualquier momento y preguntarles qué estaban haciendo.

    Duncan no pensaba especialmente en la huida, pero les tomaría sus buenos diez minutos si todo iba bien. Hubiera preferido bajar las escaleras de piso en piso hasta alcanzar el fondo de la torre. Las escaleras apenas eran utilizadas, puesto que la mayor parte de la gente prefería los ascensores y las escaleras mecánicas. Sin embargo, las escaleras estaban BVV, bajo vigilancia vídeo. Los ganics habían instalado las cámaras bajo el pretexto de que la gente podía caer accidentalmente y, si eso sucedía, los médicos podrían ser notificados inmediatamente. Eso tenía sentido para el público, que había votado a favor de situarlas allí. Duncan estaba seguro de que, esta vez, los resultados de las votaciones habían sido informados correctamente.

    Si él y Snick bajaban por las escaleras, podían llegar abajo sin ser molestados. Lo más probable, sin embargo, era que se vieran detenidos y se les pidiera que insertaran sus tarjetas de identificación en una de las ranuras localizadas cada seis metros a lo largo de las paredes de las escaleras. Los ganics podían pensar que él y Snick estaban intentando escabullirse de la operación limpieza.

    Contempló la pantalla mural que mostraba la calle de fuera. Las brillantes luces revelaban una calzada llena de basura pero vacía de gente. Poco después de medianoche, las bocas de riego en los encajes del techo, lados y suelo de las calles escupirían agua durante dos minutos. El agua y los objetos sueltos y ligeros en la calzada y las aceras serían arrastrados hasta los desagües. Luego, de los lados de las bocas de riego soplaría aire caliente, y dos minutos más tarde sólo quedaría una delgada película de agua que se secaría rápidamente.

    En la sección de la calle que Duncan podía ver, el rociado se lo llevaría todo excepto el bolso que había frente a la puerta al otro lado de la calle y una mancha oscura en la acera. Fue entonces cuando se le ocurrió la idea para llegar al fondo de la torre cuando él y Snick fueran lo menos observables posible.

    —¡Ya está! —dijo.

    Cansada por la falta de sueño y las duras horas de simulación Snick debía haberse adormilado. Se sentó envarada en la silla, abrió mucho los ojos y dijo:

    —¿Qué?
    —Bajaremos las escaleras durante el período de riego. Las cámaras estarán cubiertas por el agua, y los ganics ni siquiera estarán monitorizándolas. No esperarán que haya nadie en las escaleras por aquel entonces.
    —Nos empaparemos.
    —Así no tendremos que ducharnos.
    —No podremos llegar al fondo de la torre en dos minutos.
    —Correremos como si nos persiguieran todos los diablos. Estaremos bajando, no subiendo.
    —Seguiremos sin tener tiempo suficiente.
    —Nos pondremos grasa en el culo y nos deslizaremos por la barandilla. No hay postes que bloqueen cada descansillo. Podremos deslizamos sin interrupción hasta el fondo. Todo el camino.

    Ella se echó a reír tan fuerte que resbaló de la silla. Él se sintió en cierto modo irritado o quizá azarado, pero le alegró que ella se riera. Al menos, su expresión ya no era hosca.

    Ella siguió sentada en el suelo, con la espalda contra la silla, aunque ya no reía. Tras secarse las lágrimas con el dorso de la mano dijo:

    —¡Estás loco! ¡Deslizarse veinte pisos por la barandilla! ¿Qué representa eso? ¿Al menos cien metros en vertical? ¿Ciento veinte? ¿Quizá ciento cincuenta por la barandilla si piensas en las curvas?
    —Cuatro minutos. Cuatro minutos antes de que el agua se seque en las lentes de las cámaras. Los primeros dos minutos, la misma agua nos protegerá contra la fricción. Más, considerando el tiempo que necesitará la barandilla para secarse. Tres minutos. Y nos habremos engrasado los pantalones para proporcionarles lubricación. La grasa no se quemará mientras haya agua en la barandilla. Podemos llegar al fondo en cuatro minutos. Quizás en menos.
    —¿Y qué ocurrirá si perdemos nuestro asidero? Nuestras manos tendrán que estar engrasadas también, y la presión del agua es muy fuerte. Si caemos...

    Se estremeció.

    —¡Maldita sea! ¡Lo haré, contigo o sin ti!

    Ella se puso en pie y le miró fijamente. Estaba medio sonriendo. ¿Una sonrisa burlona?

    —Realmente, no te falta invención ni imaginación. Sin embargo, es terriblemente peligroso.
    —¿Acaso en estos momentos no estamos en un peligro peor?

    Ella asintió y dijo:

    —De acuerdo, lo haré.

    Él la sujetó, la atrajo hacia sí y la abrazó.

    —¡Estupendo!

    La soltó rápidamente y añadió:

    —Lo siento. No pretendía abrazarte. Sólo que me sentí tan feliz.
    —¡Por el amor de Dios! —exclamó ella—. Puede que no esté enamorada de ti, pero no creo que seas repulsivo, y no creo tampoco que seas admirable. Me gustó el abrazo.

    Él se volvió rápidamente, no deseoso de que ella se diera cuenta de que el breve contacto le había producido una erección. Fue a la pantalla mural, le dio instrucciones verbales, y observó el display del mapa de la zona. La entrada de la escalera más cercana estaba a cien metros a la izquierda de la puerta del apartamento.

    La pantalla mostró a un hombre de pie delante de la puerta. Adelantó una mano e hizo sonar el timbre.

    Duncan sintió un temblor. Un terremoto en su piel.

    —¡Carebara! ¿Qué demonios está haciendo aquí, ahora? ¿O en cualquier momento?

    Apartó de su mente el primer pensamiento que le vino, que Carebara era un ganic. De ser así, al menos habría otros dos con él, y un coche patrulla aparcado a plena vista del monitor de la puerta. Los orgánicos siempre intentaban abrumar visualmente al arrestado potencial antes de ponerle físicamente las esposas.

    El aspecto de Carebara indicaba que no había transcurrido el día sin verse afectado. Alguien había atado las antenas de su sombrero formando un nudo que había sido incapaz de desatar. Su ojo izquierdo estaba negro y azul y brillaba con ungüento curativo. Sin embargo, parecía alerta. Más que eso. Aprensivo. No dejaba de girar la cabeza para mirar a derecha e izquierda de la calle.

    Duncan le dijo a la pantalla que abriera la puerta y se dirigió hacia ella. Se abrió con Carebara tan cerca de ella que su larga y delgada nariz casi la tocaba. Su sombrero, cuando se lo quitó, reveló un pelo corto y en punta, castaño oscuro y de aspecto tan duro como el caparazón de un escarabajo.

    —Sin duda se preguntará usted qué estoy haciendo aquí —dijo. Se detuvo, con la boca abierta. Señaló a Snick con el sombrero y chilló— : ¿Qué está haciendo ella aquí?

    Y, al cabo de un momento:

    —Intenté conectar con usted primero. No estaba en su casa
    —Dos pájaros con una misma piedra —dijo Snick.
    —¿Qué está haciendo usted aquí? —preguntó Duncan.
    —¡Su amigo Ward ha sido arrestado y petrificado!
    —Cabtab —murmuró Duncan. En voz más fuerte, añadió—: Sí, lo sabemos.
    —Entonces no tengo que decirles las implicaciones, posibilidades y repercusiones —dijo el profesor. Miró a su alrededor—. ¿Puedo sentarme? Ha sido un día duro, y no ha terminado en absoluto. —Contempló la pantalla mural—. Faltan cuarenta y cinco minutos para la medianoche. Tenemos mucho que hacer.

    Su pronunciación sonaba peculiar. Era como si hubiera adquirido un impedimento en el habla desde que lo habían visto por última vez.

    Duncan hizo un gesto hacia una silla. Carebara se sentó en ella, pero se puso de nuevo en pie casi inmediatamente.

    —No hay tiempo para tomarse las cosas con calma. De hecho, es imperativo y vitalmente necesario, de vida o muerte, que nos marchemos ahora mismo. Se lo explicaré por el camino.

    Duncan no se movió. En vez de ello, dijo:

    —No nos iremos de aquí hasta que obtengamos alguna explicación. En primer lugar, ¿es usted un RATA?

    Los grandes ojos verdes de Carebara se hicieron aún más grandes.

    —Por supuesto, ¿qué otra cosa pensaban? Aunque debo admirar su cautela; la mejor política es no dar nunca nada por sentado. Sólo que..., hoy ya no es RATA. Es Puppa.
    —¿Puppa?

    El rostro del profesor se crispó irritadamente.

    —No. Es mi acento georgiano. —Deletreó—: P-U-P-A. Puppa.
    —Pupa —murmuró Duncan—. La forma intermedia de desarrollo de un insecto, antes de convertirse en un adulto maduro.
    —Exacto.

    Duncan no tuvo tiempo de preguntarle si aquel nombre era el anagrama de algo.

    —Vámonos tal como estén —dijo Carebara—. Sólo cojan lo que tengan en sus bolsas. Y sus tarjetas de identificación, por supuesto.
    —No —dijo firmemente Duncan—. No nos moveremos de aquí a menos que nos dé alguna idea de lo que tiene usted en mente.

    Carebara miró de nuevo hacia el display digital de la hora.

    —Todo lo que puedo decirles es que Ward ha sido arrestado, y que no es probable que la situación pueda ser rectificada. En consecuencia, ustedes dos tienen que buscar refugio. Les llevaré a un lugar donde estarán seguros. No puedo decirles más porque eso es todo lo que sé. ¡Vamos!
    —Usted sabe más que eso —dijo Duncan—. Por ejemplo, es evidente que está usted situado a una cierta altura dentro del RATA. Quiero decir del PUPA. ¿Fue asignado para vigilarnos desde el momento en que subimos al tren hacia Los Ángeles? ¿Para ocuparse de nosotros?
    —Les contare todo eso por el camino. Si perdemos tiempo aquí, puede que no consigamos llegar a... a donde debo llevarles.

    Como si se le ocurriera de pronto, rebuscó en su bolsa de costado y dijo:

    —Oh, sí. Uno para cada uno. Yo ya tengo el mío en mi lugar.

    Sacó la mano de la bolsa y la abrió. En la palma tenía dos cilindros negros brillantes terminados en conos. Cada uno tenía poco menos de un centímetro de largo y quince milímetros de ancho. Cogió uno con la otra mano y se lo tendió a Duncan. Éste se inclinó ligeramente para examinarlo. Ahora pudo ver que no era exactamente un cilindro, sino que tenía dos lados más planos.

    —Apriete un lado plano contra la piel justo encima del puente de la encía —dijo el profesor—. Se quedará pegado allí, no se soltará hasta que usted lo fuerce con el dedo, El lado plano se soltará entonces, y usted tragará el polvo que hay en el contenedor. No importa si tiene tiempo de tragarlo todo o no, en absoluto. La más mínima cantidad hace efecto, aunque no llegue más que a la superficie de la lengua. Tome. Coja uno, pero asegúrese de usar sólo el pulgar y el índice en los extremos cónicos. No toque el cuerpo principal.

    Duncan tomó una de las cápsulas y la sostuvo a unos pocos centímetros de su ojo izquierdo.

    —¿Efecto? Por hacer efecto quiere decir que nos matará —murmuró Snick.
    —Yo también llevo uno en mi boca. Mire. Meta el dedo en mi boca si no me cree.
    —Oh. Creo que tiene usted una cápsula ahí —dijo ella—. Pero, ¿cómo sé que la suya está llena de veneno?
    —¡Por el amor de Dios! —exclamó Carebara—. ¡Son ustedes locamente suspicaces! ¿Por qué debería engañarles?
    —Eso es algo que no podemos saber —dijo Duncan—. No puede culparnos si no creemos en el primero que se nos presenta. No tenemos ninguna razón para hacerlo, no con todo lo que nos ha ocurrido. Dígame, ¿cómo podemos quitarnos la cápsula de la boca sin romperla cuando estemos a salvo del arresto? ¡Que me maldiga si voy a conservarla ahí todo el resto de mi vida!
    —Basta con que se llene la boca con un líquido que le será entregado. Despega el adhesivo de la parte plana. Mantenga el líquido en su boca durante un minuto. La cápsula se soltará entonces por sí misma.
    —¿Por qué debemos suicidarnos si los ganics nos atrapan antes de que lleguemos a su lugar seguro? —quiso saber Duncan—. Han cogido a Ward. Si descubren que es un RA..., un PUPA, quiero decir... —Su voz murió. Luego dijo—: Ya veo adonde quiere ir a parar. Ward no sabe que es usted un PUPA. Nos descubrirá a nosotros, pero no a usted. Y si los tres estamos muertos, entonces los ganics no podrán rastrear más allá de nosotros y de Ward. Pero investigarán a todas las personas que hemos conocido. Una de ellas al menos, quizá más, se supone que pertenecen al PUPA.
    —Ésa también morirá —dijo Carebara—. ¡Miren, no podemos perder más tiempo! ¿Van a venir conmigo o no?

    El profesor debía de tener órdenes de matarlos allí y ahora si Snick y él se negaban a obedecer las órdenes. Era por eso que Duncan había permanecido muy cerca de Carebara desde que éste había entrado en el apartamento. Si Carebara llevaba la mano al interior de su ropa o su bolsa, no podría sacar mucho la pistola. O, quizás, el profesor había recibido órdenes de librarse de ellos, y no tenía intención de abandonar el apartamento con ellos. Era posible que Snick tuviera razón. Las cápsulas podían disolverse inmediatamente, y junto con ellas las vidas de Duncan y Snick.

    Snick se dirigió a Carebara y cogió la otra cápsula de su palma abierta. La metió en su bolso. Duncan se guardó la suya en el bolsillo de su camisa.

    —Iremos con usted —dijo—. Pero...
    —¡Tienen órdenes de fijarlas dentro de su boca! —dijo Carebara, con voz alta y aguda.
    —Ni siquiera sé la posición que tiene usted dentro de la organización —dijo Duncan—. Puede que sea mi inferior en rango. Iremos sin el veneno en nuestras bocas, o no iremos.

    Con el rostro enrojecido y los párpados agitándose como si fueran los élitros de un pesado escarabajo intentando echar a volar, Carebara retrocedió unos pasos. Duncan avanzó. El profesor dio otro paso alejándose de Duncan, que mantuvo la misma distancia entre ellos. Carebara se detuvo cuando sintió la puerta a sus espaldas.

    —¡Apártese de mí! —chilló.
    —¿Por qué? —dijo Duncan.

    La mano de Carebara se hundió en su abierta bolsa.


    23


    Carebara no tuvo tiempo de sacar lo que hubiera cogido de dentro de su bolsa. Duncan lanzó su rodilla contra la ingle del hombre, al tiempo que agarraba su muñeca y la retorcía. Dio un paso atrás y tiró de Carebara hacia delante con el brazo. El profesor cayó pesadamente de bruces contra el suelo. Su mano estaba vacía, y se hallaba demasiado atareado chillando y retorciéndose de dolor como para intentar sacar ningún arma de su bolsa. Sin embargo, cuando Duncan le quitó la bolsa del hombro y miró en ella, no halló la esperada pistola protónica. Había un pequeño spray sin ninguna etiqueta distintiva, que supuso que era lo que Carebara había intentado usar. Lo apuntó a la cara del hombre, apretó el pulsador, y una bruma color violeta roció el rostro de Carebara. Jadeó una vez, con los ojos cerrados, y dejó de chillar y de retorcerse.

    Duncan se echó rápidamente hacia atrás después de arrojar la bruma, pero no pudo impedir el recibir un ligero asomo de ella.

    —¡Bruma de la verdad! —exclamó.

    Era probable que Carebara no hubiera pretendido usarla para su propósito primario. Después de todo, no tenía tiempo para interrogarles. Simplemente había intentado dominar a Duncan. O, quizás, había pretendido dejarlos a ambos sin sentido cuando descubrió que no iban a meterse las cápsulas en la boca.

    Duncan miró el display de la hora en la pared. Cuarenta y dos minutos para la medianoche. Dentro de doce minutos, los primeros parpadeos en las luces de la calle y las luces de las paredes en las residencias notificarían a los ciudadanos que pronto sería hora de entrar en sus cilindros. Las sirenas en las calles y el zumbido de las alarmas en las residencias se añadirían a la advertencia.

    —Agárralo por los pies —le dijo Duncan a Snick.

    Ella se apresuró a ayudarle, y Carebara fue echado rápidamente sobre un sofá. El sofá recibió instrucciones de hincharse por un lado para que la cabeza del profesor quedara un poco más alta que el resto de su cuerpo. Snick colocó el brazo derecho de Carebara sobre su pecho para que no colgara al suelo y desestabilizara la circulación.

    Duncan acercó una silla al sofá y se sentó. Se inclinó hacia delante y habló con voz fuerte y tono autoritario:

    —Usted, doctor Herman Trophallaxis Carebara, responderá todas mis preguntas de una forma completa y sincera. ¿Me ha comprendido?

    Los labios de Carebara apenas se movieron. Su «Sí» fue muy débil

    —Hable más alto y pronuncie claramente —advirtió Duncan—. ¿Me comprende?

    La respuesta del profesor fue ahora clara.

    —¿Es Herman Trophallaxis Carebara su nombre de nacimiento?
    —No.
    —¿Cuál es su nombre de nacimiento?
    —Albin Semple Shamir.

    Snick se inclinó hacia el oído derecho de Duncan y le susurró:

    —¿Son necesarios todos estos preliminares? No tenemos mucho tiempo. ¿Por qué no le preguntas directamente los datos esenciales?

    Duncan frunció el ceño y dijo en voz baja:

    —Tienes razón. Pero hay un par de preguntas que quiero hacerle acerca de sus antecedentes en la organización.

    Duncan le preguntó y averiguó que Carebara había sido reclutado hacía diez obaños. Había ido de Atlanta, estado de Georgia, al estado de Nueva Jersey. Aunque había enseñado entomología desde que había obtenido su doctorado, también había sido un agente secreto para los orgánicos. Esa posición le había permitido proteger a la organización subversiva y ayudar a sus planes.

    Duncan le preguntó de nuevo si era leal a la organización.

    —Sí.
    —¿Quién es su inmediato superior?
    —No lo sé.

    Más preguntas revelaron que la persona que le daba sus órdenes iba siempre enmascarada y hablaba a través de un distorsionador de la voz.

    —¿Qué se supone que tenía que hacer con nosotros? —preguntó Duncan—. Quiero decir, ¿dónde le había sido ordenado que condujera a Duncan y Snick?
    —¿Dónde?
    —¿A qué lugar?
    —No recibí ninguna orden al respecto.
    —¡Ah! —Duncan se echó hacia atrás y miró a Snick—. ¡Ahora estamos llegando a alguna parte!

    Pero no era así.

    —¿Se le ordenó matar a Duncan y a Snick?
    —No.
    —¿Se le ordenó anularlos con la bruma de la verdad?
    —No.
    —¿No se le dijo que llevara a Duncan y a Snick a otro lugar? ¿Para reunirse con su superior?
    —No.
    —No se le dijo que matara a Duncan y a Snick y los anulara?
    —No.

    Panthea Snick dijo suavemente al oído de Duncan:

    —Recuerda, el sujeto responde de una forma literal. En vez de preguntar acerca de nosotros dos, pregúntale sólo acerca de uno de nosotros. De ti primero.
    —¿A qué lugar tenía que conducir a Beewolf desde su apartamento?
    —Tenía que llevarle al 173A de la plaza Pushkin, Nivel 25.
    —¿A qué lugar tenía que conducir a Chandler?
    —No tenía órdenes de conducirla a ningún lugar.
    —¿Qué se le había ordenado que le dijera a Chandler cuando fue a su apartamento?
    —Tenía que decirle que se le ordenaba que fuera al 173A de la plaza Pushkin, Nivel 25.
    —¿Ella, es decir Chandler, tenía que ir sola al 173A de la plaza Pushkin?
    —Sí.
    —¿Entonces usted tenía que ir a la dirección de Beewolf y conducirle al 173A de la plaza Pushkin?
    —Sí.
    —¿Qué tenía que hacer usted cuando usted y Beewolf llegaran a la plaza?
    —Entregar a Beewolf a alguien.
    —¿Quién era ese alguien?
    —No lo sé.
    —¿Cómo iba a identificarse ese alguien a usted?
    —Ese alguien me conocería.
    —¿Pero usted no lo conocería a él?
    —No.
    —Después de que usted se encontrara con ese alguien y esa persona se hiciera cargo de Beewolf, ¿qué tenía que hacer usted?
    —Tenía órdenes de irme a casa.
    —¿Cuál es la dirección de su casa?
    —El 358 de la calle Orange, Nivel 17. Torre de la Universidad.
    —¿Tenía que aguardar Chandler en el 173A de la plaza Pushkin hasta que usted y Beewolf llegaran?
    —No lo sé.

    Duncan miró a Snick, alzó las cejas y se encogió de hombros. Le parecía extraño que Snick fuera enviada por sus propios medios a la plaza. Si era detenida de camino por los ganics, no tendría ninguna excusa para estar fuera. Hubiera debido ir con Carebara al apartamento de Duncan. Como agente secreto de los orgánicos, Carebara sólo tendría que mostrar su tarjeta de identificación a cualquier ganic curioso, y le dejarían pasar a él y a sus acompañantes sin más preguntas.

    Un frío pensamiento le hizo estremecer.

    ¿Y si algún agente del PUPA estuviera aguardando a que Snick abandonara su apartamento después de que Carebara le hubiera dicho adonde tenía que ir? Podía haber recibido órdenes que Carebara desconocía, órdenes de llevarla a algún lugar y encargarse de ella. Era un peligro para la organización, ahora que Cabtab probablemente pondría al descubierto su auténtica identidad. También yo pensó Duncan. Pero yo soy valioso para el PUPA. Tengo la habilidad de mentir bajo los efectos de la bruma, y puedo ser capaz de enseñar la técnica al PUPA. También está esa otra razón por la que el gobierno me considera como un peligro tan grande para él.

    Se levantó y se dirigió hacia la puerta delantera. Snick dijo:

    —¿Qué ocurre?

    No respondió. Abrió la puerta y asomó la cabeza. Al principio, tras mirar a ambos lados de la calle de acceso, no vio a nadie. Luego, un segundo escrutinio le reveló varias figuras vagas bajo la marquesina de entrada de una tienda lejos a la izquierda. Retrocedió, cerró la puerta y regresó junto a Snick.

    —¿Qué ocurre ahora? —preguntó ella con voz ansiosa.
    —Dos PUPAs..., creo. —Le contó sus sospechas.
    —¿Librarse de mí? —dijo ella—, ¿Por qué? No soy una novicia, una aficionada. Yo también soy valiosa.
    —Quizá no desde su punto de vista —respondió él— . De todos modos, no tengo intención de seguir con ellos. Son demasiado duros e indiferentes en librarse de sus propios miembros. Supongo que esa política es la responsable de que hayan escapado hasta ahora de la detección. El PUPA es como un hormiguero, como diría nuestro amigo Carebara. El bien del conjunto no deja sitio para consideraciones hacia los individuos. Cualquiera de ésos puede ser sacrificado para asegurarse de que el grupo como entidad no se resiente. Pero no somos hormigas. Sin embargo...
    —¿Sin embargo qué?

    Duncan alzó una mano reclamando silencio. Miró a la pantalla mural más cercana y pidió un display del código de entrada a la puerta del apartamento. Luego ordenó que fuera insertado un nuevo código.

    —Es sólo temporal —le dijo a Snick—. Sospecho que esos dos tipos de fuera disponen del código de entrada de este apartamento. Y del tuyo también. Ahora no podrán entrar.

    Miró al display de la hora.

    —Tienen que intentar entrar pronto. No les queda mucho tiempo, probablemente se estarán preguntando por qué demonios Carebara no ha salido aún con nosotros.
    —¿Por qué tendrían que saber que yo estoy aquí?
    —Deben de saber que somos amigos. Cuando no te encontraron en tu apartamento, supusieron que habías venido aquí. O quizá no lo sepan. En cualquier caso, estarán preocupados acerca de mí y del profesor.

    Se dirigió al sofá.

    —Metámoslo en un cilindro. Podemos usar el mío.

    Mientras levantaba a Carebara por las piernas, ella dijo:

    —Los ganics lo descubrirán, y lo dirá todo.
    —¡No me importa! Ahora ya no tengo ninguna lealtad. El PUPA se merece todo lo que le ocurra. Nosotros ya no estaremos por ahí.

    Ella no dijo nada mientras colocaban a Carebara en una posición más o menos fetal en el cilindro, cerraban la puerta y conectaban la energía.

    Las paredes parpadearon naranjas, y el zumbador del teléfono sonó. Tanto Snick como Duncan se sobresaltaron. Antes de que Duncan pudiera preguntar quién llamaba, las pantallas murales exhibieron con grandes letras negras: C, TIENE USTED CINCO MINUTOS. Permanecieron durante quizá cinco segundos, luego las pantallas recuperaron su apariencia normal.

    —Están esperándonos, a él y a mí —dijo Duncan.
    —¿Por qué no piden hablar con él?
    —Demasiado cautelosos, supongo.

    Aunque estaban en una situación muy tensa y peligrosa, Duncan sonrió. Incluso si hubiera deseado ir al 173A de la plaza Pushkin, Nivel 25, no podía hacerlo. Los dos hombres allá en la calle debían de tener órdenes de encargarse de Snick y, si ésta salía, cumplirían con sus órdenes. Lo cual significaba que él tendría que defenderla. Pero, puesto que no tenía armas para hacerlo, era mejor quedarse dentro del apartamento.

    —Todo lo que podemos hacer es aguardar a que se marchen —dijo—. Tendrán que hacerlo pronto. Aunque sean ganics, no tienen ninguna excusa para permanecer no petrificados.

    Miró la pantalla mural que mostraba la calle y dijo:

    —Consigue algo de grasa, si la encuentras. Si no, la mantequilla servirá. Y busca algo de ropa, cualquier cosa que podamos sujetar con las manos para protegernos contra la fricción.
    —¿Piensas realmente que nos deslicemos por la barandilla?
    —Preferiría bajar volando. ¿Sabes cómo podríamos hacerlo?
    —No te hagas el listo del culo.
    —Listo o no, lo que precisamente estoy intentando hacer es salvar nuestros culos. De pronto exclamó:
    —¡Oh, oh! ¡Ya no están aguardando! ¡Ahora están aquí!

    Claramente visibles a la brillante luz, los dos hombres estaban de pie delante de la puerta. Eran de altura mediana pero musculosos, y ambos llevaban sombreros cónicos con amplias alas blandas, túnicas sueltas sin mangas que les caían hasta los tobillos, sin calcetines y con mocasines. Uno era moreno y tenía un rostro ancho y de pómulos altos, con ojos oscuros y un pliegue ligeramente epicántico. Su pelo negro formaba púas de aspecto engominado. El otro tenía una nariz larga, orejas casi sin lóbulos, gruesos labios y ojos redondos. Su piel mostraba las franjas al estilo cebra tan de moda. Aunque sus ojos eran azules, Duncan sospechó que habían sido despigmentados.

    El no cebrado adelantó una mano y pulsó el timbre.

    —No respondamos —dijo Duncan.

    Tras hacer sonar varias veces el timbre, el hombre no cebrado dijo algo en voz baja a su compañero. Ambos rebuscaron en sus bolsas de costado, y cada uno extrajo una pistola protónica.

    —¡Van a reventar el mecanismo de la cerradura! —exclamó Duncan.

    Snick agarró su bolso, giró en redondo y corrió hacia el fondo del apartamento. Duncan no pensó que estuviera huyendo. La conocía mejor que eso. Fueran cuales fuesen sus dudas acerca de la rectitud de la causa revolucionaria o su indecisión sobre cómo escapar, reaccionaría como correspondía a cualquier situación peligrosa inmediata. Iría a la cocina a buscar cuchillos o cualquier otra cosa que pudiera servirle para su defensa. Estaba tan seguro de ello como si hubiera leído en su mente.

    Duncan no vio el punto brillante del rayo láser utilizado para apuntar, pero supo que estaba ahora en la ranura donde tenía que ser insertada su tarjeta de identificación para activar la cerradura. No había tiempo para que Snick regresara con los cuchillos, que dudaba que pudieran usar con ventaja en la puerta. Le dijo al sofá que extendiera sus ruedas. El mueble se alzó, y Duncan se situó detrás y lo empujó hacia delante, con las manos en un extremo. Golpeó contra la puerta justo en el momento en que el humo empezaba a trazar volutas desde la sección media y el metal se fundía.

    —¡Ruedas abajo! —ordenó Duncan en voz alta. Se volvió, cogió su bolsa de costado del sofá y corrió hacia la cocina. Colocar el sofá en su camino retrasaría al menos momentáneamente a aquellos dos. Ahora tenía que reunirse con Snick antes de que pudieran verle lo suficientemente bien como para dispararle. Cerca de la entrada de la cocina se zambulló al suelo porque tuvo la impresión de que ya debían estar dentro por aquel entonces, o al menos haber abierto la puerta lo suficiente como para que uno de ellos pudiera verle con claridad. Justo en el momento en que se deslizaba por el suelo, las luces se apagaron. Snick debía haberle dicho al ordenador que las apagara.

    Se levantó rápidamente. Había una cierta iluminación, no muy fuerte, de las luces de las torres cercanas y de los nivelas encima y debajo de su apartamento. También estaba la brillante luz de la calle. Los invasores habían dejado la puerta abierta.

    Snick, una figura imprecisa, le tendió un largo y delgado cuchillo. Susurró:

    —Le he dicho a la energía eléctrica que no se encienda a menos que yo se lo diga.

    Rió quedamente.

    —Si me matan, vas a tener un maldito problema para hacer que vuelvan a encenderse las luces o para llamar fuera. Nadie puede llamar dentro tampoco.

    La suave iluminación de la calle a través de la puerta se vio bruscamente cortada. Los hombres debían de haberse dado cuenta de que los silueteaba, al tiempo que hacía difícil que ellos pudieran ver la cocina.

    —No saben si tenemos una pistola o no —dijo Duncan en voz baja—. No entrarán a la carga.

    Le dijo a la ancha mesa que extendiera sus ruedas. El mueble se alzó rápidamente al tiempo que el mecanismo hacía girar en silencio las ruedas fuera de los alojamientos en sus patas. Las dejó caer sobre el suelo y luego alzó los extremos de las patas. Duncan empujó la mesa hasta un lado de la puerta de la cocina, la volvió de lado, y tiró de ella hasta dejarla atravesada en el umbral. Los invasores serían capaces de ver que la entrada estaba bloqueada debido al débil resplandor que entraba por la ventana. Sabrían que tendrían que empujarla ante ellos para entrar en la cocina..., a menos que intentaran saltar por encima. Dudaba que intentaran eso último o que asomaran primero la cabeza por un lado de la puerta.

    —No van a tomarse mucho tiempo —dijo—. El tiempo es tan importante para ellos como para nosotros. De hecho, más importante.

    Se puso a gatas y se arrastró detrás de la protección de la mesa hasta el otro lado de la entrada. Allí se alzó de nuevo en toda su altura.

    Uno de los hombres gritó:

    —¡Beewolf! ¡Chandler! ¿Dónde está Carebara?

    Duncan se llevó un dedo a los labios. Oscuro como estaba, había sin embargo la luz suficiente como para que Snick pudiera ver su gesto.

    —¡Vamos, Beewolf! ¡Sabemos que los tres están aquí en este apartamento! ¡Nadie ha salido de él! Carebara no se escondería de nosotros. ¿Qué ha hecho con él? ¿Dónde está?

    El silencio era tan denso como la oscuridad.

    —Sólo deseamos a Carebara y a Chandler —dijo el mismo hombre de antes—. No tenemos órdenes respecto a usted. ¡Entréguenoslos ahora! ¡Ahora! ¡O iremos a por usted! ¡Le dispararemos si tenemos que hacerlo!

    Aquellos dos debían de pertenecer a una célula PUPA, y probablemente eran mantenidos tan ignorantes como él y Snick. Pero su célula debía ser más grande, su información de base más amplia. De otro modo, ¿cómo podían saber acerca de Carebara?

    Se preguntó si sabían lo importante que era él para el PUPA. ¿Les impediría este dato, si lo conocían, hacerle algún daño excepto como último recurso?

    Se dejó caer sobre manos y rodillas y, empujando su bolsa de costado ante él, retrocedió unos cuantos pasos. No tenía intención de permitirles que supusieran con exactitud de dónde procedía su voz. No si tenían intención de dispararle si se veían obligados a ello.

    —¡Carebara no está disponible! —gritó, y se arrastró de lado y luego se dejó caer de bruces al suelo, con su bolsa al alcance de su mano.

    Uno de los hombres maldijo en voz baja. Hubo otro murmullo, dos voces esta vez.

    —¡No tenemos tiempo para esas tonterías! —dijo roncamente el segundo hombre—. ¡Entregue a Carebara y Chandler, ahora! ¡O entraremos disparando! ¡Hablo en serio!
    —¡Y matarán a Carebara también! —dijo Duncan. Sujetando la bolsa, rodó sobre sí mismo hacia el centro de la cocina.
    —¡Y también me matarán a mí! —dijo—. ¡A sus superiores no va a gustarles en absoluto eso, malditos estúpidos! ¡Ya saben lo que les hacen a la gente que estropea las cosas!

    El primer hombre maldijo en voz baja de nuevo.

    —¡Además —dijo Duncan—, nosotros también tenemos pistolas! ¡No deseamos tener que usarlas, pero lo haremos si es necesario! ¡Si entran a la carga, los mataremos!

    Duncan giró de nuevo hacia su derecha, se levantó a medias y agitó la mano para indicar a Snick que retrocediera. Ella asintió y se apartó unos pasos de la pared. Duncan le hizo gestos de que se tendiera en el suelo. En vez de ello, la mujer se puso a gatas. Los violentos gestos de Duncan le indicaron que se aplastara contra el suelo; lo hizo, con la cabeza vuelta hacia la entrada. El cuchillo estaba aún en su mano.

    —¡Seguro que tienen pistolas! —rió en voz alta el primer hombre—. ¿Por qué no nos dispararon cuando cruzamos la puerta?
    —Porque son del PUPA —dijo Duncan—, Queríamos darles la oportunidad de poder razonar con ustedes.
    —¡No tenemos tiempo, y hemos recibido nuestras órdenes! —dijo el primer hombre—. ¡Les damos tres segundos, a usted y a Chandler, para que salgan! ¡Con las manos en alto! ¡Podemos ver sus siluetas!
    —¡Arrojen primero sus armas dentro para que sepamos que no pueden dispararnos! —dijo Duncan.
    —¡Seguro que vamos a hacer eso! —dijo el segundo hombre, y los dos se echaron a reír.

    Duncan se arrastró hacia Snick. Con la boca cerca del oído de ella, dijo:

    —Cuando haga esta señal, así —alzó la mano, de lado, con los dedos tensos, luego hizo signo de cortar—, di algo en voz alta, luego rueda sobre ti misma como si te persiguieran todos los diablos hacia el otro extremo de la habitación. Así. Si disparan, grita como si te hubieran alcanzado.

    Ella asintió.

    —Espera. Tengo que volver al otro extremo de la puerta.

    Tras ocupar de nuevo su anterior posición y localización, agitó la mano arriba y abajo como si cortara varias veces.

    —¡Iros al infierno, bastardos! —dijo Snick en voz alta.

    Como Duncan había esperado, los dos hombres calcularon su localización por su voz, aunque por supuesto no podían saber la zona exacta de origen. El aire crepitó, y dos agujeros aparecieron en la pared y crearon humeantes agujeros en el suelo. Gritando como un puma herido, Snick se apartó tan pronto como hubo terminado de hablar; el rayo más cercano impactó a sólo unos centímetros de ella. Su grito se cortó como si la sangre hubiera ahogado su garganta. Entonces las luces violeta brotaron de nuevo, esta vez más espaciadas y altas. Pero ella había seguido rodando.

    —¡El miércoles va a tener un maldito lío que limpiar aquí! —exclamó Duncan. Se apartó también rodando sobre sí mismo, pero los nombres no dispararon. Evidentemente, no estaban seguros de que él estuviera mintiendo cuando les dijo que era extremadamente importante para el PUPA.
    —¡Chandler! —llamó en voz baja, pero no lo bastante baja, esperaba, para que los dos hombres no le oyeran—. ¿Estás bien?

    Luego, en un chillido:

    —¡Malditos asesinos! ¡Os mataré!

    Hubo algunos murmullos más en el pasillo. Luego, el primer hombre dijo:

    —¡Corte esa mierda, Beewolf! ¡No somos civiles de cabeza dura a los que pueda engañar!
    —¡La habéis matado! —gritó Duncan, y rodó hacia la pared hasta que estuvo contra ella. Con el rostro cerca del suelo, avanzó lentamente hacia el centro del umbral detrás de la mesa. Se volvió y rebuscó en su bolsa de costado. Sus tanteantes dedos hallaron el spray de bruma de la verdad, y lo sacó y lo depositó en el suelo junto a su mano derecha. No tenía intención de hablar más. Los dos hombres se lanzarían en tromba dentro de muy poco. No podían permitirse más tiempo.

    Sin embargo, no lo hicieron. O, si estaban avanzando cautelosamente, sus mocasines no producían ningún ruido. Quizás estaban muy inseguros acerca de su estatus en el PUPA, y no se sentían tan seguros tampoco de no haberle acertado a la mujer a la que conocían como Chandler.

    Un haz violeta surcó el aire encima de Duncan, haciéndole saltar dentro de su piel. Sin embargo, no procedía de una pistola protónica, sino de una pequeña linterna. Recorrió la oscuridad más allá de la mesa, por su lado, y hasta la ventana más allá. Luego se retiró. Pero era posible que estuviera siendo usado para buscar a Carebara. Debían ser capaces de imaginar que Carebara podía no estar en la cocina sino haber sido metido dentro de un cilindro o en un armario de PP.

    Mientras uno registraba, el otro debía estar aguardando, con el arma apuntada hacia la puerta de la cocina.

    Snick estaba atareada, aunque se movía lo bastante lentamente como para no hacer ruido. Arrastró una pequeña mesa hasta un lado de la puerta y la colocó de modo que no pudiera ser vista desde el pasillo. Duncan se preguntó qué pretendía, pero no dijo nada ni le hizo ningún signo. Ella colocó otra mesa, más pequeña, encima de la primera. Ahora estaba colocando una silla junto a las mesas apiladas. Ahora se estaba subiendo a la silla. Ahora estaba colocando un pie en el borde de la mesa inferior. Duncan pudo ver el brillo de la carne; sus pies desnudos parecían ratones blancos.

    Sudaba copiosamente, y se secó el ácido líquido de las comisuras de sus ojos. Cuando Snick había cortado la energía, había cortado también el aire acondicionado, pero, aunque hubiera hecho un frío helado, habría seguido sudando.

    Se mordió el labio, confiando en que ella no resbalara o hiciera algún ruido que pudiera causar que el hombre disparara contra aquella zona de origen. Al mismo tiempo, tensaba sus oídos para captar el sonido de pasos avanzando. Puesto que el suelo estaba embaldosado y los hombres llevaban mocasines, intentaba oír los pasos sólo porque su instinto se lo decía así. Sin embargo, si estaban tan tensos como él, tal vez estuvieran respirando lo bastante pesadamente como para ser detectados.

    Snick tenía sitio para subir, pero no demasiado. Estaba mirando a la pared, con los muslos contra el borde de la mesa de arriba, los dedos de los pies sobre el borde de la mesa inferior. Alzó una pierna, la dobló, y se subió muy lentamente. La mesa se bamboleó bajo ella. No lo suficiente como para caer. Ahora estaba de rodillas, luego se puso lentamente en pie, con calma, el cuchillo brillando mucho menos que sus pies.

    Debía estar planeando saltar desde arriba sobre el primero que se aventurara a través del umbral, pero su plataforma de lanzamiento era muy inestable.

    Duncan oyó, muy débilmente, a uno de los hombres decir algo al otro. Sonaba como si el que hablaba estuviera a una cierta distancia. Duncan abandonó la idea de mover la mesa hacia un lado y arrastrarse fuera al pasillo. Las posibilidades de ser atrapado por el rayo de su linterna eran demasiadas.

    Debían estar ya desesperados. Tenían órdenes de matar a Snick, pero ninguna de cómo ocuparse de él. Por todo lo que sabían, Duncan y Snick, Beewolf y Chandler para ellos, tenían pistolas. Carebara iba a permanecer en el cilindro, y cuando su cuerpo fuera descubierto por la gente del miércoles, o quizá la del jueves, iba a verse en una situación terriblemente mala. Sería arrestado no importaba qué historia contara o lo arriba que estuviera en la fuerza orgánica del martes. Una bocanada de bruma de la verdad haría que lo dijera todo.

    La medianoche se acercaba a pasos agigantados. Condicionados a estar en los cilindros antes de entonces, los dos hombres debían de estar sumidos en el pánico. Si eran hallados despetrificados por los miércoles, también se verían en un apuro tan grande como Carebara.

    En los próximos segundos tenían que intentar llegar a algún tipo de trato con sus presas o cargar contra ellas.

    Se arrastró de vuelta al otro lado del umbral, movió la mesa hacia atrás y extendió el brazo a través de la abertura. Su mano sostenía el spray de bruma de la verdad. Esperaba que oirían el ligero silbido mientras expelía la nube, pero esperaba también que no identificaran el ruido. Cuando galoparan hacia delante, se meterían de cabeza en la bruma. Apenas la respiraran, se sentirían instantáneamente entumecidos y reducirían su carga, aunque dudaba de que inhalaran la suficiente como para caer completamente inconscientes. Si había calculado mal, si estaban lo bastante lejos y no atacaban inmediatamente, la bruma se disiparía y se volvería inofensiva.

    Tras vaciar al menos la mitad del spray, retiró su brazo y volvió a colocar la mesa en su sitio. Fue entonces cuando oyó el suave siseo. Maldijo. ¡Estaban haciendo lo mismo que él acababa de hacer!

    La mesa se deslizó hacia atrás cuando un hombre se derrumbó sobre ella. Duncan gritó:

    —¡Contén la respiración, Thea! —aunque sabía que era demasiado tarde y que, al respirar, caería inconsciente también.

    Mientras sus sentidos disminuían, vio otra figura oscura saltar, gritando, por encima del hombre que yacía doblado como un mantel sobre el borde de la barrera. También vio a Snick saltar, con el cuchillo brillando débilmente; oyó la mesa de encima caer contra el suelo, y luego...


    24


    Despertó con un sobresalto, rígido y dolorido, aunque transcurrieron unos segundos antes de que fuera consciente de su condición física. Estaba tendido sobre una suave cama. En el techo había una enorme pantalla que mostraba una escena de la película Peer Gynt, aunque no recordaba dónde la había visto o quién era entonces. Gynt había estado corriendo a través de la brumosa noche por un páramo salpicado de abetos carbonizados por un incendio forestal. Había estado siendo perseguido incansablemente por jirones de recuerdos, pensamientos convertidos en algo físico y animado. Luego había tropezado con un siniestro viejo, el Moldeador de Botones, que llevaba una caja de herramientas y un gran cazo de vaciado. El moldeador le había dicho a Gynt que lo había estado buscando y que iba a fundir a Gynth en su cazo. Gynt era un botón defectuoso, al que le faltaba un agujero. Gynt argumentaba que en el fondo él no era un mal tipo. Aunque había tenido muchos yoes, pocos de ellos admirables, el auténtico Gynt estaba en el fondo de todos ellos, y valía la pena salvarlo de la destrucción.

    El Moldeador de Botones:

    —Pero, mi querido Gynt, ¿por qué agitarse tanto / sobre un detalle técnico como éste? / Tu yo es sólo lo que nunca has sido. / Así que, ¿cuál es la diferencia entre fundirte o no fundirte?

    ¿Cuál era, realmente?, pensó Duncan. Y olvidó la escena, y sintió dolor y desconcierto, porque no sabía exactamente quién era.

    Se levantó a medias, gruñendo a causa de su sordo dolor de cabeza, y se sentó en el borde de la cama. Estaba en una larga habitación curvada con una única ventana continua que iba de pared a pared en la parte oeste. Una brillante luz diurna penetraba por ella aunque el sol no estaba a la vista. El espléndido mobiliario brillaba resplandeciente, un mobiliario que le indicó que se hallaba en el apartamento de un alto funcionario. En una de sus habitaciones, al menos.

    Al otro extremo de la amplia estancia había otra gran cama, y en ella estaba tendida Snick, con los ojos cerrados, vuelta de lado y cubierta hasta la cintura con una manta azul eléctrico. La pantalla encima de ella mostraba alguna película que no pudo identificar desde aquel ángulo y distancia. De ella brotaban suaves voces.

    Se levantó y se dirigió con paso incierto a la ventana. Un aparato aéreo orgánico en forma de canoa flotaba a unos treinta metros de distancia. Más allá de él se veían los picos de algunas torres y las partes superiores de los puentes. Un dirigible de carga avanzó majestuoso ante su vista. Se acercó más a la ventana, que se volvió negra. Retrocedió, y la ventana se iluminó de nuevo, aunque no lo suficiente como para ver hasta muy lejos. Otros dos pasos hacia atrás, y la ventana era tan clara que no parecía estar allí. Evidentemente, su material se polarizaba cuando un cuerpo de un determinado tamaño se acercaba a una cierta distancia de ella.

    Eso confirmaba que estaba prisionero, y que la ventana impediría que cualquier pasajero aéreo pudiera verle, a él o a ellos. De todos modos, pensó, no había ninguna posibilidad de que alguien que volara por los alrededores pudiera responder a sus señales de ayuda aunque fuera visible.

    Había dos puertas, ambas cerradas, en la habitación. Empujó la más cercana; no cedió. La otra, en cambio, giró fácilmente hacia dentro para revelar un wáter, varios lavabos con grifos, jabón, toallas y paños colgados de distintos soportes, y una enorme bañera empotrada en el suelo, de mármol blanco estriado de verde. Orinó de pie, aunque se sentía tan tembloroso que sintió deseos de sentarse. El wáter hizo correr automáticamente el agua cuando se apartó de él.

    Después de beber un gran vaso de agua, se miró en el espejo de detrás de la plataforma de ónice negro y rojo donde estaban los lavabos. Vio a un Duncan cansado y de enrojecidos ojos. Sus ropas eran las mismas que llevaba cuando perdió el conocimiento. Se lavó el rostro y las manos, las secó, y estaba a punto de abrir la puerta cuando ésta giró. Snick estaba de pie en el umbral; abrió mucho la boca, luego la entrecerró para decir:

    —¡Oh! ¡Gracias a Dios! ¡Eres tú!
    —Más o menos —respondió él. Estaba pensando que tal vez no fuera una simple coincidencia que la película fuera Peer Gynt. Quizá quien fuera que les había traído allí sabía más acerca de Duncan que el propio Duncan.

    Snick aún estaba viva, y eso podía significar que su captor tenía la intención de mantenerla con vida. La miró mientras ella pasaba por su lado, se bajaba los panties, se sentaba en el water y aliviaba ruidosamente sus intestinos. Aunque deseaba hablar con ella inmediatamente, fue empujado fuera por el olor. Hizo algunos ejercicios para exorcizar la rigidez de cuerpo y piernas, aunque el esfuerzo hizo que su dolor de cabeza aumentara. Fue consciente de que estaba siendo observado, y deseó que el observador entrara y le dijera qué estaba ocurriendo. Le gustaría terminar rápidamente con todo aquello. Eso, sin embargo, parecía que no iba a ser posible Sonó un zumbido en la pared contigua a la puerta. Se levantó, se volvió hacia el sonido, y vio que una sección aparentemente sin junturas de la pared giraba sobre sí misma sobre un eje central en el momento en que cesó el zumbido. El otro lado, ahora su lado presentaba un estante semicircular en el que había dos bandejas cubiertas parcialmente por servilletas. Se dirigió hacia allá y encontró, como había esperado, dos desayunos. Alzó las bandejas, y la sección rotó de nuevo a su posición original. Aunque intentó mientras lo hacía ver a través de la abertura, no pudo distinguir nada excepto oscuridad.

    El y Snick disponían de una cantidad más que abundante de comida y bebida: huevos, tocino, tostadas, cereal y leche, zumo de naranja, café y pildoras de vitaminas. Las proteínas, por supuesto, estaban relativamente libres de colesterol. Fue a llamar a Snick para que viniera, pero al oír la ducha decidió empezar a comer solo. La mujer se estaba tomando ciertamente las cosas con bastante frialdad, pese a su al parecer doloroso desconcierto cuando entró en el cuarto de baño. Hubiera preferido hablar primero con ella de la situación. Aunque reconocía que eso no serviría de nada excepto para aliviar la tensión.

    Era evidente que el PUPA, pese al peligro de ser descubierto, había enviado un grupo a su apartamento. No debieron tener ningún problema en despetrificar a Carebara después de medianoche. Las órdenes de Snick de que las luces permanecieran apagadas debían haber sido automáticamente anuladas por los circuitos del miércoles.

    Snick salió del cuarto de baño, con sus ropas y zapatos en una mano, su cuerpo seco pero su negro pelo liso aún algo húmedo, resplandeciente como el pelaje de una foca. Cruzó la habitación hacia el limpiador cilíndrico rematado por un cono que había sobre una mesita en un rincón. Su superficie brillaba con colores que pasaban del violeta al azul; pequeñas gárgolas asomaban sus cabezas a intervalos irregulares. Su propietario, pensó Duncan, debía haber pagado una buena cantidad de créditos por él.

    Snick metió las ropas y los zapatos dentro, cerró la puerta, pulsó un botón, aguardó unos instantes, abrió la puerta, tomó las ropas y los zapatos y se los puso. Duncan, mientras la observaba, comió con decreciente apetito. Aunque la antigua modestia había sido eliminada debido a sus efectos psíquicamente dañinos, sospechaba que ella movía deliberadamente su cuerpo desnudo, exagerando sus movimientos, para excitar su deseo. Para frustrarle, puesto que no podía esperar nada de ella. ¿Por qué se había enamorado de aquella zorra sádica?

    Por otro lado, quizá le estaba atribuyendo a ella motivos que no tenía.

    Snick se sentó en la mesa frente a él y empezó a comer. Luego frunció la nariz.

    —¡Uf! —exclamó, y se lo quedó mirando—. No te has bañado ni has limpiado tus ropas. Hueles a basura.
    —Entonces, ¿por qué no te sientas allí? —dijo él, señalando el sofá con el tenedor.

    Ella tomó su bandeja y fue a sentarse al lado de la ventana.

    —Lo siento, pero me estás estropeando el desayuno. No puedes culparme por ello, ¿no? ¿Acaso no sentirías tú lo mismo si yo estuviera sucia?
    —Tengo cosas más importantes en las que pensar —dijo él—. Además, si estoy sudoroso y sucio es por intentar salvar tu culo.
    —Y el tuyo también —observó ella. Miró a su alrededor mientras masticaba tocino y una tostada—. Despertaste antes que yo. ¿Qué piensas de todo esto?
    —El PUPA nos trajo hasta aquí, no sé cómo. Supongo que lo descubriremos pronto, cuando ellos estén preparados.
    —Deben habernos interrogado bajo la BV.
    —A ti sí. Probablemente no se habrán molestado conmigo, a menos que desearan determinar una vez más si yo podía realmente mentir.
    —Quizá no desearas hacerlo con ellos.
    —Quizá. No sé lo que digo. Pero en realidad mi subconsciente trabaja por mí. Se comporta como si yo estuviera consciente.
    —Debes tener un subconsciente malditamente cooperativo.
    —Ocho de ellos —dijo Duncan—. Soy un hombre de muchas partes. Pero hice un trabajo demasiado bueno conmigo mismo cuando me convertí en Duncan. No puedo llamar conscientemente a los demás.

    Después de comer, limpió sus ropas mientras Snick le contemplaba desnudo. Se preguntó cuáles serían sus pensamientos. Después de ducharse y vestirse, salió del cuarto de baño. Snick estaba jugueteando con la ventana, acercándose a ella para hacer que se oscureciera, luego retrocediendo para volverla transparente.

    —Debemos estar en el último piso o cerca de él, a juzgar por las demás torres —dijo Duncan.
    —Sí, y estamos en la misma torre.

    Duncan pidió a la pantalla mural la fecha y la hora. Mostró las nueve de la mañana del miércoles. Su sospecha de que habían permanecido petrificados largo tiempo no era válida. Es decir, a menos que el propietario hubiera ordenado por alguna razón que la pantalla mostrara una fecha y una hora falsas.

    ¿Por qué debería haberlo hecho?, pensó Duncan. Esto es una locura. Estoy llegando al punto de no creer en nada de lo que veo u oigo y de no confiar en nadie.

    Sonó el zumbador, y la sección de la pared giró de nuevo sobre sí misma. Snick se levantó y depositó las bandejas en el estante. La sección giró de nuevo, llevándose las bandejas con ella. Duncan había empezado a protestar de que ella no debería hacer el trabajo de su captor por él. Pero qué demonios. Si deseaban otra comida, tenían que depositar los platos sucios. Los ciudadanos estaban condicionados a ser limpios, cuidadosos y ordenados. El propio Duncan había tenido que refrenar su impulso de llevar él las bandejas.

    Snick acababa de apartarse de la pared cuando la puerta de entrada del apartamento se abrió hacia dentro. Snick se detuvo en seco. Duncan empezó a levantarse, se lo pensó mejor y volvió a dejarse caer en la silla. Un hombre y una mujer, ambos con traje de calle, entraron. Se detuvieron y se volvieron a medias, con pistolas protónicas en la mano. Un hombre de edad madura, amplio y de piel oscura, entró. También llevaba ropas civiles, pero parecían caras, e iba desarmado. Se detuvo entre los dos guardias armados. Un hombre enorme, de gran barriga y numerosas papadas, con ropas de fraile, entró tras él. Después, siguieron otros dos hombres también con armas.

    Duncan saltó en pie y gritó:

    —¡Padre! ¡Padre Cabtab!

    Cabtab aulló alegremente, abrió los brazos y dijo:

    —¡Ven con papá!

    Snick, sonriendo, echó a andar hacia él, y Duncan se alzó alegremente de su silla. El guardia masculino dijo secamente:

    —¡Quédense donde están!

    Snick se detuvo en seco; Duncan volvió a dejarse caer en la silla.

    —Los tres —dijo el hombre, haciendo un gesto con la pistola— Ahí. Al sofá.

    Duncan abrazó y fue abrazado por Cabtab de camino al sofá. El padre dio a Snick un sonoro beso en la frente y apretó sus hombros.

    —Creí que eras un desaparecido —dijo ella.
    —¡Puede que todavía lo sea! —rugió él—. ¡Veremos! ¡Nuestro anfitrión me ha tratado bien hasta ahora, pero recuerda lo que dijo la araña a la mosca!

    El hombre de edad madura miró a Duncan con unos ojos azules muy claros que contrastaban extrañamente con su oscura piel. Tenía unas cejas negras muy pobladas, pliegues epicánticos prominentes, una gran nariz de halcón, labios más bien finos y una recia barbilla. Duncan creyó que lo había visto antes, pero no pudo evocar ningún recuerdo de ello. De todos modos, se sintió intranquilo. Había algo en aquel hombre que amenazaba peligro, y Duncan no creía que fuera solamente a causa de su situación.

    El hombre se sentó en la silla que Duncan había abandonado. Unió sus dedos formando como un chapitel de iglesia y dijo:

    —Así que nos encontramos de nuevo.

    Puesto que el hombre le miraba directamente a él, Duncan supo que se refería a su persona.

    —Tiene usted ventaja sobre mí —indicó.

    El hombre sonrió.

    —En más de un sentido.

    Apoyó las manos sobre sus caderas.

    —Ahora, la pregunta es: ¿qué debo hacer con usted? ¿Y con sus amigos?
    —Quizá, si nos dijera por qué estamos aquí, podríamos ayudarle a responder a eso —observó Duncan.
    —Se parece a ti —dijo Snick en voz baja—. Podría ser tu abuelo.

    La habitación oscilaba como si la viera a través de una capa de aire muy caliente en medio de un desierto. Una voz le estaba llamando, una voz muy débil y lejana. Algo, no, algunas cosas, estaban luchando muy dentro de él, haciendo que su estómago, no, no su estómago, su mente, diera vueltas. Pero poniéndole enfermo.

    El aire se aclaró de nuevo; la voz murió. Todavía seguía sintiendo un cierto malestar en su estómago.

    El hombre frunció el ceño y dijo:

    —¿Recuerda algo?
    —No —dijo Duncan—. Yo..., algo..., no sé qué. Fui afectado... Me siento extraño. No sé por qué.
    —Puede que se esté volviendo loco —dijo el hombre, pero no se explicó. Duncan supo, de algún modo, que el hombre no explicaría su afirmación.

    »El follón en su apartamento ha sido limpiado —dijo el hombre—. Pero no hubo tiempo para reemplazar la puerta. Los inquilinos del miércoles no se presentaron a trabajar. Los orgánicos investigaron, y los encontraron aún petrificados y la cerradura de la puerta delantera quemada. El cilindro de usted estaba vacío. El misterio nunca será aclarado, espero, pero el miércoles dejó un mensaje al jueves informando de la situación. Está usted acabado como Andrew Beewolf. Y Snick está acabada como Chandler. Pueden transcurrir unos cuantos martes antes de que se advierta que el padre Cabtab, conocido como el ciudadano Ward en el mundo del martes, ha desaparecido del almacén. Los orgánicos supondrán que Chandler y Beewolf huyeron de esta ciudad. Pero sabrán que alguien despetrificó a Ward y se lo llevó. Quizás aten cabos y los unan a los tres. Será fácil averiguar que estuvieron juntos en el Snorter más de una vez. Adonde puede llegar este rastro si lo remontan hasta muy atrás es algo que todavía no sé, por supuesto.

    —¿Es usted del PUPA? —preguntó Duncan.
    —En cierto sentido soy del PUPA, y en otro sentido soy el PUPA.
    —El líder —dijo Duncan—. El cabecilla.
    —Sí.
    —Debe de tener una razón específica para mantenernos aquí en vez de simplemente librarse de nosotros.

    El hombre bajó a medias los párpados.

    Se parece a un halcón soñoliento, pensó Duncan. O a alguien pensando con gran placer en sus golpes pasados. O con mayor placer aún en los golpes futuros.

    Ante el hombre se abrían dos caminos. Podía hallar alguna utilidad para sus cautivos y mantenerlos así con vida durante un tiempo, quizá mucho tiempo. O podía petrificarlos y ocultarlos, o matarlos y ocultarlos. Ocurriera lo que ocurriese, iba a decidirse aquella mañana.

    —Seré honesto con usted —dijo el hombre—. Snick y Cabtab son superfluos y pueden constituir un peligro para nosotros. No es que no confíe en ellos..., hasta cierto punto. Snick reveló sus dudas acerca de la moralidad de nuestros propósitos, y eso la hace inestable desde nuestro punto de vista. Sin embargo, si jura que no nos traicionará, sé que no lo hará. Al menos, eso lo hemos averiguado de ella.

    »Cabtab es inestable en el sentido de que cree realmente que se halla en cierta manera en comunicación con Dios. Por todo lo que sé, puede que lo esté, pero Dios tiene Sus propósitos, y nosotros tenemos los nuestros. Puede jurar que nunca nos traicionará, y será sincero. Pero, si el espíritu desciende sobre él, el Espíritu de Dios según sus palabras, entonces sólo obedecerá la voz de Dios. Y, si Dios le dice que nos traicione, nos traicionará.

    Volvió su mirada hacia el padre.

    —¿Es eso correcto, Cabtab?
    —Usted ya lo sabe bien —dijo el padre.
    —Así que tenemos como agentes a una ex orgánica moralmente incierta y a un predicador callejero teológicamente cierto. No es lo que yo llamaría unos agentes estables. También le tenemos a usted, Bewolf, un hombre hecho de muchas partes, como usted mismo dice y un hombre que sabe mucho más de lo que se da cuenta. Un hombre que puede sernos muy valioso; puede enseñarnos la técnica de mentir bajo los efectos de la bruma. También conoce algo más que no sabe que conozca, pero espero que eso siga estando reprimido en él.

    »En cualquier caso, puede ser utilizado con gran efectividad. No en trabajos de campo, sin embargo. Tendrá que permanecer oculto y enseñarnos al resto de nosotros. No a todos nosotros. A unas cuantas personas clave. ¿Lo hará? ¿Puede hacerlo? ¿Sabe cómo lo hizo? Estaba bajo la BV, pero dijo que no sabía cómo enseñar la técnica. ¿Mintió entonces? ¿O estaba diciendo, él o el que habla por él cuando está inconsciente, la verdad?

    —Realmente no la sé —dijo Duncan.

    El hombre sonrió. Sus ojos seguían entrecerrados.

    —Alguien en usted sí lo sabe. Descubriremos de alguna forma quién es exactamente esa personalidad. Si no...
    —¿Sí?

    Duncan hablo claramente y con voz fuerte y valiente, pero sintió frío en el centro mismo de su cuerpo. También sintió como si un dedo rematado con una afilada garra estuviera rascando la parte de atrás de su cerebro.

    —Puede ser muy doloroso para usted —dijo el hombre—. No estoy apuntando hacia ninguna tortura física. El dolor será psíquico, aunque también puede ser físico. Pero si usted..., si tenemos éxito, entonces podrá salir de su escondite y ocupar su lugar en la sociedad. Un lugar que será muy alto, se lo prometo. Mientras tanto, tenemos a sus amigos. Dudo que coopere usted realmente con nosotros si ellos no siguen vivos y sanos. Así que le prometo que no sufrirán ningún daño. Pero creo que lo mejor que podemos hacer con ellos es petrificarlos durante un tiempo. Estarán fuera de circulación, ocultos en un lugar seguro, y, cuando llegue el momento, se unirán a usted en la buena y libre vida que tendrá a su disposición.

    Duncan miró a derecha e izquierda, a Cabtab y Snick. Sus rostros eran inexpresivos, a menos que uno considerara la falta de expresión como una expresión. En esta situación, seguramente lo era. No deseaban ser petrificados ni siquiera bajo esas condiciones. Si la revolución fracasaba, permanecerían petrificados para siempre. Si el hombre estaba mintiendo, podía ocurrir lo mismo. Su futuro dependía de hasta dónde alcanzara la influencia de Duncan.


    25


    Me gustaría tenerlo todo bien claro en mi mente —dijo Duncan—. Quiere que enseñe a su gente cómo mentir bajo los efectos de la bruma. No puedo garantizar que pueda hacerlo...

    —Sé eso —dijo el hombre—. Experimentaremos.
    —...pero lo intentaré. Cooperaré plenamente con usted. Es decir, lo haré si permite que mis compañeros sigan conmigo. Los necesito, aunque sólo sea para que me hagan compañía. Resultará una vida muy solitaria y frustrante para mí si soy mantenido a solas en una habitación, o aunque disponga de todo el resto de las habitaciones de este apartamento. No seré capaz de funcionar al cien por cien sin ellos. Si los petrifica usted, me resentiré de ello contra usted. El hecho de saber que sus vidas dependen de mi éxito constituirá un peso extra sobre mí. Preocuparme por ellos me impedirá pensar en otras cosas. Le culparé a usted de ello, le odiaré, si quiere que le diga la verdad.

    »Debe permitírseles vivir, y vivir conmigo. Me serán de gran ayuda. Sus vidas dependen de que me ayuden a hacer lo que usted desea que haga.

    El hombre sonrió y dijo:

    —Eso es lo que pensé que diría usted. Por eso no los quité de en medio inmediatamente. Muy bien. Entonces pueden quedarse con usted, pero espero también de ellos la más completa cooperación. Si cualquiera de ustedes, y eso le incluye a usted, Jeff..., Andrew..., intenta algo, algún truco, cualquier intento de escapar, los tres irán a parar al cilindro. Aprovechen ahora su oportunidad, porque no van a tener una segunda.

    »¿Lo comprende claramente?

    Duncan asintió, y lo mismo hicieron los otros dos. Snick suspiró suavemente, y sus manos apretaron con gentileza el brazo de Duncan. El hombre había dicho: «Jeff». Y Duncan había sido en una ocasión Jefferson Cervantes Caird, un orgánico del martes. ¿Sabía el hombre que Snick le había dicho eso a Duncan? Era posible que no hubiera interrogado a Snick específicamente sobre ese punto. Pero probablemente esperaría que, puesto que Snick había conocido a Caird le hubiera dicho a Duncan todo lo que sabía sobre él. El hombre, sin embargo, no había mostrado ningún tipo de pesar ante su propio desliz. O bien no creía que tuviera ningún significado, o era un buen actor.

    ¿Podía él, Duncan, apelar de alguna manera a ese Caird, interrogarle, conseguir las respuestas que necesitaba, y luego volver a empujarlo hacia el oscuro abismo, fuera cual fuese, que ocupaba ahora? ¿O sería demasiado peligroso? ¿Lucharía Caird por recuperar el control y apartar a Duncan del camino, arrojándolo al abismo?

    ¿Significaría alguna diferencia que Caird hiciera eso? ¿Acaso él, Duncan, no era también Caird?

    No. Eran identidades separadas. Duncan se sentía tan horrorizado de perder el control como..., como Caird debió sentirse cuando perdió el suyo. No. De hecho, Caird se había convertido voluntariamente, ansiosamente, en otras seis personalidades. Tuvo que tener una enorme fuerza de voluntad para superar el mismo pánico abrasador que sentía ahora Duncan ante la idea de disolverse y dejar que Caird ocupara el mando. No. No era realmente una disolución. Era una represión, una retirada a una ratonera en el cerebro, por decirlo de algún modo. O podía decirse que Caird estaba semipetrificado. Era una analogía mejor. Semipetrificado pero aún capaz de enviar ondas de pensamiento cuando, a través de algún mecanismo neural, Duncan deseaba ciertos recuerdos. Algunos recuerdos eran proporcionados, aunque no siempre resultaban claros. Otros recuerdos, simplemente, no eran transmitidos.

    Duncan se dio cuenta de que el hombre y los guardias le estaban mirando. Snick apretó de nuevo su brazo y dijo en voz baja:

    —¿Qué ocurre?
    —Lo siento —dijo Duncan—. No le estaba escuchando. Estaba pensando en algo. ¿Qué es lo que ha dicho?
    —No he dicho nada —respondió el hombre—. Su expresión era un tanto peculiar, como si su mente se hubiera ido a Marte. ¿Se ve sometido a fugas?
    —No, en absoluto —dijo secamente Duncan—. Estaba pensando en elaborar técnicas de mentir mientras se está inconsciente. También me estaba preguntando si me dirá usted su nombre. No su auténtico nombre, por supuesto: cualquier nombre con el que podamos identificarle. El hombre resulta demasiado impersonal, demasiado indefinido.
    —¿Es eso lo que estaba pensando realmente? ¿O está intentando desviarme hacia algún otro tema?
    —Me gustaría tener un nombre para usted.
    —Etiquetas y nombres parecen tan vitales para los seres humanos. Muy bien, puede dirigirse a mí como ciudadano Ruggedo. —Rió quedamente, como si se tratara de algún chiste sólo conocido por él.

    El ciudadano Ruggedo se puso en pie de su silla. Alzó una mano en el aire, y una pared mostró la fecha y la hora: 9:00 A.M., miércoles, D2-S3, ESPERANZA, N.E. 1331. Día dos, semana tres, del mes Esperanza del año 1331 de la Nueva Era. Era como Duncan había pensado. Habían dormido simplemente desde la medianoche hasta aproximadamente las ocho de la mañana, y habían despertado el día inmediatamente después del martes. No habían sido petrificados. Lo cual significaba que habían sido drogados para asegurarse de que seguían durmiendo después de que los efectos de la BV se hubieran disipado.

    —Esta habitación será su cuartel general —dijo Ruggedo—. Si usted y la ciudadana Chandler, alias Snick, desean compartirla, pueden hacerlo. Los tres pueden vivir aquí si lo desean.

    Snick negó con la cabeza. Cabtab dijo:

    —Me sentiría feliz de compartir este lugar con el ciudadano Beewolf, pero imagino que él preferirá la intimidad.
    —¿Qué dice usted, ciudadano Beewolf, alias Duncan, entre otros nombres? —dijo Ruggedo.
    —Completa intimidad —dijo Duncan—. Este lugar ya va a verse bastante atestado durante las horas de trabajo.
    —Muy bien. Usted, Chandler, tendrá su propia habitación, aunque no será tan cómoda como la de Duncan. Lo mismo puedo decir para usted, Cabtab.
    —Puesto que al parecer conoce usted mi auténtico nombre —dijo Snick—, puede olvidar definitivamente lo de Chandler,
    —Su supervisor estará aquí a las diez —dijo Ruggedo a Duncan—. Snick y Cabtab deberán estar aquí también a esa hora. Yo no vendré muy a menudo. Tengo trabajo en otra parte, pero recibiré informes acerca de sus progresos a intervalos frecuentes. Trabajen intensamente.

    Se dio la vuelta, y dos guardias le siguieron fuera. Los otros dos hicieron un gesto a Snick y Cabtab para que les precedieran. El padre dijo:

    —Nos veremos dentro de un momento, Dunc. Rezaré por ti, por Snick y por mí mismo, por todos ellos, incluido el ciudadano Ruggedo. Dios, el Singular, nos guiará a todos si le place.

    Cuando la puerta se hubo cerrado tras ellos, Duncan fue hasta ella y la empujó. Como había esperado, no cedió, pero tenía que comprobarlo. Hizo ejercicios aeróbicos durante una hora, con su mente trabajando en el futuro mientras su cuerpo trabajaba automáticamente en el presente. Alternó escenarios de escapatoria con autointerrogatorios acerca de cómo podía enseñar aquellas técnicas. Cuando la puerta se abrió de nuevo, no había conseguido ver nada con éxito respecto a ninguno de los problemas. Como tampoco había sido capaz de despertar los recuerdos de dónde había visto a «Ruggedo» antes.

    Snick y Cabtab, con aspecto más fresco del que tenían cuando se fueron, entraron. Duncan esperaba también a los guardias y al supervisor que Ruggedo había mencionado.

    Para su sorpresa, ninguna persona armada entró. La persona que seguía a los compañeros de Duncan era el profesor Carebara. Cerró la puerta y dijo:

    —Buenos días, ciudadano Duncan.
    —¿Es usted el supervisor? —dijo Duncan, sorprendido.
    —Sí —dijo Carebara, y se sentó en una silla—. Ahora...
    —¿Qué demonios? —exclamó Duncan—. Usted es un especialista en insectos. ¿Qué sabe de psicología? ¿Acaso yo sólo soy otro bicho?
    —No necesita pasarse de listo —dijo Carebara—. Olvida que también soy un agente orgánico. Tengo mucha experiencia en interrogar a gente inconsciente. Me gradué en psíquica en la universidad antes de cambiar a la entomología. El Homo sapiens es demasiado enloquecedoramente irracional para mí. La clase Insecta está libre de neurosis, y muy raras veces me siento implicado emocionalmente en sus problemas. Además, en estos momentos no hay ningún psiquista disponible. Ya he respondido a sus preguntas. ¿Le importa que nos pongamos a trabajar?
    —Si sólo supiera qué hacer —murmuró Duncan—. Ni siquiera recuerdo cómo me convertí en lo que soy ahora.

    Carebara juntó las manos y movió las palmas una contra la otra mientras su pulgar izquierdo se deslizaba arriba y abajo por la parte inferior del pulgar derecho. Sus ojos verdes eran muy grandes y brillantes; su expresión, ansiosa y confiada. Luego extrajo de un bolsillo de su chaqueta color verde botella un pequeño spray azul. Se levantó y dijo:

    —Tiéndase en este sofá. —Agitó el spray—. Aquí dentro está la verdad.
    —¡Jesús! —exclamó Duncan, pero se dirigió al sofá—. ¿Cree que es tan fácil como eso? Le han contado el problema, ¿no? Su problema, quiero decir, no el mío. No puede conseguir de mí la verdad utilizando esto.
    —He sido concienzudamente informado —dijo el profesor con expresión altiva—. No soy un aficionado. He estudiado las cintas del interrogatorio al que fue sometido después de ser traído aquí. Revelaron lo que usted piensa que sabe. Ahora, descubriremos lo que piensa que no sabe. Pero no espere que lo hagamos rápido.

    Duncan alzó la vista hacia el largo y delgado rostro y los anormalmente grandes ojos.

    —Espero que tenga suerte. Pero lo que yo necesito es un arqueólogo de la mente, no un entomólogo, un chalado de los bichos.
    —No me importa su hostilidad —dijo Carebara—. Estoy acostumbrado al odio.

    El spray siseó. Duncan captó el débil olor, tan violeta como su color. El último sentido en desaparecer, el oído, le hizo pensar que había sido mordido por una serpiente venenosa con antenas rematadas por colmillos. Cuando despertó, el profesor, Snick y Cabtab estaban en la misma posición. Carebara tenía la misma expresión que una hormiga desconcertada. Tenía las manos apoyadas contra el pecho, y sus dedos se agitaban como palpos.

    Tengo que detener esto, pensó Duncan. Es un ser humano, no un artrópodo.

    —Puede levantarse —dijo Carebara—. Primero tomaremos un poco de café, luego pasaremos la cinta. Lo que planeo hacer es mostrarle todas las sesiones a fin de poder conseguir realimentación por su parte en los dos sentidos. Usted se conoce a sí mismo mejor que nadie, teóricamente al menos, así que puede ser capaz de observarse y analizarse y luego quizá sintetizar una clave psíquica para abrirse a sí mismo.
    —¿Ver lo que ocurre, quiere decir? —indicó Duncan.
    —Expresado de una forma cruda pero correcta.

    Contemplaron la sesión tres veces, el profesor y Duncan con intenso interés, pero Cabtab se puso a bostezar la segunda vez y Snick se levantó y paseó de un lado para otro durante la tercera.

    —Como puede ver —indicó Carebara al final de la tercera vez—, me estoy concentrando en su más reciente personalidad, Andrew Beewolf. Formulo el proceso como si estuviera pelando una cebolla, si no le importa que utilice una metáfora tan casera. Primero Beewolf.

    Luego Duncan. Luego Isharashvili, y así hasta llegar a Caird, la psique primordial.

    —Odio decírselo —murmuró Duncan—, pero Beewolf no es una personalidad. Es un papel. Siempre estuve actuando como si fuera Beewolf; nunca fui él.

    Carebara pareció a la vez picado y azarado. Dijo:

    —Entonces, ¿hubiera debido ignorar a Beewolf, y saltar a la yugular de Duncan?
    —Sí, aunque la expresión es un tanto violenta. Sus gentiles sondeos no iban precisamente a la yugular. Yo los llamaría más bien cosquillas.

    El profesor pareció indignado.

    —No sabe usted mucho acerca de psiquismo. Si el psiquista deposita unas manos demasiado rudas sobre la psique del paciente, puede dañarla, no conseguir la evocación. Es como una hormiga obrera de la especie Myrmecocystus acariciando el distendido abdomen de una repleta. Las caricias deben de ser suaves, si la obrera quiere obtener la miel de la repleta. Snick detuvo sus paseos. Cabtab se envaró en su asiento. Duncan dijo:
    —¿Que?
    —Algunas hormigas producen un tipo especial de obreras llamadas repletas. Se las alimenta con enormes cantidades de secreciones Hulees u otros tipos de líquidos azucarados. La repleta almacena el líquido en su abdomen, el cual, a medida que pasa el tiempo, se vuelve enorme, más grande que el cuerpo de la propia repleta. A menudo del tamaño de un guisante. Las repletas se cuelgan de los techos de los túneles del hormiguero, y regurgitan el altamente nutritivo y energético líquido a las obreras cuando éstas acarician una cierta zona de su abdomen.
    —¿Y? ¿Si las obreras son demasiado rudas, pueden desgarrar el hinchado abdomen? ¿Es esto lo que quiere decir con referencia a mi hinchada psique?
    —No hinchada. Llena con múltiples capas. Pero cada personalidad es delicada, de modo que requiere un toque de plumas. Es decir, hasta que hayamos dejado al descubierto el núcleo. Entonces será necesaria una manipulación más vigorosa, pero aún cautelosa. A menudo, el paciente sufre agonías. De naturaleza emotiva, por supuesto. El niño que hay en nosotros grita y teme ser golpeado aunque nada lo traicione.

    Duncan no respondió. Estaba galvanizado, aunque no movió un músculo. Una chispa, como la que brota de dos cables eléctricos desnudos que se tocan, un breve destello, blanco, con bordes azules, se hinchó en su mente. ¿Se hinchó? ¿Un abdomen hinchado? ¿Una psique hinchada? La luz se había desvanecido, pero no antes de que viera el rostro de un niño, de diez años de edad o así, sonriéndole mientras las lágrimas resbalan por sus mejillas.

    Sollozó y empezó a contárselo a Carebara, pero se lo pensó mejor. No deseaba que Carebara supiera aquello.

    En los tiempos antiguos, cuando los criminales eran colgados, debieron sentir el shock de la certidumbre y la imposibilidad de dar un paso hacia un lado cuando la trampilla se abría bajo sus pies. Ese rostro. Era él. No era eso sin embargo lo que le había hecho sobresaltarse como si hubiera apoyado el pie en un suelo lleno de cables al rojo. Era la comprensión de que ese niño no era Jeff Caird. Era él, Duncan, y también Caird, pero sólo en el sentido de que habitaban el mismo cuerpo.

    Jefferson Cervantes Caird, que había creído que era la personalidad original, era la creación original. Fue el primero en ser concebido por la mente del niño, alimentado en el seno de su imaginación, traído al exterior como J. C. Caird. Así, el niño fue el primero de ocho, no siete, psiques separadas. Beewolf, por supuesto, no contaba.

    —¿Dije algo? —preguntó Carebara.
    —Eso hace dos veces hoy —señaló Snick. Aunque había parecido impaciente y aburrida, debía haber estado observándole atentamente.
    —Un destello de algo. Pero se fue. Ni siquiera puedo describirlo.

    Carebara se levantó.

    —Le veré después de comer, a las dos. Entonces empezaremos con Duncan.

    Echó a andar hacia la puerta, pero se detuvo y se volvió

    —No me estará mintiendo, ¿verdad? ¿Beewolf es realmente sólo un papel?
    —¿Cómo quiere que lo sepa? —respondió Duncan—. Entonces estoy inconsciente.
    —Ahora está consciente, y debería saber si está diciendo la verdad acerca de una cosa tan simple como saber si está actuando o no.
    —Creo que estoy diciendo la verdad. Por supuesto, podría estar mintiendo cuando digo eso. La única forma en que puede determinar usted si estoy mintiendo es rociándome. Pero si soy rociado, puedo mentir.

    Carebara alzó desesperado las manos y, murmurando, se alejó a largas zancadas.

    El niño tenía un rostro pero ningún nombre.

    ¿Qué había ocurrido para hacerle desaparecer tan completamente como los datos borrados de una cinta? ¿Qué cambios magnetomentales de polaridad habían borrado —parecían haber borrado, puesto que aún estaba ahí abajo— el recuerdo del niño en Caird? ¿Y en los siete otros? ¿O habían tenido ellos también tales destellos de recuerdo? Puesto que él no poseía todos sus recuerdos, ¿cómo podía saber si habían entrevisto o no al niño?

    —¡Amigo mío! —retumbó Cabtab. Estaba mirando dentro del contenedor de alimentos de dos metros de altura aún llamado «frigorífico», aunque no dependía ya del frío para la conservación de la comida—. ¡Dunc! ¡Me parece que estás tan confuso como lo estaba yo! Yo creía en la pluralidad de los dioses en este universo, y tú crees en una plenitud de almas en tu único cuerpo. ¡Qué tonterías llegué a recitar! ¡Sólo hay un Dios, y tú sólo tienes un alma! Simplemente estás confundido, eso es todo, del mismo modo que yo estaba confundido. Olvida esa tontería acerca de siete almas en tu carne. ¡Actúa como si sólo tuvieras una, y serás entero y único de nuevo.
    —No es tan fácil —dijo Duncan—. Tú necesitaste una revelación mística antes de abandonar tu panteón. ¿Yo también tengo que tener una? Podría esperar toda mi vida en la oscuridad aguardando una, y morir sin ver la luz.
    —¿Revelación? —dijo Cabtab—. ¡No tuve ninguna! En un segundo, era el sacerdote de muchos dioses. Al segundo siguiente, tan suavemente como si hubiera cruzado un amplio umbral, era, yo, el sacerdote del único e indivisible Señor de la Creación.
    —Te tomó largo tiempo redescubrir lo que el faraón Akenatón descubrió hace ocho mil años —dijo Snick—. ¿Tenemos que seguir hablando acerca de esta mierda supersticiosa?
    —Hermana —dijo el padre, sonriendo ferozmente—, faltas al respeto hacia las creencias de los demás.
    —¡Alto! —dijo Duncan, y alzó la mano como si fuera un policía de tráfico—. No nos metamos en este tipo de discusión. Por el momento, tenemos cosas mucho más vitales que considerar. Estás transgrediendo su autoimagen, Thea. Si desafías la validez de sus creencias religiosas, estás amenazando su identidad. Estás haciéndola astillas, consiguiendo que sea menos completo, en una palabra menos de lo que cree que es o diferente de lo que cree que es. Le estás acusando de estar equivocado, y él tiene que creer que está en lo cierto.

    »En cualquier caso, tenemos que cooperar como si fuéramos a salir de esto con vida. También necesito recordarte que estamos siendo monitorizados. El PUPA no quiere disensión entre sus miembros. Tiene una forma muy concreta de ocuparse de la gente en la que cree que no puede confiar.

    El rostro de Cabtab se volvió menos rojo, e hizo un visible esfuerzo por relajarse.

    —Tienes razón, hermano Duncan. Mis disculpas, hermana Panthea, por mi violenta reacción. Pero te aconsejo que vigiles tu boca en el futuro.
    —Eres un buen hombre en muchos aspectos —dijo Snick—. Eres valiente, y puede confiarse en ti cuando llega el momento de una acción rápida. Pero me gustaría que no intentaras presionar con tus ridículas...
    —¡Thea! —exclamó Duncan.
    —¡Al menos sé lo que pienso! —aulló Cabtab—. Tú ni siquiera estás convencida de que el PUPA sea...
    —¡Silencio, los dos! —gritó Duncan—. ¡Dije que estabais siendo observados! Cada movimiento, cada expresión de rostro y voz, está siendo registrado. ¡Cooperemos, por el amor de Dios, y actuemos como adultos!
    —Te perdono, hermana Thea —dijo el padre.
    —¿Me perdonas? —exclamó ella—. ¡Escuchen a la lanzadera teológica! ¡En un solo día cambia del panteísmo al monoteísmo! Tú...

    Duncan saltó de golpe de su silla.

    —¡Ya basta, los dos! ¡Fuera! ¡Id a vuestras habitaciones! ¡No os quiero aquí dentro hasta que aceptéis comportaros racionalmente! ¡Tengo un montón de cosas en las que pensar! ¡Necesito tranquilidad! ¡Fuera!
    —¿Cómo quieres que salgamos? —dijo Cabtab—. Somos prisioneros, ¿recuerdas?

    La puerta se abrió, y entraron dos hombres armados. Uno de ellos hizo un gesto con su pistola a Cabtab y Snick.

    —Los dos, vengan con nosotros.

    Snick salió tranquila y rápidamente. El padre dijo:

    —Dios os bendiga, hijos míos. Realmente nos estáis vigilando como ángeles custodios. —Volvió la cabeza hacia Duncan en su camino fuera y, sonriendo, bajó un párpado. No había pantallas murales detrás de Duncan, y aquel leve guiño probablemente no fue visto como tal por ningún monitor. Ni ningún monitor hubiera pensado que el gesto de Duncan de hacía un momento era algo más que una acción nerviosa o quizás un deseo de eliminar la rigidez de su mano izquierda. Sus compañeros habían notado la señal para que empezaran una ruidosa pelea. Ahora Duncan sabía que las actividades en la habitación no estaban siendo grabadas simplemente para ser observadas durante un pase posterior. Los guardias estaban observando todo lo que ocurría en la habitación en el momento en que se producía. Tenían órdenes de interferir ante cualquier cosa que pareciera sospechosa o pudiera causar problemas. Lo había sospechado, pero tenía que asegurarse. No pensó, sin embargo, que la fricción entre Snick y Cabtab fuera sólo una actuación. Eran completamente sinceros acerca de sus actitudes religiosas; su furia había sido real.

    Apartó eso de su mente y se concentró en la visión del rostro del niño. Eso no le llevó a ninguna parte. Al cabo de una hora, dejó de intentarlo esforzadamente y permitió que los pensamientos le llegaran a su propio aire. Quizá, mientras se dejaba bañar en el flujo del inconsciente, viera flotar el rostro del niño o algo conectado a él. Llegó la hora de la comida, y ésta apareció en el estante rotatorio. Comió sin notar el sabor de los alimentos. El sol rodeó la esquina de la torre, y la ventana que daba al oeste se oscureció. Hizo jogging de un extremo de la habitación al otro doscientas veces, y luego saltó con una cuerda imaginaria. Tras caminar veinte veces sobre sus manos cruzando la habitación y hacer trescientas planchas, se duchó. Durante todo este tiempo no pudo dejar de considerar el «problema» de la identidad, como era llamado, aunque consideraba que insistir sobre ello era una pérdida de tiempo. Pero, puesto que había llegado a un acuerdo consigo mismo para dejar vagar su mente, dejarla ir adonde quisiera siguiendo todos los atajos y recovecos que quisiera durante varias horas, no intentó enfocarse en ninguno de los problemas inmediatos y genuinos.

    Cortemos todo el pellejo filosófico que rodea la identidad del ser humano. Olvidemos los muchos miles de libros escritos acerca de ellos y los miles de cintas grabadas al respecto. La identidad del Homo sapiens individual era, simplemente, su cuerpo, el cual incluía su «mente», sus acciones y reacciones en cualquier segundo de tiempo. O, si había que hacer distinciones precisas, en cualquier microsegundo. No importaba si la identidad se formaba por herencia o por las influencias del entorno o por una interacción de ambos elementos. Las causas de identidad eran una cuestión separada.

    Una persona era lo que hacía y pensaba a cada segundo de su tiempo. No era la misma en un momento determinado que en otro. La identidad era el flujo contenido dentro de la piel y el flujo fuera del saco de piel ocasionado por ese saco.

    En una ocasión había habido un hombre llamado Jefferson Cervantes Caird. Tenía una identidad, como tienen todos los seres humanos, incluso el totalmente paralizado y el idiota. Había cambiado de tanto en tanto justo como lo había hecho la apariencia de su cuerpo y el estado de su mente. Sólo la etiqueta, Jefferson Cervantes Caird, no había cambiado. Luego, la etiqueta se había convertido en Robert Aquiline Tingle. Sólo los miércoles. Tingle no había sido sólo Caird actuando como Tingle. Caird se convertía en Tingle al amanecer de cada miércoles. Y el jueves Tingle se convertía en James Swart Dunski. El viernes era Wyatt Bumppo Repp. El sábado, Charles Arpad Ohm. El domingo pasaba a ser Thomas Tu Zurvan, el predicador callejero, el padre Tom, un religionista fanático, un contraste completo con las otras seis personalidades, que eran todas agnósticas o ateas. Los lunes se metamorfoseaba en la persona y por lo tanto en la identidad de Will Muchluck Isharashvili.

    Sin embargo, esas personas únicas no se habían olvidado enteramente las unas a las otras. Puesto que Caird era un correo de una organización secreta, que pasaba de día a día para transmitir mensajes de un día al siguiente, tenía que conservar algún secreto de quién y qué había sido. De hecho, algún recuerdo de todas las identidades. Pero las palabras claves eran no olvidado y recuerdos. El hilo que seguía de día a día pese a su cambio de personalidad era el de un recuerdo limitado de sus otras identidades. Esos recuerdos, en cierto sentido, se filtraban de las demás y eran sólo de una naturaleza y grado suficientes para guiarle en sus actividades subversivas. Eran voces de los seis hombres enterrados dentro de él, débiles pero pese a todo lo suficientemente fuertes, avisos, o llamadas telefónicas, podía decirse, de tumbas temporales.

    Una bolsa de piel podía contener más de una identidad. La gente con personalidades múltiples, por ejemplo, poseía dos o más personalidades que las poseían de tanto en tanto. La diferencia entre esa gente de mentes severamente alteradas y Caird era que su posesión por parte de las demás era enteramente voluntaria y dependía de su consentimiento. Excepto al final, cuando, amenazado de muerte las siete habían luchado por el control.

    En este momento, Duncan estaba preguntándose si podría disolver la identidad como Duncan y regresar a la de Caird. ¿Podía abordar y derrotar a cada una de las siete en secuencia cronológica trabajando hacia atrás en el tiempo hasta el Caird primario? ¿O debía pasar por encima de todas y llegar directamente a Caird? Si podía conseguir dominar a Caird, entonces se convertiría en él. Sabría cuál era el secreto que el gobierno pensaba que poseía. Sabría cómo había llegado a las primeras fases de esta situación.

    Había una buena posibilidad, sin embargo, de que sus captores no desearan que se convirtiera de nuevo en Caird. Duncan sospechaba que al hombre que le había interrogado el miércoles, «Ruggedo», no le gustaría. Lo que deseaba era descubrir las técnicas de Duncan para mentir bajo la bruma. Eso era todo. O parecía ser todo.

    ¿Por qué había desintegrado o enterrado ese recuerdo? Quizá para asegurarse de que, si era capturado, no fuera capaz de revelárselo a los ganics. O podía haber decidido que ya tenía bastante de ser otras personas. Podía haber pensado que no podía tolerar más identidades. La psique podía resistir sólo un cierto número de ellas. Debía de existir un almacén finito de energía psíquica, y era posible que él simplemente lo hubiera vaciado.

    En aquel momento, la puerta se abrió sin anuncio previo. Entró Carebara, seguido por Snick y Cabtab. Sus compañeros parecían frescos y en absoluto irritados el uno con el otro. El profesor dijo:

    —He estado pensando. Puede que estemos siguiendo un camino equivocado intentando llegar a una personalidad que conoce las técnicas de transformación. Intentaremos un enfoque distinto. Permanecerá consciente y, como Beewolf, intentará inventar sus técnicas. Si lo hizo como Caird, también puede hacerlo como Beewolf. No importa cuál sea su personalidad, su ingeniosidad es la misma, y también su potencial para la invención.

    Estás siguiendo el rastro de azúcar equivocado, hombre hormiga, pensó Duncan. Pero no voy a decirte eso.

    —Muy bien —aceptó—. Empecemos.


    26


    La piscina tenía doce metros de largo por cuatro de ancho, y el techo estaba a tres metros del suelo. La estancia en sí tenía quince metros de largo por siete de ancho. Aunque los sonidos no creaban ecos y resultaban tan amplificados como en las piscinas públicas mucho más grandes, no resultaba molesto. Duncan y sus dos colegas estaban buceando, chapoteando y nadando ruidosamente mientras dos guardias armados les vigilaban. Empezando el jueves, habían sido conducidos cada día a aquella enorme estancia, que formaba parte del complejo, para una hora de ejercicio. Los tres estaban desnudos, pero los guardias mantenían sus ojos principalmente en Snick. Duncan consiguió susurrarle mientras surcaban el agua y Cabtab chapoteaba ruidosamente tras ellos.

    —Tenemos que hallar alguna forma de hablar en privado. Tengo un plan.

    Un guardia debió ver moverse sus labios. Gritó:

    —¡Ustedes dos, quietos! ¡Nada de hablar! ¡O sus privilegios de natación serán cancelados!

    Duncan alzó una mano apaciguadora, murmuró: «¡Ojalá se te caiga el pito!», y se alejó nadando. Sabiendo que estaba siendo observado por las pantallas de las paredes y el techo, había mantenido la mano sobre su boca mientras hablaba con Snick. Era posible que los monitores supieran leer los labios.

    Más tarde, mientras Snick se sumergía desde el borde, y él estuvo seguro de que los guardias no estaban alertas a lo que él estaba haciendo, dijo en voz muy baja:

    —Padre, tengo un plan. Hemos de discutirlo de alguna forma.
    —Este no es el lugar —dijo Cabtab, y se alzó sobre el agua, se dio impulso y se sumergió hasta el fondo.

    Cuando ya casi había terminado la hora, un guardia hizo sonar un silbato y condujo a Cabtab a la puerta de un vestuario. Cuando el padre se hubo secado y puesto su ropa, salió. Snick estaba siendo conducida entonces a su vestuario. Cuando lo abandonó, entró Duncan. Se sentía algo más que frustrado. Las únicas ocasiones en que estaban los tres juntos era en la piscina, durante las sesiones, y cuando se permitía que los tres comieran en la habitación de Duncan. No había ningún momento en el que no estuvieran vigilados de cerca.

    Las sesiones eran notables sólo por su falta de éxito. Las miles de preguntas de Carebara, sus insistentes y a veces engañosos sondeos, no habían indentado en lo más mínimo la concha dura como el platino de la psique de Duncan. Snick y Cabtab habían intentado sinceramente ayudar al profesor, pero sus sugerencias habían carecido de todo valor. Ni siquiera las ideas de Duncan, inspiradas en la observación de las a veces censuradas cintas de las sesiones, habían dado fruto.

    Carebara era el más preocupado. No lo decía así, pero era evidente que estaba desesperado. Quizás eso fuera debido en parte a que su fracaso podía ocasionar su traslado a otro lugar. Se le tendría que suministrar una nueva identificación, y eso lo pondría en una situación peligrosa. O, pensaba Duncan, Carebara podía creer, con buenas razones, que sería petrificado y ocultado. Esa solución sería la más fácil y la menos peligrosa para el PUPA.

    Ir cada día a la piscina proporcionó a Duncan un plano general del complejo del apartamento. La habitación de Cabtab, una zona mucho más pequeña que la de Duncan, estaba en la puerta contigua a la suya, hacia el norte. Después de ella estaba la habitación de Snick, también mucho más pequeña. Y, más allá de ésa y del pasillo exterior común a sus tres habitaciones, había, aparentemente, una pared tras la cual estaba el apartamento de otro alto funcionario del gobierno o quizás un pasillo. El camino de las tres habitaciones a la piscina iba invariablemente hacia el sur a lo largo del amplio pasillo. Este estaba alineado por pantallas murales apagadas ante las que había algunos pedestales de mármol rematados con bustos de mármol. Duncan reconoció los rostros de Julio César, Alejandro

    Magno, Napoleón, Genghis Khan y Wan Shen. Wan Shen, el último de los grandes conquistadores del mundo y el más grande de todos, al contrario que sus egomaníacos predecesores, había insistido en que no fueran erigidas estatuas ni monumentos a su persona, y que cualquier cinta hecha sobre su vida o cualquier espectáculo que lo reflejara como personaje revelara su rostro tan poco como fuera posible. Sin embargo, sus deseos no siempre habían sido honrados, y Duncan recordaba haber visto sus rasgos aquí y allá. Exactamente dónde no sabría decirlo.

    Lo que Duncan hallaba extraño acerca de los bustos era que pertenecían a hombres que, con la excepción de Wan Shen, no eran admirados. Las descripciones de sus hazañas militares eran mantenidas a un mínimo en los textos de historia, y lo que se describía era tratado en términos de revulsión. Sin embargo, el propietario de aquel apartamento debía tener en alta estima a esos sanguinarios guerreros. La misma presencia de los bustos le decía a Duncan mucho acerca del hombre que los había instalado allí.

    El pasillo a lo largo del cual eran conducidos los tres prisioneros avanzaba en línea recta hacia el sur durante al menos veinte o veinticinco metros. Duncan contó siete puertas cerradas a su izquierda antes de alcanzar el extremo del pasillo. Allá, justo antes de girar a la izquierda a otro pasillo, había una puerta muy grande. Al fondo del pasillo, diez metros más allá, había otra puerta a la derecha. Los prisioneros y los guardias entraban en ella antes de llegar al final del pasillo. Más allá había una especie de antesala. Una entrada en arco se abría a la piscina, pero los prisioneros habían recibido órdenes de entrar por la puerta inmediatamente a su derecha. Ésta conducía a otro pasillo muy estrecho a lo largo del cual había tres puertas. Cada una de ellas se abría a un pequeño vestuario. Cuando los prisioneros salían, cruzaban otra entrada en arco a la enorme estancia que contenía la piscina y, en el extremo sur, algo de equipo gimnástico.

    En una ocasión, Duncan había oído a dos guardias hablar en voz baja mientras recorrían el pasillo. Uno había dicho algo acerca del «hangar». ¿Había alguna gran estancia en el apartamento que era un lugar de aterrizaje para pequeños aparatos aéreos? Si era así, el techo tenía que abrirse para admitir a los aparatos. Y, en una ocasión, una puerta se había abierto de pronto mientras recorrían el pasillo principal. Una mujer de mediana edad pero agradable aspecto había salido de una amplia habitación. Duncan sólo había tenido un atisbo de los fregaderos, mesas e hileras de cuchillos, tenedores y cucharas antes de que ella retrocediera de nuevo dentro de la habitación y cerrara la puerta. Su alarmada expresión y el gruñido que le dirigieron los guardias le dijo a Duncan que no se suponía que revelara su presencia a los prisioneros.

    Supuso que se trataba solamente de una de las varias sirvientas asignadas permanentemente al lugar. ¿Cuántas? Nunca lo sabría hasta que su plan se convirtiera en realidad, pero tendría que estar preparado para la aparición de un número desconocido. Los sirvientes debían de tener también sus aposentos, probablemente no lejos de la cocina y de las habitaciones del amo, Ruggedo.

    Desde la cocina, en dirección al norte y a lo largo del pasillo principal que conducía de vuelta a su habitación, había cinco puertas. Una, sospechaba, daba entrada a un almacén cerca de la cocina. Las otras eran probablemente entradas a la sala de los monitores, los aposentos y dormitorios de los guardias y, quizá, la sala de recreo de los guardias.

    En alguna parte en aquel complejo tenía que haber una pequeña enfermería para aquellos no gravemente enfermos. Ruggedo no desearía que nadie de servicio allí fuera al hospital metropolitano. Habría demasiadas preguntas, demasiado que ocultar. Lo cual significaba que se necesitaba un médico. Probablemente, el médico era un miembro del PUPA y vivía cerca en la torre.

    Duncan y sus colegas tenían autorizado ver las noticias de cada día, y podían pedir cualquiera de las 129.634 cintas de dramas, comedias, aventuras y documentales en existencia. Pero, cuando Duncan pidió una serie de documentales sobre los miembros del CGM, el Consejo del Gobierno Mundial, le fue denegada. No se le dio ninguna razón, aunque la pidió. Eso le dijo lo que ya sospechaba. Ruggedo era uno de los miembros del consejo, y los prisioneros no debían averiguarlo. Duncan había sospechado que sólo un funcionario extremadamente poderoso podía poseer para sí mismo una cantidad tan enorme de espacio para vivir y al mismo tiempo mantenerla en secreto. Ni siquiera el gobernador de un estado o un miembro de un consejo de gobierno nacional podían tener tanto poder.

    Ruggedo era a la vez un miembro del PUPA y del CGM. Duncan se preguntó a sí mismo —no había nadie más a quien preguntar— por qué un funcionario del CGM pertenecería a un grupo subversivo. O sería, probablemente, el fundador y cabeza de la organización. ¿Acaso no disponía ya de todo el poder que cualquier ser humano podía desear? La respuesta era que deseaba más poder. Deseaba ser la cabeza, no sólo una de las cabezas. También podía haber otras razones adicionales. ¿Dónde había visto antes a Ruggedo?

    Aunque la impresión de familiaridad de Duncan había sido débil, no era, estaba casi seguro, por haberlo visto en la televisión. Ese aleteante recuerdo sólo podía llegar de un intenso encuentro cara a cara.

    Duncan deseó haber construido su nueva personalidad con más acceso a los recuerdos de sus anteriores yoes. Había filtraciones, rezumar de recuerdos, pero no eran suficientes para ayudarle. Había disponible un almacén más general de conocimientos, pero todo lo inmediatamente identificable con Caird y los demás estaba cortado de cuajo.

    Mientras tanto, Carebara había decidido que el interrogatorio verbal no estaba haciendo el trabajo que deseaban. Trajo una pequeña máquina con diez electrodos, que pegó a las sienes, pecho, muñecas, brazos y pene de Duncan. Usando su máquina, llamada ATM, el profesor podía mostrar en la pantalla cambios en la presión sanguínea, ritmo cardíaco, campos eléctricos de la piel, frecuencias de la voz e índice de transpiración. También requería que Duncan mantuviera los ojos abiertos cuando respiraba la bruma de la verdad. La dilatación y contracción de las pupilas era otro indicador de que el sujeto decía o no la verdad.

    Pero, cuando Duncan despertó después de la primera sesión con la ATM, Carebara pareció disgustado.

    —¿Alguna suerte? —preguntó Duncan. Sonrió.
    —Sé que a veces estaba usted mintiendo —dijo el profesor—. ¡No tengo la menor duda de ello! Sin embargo, sus pupilas no registraron absolutamente nada. Es usted un fenómeno único, Duncan.
    —Cualquier ser humano lo es —dijo Duncan. Se sentó erguido en el diván y empezó a quitarse los electrodos unidos a su piel.
    —No tiene que mostrarse tan relamido —gruñó Carebara—. Si no conseguimos respuestas a nuestras preguntas, puede que nos veamos en una situación indeseable.
    —¿Nos?
    —Usted, quiero decir. Si no nos es útil, y sabe usted demasiado de nosotros, bueno...
    —Las cosas se pondrán difíciles. Dígame, Carebara, ¿no le preocupa el que el PUPA elimine tan casualmente a su propia gente si se convierte en un engorro o un peligro potencial? ¿No hace eso que su piel ética, su nariz moral, se frunza ligeramente?

    Carebara miró nerviosamente hacia la pantalla mural más cercana y dijo:

    —Es por el bien de la mayoría.
    —¡Dios altísimo! —exclamó Duncan—. ¡Cinco mil años de civilización, y sus asesinos aún no han podido conseguir nada mejor que eso!

    Aquella noche, Cabtab y Snick fueron autorizados a pasar unas cuantas horas con Duncan. El día antes habían suplicado algo de intimidad a sus guardias, y al parecer la petición había sido transmitida a quien fuera que tomaba las decisiones en esos asuntos. Ruggedo probablemente, pensó Duncan. Aquella mañana, el jefe de los guardias les había dicho que podían disfrutar de su mutua compañía durante un rato aquella noche. No lo dijo, por supuesto, pero los tres supieron que hasta el último de sus movimientos sería observado y su conversación oída y registrada. No serviría de nada subir al máximo el volumen de la pantalla mural con la esperanza de que hiciera imposible a los detectores escucharles. Los guardias controlaban el nivel de sonido de la televisión. Además, cualquier intento de comunicación encubierta entre los tres significaría que todos los privilegios de visitas serían suspendidos inmediatamente. Y tampoco se les permitiría volver a nadar juntos.

    —¿Por qué no? —había querido saber Duncan, furioso—. ¿Cómo podemos escapar de este lugar? Si queremos fantasear acerca de planes para escapar, ¿qué les importa?
    —Ésas son las órdenes —había dicho el jefe de los guardias, con el ceño fruncido y las aletas de su nariz temblando. Esta última característica había hecho que los prisioneros se refirieran a él como Nariz Aleteante. Los otros guardias eran Culo Plano, Labios Delgados, Franjosa y Rápido.

    Aquella tarde, a las siete, Snick y Cabtab, escoltados por Labios Delgados y Franjosa, entraron en la habitación de Duncan. Cuando los guardias se fueron, Duncan dijo:

    —Esta noche veremos un viejo clásico, La rebelión marciana —Su espalda estaba vuelta hacia las pantallas murales del lado este y las bandas en la pared encima de la larga ventana que daba al oeste no captaron el rápido guiño de su ojo derecho. El enorme cuerpo del padre, situado entre Duncan y las bandas occidentales bloqueaban la visión.

    Snick y Cabtab no devolvieron el guiño porque las pantallas murales lo hubieran detectado. Pero Snick dijo:

    —De acuerdo.
    —¡Estupendo! —corroboró el padre—. Me encanta. Nunca me canso de verla, aunque aborrezco la violencia que hay en ella.
    —Seguro que sí —dijo Snick.

    Duncan no recordaba el número de código de la película, así que pidió una lista en la pantalla, detuvo el scroll cuando apareció el título, y eligió el número de código del primer remake. Luego tomó el vaso de malta de Tennessee, Wild Radical, que Snick había servido para él, y se sentó entre ella y Cabtab. La mesa de café delante de ellos estaba llena de cuencos con palomitas de maíz, rizos de queso y diversos aperitivos y galletitas.

    Duncan dio un sorbo al whisky, mordió una galletita untada con guacamole a la pimienta verde y dijo:

    —En ésta hay una escena que realmente me encanta.
    —¿Cuál es? —quiso saber Snick.
    —Oh. Dejaré que la adivinéis, y ya me diréis cuál creéis que es cuando haya terminado la película. Bien mirado, ¿por qué no lo decís cuando salga en pantalla?

    Mientras la música de apertura, el clásico de Mulligan Tchakula «San Francisco da a su mula el beso de despedida», crecía y los títulos de crédito parpadeaban en letras naranja en inglés y loglan, Duncan pensó en cuando había visto por primera vez la película. Tenía por aquel entonces once obaños, y había quedado indeleblemente impresa en su memoria. ¿Qué memoria? No importaba ahora. Ese remake había sido emitido por primera vez hacía 245 obaños, el obaño que él había nacido. La revuelta en Marte sobre la que se basaba muy libremente la película se había producido cuarenta obaños antes de que él naciera. Jerry Pao Nel, un capitán de los orgánicos de la colonia de Marte y, si había que creer en la película, un fascista antisocial furioso y medio loco, había encabezado una abortiva revolución para liberar la colonia del gobierno de la Tierra y establecer la idea de Nel de una sociedad libre. La rebelión había necesitado un tiempo sorprendentemente largo para ser reprimida, principalmente porque la mayor parte de los colonos apoyaban a Nel y la Tierra no disponía de fuerzas militares. Al final, Nel había conseguido escapar en una nave hacia un destino desconocido, una de las estrellas que se suponía que tenían planetas que podían ser habitados por los terrestres. Su cuerpo criogénicamente congelado todavía estaba indudablemente en la nave; transcurrirían al menos otros mil obaños más antes de que llegara a distancia de aterrizaje de cualquier planeta.

    La película, sin embargo, mostraba a Nel muriendo durante una feroz batalla en los laberintos debajo de Syrtis Major. Los tres héroes, Moses Howard Kugl, Curleigh Estarculo Lu-Dan y Lawrence Amir Bulbul, eran firmes partidarios del gobierno de la Tierra, rebeldes contra los rebeldes. Aunque en realidad habían jugado un papel pequeño pero vital en la guerra contra el levantamiento, la película los pintaba como si hubieran derrotado la revolución con muy poca ayuda de los demás. Tampoco mencionaba la película que, tras la guerra, los tres habían sido acusados de malversación y engaño a gran escala en los bancos de datos y sentenciados a centros de rehabilitación durante diez obaños. Por otra parte, los guionistas de esta versión tenían un cierto sentido del humor, y habían mostrado al trío como los payasos torpes y propensos a accidentes pero muy afortunados que habían sido en la vida real.

    Duncan disfrutaba viendo de nuevo La rebelión marciana..., habían transcurrido diez subaños o setenta obaños desde que la había visto por última vez. Su placer se vio un tanto diluido por la ansiedad. Temía que Snick y Cabtab no comprendieran por qué había resaltado una escena en particular. Sin embargo, ambos habían captado rápidamente que había algo en ella que Duncan no podía decirles abiertamente. Al menos, eso esperaba.

    Unos pocos segundos antes de que la escena apareciera en la pantalla mural, apretó sus manos.

    —Observad esto. Os gustará, y quizá saquéis algún provecho de ello.

    Snick dijo, aparentando indiferencia:

    —Oh, ya la he visto antes.
    —Yo también, ya os lo he dicho —retumbó Cabtab—. Pero es un poco increíble, ¿sabéis? Si las cosas no hubieran ido bien, esos tres tontos hubieran resultado muertos. Eso sólo puede ocurrir una de cada mil veces, las posibilidades no son muy buenas. Sin embargo, tenían que intentarlo.
    —Exacto —dijo Duncan—. Tenían que intentarlo. No hubieran dispuesto de otra oportunidad en una situación como ésa.
    —Sí —admitió Snick—. ¿Qué hubiera ocurrido si Nel no hubiera entrado en su celda para interrogarles? No hubieran hecho nada. Hubieran sido ejecutados, ése hubiera sido su fin, y quizás el fin de la posibilidad de victoria para la Tierra.
    —Pero Nel lo hizo —señaló Duncan—. Eso creó toda la diferencia.

    Al mismo tiempo que eran filmados los prisioneros, la frecuencia de sus voces era analizada. Si revelaba una excitación desacostumbrada, cualquier tensión, las frases asociadas con ella parpadearían naranjas en el tubo de rayos catódicos. Eso alertaría a los monitores, y ésos volverían a pasar las frases para su estudio. Duncan esperaba que los monitores atribuyeran cualquier esquema de tensión a la película en sí. Puesto que se trataba de una rebelión y de organizaciones subversivas, evidentemente excitaría a los tres espectadores.

    Cuando la escena estaba a medio camino, Duncan apretó de nuevo las manos de sus compañeros.

    —¿Veis lo que quiero decir? —indicó.

    Snick y Cabtab asintieron.


    27


    Duncan llevaba en el apartamento diez días consecutivos. Las sesiones con Carebara, ahora realizadas dos y en ocasiones tres veces al día, con una duración de una a dos horas cada una, no habían dado como resultado nada deseable. Es decir, si había que creer a Carebara, eran infructuosas. Era posible que estuviera reteniendo información sobre este tema, al tiempo que informaba de algunos progresos a Ruggedo. De todos modos, Cabtab y Snick no podían ver nada excepto fracaso durante sus asistencias. No siempre estaban presentes, y Carebara podía estar censurando partes de las cintas tomadas durante su ausencia. Le dijeron a Duncan que el profesor estaba empezando a usar drogas cada vez más a menudo. Esas eran siempre administradas, normalmente con una jeringuilla o infiltrando líquidos a través de la piel, después de que Duncan estuviera inconsciente. No hubiera necesitado su testimonio para saber que Carebara estaba experimentando con él utilizando productos químicos. Sus dolores de cabeza después de las sesiones eran más numerosos y fuertes, y a menudo se sentía presa de náuseas hasta el punto de vomitar. También, hacía dos días, en su cuerpo apareció un amplio sarpullido que cubría sus piernas, ingles y nalgas, con grandes ampollas acuosas.

    —¿Por qué no renuncia antes de matarme? —le preguntó Duncan a Carebara.
    —Matar o curar —dijo alegremente el profesor.

    Duncan dejó escapar un grito y lanzó su puño hacia delante. Alcanzó a Carebara en el extremo de su puntiaguda mandíbula; Carebara se tambaleó hacia atrás y cayó pesadamente de espaldas.

    Duncan, maldiciendo, con el rostro enrojecido, agarró la abierta bolsa de instrumentos médicos y drogas y la hizo girar en círculos a su alrededor, cogida por un extremo; todo su contenido, jeringuillas, botellas, frascos, un estetoscopio y una caja de gasas, salió disparado en todas direcciones. Cabtab y Snick permanecían sentados inmóviles, mirando. Aquella repentina furia los había cogido tan por sorpresa como a Carebara o, incidentalmente, al propio Duncan. Duncan se recobró rápidamente, aunque respiraba pesadamente, y se sentó en el sofá principal. Como esperaba, la puerta se abrió unos segundos más tarde. Nariz Aleteante, Labios Delgados y Franjosa, cada uno sujetando una pistola protónica, entraron. Sus armas estaban dispuestas, como siempre, a potencia aturdidora, aunque lo que era ligeramente aturdidor para una persona podía ser fuertemente aturdidor para otra. Y una ligera carga que golpeara directamente contra el cráneo podía infligir daños cerebrales permanentes.

    Duncan alzó las manos en un gesto pacificador.

    —Ustedes lo han visto —dijo—. Me provocó, me puso furioso. Perdí el control por un momento. Bajo las circunstancias, es comprensible.
    —¡Cállese! —dijo Nariz Aleteante. Hizo un gesto con su arma, y Franjosa, una recia mujer rubia con un corte de pelo estilo paje, se arrodilló junto a Carebara. Tras enfundar la pistola, abrió uno de los párpados del profesor, examinó su pupila, y luego comprobó su pulso. Carebara gruñó, murmuró algo e intentó sentarse. Ella lo empujó hacia atrás de nuevo y dijo:
    —Tómeselo con calma, ciudadano.

    Aunque Carebara protestó que podía levantarse y andar, Nariz Aleteante insistió en que se quedara tendido. El guardia utilizó la pantalla mural para llamar a un hombre y una mujer. Duncan observó que Nariz Aleteante no usaba sus nombres. La mujer era la que había salido inesperadamente de la cocina al pasillo. Duncan nunca había visto al hombre antes. Supuso que era otro de los sirvientes. El hombre desplegó una camilla, y entre él y la mujer colocaron a Carebara en ella, la alzaron y salieron de la habitación. Probablemente, pensó Duncan, para llevarle a la enfermería que había supuesto había en el complejo.

    Nariz Aleteante, con las aletas de su apéndice nasal estremeciéndose como las de un conejo, dijo:

    —No habrá más explosiones temperamentales, Beewolf. Y a partir de ahora, durante las sesiones, uno o más guardias estarán siempre de vigilancia aquí.
    —¡No intenté matarle! —exclamó Duncan.

    Nariz Aleteante no respondió. Ordenó a los otros dos que recogieran los objetos esparcidos de la bolsa. Duncan se sintió decepcionado. Había pateado el spray de BV debajo del sofá, pero Franjosa lo encontró. Luego, los tres abandonaron la habitación.

    El guardia llamado Culo Plano, pensó Duncan, debía estar en la sala de monitorización. Siempre había al menos uno allí. Si ese uno consideraba que la situación se había salido de control para los guardias, llamaría pidiendo ayuda. Exactamente cuánto tiempo necesitarían algunos hombres armados del PUPA para llegar hasta allí era algo que Duncan no sabía. Eso dependía de lo cerca de aquella zona que estuvieran y también del momento en que se produjera la llamada. Si ocurría cerca de la medianoche, muy pocos, si alguno, podrían acudir. Dudaba de que los guardias se preocuparan por eso.

    Duncan sí estaba preocupado. No acerca de la ayuda que pudieran conseguir los guardias, sino acerca de su propia falta de progresos en las sesiones. Si Ruggedo llegaba a convencerse de que él, Duncan, jamás sería capaz de evocar las técnicas para mentir bajo la BV, probablemente acabaría quitándoselo de encima. Lo mataría o lo petrificaría. A él, a Cabtab y a Snick. De alguna forma, tenía que conseguir que el jefe del PUPA creyera que mantener a Duncan podía ser provechoso.

    ¿Así que no recuerdo cómo crear una nueva personalidad?, pensó Duncan. ¿Qué es lo que me detiene de recrear? ¿No soy la misma persona imaginativa, inventiva y únicamente dotada que las demás? En algunos sentidos, al menos. ¿Por qué no intento redescubrir las técnicas? No. Redescubrir era una descripción equivocada. No podía cavar dentro de sí mismo como un arqueólogo de la psique. Podía ser como el hombre de la Nueva Edad de Piedra que de pronto tiene una visión de plantas creciendo en hileras ordenadas y animales domesticados. Podía inventar la Revolución Agrícola de la psique. Reinventarla.

    Eso era más fácil de decir que de hacer. Sin embargo, durante dos días, cuando nadie le molestaba, y cuando debería estar dormido, trabajó en la formación de una nueva personalidad. Puesto que ésta tenía que ser de corta vida y nacer solamente con una finalidad, engañar al inquisidor, no concibió la identidad como un hombre redondo, con una larga historia. No tenía que ser introducido en ningún banco de datos. Estaba diseñado solamente para mentir.

    Tendido en el gran sofá, con los ojos cerrados, las pantallas desconectadas, con todo lo que había fuera de su piel aislado, emparedado, flotó en una oscuridad que se extendía hasta los límites, si había alguno, del universo. Estaba solo en el vacío, el espacio que carecía de planetas y estrellas y polvo microscópico, carecía de toda materia, y por ello no era realmente un espacio puesto que el espacio no puede existir sin materia. Ni siquiera su presencia afectaba ese universo, esa nada que había tenido límites pero ahora se extendía hasta el infinito. Un infinito que no era infinito porque el infinito debía de tener un punto de partida aunque no tuviera un final. Él, su presencia pero no él, no tenía ninguna masa para doblar, aunque fuera de una forma insignificante, el espacio. Era sólo una imagen reflejada por un no espejo.

    Esa imagen podía ser denominada Jefferson Cervantes Caird, pero no sería idéntica al hombre del que Duncan recordaba muy poco. A menos que, por coincidencia, eligiera algunos elementos de carácter que eran los de Caird número uno. Aunque hubiera ayudado enormemente a Duncan en sus esfuerzos por recordar las técnicas para mentir, le había sido denegado el acceso a los archivos de identificación del banco de datos acerca de todas las primeras siete personalidades. Lo poco que sabía de ellas había procedido de Snick y de las cintas de las sesiones. Carebara, sin duda, había consultado esos archivos, pero en lo que estaba más interesado era en si Duncan recordaba o no las técnicas. Muy probablemente no iba a interrogar a Duncan acerca de sus recuerdos de los detalles íntimos de la vida de Caird. Y, aunque lo hiciera, Duncan podía responder que recordaba sólo las técnicas.

    Eso podía ser cierto, pensó Duncan. ¿Cómo sé que estoy creando ése? ¿Quizá existe una filtración de Caird, y yo simplemente estoy desplegando una cinta mnemónica en mi mente? ¿O una de mis mentes? Que no tuviera la menor duda de que lo que estaba haciendo iba a funcionar convertía aquello en una fuerte posibilidad. Su única falta de confianza residía en la habilidad de los demás para usar sus técnicas. Su formación le pareció ridículamente fácil. Eso, sin embargo, se debía a que él era único. Un complejo de casualidades de rasgos genéticos, nunca duplicable, combinado con un entorno familiar único, le habían convertido en la única persona que podía utilizar sus peculiares habilidades.

    Quizá no. Todo lo que podía hacer por ahora era crear a alguien que pudiera darles a Carebara y Ruggedo esperanzas de que podía serles útil.

    Ahora, hacia la imagen de Caird II y sin embargo al mismo tiempo hacia fuera de ella, disparó un brillante punto azul en el oscuro abismo. No había dirección en aquel no espacio. Ir hacia cualquier lado en aquel medio —incluso el no espacio era un medio— significaba ir a todas partes. Ahora el destello azul se hinchó y llenó todo lo que Duncan podía ver y no ver. Era un girante filamento retorcido a lo largo de su eje longitudinal, y su firme luz se había convertido en un azul destellando rápidamente. Envolvió dentro de él a Caird II, aunque Duncan apenas podía verle vagamente. Luego se contrajo, arrastrando el no espacio con él de tal modo que Caird II, resplandeciendo azul, fue el único objeto que Duncan pudo ver o en el que pudo siquiera pensar. Cómo era capaz simplemente de pensar en él, y sin embargo no pensar en que se suponía que no debía pensar en él, lo ignoraba.

    El filamento que se había fundido con Caird II se había unido, se había vuelto uno, con cada célula del cuerpo de Caird II. Setenta y cinco billones de células contenían ahora el mismo conocimiento, se habían convertido en bancos de datos idénticos, al menos en lo que a conocer las técnicas para mentir se refería. Dentro del núcleo de cada una giraba un filamento azul que no podía ser detectado por ningún método químico o electrónico. O eso le parecía a Duncan, y si el proceso funcionaba, ¿qué diferencia representaba el que no pudiera ser detectado científicamente?

    El filamento azul retenido dentro de su campo era todo lo que Duncan necesitaba para convertirse en Caird II.

    Ahora la figura de Caird empezó a girar como la hélice de un antiguo aeroplano, primero lentamente, luego más aprisa, más aprisa, más aprisa, hasta que se convirtió en un sólido y resplandeciente azul. Y, como si un campo electromagnético que lo retenía hubiera sido desconectado, partió a gran velocidad hacia delante. También hacia atrás, hacia los lados en tres direcciones, y dentro y fuera.

    Desapareció. Fuera donde fuese donde habían ido a toda velocidad aquellas otras imágenes, una había entrado en Duncan y estaba ahora durmiendo dentro de él. Pero podía ser despertada, y Carebara pensaría que había evocado finalmente a Caird I.

    Durmió en el sofá hasta que el zumbido que señalaba el girar del panel de la cena lo despertó. El profesor apareció cuarenta y cinco minutos más tarde, acompañado por dos guardias. No explicó por qué Snick y Cabtab no estaban presentes. Ni se refirió tampoco al hecho de que Duncan le hubiera golpeado. Duncan pensó en disculparse, pero rechazó la idea. Se había puesto justificablemente furioso y, aunque la ley prohibía cualquier violencia física en cualquier tipo de situación excepto la autodefensa, Duncan tuvo la sensación de que Carebara se había salido de ello bastante bien.

    Se tendió en el sofá y guardó silencio mientras el profesor conectaba los electrodos y ajustaba los controles de la máquina. En esta ocasión, en vez de usar el spray, Carebara le dijo a Duncan que abriera la boca. Mantuvo un pequeño cuentagotas sobre la lengua de Duncan y apretó la perilla de su extremo. Duncan notó el frío líquido y olió el aroma a violetas. Desapareció tan rápidamente que no estuvo seguro, cuando abrió de nuevo los ojos, de que la droga hubiera hecho efecto. Una ojeada a la hora reflejada digitalmente en la pantalla le indicó que habían transcurrido treinta y cinco minutos. Carebara, que antes había parecido tan hosco, sonreía ahora ampliamente.

    Lo cual no mejora en nada su aspecto, pensó Duncan.

    Se sentó y dijo:

    —Debe haber encontrado algo. ¿Una chispa o el filón madre?
    —¿Qué? —dijo Carebara, y parpadeó con sus verdes ojos.

    Evidentemente, no había captado la referencia.

    —¿Cómo lo hicimos?

    Aún sonriendo, Carebara se frotó las manos, un gesto en cierto modo parecido al de una mantis religiosa haciendo chasquear sus mandíbulas antes de agarrar a su víctima. ¿O estaba recordando a algún otro insecto?

    —Hemos hallado la localización correcta. Ahora empezaremos a cavar.
    —No soy una colonia de hormigas —observó Duncan. Pidió un vaso de agua; la droga siempre lo deshidrataba. Culo Plano se lo trajo—. Gracias —dijo Duncan, y vació el vaso de un trago. Pero su boca seguía aún un poco seca.

    Carebara se sentó, pero tuvo buen cuidado, observó Duncan, de hacerlo en una silla a una buena distancia de él. Luego dijo:

    —Pasemos la cinta. Verá lo que quiero decir.

    Carebara pasó rápidamente las preguntas preliminares requeridas en cada sesión. Éstas consistían principalmente en doce preguntas exigidas para establecer que el sujeto era realmente quien decía que era. Aunque había sido demostrado muchas veces que Duncan podía mentir y que esas preguntas eran inútiles, Carebara se atenía escrupulosamente al procedimiento.

    Luego, el profesor había revisado cada una de las identidades, trabajando hacia atrás, simplemente llamando a cada uno por su nombre y código general de ciudadano. Ninguno había respondido hasta que había pedido por Jefferson Cervantes Caird. Y entonces, mientras Carebara miraba con la boca abierta, había brotado la información. El profesor había sido cogido tan por sorpresa ante aquel éxito enteramente inesperado que había sido incapaz de hablar durante varios segundos. Abrumado, ni siquiera había comprobado el índice de dilatación de las pupilas o los indicadores de la máquina de la presión sanguínea o de los cambios en los campos de la piel. Eso hizo que Duncan se preguntara si había habido alguno. Pero el profesor, cuando le pasara su informe a Ruggedo, se habría asegurado antes de revisar los registros que la máquina había tomado en aquel momento. Duncan no estaba realmente preocupado.

    —¿Cómo lo hizo? —quiso saber.

    Carebara dejó de sonreír. Sus manos se unieron sobre su pecho y sus dedos culebrearon.

    —Yo..., no lo sé.

    Apoyó las manos sobre sus rodillas, se inclinó hacia delante y sonrió de nuevo.

    —¿Y qué importa? Puedo determinar eso más tarde. Lo importante es que tuve éxito. Funcionó, fuera lo que fuera.

    Observando sus respuestas a las excitadas preguntas del profesor, Duncan tuvo que admitir que realmente parecía haber funcionado. Una tras otra, dio las respuestas que Carebara deseaba. Al final, había revelado las líneas generales de las técnicas para construir una personalidad completamente nueva.

    La pantalla mural exhibió el número de código de la cinta y quedó en blanco.

    —Ahora los detalles —dijo Carebara.
    —Mañana —respondió Duncan—. Estoy demasiado cansado para intentar eso. Estoy mucho más agotado que después de las otras sesiones. No serviría de nada pasarla otra vez. Apenas la vería.

    Carebara pareció decepcionado, y abrió la boca como si fuera a discutir. La volvió a cerrar, se mordió el labio por un momento, agitó los dedos y luego dijo:

    —Muy bien. De acuerdo. Mañana, poco después del desayuno, nos ocuparemos de los detalles.

    Duncan se levantó con el profesor.

    —Yo también me siento muy excitado. Estaba empezando a pensar que todo era inútil. Pero debe de haber hecho usted algo, algo de lo que aún no se da cuenta, para conseguir llegar a la personalidad básica.
    —¡Sí! Pero, una vez tengamos programado el procedimiento, tenemos que asegurarnos de que la nueva personalidad puede mentir bajo la BV. No sé..., el proceso parece tan sencillo..., quizá...
    —¿Está pensando en que quizá no pueda ser enseñado a todo el mundo?
    —Sí.
    —Estoy seguro de que no tendrá que probarlo con demasiada gente antes de hallar a alguien que responda, alguien que sea capaz de hacerlo tan fácilmente como lo hice yo.

    Carebara se dirigió hacia la puerta, con los guardias a sus talones, y se volvió antes de llegar a ella.

    —Voy a tener mucho trabajo, un maldito trabajo. ¡Esta noche no voy a poder dormir!

    Duncan estaba seguro de que Carebara informaría inmediatamente a Ruggedo de su éxito. Duncan sólo podía suponer que aquello traería a Ruggedo allí mañana. Pero, finalmente, vendría. Entonces, si todo iba como Duncan esperaba que fuera, él y Cabtab y Snick podrían escapar.

    ¿Cuán a menudo las cosas se atienen estrictamente al plan?

    Aproximadamente una vez de cada diez mil, quizá.

    Pese a este pensamiento, Duncan se durmió en seguida. Pero no antes de darle las buenas noches a Caird II.

    No hubo respuesta. Tampoco la había esperado.


    28


    Supongo que se da cuenta —dijo Duncan a Carebara— de que, una vez todo el mundo aprenda a mentir bajo la BV, el gobierno y el sistema de justicia sufrirán una enorme pérdida. Los subversivos y los políticos corruptos ya no serán detectados tan fácilmente. Los criminales escaparán a su merecido castigo. La sociedad se verá sumergida en los errores y malas interpretaciones, el caos de los tiempos antiguos. Por supuesto, sólo estoy señalándole esto como un asunto a debatir. Puede que la habilidad de cualquiera a mentir siempre que lo desee sea un derecho natural. La humanidad ha gozado de ese derecho y privilegio desde que aprendió a hablar. Mentir es algo que surge naturalmente, y quizá sea un don que no debiera ser retirado de la gente.

    »Por otro lado, mire cómo se ha beneficiado o ha parecido beneficiarse la sociedad del uso de la droga de la verdad. La justicia se cumple casi siempre. El culpable casi nunca escapa. El ciudadano medio, sabiendo que será detenido y castigado sin lugar a dudas si comete un crimen, se refrena. Los únicos criminales en la Nueva Era son aquellos que matan o hieren debido a una repentina pasión o que son lo suficientemente poco inteligentes como para creer que pueden escapar a las consecuencias de sus crímenes.

    Carebara frunció el ceño, luego hizo un gesto al guardia, Culo Plano, para que llevara la bandeja con los restos de la comida de Duncan al panel en la pared. Culo Plano, un hombre con unas abundantes nalgas socialmente indeseables, frunció también el ceño. No le gustaba hacer el trabajo de un prisionero, pero obedeció.

    —Yo no me molestaría en pensar en ese problema —dijo el profesor—. El conocimiento de las técnicas anti BV será muy restringido. Sólo unas pocas personas llegarán a saber de su existencia.

    Duncan sonrió.

    —Eso es lo que pensé. Los únicos que poseerán ese conocimiento serán los funcionarios con posiciones muy altas en el gobierno.
    —Correcto. Y, por supuesto, aquellos que se las enseñen a los funcionarios.

    Duncan sonrió de nuevo.

    —¿Cuánto tiempo cree que se permitirá a los maestros vivir sin ser petrificados una vez hayan enseñado todo lo que sepan a unos cuantos funcionarios?
    —¡Tonterías! ¡Eso es ridículo! ¡Un pensamiento traidor! ¡Paranoide! —dijo Carebara.
    —Si cree que es una tontería tan grande, ¿por qué está tan pálido?

    Carebara miró hacia la pantalla mural, carraspeó y habló con voz ligeramente temblorosa.

    —Eso no estaría en consonancia con nuestros altos ideales.
    —¿Ideales? —dijo Duncan, y no habló más sobre el tema.
    —Volvamos al trabajo —dijo Carebara.
    —Después de que vaya al baño. Mi barriga siempre empieza a actuar después del desayuno. Me hace un ofrecimiento que no puedo rechazar.
    —Muy bien, pero no se entretenga.

    Duncan se levantó de la silla.

    —¿Qué prisa hay? ¿Acaso hoy viene Ruggedo?

    Carebara, con los labios muy apretados, apartó la mirada de Duncan.

    —Tampoco espero que me lo diga —murmuró éste.

    Cuando salió del baño, descubrió que Franjosa había entrado también en el apartamento.

    —¿No es suficiente un guardia? —preguntó—. ¿Qué espera que haga mientras estoy inconsciente?

    Carebara seguía con el ceño fruncido.

    —De pronto se me ocurrió que, si puede falsear usted las respuestas incluso bajo la acción de la BV, también puede fingir la inconsciencia.
    —¿Y piensa que puedo intentar alguna cosa? ¿Cómo atacarle de nuevo? —Duncan soltó una carcajada—. ¿Quién se muestra paranoide ahora?

    Se sentó en el sofá.

    —Si realmente está preocupado por eso, todo lo que tiene que hacer es comprobar mis ondas alfa mientras estoy sin conocimiento.
    —Esas ondas pueden ser controladas —dijo Carebara—. Es usted un fenómeno muy curioso, Beewolf. En cierto sentido, es una lástima que tenga que ser retenido aquí. Debería de estar en alguna institución provista con un amplio laboratorio lleno de equipo sofisticado y bajo la observación de científicos mucho más competentes que yo en su estudio.

    Suspiró y luego dijo:

    —Pero no va a ser posible durante algún tiempo. Después de la revolución, tendremos todo el tiempo que queramos.
    —¿Seguiré estando prisionero entonces?
    —Eso no depende de mí.

    Carebara sujetó los electrodos y orientó las antenas de la máquina a las distintas partes del cuerpo de Duncan.

    —Tengo algunas preguntas que hacerle mientras está consciente.

    Esas preguntas, evidentemente, habían sido diseñadas para averiguar cuánto podía recordar Duncan de la personalidad de Caird mientras estaba en estado de vigilia. Fue más fácil para Duncan de lo que había esperado. Cerró los ojos y llamó a la imagen de Caird II, cuyos pies estaban enmarañados en largas raíces de carne color rojo sangre brillante que penetraban en el abismo hasta perderse en la oscuridad. Duncan se convirtió a todos los efectos en Caird II, aunque retuvo lo suficiente de Duncan como para imitarle cuando el profesor se dirigió a él como tal.

    —¿Qué sabe usted de Charles Arpad Ohm?

    La pregunta arrancó a Duncan de su ensoñación. Había saltado a él desde una emboscada.

    —¿Ohm? —dijo—. Sólo conozco lo que usted me dijo de él. Era mi personalidad del sábado en Manhattan, un holgazán, un borracho, un marginado.
    —¿Eso es todo lo que recuerda?
    —Sí.

    Aquello no era cierto. Algunos rostros habían aparecido ante aquel ojo interior. Él. Snick. Ruggedo. Sin embargo..., Ruggedo se llamaba..., ¿se llamaba...?

    —¿Está usted seguro?

    Carebara contemplaba la pantalla mural donde aparecían en grandes caracteres las lecturas de la máquina. Indicaban que Duncan estaba muy relajado y simplemente estaba charlando agradablemente con un amigo.

    Carebara alzó las manos y exclamó:

    —¡Uf! ¿De qué sirve todo esto?
    —Sí, estoy seguro —dijo Duncan—. Todo lo que sé de Ohm es lo que usted me dijo.

    Carebara reanudó las preguntas relativas a Caird. Usando sólo parte de su atención, Duncan las respondió automáticamente. De tanto en tanto era arrastrado fuera del flujo de sus pensamientos por su incapacidad de darle a Carebara los datos que éste le solicitaba. Entonces decía:

    —No recuerdo —y volvía a sumirse en la pesca del elusivo nombre. Saltaba al borde mismo de su mente como un canguro extraviado.

    ¿Ruggedo? ¿Ruggedo? ¿Ruggedo?

    Aquello sugería algo. ¿Qué? ¿Alfombras? ¿Relojes? ¿Displays digitales? ¿Cronómetros? Cron..., cron..., cron... Antiguos instrumentos para medir el tiempo. ¿Gnómones? Un gnomon era..., ahora lo tenía..., ¿una parte de un reloj de sol...? ¡Ah! Como una pantalla vacía mostrando de pronto una única y enorme palabra que la llenaba entera, llameó: ¡GNOMO!

    Pero eso no era todo.

    Gnomo, gnomo, gnomo.

    ¡NOMO!

    Los personajes parecidos a trolls de la serie de Oz de Baum, las horribles, mezquinas, odiosas criaturas que vivían bajo tierra. ¡Su rey era Ruggedo!

    —¿De qué se sonríe? —preguntó secamente Carebara.
    —No tiene nada que ver con usted —dijo Duncan—. La siguiente pregunta, por favor.
    —No ha respondido a la anterior.
    —No lo sé.

    El jefe del PUPA era un sardónico bastardo. Había elegido ese nombre porque Ruggedo era el monarca de una banda subterránea. El Rey de los Nomos de Baum había dedicado su sórdida vida a invadir y derribar la gran y feliz nación de la soleada superficie de la Tierra, Oz. Oz no representaba ningún peligro para él y sólo deseaba que lo dejaran tranquilo. Pero Ruggedo no podía soportar la idea de toda esa alegría y vida feliz. Además, aunque en su oscuro y rocoso reino poseía todo el oro y diamantes que podía llegar a desear la persona más avariciosa, ansiaba todo lo que la tierra al aire libre de Oz poseía.

    Duncan se preguntó si el PUPA Ruggedo era consciente, cuando eligió el nombre tras el cual ocultarse, de que el nomo Ruggedo había visto siempre frustrados sus anhelos, y había acabado con su culo de silicio hundido en el lodo y la lanza mágica de Glinda el Bueno atravesándolo de abajo arriba.

    La gente y los animales de Oz, todos ellos cosas vivas, incluidos los árboles, eran inmortales. La reina de las hadas Lurline había derramado un encantamiento sobre la tierra que garantizaba que nadie podía envejecer o morir. Incluso aunque un hombre fuera cortado a rodajas, vivía; las rodajas seguían retorciéndose por siempre.

    Inmortalidad. Eso..., la idea verde iba retrocediendo detrás de un yermo cada vez más extendido, como el Desierto Moral que rodeaba la tierra de Oz.

    —¡Jesucristo! —exclamó, y se sentó envarado. Carebara se sobresaltó y arrojó la lista al aire.
    —¿Qué? ¿Qué?

    ¡La inmortalidad!

    El rostro de Ruggedo, con sus ojos de pesados párpados resplandeciendo brillantes como una señal de tráfico, su sonrisa superior y omnisciente, había surgido de entre el reseco yermo amarronado. Como el fantasma de Samuel llamado por la bruja de Endor.

    —¡Ohm! —exclamó en voz alta Duncan.

    Carebara, de rodillas, buscando la lista, que se había deslizado debajo de una silla, volvió la cabeza hacia Duncan.

    —¿Ohm? ¿Qué ocurre con Ohm?

    Una medida de su resistencia mental era que el rostro de Duncan no reveló nada al profesor. El display en la pared mostró un salto en la presión sanguínea, un tamborilear del corazón, una tormenta eléctrica por toda su piel, una catarata de adrenalina en su sangre, una nova de ondas-F del cerebelo. El profesor no vio nada de aquello, sin embargo, lo vería cuando estudiara las cintas más tarde. Por aquel entonces, esperaba Duncan, ya no importaría. Mientras tanto... Cerró los ojos, visualizó campos verdes, un unicornio blanco trotando a través de ellos, él mismo, con piernas velludas y cuernos de macho cabrío, encima de la virgen hacia la que el unicornio se encaminaba pero junto a la que llegaría unos minutos demasiado tarde.

    Abrió los ojos. Como había esperado, las lecturas indicaban ahora a un hombre no sometido a ninguna tensión. Eso, por supuesto, no significaba tanto como debería. Había cientos de miles de personas que podían controlar sus reacciones al stress gracias a sus muchos años de ejercicios en biorrealimentación. Ésa era la razón principal por la que, cuando los ganics administraban la BV, raras veces utilizaban detectores de mentiras físico/electrónicos como auxiliares.

    —¿Qué ocurre con Ohm? —repitió Carebara.

    No había sido un gotear de recuerdo. Había sido un auténtico chorro, un geiser, alzándose y luego cayendo y desapareciendo. Tan lleno de imágenes y palabras estaba el destello, que Duncan no lo podía ver enteramente. Sin embargo, había visto y recordado lo suficiente.

    El, Charles Arpad Ohm, estaba en un apartamento secreto en la Torre de la Evolución en Manhattan. Ruggedo estaba hablando con él, pero Ruggedo era Gilbert Ching Immerman, un hombre que se creía que había muerto hacía mucho tiempo. Immerman era su abuelo y bisabuelo, y el fundador y la cabeza de la organización subversiva a la que pertenecían Caird y sus otras seis personalidades, una organización que más tarde había quedado al descubierto y aplastada. De alguna manera, Immerman había escapado a la detección, y seguía siendo uno de los consejeros del gobierno mundial. En vez de abandonar sus planes, había organizado otro grupo. O quizá los restos del antiguo grupo.

    Immerman había creado el integro compuesto bioquímico que llamaba el elixir de la inmortalidad, aunque no aseguraba la vida eterna.

    —¡Siete veces prolongada! —murmuró Duncan.
    —¿Qué? —exclamó Carebara—. ¡Le he preguntado acerca de Ohm!
    —Oh —dijo Duncan—. Espere un momento, creí haber recordado algo sobre él. Pero se desvaneció. Parece que no puedo conseguir traerlo de vuelta.

    Carebara pareció complacido.

    —Al menos estamos haciendo algunos progresos.

    El elixir de Immerman frenaba el proceso de envejecimiento por un factor de siete. Normalmente, un ciudadano que vivía hasta alcanzar los ochenta años subjetivos habría vivido 570 obaños. Pero un immer, uno que tomara anualmente el elixir y cuyas expectativas normales de vida fueran de ochenta subaños, podía llegar a alcanzar una edad objetiva de 3.920 años.

    Ésa era la otra razón por la que el gobierno había ardido en deseos de capturarle. Algunos de los funcionarios más altos, probablemente unos pocos de los situados más arriba, habían averiguado eso de los immers que habían sido capturados. Y se habían guardado el secreto para ellos. No sólo habían petrificado a todos los immers cautivos, sino que también habían petrificado a toda la gente de los escalones inferiores que podía haber averiguado algo acerca del elixir o podía haber oído rumores de él.

    Snick no había sabido nada al respecto, pero había sido llevada a juicio bajo acusaciones amañadas, sentenciada, petrificada y aparcada en un almacén.

    Pese a sus esfuerzos de autocontrol, estaba tan furioso que la pantalla mostró un pico de presión sanguínea de 20.000 Hz de onda-F.

    —Ya es hora de ponerle bajo los efectos de la BV —dijo el profesor—. Abra la boca, por favor.

    Duncan despertó una hora más tarde, cuando le estaban retirando los electrodos. Carebara, con aspecto desconcertado, permanecía de pie junto a él. Le tendió a Duncan un vaso de agua después de que éste se levantó con un esfuerzo. Cuando Duncan hubo vaciado el vaso, se lo devolvió a Carebara. Después de colocar el vaso al extremo de la mesa, el profesor se alejó sin una palabra, seguido por los dos guardias. Tan pronto como la puerta se hubo cerrado tras ellos, Duncan se puso en pie. Se sentía muy tembloroso. Su boca, pese al agua, estaba tan seca que tenía la sensación de que su lengua podía arrancar chispas de sus dientes. Su cerebro y su estómago estaban jugando al fútbol con una pelota de hierro al rojo vivo.

    Mientras se tambaleaba hacia el baño, murmuró para sí mismo:

    —Ese mal bicho debe haber usado la BV al menos cuatro veces. Y drogas también. Esto es brutal.

    De todos modos, si Carebara había sondeado hasta algo excitante, había sabido guardarlo para sí mismo. Duncan dudaba de que hubiera obtenido algo más de lo que su sujeto había deseado darle. Era posible que tuviera una larga lista de procedimientos para crear una nueva personalidad, y eso podía traer a Ruggedo —Immerman— a la carrera.

    Olvidó todo aquello mientras vomitaba su desayuno. Después de enjuagarse la boca, beber más agua, sonarse la nariz y secarse los ojos, se sintió un poco mejor. Se tendió en una cama y cerró los ojos. Aunque había tenido intención de explorar los resultados de la sesión, se quedó dormido de inmediato. Cuando despertó, era mediodía. Bebió un poco de café y comió algunas galletas y queso. A la una, vinieron los guardias para conducirle a la piscina. Pese a sufrir todavía un terrible dolor de cabeza y tener la sensación de que cada molécula de su cuerpo y cerebro rozaban dolorosamente entre sí, siguió la rutina. Casi al final de la hora se sintió mucho mejor. Fue capaz de murmurarle tres palabras a Snick durante una de las panzadas de Cabtab, y al padre durante uno de los saltos de ella.

    —Esta noche. Quizá.

    Carebara volvió a las dos.

    —Creo que vamos a adelantar mucho a partir de ahora. No es científico creerlo, pero tengo una corazonada.
    —Felicidades por sus poderes intuitivos —dijo Duncan—. Todavía no me he recuperado de esta mañana. Vamos a saltarnos la sesión de esta tarde.
    —No, no lo haremos —dijo Carebara, con ojos llameantes—. Tenemos impulso. No vamos a perderlo.
    —Puedo garantizarle que va a perder su tiempo y el mío, además de conseguir que me ponga enfermo —dijo Duncan—. No va a conseguir avanzar ni un milímetro a menos que yo coopere, y no pienso hacerlo. Si vuelvo a estar en forma esta noche, podemos intentarlo entonces. De lo contrario...

    Carebara se mordió el labio inferior, agitó los dedos y dijo:

    —De acuerdo. Cancelaremos ésta. Pero tiene que estar dispuesto para esta noche. Es muy importante.

    ¿Porque Immerman estará aquí?, se preguntó Duncan.

    —Descabezaré un largo sueño, usaré la realimentación para librarme de los residuos de la droga —dijo Duncan—. Intentaré estar preparado. Pero creo que está usando usted demasiado las drogas, Carebara. Quizá debería traer consigo a alguien competente para administrarlas.

    El rostro del profesor enrojeció, pero no dijo nada. Unos segundos más tarde, él y los guardias se habían ido.

    Duncan se acercó lo suficiente a la ventana como para contemplar claramente al otro lado pero no lo suficiente como para oscurecer el plástico. El sol resplandecía brillante sobre las velas blancas de los botes de placer y los cargueros de diversos colores. Llameó sobre el fuselaje escarlata de un zepelín y sobre los paneles solares de las torres. Una gaviota blanca trazó un círculo descendente a veinte metros de la ventana.

    Pero escapar es más fácil de noche, pensó.

    A las seis, Carebara llamó a través de la pantalla.

    —La sesión es pospuesta hasta las once.
    —¿Por qué?
    —No necesita saberlo.
    —¿Estarán aquí Carebara y Snick?
    —Puedo darle ese dato. Sí, estarán. Ésas son las órdenes.

    Duncan sonrió. Sólo podía haber una razón para el cambio de programa.


    29


    Panthea Snick estaba tendida inconsciente en un sofá, bajo los efectos de la BV. Carebara permanecía de pie junto a ella. Preguntó:

    —¿Ha hecho usted algún plan o planes para escapar por sí misma de este apartamento?
    —No.
    —¿Ha hecho algún plan o planes con otros para escapar de este apartamento?
    —Sí.

    Carebara pareció encantado.

    —¿Con quién ha hecho usted el plan o planes para escapar?
    —Con William St.-George Duncan y con el padre Cobham Wang Cabtab.
    —Oh, Dios, lo sabía. ¡Lo sabía! Pero, ¿cómo lo hicieron sin hablar los unos con los otros? Escuche, ciudadana Snick. Responda a mi pregunta con todo detalle. ¿De qué forma, verbal, escrita o por pantalla, o por algún otro método, se comunicaron usted, Cabtab y Duncan ese plan?
    —¡Ahhh! —dijo Duncan.

    Despertó, con el corazón latiéndole alocadamente, aunque el pánico retrocedía con rapidez.

    Su cabezada no había durado más de tres minutos, pero había sido lo suficientemente larga como para que su cerebro mostrara el escenario que temía. Si sus captores eran supercautelosos, usarían la bruma de la verdad con sus amigos. Y averiguarían lo que no debían averiguar.

    Faltaban cinco minutos para las 11:00 P.M. Pronto descubriría si todas las medidas de seguridad que Carebara podía tomar habían sido tomadas. Sin embargo, Duncan tenía la impresión de que el profesor no llegaría hasta procedimientos tan extremos. ¿Por qué debería hacerlo? Cada movimiento y cada palabra de los tres prisionerios habían sido vistos y oídos o, al menos, sus captores así lo creían.

    A las once menos un minuto, la puerta se abrió hacia dentro. Entraron Culo Plano y Franjosa, con las pistolas en la mano. El primero se situó junto a la pared del baño. Franjosa se quedó de pie al lado de la puerta norte. Luego entraron Snick y Cabtab, seguidos por el profesor. ¡Bien! No habían sido interrogados acerca de planes de escape.

    Snick se sentó en el extremo opuesto del sofá donde estaba sentado Duncan. Cabtab dejó caer suavemente su gigantesco cuerpo sobre una silla cerca de Duncan. Hubo una pausa de unos segundos, y Ruggedo —Immerman— entró. Llevaba una elegante túnica salpicada de escarlata, lo cual, junto con su pelo muy corto y su larga y ligeramente curvada nariz, lo hacían parecer un antiguo senador romano. Tras él entró Nariz Aleteante.

    Labios Delgados y Rápido estaban probablemente en la sala de monitorización. O uno de ellos se había quedado de pie fuera de la puerta, que en estos momentos estaba cerrada.

    Immerman hizo un gesto a Duncan con la cabeza y ocupó una silla frente al sofá, a unos tres metros de él.

    Nariz Aleteante se situó a un metro a la derecha de Immerman. Se quedó de pie con los brazos colgando a sus costados; su pistola estaba en su funda.

    Carebara miró por unos segundos a su alrededor, como si no estuviera seguro de dónde sentarse o ni siquiera de si debía sentarse.

    Immerman señaló y dijo:

    —Ahí.
    —Gracias, su excelencia —se apresuró a decir el profesor. Su rostro enrojeció, y miró a Immerman mientras cruzaba tras él. Aunque los labios de Immerman se comprimieron, no dijo nada. Evidentemente, se suponía que nadie debía utilizar su título mientras estaban en presencia del prisionero. Especialmente puesto que ese título estaba reservado únicamente a los consejeros del gobierno mundial.

    Carebara iba a pagar más tarde por ese desliz.

    Immerman miró a Duncan mientras se acariciaba el estómago con su mano izquierda. Una visión se iluminó ante Duncan, la de su abuelo sujetando un enorme gato siamés sobre sus rodillas y acariciándolo.

    Hubo un largo silencio, luego Immerman abrió la boca.

    —¡Perdón, ciudadano Ruggedo! —retumbó Cabtab—. Antes de que empecemos con los asuntos mundanos, ¿puedo tomar una copa? Y usted, ¿no quiere otra?

    Immerman se mostró ligeramente sorprendido. Parpadeó, luego dijo:

    —Puede usted tomar una, y puede traer a sus amigos una también si lo desean. Yo no quiero ninguna. Pero... —adoptó una expresión severa— no interrumpa de nuevo. Hable solamente cuando yo se lo diga.
    —Le pido perdón, ciudadano Ruggedo. Estamos bajo tensión, y pensé que un poco de licor la relajaría.
    —Vaya a buscar las bebidas —dijo Immerman.

    Cabtab se puso en pie.

    —Dunc, Thea, ¿qué queréis?
    —Yo tomaré un Wild Radical triple —indicó Duncan.
    —Yo un vaso de Tokay —dijo Snick.
    —Perdón, ciudadano Ruggedo —dijo Carebara—. El alcohol, ¿no interferirá con el funcionamiento adecuado del ciudadano Duncan bajo la BV?
    —Lo dudo —dijo Immerman—. De todos modos, es casi la única droga que no ha utilizado usted con él. Quizá su inconsciente se vea afectado en beneficio nuestro.

    Fuera lo que fuese lo que Immerman había querido decir antes, iba a guardarlo para sí mismo hasta que Cabtab hubiera servido las bebidas. Observó al padre mientras éste se dirigía hacia el armarito de los licores, un alto y elegante mueble de teca situado contra la pared exterior del baño. Cuando Cabtab hubo pasado fuera del radio de visión de Immerman, éste miró fijamente a Duncan. Duncan no tenía ningún problema en sostener la mirada de su abuelo, pero deseaba observar a Cabtab, así que alternó su vista de uno a otro. Que el gran hombre creyera que podía dominar con los ojos a su prisionero.

    Hasta entonces, la escena en La rebelión marciana había sido revivida con una cierta exactitud. La disposición del mobiliario, aunque no era exactamente la misma, era bastante parecida. Immerman había permitido que uno de sus prisioneros se pusiera en pie y fuera a servir algo de licor, exactamente igual a como Nel, en la película, había permitido que lo hiciera Curleigh Estarculo Lu-Dan.

    En la película, el guardia estacionado cerca del armario no se había apartado cuando Lu-Dan se le acercó. Culo Plano, sin embargo, dio dos pasos hacia un lado del armario de las bebidas.

    Franjosa estaba todavía junto a la puerta, y Nariz Aleteante mantenía su puesto a la derecha de Immerman. Franjosa observaba a Cabtab; Nariz Aleteante, a Duncan.

    Carebara carraspeó y dijo:

    —Disculpe, ciudadano Ruggedo. ¿Puedo tomar un vaso pequeño de jerez?

    Immerman asintió. Nariz aleteante dijo:

    —Cabtab, traiga al ciudadano Carebara un...
    —Lo he oído —dijo el padre.

    Abrió una puertecilla debajo de la repisa y sacó una bandeja. Colocó en ella cuatro vasos y sirvió el licor de las botellas que había en los estantes encima de la repisa.

    —No se tome todo el día —dijo Immerman, con voz ronca y seca.
    —Sí, ciudadano Ruggedo. Sin embargo, me gustaría proponer un brindis primero. Por nuestro éxito, y por el Dios que Todavía No Existe.

    Con expresión irritada, Immerman volvió la cabeza y agitó ligeramente el cuerpo.

    —¡No tiente mi paciencia! —dijo con voz fuerte.
    —Lo siento, ciudadano —dijo Cabtab—. Con su enorme indulgencia...

    Alzó su copa de coñac, que estaba lleno con la elección de Duncan, Wild Radical.

    —¡Un brindis! ¡Que el derecho y la virtud triunfen!

    Inclinó la copa hacia su boca, y su nuez de adán subió y bajó. Depositó la copa en la bandeja y se volvió para regresar cruzando la habitación.

    Duncan deslizó sus posaderas hacia delante en el sofá y movió los pies hacia atrás a fin de poder levantar los tacones. Los dedos de sus pies estaban apretados contra la moqueta, y su mano derecha sujetaba el brazo del sofá.

    Miró de nuevo a Immerman y dijo:

    —¿Qué pretende hacer usted con nosotros una vez ya no le seamos útiles?

    Hizo una pausa.

    —¡Abuelo!

    Immerman se estremeció ligeramente; sus ojos se abrieron mucho.

    —Entonces, ¿recuerda?

    Nariz Aleteante había mirado a Immerman.

    Duncan miró a Cabtab.

    El padre se hallaba junto a Culo Plano. Giró la cabeza, y su boca escupió un abundante chorro de licor a los ojos del guardia.

    Como en la película, Duncan, reviviendo el papel de Lawrence Bulbul Amir, se levantó de un salto y corrió hacia Immerman. Con el rabillo del ojo vio a Snick cargar contra Nariz Aleteante. La mano del jefe de los guardias estaba ya en la culata de la enfundada pistola.

    Duncan y Snick gritaron para incrementar la confusión de sus captores y frenar su reacción la fracción de segundo que necesitaban.

    Otros estaban gritando también.

    Immerman se había levantado de la silla justo en el momento en que las manos de Duncan se cerraban en torno a su garganta. Cayó hacia atrás y la silla fue derribada, con Immerman encima de ella y debajo de Duncan. Rodaron fuera de la silla, con su abuelo ahora encima. Immerman, con el rostro azulado, intentó arrancarle a Duncan los ojos. Luego se derrumbó, aunque todavía no estaba completamente inconsciente.

    Duncan rodó apartándose de él, y había empezado a ponerse en pie cuando Carebara, chillando, cayó sobre él. Ambos rodaron por el suelo, pero el profesor dejó de chillar y su cuerpo quedó fláccido. La sangre goteó de su sien, de la herida que le había hecho Snick con la culata de su pistola.

    Snick, respirando roncamente, dijo:

    —Ya ha terminado. —Y luego—: ¡Oh, Dios mío!

    Duncan se levantó, tembloroso. Immerman se estaba poniendo en pie. Gruñó y cayó de bruces después de que Duncan le lanzara una patada al cuello.

    Nariz Aleteante estaba tendido de espaldas, con los brazos abiertos. Su cabeza mostraba un ángulo innatural con respecto a su cuerpo.

    Duncan observó a Snick mientras ésta corría hacia el cuerpo derrumbado de bruces de Cabtab. Buscó con los ojos a Franjosa y la encontró cerca de la puerta, de bruces también, con la pistola a unos centímetros de su mano abierta. Cabtab le había disparado después de arrebatarle a Culo Plano su pistola. Pero ella debía haberse alzado del suelo y alcanzado a Cabtab por detrás. Franjosa había conseguido acertarle al padre mientras estaban forcejeando. Luego Franjosa, gravemente herida por el disparo de Cabtab, había caído.

    Duncan recogió la pistola de Nariz Aleteante, reajustó el dial de aturdir a quemar, y se dirigió hacia la esquina cercana al baño.

    Snick, sollozando, alzó la vista hacia Duncan.

    —¡Está muerto!

    El rayo había atravesado el hombro izquierdo del padre y cauterizado la herida. No lo suficiente. De ella había brotado mucha sangre.

    —Lo lloraremos más tarde —dijo Duncan—. Los otros dos guardias deben de haber avisado a los sirvientes y Dios sabe a quién más.

    Comprobó los otros cuerpos. Carebara e Immerman respiraban pesadamente. No se preocupó por el profesor, pero tenía que mantener a su abuelo vivo y con la cabeza despejada. Con el spray de bruma de la verdad cogido de la bolsa de Carebara, roció una nube violeta sobre sus rostros.

    —Franjosa, Culo Plano y Nariz Aleteante están muertos —dijo Snick—. Culo Plano tiene el cuello roto. El padre debió hacerlo antes de morir.
    —Tú también le rompiste el cuello a Nariz Aleteante.
    —Sí.

    Tenían a Immerman como rehén, pero los guardias podían ver y oír todo lo que ocurriera en aquella habitación. Cómo él y Snick podían superar esa gran desventaja faltaba aún por ver.

    —Seguiremos de acuerdo con el guión —dijo Duncan—. Sólo que..., en la película, Lu-Dan no moría.
    —Lo reescribiremos —dijo ella. Rió secamente. Duncan se tensó, esperando que la risa se volviera histérica. Ella la cortó bruscamente, y empezó a recoger las armas y a sacar cargadores extra de los bolsillos de los guardias. Cuando tuvo alineadas las armas sobre una mesa y los cilindros metidos en los bolsillos de su ropa, le tendió a él seis cargas.
    —No necesitamos a Carebara —dijo, señalando al profesor.
    —No, no lo mataremos. Podemos necesitarlo.

    El display de la pantalla indicaba que habían transcurrido cuatro minutos desde que Immerman había entrado en la habitación.

    Duncan hizo un gesto a Snick de que le siguiera. Cuando estaba justo en la puerta del baño, se detuvo y se volvió. Ella se detuvo también, fuera de la puerta, de modo que pudiera vigilar la puerta principal del apartamento.

    —Si su palabra vale de algo —dijo él en voz baja—, no hay pantallas en el baño. Tú bloqueas la pantalla detrás de ti y encima de la ventana. Cuando me respondas, mete la cabeza por la puerta justo el tiempo suficiente para hablar. Habla concisamente. Esto es lo que vamos a hacer. Traeremos a Immerman aquí dentro, y yo cerraré la puerta. Tú aguardarás fuera mientras yo lo interrogo. Por ahora, todo lo que quiero de él es la disposición del apartamento y el número de personas en él. También las habitaciones donde duermen, y cualquier código que pueda sernos útil. Tengo algunas otras preguntas que hacerle, e importantes, pero tendrán que esperar. Debemos salir de este lugar y descubrir si ha sido hecha alguna llamada para pedir ayuda fuera. ¿Alguna pregunta?
    —¿Immerman?
    —El auténtico nombre de Ruggedo. Te daré los detalles más tarde. Yo lo arrastraré hasta aquí. Tú vigila esa puerta. Grita si entran.

    Duncan no perdió tiempo. Aunque no sabía si el hombre estaba aún comatoso por los golpes o se había recobrado de ellos, inició el interrogatorio. Al parecer, Immerman estaría ahora consciente si no hubiera sido rociado con la BV. Respondió de inmediato, aunque débilmente.

    Le tomó más tiempo del que podía permitirse, pero una persona sometida a la BV no proporcionaba los datos solicitados como si estuviera contando una historia, ni tampoco, por decirlo así, «lo soltaba todo». Había que írselo arrancando paso a paso. Sin embargo, Duncan obtuvo la disposición de las habitaciones y el número de gente que había en el complejo. Labios Delgados, cuyo nombre era Singh, y Rápido, cuyo nombre era Bottlejay, se habían quedado montando guardia en la sala de monitorización. Los dos sirvientes, la mujer llamada Pal y el hombre llamado Wisket, estaban o habían estado en sus habitaciones.

    Immerman había abandonado Zurich dos horas antes en un cohete exprés del gobierno, había aterrizado en el campo Starshower, y había venido hasta el techo de la torre en un pequeño aparato aéreo orgánico. Una puerta en el techo se había abierto bajo la acción de un código transmitido por radio, y el aparato había aterrizado en el hangar. Éste se hallaba cerca del pasillo principal, junto con el cual había otros apartamentos —de otros funcionarios del gobierno muy importantes, supuso Duncan—, y estaba en la esquina nordeste del apartamento de Immerman. El piloto, Wayne, estaba en el hangar o en la cocina, e iba armado.

    Como consejero mundial, Immerman podía saltarse los períodos regulares de petrificación cuando creía que era necesario, y podía ignorar las zonas horarias que restringían a la mayor parte de los ciudadanos durante sus viajes.

    Duncan asomó la cabeza fuera del baño e hizo un gesto a Snick de que se acercara a ella. Le susurró la información que había obtenido, y ella se la susurró de vuelta para que él pudiera asegurarse de que había comprendido la disposición del apartamento. Duncan fue a la pequeña bolsa de Carebara y rebuscó en ella hasta encontrar una jeringuilla y una botella de pentotal sódico. Como no sabía cómo prepararlo para mantener a una persona inconsciente durante media hora, se lo preguntó a Carebara. Una vez hecho esto, llenó la cantidad necesaria e inyectó al profesor. Tras lo cual regresó al baño e hizo lo mismo con Immerman.

    El pentotal, combinado con la BV, mantendría a los dos hombres sin sentido durante unos cuarenta y cinco minutos. Immerman, siendo como era mucho más voluminoso, recobraría probablemente el conocimiento antes. Unos cuantos minutos de diferencia no importaban. Duncan esperaba estar de vuelta antes de que despertara ninguno de los dos.

    Se dirigió de nuevo a Snick desde la puerta del baño.

    —He obtenido de Immerman los códigos que controlan las luces, el sonido y los monitores. Es un maldito bastardo cauteloso. Es el único que posee todos los códigos para un completo control de todo el equipo eléctrico aquí. Sólo por si acaso tiene que efectuar una huida precipitada.
    —Eso nos ayudará.
    —Sí. Apagaré las luces y todos los detectores de sonido excepto el receptor que necesito para controlar la energía. También desconectaré los infrarrojos. Su gente tiene un equipo de visión infrarroja.

    Duncan salió y dijo algo a la pantalla mural más cercana. El código, el opuesto a un «¡Ábrete, Sésamo!», dio como resultado inmediato la oscuridad. Ahora los monitores no podrían ver aquella habitación ni escuchar los sonidos que se produjeran en ella. Suponía que no iban a permanecer a oscuras mucho tiempo. Le había preguntado a Immerman si había linternas disponibles para su personal, y él había respondido que sí. En estos momentos estarían tanteando hacia los armarios donde se hallaban.

    La puerta de salida de aquella habitación estaba situada directamente al otro lado de la habitación de almacenaje de la comida. Ésta no tenía ninguna puerta que se abriera al pasillo. La cocina estaba justo al sur de ella, lo cual significaba que una o más personas podían estar ahí, aguardando a que los prisioneros salieran de la habitación. Uno de los aposentos de los guardias estaba justo al norte de la sala de almacenaje; su puerta al pasillo estaba a tres metros al norte de la de Duncan. Justo al norte de la sala de monitorización estaban los segundos aposentos de los guardias, con una puerta que daba al pasillo. La habitación del final era la zona de recreo de los guardias. No tenía ninguna puerta al pasillo.

    Había dos mujeres y tres hombres ahí fuera para atraparles a él y a Snick. Singh, Bottlejay, Pal, Wisket y Wayne. Podían estar apostados en cualquiera o en todas las puertas del lado este. Y algunos podían estar aguardando en la entrada de la habitación de Cabtab, justo al norte de la habitación de Duncan, o en la de Snick, justo al norte de la de Cabtab, o en la sala de almacenaje opuesta a la sala de recreo de los guardias. Si él estuviera al mando del enemigo, pondría al menos a dos personas en las habitaciones directamente al norte de la suya.

    —¡Wayne! —exclamó Duncan con voz fuerte—. ¿Por qué no pensé en eso antes?
    —¿En qué? —dijo Snick—. ¡Oh, ya veo lo que quieres decir! ¡Jesús!

    Si el piloto aún no había hecho elevarse el aparato a través de la puerta en el techo del hangar, estaba atrapado. Pero si había despegado antes de que Duncan hubiera cortado la energía...

    No tuvo tiempo de completar el pensamiento. Una masa oscura cortó la luz de las torres que entraba por la parte superior de la ventana. Duncan pudo ver la silueta. Era larga y esbelta, y en ella se silueteaban el piloto y otra persona. Luego, el aparato empezó a girar sobre su eje vertical; estaba reorientándose para apuntar con su proa a la ventana.

    Duncan apuntó al cuerpo del piloto. Su rayo violeta chasqueó al mismo tiempo que el de Snick. Uno de ellos debió fallar el blanco; un rayo pasó a unos escasos dos centímetros de Duncan. El y Snick devolvieron el fuego, y luego hubo cinco agujeros en la ventana, al otro lado de la cual un aparato aéreo en forma de canoa siguió girando y girando y girando.

    —¡Eso estuvo cerca! —exclamó Duncan—. ¡Fue una buena cosa que apagara las luces!
    —Dos abatidos, tres por abatir —dijo Snick.


    30


    No liberé el cierre de nuestra puerta antes de cortar la energía —dijo Duncan—. Quizá reúnan el valor suficiente para ver si no está cerrada. Pero puedo volver a conectar la energía para abrir la puerta sin tener que activar la luz, si así lo deseo.

    —¿Por qué no nos abrimos camino quemando a través de las dos paredes? —dijo Snick—. Uno de nosotros puede abrirse paso a través de la pared de Cabtab y quemar la cerradura de mi puerta. El otro puede hacerlo hasta los aposentos de Immerman.

    Duncan había pensado ya en aquello. Podían flanquear a los flanqueadores, pero los tres que estaban fuera de la habitación podían tener la misma idea. Sin embargo, él y Snick no podían permanecer ocultos en la habitación, temerosos de moverse a causa de lo que el enemigo pudiera estar haciendo.

    —Todas las puertas que estaban abiertas cuando cesó la energía seguirán abiertas —dijo—. Las otras seguirán cerradas, incluida la única puerta de entrada a este complejo. Si están en la habitación de Cabtab o en la tuya o en la sala de almacenaje contigua a la tuya o en los aposentos de Immerman, tendrán que abrirse camino quemando. Supondremos que todavía no lo han hecho o que se hallan en proceso de hacerlo. Vayamos a través de la pared hasta la sala de estar y luego a través de la pared hasta su dormitorio.

    Dirigió una última mirada al aparato que giraba lentamente sobre sí mismo en el aire, con sus pasajeros muertos, antes de ponerse a trabajar. Con sus pistolas a toda potencia, cortaron un tosco cuadrado lo suficientemente alto como para que pudieran arrastrarse por él. El hedor del cartón tratado, de quince centímetros de grosor, quemándose y fundiéndose, irritó sus fosas nasales e hizo lloriquear sus ojos. Tras insertar nuevas cargas en las armas, se pusieron a cuatro patas. Duncan susurró la palabra código que restablecería las luces pero no la operación de las pantallas murales. Cruzó el agujero, con el arma en su mano izquierda. Había esperado que, si había alguien en aquella habitación, quedaría inmovilizado por la sorpresa durante una fracción de segundo. Esa parálisis y confusión le proporcionaría toda la ventaja que necesitaba.

    Si había habido alguien en la sala de estar, había sido lo bastante rápido como para dejarse caer detrás de algún mueble. Duncan y Snick avanzaron cautelosamente, medio agachados, con las pistolas en ambas manos. Un concienzudo examen de la sala de estar y el baño les indicó que estaban vacíos. Duncan apagó de nuevo las luces, y abrieron otro cuadrado a través de la pared. De nuevo encendieron las luces y siguieron el mismo procedimiento. Descubrieron que todas las puertas estaban cerradas.

    Después de apagar otra vez las luces, utilizaron la iluminación de las ventanas que iban del suelo al techo para dirigirse hacia la esquina sudeste de la habitación.

    —Haz tú el agujero —dijo Duncan—. Yo vigilaré el que acabamos de abrir. Quizá hayan conseguido entrar en mi habitación y ahora nos estén siguiendo.

    Snick necesitó unos treinta segundos para practicar la nueva salida.

    —Me queda media carga —dijo.
    —Utilízala hasta que se agote. Puede que necesitemos todas las que tenemos.

    Le habló a la pantalla mural; las luces se encendieron. No había esperado que hubiera nadie en la sala de la piscina, y no lo había. Sin embargo, avanzó lentamente hacia el borde más cercano de la piscina. Era simplemente posible, aunque resultaba ridículo pensar que alguien lo hiciera, que un hombre o una mujer se hubiera metido en el agua, con la cabeza por debajo del borde. Sería una excelente posición para una emboscada. Pero, ¿quién haría eso?

    Nadie, parecía.

    Se sintió un poco estúpido. De todos modos, si hubiera desechado la idea y hubiera habido alguien allí, ahora estaría muerto.

    Cortó una vez más la iluminación.

    —Deben estar preguntándose qué demonios ocurre con las luces —susurró Snick.
    —Estupendo —dijo Duncan en voz baja.

    Ahora estaban en una completa oscuridad y obligados a tantear su camino a lo largo de la pared. Una mano se arrastraba a lo largo de su superficie, la otra sondeaba hacia delante con la pistola. Tras unos cuantos pasos, Duncan se detuvo. El bulboso extremo del arma había rascado contra algo delante de él. Al tacto, determinó que era un busto sobre un pedestal. Entró en contacto con seis de ellos antes de que la pared terminara. Cuando activó las luces por un segundo, vio que se hallaban en un pasillo, y que el arco que daba al vestíbulo estaba delante de él. De nuevo en la oscuridad, lo cruzó lentamente, con su hombro apenas tocando un lado. Una vez más ordenó que se encendieran las luces. La puerta principal al complejo estaba cerrada. La empujó: no se movió.

    Con Snick siguiéndole a los talones, con una mano sobre su hombro, halló su camino hasta el pasillo, donde se detuvo. Recorrió en línea recta toda la longitud del complejo hasta la pared contigua con el complejo adyacente. La última estancia era el hangar, una zona más bien amplia con una sola puerta. Recorrió el vestíbulo, palpando con su mano derecha. No encontró bustos ni mesillas en su camino. Cuando sintió que la tercera puerta se deslizaba bajo sus dedos, fue más lentamente aún. Luego tocó la pequeña protuberancia que señalaba la jamba de la cuarta puerta. Le dijo a Snick que se volviera hacia el otro lado, con la pistola preparada, antes de activar de nuevo las luces. Cuando se encendieron, vio que la puerta estaba cerrada. Pronunció rápidamente el código que la abría, luego el código que apagaba de nuevo las luces, y empujó. Una vez él y Snick estuvieron dentro, llamó a las luces de nuevo. La puerta se había cerrado automáticamente tras ellos.

    Como había dicho Immerman, había otro aparato aéreo de patrulla ganic biplaza aparcado allí. Sonriendo, Duncan subió al asiento delantero, el del piloto. Snick, riendo quedamente, trepó al de atrás.

    —¡Somos libres! —exclamó.

    Duncan pulsó el botón de encendido. Maldijo. Ninguna luz se encendió en los indicadores, ningún display digital brilló. Otras tres pulsaciones del botón fueron igual de infructuosas.

    —¿Qué ocurre? —preguntó Snick.
    —¡No lo sé, maldita sea! Creo... Immerman tenía razón cuando dijo que había otro aparato aquí. Lo que no dijo, porque no lo sabía, es que el piloto extrajo algún componente vital antes de marcharse. Debió hacerlo sólo por si acaso podíamos llegar hasta aquí. O quizás obedeció una orden estándar. Immerman no tenía por qué decírmelo a menos que se lo hubiera preguntado. No entiendo lo suficiente de mecánica como para saber lo que falta. Y, aunque lo supiera, dudo que el componente estuviera por aquí.

    Salió del aparato y contempló el semicañón protónico montado en la proa. Su pie estaba soldado al casco, pero el arma podía ser retirada rápidamente abriendo dos abrazaderas.

    —Pesa unos dieciocho kilos —dijo — . Puedo manejarlo.

    Sudando en el cerrado, denso e inmóvil aire, extrajo el cañón. Cogió también dos cargas extra, dos cajas en forma de bala de quince centímetros de largo, del compartimiento de repuestos del aparato.

    Se las metió en los bolsillos y sujetó el arma con las dos manos.

    —Dispondré las luces para que se apaguen y se enciendan a intervalos de un minuto —dijo.

    Al otro lado del pasillo estaba la puerta de la sala de recreo de los guardias. Esta, según Immerman, era una estancia larga en forma de L. Su puerta cayó hacia dentro en cuatro segundos, tres para cortarla de la pared y uno para que Snick la hundiera de una patada. Con el bulboso extremo del cañón escupiendo rayos violeta, Duncan entró en la estancia. La pared opuesta a la puerta quedó como un queso suizo, pero el lugar estaba vacío. Duncan recorrió el borde de la piscina, no tan grande como la otra. Si había alguien en los dos aposentos de los guardias o en la sala de monitorización, a estas alturas debían saber que sus prisioneros estaban libres y detrás de ellos. A Duncan no le importaba. No creía que les quedara mucho tiempo para acabar con la oposición e interrogar de nuevo a Immerman. Y luego para hacer otra cosa antes de salir de allí.

    Snick se dirigió hacia el fondo de la L. Quemó la cerradura de la puerta que se abría al pasillo fuera de la habitación de Duncan. Aguardó hasta que las luces se apagaron, y entonces empujó la puerta, se dejó caer de bruces y miró hacia los lados. Duncan no podía verla en ia oscuridad, pero le había dicho lo que tenía que hacer y supuso que ella seguía las instrucciones. Mientras tanto, mantuvo su vigilancia sobre las puertas del pasillo a las otras habitaciones.

    La habitación se iluminó bruscamente. El jadeo de Snick le llegó débilmente, seguido por tres chasquidos y un grito de mujer. Luego otros dos chasquidos, lo suficientemente fuertes como para que supiera que la autora era Snick. Avanzó hacia la puerta, pero Snick reculó dentro y se puso en pie. Su sonrisa era más brillante que las luces; radiaba.

    —¡Los atrapé a los dos! ¡Aunque su disparo me llegó cerca! Duncan pudo oler la moqueta quemada.
    —¿Quién? —quiso saber.
    —Pal, la cocinera. Le volé la sien izquierda. Y también alcancé a Singh directamente a través de la barriga, pero estuvo a punto de darme también. Un par de centímetros más cerca, y mi cabeza luciría un agujero. Los agujereé de nuevo para asegurarme.
    —Eso sólo deja a uno, Wisket —dijo Duncan. Hizo una pausa, luego añadió—: Pareces feliz.
    —Estoy matando subversivos.
    —¡Por el amor de Dios! ¡Nosotros somos subversivos!
    —Pero ellos son el enemigo.

    El agitó la cabeza.

    —Ya no estoy seguro de quién es o no es el enemigo. De acuerdo. ¿Viste a Wisket?
    —No, pero eso no significa que no esté detrás de una de esas puertas.

    Duncan miró rápidamente por la jamba, luego retrocedió a la habitación. Pal estaba tendida de lado; Singh, boca arriba. Al parecer, Pal había salido a medias de la cocina y Singh, que la precedía, había acabado de salir. Debían haber planeado utilizar la oscuridad para acercarse a la sala de recreo de los guardias. Puesto que Snick estaba tendida en el suelo, había ofrecido un blanco difícil. También había sido más rápida. Después de haberlos derribado, les había dado el golpe de gracia.

    No le gustaría tener que enfrentarse a ella en un duelo.

    —He observado que las puertas de la sala de monitorización y los dos aposentos de los guardias estaban cerradas —dijo—. Si hay alguien ahí dentro, Wisket quiero decir, no va a salir a menos que se abra camino con su arma. Si lo hace, nos dará toda la advertencia que necesitamos. Podremos olerlo.

    Las luces se apagaron.

    —Saldremos al pasillo ahora. Avanzaremos de lado fuera de aquí, mirando hacia el vestíbulo, al sur. Yo estaré a tu derecha. A la cuenta de tres después de que abandones la puerta, avanzaremos. Tú probarás la puerta de la sala de monitorización. Wisket pudo quedar atrapado ahí dentro cuando cerré las cerraduras de las puertas. La segunda puerta a la izquierda.
    —Lo sé —dijo ella.
    —Sólo comprobaba. Yo probaré la puerta de Cabtab, y luego avanzaré unos cuantos pasos más. Por entonces deberé hallarme más o menos frente a la puerta de la sala de monitores. Cuando se enciendan las luces, podré ver desde allí si la puerta de la sala del banco de datos está abierta o no. Si está cerrada, asentiré con la cabeza. Si está abierta, negaré. Si está abierta, entraremos en la sala del banco de datos. Si está cerrada, tú cortarás la cerradura de la sala de monitorización. Eso será más fácil y rápido que pasar de nuevo por todas las habitaciones para descubrir si de alguna forma Wisket escapó de aquí.
    —Comprendido.
    —Adelante.

    Cuando las luces se encendieron de nuevo, Duncan vio que la puerta de la sala del banco de datos estaba cerrada. Le hizo la seña a Snick, y ella echó a andar, agazapada, hasta la jamba de la entrada de la sala de monitorización. Duncan le hizo gesto de que se echara al suelo. Cuando ella estuvo fuera de la línea de tiro, apretó el disparador del cañón. Un rayo violeta restalló como un gato furioso mientras Duncan trazaba un círculo en torno a la zona del mecanismo de la cerradura en la puerta. Una vez hecho esto, Snick se puso en pie con su pistola en la mano y golpeó dos veces el círculo con la culata del arma. El círculo cayó dentro de la habitación. Luego dio un golpe a la puerta con la palma de la mano. Giró hacia dentro hasta chocar contra la pared.

    Wisket, si estaba ahí dentro, se había ocultado fuera de su vista.

    —¡Sal fuera! —gritó Duncan—. ¡Todos tus compinches están muertos, Wisket! ¡No tienes ninguna posibilidad! ¡Ríndete, o entraremos a buscarte! ¡Tenemos un semicañón, Wisket! ¡Arrasaré toda la sala a menos que salgas, con las manos alzadas, en cuatro segundos!

    Una voz profunda pero temblorosa dijo:

    —¡Me rendiré si me dan su palabra de que no me matarán!
    —¡Sal con las manos vacías! ¡Arroja primero tu arma, luego muéstrame tus manos! ¡Altas contra las jambas! ¡Sin trucos! ¡Estoy cubierto!
    —¿Promete que no me disparará?
    —Lo prometo —dijo Duncan.
    —¿Qué me dice de la que le cubre? Quiero que ella lo prometa también.

    Evidentemente, Wisket era un hombre cauteloso.

    Duncan hizo una seña con la cabeza a Snick para que diera su palabra.

    —¡Prometo que no te dispararé! —dijo ella.
    —¿Hay alguien más con ustedes? —quiso saber Wisket.
    —¿Cómo demonios podría estar aquí? —gruñó Duncan—. Sabes cuántos somos. ¡Vamos, hombre! ¡Tengo prisa!
    —Dijeron que no me dispararían —lloriqueó Wisket—, Quiero su promesa de que no van a hacerme ningún daño. ¡De otro modo, tendrán que entrar a buscarme!

    Su voz sonaba como si estuviera muy al fondo de la sala. Antes de que Duncan pudiera gritarle a Snick que se detuviera, ella ya había rodado hasta una posición desde la que dominaba la puerta. Sujetando la pistola con ambas manos, disparó dos veces. Un rayo violeta saltó sobre ella y perforó un agujero en la pared a sus espaldas. Ella se levantó y corrió al interior de la habitación. Duncan, maldiciendo, la siguió. Wisket estaba tendido boca abajo en el centro de la sala.

    —Eso fue estúpido —dijo Duncan.
    —Si yo hubiera fallado sí, hubiera sido estúpido. No lo hice, así que no fue estúpido. Teníamos que matarlo de todos modos. Tú lo sabes. También tendremos que matar a Immerman y Carebara, una vez hayamos terminado con ellos.
    —Yo tenía intención de soltarlos, darles la posibilidad de escapar.
    —¿Y si son atrapados por los ganics? Lo revelarán todo, y nuestras propias posibilidades de escapar serán muy pequeñas.
    —Eres una salvaje sedienta de sangre —dijo Duncan.

    En aquel momento, empezó a perder su amor hacia ella. O eso le pareció. Esperaba que así fuera. Ansiaba verse libre de aquella obsesión que ninguna cantidad de lógica había sido capaz de borrar.

    —¿Y bien? —dijo ella.
    —Lo que dices tiene sentido.
    —Bien. ¿Qué hacemos ahora?
    —Llevemos a Immerman a la sala del banco de datos tan rápido como sea posible.

    Luego tú montarás guardia junto a la puerta de este complejo. Puede que hayan llamado fuera pidiendo ayuda. Llévate contigo el cañón.


    31


    Mientras Immerman permanecía tendido en un sofá en la sala de monitorización, Duncan le preguntó, tan rápido como le fue posible, acerca de las capacidades del banco de datos. Tal como había esperado, podía ser utilizado para entrar en todos los canales gubernamentales menos algunos top-secret, y estaba conectado con los canales del gobierno mundial, nacional, estatal y local de todo el mundo. Su abuelo había instalado secretamente todas aquellas potencialidades de transmisión hacía mucho tiempo.

    Duncan hizo una momentánea pausa para contemplar la pantalla mural que mostraba el vestíbulo. Snick estaba sentada en una silla, frente a la puerta, con el arma apoyada sobre otra silla ante ella.

    —¿Cuál es el nombre que utiliza ahora?
    —David Jimson Ananda.
    —¿Cuál es el código de acceso general?
    —IMAGO. SIEMPRE —dijo débilmente Immerman.

    Duncan le pidió que lo deletreara. Luego dijo:

    —¿Es el único que puede activarlo?
    —Sí.
    —¿Qué se requiere como confirmación de acceso? ¿El reconocimiento de su voz?
    —Sí.
    —¿Se requiere alguna otra cosa como confirmación de acceso?
    —Sí.
    —¿Qué otra cosa se requiere como confirmación de acceso?
    —La huella de mi pulgar izquierdo. La impresión retinal de mi ojo derecho.

    Duncan le preguntó cómo era registrado todo eso. Después de que Immerman le diera los datos, alzó el fláccido cuerpo y lo transportó a la silla frente a la consola central. Irguió a Immerman y pulsó el botón POWER ON. Dijo:

    —Ahora, cuando yo diga adelante, Gilbert Ching Immerman, diga, tan fuerte como le sea posible: IMAGO. SIEMPRE.

    Colocó el pulgar izquierdo del hombre sobre una placa redonda no marcada sobre el escritorio y mantuvo la cabeza de Immerman alzada en el aire.

    —Adelante.
    —IMAGO. SIEMPRE.

    La pantalla, que había estado exhibiendo PREPARADA PARA INPUT CÓDIGO, disolvió eso. Fue reemplazado por CÓDIGO DE ACCESO NO COMPLETADO.

    Un fino rayo brotó del centro de la pantalla. Cayó sobre el cuello de Immerman, pero Duncan movió su cabeza hasta que brilló exactamente en el ojo derecho del hombre. Alzó el párpado, y la pantalla destelló: CÓDIGO DE ACCESO COMPLETADO, LISTA PARA INPUT.

    Duncan se sobresaltó cuando las otras pantallas murales empezaron a parpadear con un color naranja brillante y un bajo zumbido brotó de ellas. La primera advertencia para que los ciudadanos de hoy se prepararan para la petrificación.

    Ignoró la distracción y le dijo a Immerman, paso a paso, lo que debía decirle al ordenador. Antes de que hubiera llegado a la mitad de las instrucciones le llegó un silbido de la pantalla monitora del vestíbulo. Snick dijo:

    —¡Están quemando la cerradura!
    —Mantenlos fuera —dijo Duncan—, Haz todo lo que puedas. No puedo abandonar ahora. No puedo ayudarte hasta que haya terminado. Tengo que hacer esto, no importa lo que ocurra.

    El resultado de «esto» iba a ser muy complejo y de alcance mundial. La inicialización era simple, pero requería algún tiempo.

    Immerman obedeció todas sus peticiones como si fuera un zombi, lo cual en efecto era. Lo que Duncan deseaba desencadenar había sido preparado hacía mucho tiempo por

    Immerman. Aunque Immerman pudiera haber tenido algo distinto en mente, había preparado el sistema de modo que pudiera hacerse con rapidez. Siguiendo las órdenes de Duncan, Immerman repitió las instrucciones, y ésas fueron almacenadas en bancos de datos secretos por todo el mundo. A los diez minutos después de medianoche, todas las pantallas murales de cada casa, apartamento y edificio público que no estuvieran sintonizadas al sistema de televisión pública en aquel momento harían parpadear el mensaje de Duncan. Al mismo tiempo, los mecanismos de las impresoras de cada casa, apartamento y edificio público imprimirían el mensaje. Había evitado intentar transmitir a través de la televisión gubernamental. Sabía que las pantallas no permanecerían más de unos segundos antes de que los censores las cortaran.

    Cada lugar privado y cada edificio público excepto las oficinas de televisión del gobierno en aquella zona horaria recibiría la transmisión. Todas las demás zonas horarias la recibirían a los diez minutos después de que se iniciara el día. Una vez el gobierno se recobrara del shock, sería capaz de localizar muchos de los bancos de datos y borrar los mensajes. Pero algunos llegarían a sus destinos. Y, aunque los mensajes alcanzaran sólo un día, ese día se aseguraría de que los demás días recibieran el mensaje. Los ciudadanos se ocuparían de ello; dejarían las copias de impresora para aquellos que les siguieran. Algunos, al menos, lo harían. Era imposible que el gobierno fuera casa por casa y requisara las copias de impresora. Era una tarea que ni siquiera se atrevería a intentar.

    La principal dificultad de Duncan en estos momentos era comprimir el mensaje. No tenía mucho tiempo para formularlo, y no deseaba que fuera largo. Corto y simple pero efectivo, eso era lo que necesitaba.

    La voz de Snick le llegó de nuevo. Alzó la vista. El mecanismo de la cerradura había sido completamente cortado, y la sección redonda de la puerta en torno a él pateada. Yacía humeante sobre la moqueta.

    El rayo de Snick se metió por el agujero. Si había alguien al otro lado, en estos momentos tendría un enorme orificio en la barriga.

    ¡CIUDADANOS DEL MUNDO!
    VUESTRO GOBIERNO OS HA ESTADO OCULTANDO UNA FÓRMULA PARA RETRASAR EL ENVEJECIMIENTO POR UN FACTOR DE SIETE. SI LA HUBIERAIS TENIDO, HABRÍAIS VIVIDO SIETE VECES MÁS. EL CONSEJO MUNDIAL Y OTROS ALTOS FUNCIONARIOS ESTÁN UTILIZÁNDOLA PARA PROLONGAR SUS PROPIAS VIDAS. OS ESTÁN NEGANDO ESTA FÓRMULA.


    Aquello no era prosa «inmortal» ni nada parecido. Le hubiera gustado disponer del tiempo necesario para componer un mensaje mucho mejor. Dada la situación más que apremiante, tenía suerte pudiendo preparar simplemente esto.

    La parte más larga y difícil era asegurarse de que el ordenador recibía la fórmula correctamente grabada. Immerman la dio de memoria y luego, bajo las órdenes de Duncan, hizo que el ordenador la mostrara en una pantalla. Hizo las pocas correcciones necesarias, y el dato fue almacenado.

    ¡CIUDADANOS DEL MUNDO!
    VUESTRO GOBIERNO OS HA MENTIDO DURANTE MIL OBAÑOS. LA POBLACIÓN MUNDIAL NO ES DE OCHO MIL MILLONES. ES SÓLO DE DOS MIL MILLONES. REPITO: DOS MIL MILLONES. ESTA DIVISIÓN ARTIFICIAL DE LA HUMANIDAD EN SIETE DÍAS NO ES NECESARIA. EXIGID LA VERDAD. EXIGID QUE SE OS PERMITA REGRESAR AL SISTEMA NATURAL DE VIDA. ¡SI EL GOBIERNO SE RESISTE, REBELAOS! ¡NO OS SINTÁIS SATISFECHOS CON LAS MENTIRAS DEL GOBIERNO! ¡REBELAOS!
    MENSAJE AUTORIZADO POR DAVID JIMSON ANANDA, ALIAS GILBERT CHING IMMERMAN. AUTORIZADO TAMBIÉN Y TRANSMITIDO POR JEFFERSON CERVANTES CAIRD.


    Cuando los altos funcionarios vieran el nombre de Caird, iban a ponerse aún más furiosos. Y eso sería correcto. Que supieran que no estaba muerto.

    —Dile que repita las instrucciones y el mensaje —indicó Duncan a Immerman.

    Un crujido desde la pantalla mural le hizo mirar hacia ella. La puerta del vestíbulo había sido abierta a empujones o, más probablemente, de una patada propinada por alguien que luego había huido apresuradamente. Snick había disparado un rayo de advertencia. Duncan dudaba que se atrevieran a entrar en tromba por aquella entrada. Cortarían la pared en varios lugares al mismo tiempo e intentarían atacar por los flancos entrando a la vez a través de otras habitaciones. Tenían que ser cautelosos; no sabían cuántos defensores había. Sin embargo, no tenían mucho tiempo. La ciudad empezaría a agitarse a los diez minutos después de la medianoche. La mayoría de los ciudadanos irían de los petrificadores a la cama, pero los ganics y los trabajadores del primer turno saldrían en seguida. Si los inquilinos de aquellos superapartamentos salían al pasillo, avisarían inmediatamente a los ganics. Es decir, si no eran abatidos por el PUPA.

    —Dígale que no obedezca más instrucciones de usted ni de nadie más a partir de ahora —indicó Duncan.
    —Z Y F-U-E-R-A.
    —¿Es ése el código de cancelación?
    —Sí.

    Roció más BV al rostro de Immerman y lo arrastró hasta el sofá. Dijo:

    —Adiós, abuelo. Estás en un maldito lío, y te mereces cada átomo de los problemas que tengas a partir de ahora. Deberías haberme dejado tranquilo. Pero me alegra que no lo hicieras.

    Corrió al pasillo y a la puerta de su habitación. Todavía estaba cerrada, pero la palabra código la abrió. Roció de nuevo a Carebara, y luego llamó al número de la comisaría orgánica más cercana. Ignorando las exigencias del agente de que se identificara, dijo:

    —Ha habido varios asesinatos en el Complejo de Apartamentos D-7, Nivel 125. ¡Hay asesinos intentando entrar en el apartamento! ¡Apresúrense! ¡Quieren matarnos!

    El sargento estaba muy furioso. Se suponía que iba a salir pronto de turno y entrar en su petrificador. Sólo en las emergencias más extremas podía pasar al día siguiente.

    —Su mensaje ha sido registrado —dijo—. Enviaremos agentes ahí en tres minutos. ¿Cuál es su identificación? ¿Cuál es la situación? —Luego, tras contemplar un display que tenía a su lado, fuera de la vista de Duncan—: ¡No hay ningún registro de ese apartamento! ¿Qué está intentando hacer usted?
    —Apartamento 7-D, Nivel 125 —dijo Duncan—. Puede que no esté registrado, pero está ahí. No tendrán ningún problema en encontrarlo. ¡Apresúrese, hombre! ¡Se trata de asesinatos!

    Cortó la comunicación. El sargento estaría ahora comprobando la pantalla, intentando descubrir el origen de la transmisión, pero fracasaría. Los circuitos interceptores bloquearían cualquier canal de búsqueda de fuente.

    Duncan pasó revista a través de las pantallas a todas las habitaciones. Una sección había sido casi completamente cortada en la pared de la enfermería, y otra estaba empezando a serlo en la sala de almacenaje cercana al hangar. Pero los invasores tendrían que quemar las cerraduras de las puertas de esas habitaciones para conseguir llegar al pasillo.

    Llamó a Snick.

    —Reúnete conmigo fuera de la habitación junto al hangar. ¡Entrarán por ahí en menos de un minuto! ¡Estarán en el hangar en unos cuantos segundos también!

    Ella estaba allí antes que él porque Duncan se vio retrasado al tener que dar el código para abrir las dos puertas del comedor. Cuando entraba en el pasillo, vio a Snick disparar a través del agujero acabado de practicar en la puerta de la sala de almacenaje. Les llegaron gritos del otro lado.

    —¡Los ganics estarán aquí muy pronto! —gritó Duncan hacia la puerta—, ¡Les llamé hace cinco minutos!

    La única respuesta fue algunos gruñidos.

    Snick se había dirigido a la puerta del hangar. Disparó de nuevo justo después de que saltara el mecanismo de la cerradura. Se oyeron más gritos.

    —¡Vienen los ganics! —gritó de nuevo Duncan—. ¡Estarán aquí en unos segundos!

    Hubo un silencio, luego una voz dijo:

    —Seguro, tú los has llamado.

    Un rayo a través del agujero en la puerta abrió un cráter en la pared opuesta.

    Duncan se agachó y corrió al otro lado de la puerta. Hizo un gesto a Snick para que disparara de nuevo a través del agujero. Desde un lado, ella disparó el rayo en ángulo. Él se alzó entonces a medias y disparó a través de un ángulo distinto. Un hombre gimió.

    —¡No me importa si el mundo se derrumba a nuestro alrededor! —rugió Duncan—. ¡No me importa en absoluto! ¡No estoy mintiendo cuando digo que vienen los ganics!

    Se retiró pasillo abajo y habló a una pantalla mural. Ahora la cinta de su llamada a la policía sería mostrada en la sala de almacenaje y en el hangar. Deseó haber pensado antes en aquella confirmación.

    Pudo oír débilmente una conversación en el hangar.

    Quizá se estaban yendo; quizá no. Si tuvieran algo de buen sentido, en estos momentos estarían corriendo hacia las escaleras.

    Hizo un signo a Snick para que diera una patada a la puerta. Ella lo hizo y luego saltó hacia atrás. Él entró con la pistola crepitando, y Snick le pisó los talones, pero no había nadie vivo allí. Dos hombres, uno casi cortado por la mitad, yacían en el suelo.

    Faltaban ahora diez minutos para la medianoche. Las pantallas en la habitación estaban dando el último aviso. Estarían parpadeando por toda la ciudad, y los ganics maldecirían sin tregua. No podían ignorar aquella llamada, pero estaban tan condicionados que se sentirían terriblemente inquietos, si no presas del pánico, porque iban a quebrantar el día.

    Le dijo a la pantalla que había pasado la grabación de su llamada a los ganics, la que no tenía una brillante coloración naranja, que activara la apertura de las puertas en el techo. Ésas se deslizaron apartándose la una de la otra, revelando un cielo estrellado y dejando entrar un frío aire.

    Empezó a subir la escalerilla mientras decía por encima del hombro:

    —Deja aquí el cañón.

    Treparon al techo. Por todas partes, las torres y los puentes pulsaban naranjas, y las sirenas aullaban. Las puertas, actuando según sus instrucciones de cerrarse al cabo de sesenta y seis segundos, se deslizaron sobre sus guías una al encuentro de la otra.

    —Tendremos que bajar por la escalera —dijo él—. Será duro, pero si nos aferramos a las barandillas puede que no seamos derribados por los chorros de agua.

    Se echó a reír.

    —Es una lástima que no hayamos podido deslizamos por la barandilla. Nadie nos perseguirá. No hasta que hayamos llegado al fondo, y quizá ni siquiera entonces.
    —¿Qué es lo que vamos a hacer? —preguntó ella, mientras avanzaba apresuradamente a su lado. Las luces de advertencia y las sirenas habían parado ya.
    —No me gusta hacerlo, pero tendremos que partir de nuevo hacia el campo. Nos ocultaremos hasta que las cosas cambien, hasta que sea seguro para nosotros volver. Va a haber un maldito montón de problemas durante un tiempo. Pero yo apuesto por el pueblo, por lo que los historiadores llaman el levantamiento de las masas. Si las cosas no cambian a mejor, entonces nuestra suerte se habrá acabado. Pero hasta ahora nos ha ido bastante bien. Hemos tenido más suerte de la que quizá nos merezcamos.
    —Nosotros la creamos —dijo ella.
    —Ya veremos cómo la hemos creado. ¡Dios, me siento bien! ¡Hemos hecho lo que nadie había creído posible, incluido yo!

    Vitoreó alegremente a las estrellas.


    Fin

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