¡ATACADOS POR UN OSO GRIS!
Publicado en
abril 28, 2013
Drama de la vida real.
No sabían que aquel romántico paseo se convertiría en una encarnizada lucha por sus vidas
Por Peter Michelmore.
DALE JOHNSON y su novia, Rhonda Anderson, iban caminando por un angosto sendero hacia el lago Trout, en el Parque Nacional Glacier, de Montana. Eran las primeras horas de una tarde de octubre de 1991; mientras los rayos del sol se filtraban entre las copas de los árboles, Dale, de 31 años de edad, delgado y de barba oscura, avanzaba a paso lento.
—Ya falta poco —dijo, para animar a Rhonda, de 27 años, que lo seguía de cerca.
Rhonda, bonita y esbelta, vestía camiseta y pantalones cortos; adornaba su pelo castaño claro con una pañoleta color de rosa, y llevaba unos pendientes de abalorios, regalo de su compañero.
La pareja había ido charlando animadamente; sus voces rompían el silencio del bosque. Pero ahora, en armonía con la paz que los rodeaba, se habían quedado callados. Cuando llegaron a un recodo del sendero, Dale se detuvo de pronto y se quedó inmóvil, pues había percibido un movimiento entre los arbustos que había un poco más adelante, y al mismo tiempo había oído un gruñido gutural. Luego, horrorizado, vio que dos osos de pelaje color canela se lanzaban, resoplando, hacia él. Sintió que el corazón le latía con fuerza. ¡Osos grises!
Dale vio con el rabillo del ojo que Rhonda, de un salto, se ponía a cubierto detrás de un árbol. Pero él se quedó paralizado de terror. Los osos estaban a punto de embestirlo; la furia con que corrían hacía que el pelaje se les ondulara.
¡No corras!, pensó Dale. Para el oso gris, cualquier animal o persona que corra es una presa, y es capaz de perseguirla a una velocidad que ningún hombre puede igualar. Se le ocurrió una táctica desesperada: Aparenta que eres más grande. Engáñalos. Saltando y gritando al tiempo que daba manotazos en el aire, Dale se enfrentó a la acometida de las bestias. De inmediato, uno de los osos dio marcha atrás y se internó en la espesura del bosque, pero el otro —180 kilos de incontenible ferocidad— se abalanzó sobre él.
El hombre cogió una rama de la longitud de un palo de escoba y del grosor de su muñeca y asestó con ella un fuerte golpe en el cráneo del oso. Al mismo tiempo, profirió un grito escalofriante. Al quebrarse la rama, Dale rodó por tierra y se hizo ovillo. Los guardabosques siempre recomiendan a la gente hacerse ovillo, en caso de ataque, pues se supone que así el oso no se siente amenazado.
Dale, de cara a la tierra, se colocó más arriba la mochila que traía a la espalda. Debes protegerte el cuello, pensó. En eso, sintió que las garras del animal le rasgaban la espalda. El sonido de sus gritos ahogó toda sensación de dolor. Sólo Rhonda, que observaba oculta detrás del árbol, recordaría después los terribles momentos que siguieron.
"EL RECORRIDO hasta el lago y de regreso es de 11 kilómetros", había dicho Dale una hora antes, cuando estacionaron la camioneta para emprender la excursión.
Un letrero colocado donde comenzaba el sendero les advirtió que se estaban internando en territorio de osos. Pero, como vivían en la cercana población de Whitefish, Rhonda y Dale sabían bien que ese parque lo habitaban osos negros y grises, así que siempre procedían con cautela.
El ruido era la mejor protección contra un encuentro sorpresivo con el peligroso oso gris. Para mayor seguridad, Dale acostumbraba atar una campanita a su mochila, pero ese día la había olvidado.
Rhonda notó que era la una de la tarde, y recordó que los osos casi siempre se veían muy de mañana o ya cerca del ocaso. A esta hora, deben de estar dormidos todos, pensó. En todo caso, Dale y Rhonda sabían que los osos prefieren guardar su distancia. Era raro que un oso gris atacara sin que mediara provocación.
CUANDO RHONDA vio a los osos grises, su primera reacción fue trepar a un árbol. Presa de pánico, buscó a tientas una rama pero no encontró ninguna a su alcance. Paralizada de terror, vio al oso dar zarpazos a los hombros de Dale y luego morderle con sus enormes fauces el brazo izquierdo, el que zarandeó de un lado a otro, triturándole el músculo y el hueso. Angustiada, pensó: ¡Lo está matando! ;Tengo que hacer algo!
En eso, le vino a la mente la imagen del feroz perro Labrador de su vecino. Un día en que Rhonda sacaba la basura, el animal se le había acercado gruñendo. La muchacha había alzado el bote metálico y lo había sostenido frente a ella a manera de escudo, para detener el ataque del can. Luego, le había gritado: "¡Quieto, Buster, quieto!" El tono enérgico de su voz había hecho retroceder al perro.
Escudándose con su mochila, Rhonda avanzó con paso firme hacia el corpulento animal y gritó: "¡Oso! ¡Fuera de aquí!"
La descomunal bestia, sobresaltada, soltó el brazo de Dale y miró entorno suyo; con la velocidad de un relámpago, embistió a Rhonda, que se tambaleó. La muchacha vio, en una escena borrosa, unos dientes descomunales y garras ambarinas de diez centímetros de largo. Los dientes se clavaron en la mochila y las garras le laceraron la muñeca derecha. Brotó sangre a borbotones de la herida y Rhonda cayó de rodillas gritando de dolor.
Al oír los gritos de Rhonda, Dale salió de su aturdimiento a tiempo para ver a su compañera y al oso, frente a frente, a unos cuantos centímetros el uno de la otra. "¡Oso! ¡Oso!", vociferó, para atraer la atención del animal y alejarlo de Rhonda. La bestia volvió la cabeza y se abalanzó de nuevo sobre Dale.
—¡Tírate al suelo! —le gritó a Rhonda.
No podemos defendernos, razonó. ¡Debemos fingir que estamos muertos!
Un instante después, Dale sintió que lo alzaban. La fiera lo había sujetado de los glúteos con los dientes y lo sacudía con violencia. Sintió varios zarpazos en los hombros. La tremenda descarga de adrenalina en el torrente sanguíneo lo había vuelto insensible al dolor, pero sabía que su cuerpo estaba siendo destrozado. Y se dijo: Si no me suelta pronto, acabará conmigo.
Rhonda había oído a Dale gritarle que se tendiera, pero no podía abandonarlo a su suerte. Cogió su destartalada mochila y avanzó una vez más gritando, para atraer la atención de la fiera.
Esta vez, el oso la atacó en posición erecta. Alzándose por encima de ella, le rasgó el cuello a zarpazos y le clavó los dientes hasta el hueso en el brazo izquierdo.
Rhonda consiguió mantenerse en pie, muy cerca del oso; ahora no sentía dolor, pero sí una rabia incontenible. Apretando las quijadas, le asestó a su enemigo un puñetazo en el estómago. Al instante, la bestia la lanzó al suelo. Cuando la muchacha pensaba que sería otra vez presa de sus enormes fauces, el oso gris se puso en cuatro patas y se internó en la espesura.
DALE SE INCORPORÓ a duras penas. Tenía el brazo izquierdo aplastado a la altura del codo; en el antebrazo, una herida abierta dejaba el hueso al descubierto. Una extraña sensación en los glúteos le indicaba, sin lugar a dudas, que el oso le había arrancado un trozo de carne.
Rhonda se las ingenió para desatar la camisa deportiva que llevaba anudada a la cintura, y se vendó la muñeca. Le manaba sangre de las heridas del cuello y del hombro.
—Lamento haberte metido en esta pesadilla —le dijo Dale.
Se juró a sí mismo que no dejaría a su compañera morir de una forma tan lamentable en un sendero del bosque.
—Tenemos que regresar a la camioneta —añadió—. Nadie vendrá a buscarnos.
Colgándose la mochila del hombro sano, Rhonda inició la caminata de regreso. La muchacha tenía mucha confianza en sí misma. De camarera en un motel y mesera en un restaurante de servicio rápido, había ido ascendiendo hasta ocupar el puesto de examinadora en una oficina de registro de la propiedad. En ese momento, su principal preocupación era Dale, cuyas heridas eran profundas. Tendrían que caminar cinco kilómetros, pero no impugnó la determinación de su novio.
En un lapso de diez años, Dale se había servido de sus conocimientos de electrónica, adquiridos en una pequeña universidad de Oregon, su estado natal, para convertirse en copropietario de una empresa especializada en fotografía aérea computarizada. En busca de un sitio donde pudieran combinar los negocios con la vida al aire libre, él y sus socios trasladaron la compañía a Flathead Valley, en Montana.
Detrás de Rhonda, Dale iba lanzando gritos para ahuyentar a cualquier osos que aún hubiera en esos parajes. El dolor del brazo se le intensificaba por momentos. Se sentía mareado, pero bien sabía que si se permitía entrar en estado de choque moriría sin remedio. Con todo, por ser excursionista y montañista consumado, se daba cuenta de que estaba a punto de llegar al límite de sus fuerzas.
En eso, Rhonda divisó el riachuelo que, según recordaba, corría cerca del comienzo del sendero. En su reloj eran las 2:32 de la tarde —habían transcurrido 32 minutos desde el momento del ataque— cuando por fin llegaron a la camioneta.
—Hemos podido llegar hasta aquí —dijo Dale, con voz apagada—. La siguiente etapa no nos resultará tan difícil.
Pero tenía el rostro crispado de dolor, y Rhonda comprendió que debía hacerse cargo de la situación. Sacó las llaves de su mochila, abrió la portezuela y se acomodó detrás del volante. Le dijo a su novio:
—Creo que podré conducir.
Rhonda no tenía suficiente fuerza en el brazo izquierdo para sostener el volante mientras hiciera los cambios de velocidad con la mano derecha, así que Dale se encargó de esa operación mientras ella pisaba el pedal del embrague. Aturdida, trató de no salirse de la carretera.
Tras recorrer varios kilómetros en esas condiciones, finalmente llegaron al albergue del lago McDonald, que estaba cerrado por fin de temporada. Dale descubrió allí un teléfono público y gritó a Rhonda que metiera la camioneta en la calzada de acceso.
Afortunadamente, el teléfono funcionaba. Dale marcó el 911, número de urgencias.
—Necesitamos que nos auxilien —pidió con voz ronca—. Nos atacó un oso.
La operadora tomó nota del sitio en que se encontraban y avisó a la administración del Parque Glacier.
El guardabosques Charlie Logan llegó al albergue en cuestión de minutos, y pronto se presentó también una patrulla de caminos con una enfermera, quien les administró suero por vía intravenosa. A las 3:30 de la tarde, los maltrechos excursionistas ya iban en una ambulancia rumbo al hospital.
DALE Y RHONDA estuvieron hospitalizados ocho días, y a cada uno lo sometieron a tres operaciones. Aparte de las heridas de la espalda y de los glúteos, Dale tenía el brazo izquierdo fracturado, y el oso le había arrancado un fragmento de hueso de 25 milímetros de longitud. Los cirujanos le practicaron luego una cuarta operación para repararle la lesión del codo. Rhonda tenía el bíceps izquierdo totalmente desgarrado, y se le encontraron fragmentos de diente de oso incrustados en el húmero. El zarpazo que le había asestado la bestia en el cuello distaba sólo seis milímetros de la vena yugular.
En la tercera noche de ambos en el hospital, Rhonda se sentó a la cabecera de Dale y le contó cómo había intentado ahuyentar al oso con su mochila.
—Pensé que te iba a matar, y tenía que hacer algo —le dijo.
—No sabía por qué me había soltado —respondió Dale, con la voz quebrada—. ¡Me salvaste la vida!
Como parte de su tratamiento de convalecencia, Rhonda regresó a su cabaña del bosque, de dos habitaciones. Allí vio una videocinta documental acerca de la vida en las regiones del norte, que tanto le gustaban, mientras su gato se le acurrucaba en el regazo.
Antes del ataque del oso gris, no sabía en realidad lo peligrosos que pueden ser estos animales cuando se enfurecen. Pero el percance la había enfrentado a su propia vulnerabilidad y le había hecho ver cuánto necesitamos de la cercanía de la familia y los amigos, así como la importancia de brindarles nuestro apoyo cuando nos necesitan.
Con el brazo izquierdo enyesado, a Rhonda le costaba mucho desempeñar hasta las tareas más sencillas. Un día sonó el teléfono cuando intentaba, con dedos torpes, trenzar su larga cabellera. Era Dale. La relación de ambos había adquirido una nueva dimensión. Si el amor se basaba en el respeto mutuo, ambos sabían que el suyo tenía una base sólida.
—Ni siquiera puedo hacerme trenzas —comentó, exasperada—. Estoy pensando en cortarme el pelo.
Tras breve pausa, él respondió:
—Ven a mi casa. Te prepararé la cena.
Al llegar su novia, Dale, con gran ternura, la invitó a sentarse y se puso a trenzarle el pelo. Rhonda pensó que aquel era el gesto más delicado que alguien hubiera tenido con ella en toda su vida.
ILUSTRACIONES: BRYANT EASTMAN