INOLVIDABLE REINA MADRE DEL TENIS
Publicado en
febrero 10, 2013
Hazel Hotchkiss Wightman, gran dama del "deporte blanco", ayudó a miles a aprender el juego... y mucho más.
Por Helen Wills, en colaboración con David MacDonald. (HELEN WILLS ganó entre 1923 y 1938 más campeonatos individuales que ninguna otra jugadora de tenis: siete en Estados Unidos y ocho en Inglaterra. Actualmente vive en Carmel, California.)
CIERTO día de verano de 1920, cuando practicaba tenis en un club de Berkeley (California), noté que una mujer pequeñita me observaba desde la orilla de la cancha al mismo tiempo que golpeaba indolentemente con una raqueta su larga falda blanca. Cuando mi pareja y yo terminamos,aquella dama me llamó aparte. "Soy Hazel Wightman", dijo con una sonrisa cordial, "y me gustaría ayudarte a mejorar tu juego".
Al oír su nombre me quedé boquiabierta. Aunque yo era sólo una novata de 14 años, sabía muy bien que aquella señora había ganado cuatro veces el campeonato femenino de los Estados Unidos; pero entonces no podía ni imaginar lo mucho que me enseñaría, no sólo de las voleas de revés, sino de la vida y de cómo vivirla.
Hazel Hotchkiss Wightman fue durante más de 50 años la modesta reina madre del tenis norteamericano. Además de perfeccionar a muchos campeones, instruyó (incluso siendo ya bisabuela) a miles de desmañados adolescentes que lo practicaban sólo por gusto.
Al día siguiente de conocernos empezó mi verdadera educación tenística. Entonces de 33 años y casada con un prominente bostoniano, la señora Wightman visitaba por un mes a sus padres. "Tenemos mucho tiempo para jugar", me comentó. Advirtió inmediatamente que me movía con lentitud, así que me lanzaba los tiros a todos los ángulos, mientras me gritaba: "¡Corre, Helen, corre!" Si cometía yo un error garrafal, apartaba la vista y a su rostro asomaba una expresión paciente y esperanzada. Cuando ganaba un punto bien jugado, se mostraba tan complacida que sentía yo deseos de darle gusto siempre.
Su fórmula se basaba en el trabajo intenso: horas y horas de golpear la pelota "hasta que haga lo que uno quiere". Para ella, se trataba más que de un deporte. Se proponía formar no sólo mejores jugadores, sino mejores personas. "Siento especial simpatía por los torpes y los tímidos", explicó en una ocasión. "Al hacer bien algo que otros admiran, pueden adquirir confianza y aplomo. Quizá signifique la diferencia entre la frustración y la vida plena".
Un año más tarde, después de ganar el título de la costa del Pacífico correspondiente a menores de 18 años, viajé al este del país con mi madre y conquisté el campeonato nacional juvenil. Durante tres semanas la señora Wightman nos hospedó en su casa en Brookline, en las afueras de Boston, y me dio más consejos. Su enfoque era absolutamente directo. Una vez, cuando nos dirigíamos en automóvil a las canchas, se desprendió el diamante de su anillo de compromiso. Empecé a buscarlo en el acto. "¡Deja eso!" me ordenó. "Primero, lo más importante. Tenemos que practicar".
Nacida en 1886, apenas 13 años después de que se patentó el tenis moderno en Inglaterra, se crió en Berkeley, donde su padre era accionista de una próspera fábrica de conservas. Jugaba al béisbol y al fútbol con sus cuatro hermanos, fanáticos del deporte, y hasta saltaba con garrocha. Luego, al cumplir 15 años, empezó a practicar el tenis. Como en el patio trasero de su casa había demasiados guijarros que hacían inciertos los rebotes, pronto aprendió a adelantarse y a volear la pelota, táctica agresiva entonces desconocida en el tenis femenino. Solía salir de madrugada a practicar en la única cancha de asfalto de la Universidad de California, pues allí toleraban a las mujeres sólo hasta las 8 de la mañana. Después de las clases, se pasaba horas dándole a la pelota contra los muros de su casa hasta que los golpes se convirtieron en parte de su naturaleza. Nunca recibió una sola lección de un profesional.
Al cabo de seis meses, ganó un torneo de dobles en San Francisco con una pareja ocasional. Deslumbró a sus oponentes y a los espectadores con su estilo vigoroso en la red. Un diario reseñó: "Al volear, saltaba como un fox terrier que persiguiera una mariposa".
Desde entonces, a través de una carrera que duró seis decenios, el tenis sacó a relucir las mejores cualidades de Hazel. A los 22 años, obtuvo su primer título de individuales de los Estados Unidos. Venció en el primer set por 6 a 0, aprovechando el débil revés de la campeona Maud Barger-Wallach; pero en el segundo, por no humillarla, Hazel le dirigió todos sus tiros hacia su golpe derecho, que era su fuerte. Esta táctica permitió a su contrincante ganar un juego y frecuentes aplausos, lo que le hizo menos penosa su derrota.
Fue la primera mujer que conquistó la "triple corona" del tenis norteamericano, al triunfar en el campeonato nacional de individuales, el de dobles y el de dobles mixtos, en 1909. Y lo logró en tres años consecutivos, hazaña jamás igualada. En 1912 se casó con George Wightman y abandonó los torneos. Siete años después, y madre ya de tres niños, consiguió su cuarto título de individuales de los Estados Unidos. A los cuantos meses se "retiró" nuevamente y me tomó bajo su protección.
Poseía yo un fortísimo golpe derecho "natural", y ella me enseñó a emplearlo con mayor sutileza, así como a prever el tiro de mi oponente por la postura de su cuerpo y por su colocación en la cancha. Puesto que se había medido con hombres para robustecer su juego, yo hice lo mismo. Aprendí a concentrar la atención ("Ve únicamente la pelota") y a contener la ira y la alegría, por ser distracciones inútiles.
Más que nada, me dio fe en mí misma. En 1923, al inaugurar las competiciones de la Copa Wightman (británicas contra norteamericanas), asombró al mundo del tenis al escogerme como segunda jugadora de individuales. Tenía yo 17 años y me enfrentaría a mi primera prueba internacional en un estadio de Nueva York ante 14.000 espectadores; me sobraban motivos para sentirme aterrada. Me dijo entonces: "Piensa bien y sé paciente; triunfarás".
En efecto, decidida a justificar su confianza en mí, derroté a Kathleen McKane, clasificada como la mejor de Inglaterra, y nuestro equipo arrolló al contrario en la serie. Eso me alentó lo suficiente para adjudicarme días después el campeonato de mi país. Al concluir el encuentro, la señora Wightman me dio un abrazo maternal. A continuación, con un gesto muy característico suyo, se apresuró a consolar a la perdedora.
Gran parte de mi instrucción deportiva (y también mucho placer) la obtuve al formar pareja con ella, pues jugaba a dobles de maravilla. En 1924, después que perdí por vez primera la final de individuales en Wimbledon, me llevó a compartir el premio de dobles. Cada vez que quedaba yo fuera de posición, por inexperiencia, ella cubría mi error. Presentía adónde iría la pelota y me animaba con gritos que sorprendían y deleitaban al público: "¡Arriba, ahora!" y "¡Cruza!" además de la tan conocida exhortación: "¡Corre, Helen, corre!"
Aunque le agradaba jugar, a veces creo que le gustaba más enseñar. En el elegante Club Longwood, de Boston, solía excusarse de participar en encuentros con socios adultos para entrenar a grupos de jóvenes, entre ellos los muchachos que atendían las canchas del club; para los que no podían pagar lecciones particulares, organizaba torneos en campos públicos. En todas partes buscaba aspirantes con verdadero empeño, "no los muchachos que ganan más, sino los que más quieren ganar".
Entre los muchos campeones que ayudó, figura Althea Gibson, la primera tenista negra destacada, y triunfadora de Wimbledon en 1957. Sabiendo que algunos funcionarios con prejuicios raciales habían impedido a Althea participar en otros torneos, ella misma la escoltó a uno en Longwood aquel año.
De todas las estrellas en quienes influyó, ninguna jugó tan bien y por tanto tiempo como ella. A lo largo de 45 años acumuló 44 campeonatos norteamericanos (el gran Bill Tilden ganó sólo 28). No se dignó competir en el grupo que le correspondía (mujeres mayores de 40) hasta que ya era una abuela de 53 años; en los siguientes 14, se llevó 11 veces la corona de dobles de veteranos de los Estados Unidos, a menudo haciendo pareja con tenistas que había adiestrado cuando adolescentes. Se le reservó un lugar en el Salón de la Fama del Tenis, en Newport (Rhode Island), limitado a jugadores cuyo historial está completo. Incluso después de que se había retirado oficialmente, a los 67 años, aplazaron su ingreso otros tres... por si volvía.
¿Retirada? Durante cerca de dos decenios más siguió un programa tenístico que hubiera agotado al profesional más resistente. Además de sesiones diarias de instrucción en su enorme garaje, organizaba torneos semanales para jóvenes (pagaba los premios de su propia bolsa) y enseñaba gratuitamente a grupos por todo el nordeste del país.
Hasta los júgadores sobresalientes acudían a ella para recibir lecciones particulares. Uno fue Arthur Ashe. Aunque había conquistado el título de aficionados en Longwood, en 1968, le preocupaba su servicio irregular. La señora Wightman lo llevó a su garaje a practicar. Dos semanas después, Arthur ganó el primer Torneo Abierto de Estados Unidos (aficionados y profesionales) en Forest Hills, gracias precisamente a su servicio certero.
En 1973, quincuagésimo aniversario de los encuentros de la Copa Wightman, competidores del pasado y del presente de muchas partes de los Estados Unidos y de Inglaterra, acudieron a Longwood a rendirle homenaje. Un año después, al morir Hazel Hotchkiss Wightman, los diarios hicieron notar que la inolvidable reina madre del tenis tenía 87 años. Pero en su corazón, lo que en verdad importa, fue siempre la persona más joven que he conocido.