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marzo 17, 2013
I
El primer día de mayo del año de nuestro Señor de 1680, los monjes franciscanos Egidio, Romano y Ambrosio fueron mandados por su Superior desde la ciudad cristiana de Passau hasta el Monasterio de Berchtesgaden, en los alrededores de Salzburgo. Yo, Ambrosio, era entonces el más joven y fuerte de ellos, ya que sólo tenía veintiún años.
Sabíamos que el monasterio de Berchtesgaden se encontraba en una comarca agreste y montañosa, cubierta de oscuros bosques infestados de osos y espíritus perversos, y nuestros corazones se hallaban llenos de pesadumbre al pensar qué podría ocurrirnos en un lugar tan horrible. No obstante, como es un deber cristiano ofrecer el sacrificio de nuestra obediencia a la Iglesia, no protestamos, e incluso nos sentimos alegres de acatar de esta forma el deseo de nuestro reverendo Superior.
Después de recibir la bendición y de rezar por última vez en la iglesia de nuestro Santo, cerramos nuestras capuchas, nos calzamos sandalias nuevas e iniciamos nuestra marcha acompañados por las bendiciones de todos. A pesar de que el trayecto era largo y peligroso, no perdimos la esperanza, ya que ésta es en el fondo el principio y fin de toda religión, y además una característica de la juventud, que también sirve de apoyo en la vejez. Por ese motivo, nuestros corazones superaron enseguida la tristeza de la partida y se alegraron con los nuevos y diversos paisajes que nos ofrecía nuestro primer contacto verdadero con la hermosura de la tierra, tal y como Dios la creó. El colorido y el brillo de la atmósfera recordaban al manto de la Santísima Virgen: el sol resplandecía como el Áureo Corazón del Salvador, del que brota luz y vida para la humanidad entera. La bóveda azul oscura que se desplegaba en las alturas formaba, también, un precioso oratorio en el que cada hoja de hierba, cada flor y cada criatura ensalzaba la gloria de Dios.
Mientras atravesábamos las múltiples aldeas y ciudades que se escalonaban a lo largo de nuestra travesía, miles de personas atareadas en todos los trabajos de la vida cotidiana nos ofrecían a nosotros, pobres monjes, un espectáculo nuevo e insólito que nos llenaba de asombro y admiración. Muchas iglesias se nos presentaban conforme avanzábamos en nuestro itinerario, y la caridad y el fervor popular se ponía de manifiesto en el júbilo con que éramos acogidos y en la velocidad con que satisfacían cualquier necesidad que manifestáramos, haciendo que nuestros corazones se encontrasen plenos de gratitud y alborozo. Todos los emplazamientos de la Iglesia eran prósperos y opulentos, lo que demostraba que eran vistos con buenos ojos, y protegidos por el buen Dios a quien servimos. Los huertos y jardines de monasterios y conventos estaban muy bien cultivados, mostrando así la habilidad y dedicación de los piadosos campesinos y de los honrados habitantes de los claustros. Era una gloria poder escuchar el repique de las campanas que anunciaban cada hora del día, y los dulces tañidos parecían las voces de ángeles que entonasen alabanzas al Señor.
Allí donde llegábamos, saludábamos a las personas en nombre de nuestro santo superior. Encontrábamos todos los ejemplos imaginables de humildad y alegría; mujeres y niños se echaban a la vera del camino y se apelotonaban a nuestro alrededor para besarnos las manos y pedirnos que les bendijéramos. Casi podría decirse que ya no éramos los humildes esclavos del Señor, sino los amos y señores de toda aquella hermosa tierra. Pero que no se arraigue la soberbia en nuestro espíritu; debemos conservar la modestia para no desviarnos de las reglas de nuestra Orden, ni pecar tampoco contra nuestro bienaventurado Santo.
Yo, el hermano Ambrosio, debo confesar con vergüenza y remordimiento, que mi alma se dejó arrastrar con demasiada frecuencia por pensamientos muchas veces mundanos y pecaminosos. Me parecía que las mujeres se empeñaban con mayor afán en besar mis manos que las de mis hermanos, lo que sin duda no era cierto, ya que no soy en absoluto más santo que ellos y, además, soy más joven y menos experto en el temor y los mandamientos del Señor. Cuando percibí el error en que incurrían las mujeres y noté la forma en que las doncellas fijaban en mí sus ojos, me sentí aterrado y me pregunté si estaría en condiciones de mantenerme indemne en caso de que me llegara la tentación; y con frecuencia pensé, tembloroso y asustado, que los votos, las oraciones y la penitencia no bastan en sí mismos para convertirlo a uno en santo; es necesario tener un corazón cuya pureza sea tanta que ignore la tentación. ¡Infeliz de mí!
Al caer la noche siempre nos alojábamos en algún monasterio, e invariablemente éramos calurosamente recibidos. Nos daban comida y bebida en abundancia, y al sentarnos a la mesa, los monjes acostumbraban a reunirse alrededor de nosotros pidiéndonos noticias de ese inmenso mundo que teníamos el privilegio de haber visto y conocido tanto. Cuando conocían cuál era nuestro destino, normalmente nos compadecían, por haber sido condenados a vivir en aquella inhóspita región montañosa. Nos hablaban de glaciares, montañas coronadas de nieve y gigantescos promontorios, torrentes impetuosos, cuevas y tenebrosas selvas; asimismo, solían hacer referencia a un lago tan terrible y misterioso que no tenía igual en el mundo. ¡Que Dios se apiade de nosotros!
Al quinto día de nuestro viaje, cuando nos encontrábamos un poco más allá de Salzburgo, pudimos contemplar un extraño y ominoso espectáculo. Sobre el horizonte, justamente frente a nosotros, se levantaba un enorme banco de nubes, con infinidad de puntos grises y manchas aún más oscuras, y arriba, en medio de esas nubes y del cielo azul, aparecía como un segundo firmamento de blancura inmaculada. Aquel paisaje nos intrigó y alarmó considerablemente. Las nubes permanecían estáticas; las miramos durante horas y no logramos advertir el menor cambio. Después, aquella misma tarde, cuando el sol desaparecía en poniente, las nubes comenzaron a brillar de forma resplandeciente. ¡Brillaban y refulgían de forma asombrosa, dando en ocasiones la impresión de haberse incendiado!
Nadie puede imaginar nuestro desconcierto al ver que lo que habíamos tomado por nubes eran únicamente tierra y rocas. Es más, estábamos en presencia de las montañas de que tanto nos habían hablado, y aquel extraño firmamento blanco era en realidad las nevadas cumbres de la cordillera, que, tal y como afirman los luteranos, les es posible mover con su fe. Aunque yo lo dudo mucho.
II
Al pararnos a la entrada del desfiladero que se adentraba en las montañas, nos sobrecogió el desaliento. Aquello parecía la boca del Infierno. A nuestra espalda se extendía la bella campiña que acabábamos de recorrer y que en aquel momento nos veíamos obligados a dejar para siempre. Frente a nosotros se levantaban, ceñudas, las montañas con sus inhóspitos precipicios y sus selvas encantadas que interrumpían la visión, y llenas de peligros para el cuerpo y el alma. Vigorizamos nuestro ánimo con aguardiente, y entramos en el angosto desfiladero rezando y susurrando anatemas contra el mal, en nombre de Dios, abriéndonos camino y preparados para enfrentar cuanto pudiese ocurrir.
Mientras recorríamos prudentemente nuestro trayecto, árboles enormes dificultaban nuestro avance, y un denso follaje casi suprimía la luz del día, de tan fría y profunda como era su sombra. El sonido de nuestras pisadas y voces —cuando nos atrevíamos a hablar— se repetía en el eco de los enormes promontorios que bordeaban el desfiladero con tanta claridad y de forma tan reiterada —y a pesar de ello, tan diferente cada vez— que casi podíamos asegurar que nos acompañara una turba de seres invisibles, dispuestos a reírse de nosotros, y a burlarse de nuestro miedo. A nuestro paso, enormes aves de presa, a las que nuestra aparición había llevado a abandonar sus nidos construidos en la cima de los árboles y en las laderas de los promontorios, se balanceaban sobre altísimos riscos y nos miraban malignamente; buitres y cuervos graznaban sobre nuestras cabezas con tonos ásperos y estridentes que nos helaban la sangre en las venas. Ni siquiera nuestros cánticos religiosos y nuestras plegarias lograban traernos la paz, ya que no hacían sino atraer otras aves y, encima, sus propios ecos multiplicaban aquel horrendo barullo que nos acosaba. Nos sorprendió ver que algunos de aquellos inmensos árboles habían sido arrancados de cuajo de la tierra, y que habían sido lanzados sobre las colinas, ladera abajo. Temblábamos al pensar en lo gigantescas y terribles que habrían de ser las manos capaces de semejante proeza. A veces pasábamos junto al borde de escarpados precipicios y las oscuras grietas abiertas en las profundidades mostraban un espectáculo espeluznante. Se levantó un tormenta y quedamos casi cegados por los fuegos del cielo, mientras nos ensordecían truenos mil veces más salvajes de los que nunca habíamos escuchado hasta entonces. Por fin nuestro terror llegó a un paroxismo tal que a cada minuto esperábamos que algún diablo surgido del Infierno saltara desde detrás de una roca y nos atacara, o que un oso terrible apareciese de en medio de la maleza para cuestionar nuestro derecho a seguir aquel viaje. Pero el sendero se veía atravesado únicamente por ciervos y zorros, y de alguna forma se fueron apaciguando nuestros temores al entender que nuestro bienaventurado Santo no era menos poderoso en las gigantescas montañas que en las llanuras.
Finalmente llegamos a orillas de una corriente cuyas aguas, cristalinas y plateadas, mostraron ante nuestros ojos un agradable espectáculo. En sus profundidades, flanqueadas por rocosos peñascos, pudimos ver preciosas truchas doradas, tan grandes como las carpas que viven en el estanque de nuestro monasterio, en Passau. Incluso en estas comarcas salvajes, el Cielo ha otorgado generosamente los elementos necesarios para que los fieles lleven a cabo la abstinencia.
Bajo los negros pinos, al lado de inmensos riscos cubiertos de musgo, brotaban hermosas flores de color dorado o azul oscuro. El hermano Egidio, que era tan erudito como piadoso, conocía aquellas plantas gracias a su herbario y nos mostró cuáles eran sus nombres. Nos deleitamos en la contemplación de escarabajos y mariposas brillantes que, tras la lluvia, habían dejado sus escondrijos. Recogimos ramilletes de flores y perseguimos hermosos insectos alados, olvidando, embriagados por la alegría, las oraciones y las preocupaciones, los osos y los espíritus del mal.
Pasaron muchas horas sin que viéramos una casa o un ser humano. Lentamente nos íbamos internando cada vez más profundamente en la región montañosa; las dificultades que nos veíamos obligados a afrontar se hacían cada vez mayores y se repetían los horrores de nuestro inhóspito paisaje, aunque impresionando cada vez menos nuestros espíritus, ya que comprendimos que el buen Dios nos estaba resguardando para que pudiésemos servir durante más tiempo a Su santa voluntad. Un recodo del tranquilo arroyo se interpuso en nuestro camino y, al acercarnos, comprobamos con júbilo que lo atravesaba un puente rudimentario, aunque muy sólido. Cuando nos disponíamos a cruzarlo, miré casualmente a la otra orilla y vi algo que me heló la sangre. En la margen opuesta había una pradera cubierta de bellas flores, ¡y en el centro se levantaba un patíbulo del que colgaba el cadáver de un hombre! Tenía el rostro vuelto hacia nosotros y pude distinguir con absoluta claridad sus facciones, que a pesar de hallarse ennegrecidas y distorsionadas, mostraban claramente que la muerte le había llegado ese mismo día.
Me disponía a llamar la atención a mis compañeros sobre aquel siniestro espectáculo, cuando ocurrió algo asombroso: en la pradera apareció una joven de largo y dorado cabello, sobre el cual lucía una corona de pimpollos. Vestía un traje de color rojo brillante, y me dio la impresión de que iluminaba toda la escena como si fuese una llama viva. No había nada en su conducta que demostrase el menor temor ante el cuerpo que colgaba en el patíbulo; muy al contrario, se acercó hasta él con sus pies desnudos sobre la hierba, mientras cantaba en voz alta y suave, y al tiempo que agitaba los brazos intentando ahuyentar a las aves de presa que se apiñaban alrededor de la horca y proferían estridentes graznidos, acompañados de violentos aleteos y rechinar de picos. Cuando la muchacha se acercó, las aves levantaron el vuelo, a excepción de un enorme buitre que permaneció encaramado en el patíbulo como si quisiera desafiar o amenazar a la joven. Ella se aproximó a la repugnante criatura saltando, bailando y gritando hasta que logró asustarla, obligándola a desplegar sus enormes alas y a alejarse con un pesado vuelo. Entonces la niña paró de danzar, se situó al pie del patíbulo y fijó su mirada tranquila y reflexiva en el cuerpo del desdichado que se balanceaba en la cuerda.
El canto de la muchacha había llamado la atención de mis compañeros, y los tres permanecimos contemplando a la encantadora joven y a la insólita escena que la rodeaba, demasiado aturdidos como para pronunciar palabra.
Mientras observaba la sorprendente situación, sentí como si un escalofrío recorriese mi cuerpo. Dicen que éste es el indicio inequívoco de que alguien acaba de pisar el lugar que habrá de ser su tumba. Por sorprendente que parezca, sentí el estremecimiento en el mismo momento en que la muchacha caminaba bajo el patíbulo. Todo esto no hace sino demostrar, a pesar de todo, hasta qué punto las legítimas creencias de los hombres se encuentran sembradas de absurdas supersticiones, ya que, ¿cómo es posible que un devoto fiel de San Francisco termine siendo enterrado bajo un patíbulo?
—¡Démonos prisa —insté a mis compañeros—, y recemos unas plegarias por el alma del difunto!
Enseguida llegamos al lugar indicado y, sin levantar la mirada, rezamos con acendrado fervor, y en especial yo, ya que mi corazón rebosaba compasión por el desgraciado pecador que pendía en lo alto. Recité las palabras de Dios, que dijo «La venganza es mía», y recordé que el amado Salvador perdonó al ladrón que se encontraba clavado en la cruz, junto a Él. ¿Quién podría decir que no habría también misericordia y perdón para aquel desgraciado ajusticiado en el patíbulo?
Al acercarnos, la joven se retiró unos pocos pasos, sin saber qué hacer respecto a nosotros y a nuestras oraciones. Inesperadamente, sin embargo, en medio de nuestras plegarias, oí cómo exclamaba con su tono melodioso, semejante al tañido de una campana: «¡El buitre! ¡El buitre!», con un tono agitado, como si fuese presa de un intenso miedo. Al mirar hacia arriba, vi una gigantesca ave gris que sobrevolaba los pinos y se lanzaba inmediatamente en nuestra dirección. Estaba claro que al buitre no le dábamos miedo nosotros, ni nuestro sagrado ministerio, ni nuestras piadosas oraciones. Mis hermanos, sin embargo, se enfadaron con la interrupción provocada por las palabras de la joven, y la reprendieron severamente, aunque yo les dije:
—Puede que la niña sea pariente del difunto. Meditad en esto, hermanos: esa terrible bestia se dispone a desgarrar la carne del rostro y a alimentarse con sus manos y con el resto de su cuerpo. Es muy lógico que haya gritado espantada.
Uno de los hermanos dijo:
—Acércate a ella, Ambrosio, y dile que se calle para que podamos rezar en paz por el espíritu de este pecador.
Me abrí camino entre las olorosas flores hasta el lugar en que se encontraba la muchacha, con sus ojos todavía fijos en el buitre que volaba en círculos cada vez menores sobre el patíbulo. La exquisita figura de la chica se destacaba espléndidamente junto al macizo de flores plateadas que crecían en el arbusto a cuyo lado se había parado; y sucumbí a la tentación de observarla un instante. Erguida y esbelta, me contempló mientras me acercaba, a pesar de que me pareció ver un destello de miedo en sus enormes ojos oscuros, como si temiese que pudiese hacerle algún daño. Ni siquiera al llegar más cerca realizó el gesto de adelantarse —como suelen hacer mujeres y niños— para besar mis manos.
—¿Quién eres? —le pregunté—. ¿Y qué haces en este horrible lugar, totalmente sola?
No me contestó, ni hizo tampoco el menor gesto, por lo que me vi forzado a repetir mi pregunta:
—Dime, pequeña, ¿qué es lo que estás haciendo aquí?
—Espantando a los buitres —me contestó con una voz suave y melodiosa, realmente agradable.
—¿Eres pariente del muerto? —le pregunté.
Ella negó con la cabeza.
—¿Le conocías, entonces —continué—, o es que te estás apiadando de las circunstancias tan poco cristianas de su muerte?
Pero la joven permaneció callada, y tuve que reanudar mi interrogatorio.
—¿Cómo se llamaba, y por qué le ajusticiaron? ¿Cuál fue su delito?
—Su nombre era Nathaniel Afinger, y mató a un hombre a causa de una mujer — respondió ella con voz clara, y en un tono de la mayor indiferencia imaginable, como si el crimen o el ajusticiamiento fuesen acontecimientos sin el menor interés. Me quedé estupefacto y la miré severamente, pero su aspecto era tranquilo, sin que se advirtiese en él nada de asombroso.
—¿Conociste al reo?
—No.
—¿Y a pesar de ello vienes hasta aquí para proteger su cuerpo de las aves carroñeras?
—Sí.
—¿Por qué haces algo así por una persona a la que ni siquiera conoces?
—Siempre lo hago.
—¿Cómo?
—Siempre que alguien es colgado en este patíbulo, me acerco hasta aquí y ahuyento a los buitres y cuervos, obligándolos a buscarse comida en otro lado. ¡Mire..., ahí se acerca otro buitre!
Profirió un grito salvaje, gesticuló con los brazos encima de la cabeza y se lanzó a la carrera a través del prado de una forma que me llevó a creer que estaba loca. La enorme ave se alejó volando, y la joven retornó tranquilamente a mi lado; apretó sobre el corazón sus manos morenas y exhaló un profundo suspiro, como si estuviese agotada. Le pregunté con la mayor amabilidad que fui capaz de darle a mis palabras:
—¿Cuál es tu nombre?
—Benedicta.
—¿Quiénes son tus padres?
—Mi madre murió.
—Bueno, pero ¿quién es tu padre?
Se quedó callada. Entonces la exhorté para que me dijese dónde vivía. Mi intención era llevarla hasta su casa y apremiar a su padre para que cuidase mejor de la joven, y no la dejase vagabundear nuevamente por un sitio tan horrible. —¿Dónde vives, Benedicta? Dímelo, por favor. —Aquí. —¿Cómo que aquí? Pero, hija mía, aquí sólo hay un patíbulo.
Ella señaló hacia los árboles. Siguiendo la dirección de su dedo vi entre los pinos una cabaña destartalada que parecía más un establo que una vivienda. Entonces entendí inmediatamente, mejor que si me lo hubiese dicho ella misma, quién era su padre.
Al volver al lado de mis compañeros, éstos me preguntaron quién era aquella joven, y yo les contesté: —Se llama Benedicta, y es la hija del verdugo.
III
Después de encomendar el espíritu de aquel desgraciado a la intercesión de la Santísima Virgen y de todos los Santos, dejamos aquel lugar maldito, aunque mientras nos marchábamos me permití volver la cabeza para mirar una última vez a la hermosa hija del verdugo. Seguía en el lugar donde la había dejado; sus ojos no se apartaban de nosotros. Su bella y blanca frente estaba todavía coronada por aquella guirnalda de prímulas que le otorgaba un encanto añadido a la maravillosa hermosura de sus facciones y de su expresión, y sus enormes ojos oscuros refulgían como las estrellas en una medianoche invernal. Mis hermanos, para quienes la hija de un verdugo era algo completamente ajeno a nuestra fe, me echaron en cara el interés que había demostrado por la doncella. Me entristeció pensar que a esa dulce y bella jovencita se la marginaba y despreciaba por crímenes que no había cometido. ¿Por qué colocarle como un estigma vergonzoso la horrible profesión de su padre? ¿Acaso no eran las más profundas convicciones cristianas las que empujaban a esta delicada criatura a espantar a los buitres del cadáver de un congénere a quien ni siquiera había conocido en el pasado y al que se había condenado a muerte? Me parecía que el suyo había sido un acto más caritativo que el de cualquier cristiano declarado que dona constantemente dinero a los pobres. Participé aquellas reflexiones a mis compañeros, aunque pude comprobar con gran pesar por mi parte que no las compartían en absoluto. Me replicaron que era un idealista y un loco que animaba la intención de derribar las antiguas y edificantes costumbres del mundo. Todos están obligados, me dijeron, a despreciar a la clase a la que pertenecen tanto el verdugo como su familia, ya que quienes se relacionan con semejantes criaturas no logran escapar jamás a la contaminación que provocan. Tuve a pesar de todo la temeridad de sostener firmemente mis argumentos, y con la humildad adecuada cuestioné la justicia de tratar a esas personas como criminales, por el mero hecho de formar parte del mecanismo utilizado por la ley para castigar a los delincuentes. El hecho de que en la iglesia al verdugo y a su familia les es asignado un rincón oscuro y apartado, exclusivo para ellos, no puede apartarlos de nuestro deber, como servidores del Señor, de predicar el evangelio de justicia y perdón y de dar un ejemplo de amor y piedad cristianos. Sin embargo mis hermanos se enojaron de tal forma conmigo, y sus voces resonaron atronadoras en aquella desolada región hasta un punto tal, que comencé a creerme un gran pecador, a pesar de que no lograba entender cuál podría haber sido mi error. Lo único que me quedó por hacer fue confiar en que el Cielo fuese más clemente con nosotros de lo que nosotros lo éramos con nuestros semejantes. Al pensar en la joven, fue un consuelo para mí recordar que su nombre era Benedicta. Puede que sus padres la hubiesen bautizado con ese nombre sabedores de que nadie más la bendeciría nunca.
Pero no puedo dejar de describir también la asombrosa región a la que acabábamos de llegar. Si no estuviésemos completamente seguros de que el mundo entero es obra del Señor, podríamos tener la tentación de imaginar que una comarca de semejante apariencia sólo podría ser el reino del Maligno.
Bastante más abajo de nuestro camino, el río rugía y bramaba lanzando espuma en medio de gigantescos peñascos cuyas puntas grises parecían taladrar el cielo. A nuestra izquierda, conforme íbamos escalando en el desfiladero, aparecía una floresta de pinos de terrible aspecto, y justo frente a nosotros se alzaba una tremenda cumbre. Esa montaña, a pesar de su apariencia tenebrosa, mostraba también un aspecto cómico: era blanca y puntiaguda como el gorro de un bufón, y daba la impresión de que alguien había derramado además un costal de harina sobre la cabeza de tan ridículo personaje. Pero después de todo, se trataba únicamente de nieve. ¡Nieve en medio del espléndido mes de mayo! ¡Sin duda, las obras del Señor son portentosas hasta el punto de aniquilar cualquier incredulidad! Pensé que si aquella venerable montaña sacudiese la cumbre, la comarca entera quedaría cubierta por nubes de nieve.
Nos sorprendió bastante comprobar que a lo largo de nuestro camino entre los árboles, se habían ido abriendo claros de suficiente tamaño como para instalar en ellos una cabaña y una huerta. Algunas de aquellas rústicas edificaciones se encontraban emplazadas en lugares de los que se podría pensar que sólo las águilas tendrían la suficiente audacia como para instalar allí sus nidos. Pero parece ser que no existe ningún lugar que se vea libre de la intromisión del Hombre, que es capaz de extender su mano para apoderarse de todo, incluyendo lo que está en el aire. Cuando finalmente llegamos a nuestro destino y vimos el templo y la casa construidos en esta desolada comarca para honra y gloria de nuestro amado Santo, una piadosa emoción nos embargó. Sobre la superficie de un pedregoso promontorio cubierto de pinos se encontraba un grupo de casas y cabañas; el monasterio se levantaba en medio, como si fuese un pastor rodeado por su rebaño. Tanto la iglesia como el monasterio eran de piedra tallada; su arquitectura, noble, amplia y confortable.
Que el buen Dios bendiga nuestra llegada a tan venerable hogar.
IV
Ya llevo algunas semanas en esta inhóspita comarca, que a pesar de todo cuenta también con la presencia del Todopoderoso, como en todas partes. Me encuentro bien de salud y esta casa dedicada a nuestro amado Santo es como un baluarte de la Fe, una morada de paz, un balneario para quienes desean huir de la furia del Maligno, o para quienes soportan sobre sus hombros cualquier tipo de angustia o pesar. Respecto a mí, no puedo decir tanto. Soy joven, a pesar de lo cual mi mente está en paz, tengo tan poca experiencia del mundo y de sus hábitos que me siento especialmente propenso a incurrir en cualquier error o a convertirme en alguien propenso al pecado. El transcurso de mi vida se parece a un riachuelo cuyo plateado caudal se desliza suave y sigilosamente entre campiñas apacibles y praderas llenas de flores; a pesar de ello, no ignoro que cuando se formen las tormentas y se desaten los truenos, puede que las lluvias lo transformen en un colérico torrente, sucio de barro, que arrastra impetuosamente hacia el mar los restos que atestiguan lo corrupto de su pasión y su poder.
No me empujaron a alejarme del mundo ni el entrar en el sagrado retiro de la Iglesia, ni la pesadumbre o la desesperación; sino el sincero deseo de servir a mi Señor. Mi único afán es pertenecer a mi bienamado Santo, obedecer los adorados mandatos de la Iglesia y, como esclavo de Dios, ser humilde y caritativo, virtudes que me inspiran el mayor de los afectos. En realidad, la Iglesia es mi querida madre: mis padres fallecieron en mi infancia, y también yo podría haber muerto por falta de cuidado, si Ella no se hubiese apiadado de mí, alimentándome, vistiéndome y criándome como si fuera su propio hijo. ¡Cómo será mi felicidad cuando yo, miserable monje, sea ordenado, y reciba así el santo sacramento que me ungirá como sacerdote del Todopoderoso Dios! Siempre medito sobre ello y sueño con ese instante; intento preparar mi alma para merecer ese elevado y sagrado don. Sé que jamás llegaré a ser digno de tan enorme alegría, pero espero llegar a ser un sacerdote honesto y sincero que sirva a Dios y al Hombre conforme a la luz que me será otorgada desde lo Alto. Con frecuencia le pido al Cielo que me someta a la prueba de la tentación, que me vea obligado a atravesar ese fuego, finalmente indemne y purificado en cuerpo y alma. De hecho, en mi soledad experimento una calma total que incita a mi espíritu al sosiego; se diría que todos los avatares y engaños de la vida se encuentran a mucha distancia, así como las estratagemas del mar le resultan remotas a quien únicamente escucha el lejano bramido de las olas al estrellarse contra la playa.
V
Nuestro Superior, el padre Andrés, es un gentilhombre campechano y piadoso. Nuestros hermanos viven en completa armonía. No son ociosos, ni mundanos o soberbios. Son personas sobrias, que tampoco se dejan seducir excesivamente por los placeres de la mesa. Se trata de una moderación digna de elogio, ya que la comarca entera, a lo ancho y a lo largo, sus cerros y valles, el río y el bosque y todo cuanto contiene, pertenece al monasterio. Los bosques están llenos de la más variada caza: las más selectas son servidas en nuestra mesa, y nosotros las apreciamos en toda su maravilla. En nuestro monasterio se confecciona una bebida con malta y cebada, de sabor fuerte y amargo, aunque muy refrescante cuando uno se encuentra exhausto o fatigado; a pesar de lo cual, no le resulta muy agradable a mi paladar.
La característica más llamativa de esta región son sus minas de sal. Me han comentado que las montañas se encuentran repletas de este mineral; ¡qué magníficas son las obras del Señor! En busca de este condimento, el Hombre ha penetrado profundamente en las entrañas de la tierra, excavando pozos y túneles y sacando a la luz del sol las amargas vísceras de estos cerros.
Yo mismo he visto esos cristalillos rojizos, amarillos o tostados. Excavaciones que dan trabajo a nuestros campesinos y a sus hijos, así como a algunos trabajadores de otras regiones; todos a las órdenes de un funcionario conocido como «el Administrador de la Sal». Se trata de un individuo inflexible y de gran poder, a pesar de que nuestro Superior y los demás hermanos no hablan muy bien de él. Comentarios que no obedecen a la falta de espíritu cristiano, sino a la perversidad de las acciones de este hombre. El Administrador sólo tiene un hijo, llamado Roque, que es un joven gallardo, aunque irritable y malvado.
VI
Los lugareños pertenecen a una estirpe obstinada y orgullosa. Me han asegurado que una crónica de la antigüedad afirma que estos asentamientos descienden de los romanos, que en su época excavaron millares de túneles en estas montañas para extraer de ellas la sal, algunas de cuyas minas siguen en pie. Desde la ventana de mi celda puedo ver estas enormes montañas y los negros bosques que las adornan, y que a la puesta de sol parecen antorchas encendidas sobre las cimas recortadas contra el firmamento.
También me han dicho que los antepasados de estas personas (posteriores a los romanos) eran todavía más obstinados que sus actuales descendientes y se emperraron en la idolatría mucho después de que todos sus vecinos le hubieran rendido definitiva pleitesía a la cruz de nuestro Señor. Actualmente, sin embargo, inclinan sus rígidos cuellos ante el símbolo sagrado y preparan sus corazones para recibir este ejemplo de verdad viva. Aunque su cuerpo es realmente fornido, su espíritu goza con la humildad, y es sumiso ante el Verbo. En ningún otro lugar las personas besan mi mano con tanto fervor como aquí, a pesar de que aún no soy sacerdote, lo que demuestra el poder y la victoria gloriosa de nuestra fe.
Físicamente son vigorosos y sus rasgos y talle son en extremo hermosos, y especialmente en el caso de los muchachos. Incluso los hombres mayores caminan erguidos y con un aire tan altivo como el de cualquier monarca. Las mujeres lucen cabellos largos y dorados que peinan con trenzas alrededor de la cabeza; y también les gusta adornarse con joyas. Algunas poseen un brillo en sus pupilas que rivaliza con el fulgor de los rubíes y granates que adornan sus blancos cuellos. Me han dicho que los jóvenes luchan por sus parejas del mismo modo que los ciervos. ¡Ah, qué malvadas pasiones anidan en los corazones de los hombres! Aunque como soy ignorante en estos asuntos, y como nunca llegaré a sentir tan impías emociones, tampoco me es lícito juzgar o condenar.
¡Ah, Señor, qué bendición es la paz con que has llenado los espíritus de quienes han entregado sus vidas a Ti! Comprueba, oh Señor, que en mi pecho no existe la menor alteración, y que todo presenta calma y paz; como en el alma de ese crío que llama a su Padre. Ojalá todo permanezca de ese modo por siempre jamás.
VII
He vuelto a ver a la hermosa hija del verdugo. Cuando los repiques de las campanas convocaban a misa, la encontré frente a la iglesia del monasterio. Yo había permanecido junto a la cama de un enfermo, y acababa de volver; y ya que mis pensamientos me estaban produciendo un estado de ánimo melancólico, la visión de la joven me resultó agradable. Me hubiese gustado saludarla, pero tenía su mirada fija en el suelo y no advirtió mi presencia. La plaza frente a la Iglesia estaba repleta de gente; hombres y muchachos se encontraban a un lado, mientras que las mujeres y muchachas mostraban sus altos sombreros y sus collares de oro. Estaban muy apretados pero, cuando la pobre joven se acercó, se apartaron hacia un lado, murmurando y mirándola de lado como si fuese una leprosa maldita y temiesen contaminarse.
Mi pecho se llenó de compasión y me invitó a seguirla; cuando finalmente la alcancé, le dije en voz alta:
—Que Dios te bendiga, Benedicta.
Se sobresaltó como si se hubiese asustado; después levantó la mirada y me reconoció; pareció asombrarse, su rostro se enrojeció una y otra vez, y finalmente inclinó la cabeza en silencio.
—Tienes miedo de hablarme? —le pregunté.
No me contestó. Le hablé de nuevo:
—Obra correctamente, obedece al Señor y no tengas miedo de nadie; así lograrás la salvación.
Por toda respuesta exhaló un profundo suspiro y replicó con voz apenas audible:
—Se lo agradezco, su señoría.
—No soy ninguna señoría, Benedicta; soy únicamente el humilde servidor de ese Dios bueno y bondadoso, y Padre de todos Sus hijos, por insignificante que sea su condición. Pídele a Él cuando tu corazón se encuentre angustiado, y Él estará a tu lado.
Mientras le decía estas palabras, levantó su cabeza y me observó como un niño triste a quien consolara su madre. Mientras le hablaba, y movido por la gran compasión que albergaba mi pecho, la acompañé en presencia de todo el pueblo hasta que entramos juntos en la iglesia.
¡Pero te pido, amado Francisco, que perdones el pecado que cometí después durante el santo sacramento! Mientras el sacerdote Andrés recitaba las solemnes fórmulas de la misa, mis ojos se desviaban constantemente hacia el rincón donde la pobre joven, sola y abandonada, permanecía arrodillada; en el lugar destinado exclusivamente para ella y para su padre. Me dio la impresión de que rezaba con auténtico fervor, sin duda porque tú la iluminaste con la aureola de tu bondad, ya que gracias a tu amor a los hombres te convertiste en un santo varón, y llevaste ante el Trono de la Gracia a tu enorme corazón, sangrante por todos los pecados de la humanidad Por eso, ¿acaso no puedo yo, el más insignificante de tus servidores, compartir de alguna forma ese espíritu, apiadándome de esta pobre desdichada, que sufre por pecados que no son suyos? Es más, ella me inspira una inusitada ternura y me resulta imposible no reconocer en este afecto, un signo del Cielo. Un signo que anuncia que me ha sido especialmente encomendada su custodia y su protección, pero sobre todo la salvación de su alma.
VIII
El Superior de nuestra Orden me llamó a su presencia y me amonestó. Me aseguró que había causado un notable escándalo entre los hermanos y en el propio pueblo, y me preguntó qué diablos me había llevado a entrar en la iglesia acompañando a la hija del verdugo.
Pero ¿qué podía decir sino que sentía lástima por la pobre joven y que no me había sido posible actuar de otra forma?
—¿Por qué sientes lástima por ella? —me preguntó.
—Porque todos la evitan —contesté—, como si fuese la mismísima encarnación del pecado mortal, y porque es absolutamente inocente. Es evidente que no se la puede marginar únicamente porque su padre sea el verdugo, puesto que ni siquiera podemos criticarle a él, ya que desgraciadamente hasta su profesión resulta necesaria.
¡Ah, bienamado Francisco, cómo criticó el Superior a este humilde siervo tuyo, después de escuchar tan audaces palabras!
—¿Te arrepientes, entonces? —me preguntó después de terminar su reprimenda. Pero, ¿cómo podría arrepentirme de una piedad que considero inculcada, honestamente, por nuestro propio y venerado Santo?
Al notar mi testarudez, el Superior mostró una gran frustración. Me soltó otra perorata idéntica a la anterior, y me sometió a una durísima penitencia. Acepté su castigo sumiso y en silencio. Por eso me encuentro ahora encerrado en mi celda, ayunando para poder purificarme. Y me veo obligado a declarar que no acepto la menor concesión en este castigo, ya que me supone una enorme alegría sufrir por alguien tan injustamente tratado como esa desdichada doncella abandonada.
Me sitúo frente a la reja de mi celda y contemplo las altas y misteriosas montañas que se recortan, sombrías, sobre el cielo en penumbra. Como el tiempo está templado, abro la ventana que hay tras los barrotes para dejar que entre algo de aire fresco: además, de esa forma escucho mejor la melodía del río que corre, y que entabla conmigo un diálogo basado en una elevada fraternidad, apacible y consoladora.
No recuerdo si he dicho que el monasterio fue erigido en la cúspide de un promontorio rocoso que se eleva sobre el río. Justo bajo las ventanas de nuestras celdas se ven las agudas crestas de enormes riscos que nadie puede escalar sin arriesgar la vida. ¡Imaginad mi sorpresa al descubrir una figura viviente que colgaba del espantoso abismo, sujeta únicamente por sus manos, y que tras arrastrarse por el borde, se levantaba y se erguía sobre el filo! Debido a la oscuridad no logré darme cuenta de qué tipo de criatura era aquella: pensé que quizá se tratase de algún espíritu maligno que se preparaba a tentarme: me santigüé y elevé una plegaria. Inmediatamente hizo un movimiento con el brazo; algo pasó fugazmente entre las rejas de mi ventana y cayó sobre el suelo de mi celda, brillando como una estrella blanca. Me agaché y lo recogí. Era un ramillete hecho con flores que nunca había visto antes: sin hojas, blancas como la nieve y suaves como el terciopelo, aunque desprovistas de fragancia. Mientras permanecía junto a la ventana para ver mejor aquellas espléndidas flores, mi mirada volvió a posarse sobre la figura situada en la cresta; escuché entonces una voz suave y melodiosa que decía:
—Soy Benedicta. Sólo quería darle las gracias.
¡Oh, Dios mío!, era la joven que, para manifestarme su solidaridad con mi aislamiento y penitencia, había escalado aquel horrible promontorio ignorando cualquier peligro. Sabía, pues, que me habían castigado; y que me habían castigado por su causa. Sabía, incluso, en qué celda permanecía recluido. ¡Ah, bienamado Santo! Sin duda sólo pudo conocer aquellos detalles por tu intercesión; y yo sería peor que un infiel si tuviese la menor duda de que el sentimiento que me induce es una señal del deber que se me ha impuesto de salvarla.
Vi cómo se inclinaba sobre el terrible precipicio: Se giró un momento, agitó una mano en señal de despedida, y desapareció. No logré reprimir un grito ¿Se había despeñado! Agarré los barrotes de hierro de mi ventana y los sacudí con todas mis fuerzas, pero no se inmutaron. Desesperado, me dejé caer al suelo, llorando y suplicando a todos los santos que protegiesen a la amada muchacha en tan arriesgado descenso, si es que todavía vivía, o que al menos intercediesen por su alma tan poco preparada para encarar al Creador, en caso de que hubiese ocurrido lo peor. Aún estaba de rodillas cuando Benedicta me hizo una seña para darme a entender que había llegado sana y salva abajo. Lo hizo con uno de aquellos gritos característicos de los montañeses de la región, con los que expresan sus salvajes ganas de vivir, sólo que el de aquella joven, que brotaba a lo lejos desde las simas y se mezclaba con sus propios y extraños ecos, sonaba como un ruido que jamás antes había oído procedente de garganta humana me estremeció hasta tal punto que lloré, y mis lágrimas cayeron sobre las flores salvajes que sostenía en la mano.
IX
Como seguidor que soy de San Francisco, no me es lícito poseer nada valioso a mi corazón, de modo que me he desprendido de mi más preciada tesoro y le he ofrecido a mi venerado Santo las maravillosas flores que me regaló Benedicta. Se encuentran ya junto a la imagen que hay en la iglesia del monasterio, y adornan el corazón sangrante que el santo carga en su pecho como símbolo de sus padecimientos por: la humanidad.
He averiguado el nombre de la flor; debido a su colorido, y por ser mucho más delicada que otras flores, se la llama Edelweiss, que quiere decir «blanco noble» Crece de un modo singular sobre las rocas más altas e inaccesibles, generalmente en los riscos, sobre precipicios de muchos cientos de pies de altura, y en lugares donde un paso en falso sería fatal para quien se arriesgara a cogerla flor.
Así pues, tan hermosas flores se convierten en los verdaderos espíritus malignos de esta salvaje región, atrayendo a muchos seres humanos hacia una muerte terrible. Los hermanos me han explicado que no pasa un año sin que algún cazador, algún pastor, o algún joven valiente, atraído por tan maravillosas flores, muera en su intento por obtenerlas.
¡Que Dios se apiade de sus almas!
X
No hay duda de que empalidecí, cuando uno de los hermanos comentó a la hora de la cena, que frente a la imagen de San Francisco se había encontrado un ramillete de Edelweiss de una especie tan extraordinariamente hermosa que en la región sólo florece en la cumbre de un promontorio que se levanta a más de mil pies de altura y se eleva por encima de un lago de malos presagios. Los hermanos hablan de acontecimientos asombrosos relacionados con las horrendas peculiaridades de ese lago, que hacen referencia a sus profundas y turbulentas aguas; y aseguran también que los más repugnantes fantasmas se aparecen en sus playas o brotan de sus aguas.
Las flores de Benedicta han provocado gran conmoción y sorpresa, ya que incluso entre los más audaces cazadores, muy pocos se atreverían a escalar ese promontorio que existe junto al lago hechizado... ¡y la dulce muchacha realizó esa proeza! Fue absolutamente sola a este lugar terrible y escaló su ladera casi vertical, hasta alcanzar la tierra fértil donde crecen aquellas flores con las que sintió el impulso de agasajarme. Estoy seguro de que fue el Cielo quien la preservó de contratiempos para que yo pudiese encontrar en ello el signo inequívoco de que me ha sido encomendada la labor de salvarla.
¡Oh, tú, pobre niña inocente, maldita para el pueblo, Dios ha declarado que debo cuidar de ti! ¡Mi pecho ya siente de alguna forma esa veneración que habrá de darte cuando, en reconocimiento de tu pureza y santidad, Él le conceda a tus reliquias un signo evidente de Su favor, y la Iglesia te reconozca bienaventurada!
He tenido noticias acerca de otra circunstancia que debo referir a continuación: en esta región, esas flores son consideradas el símbolo del amor fiel: los jóvenes se las entregan a sus amadas y estas doncellas adornan los sombreros de sus galanes con ellas. Es evidente que, al expresar su gratitud a un humilde siervo de la Iglesia, Benedicta fue movida, quizá sin darse cuenta, a manifestar al mismo tiempo su amor a la Iglesia, a pesar de que desgraciadamente tiene muy pocos motivos que justifiquen ese afecto.
Paseando de forma errante por las inmediaciones del monasterio, he llegado a familiarizarme con todos y cada uno de los senderos que hay en estos bosques, en el siniestro desfiladero y en las escarpadas laderas de las montañas.
Con frecuencia soy enviado a hogares de campesinos, cazadores y pastores, para dar medicinas a los enfermos o llevar consuelo a quienes más lo necesitan. El muy reverendo Superior me ha informado de que cuando reciba las sagradas órdenes habré también de llevar los sacramentos a los moribundos, ya que soy el más joven y vigoroso de los hermanos. En estas altitudes, sucede en ocasiones que un cazador o un pastor se despeña, y después de varios días se le encuentra todavía con vida. El deber de todo sacerdote es justamente el de cumplir los ritos de nuestra santa religión junto al lecho del herido, de forma que nuestro bendito Salvador se, encuentre allí presente para recibir —el alma que regresa hasta El.
¡Espero que para poder merecer una gracia tan elevada, nuestro bienamado Santo logre conservar mi alma purificada de toda pasión y deseo terrenal!
XI
El monasterio celebró por aquellas fechas una importante festividad, que a continuación relataré.
Antes de aquella celebración, los hermanos permanecieron muchos días entretenidos con sus preparativos, y adornaron la iglesia con flores y ramitas de pino y abedul.
Acompañados por algunos aldeanos, recogieron las más hermosas rosas alpinas que pudieron encontrar, y que a mediados de verano florecen en abundancia. La víspera de la festividad, los hermanos se fueron al huerto y se dedicaran a entretejer guirnaldas para decorar la iglesia. Incluso, el Superior y los demás sacerdotes se deleitaron presenciando esta alegre labor. Pasearon bajo los árboles y conversaron tranquilamente, mientras conminaban al hermano despensero a recurrir generosamente a las reservas de la bodega.
Al día siguiente tuvo lugar la santísima procesión. Fue un precioso espectáculo que contribuyó a ensalzar la gloria de nuestra santa iglesia. El Superior, sujetando con sus manos el sagrado símbolo de la Cruz; caminaba envuelto en un palio de seda de color púrpuras escoltado por los bondadosos sacerdotes. Tras ellos íbamos nosotros, los hermanos; portábamos velas encendidas y entonábamos cánticos religiosos Nos seguía una gran multitud vestida con sus mejores galas.
Los más soberbios de quienes participaban en la procesión eran los montañeses y mineros de la sal, encabezados por el propio Administrador, que montaba un magnífico caballo adornado con lujosos arreos. Su aspecto era altanero; llevaba ceñida en la cintura una gran espada y lucía sobre la frente, amplia y elevada, un sombrero de plumas. Tras él cabalgaba su hijo Roque. Cuando nos encontramos frente al portal, para colocamos en filas, reparé con especial atención en este último. Me pareció obstinado y audaz; utilizaba, el sombrero inclinado de forma atrevida hacia un lado, y, dirigía miradas ardientes a las mujeres y jovencitas. A nosotros, los monjes, nos miraba de forma despectiva. Mucho me temo que no sea un buen cristiano; a pesar de que no hay duda de que es el joven, de mejor planta que nunca he conocido: es alto y esbelto como un pino joven, sus ojos son oscuros y brillantes y su cabello es rubio y ensortijado.
En esta región, el Administrador tiene tanto poder como nuestro Superior. Le nombra el Duque, y tiene atributos de juez en cualquier asunto. Incluso tiene el poder de determinar sobre la vida o la muerte de los acusados de asesinato y de otros delitos horribles. Afortunadamente, el Señor le ha otorgado un juicio prudente y ponderado.
La procesión atravesó el pueblo y entró en el valle hasta alcanzar la entrada de las grandes minas de sal. Frente a la más importante se había levantado un altar.
Nuestro Superior rezó en él una misa solemne, mientras todos los asistentes escuchaban de rodillas. Comprobé cómo el Administrador y su hijo se arrodillaban e inclinaban la cabeza claramente a regañadientes, lo que me entristeció profundamente. Tras la ceremonia religiosa, la procesión se dirigió hacia la colina conocida como «Monte Calvario», y que es todavía más alta que la del monasterio. Desde su cúspide es posible disfrutar de una magnífica vista de toda la comarca que se encuentra a sus pies. En ella, el reverendo Superior levantó bien alto el crucifijo con el fin de espantar a todos los poderes malignos que habitan en aquellas terribles elevaciones; rezó también algunas oraciones, y pronunció maldiciones contra todos los demonios que infestan el valle ubicado en la zona inferior. Las campanas repicaron ensalzando al Señor, y dando la impresión de que varias voces divinas resonaban en los ecos de aquella inhóspita región. No es necesario que diga cómo fue todo de hermoso y magnífico.
Miré a mi alrededor para ver si se encontraba presente la hija del verdugo, pero no pude verla por ninguna parte, y no supe si alegrarme, ya que de esa forma se encontraba lejos de los insultos del populacho, o entristecerme, al verme privado de la energía espiritual que sin duda me habría otorgado la contemplación de su belleza celestial.
Tras la ceremonia religiosa tuvo lugar el banquete. Se habían colocado mesas en una pradera sombreada por árboles. Clero y pueblo, junto al reverendo Superior y al poderoso Administrador, compartieron la comida repartida por los mozos. Era sumamente interesante contemplar a los jóvenes mientras se entregaban a la tarea de encender enormes hogueras con madera de pino y de abedul, o mientras ensartaban grandes trozos de carne en varas de madera, que hacían girar sobre las brasas hasta dorarse, para ofrecérselos a continuación a los sacerdotes y montañeses. También emplearon pucheros enormes para hervir truchas y carpas de las montañas. El pan fue repartido en cestos también muy grandes, y tampoco faltó bebida, ya que tanto el Administrador como el Superior habían donado sendos barriles de cerveza. Aquellos grandes toneles fueron colocados en caballetes de madera y situados bajo un viejo roble. Los criados del Administrador y los jóvenes se servían del tonel que éste había regalado, mientras que el contenido del barril ofrecido por mi Superior era distribuido por el hermano despensero y un grupo de nosotros, los monjes más jóvenes. En honor de San Francisco, debo decir que nuestro tonel era mucho mayor que el del Administrador.
Se habían dispuesto mesas aparte, reservadas para el Superior y los sacerdotes, y también otras preparadas para el Administrador y su séquito de notables. Administrador y Superior disponían de asientos colocados sobre una bella alfombra, y que permanecían protegidos del sol por un palio de tela. En las demás mesas, rodeados por sus hermosas mujeres e hijas, se sentaban muchos caballeros que habían llegado desde sus distantes castillos para participar en aquella importante festividad. Por mi parte, me dediqué a servir las mesas. Llené platos y copas, reparando en el buen apetito que tenían los concejales, y en cuánto les gustaba aquella bebida de sabor amargo. Pude notar asimismo la bajas pasiones que se reflejaban en el hijo del Administrador cada vez que miraba a cualquiera de las damas, lo que me enojó profundamente, ya que él no podría contraer matrimonio con todas al mismo tiempo, y mucho menos con aquellas que ya estaban casadas.
No faltó tampoco la música. A cargo de los instrumentos, había jóvenes de la aldea que acostumbraban a tocar diferentes instrumentos en sus ratos de ocio. ¡Cómo sonaban aquellas flautas y camarillos, y cómo se estremecían y rechinaban los arcos de los violines! No me cabe la menor duda de que la música era espléndida, aunque por desgracia el Cielo no tuvo a bien dotarme de un buen oído para ella.
Estoy convencido de que nuestro bienamado Santo se sintió enormemente satisfecho al ver el espectáculo de todas aquellas personas que bebían y colmaban hasta la saciedad sus estómagos. ¡Dios mío, cómo comían, y qué fabulosas cantidades de carne engullían! A pesar de todo, nada era comparable con lo que bebían. Estoy totalmente seguro de que, si cada montañés hubiese llevado su propio tonel, no habrían necesitado ayuda para vaciarlo. Sin embargo a las mujeres, y en especial a las mujeres jóvenes, parecía que no les agradaba beber cerveza. Es costumbre por estas tierras que, antes de beber, un joven le ofrezca su copa a una de las doncellas, que apenas la toca con sus labios aparta su rostro con una mueca. Como no tengo mucha información sobre los hábitos, de las doncellas, tampoco sabría asegurar con absoluta certeza si esto quiere decir que en otras ocasiones son también tan abstemias.
Tras la comida, los muchachos se entregaron a diferentes juegos; en los cuales pudieron exhibir su agilidad y su fuerza. ¡San Francisco, que músculos poseen estos jóvenes! Brincaban y luchaban entre ellos como si fuesen osos. El mero hecho de ser espectador de aquellos juegos ya me hizo sentir miedo. Parecía como si desearan destrozarse mutuamente. Sin embargo las jóvenes permanecían mirando sin dar la menor muestra de temor o angustia; se reían como tontas y, según parece, se sentían realmente complacidas. También era extraordinario oír las voces de aquellos recios montañeses; echaban sus cabezas hacia atrás, y gritaban hasta que les llegaban sus propios ecos, procedentes de las laderas de las montañas cercanas, y haciendo rugir a los precipicios como si aquellos unidos procediesen de las gargantas de una legión de demonios.
Sobresalía de entre todos el hijo del Administrador. Saltaba como un cervatillo, luchaba como un demonio y rugía como un toro salvaje. En medio de aquellos montañeses era una especie de rey. Vi que muchos de ellos, envidiando su fuerza y altanería, le odiaban en secreto; a pesar de ello, todos se sometían a él. Era un espectáculo único contemplar, su esbelto cuerpo flexionándose y preparándose para saltar. Cuando participaba en algún entretenimiento, era admirable ver cómo levantaba la cabeza como si fuese un ciervo sorprendido, agitando sus bucles dorados con las mejillas enrojecidas y los ojos brillantes, mientras le rodeaban sus camaradas. ¡Cómo entristece ver que el orgullo y la pasión pueden llegara dominar un cuerpo que parece haber sido creado para ser la morada de un alma capaz de glorificar a su Creador!
Casi había anochecido cuando el Superior, el Administrador, los Sacerdotes y el resto de comensales importantes se despidieron y se marcharon en dirección a sus respectivos hogares, dejando a los demás en manos de la bebida y el baile. Mi obligación era la de quedarme con el hermano despensero para seguir sirviendo a los alegres jóvenes la cerveza de nuestro tonel. Roque también se quedó. No recuerdo muy bien qué fue lo que pasó, pero lo cierto es que inesperadamente me lo encontré frente a mí. Su apariencia era sombría y sus maneras altivas.
—¿Eres tú el monje que el otro día ofendió al pueblo? —me preguntó.
A pesar de que bajo mi hábito de monje bullía una ira pecaminosa, repliqué humildemente:
—¿A qué se refiere?
—¡Ya sabes a qué me refiero! —gritó groseramente—. Ahora graba bien en tu cabeza lo que voy a decirte: si alguna vez demuestras el menor sentimiento amistoso hacia esa muchacha, te daré una lección que nunca olvidarás. Vosotros, los monjes, soléis disfrazar la propia impertinencia con alguna virtud desconocida. Pero me las sé todas, y no dejaré que me engañes. De modo que recuerda mis palabras, aprendiz de santurrón, porque la próxima vez tu bonito rostro y tus grandes ojos no lograrán salvarte.
Después de aquellas palabras me dio la espalda y se marchó, aunque todavía pude escuchar su enérgica voz retumbando en medio de la noche mientras cantaba y gritaba con los otros. Me alarmó bastante saber que aquel osado joven había puesto sus ojos en la encantadora hija del verdugo. Era obvio que los sentimientos que Benedicta le inspiraba no eran honestos, ya que, en caso de serlos, me habría agradecido la actitud que manifesté hacia la joven, en vez de odiarme por aquel gesto de bondad. Pensando en la pobre niña, me sentí lleno de angustia por su futuro, y le prometí reiteradamente a mi bienaventurado Santo que la guardaría y protegería, respondiendo de esa forma al milagro que él mismo había realizado en mi corazón. Un maravilloso sentimiento ha nacido en mi interior y no puedo demorarme en el cumplimiento de mi deber. Benedicta ¡tú te salvarás... y lo harás en cuerpo y alma!
XII
Pero continuemos el relato.
Los muchachos lanzaron hojas secas al fuego; las llamas iluminaron la pradera lanzando resplandores rojizos al bosque. Entonces cogieron en brazos a las jóvenes de la aldea y comenzaron a hacerlas girar y bailar sin interrupción. ¡Santo Cielo, cómo danzaban, dando vueltas y lanzando sus sombreros al aire, saltando y levantando a las jóvenes del suelo como si las doncellas fuesen tan ligeras como plumas! ¡Al oírles gritar y aullar poseídos por todos los espíritus perversos, me dieron ganas de que apareciese una piara de cerdos, para que los demonios abandonasen a esos rudos humanos y se alojaran en las bestias de cuatro patas! Los muchachos estaban completamente hartos de cerveza oscura, cuya fuerza y acidez la transformaba en una bebida brutal.
No. pasó demasiado tiempo sin que se desatara la locura de la borrachera; se abalanzaron entonces unos sobre otros, a puñetazos y cuchilladas, dando la impresión de encontrarse al borde del asesinato. Inesperadamente, el hijo del Administrador, que estaba contemplando lo que ocurría, se lanzó en medio des los luchadores, tomó a dos por los cabellos e hizo chocar sus cabezas con tanta violencia que comenzó a manarles sangre por la nariz, y no me cupo la menor duda de que sus cráneos se habían aplastado igual que cáscaras de huevo; aunque probablemente estaban dotados con cabezas bien recias, porque cuando Roque los soltó no parecieron mostrarse muy doloridos por aquel castigo. Lanzando gritos y alaridos de energúmeno, Roque logró establecer la paz de una forma que a mí, pobre hormiga, me pareció incluso heroica. Comenzó nuevamente la música; los violines inundaron, el aire con su melodía, los caramillos proferían sus quejidos, y mientras los jóvenes, con las ropas hechas jirones y, sus rostros arañados y sangrantes, reiniciaban la danza como si no hubiese pasado nada. ¡Sin duda que estos mozalbetes llenarían de júbilo el corazón de un Bramarbás o de un Holofernes!
Casi no me había recuperado del terror que me inspiró Roque, cuando tuve que enfrentar un miedo aún superior. Roque bailaba con una joven alta y bella que parecía ser la pareja adecuada para ese juvenil monarca. Saltaba con tanta agilidad y giraba de forma tan frenética, pero al mismo tiempo con tanto estilo, que todos los admiraban con asombro y agrado. En los labios de la muchacha relucía una sonrisa sensual y su rostro moreno exhibía una expresión de triunfo que parecía proclamar: «¡Fijaos, yo soy la dueña de su corazón!» Pero inesperadamente Roque la apartó de un empujón, como si estuviese enojado, y se abrió paso entre el círculo de bailarines, gritando a sus amigos:
—Voy a buscarme una compañera apropiada. ¿Quién se viene conmigo?
La joven alta, enfurecida por aquella ofensa, se quedó parada, mirándolo con una expresión diabólica, mientras sus ojos oscuros ardían como brasas infernales. Pero aquel despecho, divirtió aún más a los jóvenes borrachos, que prorrumpieron en atronadoras carcajadas.
Roque levantó una antorcha alrededor de su cabeza hasta que las brasas cayeron, como de una cascada. Gritó nuevamente: «,Quién se viene conmigo?», y se adentró inmediatamente en el bosque. Los demás se hicieron también con antorchas y se precipitaron tras él, y enseguida sus voces resonaron lejanas en medio de la noche, mientras se perdían de vista. Aún miraba en la dirección en que habían desaparecido, cuando la doncella alta a quien Roque había ofendida se me acercó y me susurró algo al oído. Noté su cálido aliento en mi mejilla.
—Si tiene usted alguna consideración por la hija del verdugo, dése prisa y sálvela de ese maldito borracho: ¡No hay mujer que pueda resistírsele!
¡Dios es testigo de cómo me espantaron aquellas vehementes palabras! Sin dudar de su veracidad, y ansioso por la seguridad de la muchacha, le pregunté:
—¿Qué puedo hacer para salvarla?
—Corra y avísele de lo que ocurre —replicó—. Ella le hará caso a usted, monje.
—¡Pero ellos llegarán hasta ella antes que yo!
—Están borrachos, y no andan muy rápido. Además, conozco un atajo para llegar antes a la cabaña del verdugo.
—¡Entonces dígame enseguida por dónde debo ir!
Se encaminó hacia los árboles y me hizo señas para que la siguiera. Inmediatamente nos encontramos en el bosque, rodeados por una oscuridad tan impenetrable que apenas lograba distinguir a mi guía, a pesar de lo cual ésta se desplazaba con pasos tan rápidos y firmes como si fuese pleno día. Podíamos distinguir a lo alto las antorchas de los jóvenes, señal que indicaba que se movían por el camino más largo que discurría por la ladera de la montaña. Pude escuchar sus salvajes alaridos, e inmediatamente sentí miedo por la niña. Llevábamos un tiempo caminando en silencio, dejando a los demás participantes de la fiesta atrás, cuando la guía comenzó a hablar consigo misma. Al principio no entendí una palabra, pero pronto mi oído captó nítidamente su apasionado monólogo.
—¡Jamás la conseguirá! ¡Al infierno con la hija del verdugo! Todos la desprecian y la escupen a su paso. Esto es muy típico de él... no le importa lo que la gente diga o piense. Y como todos la odian, él la ama. Encima ella tiene un rostro hermoso. ¡Bonito se lo voy a dejar yo! ¡La marcaré con mis propias manos! Aunque fuese la hija del propio diablo, él no descansaría hasta tenerla. ¡Pero jamás la conseguirá!
Levantó los brazos y profirió bestiales carcajadas, capaces de estremecer a cualquiera. Pensé en los oscuros poderes que habitan en lo más profundo del corazón humano, a pesar de que, gracias a Dios, yo sé tan poco de ellos como un niño.
Finalmente alcanzamos el Monte de los Ahorcados, donde se encontraba la cabaña del verdugo. Después de descender un breve trecho, llegamos junto a su puerta.
—Es aquí —dijo mi guía, señalando la choza a través de cuyas ventanas podía verse la macilenta luz de una vela de sebo—; vaya a advertirles. El verdugo se encuentra enfermo, y no está en condiciones de proteger a su hija, aunque quisiera. Lo mejor será que usted se la lleve de aquí. Condúzcala hasta el Alpfield en el Göll, donde está la casa de mi padre. Nunca la buscarían allí.
Y con aquellas palabras se marchó, desapareciendo nuevamente en la oscuridad.
XIII
Eché un vistazo por la ventana y vi al verdugo sentado en una silla al lado de su hija. La joven tenía una mano apoyada en el hombro de su padre, y al oírle gemir y toser, comprendí que estaba intentando aplacar sus sufrimientos. Todo el amor y pesadumbre del mundo se reflejaban en el rostro de Benedicta, que estaba más bella que nunca.
No pude dejar de reparar en lo limpio y ordenado que aparecía el interior de la vivienda, y en todo lo que había en ella. Aquel humilde cobijo parecía contar realmente con la bendición de la Paz de Dios. ¡A pesar de ello cómo se trataba a aquellos inocentes seres como si estuviesen malditos y cómo se les odiaba más que a cualquier pecado mortal! Me agradó sobremanera ver que en la pared opuesta a la ventana desde la que miraba había una imagen de la Bienaventurada Virgen María. El marco había sido decorado con flores silvestres, y sobre el manto de la Santa Madre se habían colocado algunas Edelweiss.
Llamé enérgicamente a la puerta, mientras decía en voz alta:
No tengan miedo, soy el hermano Ambrosio.
Me dio la impresión de que al escuchar mi voz y mi nombre, aparecía en el rostro de la joven una alegría inesperada, aunque puede que sólo fuese la sorpresa..., espero que los santos me protejan de cualquier pecado de orgullo. Se acercó a la ventana y la abrió.
—Benedicta —dije rápidamente, después de devolverle el saludo—, algunos jóvenes borrachos y sin control se acercan hacia aquí con la intención de arrastrarte al baile. Roque va delante de ellos, y asegura que te arrebatará de donde sea, con tal que bailes con él. Me he adelantado a ellos para ayudarte a huir.
Al pronunciar el nombre de Roque, noté cómo la sangre afluía a las mejillas de la niña, confiriendo a su rostro una tonalidad, rosácea. Entendí que, por desgracia, mi celosa guía tenía toda la razón: ninguna mujer era capaz de resistírsele al orgulloso muchacho, ni siquiera aquella inocente y virtuosa doncella. Cuando su padre comprendió el sentido de mis palabras, se puso en pie y levantó sus brazos, como intentando proteger a su hija de cualquier peligro; me di cuenta, sin embargo, de que a pesar de la fortaleza de su alma, su cuerpo seguía muy debilitado. Entonces le dije:
—Deje que me la lleve. Los chicos están borrachos y no saben lo que hacen. Si se resiste, lo único que conseguirá será enfadarlos, y que quizá los hieran a ambos. ¡Oh, vea: por allí asoman sus antorchas! ¡Escuche sus atronadoras carcajadas! ¡Dése prisa, Benedicta ¡Rápido!
Benedicta se abalanzó sobre el anciano, que había comenzado a llorar, y se despidió de él con ternura. Entonces abandonó rápidamente la habitación, y tras cubrir mis manos de besos, se internó en el bosque, desapareciendo en la oscuridad de la noche de una forma que me sorprendió enormemente. Durante algunos minutos esperé que regresará, después entré en la cabaña para proteger a su padre de los desaforados muchachos, quienes, me dio la impresión, lo convertirían en el blanco de sus frustradas expectativas.
Pero no aparecieron. En vano esperé, prestando atención. Inesperadamente escuché exclamaciones de júbilo y gritos que me estremecieron y me indujeron a rezar al bienaventurado Santo. Pero el ruido se fue difuminando en la distancia, y me di cuenta de que los jóvenes estaban desandando el camino, descendiendo del Monte de los Ahorcados en busca del prado donde todavía continuaba la fiesta. El enfermo y yo conversamos sobre el milagro que había cambiado hasta ese punto sus intenciones, y los dos nos sentimos embriagados de gratitud y de dicha. Inmediatamente emprendí el camino de regreso, por la misma senda que me había llevado hasta allí. Al aproximarme a la pradera, comencé a escuchar un griterío más salvaje y demencial que nunca, y logré distinguir en medio de los árboles el resplandor de hogueras mucho mayores que las que había. Contra ellas se recortaban las figuras de los jóvenes y de unas pocas doncellas que bailaban en el descampado con sus rostros descubiertos, el pelo cayendo en cascada sobre sus hombros, y la ropa desajustada por tan frenéticos movimientos. Juntándose y separándose, describían círculos alrededor de las hogueras, de forma que sus figuras adquirían tonalidades negras o rojizas según se viesen iluminadas por el resplandor de las llamas. Parecían una legión de Demonios del Averno celebrando algún aniversario infernal o alguna nueva forma de torturar a los condenados. ¡Y, Dios Todopoderoso, allí, en el centro de un espacio iluminado en el que los demás no se atrevían a entrar, bailando solos y aparentemente ajenos al resto, se encontraban Roque y Benedicta!
XIV
¡Santísima Virgen María! ¿Es que puede haber algo peor que la caída de un ángel? ¡Comprendí inmediatamente que, después de dejarnos a mí y a su padre, Benedicta había ido voluntariamente al encuentro de un destino del que precisamente me había esforzado por salvarla!
—La maldita se echó en los brazos de Roque —murmuró rabiosamente alguien a mi lado y, al girarme, vi a la joven alta y morena que me había guiado por el bosque, con su rostro completamente deformado por el odio—. Debí matarla cuando pude. Maldito monje, ¿cómo puede permitir que se burle de nosotros de esta forma?
La alejé de mi lado y me lancé hacia la pareja sin darme cuenta de lo que hacía. Pero, ¿qué podía hacer? Incluso en ese momento, como si quisieran deshacerse de mi presencia, aunque en verdad ni siquiera la habían notado, los jóvenes borrachos formaron un apretado círculo alrededor de Roque y Benedicta, dando rienda suelta a su admiración y aplaudiendo para remarcar el ritmo.
Lo cierto es que aquellas dos bellas figuras danzantes formaban una imagen espléndida. Él, gallardo y ágil, parecía un dios griego, mientras que Benedicta semejaba un hada del brisque. A través de la tenue neblina que flotaba sobre el prado, su delicada figura, moviéndose rápidamente y desplazándose de un sitio a otro, parecía estar velada por una tela sutil de púrpura y oro. Permanecía con su mirada fija en el suelo; sus movimientos, aunque vivos, eran naturales y encantadores; su cara brillaba por la excitación y habría podido decirse que toda su alma se concentraba en aquella danza. ¡Pobre y dulce niña!, su falta me hizo llorar, aunque la perdoné inmediatamente. ¡Su vida había sido siempre tan difícil y exenta de alegrías!, ¿es que no tenía el derecho de bailar con quien se le antojara? ¡Que Dios la bendiga! Y respecto a Roque..., ¡ah, que Dios le perdone!
Mientras la miraba y meditaba sobre cuál era mi deber ante una situación como aquella, la joven celosa —que se llama—Amelia se había quedado a mi lado, maldiciendo y blasfemando. Cuando los otros jóvenes aprobaron con aplausos la destreza con que danzaba Benedicta, Amelia hizo un gesto como si se preparase a saltar sobre ella para matarla. Sujeté a la airada criatura, e inmediatamente, avanzando unos pocos pasos, llamé en voz alta a la joven:
—¡Benedicta!
Pareció sobresaltarse al escuchar mi voz pero, aunque reclinó un poco más la cabeza, continuó bailando. Amelia no logró contener su enfado por más tiempo y se abalanzó hacia delante, lanzando un furioso rugido, al tiempo que intentaba penetrar en el círculo. Pero los muchachos borrachos se lo impidieron. Se rieron de ella, lo que contribuyó a enloquecerla más aún. Intentó entonces alcanzar a su víctima de nuevo. Los jóvenes la alejaban con gritos, maldiciones y carcajadas. ¡Amado Francisco, intercede por nosotros: cuando noté el odio en los ojos de Amelia, un escalofrío estremecedor me recorrió todo el cuerpo! ¡Que Dios se apiade de todos nosotros! ¡Creo que habría sido capaz de asesinar a Benedicta con sus propias manos y después regocijarse de su crimen!
En ese instante debería haber vuelto al monasterio, pero permanecí allí. Reflexioné sobre lo que podría ocurrir al terminar el baile, ya que me habían dicho que normalmente los jóvenes acompañaban de regreso a casa a sus consortes, y me horrorizó pensar en Benedicta y Roque regresando solos, en medio del bosque por la noche.
Imaginad cuál no sería mi asombro cuando Benedicta levantó inesperadamente la cabeza, paró de bailar y, mirando a Roque amistosamente, dijo con una voz suave y melodiosa, semejante al sonido de unas campanillas de plata:
—Le agradezco, señor, que me haya elegido tan gentilmente como compañera de baile.
Y de inmediato saludó al hijo del Administrador, se deslizó rápidamente en medio del círculo, y antes de que nadie pudiese comprender nada, desapareció entre las oscuras profundidades del bosque. Al principio Roque se dejó dominar por el estupor, pero cuando comprendió que Benedicta ya no se encontraba a su lado, se enfureció como un loco y gritó: «¡Benedicta!» La llamó entonces cariñosamente, aunque con el mismo resultado: Benedicta había desaparecido. Se lanzo entonces en busca de ella, dispuesto a registrar el bosque antorcha en mano, pero los demás jóvenes le indujeron a desistir de su propósito. Al percibir mi presencia, concentró su ira en mi persona y creo que de haberse atrevido, habría llegado a golpearme. En lugar de eso, gritó:
—¡Maldito aprendiz de santurrón! ¡Me las pagarás por esto!
Pero no me asustó en absoluto. ¡Alabado sea el Señor! Benedicta no cometió ninguna falta, y puedo venerarla como antes. No obstante, me estremece siquiera sospechar los múltiples peligros que la acechan. Se encuentra completamente indefensa, no sólo ante el odio de Amelia, sino también frente a la lujuria de Roque. ¡Ah, si pudiese permanecer siempre atento a su lado, para vigilarla y protegerla! A Ti te encomiendo, ¡oh, Señor!, a esta pobre niña huérfana de madre, cuya confianza en Ti obtendrá sus frutos.
XV
¡Ay, qué desgraciado es mi destino! He vuelto a ser castigado, y de nuevo soy incapaz de admitir mi culpa.
Parece ser que Amelia se ha explayado en su historia sobre Roque y Benedicta. La alta doncella fue de casa en casa contando cómo Roque fue hasta el mismísimo patíbulo en busca de una compañera de baile. Añadió además que Benedicta se había comportado mucho peor que los jóvenes borrachos. Siempre que se me comentaba lo ocurrido, me apresuraba a aclarar los hechos, porque estaba convencido de que ése era mi deber, y explicaba lo que realmente había pasado.
Según parece, por contradecir a alguien capaz de violar los Mandamientos para levantar falso testimonio contra su prójimo, terminé incurriendo en la ira de mi venerable Superior. Me llamó de nuevo ante su presencia y me acusó de defender a la hija del verdugo en contra de las afirmaciones de una honesta muchacha cristiana. Pregunté servilmente cómo debería haber actuado... si debería haber permitido que se calumniase a un inocente.
—¿Cuál es el interés que puedes tener tú por la hija del verdugo? —me interrogó—. Es más, parece más que demostrado que se fue a bailar con los jóvenes borrachos por su propia voluntad.
—Movida exclusivamente por el cariño que le inspira su padre —repliqué—, porque si estos jóvenes ebrios no la hubiesen encontrado en su cabaña, seguramente lo habrían maltratado... y ella ama sinceramente al anciano, que se encuentra enfermo y solo.
Esto es lo que pasó, y así fue como lo conté.
Pero Su Reverencia insistió en que yo estaba equivocado y me aplicó un duro castigo. Lo soporto alegremente, ya que me hace feliz sufrir por tan dulce criatura. A pesar de ello, no caeré en la tentación de murmurar contra el padre Superior; él es mi Señor, y cualquier rebelión contra él por mi parte es un claro pecado. ¿Acaso la obediencia no es el principal mandato que nuestro Santo impuso a sus discípulos? ¡Ah, cómo deseo que me ordenen sacerdote y me unjan con el aceite sagrado! Así podré gozar de paz y estaré en condiciones para servir mejor al Cielo, y disfrutaré también de una acogida mejor.
Me angustia la situación de Benedicta. Si no fuese porque sigo recluido en mi celda me acercaría hasta el Monte de los Ahorcados, donde quizá podría verla de nuevo. Me duele tanto como si ella fuese mi hermana.
Pero como mi alma pertenece al Señor, no me es lícito amar a nadie excepto a Aquel que murió en la cruz para redimir nuestros pecados... Cualquier otro afecto es una falta. ¡Bienaventurados los Santos del Cielo! ¿Qué ocurriría si este sentimiento que acepté como señal inequívoca de que me había sido encomendada el alma de la joven, fuese en realidad el síntoma de un amor terrenal? Intercede por mí, bienamado Francisco, e ilumíname para que no me deje arrastrar hacia ese camino que lleva directamente al infierno. ¡Guíame y dame fuerzas, venerable Santo, para que pueda escoger el camino correcto, y nunca más me salga de él!
XVI
Sigo junto a la ventana de mi celda. El sol desaparece por poniente y las sombras van invadiendo las laderas montañosas que rodean el abismo, inundado de una neblina cuya turbulenta superficie recuerda a la de un inmenso lago. Pienso con frecuencia en cómo, Benedicta atravesó aquellas terribles profundidades para traerme las flores y escucho ansiosamente, intentando oír el ruido de las piedras que al ser movidas por sus audaces piececillos ruedan hacia el precipicio. Pero ya han transcurrido varias noches. El viento silba entre los pinos y puedo oír el agua que ruge en las profundidades; mientras escucho el distante canto del ruiseñor... aunque no la voz de Benedicta.
Noche tras noche veo la niebla elevarse de las profundidades del abismo. Forma olas, y después anillos y crestas que se elevan, crecen y oscurecen hasta formar gigantescas nubes. Cubren el valle y las montañas, los altos pinos y las cimas coronadas de nieve. Los últimos restos de luz se extinguen en las copas de los pinos más altos, y cae la noche. ¡Por desgracia la noche reina también en mi alma una noche oscura, sin estrellas y sin la esperanza de nuevos amaneceres!
Hoy, domingo, no he visto a Benedicta en la iglesia. El «rincón sombrío» ha permanecido vacío. No logré concentrarme en la ceremonia religiosa, en una falta por la que me impondré voluntariamente una penitencia.
Amelia estaba junto a las otras jóvenes, pero no vi a Roque. Me dio la impresión de que los siniestros y alertas ojos de Amelia eran una muralla eficaz contra cualquier rival, y que eran precisamente aquellos celos los que podrían proteger a Benedicta. Dios es capaz de lograr que hasta las más bajas pasiones sirvan a los fines más nobles. Aquella meditación me alegró, aunque fue un placer muy breve.
En cuanto terminaron las ceremonias religiosas, los sacerdotes y hermanos se marcharon lentamente de la iglesia y atravesaron en procesión la sacristía, mientras los fieles utilizaban la entrada principal para salir. Desde la larga galería cubierta que nace en la sacristía se obtiene una vista completa de la plaza del pueblo. Mientras los hermanos que seguíamos a los sacerdotes nos encontrábamos todavía en esa galería, ocurrió algo que recordaré hasta el día de mi muerte como un hecho injusto que el Cielo toleró, sin que hasta hoy sepa decir por qué. Según parece, los sacerdotes debían de estar informados acerca de lo que ocurría, ya que se pararon en la galería, brindándonos de esa forma a todos la posibilidad de contemplar la plaza.
Escuché una confusa algarabía de voces cada vez más cercanas, que causaban la impresión de que se nos acercaban todos los demonios del Infierno. Como me encontraba en el punto más lejano de la galería, no llegaba a ver la plaza, de forma que le pregunté a un hermano que estaba asomado en una ventana vecina.
Están llevando a una mujer a la picota me contestó.
—¿Quién es?
—Una joven.
—¿Cuál es su delito?
—¡Qué pregunta absurda! ¿Es que no sabes que las picotas y los postes de flagelación sólo son para las pecadoras?
El griterío fue adentrándose en la plaza y logré verlo todo con mayor claridad. Al frente aparecían unos jóvenes bailando, saltando y cantando unas músicas obscenas. Parecían haber enloquecido por la alegría, y daba la impresión de que el dolor y la vergüenza de su congénere sólo aumentaba su salvajismo. Las doncellas, pese a todo, se comportaban con menos entusiasmo.
—¡Maldita sea la descastada! ¡Ved cómo acaba una pecadora! —gritaban—. ¡Gracias a Dios, nosotras somos virtuosas!
Detrás de los jóvenes bulliciosos, rodeada por aquella muchedumbre de mujeres y doncellas que gritaban, iba... ¡Oh, Dios Santo!, ¿cómo conseguir reflejarlo por escrito? ¿Cómo describir el horror que aquella escena me produjo? En medio de aquella turba... ¡estaba mi dulce, encantadora e inmaculada Benedicta!
¡Oh, Salvador del Hombre!, ¿cómo conseguí ver un espectáculo como aquél, y sobreviví para relatarlo? Sin duda estuve a punto de morir con aquella desgracia. Me dio la impresión de que la galería, la plaza y la muchedumbre giraban sin parar; la tierra desapareció bajo mis pies y, a pesar de que obligué a mis ojos a permanecer abiertos, no lograba ver nada. Pero aquella oscuridad me duró poco y logré recobrarme para mirar hacia la plaza.
La habían vestido con un largo sayal grisáceo, sujeto a la cintura por una cuerda. Llevaba en la cabeza una corona de paja y, sobre el pecho, sujeta por una cuerda que le pendía del cuello, llevaba una tablilla negra en la que había sido escrito con tiza la palabra Buhle, «ramera».
La guiaba un hombre que sujetaba con firmeza la cuerda anudada a la cintura de la joven. Le observé con mayor detenimiento y, ¡oh, venerable Hijo de Dios, a qué bestias y monstruos vinistes Tú a salvar!... ¡Era el padre de Benedicta! Habían forzado al desdichado anciano a cumplir con los deberes de su oficio, arrastrando a la picota a... ¡su propia hija! Después pude averiguar que el verdugo había pedido de rodillas al Superior que le librase de tan horrible trabajo, aunque sin éxito.
Nunca podré borrar de mi memoria el recuerdo de aquella escena. El verdugo no le quitaba los ojos de encima a su hija; y ella, por su lado, le miraba también a veces, inclinando la cabeza y dedicándole una sonrisa. ¡Dios Bendito, la joven sonreía!
La plebe la insultaba, dedicando a la doncella expresiones groseras y escupiendo el suelo a su paso. Y eso no era todo. Al ver que no le importaba, comenzaron a lanzarle barro y estiércol. Aquello fue más de lo que su padre logró soportar y, profiriendo un débil gemido, cayó al suelo desvanecido.
¡Ah, los crueles miserables! Intentaron ponerle en pie de nuevo para que terminase su trabajo, pero Benedicta levantó sus brazos en señal de súplica, y en su bello rostro apareció una expresión de tan elevado afecto que incluso la enloquecida turba se sometió al poder de aquella dulzura y se apartó, dejando al verdugo caído en el suelo. Benedicta se arrodilló para colocar la cabeza de su padre en el regazo. Le susurró al oído palabras cariñosas y de consuelo. Le acarició su cabellera gris y besó sus pálidos labios hasta lograr que recuperase el conocimiento y abriese los ojos: ¡Benedicta; tres veces bendita, sin duda has nacido para ser santificada por tu divina paciencia, idéntica a la que Nuestro Salvador mostró en la cruz, para redimir los pecados del mundo!
Benedicta ayudó al anciano a levantarse y le iluminó con su sonrisa cuando logró incorporarse. Sacudió el polvo de su ropa y después, sonriendo y susurrando todavía frases de consuelo, le tendió la cuerda de su cintura. Los muchachos gritaron y cantaron, las mujeres lanzaron alaridos y el desgraciado verdugo llevó a su inocente hija hasta el infame patíbulo.
XVII
Nada más regresar a mi celda me lancé sobre las duras piedras del suelo y clamé al Cielo contra la injusticia y el suplicio de que había sido testigo, y contra la injusticia todavía mayor que había terminado presenciando. Logré imaginar, la escena del padre atando a su hija al poste. Pude ver al salvaje populacho bailando alrededor con bestial gozo. Vi a la malvada Amelia escupiendo en la cara de la inocente joven. Oré largamente y desde lo más profundo de mi alma para que a la desdichada doncella se le concediese la fuerza necesaria para soportar aquella tortura infinita.
Entonces me senté y aguardé. Esperaba impaciente la puesta del sol porque normalmente es a esa hora cuando la víctima se ve finalmente libre de la picota.
Cada minuto me parecía una hora, y cada hora me parecía una eternidad. El sol parecía estar quieto, como si al día de la injusticia se le hubiese negado la noche.
Intenté inútilmente entender lo que había ocurrido; me sentía confuso y aturdido. ¿Cómo había podido Roque permitir que semejante deshonra cayese sobre Benedicta? ¿Es que acaso pensaba que cuanto mayor fuese la ignominia, más fácil le sería someter a la joven? No pude entenderlo, aunque tampoco me esforcé demasiado para comprender los motivos. Sin embargo, ¡que Dios me ayude!, sentí en mi propia piel, con tremenda congoja, la infamia de la niña.
¡Dios mío, Dios mío, qué luz ha iluminado el entendimiento de Tu siervo! Me he dado cuenta, como si fuese una revelación del Cielo, que mis sentimientos hacia la joven son al mismo tiempo mayores y menores de lo que había imaginado. Se trata de un amor terreno, del tipo que siente un hombre por una mujer. Cuando por primera vez me di cuenta de ello, me quedé sin aliento y mi corazón latió intensa y aceleradamente, dándome la impresión de que me asfixiaría en cualquier momento. Y a pesar de ello, era tanta la rabia que invadía mi pecho después de haber presenciado aquella terrible injusticia tolerada por el Cielo, que fui completamente incapaz de arrepentirme. Aquella luz inesperada me cegó: no estaba en condiciones de comprender en toda su dimensión el alcance de mi pecado. El huracán de pensamientos que me sobrevino no fue en absoluto desagradable. Debí reconocer que no estaba dispuesto a privarme voluntariamente de aquellos sentimientos, aunque me diera cuenta de que eran inconvenientes. ¡Que la Madre de la Misericordia se apiade de mí!
En ese momento, incluso, me era imposible admitir que estaba completamente equivocado al pensar que había recibido la orden divina de salvar el alma de Benedicta y prepararla para una vida de santidad. Acaso este otro deseo humano, ¿no procede también de Dios? ¿No busca al mismo tiempo el bien de aquello que lo motiva? ¿Y puede haber un bien mayor que el de la salvación del alma?... Vivir una vida santa en la tierra, y verse de esa forma recompensados en el Cielo por la felicidad y gloria eternas. No hay duda de que el amor carnal y el espiritual no son tan diferentes como me enseñaron a verlos. Puede que no sean contrarios, sino la expresión de una misma voluntad. ¡Ah, venerado Francisco, guía de mis pasos en esta elevada revelación que he tenido! ¡Coloca frente a mis ojos el camino correcto para conseguir el bien de Benedicta!
Finalmente el sol desapareció tras los claustros. Copos y nubecillas se arremolinaron en el horizonte; la bruma brotó del abismo y, tras ella, las sombras púrpuras comenzaron un rápido ascenso por la gran ladera de la montaña y terminaron extinguiendo los últimos rayos solares que brillaban en la cumbre. ¡Gracias a Dios, oh, gracias sean dadas al Salvador... al fin ella está libre!
XVIII
He pasado un tiempo seriamente enfermo aunque, gracias al amable cuidado de los hermanos, me he recuperado lo suficiente como para dejar mi cama. Es evidente que la voluntad de Dios es que viva para servirlo, ya que no hice lo más mínimo para merecer aquel extraordinario presente que me otorgó al devolverme la salud. En mi alma arde el sincero deseo de consagrar mi vida miserable a Él y a Su servicio. En este instante, mi único anhelo es unirme a Él y entregarme en manos de Su amor. En cuanto me sean impuestos en la frente los santos óleos, estas esperanzas se verán colmadas; y una vez purificado de mi pasión terrenal y desesperanza por Benedicta, seré llevado hasta una vida nueva y divina. Puede que entonces, sin ofender al Cielo o hacer peligrar mi alma, me sea permitido vigilarla y protegerla mejor que ahora, en que soy tan solo un desdichado monje.
He sucumbido a una extrema debilidad. Mis pies, como si fuesen los de un niño, no lograban sostener mi cuerpo. Los hermanos me condujeron hasta el huerto. Allí, ¡con qué agradecimiento elevé mi mirada hacia arriba y contemplé nuevamente el firmamento azul! ¡Qué éxtasis me embriagó cuando logré mirar hacia los picos nevados de las montañas, y hacia los negros bosques escalonados de sus laderas! Cada brizna de hierba suscita en mí un interés especial, y termino saludando a cualquier insecto que pasa a mi lado como si fuese un antiguo amigo.
Mis ojos se desvían inevitablemente hacia el sur, en dirección al Monte de los Ahorcados, y pienso constantemente en la desgraciada hija del verdugo. ¿Qué habrá sido de ella? ¿Habrá logrado sobrevivir al terrible suplicio de la plaza pública? ¿Qué estará haciendo en este momento? ¡Ah, si tuviese energías suficientes para llegar hasta el Monte de los Ahorcados! Pero no me dejan abandonar el monasterio, y aquí no hay nadie con quien tenga tanta confianza como para preguntarle por la suerte de la doncella. Noto en los frailes algo extraño, como si ya no me encarasen como uno de ellos. ¿Por qué será? A mí me siguen inspirando afecto y deseo vivir en armonía con ellos. Son buenos y afables aunque, pese a ello, parece como si me evitasen lo más posible. ¿Qué quiere decir todo esto?
XIX
Mi reverendo Superior, el padre Andrés, me ha llamado de nuevo a su presencia.
—Tu recuperación ha sido milagrosa —me dijo—. Me gustaría que fueses digno de tan elevada merced y que preparases tu alma para la inmensa bendición que has de recibir. He decidido, hijo mío, que te alejarás temporalmente de nosotros y vivirás aislado en la soledad de las montañas, con la doble finalidad de que te recuperes físicamente, y al mismo tiempo de que adquieras una visión correcta de la realidad en tu corazón. Examínate con absoluta rigidez, cuando te encuentres lejos de cualquier distracción, y comprenderás, estoy seguro, el tamaño de tu error. Pide que una luz divina ilumine tus pasos para que te sea concedido el avanzar en línea recta en tu servicio al Señor como apóstol y como sacerdote, ajeno a las bajas pasiones y deseos mundanos.
No tuve la osadía de replicar. Me sometí a la voluntad de Su Ilustrísima sin una palabra en contra, ya que obedecer es también una regla de nuestra Orden. No me inspiraba el menor temor la comarca inhóspita, a pesar de que había oído decir que estaba repleta de bestias salvajes y espíritus perversos. Su Reverencia no se equivoca: estar un tiempo solo será para mí como un período de prueba, purificación y restablecimiento, que tanto necesito en estos momentos. Hasta ahora únicamente me he movido por los senderos del pecado, ya que en mis confesiones me reservo muchas cosas. No actué así por miedo al castigo, sino porque me es imposible mencionar el nombre de la joven ante otro que no sea mi venerado San Francisco, el único capaz de entenderme. Noto que me observa con benevolencia desde el Cielo y se preocupa por mi pesadumbre. Sea cual sea la falta que quizá exista en la compasión que me inspira esta inocente y perseguida doncella, estoy convencido de que San Francisco la perdona bondadosamente por amor a nuestro bendito Salvador, que también enfrentó congojas y conspiraciones.
Una de mis obligaciones en las montañas será la de recoger algunas raíces y mandarlas al monasterio. Con esas hierbas los frailes destilan un licor que ya se ha hecho famoso en toda la región, y cuya celebridad ha llegado incluso hasta la lejana ciudad de Munich.
La bebida es tan fuerte y tan llena de especias que, al beberla, se siente tanto calor en la garganta como si se hubiese devorado una llama del infierno; a pesar de ello, es apreciada en todas partes por su valor medicinal, ya que se utiliza como remedio de infinidad de dolencias y enfermedades; además, se afirma también que es beneficiosa para la salud del alma, aunque debo añadir que, allí donde no se puede obtener el licor, una vida devota puede conseguir el mismo resultado. En cualquier caso, la venta de este licor es la principal fuente de ingresos que tiene el monasterio.
El ingrediente principal de la bebida es la raíz de una planta alpina conocida como genciana, que crece a gran profundidad en las laderas de las montañas. Durante los meses de julio y agosto, los frailes recogen estas raíces y las secan junto al fuego en las chozas de las montañas; entonces las preparan y las mandan al monasterio. Los frailes son los únicos que tienen derecho a recoger estas raíces, y también a guardar celosamente secreto el procedimiento con el que se confecciona el licor.
Ya que debo vivir durante algún tiempo en estas tierras elevadas, el Superior me ha dicho que de vez en cuanto, y siempre que me sienta con fuerzas para ello, recoja estas raíces. Un joven siervo del monasterio me conducirá hasta mi solitaria morada, cargará mis provisiones y volverá inmediatamente. Vendrá una vez por semana a reabastecerme, y de paso a llevarse las raíces que haya ido reuniendo en ese tiempo.
No han demorado mucho en mandarme al lugar donde debo cumplir mi penitencia. Esta misma noche me he despedido de mi reverendo Superior; de vuelta a mi celda empaqueté mis libros de oración, la Imagen del Cordero de Dios, y la Vida y Obra de San Francisco. Tampoco he olvidado los utensilios para escribir, indispensables para poder continuar mi diario. De este modo, y una vez acabados los preparativos necesarios, fortalecí mi alma con una oración y ya me encuentro preparado para enfrentar cualquier cosa que me depare el destino, incluido el encuentro con animales salvajes o demonios.
Venerable Santo, perdona la tristeza que siento al marcharme sin haber podido ver a Benedicta o sin haberme enterado siquiera de qué ha pasado con ella desde aquel terrible día. Tú sabes ¡oh benévolo Santo mío!, porque lo confieso con humildad, que ansío poder llegar al Monte de los Ahorcados, aunque sólo sea para echar un vistazo a la cabaña en la que vive la más buena y hermosa de las mujeres. ¡No seas demasiado severo al juzgar, te lo suplico, venerable Santo, la debilidad de mi descarriado corazón de hombre!
XX
Al dejar el monasterio con mi joven guía, observé que todo estaba tranquilo dentro de sus muros; la santa comunidad dormía ensueño de la paz, que en los últimos tiempos parecía habérsele negado. Ya comenzaba a amanecer y, según ascendíamos por el sendero que lleva hasta las montañas, algunos leves destellos dorados y escarlatas comenzaron a rodear las nubes de oriente. Mi joven compañero, que cargaba en sus hombros el saco de provisiones, abría la marcha. Yo le seguía con el hábito recogido hacia atrás, apoyándome en un grueso cayado, y provisto de una afilada punta de hierro con la que podría defenderme, llegado el caso, de cualquier bestia salvaje.
Mi guía era un muchacho joven, rubio y de ojos azules, y con una expresión en su rostro entre alegre y amistosa. Era obvio que le agradaba enormemente poder trepar por sus colinas natales en dirección a las cumbres que teníamos por meta. Parecía como si no le molestase el peso de la carga que portaba, ya que su andar era ágil y airoso, y su paso firme y seguro. Saltaba por el escarpado y abrupto sendero como si fuese una cabra montesa.
El joven estaba bastante animado. Me contó historias maravillosas acerca de duendes y fantasmas, brujas y hadas. Según parece, conocía perfectamente a estas últimas. Aseguró que aparecían vestidas con ropas resplandecientes y que tenían un cabello brillante y alas muy bellas; una descripción que se ajustaba casi exactamente con la que hacían algunos Sacerdotes al hablar sobre el tema en sus libros. Cuando se sienten atraídas por alguien, son capaces de retener a esa persona bajo su encantamiento, sin que nadie sea capaz de romper el hechizo, ni siquiera la Santísima Virgen María. Aun así, yo creo que esto sólo se cumple en el caso de quienes se encuentran en pecado, y que los puros de corazón no tienen nada que temer de estas legendarias figuras.
Subimos y bajamos cerros, atravesamos bosques, pastos floridos y quebradas. Los ríos de la montaña que se deslizaban a través de los valles, violentos y encajados en el seno de profundos barrancos, parecían contar las cosas sorprendentes con que se habían encontrado a su paso, y las extrañas aventuras que habían vivido en su itinerario. En las laderas de las colinas y en los bosques retumbaban sin descanso las múltiples voces de la naturaleza, convocando, susurrando, suspirando o profiriendo alabanzas al Creador de todas las cosas. Con frecuencia pasábamos frente a la cabaña de algún montañés, a cuyo lado jugaban desarrapados críos de cabello rubio. Al ver a personas extrañas escapaban asustados. Las mujeres, sin embargo, salían a nuestro encuentro cargando a sus hijos pequeños en brazos, y me pedían que las bendijera. Nos ofrecían leche, mantequilla, queso fresco y pan oscuro. Muchas veces veíamos a los hombres instalados ante sus cabañas, y dedicados a tallar en madera sobre todo imágenes de nuestro Redentor en la cruz. Las mandan después para ser vendidas en Munich y, según me han comentado, estos piadosos artesanos llegan a ganar mucho dinero y gozan también de indudable prestigio.
Finalmente alcanzamos las orillas de un lago, pero una neblina nos impidió la clara visión del paisaje. Encontramos un pequeño bote amarrado en el barranco; mi guía me dijo que subiera a él e inmediatamente tuve la impresión de que nos deslizábamos en medio del firmamento y de las nubes. Nunca había navegado y tuve el terrible presentimiento de que quizá podríamos naufragar y morir ahogados. Tan sólo se escuchaba el ruido del agua golpeando los costados de la embarcación. Mientras avanzábamos, veíamos en ocasiones algún objeto oscuro que flotaba en las aguas, aunque inmediatamente desaparecía con la misma rapidez con que había surgido, y enseguida volvíamos a deslizarnos en medio de un espacio vacío. Como a veces la bruma se elevaba un poco, pude ver gigantescas rocas negras que sobresalían en el agua; también, no muy lejos de la orilla, vi gigantescos árboles medio sumergidos, con sus grandes ramas que semejaban los huesos de algún terrible esqueleto. El paisaje se hallaba tan repleto de cosas horribles que incluso mi joven guía permanecía callado, mientras sus ojos atentos intentaban constantemente taladrar la bruma en busca de posibles peligros.
Aquellos indicios me hicieron comprender que estábamos atravesando un terrible lago asolado por fantasmas y diablos, y en consecuencia le encomendé mi espíritu a Dios. El poder del Señor somete cualquier mal. En el momento en que terminé mi oración contra los espíritus del mal, se rasgó el velo de oscuridad, ¡y el sol brilló como una gigantesca rosa de fuego que cubriese al mundo con áureos y vistosos ropajes!
Frente a ese glorioso ojo de Dios, las sombras se desvanecieron y no volvieron a acecharnos. La espesa niebla, transformada en una bruma leve y transparente, se entretuvo un poco más en las laderas de las montañas, antes de desaparecer por completo. No quedó ni rastro de ella, excepto en las profundas grietas de los cerros. El lago parecía plata líquida; las montañas, brillantes, mostraban selvas parecidas a llamas de fuego. Mi corazón estaba embriagado de asombro y gratitud.
Mientras nuestro bote avanzaba, noté que el agua del lago colmaba una cuenca larga y angosta. A nuestra derecha los picos se levantaban hasta considerable altura, con las crestas cubiertas de pinos, pero a la izquierda y enfrente había un lugar muy placentero en el que se levantaba una gran construcción. Era San Bartolomé, la residencia veraniega de mi Superior, el Padre Andrés.
Ese tranquilo vergel no era demasiado grande; excepto en la zona que daba sobre el lago, se encontraba rodeado de promontorios que se levantaban en el aire hasta los mil pies de altura. Mucho más arriba, en la zona frontal de ese gigantesco muro, había una fértil pradera que brillaba como una enorme joya sobre el manto gris de la montaña. Mi joven acompañante me informó de que ése era el único lugar en toda la región donde crecían Edelweiss. Era, por lo tanto, el lugar exacto donde Benedicta había recogido aquellas maravillosas flores que me había regalado mientras estaba de penitencia. Contemplé aquel bello y terrible lugar con una mezcla de sentimientos que me resulta imposible describir. El guía, cuyo estado de ánimo encajaba con el jovial aspecto que en ese momento mostraba la naturaleza, gritaba y cantaba; pero yo, al notar que abrasadoras lágrimas brotaban de mis ojos y me corrían por las mejillas, escondí mi rostro en la capucha.
XXI
Tras abandonar nuestro bote comenzamos a escalar por la montaña. Amado Dios, nada sale de Tu venerable mano sin un designio y una utilidad, pero no logro entender para qué agrupaste estas montañas, ni para qué las cubristes con tantos peñascos que no suponen una bendición ni para los hombres ni para los animales.
Después de horas y más horas de ascenso alcanzamos un manantial; me senté agotado, con los pies doloridos y jadeando. Contemplé el paisaje que se extendía a mi alrededor y comprendí que todo lo que me habían dicho sobre aquellos parajes desolados estaba completamente justificado. Allá donde mirase no veía más que rocas grises y desnudas, veteadas de rojo, amarillo y marrón. Había tenebrosos eriales cubiertos de piedra en los que nada crecía —ni una planta, ni una brizna de hierba—, terribles abismos llenos de hielo y brillantes bancos de nieve que escalaban hacia las alturas, tanto que casi parecían tocar el cielo.
Sin embargo, encontré unas pocas flores entre las rocas. Parecía como si el Creador de aquella inhóspita y solitaria región la hubiese considerado demasiado terrible e, inclinándose sobre los valles, hubiera tomado de ellos un puñado de flores para esparcirlas después por estas estériles regiones. Las flores, así enaltecidas por la mano divina, habían crecido con una belleza celestial e inigualable. El guía me enseñó la planta cuya raíz debía yo recoger, y también algunas hierbas resistentes y saludables, útiles para el hombre, y entre las que se encontraba el árnica de flores doradas.
Una hora más tarde reemprendimos nuestro camino y seguimos hasta que casi me sentí incapaz de arrastrar los pies ni siquiera un paso más. Finalmente llegamos a un lugar solitario rodeado de negros y gigantescos peñascos. En su centro había una miserable cabaña de piedra con una puerta baja en uno de sus lados, que hacía las veces de entrada. El joven me explicó que aquélla habría de ser mi morada. Nada más entrar, mi corazón se estremeció al pensar que tendría que vivir en un lugar semejante. No había ni un solo mueble. Mi cama sería un ancho banco cubierto por algunos secos matojos alpinos. También había una chimenea que se alimentaba con leña, y uno o dos utensilios de cocina.
El joven cogió un recipiente y se marchó a toda prisa. Yo me tumbé en el suelo frente a la choza y enseguida me sumí en la contemplación de aquel paisaje agreste y aterrador, en el que debería preparar mi espíritu para servir mejor a Dios. El guía regresó rápidamente, sujetando la vasija con ambas manos. Al verme lanzó un alegre grito, cuyos ecos retumbaron como si fuesen miles de voces charlatanas entre las piedras. Aunque había permanecido solo apenas unos instantes, me sentí tan alegre de ver un rostro humano que me adelanté y respondí a su saludo con desproporcionada felicidad. ¿Cómo podía entonces tener la esperanza de que conseguiría soportar una semana de aislamiento total en aquel lugar solitario?
Cuando el muchacho colocó el recipiente delante de mí, vi que estaba lleno de leche. También sacó de entre sus ropas un pan de manteca amarilla, bellamente decorado con flores alpinas, y un pedazo de queso blanco como la nieve, envuelto en hierbas aromáticas. El ver aquella comida me agradó y le dije a modo de broma:
—Ya veo que en estas alturas la leche y la manteca brotan de las piedras. ¿También encontraste un manantial de leche?
—Usted también podría conseguir un milagro como éste —contestó—, aunque me pareció mejor trasladarme rápidamente hasta el Lago Negro y pedir esta comida a las muchachas que viven allí.
Sacó un poco de harina de algo parecido a una alacena que había en la cabaña; encendió el fuego en la chimenea y se dedicó a preparar un pastel.
—De modo que no estamos solos en esta región asolada —le dije—. ¿Dónde está ese lago en cuyas orillas viven tan generosas personas?
—Es el Lago Negro —contestó guiñando los ojos debido al humo—. Se encuentra detrás de ese Kogel y la vaquería fue construida justo al borde de esa colina que sobresale de entre las aguas. Es un mal lugar. El lago llega en línea recta hasta el Infierno y entre las piedras se puede oír el rugido y el chirriar de las llamas y los gemidos de los condenados. No hay lugar en el mundo que cuente con tantos espíritus crueles y malvados. ¡Tenga mucho cuidado! Aquí, a pesar de su santidad, podría ponerse enfermo. Podría conseguir leche, manteca y queso en el Lago Verde, que está mucho más lejos; les diré a las mujeres que le traigan lo que necesita. Se sentirán felices de poder ayudarlo, y si les predica un sermón todos los domingos, ¡no les importará enfrentar al demonio en persona con tal de complacerlo!
Después de nuestro almuerzo, que me pareció el más agradable que jamás hubiese comido, el joven se tumbó bajo el sol e inmediatamente se quedó dormido, roncando con tanta violencia que me fue imposible seguir su ejemplo, a pesar del cansancio que tenía.
XXII
Al despertar, el sol ya se encontraba detrás de las montañas, cuyos picos mostraban ribetes de fuego. Me pareció como si estuviera viviendo un sueño, aunque pronto volví a la realidad. Los gritos del muchacho que retumbaron en la distancia me hicieron comprender inmediatamente que estaba solo en aquella región abandonada. Evidentemente le dio pena mi estado, porque en vez de perturbar mi sueño, se marchó sin despedirse. Tenía que darse prisa si quería llegar a la vaquería del Lago Verde antes de que anocheciera. Al entrar en la choza vi que el fuego ardía con energía, y que habían apilado un buen montón de leña a su lado. El previsor muchacho tampoco se había olvidado de dejarme la cena, que consistía en algo más de pan y de leche. También había sacudido la hierba de mi duro lecho, cubriéndolo con una manta de lana, servicios que le agradecí desde lo más profundo de mi corazón.
Gracias a mi largo sueño me encontraba nuevamente con fuerzas, y permanecí fuera de la cabaña hasta bien entrada la noche. Hice mis oraciones mirando los promontorios rocosos que se levantaban bajo aquel oscuro horizonte en el que las estrellas parpadeaban alegremente. Se diría que allí, a aquella altura, las estrellas brillaban más intensamente que en el valle, y era fácil suponer que si uno escalaba hasta un punto más elevado todavía, podría llegar a tocarlas con la mano.
Permanecí muchas horas de aquella noche bajo las estrellas y el firmamento, examinando mi conciencia y preguntándole a mi corazón. Tenía la impresión de encontrarme en la iglesia, de rodillas frente al altar, notando la imponente presencia de Dios. Finalmente mi alma se henchió de paz divina, y del mismo modo que un niño se aprieta contra el pecho de su madre, recliné yo mi cabeza en la sabia Naturaleza, ¡oh, madre de todos nosotros!
XXIII
¡Nunca había visto un amanecer tan glorioso! Las montañas se teñían con una tonalidad rosada y su apariencia era casi translúcida. Una plateada transparencia flotaba en la atmósfera, tan fresca y pura que cada vez que aspiraba una bocanada de aire me daba la sensación de estar renovando mi vitalidad. El rocío, blanco y abundante, goteaba de las escasas briznas de hierba y se deslizaba sobre las piedras como si fuese lluvia.
Mientras estaba dedicado a mis oraciones matinales, conocí involuntariamente a mis vecinos. Durante la noche las marmotas no habían dejado de chillar, con gran molestia para mí, y en aquel momento saltaban alocadamente como si fuesen conejos. En las alturas, pardos halcones giraban describiendo círculos y observando fijamente a los pajarillos que revoloteaban entre los arbustos, y a los ratoncillos de los bosques que corrían entre las rocas. Cerca de allí pasaban una y otra vez manadas de gamuzas en busca de los pastos que crecían en la zona más elevada de la montaña. En lo más alto, un águila solitaria se recortaba contra el firmamento, subiendo cada vez más, como si fuese un alma que se eleva hacia el Cielo después de verse liberada del pecado.
Todavía estaba de rodillas cuando mi silencio se vio roto por un murmullo de voces. Miré a mi alrededor pero, aunque podía escucharlas con claridad y captar pedazos de canciones, no logré ver a nadie. Era como si aquellos sonidos procediesen del interior de las montañas y, al recordadlos poderes del Maligno que se manifestaban por toda la comarca, recité una plegaria y me preparé a esperar acontecimientos.
Volví a escuchar el cántico de nuevo, como ascendiendo de una profunda sima, e inmediatamente aparecieron tres figuras femeninas. Al notar mi presencia dejaron de cantar y profirieron agudos gritos. Así me di cuenta de que pertenecían a aquellas tierras; pensé que quizá fuesen cristianas y esperé a que se acercaran.
Vi que llevaban cestos sobre sus cabezas y que eran jóvenes altas y de donosa presencia, con el cabello rubio, el rostro moreno y los ojos negros. Dejaron sus cestos en el suelo, me saludaron con modestia y besaron mis manos; inmediatamente destaparon los canastos y me ofrecieron las apetitosas provisiones que me habían traído: crema, queso, mantequilla y dulces.
Se sentaron una vez más en el suelo y me explicaron que vivían en el Lago Verde y que les agradaba enormemente poder contar de nuevo con un «hermano montañés», y en especial con uno tan joven y gallardo como yo. Mientras hablaban de aquel modo sus oscuros ojos parpadeaban alegres y en sus rojos labios lucían joviales sonrisas, lo que me agradó sobremanera.
Les pregunté si no las asustaba vivir en aquella desolada comarca, pero como única respuesta se rieron, mostrando sus blancos dientes. Me dijeron que en sus chozas tenían armas de caza destinadas a ahuyentar a los osos y que conocían también diversos exorcismos y sortilegios muy eficaces contra los malos espíritus. Además no se encontraban muy solas, me aclararon, porque todos los sábados los jóvenes del valle subían a la montaña a cazar osos, y en aquellas ocasiones se lo pasaban muy bien. A través de ellas me enteré de que entre las elevaciones rocosas abundan los prados y las chozas, en las que viven durante el verano los pastores y pastoras. Las mejores praderas, indicaron, pertenecían al monasterio y se encontraban a muy poca distancia.
Me deleitó su agradable charla, que hacía que la soledad se me hiciese menos opresiva. Después de darles la bendición, me besaron la mano y se fueron como habían llegado: riendo sin parar, y cantando a gritos; dando muestras del alborozo propio de su corta edad y buena salud. De esa forma he llegado al menos a una conclusión: la existencia de las personas que viven en las montañas es más feliz y apacible que la de quienes habitan en los profundos y húmedos valles ubicados más abajo. Además, parece como si sus corazones y sus mentes fuesen más puras, lo que quizá se deba a que realmente viven mucho más cerca del Cielo que, según aseguran algunos hermanos, en estas regiones está más cerca de la tierra que en ningún otro punto del mundo, exceptuando Roma.
XXIV
Después de irse las jóvenes, guardé las vituallas que me trajeron; a continuación, armado con una corta y puntiaguda pala y un costal, me fui en busca de raíces de genciana. Crecían en abundancia, y la espalda comenzó enseguida a dolerme de tanto agacharme a cavar la tierra, aunque seguí con el trabajo, ya que deseaba mandarle al monasterio una buena remesa como prueba de mi celo y obediencia. Me había apartado bastante de mi cabaña, sin darme cuenta de la dirección que tomaba, cuando inesperadamente me encontré al borde de un precipicio tan profundo y horrible que retrocedí lanzando un grito de terror. En el fondo de aquel abismo y a tanta distancia de mis pies que me mareaba el hecho de mirar hacia abajo para verlo, había un minúsculo lago circular, que parecía el ojo del diablo. En su orilla, cerca de un promontorio que se levantaba sobre el agua, había una cabaña desde cuyo techo lleno de piedras surgía una delgada columna de humo azulado. Alrededor de ella, en el suelo estrecho y estéril, paseaban unas pocas vacas y ovejas. ¡Qué lugar tan espantoso para erigir una vivienda!
Aún miraba aterrado aquel agujero cuando volví a asustarme: ¡escuché con absoluta claridad una voz que llamaba a alguien por su nombre! El sonido procedía de un lugar situado a mis espaldas y el nombre era dicho con una dulzura tan exquisita que me santigüé inmediatamente a modo de protección contra las artimañas, maleficios y hechizos de las hadas. Volví a oír la voz y en aquel momento mi corazón latió con tanta violencia que casi me desmayé: ¡era la voz de Benedicta! ¡Benedicta en aquella terrible región y yo solo con ella!
Evidentemente, me es imprescindible tu ayuda, venerable San Francisco, para que mis pasos no se desvíen del sendero trazado por los designios divinos.
Al darme la vuelta la vi. Saltaba de una roca en otra; miraba hacia atrás y pronunciaba un nombre que me era desconocido. Cuando descubrió que la estaba mirando se paró, inmóvil. Me acerqué a ella saludándola en nombre de la Santísima Virgen, a pesar de que, ¡que Dios me perdone!, las terribles emociones que me trastornaban casi me incapacitaban para poder realizar tan sagrada invocación.
¡Qué cambios parecían haberse operado en la desgraciada niña! Su hermoso rostro estaba tan pálido como el mármol; los grandes ojos, hundidos e infinitamente tristes. Sólo en su preciosa cabellera no se veía la menor alteración, y le caía sobre los hombros como una cascada de hebras de oro. Permanecimos mirándonos mutuamente, callados por la sorpresa; entonces volví a hablarle:
—¿De modo que eres tú, Benedicta, la que vive en esa choza que hay junto al Lago Negro, al lado de las aguas del Averno? ¿Tu padre vive contigo?
No me contestó, pero sentí un estremecimiento en sus delicados labios, como le suele ocurrir a los niños cuando intentan sujetar el llanto. Repetí la pregunta:
—¿Tu padre vive contigo?
Me contestó en un susurro poco mayor que un suspiro:
—Mi padre ha muerto.
Noté un agudo y repentino dolor en el mismo centro de mi pecho, y por algunos segundos me sentí incapaz de decir nada más, completamente desconcertado por la compasión. Benedicta había girado el rostro para esconder sus lágrimas y su delicada figura se convulsionaba con el llanto. No logré contenerme por más tiempo. Me acerqué, cogí su mano e, intentando relegar a lo más profundo de mi corazón cualquier deseo humano de dirigirme a ella con alguna expresión religiosa de consuelo, le dije:
—Hija mía, querida Benedicta, tu padre ya no está a tu lado, pero todavía tienes a otro Padre que te protegerá en todos y cada uno de los días de tu vida. En todo lo que tenga que ver con Su venerable voluntad, bondadosa y encantadora muchacha, te ayudaré a soportar tan terrible pena. Aquel por quien lloras no está perdido, se ha dirigido a la casa donde habita la misericordia, y Dios será benévolo con él.
A pesar de todo, mis palabras sólo consiguieron agudizar su adormecida tristeza. Se dejó caer al suelo y dio rienda suelta a su llanto, sollozando con tanta vehemencia que me alarmé sobremanera. ¡Ah, Madre de Misericordia!, ¿cómo podré superar el recuerdo de aquella angustia que sufrí al presenciar la tremenda desdicha que aniquilaba a tan hermosa e inocente criatura? Me agaché sobre ella y también mis lágrimas cayeron sobre sus dorados cabellos. Mi corazón me impulsaba a levantarla del suelo, pero mis músculos se negaban a obedecerme. Finalmente se serenó un poco y comenzó a hablar; lo hizo, a pesar de todo, más como si estuviese hablando consigo misma que conmigo:
—¡Ah, mi padre, mi pobre padre afligido! Sí, ha muerto... ellos lo mataron... hace mucho tiempo que murió de congoja. Mi hermosa madre también murió de tristeza... de pena y remordimiento por algún gravísimo pecado, no sé cuál, que mi padre le había perdonado. Él sólo sabía ser compasivo y misericordioso. Había tanta ternura en su corazón que no era capaz de aplastar siquiera a un gusano o una cucaracha, y a pesar de ello se vio obligado a matar hombres. Su padre, y el padre de su padre pasaron la vida entera y murieron también en el Monte de los Ahorcados. Es una estirpe de verdugos cuya horrible herencia fue a recaer en mi padre: no tuvo elección. Esa gente sin corazón le obligó a ejercer la profesión de sus antepasados. Muchas veces le oí decir que había tenido incluso la tentación de suicidarse, y estoy convencida de que lo habría hecho, de no ser por mí. No podía tolerar la idea de que muriese de hambre; pero fue forzado a ver cómo me humillaban y, finalmente, ¡oh, Santísima Virgen!, escarnecida en público por un delito del que era inocente.
Cuando Benedicta habló de la terrible injusticia con que había sido tratada, sus blancas mejillas se encarnaron al recordar la ignominia sufrida, a pesar de que en su momento fue capaz de soportarla con un ánimo diferente, por cariño a su padre.
Mientras me contaba sus desdichas se fue incorporando progresivamente, y después, conforme recuperaba confianza en sus propias energías, terminó girando su hermoso rostro hacia mí. Pero en seguida cubrió su cara con el cabello y me habría dado la espalda de no ser porque se lo impedí suavemente mientras le hablaba con frases reconfortantes, a pesar de que Dios sabe que mi propio corazón estaba a punto de reventar, de tanta lástima como me inspiraba. Permitió que pasaran algunos segundos y después continuó:
—¡Ah, mi pobre padre siempre fue desgraciado! Ni siquiera se le permitió el consuelo de ver bautizada a su niña. Como hija de verdugo, a mis padres les estaba prohibido solicitar ese sacramento para mí; y nunca lograron encontrar un solo sacerdote dispuesto a bendecirme en nombre de la Santísima Trinidad. Por ese motivo me llamaron Benedicta, y me bendijeron ellos mismos un día tras otro.
»Tenía muy corta edad cuando murió mi bella madre. Fue enterrada en tierra no consagrada. Como no podía elevarse hasta el Padre Celestial que vive en lo más alto, fue enviada al pozo de llamas del Infierno. Cuando agonizaba, mi padre fue a suplicarle al Reverendo Superior la gracia de un sacerdote que pudiese administrarle los últimos sacramentos. Pero su petición fue rechazada. No apareció ningún sacerdote y mi desgraciado padre tuvo que cerrar él mismo. los ojos de mi madre, mientras se le cegaban los suyos con las lágrimas de angustia que le arrancaba el terrible destino que le esperaba a la difunta.
»Tuvo que ser él mismo quien cavara la tumba, sin la menor ayuda. El único pedazo de tierra de que disponía era aquel en que había enterrado a los ahorcados y excomulgados, y se vio obligado a depositar allí a mi madre, en tierra no consagrada. Ni siquiera se permitió que rezasen misas por su alma.
»Me acuerdo perfectamente que después de aquello mi querido padre me llevó ante la imagen de la Santísima Virgen y me dijo que me arrodillara. Juntó mis pequeñas manos y me enseñó a rezar por mi desdichada madre, que no había tenido a nadie que intercediera por ella ante el poderoso Juez de los Muertos. Desde aquel día he rezado por las mañanas y por las noches por el espíritu de ella, y ahora lo hago por el espíritu de mi padre también, cuya alma no fue preparada para enfrentar al Todopoderoso, y que por tanto no se encuentra con Dios, sino que arde en el fuego eterno.
»Durante su agonía, corrí a presentarme ante el Superior, tal y como él había hecho con mi madre. Le supliqué de rodillas, le imploré llorando, le besé los pies, y también le habría besado la mano si no la hubiese retirado. Pero lo único que hizo fue ordenarme que me fuera.
Conforme avanzaba en su relato, Benedicta imprimía mayor énfasis a sus palabras. Se levantó y permaneció en pie; echó hacia atrás su bella cabeza y levantó su mirada al cielo, como presentando aquellas ofensas a los elevados ángeles del Señor, mensajeros de su voluntad. Levantó sus brazos desnudos con un gesto enérgico y dotado de tanta gracia natural que me sentí sobrecogido de asombro; las palabras brotaban espontáneamente de sus labios con una elocuencia que jamás le habría imaginado. No me atrevo a pensar que aquellas palabras fuesen inspiradas desde lo alto, ya que, ¡que Dios nos perdone!, cada una de ellas era una denuncia soterrada de Él y de su Santa Iglesia y, a pesar de ello, ¡no me cabe la menor duda de que nunca habló de aquel modo ningún mortal cuyos labios no hubieran sido tocados por el espíritu de fuego del altar! Delante de aquella agraciada y sorprendente criatura me di cuenta con tanta claridad de mi propia falta de méritos, que probablemente me habría arrodillado ante Benedicta al encararla como una santa bienaventurada, de no ser porque inesperadamente ella puso fin a sus palabras de una forma tan patética que me hizo llorar de emoción.
—Las personas crueles le mataron —dijo intercalando el llanto entre sus palabras—. Se apoderaron de mí, a quien él amaba. Me acusaron injustamente de un delito horrible. Me vistieron con unas ropas deshonrosas, depositaron en mi cabeza una corona de paja y me colgaron del cuello una tablilla negra como símbolo de la infamia. Me escupieron y escarnecieron, obligando a mi padre a arrastrarme hasta la picota, donde fui atada y golpeada con látigos o y piedras. Eso acabó por destruir su grande y noble corazón; y con su muerte me dejó sola.
XXV
Después de que Benedicta callase permanecí en silencio. ¿Qué podía decir ante una tristeza como aquella? La religión carece de medicinas para heridas como la suya. ¡Pensar en los horribles agravios que se le hicieron a aquella humilde y pacífica familia, hizo que naciese en mi pecho una rebeldía feroz contra el mundo, contra la iglesia y contra Dios! ¡Eran cruelmente injustos, espantosa y diabólicamente injustos... tanto Dios, como su iglesia y el mundo!
Incluso el paisaje que nos rodeaba —esa comarca inhóspita, desierta y deshabitada, repleta de peligrosos precipicios y de heladas nieves perpetuas— parecía la materialización tangible de la lamentable existencia a que la pobre niña había sido condenada desde su nacimiento. Y era algo más que un paisaje, ya que la repentina ausencia de su padre —incluso en un hogar tan sencillo como la cabaña de un verdugo—, había provocado necesidades en ella que la habían obligado a dirigirse hacia aquellas eternas soledades. Más abajo, sin embargo, existían agradables pueblos, huertas fértiles, campos fecundos y hogares donde la paz y la abundancia reinaban durante todo el año.
Después de una pausa, cuando Benedicta logró restablecerse un poco, le pregunté si tenía a alguien que pudiese cuidar de ella.
—No me queda nadie —contestó. Aunque al percibir mi expresión entristecida, añadió—: Siempre he vivido en lugares abandonados y malditos. Ya estoy acostumbrada. Ahora que mi padre ha muerto, no hay nadie que se ocupe siquiera de dirigirme la palabra, porque tampoco hay nadie con quien me apetezca hablar... excepto usted.
Un instante más tarde agregó:
—Bueno, lo cierto es que sí existe alguien que se preocupa por verme, pero él...
Al llegar a este punto se interrumpió y no quise preguntar para no colocarla en una situación violenta. Entonces dijo:
—Ayer supe que estaba usted aquí. Un joven vino a buscar leche y mantequilla. De no ser usted un religioso, jamás habría acudido hasta mí en busca de comida. Espero que la corrupción que contamina todo cuanto tengo o cuanto toco no logre alcanzarlo. A pesar de ello, ¿está seguro de haber hecho la señal de la cruz sobre todas las provisiones?
—Si hubiese sabido que eras tú quien las mandaba, Benedicta, me habría ahorrado esta precaución —contesté.
Me miró fijamente con sus resplandecientes ojos, y exclamó: —¡Oh, mi querido señor y amado hermano!
Y tanto sus palabras como su mirada me produjeron el más elevado placer..., tanto, por cierto, como el de todas las palabras y gestos que procedían de aquella santa criatura.
Le pregunté entonces para qué había escalado hasta la cima del promontorio, y quién era la persona a quien le había oído llamar.
—No es una persona —replicó con una sonrisa—. Es mi cabra, que se ha perdido y a la que buscaba entre las rocas.
Reclinó la cabeza como si estuviese dispuesta a despedirse, y se giró para marcharse, pero yo la detuve y le dije que la ayudaría a buscar a su animal.
Enseguida encontramos a la cabra en una grieta del acantilado, y Benedicta se mostró tan feliz de encontrar a su humilde compañera que se arrodilló junto a ella, la abrazó y la cubrió de expresiones cariñosas. Me pareció algo realmente encantador y no pude menos que observarlas con evidente admiración. Benedicta, al percibirlo, dijo:
—Su madre se despeñó y se rompió el pescuezo. Yo adopté entonces a su cría y la ayudé a crecer alimentándola con leche; por eso me quiere tanto. Las personas que viven en una soledad como la mía saben apreciar el cariño de un animal fiel.
Cuando la joven se disponía a marcharse reuní valor para preguntarle algo que desde hacía tiempo me rondaba por la cabeza. Le dije:
—Benedicta, ¿es cierto que la noche de la fiesta acudiste al encuentro de los jóvenes borrachos con el único motivo de proteger a tu padre de cualquier posible peligro?
Me miró completamente asombrada.
—¿Qué otra cosa cree que podría haberme empujado a actuar de ese modo?
—No se me ocurría ningún otro motivo —respondí bastante confuso.
—Ahora debo marcharme, hermano. Adiós —dijo mientras comenzaba a alejarse.
—¡Benedicta! —exclamé. Ella se paró y me miró.
—El próximo domingo instruiré en algunos asuntos piadosos a las mujeres del caserío situado en el Lago Verde. ¿Acudirás?
—¡Oh, no, querido hermano! —replicó vacilante, en un susurro.
—¿Por qué no?
—Nada me gustaría más, pero mi presencia podría ahuyentar a esas mujeres, y a otras personas a quienes la benevolencia inherente en usted les empuja a escucharlo. La caridad con que me trata podría terminar trayéndole problemas. Le pido, señor, que acepte mi agradecimiento, pero no podré acudir.
—Entonces iré yo a verte.
—Sea prudente, señor, por favor, ¡tenga cuidado!
—Iré a verte.
XXVI
El joven me había enseñado a hacer un pastel. Ya sabía todo lo necesario para hacerlo, y también conocía las medidas exactas de cada ingrediente; sin embargo, cuando intenté llevar a la práctica lo aprendido, sólo obtuve resultados desastrosos. Lo único que conseguí fue una masa pastosa y humeante, más propia de las fauces de Satanás que de la boca de un devoto hijo de la Iglesia y seguidor de San Francisco. Aquel fracaso me desanimó realmente, aunque no acabó con mi apetito; cogí un pedazo de pan duro, lo remojé en leche agria y ya le estaba obligando a mi estómago a comenzar su penitencia por mis pecados cuando apareció Benedicta con un cesto lleno de apetitosos alimentos procedentes de su caserío. ¡Querida niña!, mucho me temo que aquella curiosa mañana no le di la bienvenida únicamente con mi corazón.
Al ver la masa humeante abandonada en la vasija sonrió, y rápidamente se la arrojó a los pájaros (¡que el Cielo los proteja!); limpió el recipiente en el manantial y, al volver, preparó el fuego nuevamente. Entonces colocó otra vez los ingredientes del pastel. Cogió dos puñados de harina y los colocó en una vasija de barro cocido; después vertió un vaso de crema, añadió una pizca de sal, e inmediatamente lo amasó todo con sus blancas y ágiles manos hasta conseguir una masa suave y esponjosa. Acto seguido la depositó en el cazo que acababa de engrasar con un poco de mantequilla, y finalmente colocó el recipiente sobre el fuego. Cuando el calor hizo que la masa comenzara a crecer hasta alcanzar el borde de la vasija, con suma habilidad la perforó en varios puntos para evitar que se resquebrajase. Después de dejar que se tostase bien, la sacó y la colocó frente a mí, a pesar de mi indignidad. La invité a compartirlo todo, pero ella se negó. Insistió además en que me santiguara antes de probar nada que ella hubiese tocado, para evitar que algún demonio se apoderase de mi alma debido a la maldición que pesaba sobre ella; pero me negué a aceptar semejante posibilidad. Mientras comía, Benedicta recogió flores entre las piedras, confeccionó una cruz con ellas y la colocó frente a mi choza. Después, cuando terminé de almorzar, limpió los platos y colocó cada cosa en su sitio, de forma que me pareció la cabaña más confortable que antes, incluso a la vista. Cuando ya no había nada más que hacer, y mi conciencia no era capaz de inventar nuevas excusas para retenerla, Benedicta se marchó y, al hacerlo, ¡oh, mi Dios, qué sombrío y tenebroso me pareció el día! ¡Ah, Benedicta!, ¿qué has hecho conmigo?... Entregarme al servicio exclusivo del Salvador, al que me consagro, me hace menos feliz y menos santo que vivir una humilde existencia de pastor, en medio de esta región solitaria, ¡pero contigo!
XXVII
La vida en estas altitudes es menos desagradable de lo que me había imaginado. Lo que me parecía un deprimente aislamiento se ha convertido en algo menos sombrío y desolador. Esta región montañosa, que al principio me sobrecogía de terror, está mostrando progresivamente su índole benigna. Su inmensidad es deliciosamente bella y está dotada de una perfección que purifica y eleva el espíritu. Es posible leer en ella, con la misma claridad que en un libro, las alabanzas a su Creador. Cada día, mientras recojo raíces de genciana, le presto atención a las voces de esta inhóspita región, y sosiego y corrijo cada vez más mi corazón.
En estas cumbres no hay pájaros cantores. Las aves del lugar apenas emiten estridentes chirridos. Las flores, aunque exentas de fragancia, son increíblemente bonitas y brillan con una intensidad semejante a la de las estrellas. Conozco laderas y promontorios que sin duda no fueron jamás profanados por pies humanos. Me dan la impresión de ser sagradas y aún es posible encontrar en ellas el toque final del Creador, como si acabasen de ser colocadas allí por Su santa mano.
Hay abundante caza. En ocasiones las gamuzas forman manadas tan numerosas que parecería como si la ladera misma de la colina estuviese en movimiento. Hay también machos cabríos salvajes, auténticos monstruos; e incluso osos, aunque hasta ahora, y gracias a Dios, no he visto ni uno solo. Las marmotas corretean a mi lado como si fuesen gatitos, y las águilas, que son las aves más nobles en este imperio de las alturas, anidan en los riscos para establecer sus hogares lo más cerca posible del cielo.
Cuando me siento cansado me tumbo sobre las aromáticas praderas alpinas, que huelen como si fuesen valiosas especias. Cierro los ojos y escucho al viento susurrar entre los altos troncos, mientras reina la paz en mi corazón. ¡Alabado sea Dios!
XXVIII
Todas las mañanas las doncellas de los caseríos próximos se acercan a mi cabaña. Sus joviales gritos resuenan en el aire mientras el eco retumba en las montañas. Me traen leche fresca, queso y mantequilla; charlan unos minutos y después se marchan. Cada día me cuentan alguna novedad ocurrida en las montañas, o alguna noticia que ha llegado a las aldeas procedente de los pueblos de la llanura. Son felices y alegres y esperan con placer la llegada del domingo, día en que tendrá lugar nuestra matinal celebración religiosa, y en cuya tarde suelen asistir al baile.
Por desgracia, estas dichosas personas no son inmunes al pecado de levantar falso testimonio contra sus semejantes. Me han hablado de Benedicta, asegurando que es una doncella inmoral, digna hija de un verdugo y (mi corazón se niega al mero hecho de escribirlo), ¡la amante de Roque! La picota, afirman, ha sido creada justamente para mujeres como ella.
Al escuchar a estas jóvenes expresarse con tanta acritud y falsedad sobre alguien a quien casi no conocen, me resultó difícil contener mi ira. Al final me apiadé de su ignorancia y las reprendí con paciente tranquilidad. Era un error, les expliqué, condenar a alguien sin darle la oportunidad de defenderse. Hablar mal de alguien no es actitud propia de un cristiano.
No entendieron. Las sorprendió que pudiese defender a alguien como Benedicta... una doncella que, tal y como aseguraban y sin duda era verdad, había sido infamada en público, y carecía de amigos en el mundo.
XXIX
Esta mañana me acerqué al Lago Negro. Se trata, por cierto, de un lugar ominoso y maldito, propio para que vivan en él los condenados. ¡Y pensar que es allí donde vive esta pobre niña abandonada! Al acercarme a la cabaña vi que el fuego ardía en la chimenea y que sobre él pendía una vasija. Benedicta se encontraba sentada en un taburete, contemplando las llamas. Un resplandor rojizo le iluminaba la cara y gruesas lágrimas le corrían por las mejillas.
Como no quería ser un testigo secreto de su tristeza, le hice notar mi presencia rápidamente y le hablé con la mayor dulzura posible. Se asustó, pero al ver quién era sonrió, y su rostro se enrojeció. Se levantó y se adelantó para darme la bienvenida; comencé a hablarle casi sin darme cuenta de lo que decía, intentando que recobrase la serenidad. Sin embargo, hablé como un hermano podría hacerlo con una hermana, con espíritu grave, porque mi pecho estaba inundado de compasión.
—¡Oh, Benedicta! —exclamé—. Puedo leer en tu corazón, y veo que existe en él más amor por ese salvaje muchacho llamado Roque que por nuestro amado y santísimo Creador. Sé que eres capaz de soportar pacientemente infamias y humillaciones, tranquila con el pensamiento de que ese joven sabe que eres inocente. En ningún momento he albergado el propósito de condenarte, pues, ¿es que hay algo más santo y puro que el amor de una joven muchacha? Lo único que pretendo es alertarte e impedir que le entregues tu corazón a alguien tan indigno de tenerlo.
Escuchó mis palabras sin levantar su cabeza y sin hacer el menor comentario, aunque pude notar que suspiraba. Al ver que temblaba, continué:
—Benedicta, la pasión que inunda tu pecho podría llegar a acabar con tu vida presente y también con la venidera. Roque no es alguien dispuesto a casarse contigo ante Dios y ante los hombres. ¿Por qué no fue capaz de hacer frente a todos y salir en tu defensa cuando te acusaron injustamente?
—Él no estaba allí —contestó levantando su mirada hasta cruzarla con la mía—; se encontraba con su padre en Salzburgo. No supo nada de lo que había pasado hasta que se lo contaron.
¡Que Dios me perdone!, al escuchar aquellas palabras no me agradó que alguien excusara a Roque del grave pecado que le había imputado, y me quedé indeciso, con la cabeza gacha y en silencio.
—Pero Benedicta —proseguí—, ¿crees que él aceptaría desposar a una doncella cuya honra ha sido mancillada en presencia de su propia familia y de sus vecinos? No; sin duda no te pretende con propósitos tan honorables. ¡Oh, mi querida joven!, confía en mí. ¿Es que no es verdad lo que digo?
Permaneció en silencio y no logré que dijese nada más. Se limitaba a temblar y suspirar; parecía como si fuese incapaz de articular palabra. Comprendí que era demasiado frágil como para resistir la tentación de amar al joven Roque; es más, noté que le había entregado ya por completo su corazón, y mi espíritu, entristecido, sintió compasión y pesadumbre... compasión por ella, y pesadumbre por mí mismo, porque acababa de comprender que mis fuerzas no estaban a la altura del mandato que se me había impuesto. Mi sufrimiento era tal que casi no pude contener las lágrimas.
Salí de la choza, pero no volví a la mía. Paseé errante por las hechizadas orillas del Lago Negro, sin dirección alguna.
Al pensar amargamente en mi fracaso y al pedir a Dios que me diese fuerza y gracia mayores, me di cuenta de que me había convertido en un indigno discípulo del Señor, y en un deshonesto hijo de la Iglesia. Comprendí mejor que nunca la naturaleza terrena y la índole pecadora de mi amor por la doncella. Percibí que, en vez de darle por completo mi corazón a Dios, me agarraba a un espejismo temporal y humano. Con una lucidez inusitada, me resultó claro que, mientras el amor por la dulce niña no se transformase en un cariño completamente espiritual, purificado de cualquier sucia pasión, jamás podría recibir el orden sagrado, y tendría que conformarme con seguir siendo siempre un pobre monje pecador. Aquellas meditaciones me atormentaron profundamente: me entregué a la desesperación y me dejé caer en el suelo invocando a gritos a mi Salvador. Aquélla fue la mayor prueba de mi vida, y agarrándome a la Cruz exclamé: «¡Oh, Señor, sálvame! Me ciega una enorme pasión... ¡Sálvame, Señor, o moriré eternamente!»
Durante toda la noche luché y supliqué, debatiéndome contra los espíritus malignos que, establecidos en mi espíritu, me atormentaban con la tentación de renegar de mi amada Iglesia, de la que siempre he sido un hijo fiel.
«La iglesia», susurraban a mi oído, «ya tiene demasiados servidores. Aún no te has atado definitivamente al celibato. No te resultaría difícil conseguir la dispensa de tus votos de monje; vivirías en las montañas como un laico más. Puedes aprender el oficio de pastor
o cazador, y permanecer siempre al lado de la muchacha para protegerla, guiarla... y puede que llegado el momento seas capaz de conquistar el amor que le ha entregado ahora a Roque, y convertirla en tu esposa».
Luché contra aquellas tentaciones con mis escasas energías y con toda la ayuda que mi venerado Santo me concedió en esa terrible prueba. La batalla fue larga y agónica, y constantemente, en medio de aquella región inhóspita donde mis gritos retumbaban entre las piedras, sentí el deseo de rendirme; sin embargo al amanecer me sentí más tranquilo, y una vez más la calma se adueñó de mi corazón. Como si fuese un reflejo de mi estado interior, la luz del sol inundó las terribles gargantas de la montaña, exactamente en el lugar donde unos minutos atrás reinaban la oscuridad y la niebla. Reflexioné sobre los sufrimientos y la pasión de nuestro Salvador, que entregó su vida para salvar al mundo, y con cristalino fervor le pedí al Cielo que me concediese el don de terminar mis días de un modo semejante, quizá con más humildad, aunque en mi caso fuese con la única intención de salvar, no al mundo, sino a esa criatura cuyo sufrimiento me angustiaba tanto: Benedicta.
¡Ojalá el Creador llegue a escuchar mis oraciones!
XXX
La noche anterior al domingo en que debía realizar mis celebraciones religiosas se encendieron enormes hogueras en los riscos; para los jóvenes del valle era la señal que indicaba que podían subir a los caseríos. Acudieron en gran número, y fueron recibidos con músicas y gritos estridentes de las jóvenes doncellas de los caseríos, quienes, además, hacían girar antorchas para iluminar las grandes rocas y provocar tras ellas gigantescas sombras. Era un bello espectáculo, llevado a cabo por personas que, por cierto, eran generalmente muy felices.
El joven del monasterio llegó junto con los otros. Permanecerá aquí el domingo y a su vuelta se llevará las raíces que he ido recogiendo. Me contó muchas de las novedades que habían tenido lugar en el monasterio. En estos días, el reverendo Superior se encuentra en San Bartolomé, cazando y pescando. Otra de las novedades —que me produjo una considerable alarma— fue la de que el hijo del Administrador, el joven Roque, se encuentra en las montañas, no demasiado lejos del Lago Negro. Tiene un pabellón de caza en el promontorio más alto y un sendero lo une directamente con el lago. El joven me dio aquella noticia sin darse cuenta de mi estremecimiento al oírla. ¡Quiera Dios que un ángel con su espada llameante vigile la senda que lleva hasta el lago y custodie a Benedicta!
Los gritos y la música duraron toda la noche, lo cual, unido a la agitación de mi alma, me impidió conciliar el sueño. Al día siguiente, muy temprano, jóvenes y doncellas llegaron por todos los caminos en grupos numerosos. Las muchachas llevaban pañuelos de seda anudados graciosamente alrededor de la cabeza y habían recurrido a las flores para engalanarse y para adornar también a sus parejas.
Puesto que todavía no soy sacerdote, no puedo decir misa o predicar una homilía; pero recé por los fieles y les conté todo lo que mi dolorido corazón fue capaz de manifestar. Les hablé de nuestra naturaleza pecadora y de la infinita misericordia de Dios, del trato severo que nos damos unos a otros, del amor que el Creador nos prodiga a todos y de Su sublime compasión. Conforme los ecos de mis palabras eran devueltos por el abismo inferior y las elevadas cimas, me pareció que me arrancaban de este mundo de penalidades sobre alas de ángeles, y me llevaban hasta las brillantes esferas que hay más allá del firmamento. Fue una celebración solemne; mis pocos fieles se encontraban concentrados en sus oraciones y parecía que me encontraba en el sanctosanctórum.
Al acabar el acto, les otorgué la bendición y todos se fueron tranquilamente. No se habían alejado demasiado cuando escuché a los jóvenes proferir sus gritos atronadores, aunque no me importó. ¿Por qué no habrían de sentirse felices? ¿Es que la alegría no es la alabanza más pura que puede ofrecerle a Dios el corazón de un hombre?
Por la tarde me dirigí a la choza de Benedicta; se encontraba junto a la puerta confeccionando una corona de Edelweiss para la imagen de la Virgen; para ello intercalaba entre las blancas flores pimpollos de un color rojo semejante a la sangre.
Me senté junto a ella y, en silencio, la miré mientras se entretenía en su delicada tarea, pero en mi alma había un confuso desorden de emociones y una voz que clamaba:
—¡Benedicta, mi amor, alma mía, te amo más que a la vida! ¡Te quiero más que a todo cuanto existe en la tierra y en el Cielo!
XXXI
El Superior me mandó llamar y con un extraño presentimiento seguí a su mensajero a lo largo de la escarpada senda que lleva hasta el lago; allí volví a embarcar. Me encontraba sumido en sombrías meditaciones y premoniciones sobre una ominosa desgracia, y por eso casi no me di cuenta de que nos alejábamos de la orilla cuando el sonido de alegres gritos me hizo entender que habíamos llegado a San Bartolomé. En el precioso prado que rodea la residencia del Superior se congregaba un sinfín de personas: Sacerdotes, frailes, cazadores y montañeses. Muchos habían llegado desde lejanas comarcas, acompañados por nutridos séquitos de sirvientes y acompañantes. En la casa se notaba una intensa actividad, había también una gran confusión y se veía a todos ir en todas direcciones, sin sentido, moviéndose de un lugar a otro como si fuese una feria. Las puertas permanecían abiertas de par en par y las personas entraban y salían a toda velocidad, hablando a gritos. Los perros también ladraban y aullaban con toda la fuerza de que eran capaces. Bajo un roble había sido colocada una barrica de cerveza sobre un caballete, y a su alrededor se concentraban muchas personas deseosas de beber. Aparentemente, la bebida también corría en abundancia en el interior de la casa, ya que cerca de las ventanas pude ver a muchos hombres sujetando grandes copas en sus manos.
Al entrar, me tropecé con un enjambre de criados que llevaban fuentes rebosantes de pescado y de piezas de caza. Le pregunté a uno de aquellos sirvientes cuándo podría ver al Superior. Me contestó que Su Reverencia bajaría justo después de la comida; decidí entonces que lo mejor sería esperarlo en la recepción. En las paredes de esta estancia había reproducciones de algunos peces gigantescos capturados en el lago. Bajo cada uno de ellos se había inscrito en grandes letras el peso del monstruo y la fecha en que fue pescado, así como el nombre del pescador. No se me ocurrió otra posibilidad —quizá por mi espíritu caritativo— que pensar que aquellos nombres incitaban a los buenos cristianos a rezar por las almas de cuantos se exhibían en aquellas tablas.
Mi Superior apareció por la escalera una hora después. Acudí a su encuentro y lo saludé con absoluta humildad, propia de mi condición. Me contestó con un gesto de cabeza, después me taladró con su penetrante mirada y me indicó que debía presentarme en sus aposentos después de la cena. Eso fue lo que hice.
—¿Cómo se encuentra tu alma, Ambrosio, hijo mío? —me preguntó solemnemente— . ¿Te concedió el Señor Su gracia? ¿Lograste soportar con paciencia y resignación estos días de prueba?
Inclinando mi cabeza, contesté con sumisión:
—Muy Reverendo Padre, en aquellas montañas solitarias el Señor iluminó mi conocimiento.
—¿Respecto a tu culpa?
Hice un gesto afirmativo con la cabeza.
—¡Alabado sea el Señor! —exclamó el Superior—. Estaba convencido, hijo mío, de que la soledad le hablaría a tu alma como si fuese un dulce ángel. Tengo buenas noticias para ti. Hablé de ti en una de mis cartas al obispo de Salzburgo. Ha decidido que te traslades a su palacio. Te consagrará y te impondrá el sagrado orden personalmente; después te establecerás en su ciudad. Dispón tus cosas, porque dentro de tres días tendrás que dejarnos.
El Superior volvió a mirarme fijamente, pero no le dejé llegar hasta mi corazón. Le pedí que me bendijera, incliné la cabeza y me marché. ¡Ay, de modo que quería verme para esto! Debo irme para siempre. Tengo que dejar tras de mí lo que más deseo en el mundo; debo renunciar a la custodia de Benedicta. ¡Que Dios nos ampare a ambos!
XXXII
Me encuentro de nuevo en mi hogar montañés, aunque mañana debo abandonarlo definitivamente. Pero, ¿por qué me siento tan infeliz? ¿Es que no me espera la mayor de las alegrías? ¿Acaso no esperaba siempre con ansia el momento en que iba a ser consagrado sacerdote, convencido de que sería la mayor dicha de mi existencia? Y ahora en que el gozoso momento parece cercano, mi tristeza parece superar cualquier límite.
¿Es que puedo acercarme al altar de mi Salvador con una mentira en la boca? ¿Acaso puedo permitirme recibir el santo sacramento como un mentiroso? Cuando sea ungido con el santo óleo, mi frente arderá con un fuego, y el sagrado líquido me abrasará el cerebro y me condenará eternamente.
Debería arrodillarme ante el Obispo y pedirle: «Expulsadme, porque no persigo el amor de Cristo, ni fines santos y celestiales; persigo cosas que son de este mundo».
Si hablase de este modo sería inmediatamente castigado, pero soportaría mi penitencia sin proferir una queja.
Si mi alma estuviese limpia de pecados y yo pudiera, en derecho, ordenarme sacerdote, podría serle muy útil a la desgraciada niña. Estaría en condiciones de poder darle infinitas bendiciones y palabras de consuelo. Sería su confesor y la absolvería de cualquier falta, y si viviese más que ella —¡Dios no lo quiera!— podría incluso contribuir a redimirla del Purgatorio con mis oraciones. Podría también rezar misas por las almas de sus desgraciados padres, que ahora sufren las torturas infernales.
Sobre todo, si consiguiera salvarla de ese único y destructor pecado que secretamente desea cometer, y si pudiese cargarla conmigo y colocarla bajo tu protección, ¡oh, Santísima Madre de Dios!, eso sí que sería para mí la mayor de las alegrías.
Pero, ¿qué santuario aceptaría a la hija de un verdugo? Sé perfectamente lo que ocurrirá: en cuanto me marche de esta región prevalecerá el Maligno bajo la victoriosa figura que ha elegido, y ella estará perdida en el tiempo y para siempre.
XXXIII
Fui a ver a Benedicta.
—Benedicta —le dije—, me voy de esta región..., debo abandonar las montañas..., y alejarme de tu lado.
Empalideció, aunque sin decir nada. Por un momento le embriagó la emoción, ya que me pareció como si se sofocara, y no fui capaz de continuar. Pero logré recobrarme.
—¡Pobre muchacha! ¿Qué va a ser de ti? Sé que tu amor por Roque es profundo, y el amor es como un torrente impetuoso al que nada logra detener. Tu única posibilidad de salvación es aferrarte a la cruz de nuestro Salvador. Prométeme que lo harás..., no dejes que me vaya anonadado por el sufrimiento.
—De modo que, ¿soy tan depravada? —me preguntó sin levantar la mirada del suelo —. ¿Ni siquiera puede depositar su confianza en mí?
—¡Ah, Benedicta! El enemigo es muy poderoso, y tienes un traidor que abrirá los cerrojos de todas tus puertas en medio de la noche: tu corazón.
—Roque no me hará daño —susurró—. No hay duda de que usted está siendo injusto con él.
Yo sabía sin embargo que no estaba siendo injusto, y por eso me preocupaba más todavía saber que el lobo utilizaría las estratagemas del zorro. Ante la sagrada pureza de la niña, las miserables pasiones de Roque aún no habían sido descubiertas. Pero yo sabía que habría de llegar el momento en que Benedicta necesitaría de todas sus fuerzas, y también sabía que en ese momento le fallarían. La cogí por el brazo y le pedí un juramento: que se arrojaría en medio del Lago Negro antes de hacerlo en los brazos de Roque. Pero se negó a contestarme. Permaneció en silencio, mirándome fijamente, con unos ojos tan llenos de tristeza y censura que mis pensamientos se perdieron por los más sombríos derroteros. Entonces, volviéndole la espalda, me alejé de su lado.
XXXIV
¡Oh, Dios mío, Salvador de mi espíritu!, ¿hasta dónde me has llevado? Me encuentro en la torre de los convictos; soy un asesino condenado, ¡y mañana al amanecer me conducirán al patíbulo para ahorcarme! Quien le arrebate la vida a otro hombre será privado de la existencia: ésa es la ley de Dios y de los hombres.
En el que habrá de ser mi último día en la tierra, he pedido que se me permita escribir y me ha sido concedido. En nombre del Señor y de la verdad, contaré cuanto ocurrió.
Después de apartarme del lado de Benedicta, volví a mi cabaña. Preparé mis cosas y me dispuse a esperar la llegada de mi joven guía. Pero no apareció, de modo que habría de pasar una noche más en las montañas. Poco a poco me fue invadiendo el desasosiego. La propia choza me parecía ahora demasiado estrecha, con un aire excesivamente cálido y pesado para poder respirarlo. Salí afuera, me tumbé sobre una roca y contemplé el firmamento, oscuro pero reluciente de estrellas. Mi alma, sin embargo, no se encontraba en aquel cielo, sino en la cabaña que había a orillas del Lago Negro.
Repentinamente escuché un grito, débil y lejano, que parecía provenir de una garganta humana. Me senté a escuchar, pero sólo oí el más absoluto silencio. Pensé que probablemente habría sido el canto de algún ave nocturna. Iba a tumbarme de nuevo cuando se repitió el grito, aunque en esta ocasión parecía provenir de otra dirección. ¡Era la voz de Benedicta! Volví a escucharlo, y en ese instante tuve la impresión de que brotaba del aire... del cielo, encima de mi cabeza; pronunciaba mi nombre claramente; pero, ¡oh, Madre del Cielo!, ¡qué angustia había en su voz!
Me incorporé de un salto, gritando:
—¡Benedicta!, ¡Benedicta! —pero no tuve respuesta.
—¡Benedicta, corro hacia ti! —grité de nuevo—. ¡No desesperes, hija mía!
Me adentré velozmente en la oscuridad siguiendo el camino que conducía hasta el Lago Negro. Corría a trompicones y saltaba, tropezando y cayendo a veces sobre piedras y raíces de árboles. Mis brazos y piernas estaban heridos, mis ropas rasgadas, pero no pensaba en ello. Benedicta estaba en un apuro, y yo era el único que podía protegerla. Me lancé enérgicamente hacia delante hasta llegar al Lago Negro. Pero en la choza todo parecía tranquilo; no había luz ni tampoco ruido. Su aspecto era tan tranquilo como el de un santuario de Dios.
Después de esperar durante un buen rato, me fui. La voz que había escuchado no podía ser la de Benedicta; evidentemente se trataba de algún espíritu perverso que se reía de mi infinita tristeza. Me dispuse a regresar a mi choza, aunque una mano invisible me guió en otra dirección y, aunque me llevó hasta la perdición, no me cabe la menor duda de que fue la mano de Dios.
Continué caminando sin saber la dirección que llevaba, y como no logré encontrar la senda que me había llevado hasta allí, me encontré de repente al pie de un abismo. De ese punto partía un estrecho y escarpado sendero que ascendía por la ladera del promontorio, y que comencé a subir. Después de recorrer alguna distancia miré hacia arriba y distinguí, recortada contra el cielo alumbrado de estrellas, una choza levantada en el borde mismo del precipicio. Una inesperada revelación me hizo comprender que aquel era el pabellón de caza de Roque, y que aquella senda era el camino que utilizaba para ir a ver a Benedicta. ¡Dios de Misericordia!, no había duda de que el hijo del Administrador utilizaba aquella ruta, no podía haber otra. Lo esperaría en ese punto.
Me escondí en la sombra y esperé mientras reflexionaba en lo que podría decirle, y le rezaba al Señor pidiéndole inspiración para poder cambiar su corazón hasta el punto de alejarlo de su desdichado destino.
No había pasado mucho tiempo cuando vi que el joven comenzaba a descender. Las piedras que sus pies arrastraban al caminar rodaban por las empinadas laderas y caían con un distante murmullo mucho más abajo, en el lago. Le pedí a Dios que si no lograba yo calmar su corazón, que al menos perdiera pie en aquel descenso y siguiera el camino de aquellas piedrecillas; era mejor enfrentar una muerte repentina y sin penitencia, y que su espíritu se condenase, antes que dejarle vivir lo suficiente como para destruir el alma de una niña inocente.
Después de aparecer por un recodo del sendero se acercó en mi dirección. Me incorporé y me adelanté bajo la débil luz de la luna. Me reconoció inmediatamente y con su voz soberbia y despectiva me pregunto qué es lo que quería.
Le contesté en tono conciliador, explicándole el motivo por el que le cerraba el paso, y le pedí que volviera por donde había venido. Me insultó y se rió de mí.
—Maldito aprendiz de santurrón —se mofó—, ¿no vas a dejar nunca de meterte en mis asuntos? Sólo porque las jóvenes montañesas son tan necias como para admirar tus dientes blancos y tus grandes ojos negros, ¿crees ya que no eres un monje, sino un hombre? ¡Para cualquier mujer vales menos que una cabra!
Le supliqué que depusiera su actitud y me escuchara. Me hinqué de rodillas incluso y le pedí que, aunque me despreciase a mí y a mi humilde aunque sagrada condición, respetara y preservara al menos a Benedicta. Pero me echó a un lado, colocando su bota sobre mi pecho. Incapaz de contenerme por más tiempo, me levanté y, de pie ante él, le dije que era un asesino y un canalla.
Por toda respuesta extrajo un puñal de su cinto y gritó:
—¡Estúpido, voy a mandarte al infierno!
Con la velocidad de un rayo mi mano aferró su muñeca. Logré arrebatarle el arma y la arrojé detrás de mí, mientras exclamaba:
—¡No peleemos con armas, sino desarmados, y en las mismas condiciones! ¡Lucharemos a muerte y será el propio Dios quien decida!
Nos abalanzamos el uno sobre el otro con la rabia de dos animales salvajes, y enseguida quedamos enredados con brazos y manos. Rodamos sendero arriba y sendero abajo, ajenos a la existencia tanto del muro rocoso que teníamos a un lado, ¡como del precipicio abismal que teníamos al otro, y que conducía directamente hasta las aguas del Lago Negro! Forcejeamos y luchamos intentado conseguir alguna ventaja, pero el Señor parecía estar contra mí porque permitió que mi contrincante me superara y me lanzara al suelo justo al borde del abismo. Me encontraba a merced de un fornido enemigo cuyos ojos brillaban como dos ascuas. Su rodilla aprisionaba mi pecho y mi cabeza colgaba sobre el abismo..., mi vida estaba en sus manos. Pensé que me dejaría caer, pero no lo hizo. Me mantuvo allí, entre la vida y la muerte, durante un horrible instante; entonces me dijo en un susurro siseante:
—Ya ves, monje, que con un solo movimiento. podría tirarte a la sima como si fueses una piedra. Pero de nada me sirve quitarte la vida, porque en el fondo no eres ningún obstáculo para mí. Quiero que entiendas que esa joven es mía, ¿está claro?
Con esas palabras se levantó y dejó que me marchase, mientras comenzaba a descender por el sendero que conducía hasta el lago. Sólo mucho después de que se disipara el sonido de sus pasos fui capaz de moverme. ¡Dios Todopoderoso! No creo que mereciese una derrota y un sufrimiento tan humillantes. Lo único que pretendía era salvar un alma; el Cielo, sin embargo, permitió que me dominase justamente aquel que iba a destruirla.
Finalmente logré incorporarme, aunque ello me provocó agudos dolores por las heridas que me había hecho en la caída y porque todavía notaba sobre mi pecho la rodilla del airado joven y sus manos de hierro en mi garganta. Inicié trabajosamente el descenso, a través del sendero que conducía hasta el lago. A pesar de mis magulladuras volvería nuevamente hasta la cabaña de Benedicta y me situaría otra vez entre ella y el peligro. Pero avanzaba casi arrastrándome y muchas veces tenía que pararme para descansar. Ya casi había amanecido cuando renuncié al sacrificio, convencido de que era demasiado tarde para hacerle a la desdichada niña el pobre servicio de mi defensa, con lo poco que me quedaba de energía.
Al amanecer oí a Roque que regresaba, mientras entonaba una alegre canción. Me escondí detrás de una roca, aunque no tenía miedo, y pasó sin notar siquiera mi presencia.
En aquel punto había una imperfección en la pared del acantilado; el sendero pasaba junto a una enorme grieta que atravesaba la montaña como si un Titán le hubiese asestado un espadazo. Al fondo, cubierto de cantos rodados, crecían numerosas zarzas y arbustos, de en medio de los cuales brotaba un pequeño curso de agua provocado por el deshielo de las cumbres nevadas. Fue allí donde permanecí durante tres días y dos noches. Pude oír al joven del monasterio mientras me llamaba a gritos por el sendero, buscándome, pero no contesté. Ni una sola vez me permití siquiera calmar mi terrible sed en aquel arroyuelo, ni sacié mi hambre con las zarzamoras que proliferaban por allí. Así fue como mortifiqué mi espíritu pecador, acabando con mi rebelde naturaleza y sometí mi alma al Señor, hasta que finalmente me sentí libre de todo mal, ajeno a la esclavitud del amor terrenal y preparado para consagrar mi corazón, mi vida y mi alma a una sola mujer: ¡Tú, Santísima Virgen!
El Señor fue quien permitió ese milagro y mi espíritu se sentía tan leve y libre como si unas alas me estuviesen llevando en volandas hasta el Cielo. Alabé al Señor en voz alta, gritando y alegrándome hasta que el sonido tronó en medio de los riscos. No cesaba de exclamar: «¡Hosanna!, ¡Hosanna!» Finalmente estaba listo para presentarme ante el altar y para que mi cabeza fuese honrada con el óleo bendito. Ya no era el mismo. Ambrosio, el miserable monje confuso, había muerto para siempre. Ahora me había transformado en un instrumento, en la mano derecha de Dios, preparada para ejecutar Su venerable voluntad. Elevé mis oraciones pidiendo que fuese liberada el alma de la hermosa joven, y mientras oraba, ¡oh, qué milagro!, apareció delante de mí el Cielo en toda su gloria y esplendor, y el propio Dios, rodeado por infinidad de ángeles que llenaban la mitad del firmamento. Un éxtasis sublime cegó mis sentidos, y enmudecí de júbilo. Con una sonrisa de indescriptible bondad, el Señor me dijo:
—Ya que has sido leal a la confianza que deposité en ti y no dudaste a pesar de las pruebas a que te sometí, dejo ahora en tus manos la salvación del alma de esa inocente criatura.
—Tú sabes, oh Señor —contesté—, que no tengo medios para cumplir esa labor, y que tampoco sé, del mismo modo, cómo llevarla a cabo.
El Señor Todopoderoso mandó que me incorporase y comenzara a caminar. Obedecí; alejé la mirada de la gloriosa Presencia que inundaba con su luz el centro de la hendida montaña, y me aparté del escenario en que tuvo lugar mi purificación, reemprendiendo el camino por el sendero que llevaba hasta la pared frontal del acantilado. Comencé a ascender, sin parar de caminar, rodeado por el esplendor del ocaso que brillaba en las nubes carmesíes.
Entonces, repentinamente, sentí el impulso de pararme y mirar hacia el suelo. A mis pies, brillando como una tea roja bajo las encendidas nubes, como si estuviese manchado de sangre, se encontraba la daga de Roque. En ese preciso momento comprendí por qué el Señor había tolerado que ese depravado muchacho me sometiera, induciéndolo al mismo tiempo a perdonarme la vida. Había sido reservado para llevar a cabo una tarea más elevada. De ese modo acabó en mis manos el instrumento necesario para llevar a cabo tan sagrado designio. ¡Ah, gran Dios, cuán inescrutables son Tus intenciones!
XXXV
«Quiero que entiendas que esa joven es mía». Ésas habían sido las palabras del miserable joven mientras me sostenía entre la vida y la muerte al borde del abismo. Me dejó vivir, pero no lo hizo por cristiana misericordia, sino porque despreciaba mi existencia, algo tan insignificante para él que ni siquiera merecía la pena acabar con ella. Estaba convencido de su victoria, y por eso no le importaba si yo vivía o moría.
«Quiero que entiendas que esa joven es mía». ¡Oh, estúpido orgulloso! ¿Es que no sabes que el Señor extiende Su mano protectora sobre las flores del campo y sobre los polluelos en sus nidos? ¿Benedicta... tuya? ¿Y dejar que acabes de esa forma con su cuerpo y con su espíritu? ¡Desdichado!, ya te darás cuenta de cómo la mano del Todopoderoso también se extiende sobre ella y la protege. Aún queda tiempo..., esa alma sigue aún inmaculada e inocente. ¡Vayamos ahora, entonces, a cumplir las órdenes del Altísimo!
Me arrodillé en el lugar en que el Señor había colocado en mis manos el instrumento con el que habría de liberar a la doncella. Mi espíritu estaba completamente absorto en la misión que me había sido confiada. El éxtasis más sublime me embriagaba y pude presenciar con absoluta claridad, como si fuese una inesperada revelación, el cumplimiento triunfal del acto que aún no había realizado.
Me levanté, escondí la daga entre mis ropas, desandé mis pasos y comencé a descender por el sendero que conducía hasta el Lago Negro. La luna creciente semejaba una herida divina en el oscuro firmamento. Parecía como si alguna mano hubiese hundido un puñal en el sagrado pecho del Cielo.
La puerta de la cabaña de Benedicta estaba abierta de par en par y permanecí fuera largo rato, deleitándome con la hermosa visión que tenía frente a mí. La estancia se encontraba iluminada por el brillante fuego de la chimenea. Frente a él estaba sentada Benedicta, peinando su larga y dorada cabellera. Su rostro había cambiado respecto a la última vez que la vi, y ahora resplandecía de felicidad con una dicha tan intensa que jamás me hubiese imaginado que pudiese alcanzar aquel aspecto. Una sonrisa sensual flotaba en sus labios mientras susurraba en voz baja y melodiosa una romántica canción popular. ¡Ah, mísero de mí!, era tan bella que parecía una desposada del Cielo. Pero su voz, a pesar de ser angelical, tuvo el efecto de irritarme, y grité en voz alta:
—¿Qué es lo que estás haciendo, Benedicta, a estas horas de la noche? Tarareas esa melodía como si estuvieses esperando a tu amante y te peinas el cabello como si te preparases para acudir a un baile. Casi no han pasado tres días desde que yo, tu único hermano y amigo, te dejé sumida en la más profunda congoja y en la desesperación. Y ahora estás tan radiante como una novia.
Se levantó rápidamente mostrando la alegría que sentía al verme de nuevo, y se precipitó a besarme las manos. ¡Pero, en cuanto le echó un vistazo a mi rostro, lanzó un grito de terror y se alejó de mí como si yo fuese un demonio surgido del Infierno!
Me acerqué hasta ella y le pregunté:
—¿Para qué te acicalas en medio de la noche?... ¿qué es lo que te hace sentir tan alegre? ¿Apenas tres días han sido suficientes para que cayeras en la tentación? ¿Te has convertido en la amante de Roque?
Permaneció inmóvil, aterrada. Entonces me dijo:
—¡Ay, señor!, ¿qué pasa? ¿Dónde ha estado estos días, y para qué ha venido aquí ahora? ¡Parece gravemente enfermo! Siéntese, se lo ruego, y descanse un poco. Su cara está muy pálida, y está temblando de frío. Le prepararé una bebida caliente y se encontrará mejor.
Pero mi sobria mirada la hizo callarse de nuevo.
—No he venido para descansar ni para que me cuides —contesté—. Lo he hecho porque el Señor me lo ha mandado. Dime ahora por qué cantabas.
Levantó su mirada con la inocente expresión de un niño, y replicó:
—Porque durante unos momentos me olvidé de que usted está a punto de partir, y me sentía contenta.
—¿Contenta?
—Sí..., no hace mucho que estuvo aquí.
—¿De quién hablas... de Roque?
Ella hizo un gesto afirmativo con la cabeza.
—Es muy bueno —aseguró—. Piensa pedirle a su padre que acceda a conocerme; puede que le pida también que me admita en su gran mansión, y también convencerá al Reverendo Superior para que suprima la maldición que pesa sobre mi existencia. ¿No sería maravilloso? Aunque puede que entonces —añadió con un inesperado cambio de voz y de conducta— quizá usted ya no se preocupará por mí. Ahora lo hace porque soy pobre y no tengo ningún amigo.
—¿De qué estás hablando? ¿Convencer a su padre para que te acoja?... ¿que te reciba en su casa... a ti, la hija del verdugo? ¡Él, ese joven canalla que vive en guerra con el Señor y con sus ministros, conseguirá que la Iglesia acabe con su rigor! ¡Falso, falso, falso! ¡Oh, Benedicta... confusa y perdida Benedicta! Tus lágrimas y sonrisas me demuestran que crees en las infames promesas de ese miserable villano.
—Sí —reconoció ella, inclinando su cabeza como si estuviese haciendo profesión de fe en la Iglesia—. Le creo.
—¡Entonces ponte de rodillas —grité—, y da gracias a Dios por haber enviado a uno de Sus mensajeros para salvar tu alma de la más completa perdición!
Al escuchar estas palabras se estremeció como sacudida por un infinito pavor.
—¿Qué quiere que haga? —preguntó temblorosa—. Que reces para que te sean perdonados tus pecados. Un repentino y arrebatador impulso se adueñó de mi alma.
—Soy un sacerdote —agregué—, ungido y ordenado por el propio Dios, y en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo te perdono de tu único pecado: tu pasión. Te absuelvo incluso aunque no te arrepientas de él. Limpio así tu espíritu de cualquier mancha de pecado, porque además lo pagarás— con tu sangre y con tu vida.
Al pronunciar aquellas palabras, la sujeté y la obligué a arrodillarse en el suelo. Pero ella deseaba vivir: gimió y sollozó. Se agarró a mis rodillas y me pidió y suplicó en nombre de Dios y de Su Santísima Madre. Después se levantó e intentó huir. Volví a aferrarla, pero se libró de mis brazos y corrió hacia la puerta abierta, gritando:
—¡Roque, Roque! ¡Socorro!
Me abalancé sobre ella y, agarrándola por el hombro, la hice girarse en redondo y le hundí la daga en el pecho.
La sujeté en mis brazos, apretándola contra mi corazón mientras sentía su sangre caliente sobre mi cuerpo. Abrió los ojos y me dirigió una mirada de reproche, como si le hubiese robado una vida llena de felicidad.
Después sus ojos se fueron cerrando lentamente, exhaló un largo y débil suspiro e, inclinando su hermosa cabecita sobre el hombro, expiró.
Envolví su precioso cuerpo en un paño blanco, dejándole la cara al descubierto, y lo deposité en el suelo. Pero la sangre manchó la tela, de forma que separé en dos grandes mechones su larga y dorada cabellera, y la esparcí sobre las rosas rojas que ahora florecían en su pecho. La había transformado en la desposada del Cielo. Cogí entonces la corona de Edelweiss que había colocado frente a la imagen de la Virgen, y se la coloqué sobre la frente. En ese instante recordé aquel ramillete que me había regalado para reconfortarme, cuando me encontraba en mi celda.
Después avivé el fuego, que lanzó sobre su figura amortajada y sobre su bello rostro una intensa luz púrpura, como si la gloria de Dios se hiciese presente para envolverla en aquella hora. El resplandor la bañaba y se mezclaba con las doradas trenzas extendidas sobre su pecho, convirtiéndolas en una masa de llamas danzarinas.
XXXVI
Bajé de la montaña por empinados atajos, pero como el propio Dios guió mis pasos no me tropecé una sola vez, ni me precipité por el abismo. Amanecía ya cuando finalmente llegué al monasterio. Hice sonar la campana y aguardé a que abrieran el portal. Evidentemente, el hermano que me abrió pensó que yo era el diablo, porque lanzó un alarido que consiguió despertar a la comunidad entera. Me dirigí directamente hasta los aposentos del Superior y permanecí en pie a su lado. Con mis ropas todavía bañadas en sangre le expliqué la tarea que me había encomendado el Señor y le dije que ahora ya era un sacerdote ordenado. Como respuesta me detuvieron, me encerraron en la torre, formaron un tribunal y me condenaron a muerte... ¡a muerte, como si fuese un vulgar asesino! ¡Ah, necios..., pobres y locos necios!
Hoy una persona acudió a visitarme a mi mazmorra. Se arrodilló frente a mí y besó mis manos por ser el instrumento elegido por Dios... Se trataba de Amelia, la joven morena. Parece que ella fue la única que entendió lo noble y glorioso de mi acto.
Le pedí a Amelia que espantara a los buitres de mi cuerpo, ya que Benedicta se encontraba en el Cielo.
Enseguida me uniré a ella. ¡Loado sea el Señor! ¡Hosanna! ¡Amén!
A este antiguo manuscrito se le añadieron los siguientes párrafos, escritos por otra mano:
En el día quince del mes de octubre del año de nuestro Señor de 1680, y en este lugar, fue ahorcado el hermano Ambrosio. A la mañana siguiente enterraron su cuerpo bajo el patíbulo, al lado de la tumba de la joven Benedicta, a la que él asesinó. Conocida como la hija del verdugo, esa tal Benedicta era —tal y como se ha podido saber ahora gracias a las declaraciones del joven Roque— la hija ilegítima del Administrador y la esposa del verdugo. El propio joven asegura vehementemente que la doncella alimentaba una pasión secreta y prohibida, precisamente por el hombre que la mató, sin saber que ella le amaba. En todo lo restante, el hermano Ambrosio fue un digno servidor del Señor. ¡Rezad por él! ¡Pedid que la misericordia del Todopoderoso se apiade de su espíritu!
Fin