ATRAPADOS EN LAS CANDENTES ARENAS
Publicado en
febrero 03, 2013
Había quebrantado el primer mandamiento del desierto, y ahora peligraba su vida y la de su hijita.
Por Frank Boylan, hijo.
AQUELLA mañana, no percibía el poder latente del desierto mientras mi coche iba dando tumbos por la arena. Me habían advertido de lo peligroso que es cruzar el desierto de Arabia Saudita en automóvil, y no ignoraba que aquella tierra acecha como una fiera, presta a abalanzarse sobre cualquier incauto que invada su territorio. El día, sin embargo, me invitaba a desechar tan grises pensamientos. Lisa, mi primogénita, cumplía seis meses de nacida, y yo sólo pensaba en festejarla.
De repente, sentí que unas manos gigantescas se aferraron a las ruedas de mi auto y redujeron poco a poco su marcha hasta detenerlas. Me había atascado. En torno, ni un solo ruido, ni un movimiento. Frente a mí, brillaban las luces rojas del tablero. Detrás, Lisa dormía tranquila sobre el asiento. Encendí de nuevo el motor, pero el coche no se movió.
Bajé y se me hundieron los pies en la arena. Volví la mirada hacia el camino de inspección del oleoducto que acabábamos de recorrer. Las dunas comenzaban a echar sus sombras al primer rayo del sol matinal. Los neumáticos habían abierto un surco blanco en la capa superior de color de herrumbre. Mi casa distaba 30 kilómetros secos y abrasadores; allá aguardaba Cary, mi mujer, que tal vez dormía aún. Yo había sacado a Lisa a pasear para que mi esposa descansara un poco más.
El pánico me provocó una opresión en el estómago. No había un teléfono, un automóvil, una persona que pudiera ayudarme. ¡Gracias a Dios, la niña acababa de tomarse una botella de leche! Me dejé caer de rodillas y quité la arena suelta que rodeaba el cubo de las ruedas traseras. La cubierta inferior de mi Volkswagen se apoyaba en el suelo.
Pensé en volver a casa andando; ya en otras ocasiones había recorrido 30 kilómetros; pero esta vez quizá fuese mayor la distancia. Y sabía que el primer mandamiento para los varados en el desierto aconseja: "No te alejarás de tu automóvil". Cierto, me decía yo; pero nadie tenía idea de nuestro paradero, ni sabría dónde buscarnos.
Apenas unos días antes, otro sujeto había abandonado su camión para dirigirse a un quemador de gas que alcanzaba a ver. Lo encontraron con los labios amoratados, la lengua hinchada... y muerto. Al pensar que pudiera acontecerle lo mismo a Lisa sentí náuseas.
Encendí el motor una vez más, pero se oía mal. Aparté la arena que cubría los tubos de escape. De nuevo al volante, retiré el embrague, pero el auto ni siquiera vibró.
Volví a excavar alrededor del eje. Lisa gimió, y opté por acostarla sobre una manta, a mi lado y a la sombra del coche. Su lindo rostro no denotaba miedo alguno.
Tendido de espaldas, seguía yo en mi afán, pero la arena me caía en los ojos. Lisa guardaba un silencio extraño. Vi de pronto que unas moscas negras andaban por su boca y nariz. Antes de que pudiera acercarme, empezó a chillar y a estregarse la cara con los puñitos. Los bichos no la dejaban; sólo se movían unos centímetros. Entonces el pánico se adueñó de mí.
La tomé en brazos y, cubriéndola con mi propia sombra, me puse a ir y venir en silencio, como solía hacerlo cuando despertaba a mitad de la noche. Dos horas habían transcurrido desde que nos atascáramos. Nadie pasaría por allí, al menos en mucho tiempo. Solo, jamás saldría de ese arenal. Llevaba agua en un pesado botellón de 20 litros, pero ¿cómo darle a beber a mi pequeña Lisa?
Con ella en brazos, me encaramé a la cima de la duna más próxima. No había más que arena, que rielaba con ardor bajo el sol impasible. Ni una tienda, ni un animal, ningún árbol, ni siquiera una planta desértica. En eso distinguí a lo lejos un objeto minúsculo y recto que se alzaba en el horizonte sur. No podía ser otra cosa que la torre de perforación que había yo visitado la semana anterior. Donde hay una de esas estructuras, hay también gente que la atiende, y vehículos y teléfonos.
Iba a dejar a Lisa en el auto, a cubierto del sol; sin ella, no tardaría mucho en llegar a la torre. Pero en el desierto las distancias engañan, y andar en la arena es muy lento. Además, dentro del auto el calor la sofocaría, y si dejaba abiertas las puertas, las moscas se meterían. No, la niña estaría mejor a mi lado.
Sopesé el botellón; calculé que no podría llevarlo junto con mi hija. Traté de hacerla beber con ayuda de una taza. Ella, creyendo que era un juego, se reía y hacía burbujas con el agua. Le abrí la boca y le metí un poco de líquido. Tosió y escupió, empapándose con ello la pechera de su pijama. Nada hice por secársela, pues la humedad retardaría la deshidratación durante la caminata. Bebí yo a continuación hasta que ya no pude pasar una gota más.
En una taza de papel escribí con lápiz rojo: "Hora: 11:50. Iré andando hasta la torre de perforación que está entre este punto y Ras Tanura. Desde aquí la veo hacia el sudoeste. Llevo a la niña conmigo. Ambos estamos bien".
Firmé y anoté el número de mi insignia de la compañía; fijé luego el papel al volante con tela adhesiva.
Lisa lloriqueó un momento cuando introduje su cabecita rubia bajo uno de los extremos de mi camisa, y sus pies bajo el otro. El pijama le cubría el resto del cuerpo. Casi al momento se durmió. ¡Qué suerte! Apenas podía creerlo.
Eché a andar a paso vivo. Hacía seis horas que habíamos salido de casa. Cary se encontraría ya al teléfono, segura de que algo había ocurrido. Algunos amigos estarían poniendo en marcha sus Land Rover y examinando mapas extendidos sobre el capó.
El viento producía sobre la arena un ruido seco y penetrante. El Sol continuaba su ascenso, indiferente a cuanto naciera o muriera bajo sus rayos. Sentía latir contra mi pecho el corazón de Lisa, lento y confiado. "Te sacaré de aquí, pequeña", prometí en voz alta, y me sorprendió oír una voz humana.
Ella dormía. Yo marchaba sin cesar en aquel calor de 40° C. Mi sudor, al secarse con rapidez, me refrescaba. La niña transpiraba contra mi brazo, pero su pijama y mi camisa impedían que perdiera mucha humedad. La sed me torturaría primero a mí.
Al salvar una elevada colina, vi de nuevo la torre de perforación, diminuta, distante, pero ya más cercana. De pronto, se me hundió una pierna en la corteza del desierto, en lo que antes fuera un lago salado, la saqué ilesa, si bien con una sustancia lechosa, que no se despegó aun después de secarse.
Pasé al lado de arbustos enanos, y de las huellas ovales de algún camello. Una lagartija color arena huyó ante mi pisada; un gran escarabajo negro empujaba con sus tenazas una pelota de estiércol seco de camello, tres veces mayor que él.
A veces Lisa suspiraba bajo mi camisa, y despertaba por instantes. Debía aprovechar al máximo el tiempo mientras ella dormía. Algo en mi interior me ordenaba apresurarme. Por ninguna parte se veía un lugar sombreado.
Llevaba más de dos horas andando, y la niña seguía durmiendo. En ocasiones debía asegurarme de que aún vivía. En aquella pesadilla, hubiera parecido más normal que llorara.
El golpeteo de mis sandalias resonaba por la extensión de marga salada, más allá de los montes lejanos, entre dunas blandas de flancos surcados y abruptas paredes resbaladizas, hasta valles de un kilómetro y medio de anchura que rielaban en aquel calor. Yo no me detenía. Entornaba los ojos ante algún espejismo lejano: charcos candentes que ondeaban en vaivén, con efectos hipnóticos. Comprendí entonces cómo otras personas, enloquecidas casi por la sed, se echaban a correr dando tumbos hacia aquellas cintas plateadas.
Yo no deliraba aún, pero los labios se me iban secando. Ni siquiera un pájaro revoloteaba por aquel lugar.
Distinguí al fin el oasis de la torre, que se alzaba sobre unas palmeras; en automóvil tardaría escasos minutos en llegar. Creía avanzar a rastras. Me ardía la nuca. El dolor me atenazaba los brazos por el peso de la niña. Los dedos de los pies parecían abrirse e hincharse. (De hecho, se me estaban formando ampollas sanguinolentas en la planta.)
Las moscas hormigueaban por mi cara, en espera de que abriera la boca. Era inútil espantarlas, porque siempre volvían. También cubrían el pijama de Lisa, pero este la protegía bien. Casi me inspiraban simpatía; por lo menos estaban vivas.
Seguí la marcha. Puse toda mi atención en alzar los pies y en volver a apoyarlos.
En eso, exaltado, oí un rumor de agua, que corría rebosante y fresca. Pero no había tal. Arena, y nada más que arena. Agitadas por el viento, las hojas de un árbol semihundido se rozaban entre sí, produciendo aquel ruido.
Luego avisté, no muy lejos, una extensión de agua de riego, verdosa y cubierta de algas. Imposible beberla. Para rodear el charco, recorrí unos 750 metros entre palmeras cuyas hojas, puntiagudas como una espada, se balanceaban.
Lisa despertó, sin romper su silencio indiferente.
El palmeral me ocultaba la estructura. Si no la localizaba, pasaríamos horas enteras vagando. Trepé varios montículos de arena para mirar mejor. Nada.
Inesperadamente, salí del oasis. A 200 metros se erguía la torre, y, un poco más cerca, había dos chozas de beduinos. Como pude corrí hacia ellas. Mis piernas y mi determinación flaqueaban. Mi mente desvariaba.
De la cabaña más próxima salió una mujer cubierta con velo, y me dijo algo a voces, en árabe, señalando mi fardo. Le mostré a la niña. Asustada, se llevó la mano a la boca, sobre el velo; se tocó el pecho y alargó el brazo hacia Lisa, pidiendo a aquel idiota que tenía enfrente le permitiera amamantar a la pequeña.
NO PODRIA precisar lo que ocurrió después. Recuerdo unas luces en la plataforma de la torre, y luego que iba en un coche junto a alguien que sostenía en brazos a Lisa. Con las dos manos empiné el recipiente con agua que me ofrecieron. Por fin estábamos de regreso en casa. Cary soltó el llanto; no dejaba de repetir: "¡Gracias a Dios que están bien! ¡No les pasó nada!"