MANOS MINUCIOSAS PARA LA ORFEBRERÍA
Publicado en
febrero 10, 2013
Hoja, collar de plata con esmalte al fuego, 1993.
Por Cristóbal Zapata.
Irresistible a los paseantes —hacia el mediodía y al atardecer—, y a la paráfrasis de "fugitiva plata/la vía, aunque estrecha, abrazadora-/de una vereda a otra", la Gran Colombia, en Cuenca, es el Paseo de las Joyerías, el Magallanes de las confluencias y las aleaciones. Con tiendas que apenas diversifican su repertorio, el emporio aurífero se emplaza desde Santo Domingo al Correo —y calles transversales—, sobre el antiguo reducto de plateros y orfebres dispuestos hasta comienzos del XIX en torno a la Casa de Fundición. (Pese a la poca afinidad de sus oficios, la Calle de la Tenería, que así se llamaba, los vio convivir junto a los curtidores en una paz decididamente erótica; con quienes nunca hicieron buenas migas fue con el quisquilloso gremio de las panaderas, que había sentado sus artesas en Todos Santos, según lo testimonia Iván González, cronista de época).
El corregimiento de Cuenca, una vez que alcanzó el obispado, asiste a la multiplicación de los buriles. La plata se transforma en utilería eucarística y procesional, la panoplia es profusa y exquisita: copones, patenas, cálices, custodias, diademas, expositorios, tenebrarios, incensarios, guiones... que las cláusulas tridentinas, y las disposiciones sinodales, cuidaban cada detalle en el montaje de los retablos, en la puesta de escena del barroco diocesano.
Prendedor de plata y titanio, 5.5 x 3cms.,1993.
Del exhaustivo catálogo de Jesús Paniagua (La plata labrada en la Audiencia de Quito. La provincia del Azuay, siglos XVI—XIX, Universidad de León, 1989), fuente básica para el brazaje de este capítulo, se destaca la custodia de San Francisco. Presunta réplica de un grabado de Durero, es una "torre" de un metro de alto, en cuyo curso de plata dorada aparecen —en primer acto— alegorizadas y enlazadas por las espaldas, las tres virtudes teologales: la Fe con los ojos vendados y un cáliz en la mano —una fe literalmente ciega—, la Esperanza sosteniendo una áncora, y la Caridad con los brazos tendidos, dispuesta a darlo todo; más arriba —en segundo acto— el arcángel como un Atlante bibliográfico, o un campeón de halterofilia, eleva el Libro de los Siete Sellos sobre el que reposa, sin sobresaltos, el Cordero Místico; escoltan —al arcángel— dos querubes que actúan como el lancero y el copero —espongiario— de la pasión. Corona la pieza una perfecta mandala órfica, constelada de piedras, y rematada por una cruz latina. En la base, convenientemente dramatizados conforme a los estatutos teatrales de Trento, se muestran dos momentos más de la pasión, que representan una pareja de ángeles que soporta, respectivamente, la cruz y la columna de los azotes. Esta obra ilustra con nitidez la vocación pedagógica del barroco, su esmero por seducir y convencer.
Bellos también son el tenebrario de laCatedral, que ostenta en su plexo un Cordero bonachón con el pendón mariano, y el sagrario de las Conceptas, concebido como un pelícano. Está claro: los oficios de tinieblas y los matinales y fastuosos desfiles de Corpus, al final de los cuales todo el instrumental litúrgico quedaba envuelto en una estela de incienso y algalia, suscitaron el esplendor platero, la edad de oro morlaca.
La nueva joyería cuencana –la de Maldonado y Tixi, que postulan una relación más personal y afectiva con las piedras y los metales– se erige sobre este pasado que labraron Baltazar, Juan Manuel Pazmiño, Melchor Espinosa, oficial de Antonio de León, Antonio Ramírez y Marcial Ximénez, entre muchos nombres de un expediente clandestino. (El inventario de su onomástico es un frugal homenaje del suscrito).
Claudio Maldonado en su taller.
IMAGENES
Primorosas y refinadas, las joyas de Claudio Maldonado (1947) se escabullen a las taxidermias del Emporio para ubicarse como lo que son: la insinuación de una imagen. En cada pieza una forma pugna por alojarse: glifos, entramados vegetales del Jugendstil, ectoplasmas de Gaudi, dólmenes de Moore, estructuras de Subirachs que se escorzan para encarnar la plata, para conquistar un ónix o un ámbar.
Convocadas o no, las imágenes se cuelan a la alquimia que las hace, cuado el esmalte o el >vaciado inician su operación.
Custodia de San Francisco, plata sobredorada y pedrería, 99 x 38 x 40 x 11 cms., siglo XVII
En lo esencial, para Bernardo de Palissy o Maldonado, esmaltar sigue siendo la misma magia: un acoplar sobre una lámina lisa cierta ración de sílice, y en su vientre de polvo fibras de pigmento; luego, una lengua de fuego las calcina y aúna. De los trucos del vaciado, que ya conocieron los artífices precolombinos, Maldonado practica aquel que somete una forma hecha con fina película de cera, a un baño de María metálico que en la cadencia del horno, simultáneamente se apropia de la forma y la extravía; en la cera perdida lo fundido –el metal– funda la imagen.
La joyería de este artista que salta a nuestros ojos desde un lóbulo, desde una clavícula, desde una muñeca que ciñe, y al moverse nos hipnotiza, deja ver "la complejidad marina y estelar", "el azar infinito de las conjunciones", que Mallarmé leyó en el origen de toda orfebrería.
Vinicio Tixi en su taller.
METAFORAS
Pequeñas esculturas con joyas, o más bien, estructuras enjoyadas que desprendidas de sus dijes quedan convertidas en armazones abstractos, como un cuadro neofigurativo despojado de su asunto o interrumpido al inicio de su gestación, cuando es tan sólo un cruce de tiznaduras, un puro deseo que emprende su realización, los objetos de Vinicio Tixi (1962) inauguran la ambivalencia de las alhajas: ser una escultura, ser en un cuerpo, un ser que es siempre un estar de paso, completando el objeto, el tocado.
Cíclopes, mujeres que son a un tiempo arpías o medusas, ictiología fantástica, rostros devastados, pero también bruñidas y angulosas fisonomías indígenas; imaginería teratológica en suma, que metaforiza para Tixi –imbuido de gnosticismo– el armagedón moral de la condición humana –mutante diría él– a fin de siglo, aunque, discrepa el firmante, lo único que ha conseguido esta época sea quebrar, o al menos quebrantar, algunos atavismos y prejuicios.
Pabellón de Soledad, joya escultórica, mixta, 35 x 25 x4 cms., 1992.
Y pensar que fuera de sus soportes –regularmente de latón esmaltado al frío y texturado por limadura, eventualmente de cuero: máscaras venecianas– las figuras de Tixi –lo alucinado de su iconografía, sugestiva y conmovedora cuando evita el patetismo– son un collar, un prendedor, una pulsera, unos zarcillos, como si el mito se hubiera servido de este orfebre para conseguir un desenlace armónico: cualquier Galatea fashionable puede solicitar a Polifemo, sacarlo de su Etna de hojalata, y llevarlo a su pecho, en su pecho.