Publicado en
febrero 03, 2013
Un ciclo de la imaginación.
Fernando Tinajero.
En uno de los ensayos que publiqué en la revista Indoamérica, dije que la historia es la forma del saber propia de nuestro tiempo, como antes fue la metafísica para los griegos, la teología para los monjes medievales o la física para los fundadores de la modernidad. Tal afirmación no era original, desde luego: al escribirla yo era estudiante todavía y no hice otra cosa que seguir a Collingwood, cuya Idea of History acababa de descubrir, sin percatarme aún de que a su vez él no había hecho otra cosa que seguir a Hegel.
Esto ocurría en 1965. Veinticinco años después, un señor cuyo nombre suelo confundir con el de un bellísimo nevado japónes, proclamó el fin de la historia. No quería decir, por supuesto, que había terminado la sucesión de los tiempos, sino que al terminarse las confrontaciones, ya no había nada que elegir y por lo tanto la historia había dejado de ser la forma propia del saber en nuestro tiempo. Si esto es cierto, supongo que en adelante sólo podremos pensar en términos de absoluta inmediatez, como pensamos en nuestra experiencia cotidiana, porque la idea de "mundo" habrá perdido su sentido. Incluso el mismo saber lo habrá perdido, y si todavía tienen alguno, su forma tendrá que ser la estadística: así como ubicábamos una situación en el curso de un proceso causal para entenderla, en adelante tendremos que ubicarla en un cuadro de frecuencias.
Estos son los dos extremos del proceso ideológico de los últimos años, y ellos definen claramente su sentido: se trata, ni más ni menos, de la disolución de la conciencia histórica, cuyos hitos fundamentales quisiera señalar en lo que sigue, pero mirándolos en el espejo de nuestra literatura.
DEL FUROR A LA REFLEXION
A lo largo de los años sesenta se desarrolló entre nosotros un movimiento iconoclasta que fue protagonizado por los Tzántzicos: no sería exagerado decir que su punto culminante se ubica entre 1966 y 1967, puesto que entonces nos tomamos la Casa de la Cultura para sacarla de su marasmo y llegamos a afirmar nuestra presencia en todo el país. También fue en 1967 cuando Agustín Cueva publicó Entre la ira y la esperanza, pocos meses después de mi Más allá de los dogmas. Ulises Estrella, por su parte, hizo una experiencia narrativa en Tiempos: antes del furor.
Sin embargo, 1967 fue además el año del asesinato del Che en Bolivia. Su mirada fija en el verdugo (tal como apareció en las fotografías que dieron la vuelta el mundo) fue para toda América como una premonición. Para completarla, el Fakir (César Dávila Andrade) hizo el más macabro poema de su vida: se cortó la yugular en un hotel de Caracas.
Luego fue el mayo francés de 1968, que apareció como una convocatoria a la rebelión absoluta, es decir, a la insurgencia de la imaginación; pero enseguida los tanques soviéticos tomaron en Praga el lugar de la palabra y nos hicieron saber en forma inequívoca que la imaginación y el internacionalismo habían muerto o estaban proscritos. En nuestra pequeña historia, como si los ojos del Che hubieran clausurado todos los caminos, nosotros decidíamos volver al pasado y elegíamos por quinta vez al mismo caudillo cuya imagen esperpéntica llena toda la memoria de nuestra infancia y aún la de la juventud de nuestros padres.
Pero no era eso todo. Desde el comienzo de la década, y como consecuencia del interés que había provocado en el mundo la Revolución Cubana, el llamado "boom de la nueva novela latinoa-méricana" se constituyó en el acontecimiento literario más importante de aquellos años ya saturados de nouvelle vague. América había ingresado a la historia universal y su literatura era la forma que adoptaba su conciencia ética y aún su reflexión ontológica. El Ecuador, sin embargo, descubrió sorprendido que había quedado al margen del movimiento continental: no sólo que sus grandes figuras literarias seguían siendo las de los años treinta, sino que la misma novela, género privilegiado del momento, había pasado a ser en los últimos años un ejercicio de excepción entre nosotros. Curiosamente, aunque las preocupaciones políticas prevalecientes debían haber alimentado prioritariamente el ensayo, nuestro género favorito resultaba ser la poesía, bien que frecuentemente transformada en arenga revolucionaria.
Agustín Cueva
REFLEXION Y NARRATIVA
Este incómodo descubrimiento y la comprobación de que los caminos de la iconoclastia estaban ya agotados, dieron como resultado un movimiento de repliegue. Entre 1968 y 1972, después de haber sido la palabra viva en recitales y discusiones públicas, la literatura se volvió sobre sí misma, lejos de los afanes agitacionales y angustiada por su propia situación en un mundo que finalmente no había cambiado demasiado. No obstante, todavía en ese lapso se publicaron libros como Levanta-polvos, de Rafael Larrea, y Un gallinazo cantor bajo un sol de a perro, de Humberto Vinueza, en los cuales la poesía continuaba conjugando su verbo corrosivo, mientras los viejos autores del realismo social intentaban por su parte un razonamiento experimental a tono con la época: Demetrio Aguilera Malta publicó Siete lunas y siete serpientes; ALfredo Pareja Diezcanseco, Las pequeñas estatuas; Pedro Jorge Vera, Tiempo de muñecos.
Entre el 68 y el 69 murieron también dos de las revistas que mensualmente habían salido durante varios años del mismo movimiento impugnador: Pucuna, la famosa revista de los Tzántzicos, e Indoamérica, que Francoise Perus, Agustín Cueva y yo habíamos fundado en 1965. La tercera revista del movimiento era La Bufanda del Sol, inicialmente dirigida por Alejandro Moreano y Francisco Proaño Arandi, y luego de un lapso de silencio reapareció en 1972 con otro formato y una dirección colectiva. El principal responsable de la publicación, sin embargo, fue desde el principio Iván Egüez.
En Guayaquil, donde surgió un importante grupo de nuevos escritores que se formaron en la Universidad bajo la inteligente dirección de Cecilia Ansaldo, la revista Sicoseo publicó su primer número en 1975 y no volvió a aparecer. Allí conocimos a poetas tan valiosos y de registros tan variados como Fernando Balseca, Fernando Itúrburu, Jorge Martínez, Fernando Nieto y Fernando Aritieda. Más tarde, justo cuando del panorama de las letras desaparecieron las figuras totémicas de Benjamín Carrión, Jorge Carrera Andrade y Jorge Icaza, y del panorama nacional el infalible Velasco Ibarra, un joven inquieto que iba a dar mucho que hablar dirigió en la Universidad de Babahoyo una nueva revista: Uso de la palabra. Salieron dos números (el segundo fue el inevitable "número doble" para compensar los retrasos provocados por la falta de dinero) y desapareció. Ya a comienzos de la décadó siguiente, fue reemplazada por Esferimagen, una nueva publicación dirigida por el mismo joven inquieto y jovial. Aquel joven se llama Jorge Velasco Mackenzie.
Pero no nos adelantamos. Estamos aún a mediados de los setenta, cuando llegó la hora de la narrativa. En rápida sucesión, un buen número de novelas fue la prueba fehaciente de que los años de reflexión no habían pasado en vano. Imposible es mencionarlas en una nota tan breve como ésta sin cometer injusticias; baste decir que en aquellos años se afirmaron los viejos prestigios que venían desde la década de los treinta y se consolidaron los nuevos -aquellos que en adelante serían los más frecuentes citados para ejemplificar la narrativa contemporánea del Ecuador-. Alicia Yánez, Eliécer Cárdenas, Jorge Dávila, Iván Egüez, se perfilaron, junto a muchos otros autores, entre los más notables novelistas; y junto a ellos, en las fascinantes veredas del cuento, sobresalieron plumas tan certeras como las de Javier Vázconez, Raúl Vallejo, Vladimir Rivas, Marco Antonio Rodríguez y Juan Valdano. Otros más, como Abdón Ubidia y Raúl Pérez, manejaron con igual acierto el cuento y la novela; y otros todavía, como Javier Ponce, transitaron los caminos de la poesía y la novela. Yo mismo, que siempre he escrito ensayo, también llegué a hacer una novela. Pero fue Jorge Enrique Adoum, ya consagrado en todo el continente como uno de los más grandes poetas del Ecuador y como ensayista perspicaz, quien llegó al más alto nivel de la novela en aquellos años, con ese complejo "texto con personajes" que titula Entre Marx y una mujer desnuda. Simultáneamente, la crítica fue alcanzando excelentes niveles de rigor y objetividad, y por primera vez no se redujo al puro comentario laudatorio o denigrante. Diego Araujo, Manuel Corrales, Cecilia Ansaldo, Antonio Sacoto, Gladys Jaramillo son apenas algunos de los nombres que me vienen a la memoria; por supuesto, para mí en primer lugar en la jerarquía del afecto, Agustín Cueva.
El Ecuador, no obstante, ha sido siempre tierra de poetas. Adoum, Efraín Jara Idrovo, Iván Carvajal, Francisco Granizo, Humberto Vinueza, Julio Pazos, Fernando Cazón Vera, Ulises Estrella, Fernando Balseca, Euler Granda, Raúl Arias, Antonio Preciado, Hugo Salazar Tamariz, Rafael Larrea, no son, ciertamente, los únicos nombres que merecen citarse. Más aún, tengo la impresión de que ellos y otros como ellos son quienes van a protagonizar los acontecimientos literarios de los próximos años, si todavía los hay. Pero ese es tema de otra conversación.
Demetrio Aguilera Malta, Benjamín Carrión y Jorge Enrique Adoum.
LA IMAGINACION CAUTIVA
Aunque a comienzos de la década de los ochenta se publicaron todavía algunos cuentos y novelas de importancia (Alejandro Moreano, Juan Manuel Rodríguez, Iván Egüez otra vez...), hacia mediados de la década, exactamente cuando América Latina fue nuevamente expulsada de la historia universal, la producción narrativa empezó a declinar, y con ella la vida literaria en general.
El escritor se sintió atrapado por la soledad, una vez que las urgencias de un descoyuntado desarrollo capitalista habían impuesto a todos nuevos ritmos de vida y trabajo, sin ofrecer a cambio ninguna de las ventajas de las sociedades verdaderamente modernas, como no sea una creciente cantidad de espectáculos de todo nivel, sin coordinación ni relación estructural con la sociedad.
Pero todavía, el escritor descubrió que su oficio había sido clasificado por la nueva tecnocracia entre las actividades inútiles, y un día se despertó con una incómoda revelación: si es verdad que cada sociedad engendra los intelectuales que necesita, los de hoy no son los escritores, los pensadores ni los artistas, sino los ejecutivos -esa nueva especie de profesional que viste a la última moda, calcula fríamente sus negocios y sus afectos, habla un lenguaje completamente nuevo, impersonal y anglicado, y tiene la clave para descifrar los mapas donde está marcado el camino hacia la isla del tesoro-.
Simultáneamente, la ética de la justicia ha sido sustituida por la ética de la eficacia y la imaginación ha quedado atrapada en un computador. Como la estadística, efectivamente, se ha convertido en la única manera de leer la realidad, un periódico publicó una encuesta según la cual, en opinión del "lector", Jorge Icaza y Alfredo Pareja son los mejores autores vivos, y la Ilíada es una de las más famosas novelas latinoamericanas (Hoy, 22 de agosto de 1993). Así debe ser, puesto que la verdad ha sido reemplazada democráticamente por la "opinión pública".
Así, el escritor se sintió angustiado. "Cada uno es lo que es por lo que hacen de él los otros -pensó-, como el padre se hace padre por el hijo que tiene. Si el escritor se queda sin lectores, su destino es el limbo de la nada". Y entonces fue a mirarse al espejo y efectivamente no vio nada: se había evaporado, se evaporó el personaje de cierta novela que ha querido en vano olvidar. Entonces, al ser requerido por los periodistas sobre sus autores preferidos, uno que acababa de llegar de París declaró tranquilamente que sólo se lee a sí mismo: había caído en el vicio onanista para hacerse la ilusión de que su obra era leída, puesto que sólo así él podía seguir existiendo.
No es extraño que este panorama haya sido escrito como se escriben las crónicas de tiempos remotos, ni que a la hora de las privatizaciones todo escritor se haga poeta y salga a escribir graffitis: paradójicamente, su soledad en las paredes será el vestigio de vida colectiva. Sin embargo, no hay noche que no anuncie un nuevo amanecer.