DESOLACIÓN EN LA TIERRA DORADA
Publicado en
marzo 10, 2013
Foto: © Bruce Haley/Black Star
Hasta que Aung San Suu Kyi ganó el Premio Nobel de la Paz en octubre de 1991, pocos conocían los sufrimientos del oprimido pueblo de Birmania. Apenas un puñado de líderes mundiales hablaba en su favor. Los periodistas, a quienes por lo regular se negaba el ingreso al país, muy pocas veces prestaban atención a su destino. Pero durante años, miles de valientes hombres y mujeres han luchado por la libertad contra la dictadura militar que gobierna a Birmania (hoy llamada Myanmar). En 1991, Fergus Bordewich, colaborador de planta de Reader' s Digest, viajó en secreto a Birmania para escribir este reportaje exclusivo:
Por Fergus Bordewich
EN EL CUARTEL GENERAL de los insurgentes birmanos, en la apartada aldea de Manerplaw, hay un arco de madera que da a un campo de desfile. En él están inscritas las famosas palabras de Patrick Henry, héroe de la Guerra de Independencia de Estados Unidos: "Dadme libertad o dadme la muerte". Y en la tumba de un soldado están toscamente grabadas las últimas palabras de otro patriota estadunidense, Nathan Hale: "Sólo lamento no tener más que una vida que ofrendar a mi país".
Los frentes de la batalla por la libertad cambian de manera constante en esta guerra. En el límite de la aldea de Kawmoora, veintenas de combatientes —los hijos y los nietos de los recios nativos que ayudaron a los aliados a vencer a Japón durante la Segunda Guerra Mundial— se agazapan en las trincheras, o detrás de troncos de teca y cilindros de petróleo llenos de tierra. Están armados con viejos rifles M-1 estadunidenses y con lanzacohetes sujetos con cordeles de plástico.
Más allá de sus trincheras se extiende una jungla densa y palúdica, donde cuatro batallones del gobierno, provistos de cañones y morteros de largo alcance, esperan el momento de atacar. Por cada insurgente hay cuatro de estos hombres.
Durante un ataque sorpresivo en 1990, las tropas birmanas llegaron por oleadas a través de la selva. Cuando se disipó el humo, pudieron verse cientos de cadáveres, y las aguas,del cercano río Moei corrían tintas en sangre, pero la aldea de Kawmoora siguió en pie, desafiando al régimen represivo.
El mayor Daw Lha, comandante de Kawmoora, es un cristiano que acaudilla a una mayoría de rebeldes budistas. Tiene una Biblia frente a él; muchas citas bíblicas, escritas en tiras de papel, cuelgan de las vigas en su cuartel general. Una de ellas, escrita en inglés, dice: "En todos tus caminos piensa en Él, y Él allanará tus senderos".
—¿A qué clase de Birmania aspiran con esta, lucha? —le pregunto.
—Deseamos un país en el que todos tengan el derecho de decir y escribir lo que les plazca —responde con la áspera franqueza de un soldado—. No nos interesa una democracia "popular" ni "social". Sólo queremos democracia.
Antes, a Birmania se le conocía como la Tierra Dorada. Sus comerciantes exportaban arroz, aceite, madera y gemas, y sus tierras de labor eran abundantes y estaban bien regadas. Rangún, la capital, era famosa por sus ornamentados edificios y sus deslumbrantes pagodas.
Los socialistas que tomaron el poder en 1962 nacionalizaron la banca y las industrias, clausuraron o se apropiaron de los 30 periódicos del país y proscribieron los partidos políticos. Durante los 29 años que siguieron, encarcelaron o asesinaron a miles de birmanos. En 1990, el ingreso per cápita era de sólo 318 dólares por año, uno de los más bajos del orbe.
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Mayor Daw Lha Foto: © Fergus M. Bordewich
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El arquitecto de la destrucción de Birmania es Ne Win, extravagante hombre de 81 años que encabezó el golpe de Estado de 1962. Recluido tras una muralla de 2000 efectivos militares y artillería, Ne Win preside su desdichada nación basándose en la asesoría de los astrólogos y los numerólogos.
Una de sus muchas y extrañas supersticiones y obsesiones se relaciona con el número nueve. De un día para otro, hizo retirar de la circulación la mayor parte del papel moneda del país, y emitió billetes nuevos en denominaciones de 45 y 90 kyats, ambos números divisibles entre nueve. Como no se autorizó el cambio de los billetes viejos por los nuevos, incontables birmanos se quedaron de pronto en la pobreza. Se cree que Ne Win guarda una fortuna en piedras preciosas en bancos suizos.
Los magníficos edificios de Rangún se desmoronan a causa del descuido, mientras que antiguos automóviles traquetean por calles llenas de baches, frente a apartamentos que alguna vez fueron elegantes y hoy despiden un olor a aguas de albañal estancadas. Pero en el campo, el pueblo resiste.
LA MEDICA
EN LA POBLACIÓN tailandesa de Mae Sot, en la frontera con Birmania, una cerca de hierro corrugado protege a una clínica médica de las inquisitivas miradas de los espías del gobierno birmano. En su interior, algunos jóvenes, muchos recién salidos de la adolescencia, yacen sobre limpias esteras. Otros se someten a terapias improvisadas. Un muchacho que fue herido de bala en las piernas pedalea afanosamente una vieja bicicleta atada a una estructura de madera. Otro levanta una tosca barra de madera con pesas para rehabilitar su destrozado brazo.
La mayoría son combatientes de las fuerzas democráticas de Birmania. Algunos han llegado tambaleándose hasta la clínica desde frentes de batalla ubicados a cientos de kilómetros de allí. Como casi no hay médicos ni clínicas en las zonas de Birmania ocupadas por los rebeldes, la lucha por llegar al establecimiento de Cynthia Maung significa a menudo la vida o la muerte.
A la doctora Cynthia, como se le conoce, las circunstancias la empujaron a ser revolucionaria. Durante años prestó escasa atención a la política. Pero mientras hacía su internado en un hospital de Rangún, comenzó a observar a los huérfanos, muchos de ellos desnutridos y algunos demasiado débiles para sonreír o jugar.
Afuera del hospital, la médica veía que a los agricultores se les obligaba a proveer de arroz al ejército, para tener luego que pagar en el mercado negro precios exorbitantes por el grano que necesitaban para comer. Observaba al ejército llevarse a hombres demasiado pobres para ofrecer un soborno, y cuando regresaban —si regresaban— los veía tambaleantes a causa del paludismo, la desnutrición y las heridas sin tratar. Y cuando cientos de miles de birmanos furiosos se lanzaron a las calles para exigir democracia, la doctora Cynthia pensó: No puedo limitarme a cumplir con mi trabajo en silencio. Debo denunciar estos hechos.
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Doctora Cynthia Maung Foto: Fergus M. Bordewich
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También ella comenzó a exigir democracia, hasta que se difundieron las nuevas sobre las atrocidades cometidas por las tropas del gobierno contra manifestantes desarmados. La doctora Cynthia atravesó entonces la jungla, llevada de aldea en aldea por nativos que simpatizaban con sus ideas, hacia Tailandia. En todas partes vio que el paludismo epidémico y la desnutrición iban de la mano con una férrea voluntad de resistir al ejército birmano. Resolvió ayudar a su pueblo de la única manera que estaba a su alcance.
Mientras recorremos su clínica, la médica de 31 años se detiene ante un niño que yace encogido y tembloroso sobre una estera. "Tiene hepatitis amibiana", explica con voz suave. "Creo que podemos salvarlo". Cerca de allí, una joven que hace unas cuantas semanas peleaba en las guerrillas espera a dar a luz. "Hacemos cuanto podemos, pero muchos bebés mueren".
La escasez de provisiones es desesperante. No hay anestesia, ni plasma. El instrumental tiene que esterilizarse en una olla de latón para cocer arroz. Durante la temporada de los monzones, la lluvia se cuela por los agujeros del techo. Pero nadie se queja.
"Creo que he venido aquí por la voluntad de Dios, para hacer su trabajo", dice la doctora Cynthia con voz suave.
EL ESTUDIANTE
EN 1988, el descontento del pueblo con el represivo gobierno militar llegó a su punto de ebullición. Las manifestaciones estudiantiles pacíficas se transformaron rápidamente en gigantescas protestas que dieron rienda suelta a decenios de rabia y desesperación contenidas. Comerciantes, obreros, amas de casa y niños se unieron a los estudiantes para pedir democracia.
Pero las consignas de los manifestantes se transformaron en gritos cuando los soldados abrieron fuego. Las enfermeras del atestadísimo Hospital General de Rangún salieron portando una manta con un letrero pintado en que pedían a los soldados que se detuvieran. El ejército disparó también contra ellas.
Win Htun, de 24 años, estudiante de ingeniería de minas en la Universidad de Rangún, fue uno de los muchos a quienes se arrestó. "¡Ustedes no son nada para mí!", le gritó al grupo el comandante de la prisión. "He matado a decenas de personas con mi sola firma".
Esa noche, llamaron a los estudiantes uno por uno para someterlos a un interrogatorio. Mientras un guardia lo conducía por un sucio corredor, Win oyó los alaridos de los jóvenes a quienes estaban torturando. Rogó al cielo salir con vida para ver el día siguiente.
—¡Acuclíllate con las manos sobre la cabeza!—, le ordenó un guardia cuando Win entró en la Sala Número 3.
—¿Quién los dirige? —le preguntó un segundo guardia. Como Win no contestó, le propinó una patada en las costillas—. ¿Quién quitó el cuadro de Ne Win?
—Sólo soy un estudiante común y corriente—, protestó el joven—. No sé nada.
La tortura se prolongó horas. Dos días después, Win fue arrojado a la calle frente a la prisión.
"Antes creía que se podría instaurar la democracia en Birmania por medio de manifestaciones pacíficas", comenta el estudiante. "Pero mientras me golpeaban, me di cuenta de que tendría que pelear". Hoy Win lleva un rifle al hombro, al igual que miles de ex estudiantes ocultos en la jungla, cerca de Manerplaw.
LA ACTIVISTA POLITICA
AUNG SAN SUU KYI es hija del general Aung San, líder del movimiento independentista de Birmania en la década de 1940. Su padre fue asesinado en 1947, cuando ella tenía dos años de edad. A los 15, Aung San Suu Kyi se trasladó a la India y después a Inglaterra, donde se graduó en la Universidad de Oxford. Pero jamás perdió su profundo cariño por Birmania.
Cuando se iniciaron las manifestaciones por toda la nación, se unió de inmediato a la campaña por la democracia, y su personalidad intrépida y fogosa cautivó al público. "Como hija de mi padre, no podía permanecer indiferente", declaró ante una muchedumbre de 500,000 personas en Rangún. "Esta es nuestra segunda guerra de independencia".
Una sensación de victoria flotaba en el aire. Pero cuando, semanas después, miles de marchistas se acercaron al centro de la capital, sus aclamaciones fueron acalladas por el ruido de ametralladoras montadas sobre los tejados adyacentes. Camiones cargados de soldados se lanzaron por las calles llenas de baches. Muchos manifestantes fueron abatidos por las balas que los soldados disparaban en todas direcciones. Otros quedaron aplastados bajo las ruedas de los camiones. "Fue una masacre", afirma el periodista birmano U Win Khet. "Vi a niños que yacían muertos. Una niñita con uniforme escolar, tirada en un charco de sangre, todavía tenía entre las manos una bandera".
El ejército asesinó, en total, entre 1000 y 3000 birmanos desarmados. Los soldados apilaban cadáveres frente al crematorio público. Algunas personas aún estaban vivas cuando las arrojaron a los hornos junto con los muertos.
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Aung San Suu Kyi Foto: © Sandro Tucci/Black Star
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Las fuerzas democráticas quedaron paralizadas, pero Aung San Suu Kyi no se doblegó. Cuando el régimen militar, muy seguro de sí mismo, prometió elecciones libres para mayo de 1990, ella transformó rápidamente las heterogéneas agrupaciones de políticos, estudiantes, intelectuales y monjes budistas en una fuerza poderosa. Las autoridades la arrestaron por "poner en peligro al Estado".
Al ver que la popularidad de la mujer no disminuía, el régimen intentó desacreditarla, afirmando que debía lealtad a una potencia extranjera por su matrimonio con un inglés. A medida que se acercaban las elecciones, el gobierno hostigó y amenazó a los líderes de la oposición durante sus campañas. Pese a ello, la Liga Nacional para la Democracia, de Aung San Suu Kyi, ganó más del 80 por ciento de las curules de una asamblea constitucional.
El ejército hizo caso omiso de los resultados. Fue como si jamás se hubieran celebrado elecciones.
En octubre pasado se le otorgó a Aung San Suu Kyi el Premio Nobel de la Paz. Pero mientras el resto del mundo le rendía homenaje, el régimen de Birmania la mantuvo bajo arresto domiciliario en Rangún, con guardias armados frente a la puertade su casa. No se le permite recibir ni enviar cartas, usar el teléfono ni tener visitas. Las autoridades le han dicho que podrá salir en libertad sí acepta el exilio permanente en el extranjero. Aung San Suu Kyi ha declinado la oferta.
BIRMANIA sigue siendo una tierra de terror mudo. Día con día se secuestra a personas inocentes de lugares públicos y se les obliga a trabajar para el ejército. Los que denuncian estos hechos desaparecen. Se tortura a los prisioneros sin importar su edad.
Para la mayoría de los países, Birmania tal vez no sea muy importante. Sin embargo, al pasar por alto la matanza que se está llevando a cabo allí, el mundo se convierte en un cómplice silencioso.
Mientras tanto, la doctora Cynthia trabaja en su destartalada clínica. En lo profundo de la espesa selva, jóvenes como Win Htun sueñan con la libertad y la democracia... y mueren por su causa. En una ruinosa vivienda de Rangún, Aung San Suu Kyi espera en impotente silencio su liberación y la de su país. Y a todo lo largo y lo ancho de esta atormentada nación, incontables birmanos oran por que llegue el día en que el mundo advierta por fin su sufrimiento, y acuda al rescate de su Tierra Dorada.