Publicado en
enero 27, 2013
Nawami Fang Tai, la implacable y sofisticada asesina al servicio de la Liga Intergaláctica, tiene por misión matar a la Intocable, la Madre Sagrada, el oráculo que responde a las preguntas secretas de los habitantes de un lejano planeta periférico. En su viaje hasta la Puerta de las Ofrendas, Fang Tai conocerá las leyes, costumbres y leyendas de los kenddhai, por boca de su guía, el joven arquero Arven; se enfrentará a los poderes telepáticos de las mentes hillai y se encontrará con la joven Faissa que ha sentido en su mente la llamada de la anciana Intocable y acude para sustituirla.
AUTOR: BARCELÓ ESTEVE, ELIA
EDITORIAL: Ediciones B.
COLECCIÓN: Nova Nº 19
ISBN: 978-84-406-0812-3
EAN: 9788440608123
AÑO: 1989
Presentación
Demasiadas veces me he visto en la necesidad de recordar que la ciencia ficción es un género marcadamente anglosajón y, lo que es peor, que no se trata en absoluto de un género que se cultive en España con la atención que merece.
Los aficionados a la ciencia ficción suelen congregarse en torno a las revistas que ofrecen relatos cortos, noticias y, a veces, comics y señalizaciones de novelas. Esta faceta estuvo cubierta en el mercado español por la mítica revista Más Allá que, procedente de Argentina, desarrolló su labor en la década de los cincuenta. Tras la breve existencia de Anticipación (sólo siete números), en 1968 nació la revista emblemática de la ciencia ficción española que llegó a ser un prodigio de longevidad: Nueva Dimensión (ND para los amigos) que terminó su andadura en 1982 tras llevar a la casi increíble cifra de 148 números.
Con la desaparición de la entrañable ND desaparecía también la única oportunidad «profesional» para que los escasos autores españoles de ciencia ficción pudieran publicar sus obras, en especial los relatos cortos, verdadera alma del género. No hay que olvidar que gran parte de la fuerza de la ciencia ficción reside en la riqueza de sus cuentos cortos, que son, muy a menudo, la base de las futuras novelas e incluso las series. De relatos que originalmente no llegaban a la extensión de novela han surgido precisamente series tan famosas como los libros de la FUNDACIÓN de Asimov, la saga de DUNE de Herbert o el juego de ENDER de Card.
Por ello los autores españoles de ciencia ficción tienen ante sí un panorama difícil: no existen revistas en las que publicar cuentos cortos e ir mejorando en el oficio y, tal vez como consecuencia de ello, su acceso a la publicación de libros es también muy reducido.
La mayoría de los editores de ciencia ficción en España han creído durante mucho tiempo que cualquier mala novela de un autor de nombre anglosajón «vendía» más que la mejor obra del mejor autor hispano. Y posiblemente fuera cierto ya que el lector también solía desconfiar de los autores de apellido español, aunque ello no sirva en absoluto para dar ninguna indicación sobre la calidad de las obras.
Sin embargo, pese a lo difícil de la situación, algunos autores han logrado ir escribiendo sus obras, que poco a poco van encontrando algún lugar al sol en el mundo editorial tan dominado por lo que viene de EE. UU. Así tenemos buena ciencia ficción hard gracias a Javier Reda y Juan Miguel Aguilera (MUNDOS EN EL ABISMO), aventuras dominadas por la acción en las obras de Carlos Saiz Cidoncha y Ángel Torres Quesada, un amplio registro temático en los libros de Gabriel Bermúdez Castillo y una obra aún escasa pero muy interesante de la mano de Rafael Marín Trechera (LÁGRIMAS DE Luz y UNICORNIOS SIN CABEZA).
A ellos se incorpora con este volumen Elia Barceló que ya es bien conocida del reducido grupo de aficionados lectores de fanzines. Con Elia se presenta la curiosa paradoja de que uno de sus relatos, LA DAMA DRAGÓN, es la única obra de la ciencia ficción española de los años ochenta que ha sido ya traducida y conocida en él extranjero pese a no haber sido nunca publicada profesionalmente en España.
Debo reconocer mi parte de responsabilidad en ello ya que fue precisamente en mi fanzine Kandama donde aparecieron, ya en 1981, los primeros relatos de Elia. También publiqué esa DAMA DRAGÓN que, al ser conocida del fandom internacional, ya ha sido traducida primero al esperanto en la revista Sferoj y más recientemente en el magazine francés Amares que dirige J. P. Maumon, organizador de la convención de la ciencia ficción francesa de 1989.
Y ahora debo repetir algo que he tenido que decir ya muchas veces: no he visto nunca a Elia Barceló y antes de recibir su primer relato no sabía ni siquiera de su existencia. La coincidencia de apellidos es sólo eso, una coincidencia. Nuestra amistad reside hasta ahora en nuestro contacto por correo y teléfono y, ¿por qué no decirlo?, en mi admiración e interés por la obra escrita de la que considero la más prometedora realidad de la ciencia ficción española.
Ya que un joven de Felanitx utiliza mi nombre en el campo de la pintura, no debería extrañarme que una joven de Elda use también mi apellido incluso en la ciencia ficción. Reconozco con vergüenza mis tímidos intentos para convencer a Elia de que utilizara en este libro su nombre de casada (Eisterer) tal vez con el secreto intenso de «reservar» mi tan utilizado apellido para mí mismo. Pero mi deber de editor me obliga a ser honesto pese a que estoy absolutamente convencido que, tras la lectura de este libro, el único Barceló que al lector le interesará recordar en la ciencia ficción española es precisamente Elia Barceló.
Y las razones son muchas: la belleza formal de su narrativa, las ideas que maneja, la inteligencia y la sensibilidad que demuestra, y tantas otras razones que sería prolijo enumerar aquí. Creo sinceramente que, si escribiera en inglés y publicara en Estados Unidos, Elia tendría ya la fama y el reconocimiento de que hoy gozan Úrsula K. Le Güin, Joanna Russ o Vonda Mclntyre. Y me atrevo a afirmar esto porque la prueba, amigo lector, está en las páginas que siguen, que constituyen lo mejor de la ciencia ficción española de los años ochenta.
El presente libro recoge tres textos de una cierta extensión y la mayoría de los relatos cortos que Elia Barceló ha escrito hasta la fecha. Los textos de mayor tamaño son dos novelas cortas: SAGRADA y PIEL (la obra más reciente de Elia) y su famosísima LA DAMA DRAGÓN.
SAGRADA es la novela corta que da nombre al libro y es una buena muestra de uno de los más interesantes temas en la obra de Elia Barceló: la contraposición entre magia y ciencia, entre leyenda y tecnología que ya era el eje central del éxito de LA DAMA DRAGÓN. En SAGRADA, Nawami Fang Tai, la implacable y sofisticada asesina profesional al servicio de la Liga Intergaláctica, tiene por misión matar a la Intocable, la Madre Sagrada, el oráculo que responde a las preguntas secretas de los habitantes de un lejano planeta periférico.
En su viaje hasta la Piedra de las Ofrendas, Fang Tai conocerá las leyes, costumbres y leyendas de las kenddhai por boca de su guía, el joven arquero Arven; se enfrentará a los poderes telepáticos de las mentes hillai y se encontrará con la joven Faissa que ha sentido en su mente la llamada de la anciana Intocable y acude para sustituirla.
En esa descripción del contacto de culturas diversas, presente a la vez en SAGRADA y en LA DAMA DRAGÓN, Elia Barceló muestra niveles de sensibilidad e inteligencia que nos hacen recordar los que alcanza Ursula K. Le Güin en esa obra maestra del género que es EL NOMBRE DEL MUNDO ES BOSQUE a la que, lo creo sinceramente, poco tienen que envidiar estas narraciones de Elia y a la que también recuerda la temática del relato UNA ANTIGUA LEY.
LA DAMA DRAGÓN es un texto más experimental en su redacción, que la propia Elia describe así:
…concebí la historia como un continuo acronológico en el que cada parte tiene sentido por su relación con las demás; por eso me pareció mejor escribirlo todo seguido, de una tirada, sin que hubiera puntos y aparte y sin marcar el final de un fragmento y el comienzo de otro. A mí, personalmente, me gusta así, como un discurso continuo, sin comillas para los diálogos y sin interrupciones que, a mi modo de ver, serían innecesarias y podrían establecer una idea de esquematicidad en algunas situaciones.
Pero, pese a lo que podría parecer a primera vista, la agilidad y la calidad de la escritura nos permiten acceder a esa visión de conjunto que la autora desea sin que la ausencia de los habituales signos de puntuación que «airean» el texto sea ningún inconveniente.
En PIEL nos encontramos con un futuro de nuestro planeta en el que la comunicación y el contacto entre países ha creado un idioma mestizo que utiliza términos prestados a otras lenguas con una gran verosimilitud. Pero además de este aspecto formal, extremadamente cuidado como en todas las narraciones de Elia, PIEL nos ofrece la última versión de su interés por la relación entre los seres humanos que era el eje central de obras anteriores como NOSOTROS TRES, EL JARDÍN DE LAS FLORES QUE SE COLUMPIAN o MINNIE.
Y no me resisto a hablar de MINNIE, un breve e intenso relato que recomiendo encarecidamente. Me gustó tanto cuando lo leí por primera vez que creé para él una sección especial en el fanzine Kandama y rompí mi norma de no incluir más de un relato de un autor en un mismo número del fanzine. En la edición de este libro Elia ha preferido eliminar una introducción extraída de LA CANCIÓN DESESPERADA de Pablo Neruda que decía:
Ansiedad de piloto, furia de buzo ciego, Turbia embriaguez de amor, Todo en ti fue naufragio.
Y es que MINNIE es un relato de amor que, pese a su reducida extensión, es una obra maestra. Aun a riesgo de hacer que el comentario del cuento adquiera mayor extensión que el relato en sí, deseo incluir aquí las palabras con las que la propia Elia presentaba este relato allá en 1981 tal y como se recogieron entonces en Kandama:
Sé que «Minnie» es un cuento inocente y sencillo. Y lo es a propósito, porque lo escribí como una recreación futurista de un tema que ya es tópico: la espera de una muchacha provinciana que cree de buena fe que su amante volverá a buscarla.
Surgió en una conversación entre amigos la idea de la recurrencia de este esquema en canciones y poemas de todas las épocas: desde las «Cantigas de Amigo» en que ya aparecen ciertos elementos, pasando por «Tatuaje» en que entra la prostitución y «La niña de la estación» donde se añade la burla, hasta, por ejemplo, «Penélope» de Serrar.
Como yo dudo mucho, en principio, de que el ser humano mejore moralmente por alto que sea su nivel técnico y mis dudas se extienden hasta la pretendida superioridad moral y espiritual de los extraterrestres, me pareció que el esquema tradicional del que hablábamos era posiblemente repetible en un tiempo futuro y lo reproduje, casi punto por punto, en «Minnie».
Me temo que podría alargar indefinidamente esta Presentación. Siempre hay mucho que decir y meditar sobre cualquier historia de Elia Barceló. Pero me resignaré a citar brevemente el larvado horror de EMBRYO, la reflexión sobre el papel social de la mujer en la mujer de lot, y el experimentalismo y la reflexión literaria de AQUÍ ESTAMOS TODOS JUNTOS. Con todo ello, el conjunto del volumen será una buena aproximación a la obra de una autora que parece llamada a dejar huella en la todavía escasa ciencia ficción española.
Y para finalizar, un consejo: lean los relatos en el orden en que están editados y no se dediquen a «picar» desordenadamente. Al terminar el libro me lo agradecerán.
Miquel Barceló
A mi padre,
que me enseñó a mirar al cielo
y a asombrarme.
A mi madre,
que me enseñó a mirar a la tierra
y a comprender.
A los dos,
que crearon mi mundo de partida,
con todo el amor.
Sagrada
Tai Fang Djem, vistiendo las amplias ropas de viaje de los ciudadanos galácticos de prioridad uno, se acomodó en el elevador con un leve suspiro de cansancio; unas horas más y estaría de vuelta en casa. Un buen masaje, un baño de aceites perfumados y la sensación inigualable de su propia cama de sedas negras con un suave fondo de música de laúd, todo lo que no había podido permitirse en los últimos días en aquel maldito planeta marginal, un lugar que tardaría años hasta poder equipararse con la auténtica civilización. Por fortuna sus planes se habían mostrado adecuados desde el primer momento y su ejecución había sido cuestión de rutina, una de esas misiones sin pena ni gloria que apenas dejaría recuerdo en su mente.
Mientras salía del elevador siguiendo a un pequeño robot-guía que la llevaba a la gruta invernadero a tomar una taza de té, como había solicitado, sus pensamientos volvieron ociosamente a la misión cumplida los días pasados. Siempre, incluso en los casos más sencillos, analizaba y criticaba su trabajo para poder aprender de los fallos por mínimos que fueran pero esta vez no encontraba la menor fisura en sus planes. Tal vez el único error, de existir, sería el haber utilizado su propia apariencia para la imagen implantada. Sin embargo no lo creía. Sólo un máximo de dos o tres personas tendrían acceso a esa información y ninguno de ellos la había visto nunca ni era probable que la viera y, además, cualquier ciudadano a partir de la clase cincuenta podía optar por la remodelación física tantas veces como lo deseara. Su propio aspecto de muñeca de porcelana era bastante frecuente y, si ella sobresalía entre todas las demás era por cuestiones otras que las puramente físicas. No. No había sido un error. Las expectativas del sujeto se ajustaban tan bien a su propia imagen que no había creído necesaria la creación artificial de otra figura y, además, cualquiera que llegara a ver ese fantasma creado por ella asumiría que se trataba de un producto sin existencia real. Todo era correcto.
Se acomodó en una tumbona de factura antigua junto a un pequeño estanque de nenúfares nimbados de luz rosácea y pidió un té verde de dúcura. Se relajó completamente y cerró los ojos. Siempre le sorprendía la infinita variedad de valores que comportaba la muerte en las diferentes sociedades de la Liga de Pueblos. Podía ser algo terrorífico, humillante, enriquecedor, lógico, hermoso, deseable, planificado, arbitrario, ennoblecedor… ¡tantas cosas! Y ella misma y su misión en la vida era en algunos lugares lo más alto y digno de reverencia y admiración y en otros lo más bajo y despreciable de la escala social.
Para ella, y en su visión personal del Universo, su tarea no era ni más ni menos que eso, la finalidad de su vida, un trabajo que cumplir, su forma de contribuir al bienestar general y el único camino que conocía. Cuando lo eligió, aún muy joven, sabía que había escogido una de las profesiones más duras y controvertidas pero también una de las más necesarias, una tarea que sólo se podía encomendar a los mejores y por eso había luchado para conseguir llegar al punto en el que ahora se encontraba.
La humeante taza de té, que alguien había depositado silenciosamente a su izquierda sobre una mesita baja, le recordó de pronto su cansancio y su urgencia por encontrarse de nuevo en casa. La tomó con suavidad, con las dos manos, que no se molestó en sacar de las larguísimas mangas de seda azul, y se dejó confortar por el sabor fuerte y amargo de la bebida, un sabor que su mente asociaba siempre con el éxito y con el cansancio.
Mientras bebía, sondeó mentalmente, con ligereza, el espacio del invernadero por si hubiera alguien con quien le agradara conversar pero después de unos momentos decidió que no había en los alrededores nadie con quien pudiera mantener un diálogo satisfactorio para su estado de ánimo, de modo que volvió a cerrar su mente y empezó a pensar en la conveniencia de retirarse de la vida activa durante un tiempo. Económicamente no lo necesitaba y en los últimos tiempos había desarrollado una pasión por la pintura a la que quizás ahora tuviera tiempo de entregarse, y además estaba Nawami, y también debería dedicar un poco de atención a las nuevas técnicas de su especialidad, estar al día era cada vez más difícil y ni siquiera una extraordinaria intuición como la suya podía compensar el desfase en materias teóricas. Definitivamente necesitaba un pequeño descanso.
En el momento en que el robot-guía apareció para conducirla al transporte que la depositaría en su planeta, Tai Fang Djem acababa de decidir que durante varios meses no conectaría la emisión general de noticias.
—He soñado que me visitaba la Muerte, madre —los ojos palidísimos del Thane de Mongrovja parpadearon unos segundos sosteniendo la mirada fría y despreciativa de la mujer hasta que, incapaces de soportar la tensión, volvieron a posarse en los palillos de plata que habían quedado en suspenso, planeando sobre la porcelana azul del cuenco, con su presa de frutas escarchadas.
—¡Ridículas supersticiones de campesinos! Leyendas carentes de todo fundamento inventadas para asustar a los estúpidos y a los débiles de los que tan bien surtido está nuestro país. Tres mil años de historia, de ciencia, de desarrollo lingüístico para que la gente siga hablando de la muerte como si de una mujer se tratara, una mujer que arrebata las vidas y las lleva consigo a otro lugar. ¡Imbéciles!
Sus finos labios se apretaron formando una línea sutil y su mano se agitó en un gesto de impaciencia que hizo tintinear sus pulseras de esmaltes.
—Pero madre —insistió él— se trata tan sólo de un sueño.
—Oh, sí, naturalmente —dijo la mujer con todo el sarcasmo de que era capaz—. Sólo un sueño que te quita el apetito y que hace temblar tus manos como hojas de otoño. Sólo un sueño.
El Thane se forzó a tragar el bocado que se acababa de llevar a los labios y cerró fuertemente la mano sobre su copa antes de intentar levantarla. Sabía que con su madre no se podían tratar ciertos temas, lo sabía desde siempre pero había algo en aquel sueño que no le dejaba pensar en otra cosa, algo dulce, intoxicante, vicioso, que le hacía temer y desear recordarlo, revivirlo incluso. Algo malsano, con el terrible atractivo de la abominación.
Se puso en pie automáticamente al notar que ella lo había hecho y la mirada de nieve de su madre lo hizo enrojecer.
—Sé que siempre has sido un loco y un imbécil —la oyó decir—, igual que lo fue tu padre, pero siempre esperé poder encauzar tu vida en otra dirección. Ahora sé que es imposible, ahora sé que no estás por encima de tu pueblo como debe estarlo un Thane. Que te rebajas a leer y escuchar historias y leyendas lo he sabido siempre pero he preferido ignorarlo, que tienes a tu servicio a un astrólogo y a un adivino también lo sé y he elegido no darme por enterada para evitarme y evitarte en lo posible la vergüenza, pero que ahora creas tener sueños premonitorios en los que se te aparece la Muerte que te hacen comportarte como un esclavo a la vista del látigo es algo que nunca hubiera querido creer. ¿No sabes acaso que morir es el fin natural de todo lo que vive, que nuestro cuerpo se deteriora desde que nacemos hasta que llega un momento en que toda nuestra ciencia no nos sirve para detener el proceso de degeneración? ¿No te basta con eso, no te basta con la verdad? No, tú tienes que comportarte como un idiota, como un esclavo, como un perturbado, como todos esos seres despreciables que pasan por la vida sin comprenderla, sino aceptarla, y, como ellos, tienes que inventar historias, mentiras, locuras, para justificar ante ti mismo tu repugnante cobardía, tu absoluta falta de todas y cada una de las cualidades que harían de ti, no ya un Thane, sino un hombre. Me avergüenzo de ti y te desprecio; no comprendo que puedas ser hijo mío.
La dama agitó furiosamente una campanilla de cristal y, apoyada en dos muchachas, abandonó la sala a pequeños pasos sin volver a dirigir una mirada a su hijo que permanecía de pie frente a la mesa, la cabeza baja, los ojos cerrados. Cuando por fin se hubieron marchado las tres mujeres, el Thane se acercó despacio a la ventana y se dejó caer en su sillón favorito, una anticuada y sólida poltrona de terciopelo azul que envolvía como un manto su frágil figura.
No estaba enojado con su madre, ni siquiera se sentía molesto; él sabía muy bien que la razón estaba de parte de ella, sabía que sólo debía esperar desprecio por su deshonrosa actitud, propia, como ella había dicho, de idiotas, de estúpidos, de esclavos, pero no podía cambiarla. Le hubiera gustado poder ser como ella deseaba: fuerte, seguro, racional, tener esa clara conciencia de lo que es posible y lo que no lo es y actuar en consecuencia, pero nunca había sido capaz y nunca lo sería. Si por lo menos hubiera tenido un descendiente, tendría la esperanza de poder abandonar algún día el gobierno del país en manos de su hijo y retirarse a alguna parte a esperar la muerte viviendo a su manera pero, aunque había cedido a la presión de su madre y se había casado, no había querido concebir un hijo porque, tanto su astrólogo como su adivino (sin contar a muchos otros de quienes la dama no tenía conocimiento) le habían predicho grandes desgracias para el futuro del bebé.
La ciencia que tanto reverenciaba su madre, positivista desde sus pies teñidos de azul hasta el último cabello de su alta peluca blanca, consideraba que sólo aquello que se pudiera estudiar con el método que ella misma había definido como científico, tenía existencia real y, dado que sólo lo real podía ser objeto de estudio, todo lo que cayera fuera de las fronteras que ella misma se había fijado era inexistente y, por lo tanto, inestudiable, por lo cual nada que no lo fuera ya, podría convertirse en ciencia en el futuro. Un sistema muy consolador para mucha gente y que les proporcionaba esa enorme y temeraria seguridad que tanto envidiaba él a veces y que nunca había sido capaz de compartir porque lo que a él personalmente le interesaba era precisamente todo lo que no se podía estudiar de modo tradicional por carecer de existencia efectiva: el futuro, el espíritu, la trascendencia del ser después de la vida, la muerte, considerada como ente y no como proceso y fin natural de los tejidos. La Muerte.
Reclinó la cabeza hacia atrás y cerró los ojos. El sueño de la noche anterior se había desdibujado un tanto pero aquella imagen permanecía grabada en su cerebro: una mujer bellísima, blanca y fría como debía de haber sido su madre en su juventud pero infinitamente más atractiva y más peligrosa, con la atracción de lo prohibido; una mujer que le sonreía con sus ojos, no con sus labios y que sin mover un solo músculo lo llamaba, lo convocaba a una cita nocturna a la que debería presentarse solo, solo y desnudo, como un recién nacido, desprovisto de joyas, de títulos, de esclavos, para entregarle su vida y rendirle cuentas de sus actos.
El sueño había sido tan real que había abandonado su dormitorio precipitadamente, sin llamar a sus sirvientes, sin esperar a que lo lavaran y lo vistieran, para encerrarse en su torre, mezclar con manos temblorosas los Supremos Arcanos y escoger despacio, sin atreverse a respirar, el que le revelaría la verdad de su sueño.
Por eso se había atrevido a nombrarlo ante su madre; ya nada importaba, iba a morir. Casi no hacía falta consultarlo con el astrólogo o con el adivino. ¿Qué le iban a decir ellos que él no supiera ya? Quizás en lugar de extraer un solo símbolo fueran varios relacionados pero el resultado sería el mismo:
el Segador y el Eremita: tu camino es solitario, la muerte en soledad.
el Segador y la Justicia: así debe ser, tu muerte es justa.
el Segador y el Ahorcado: la muerte es sacrificio, te duele resignarte.
Todas las combinaciones posibles se interpretarían del mismo modo, no había otra salida; con o sin ciencia, de la muerte no se escapa.
El sirviente que estaba junto a la puerta se movió levemente y crujió la seda de su falda. El Thane reprimió un grito pero no se giró para mirarlo. ¿Iba a ser así tal vez? ¿Un puñal, quizá pagado por su madre, un veneno en su copa? No, no sería así. Una muerte violenta desestabilizaría el país y eso no era conveniente para nadie y menos cuando habían empezado a sentarse las bases para el comercio interplanetario. Él, personalmente, encontraba repulsiva la idea de que los extraños se instalaran allí y propagaran sus ideas, más rotundas y positivistas aún que las de su madre y sus nobles. Gente que lo hacía todo con máquinas, que lo compraba y lo vendía todo, que ni siquiera tenía palabra para religión, fe o familia, mercaderes del Universo que destruirían en unos años lo que había sobrevivido en el pueblo durante siglos, que ridiculizarían las leyendas y las tradiciones, que iluminarían la oscuridad y curarían los temores con sus aparatos de transformación psíquica.
Quizá no era tan mal momento para morir: el último Thane de la última época antes del cambio, dirían los libros, si todavía quedaban libros. Quizá no era tan mal momento. Sin embargo tenía miedo. El miedo a lo desconocido, el miedo a la dilución de su espíritu en la energía del Universo, el miedo a no ser ya más o quizá también el miedo a seguir siendo eternamente, como decía la tradición de uno de los pueblos de la montaña.
Nunca debía haber permitido que los extraños llegaran a su mundo pero ¿cómo impedirlo?; él no era más que un Thane disminuido por la fuerza y la ambición de los Señores, un Thane que nunca quiso serlo y se había conformado con hacer de punto de equilibrio entre las facciones, de símbolo de unidad en un mundo desunido. Tenía partidarios fieles, estaba seguro, pero, precisamente por serlo no tenían el empuje necesario para oponerse a la seguridad adamantina de los otros, de los que en secreto o en público lo menospreciaban. Sus partidarios eran como él: inseguros, débiles en la lucha por el poder, llenos de dudas, de sueños y de miedos. Nunca lo hubieran conseguido.
Y ahora, cuando él no estuviera, su mundo sería diluido en la gran caldera universal como se diluye el azúcar en el vino y no le quedaría nada que fuera propio. Una vez había viajado a tres o cuatro mundos diferentes, una sola vez porque jamás deseó repetirlo; aquellos lugares eran todos iguales y sus gentes eran todas iguales y su lengua y su forma de moverse, de vestirse, de comer, de cantar. Y pronto él y su gente, y sus tres mil años de historia se sumergirían en aquel baño igualador y saldrían limpios, claros, uniformes, orgullosos, terriblemente orgullosos de ser exactamente iguales a los otros ciudadanos del Universo y de haber dejado atrás sus mitos, sus artistas, sus héroes, sus estilos, sus nombres.
Sin volverse, con un signo de la mano, pidió al silencioso criado que le sirviera vino.
—Yo te saludo, Muerte —dijo en un susurro— te recibiré como mereces y volaré contigo; no podías llegar en mejor momento.
Apuró la copa y, aspirando profundamente el aire hasta que los colores destellaron dentro de sus ojos, se alzó del sillón y salió a disponer sus asuntos.
El honorable Kam Mtao, Presidente de la Confederación Intergaláctica para Fundamentación Legislativa de Tratados Comerciales con Planetas No Federados, alzó la vista del gigantesco plano inclinado que le servía de mesa de trabajo y pantalla de informaciones y registros cuando su secretario personal hizo sonar el código musical de importancia extrema conectado directamente a su oído izquierdo; pronunció la clave que autorizaba la puerta a abrirse y siguió con la mirada el recorrido de su secretario, un doble perfecto de sí mismo, a través del inmenso despacho. Cuando estuvo frente a la mesa se detuvo y, sin levantar la cabeza, buscó entre los pliegues de su túnica escarlata y extrajo una cajita que colocó con las dos manos a la derecha de su jefe sobre un pequeño aparato identificador; se produjo una tonalidad satisfactoria y Mtao retiró el objeto y lo puso sobre sus rodillas.
—El apreciable secretario ha cumplido satisfactoriamente con su obligación y puede reintegrarse a sus ocupaciones —dijo Mtao sin levantar la vista hacia su interlocutor.
—El secretario agradece su justicia al Honorable Presidente y cumple su mandato.
Cuando el hombre hubo salido, Mtao echó una mirada a lo que acababa de recibir: sobre su superficie, en tres lenguas galácticas y código de color se leía:
ESTRICTAMENTE CONFIDENCIAL. A LA ATENCIÓN EXCLUSIVA DEL HON. PRES. DEL CIFLTCPNF. LA APERTURA DE ESTE INFORME POR CUALQUIER OTRO ENTE BIOLÓGICO, BIÓTICO, MECÁNICO O CIBERNÉTICO PROVOCARÁ UNA EXPLOSIÓN TERMINAL PARA SU VIDA O FUNCIONAMIENTO. LA INFORMACIÓN CONTENIDA EN ÉL NO QUEDARÁ DESTRUIDA.
Mtao recordó el nerviosismo que había sentido la primera vez que recibió un informe de ese tipo y esbozó una sonrisa; los años lo habían endurecido y habían robustecido su confianza en la técnica. No había absolutamente ninguna posibilidad de que el mecanismo explotara al entrar en contacto con sus manos, sin embargo, si su secretario hubiera intentado abrirlo, a pesar de ser prácticamente su hermano gemelo, no hubiera quedado ni rastro de él. Los secretos estaban cada día mejor protegidos.
Introdujo la caja en su develador y esperó un segundo; automáticamente Mtao quedó encerrado por opacas paredes que surgieron en torno a su escritorio. Se reclinó en su sillón y se dispuso a disfrutar.
Una voz artificial, producida por una computadora cuyo número de registro conocían tan sólo unas pocas personas en la galaxia y que a él siempre le sería desconocido, anunció:
—Informe relativo a los últimos acontecimientos sucedidos en el planeta marcado con el registro f-Vortex-414, número de clave completo pasado directamente a los fondos de datos confidenciales del Honorable Presidente del CIFLTCPNF.
Sujeto:
En la pantalla apareció una proyección tridimensional que flotaba entre su superficie y el presidente. Un rostro delgado y amarillento, de ojos palidísimos y finos cabellos negros recogidos a un lado de la cabeza con un trenzado de pequeñas perlas.
Un hombre torturado, pensó Mtao, que lo había conocido hacía algún tiempo durante un viaje. Ha envejecido, pensó, y ha sufrido mucho; quizá también haya aprendido algo en estos años.
La voz siguió informando:
Sistema:
Utilización de las propias tendencias psíquicas del sujeto exacerbando con proyecciones mentales cuidadosamente graduadas su fe en lo místico y su creencia en la muerte como ser real de apariencia femenina. Inducción a nivel inconsciente de la idea de suicidio de modo que el sujeto tenga la impresión consciente de someterse a un designio superior independiente de su voluntad que ha fijado el futuro con anterioridad a toda existencia.
Medio:
Proyección de una imagen femenina creada a partir de las expectativas del propio sujeto para que implante durante el sueño las impresiones necesarias para llegar al fin previsto.
Mientras la voz informaba sobre el sistema, la proyección había estado mostrando escenas tomadas al aire libre en las que el sujeto, con aspecto de estarse escondiendo de algo o de alguien, conversaba con distintas personas de nivel social inferior. También aparecieron algunos planos cortos en los que el sujeto presidía algún acto público acompañado de una mujer muy anciana que, sin embargo, daba la impresión de poseer una fuerza muy superior a la del hombre. Un rostro cruel, comentó Mtao para sí mismo, pero una personalidad decisiva para nuestros proyectos.
Para ilustrar la información sobre el medio, la pantalla mostró la imagen que había sido implantada en los sueños del sujeto. Mtao abandonó su lánguida postura y se inclinó hacia adelante, como si de esa manera pudiera tocarla. Era una mujer hermosa, extraña, inquietante en su perfecta rigidez. No se trataba, evidentemente, de una mujer de carne y hueso; era demasiado fría, demasiado etérea y sus ojos no miraban a los de él, sino a algún punto que parecía estar dentro de su cerebro.
Mtao curvó los labios en una tensa sonrisa de satisfacción. Había sido un buen trabajo. A nadie se le habría ocurrido suponer que el Thane de Mongrovja había sido suavemente ayudado en su decisión de morir antes de que los extraños, como él los llamaba, entraran en su planeta para quedarse. Las declaraciones de la Noble Dama, madre del difunto Thane, habían dejado bien claro que el carácter de su hijo siempre había hecho esperar alguna sorpresa desagradable en relación a su futuro. Usando las palabras adecuadas en Mongrovja, la Señora había venido a decir, eliminando los eufemismos, que el hijo había sido siempre un imbécil o un loco de atar y lo mejor que podía haberle sucedido al país era precisamente aquella muerte dulce y voluntaria que el Thane había elegido para sí. Ahora, sin él y al no existir descendencia, Mongrovja sería provisionalmente regida por un Consejo de Señores presidido por la Noble Dama mientras viviera, que no sería mucho, considerando su edad. Después ya se ocuparía la Liga de asegurar de algún modo discreto el control sobre Mongrovja y más tarde, quizá, la anexión total al conjunto de Mundos Federados de su sector. Los métodos no eran siempre perfectamente limpios pero servían a un interés más alto y eso era lo único importante.
Mtao se pasó la mano por el cráneo afeitado y acarició un momento las joyas implantadas en su frente, él mismo sorprendido por sus últimas ideas. Nunca se le había ocurrido dudar de los métodos que había utilizado y ahora, de pronto… Tonterías. Cansancio tal vez.
Solicitó de su develador la visionación de la peligrosa imagen implantada en los sueños del Thane y, sin saber por qué, la mantuvo congelada frente a sus ojos tratando de captar su mensaje, el mensaje que había llevado a otro hombre a renunciar para siempre a los placeres de la existencia. Allí estaba esa imagen femenina, silenciosa, incorpórea, rígida en su vestidura gris, mirándolo fijamente, con una intensidad que le hacía desear tomar la iniciativa y hacer algo. ¿Qué? Ponerse en marcha, tomar su destino en sus manos y… huir quizás, huir a alguna parte donde no hubiera que ordenar la muerte de nadie para alcanzar el objetivo previsto por otros hombres y mujeres a quienes nunca había visto el rostro. Se dio cuenta de que sus pensamientos se estaban moviendo a un nivel tan pueril que sintió vergüenza. Ordenó a su develador que destruyera el mensaje pero antes de pronunciar la clave final de activación, por un impulso irresistible, pidió una copia holográfica portátil de la imagen femenina. Con la silenciosa eficiencia de siempre, el develador anunció la destrucción del mensaje y una esfera diminuta apareció a su izquierda. La mujer de la túnica gris flotaba en su centro como una llama en una antigua lámpara de cristal. La contempló unos segundos; la reducción de tamaño no había afectado en nada la belleza de su figura ni la intensidad de su irradiación. Con un vago sentimiento de culpabilidad que lo incomodaba, guardó la esfera en su túnica blanca y decidió marcharse a casa antes de su hora habitual.
El secretario personal del Honorable Kam Mtao llevaba una semana despachando los asuntos de rutina en ausencia de su superior cuando recibió un mensaje personal y reservado en el que se le informaba sucintamente de que debía comparecer de inmediato en el Instituto de Remodelación Física de su sector porque, habiendo decidido el Honorable Presidente Kam Mtao, voluntaria y libremente, poner fin a su vida, su aspecto personal debía cambiar para ajustarse al de su nuevo superior, el Honorable Hochi Fu Zhin que al término de la siguiente semana asumiría la presidencia del CIFLTCPNF.
Ni por un momento se le ocurrió al secretario que pudiera haber algo extraño en el suicidio del presidente; la terminación voluntaria de la vida era una alternativa perfectamente legítima para cualquier ciudadano en cualquier momento de su existencia y nadie tenía derecho a esperar razones o disculpas por esa decisión, prácticamente la única que no estaba sujeta a explicaciones, solicitudes o permisos.
Creía recordar que la última vez que había visto al Honorable Presidente estaba de muy buen humor, como si hubiera recibido una gran noticia, pero quizá precisamente por eso había decidido que era un buen momento para abandonar la existencia de modo definitivo. Bien, estaba en su derecho y nadie era quién, y mucho menos su secretario personal, para criticar la última decisión de su vida, de modo que su única reacción fue la que se esperaba de él: archivó el mensaje recibido en su registro personal, despachó los asuntos del día, dio las órdenes necesarias para que todo funcionara correctamente en su ausencia y empezó a prepararse mentalmente para la idea de que la próxima vez que se mirara al espejo ya no vería la imagen de un hombre maduro de cráneo afeitado con joyas implantadas en la frente y las mejillas. Se preguntó vagamente cómo sería el Honorable Fu Zhin pero, dado lo ocioso de la pregunta, decidió relegarla al olvido. Pronto lo sabría.
Lo que nunca llegó a saber es que, antes de suicidarse, Kam Mtao había enviado un mensaje a su superior directo: «Sé que se ha decidido mi muerte y sé por qué, pero no me importa. Estoy cansado y no lamento demasiado dejar esta vida aunque nunca imaginé que podía llegar a pensar así. Me alegro del medio que han utilizado y sólo siento que mi formación positivista me impida creer que dejo esta vida para reunirme en otra existencia con esa mujer.» Y, como muestra evidente de su formación burocrática, añadía: «El sistema es magnífico. Desde que esa mirada se clavó en mi cerebro no me ha abandonado un sólo instante la idea de morir. Sugiero que se felicite al artista por su obra». El mensaje llevaba todos los títulos necesarios y todas las claves adecuadas, lo que hizo pensar al destinatario que Mtao, a pesar de ser, o haber sido, un excelente burócrata, debía de haber tenido oculta, quizá muy oscurecida, pero presente al final de su vida, una faceta que, de haber sido descubierta antes, le hubiera impedido llegar a presidente. Luego se corrigió a sí mismo diciéndose que aquella explosión de lo que casi podía considerarse lirismo, unida a la impoluta corrección de títulos y claves, podía ser sólo una muestra de lo que un potenciador psíquico puede conseguir cuando trabaja sobre una figura de implantación onírica creada por un profesional.
Naturalmente no se arriesgó a visionar la cinta en cuestión; se limitó a archivarla y a pasar el número de su autor a otro departamento bajo su mando. Como decía Mtao en su último mensaje, el artista era muy bueno, extraordinariamente bueno, demasiado quizá. Él tenía sus planes para ese artista y no consistían precisamente en felicitarlo.
Bella y fría como una porcelana, resplandeciente como un trozo de hielo bajo el sol de mediodía, Tai Fang Djem, pulida y perfecta desde cada uno de sus cabellos negroazulados hasta las uñas de sus pies lacadas de turquesa, contempló el mazo de cartas que la luz de la mañana hacía brillar sobre una mesita de obsidiana. Veintidós símbolos, de los más antiguos del Universo conocido, se presentaban impasibles a sus ojos azul profundo con chispas de plata. Su mano pálida, adornada con platino, turquesa y lapislázuli como correspondía al día y a la ocasión, acarició levemente los Arcanos sin atreverse todavía a recogerlos, mezclarlos y darles vida con su energía y su preocupación, esa vida misteriosa que, débilmente, haría visible la trama sutil de su futuro, de su destino inminente marcado ya de algún modo ignoto en el gran libro del ser y del no ser. Durante muchos años Tai Fang Djem se había negado a creer completamente en ellos, a dejarse arrastrar por su magia pero, poco a poco, cada vez con mayor frecuencia, se había descubierto acercándose a ellos, anhelando su consejo, su muda palabra, su tenue revelación de un futuro que ella siempre se había negado a aceptar como una realidad existente antes de su actualización y que, sin embargo, de algún modo que era incapaz de explicar y que cada vez creía más inexplicable, parecía estar ya señalado como una finísima tela de araña donde siempre hay varios caminos posibles pero donde sólo existe una dirección.
Desde hacía mucho tiempo, todo cuanto había sucedido en su vida había sido predicho por los Arcanos, todo lo bueno y todo lo malo. Al principio los mensajes no habían sido claros porque su propia capacidad de interpretación no estaba aún desarrollada pero, lentamente, aprendiendo de su propia experiencia y de algunas antiguas tradiciones, había comenzado a ser capaz de comprender con bastante exactitud lo que los símbolos decían y, casi sin darse cuenta, había ido ajustando a ellos su vida y, en ocasiones, incluso sus deseos. Sin embargo, su orgullo y sus convicciones no le permitían creer ciegamente en nada más que en sí misma y en su propia fuerza y, por ello, a veces se complacía en actuar en contra de los consejos de los Arcanos sólo para afirmar una libertad de elección en la que estaba muy lejos de creer como hubiera querido.
Siempre que extendía los símbolos sobre la mesa, hermosísimas representaciones sensibles que un famoso artista había diseñado sólo para ella, sentía el doloroso placer de la lucha en su interior, una lucha que acababa las más de las veces con una benevolente concesión a la parte más crédula y curiosa de sí misma, algo así como un: bueno, de acuerdo, échale una mirada pero no vayas a creértelo porque eso, al fin y al cabo, no son más que tonterías, que siempre era respondido por un: sí, sí, claro; es sólo por curiosidad; después de todo no hay nada de malo en un consejo. Pero hasta el momento en que se alcanzaba esta conclusión, Tai caminaba y caminaba por las amplias y silenciosas salas de su casa, sobre un acantilado, y trataba de obtener por procesos lógicos y racionales las mismas respuestas que los Arcanos le darían más tarde.
Miró el mar, resplandeciente a aquella hora de la mañana y, de repente, con una intensidad casi dolorosa, deseó que Nawami estuviera a su lado. Nawami, tan dulce, tan alegre, tan bonita, con esa inteligencia tan aguda a pesar de su juventud. Pero no podía ser. Había que pensar en el futuro y era imprescindible que Nawami recibiera una buena educación que le permitiera valerse por sí misma en cualquier circunstancia; debía recibir el mejor entrenamiento posible y llegar a ser una profesional cualificada en la especialidad que eligiera; ella no iba a vivir siempre y, aunque toda su fortuna, que era grande, pasaría a Nawami a su muerte, había que tenerlo todo previsto. Unas profesiones son más peligrosas que otras y la suya era de las que podían considerarse de alto riesgo, aunque estaba muy bien remunerada. ¿Cómo, si no, una niña estatal como ella hubiera podido escapar de la cadena que las convierte a todas en técnicos de grado medio: pilotos transgalácticos, ingenieras de minas, ajustadoras psíquicas y cosas similares y haber amasado en unos años una fortuna que le permitía tener, entre otras cosas, esa casa y a Nawami?
Nawami era sin duda su más preciada posesión, si se podía considerar a una hija como una posesión… pero, claro que se podía, se debía, incluso. Era lo que más le había costado de conseguir y lo que más le costaba de mantener; el Estado era estricto con los hijos privados, lo era en todos los planetas auténticamente civilizados, exigía un enorme número de garantías y compromisos que sólo los más ricos y quizá de entre ellos sólo los más excéntricos, estaban en condiciones de satisfacer. Ella había luchado mucho tiempo para conseguirlo pero al final no habían podido negarse porque reunía todas, absolutamente todas las condiciones necesarias de fortuna, salud, equilibrio mental, moralidad, estética, vivienda… todo. Cien mil veces más y mejor que lo que el Estado ofrecía a sus niños pero ellos no estaban destinados a convertirse en ciudadanos de lujo, firme pilar de la economía estatal y de la estabilidad social. En cambio, Nawami sí. Por eso había, sido elegida con tanto cuidado por la mejor seleccionadora existente ya que ella, como todos los niños estatales, era estéril y había sido necesario encontrar una mezcla genética que se ajustara a sus deseos sobre la apariencia y el carácter de su hija. Incluso en su afán por aprovechar la experiencia al máximo se había hecho implantar el feto en su propio útero durante tres meses, los correspondientes al quinto, sexto y séptimo mes de gestación y hubiera querido llevar a término el embarazo pariendo personalmente a su hija si no hubiera llegado la más rotunda desautorización por parte del Centro Superior de Pediatría. Voluntariamente o no, habrían procedido a la intervención quirúrgica para evitar el monstruoso primitivismo que representaba aquella idea, de modo que había concedido el permiso para evitarse más complicaciones. Pero durante un tiempo Nawami había sido parte de sí misma, había sido suya, mucho más de lo que nunca lo sería nadie y eso era su triunfo personal, su orgullo. Un leve pitido la sacó de sus pensamientos, su pantalla le indicaba que estaba a punto de comenzar la emisión mensual de noticias generales que ella deseaba ver. Se giró hacia la pantalla, voz y visión plana al mínimo como ella había programado, y, sin proponérselo, se tensaron los músculos de su espalda. Ahora no podía hacer más que esperar, esperar hasta que tal vez su central le informara de que había aparecido un mensaje para ella. Si sobre alguna de entre las miles de noticias que pasarían a lo largo del día, aparecía determinado número en el borde izquierdo de la imagen, eso querría decir que había un trabajo para ella, su central grabaría la noticia y entonces sabría dónde tenía que ir y con quién debía ponerse en contacto. Era también posible que en toda la emisión no sucediera nada y eso significaría que tenía por delante otro mes de inactividad. En el último medio año no se había molestado en ver las noticias, no se sentía con ánimos y tenía suficiente dinero para no trabajar en mucho tiempo sin tener que cambiar nada en su forma de vida pero, desde hacía unas semanas empezaba a sentir que necesitaba actividad, que no podía pasarse mes tras mes sin hacer nada y tenía que pensar también en la herencia de Nawami, así que era importante que en algún momento de la emisión apareciera ese código que sólo ella conocía y podía interpretar; para cualquier otra persona esos números no serían más que una cifra incomprensible entre las miles que aparecen a lo largo de un noticiario general.
Al cabo de unos minutos de tensa espera se sintió demasiado ridícula y abandonó la sala lentamente con su paso elástico, absolutamente controlado, mientras sus manos rozaban apenas las flores recién cortadas de un jarro de cristal, una figurita de bronce, una caja de laca, las hojas de una planta, todo lo que iba encontrando a su paso. Antes de pasar a la sala contigua se volvió un instante, un rayo de sol jugueteaba con los colores de las cartas extendidas sobre la negra, pulida superficie. Las ignoró. Caminó hasta su dormitorio, una enorme sala donde todo era negro y sedoso, encendió las velas de un pequeño altar, se quitó la túnica, pétalo blanco sobre la alfombra negra, y se acercó al espejo que había aparecido en una de las paredes. Se contempló largamente: su cuerpo pequeño y grácil de caderas estrechas y menudos senos, su piel blanca y suave, casi transparente, sus cabellos negros, lacios, brillantes, enmarcando el rostro con un flequillo y cayendo luego a la altura del pecho, sus piernas finas, largas, como sus manos; se acercó un poco más, miró su cara: apenas alguna arruga sutil en torno a los ojos, la nariz pequeñita, la boca firme, de labios finos, sin color, una boca que rara vez sonreía. Recorrió otra vez su cuerpo con una larga mirada y se sintió satisfecha: estaba en forma, seguía sintiéndose joven, fuerte, bella, aunque esto último no era lo esencial; su hermoso cuerpo le era útil por ello pero era lo menos importante, no estaba en venta, rara vez lo había usado como arma y casi nunca para el placer. Había otras formas. Se aprobó por última vez y así, desnuda y descalza se dirigió a la piscina interior, nadar siempre le ayudaba a entretener la espera. ¿Habría un trabajo para ella o la habrían olvidado en esos meses? ¿Podían haber pensado que se había retirado definitivamente? No podía ser. Ella era la mejor, la única a la que se podía encomendar un trabajo de envergadura; nunca había fallado y era todavía joven, le quedaban muchos años por delante. ¿Cómo podían pensar que quisiera ya retirarse? Claro que ellos no conocían su edad, ni su sexo, ni su nombre, ni nada sobre su identidad real. Nadie la había visto nunca cuando cumplía una misión. Era su seguridad, la protección de su intimidad.
Bajando las escaleras de malaquita que llevaban a la piscina volvió a pensar en las cartas. ¿Y si sacara una, sólo una para ver qué era lo que le reservaba el destino? De todas formas iba a saberlo muy pronto, se trataba de un pequeño anticipo. No utilizaría ninguno de los ritos convencionales, se limitaría a pensar si le iban a encargar un trabajo o no y sacaría una carta del mazo. Ya al borde del agua tomó repentinamente la decisión y volvió casi corriendo a la sala de informaciones, se acercó a la mesita baja, se sentó sobre los talones y empezó a mezclar las cartas lenta, deliberadamente para esconder su ansiedad. Mientras tanto su mente se concentraba en la pregunta: ¿tendré un encargo, lo tendré o no? Y algo, como un flujo subterráneo preguntaba: ¿será muy peligroso? ¿Será quizás el último encargo de mi vida? Su mente consciente rechazaba esta pregunta que siempre se mezclaba a las otras pero las manos seguían acariciando los antiguos símbolos impregnándolos de energía, de poder. Extendió por fin las cartas boca abajo sobre la mesa y, con seguridad, tomó una de ellas y le dio la vuelta: la Rueda de la Fortuna, el Arcano número diez extendía sus infinitas posibilidades frente a ella; echó la cabeza atrás y lanzó un suspiro de alivio, de alegría, las palmas de las manos juntas contra su pecho. La Rueda, el destino cambiante cargado de promesas, de posibilidades, la vida, la actividad. Habría un trabajo para ella. Se sentía agradecida y feliz. Se levantó y, con una leve sonrisa en los labios, avanzó hacia la puerta; de repente se detuvo, volvió a girarse hacia la mesa y, sin poderlo evitar, volvió otra carta; quería conocer la respuesta a esa otra pregunta.
Atravesó corriendo los salones, bajó de dos en dos los verdes peldaños, se lanzó al agua tibia de cabeza y comenzó a bajar, a bajar hasta el fondo. Allí se giró hacia arriba y abrió los ojos para mirar el techo, una inmensa vidriera de brillantes colores en la que estaban representados los veintidós Arcanos, a través de las aguas azules y tibias de la piscina. Sus ojos se clavaron en uno de ellos mientras deseaba vagamente no salir nunca de allí, de aquel agua tan quieta y tan dulce, para enfrentarse al mundo que le esperaba. Sobre la mesita de obsidiana las dos cartas brillaban al sol: la Rueda de la Fortuna, el décimo Arcano que trae cambios y movimientos a las vidas, y el Arcano número trece, la única carta que no tiene nombre.
«Bella y pulida como una porcelana era tu madre, Nawami. Como una porcelana, hermosa, muy hermosa, misteriosa también, e igual de fría», éstas fueron exactamente las palabras del viejo Liang cuando, una vez más le pregunté por mi madre y deben de contener un resumen bastante exacto de la realidad porque coinciden aproximadamente con otras informaciones que he ido reuniendo sobre ella; la verdad es que no sé mucho más. Los años transcurridos desde su muerte han borrado tantas huellas que sé que es casi imposible recuperar lo que yo quisiera, sin embargo continúo intentándolo. Guardo de mi madre la borrosa imagen de un ser bellísimo y suave con aroma de sándalo y tacto de seda y como fondo la sugerencia de una melodía que ella cantaba en una lengua que no puedo comprender. Eso es todo. Por eso he venido aquí, a su casa, que ahora es la mía, a tratar de recuperar mi pasado para poder proyectarme hacia el futuro del único modo que sé hacerlo.
En el silencio del viento y de las olas la casa permaneció callada, concentró sobre ella sus numerosos e invisibles ojos analizadores, comprobó su voz, sus iris, la forma de su cráneo, su estructura ósea, su piel, las líneas de sus manos, sus procesos verbales, la trabazón de su mente. Nawami, sentada frente a la puerta, bajo la cupulina transparente que la protegía de la intemperie mientras la casa efectuaba sus mediciones, cruzó las manos sobre el regazo y esperó; tenía todos los derechos a entrar en la casa y tomar posesión de ella pero era necesario esperar a que el cerebro central del lugar se convenciera de ello. Ninguna de las dos tenía la mínima prisa porque ambas habían esperado muchos años a que llegara ese momento.
Nawami miró por encima de su hombro derecho las nubes rojizas que rodeaban el sol hacia el este y trató de imaginar cómo habría sido el último día de su madre en la casa, en qué momento de la jornada habría atravesado aquella puerta por última vez sin saber que ya no regresaría y que toda aquella belleza no volvería a ser disfrutada por ojos humanos hasta muchos años después; entonces, por pura asociación de ideas, imaginó que también para ella habría un último día, un momento en que miraría aquel mar y aquellas nubes al salir de la casa y sería por última vez, para dejarla sola y estéril hasta que quizás algún día su hija, al cabo de muchos años, viniera a sentarse en ese mismo sillón frente a la puerta para recuperar el contacto con un mundo pasado perdido en el tiempo y que era precisamente el que ella ahora tenía que construir. Se prometió comenzar lo antes posible con el asunto de la niña para asegurarse la continuidad ya que el simple pensamiento de que a su muerte no hubiera nadie para recoger su vida la angustiaba, la llenaba del sentido de lo estéril que tan real era y tanto daño estaba haciendo a su civilización. Ella, por lo menos de momento, era parte de algo, era un segmento de un círculo, una vuelta de una espiral, una pieza, en un sistema: pertenecía y había pertenecido siempre a la Escuela, formaba parte de un designio, de un plan, era la continuación de su madre y la heredera de una casa y una fortuna, debía ser también el paso intermedio entre su madre y su hija, entre un ser y otro, entre una mujer y otra para que su vida adquiriese sentido completo y debía también entregarse a su profesión, al trabajo que había sido elegido para ella y para el que se había entrenado durante toda su vida y realizarlo digna y bellamente sin temores, sin dudas, sin retrasos ni preguntas. Sólo así llegaría su existencia a la plenitud y podría morir tranquila confiando a otras manos más jóvenes el dominio de la casa y la misión de la vida.
En ese momento, frente a ella, una parte de la frágil cúpula se alzó hacia el cielo y Nawami se puso en pie con una ansiedad desconocida cerrándole el estómago y las manos húmedas y frías; la puerta principal, impenetrable hasta ese momento, comenzó a separarse en dos hojas y la voz de su casa, la voz inconfundible y maravillosa que la acompañaría durante el resto de su vida, resonó por primera vez en sus oídos:
—Bienvenida al Hogar, Señora. Ésta es tu casa, Nawami Fang Tai, y lo será hasta que de tus manos la entregues a quien la merezca y la ame. Bienvenida seas al Hogar de tus antecesoras que con orgullo entregan su dominio a ti y a tus descendientes. Adelante, Señora, bella y larga vida.
Cuando Arven dejó la cabaña que había sido su hogar hasta donde alcanzaban sus recuerdos, sólo tenía tres cosas: un arco, un carcaj y un nombre y ninguna le pertenecía por derecho propio.
Las armas habían sido de su padre, un arquero kenddhai ágil y silencioso que siempre le había tratado con infinito amor en el que se mezclaba una pizca de amargura debida, quizás, a la ausencia de la madre, y el nombre lo había elegido él mismo cuando, después de dos años de soledad, había decidido salir en busca de lo que le correspondía.
Tampoco sus conocimientos eran muchos para enfrentarse al mundo de más allá de sus tierras: era diestro con el arco, sabía cazar y descuartizar cualquier animal, podía orientarse incluso en la más completa oscuridad, nadaba bien, cantaba y recitaba con más gracia que voz un gran número de antiguas baladas y practicaba los rudimentos de magia blanca de las gentes del bosque. Era joven, curioso, valiente y terriblemente testarudo y tenía la paciencia de cazador que su padre le había enseñado a lo largo de los años.
Con todo ello y su experiencia de las frutas y hierbas del bosque había sobrevivido durante tres meses de camino hasta llegar a la posada donde ahora se encontraba y donde acababa de perder la más valiosa de sus pertenencias: su arco.
Había llegado la noche anterior y había ofrecido al posadero cantar y recitar para la concurrencia a cambio de cena y cama. Habían cerrado el trato y Arven estuvo hasta la medianoche cantando y contando las historias que le pedían los huéspedes sin más descanso que una cerveza ocasional pagada por algún parroquiano satisfecho. Luego le habían dado un plato de sopa con carne y le habían hecho un lugar en el establo para extender su petate.
No era que necesitara dormir a cubierto porque, aunque las noches aún eran frescas, ya se sentía la primavera en el aire, pero necesitaba encontrar a alguien que lo tomara a su servicio para poder avanzar con mayor rapidez y eso sólo era factible en una posada. De todas formas, no había tenido suerte. Todos los viajeros iban hacia el sur y los pocos que se dirigían hacia el norte llevaban ya su guía, sus criados y sus defensores y ninguno quería hacerse cargo de una boca más. De modo que ya había decidido marcharse y probar fortuna en el siguiente pueblo cuando llegaron dos de los criados de la posada, seguidos por el dueño, y, entre risas y golpes, le arrebataron lo único de valor que llevaba consigo: su arco. Se había defendido con puñetazos, patadas y mordiscos pero cuando había conseguido derribar a uno de los dos mozos, el posadero tenía ya en sus manos el arco y Arven no había podido hacer nada por recuperarlo. Así que allí se había quedado, a la puerta del establo, viendo los preparativos de marcha de los demás viajeros hasta que el último se hubo alejado y ya no quedó nada por ver.
Estaba claro que no podía marcharse sin su arco pero tampoco podía recuperarlo a la fuerza y no creía que el posadero o nadie de la casa tuviera un corazón que pudiera ablandarse, ni por otra parte estaba él dispuesto a suplicar, así que sólo le quedaba el recurso de ligar al ladrón con un sortilegio y esperar los tres días necesarios para que hiciese efecto.
Ésa era una de las cosas que había aprendido de su padre pero que nunca había puesto a prueba porque era la primera vez en su vida que se encontraba en la situación de que alguien le hubiera quitado algo que le pertenecía, de modo que no estaba seguro de si el sortilegio funcionaría. Lo único que había que hacer era pronunciar las palabras del conjuro y durante tres días con sus noches, no prestar nada a nadie, ni lo más insignificante; la magia ligaría la vejiga del ladrón y éste no podría orinar hasta que devolviera lo robado. Por eso había que esperar tanto tiempo; al parecer había ladrones que no se convencían en un plazo más corto.
Seguro de que no le quedaba otra solución, urdió el sortilegio y se sentó al sol a hacer lazos para pájaros tratando de olvidarse del hambre que tenía y consolándose con la idea de que quizás a media tarde ya habría caído alguno en una de sus trampas. Tendría que pasarse sin almuerzo como se había pasado sin desayuno pero esperaba cenar por lo menos corraleja o airón, que eran los más abundantes en la zona y si no, saldría por la noche a cazar culebras.
Tenía ya todos sus lazos listos cuando vio salir a uno de los dos mozos que le habían arrebatado el arco; lo siguió sigilosamente hasta detrás de unos arbustos y esperó conteniendo la respiración. Si el conjuro no funcionaba, tendría que empezar a pensar en otra cosa. Por el momento, al menos, no se oía el menor ruido de agua. Vio que el mozo miraba hacia el camino y movía la cabeza negativamente pero no quiso desviar la mirada de él para no tener dudas sobre su éxito. Al cabo de unos instantes el hombre se dio la vuelta y comenzó a caminar hacia la posada con una mirada tan perpleja que estuvo a punto de hacer que Arven soltase la carcajada. La cosa iba bien. Ahora estaba convencido de que sólo habría que esperar unos días.
Ya estaba a punto de internarse en el bosque a colocar sus trampas cuando llegó a sus oídos una voz de mujer que hablaba con el posadero a la puerta de la taberna. Volvió silenciosamente sobre sus pasos y se acomodó de nuevo en el taburete que había abandonado hacía unos instantes, deshizo un par de lazos y empezó a montarlos de nuevo mientras trataba de oír qué era lo que decía la recién llegada pero en ese momento entró el hombre en la taberna y acabó la conversación.
Los finos oídos de Arven siguieron los pasos de la desconocida hasta que se detuvieron frente a él pero no alzó la cabeza hasta que la sombra de la mujer cayó sobre su cara. Entonces levantó la vista, de la cuerda que tenía entre las manos y la miró.
Era una mujer alta, casi tan alta como él, con el color de piel más extraño que había visto en su vida, un marrón claro como el de las avellanas jóvenes y todo en ella era de ese color: los ojos, las cejas finas, el pelo corto y rizado. Debía venir de muy lejos porque él nunca se había encontrado por las tierras que conocía con nadie de esa raza. Tenía las mejillas enrojecidas por el sol y llevaba unas joyas brillantes colgando de las orejas. A pesar de su edad era bonita, o sí no bonita, era tan extraña que resultaba atractiva, como todo lo que es único. Iba vestida con la ropa de viaje de la gente acomodada de más allá de los bosques: botas marrones de cuero blando hasta más arriba de las rodillas, pantalones ajustados verde oscuro, túnica marrón con la capucha echada hacia atrás y un gran abrigo de cuero verde de mangas vueltas, ribeteado de piel de zorro. No llevaba más adornos que los de las orejas y una fina cadena de oro rojo sobre su pecho.
—Feliz día —su voz era grave y dulce, una voz para cantar baladas.
—Feliz día, señora —contestó Arven.
—¿Podrías prestarme tu asiento, muchacho? He hecho un largo camino y tengo que esperar un poco hasta que mi habitación esté preparada.
Lo había dicho con la entonación del que pide algo tan natural que no se espera que le digan que no, así que su cara reflejó sorpresa y un ligero enfado cuando Arven, que ya se había levantado espontáneamente, volvió a sentarse y dijo:
—Lo siento, señora. No puedo prestaros mi asiento.
Hubo unos instantes de pausa en los que ninguno de los dos encontraba palabras para salir de la desagradable situación. Al fin, con un suspiro, Arven añadió:
—No puedo explicároslo pero si me prometéis no tomar mi taburete mientras vuelvo, os traeré una silla de la taberna.
Ella sonrió:
—Gracias, esperaré de pie.
Arven corrió a toda la velocidad de sus piernas hasta la taberna, escogió la silla más cómoda y se la cargó a la espalda; en ese momento el posadero volvía del patio con la misma expresión perpleja que Arven había visto antes en el mozo y que se transformó instantáneamente en furia al ver al muchacho del arco con su mejor sillón.
—Es para la señora —gritó Arven desde la puerta mientras corría todo lo rápido que le permitía su carga.
No muy convencido, el posadero le siguió y ya iba a darse por satisfecho al ver que su huésped se instalaba en el sillón que el chico había colocado debajo del alero del establo para resguardarla del sol de mediodía, cuando la mujer le hizo señas de que se acercara.
—Señor posadero —preguntó la señora enredando su mano en la cadena que colgaba de su cuello—, ¿sabéis de un buen guía que quiera conducirme hasta la planicie de Tana, tras las Muelas del Gigante?
El posadero bajó la vista como perdido en sus pensamientos y se restregó las manos en el sucio delantal que cubría su panza.
—Eso está muy al norte, señora. Ahora casi nadie se dirige al norte; no es buena época. Está empezando la primavera y las gentes del bosque y otras criaturas que no sé nombrar —dijo bajando la voz— están despertando del letargo invernal. No es buen momento.
—Sí —insistió ella— lo entiendo; pero para mí es absolutamente necesario llegar a mi destino. ¿Podéis recomendarme un guía o no? Pagaré bien.
El posadero movió la cabeza dubitativamente.
—No sé, señora. Los mejores han partido ya. Todos hacia el sur. Quedan dos o tres, pero no son recomendables. Borrachos, ¿sabéis? o cosas peores. Y tratándose de una dama…
Ella esbozó una sonrisa.
—Por eso no os preocupéis. Sé cuidarme, señor posadero. No hubiera emprendido sola un viaje así si no supiera cuidar de mí misma.
El posadero seguía dudando.
—Está Víangg, pero no sé; tendría que hablar con él.
—Saldré al anochecer, hasta entonces hay tiempo.
Todo el rostro del hombre expresó su incredulidad:
—¿Quiere decir la señora que viajará de noche? ¿Hacia los bosques? Lo siento, pero ni el mejor de la región haría eso. Ni por una fortuna.
Ella desvió la mirada del posadero, como dando por terminada la conversación.
—Entonces iré sola. Ya encontraré un guía en otra parte.
Arven, que hasta entonces había estado pensando en la conveniencia de ofrecerse a escoltar a la mujer, terminó de decidirse.
—Yo os llevaré, si me aceptáis.
La mujer y el posadero se volvieron a la vez hacia él.
—¿Conoces el camino?
—Sí —dijo Arven.
—No —dijo el hombre.
Ella giró la cabeza, de uno a otro con una sonrisa divertida.
—¿Y bien?
—Señora, no lo creáis. Este vagabundo llegó aquí ayer; no es de la región. No tenéis más que mirar sus ropas, su aspecto y el color de su piel. Nunca ha estado en nuestras tierras. No sabría llevaros más allá del río. Además no es más que un muchacho y ni siquiera va armado.
Arven sintió que toda la sangre de su cuerpo se le subía a la cara:
—No voy armado porque tú me robaste el arco esta mañana. Todo lo que tenía, señora, el arco de mi padre. Este canalla me engañó; me hizo cantar y recitar toda la noche para sus huéspedes a cambio de un plato de sopa y luego me robó el arco. Pero yo puedo llevar a la señora a donde me pida. No me he perdido jamás en ninguna parte ni de día ni de noche, no tengo miedo a nada, soy hijo del bosque —dijo mirando al posadero que, involuntariamente, había dado medio paso atrás, y añadió— y soy buen arquero.
La mujer guardó silencio unos momentos mientras observaba a Arven detenidamente, sin prisa: un muchacho muy joven y muy alto, delgado pero fuerte, de piel verde clara ligeramente azulada, cabellos plateados con mechas azules, orejas puntiagudas y ojos clarísimos, casi transparentes. Hubiera sido casi de esperar que tuviera alas pero no las tenía. Tenía, eso sí, dos brazos desnudos, delgados y fuertes como lianas y manos finas de dedos largos y hábiles. Iba vestido con una malla gris de una sola pieza y un chaleco verde muy usado. Todo su aspecto hablaba de pobreza y determinación, como si se hubiera fijado una alta meta y estuviera seguro de que harían falta muchos años de esfuerzo para alcanzarla pero también que, de alguna manera, lo conseguiría. Se recordó a sí misma a la edad del muchacho y sonrió.
—¿Cuál es tu precio? —preguntó.
Sin tener que pensarlo, Arven contestó instantáneamente:
—Mi arco.
El posadero estalló en una ruidosa carcajada.
—¿Ve la señora lo que le decía? El muchacho es tonto. Por un viaje así podría haber pedido más de veinte monedas de plata y se conforma con un arco viejo que no vale un quinto.
—Para mí, sí —contestó Arven con todo el orgullo de que era capaz— y al parecer para ti también puesto que me lo has robado. Además, como es natural, la señora tendrá que mantenerme mientras dure el viaje.
Arven miró, inquieto, a la mujer tratando de ocultar la sombra de duda que estaba empezando a sentir. Él conocía su propio valor pero ¿lo adivinaría ella? ¿No lo vería como lo veía el posadero?, un muchacho inexperto lejos de su tierra en busca de protección y compañía para un viaje cuyo destino sólo él conocía y no estaba dispuesto a revelar.
—¿Cuánto pides por el arco de mi guía, posadero?
La señora había dejado de lado el tratamiento quizás al darse cuenta de que el hombre no era todo lo honesto que ella había creído.
—Seis monedas.
Ella se echó a reír con una risa lenta, suave, con algo de peligroso en su fondo.
—Vamos, vamos. Tú mismo acabas de decir que ese arco no vale ni un quinto. ¿Estás tratando de insultarme, hombre?
Ese «hombre», dicho deliberadamente al final de la frase, sonó como una pequeña explosión en los oídos de Arven. La señora era valiente, de eso no cabía duda; allí estaba, relajada y sonriente en su sillón mientras el posadero pugnaba por recuperar el control de sí mismo y conciliar sus intereses con su orgullo herido. Consiguió dominarse por fin y masculló:
—Si no fueseis una dama…
—Lo soy. Pero si estás dispuesto a luchar conmigo, podemos olvidarlo los dos durante unos instantes.
El aura de peligro que emanaba de la señora plácidamente recostada en el sillón era tan fuerte que el posadero optó por retirarse murmurando que iba a traer el arco y Arven empezó a reconsiderar su idea de viajar con aquella mujer que hacía temblar a dos hombres con el susurro de su voz.
—Muchacho…
Arven dio un respingo; desde donde estaba ahora, en la penumbra del establo, tras el sillón de la mujer, sólo podía ver su mano derecha que ondulaba como una serpiente de agua, llamándolo. Un joya en la que no se había fijado antes, tres anillos engarzados, de diferentes materiales, lanzaba destellos al sol de mediodía.
Dejándose conducir por la fascinación de la ondulante mano enjoyada, se colocó a la derecha de la mujer.
—Señora.
—Te tomo a mi servicio, si todavía te interesa. ¿Hay algo más que quieras poner en claro antes de cerrar el trato?
Arven se irguió, tomó aliento y dijo, firme, pero muy rápido para que pasara pronto el mal momento:
—Seré vuestro guía, os defenderé hasta el límite de mis fuerzas y mis habilidades y os seré fiel hasta que, tras las Muelas de Gigante, nuestros caminos se separen, pero no habéis comprado mi vida ni mi honor, sólo mis servicios. Yo no tengo amo.
Aquellas palabras sonaban como una fórmula establecida y, aunque ella no las había escuchado nunca, las aceptó como si las conociera, con una expresión seria y respetuosa; inclinó la cabeza y contestó:
—Te recibo en esas condiciones y las cumpliré. Atenderé a tu manutención mientras dure el viaje y rescataré tu arco. Aparte de eso no tengo ninguna otra responsabilidad para contigo. ¿Estás de acuerdo?
Arven asintió con la cabeza, se inclinó hacia donde estaba su carcaj y, tomando una flecha, la partió en dos mitades, entregó a la mujer la parte trasera, adornada con plumas blancas y azules y se colgó del cuello el otro trozo:
—Hasta que se vuelvan a unir las dos mitades, tú tienes la orientación y el equilibrio de mis flechas pero una flecha sin plumas es todavía un arma y una vara sin punta es menos que nada. Señora, soy Arven, tu arquero.
Para que el muchacho no pudiera ver la sonrisa que ya le desbordaba los labios ante tanto formalismo y tanta tradición, la dama se puso en pie y, como de pasada, aclaró:
—Me alegro de haberte encontrado, Arven. Vamos a ver si ese ladrón de posadero nos prepara algo de comer y nos entrega tu arco de una maldita vez. Llámame Fang Tai.
Después de la mejor comida que había probado en tres meses y mientras la señora se retiraba a descansar, Arven fue hasta el bosque cercano a colocar sus trampas. Era muy posible que en el poco tiempo que quedaba hasta su marcha no cayese ningún pájaro en sus lazos pero no se perdía nada intentándolo y siempre era tranquilizador saber que el desayuno estaba asegurado.
Caminando entre los altos árboles se sentía libre y feliz, con la felicidad inconsciente del que está en su elemento, y sus movimientos eran elásticos y ligeros, silenciosos, rítmicos. Se preguntaba de dónde vendría aquella extraña mujer que acababa de comprar su brazo y su arco. El mundo debía de ser grande, muy grande, mucho más de lo que él se había podido imaginar en la cabaña de troncos que había sido su hogar hasta dos inviernos después de la muerte de su padre. Él le había contado a veces que en una ocasión había escuchado a un viajero que decía venir del otro lado del mundo, de un lugar donde no había bosques, ni montañas, sino arena como la de los ríos pero en increíbles extensiones, arena hasta donde abarcaba la vista y luego, después de días y días de marcha sobre la arena donde nada crecía, el mar, una inmensa extensión de agua lisa y plana a la que no se veía el fin, cubierta de espumas que saltaban y se revolcaban empujadas por el viento hasta deshacerse a los pies del viajero.
Arven nunca había visto nada similar pero, de alguna manera, con parte de su mente, podía imaginarlo y le atraía. Lo que ya no se podía imaginar es que de verdad hubiera algún lugar donde no creciera ningún tipo de árbol, ni plantas, ni arbustos, ni nada; un lugar sin setas, sin moras, sin frutos de ninguna clase, sin animales. No podía imaginarlo pero en su limitada experiencia aquello le parecía lo más espantoso que pudiera existir.
Tal vez la mujer viniera de aquella parte porque su pelo y su piel eran de color de arena y su voz era caliente. Si pudiera hacer que ella le contara cosas de las que había visto… porque con aquella mirada tenía que haber visto multitud de cosas fantásticas y desconocidas. Si él pudiera preguntarle… pero no. Un kenddhai no pregunta nunca.
Suspiró mientras colocaba la última de sus trampas y se sentaba en un tronco caído. Un kenddhai. ¿Por qué la máxima aspiración de su vida no podía conciliarse con su naturaleza? Esa era la pregunta maldita que se hacía diariamente. La curiosidad no es digna de un arquero kenddhai; las cosas son como son y así se toman. Si es preciso que sepas algo, se te dirá; si no se te ha dicho, no te interesa. Es estúpido llenarse la cabeza, de respuestas y preguntas que no te hacen falta. ¿Para qué quieres tú saber de dónde viene la señora, por ejemplo? esa pregunta sólo te llevará a otras y acabarás convirtiéndote en un viejo compadre y no en un kenddhai.
Arven lo sabía, lo sabía porque se lo había explicado su padre desde muy pequeño con la esperanza de que la madre volviera alguna vez y lo reconociera como arquero de su estirpe. Pero ella nunca había vuelto.
Se había ido cuando Arven, que entonces tampoco se llamaba así, tenía poco más de cuatro años, llevándose sus joyas y sus ropas de ceremonia, lo que indicaba, según el código de su clan, que se había marchado por su propia voluntad y que no debían buscarla. También significaba que volvería porque había dejado una manga de su vestido de casamiento, pero nunca había regresado. Su padre le había enseñado todo lo que sabía y le había ido preparando para que cuando ella volviera se sintiera orgullosa de su hijo y pudiera hacer de él un kenddhai con la marca de ópalo en su frente, pero habían ido pasando los años y con ellos la amargura de su padre se había ido haciendo más sutil y más profunda. Él no podía discutir ni juzgar la decisión de su esposa pero Arven sabía que en el fondo de su corazón la herida no sanaría jamás. Aunque trataban de ocultarlo, incluso el uno al otro, los dos se sentían abandonados y traicionados porque no podían comprender qué era lo que la había alejado de ellos. Nunca habían deshonrado su nombre ni su casa, se habían comportado respetuosa y valientemente y, por lo que Arven podía recordar, ninguna esposa había tenido nunca un marido que cumpliera tan fielmente el código de conducta de los kenddhai. Para su padre ser arquero kenddhai había sido la razón de su vida y por eso lo era también para Arven. Porque lo habían sido sus padres, porque era lo más alto y lo más noble a que se podía aspirar y porque no conocía ninguna otra cosa. El problema es que no sabía por dónde empezar para lograrlo. Por eso iba hacia el norte, para hacer una pregunta y obtener una respuesta. Que eso estuviera en contradicción con las reglas de su estirpe era algo que no podía evitar pero no conocía otro camino. Y cuando el problema le angustiaba demasiado, su agudo ingenio le sugería siempre la respuesta: si aún no eres arquero kenddhai no estás sujeto a sus reglas por muy bien que las conozcas. Busca primero esa respuesta y luego ya se verá. No era una solución muy satisfactoria pero a veces lo tranquilizaba. Si él pudiera dejar de ser tan curioso, las cosas serían mucho más fáciles pero no podía acallar el deseo de saber todo lo que no sabía, aunque fueran cosas pequeñas, intrascendentes, cosas que, en definitiva, no le importaban y que no servían para templar su fuerza, ni su obediencia, ni su paciencia pero que le dejaban un feliz cosquilleo en el cerebro por el que, sin embargo, siempre se sentía culpable. Y ahora, viajando con la dama extranjera, esa sensación estaría siempre presente; ¿cómo acompañar durante cinco días a alguien que viene de tan lejos y resignarse a no aprender nada, a separarse tan ignorante como antes, con la pura ignorancia de los grandes arqueros? Sólo el nombre de la dama le intrigaba ya. Fang Tai, había dicho. Era la primera vez que conocía a alguien con dos nombres. ¿Para qué podía querer alguien tener dos nombres?
Fastidiado, se levantó del tronco espantando con su movimiento a unos pajarillos que cazaban gusanos cerca de allí. Empezaba a caer la tarde y el frío del viento recordaba que la primavera aún no había vencido pero no podía tardar mucho porque al pie de los troncos más gruesos las campanillas nocturnas empezaban a abrir sus botones blancos y rosados. Recorrió las trampas esforzándose en no pensar en nada, tratando de sentir la vida resbalando sobre su piel, un elemento más del bosque, luchando silenciosamente por controlar las mariposas que bailaban en su estómago cuando pensaba que al cabo de muy pocas horas estaría caminando en la noche en la dirección correcta. Hacia su futuro.
Había puesto las trampas demasiado tarde; sólo había caído una pequeña corraleja que no serviría ni para alimentarlo a él solo. Insensible a los picotazos del pájaro aterrorizado, Arven deslizó el nudo y lo dejó volar. Lo estuvo mirando hasta que se perdió de vista en el Poniente y entonces dio media vuelta y regresó a la taberna a cumplir su trato.
—Es la primera vez que me encuentro en un mundo tan enormemente primitivo, tan alejado de mi propio concepto de civilización y, aunque antes de venir he estudiado todos los datos disponibles, no logro quitarme de encima la sensación de que de un momento a otro voy a hacer algo absolutamente incorrecto, algo que puede llegar quizás a delatar mi origen o, si no mi origen, por lo menos que no he nacido en este planeta. Lo único que me tranquiliza es que la idea es prácticamente inconcebible para un nativo ya que, por lo que sé, su ciencia ni siquiera ha llegado a identificar a las estrellas del cielo nocturno como soles en torno a los cuales giran planetas habitados. No creo que la Liga pueda tener, por el momento, ningún interés en anexionar este mundo; saldría demasiado caro y no nos reportaría ninguna ventaja pero si me han enviado aquí es que quieren asegurarse algún tipo de control, o más bien de asidero en el planeta. No sé. Naturalmente no me han explicado nada y tengo ya demasiada experiencia para hacer preguntas inconvenientes así que intentaré cumplir mi misión lo más deprisa posible y salir de aquí cuanto antes.
»Me inquieta este mundo tan lleno de naturaleza, tan poco domado por la mano del hombre; aquí casi todo es natural, se toman las cosas existentes y se utilizan como son, sin trabajarlas, sin mejorarlas apenas. Se viaja a pie o en carros tirados por animales, se visten prendas de cuero o lana, se vive en casas de troncos o de barro. Es inquietante.
»En el simulador de ambientes de la Escuela hicimos ejercicios con mundos de este tipo, por supuesto, pero a pesar de que también en el simulador los peligros son reales, la sensación que se experimenta no es la misma. Tengo mis años de entrenamiento, mi experiencia y mis armas pero me siento terriblemente expuesta.
»Me alegra haber encontrado a Arven; es sólo un muchacho pero despide seguridad y si de verdad es un vagabundo, como dice el posadero, es un punto a su favor ya que tendrá los conocimientos específicos de supervivencia que yo necesito. Es curioso, no tendrá más de diecisiete años y ya anda solo, libre de todo control, tomando y dejando lo que le interesa. Yo, a esa edad ni siquiera había pasado la primera etapa de la Escuela. Sin embargo él aquí es casi un hombre y me figuro que las mujeres de su edad deben ya tener hijos. He debido de parecerle tremendamente vieja y, si no me equivoco, también peligrosa. Mejor así.
»Dentro de unas horas emprenderemos viaje hacia nuestro destino. He preferido no decir a dónde voy por simple prudencia; ya habrá tiempo de aclararlo si el chico resulta ser un buen guía. Si no, detrás de las montañas nos separaremos y nunca sabrá a dónde voy o a qué. Me resulta simpático pero no puedo arriesgarme a cometer errores, especialmente en esta misión en la que he decidido hablar con mi víctima antes de matarla. Debo hacer la pregunta aunque lo más probable es que no se trate más que de supersticiones y la respuesta no me sirva de nada, pero tengo que intentarlo.
»Me gustaría saber por qué el posadero ha tenido esa reacción ante mi idea de viajar de noche. Según los informes, la mayoría de los animales dañinos duermen durante la noche y eso aumenta la seguridad del viaje, o ¿quizás haya algo que no está en nuestros informes? No sería de extrañar porque sólo son observaciones superficiales y tienen ya más de cien años. En fin, si viajar de noche resulta arriesgado por la razón que sea, habrá que hacerlo de día más adelante pero ahora no puedo cambiar de opinión.
Se giró hacia la ventana y dejó de susurrarle a su grabadora. Para cualquier posible observador estaría claro que la señora estaba diciendo sus plegarias antes de retirarse a descansar. Corrió las pesadas cortinas granate y se tendió vestida sobre la cama acariciando un pequeño holopak con la imagen de su madre como era antes de desaparecer en su última misión. Apretándolo todavía en su mano, se quedó dormida.
Caminaron en silencio los primeros kilómetros sintiendo en la piel el frío de la noche que se acercaba. A su izquierda, el sol se había ocultado tras las altas colinas pero las nubes tenían aún los bordes dorados y un violento color de incendio. El valle estaba ya en sombra pero la visibilidad era perfecta y toda clase de pájaros cruzaban el cielo violáceo llenando la tarde con sus gritos.
Arven iba delante por el sendero silbando suavemente una canción y reprimiendo el deseo de dar gritos y volteretas como los pájaros; Fang Tai le seguía mirando el atardecer, con el anhelo puesto en la llegada y no en el camino. En su mundo no había viajeros; nadie elegiría un sistema lento de transporte cuando los había más rápidos que el pensamiento, por lo menos en la zona centro. Su civilización había olvidado que un modo de viajar era recrearse en el camino, en lo que sucede desde que uno parte hasta que llega, en los cambios que ofrece la marcha, en las gentes que se puede encontrar. En su mundo sólo importaba el llegar, no el ir llegando y por eso ella no podía comprender la aparente alegría de Arven, su canción, su marcha elástica de caminante, la despreocupación con que miraba al frente, a los bosques que surgían como una nube oscura al otro lado del río. Les faltaba aún un buen trecho para llegar al único puente. No se podía vadear porque habían empezado a fundirse las nieves de las laderas y el río venía muy alto, un caudal imponente, lento y verde opaco como un espejo velado. Arrastraba ramas y troncos de las tierras altas sobre los que reposaban un momento montones de pájaros oscuros de una especie desconocida para ella, que luego volvían a levantar el vuelo para dejarse caer sobre otro tronco un poco más adelante.
Se preguntó de nuevo qué importancia podía tener alguien en aquel planeta perdido en el borde de la Galaxia para que se hubieran tomado las molestias de depositarla allí y pagarle unos honorarios que muy pocos podían permitirse en la Liga. Normalmente sus misiones, por esa razón, solían ser encargos de instituciones oficiales y grandes entidades y sus víctimas eran, por lo general, personas relacionadas con las altas finanzas o la política, personas que movían ingentes cantidades de dinero o que tenían una influencia decisiva en las grandes decisiones interplanetarias; ocasionalmente sus asesinatos eran un regalo de un amigo millonario a otro o incluso un suicidio mucho más lujoso que el que ofrecían las instituciones convencionales de muerte voluntariamente elegida. Pero estos encargos eran una minoría; en la mayor parte de los casos se trataba de misiones como la que ahora tenía entre manos, en aquel planeta cuyo nombre local ni siquiera conocía. Y esta vez iba a matar a alguien a quien nunca había visto. No era su costumbre hacerlo así. Sus trabajos solían requerir una intensa y cuidada preparación pero en este caso las informaciones disponibles eran tan escasas que le había parecido que el mejor curso de acción era llegar con tiempo e ir forjando el curso de acción sobre la marcha. De momento lo más práctico sería ir sonsacando al muchacho para que le contara cosas sobre su sociedad que quizá más adelante pudieran serle útiles. Ni siquiera sabía qué sentían los nativos sobre el tema de la muerte ni cuál era su valoración moral de un asesino de profesión. Prácticamente había tantas posibilidades como mundos habitados en la consideración de esos temas. Tanto podía ser honrada y venerada por su naturaleza divina de dadora de muerte como ejecutada sin derecho a juicio. Por eso lo más prudente era callar y aguardar hasta saber lo suficiente para tomar una decisión.
La noche había caído casi por completo. En una penumbra azul que casi no permitía distinguir los contornos de las cosas, siguieron avanzando hacia el puente, una construcción techada de gruesas vigas de madera a la que se accedía por unas escaleras de piedra muy gastadas.
Penetraron en el puente en medio de una oscuridad casi total. Sus pasos resonaban extrañamente en el repentino silencio de la noche y corría un viento frío que les alborotaba el cabello y traía a sus oídos un fuerte rumor de piedras arrastradas por la corriente. El viento, que fuera del puente era casi imperceptible, se iba haciendo más fuerte y cortante a medida que avanzaban hacia el centro y, con cada paso que daban, el rumor de rocas se hacía más intenso y se mezclaba con un sonido dulce y lejano, difícil de interpretar. Repentinamente Arven se detuvo y Fang Tai, que en la oscuridad no se había dado cuenta, chocó con él. Él la sujetó por el brazo y la hizo girarse en una dirección en la que el extraño sonido se oía más claro:
—¿Oís, señora? Las criaturas del bosque se han despertado pronto este año. Espero que aún estén de buen humor y permitan pasar a alguien que es casi pariente suyo —había risa en su voz y también un ligero temblor de inseguridad.
Fang Tai preguntó:
—¿Qué son esas criaturas del bosque? ¿Qué es lo que las hace tan peligrosas?
—Si tenemos suerte, ni siquiera nos cruzaremos con ellas y yo contestaré a todas vuestras preguntas cuando hayamos dejado atrás las montañas y estemos fuera de su alcance. Si no tenemos suerte, obtendréis sin necesidad de mis palabras la respuesta que buscáis. Personalmente, preferiría el primer caso pero ammándatai.
—¿Cómo? No he entendido bien lo último que has dicho.
—Perdonadme, no me di cuenta. Es una expresión de los míos. Quiere decir algo así como que ya se verá, que ya traerá el futuro lo que ahora nos preocupa y que hay que tener paciencia.
—Sí; es un buen consejo. Ammándatai. ¿Vamos?
El puente se acababa y, frente a ellos, una leve silueta negra, más negra que el negro cielo estrellado, surgía el bosque y, desde algún lugar en su interior, el viento traía retazos de cantos, de risas, de extrañas músicas que se desvanecían como un perfume cuando el oído quería seguirlas y el cerebro reconocer su cadencia.
Con un escalofrío en la columna, Arven porque sabía lo que les esperaba y Fang Tai porque lo ignoraba, penetraron en el bosque.
Doblada sobre sí misma por el dolor de su espalda que repentinamente había vuelto a agudizarse, la Intocable, como un jirón dé niebla sulfurosa, subía renqueando las interminables escaleras talladas en la piedra del pasadizo, apoyándose en su bastón y en la pared de roca viva para no resbalar en los peldaños bruñidos por el uso y el agua que continuamente se deslizaba sobre ellos.
Mientras subía, sus labios se movían en una continua cadena de maldiciones ahogadas y, de vez en cuando, en los descansos que hacía para recuperar aliento, dirigía hacia arriba el bastón, en cuya punta fosforecía una débil luz verdosa, para hacerse una idea de cuánto camino le quedaba aún; volvía a maldecir entre dientes y pensaba, como todos los días, ya que su camino era diario, que si de verdad su poder fuera tan grande como sus visitantes creían, ya haría mucho tiempo que hubiera ideado otro medio para llegar a la Gran Caverna de las Respuestas. Pero todo poder, incluso el más grande, como ella bien sabía, tiene sus limitaciones y exige sus sacrificios y para ella esa inacabable ascensión cotidiana era uno de los más molestos físicamente pero en absoluto uno de los peores. Había otras cosas: las constantes emanaciones de la montaña de fuego que la desgarraban por dentro, el silencio letal del que surgían las respuestas, la energía enceguecedora que arrebataba la razón… y las otras cosas, cosas demasiado terribles para ser nombradas, para ser pensadas siquiera.
Sacudió la cabeza para alejar de sí aquellos seres que su pensamiento había empezado a convocar y siguió ascendiendo por el interior de la montaña. Estaba cansada, muy cansada. Algo en su interior le decía que su espera ya no sería mucho más larga pero todos los días subía con la esperanza de encontrar el relevo y el descanso y todos los días volvía a sumirse en las profundidades de roca doblada por el peso del dolor y de la soledad de su destino. La muerte no llegaba y tampoco la mujer que habría de sustituirla en la sagrada tarea. Y ella no podía dejarse morir sin haber encontrado otra Presencia, otra Voz, pero los años pesaban como roca sobre su corazón y su cabeza y en ocasiones había llegado incluso a sentir que una parte de sí misma se rebelaba contra su aceptación de las fuerzas que marcaban su vida.
Llegó por fin a la sala más alta y se dirigió, vacilante, al trípode de su cámara, una pequeña habitación casi circular excavada en la roca, que comunicaba con la Gran Caverna a través de un corto pasadizo. Se dejó caer sobre el trípode con un suspiro de alivio y contempló un momento sus manos al rojo resplandor de uno de los pozos que se abrían al corazón del volcán. Sus manos, que en otro tiempo, en otra vida, habían sido jóvenes y bellas, finas, ágiles, de piel lisa y suave, se habían convertido en garras arrugadas y retorcidas de uñas largas, duras, amarillentas; sus articulaciones estaban deformadas y las venas hinchadas sobresalían como tallos en su piel moteada. Las flexionó un par de veces y, con una rápida mueca de amargura, las hundió entre los pliegues de su vestidura gris. ¿Cuántos años habían pasado desde su juventud? ¿Cuántas primaveras habrían pasado sobre el mundo desde que ella lo había abandonado? Muchas, sin duda. Muchas jóvenes hermosas y ágiles habrían nacido y madurado y engendrado y parido niñas hermosas y ágiles, bajo el sol y junto a las aguas. Y una de ellas, sólo una de ellas estaría preparada para cargar con la pesada tarea que ya aplastaba sus frágiles hombros de anciana. Pero no llegaba, no llegaba y ella no podría soportar mucho más, ni con la ayuda de todos los poderes del cielo y de la tierra, porque su espíritu también se había vuelto débil. La degeneración no había alcanzado sólo a su cuerpo. También su alma, en lugar de crecer y ensancharse con el Poder, como había ocurrido en los primeros tiempos, se había vuelto torturada y enferma. El Poder la desbordaba y su pobre vida era ya un vaso demasiado pequeño para contenerlo y canalizarlo. Y el mundo necesitaba una depositaria del Poder.
¿Se habrían olvidado ya los seres del mundo exterior de su existencia? No, eso era imposible. No pasaban más de diez o doce días sin que acudiera alguien buscando una respuesta a su pregunta; a veces, en tiempos conflictivos, eran incluso muchos los que esperaban, temblando, su turno para hacer la ofrenda y formular su deseo. No, no se habían olvidado de ella. El altar al pie de la montaña estaba siempre lleno de regalos y en los veranos se celebraban los sacrificios rituales. Entonces, ¿cómo era posible que su sucesora no sintiera ya en su interior la imperiosa necesidad de abandonarlo todo y dirigirse a su encuentro, a recibir de sus manos los símbolos y las enseñanzas que la convertirían en lo que debía ser?
Con otro suspiro, abandonó sus meditaciones y, como todos los días, comenzó su búsqueda. A una orden de sus ojos y de sus manos, un caldero que recogía en un rincón el agua que escurría por la pared de h cueva giró lentamente sobre sí mismo, se alzó del suelo y se colgó con un chillido metálico del gancho que pendía de una estructura de diferentes metales nobles que se erguía frente a su asiento y sobre uno de los pozos llameantes. Ella acercó un poco su trípode para poder mirar con comodidad en el interior del caldero y dirigió su vista a la superficie del agua que se iba calmando poco a poco. Esperó unos minutos y cuando quedó lisa y quieta como un espejo vacío, extendió su mano izquierda hacia atrás y, sin separar la vista del fondo del caldero, dijo en voz alta:
—Acedonia, liquen de la roca y las tierras heladas, por tu virtud conjuro la visión del camino de las tierras que existen al norte de mi santuario. Muéstrame quién camina en tus dominios y si se dirigen a mi presencia.
Detrás de la Intocable, una de los cientos de vasijas de pulida roca negra que llenaban hasta el techo un segmento de la cueva, se agitó y voló despacio hasta su mano. Ella la tomó con una fugaz sonrisa, la destapó y esparció sobre el agua del caldero un puñado de hierbas secas. Al tocar la superficie, las hierbas se orientaron en distintas direcciones como si estuvieran dotadas de vida propia y en segundos formaron un diseño con un espacio de agua lisa en su interior. La anciana se inclinó sobre el dibujo, concentró su mirada en él y sus pupilas se empequeñecieron; entonces toda expresión abandonó su cara, se introdujo en el diseño y vio.
Voló sobre llanuras heladas y desiertas donde pronto empezaría tímidamente el deshielo, subió hasta el mar, un bloque sólido de aguas congeladas, pasó sobre los cadáveres de una partida de caza que nunca regresaría a su hogar, buscó las últimas aldeas en la misma frontera de la muerte helada, pero nadie caminaba en su dirección, nadie tenía en su corazón una pregunta, ninguna muchacha tenía la marca en su mente. Volvió a la cueva. Había esperado ese resultado. Del norte rara vez había acudido alguien, estaban demasiado ocupados arrancándole a la naturaleza migajas de una mísera existencia, pero, a pesar de todo, era una decepción.
Giró su mano lentamente por encima del caldero diciendo:
—Vuelve a tu lugar, acedonia, me has servido bien.
Las hojas se juntaron en el centro del líquido y empezaron a girar aglomerándose más y más deprisa hasta que, de golpe, se levantaron del caldero y, como un pequeño torbellino, volvieron al interior de la vasija.
La anciana se pasó las manos por la cara, contrariada por el primer fracaso, y volvió a extender la mano en dirección a la fila de recipientes negros:
—Te convoco, vivisilca, flor de la tierra donde muere el sol. Muéstrame el camino de los seres que se agitan bajo tu dominio.
Una flores rojas, de intenso perfume, cayeron en el agua quieta. Ella penetró en su dibujo y vio.
Altas montañas de roca cubiertas de bosques rebosantes de vida, todas las criaturas despertando al calor de la primavera, un paisaje de colinas que se iban suavizando más y más al oeste hasta convertirse en fértiles praderas verdes y campos de cultivo, caravanas y grupos de viajeros y mercaderes, gentes ocupadas en sus pequeñas luchas y sus míseras intrigas, seres dedicados al amor, al odio, a la venganza, a la gratitud, criaturas que esperarían al otoño para traerle sus preguntas y sus temores. Tampoco la elegida estaba en camino desde Poniente.
Volvió la vivisilca a su vasija y los labios de la mujer se tensaron en una mueca de contrariedad. El dolor de su espalda se hizo más agudo y la esperanza, que hubiera podido templarlo, se encontraba ausente. Con un gesto de impaciencia, dirigió una vez más la mano hacia los vasos:
—Droncelia de las tierras del sur y savennia del sol naciente, os llamo juntas en mi ayuda para descubrir el camino de los que a mí se acercan. Haced vuestra imagen ancha y traed consuelo a mi debilidad. Yo os conjuro por el Poder del que soy depositaria.
Un diseño de hojas verdes y flores blancas quedó flotando sobre el espejo del agua; un perfume fresco y amargo luchó un segundo contra el olor a azufre del volcán y desapareció. La anciana entró en el diseño y vio.
Hacia el este praderas y ríos, claros bosquecillos a orillas de grandes lagos azules. Gentes, muchas gentes, como hacia Poniente, todos ocupados con sus siembras, su comercio, sus propias preocupaciones. Voló hacia el sur, hacia los bosques inmensos y secretos, llenos de criaturas impregnadas de poder; los caminos transitados por viajeros que se dirigían más y más al sur, hacia los mares cálidos y los desiertos que no alcanzarían. Y entonces los vio. Tres figuras que avanzaban hacia el Santuario. Dos mujeres y un hombre. Él y una mujer caminaban juntos y la otra mujer ascendía desde el este. Sus ojos destellaron de felicidad porque, aunque todavía no podía precisarlo, sabía que su espera pronto terminaría; desde el sur y desde el este se acercaba la paz, el descanso, el relevo y las preguntas. Los tres llevaban preguntas en sus corazones. Las contestaría antes de descansar y entonces vendría el sueño.
Al entrar en el bosque el viento se calmó y el silencio cayó sobre ellos cubriéndolos como una manta mojada; los pies de Arven, calzados con blandos mocasines de piel, no producían el menor sonido mientras que los entrenados pasos de Fang Tai, por contra, parecían proceder de un animal pesado.
Arven, incómodo y preocupado, se giró hacia ella y le susurró al oído:
—Procurad hacer menos ruido, señora, las gentes del bosque tienen el oído fino.
Ella le contestó en el mismo tono de voz:
—¿Crees que pueden oír ese levísimo crujido?
—Señora, en mis oídos suena como una avalancha, pero no se trata de eso. Ellos ya saben que estamos aquí y no precisamente por el sonido, pero no pueden imaginarse que alguien sea capaz de hacer tanto ruido involuntariamente. Pueden tomarlo por una provocación.
Le hubiera gustado poder decirle que sus calificaciones en ejercicios nocturnos y trabajos exteriores habían sido siempre excelentes, pero se contuvo. Prefirió preguntar algo que le preocupaba más:
—¿Crees que nos atacarán?
—No, no lo creo. Por lo menos aún no y no aquí, tan cerca de la civilización.
Fang Tai aprovechó que Arven no podía verla para hacer una amplia sonrisa. Civilización, había dicho.
—Normalmente prefieren jugar un poco con los viajeros antes de darles un buen susto, pero no suelen hacer daño auténtico, sobre todo a principios de la buena estación cuando están felices por haber renacido. Y no hablemos más —dijo, interrumpiendo la pregunta que adivinaba en ella—. Hay que hacer mucho camino todavía.
Siguieron adelante en una oscuridad casi completa en la que sólo las formas negras de las cosas más cercanas resaltaban algo sobre la negrura general. Fang Tai no comprendía cómo se guiaba el muchacho en aquellas tinieblas salpicadas de ojos de animales que aparecían y desaparecían sin ruido; a veces se oía algún chillido y enseguida volvía a reinar el silencio. También en dos ocasiones volvió a llegarles la extraña cadencia que habían oído en el puente pero ellos no parecían caminar en la dirección del sonido porque siempre lo dejaban atrás o se extinguía antes de poder precisar su procedencia.
Fang Tai se preguntaba qué clase de seres podían ser aquellos que cantaban y tocaban así en las tinieblas impenetrables del bosque y, por más que repasaba en el informe que tenía grabado en el cerebro, no encontraba ninguna alusión a esas criaturas. Quizá no fueran más que alucinaciones pero en cualquier caso las horas de marcha estaban empezando a agotar sus nervios de un modo que no hubiera creído posible. Se descubrió deseando que amaneciera pronto y eso la molestó porque era una señal de debilidad y porque su guía, aquel niño, no daba la impresión de haber sufrido el mismo desgaste nervioso aunque no podía estar segura, porque hacía horas que caminaban en silencio uno detrás del otro sin intercambiar un pensamiento.
Esa idea y la necesidad de asegurarse de alguna manera de que los dos seguían vivos en medio de la nada, hizo que, casi sin proponérselo, emitiera una tímida llamada telepática en dirección a Arven. En contra de lo que había esperado, le llegó, fuerte y clara, una respuesta que era también una orden: NO. Sólo eso: NO.
No podía saber si efectivamente era su guía el que le había respondido pero el mensaje no dejaba lugar a dudas. Debía callar y esperar tranquila al amanecer para hacer todas las preguntas que había estado amontonando en la noche inacabable.
Al cabo de otra eternidad de oscuridad y silencio Arven se detuvo y dijo en voz normal:
—Descansemos aquí. Pronto amanecerá.
—Pero ¿y ellos?
—¿Ellos? Se fueron hace tiempo. Ahora estamos solos y pronto habrá luz. Fuera del bosque ya debe haber empezado a clarear pero la luz tardará un poco en llegar hasta aquí.
—¿Cómo lo sabes?
—Porque las dulcimelas empezaron a abrirse hace rato —Arven se inclinó y le mostró unas florecillas vagamente reconocibles como sombras junto a la sombra de su mano.
—Y lo otro ¿cómo sabes lo otro?
—¡Ah! eso —Arven pareció ignorar la pregunta.
Ella se dejó caer al pie de un árbol y apoyó la cabeza en el tronco.
—Quizá no haya sido una buena idea viajar de noche.
—Quizá no.
—Y ¿por qué no me lo dijiste?
—Porque, como ya habéis visto, se puede hacer. Tal vez no sea lo más agradable del mundo pero es posible. La señora quería viajar de noche y eso hemos hecho. Si ahora la señora desea viajar de día, lo haremos.
Ella sostuvo su mirada un momento y luego cerró los ojos. Arven era sólo una altísima silueta visto desde donde ella se encontraba, reclinada a sus pies. Sentía un enorme cansancio y unas ganas terribles de terminar su misión y regresar a su casa, su maravillosa casa sobre el acantilado en un mundo donde no había bosques tenebrosos ni criaturas extrañas de las que protegerse sin saber cómo hacerlo.
Contestó tratando de dar a sus palabras un tono de indolencia:
—Sí, creo que será mejor que viajemos de día. Si hay peligro, prefiero enfrentarlo con luz. Siempre hay más posibilidades de vencer.
—No siempre, señora, no siempre. La luz no ilumina todo lo que existe.
Sin añadir más, trepó a uno de los árboles, se acuclilló en un lugar desde donde podía ver a la mujer acostada y, poniendo su arco entre su mentón y sus rodillas, se dispuso a dormir.
Ella lo miró, perpleja:
—¿Qué haces ahí?
—Dormir, señora. Es lo mejor que podemos hacer. Si sucede algo, desde aquí os tengo cubierta. Si no, descansaremos y ya decidiremos lo que hay que hacer.
—Ammándatai —dijo ella, sonriéndole.
Arven le devolvió la sonrisa y cerró los ojos. Era dura la señora y, a su manera, agradable. Había aprendido esa palabra de su lengua como una manera de darle las gracias discretamente por lo que había hecho. Era resistente, más de lo que se había imaginado, pero estaba claro que no tenía ninguna experiencia real de la vida en el bosque, aunque daba la impresión de que alguien le había enseñado teóricamente cómo comportarse. Recordando su sonrisa sentía un agradable calor en el estómago que se transformaba en un pedazo de hielo cuando pensaba en cómo había intentado introducirse en su mente. No podía tener la seguridad de que hubiese sido ella y no una de las criaturas nocturnas pero, aunque no tenía mucha experiencia en el lenguaje de la mente, le había parecido que la fuente estaba muy cerca y que lo llamaba por su nombre. Se estremeció.
Quizás ella no sabía que al intentar tomar contacto con su mente lo había insultado porque eso sólo es permisible entre consanguíneos, parejas que se aman o amigos íntimos, incluso entre las kenddhai, que son más liberales en esas cuestiones. Quizás en las tierras de las que ella venía las cosas no eran así y se usaba el lenguaje de la mente cuando no se podía usar el de la voz por razones de seguridad. Sin embargo, a pesar de todas las justificaciones posibles, no podía evitar el sentirse algo amenazado, del mismo modo que debía sentirse alguien que hubiera sufrido un intento de violación. Pero la sonrisa de la señora había sido tan cálida, tan sincera y agradecida… como si tratara de hacerse perdonar el error cometido. Decidió no pensar más en ello y dormir. Tal vez más adelante se presentara una ocasión para aclarar las cosas.
Ya a punto de dormirse, en la frontera de los sueños, sintió un temblor y una ansiedad desconocidos, un deseo casi irreprimible de volver a entrar en contacto mental con la mujer a falta de algo mejor, de alguien de los suyos. Hacía tanto tiempo que no había sentido la dulzura de la comunicación mental que estuvo a punto de emitir un mensaje a la figura dormida bajo el árbol. Se controló a tiempo y, todavía, sacudido por la emoción, cruzó la frontera de la vigilia y entró en el mundo de lo que no es.
La marcha del día siguiente fue mucho más agradable porque, aunque el bosque era espeso y sólo ocasionalmente permitía un vislumbre de cielo azul, la luz del sol se colaba entre las ramas creando haces deslumbrantes en los que bailoteaban diminutos insectos. En medio de un silencio suave y aromático, punteado por gritos y cantos de pájaros, caminaron a buen paso sin detenerse más que una vez, junto a un riachuelo, a tomar un bocado y refrescarse la frente.
—Arven, ¿es cierto lo que dijo el posadero, que no eres de estas tierras? —preguntó Fang Tai mientras comían.
—Lo es. Mi tierra está más al sur, a unos veinte días de marcha en línea recta.
—¿Y cómo haces para orientarte, para saber por dónde vamos? ¿Llevas mucho tiempo en la región?
—No he estado por aquí jamás, pero he estudiado todos los mapas kenddhai. Sabía leer un mapa antes de poder tensar mi arco.
Arven comía lentamente, masticando con mucho cuidado cada trozo de pan.
—¿Y eso?
—Pertenece al entrenamiento básico de un arquero kenddhai; mi padre era uno de ellos y por eso tenía un libro con los mapas de todas las tierras conocidas por los clanes. Son muchas pero, con el tiempo, llega uno a conocerlas todas.
Se levantó, fue al pie de un árbol y depositó allí el último bocado de su comida; al volver, sorprendió la mirada de extrañeza de la mujer y aclaró:
—Para los pájaros. Ellos me sirven de alimento cuando no hay otra cosa; cuando la hay, es justo que también participen.
—¿Una ley kenddhai? —preguntó ella.
El muchacho sonrió.
—No es una ley, es un consejo. Y ahora, deberíamos continuar, aún nos quedan muchas horas de luz y mucho bosque que recorrer.
Fang Tai se puso en pie inmediatamente casi a pesar suyo, preguntándose de dónde venía ese impulso que la llevaba a confiar en el muchacho y, todavía más, a obedecerlo como acababa de hacer. Aseguró firmemente su mochila y, todavía masticando aquel espantoso pan que parecía hecho de raíces amasadas, echó a andar tras su guía. Al cabo de un momento, decidió continuar la conversación apenas emprendida aunque había notado que Arven, por naturaleza o por educación, no era una persona muy habladora.
—Arven —comenzó— ¿me permites una pregunta? Vengo de muy lejos y no conozco muchas de las costumbres y palabras de esta tierra. ¿Podrías explicarme qué es kenddhai?
El muchacho se volvió, sorprendido, sus ojos clarísimos abiertos de pura incredulidad. Había esperado alguna reacción por parte de la mujer ante la mención de los mapas kenddhai y, al no encontrarla, había pensado que ella prefería ignorar la cuestión. No se le había ocurrido que fuera por desconocimiento.
Ella notó su asombro y se apresuró a añadir:
—Perdona mi ignorancia pero te aseguro que nunca había oído hablar de ello.
—Entonces debéis venir de muy lejos, señora, de la otra parte del mundo, porque los mapas de mi gente cubren más tierras de las que son conocidas a la mayor parte de las personas y nunca he oído de nadie que no sepa quiénes son las kenddhai.
—Sin embargo no lo sé.
Arven se puso a su lado, acomodó su paso al de ella y, con un gesto de concentración que arrancó una sonrisa fugaz a Fang Tai, empezó a relatar:
—Cuando el mundo fue creado, los humanos no existían porque ningún mundo donde habiten humanos puede ser perfecto y el nuestro lo era en el comienzo. Estaban los cielos, las tierras, las aguas, el viento y el fuego y de todos ellos surgieron los seres que los habitan: las nubes, los pájaros, las estrellas y las tormentas; las plantas, las piedras, los animales, las setas, las flores y las frutas; la espuma, las serpientes y la lluvia; los seres invisibles que cabalgan los vientos y, por último, los dragones de fuego.
»De entre todos estos seres, sólo los dragones estaban descontentos: los demás vivían felices y aceptaban su existencia gozosos y agradecidos por lo hermoso de la creación; tomaban la vida como venía y no se preocupaban de medir el tiempo ni de explicar lo que les daba la existencia y la muerte. Pero los dragones no eran así. Habían surgido del fuego, que es la más inconstante de las materias, la más destructora y, a la vez, la única que puede ser vencida por cualquiera de las demás, y no se contentaban con vivir su vida según iba viniendo sino que querían entender el porqué de las cosas. Empezaron a hacer preguntas que nadie podía contestar y, al carecer de respuestas, se volvieron amargos y crueles. Vagaban por el mundo planteando sus preguntas a todos los demás seres y, cuando no lograban respuestas o las creían estúpidas o insuficientes, destrozaban a las criaturas a quienes habían preguntado y seguían buscando. Cuando todos los seres del mundo se negaron a hablar con los dragones, fuera cual fuera el precio que tuvieran que pagar por su silencio, ellos empezaron a luchar entre sí. Causaron grandes calamidades porque eran seres de fuego, grandes y poderosos, pero no lograron las respuestas que buscaban. Y el mundo se ensombreció.
»Entonces, del deseo de todas las criaturas, que recordaban y añoraban la pasada felicidad, surgieron las kenddhai: mujeres humanas y a la vez más que humanas, seres de cielo y de tierra, de viento y de agua, porque todas las materias se combinaron para crearlas, mujeres de ojos de estrella y cabellos de agua, nacidas de los árboles, como una flor, y con un arco en la mano.
»Las kenddhai surgieron con la tarea de acabar con los dragones, que tanto daño estaban causando al mundo con su insaciable curiosidad. Se enfrentaron a ellos en bosques, en llanos y montañas, llevando por todo armamento su arco y su carcaj. Antes de entablar combate dejaban siempre al dragón la posibilidad de renunciar a sus deseos de saber, de conformarse a la existencia plácida y feliz del que acepta la vida como viene, pero muy pocos lo hicieron y las kenddhai tuvieron que luchar con sus flechas hasta que uno de los dos sucumbía. Muchos dragones y muchas kenddhai murieron de este modo pero, lentamente, el mundo fue recuperando su inocencia primera hasta que llegó un tiempo en que ya no quedaron dragones que desafiar porque los pocos que quedaban habían decidido vivir tranquilamente en sus montañas ardientes.
»Entonces, las mujeres se reunieron en los bosques, los valles y las praderas a celebrar su triunfo, pero pronto se dieron cuenta de que, sin la misión para la que habían nacido, corrían el riesgo de sufrir la misma suerte de los dragones y comenzar a hacerse preguntas sobre el sentido de su existencia. Como estaban formadas por las cuatro materias, su mente era más sutil que la de los dragones y pronto se dieron cuenta con horror de que, de vez en cuando, sin ninguna intención de hacerlo, su corazón formulaba una pregunta sin que pudiera hacerse nada por evitarlo. Entonces decidieron dos cosas: que era necesario buscar una salida para las preguntas incontrolables y que debían buscar una nueva tarea en la vida.
«Observaron durante mucho tiempo el mundo a su alrededor buscando un modelo que imitar y por fin decidieron que deseaban ser como los animales terrestres, ya que querían seguir viajando, disfrutando del contacto con los demás seres del mundo como lo habían hecho hasta entonces, pero querían una familia de la que ocuparse, a la que enseñar sus habilidades por si alguna vez volvía a ser necesario su arco y su brazo.
»De modo que se reunieron y pidieron a la tierra que creara un ser similar a ellas que pudiera darles hijas y les permitiera la continuidad de la existencia. Y la tierra las escuchó y, agradecida por lo que habían hecho por sus criaturas, creó a los hombres.
»Las kenddhai fueron felices al principio con la nueva clase de seres que la tierra había creado para ellas pero, cuando las primeras dieron a luz, su asombro no tuvo límites. No todas las que nacían de sus vientres eran mujeres kenddhai; algunas de las criaturas pertenecían a la otra clase de seres: eran hombres.
»En ese momento se dieron cuenta de lo sabia que había sido su decisión de crear una salida a las preguntas cuando éstas eran realmente incontrolables.
»Esta salida era la Intocable: una mujer kenddhai, nacida todavía de las cuatro materias que, después de la lucha con los dragones había sentido su corazón contaminado del fuego de su enemigo y se había retirado a una montaña, no a morir, ni a apagar con agua, con tierra o con viento el incendio de su alma, sino a pensar, a buscar respuestas a sus preguntas y a las que pudieran surgir en el corazón de sus hermanas. El precio era alto: estaría siempre sola, no conocería la dulzura de la vida en libertad, pero ayudaría a las suyas con su fuerza en lugar de contaminarlas con su curiosidad.
»En el momento en que nacieron los primeros hombres, las kenddhai escalaron la montaña donde vivía la Intocable e hicieron la pregunta que estrujaba sus corazones: ¿Qué sentido tenían aquellos nacimientos? ¿Por qué no eran todas mujeres?
»La Mujer de Fuego pensó la pregunta durante varios días y varias noches, porque entonces las Intocables no eran tan poderosas como lo son ahora, y al cabo dio su respuesta: los hombres eran necesarios para asegurar la supervivencia de las mujeres kenddhai en el mundo porque sin ellos no podrían engendrar hijas que las sucedieran en el manejo del arco para ayudar y proteger a todas las criaturas.
»Entonces una de las madres preguntó cómo podían estar seguras de que los hombres engendrados por ellas eran puros de corazón y la Intocable respondió, después de un tiempo, que serían siempre las mujeres las que tuvieran la decisión sobre sus hijos y esposos.
»Un hombre no nace kenddhai. Sólo llega a serlo por sus obras.
»Las madres abandonaron, satisfechas y tranquilas, la montaña de fuego. Se sucedieron varias generaciones y, poco a poco, los hombres y mujeres de muchos lugares fueron olvidando las sagradas tradiciones heredadas de sus mayores. Los hombres que, por decisión de sus madres, no se habían hecho dignos de ser arqueros kenddhai abandonaron sus hogares y vagaron por el mundo luchando unos contra otros igual que en tiempos muy lejanos habían hecho los dragones. Con el paso de las estaciones algunos encontraron mujeres que, debido a la mezcla de la cuádruple sangre de las kenddhai con la sangre sólo terrena de los hombres, llevaban el fuego en su corazón; pero no el fuego sagrado de la Intocable, única y poderosa entre las mujeres, sino el fuego infame del dragón vencido.
»Y entonces, de la unión de estas parejas, malditas para las kenddhai, surgieron los hombres y las mujeres que pueblan el mundo llenándolo con sus preguntas sin respuesta que llevan a la desesperación y al miedo, a la violencia y a la muerte.
Arven calló, cansado y a la vez feliz por haber podido recitar de nuevo la historia de su pueblo, las palabras que le transportaban a sus primeros años en su casa, sentado en el regazo de su madre, aprendiendo todo lo que debía saber un kenddhai. Recitando la historia había vuelto a sentir su hermoso cabello azul acariciándole la mejilla mientras el padre asaba en el fuego manzanas para la cena. Lo sobresaltó la voz de Fang Tai, a quien casi había olvidado.
—Así que yo pertenezco al pueblo maldito, ¿no es eso?
La miró a los ojos, con toda franqueza:
—Supongo que sí; aunque nunca encontré a nadie con ese color de piel y de cabellos. Tal vez vuestro pueblo fuera creado de otra manera al otro lado del mundo. Quizá por eso nunca hayáis oído hablar de las kenddhai. —Dejó que sus ojos volvieran a perderse en el fondo del bosque.
Ella continuó:
—Entonces, ¿tú eres un kenddhai?
—Nunca os cansáis de hacer preguntas, por lo que parece.
—Entre los míos, la curiosidad es una prueba de inteligencia.
—Debéis de ser muy inteligente, en ese caso, entre los vuestros.
Fang Tai apretó los labios, picada por la observación de Arven. ¿Cómo podían ser tan estúpidos? Así no era de extrañar que aquel miserable planeta siguiera hundido en el primitivismo más abyecto.
Molesta consigo misma por haberse dejado reprender como un bebé que quiere tocar lo que no debe, apretó los labios y los puños y decidió no volverle a hacer una pregunta hasta que no fuera absolutamente necesario. ¿Por qué había tenido que tocarle como compañero de viaje precisamente uno de aquellos estúpidos a quien costaría un esfuerzo enorme sacarle algún tipo de información? Y, sin embargo, Arven, aunque en forma de mito, ya le había contado mucho. Gracias a él se había enterado de algo sobre la Intocable y quizá, yendo con cautela, podría aprender mucho más. En cualquier caso, por el momento lo mejor era callar y mostrarle que su observación no le había gustado. Guardaría silencio hasta que él lo advirtiera; si se disculpaba, seguirían su conversación.
Al cabo de un par de horas de marcha, cuando ya la luz del sol empezaba a declinar entre los árboles, Fang Tai echó una ojeada discreta en dirección a su guía para ver cómo se estaba tomando el ofendido silencio de ella. Sus miradas se cruzaron y ella apenas pudo disimular su turbación. Arven le sonreía. La aprobadora sonrisa de un adulto hacia un niño que está empezando a comportarse bien.
—Cada día estoy más harta de esta maldita misión y me reprendo a mí misma por haberla aceptado. Hasta el momento ningún encargo me ha llevado tanto tiempo y aunque ha habido algunos difíciles y peligrosos, ninguno ha requerido una continuidad de concentración tan larga como éste. Siempre había podido estudiar el caso cómodamente en la Sala de Información de un planeta del Centro o incluso en mi propia casa, forjar mis planes y actuar con rapidez y seguridad. Contando los transportes, ningún caso me había ocupado más de cinco o seis días hasta ahora y, sin embargo, en esta misión ya llevo dos semanas si cuento el día en que salí de casa.
»Me paso las horas caminando en silencio detrás de Arven, tratando de llegar a un plan de acción, cosa absolutamente quimérica porque carezco de los mínimos datos en que basarme. Lo único que sé, y ni siquiera puedo estar segura, es que la Intocable vive en alguna montaña, tal vez en un volcán extinto, pero ni sé exactamente dónde, ni conozco su altura o la dificultad de su ascensión, ni tengo idea de si tiene guardias o sacerdotes para custodiarla. Todo eso hace que ni siquiera haya podido decidir qué arma será más conveniente en este caso. Si de verdad se trata de una anciana, supongo que lo más indicado será acercarme a ella después de que haya respondido a mi pregunta y estrangularla, pero si está protegida por legiones de guardias o de fanáticos, me temo que la única posibilidad sería usar el revólver de largo alcance y repartir unas cuantas bombas pequeñas por el lugar para que desde fuera parezca una explosión volcánica y usar la confusión para cubrir mi retirada.
»Hay momentos en que me maldigo con todas mis fuerzas por la estupidez de desembarcar tan lejos de la probable zona de acción. Pensé que el camino me ayudaría a recoger información y a reflexionar sobre los planes, pero está resultando mucho más tedioso y estéril de lo que me imaginaba. Arven es un buen guía pero como compañero de viaje cualquier miserable robot de octava categoría hubiera sido más ameno. Llevamos cuatro días caminando por el bosque y desde la primera tarde en que me contó la leyenda de las kenddhai no hemos vuelto a hablar de nada que valga la pena. Al acampar por las noches hacemos alguna observación sobre la realidad más inmediata pero en cuanto intento, muy discretamente porque así lo exige mi orgullo, iniciar una conversación, por trivial que sea, noto que el cuerpo de Arven se tensa como un arco y la atmósfera se hace tan desagradable que prefiero dejarlo. A veces me ha dado la impresión de que no es disgusto lo que siente, sino miedo, no he llegado todavía a saber de qué. La próxima vez tomaré como guía a un borracho simpático y charlatán aunque tenga que dormir con un ojo abierto.
»Según un mapa que me dibujó ayer Arven en el suelo, debemos de estar muy cerca del Gran Camino que baja del norte sesgando el bosque en dirección este hacia la tierra de los lagos; cuando lleguemos al camino y lo crucemos, entraremos en la parte más espesa y misteriosa del bosque, la que se extiende al pie de las Muelas del Gigante, una zona que, si mi impresión es correcta, Arven teme pero que al mismo tiempo le provoca una especie de excitación que le hace sonreír para sus adentros. No sé lo que teme o espera encontrar allí pero no quiero preguntárselo. Ammándatai, como dice él. No creo que para una persona de mi mundo y de mi época la cosa sea tan terrible como para él.
»El viaje se está haciendo más largo de lo que mi guía había calculado; me ha parecido captar que no camino tan rápido como él creía. Por eso Arven es partidario de internarse en el bosque de más allá del Camino para buscar el paso de las Muelas del Gigante en lugar de seguir la carretera del norte que nos llevaría con más seguridad pero que desemboca cuatro días al oeste de la planicie de Tana que es, de momento, la meta de nuestra marcha.
»Todo esto me lo ha explicado graciosamente sin que yo le preguntara con la justificación de que, como jefe de la expedición (¡expedición!), tengo derecho a saberlo. Tengo que reconocer que, con todo lo extraño que es, es una persona honesta. Es también un muchacho muy atractivo a pesar de su juventud y si nuestras relaciones fueran algo menos formales, me antevería incluso a proponerle un acercamiento sexual. No tengo información al respecto pero supongo que es posible porque, salvo pequeños detalles de colores y actitudes, físicamente, Arven parece un humano. Pero de momento no quiero intentar nada. Si pienso en ello, todavía resuena en mi cerebro su rotundo NO telepático, otra de los cientos de cosas que no comprendo en él ni en su mundo.
»En fin, a dormir ahora. Arven me echa ojeadas curiosas aunque no creo que esté dispuesto a reconocerlo, y creo que es mejor dejar la grabación para otro momento.
El Gran Camino del Norte, un sendero desbrozado de un par de metros de ancho, cubierto de hierbecillas y flores diminutas de intenso color naranja, se abrió ante ellos de pronto al remontar una pendiente del bosque. No había en él nada de particular, ni de grandioso y, sin embargo, Arven se quedó mirándolo, extasiado. Era la prueba viva de que sus años de aprendizaje no habían sido vanos; durante seis días había caminado en un curso recto como el de sus flechas negándose a admitir ante sí mismo, y mucho menos ante la señora, la posibilidad de que algo en los mapas o en su recuerdo fallara y el Camino del Norte no se encontrara donde él creía; pero no, allí estaba, una clara línea divisoria entre las zonas pobladas por los hombres y las de más allá, habitadas por las criaturas del bosque. Sintió un escalofrío de temor y de anticipación, una anticipación que se asemejaba mucho al placer. Por primera vez en su vida iba a internarse en el territorio de las criaturas de viento y agua que alguna vez, en tiempos muy lejanos, fueron hermanas del pueblo de su madre.
Mientras él descansaba, acuclillado al borde del camino, la señora, de pie a su lado, observaba el bosque que se alzaba como un verde telón frente a ellos. Se preguntó si también ella sentiría los efluvios de la magia que se escapaba de entre los antiguos árboles; si era así, no había nada en ella que lo indicara. Estaba como siempre, erguida, con la cabeza un poco echada hacia atrás y esa mirada arrogante, burlona, como de desafío a duras penas controlado. Había aprendido mucho en esos días de camino, había aprendido del silencio que tantos años le había costado a él imitar de su padre; hacía ya bastante tiempo que no había preguntado nada aunque a él no le hubiera importado contestarle. De hecho casi le hubiera gustado pero daba la impresión de que la mujer había decidido adaptarse al estilo kenddhai lo más rápido posible y eso hasta cierto punto era una lástima porque respondiendo a sus preguntas también él habría podido aprender algo del pueblo de ella a través de sus comentarios.
En ese momento, Fang Tai se quitó el pesado chaquetón de piel que tan útil le había sido en la penumbra del bosque, levantó los brazos por encima de su cabeza y volvió la cara a la luz del sol, con los ojos cerrados.
—Sol, por fin sol —murmuró—. Comamos algo antes de continuar, Arven. ¡Es tan delicioso librarse por fin de esa maldita humedad!
Arven, aún en cuclillas, ladeó la cabeza, sin comprender.
Ella contestó sin esperar a que él hablara:
—Sí, comprendo que con esos ojos tan claros y siendo un habitante de los bosques, no acabes de sentirte feliz a pleno sol pero para mí es lo más hermoso que existe. —Seguía levantando y bajando los brazos, moviéndose sin cesar sobre el camino.
—Como en vuestra tierra, quizá —aventuró él, casi esperando que ella no le oyera.
—Sí, Arven, casi como en mi tierra —y al cabo de un segundo— ¡eh! ¿sabes que eso es lo más parecido a una pregunta que he oído de tus labios?
Arven bajó la vista, cogido en falta. Ella no se dio cuenta porque seguía con los ojos el vuelo de una mariposa blanca.
—¿Tú nunca haces preguntas, Arven?
—Si puedo evitarlo, no.
—¿Por el código kenddhai?
—Por eso.
—Pero ¿nunca sientes curiosidad? ¿Nunca quieres saber algo además de las cosas que te enseñaron de niño? ¿No te gustaría, por ejemplo, saber algo de mí, de mi tierra, de mi gente?
Arven suspiró, un suspiro profundo, sincero. Se puso de pie y empezó a tensar su arco, haciendo jugar los músculos de su brazo, para ocultar su confusión. Pasaron unos segundos. Fang Tai continuó, juguetona:
—¿Y bien? ¿Qué me contestas?
Arven volvió a suspirar y dejó caer el brazo:
—Pues claro que me gustaría, señora, y claro que a veces quisiera saber muchas cosas, todas las cosas que mi corazón pregunta y que no están en la sabiduría que me enseñaron, pero no debo hacerlo, no es digno de un kenddhai.
Fang Tai se puso seria.
—Creo que te equivocas, Arven. Me parece que no interpretas esa ley en su auténtico sentido. Perdona si digo algo inconveniente pero en mi opinión no se trata de no formular las preguntas que uno tiene en su corazón y en su cabeza. De lo que se trataría, en todo caso, es de no tenerlas, de no desear saber nada más de lo que uno sabe. ¿Entiendes lo que intento decir? Que, según yo lo veo, la pureza de un kenddhai consistiría en no tener curiosidad, en dejar que las cosas sucedan sin plantearse nada sobre ellas, no en tener un montón de preguntas y dudas embotelladas en tu interior sin dejarlas salir nunca.
Arven empezó a retorcer las plumas de una flecha. Esa era la clase de conversación que había deseado toda su vida, la clase de diálogo que había mantenido consigo mismo durante años sin fin, sin atreverse a confesarlo ni siquiera a su padre y ahora que podía dar suelta a sus preocupaciones, sus temores y sus dudas, como a las flechas de su arco, no se atrevía, la culpa lo ahogaba.
Contestó con voz ronca:
—Siempre será mejor guardar las preguntas, si uno tiene la desgracia de sentirlas, que dejarlas libres.
—No lo creo, Arven. No todos los hombres están hechos igual y uno no puede dejar de pensar cuando ya ha empezado a hacerlo.
—Pero así jamás seré un kenddhai.
—Hay otras cosas.
La conversación estaba resultando tan intensa para Arven que sus finos oídos le avisaron del peligro un segundo demasiado tarde. Cuando quiso reaccionar ya estaban rodeados por cinco hombres con sables desenvainados, a una distancia demasiado corta para sus flechas; no tenía espada porque el orgullo de un kenddhai es no acercarse jamás a su enemigo y poco podrían hacer sus manos desnudas o su pobre magia contra aquellos cinco ladrones de caminos. Se dejó caer a cuatro patas, como una fiera, pensando huir al interior del bosque cuando vio que Fang Tai, con una ojeada a su mochila, que había quedado fuera de su alcance, sacaba un largo cuchillo de caza de la parte trasera de su cinturón y se disponía a luchar. Dejó escapar un chillido agudo intentando que ella comprendiera que su única posible salvación estaba en el bosque pero la señora no se volvió a mirarlo; estaba demasiado ocupada midiendo al enemigo que tenía más cerca.
Viendo que la cosa no tenía remedio y porque, de alguna manera, le repugnaba la idea de huir y dejar que se enfrentara sola a aquellos cinco canallas, se lanzó en un elástico salto, perfectamente controlado, contra las piernas de uno de ellos, sin poder reprimir una mueca de desagrado. El hombre, que no se había esperado ese tipo de ataque, cayó al suelo. Arven le arrebató el sable y le dio un fuerte golpe en la nuca con la parte plana de la hoja; no se sentía capaz de matar todavía y menos así, de cerca.
A pesar de la rapidez con que se había movido, antes de que pudiera ponerse en pie, tenía ya a dos ladrones encima de él; giró sobre sí mismo alejándose del caído y saltó de lado y en pie apretando todavía el sable con la clara conciencia de que no le iba a servir de nada porque no sabía manejarlo. Por el rabillo del ojo vio cómo ella danzaba con su cuchillo manteniendo alejados a los otros dos ladrones que, por alguna razón, no se habían atrevido todavía a atacarla.
Arven comenzó a mover la espada pesadamente tratando de evitar que se le acercaran demasiado pero los hombres ya se habían dado cuenta de su ineptitud y lo atacaban entre risotadas más con la intención de divertirse un rato que con la de matarlo. Para Fang Tai, sin embargo, la cosa no tenía nada de juego; estaba en su elemento, luchando contra un enemigo real con la intención de matar. Sólo lamentaba no tener a mano una espada o un látigo para poder enfrentarse a sus atacantes en las mismas condiciones, pero estaba segura de que su cuchillo sería suficiente. Ya los hombres se habían dado cuenta de que aquella mujer con la que se enfrentaban no tenía nada de ridículo. Intentaron un ataque combinado, que era precisamente lo que Fang Tai había estado esperando en su lenta danza y entonces, con enorme velocidad, deslizó su cuerpo entre los dos sables enemigos y clavó su cuchillo en el estómago de uno de ellos. El hombre se dobló sobre sí mismo y cayó al suelo. Ella recogió su sable y, con una sonrisa de desprecio, empezó a hacer retroceder a su enemigo. Sus golpes eran fuertes pero ella los paraba sin esfuerzo aparente, con una sonrisa y una leve inclinación burlona que iban sumiendo al hombre en una confusión que poco a poco se transformaba en miedo. Lentamente lo fue llevando hasta un árbol y cuando por fin su espalda tocó el tronco, Fang Tai hizo una irónica inclinación de cabeza y le atravesó el corazón.
Entonces se giró rápidamente y corrió a ayudar a Arven que yacía en el suelo cubierto de sangre. En un par de minutos Fang Tai despachó a los dos adversarios y se inclinó sobre su guía. Eran todas heridas superficiales, casi rasguños, pero el muchacho estaba aterrorizado.
Le pasó el brazo por los hombros y ya estaba levantándolo del suelo cuando se dio cuenta de que uno de los hombres caídos estaba empezando a moverse; volvió a dejar a Arven donde estaba, se acercó al ladrón y le cortó la garganta.
Arven, mareado no tanto por la pérdida de sangre como por la brutalidad de la señora y por el contraste de su violencia con su rostro sonriente, la miró casi sin verla. Su cabeza era un torbellino. Rogaba al viento que aquello no hubiera sido más que una pesadilla que olvidaría al despertar.
Ella se acercó a sujetarlo, viendo que estaba a punto de desmayarse y entonces, desde el recodo del camino, cinco jinetes se lanzaron aullando sobre ellos.
—¡Mi arco, mi arco! —gritó Arven.
Ella saltó hasta donde estaban las mochilas, le lanzó el arco y sacó otro objeto de uno de los bolsillos. Arven apoyó una rodilla en tierra, tensó su arma y disparó. Cayó uno de los jinetes pero los otros siguieron avanzando, enloquecidos. Fang Tai se plantó en mitad del camino y de su mano derecha empezó a surgir un resplandor.
—¡Cúbrete, señora! ¡Al suelo! ¡Tienen arcos!
Fang Tai esbozó su arrogante sonrisa y, de pronto, el resplandor rojizo que había nacido en su mano se proyectó hacia adelante y alcanzó a los jinetes. Donde antes había habido cuatro hombres a caballo, al instante no había nada. Absolutamente nada.
Arven se quedó petrificado. Apenas se atrevía a mirar a la mujer. Se forzó a dirigir la vista hacia ella y a sostener su mirada. Fang Tai le sonreía, dulcemente, casi con inocencia, como pidiendo perdón. Al fin habló, con suavidad:
—Lo siento, Arven, tenía que hacerlo. Nos hubieran matado.
Él desvió los ojos, que se le habían llenado de lágrimas.
—Es grande tu magia, señora —susurró.
—Hoy puedo dedicar a mi grabación todo el tiempo que quiera porque le he dado a Arven un fuerte sedante y tardará todavía bastantes horas en despertar. Parece un personaje literario sacado de la mente de un antiguo, con su pelo de colores y su piel azul pálido surgiendo de entre los pliegues de la manta. Es un ser extraño, infantil y contradictorio muchas veces pero con una fuerza interior que se adivina detrás de su testarudez y su deseo de aferrarse a las hilachas de conocimiento kenddhai que son todo su mundo aunque él sabe que hay mucho más allá. Me gustaría poder hablar con él sinceramente, poder contarle cosas de mi casa, de mi gente, ver cómo reacciona ante la idea de que las estrellas por las que se guía en su camino nocturno son soles que iluminan otros mundos habitados donde otros seres creen que otras verdades son también la única. Pero sé que aún no está preparado y que quizá no lo esté nunca. Si yo pensara quedarme en este mundo para siempre, tal vez me planteara la idea de tomarlo como alumno y hacer de él un mago o un hombre de ciencia, pero eso es tan absurdo como pensar en tener un hijo en el cuerpo. Probablemente me contentaré con darle alguna indicación sobre la que pueda pensar el resto de su vida. Para él todo esto será un recuerdo imborrable y para mí, sin embargo, será uno más entre mis trabajos en planetas exteriores. ¡Qué relativo es todo!
»Me figuro que ése es precisamente uno de los mayores logros de nuestra civilización, la capacidad de relativizar absolutamente todo, de hacer la mente tan flexible que sea capaz de aceptar como verdad cosas distintas e incluso contradictorias sin sufrir una esquizofrenia. Supongo que para Arven sería terrorífico descubrir que la verdad no es una categoría absoluta y que el origen de la vida sobre su planeta es más simple y a la vez más complejo que la hermosa historia de dragones que ha inventado su pueblo.
»Es interesante que tengan ese miedo al conocimiento. No es el único planeta en el que sucede, por supuesto, pero siempre me ha llamado la atención que se asocie la bondad a la inocencia, entendiendo ésta como ignorancia, como desconocimiento. ¿Cómo entenderán aquí la muerte? ¿Como un feliz regreso a una de las cuatro o cinco materias? ¿Como una especie de reencarnación en el que un ser pasa por cinco existencias diferentes? Tengo que preguntárselo. Me parece que después de las experiencias de hoy se sentirá más dispuesto a la conversación, cosa que hasta cierto punto me hace sentir escrúpulos porque se supone que no debo inmiscuirme en nada que pueda afectar al desarrollo de su civilización. Siempre que no sirva a unos intereses más altos, claro. Intereses que siempre coinciden con los de la Liga. Pero este lugar está tan alejado que no creo que nada de lo que yo pueda hacer aquí tenga repercusiones a nivel galáctico ni a corto ni a largo plazo.
»Sigo preguntándome qué interés pueden tener en hacer desaparecer a la Intocable. Sé que no debería, pero con los años me voy apartando gradualmente de la dura disciplina de la Escuela y, como en el mito de los Dragones, las preguntas surgen en mi corazón.
»Cuando mate a la Intocable, elegirán otra, eso es obvio. ¿Y cómo saben ellos que la sucesora va a servir mejor a sus fines, sean éstos los que sean? ¿Llevan acaso un control de lo que sucede en este mundo? No sería imposible, claro; casi nada lo es para la Liga, pero no puedo imaginar una respuesta satisfactoria. Tal vez la Intocable pueda. Para eso está, para encontrar respuestas. Quizá sea capaz incluso de responder a la que yo quiero hacerle. Pero no quiero dejarme llevar por ello. Ya llegará el momento y entonces juzgaré.
«Empiezo a sentirme más contenta del desarrollo del viaje. La lucha ha vuelto a animarme cuando ya creía que iba a ahogarme el tedio. Es hermoso luchar, aunque es todavía mejor cuando hay peligro en ello; los desgraciados de hoy no tenían ninguna posibilidad desde el principio pero, claro, ellos sólo conocen una técnica, la que se ha desarrollado aquí, y yo conozco muchas, casi todas las que los seres inteligentes han inventado en multitud de lugares habitados. Quizá no haya debido evaporar a los otros atacantes; hubiera sido mucho más atractivo luchar con ellos, cuerpo a cuerpo, pero habrían matado a Arven antes de que yo hubiera podido acabar con todos. Curioso que Arven no luche más que con su arco. Me gustaría preguntarle por qué. Supongo que él debe de creer que lo considero un cobarde pero no es así; sólo me extraña que, aparte de sus flechas y la velocidad de sus piernas, no use ninguna otra arma en un mundo que parece estar lleno de posibles enemigos.
»Lo que me tranquiliza después del episodio de hoy es que sé que puedo utilizar el revólver a medio alcance sin destruir ningún equilibrio natural porque siempre que lo haga se tomará por alguna maniobra mágica. Lo que ya no me tranquiliza tanto es que Arven se ha quedado sorprendido pero no por el fenómeno en sí, sino porque yo lo haya hecho, lo que quiere decir, si no me equivoco, que hay otras personas que pueden hacer cosas similares y, lo que es más, sin revólver. De todas formas, lo creeré cuando lo vea. Siempre he pensado que todas esas historias sobre fuerzas mágicas se basan en fenómenos naturales que algunas personas pueden canalizar por procedimientos que desconozco y que los demás son incapaces de explicar de otro modo y por eso lo llaman magia.
»Seguro que a Arven también le parece mágico lo que mi regenerador orgánico va a hacer con sus heridas y tampoco va a poder explicarse cómo he conseguido atrapar al animalejo que estoy asando y cómo he sabido que se puede comer siempre que se le envuelva en alguna hoja que contenga magnesio. Naturalmente no pienso mostrarle el hipnotizador ni el analizador químico. Eso sí que destruiría el equilibrio; sobre todo el de su mente.
»Dejémosle creer en la magia. Hace menos daño y es mucho más poético. Vaya, parece que se está despertando. Claro que hace unas horas también abrió los ojos cuando me estaba poniendo la malla protectora y no creo que se haya dado cuenta de nada.
»Efectivamente, me mira sin ver, disfrutando de lo bien que se siente ahora que el dolor se ha ido. No puedo evitarlo, le estoy tomando cariño aunque sé que no debiera. Me gustaría hablarle con la lengua de la mente, captar de verdad cómo piensa, cuáles son sus sentimientos, y también dejarle mirar un poco en mi interior, lo justo para saciar la curiosidad que tanto me gusta en él y que tanto se esfuerza por reprimir, lo justo para hacerlo feliz sin volverlo loco.
»Es culpa mía, he ido retrasando el asunto de mi propia continuidad en la casa y en la vida y ahora van asomando esos sentimientos relegados a cada ocasión. En cuanto vuelva daré todos los pasos necesarios para asegurar la trascendencia, pero de momento lo único que puedo hacer es disfrutar de mis sentimientos sin dejarme arrastrar por ellos. En definitiva, lo que he hecho siempre.
Arven, tratando de olvidar el dolor de quemadura que le producían las numerosas heridas mientras tensaban su piel para cicatrizar, se concentró en el sentido especial de las gentes del bosque que permite sentir la presencia de la magia. Estaba sin duda a su alrededor, como un perfume, pero era una magia distinta a todas las que él había conocido. Una magia que no era ni buena ni malvada sino más bien la expresión de una vida diferente a la de él. Eso era ligeramente inquietante pero, por lo menos, no había de momento nada que indicara que los seres del bosque estuvieran cerca.
Con esa tranquilidad, su pensamiento se orientó hacia otro asunto que le preocupaba profundamente. Él, que tenía el sentido y el instinto de captar la mínima magia que emanara de una piedra, de un riachuelo, había estado caminando durante días junto a una poderosa hechicera y no había registrado nada. Volvió a pasar revista mental a lo sucedido horas antes, esforzándose por no detenerse en los detalles sangrientos y repugnantes de la lucha, para tratar de decidir cuándo se había dado cuenta de que la señora poseía poderes especiales, Estaba prácticamente seguro de que sólo cuando los jinetes desaparecieron sin dejar rastro había llegado a la conclusión de que se había tratado de hechicería pero hasta ese momento nada le había avisado de que la mujer tuviera dominio de la magia. Era extraño, muy extraño. Era como si la mujer, con su mera existencia, estuviera siempre tratando de decirle que hay en el mundo muchas más cosas de las conocidas por las kenddhai.
Ahora, caminando por la región más temida de los bosques, un lugar donde hasta la tierra que pisaban parecía viva, Arven se preguntaba hasta qué punto era más seguro viajar con alguien que puede usar tal magia en su defensa. Si las criaturas de los contornos captaban su emanación, lo que tal vez pudieran hacer aunque para él fuera inexistente, acudirían atraídos por el deseo de descubrir algo nuevo y de medir su propia magia contra la de ella. Y esa idea no acababa de gustarle.
Una de las heridas del hombro empezó a darle pinchazos y pronto se puso a latir enviando dolorosas oleadas calientes por todo su cuerpo. Se mordió los labios para no gritar y escupió la sangre que se le había acumulado en la boca, confiando en que Fang Tai no se diera cuenta. Estaba seguro de que ella, después del episodio con los ladrones, estaba convencida de que su guía era un cobarde incapaz de defenderse. Eso no tenía más remedio que aceptarlo pero por lo menos quería demostrarle que un kenddhai, aunque no es un guerrero, sabe resistir el dolor como si lo fuera. Ella se había ofrecido a poner un bálsamo en sus heridas, que eran menos superficiales de lo que a primera vista parecían, pero él se había negado. Las había lavado con agua de hierbas y un paño limpio, confiando en que el aire las secaría pronto, pero alguna que otra ojeada subrepticia le había informado de que, aunque muchos de los cortes se estaban cerrando, otros supuraban y latían. Se sentía traspasado por un dolor caliente y rítmico y tenía que hacer un esfuerzo tremendo para mantener su paso habitual.
Fang Tai carraspeó detrás de él con la clara intención de hacerlo volverse. Se giró hacia ella.
—Arven, si estás tratando de probarme tu valor y tu resistencia, ya lo has conseguido, pero me parece estúpido que sigas sufriendo cuando tenernos medios para aliviar el dolor.
—El dolor no es tan terrible, señora —contestó él, muy digno—. Se puede aprender a vivir con él.
—Me parece bien siempre que sea necesario, pero no lo es. Y además te has comprometido a guiarme y defenderme hasta la planicie de Tana. Tengo derecho a un guía en condiciones; no tengo por qué soportar a un herido que no puede ni siquiera caminar a buen paso por mera testarudez.
Arven sentía que las palabras de Fang Tai eran sólo una provocación y, a la vez, que hasta cierto punto era verdad lo que había dicho, pero no podía claudicar sin avergonzarse.
—Caminaré al paso que me indiquéis.
—Como quieras.
Hizo una pausa intencionada y preguntó suavemente:
—¿Podrás también disparar tu arco con esas heridas en los hombros y los brazos?
—Podré, señora.
—Pruébamelo —dijo ella, ofreciéndole su lenta y peligrosa sonrisa.
Arven descolgó despacio su arco, sabiendo que no podría tensarlo, sabiendo que el intento abriría las heridas ya cerradas y convertiría en agonía el dolor de las otras. Tomó una flecha y la montó. Ella lo miraba sin pestañear, esperando. Tensó el arco y los ojos se le llenaron de lágrimas; todas sus heridas empezaron a manar. Dejó partir la flecha y falló.
Se volvió de espaldas, se apoyó en el tronco de un árbol para ocultar su temblor y sepultó la cabeza entre los brazos. Ella se acercó despacio y, cuando ya iba a tocarlo, retiró la mano, se alejó un par de pasos y le habló en un tono perfectamente neutro:
—Hace unos minutos hemos pasado cerca de un manantial; sugiero que volvamos, que nos lavemos y comamos algo. Entonces te curaré las heridas y podremos seguir. Si de verdad estamos en un terreno peligroso no quiero disminuir nuestras posibilidades.
—¿Me vais a curar con magia? —preguntó él, sin volverse.
—Te voy a curar con medicina. Si eso es o no magia, es algo que no me he preguntado nunca.
Arven se giró hacia ella, dispuesto a hacer lo que sugería. No tenía elección. Casi no veía y se sentía a punto de desmayarse. El esfuerzo de tensar el arco había sido excesivo. Ella lo sabía y, sin embargo, lo había provocado a hacerlo. Él sabía que no podría y, sin embargo, lo había intentado. Confusamente se preguntó por qué. Tampoco podía decidir qué clase de mujer era aquella que podía ser a la vez tan cruel y tan tierna. Tan tierna como para llevarlo junto a la fuente, lavar sus heridas con manos como mariposas y aplicarle un bálsamo que quemaba un momento, como el hielo, y luego dejaba una fresca paz y un cosquilleo apenas. Casi sin darse cuenta, se quedó dormido.
Abrió los ojos un instante y la vio como a través de una bruma, lavándose desnuda en la fuente, su piel morena levemente luminosa, dorada; sus miradas se cruzaron un segundo y ella le sonrió. Volvió a cerrar los ojos y ya no los abrió hasta muchas horas más tarde.
Cuando despertó era ya de noche y Fang Tai estaba vestida, sentada ante una pequeña hoguera asando un tongari. Se preguntó cómo lo habría cazado y cómo sabría que se podía comer porque sólo los tongari del norte eran hasta cierto punto comestibles. Los de su región causaban vómitos y diarreas, que podían llegar a ser mortales y sólo eran presa apetecible para los grandes manúas. Se encogió mentalmente de hombros disfrutando de la sensación de estar tumbado entre mantas con el sueño deshaciéndose poco a poco en sus ojos. La felicidad lo sobresaltó. El dolor había desaparecido por completo. Probó a flexionar el brazo debajo de la manta y no sintió ninguna molestia. Se sentó bruscamente, perplejo, y se miró los brazos y los hombros a la luz de la hoguera: apenas quedaban unas marcas rojizas donde habían estado las heridas.
Ella le sonrió, como comprendiendo su asombro y, sin hablar, le tendió un frasco de licor de hierbas. Bebió un sorbo fuerte y dulce y se quedó mirándola con absoluta sinceridad por primera vez desde que caminaban juntos:
—Me tenéis asombrado, señora.
—¿Por qué? ¿Por mi medicina? —contestó ella de buen humor.
—Por todo. No consigo comprender la mayor parte de las cosas ni puedo colocaros en ningún lugar entre lo que conozco.
—Lo que debería indicarte que hay más cosas en el mundo de las que conoce la sabiduría kenddhai.
—Sí, así parece —contestó él, negándose a darle la razón por completo.
—Así es, Arven —sus ojos parecieron de pronto profundos y antiguos, los ojos de alguien que ha visto mucho y sabe muchas cosas—. Así es.
—Podríais enseñarme muchas cosas —dijo él en un tono que quería evitar la pregunta.
—Podría. Si estás dispuesto a aprender. Recuerda que eso no es propio de un kenddhai…
Arven la interrumpió:
—Lo sé, lo sé.
Ella continuó como si él no hubiera hablado:
—Pero es propio del ser humano.
—¿Me enseñaréis vuestra magia? —preguntó, vacilante.
—¿Para qué?
Él contestó, con rebeldía:
—Si no puedo ser un kenddhai, y empiezo a pensar que no puedo, me gustaría ser mago. El primer mago de los bosques.
—¿Por qué el primero? —en la lengua que había aprendido en un par de sesiones de implantación lingüística no quedaba claro si «el primero» quería decir «el más importante» o «la persona que hace algo que nunca antes se ha hecho».
Arven contestó bajando la voz y la cabeza, como si le diera vergüenza decir lo que decía:
—Porque sólo las mujeres tienen la magia, la magia verdadera. Los Hombres, y entre ellos sólo los arqueros kenddhai, no conocemos más que la pequeña magia que nos sirve en la vida diaria.
Ella sonrió, divertida:
—De modo que en un momento has decidido romper con todas las tradiciones.
Arven calló, como esperando su respuesta.
Fang Tai, después de pensarlo un momento, hizo otra pregunta en vez de contestar:
—¿Podrías mostrarme qué cosas sabes hacer para que pueda juzgar sobre tu poder?
Él pareció asustarse:
—¿Aquí? ¿Ahora?
—¿Por qué no?
—Señora, el bosque está lleno de criaturas. Ya cruzarlo es una temeridad. Encender fuego ha sido una locura pero hacer magia sería una provocación terrible.
Arven se resistía a decirle que, si no había protestado por el fuego, era porque después de ver lo que había hecho con los jinetes, se sentía algo más seguro al atravesar el bosque protegido por su magia pero no sabía hasta qué punto podía medirse su poder con el que emanaba de la oscuridad viva de aquellas tierras.
—¿No crees que mi magia sea bastante para protegernos de ellos? —preguntó Fang Tai, fingiendo sentirse insultada para forzarlo a que demostrara lo que podía hacer.
Por nada del mundo hubiera renunciado a la exhibición de aquellos poderes desconocidos que tan intrigada la tenían.
Arven sintió que no podía negarse si no quería insultarla y, si iba a convertirse en su alumno, le importaba mucho que estuviera contenta con él. Suspiró, cerró los ojos y dijo en voz baja:
—Voy a traer hasta aquí a dos de los caballos que los ladrones dejaron en el camino.
Fang Tai hizo un impaciente movimiento de cabeza que él no vio porque su mente estaba tratando de ponerse en contacto con los animales. No era eso lo que ella quería aunque quizá sí fuera una buena idea disponer de una o dos monturas. Lo que ella tenía pensado era más bien algo espectacular que no pudiera explicar con sus conocimientos científicos. Algo de lo que había oído hablar en algunos lugares pero que nunca había visto. Resolvió esperar con calma y ver en qué paraba todo aquello.
Arven abrió lentamente los ojos y parpadeó como reponiéndose de un esfuerzo:
—Sólo he podido localizar a uno pero ya está en camino, pronto llegará. Los otros deben de haberse alejado mucho para mí.
Sorprendió la mirada de ella, una mirada que decía con toda claridad que esperaba más y se preparó para mostrarle otras cosas. Fijó los ojos en la hoguera y, poco a poco, ante la incrédula mirada de Fang Tai, el fuego se fue apagando hasta que no quedaron más que cenizas y oscuridad; entonces Arven alzó las manos y una débil luminosidad azul empezó a surgir en las puntas de sus dedos. La luz fue subiendo de tono y en unos segundos Fang Tai pudo ver el bosque que les rodeaba como iluminado por un globo de gas. Arven se dio cuenta de que la señora estaba impresionada o fingía estarlo y dijo con una pequeña sonrisa irónica:
—Puedo hacer algo de luz, señora, pero no matar con ella.
Entonces la luz se fue extinguiendo y, lentamente, el fuego de la hoguera renació. Ella se había quedado sin habla pero sus ojos relucían.
—Muéstrame más —dijo en un susurro.
Arven cerró los ojos, apretó los brazos contra su pecho y con un terrible esfuerzo que distorsionó su rostro, empezó a cambiar de apariencia. Muy lentamente, pequeñas ramas le nacieron en la piel y fueron extendiéndose perezosamente a su alrededor, abriendo hojas y capullos, adquiriendo cortezas y ramificaciones hasta que en unos minutos, donde había estado Arven había un delicado arbusto florido.
Entonces sonó la voz en su cerebro.
Fang Tai se replegó, sorprendida, porque no se había esperado aquel contacto.
—No es una ilusión, señora, podéis tocar mis hojas y mis flores. Esta es mi planta tutelar, la asjalia, y sólo en ella puedo transformarme, pero sigo siendo un hombre y cualquier criatura del bosque reconocería mi esencia. Sólo puedo engañar a otros humanos.
Fang Tai, a su pesar, reaccionó casi violentamente:
—¡Deja eso, Arven! ¡Déjalo ya! ¡Vuelve a ser lo que eras!
Muy despacio, se fue invirtiendo el proceso hasta que Arven volvió a encontrarse junto a la hoguera, temblando de agotamiento pero sonriente y orgulloso.
—Eso es lo máximo que puedo hacer, señora —dijo cuando consiguió hablar de nuevo.
—Magnífico, magnífico —no se le ocurría qué otra cosa podía decir para no delatarse, por eso optó por preguntar— ¿por qué ahora sí has usado el lenguaje de la mente?
—Ése no era el lenguaje de la mente, señora. Nunca me atrevería. Era el lenguaje intermedio. Era mi esencia humana transmitida en palabras. La habéis captado como haría una criatura del bosque, lo que prueba que vuestra magia es grande.
Ella sacudió la cabeza, sin comprender, pero antes de que pudiera hablar la interrumpió la llegada de un caballo, una pobre bestia sin estampa que parecía haber nacido para la esclavitud. Para calmar un poco la confusión de su mente, se levantó, fue hasta él y le acarició el cuello mientras lo iba acercando suavemente a la hoguera; ató la brida a un arbusto y empezó a registrar las alforjas mientras pensaba algo que pudiera decir sin que sonara absurdo. Mientras tanto, Arven daba cortos tragos del licor de hierbas intentando reponerse de su esfuerzo.
Un agudo grito los sobresaltó, un único grito que se extinguió al cabo de unos segundos dejando paso a un silencio pulsante y tenso a su alrededor. Esos segundos bastaron para que Fang Tai desenfundara su arma y Arven se perdiera como una sombra en la oscuridad del bosque. Cada uno en su puesto de observación y con su arma temblando ligeramente en la mano, aguardaron unos minutos sin atreverse casi a respirar, tratando de oír algo que les ayudara a precisar la procedencia del grito mientras multitud de imágenes pasaban a toda velocidad por sus mentes.
Arven había oído leyendas de ciertas costumbres de los hijos del viento y del agua y, aunque se había do a creerlas considerándolas puros cuentos infantiles para asustar a las gentes de las ciudades, aquel grito en aquel lugar de magia viva y después de su estúpida exhibición que sólo podía haber sido entendida como un desafío, había roto todas las barreras de su mente adulta para hacerle sentirse de nuevo como un niño en la noche de su iniciación. Ahora estaba seguro de que les esperaba un horrible destino y ni siquiera la posibilidad de salvación que representaba la fuerza de Fang Tai podía tranquilizarlo. Al fin y al cabo, él no había visto mucho de su poder; no podía asegurar que lo que él creía haber visto en el camino no fuera una alucinación provocada por la debilidad, la pérdida de sangre y el miedo. Tal vez ella era uno de los reclamos con forma humana que, según las leyendas, utilizan las criaturas del bosque para atraer a su territorio visitantes que, de otra forma, jamás se hubieran atrevido a internarse en él. Se sintió furioso consigo mismo por su estupidez. Ahora estaba claro por qué no había notado su emanación. Porque no la tenía, porque no era un ser vivo sino un simulacro hecho de viento y de reflejos de agua para atraerlo a los bosques del norte, a su perdición. Pero aún no lo habían capturado. Había sido más listo que ellos y de momento aún estaba libre en la oscuridad, donde se sentía seguro y protegido, y tenía su arco. No necesitaba más. Maldiciendo interiormente su inexperiencia y su credulidad, comenzó a alejarse silenciosamente hacia el noroeste.
Fang Tai, con la mano agarrotada sobre la culata del arma y los ojos llenos de lágrimas del esfuerzo por penetrar la oscuridad, fue relajando sus músculos poco a poco. El maldito muchacho había apagado la hoguera antes de desaparecer entre los árboles sin acordarse de que las tinieblas, que para él eran un manto protector, a ella la dejaban ciega. Se agachó junto a las patas del caballo y se arrastró hasta las cenizas orientándose por el calor; localizó su mochila, buscó en el interior y se colocó el visor nocturno. Cada vez le importaba menos lo que Arven o cualquiera de los nativos pudiera pensar de sus objetos mágicos. Echó una mirada a su alrededor y, cuando estuvo segura de que no había nada que ver, volvió a quitarse el visor y removió las ascuas hasta que volvieron a arder mientras empezaba ya a preocuparse por lo que pudiera haberle sucedido a su guía. El bosque estaba tan inmóvil y silencioso como antes del grito y, sin embargo, había alrededor algo indefinible, otra cualidad para la que ella no tenía palabras y que debía ser lo que estaba poniendo tan nervioso al caballo. ¿Sería ésa la magia que Arven captaba y de la que ella no había sido consciente?
Pensó llamarlo a gritos pero se contuvo. Aquello que había en el bosque, lo que fuera, no se lo aconsejaba. Se le ocurrió probar con el lenguaje de la mente, pero rechazó la idea; Arven sabía que ella podía contestarle. Si estaba en peligro, el la llamaría.
Con la práctica adquirida al cabo de los años, apartó de su cabeza todas las estúpidas ideas que se le estaban ocurriendo y se concentró en lo fundamental: seleccionó unos cuantos objetos pequeños de entre todo lo que llevaba en la mochila y los escondió en distintos lugares de sus ropas, se tragó una píldora que la mantendría despierta veinticuatro horas más al máximo rendimiento y, lentamente, sin disfrutarlo pero sabiendo que era necesario, se comió el animal que había cazado hasta que no quedaron más que huesos. Luego se dispuso a esperar el amanecer para seguir viaje.
Se le pasó un momento por la cabeza la idea de acudir a investigar el misterioso grito. La mujer que había gritado de ese modo debía de estar aterrorizada y tal vez necesitara ayuda. Fue sólo una idea pasajera y pronto la abandonó. Ella no sabía absolutamente nada de esa zona y sus gentes; lo que ella había interpretado como terror podía muy bien ser otra cosa, una trampa, incluso. Además su viaje ya estaba durando demasiado; lo que importaba era avanzar rápido sin dejarse detener por cada incidente del camino. Ni siquiera por Arven estaba dispuesta a retrasarse más. Le ayudaría, por supuesto, si se encontraba en peligro, pero no antes de que se lo pidiera. También podía ser que se hubiera marchado por pura cobardía, por simple miedo a las criaturas a las que con tanto misterio se refería. Era posible incluso que la hubiera dejado allí como cebo para aquellos seres, como distracción mientras él se dirigía a otra parte. Al llegar a este punto la línea de su pensamiento se interrumpió. Sus ojos se dilataron por la sorpresa. Arven no iba al norte simplemente como guía; él también se dirigía a algún lugar. Recordaba vagamente que el posadero le había dicho que el muchacho había rechazado las ofertas de las caravanas que bajaban hacia el sur. Por eso su precio había sido tan bajo, porque a él también le interesaba la dirección de la marcha. Y ahora, curado de sus heridas y protegido por la oscuridad, había decidido abandonarla para seguir solo su camino entregándola a aquellos seres fueran quienes fueran.
Entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa torcida. Si volvía a verlo, le iba a enseñar alguno de los mil modos que ella conocía de responder a la traición. ¿Qué se había creído? ¿Que Fang Tai estaba indefensa, sola en el bosque? Acarició la culata de su fusil lanzallamas deseando apretar el gatillo. Una pequeña presión de su dedo y todos aquellos miserables bosques con toda su magia y todas sus misteriosas criaturas se calcinarían en el incendio más horroroso que registrara su historia porque su arma no sólo arrojaba fuego sino también carburante; un carburante infernal que con dos gotas podía arrasar un bosque. Y el cargador estaba lleno.
Se acomodó en el suelo y relajó sus músculos uno a uno, para poder descansar. No tenía miedo a dormirse inadvertidamente porque la pastilla no lo permitiría; cerró los ojos y, dejando los oídos bien abiertos, pasó revista mentalmente a las imágenes de los veintidós arcanos. Dudó un momento entre la Luna y el Loco. Los dos la atraían poderosamente. Un segundo flotó entre ellos la Sacerdotisa pero Fang Tai la alejó voluntariamente; era sólo un deseo de su parte consciente que deseaba reflexionar sobre su misión contra la Intocable y ella no necesitaba ahora pensamientos sino meditación y descanso. Volvió a sentirse inmersa en la atracción de los dos arcanos que desde las profundidades de su mente reclamaban su atención; muy poco a poco las dos imágenes se fueron superponiendo y, de su unión, la Luna fue perdiendo algunos atributos mientras que los otros se potenciaban. El Loco caminaba por el paisaje dudoso de la luz de la Luna, el lince blanco mordía su pierna izquierda mientras el cangrejo devorador esperaba a sus pies. Las gotas caían hacia arriba atraídas por el equívoco perfil femenino y el Loco caminaba sin ver, apoyado en su bastón, hacia la estepa de detrás de las torres, hacia los bosques poblados por fantasmas más allá de la estepa; su casaca, del color del fuego, una mancha violenta en el paisaje azul.
Fang Tai lo contempló largamente, olvidada del tiempo y de sí misma, sorbiendo equilibrio y olvido en los símbolos antiquísimos que había heredado de sus mayores. Sabía también que algo estaba mal en su imagen pero por alguna razón la mezcla se negaba a disolverse y había algo coherente en aquella amalgama de datos que marcaba su destino. A pesar de todo, se entregó desapasionadamente a su contemplación hasta que los movimientos del caballo le indicaron que estaba amaneciendo un nuevo día. No había ni rastro de Arven.
Sin amargura ya, llena de energía, refrescada por la meditación y con una meta clara por delante, cargó sus cosas en el caballo, tomó un sorbo de licor y se internó en el bosque.
La Intocable caminaba lentamente, renqueante, arriba y abajo de su cámara como una fiera enjaulada, lanzando vagas ojeadas de vez en cuando al fuego que rugía en un rincón de la estancia. Llevaba varios días preparándose serenamente para el encuentro que no podía tardar en producirse y de pronto, durante la noche, había despertado con el corazón oprimido por el pánico. Algo estaba poniendo en peligro la vida de su sucesora, algo elemental y antiguo, quizá tan poderoso como ella misma, que sin embargo aún no había podido precisar. Las criaturas de los bosques se estaban haciendo más y más atrevidas y era función de la Intocable volver a ponerlas en su lugar de grado o por fuerza pero ella estaba ya consumida, como una lámpara que se apaga, y le faltaba el deseo de volverlo todo a su orden natural. ¿Qué sabía ella, al fin y al cabo, lo que era el orden natural de las cosas? Ella que había vivido siempre prisionera de su poderosa celda de fuego sin más contacto humano que los pobres seres aterrorizados ante su presencia que acudían ocasionalmente a pedir su palabra.
No siempre había sido así. Había existido también un tiempo en que ella era joven y libre y había tenido una hermosa casa y otra misión en la vida y una criatura propia a la que había amado sobre todas las cosas. Ahora todo se había perdido. El fuego había consumido su cuerpo y su alma y sólo le quedaba el deseo de morir. Y hasta eso querían arrebatarle ahora esas livianas criaturas de los bosques para las que la vida es un juego malvado.
Le hubiera gustado poder morir así, sin seguir sufriendo la humillación de verse cada día más enferma, más vieja, más gastada, pero no podía ser. Tendría que usar el Poder una vez más, tendría que convocar la terrible fuerza del fuego, reunirla y dirigirla a través de su cuerpo hacia el lugar donde su sucesora estaba a punto de convertirse en un ser sin alma. Si no lo hacía, conservaría la poca fuerza personal que le quedaba pero quizá tuviera que soportar muchos años más esperando a la siguiente si dejaba morir a la elegida.
Tendría que convocar al fuego, tendría que hacerlo porque había visto en el futuro un bosque en llamas y centenares de criaturas traslúcidas ahogándose en el resplandor del incendio. Claro que ése era sólo un futuro; había otros, muchos otros que podrían ser realizados y a los que éste anularía, futuros que ella había visto también en su rueda y que podrían también suceder. El regreso de los dragones de fuego. Su triunfo. Su derrota. Las infinitas combinaciones de los seres y las cosas girando sin fin en el vacío.
Dirigió la mirada al fuego que rugía en la caverna, una mirada antigua, intensa, cargada de propósito y de dolor. Vio entre las llamas la capa escarlata del Emperador y la coraza del conductor del Carro con sus cinco clavos de oro. Vio la anfisbena y supo lo que tenía que hacer. Al contrario que en tiempos pasados, el fuego tendría que someter a las otras materias. Para que pudiera realizarse el futuro elegido.
Arven, atado por sortilegios que le impedían mover los pies y las manos, estaba echado bajo un árbol gigantesco. Su instinto le decía que el sol brillaba en el cielo desde hacía varias horas pero en el lugar donde se encontraba reinaba una oscuridad casi total. Si no hubiera sido por la innatural falta de luz, hubiera podido decirse que se trataba de un claro del bosque porque en un amplio círculo el suelo era suave y liso, cubierto de hierba blanquecina y florecillas luminosas y los árboles formaban una especie de caverna natural pero sus copas parecían entretejidas artificialmente para no permitir el paso de la luz solar. Todas las plantas eran desconocidas para Arven y parecían estar más vivas, a pesar de su palidez, que las que había conocido en toda su experiencia.
No tenía conciencia clara de cómo había llegado allí; en su recuerdo lo único que destacaba nítido era el escalofrío de las presencias que le habían rodeado en la oscuridad y las agudas risitas malévolas que venían de todas partes y a la vez de ninguna. Después de eso, su mente se había hundido en un blando vacío para despertar al pie del árbol, incapaz de moverse y sin saber qué iban a hacer con él las criaturas del bosque.
Había otra forma tendida en el suelo, no muy lejos, que no se había movido en todo el tiempo que él llevaba despierto. Se estaba ya preguntando si sería un cadáver cuando la figura movió levemente la cabeza y suspiró como negándose a admitir la realidad de su situación.
—¡Oh, Madre Sagrada! —dijo la figura en voz baja—. Protege la misión de tu hija que se dirige a tu encuentro por estos bosques de espanto.
Arven sintió un ahogo en la garganta. La mujer había hablado en la lengua secreta de las kenddhai, la antigua lengua que sólo se utilizaba en ceremonias y conjuros o entre kenddhai de tierras diferentes en las raras ocasiones en que se encontraban. Por la invocación que había usado Arven se dio cuenta de que era una muchacha joven que se dirigía al Santuario de la Intocable para algo que él no podía ni debía conocer.
Con el estómago contraído, preparó su garganta para las palabras que iba a pronunciar en la sagrada lengua de sus antepasadas, la que no había hablado desde su iniciación.
—Doncella, ten valor y confianza, por el poder del arco y las cuatro materias, por las mujeres de nuestra antigua estirpe y por sus hijos y esposos. Yo, Ilkar, hijo de Alessia, de los azules bosques del sur, de las kenddhai de Surddham, te serviré con la pobre fuerza de mi brazo y de mi arco mientras tenga vida o me quede espíritu.
Las palabras se enredaban difícilmente en su boca porque la emoción de hablar con alguien de su raza lo angustiaba pero consiguió pronunciarlas clara y orgullosamente como un tributo a la estirpe de su madre.
La muchacha contestó con la voz temblorosa de lágrimas:
—Honor eterno a las cuatro materias que te traen a mí en esta hora de espanto, arquero de mi sangre que hablas la sagrada lengua de nuestras abuelas. Yo soy Fassia, hija de Tolma, de las kenddhai de Namar en los lagos del Este. Agradezco tu ayuda y, aunque mi misión es solitaria, acepto tu servicio para llegar sana y salva al Santuario de nuestra Sagrada Madre.
En medio del orgullo que estaba empezando a sentir por el hecho de haberse convertido en servidor de una doncella kenddhai, Arven no dejaba de sentirse incómodo por la promesa hecha a Fang Tai. Ella tenía la mitad de su flecha, y aunque fuera un fantasma sin existencia real, tenía con ella un pacto que debía cumplir a riesgo de comprometer su honor irremisiblemente. Se sentía también avergonzado por haberse dejado tentar por ella, por aquel simulacro de mujer que le había ofrecido el conocimiento de un modo tal que le había hecho renunciar a las sagradas tradiciones de las suyas y, aunque nadie era testigo, su debilidad era algo que llevaría siempre grabado a fuego en su corazón con una marca que la Intocable podría leer como él leía en las hojas del bosque.
Ahora se arrepentía profundamente pero dudaba de que su arrepentimiento tuviera algún valor. Decidió que lo menos que podía hacer era informar a la muchacha de su anterior compromiso y de la trampa que le habían tendido para atraerlo a donde ahora se hallaba. Le molestaba tener que usar la preciosa lengua de ceremonia para narrar sucesos tan cotidianos pero era la única posibilidad que tenía de hacerse entender y debía darse prisa por si las gentes del bosque llegaban antes de que hubiese terminado su narración.
Empezó a hablar lentamente al principio y luego más y más deprisa mientras las palabras medio olvidadas iban apareciendo en su cerebro. Ella le escuchaba en silencio, sin interrumpirle con un suspiro siquiera y, por supuesto, sin hacerle preguntas. Cuando terminó de hablar, Faissa dijo que nunca había oído hablar de esas criaturas convocadas para el engaño y, dando a su voz un matiz de duda respetuosa, sugirió que cabía dentro de lo posible que la señora fuese de verdad una hechicera de algún país remoto y que en ese mismo momento se encontrase en peligro sin su guía para protegerla. Comentó también, como sin darle importancia, que ella lo había curado cuando ya se encontraban dentro del bosque; si hubiera pretendido entregarlo a los hillai hubiera podido hacerlo sin necesidad de cerrar sus heridas.
El desasosiego de Arven, que ya había empezado a sentir en cuanto se había dado cuenta de lo precipitado de su decisión, subió de tono. Era muy posible que Faissa tuviera razón y en ese caso él se había comportado con Fang Tai no sólo como un cobarde sino también como un traidor. Por un instante deseó estar muerto y a la vez la idea le dio risa, una especie de risa macabra porque era probable que pronto lo estuviera. Si hubiera podido preguntarle a Faissa sobre las costumbres de ese pueblo que había llamado hillai, lo habría hecho, pero eso era algo que le estaba vedado y más hablando con una kenddhai de otra estirpe. Resolvió guardar silencio y esperar.
No tuvo que hacerlo durante mucho tiempo. Apenas había acabado Faissa de exponerle sus dudas sobre la señora cuando sintieron presencias a su alrededor. Al principio eran apenas visibles pero esforzando la vista y combinando todos los sentidos para detectarlas, las figuras de los hillai podían percibirse como unas formas neblinosas, vagamente iluminadas con una especie de pulsación azulina que subía y bajaba de tono. Su emanación, aunque más intensa, era como la del resto del bosque, ni positiva ni negativa, extrañamente neutra, como ajena a todo concepto de moral. Arven había oído contar, siempre a medias palabras, que de alguna manera increíblemente malévola, aquellas criaturas sorbían el alma y la vida de los viajeros y los convertían en no-seres que ya nunca podían abandonar aquellos bosques de eterna penumbra porque sólo ellos alimentaban el simulacro de vida que los hacía moverse. Antes había pensado que no eran más que cuentos de viejos que se emborrachan al calor de la lumbre pero ahora, rodeado de aquellas presencias espectrales, sentía que las historias podían muy bien hacerse realidad.
Por el momento, los hillai se limitaban a vagar sin meta fija entre los árboles y sobre la hierba, como si esperaran algo, y se comunicaban ocasionalmente entre ellos con pequeños gritos de un tono tan agudo que Arven no podía estar seguro de oírlos. Sintió entonces que varias mentes extrañas se acercaban a la suya, entrando y saliendo de sus pensamientos, sin comprenderlos y sin apreciarlos, con la misma inconsciente diversión con la que algunos hombres acosan con palos a un animal enjaulado. La repugnancia que le producía aquella intrusión era insostenible. Intentaba cerrar su mente a la entrada de aquellos dedos investigadores que le daban punzadas de dolor y de asco, pero las barreras que construía no parecían existir para aquellos extraños seres. No podía comprender su lenguaje y sólo captaba que de alguna manera se estaban divirtiendo y que lo que hacían, si no algo prohibido, por lo menos era algo que no deberían hacer, según sus propias leyes. Arven se esforzaba por entender algo que pudiera servirle de ayuda pero aquellas mentes permanecían extrañas a la suya, deslizándose a toda velocidad por sus recuerdos, por sus miedos, por sus ilusiones que para ellos no podían significar nada.
Al cabo de un tiempo que le pareció eterno, las presencias se alejaron de él. Levantó la cabeza para asegurarse de que Faissa seguía estando al pie del árbol y eso por lo menos lo tranquilizó; las figuras, fosforescentes ahora que la oscuridad se estaba haciendo más intensa, se habían alejado también de ella y se habían reunido en el centro del claro.
—Faissa —se atrevió a murmurar en voz muy baja.
Los hillai se giraron un instante hacia él y empezaron a emitir las risitas chillonas y espeluznantes que él recordaba de la noche anterior. Dejaron por fin de dirigirle su atención y él no dijo más. No se atrevía a repetir su llamada.
Entonces, muy tímidamente, unos sentimientos de vergüenza, de miedo y de inseguridad, cargados de disculpas por su atrevimiento, se acercaron a él, dispuestos a huir a la menor señal de rechazo. Por un momento pensó que podía tratarse de Fang Tai pero casi instantáneamente supo que era Faissa y por eso le abrió su mente como no lo había hecho desde que perdió a su madre. La bienvenida de Arven dejó a la muchacha deslumbrada; no había esperado encontrar tanto calor y tanta ternura en aquel arquero desconocido que sin saber nada de ella se había comprometido a ayudarla. Se abrazó a él sintiendo la dulzura de la compañía, de la comprensión de uno de los suyos, de alguien que pensaba como ella y que había sido educado del mismo modo. Compartió sus recuerdos y sus proyectos y, por un instante, olvidando la misión que la llevaba al Santuario, deseó pasar el resto de su vida en ese abrazo. Arven se unió a Faissa casi con desesperación, proyectando hacia ella el amor que no había tenido a quien entregar durante años, llorando interiormente de felicidad y rogando a las cuatro materias que pudieran siempre permanecer juntos como ahora lo estaban. Aquella mujer era lo que él había estado imaginando durante toda su vida sin atreverse casi a esperar que existiera. Era todo demasiado perfecto para ser alcanzable y la perfección se rompió. Faissa, que durante unos momentos había sentido lo mismo que él y le había transmitido su deseo, le hizo saber que su misión en la vida no estaba junto a un hombre sino con la Gran Madre en la montaña de fuego. Ella había sido designada por las cuatro materias para ser la nueva Intocable de las kenddhai.
Su abrazo se rompió y la mente de Arven se sumergió en un torbellino de impotencia y rebeldía. Se negaba a aceptar tal destino para la mujer que él, sin más derecho que el del corazón, sentía como suya. Ella se acercó de nuevo, triste, con un dolor mayor que el de Arven porque su lucha era más dura. Ella sentía la llamada del fuego, la había sentido desde su infancia, cada vez con más intensidad en cada primavera y por fin había sabido que su momento había llegado, que debía dirigirse al Santuario para tomar el relevo en la sagrada tarea. Nunca había pensado que podía existir un hombre para ella y, caso de haberlo, siempre había estado segura de que podría abandonarlo para hacer lo que debía ser hecho. Sin embargo, ahora que había encontrado a Ilkar, la decisión era mucho peor de lo que hubiera pensado. De un modo incomprensible se sentía ligada a él por lazos tan fuertes como los del fuego y, por otra parte, sin sentido del deber le decía que todo lo mundano debe ser para la Intocable como un jirón de niebla.
Abrazados en una agonía común suspiraron casi con resignación al sentir que los hillai se acercaban. Quizá la muerte les permitiría seguir juntos.
Arven pidió a Faissa que se replegara cuando los hillai volvieran a entrar en su mente; él trataría de detenerlos para que no pudieran tocarla a ella, pero no fue posible. Sintieron que lo que habían experimentado antes con aquellas criaturas eran sólo juegos infantiles; acababa de llegar un ser mucho más poderoso, un ser de viento y de agua cuya emanación era casi tangible, un ser a quien no podían comprender pero que sentían que iba a destruirlos de un modo que ni siquiera podían imaginar. Cuando entró en sus mentes, el terror estuvo a punto de enloquecerlos. Aquella criatura se movía en su interior con tanta soltura como ellos mismos pero sin ningún cuidado. Atravesaba sus pensamientos, sus deseos y sus recuerdos como un animal en fuga atraviesa el bosque, rompiendo y arrancando.
Arven y Faissa aullaban de dolor con alaridos del cuerpo y del espíritu, incapaces de detener aquella cosa que los desgarraba por dentro, buscando y revolviendo en lo más íntimo de sí mismos. Uno sentía la tortura del otro y la agonía era insostenible. Hasta la muerte parecía buena y deseable en aquel huracán.
Entonces la criatura, cansada de buscar a ciegas, se fijó en uno de los primeros recuerdos de Arven: la mano de su madre imitando el movimiento de las hojas mientras cantaba una canción. Era una imagen vivida y perfecta, llena de luz, de sonidos y colores y, de repente, la imagen pareció desgajarse de su mente y, como si le arrancasen un trozo de su carne, con un dolor lacerante, se desprendió de él. Aún brilló un momento en su cerebro como brilla el recuerdo de una luz tras los palpados cerrados y se extinguió. Nebulosamente, perdido en la náusea, le pareció sentir que su imagen, aquella preciosa imagen que siempre había tenido en su interior era arrojada a una de las otras criaturas como un despojo que lanza un capitán a sus soldados. Supo que nunca volvería a recuperarla, que aquel recuerdo se había borrado para siempre de su ser y entonces comprendió cómo los hillai chupaban las vidas de los viajeros: arrancándoles todo lo que tenían en sus mentes como los ladrones arrancan las armas, el oro o los vestidos de los caminantes. Y supo que cuando terminaran con ellos no les quedaría nada, que no serían más que dos cuerpos sin alma incapaces de amar, de pensar, de recordar.
Las leyes kenddhai les habían enseñado el concepto del honor y la dignidad de la muerte pero aquello era den mil veces peor que morir; para aquello no tenían nada previsto. En medio de su horror y su pánico, sus dos mentes mutiladas pero unidas, gritaron una invocación a la Intocable y los poderes del fuego. No fue un conjuro formulado y antiguo, fue solamente un grito de agonía, la expresión de su deseo de verse consumidos por el sagrado fuego devorador antes de transformarse en criaturas líquidas o etéreas como sus torturadores. Y, de repente, la mente hillai guardó silencio y el bosque se cubrió de una calma extraña, pegajosa; y en medio de aquella serenidad mortal sonó una canción, una canción en una lengua absolutamente desconocida que sonaba como una provocación y a la vez como un hechizo contra la magia del lugar.
Fang Tai se acercaba a caballo, con un casco inverosímil sobre la cabeza, cantando despreocupadamente. Faissa y Arven sintieron que la poderosa mente del hillai se desviaba de ellos para posarse sobre la que llegaba. Entonces Arven gritó:
—No entres al claro, señora, es un círculo mágico, atravieses el círculo, te atraparán.
No pudo decir más porque decenas de mentes se abalanzaron sobre la suya ahogándola. Faissa se replegó y emitió una señal de dolor y peligro; Ilkar le había contado que la señora también conocía el lenguaje silencioso.
Fang Tai sacó su hipnotizador, lo puso al máximo y quitó el seguro de su lanzallamas. Estaba empezando al cansarse de tanta magia y tanto juego efectista aunque debía reconocerse a sí misma que lo que había visto hacer a Arven la tarde anterior era digno de tomar en consideración. Además, por alguna razón, su caballo se negaba a avanzar; su instinto debía de indicarle que había algo allí que ella no podía sentir. Desmontó lentamente y, apretando con fuerza la culata del arma, penetró en el claro. Su visor nocturno le permitía ver con bastante claridad, como a la luz suave del amanecer, perol no tanto como hubiera querido. Esforzándose podía distinguir la forma caída de Arven y otro bulto a unos diez o doce pasos, posiblemente la persona que le acababa de lanzar la señal de peligro. Entre los dos se alzaban las ambiguas siluetas apenas resplandecientes de unos seres desconocidos tan altos como ella pero enormemente delgados y casi transparentes. Habría unos veinte o treinta, calculó. No demasiados para su lanzallamas pero no podía usarlo si seguían estando tan cerca de Arven y su compañero. Confió en su hipnotizador mientras seguía acercándose despacio; estaba programado para inmovilizar a toda clase de animales, incluidos los más grandes, pero no podía saber hasta qué punto funcionaría con criaturas que tuvieran una estructura mental compleja. De momento todos estaban inmóviles y, en una exploración telepática superficial, parecían perdidos en una especie de ensueño. Ordenó a Arven y al otro que se pusieran rápidamente a sus espaldas pero en la vaga respuesta que recibió comprendió que no podían moverse por estar amarrados por hechizos. Supuso que lo que les impedía huir era la voluntad conjunta de todos aquellos seres y se detuvo. En ese caso lo mejor sería hacer que se dirigieran hacia ella alejándose de Arven. Esperó unos segundos, calculando las posibilidades, indecisa sobre si debía desconectar el hipnotizador. Sintió que la otra persona, perdida en un estupor como el que sigue a un pesado sueño, trataba de decirle algo. Se concentró hasta captar el sentido: las criaturas no eran físicamente peligrosas, atacaban con su mente. Eso solucionaba la cuestión del hipnotizador: debía seguir activado. Entonces, cuando ya se dirigía hacia Arven para intentar liberarlo, sintió una presencia de una intensidad tal que la hizo tambalearse un segundo. Era la mente más poderosa con la que había estado en contacto en toda su vida. Estaba segura de que el hipnotizador no había podido afectarle y, si se había detenido durante unos momentos, era posiblemente para medir la fuerza de ella. Bien, eso le daba por lo menos la ventaja de la sorpresa porque lo que aquel ser había tomado por la fuerza de su mente era sólo la intensidad electrónica de su hipnotizador. Antes de que la criatura pudiera entrar en contacto con ella y medirla, Fang Tai atacó con toda la intensidad de su cerebro entrenado para la lucha. Sintió cómo su enemigo se replegaba, asombrado, y sonrió para sí. No sería fácil pero no estaba todo perdido. Los otros seguían flotando en el ensueño artificial. Sería una lucha singular, por lo menos. Recordando lo que había aprendido de su maestro de combate telepático y aunque hacía tiempo que no lo practicaba, reunió en toda la superficie de su mente consciente una barrera de imágenes extraplanetarias, las imágenes más ajenas a aquel mundo que pudo traer a su recuerdo y dejó que su adversario entrara en el primer nivel de su consciencia. Lo sintió irrumpir en su cerebro con un grito de triunfo y aguantó el dolor desgarrante que le producía su presencia. Ella también tendría que enfrentarse con lo desconocido pero, en lugar de intentar hurgar en el mundo de su enemigo, soportó pasivamente su embestida dejándolo perderse en las imágenes que llegarían a enloquecerlo porque no podría asimilarlas a su concepto del mundo. Sintió cómo se debilitaba su ataque y aguantó la tortura ofreciendo más y más imágenes, más y más recuerdos, a cuál más absurdo para una criatura de aquel planeta; pero sabía que no podría soportar mucho más tiempo aquélla terrible presión y buscó en su mente algo con qué rematar a aquel ser que estaba empezando a mostrar los signos de una progresiva locura. Recordó de pronto la leyenda de Arven. Él había dicho que aquellas criaturas estaban hechas de viento y agua. El fuego, entonces sería la única posibilidad. Con un esfuerzo terrible focalizó en su mente la visión de una nova y la mantuvo hasta que sintió que se volvería loca. Arven y Faissa, que habían estado luchando para sacudir el sopor que sentían desde la aparición de Fang Tai, acabaron de despertarse al oír sus gritos de agonía. La señora estaba sufriendo aquella horrible tortura que ellos conocían y lo hacía para salvarlos. Impotentes para ayudarla, se abrazaron de nuevo, buscando conjuntamente una salida a aquel horror. Entonces Faissa, repentinamente serena, invocó de nuevo a la Gran Madre de las kenddhai, esta vez despacio, con ira, con amor y con las palabras justas:
—¡Oh Señora de mi pueblo por la que transita el fuego, materia primigenia que da vida y la toma! Yo te conjuro para que con tu poder nos ayudes en esta hora de espanto. No permitas que muera la mujer que defiende a tu hija. Envía tu fuego en su ayuda y tómanos a cambio.
Repentinamente, como unos instantes atrás, la calma se extendió sobre el bosque, pero esta vez la calma estaba llena de tormenta, la tormenta de fuego que trae el relámpago y el rayo. Una claridad enceguecedora iluminó la escena y, de pronto, una bola de fuego surgió en medio del claro. Fang Tai disparaba su lanzallamas en dirección opuesta a donde se encontraban Arven y Faissa y las llamas tenían forma de dragón.
Fang Tai, pálida y tambaleante, se acercó a sus compañeros y los sacudió con una mano sin dejar de arrojar fuego con la otra.
—¡Vamos! ¡Arriba! ¡Hay que salir de aquí! Ahora ya podéis moveros.
Saltaron sobre sus pies con una ligereza de la que no se hubieran creído capaces momentos antes y se lanzaron casi a ciegas hacia la parte del claro que aún no estaba en llamas. Los aullidos de dolor de los hillai resonaban en sus cerebros embotándoles los sentidos. Sólo Fang Tai parecía inmune a aquel horror y los empujaba constantemente mientras seguía girándose incendiando, incendiando a su paso.
La Intocable, de bruces sobre el suelo de roca de su cueva, jadeaba perdida en los espasmos que sacudían su cuerpo. Pocas veces en su vida había convocado al fuego pero nunca los dragones ardientes la habían desgarrado con tanta ferocidad; esta vez no había sido la salvaje llamarada de otras ocasiones sino una línea sutil, un estilete de lava que había recorrido su cuerpo de abajo arriba hasta concentrarse en un solo punto entre sus ojos, un punto de dolorosa locura enfebrecida como el ojo de un volcán. Una limpia línea de láser que corta y cauteriza. Un contacto helado y estremecedor como la explosión ralentizada de los soles. Pensamientos que no podían pertenecerle cruzaron por su mente. Aún en el suelo, se concentró en la vida y sintió que la elegida había sido salvada pero el foco del poder había sido otro, el fuego había sido canalizado hacia otro ser y ahora los tres, las tres criaturas de las que todo dependía, estaban por fin reunidas.
Con un enorme esfuerzo consiguió alcanzar su bastón y ponerse lentamente en pie, insegura y temblorosa. Había sido demasiado para ella pero ahora sólo era cuestión de días, tenía que aguantar hasta que la mujer estuviera a su lado. Entonces podría dejarse morir y transmitiría sus enseñanzas a la nueva Intocable desde el plano espiritual como la Madre anterior había hecho con ella. Todo sería más llevadero cuando pudiera deshacerse de su cuerpo físico y después, cuando la otra pudiera hacerse cargo del Santuario, vendrían por fin el reposo y el olvido, el dulce y profundo, definitivo olvido de la unión de su ser con el ser del universo, no el olvido pequeño de las gentes mortales, el que la había sostenido durante tanto tiempo, que parece borrar el dolor y los amores para reaparecer un día con más violencia y convertir en polvo el corazón.
Llamó con la mirada a su muñeca, un pobre simulacro de vida que había, creado años atrás en un momento de desesperación por su soledad y que ya nunca se había atrevido a destruir. La pobre construcción de barro, con el pelo negro cayéndole por la espalda y la túnica de seda azul que cubría su cuerpo de paja, se acercó vacilante sobre sus pequeñas piernas, apoyó la cabeza en el regazo de la anciana y se quedó allí, quieta junto a ella mientras las manos arrugadas acariciaban su cabello, que una vez había sido suave y brillante y ahora caía en sucias mechas alrededor de sus frágiles hombros. Su pequeña. El único ser que le daba calor en el corazón de una montaña de fuego.
Se preguntó vagamente qué sería de ella cuando llegara la nueva Intocable y rechazó los pensamientos; probablemente sus vidas se extinguirían a la vez porque ella había animado a la muñeca con un soplo de su propio espíritu. Acarició la seda de la túnica sobre el pobre cuerpecillo y lentas lágrimas se deslizaron por sus mejillas secas; la muñeca alzó la cabeza y, con infinita ternura, las embebió con sus manitas de tela y se las llevó a la boca.
En un repentino arrebato de cariño, la anciana levantó en vilo a la muñeca, la estrechó contra su pecho y empezó a acunarla murmurando:
—Mi niña, mi niña, pronto terminará todo y nos iremos de aquí tú y yo, las dos juntas, a volar por el oscuro cielo entre los mundos, a ver las flores de azul y plata que se llaman estrellas y que no has visto jamás. Te llevaré a ver los miles de cosas bellas que hay fuera de este fuego que nos destroza. Pronto huiremos juntas y dejaremos la tortura a otra mujer. Sólo hay que esperar un poco, mi niña, y seremos libres.
La besó en la mejilla pero la muñeca se había dormido. La anciana suspiró y se durmió también.
Durante dos días y dos noches, Fang Tai, Arven y Faissa habían caminado sin detenerse siquiera para comer. La señora les había hecho tragar unas piedrecillas diminutas de intenso color azul y aquella magia había hecho que su resistencia aumentara, no habían sentido hambre ni apenas cansancio y habían avanzado en medio de una especie de estupor que sin embargo no les restaba facultades. Las formas y los colores parecían ligeramente distorsionados y los sonidos se oían con más nitidez y, aunque al principio les había dado miedo la sensación de caminar sin pausa sin sentirse agotados, luego se habían acostumbrado a ello y le estaban agradecidos porque eso les había permitido dejar atrás el espantoso incendio, cruzar los bosques, encontrar el paso inferior de las Muelas del Gigante y llegar hasta donde ahora se hallaban: sobre las suaves colinas que dominan la planicie de Tana.
En cuanto llegaron, al atardecer, la señora les había entregado otras piedrecillas, esta vez pequeños globos transparentes llenos de otros puntitos de colores y les había recomendado que durmieran hasta que estuvieran seguros de que no eran capaces de dormir más. Ella tragó la suya, se tendió al pie de un árbol y, sin decir una palabra más, se quedó profundamente dormida.
Arven y Faissa, que durante la marcha no habían cruzado más de dos frases, se miraron sabiendo que les quedaba cada vez menos tiempo y desearon poder sentarse junto al fuego y decirse todo lo que no se habían dicho aún, aprovechando el sueño de la señora, pero sentían que la magia y el agotamiento empezaban a afectarles de modo que Arven tomó a Faissa de la mano, la llevó hasta un árbol desde donde él pudiera verlas a las dos y, rápidamente trepó a una rama. Ella se quedó de pie, mirándolo con expresión de sorpresa.
—¿No vas a dormir conmigo, Ilkar?
Arven la miró como si no hubiera entendido bien su pregunta, sacudió la cabeza tratando de aclarar sus ojos que estaban empezando a poner al mundo un halo de chispas de colores:
—¿Tú lo quieres, Faissa?
—Sabes que te amo y yo sé que tú también a mí, ¿necesitamos algo más?
Él negó con la cabeza, incapaz de hablar por la emoción y sintiendo también que si seguía mirando hacia abajo se desmayaría de agotamiento.
—De momento será sólo simbólico —añadió ella muy seria—. Los dos estamos demasiado cansados.
—Entonces ¿bajo? —preguntó Arven sintiéndose enormemente tonto.
—Si prefieres que suba yo…
Sonrió, se dejó caer y aterrizó blandamente al lado de ella; Faissa se acuclilló junto a él y se abrazaron, un abrazo de carne que les hizo sentir escalofríos en la espalda y una contracción en el estómago. Deseando aún no estar tan agotados, se cerraron sus ojos en contra de su voluntad y se quedaron dormidos al pie del árbol, todavía abrazados.
Despertaron al amanecer, completamente repuestos y muy extrañados de haber dormido tan poco; intentaron seguir durmiendo como les había aconsejado Fang Tai pero les resultaba imposible así que se levantaron y fueron a buscar algún manantial donde poder lavarse y beber. Cuando encontraron un riachuelo, Arven dejó a Faissa recogiendo bayas y se fue a las colinas a cazar; los dos tenían un hambre feroz y la poca comida que les quedaba se había perdido en el incendio con el caballo.
Cuando Faissa hubo llenado su vestido de bayas anaranjadas, bajó hasta donde se encontraba Fang Tai y, aunque estaba empezando a moverse, no le dijo nada hasta que por fin se incorporó y se quedó mirándola, frotándose los ojos como si no pudiera recordar con claridad quién era ella o dónde se encontraban.
—Me muero de hambre —dijo por fin.
Faissa sacudió la cabeza, la lengua le resultaba desconocida.
Fang Tai le ofreció una imagen mental y Faissa sonrió. Le explicó que Arven había ido a cazar y la acompañó al riachuelo. Mientras tanto, Fang Tai conectó su analizador lingüístico y pidió a la muchacha que le hablara en su lengua. Echó una ojeada a su reloj: habían dormido una noche, un día y otra noche. Otros dos días perdidos. Empezaba a perder la cuenta del tiempo transcurrido desde que había puesto pie en aquel planeta. Se encogió de hombros. Si las cosas iban bien no pasaría más de una semana hasta estar de vuelta en su casa, en su cama con sábanas de seda, en su propio mundo, con gentes iguales a sí misma. Se dio cuenta de que lo estaba imaginando como si fuera una fantasía y sonrió para sí. Al parecer se había acostumbrado ya tanto a aquel mundo que la realidad exterior daba la impresión de ser sólo una leyenda que alguien le había contado alguna vez. Faissa, muy obediente, seguía charlando en la lengua desconocida. Unos minutos más y su analizador sería capaz de descodificarla y le implantaría los resultados la próxima vez que se tomara unas horas de sueño. De momento se contentaba con las sensaciones más inmediatas: el agua, el sol, la relajación de saberse fuera de peligro, el bienestar de su cuerpo… Si no hubiera sido por el hambre todo habría sido perfecto. Aún tenía algunas raciones energéticas pero prefería guardarlas para tiempos peores. Era preferible esperar la vuelta de Arven.
Volvieron a bajar a la zona arbolada y Fang Tai decidió dormir un rato para olvidarse del hambre y aprender la lengua de Faissa. Cuando Arven llegó con cuatro animales relativamente grandes cogidos de las patas, se encontró a las dos mujeres charlando en la lengua del Este como si fuera lo más natural del mundo.
Lo recibieron con una alegría delirante que hizo que por primera vez desde hacía mucho tiempo Arven se sintiera útil y orgulloso de sí mismo. Le alegraba sobre todo ver que Faissa ya tenía preparado el fuego y se había preocupado de recoger hierbas y raíces para condimentar la carne; eso quería decir que confiaba en él, que estaba totalmente segura de que regresaría con algo comestible; ningún arquero kenddhai volvería al campamento sin algo con que alimentar a las mujeres a quienes servía.
Se sentó junto a ellas y empezaron a despellejar los animales y a prepararlos para el fuego. Estaban de un humor excelente y, por unas horas, mientras comían y bebían de la botella que Fang Tai conservaba aún en su mochila, se limitaron a gozar del presente sin recordar el horror del bosque ni atormentarse por lo que traería el futuro; reían y conversaban de cosas intrascendentes traduciéndose unos a otros y disfrutaban de la calidez de la noche que, incluso tan al norte, hacía sentir la inminencia del verano; se había levantado una ligera brisa que hacía pensar a Fang Tai en las noches de su terraza sobre el mar y le hacía desear intensamente la presencia de una luna en el cielo. Una por lo menos. En aquel planeta sin satélites las noches eran extrañamente oscuras y ella siempre tenía la impresión de que faltaba algo en la decoración, como una casa sin cuadros y sin flores. Para Arven y Faissa, sin embargo, la noche era perfecta, una noche para amar, para olvidarse de todo y convertirse en sombras abrazadas bajo las estrellas. Fang Tai los miró mientras ellos se miraban y suspiró para sí; hacía mucho tiempo que no había sentido la calidez de un abrazo y mucho más tiempo aún desde la última vez que había sentido amor y ternura. La vida en su mundo era solitaria, las estrechas relaciones personales eran reliquias del pasado que sólo algunos deseaban mantener y, desde que abandonó la Escuela, su contacto con otras personas se había reducido a una escasa docena de amigos y amigas que de una u otra manera estaban relacionados con su profesión, una de las más honorables y mejor pagadas pero también una de las que menos ocasiones ofrecía de conocer a otras gentes y cultivar una relación con ellas. Incluso sus amantes la habían tratado siempre con esa especie de admirado respeto que se relaciona en muchos lugares con lo semidivino. La persona que da la muerte no es un ser común. Está libre de las ataduras morales que condicionan la existencia de gran parte de los ciudadanos, puede causar dolor de mil maneras diferentes en una civilización donde el dolor se ha convertido tan sólo en una palabra mágica transmitida desde épocas pasadas, puede provocar el término de una vida que de otra forma sería prácticamente ilimitada. Una asesina puede luchar contra la vida y vencerla y para ello arriesga muchas veces su propia existencia en mundos donde todavía se castiga a quien da la muerte como a un criminal.
La voz de Arven la sacó de sus cavilaciones:
—Señora —de rodillas junto a ella, Arven sostenía entre sus manos la punta de su flecha— hemos llegado a la planicie de Tana y el trato se ha cumplido. Lamento todo lo que ha pasado entre nosotros y me gustaría poder borrar las cosas malas que han sucedido pero lo que ha sido no puede dejar de ser. Si estás satisfecha, entrégame la otra mitad y déjame volver a ser libre.
Fang Tai revolvió en su mochila y le entregó la mitad de la flecha:
—Has cumplido, Arven. Es cierto que ha habido cosas malas pero yo no quisiera borrarlas; han servido para conocernos mejor y, aunque tal vez mi magia pudiera lograr que lo que ha sido no fuera, no me parece necesario. En cuanto al trato, estoy satisfecha; te devuelvo tu libertad.
Arven se la quedó mirando un momento con la cabeza ladeada, sin acabar de comprender. Luego, con infinito alivio, recogió la mitad de la flecha y echó al fuego los dos trozos, se giró hacia Faissa y sonrió.
—¿Qué harás ahora? —preguntó Fang Tai.
—Ahora Faissa es mi señora. La seguiré a donde vaya y seré su arquero mientras pueda —contestó él.
—Y ¿a dónde os dirigís? —preguntó Fang Tai mirando a Faissa.
—Al Santuario de la Intocable —contestó la muchacha con la mirada perdida en la hoguera. Arven la miró como reprochándole la respuesta pero ella no se dio cuenta—. Voy a entregarme al fuego —continuó.
—¿No irás a suicidarte?
Ella levantó la vista, con una sonrisa triste en los labios.
—No, Fang Tai. Aunque hasta cierto punto se puede considerar una muerte porque cuando yo sea la Intocable mi contacto con el mundo de más allá del Santuario se romperá por completo y para siempre.
Fang Tai no pudo ocultar su sorpresa; abrió desmesuradamente los ojos y se quedó mirándola como si la hubiera visto por primera vez.
—¿Tú? ¿Tú vas a ser la nueva Intocable? ¡Por todos los Arcanos! ¡Pero si no eres más que una niña!
—Ha llegado mi hora.
—Pero ¿cuántos años tienes?
—Hace cuatro veranos que soy mujer kenddhai.
Fang Tai miró a Arven como pidiendo una explicación. Él y Faissa hablaron un momento en su lengua.
—Tiene dieciséis años —contestó Arven.
—¡Por la Rueda y el Carro, qué locura! ¿Vas a enterrarte viva a los dieciséis años? Yo creía que os queríais —dijo mirándolos. Faissa inclinó la cabeza.
—Nos queremos, pero eso no cambia nada. Debe ser así. La Intocable morirá pronto y yo debo sustituirla.
Fang Tai sintió que la boca se le secaba.
—¿Cómo sabes tú que la Intocable morirá pronto?
—Porque he sentido su llamada. Sé que queda poco tiempo.
—Y ¿tienes que ser tú?
Ella afirmó con la cabeza; tenía los ojos llenos de lágrimas y apretaba la mano de Arven que se había puesto pálido y tenía la mirada fija en el horizonte de la noche. Él no entendía la lengua de Faissa pero aquella conversación estaba tan clara para él como si estuviera en su idioma. Los sentimientos eran tan intensos que podía seguirlos sin hacer ningún esfuerzo consciente.
Quedaron en silencio durante unos minutos; sólo se oía el crepitar del fuego y el ruido de la brisa en las ramas de los árboles. Por fin Faissa se puso en pie, sujetó a Arven por los hombros y, con un gesto de buenas noches a Fang Tai, desaparecieron juntos en las sombras en dirección del manantial.
Una hora más tarde, cuando ya el fuego estaba apagándose, Fang Tai continuaba sentada frente a él, susurrando en su grabadora. Por fin la dejó caer; se cubrió un instante la cara con las manos y dio un profundo suspiro. Se levantó elásticamente, sin ruido, buscó en la mochila y, guardando el objeto en su bolsillo, empezó a caminar sigilosamente hacia el manantial con el visor nocturno sobre los ojos.
—Estoy confusa. Los pensamientos se arremolinan en mi cerebro y no me dejan ver con claridad ni el desarrollo de mi misión ni de ninguna otra cosa. Empiezo a comprender por qué uno de los primeros consejos que te dan en la escuela es el de llevar a cabo los encargos con la mayor rapidez posible. Hay que evitar a toda costa contaminarse de las ideas de cada sociedad en la que se realiza el trabajo y no se trata de que me haya contagiado de las ideas kenddhai sino que, de alguna manera, siento que me voy distanciando de la misión que me ha traído hasta aquí y también, y eso es lo más terrible, de mi propio mundo, de mi vida anterior. ¡Maldita sea! Pero ¿qué tonterías digo? ¿Qué es eso de mi vida anterior? Mi vida, mi vida real, mi única vida. Esto no es más que un interludio de unos cuantos días que pronto acabará, algo que dentro de cincuenta o sesenta años apenas recordaré nebulosamente. Aún puedo trabajar otros quinientos años y luego me tomaré unas largas vacaciones y quizá me plantee la idea de buscar a una asesina que ponga fin a mi vida de una manera hermosa aunque no sé, ni siquiera los más viejos de mi mundo quieren morir de verdad; se pasan años jugando con la idea y al final renuncian y siguen existiendo a pesar de que, según dicen, ya no le encuentran el placer a la vida. Es difícil pensar que puede llegar el momento en que ya nada me satisfaga. Mientras me queden preguntas me quedará interés por la vida, al contrario que las kenddhai. ¡Qué gente más extraña! Unos dominando a otros por la sencilla razón de haber nacido con un sexo invariable. Los hombres esclavos de las mujeres y orgullosos de ello. ¿Tan importante será haber nacido hombre o mujer? ¿Habrá entre ellos alguna diferencia de nacimiento y no provocada por la educación? No sé. Hay muchas cosas que no sé y tampoco sé si quiero llegar a saberlas. Creo que lo mejor sería terminar mi misión cuanto antes y marcharme de este lugar lo más rápido posible. Al fin y al cabo, ¿qué me importan a mí sus costumbres y sus ritos? ¿Por qué me tiene que resultar tan desagradable la idea de que Faissa vaya a enterrarse a los dieciséis años en un volcán del que ya no saldrá viva? ¿Qué más me da a mí que vaya a pasar en soledad el resto de su existencia cuando podría vivir con Arven en un bosque y ser feliz? No sé. Quizá lo que me preocupa es que, como están las cosas, ya no sé a quién tengo que matar, a la anciana que de todas formas está a punto de morir ¿o formo yo parte de sus predicciones y sólo va a morir porque yo he venido? o a la pequeña Faissa que va a convertirse en Intocable.
»Como ignoro los motivos de quien me haya contratado, no sé si lo que les interesa es que se efectúe el cambio de sacerdotisa o que el puesto quede vacío, y tampoco tengo ninguna forma de comunicarme con la Central así que tendré que decidir yo sola. No es que me repugne la idea de matar a Faissa, aunque sé que a ella le parecería espantoso. En mi opinión, la muerte es mil veces preferible al destino que le espera, pero no me gusta matar vanamente. Si no es necesario para llevar mi misión a término, preferiría dejarlos con vida. ¡Tienen unas vidas tan cortas! Y digo dejarlos porque si mato a Faissa también él debe morir por mi propia seguridad. Él solo no es enemigo para mí pero puede levantar a su gente en mi contra y yo estaré muy expuesta mientras espero a que la nave venga a recogerme; sólo tendré un radio de acción de tres kilómetros.
»Ha pasado media hora y sigo indecisa. La lógica me dice que la única posible coherencia de la situación consiste en que los que me pagan por matar a la Sagrada piensen introducir a una de sus propias agentes en el puesto de la Intocable porque saben o suponen que en el caso de tener que tomar alguna decisión importante en el planeta en asuntos intersolares ella será una de las personas clave y quieren asegurarse su influencia sobre el pueblo. Si eso es así, está claro que tengo que matarlas a las dos.
»Lo que me asusta es que eso supondría la desaparición de una tradición y unas creencias de milenios a cambio de un poco más de poder para los poderosos de la Liga. No me han entrenado para cuestionar las razones de los que contratan mis servicios pero como ciudadana de la Liga Intergaláctica, tengo tanto derecho como cualquiera para poner en tela de juicio los métodos que nuestros dirigentes usan para anexionarse mundos y explotarlos. Pero la cuestión es que yo he venido aquí como asesina profesional bajo contrato y no como ciudadana galáctica preocupada por el bienestar de los nativos sean cuales sean sus costumbres, por lo tanto está claro lo que tengo que hacer, aunque lo siento. Me había encariñado con Arven y son tan jóvenes… no han tenido tiempo todavía para nada. Lástima que tenga que ser así pero no puedo huir de mi deber.
»La Rueda. Sólo aparece la Rueda. Me he concedido, nos ha concedido unos instantes más y el beneficio de los Arcanos pero el futuro está abierto, tan abierto que resulta ininterpretable. No tengo excusa ni coartada tanto si decido de una manera como de otra. Debo dejarme llevar por mi entrenamiento; es mi única seguridad. No me sentiré tan mal si me equivoco, si lo he hecho cumpliendo con mi deber. Está decidido. Deben morir. Ahora. Si están dormidos los estrangularé. Primero a Faissa. Es rápido y no causa mucho dolor. Creo que aquí el dolor no debe considerarse precisamente un lujo. Si todavía están despiertos, usaré el revólver; con el visor nocturno es casi imposible fallar.
»Mañana temprano me pondré en camino; el Santuario no puede estar a más de dos días de marcha. Veré a la Intocable y le haré mi pregunta. Si de verdad tiene ese Poder del que se habla, si de verdad puede ver todo lo que ha sido y lo que será, sabrá decirme qué le sucedió a mi madre o incluso si todavía vive en algún lugar del Universo. Entonces la mataré, volveré a mi mundo y empezaré a buscar a Tai Fang Djem.
La noche estaba hermosa, llena de perfumes traídos por la brisa y de rumores de agua y viento; las estrellas brillaban como cristales helados en un cielo de negrura cósmica y el mundo parecía recién bañado y puesto a dormir. Arven y Faissa rodaban por la hierba aplastando florecillas, desnudos y abrazados, riendo de pura felicidad, mientras Fang Tai remontaba lentamente la pendiente, satisfecha de haber tomado una decisión y molesta porque algo en su interior la desaprobaba. Había pensado que sería más fácil si trataba de convencerse de que sólo era un ejercicio nocturno pero había rechazado la idea por lo que conllevaba de cobardía y de bajeza moral. Iba a matar contra sus voluntades a dos personas que confiaban en ella y ni siquiera sabrían por qué.
Poco a poco su paso se fue haciendo más y más lento; caminaba cuidando de no pisar ninguna rama ni hacer resbalar ninguna piedra, sabía lo fino que era el oído de Arven. Se fue acercando hasta que llegó a un punto desde el que podía oír unos gemidos traídos por el viento. Pensó detenerse a escuchar pero enseguida se dio cuenta de que era muy improbable que estuvieran hablando con palabras, de modo que avanzó hasta hallarse a pocos metros de unos arbustos y abrió su mente para recoger alguna información sin tratar de penetrar en ellos. La intensidad de su amor y su deseo la deslumbró. Estaban más unidos y más felices de lo que ella lo había estado en toda su vida. Nunca nadie se había abierto a ella de una manera tan hermosa y tan total ni ella se había dado nunca a nadie tan completamente. Se quedó unos instantes donde estaba, tendida boca abajo entre los arbustos, sin decidirse a cerrar el flujo mental que la unía a ellos. Dentro de poco sus vidas habrían terminado y esos sentimientos no volverían a brillar. Lástima. Se dejó llevar por la ternura y la calidez que emanaba de ellos y se relajó, mecida por las sensaciones de aquellos dos seres extraños que se amaban junto a ella. En una especie de adormecimiento, sintió cómo Arven luchaba contra todos sus principios para rogarle a Faissa que no lo abandonara ahora que lo había hecho suyo, sintió el dolor de ella mientras le negaba lo que más desearía darle, vio cómo él le pedía, ya que ella no podía quedarse a su lado, que le diera una hija o un hijo a quien amar y enseñar las sagradas leyes kenddhai. Sufrió la agonía de Arven que le contaba una vez más la historia de su padre ahora que se sabía condenado a repetirla. Pensó muchas veces que había llegado el momento de levantarse y poner fin para siempre a todo aquello pero algo en su interior se lo impedía. Aún no. Aún no.
Por fin Faissa pidió a Arven que fuera a visitarla a la montaña de fuego al término de un año. Si le había nacido una niña, se la entregaría. Él, con una alegría agridulce, le abrió un torrente de gratitud que la hizo llorar. Entonces Faissa, separándose de su abrazo y poniéndose en pie, le pidió el ópalo de su padre, el símbolo de los arqueros que sólo una kenddhai puede conceder legítimamente. Arven, sobrecogido de emoción y con los ojos húmedos y asombrados, sacó una bolsita que llevaba atada a la cintura, la volcó en su mano y le entregó la joya: la piedra que su madre había dado a su padre en el lejano día en que ella lo hizo arquero kenddhai.
Arven permaneció de rodillas frente a Faissa, tembloroso y maravillado y, sin hablar, le preguntó si estaba segura de lo que iba a hacer. Ella, sonriéndole con toda su mente, le dijo:
—Sé que no has cumplido ni estás dispuesto a cumplir todos los sagrados mandamientos de nuestras madres, pero yo tampoco soy una mujer común. Los tiempos cambian y nosotros pertenecemos a los nuevos tiempos. Tú eres mi esposo, mi arquero. Yo digo que eres digno de serlo y mi palabra basta.
Él se inclinó hasta tocar el suelo con la frente, volvió a incorporarse y la miró a los ojos, esperando.
—Eres mi esposo y mi arquero —dijo ella.
—Lo soy —contestó Arven.
—Me amas y te amo.
—Te amo y me amas.
—Permaneceremos juntos hasta que algo más fuerte que la vida y que la muerte nos separe.
—Así será —contestó Arven con un hilo de voz.
—Te llamarás Alkav, llevarás el ópalo en la frente y serás de las gentes de mis madres y abuelas. Me servirás, darás honor a mi estirpe y educarás a mis hijas e hijos en los sagrados principios de las kenddhai.
—Hasta mi muerte.
Faissa se acercó a él, lo alzó del suelo y, murmurando el conjuro que fijaría para siempre el ópalo entre sus ojos, colocó la piedra en su frente. Entonces su rostro azulado se llenó de luz. Ella se acercó, lo besó en los labios y, contra todo principio y costumbre, murmuró en su oído:
—Soy tuya, Alkav, para siempre. A pesar de mi destino, soy tuya.
Fang Tai, para no quebrar la magia del momento, se levantó sigilosamente y comenzó a alejarse. Sabía que había perdido el mejor momento para matarlos; la gloria de la muerte hubiera sido perfecta en el clímax del amor pero no había podido matarlos ahora. Los dejaría vivir hasta llegar al Santuario. No quería, no podía negarles los dos días de amor y felicidad que les quedaban. Empezó a alejarse con mayor rapidez, sin cuidarse ya de que no la oyeran. Entonces Arven oyó sus pasos, gritó al desconocido que se detuviera pero Fang Tai corría ya colina abajo a toda velocidad. No quería encontrarse con ellos, no quería dar explicaciones, no quería mentir, no quería saber nada. Arven, sin pensarlo más, recogió su arco, puso una rodilla en tierra y fijó el blanco, una vaga sombra móvil. Dejó partir su flecha y acertó.
Cuando él y Faissa llegaron al pie de la colina, Fang Tai aún se estaba riendo. Había olvidado quitarse la malla protectora y la flecha apenas le había hecho un rasguño en la espalda, pero la idea de que por su propia estupidez podía haberse convertido en víctima de sus víctimas, le acababa de producir una hilaridad irreprimible. Por fin, ante las atónitas miradas de Arven y Faissa, consiguió decir:
—Me había acercado al manantial para protegeros porque suponía que no estarías muy concentrado en la defensa y me encuentro con que casi me matas. Has hecho bien, Arven. No debe uno fiarse de nadie.
El calor se había hecho tan intenso que habían decidido caminar de noche y descansar después del mediodía. Faissa y Arven iban delante, orientándose en la oscura transparencia de las noches del norte por los diseños que trazaban en el cielo unas constelaciones desconocidas para Fang Tai. Ella caminaba unos pasos detrás para que no tuvieran la impresión de que quería escuchar lo que hablaban, perdida en sus pensamientos y en sus deseos. Habían emprendido la marcha los tres juntos como si de algún modo fuera evidente que todos se dirigían al Santuario pero nadie había preguntado a Fang Tai por su destino ni por sus motivos. En eso las leyes kenddhai le habían sido favorables porque ¿cómo iba a contestarles diciendo que ella había sido elegida para darles muerte? Y, sobre todo, ¿cómo podría explicarles por qué o por quién? Aunque quizá la mente de aquellos dos jóvenes estuviera más adaptada que la de ella para aceptar algo que no comprendían ni deseaban. Habían sido educados para creer que sus vidas estaban regidas por un destino predeterminado y que había ciertas cosas que debían suceder independientemente de su voluntad y su consentimiento.
Aquel planeta la había hecho sentirse casi desde el principio como una pobre asesina inexperta recién salida de la Escuela, una pobre criatura perdida sin una maestra a quien pedir consejo y guía. Era la primera vez en muchas décadas que se había sentido así y ahora, con el paso del tiempo, la sensación, en lugar de dejar paso a la natural confianza en sí misma que siempre había sentido, se iba haciendo más fuerte. Si pudiera hablar con su madre, con esa mujer a la que apenas había conocido, pero que había sido y quizá todavía era la mejor asesina de la galaxia, la más experta, la más creativa, la más capaz de dar a la muerte toda la belleza que podía llevar. Pero no. Se había pasado años tratando de convencerse a sí misma de que su madre no había muerto, de que seguía viva en alguna parte esperando la ocasión de vengarse de la Liga que la había traicionado en su última misión. Y eso eran también especulaciones. Ésa era la opinión de su casa, la opinión que había formado después de estudiar todos los datos disponibles pero también le había informado muy claramente de que, partiendo de los datos de que disponía, ésa era sólo una opinión, no una certeza. Era muy posible que alguien en las altas esferas se hubiera sentido amenazado por el éxito de Tai Fang Djem y por la cantidad de información que podía haber llegado a reunir ya que sus misiones en los últimos años de su vida activa habían sido todas de carácter político, no particular, y ese alguien había podido decidir hacerla desaparecer. Su única esperanza de que estuviera todavía con vida, la suya y la de la casa, era que hubieran abandonado a Fang Djem en algún lugar remoto no comunicado con el centro, en lugar de enviar a una asesina contra ella. Las asesinas son muy caras y nunca se matan entre sí a no ser que tengan órdenes directas de la Escuela; resultaría mucho más barato e igual de práctico haberla enviado a cualquier lugar que no pudiera abandonar por sus propios medios. A un planeta como éste, pensó con amargura. ¡Qué fácil sería! Si cuando envíe la señal para que me recojan no viene la nave, ¿qué podría hacer yo? Nada. Así de sencillo. Nada. Quedarme aquí hasta que se me acabe la vida o hasta que yo misma decida suicidarme de pura desesperación.
Miró al cielo ansiosamente. Cabía en lo posible que una de aquellas diminutas estrellas girara en torno al planeta esperándola y que por una maravillosa casualidad ahora cruzara el cielo nocturno sólo para que ella la viera y pudiera tranquilizarse. Por un momento tuvo la impresión de que la casualidad se había producido pero no era más que una estrella fugaz que atravesó la negrura durante unos segundos y desapareció. ¡Imbécil!, murmuró para sí misma. Dudando de los míos de esta manera cuando en toda mi vida he tenido el más mínimo motivo para temer una cosa así. La casa ha calculado todas las posibilidades, naturalmente, porque ella toma en cuenta todo, absolutamente todo lo que puede suceder, pero yo no tengo por qué dejarme llevar por una de esas posibilidades que estadísticamente puedan tal vez existir pero de las que nunca he tenido noticia. Nadie ha dejado nunca de pagar a una asesina o la ha dejado abandonada en un lugar. Ni siquiera se ha dado nunca el caso de que haya tenido que viajar entre los mundos civilizados por debajo de su categoría: prioridad uno. Ya se hubiera encargado la Escuela de poner las cosas en su lugar si eso hubiera sucedido alguna vez y, por supuesto, todas las alumnas habrían sido informadas para que supieran que era una posibilidad con la que tal vez tuvieran que enfrentarse un día.
Sacudió la cabeza tratando de alejar pensamientos desagradables y tomó un trago de la cantimplora. Se le ocurrió grabar alguna de las ideas que habían pasado por su mente para analizarlas más tarde cuando volviera a casa y poder llegar a conocerse mejor. «Conocerte a ti misma es el arma más efectiva para enfrentarte a los otros», recordó con una sonrisa, pero no se sentía con ánimos de repasar una vez más todo lo que le había estado preocupando durante las últimas horas. Más adelante, quizás en el viaje de vuelta, haría un sumario de sus preocupaciones y sus miedos; ahora lo mejor era hacer lo posible por conservar la mente clara para lo que le quedaba por hacer.
Arven y Faissa seguían caminando delante de ella perdidos en sus ensueños personales y su amor era como un lazo visible, como un delgado tentáculo de brillante niebla que los amarraba. Se prohibió también dejarse llevar por su anhelo, por ese hambre de contacto y ternura que había sentido tantas veces ya desde que había llegado a aquel lugar y su bien entrenada mente de asesina, dócil a su mandato, se apartó de aquella dolorosa nostalgia y se concentró en el arcano del Carro, la victoria que conseguiría al fin, mientras sus ojos vagaban por el cielo tratando de descubrir la estrella que daba luz a su casa, la casa que la esperaba poniendo flores frescas todos los días en todas las salas hasta que ella pudiera regresar.
El volcán se alzaba majestuoso al amanecer a cuatro o cinco horas de marcha de donde se hallaban ellos, imponente, solitario, rodeado de un paisaje rocoso de enorme desolación. Si no hubiera sido por la tenue columna de humo que surgía de su cumbre, Fang Tai hubiera creído que era un volcán extinto y de no ser por la seguridad con la que Faissa avanzaba hacia él, no le hubiera dirigido otra mirada; parecía imposible que nadie pudiera vivir en medio de aquella soledad calcinada. Sin embargo, a medida que se iban acercando estaba claro que el camino al Santuario era bastante frecuentado porque, aunque en las rocas que llevaban a él no podían quedar huellas de pasos, en los pequeños hoyos donde aún quedaba algo de agua después de retirarse las nieves, se veían florecillas silvestres dejadas allí como ofrenda por los que hacían el camino hacia la Intocable.
A pesar suyo, Fang Tai sintió un escalofrío. Era la primera vez que se acercaba a la manifestación viva de un poder elemental, de una de las cinco materias, se corrigió recordando a Arven, y aunque toda su vida le habían enseñado que no hay más poderes que las leyes de la naturaleza estudiadas y codificadas por los suyos desde hacía milenios, no podía librarse de la sensación de que quizá su gente no sabía todo lo que se podía saber y había cosas en el universo que habían escapado a su atención y su estudio. Y todavía había otra cosa más inquietante: el pensamiento de que quizá, sólo quizá, toda su ciencia pudiera no ser bastante para comprender y dominar ciertas realidades. La magia de Arven, que a él le parecía tan simple era algo que en su mundo no se conocía ni se podía imitar. Con un suspiro, que hizo que Faissa y Arven se volvieran un instante a mirarla, puso la mano en la empuñadura de la daga que llevaba a la cintura y dejó que el contacto del arma tranquilizara sus nervios que empezaban a cosquillear con el familiar hormigueo que precede al cumplimiento de una muerte.
Arven, con su ópalo lanzando destellos al sol desde su frente, caminaba dos pasos detrás de Faissa; se había retrasado voluntariamente desde que la montaña de fuego había aparecido ante ellos. Estaban entrando en terreno sagrado y era una osadía mantenerse al lado de una mujer y más de una kenddhai destinada a convertirse en el fuego vivo de su raza. Intentó incluso dejar que la señora pasara delante de él pero Fang Tai no pareció comprender su gesto y él no se sentía con ánimos de dar explicaciones. Había llegado el momento que tanto había temido y, aunque aún no había conseguido aceptar dignamente, como un arquero, que su esposa lo abandonara para siempre, la rebeldía que siempre había sentido estaba empezando a desvanecerse. ¿Quién era él para rebelarse ante el designio de la Intocable? Debería estar contento, debería estar agradecido de haber podido disfrutar, aunque hubiera sido durante pocos días, del amor de la mujer que pronto sería sagrada. En ese corto tiempo ella lo había hecho hombre, lo había hecho arquero e incluso había prometido entregarle a su hijo para que lo educara. Lo había hecho parte de su estirpe y había borrado para siempre la vergüenza de ser un solitario, un vagabundo, nacido de kenddhai pero ni aceptado ni rechazado dentro de su ley. El dolor no había desaparecido ni desaparecería nunca a menos que llegara a saber por qué fue abandonado de modo tan cruel sin haber cometido falta alguna pero tal vez la Madre sabia podría contestar a su pregunta y entonces, si Faissa tenía que quedarse en la montaña, porque contra toda esperanza esperaba aún que no fuese así, él se quedaría también en aquel paisaje de rocas y cuidaría de que nunca le faltasen ofrendas y alimentos. Luego, si su hija nacía y ella lo deseaba así, iría a la tierra de su esposa a servir a la casa de su madre y a presentarle a su nieta. Sería un buen kenddhai aunque tuviera que arrancarse la lengua para no hacer nunca todas las preguntas que formulaba su corazón. Ahora que había encontrado una esposa y un hogar, sería digno de ellos a cualquier precio.
Faissa caminaba delante, lentamente, los ojos bajos, lanzando su mensaje de entrega y sumisión hacia la montaña de fuego. La Anciana Madre sabría ya de su llegada pero era justo avisarla para que pudiera prepararse ahora que su relevo estaba cerca. Se alegraba de que Alkav hubiera quedado unos pasos atrás; prefería no mirar sus ojos ahora que el momento de la separación había llegado. No había ninguna posibilidad para ellos. Su amor había sido como una flor de invierno, más bella que todas las demás por lo rara y preciosa pero fuera de tiempo y de corta vida. Una flor destinada a ser consumida por el fuego, igual que ella misma. Se asustó de sus propios pensamientos y se esforzó en proclamar su fe ante sí y ante la Intocable que sin duda escuchaba ya a su elegida.
He sabido toda mi vida que éste era mi camino y siempre he estado alegre y orgullosa de ello, pensaba; he deseado siempre entregarme al fuego como estaba ordenado desde antes de mi nacimiento, ¿por qué tengo ahora miedo de hacer lo que siempre supe que me estaba destinado? ¿Por qué pienso ahora en la montaña de fuego como en la prisión en que se consumirá mi juventud y mi vida y no como en la gloria que me consagra como mujer sagrada por encima de todos los seres? Es por Alkav, Abuela. Por un arquero como cualquier otro que sin embargo es el hombre que amo y he elegido por esposo. ¿No es bastante el sacrificio de mi vida? ¿Tengo que sacrificar también mi amor en la cueva de fuego?
Callaron sus pensamientos y no hubo respuesta dentro de su mente. Si la Intocable la escuchaba, había elegido no contestarle, por lo menos todavía no. Tendría que esperar hasta hallarse frente a frente con la Abuela sagrada; entonces ella respondería a todas sus preguntas porque lo que para cualquier kenddhai es signo de debilidad, en una elegida es necesario. Sólo quien ha sentido el peso de una pregunta en el corazón puede comprender las de los demás y contestarlas. Suspiró y siguió caminando.
La Intocable despertó de su ligero sueño y una sonrisa iluminó su rostro marchito. El día había llegado. Sentía el estómago tembloroso de emoción y si su viejo cuerpo se lo hubiera permitido, habría bailado de pura alegría. Sabía con la absoluta certeza de la Mujer Sagrada que era su último día en el mundo de los mortales, que era la última vez que sus ojos de carne se habían abierto a un amanecer y que pronto se cerrarían al devenir humano. Los largos años de confinamiento habían terminado, el dolor lacerante del fuego que transitaba su cuerpo desaparecería y ella misma se convertiría en llama, en llama de amor y agradecimiento infinitos por la liberación de su condena; antes de que terminara el día la carga caería sobre los hombros de otra mujer más fuerte y más joven. El fuego tendría su vaso y ella quedaría libre.
Recorrió su estancia con la mirada, dispuesta a tomar las últimas decisiones. Pocas cosas la habían acompañado al Santuario y, aunque lo correcto hubiera sido desprenderse de ellas al llegar, algún impulso le había hecho conservarlas a su lado durante los años que había pasado allí; ahora tenía que decidir si desaparecerían con ella o si debían ser preservadas para la siguiente Intocable. Quizá lo más sensato fuera destruirlas u ocultarlas pero pensándolo mejor resolvió dejarlas en su lugar por el momento y más tarde, si la muchacha era digna de ello, enseñarle su manejo y, si no, ordenarle que las destruyera ella misma. En cuanto al resto de las cosas, ninguna era peligrosa ni estaba impregnada de poder. La joven Intocable podría comer del plato que había sido suyo y beber de su vaso. Rebuscó en un viejo arcón hasta encontrar una hermosa túnica que le habían ofrendado en alguna ocasión, acarició el tejido y hundió el rostro entre sus pliegues disfrutando unos segundos del suave olor que desprendían aún a pesar de todo el azufre que habían soportado. Imaginó el cuerpo joven de mujer que pronto cubrirían y meneó compasivamente la cabeza pensando en ese mismo cuerpo y esa misma tela unas décadas después. Claro que no había ninguna razón para que la Intocable no se cubriera con hermosos vestidos si ésa era su voluntad; a cambio de sus respuestas podía exigir cualquier cosa. Ella misma había cuidado mucho al principio su apariencia externa pero también eso había desaparecido con los años. Ahora no era más que un jirón humano cubierto de harapos.
Volvió a buscar en el arca con un repentino vigor y sacó de su fondo un vestido tan hermoso que sus ojos se llenaron de lágrimas. ¿Cuánto tiempo había pasado desde la última vez que se puso esa túnica? Toda una vida, murmuró para sí, toda una vida. Ahora que al fin iba a morir quería estar hermosa, tan hermosa como antes, como cuando era joven y deseable, cuando sus ojos azules resplandecían como la túnica y sus cabellos negros estaban llenos de luz. ¡Cuánto había sentido entonces no tener un espejo donde mirarse! Y sin embargo ahora se alegraba de ello. Mirando sus manos podía imaginarse lo que el tiempo y el fuego habían hecho con su rostro y prefería no verlo. Una fugaz sensación de vergüenza la invadió. ¿Iba a presentarse ante aquellos desconocidos vestida como una jovencita? ¿Ella, la Abuela Sagrada de las kenddhai? Pero no importaba, decidió. Nada importaba ya más que su propio deseo y su propia muerte. La majestad que el Poder le había conferido a lo largo de su vida supliría la belleza y la juventud; ante los ojos de aquellos tres seres sería una vez más una reina, una diosa modelada por el fuego.
Con una leve caricia, envió a su muñeca a la Caverna de las Respuestas cargada con las ropas de la nueva Intocable. Ella salió al pequeño huerto al pie de la montaña, depositó la túnica de seda al pie de un arbolillo y, como todos los días, y por última vez, cruzó el pasadizo oculto y llegó a la Piedra de las Ofrendas, recogió los alimentos que hacía mucho tiempo había dejado de preguntarse de dónde procedían y regresó al jardincillo. Dejó las ofrendas en su estancia y volvió a salir. Tenía que prepararse y cumplir el rito de despedida ahora que el momento había llegado y prefería hacerlo en ayunas; ya habría tiempo para comer.
Se desnudó por completo y se acercó al pequeño estanque natural que formaban las rocas en un extremo del huerto. Allí recogió un poco de tierra, la vertió sobre su cabeza y se bañó lenta, cuidadosamente, como no había hecho en mucho tiempo, desde que empezó el invierno; luego, una vez limpia, cogió un puñado de hojuelas perfumadas de un arbusto cercano y las frotó por su cuerpo para perfumarlo y darle vigor; cogió un poco de tierra negra del hueco de una roca y, haciendo muchas pausas para descansar los brazos, la fue restregando por su cabello hasta que poco a poco fue cobrando un falso aspecto de juventud. Cuando hubo terminado, volvió a entrar en el estanque, en la parte menos profunda y con el agua por las rodillas, los pies firmemente plantados en la tierra y los brazos en alto, como abarcando el cielo de verano, radiante y azul, convocó una leve brisa y así, temblando de poder, sintiendo correr sobre su cuerpo las fuerzas elementales del mundo, se despidió de ellas encomendándoles a la nueva Intocable y pidiendo su protección para el relevo y para su cercano tránsito. Sintió que todo su ser se fundía con las cuatro materias kenddhai y que su ruego era acogido y sería atendido y, temblando de emoción y de agotamiento, esperó con los brazos en alto y los ojos abiertos hacia el cielo a que los poderes fueran abandonándola. Cuando cesó la brisa, suspiró casi sin darse cuenta, dejó caer los brazos a lo largo del cuerpo y salió lentamente del estanque. Había servido bien y su tránsito sería hermoso, tal como había deseado, lleno de amor y de armonía.
Se vistió la larga túnica azul bordada de plata, retiró su cabello, ahora negro, para que el ópalo destellara en su frente y colocó en sus dedos y sus brazos las joyas de oro que el fuego había creado para ella. Caminó por el jardín despidiéndose de cada arbusto, de cada piedra, de cada nube y con una mirada de amor, de agradecimiento y de infinito alivio, salió de él por última vez.
En su estancia comió unas frutas, bebió un sorbo de leche y emprendió el terrible ascenso hasta la caverna superior donde se despediría del fuego y aguardaría la llegada de los últimos viajeros que tendrían el privilegio de recibir su palabra.
Llegó jadeante, maldiciendo y dándose cuenta por primera vez en mucho tiempo de que quizá la espantosa subida por el interior de la montaña tenía la misión de mantener en forma las articulaciones de la Intocable. Sin aquella escalera el cuerpo de la Mujer Sagrada se convertiría en un guiñapo en pocos años y era una buena manera de forzarla a hacer algo de ejercicio. Casi a su pesar, sonrió. En el último día de su vida había comprendido algo que la había estado martirizando durante años. Siempre se puede aprender algo más, pero ella ya estaba cansada de aprender. No habrían más escaleras para ella. Al terminar el día, su espíritu flotaría entre las rocas. Y el de su muñeca, que la miraba con sus grandes ojos cristalinos, acuclillada en un rincón de la caverna. Con un gesto la mandó salir y se preparó para encontrarse con el fuego. En esa unión no podía haber testigos, ni siquiera su pobre pequeña podría soportarlo.
Cuando quedó sola, apartó de sí toda influencia exterior, se colocó sobre el pozo ardiente y pronunció la invocación casi con el mismo miedo con que la había pronunciado la primera vez, pero con mayor reverencia y con amor. El fuego acudió a su llamada y se fundió con ella.
Cuando llegaron a la Piedra de las Ofrendas se detuvieron para depositar unos alimentos antes de emprender el ascenso hacia la Gran Caverna. Arven y Fang Tai sacaron de la mochila las frutas que habían cogido un par de días antes para la Venerable Madre y un trozo de carne del último animal que habían cazado y los colocaron junto a una jarra de leche que alguien había dejado antes que ellos. Faissa cogió una bolsita de hierbas que colgaba de su cinturón y la dejó también sobre la piedra. Eran hierbas medicinales y mágicas que había traído desde el país de los lagos porque sabía que alguna vez podría necesitarlas y prefería tenerlas consigo a tener que pedirlas a algún peregrino y esperar su vuelta. Al dejarlas sobre la piedra, sus ojos se fijaron en un pequeño pan, tierno y crujiente, y sin quererlo, por puro reflejo, su boca se llenó de saliva y sintió una punzada de nostalgia en la garganta. Hacía mucho tiempo que no había comido pan reciente, desde que abandonó su hogar a finales del invierno, y su olor le traía a la memoria recuerdos de toda su niñez y la seguridad insoportable de que todo eso había muerto para ella. Nunca más volvería a comer pan tierno amasado en su casa; ni siquiera ella misma volvería a amasar nunca porque la Intocable debe vivir de las ofrendas de los caminantes o de lo que le brinden las materias. Sin poder apartar los ojos de la pequeña hogaza, pensó casi en el mismo momento lo hermoso que sería compartir ese pan con Alkav o incluso renunciar para siempre a comerlo a cambio de seguir juntos y, a la vez, que quizás esa misma noche, cuando hubiera entrado en el corazón de la montaña para no abandonarla jamás, ese pan sería su solitaria cena, la compensación amarga de su renuncia. Vio como en una escena soñada la mano de Alkav depositando una maltia sobre el altar, una maltia madura, perfectamente azul moteada de naranja, y se le encogió el corazón pensando que esa fruta que su esposo ofrecía ahora a la Mujer Sagrada sería lo último que tendría de él al caer la noche. Sintió un escalofrío y se le llenaron los ojos de lágrimas. Si por lo menos la Abuela se hubiera puesto en contacto con ella, sabría que todo estaba bien, pero el silencio de su mente era completo y lo había sido desde hacía ya muchos días; aquella llamada que había oído desde su primera infancia había callado y ahora sólo la sostenían su fe y sus recuerdos. Si no llegaba pronto a presencia de la Sagrada, ni siquiera ellos serían suficientes para apartarla de Alkav y entonces ¿qué sería de las kenddhai? ¿Qué sucedería si ella traicionaba a las suyas? Seguramente habría una solución porque ella podía haber muerto en el camino, a manos de los hillai, por ejemplo, y entonces la Madre Sagrada habría tenido que encontrar a otra mujer que tomara su lugar. No era posible que en todas las tierras habitadas por kenddhai sólo ella, Faissa, fuera digna de aquel puesto.
Se dio cuenta con un pequeño sobresalto de que debía de llevar bastante tiempo parada allí frente al altar y que Alkav y Fang Tai esperaban que terminara sus plegarias para seguir la marcha. ¡Qué vergüenza, Madre de Fuego!, pensó: yo, perdida en pensamientos de traición y cobardía y ellos pensando que no pueden interrumpir mi sagrada meditación. Se limpió discretamente las lágrimas y se volvió hacia ellos con la mayor serenidad que pudo fingir. Alkav la contemplaba con un amor rayano en la adoración pero la mirada de Fang Tai era extraña e inquietante, una mirada mezcla de compasión y de amenaza, la mirada de un arquero que va a lanzar su flecha contra un enemigo al que respeta, la mirada de alguien que sabe que va a matar y lo lamenta. La impresión se deshizo en un segundo pero la sensación de miedo y peligro no acabó de disiparse en todas las horas de su camino ascendente por la ladera del volcán y, aunque cuando se volvía, sólo se encontraba el rostro cansado e inexpresivo de Fang Tai, tenía la sensación constante de unos ojos clavados en su nuca, unos ojos que no eran los de Alkav.
Él caminaba sin mirar al frente, fijándose sólo en el camino que iba surgiendo bajo sus pies, incapaz de pensar, de desear o de rebelarse. Se sentía conducido hacia algo que no podía ni debía cambiar y a veces tenía la impresión de que su corazón, como su boca, se estaba cubriendo de polvo volcánico y pronto se convertiría en piedra para siempre. Hacía tiempo que Faissa no había emitido un sonido o un pensamiento y hasta cierto punto se alegraba de ello; así sería tal vez menos doloroso. Fang Tai tampoco había dicho nada durante horas, al parecer había terminado por captar una de las bases de la vida de las kenddhai y el silencio ya no le molestaba. Imaginó por un instante cómo sería por la noche, o al día siguiente, cuando ya Faissa no estuviera con ellos y la vida continuara. De alguna manera, que sabía pueril, se negaba a creer que todo pudiera seguir igual cuando ella se fuera, que el sol seguiría saliendo y poniéndose y las cosas conservarían los colores. Sabía que sería así porque así fue, a pesar del dolor, cuando se marchó su madre y fue así también cuando su padre murió y sabía que en algún momento volvería a tener hambre y sueño y volvería a comer y a dormir aunque Faissa no estuviera a su lado y que incluso en un tiempo futuro, llegaría a cantar y a reír de nuevo y eso era lo que más daño le hacía, saber que sería así a pesar de su amor, a pesar de ese amor que lo estaba desgarrando por dentro y que nada borraría jamás. Su padre también había amado a su esposa más que a nada en el mundo y sin embargo Arven recordaba ocasiones en que habían jugado y reído sin que el recuerdo de ella amargara su felicidad. En ese momento envidió a Fang Tai, siempre tan señora, tan dueña de sí misma, tan fría, posiblemente era incluso incapaz de sentir amor; una mujer que mataba sonriendo, como ella lo había hecho, que disfrutaba abriendo una garganta con su cuchillo, no podía ser capaz de sentir amor por nadie. Ni siquiera sentía la vida y la magia que emanaba de las cosas a su alrededor. Se preguntó de nuevo a qué habría venido al Santuario. ¿Habría algo que ni siquiera su poderosa magia podía contestar? ¿Podía haber algo que le interesara tanto como para llegar hasta aquí desde sus lejanas tierras? Se preguntó qué sería pero abandonó enseguida el pensamiento; eso era asunto de ella y totalmente secreto. A él tampoco le gustaría que nadie intentara saber cuál era su pregunta y su respuesta.
Fang Tai caminaba entrecerrando los ojos para protegerlos del sol que caía a plomo sobre el paisaje de rocas y levantaba constantemente la vista tratando de calcular cuánto tiempo de ascensión les quedaba. A veces creía que llevaba toda la vida empeñada en aquella misión y el pensamiento la inquietaba. Siempre se había sentido tranquila en todos los trabajos que había realizado antes, jamás había sentido la necesidad de repasar sus armas cada vez que tenía un momento libre, como hacía ahora y lo que más le preocupaba era el hecho de que el tacto de la culata de su fusil o el puño de su daga sirvieran para calmarle los nervios durante un tiempo. ¿De qué tenía tanto miedo?, se preguntaba constantemente, y si no era miedo ¿qué era?, ¿una enfermedad mental?, ¿una premonición?, ¿una debilidad nerviosa provocada por la comida o por el clima? Era todo demasiado absurdo. Tan absurdo como la historia del lanzallamas. Lo había repasado la noche anterior mientras los jóvenes se alejaban para estar un rato a solas y se había sorprendido al descubrir que la carga de carburante estaba al máximo y eso no podía ser; era absolutamente imposible que después de provocar un incendio que había arrasado kilómetros de bosque el combustible no hubiera disminuido ni una fracción. Había desmontado el arma pieza por pieza para asegurarse de que no había ningún error en su apreciación y así era. El indicador marcaba que el carburante no había sido utilizado. Sin embargo ella había visto con sus propios ojos cómo las llamas surgían de su arma y convertían aquel bosque en un infierno. ¿O las llamas no habían surgido de allí? Aquellas terroríficas masas de fuego que a veces, ante sus mismos ojos, habían adoptado la caprichosa forma de un dragón.
Tenía que salir de allí. Tenía que terminar cuanto antes su maldita misión y salir de aquel miserable planeta que la estaba volviendo loca. El olor a azufre comenzaba a hacerse insoportable y el sol quemaba despiadadamente sobre las rocas desnudas. Si tenían que llegar hasta el cráter, les quedaban unas dos o tres horas de ascensión, calculó. Escupió al suelo para quitarse el polvo de la boca y tomó un trago de la cantimplora. Ni Faissa ni Arven parecían tan cansados como lo estaba ella. Tal vez su magia los sostiene, pensó con un dejo de ironía; a mí, en cambio, sólo me queda mi determinación, que cada vez me ayuda menos, y el deseo de salir de una vez de este condenado agujero. Nunca en la vida aceptaré otro trabajo periférico, aunque tenga que bajar a prioridad dos y esperar otros cien años a tener una hija, pero nunca volveré a aceptar una misión en un lugar sin espaciopuerto.
La parte analítica de su mente empezó a estrangularla: así que eso es, le susurraba, tienes miedo de no poder salir de aquí; eso es lo que ha estado angustiándote desde el principio. Claustrofobia, miedo de quedarte enterrada en vida en una tumba planetaria.
—¡Cuidado!
El grito la detuvo en seco y el brazo de Arven la sujetó a un paso de caer en el despeñadero. Se giró hacia él lentamente, sin clara conciencia de dónde estaba, mareada por los ecos de su cabeza y los arco iris que las gotas de sudor fingían entre sus pestañas. Él la retuvo un momento abrazada hasta que sintió que volvía a apoyarse firmemente en el suelo.
—¿Estás bien?
Fang Tai asintió con la cabeza, esforzándose por tragar algo que la ahogaba.
Faissa los contemplaba desde el otro lado de la quebrada, unos metros más allá.
—De repente te vi caminar en línea recta, como si no hubieras visto que el camino se desvía hacia el puente, allá.
Ella miró todavía insegura hacia donde Arven indicaba, un pequeño puente de cuerdas tendido sobre el abismo, unos pocos metros a través, unos cientos de caída.
—Era casi como si quisieras lanzarte al vacío; sin embargo te detuviste incluso antes de que yo gritara.
Fang Tai sacudió la cabeza negativamente.
—No había visto nada —dijo con voz insegura—. Me detuve cuando oí el «¡No!» en la cabeza.
—Yo sólo grité «cuidado».
—Sí, tal vez haya sido eso. No te preocupes, ya estoy bien. Continuemos.
Arven la miró algo perplejo pero no insistió. También él estaba deseando llegar al final. La dejó cruzar el puente, que se balanceaba bajo su peso, y cruzó después. Faissa los precedía por la estrecha cornisa de roca.
Fang Tai, con los ojos clavados en el sendero, trataba de quitarse de encima el temblor que la dominaba. Aquella voz que había gritado en su cerebro no era la de Arven; ni la de Arven ni la de nadie sobre aquel planeta. Aquella voz le había hablado en su lengua y era una voz de mujer, una voz que había desencadenado una avalancha de recuerdos dormidos y le había producido el mayor terror que había sentido en su vida. Se forzó a seguir caminando sobre unas piernas que se negaban a sostener su peso hasta que Faissa la hizo volver a la realidad con una simple frase:
—Hemos llegado.
La boca de la caverna se abría como una mancha de oscuridad en la pared rocosa muy cerca de la cumbre. No había nada que a Fang Tai le indicara que había llegado a la meta de su viaje pero Arven y Faissa debían de sentir algún tipo de emanación porque se habían puesto pálidos y temblaban como hojas. No se oía el menor sonido y hasta los gritos de las aves roqueras que les habían acompañado durante la ascensión habían cesado. Fang Tai cambió su peso de un pie a otro, indecisa. Ella carecía del sentido de aquellos seres para captar la magia pero con alguna parte de su cerebro sentía que la boca de la caverna era una invitación y que en la oscuridad del interior había una presencia que aguardaba.
—Entraré primero —dijo sin esperar a que los otros hablaran.
Sintió la inquietud de Faissa y algo así como un suspiro de alivio. Así podrían estar un rato juntos y solos y para lo que ella tenía que hacer era mejor así. Sin embargo, en contra de lo que esperaba, la muchacha se apartó de Arven y se acercó a ella.
—Te enseñaré lo que debes hacer —dijo—. Tú no eres kenddhai.
La tomó de la mano y la condujo a la entrada de la cueva; allí la hizo colocarse en un lugar en el que por una hendidura en la roca podía verse el cielo. Soplaba un aire frío que se arremolinaba a su alrededor y le producía por momentos una sensación de inminencia. De vez en cuando, a intervalos irregulares, caían sobre su rostro unas gotas de agua helada.
Faissa le habló suavemente:
—Ahora estás en el umbral. Apoya las manos sobre la roca y siente la tierra que te sustenta, abre los ojos y mira el cielo que te cubre, respira y tiembla con el aire que te rodea, deja que el agua que te da vida corra sobre tu piel, acepta el tránsito de las materias en tu cuerpo y libera el fuego que quema tu corazón, llama a la Madre y haz tu pregunta. Cuando ella te responda, entra sin miedo y con amor y entrégate a su sabiduría.
Cuando ya estaba a punto de dejarse llevar por la fuerza que sentía surgir en su interior, oyó la voz de Arven agitada, temerosa:
—Las armas, Faissa, no puede entrar con las armas.
Faissa se volvió hacia ella.
—Es verdad, Fang Tai, tienes que entrar sin armas. Es la ley kenddhai.
Ella se giró, su voz peligrosamente suave:
—Yo no soy kenddhai, no estoy sujeta a vuestras leyes. Si la Intocable quiere que abandone mis armas, que me lo pida ella. Seguiré su voluntad, no la vuestra.
Fang Tai sintió el desagrado de sus compañeros de camino pero su provocación no tuvo respuesta. Los miró durante unos segundos, sosteniendo todo el reproche de sus ojos y por fin, ignorándolos, volvió a ocupar su sitio en el umbral. Esta vez nadie estorbó la ceremonia. Durante unos segundos, que hubieran podido ser horas, Fang Tai sintió los cuatro elementos transitando por dentro y por fuera de sí, investigándola, reconociéndola, aceptándola, como había hecho su casa tanto tiempo atrás. Sintió como en una explosión de luz que era parte de los cuatro y que los cuatro eran parte de ella y que en el centro estaba el fuego, síntesis y culminación de todos. Se sintió pequeña y expuesta entre las cinco materias primigenias pero sin miedo, ni vergüenza, ni dolor, como si toda su vida hubiera sido sólo un momento sin más sentido que el de llegar a ese instante de comprensión y de entrega. Abrió su mente a la luz del fuego sin más reservas ni más secretos y entonces, desde el fondo de la cueva, desde el fondo de sí misma, le llegó su nombre: —¡Nawami!
El nombre que su madre había elegido para ella, en la voz dulce y lánguida, con filo de cuchillo que durante toda su vida había hecho repetir a la casa para no olvidar ni un solo momento cómo sonaba la voz de Tai Fang Djem.
En la rojiza oscuridad sulfurosa avanzó como en trance temiendo y deseando a la vez el encuentro con la Intocable. Todo lo otro había quedado atrás, en el mundo exterior, en el mundo irreal que hasta entonces había creído el verdadero y único. Los nervios de sus manos se crisparon recordando su misión pero su cerebro la había olvidado, en su mente sólo había sitio para el desgarrador anhelo de encontrarse con el único ser que la había querido, que la había querido tanto que incluso la había deseado como parte de su propio cuerpo antes de conocerla. Avanzó, ciega al espacio de roca en que se movía, hasta distinguir una silueta sentada en un trípode tras el pozo llameante. Entonces se detuvo.
—Madre —saludó de forma ritual, con la voz estrangulada de ansiedad.
—Nawami —susurró la forma oscura, encerrando todo el amor del universo en ese nombre— has venido a matarme por fin, hija mía.
—¿Madre? ¿Tai? ¡Madre! —gritó Fang Tai mientras buscaba enloquecida una manera de rodear el pozo—. ¿Eres tú? ¿Eres tú realmente?
La Intocable extendió su mano sobre el pozo y las llamas dejaron de rugir dejando sólo un resplandor rosado que hacía destellar el ópalo de su frente y acariciaba sus cabellos teñidos con un brillo sedoso.
—Sí, Nawami, soy yo. Abrázame, pequeña.
Fang Tai se acercó cada vez más despacio, maravillada, temiendo que la forma que la esperaba con los brazos abiertos no fuera más que un espejismo provocado por su deseo, un jirón de niebla sulfurosa exhalado por el volcán. La contempló un momento con amor y con tristeza. ¿Cómo era posible que aquella pobre anciana fuera su madre? Su madre, que había sido la mujer más bella de la galaxia, un ser delicado de seda y porcelana de enloquecedores ojos azules con chispas de plata. ¿Qué había sido de aquellos ojos? ¿Qué había sido de aquella piel y de aquel cuerpo en ese mundo bestial que ni siquiera conocía la regeneración? ¿Qué hacía su madre encerrada en aquel volcán en un planeta perdido en el confín de la galaxia? ¿Cuánto tiempo llevaba allí? y ¿por qué? ¿Por qué? Las preguntas crecían en su cerebro y de repente las formas y las palabras se borraron y en el mundo no quedó más que el cuerpo de su madre contra el suyo y un delicioso dolor que la atravesaba entera.
—Llevo doscientos años buscándote —murmuró, sintiendo el contacto de aquella frágil trabazón de huesos en que se había convertido el cuerpo joven y fuerte que ella recordaba.
—Y yo he pasado toda una vida esperando que vinieras, Nawami. Doscientos años en nuestro mundo no son nada comparados con cincuenta aquí. Perdóname, hija, tengo que sentarme; mis pobres piernas… Acompáñame dentro.
Pasando un brazo en torno a su cintura, Fang Tai ayudó a la Intocable a recorrer el corto pasadizo que las separaba de la estancia interior, la acomodó en su taburete y se sentó a sus pies, incapaz todavía de reaccionar, aceptando lo que estaba sucediendo como se acepta lo que sucede en un sueño, sin intentar comprenderlo.
—Entregarse al fuego es lo más grande del universo, Nawami, y lo más doloroso —continuó la anciana como si no hubiera habido pausa en su diálogo—, el fuego da la vida y la consume, por eso es la mayor de las materias. Y la más peligrosa.
—Pero, ¿cómo…? —balbuceó Fang Tai.
—¿Cómo? ¿Aún no lo has adivinado? —su voz se hizo más clara, más joven, la voz fresca e irónica que la casa le había hecho escuchar en tantas ocasiones—. Supongo que fui demasiado lista para el gusto de alguien. Maté en muy poco tiempo a muchas personas de gran relevancia política, gente que hubiera obstaculizado nuestro camino en el proceso de anexiones y alianzas en que la Liga tenía gran interés. Con las conclusiones que podría haber sacado de tanta información dispersa podía, si hubiera querido, resultar incómoda a muchos de nuestros principales ciudadanos, coaligados de prioridad cero y méritos especiales. Lo más sencillo era apartarme para siempre; más barato que solicitar de la Escuela la gracia de una asesina y mucho más discreto. No me di cuenta hasta que fue demasiado tarde, como te ha pasado a ti.
—¿A mí? —sin quererlo se le dilataron los ojos y su voz sonó ronca.
—¿De verdad no te has dado cuenta todavía? —Fang Djem acarició el rostro de su hija con ternura y compasión, como si se tratara de una niña—. ¿Para qué crees que te han enviado aquí? ¿Para concederme a mí el descanso? —empezó a reírse y su risa sonaba lenta y rota, sin humor—. ¡Niña mía! Veo que en la Escuela siguen limitándose a enseñar métodos de supervivencia que no sirven de nada frente a los políticos. Si yo lo hubiera sabido antes… o si hubiera podido avisarte… pero así está marcado en la rueda del cambio y así ha de suceder. No te entristezcas porque no puedes luchar contra ello. Es tu destino.
—¡No lo es! —dijo Fang Tai poniéndose en pie de un salto—. ¡No lo es! Yo no consumiré aquí mi vida como tú has hecho.
—Entonces serás una vagabunda el resto de tus días en un mundo que no comprendes y al que no perteneces. Nadie te aceptará nunca porque no perteneces a ningún clan y aquí las mujeres no tienen la posibilidad de entrar en una estirpe por matrimonio, eso es privilegio de los hombres; de hecho casi el único que tienen. Estarás sola toda la vida. Hasta el final.
—¿Y aquí? —miró en torno con desesperación.
—Aquí tienes el fuego.
—Quiero irme a casa, Tai —dijo cayendo de rodillas junto al taburete.
Diana sacudió la cabeza, con lentitud y no contestó.
—Tardará un par de horas en llamar a la nave.
—Llama, si te consuela.
—Podrás venir conmigo, madre. Volveremos juntas, volveremos a casa en la nave.
Fang Djem volvió a sacudir la cabeza, con una sonrisa triste.
—Ahí afuera no hay nadie, Nawami. Te dejaron y se fueron para no volver. Acéptalo, como lo hice yo. Ya nunca regresaremos a casa.
—¿No quieres venir conmigo? ¿No quieres irte de aquí?
La voz de la Intocable se hizo dura y ardiente, se irguió en su asiento y miró a Nawami con una intensidad que le hizo bajar la vista.
—¿Qué te crees que he querido los últimos doscientos veinte años, cada día y cada noche inacabable que he pasado encerrada en este volcán? ¿Para qué te crees que he vivido, más que para esperar una muerte digna y hermosa en lugar de arrojarme a uno de estos pozos o dejarme morir de debilidad y desesperación? Te esperaba a ti, a ti o a otra asesina de nuestro mundo que me diera la muerte a la que tengo derecho. Me lo han quitado todo, menos eso. Y por fin ha llegado mi hora. Tú estás aquí.
—¿Para matarte o para sustituirte?
—Para las dos cosas —dejó que las palabras calaran en Nawami y no dijo más.
—¿Y Faissa, tu sucesora? —preguntó Fang Tai.
—También nos ocuparemos de ella.
—Voy a llamar a la nave —insistió obstinadamente.
La Intocable respondió sin mirarla:
—Al fondo de ese corredor hay una escalera de roca, sube por ella y te encontrarás al aire libre en la cumbre del volcán, desde allí puedes lanzar la señal. Si vienen, pueden aterrizar dentro del cráter. Si no vienen… —se interrumpió unos instantes— yo seguiré aquí.
Fang Tai le dio la espalda y corrió enloquecidamente hacia la escalera sin saber muy bien de qué trataba de huir. La Intocable permaneció en su taburete mirando las llamas, una roca más entre las rocas que el fuego había modelado al correr de los siglos. Había esperado tanto que un par de horas no importaban. Lo que había de suceder sucedería; siempre había sido así. Sintió lástima por su hija, tan joven, tan llena de pasión. Pero de alguna manera aquella mujer ya no era Nawami. Ni la niña que había acariciado de pequeña entre las sedas de su cama, ni la jovencita inteligente que le mostraba sus éxitos en la Escuela, ni siquiera la imagen formada de recuerdos que había conservado en su alma todos aquellos años. Nawami se había convertido en algo extraño a su corazón. Aún la quería, como la había querido desde el momento en que supo que se la habían concedido pero, aunque casi lamentaba confesárselo, su muñeca era ahora su hija, más que Nawami, más que nadie en el mundo. La hija que había compartido su desesperación, su miedo y su soledad. Y su gloria, se recordó, también sus momentos de gloria. Eso es lo que tendría que aprender la pequeña Nawami, que el fuego no sólo da dolor y locura sino también poder y belleza. Pero eso lo aprendería más tarde, cuando hubiera superado el terror, el odio y la impotencia de saberse atrapada para siempre. Ella le enseñaría, pero eso vendría después, después de su muerte.
Sintió la presencia de Nawami antes de oírla bajar las escaleras; su angustia era como un perfume amargo sobre el olor del volcán. Sabía que habían pasado muchas horas, más de las necesarias para que aterrizase la nave. Sabía que en el exterior habría caído la noche y las estrellas habrían sido millones de inalcanzables ojos burlones que le hacían guiños que ya nunca podría contestar. Sabía que su pérdida era irreparable y que nada podría calmar su dolor, de modo que, sin volverse, dijo:
—Baja las escaleras hasta la estancia inferior, Nawami. Allí encontrarás comida y ropas en un arcón. Refréscate en el estanque del jardín, come un poco y vístete algo limpio. Cuando estés preparada, sube de nuevo. Yo también lo estaré.
Obedeciendo el tono que durante tantos años había oído en la Escuela, Fang Tai giró sobre sus talones y comenzó a descender la escalera tropezando, sin apenas advertirlo, en la absoluta oscuridad del interior de la montaña. Su sentido de la realidad había desaparecido en una lluvia de colores como cuando se lanza una piedra contra una vidriera y el cristal se hace añicos que danzan un momento al sol y caen convertidos en un brillante mosaico carente de sentido y de finalidad. Su vida estaba rota y el dolor era tan grande que ya no sentía nada, ni siquiera los golpes de las rocas, ni el peso de sus inútiles armas, ni la felicidad de haber encontrado a su madre, ni el terror de sustituirla. Nada. Su cerebro era un limpio agujero de láser. Su cuerpo una cáscara hueca que se movía sin voluntad. Seguía con vida pero por dentro había muerto, para siempre.
Cuando llegó abajo la sangre le corría por la mejilla desde un corte que se había hecho sobre la ceja pero apenas sentía más que una ligera pulsación cálida y el viscoso sabor de la sangre en la boca. En la estancia había una luminosidad azulina que no parecía proceder de ninguna parte y sobre la mesa se hallaban un jarro de leche, una hogaza de pan, algo de carne, unas frutas. Ahogándose en sollozos, salió al jardín y se lanzó vestida al estanque deseando que fuera el helado vacío interestelar para poder morir, pero no traicionada. El agua se cerró fría sobre su cabeza y poco a poco la fue calmando. Cuando no pudo resistir más sin respirar supo que, a pesar de todo, no estaba preparada para la muerte. Aún no. Intentó relajarse, se quitó la ropa y empezó a cumplir las órdenes recibidas; se bañó, se vistió e intentó comer algo pero no pudo. De momento se sentía incapaz de tocar aquella comida, las ofrendas para la Mujer Sagrada. Sabía que tenía que hacer algo más pero su mente lacerada se negaba a mostrarle el camino. Esperó con los ojos cerrados el consejo de los Arcanos, temblorosa y vacía, hasta que sintió que la cabeza le estallaría si la forzaba más, de modo que se acercó a su mochila, sacó el mazo de cartas y, lentamente, como en un sueño, fue mezclando entre ellos su dolor y sus dudas. Luego, más despacio, arrodillada en el suelo, a la luz fantasmal de aquella cueva que podría llegar a ser su hogar, los extendió boca abajo ante sí, los veintidós símbolos de poder que revelaban la trama del destino.
Tendió la mano hacia uno de ellos que parecía impregnado de luz y, sin pensarlo más, le dio la vuelta. El libro, las llaves, el velo, todo estaba allí. Jakin, la columna roja, símbolo del fuego. Bohaz, la columna azul, el mundo cíclico, el principio femenino. La esfinge a sus pies, dueña de los infinitos enigmas del Universo. Su madre tenía razón, la Gran Sacerdotisa marcaba su destino y no había escapatoria posible.
Consultó la otra pregunta que quemaba su alma sabiendo que era la última que le quedaba por hacer. Después sólo habría respuestas. El Sumo Sacerdote mostraba sus blancas manos enguantadas recordándole que su acto sería puro. La ley moral, el deber y la conciencia exigían su actuación.
Sin prisas, pero sin vacilaciones, recogió los Arcanos, los ordenó cuidadosamente y, cerrándose con toda su energía al temor y la propia conmiseración, empezó a subir la escalera para cumplir con su deber. Con amor Tai Fang Djem le había dado la vida. Con amor su hija, Nawami Fang Tai, le daría la muerte.
La noche había caído sobre el mundo, una noche desértica, pura y transparente, iluminada por los miles de estrellas que brillaban en el cielo negro. Una brisa fría traía emanaciones sulfurosas como un recuerdo del fuego que vivía bajo las rocas sobre las que Arven y Faissa se sentaban. Llevaban mucho rato en silencio, manteniendo sus mentes en un suave contacto y las manos unidas, con los ojos perdidos en la distancia. Durante toda la tarde se habían hablado, diciéndose con prisa y sin descanso todas las cosas que nunca ya podrían decirse, tratando de aprovechar hasta el máximo esas horas de pasión que sabían las últimas, temiendo que de un momento a otro la silueta de Fang Tai recortada en el umbral les recordara que todo había terminado. Y ahora flotaban en el extraño vacío que sigue al final de un ciclo cuando nada puede volver a comenzar y queda algo de tiempo todavía.
—Me pregunto qué estará sucediendo —articuló la mente de Faissa—, por qué no nos llaman. Nunca he sabido de nadie que haya estado tanto tiempo con la Intocable. ¿Quién será esa mujer?
Arven se encogió como si el pensamiento de ella le resultara doloroso.
—No quieras saberlo, Faissa, no te hagas preguntas. Las preguntas causan dolor y también las respuestas, tú lo sabes. Y yo también lo sé. Yo nunca volveré a hacerme preguntas. Toda mi vida me enseñaron lo que era correcto y nunca lo creí pero ahora lo he descubierto por mí mismo y nunca volveré a dejarme llevar por el deseo de hacer lo que no debe ser hecho.
—¡Oh, Alkav, por la Madre!, te has vuelto más piadoso que el Señor del Arco de mi pueblo. Yo soy la elegida, tengo derecho a hacerme preguntas, ésa es mi misión: hacerme preguntas y buscar respuestas. Para eso he nacido.
—Es una triste misión.
—Es la más alta.
Callaron durante un rato, tensos, lejanos, como si de algún modo ya no fueran la pareja de amantes que habían sido sólo unas horas antes. Por fin ella preguntó, tentadora:
—¿No te gustaría saber, por ejemplo, cómo son las estrellas vistas de cerca, qué hacen, cómo viven, cómo nacen sus hijas?
Estuvo durante un segundo a punto de dejarse atrapar pero se contuvo y contestó obstinadamente:
—No a cambio de volver a ser lo que era antes de convertirme en tu esposo.
—Mi pobre Alkav, ya nunca volverás a ser lo que eras. Ahora eres un arquero de mi estirpe y lo seguirás siendo mientras vivas.
—Si soy digno —añadió él.
Ella lo abrazó y lo miró intensamente a los ojos.
—¿Crees realmente que unas cuantas preguntas van a hacerte indigno de mi amor?
—Yo no soy un elegido —contestó él humildemente.
—Tampoco lo es Fang Tai y no tiene miedo del conocimiento.
—Pero ella es mujer, aunque no sea una kenddhai, y es además una poderosa hechicera y tal vez algo más —terminó casi en un temblor.
—¿Algo más? ¿Qué quieres decir?
Él sacudió la cabeza, tratando de alejar pensamientos que lo inquietaban pero la mente de Faissa estaba sobre la suya y sus ojos miraban hasta el fondo de su corazón.
—Cuando estábamos en los bosques oscuros —empezó él casi contra su voluntad— aquella horrible noche en que Fang Tai luchó contra ese monstruo que nos estaba deshaciendo, vi algunas de las cosas que pasaron por su mente, cosas que no comprendo y que apenas puedo recordar, cosas absurdas, terribles, abominables. Ella no es como nosotros, Faissa. No sé cómo explicártelo pero lo sé. Creo que ella tiene más poder que todos nosotros juntos, creo que tiene más poder que la Intocable ¡que las materias me perdonen! No está hecha como nosotros, Faissa, no es de este mundo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Faissa, dura como una roca o como una Mujer Sagrada.
Arven apenas se atrevió a formular el pensamiento:
—El fuego surgía de su brazo, de su mano. Yo lo vi.
—Eran dragones de fuego enviados por la Madre.
—Yo lo vi, Faissa, y tengo miedo. He tenido miedo desde entonces aunque lo he estado escondiendo porque ella también conoce el lenguaje de la mente. No sé qué es pero tengo la sensación de que va a pasar algo terrible.
—No tengas miedo, Alkav —dijo Faissa, inflexible—. La Madre tiene el Poder.
Pero en el fondo de su corazón había miedo, miedo de algo inexplicable, de algo que no podía imaginar pero que sentía que iba a afectar su vida profundamente.
Y entonces llegó la llamada. Los dos la oyeron al mismo tiempo y se pusieron en pie: la Intocable estaba esperándolos para darles la Palabra y su destino. El final había llegado.
Se miraron durante un largo momento mientras sus mentes brillaban deslumbradas de amor, sus labios se rozaron y, cogidos de la mano, avanzaron hacia el umbral.
Al principio quedaron aturdidos por la inmensidad del lugar en el que se encontraban; no había suficiente luz para ver con claridad los límites de la caverna pero había en el aire una calidad que sólo se encuentra en los grandes espacios cerrados y que les hacía sentirse pequeños y perdidos ante la magnificencia de aquella sala creada por las materias mucho antes de que las kenddhai poblaran el mundo.
Avanzaban lentamente, arrastrando los pies, guiándose sólo por la emanación de la Intocable que sus ojos no podían distinguir en la rojiza penumbra pero hacia la que sus mentes se lanzaban como una flecha buscando el blanco, rápida, y segura. A medida que se iban acercando iban acostumbrándose a la oscuridad y empezaban a apreciar contornos, puntos de luz en el suelo frente a ellos y, por fin, una figura sentada, pequeña y frágil, envuelta en un manto gris.
Faissa dudó un instante. No podía estar segura de conocer la simbología de los colores pero creía saber que la Madre vestía de rojo, el color del fuego, cuando daba respuesta a las preguntas y de blanco, la unión de las materias, cuando recibía a una Elegida. ¿Qué significaba, pues, el manto gris de la Mujer Sagrada? ¿O era que todo lo que había aprendido en su vida no tenía valor dentro del Santuario y debía aprenderlo de nuevo, con otras claves? Sintió una repentina vergüenza al notar la mente de la Abuela sobre la suya y trató de vaciarse de todo pensamiento.
Llegaron frente al pozo en llamas y se arrodillaron, la cabeza inclinada sobre el suelo de roca. Así pasó un tiempo en el que sintieron que su mente era recorrida e investigada por la poderosa voluntad de la anciana; después ésta se retiró y quedaron solos frente a la figura velada, inmóvil y silenciosa como una roca más. Esperaron. El tiempo pareció adelgazarse y convertirse en un hilo infinitamente sutil que los envolvía sin peso. Las señales de sus cuerpos, el temblor de sus manos, el dolor de sus rodillas, la opresión en la garganta, el espasmo en el estómago se fueron diluyendo hasta abandonarlos por completo y, tras sus ojos cerrados, se vieron a sí mismos como jirones de niebla, como meros vapores cambiando de forma y de color, sin peso, sin voluntad, sin destino, flotando desarraigados sobre la tierra. El tiempo había dejado de importar junto con sus deseos, sus dolores, sus miedos. Nada existía salvo la conciencia de los poderes que los rodeaban y ante los cuales ellos eran simples briznas de hierba impulsados por el viento.
Y entonces la Intocable habló. No una fórmula de requerimiento, no un «Pregunta, caminante, descarga tu corazón del fuego que lo consume», sino unas frases dirigidas a cada uno de ellos, destinadas a confirmar algo que ya sabía: la existencia de su amor y su deseo de permanecer juntos.
Arven sintió las palabras de fuego de la Madre y con toda humildad contestó que así era, que su amor por Faissa era fuerte como la muerte y como el lazo que une las materias hasta el fin de los tiempos y la acompañaba al Santuario como un fiel esposo para que la Sagrada dispusiera de las vidas de ambos.
Entonces le llegó una pregunta que hizo tambalearse su sentido de la realidad:
—Si yo te dijera —oyó— que hay una posibilidad de que abandonéis el Santuario juntos y viváis el uno con el otro mientras os dure la vida, ¿qué estarías dispuesto a sacrificar a cambio?
—Lo que me pidáis, Señora —contestó, sin pensarlo siquiera—. No creo poseer nada que pueda valer esa gracia pero todo lo que tengo y lo que soy y lo que alguna vez pueda ser o tener son vuestros.
—Yo no quiero nada, arquero. Nada de lo que puedas darme tiene sentido para mí, pero si aceptas, tendrás que darme a cambio, además de lo que ya has prometido, algo que para ti sea valioso, lo más valioso de ti mismo.
—No tengo nada, Señora, salvo mi arco y mi nombre.
—Tienes algo más, arquero. Lo que has venido a buscar aquí. Tienes tu pregunta.
Arven se estremeció. No se le había ocurrido pensar en la búsqueda de toda su vida como algo que pudiera intercambiar por la libertad de Faissa, pero la Intocable la creía de valor. Y lo era. Lo era realmente. Trató de imaginarse el resto de sus días con esa pregunta incontestada en su corazón, con la misma duda que lo había atormentado siempre, sabiendo que nunca tendría respuesta. Sabía con absoluta seguridad que ni siquiera en la felicidad más completa con Faissa sería del todo feliz mientras aquella duda, que jamás podría olvidar ni resolver, se iba pudriendo en su interior. El precio era alto. La Mujer Sagrada tenía razón, era lo más valioso de sí mismo, el precio más alto que podía pagar sin dejar de ser el que era. Lo pensó unos segundos y dio su respuesta:
—Te entrego mi pregunta, Madre. Échala al fuego y que mi corazón se queme con ella hasta el final de mi vida.
—La recibo, arquero —oyó en su interior.
Después no oyó más que su propio corazón que latía enloquecido y sus propios pensamientos que repetían «perdóname, madre, perdóname si aún vives, si me oyes».
Faissa recibió las primeras preguntas de la Maestra perdida en una especie de dulce martirio. Faissa, la elegida, temblaba de orgullo y de felicidad ante la culminación de su existencia, esa existencia cuya única razón de ser había consistido, desde que podía recordar, en ser la continuadora de la anciana Intocable en su entrega al fuego; todos los actos de su vida se habían orientado a ser digna de la misión que se le impondría algún día como Mujer Sagrada de las suyas y ese día, por fin, había llegado.
Faissa, la esposa de Alkav, sentía que su cuerpo se desgarraba por dentro con la conciencia de que el mundo exterior, el mundo de las cuatro materias, del amor y de la vida, se había cerrado para siempre a su mirada al trasponer el umbral del Santuario; su vida apenas empezada de mujer, de adulta, quizá de madre de familia y jefe de clan había quedado atrás al arrodillarse ante la Intocable. Su anhelo la empujaba hacia Alkav, hacia el mundo de los bosques y los lagos, hacia las canciones y las fiestas de la primavera, hacia sus amigas y las mujeres de su familia, hacia una vida cotidiana llena de alegrías y dificultades que ya nunca conocería.
Sintió el escrutinio de su Maestra y se entregó a su sabiduría, sin ocultar nada, sin disfrazar ninguno de sus sentimientos, abierta como una flor a la mirada antigua de su Mayor hasta que su pregunta hizo que se replegara y, por primera vez, sintió miedo, un miedo irracional, desmesurado, que no sabía de dónde procedía o qué lo había liberado y que no se veía capaz de controlar. No soy digna, pensó, no soy digna. Me he entregado a la vida del mundo sabiendo que mi compromiso con el Santuario era más antiguo que toda mi estirpe. Seré rechazada por mi propia locura, la vergüenza caerá sobre las mías y la portadora del fuego se extinguirá. Y enseguida, después del primer arrebato de angustia: es una prueba; la Abuela quiere probar mi fuerza, mi determinación, mi capacidad para el sacrificio. Tengo que demostrarle que puedo hacerlo, que Alkav no significa nada frente a la misión sagrada que ha sido elegida para mí. No, Maestra, mi amor por él morirá, yo lo mataré con tu ayuda para poder dedicar toda mi vida a tus enseñanzas y a lo que debe ser hecho.
—Pero lo amas —oyó la voz de la Intocable, dura y clara, una enunciación, no una pregunta.
Suspiró y dijo solamente:
—Sí, Madre.
—Si pudieras salir del Santuario con él, a vivir tu vida en el mundo y no en la montaña de fuego, salvando tu orgullo y el de tu estirpe, ¿lo harías?
—Lo haría si me lo ordenaras. Te debo respeto y obediencia.
—Y veneración —las palabras sonaban levemente irónicas en el cerebro de Faissa.
—Y veneración, Madre.
—No puedes quedarte en el Santuario llevando una hija en tu vientre.
Los sentimientos se agolparon en ella en una mezcla de incredulidad y angustia con un algo de triunfo y de felicidad. La Intocable no le estaba haciendo ningún reproche, hablaba de un hecho sin darle más ni menos importancia de la que tenía.
—Abandonarás el Santuario con tu arquero y renunciarás a la misión que había sido fijada para ti.
—¡Oh, Madre! —el dolor la ahogaba pero dentro del dolor había una tenue chispa de felicidad, de agradecimiento por su inesperada liberación.
—No es un castigo, Faissa, hija de Tolma. No es mi misión premiar ni castigar, ni la del fuego. La rueda ha girado y lo que pudo haber sido no será.
—Pero ¿quién será ahora tu sucesora, Madre?
—Las preguntas han terminado para ti.
Hubo un silencio largo y tenso que Faissa no se atrevía a romper porque sabía que la Intocable no había cortado aún el contacto con ella y era privilegio suyo hablar o callar como lo deseara.
—Faissa, hija de Tolma, la que en un posible destino hubiera sido mi sucesora, regresarás al Santuario dentro de un año y presentarás a tu hija a la Mujer de fuego, recogerás de sus labios la misión de tu vida y la cumplirás hasta el fin del modo que se te indique sin preguntas ni vacilaciones. Vivirás en el mundo pero el fuego de tu corazón será utilizado en beneficio de todas las kenddhai, no como Madre Sagrada sino como algo que se te confiará en su momento. ¿Lo harás así?
—Lo haré.
—Id, entonces.
En medio de un silencio subrayado por el oscuro rumor del fuego vivo. Arven y Faissa se levantaron y comenzaron a retirarse, de espaldas, muy despacio, fijando la vista en la Intocable que veían por última vez.
—¿Y Fang Tai, Señora? —preguntó Arven, tímidamente, formulando apenas el pensamiento.
Pero la anciana se había alejado ya de ellos aunque su frágil silueta continuaba frente al pozo en llamas como un montoncillo de polvo.
—Gracias, Madre, Señora —murmuraron ambos con la voz quebrada antes de trasponer el umbral.
En el exterior las estrellas empezaban a apagarse y el aire estaba lleno de olor a amanecer.
Cuando Arven y Faissa se hubieron marchado, Fang Tai se acercó a su madre, la sujetó por la cintura y la ayudó a caminar hasta la pequeña estancia circular, allí la instaló en su trípode y se quedó de pie, contemplándola, con la mente anestesiada por el dolor y los músculos tensos por el esfuerzo de controlar los temblores que la sacudían de tanto en tanto.
—Has participado en la conversación —dijo la anciana.
Fang Tai asintió con la cabeza.
—¿Y bien?
—Me parece una buena solución, al menos por el momento.
—No hay «por el momento», Nawami. Es para siempre. Acéptalo. Sólo cuando lo aceptes empezarás a superarlo. Lo sé por experiencia y por reflexión.
Fang Tai sacudió la cabeza, tratando de no llorar.
—Bien, de todas formas, y para dejarte una puerta abierta, Faissa volverá el próximo año. Si decides marcharte a donde sea, confíale a ella la misión del fuego y enséñale todo lo que yo te enseñaré a ti. Si te quedas, búscale algo que pueda hacer y que sea útil a las suyas —retiró su manto gris de los hombros y se pasó la mano por la frente—. Estoy cansada, Nawami, muy cansada. ¿Me ayudarás a morir?
—Por supuesto, madre —dijo, tratando de que su voz sonara firme.
—¿Sigues consultando los Arcanos? —preguntó Fang Djem como si hubiera olvidado el tema de su muerte. Nawami asintió—. No dejes de hacerlo. Son símbolos de gran poder y sirven aquí tanto como en cualquier otro lugar. Las grandes líneas del destino no están sujetas, como nosotros a los pobres planetas —se interrumpió unos momentos—. Abajo encontrarás armas y cosas de casa que traje conmigo al llegar aquí; supongo que estarán anticuadas pero son de nuestro mundo. Míralas cuando te sientas capaz de hacerlo sin perder la dignidad.
Fang Tai seguía en pie, mirando las llamas, su rostro vacío de expresión. Su madre se levantó lentamente, con esfuerzo, fue a su lado y la abrazó.
—Mi pobre pequeña. ¡Cuánto siento que haya tenido que ser así! Pero esta vida también es hermosa, ya lo verás. Yo estaré contigo hasta que sepas todo lo que yo sé, luego tendrás que seguir sola. Siempre ha sido así.
—Ya lo sé.
—¿Tienes alguna otra pregunta antes de matarme, Nawami? Cuando pase al otro plano iré perdiendo recuerdos y poco a poco sólo me irá quedando la sabiduría que tengo que transmitirte, pero nada más.
Fang Tai la miró con la mente vacía. No se le ocurría nada que pudiera quererle preguntar a aquella extraña que había sido su madre, por la que había recorrido millones de kilómetros a lo largo de su vida y que indirectamente era la culpable de lo que le había sucedido. Nada importaba ya, pero vio a su madre esperando una pregunta, cualquier pregunta y dijo:
—¿Cuál era la pregunta de Arven?
—¿El arquero? Quería saber qué fue de su madre. Lo abandonó cuando era muy pequeño.
También él buscaba a su madre, pensó Fang Tai, también él.
—¿Y lo sabes?
—Claro —contestó Tai Fang Djem, ligeramente sorprendida— yo la maté. Al llegar aquí y asesinar a la Intocable, cambié toda la cronología de las sustituciones. Cuando vino esa muchacha atraída por la llamada del fuego que nadie puede desoír, pensé que tenía que matarla. Luego me di cuenta de que ella ni siquiera sabía para qué había sido convocada; la pobre pensaba que podría volver con su familia cuando hubiera cumplido su servicio en el Santuario. La maté. Ya lo había hecho muchas otras veces porque nuestra vida es bastante más larga que la de las gentes de este planeta. Cada vez que se presentaba una sustituta esperando encontrarse a una anciana a los bordes de la muerte, le daba una muerte hermosa y me olvidaba de ella. Hasta hace muy poco no se me ocurrió que quizás había otras posibilidades. Tú ahora puedes hacerlo mejor.
—Pero si mataste a la primera Intocable, ¿de dónde aprendiste todo lo que debías saber?
—De ella. Cuando se dio cuenta de lo que sucedía, me trasmitió sus enseñanzas desde el otro plano para que no se rompiera la continuidad y no me abandonó hasta que estuve preparada. Como yo haré contigo —se interrumpió un momento y acarició el ópalo de su frente—. No he sido una mala Intocable, después de todo. Tú también serás buena, Nawami, tenemos cualidades y quien ha pasado por la Escuela sabe del sacrificio y del deber. Cumplirás como yo he cumplido y cuando la Liga envíe a otra asesina, tendrás una muerte bella.
—Si la envían —murmuró Fang Tai, casi por reflejo.
—La enviarán. A menos que decidan intervenir directamente en tu tiempo de vida para anexionarse este planeta o entrar en tratos comerciales o quién sabe qué. Les interesa que la Sagrada sea de los nuestros porque saben de su influencia sobre la casta dominante de la sociedad y saben que estará de su lado porque es su pasaje de regreso a casa. Sabes que la anexión violenta de un planeta es anticonstitucional; tiene que haber consentimiento o la Liga debe abandonar sus proyectos y tal vez volverlo a intentar siglos después. Quizá si tienes la suerte de que vengan en tu tiempo de vida, puedas regresar después de aconsejar a las kenddhai la colaboración incondicional con la Liga.
Fang Tai sintió que su estómago se contraía violentamente y que su garganta se preparaba para gritar de rabia. Se controló y crispó las manos a la espalda.
—Si eso sucede en mi tiempo de vida, se van a llevar una sorpresa. Lucharé. Lucharemos mientras haya kenddhai dispuestas a proteger su inocencia. No me comprarán con un viaje de vuelta. Me vengaré por esto.
La Intocable le acarició la mejilla.
—Ya hablaremos, niña mía. Está a punto de amanecer. Ha llegado mi hora. Déjame marchar —dijo en una voz dulce y rota, un recuerdo apenas de la hermosa voz que cantaba canciones en una lengua olvidada.
Fang Tai se giró hacia ella y la abrazó con amor, con ternura, con miedo.
—¿Cómo lo quieres, Madre?
—Lento, suave, largo, bello —sus viejos ojos se entrecerraron de placer y destellaron con chispas de plata, como antes, como en aquel otro mundo que nunca volvería a ver.
Cuando el cuerpo de Tai Fang Djem, la Intocable, la mujer más hermosa de la galaxia, la mejor asesina de la Escuela, hubo sido consumido por el fuego junto al de su muñeca, Nawami Fang Tai, agotada y radiante por la hermosura, por la gloria de la muerte, subió a la cumbre del volcán. El sol estaba ya alto y el mundo brillaba bajo el nuevo día. Había sido un proceso largo y dulce en el que había invertido todos sus conocimientos, todos sus años de enseñanzas. Había ido matándola poco a poco, suavemente, mientras recordaban juntas el tiempo pasado, la casa, los amigos. La muñeca se había dormido enseguida en brazos de su madre que la acunaba, como había hecho con ella tantos siglos atrás. Ella había ido desconectando a Tai lenta, amorosamente, con el primoroso cuidado del que desmonta una valiosa joya para engarzarla en una nueva montura, para que pudiera sentir la dulzura de la muerte que va llegando paso a paso, como el sueño, como el placer. Había tenido tiempo para decirle cuánto la había querido, para darle las gracias por su amor, por su cuidado, por haberle entregado la casa, por haberla llevado dentro de sí antes de convertirse en lo que era, por haberla hecho llegar a ser lo más hermoso que puede ser un humano: una dadora de muerte, una asesina.
Aquellas horas con su madre habían sido lo mejor de su vida, aunque hubiera tenido que ser en aquel planeta perdido en el universo y no en su maravillosa casa llena de música y luz, en su propio mundo. Ahora podía mirar hacia el futuro y concentrarse en lo que tenía que hacer. Tai estaría allí para ayudarla mientras lo necesitara y luego se valdría sola, como había hecho siempre. Su decisión ya estaba tomada.
Miró hacia el sur y, muy lejos, en el límite de su visión, creyó ver dos figuras diminutas que se alejaban del Santuario. Volverían al año siguiente y, cuando volvieran, habría una misión para ellos. La Intocable, la Mujer Sagrada de las kenddhai con el ópalo en la frente, les anunciaría el regreso de los dragones de fuego, los dragones que vendrían llenando el mundo de llamas y estruendo haciendo preguntas y pidiendo respuestas, queriendo llenar de conocimientos los puros corazones de las kenddhai y sus arqueros. Pero esta vez no se les daría una oportunidad. Como en la leyenda sagrada, los dragones serían destruidos, una y otra vez hasta que no volvieran más. El fuego viviría en el corazón de la Intocable pero los dragones serían destruidos. Así estaba fijado en las leyes que rigen el destino, así estaba fijado por las cuatro materias.
Volvió la espalda al sol y, descendiendo la interminable escalera, la Intocable se internó en el corazón de la montaña de fuego.
Nosotros tres
Felo era un muchacho estupendo hasta que conoció a Dulce. Entonces ella lo utilizó, lo convenció y lo convirtió en una máquina. Ahora es un asesino.
Esta es la versión general de la vida y el destino de Felo; eso es lo que saben y cuentan los que no lo han conocido ni antes ni ahora y dan por sentado que Dulce puede hacer cualquier cosa, especialmente con un muchacho estupendo. Pero yo sé más. Yo lo conozco porque él ha sido mi amigo y quizá lo sea aún. No lo sé. Él está ahora muy lejos.
Yo soy mecánico de las minas de Illmore y estas preciosas máquinas están tan bien hechas que tengo todo el tiempo que quiera para recordar a Felo y eso es lo que hago mientras los robots sin mente construyen galerías hacia el corazón del planeta, galerías delicadas y profundas como antiguas heridas en el alma.
Lo conocí en… la verdad es que ahora no recuerdo dónde fue pero debía de ser una estación orbital de algún tipo. Menos el nombre, todo lo demás acude con claridad a mi mente: todo es metálico, rojo y amarillo, hay algunas plantas artificiales y muchas fotografías antiguas de diversos mundos, una especie de música tintinea a mi alrededor interrumpida a ratos por avisos para gente que no conozco.
Me siento en forma porque me acaban de asignar mi primer trabajo de importancia y lo he conseguido con cierta rapidez, sólo tengo cincuenta y dos años y por fin todas las perspectivas del mundo de los adultos se abren ante mí; claro que tengo que hacerlo bien y tengo que empezar a enfrentarme con el mundo altamente competitivo que hay más allá de la adolescencia y las etapas de aprendizaje, pero he conseguido llegar hasta aquí y nadie va a detenerme. Saco mi credicard nuevecita y decido averiguar qué lujos están ahora a mi alcance, quiero poderme regalar algo en este día que señala el comienzo de mi nueva vida. Introduzco el pedacito de plástico negro en la ranura de la pared y apoyo las dos manos en la placa mientras recibo lentamente mi nombre y mi cargo; la pantalla se ilumina y unas letras temblorosamente doradas me informan de que los soñados lujos se reducen a cuatro bebidas no alcohólicas o dos con alcohol o una caja de dulces o una pequeña selección de souvenirs: cubikholos, insignias, maquetas de plástico de la estación orbital y todo el resto de cursilerías turísticas. La verdad es que me deprime un poco darme cuenta de lo poco que valgo cuando pienso que hay gente que tiene que solicitar la misma información por secciones: transportes, hoteles, restaurantes, joyas, objetos artísticos, vivienda… todas las cosas estupendas que nuestra civilización ofrece al que pueda pagarlo; pero como la cosa no tiene remedio y no hay manera de engañar a una bancopantalla, me guardo la credi en el bolsillo del mono y trato de animarme pensando que hace sólo unos días, antes de que mi nombramiento fuera oficial, mis derechos comprendían únicamente tres comidas diarias con alojamiento y un par de sucecafés en la sala común. En resumidas cuentas, el bar, que siempre había sido un lujo más allá de mis posibilidades, estaba abierto ahora para mí.
Atravieso pasillos sintiéndome importante y me doy cuenta de que mi optimismo es inabatible. Una preciosa mujer de cráneo dorado, cargada de cadenitas de colores se me acerca sonriendo; no soy tan joven como para no saber qué es lo que busca, así que le enseño la credi negra y espero que me mire con cierta lástima. Efectivamente lo hace, pero enseguida vuelve a sonreír y me dice:
—¿Quién sabe, chico?, quizá cuando seas mayor.
Le agradezco la amabilidad y atravieso la puerta del bar como si fuera un umbral para iniciados. No hay mucha gente pero a mí me parece una reunión de dioses, el que menos debe de ser credi rosa; van muy bien vestidos y beben cosas desconocidas en vasos de infinita variedad: a mí, que no he visto el cristal más que en museos, el ambiente me parece de un lujo desmedido. Me acerco a la barra casi temiendo que alguien me diga: «Largo, chico, aquí estás de más», pero nadie dice nada y el camarero humano, el colmo del refinamiento, me llama «señor» y, ahora, en ese momento, parece como si todos mis sentidos se estiraran para alcanzar una nube y, si todos mis recuerdos son claros, esta imagen es tan fuerte y tan perfecta que puedo contemplarla sin temor a que se borre porque la veo desde todos los ángulos, con una asombrosa calidad de detalle: tratando de decidir con mi limitada experiencia qué voy a beber, me giro un poco en la silla y lo veo: un muchacho alto y moreno, algo mayor que yo, con un anticuado bigote y el pelo anormalmente corto. Tiene el aspecto de estar decidiendo qué va a pasar en los próximos doscientos años de su vida y, a la vez, de que la decisión no le importa ni poco ni mucho. Mira el fondo de su vaso verde como si estuviera contemplando la danza de las anémonas en el fondo del mar.
La imagen está clavada en mi mente de tal modo que a veces, sin pretenderlo, acude a mí y pasea frente a mis ojos como para que la examine, para que me fije en el pliegue de la comisura de sus labios, en el pelo corto y suave de sus sienes, en el brillo de su mirada perdida en el vaso, en su jersey amarillo y su camisa marrón, en la luz que incide en su vaso y da a su rostro un resplandor verdoso de animal marino.
Lo que nunca puedo llegar a decidir es cuál es mi primera impresión al contemplarlo, mi primer sentimiento hacia él; a veces creo que mi primera reacción o apreciación de Felo es femenina, sin embargo, estoy convencido de que cuando lo conocí, yo era hombre. En fin, esas pequeñas cosas como nombres o sexos no tienen la menor importancia, al menos no para mí, no para Felo.
Como asustadas por la brillantez de esta imagen, las demás se desdibujan y no puedo ver con claridad cómo empezamos a hablar, cómo nuestras vidas empezaron a mezclarse, pero sé que lo recordaré si hago un esfuerzo. En esta helada soledad subterránea cada palabra recuperada de la vida que se fue, cada matiz de luz sobre una piel entrevista, cada reminiscencia de un perfume, de un contacto, debe ser mimada, acunada como el cuerpo de un niño dormido. Aquí el tiempo se diluye y gotea lento como miel sobre el silencio, sobre la oscuridad de la mina. A mi cubículo no llega nunca el rumor de las máquinas que horadan el planeta para extraer el mineral que no sé para qué sirve ni a dónde es transportado; a mis oídos sólo llegan los ecos de las palabras que fueron y a mis ojos el reflejo de la luz que murió. Sólo yo estoy vivo en Illmore y por eso recuerdo. Por eso y porque es lo único que puedo hacer.
Recuerdo la negrura infinita del vacío entre los mundos y los ojos de vidrio de los miles de estrellas y, en el silencio de la cámara, la voz profunda y seca de Alexis Dyonisos, Felo para todo el mundo, diciéndome:
—¿Ves ese centelleo de tantos soles desconocidos? ¿Has visto el fulgor de una nave al perderse en este mar de niebla negra? Nadie lo ha pintado nunca, nadie ha traspuesto nunca en una tela el verde profundo de un planeta cercano ni la plata enceguecedora de una estación orbital. La pintura es un arte muerto, como la palabra, como tantas cosas. Por eso yo soy ingeniero y no pintor.
Sus palabras se enronquecen y los nudillos de sus manos blanquean aferrados a la baranda; al momento calla y vuelve a sonreír:
—No me malentiendas. Soy feliz, como lo somos todos, o casi todos, me gusta mi trabajo y tengo lo que deseo pero hay algo en mí que me hace buscar siempre cosas irrealizables. Creo que si pudiera ser pintor querría ser ingeniero.
Me oigo contestar a través de los años:
—No sé; creo que hasta cierto punto eso nos pasa a todos.
Siento que se envara levemente, le molesta que lo iguale a mí, a los demás. Se sabe único o quiere saberse único. Sé que he dicho una inconveniencia y que debo cambiar de rumbo para no apartarme de él. No sé, sin embargo, por qué siempre he deseado estar cerca de Felo; supongo que a su lado me sentía yo también distinto de los otros. Ser amigo de un ser especial hace que también uno sea mejor, diferente. Sin embargo ahora no sé si realmente él era tan distinto de nosotros porque, al fin y al cabo, Dulce lo engañó también a él, como me engañó a mí, como nos engañó a todos. Dulce, la pequeña y preciosa Dulce, que le hacía sentirse a uno como si el Universo estuviera hecho a su medida, como si todo lo que es y lo que no es estuviera colocado en una hermosa bandeja dorada y uno sólo tuviera que alargar la mano y tomarlo. Supongo, claro, que los ofrecimientos variaban de persona a persona, porque lo que me hubiera tentado a mí no habría merecido un segundo de atención de Felo y lo que a él le hizo caer, a mí me hubiera dado risa. Sin embargo, lo que nadie sabe, más que yo y quizá Dulce, es que Felo fue feliz. Al menos lo fue durante un tiempo, al menos hasta que lo averiguó.
Suena un timbre de aviso y un par de máquinas ascienden lentamente por la galería tres. Salgo de mi cabina y repaso amorosamente sus mecanismos. Son bellas, perfectas, pulidas, como una mujer que amé una vez hace mucho tiempo. Están construidas sin un solo fallo, sin un solo milímetro inútil: son eficaces, fuertes, silenciosas. Son perfectas. Tan perfectas que no pueden hablar, ni sentir, ni recordar. Yo soy imperfecto, por eso puedo hacer lo que ellas desconocen y por eso soy feliz. Acaricio sus placas brillantes, los pequeños botones de vida electrónica, suaves como capullos, y recuerdo el cuerpo de Dulce tendido junto al mío, sus largos cabellos verdes, su piel blanca, su voz delgada:
—Créeme, mi amor, será maravilloso. Yo ya lo he decidido y voy a hacerlo enseguida. Si tú quisieras venir conmigo, podríamos hacerlo juntos. Dicen que es mucho más de lo que podamos imaginar, es la realización de todos nuestros sueños, es poder ser lo que deseamos siempre, siempre. Yo inventaría historias, todas las historias del Universo y tu pintarías las telas más bellas de toda la historia. Y no sólo te limitarías a pintar, tú serías la pintura, tú y tu arte seríais uno y estaríamos juntos, más juntos de lo que hemos estado nunca. Nuestras mentes se entremezclarían, se confundirían, tu pintarías mis historias y yo narraría tus cuadros; rodaríamos por un mundo ingrávido de colores y formas y palabras como amantes por la hierba. No tendríamos que construir nada real, nada sólido, nada práctico para que otros lo usen y lo disfruten. Créeme, amor mío, es la verdad. Yo sé que es la verdad.
Recuerdo sus palabras vehementes, calientes, arrebatadas y me adormezco y digo que sí, que sí y acaricio su cuerpo y sé que soy la fuerza creadora más grande del Universo y me dejo llevar por la fiebre. Pero, de repente, algo en mi cabeza me dice que eso no ha sucedido nunca y reflexiono. Esas palabras no han podido ir dirigidas a mí; yo nunca he deseado lo que Dulce me ofrecía en mi recuerdo. No, yo no. Esas palabras no eran para mí. Todo ese futuro de belleza y de pasión era para Felo. Si yo lo recuerdo es tal vez porque él me lo contó, o quizá Dulce, porque lo que sí es cierto es que yo he tocado su piel verde y su pelo blanco y la he oído suspirarme palabras calientes como la arena. ¿Qué me ofreció a mí la preciosa Dulce? ¿Qué fue lo que me tentó a mí?
Es curioso que un hombre no pueda recordar lo que tanto le afecta y recuerde, en cambio, los menores gestos de su amigo: su forma de pasarse la mano por la frente, su forma de morderse el labio cuando ya había tomado su decisión y sabía que al cabo de unas horas no tendría ya manos, ni frente, ni labios, ni sangre burbujeante, ni estómago tembloroso.
Recuerdo también su entrada en la máquina, su primer contacto trémulo con la gran mente incorpórea de la que él era ya parte, la embriaguez de la caída en un mundo de colores ingrávidos, de formas sin línea, de palabras sin forma; la explosión de orgullo de ser uno con el todo, el fogonazo terrible del poder entrevisto, el suave mareo de la felicidad alcanzada, llena de cosas que conocer, que dominar. Sí, recuerdo sus sentimientos y recuerdo también los míos cuando supe que nos había engañado a todos, también a ella. Cuando volví a verlo en su nueva forma y pude hablar con él, comprendí muchas cosas. Aunque su mente estaba ya muy lejos de la mía, supe que Felo no había querido nunca ser pintor; quizá ni él mismo lo sabía pero no era eso lo que había deseado durante tanto tiempo; ni siquiera era una vaga concepción de poder lo que le atraía. Felo, sencillamente, quería ser libre. Libre de las credis y del incesante movimiento entre los mundos, siempre encargado de un nuevo trabajo, libre de la competitividad constante, de los standards establecidos por máquinas y cyborgs, libre del temor a que sus diseños no fueran lo bastante buenos, lo bastante exactos, lo bastante innovadores. Para él, la decisión de entrar en la máquina, de convertirse en un cyborg destinado a supervisar proyectos de ingeniería espacial, al menos con una parte de su mente consciente, hubiera equivalido en otros tiempos a la de un próspero hombre de negocios que de repente lo deja todo y se retira con su perro a una casita de campo con jardín. Eso es lo que Dulce no supo ver a tiempo. Ella hubiera podido manejar perfectamente a un Felo pintor, a un Felo exaltado por formas y colores, pero su mente no fue capaz de controlar a un hombre dispuesto a conseguir su libertad a cualquier precio, a uno de los mejores ingenieros espaciales humanos que, de repente, había alcanzado el mejor instrumento para sus propósitos: la 2020-TRITON-l, una de las computadoras más modernas y especializadas, instalada en la estación orbital de Náyade.
En cuanto tomó posesión de su nueva mente, Tritón se convirtió en su Paraíso particular. Felo fue feliz calculando proyectos, haciendo modificaciones, diseñando magníficas obras por puro placer, perdiéndose en sus laberintos privados que espejeaban al paso de su pensamiento; por una vez en su vida se sintió libre, era absolutamente autosuficiente.
No digo que Felo hiciera bien saliéndose así de las líneas de conducta fijadas por nuestra sociedad pero creo que tampoco es correcto el modo con que esa misma sociedad que se escandalizó de los métodos de Felo consigue voluntarios para entrar en la máquina.
Hace mucho que se votó la ley de que sólo voluntariamente puede un humano convertirse en cyborg; sin embargo, como al parecer no hay mucha gente que desee hacerlo, inventaron sistemas como el de Dulce. Ella, la pobre, tampoco tiene la culpa. Cuando le hicieron los tests clasificatorios el resultado fue que sólo tenía tres cosas excelentes, pero, por desgracia, las tres muy poco útiles en nuestra sociedad: memoria, uso de la palabra y una apreciación psicológica intuitiva de primer orden. Con estas tres cualidades y un físico bellísimo hubiera podido ser una mujer de lujo destinada a los más ricos individuos de nuestra sociedad pero Dulce no era bella, no era ni siquiera bonita o exótica. Era sólo una muchachita vulgar a quien nadie hubiera mirado dos veces. De modo que sólo tenía la elección de la máquina. Quizás en otro tiempo, una sociedad de otro tipo le hubiera otorgado un cuerpo humano nuevo para que pudiera usar sus otras cualidades y ser feliz, pero nuestro mundo necesita cyborgs; aún no hemos sido capaces de crear artificialmente la inteligencia humana en una máquina y es necesario que haya gente que decida acoplarse a un computador.
Dulce no tenía elección, no había otro lugar para ella: entró en la máquina.
Entonces los mejores ingenieros plásticos diseñaron un androide de increíble belleza que la mente de Dulce controlaba desde su sede en Raroa y, a partir de entonces, todas sus cualidades se abrieron como una flor carnívora para atrapar a un insecto. Con su intuición elegía personas ambiciosas o descontentas o frustradas de alguna forma y con su cuerpo y su voz les persuadía de que el mejor futuro estaba en la máquina. Y todos lo creían, todos se dejaban llevar y acababan convertidos en cyborgs, teniendo que cumplir una misión como habían hecho antes, sin posibilidad de cambiar de opinión, sin posibilidad siquiera de suicidio. Todos, menos Felo. Él fue el único que se resistió a seguir dejándose dominar por leyes, por convenciones o conveniencias sociales, por normas que ya no le afectaban. Supongo que es a eso a lo que se refieren los que lo llaman asesino. Es muy posible, porque es cierto que Felo mató. Eso no lo recuerdo con tanta claridad pero sé que fue justo; tenía, que proteger su libertad, su integridad, su vida, en fin, y los demás querían matarlo o, al menos, querían torcer su mente para que fuera como todos, para que limitara su existencia a obedecer, como una máquina. Pero se olvidaron de que Felo también era humano y los humanos matan cuando no queda otra solución.
Al principio fueron sólo máquinas lo que inutilizó, máquinas que intentaban coartar su libertad recién adquirida, pero después enviaron contra él dos cybonaves y, cuando éstas fueron destruidas, llegaron especialistas humanos encargados de separar la mente de Felo de su nueva sede. No podía elegir: tuvo que matarlos. Habían tratado de engañarlo con Dulce pero él había encontrado su verdad en la máquina y ahora intentaban de nuevo imponer su normas de conducta a un Felo que estaba más allá de todas ellas, a un Felo dispuesto a luchar por conservar lo que tenía. Y lo hizo. Y lo hizo bien.
Durante mucho tiempo Tritón fue la estación del asesino y ninguna nave se atrevió a acercarse. Se sabía que la mente del loco que dirigía Tritón era la de un ingeniero espacial y eso aumentaba el peligro, así que lo dejaban tranquilo y su fama crecía. Pero en nuestro mundo no hay lugar para un rebelde y muchas mentes buscaban una solución. Así es como dieron conmigo. Querían matar a Felo y, por eso, también decidieron matarme a mí. Bueno, no creo que quisieran hacerlo; era sólo que no les importaba. Mandaron a Dulce a buscarme y yo entonces, como todos, sólo vi que sus ojos brillaban y que su pelo era largo y suave y que me hacía sentir como un credi blanco en su palacio privado con una mujer de lujo.
Y ahora sí recuerdo lo que me dijo a mí; no sus palabras pero sí lo que me dijo. Con su voz menuda y ardiente me habló de la amistad y del amor, me contó que ella había querido entrar en la máquina con Felo pero que la habían rechazado por ser demasiado joven. Me dijo que estaba segura de que ahora la admitirían, pero que Felo había pasado demasiado tiempo solo y necesitaba también un amigo, alguien como yo, nadie sino yo, que lo quería sinceramente, que había sido su mejor amigo y estaría dispuesto a ayudarlo por encima de todo. Me habló de lo hermoso que sería poder ser los tres una sola mente en un solo cuerpo, sería como hacer el amor fundiéndonos los unos en el otro hasta el infinito; no tendríamos que estar sujetos a necesidades humanas, no nos importaría ya el color de nuestra credi ni tendríamos que luchar para conseguir mejores puestos sino que nuestra vida consistiría en llevar a cabo un trabajo satisfactorio con más medios de los que podríamos soñar y hacernos felices unos a otros. Me dijo que podría entrar en la mente de Felo y comprenderlo y llenarlo y perderme en él, en él, que sería ya un nosotros, y yo acepté. Yo acepté sin saber que mi entrada en la máquina, que Felo acogió con alegría y sin desconfianza, era sólo una cobertura para la mente encargada de inutilizar al amigo por quien yo había dejado tantas cosas.
Así destruyeron a Felo: quitándole lo que era ya la mejor parte de sí mismo para dejarle sólo su mente humana, pero sin su cuerpo. Lo mismo hicieron con Dulce algo después.
Por eso están ahora aquí, conmigo, compartiendo este cuerpo que no pueden controlar, ahogándose en sus propias limitaciones, en su tortura común. Conmigo, pero tan lejos que ya casi no siento su presencia.
Ha habido un derrumbamiento en una de las galerías más profundas y una excavadora delicadísima ha quedado seriamente dañada. Yace en la mesa, ante mí, como un cadáver martirizado, sus bellos brazos sucios, retorcidos. Pero yo la salvaré, yo soy el mejor mecánico de minas del universo, aunque esté condenado a vivir en este desierto subterráneo sin más compañía que dos mentes heridas, replegadas en mi cerebro, girando incesantemente en torno a su historia.
Eso no tiene importancia. Hicimos las cosas mal, los tres nos equivocamos y debemos pagar nuestros errores; pero han sido buenos conmigo, yo soy el que menos parte tuvo, yo casi no tuve la culpa de nada y por eso puedo seguir cumpliendo mi tarea aunque sea aquí, en Illmore, a miles de millones de kilómetros de los mundos habitados. Ellos tuvieron menos suerte.
Ya ni siquiera puedo comunicarme con Felo y con Dulce, que fueron mis amigos, mis amantes, y que ahora vagan perdidos en algún lugar de nuestra mente común, presos de su historia. No pueden hacer otra cosa que repasarla segundo a segundo en este mundo vacío de luz y de sonido, no pueden hacer más que sufrir el castigo a su error, pero son buenos, yo digo que son buenos. Felo siempre fue un muchacho estupendo y un buen amigo. Dulce siempre ha sido una pobre chica desgraciada a quien nunca se le dio una alternativa, pero es buena, y era muy bella, y me hizo feliz. Ella no es una arpía, él no es un asesino; son sólo dos seres que sufren dentro de mí y a los que amo, como amo a mis máquinas perfectas que minan sutilmente el planeta construyendo túneles delgados y suaves.
Yo he tenido suerte, he sido amigo de un ser especial y he tenido en mis brazos a una mujer de lujo. Soy el mejor mecánico de minas del universo y una máquina perfecta, frágil y delicada como una flor yace en la mesa de reparaciones de mi cabina. Aunque esté condenado a repetir infinitamente nuestra historia, mis manos metálicas avanzan hacia la forma inerte de la máquina que amo. Yo la salvaré.
Minnie
Se llamaba Minnie y era muy bonita; o, al menos, era bonita entonces. Cualquiera que haya pasado por el Espaciopuerto de Miami, en Terra Sol, la ha visto, seguro. Sentada en Recepción Interestelar con los ojos brillantes y la boca entreabierta, anhelante, o en la barra de tripulaciones bebiendo rodeada de gente de media galaxia.
Todo el mundo la quería: unos porque era dulce, otros porque era linda, los más porque era extraña, porque no la comprendían y por eso, o quizás a pesar de eso, la admiraban.
Había sido bailarina en un local del puerto y había hecho un poco de todo, pero eso se acabó cuando conoció a Vlad, el aldebarano.
Cuando yo la conocí, vendía paisajes, que pintaba con ceras de colores, de lugares de Terra en los que nunca había estado. Minnie era muy pobre; casi todo el mundo lo era en Sol. Y ella, sin un trabajo regular, carecía de los medios necesarios para viajar pero, con sus siete colores, pintaba los paisajes de los que oía hablar a la gente que pasaba, a los ciudadanos del Universo. De vez en cuando vendía alguno a una pareja de turistas o a un soldado que quería llevar algo exótico a casa, en algún lejano lugar entre las estrellas. Entonces su sonrisa se hacía misteriosa y, durante unos días, brillaba como si se hubiera encendido una luz en su interior.
Siete veces hice escala en Terra; tres de ellas en cargueros de mala muerte, sólo para verla. Su fe y su intensidad me fascinaban. En uno de mis viajes me contó su historia. Me contó cómo conoció a Vlad, un aldebarano alto y silencioso que compró su compañía por un precio irrisorio cuando ella era una de las chicas más cotizadas de Miami. Me habló de Vlad, de su mirada fría y burlona, de su pasión casi primitiva, de sus palabras. De cómo brillaban los lagos helados de su mundo lleno de flores de nieve y luz y de sus altas torres de plata reluciente.
El sentimiento de Minnie era tan intenso que, en medio de mi indiferencia por aquel aldebarano, me sentía inclinado a compartir su amor por él.
Sólo estuvieron juntos dos semanas, mientras la nave recogía su carga. Dos semanas en las que pasearon bajo árboles otoñales llenos de hojas amarillas y contemplaron el inmenso mar de Terra, azul y profundo, y bailaron e hicieron el amor. Dos semanas que cambiaron la vida de Minnie, pues fue entonces cuando decidió dejar su trabajo y cuando él le prometió volver a buscarla y llevarla consigo a su hogar, cerca de la inmensa Aldebarán.
Cuando me contó esto, sentada en la alfombra, frente a mí, en uno de los pocos locales donde aún se podía encontrar tabaco auténtico, sus ojos relucían como brasas. Habían pasado ya cuatro años de Terra desde que él se había ido pero su fe era inquebrantable. Le había dicho un proximano de una nave de combate que en el espacio el tiempo es muy distinto y que, lo que para ella eran largos años de espera, para un viajero era una pequeñez. Lo creyó y le dio fuerzas. Un biofísico de Base Hon le había asegurado que los aldebaranos olvidan lo que dicen y nunca cumplen sus promesas. Minnie lo había escuchado como al viento entre las hojas y había seguido esperando.
Vlad nunca le había escrito, era cierto, pero ella había oído decir que muchas de las culturas galácticas no tenían tradición escrita, que sólo sabían hablar y, por eso, no le extrañó el no recibir noticias.
—Por eso le espero aquí, en el puerto —me dijo, abrazándose las rodillas—. Sé que le gustará que yo esté aquí esperándolo cuando llegue. Además, es posible que no se acuerde de cómo se va a mi casa: dicen que los aldebaranos no tienen buen sentido de la orientación.
En aquella ocasión creo que yo aún pensaba que estaba loca. ¿Quién, si no un loco, podía confiar hasta tal punto en la palabra de un mercenario espacial como Vlad o como yo mismo?
Volví a los cinco años. Minnie seguía en el espacio-puerto pintando paisajes y bebiendo beer. Ahora bebía más, pero era sólo porque el negocio no marchaba bien y los muchachos eran generosos con ella. No me reconoció al principio; luego, cuando le refresqué la memoria, se alegró de veras y me invitó a fumar. Yo, en un impulso repentino, le compré un cuadro; una cosa pequeña con montañas y nieve, con unos animales desconocidos, grandes y marrones. Le conté que había estado preguntando en todas las naves aldebaranas que había visto si conocían a un tal Vlad que hacía tiempo solía viajar a Terra, pero que no había sacado nada en limpio. Me contestó sonriendo:
—El espacio es grande, Joel.
Creo que fue entonces cuando me enamoré de ella. Entonces o quizá cuando me confesó su primer gran secreto: que estaba ahorrando todo el dinero de sus cuadros para poder ir a Aldebarán. Le habían contado que cuando un hombre lleva mucho tiempo viajando por el espacio, a veces, su organismo no puede resistir más el esfuerzo y le prohíben volver a embarcar. No sólo se lo prohíben sino que le retiran la licencia oficial y es repatriado para siempre.
—También hay algunos que mueren —me dijo, abriendo mucho los ojos— pero claro, ése no puede ser el caso de Vlad: él es muy fuerte.
Dio una larga chupada al cigarrillo y continuó, con una naturalidad tal que llegó a emocionarme:
—Así que he pensado que lo mejor sería ir allí. Ya sé que es mucho dinero y que me costará mucho tiempo pero, ¿te imaginas cómo debe de estar sufriendo al pensar que ya nunca volveremos a vernos? Tengo que ir. ¿Verdad que es lo mejor?
No tenía fuerzas para decirle que no. Pero tampoco podía decir que sí. La miré fijamente; estaba mareado y sentía que me ahogaba, que no podía seguir. Ella continuaba esperando mi respuesta. Entonces, así, de golpe, le dije que la amaba le pedí que se casara conmigo.
Me miró apenada, repentinamente entristecida, como se mira a un niño tonto del que, sin embargo, se esperaba algo mejor. Metió una mano dentro de su mono azul y sacó una bolsita que llevaba colgada del cuello. Vació su contenido en su mano izquierda y me la tendió diciendo:
—Pero, Joel, amigo, estoy comprometida. Soy suya, ¿ves?, suya para siempre, él me lo dijo.
En la mano tenía una piedra pequeña, brillante y roja como una gota transparente de sangre humana.
Continuó con voz soñadora:
—Cuando él, cuando Vlad se fue, yo le di el anillo de oro que mi madre me dio siendo niña y él me dio esto. En su mundo eso es como un casamiento, como una firma. Es más que una firma porque es para siempre. Nos pertenecemos, ¿lo entiendes, Joel?
No le dije nada.
No le dije que el suelo de Immalia está cubierto de piedrecitas rojas como la suya. No le dije que Vlad era un bastardo que se había burlado de ella y que no volvería jamás a la vieja y olvidada Terra y que, aunque volviera, no la recordaría. No le dije que en los mundos de Aldebarán no hay flores de hielo y luz y torres de plata.
No me habría creído. Era demasiado hermosa, demasiado ingenua, demasiado ¿quién sabe qué?
Nunca más he vuelto a Terra. Quizá Minnie ya ha ahorrado para su pasaje, quizás ha muerto, quizá sigue en Miami, Terra, Sol, esperando a Vlad.
Si alguna vez vais allí, si la veis, decidle por favor que Joel, que nunca le dio ninguna prenda, no la ha olvidado, que la ama todavía.
Que Joel, de Rigel, que ya no puede volar, la espera y la seguirá esperando. Eso es todo.
¡Ah! y, por favor, apuntadle mi dirección. Los rigelianos no sabemos escribir.
Una antigua ley
Mecánicamente, se limpió con el guante la nieve que le cubría el visor y reprimió un escalofrío; el traje no era precisamente el último modelo y en Monar el frío era intenso. Se removió un poco sobre la piedra en la que había estado sentado las últimas horas y miró al horizonte, cansado y triste. Cuando surgiera Turna sobre el paisaje blanco y helado ya no habría nada que temer por el momento y podría dar por acabado el día y marcharse a casa, al Centro, a soportar las peleas, la estúpida charla de aquella gente para la que Monar no era más que un lugar de paso, un sitio donde hacer méritos para ser trasladado a un planeta mejor, con mayor salario, con más posibilidades de ascenso; a casa, a un compartimento de dos habitaciones, vacío y abandonado, donde ya nadie le esperaba para cenar.
Es igual, se dijo, es mejor así. No he podido hacerlo de otro modo, no tenía otra salida; para no ser un traidor, he tenido que traicionar dos veces, pero ¿qué otra cosa podía hacer? No podía abandonar a Manan, no podía matarlos a ellos. Ahora serán felices lejos de aquí; yo nunca les he importado tanto. Siempre han querido salir de este planeta bárbaro, siempre han querido otra cosa y ahora la tienen. No se puede tener todo, eso decía Manan.
Miró en torno, al paisaje que se iba volviendo gris azulado y luego, pronto, blanco y negro, como una película antigua. Las piedras estaban en su sitio, los huesos y las plumas también. Se sentía cansado, dolorido por dentro y por fuera, como si de repente se hubiera vuelto viejo, mucho más viejo que todos los demás. Se preguntó qué sucedería cuando volviera al Centro, cuál sería ahora su sitio en una comunidad que era la suya pero de la que se sentía tan lejano y se dio cuenta de que, aunque no podía dar respuesta a sus preguntas, tampoco le importaba; su finalidad en el futuro inmediato estaba clara y después de eso, ¿para qué preocuparse? Manan decía, como le habían enseñado: «La vida no tiene futuro, la vida es». Siguió esperado, la vista fija en el horizonte.
—¡Vaya! ¡Qué susto me has dado! No esperaba encontrar a nadie fuera de casa a estas horas.
La voz lo sobresaltó. Se puso en pie de golpe, sin saber qué hacer ni qué decir. Recordó unas palabras de su padre: «Cuando estés desconcertado, ataca antes de que te ataquen, pregunta antes de contestar». A pesar de la repugnancia que había sentido siempre ante la brutalidad del consejo, lo hizo sin darse cuenta:
—Y tú, ¿qué haces por aquí a estas horas?
El hombre contestó, sin recelo:
—He ido al bosque a recoger unas muestras y se me ha hecho un poco tarde. Hace un tiempo infernal, ¿eh? ¡Menudo invierno vamos a tener este año!
Él no contestó. Miraba al otro, que ahora era ya sólo una silueta en traje térmico. No le veía la cara. Volvió a sentarse.
—¿Qué? ¿No te vienes conmigo para casa? ¿No has terminado aún?
—No, aún no —dijo en voz baja—. Vete tú solo. Yo iré dentro de un rato.
—Oye, no quiero meterme en lo que no me importa, pero si sigues ahí quieto, te vas a helar. No sé si lo sabes, pero una noche en el exterior termina con cualquiera.
—Sí, ya lo sé; no te preocupes, voy enseguida.
El hombre se volvió para marcharse y se giró otra vez hacia él:
—Es un rito loppi, ¿verdad? —dijo, haciendo un gesto hacia las plumas ya casi cubiertas por la nieve—. Es eso, ¿eh? Alienología.
Él dijo que sí con la cabeza, deseando que el otro se marchara por fin y lo dejara tranquilo.
—Sí —dijo el hombre lentamente— a veces pienso que eso es lo que deberíamos hacer todos, en vez de pasarnos la vida pensando en cómo y cuándo salir de aquí.
—¿Qué? —preguntó, repentinamente interesado—. Hacer ¿qué?
—Pues eso, tratar de acercarnos más a ellos en lugar de… bueno, ya sabes. Al fin y al cabo, aún no está claro que no sean seres inteligentes; creo que la comisión ni siquiera ha empezado aún a estudiar este caso.
—Acercarnos más a ellos… acercarnos más a ellos en lugar de cazarlos ¿no? ¿Es eso lo que quieres decir? —había una cierta brutalidad en su voz y también tristeza.
El hombre pareció sentirse incómodo:
—Sí, claro. Eso quise decir.
—¿Tú no cazas? ¿No te gusta cazarlos?
—No, yo no, claro, a mí no me… pero, claro, yo soy botánico.
—¿Y qué? Aquí todo el mundo es especialista en algo y eso no les impide matar.
—Sí, ya, pero ¿cómo te lo diría?… a mí me interesan las cosas vivas. Y, además, no sé por qué los loppi me dan miedo, o respeto, no sé si me entiendes, yo tampoco sé bien qué es. Prefiero no acercarme a ellos.
Se pasó la mano por el casco a la altura de la frente, como si quisiera apartarse el pelo de la cara o limpiarse el sudor:
—Creo que yo también estoy deseando salir de aquí —dijo, por fin.
—Sí —contestó él con voz apagada, casi para sí mismo— todos están deseando salir de aquí.
—¿Tú no?
—No, yo no.
Hubo un silencio. Luego, el otro empezó a hablar como si ya hubiera dicho la mitad de la frase:
—… aunque para lo que nos sirve… Fíjate en esos pobres desgraciados que salieron esta mañana. Tanta ilusión y ya ves.
Sintió una contracción en el estómago:
—Por lo menos ellos han conseguido lo que querían, aunque quizá tampoco sean felices en el otro destino.
El hombre alzó la cabeza, con una excitación repentina:
—¿Es que no lo sabes?
El tono de la voz le produjo una sacudida:
—¿Qué hay que saber? —dijo malhumorado, deseando zanjar la cuestión y quedarse solo entre la nieve—. Llevaban quince años en Monar, más que nadie, esperando un traslado que no llegaba nunca; odiaban el paisaje, el clima, el Centro, el trabajo… —su voz se quebró un instante—. Odiaban a los loppi, los cazaban como animales. Hace una semana recibieron el cambio de destino, dieron una fiesta, se emborracharon, salieron de caza, mataron, regalaron casi todo lo que tenían y esta mañana, tomaron esa condenada nave y se largaron. ¿Qué más hay que saber?
La silueta del hombre se iba volviendo imprecisa pero aún no había conectado la luz de su casco.
—Claro que hay algo más; la mayor noticia de los últimos meses —había en el Centro tan poca ocasión de contar algo nuevo que las palabras salían entrecortadas por el nerviosismo—. Es todo como tú dices, aunque yo apenas los conocía, pero lo que no sabes es que antes de salir de la atmósfera, la nave estalló. Nadie sabe por qué. Como sólo nos llega la chatarra, algo debía de estar en malas condiciones y, ya ves, tanta ilusión y tanta fiesta para acabar disueltos con la nieve de este infierno.
Calló un momento, como si quisiera dejar que la idea se filtrara bien, como si le consolara el hecho de que aquellos que se iban no hubieran alcanzado la felicidad. Luego dijo:
—¡Qué cosas! ¿eh? ¡Qué mala suerte, los pobres!
Él no dijo nada; no podía decir nada. La venganza se había cumplido sin que él hubiera tenido parte en ella. Ahora no le quedaba nada. Sólo un sentimiento sin nombre que le desgarraba la garganta y unas enormes ganas de llorar que no conseguían convertirse en lágrimas.
—¿No lo sabías? —preguntó el hombre.
—No, no lo sabía. Salí muy temprano esta mañana. No tenía ganas de despedirme —las palabras salían secas, cortadas, como si no fueran suyas.
—En fin —dijo el otro— son cosas que pasan. La vida es así y así hay que tomarla, pero es una vida perra.
Calló un momento y se quedó mirando de frente la silueta sentada sobre la piedra; acercó la mano al interruptor de su lámpara.
—¡No! —le gritó—, no enciendas. No hace falta luz, no hay nada que ver y, además, pronto saldrá Turna.
El hombre se acercó, inseguro, y le puso una mano sobre el hombro:
—¿Qué pasa? ¿Eran amigos tuyos?
El inclinó la cabeza, sintiendo el peso de la mano en su hombro, deseando quedarse solo con aquel sentimiento salvaje.
—Vaya, lo siento.
Él no contestó.
—¿Qué? ¿Nos vamos a casa?
—No, yo no. Vete tú solo. Yo iré luego —dijo lentamente, con voz ronca.
—Como quieras, pero lleva cuidado, aquí hace mucho frío.
—En Monar siempre hace mucho frío. No te preocupes, llevo toda la vida aquí.
El otro fue a contestar pero no dijo nada. Se pasó las palmas de las manos por los muslos, como si quisiera limpiarse el sudor a través de los guantes.
—Bueno, …pues, hasta ahora.
Se dio la vuelta y empezó a caminar hacia el Centro, muy deprisa. Al cabo de unos pasos encendió la linterna.
—Hasta ahora —dijo él casi sin voz, y se quedó sentado, quieto, de espaldas a la luz que se iba alejando, perdiéndose.
No sabía el tiempo que llevaba sentado en la piedra, mirando caer la nieve, blanca y fría, al resplandor verdoso de Turna; no se sentía con fuerzas para levantar la mano y mirar la esfera de su reloj y, además, tampoco importaba. Había intentado pensar con claridad pero los pensamientos se negaban a ordenarse de modo coherente y él no tenía voluntad para forzarlos. Ellos habían muerto. Habían muerto incluso antes de darse cuenta de que él los había traicionado, si es que para ellos su abandono hubiera sido una traición. Una traición a su raza, a toda la raza humana; eso era un hecho que debía aceptar. «Enfréntate a los hechos como un hombre», le había dicho siempre su padre. Como un hombre. Su padre no había podido comprender que hubiera otras maneras de enfrentarse a los hechos; ésa había sido siempre su desgracia, la de su madre también, la de todos los del Centro, la de los humanos en general, quizá la de todas las razas. También puede uno enfrentarse a los hechos como un rashtajka, como un loppi, como los llamaban los humanos en su lengua. Toda su vida se había debatido entre las dos maneras de ver las cosas, de «enfrentarse a los hechos» y, ¿por qué tenía que ser una mejor que otra? «Tú eres un hombre —le habían dicho siempre— un humano; no hay nada superior en el Universo, no hay nada más grande.» Pero él sabía que no era así. Él sabía que había más cosas y por eso había sufrido siempre. Por eso había sufrido también Manan y por eso había muerto. Por eso, ¿por qué, si no? Por haber tratado de acercarse demasiado a los humanos, como él mismo había intentado siempre acercarse a los rashtajka. Pero él seguía vivo; seguía vivo y, de alguna manera, sabía que eso no era justo. Se preguntó por qué seguía allí, sentado sobre la piedra, sintiendo el frío más y más dentro de su cuerpo, en un gesto vacío de significado. «Es por él —se dijo— por Manan, y también por ellos» y otra parte de su mente contestó: «es por ti, sólo por ti; te estás llorando a ti mismo. Sabes que Manan está seguro bajo la luz de Turna, de Khatan, y por ellos ya no puedes hacer nada; ellos no trascenderán, de ellos no queda nada, sólo tú, y tú tampoco eres nada».
Esta vez la presencia del otro no le sorprendió porque, con una parte de su cerebro, había captado la aparición de la silueta débilmente luminosa en el horizonte, lo había visto acercarse, había sentido su fuerza, por eso sabía que era uno de los Mayores, aunque desconocido para él. Y ahora estaba junto a la tumba de Manan, el túmulo de piedras tan trabajosamente reunidas, mirando los huesos y las plumas que apenas se distinguían bajo la nieve. Esperó, como es costumbre entre los rashtajka, a que el Mayor le hablara.
—¿Qué haces aquí? —le preguntó por fin el recién llegado, en lengua humana.
Él contestó en la antigua lengua ceremonial de los rashtajka:
—Velo por Manan, para que su vida trascienda y no se disuelva en la nada.
El Mayor hizo el gesto que, entre los humanos, corresponde a una sonrisa:
—Te doy las gracias. Pero, del mismo modo que hablas nuestra lengua, sabrás que sólo a la luz del día existe ese peligro y es necesario velar; bajo la luz de Khatan, Mankhjan está a salvo.
—¿Por qué lo llamas así? —preguntó—. ¿No era Manan su verdadero nombre?
—Ése fue su nombre mientras vivió entre nosotros. Mankhjan es su nombre ahora; ahora que su muerte ha sido vengada y su hermano vela por su vida.
Él se levantó con dificultad, sintiendo los pinchazos de la sangre helada en todos sus músculos:
—Yo no he vengado su muerte —dijo—. Soy un traidor.
—Traidor. ¿Es ése ahora tu nombre? —preguntó el Mayor lentamente, con un leve dejo de ironía.
—¿No sabes cuál es?
—Sé que él te llamó Shantam en vuestro rito de hermandad, tiempo atrás.
—Ése es aún mi nombre, si los Siete no lo han cambiado.
—Los Siete no han hablado. Shantam es todavía tu nombre.
—¿No cambia mi nombre la traición?
—No ha habido traición —contestó el Mayor—. Mankhjan ha sido vengado.
—Explícamelo, por favor, mi cerebro está helado y no comprende tus palabras.
—El que lo mató ha muerto esta mañana. El crimen está en paz.
Shantam miró al Mayor, dolorido y confuso. Sus ojos brillaban en calma con el reflejo verde de la luz y su piel resplandecía de nieve fundida. Sabía que debía decir algo pero su mente no podía formar ningún pensamiento. Por fin dijo, muy despacio:
—Lo de la nave… ¿no fue un accidente?
—No. Lo hicimos nosotros. Yo lo hice.
Él no dijo nada. No encontraba nada que decir.
—No podíamos seguir así. Muchos de nosotros han perdido la vida presente y también la Otra por nuestra culpa. No sabíamos qué hacer, no hay nada en nuestro pasado comparable a esto. La vieja sabiduría no podía ayudarnos, no hay precedentes. Tampoco sabíamos cómo luchar contra ellos; tienen armas de largo alcance contra las que no podemos nada y no hubieran aceptado una lucha honorable. Hemos tenido que aprender a vengar a los nuestros usando otros medios y lo hemos hecho. Pensábamos que tal vez tú vengarías a Mankhjan porque eres su hermano, pero decidimos no arriesgarnos y usar los conocimientos robados lentamente a tu raza para provocar ese accidente —se interrumpió unos instantes—. Dime, Shantam, ¿lo hubieras hecho? ¿Habrías vengado a tu hermano?
Él se sintió de pronto débil y enfermo bajo la mirada firme y antigua de su Mayor. Volvió a sentarse en la piedra y habló lentamente, como si ya no le importara lo que tenía que decir:
—No. No lo habría hecho. No habría podido. Ya te he dicho que soy un traidor.
—¿Por qué no, Shantam? ¿Por qué no? Tú eras su hermano, tú tenías el derecho y el deber de protegerlo y de vengarlo. ¿Por qué no?
Él contestó con la cabeza baja, sintiendo en su revelación el dolor de un cuchillo al rojo que arrancara sus vísceras y la inmensa liberación de la muerte:
—El que mató a Manan, Mayor, era mi padre. O tal vez mi madre. Cazaban juntos.
El silencio pesado y consolador que había esperado tras estas palabras no se produjo.
—¿Y bien? —dijo casi instantáneamente el Mayor, mirándolo fijamente, sin comprender, plantado frente a él como una torre de implacable justicia.
Shantam se puso de pie de un salto, temblando de furia y de dolor:
—¡Uno no puede matar a su padre, Mayor —gritó—, ni a su madre! ¡No se puede! ¡No se puede! —su grito se extinguió y terminó en un gemido de rabia y de impotencia.
—¿Por qué no? —preguntó el Mayor, sereno y firme en su lógica desgarradora.
El cerebro de Shantam no encontraba las palabras correctas en la lengua rashtajka; no podía hablarle al Mayor de parricidio, de tabú, de ilegalidad, de lo que uno siente por los padres aunque sean mezquinos y despreciables como habían sido los suyos; no sabía explicarle cómo se siente uno cuando ha vivido siempre entre dos culturas enemigas, como habían hecho Manan y él, amándolas y odiándolas a la vez.
Dijo, por fin, tratando de adecuar sus pensamientos en lengua humana a la otra lengua, sabiendo que no era eso exactamente lo que quería decir:
—Sería un deshonor, una desgracia, una maldición. No podría llegar a la trascendencia, no podría ser vengado, no sería nada.
Esta vez el Mayor acogió sus palabras en silencio y se quedó quieto y pensativo.
—No lo comprendo bien, Shantam —dijo al cabo de un tiempo—. Ya sabes que nuestra sociedad no funciona como la vuestra —observó el temblor de las manos de Shantam y modificó sus palabras— como la de ellos, la de los humanos. Sabes que nosotros no tenemos padre y madre pero creo que, aunque los tuviéramos, eso no importaría.
—¿Cómo puedes saberlo? —dijo él con furia—. Eres como ellos, como los humanos. Ellos tampoco comprenden las leyes rashtajka, ni las ideas de la trascendencia, ni la compensación de un crimen. Tú tampoco entiendes nada. Sólo Manan y yo amábamos las dos razas y tratábamos de comprenderlas. Y ahora él está muerto.
—Y tú no lo has vengado —dijo el Mayor, inflexible.
—No podía hacerlo, ya te lo he explicado, por eso soy un traidor. Pero lo soy también para los humanos, para mi raza, porque esta mañana, en vez de irme con ellos, abandoné a mis padres sin decirles nada, sin explicación. Subí a la nave con ellos y bajé sin que me vieran para quedarme aquí toda la vida, a vivir con vosotros, a velar por la trascendencia de Manan, mi hermano. Y ahora soy un traidor para las dos razas. Ahora estoy solo.
El Mayor lo miró con tristeza, esforzándose por comprender.
—¿Tenías que irte con ellos? ¿Era un deber? ¿Era vuestra ley?
—Sí —dijo él—. Soy menor de edad. No sé si lo entiendes. Sólo tengo catorce años; ellos, mis padres, son responsables de mí hasta que cumpla los dieciocho y yo no tengo derecho a decidir nada por mí mismo, a ir en contra de su voluntad.
—Entonces has sido muy valiente.
Él no dijo nada. Tenía el casco apoyado entre las manos y se esforzaba para no llorar; sabía que si empezaba no podría detenerse.
—¿Quieres ser uno de los nuestros? —preguntó por fin el rashtajka—. Has nacido aquí, en Tarjkha, eres hermano de Mankhjan y te has comportado honorablemente. ¿Quieres ser un rashtajka?
Shantam alzó la cabeza y volvió a ponerse en pie con un sentimiento de dolor, de angustia y de extraña liberación.
—¿Sabes lo que eso significa, Shank? —preguntó, llamando al Mayor por su título oficial de ceremonia.
El Mayor inclinó lentamente la cabeza.
—Tendré que matarte por la muerte de mis padres. Es la compensación justa.
—Ellos no son seres con trascendencia, pero acepto tus sentimientos. Es la antigua ley.
—Y después alguien tendrá que matarme a mí para que tu alcances la Vida.
—Así es —dijo el Shank.
—¿Siempre ha sido así?
—Siempre.
—Pero —preguntó Shantam, mareado por su mitad humana que le hablaba de crueldad y de locura en aquella ley de rashtajka— ¿cómo habéis conseguido sobrevivir con una ley así?
El Shank esbozó una sonrisa triste.
—Muy sencillo, Shantam. Hace infinitas vidas que los rashtajka no matan. Sólo así puede sobrevivir una raza. Nadie mata nunca porque las consecuencias son terribles. Cuando alguien empieza, el proceso no se puede detener. Es como el comienzo del invierno; cuando cae la nieve, cae para siempre.
—Pero luego, un día, llega la primavera.
—Sí, un día que nadie puede predecir.
—Entonces, ¿no hay salida? ¿Tendremos que morir todos?
El Shank inclinó la cabeza, en silencio.
Shantam se acercó al montón de piedras y acarició suavemente los huesos y las plumas que habían sido su regalo de hermandad a Manan en un tiempo lejano en que no sabían que no existe el amor entre dos razas diferentes.
—Malditos humanos —murmuró— malditos, malditos… —mientras los pensamientos se fundían en una eterna maldición que abarcaba a las dos razas y al universo entero.
El Shank vio su figura débil y pequeña, acurrucada sobre las piedras bajo la nieve verdosa a la luz oblicua de Khatan.
—Shantam —le dijo suavemente— acabo de recordar una antigua ley.
Él se volvió expectante, sorbiendo las lágrimas, sin atreverse a dejar que la alegría le llenara el cuerpo helado.
—Habla, Shank.
—Del mismo modo que un día, que nadie puede predecir, la nieve deja de caer y llega la primavera, una antigua fórmula que nos ha quedado del tiempo en que aún matábamos dice que cuando una noche Khatan surja del horizonte con un halo azul, la trascendencia estará asegurada y las muertes quedarán vengadas y en paz.
—¿Y crees tú que quizá…? —su voz se cortó de repente—. No, claro, sería mucho esperar. Pero tú eres viejo y sabio. ¿Crees tú…?
Con una sonrisa, los ojos blancos llenos de luz y la mitad de su mente rebelándose contra la antigua ley recién inventada, el Shank se acercó a él. Su mirada se posó un instante sobre las nubes que colgaban de las montañas, muy lejos; al principio de la noche siguiente, por unos instantes, Khatan no parecería tan verde.
Llegó hasta Shantam, lo levantó del suelo y mirándolo de frente le dijo:
—Tú eres un rashtajka. Nosotros no perdemos nunca la esperanza. Yo creo que mañana Khatan tendrá un halo azul.
Embryo
Acababa de nacer y, aunque todavía no sabía dónde ni cómo era, se sentía feliz de haber nacido. No sabía cuánto tiempo había durado su sueño pero, desde luego, era ya tiempo de comenzar. Era su cuarta vez y se alegraba de formar parte de ese experimento, se alegraba de tener conciencia de su pasado en cada renacimiento. Eso, a veces, hacía las cosas más difíciles pero en las circunstancias verdaderamente graves resultaba muy confortador. El hecho de saber que, pasara lo que pasara, una vez muerto en este mundo regresaría al suyo propio con toda su información, era también enormemente tranquilizador. Lo único que le molestaba era que nunca sabía a qué punto del gran Universo lo habían enviado en cada ocasión. No le importaba demasiado ni la forma física, ni la lengua, ni las costumbres de cada nuevo pueblo porque él nacía entre ellos, era parte de ellos y ellos le enseñarían todo lo que debía saber, pero siempre podía haber grandes sorpresas y no siempre resultaban agradables.
Estaba empezando a ponerse nervioso. Ya había pasado bastante tiempo desde que había adquirido conciencia de estar vivo en un nuevo entorno y nada había ocurrido desde entonces. Nadie le había dado la bienvenida o una indicación de lo que tenía que hacer. Se revolvió inquieto en la tibia oscuridad. Por lo menos no se hallaba privado de movimiento. No podía apartar de su mente el hecho de que nadie se hubiera comunicado con él: era realmente extraño. A menos que le hubieran hecho nacer en algún pueblo de primitivos y, en ese caso, no había forma de saber lo que podía ocurrir.
Él era uno de los cuatro exploradores de su mundo y eso sólo significaba hasta el momento quince misiones realizadas con un éxito muy irregular. Casi siempre se había tratado de mundos muy evolucionados con exceso de población y un fuerte control de natalidad. Por eso había que correr riesgos e intentarlo con mundos más primitivos sobre los que carecían de información pero donde podían darse las afortunadas circunstancias que permitirían a su gente sobrevivir.
Un mundo donde aún no se practicara el control de nacimientos y, a ser posible, con abundancia de zonas despobladas. Su pueblo sobreviviría en cualquier parte, sólo necesitaba un mínimo espacio vital. El sistema que llevaban hasta ahora estaba bien, pero no podían seguir así indefinidamente. Si continuaban de esa forma, cada ciudadano perdería más de un tercio de su vida en la muerte que se había impuesto para salvaguardar el bienestar social.
Se volvió a mover, despacio; aún no controlaba bien sus movimientos. Se esforzó por saber si tenía algún tipo de órgano de visión; quería echar una mirada a su entorno. Lo intentó varias veces hasta que tuvo éxito. Borrosas sombras rojizas aparecieron a su alrededor. Matices líquidos y calientes del negro al naranja, suaves membranas traslúcidas débilmente pulsantes, sonidos amortiguados, regulares, relajantes. Una atmósfera muy adecuada para un nacimiento, pensó. Debería ocurrir así en todas partes. Al parecer, en este mundo dejaban que el nuevo ser se acostumbrara lentamente a su entorno y explorara por sí mismo sus posibilidades. Bien, se pondría a ello de inmediato. Lo intentó primero con la visión. No. El mero hecho de ver parecía ser el límite que podía alcanzarse, al menos por el momento. Examinó sus capacidades para moverse. No eran muchas, apenas había espacio. Intentó ver su cuerpo y la sorpresa casi lo paralizó; era increíblemente pequeño. Era lógico que apenas pudiera moverlo. Tal vez era ésa la razón de que estuviera flotando en un líquido; era una forma de desplazamiento tan buena como cualquier otra. Dirigió su atención al sentido del oído con tan poco éxito como con el de la vista. No parecía poder llevar su capacidad más allá de esos pocos sonidos graves y distantes. O bien en este mundo no había nada que oír o él no era capaz de superar la dificultad, todavía. Comenzó a estudiar sus posibilidades de comunicación. Recorrió lentamente su nuevo cuerpo buscando el centro que le debía permitir coordinar ideas y emitir mensajes. El proceso fue largo y bastante trabajoso pero, al fin, lo encontró localizado en uno de los extremos de su cuerpo. Comenzó a estudiarlo amorosa, delicadamente; encontró que la posibilidad existía pero no estaba desarrollada. No podía saber si eso era una característica de la especie o algo que cada nuevo ser debía superar por sí solo. Se decidió por lo segundo. En todo caso siempre prefería que un error lo llevara por encima de la generalidad que por debajo. Poco a poco, débilmente al principio, empezó a captar algo. Quería estudiar primero lo exterior antes de atreverse a emitir por sí mismo. Los pensamientos de alguien muy cercano a donde él se hallaba le llegaban de modo intermitente pero con una enorme intensidad. Intentó desesperadamente descifrarlos pero no pudo; o eran simbólicos o estaban en clave; le llegaban expresados en signos que no conocía. Confiaba en que alguien se tomaría la molestia de enseñarle el código. Dio una vuelta completa en su líquido sustentador y, de improviso, algo le llegó desde el exterior. Dos mensajes, muy distintos, tanto que incluso podrían ser contradictorios. Los investigó con cuidado. No eran mensajes como los anteriores. Estos iban dirigidos a él y la clave era menos compleja. Después de reflexionar sobre ellos, los interpretó como emociones, no pensamientos y, por su naturaleza contraria, decidió establecer que se trataba de dos ideas básicas enfrentadas, en el mismo sentido que bien-mal. Estaba casi seguro de que se trataba de eso, pero no tenía modo de saber cuál era cuál, ni qué significaban, ni quién las había emitido.
Estaba ya empezando a convencerse de que su nuevo mundo iba a ser siempre así cuando, de repente, empezaron a llegarle mensajes de todas partes. Todas las pulsaciones se aceleraban, los sonidos se hacían más fuertes y su ritmo más rápido, las emociones que recibía eran de una intensidad casi insoportable. Por un momento fueron tan claras para él que, olvidando la regla básica de su entrenamiento, no dudó en interpretarlas como terror. Esto le produjo de inmediato un desequilibrio nervioso y un inmenso deseo de escapar, de huir a alguna parte, a donde fuera. Miró a su alrededor. Los colores, las formas dulces, palpitantes, rojizas, le marcaban un camino, una especie de túnel acolchado muy oscuro pero con una cierta luminosidad grana; el único camino.
Su lógica le decía que no podía escapar por ese lado, que era una trampa, un túnel demasiado estrecho incluso para su cuerpo diminuto. Sin embargo, algo en su interior le forzaba a decidirse. Estaba seguro de que algo le había sido inoculado para conducirlo así. Sintió miedo pero se dejó llevar. Quienquiera que estuviera dirigiendo las operaciones sabría cómo había que hacerlo; lo mejor sería colaborar. Después de todo, no era la primera vez.
Se colocó de modo que la parte más gruesa de su cuerpo entrara primero en el túnel; no quería encontrarse atascado en la oscuridad. Dirigió una última mirada a la sala que había sido su hogar hasta entonces y, laboriosamente, se introdujo en el túnel: sus paredes lo acogieron y, por primera vez en su nuevo mundo, sintió dolor. Se revolvió en las tinieblas y se maldijo mil veces por haber aceptado el desafío. Ahora estaba seguro de que desembocaría en algo que acabaría con él, así que, poniendo a contribución todas sus fuerzas, se aferró a las paredes. Si conseguía volver a la sala, estaría a salvo; si no, por lo menos no consentiría que lo arrastraran a la salida. Lucharía hasta el final.
La pulsación de las paredes del túnel era casi insoportable; sentía que si cedía a su presión, lo aplastarían. Una vez algo entró por el extremo del túnel y lo tocó. La sensación casi le hizo perder la consciencia. La idea de que aquello, fuere lo que fuere, llegara a atraparle le producía la mayor sensación de horror que había tenido en sus vidas. El terror no le permitía pensar y, por un momento, le atrajo la idea de abandonar y entregarse a lo desconocido. Ahora brillaba una débil luz allá abajo y eso le atraía de una forma especial pero no se dejó engañar por ello. Era una forma tan burda de condicionamiento psicológico que no podría engañar a nadie, a menos que fuera una criatura totalmente primitiva. ¿Qué mente evolucionada, en estas circunstancias, podría creer que una luz en la oscuridad era otra cosa que una trampa? El torrente de emoción rugía de tal manera en sus centros de mensajes que ni siquiera podía encontrar la manera de cerrarlos. La intensidad era tan fuerte que sólo podía provenir de una máquina. Ninguna criatura orgánica podría emitir con tal potencia, con una intensidad tal que amenazara a un miembro de su especie. Sintió que algo se movía por encima de él, algo que avanzaba a través del túnel, cortando las paredes hasta donde él se encontraba. Sintió algo frío, una horrenda ola de violenta emoción se abatió sobre él, se vio envuelto en algo líquido, viscoso, espeso, caliente y, de repente, el túnel se abrió por encima de él, algo entró por la abertura, algo inmensamente grande que lo cogió con firmeza inaudita, tiró de él y lo arrojó fuera del cálido túnel contra algo frío y duro. Medio muerto de terror, abrió los ojos. La despiadada luz blanca le hirió el cerebro y, con un grito agudísimo que le desgarró la mente, se hundió en la oscuridad. Débiles y lejanos, escuchó unos sonidos cuyo significado no pudo comprender:
—Enhorabuena, señora. Es una niña preciosa.
—Mírala, Marta, es divina. Mira a nuestra hija. La niña más preciosa del mundo.
Marta levantó apenas los ojos de la colcha de flores y miró hoscamente a su marido. Sí, para él era muy fácil emocionarse así. Él no había tenido que soportar todas las molestias durante nueve meses; no había sentido la terrible angustia por las mañanas cuando parece que al vomitar la leche del desayuno todo tu estómago se va a ir con ella, poco a poco, pedazo a pedazo. Y la espantosa sensación cuando el niño se mueve dentro como una rata encerrada buscando una salida. Y las visitas al médico, con todas esas mujeres deformes, asquerosamente gordas, y el olor a desinfectante y luego el médico de sonrisa hipócrita: «pase, pase, señora, ¿cómo va eso?, la veo muy bien, échese, por favor». Piernas abiertas, mirada perdida en la pared, por favor, por favor, que acabe pronto, sus manos entre las piernas, los ojos cerrados, por favor, por favor. Verse cada mañana en el espejo y reconocerse menos cada día. Y cada minuto más cerca del final. Del dolor.
Cerró los ojos fuertemente y suspiró. No quería pensar en ello. Miró hacia la ventana, donde estaba la cuna. Óscar la miraba con tanta devoción, ¡qué estúpidos son los hombres! Incluso ahora que sólo podía ver su espalda inclinada sobre la pequeña se apreciaba su orgullo por la niña. Y él quería que ella compartiera ese orgullo. Ella que conocía mejor que nadie al pequeño monstruo que yacía entre pañales y sábanas bordadas a mano por su suegra. El diminuto monstruo asesino que había estado a punto de matarla y que, estaba segura, todavía lo haría si pudiera.
Óscar insistió:
—Vamos, Marta, acércate. Mira a Viviana.
Ella había elegido el nombre contra la opinión de todos porque alguien le había dicho que era nombre de bruja. No se movió de la cama. Él se le acercó y la cogió por los hombros; ella reprimió un escalofrío. Desde el parto no se sentía bien cuando la tocaba. Sólo saber que la niña estaba ahí la hacía sentirse como si estuviera desnuda en público. Se acercaron a la cuna. La luz de la ventana la iluminaba suavemente a través de las cortinas color crema.
—Mira qué manitas —decía él—. Mira su pelo, mira qué nariz más graciosa.
Pero ella sólo podía mirar sus ojos, esos ojos donde brillaba algo sobrenatural, malvado, esos ojos que no eran las bolitas brillantes y ciegas de todos los bebés: esos ojos que veían y que la seguían por la habitación y que sabían que ella no quería a su hija y que había tratado de matarla cuando era sólo un embrión y que, más tarde, se había sentido frustrada cuando, después de sentirla moverse en su vientre, no se había estrangulado con su cordón umbilical.
—Cariño, ¿qué ocurre? ¿No te encuentras bien? Estás muy rara últimamente. ¿No estás orgullosa de nuestra hija?
—Trató de matarme —dijo ella sin apenas mover los labios.
Él fue a contestar pero su mujer lo interrumpió, casi gritando:
—Tú sabes que yo no quería. Sabías muy bien que yo no quería quedarme embarazada; sabías que no quería tener hijos. Tú me obligaste. Yo traté de impedirlo y eso —dijo señalando al bebé, que sonreía abstraídamente— trató de matarme a mí. Y yo no voy a tener a un asesino en mi propia casa. La mataré, Oscar, te juro que la mataré.
Dos secas bofetadas detuvieron el torrente de odio y miedo con toda efectividad.
—Lo siento, Marta, estás muy nerviosa. No podía dejar que siguieras. Te daré un calmante y llamaré a tu madre. Si no me doy prisa, no llego a trabajar.
Él recogió todas las emociones y las clasificó ordenadamente. Ahora ya lo hacía bastante bien y cada vez tenía menos miedo a equivocarse. De modo que ésa era la fuente del terror y el odio que había sentido al nacer. Su propia madre. Le había llevado cierto tiempo darse cuenta de que había tenido un nacimiento vivíparo y que, por tanto, desde que adquirió conciencia de su existencia hasta la horrible experiencia del túnel, había estado viviendo dentro del cuerpo de otro ser. Precisamente ese terrible episodio era lo que la comunidad consideraba nacimiento. Se alegraba de no tener que volver a pasar por ello.
Estaba aprendido mucho. Había observado que si alguna vez salía de su estado de casi inmovilidad, las reacciones de los demás eran hostiles. Una vez había levantando la cabeza para ver mejor y la persona que le tenía abrazado amorosamente le soltó con un grito. Así que ahora se limitaba a moverse poco y a pensar. Durante los períodos de ausencia de luz, cuando todo el mundo desaparecía, se entrenaba para poder usar su cuerpo del mejor modo posible.
Comprendía que al ser del que había nacido no le gustara la idea de tenerlo allí como hijo suyo, pero él no iba a permitir que lo mataran así como así. Su vida era importante, y no por él mismo. Al parecer, en este mundo la mayoría de la gente se alegraba cuando nacía un nuevo ser, luego existía una posibilidad para los suyos. Si eso era así, muchos podrían nacer en este mundo y llevar una vida plena y feliz. Pero para saber si estaba en lo cierto, él tenía que vivir, crecer, aprender. Costara lo que costara, esa madre suya no iba a matarlo. Y, para cumplir su misión, estaba dispuesto a todo. Incluso a matar.
La madre de Marta hacía punto en un sillón frente al televisor. Marta, en la cocina, preparaba la cena. Se había metido en la cocina antes de tiempo para poder estar sola, pero las palabras de su madre llegaban a toda la casa. Le había preguntado miles de veces si de verdad le parecía lo mejor que la pequeña estuviera sola en su habitación en lugar de estar en la salita con ellas. Marta había respondido otros miles de veces algo aprendido en un manual de psicología infantil, pero la abuela seguía insistiendo. Claro, ella no podía saber. Ella estaba contenta y orgullosa de la inteligencia de su nieta. ¡Inteligencia! Perversidad, eso era. Si dejaban que esa niña creciera… La voz de su madre le llegaba desde la sala de estar:
—Hija, deberías ir a verla. Cuando son tan pequeños pueden darse una vuelta en la cuna y ahogarse. Hay que vigilarlos continuamente.
Marta dejó caer el cuchillo con el que partía los tomates para la ensalada. Eso era. Fácil y limpio. Casi no requería valor. Era sólo entrar en su cuarto, coger al bebé y darle la vuelta de modo que su nariz y su boca quedaran bien apoyadas en la almohada. Luego era sólo cuestión de esperar.
Se oyó a sí misma contestando:
—Sí, mamá, voy enseguida; puede que tengas razón.
El pasillo estaba a oscuras pero prefirió no encender la luz; tal vez no se despertara, así sería más fácil. Avanzó lentamente, sin hacer ruido, hasta la habitación y giró la manivela lentamente, conteniendo el aliento. Ya no pensaba en nada. Nada era importante, ni Oscar, ni sus padres, ni lo que la gente pudiera pensar. Tenía que acabar con eso que estaba ahí echado plácidamente en la cuna entre sábanas bordadas. Ella siempre había sabido que no era un niño como los otros, que no era un ser normal, pero nadie había querido creerla durante el embarazo y había acabado por no volverlo a nombrar. Por eso ahora tenía que hacerlo, antes de que fuera tarde.
Abrió la puerta y lo que vio le cortó la respiración. La pequeña no estaba en la cuna; no estaba indefensa entre sus sábanas. Estaba sentada en la alfombra, en el centro de la habitación, mirándola fijamente.
Su mente se negaba a aceptar que una criatura de veinte días, por monstruosa que fuera, pudiera estar sentada en una alfombra como un adulto. Pero allí estaba, mirándola a los ojos. Hizo un esfuerzo por no gritar, por no desmayarse, por no volverse loca y avanzó hacia la niña con las manos extendidas. Ya no bastaba volverla en su cuna; tendría que estrangular a aquello con sus propias manos.
Él lo sintió de inmediato. El odio era tan fuerte que dolía como algo físico. Supo que era un momento decisivo. Tenía que hacer algo, y rápido. Sin embargo, sabía con toda certeza que su fuerza física no bastaba para contener a aquella fiera asesina. Por primera vez desde que llegara a aquel mundo, emitió un mensaje. No tenía práctica y sabía que su control no era bueno, pero no tenía otra salida. Concentró todas sus fuerzas y emitió.
Los ojos de Marta se abrieron desmesuradamente, se llevó las manos a la cabeza y quiso gritar. La niña tenía los ojos cerrados y apretaba fuertemente sus puños diminutos. Marta se tambaleó. Las convulsiones la sacudieron mientras se acercaba lenta, dolorosamente a la ventana.
Él emitió una orden salvaje, estridente, definitiva.
Marta saltó. Su cuerpo voló catorce pisos y se estrelló contra la nieve que empezaba a cubrir la acera. Arriba, en un dormitorio con la ventana rota, un bebé comenzó a llorar. Un bebé que, dieciséis años después, una vez aprendidas las estructuras básicas de conducta, cuando, según la buena gente que acudió al entierro, «empezaba a vivir», saltó por la misma ventana del piso catorce. Una muerte segura, rápida y no muy dolorosa.
Después de todo, ¿qué es la muerte para quien va a volver a vivir?
La dama dragón
PRÓLOGO
APUNTES SOBRE EL CULTO DE LA DAMA DRAGÓN
Lugar de origen:
Hayan, quinto planeta de Nakenja.
Localización:
Este culto se encuentra tan sólo en la región sur-suroeste del gran continente meridional aunque se ha apreciado una fuerte tendencia a expandirse hacia las zonas pobladas de los alrededores.
Características:
Se trata de un culto simbolista y ritualista en contraposición al resto de religiones estudiadas en el planeta, todas de carácter animista.
Una única diosa omnipotente, Glunja, y omnipresente por medio de un primitivo concepto de trinidad. Glunja es Glunja, el dragón y los silbtie, animales míticos, mensajeros de la diosa pero que participan de su divinidad. No queda claro si estos silbtie son hijos del Dragón o de la diosa y el dragón o si son una emanación de la propia diosa. En los lugares de más ferviente culto se asegura que los silbtie, Glunja y el Dragón son una misma cosa, siempre unida y a la vez independiente, una especie de trinidad que sólo los iniciados pueden comprender.
Estos iniciados son, en principio, todos aquellos que creen en la diosa y se someten a sus leyes. Se puede considerar iniciados de grado superior a los cuatro servidores de la Dama-Dragón, cuatro hombres que viven en el Santuario de la diosa y atienden a la Sasaya o sacerdotisa, representante de Glunja entre los mortales.
El proceso de selección de la Sasaya es de una gran originalidad. Cuando la anterior sacerdotisa muere, siempre a la edad de treinta y cinco años, las mujeres menores de esta edad que así lo deseen, acuden al Santuario; allí los servidores las conducen de una en una al Sancta Sanctorum de la diosa y, según los creyentes, ésta elige personalmente a la mujer que deberá representarla en la comunidad. Las aspirantes rechazadas no se sienten tristes en absoluto, de ahí lo extraño del sistema. Al contrario, parecen dichosas y nunca más en sus vidas se vuelven a presentar a la selección. Según los rumores populares, la diosa mira los pensamientos más ocultos de las aspirantes y elige a aquella que más se parece a ella misma.
Después de haber hecho esto y para agradecer a sus fieles la confianza que le han demostrado, les da la felicidad soplando sobre sus cabezas.
No existe ningún tipo de leyes o mandamientos escritos en el culto de la diosa. Los fieles se comprometen únicamente a amar a Glunja y obedecer las órdenes que eventualmente pueda dar por boca de la Sasaya (órdenes que, al parecer, todavía no han tenido lugar). El segundo compromiso es el único «de facto»: todos los jóvenes son iniciados sexualmente por la Sasaya y los servidores de la Dama-Dragón entre los 16 y los 18 años. Al parecer, nadie sabe por qué unos son llamados a los 16 y otros tienen que esperar hasta los 18. También resulta curioso el hecho de que, a pesar de que en este pueblo la madurez sexual se alcanza generalmente a los 14 años y los adolescentes son iniciados en la práctica por familiares y amigos, no se les considera adultos hasta que son iniciados en el templo. La virginidad no tiene valor positivo en esta religión e incluso podría afirmarse en esta cultura.
Además de para esta ceremonia de iniciación, todo creyente tiene el deber de acudir al templo cuando la Sasaya lo solicite, por el tiempo que sea necesario y para el servicio de la diosa, sea cual sea.
Los fíeles no deben hablar nunca entre ellos sobre lo sucedido en el interior del Santuario, ni comentar la apariencia de la Sasaya, la Dama o el Dragón, ni repetir a nadie las palabras que le hayan sido dirigidas.
Los servidores de Glunja, por no participar de la divinidad de la diosa, tienen trato de respeto, pero no de inviolabilidad ni de secreto. Los silbtie, aunque son divinos, por su calidad de mensajeros están constantemente expuestos a las miradas de la colectividad y, por ello, no poseen consideración de secreto, aunque los creyentes son siempre muy discretos al referirse a ellos.
Ritos:
Hasta ahora se han investigado ritos de tres clases:
1) Ritos de iniciación: Ya hemos estudiado más arriba las principales características de estos ritos. Pueden ser colectivos o individuales y se realizan casi constantemente pero los que más importancia tienen son los que coinciden con la presencia en el cielo de los siete satélites. La elección de los servidores de la diosa se hará entre los jóvenes que fueron iniciados en una de estas noches.
Los jóvenes son avisados mediante un silbtie tres días antes de la fecha designada por la diosa. Durante este tiempo deben abstenerse de todo tipo de estimulantes y de contacto sexual, comen sólo frutas que sus familiares les dejan a la puerta de su habitación, sin entrar a verlos, se lavan y perfuman tres veces con plantas silvestres y al atardecer del tercer día, cuando el rayo de la diosa ha anunciado que el escogido debe ponerse en camino, todas las puertas y ventanas se cierran. Entonces el iniciado, desnudo, descalzo y con una corona de flores en el pelo, se dirige al Santuario, donde es recibido por los servidores que lo preparan para su encuentro con la diosa.
2) Orgías rituales: Se producen una sola vez al año, a la mitad justa de la estación más cálida y durante la noche. Es el único rito que se celebra colectivamente al aire libre. El rayo de la diosa da el aviso al pueblo tres días antes de la celebración y, durante este tiempo, todos los fíeles deben seguir los preceptos del rito de iniciación (ver apartado anterior). A una nueva señal de la diosa, los creyentes acuden a la explanada del Santuario y allí los silbtie dan a cada uno de los asistentes una pequeña ampolla de líquido místico que les permitirá estar en contacto con Glunja durante toda la noche.
Cuando ya todos han bebido su ampolla, aparece la Sasaya y los cuatro servidores, saludan al pueblo deseándoles felicidad y larga vida en nombre de la Dama del Dragón y abren la fiesta orgiástica en la que todo está permitido excepto acercarse a la Sasaya. Al amanecer todos se dirigen a sus casas y descansan durante un día completo.
Todo lo ocurrido en esta orgía ritual puede comentarse ya que ha tenido lugar fuera del templo. De cualquier forma, es muy difícil obtener una información clara y de alguna manera lógica. Los recuerdos de todos los participantes parecen estar muy confusos. Posiblemente el contenido de la ampolla mística sea algún tipo de droga.
3) Ceremonia de exaltación de la Dama: No tiene fecha de celebración definida. En el momento de realizar esta investigación hacía más de siete años locales que no se había producido.
Hay muy poca información sobre este rito pero, al parecer, se realiza para conmemorar la llegada de Glunja en sus tres personas a la superficie del planeta y la primera unión de la Dama Dragón con el héroe Thorn, momento que marca el comienzo de la era de Glunja y su protección al planeta y a sus fíeles a partir de la instauración de su culto. En este momento Glunja se convierte en la primera Sasaya y Thorn en el primer iniciado y a la vez en el primer servidor de la Dama.
Según las informaciones fragmentarias, en esta ceremonia, la diosa, representada por la Sasaya, vuelve á unirse delante de toda la comunidad de fieles, con el Dragón y los silbtie. Se alza en el aire y proporciona de nuevo a su gente la prueba de su enorme poder. Los fieles realizan ofrendas de todo tipo este día como prenda de agradecimiento, amor y voluntaria sumisión.
Y así fue como en nuestra pacífica comarca la llegada del dragón hizo que todo el mundo se encerrara en sus casas en lugar de reunirse como antes en la plaza; las madres no permitían que sus hijos se alejaran de las calles y los viajeros se detenían días y días en las posadas por miedo a salir a campo abierto. SOS SOS, Luna llamando a Madre, SOS SOS. Estoy cayendo hacia el quinto planeta, mi módulo no responde, SOS Madre, contesten. Estoy cayendo hacia una gran isla con forma de manzana. Luna a Madre, SOS SOS. Bien es verdad que el dragón se había comportado hasta el momento de forma bastante civilizada. No me miréis con esas caras; me refiero a que, tratándose de un dragón, las calamidades no fueron tantas. Todos sabéis que su primera hazaña fue destruir dos poblados completos. No quedaron más que cenizas. También destrozó varios sembrados con sus patas enormes y mató a varios hombres con el fuego de su boca, pero hay que decir también que todos estos hombres se acercaron más de lo que conviene a la prudencia natural de nuestro pueblo. ¿Qué hombre en su sano juicio se acercaría a un dragón escupefuego grande como un castillo llevando una espada por toda defensa? Por suerte el dragón debió pensar, sí, sí, no os asombréis, se trataba de un dragón muy inteligente, que la gente de estos alrededores era demasiado tonta para enfrentársele y pronto los dejó tranquilos. Madre a Luna. ¿Me escuchas? Madre llamando a Luna.
¿Estás ahí? Burbujas azules, negras, irisadas flotaban blandamente sobre un fondo violeta con estrellas y las palabras estallaban al rozar las burbujas más grandes que danzaban, giraban, decían luna, madre, estás, luna, llamando, con una voz grave, sueño, Indra, era la voz de Indra, ¿qué hacía la voz de Indra entre burbujas de colores? Abrió los ojos de golpe, asustada, se dio cuenta de que la llamaban, la habían encontrado, rápido, rápido. Se levantó de un salto y se golpeó la cabeza contra una consola. Confió en que la radio estuviera cerrada y no hubiera transmitido lo que acababa de decir. Como siempre, no tuvo suerte. Desde el suelo, cubierto de helechos gigantes, el hombre observaba al dragón. Su inmovilidad empezaba a pesarle. La bestia no se había movido un centímetro desde que él la miraba, a poco de salir el sol, y ya estaba oscureciendo. No había intentado ni comer ni beber, ni siquiera rascarse. Su cuerpo brillaba extrañamente, como el agua nocturna, y estaba todo cubierto de manchas negras sin brillo, como si fueran rastros del incendio. Era un animal distinto a todos los que conocía y distinto también a todos los dragones que cantaban los troveros. No tenía el cuello largo y los diminutos ojos llameantes, ni siquiera tenía la cola erizada de espinas; apoyaba firmemente sobre tres enormes patas un sólido corpachón casi redondo que carecía totalmente de cuello. En lugar de éste había algo como un collar de largos y finos cuernos, casi como tentáculos y por encima de ellos surgía una gran cabeza redonda también, con forma de huevo por arriba, con dos ojos inmensos, fijos y apagados. Empezaba a pensar que tal vez la fiera hubiera muerto, que quizá los hombres que le habían precedido habían muerto simplemente de miedo, sin siquiera aproximarse al dragón cuando, de repente, su ojo, un solo, inmenso ojo, se iluminó, un rayo de luz anaranjada barrió las tinieblas y un sordo rugido anunció al mundo que el dragón despertaba de su sueño. Talas, cuéntanos cómo murió Peredur frente al dragón. Sí Talas, cuéntanos la pelea. ¿Os referís a la historia que os conté el año pasado, la historia de Peredur el de los Montes Grises? Sí, Talas, ésa. ¡Cuéntanosla otra vez! Bien está muchachos. Quien generosamente da su tiempo y sus monedas a un cuentero, tiene derecho a elegir la historia que quiere escuchar. Thorn cerró los ojos con fuerza y rogó a todos los dioses que el gigante no pudiera oír los latidos de su corazón. Nunca en toda su vida había estado cerca de algo tan espantoso. ¡Qué loco había sido al pensar que podía tener éxito donde tantos otros valientes habían fracasado! Temblaba como si estuviera tendido en la nieve y el simple hecho de respirar era una tortura. De buena gana hubiera huido de aquel bosque donde de seguro le esperaba la muerte, pero ya era tarde para escapar, el dragón había despertado y cualquier sonido, cualquier movimiento, podían enviar un rayo mortífero al lugar donde él se ocultaba. Tendría que aguardar al alba y rogar porque la fiera quedara dormida entonces. No hay cobardía en huir frente a un enemigo de tal envergadura como no hay deshonor en guarecerse ante una tormenta. Estaba muy oscuro en la cabina. Luna, sujetándose aún la cabeza, encendió la luz y se sentó frente al comunicador. Oyó unas risas al otro extremo y maldijo en voz baja. Casi me rompo la cabeza contra una consola y no se os ocurre más que reíros; sois unos cabrones. Eres una chica encantadora, Luna, pero tienes un vocabulario de todos los demonios. Luna, déjate de chiquilladas y haznos un resumen de la situación. ¡Indra!, ¡gracias al cielo!, a ver si consigues que esa pandilla de inútiles me saque de aquí. Mira preciosa, a ver si por una vez te tragas los nervios y piensas con lógica. Dinos dónde y cómo estás, nosotros estudiaremos la situación y dentro de un rato te decimos qué se puede hacer, ¿de acuerdo? Vale chicos.
Todo lo que sé es que sigo viva y, menos el dolor de cabeza, estoy bien. Mimi tío ha sufrido daños aparentes al aterrizar, pero tengo que comprobarlo. De dónde estoy, no sé nada salvo lo que os dije cuando bajaba, pero supongo que no será difícil localizarme desde arriba. Se supone que este planeta es habitable y, si no me equivoco, estoy en una zona habitada aunque no muy concurrida. Voy a hacer unas cuantas comprobaciones y os vuelvo a llamar. ¡Ah!, por favor, preguntadle a María si cree conveniente que baje a estirar las piernas. Me duele todo. Vale, monstruo, te llamaremos dentro de media hora, ¿OK? OK. Corto.
Luna se giró en el sillón, se pasó las manos sudorosas por el pelo, enmarañado y húmedo y, con un suspiro, empezó a preparar a Mimi para enviar unas cuantas sondas al exterior. Deseaba más que nunca una copa de coñac pero en los módulos de observación no se permiten licores. ¡Los muy hipócritas!, masculló Luna mientras pulsaba suavemente el teclado de Mimi. Una hermosa mañana de verano, Peredur, el valeroso, armado con su espada Clandoria, su escudo y su lanza, montó sobre Arjiles, su caballo negro, regalo de la Maga de la Colina y abandonó su aldea para marchar al encuentro del fabuloso dragón que tenía su guarida al pie de los Montes Grises, donde acaba el bosque de los helechos y empiezan las rocas. Cabalgaba alegre el valiente Peredur porque su corazón era justo y limpio y su empresa noble y arriesgada cuando, de repente, un cuervo se alzó de unos matorrales cercanos y voló sobre su hombro izquierdo. Algo ensombreció este augurio el talante del héroe, pero su férrea determinación le llevó adelante por el sendero que cruza el bosque. Cuando los helechos empezaban a espesarse formando un verde y húmedo tapiz sobre el suelo, una serpiente se cruzó en el camino de Peredur. El sucio animal, sosteniéndose sobre su cola y sacando entre sus mandíbulas la repugnante lengua escindida, miró a Peredur y le habló con estas palabras: Esto no le va a gustar nada. Es que no tiene ninguna gracia, Chen. Sinceramente, no sé cómo vamos a decírselo. Chen miró a Indra con sus ojos negros y oblicuos y se pasó la mano por el corto cabello. Indra, yo… supongo que tendrás que decírselo tú. Después de todo es tu compañera. Sorprendió la mirada del otro y añadió apresuradamente, bueno, o tu amiga, o lo que sea; el caso es que parece que se fía más de ti que de los demás. ¡Pues vaya forma de corresponder a su confianza!, las manos de Indra temblaban ligeramente. Lois se acercó moviendo las caderas y agitando un papel en la mano. María dice que el porcentaje de seguridad si Luna baja a dar un paseo es de más del 90% La atmósfera es respirable, la gravedad casi igual a la nuestra, una temperatura veraniega ideal, un grado de humedad algo elevado pero agradable y ausencia de fauna o flora peligrosa en los alrededores, leyó de un tirón. ¡Si supierais cómo envidio a esa cabeza loca!, siempre se las arregla para salirse de la rutina. Indra miraba por la portilla; había algo en Lois que le desagradaba profundamente. Contestó sin volverse. Envuelto en sombras, bajo los helechos, Thorn sentía el miedo goteando sobre él como el zumo viscoso de una planta carnívora. Hacía una eternidad que no se había movido, le dolían los oídos de su esfuerzo constante por escuchar los pasos del monstruo, tenía los ojos fijos en su ojo resplandeciente y la cabeza le latía como si el corazón hubiera cambiado de lugar. Por primera vez en su vida adulta sentía ganas de llorar, de gritar y de abrazarse a su padre. Las historias de la abuela se habían convertido ante sus ojos en una espantosa realidad y él no era ya el valiente cazador famoso en la comarca sino un pobre muchacho aterrorizado ante lo sobrenatural. La fiera rugió quedamente y a continuación Thorn oyó una especie de chasquido metálico. Forzó la vista al máximo, pero no pudo ver nada. El ruido parecía proceder de las patas del animal y éstas quedaban en sombra. Deseó con todas sus fuerzas que empezaran a aparecer los Señores del cielo nocturno y alejaran con su luz rosada la terrible oscuridad del bosque. Como si hubiera acudido a su llamada, Vaika, uno de los satélites más pequeños, apareció sobre la montaña. Thorn estaba todavía murmurando una plegaria de agradecimiento al Señor Vaika por su luz naranja cuando un dardo fino y plateado se clavó en su cuello. Al volverse, ya casi rígido, no vio al dragón tras él. Sólo había un pequeño objeto metálico y pulido con unas ruedas y dos largos brazos. Después todo desapareció. La voz de Luna bajó de un furioso grito a un tono medio, ronco y sin expresión. No podéis hacerme esto. Decidme que es una broma. Sus manos martirizaban una cucharilla de plástico y sus ojos estaban fijos en la pantalla del intercom. No podéis dejarme aquí, malditos bastardos. ¿No entendéis que no puedo quedarme aquí? Son órdenes, Luna, dijo suavemente Gio, el capitán. Lo hemos consultado con la base de enlace. Hoy termina nuestro turno y bajar a por ti supone, primero un gasto considerable, además de inútil y, segundo, un retraso de varios días entre unas cosas y otras, retraso que no nos van a pagar, ya sabes tú cómo va esto, no eres ninguna novata. La gente no está dispuesta en su mayoría a retrasar la vuelta a casa. Los ojos de Luna relampagueaban en la pantalla.
Gio la interrumpió cuando ya tenía la boca abierta. Y además, ¿qué importancia tiene quedarse seis meses en ese planeta?; hay de todo para sobrevivir: tienes armas, toda la técnica necesaria para hacer frente a lo que sea, tienes un botiquín y tienes a Mimi que, aunque no sea el compañero ideal, te resultará muy útil. No puedes quejarte. Dentro de seis meses llegarán los del equipo de aproximación cultural y te sacarán de ahí. Son unas vacaciones. Luna buscó a Indra entre los compañeros que llenaban la sala, ¿tú también estás de acuerdo? No tengo opción. Podías bajar y quedarte conmigo. Él bajó la vista. Aunque sería una estupidez, añadió ella. Está bien, compañeros, escupió la palabra al rostro de cada uno de ellos, me quedaré aquí hasta que los chicos listos me saquen, me lo voy a tomar como unas vacaciones y os juro que me voy a divertir. Hasta pronto, María, eres lo único que vale la pena de toda la maldita nave. Los demás podéis iros al infierno. Cambio y fuera. Le dio una patada a Mimi, se disculpó y empezó a quitarse el traje. Tu valentía no servirá de nada frente al gran monstruo, Peredur. Estás condenado y morirás. El del cabello de oro no se arredró ante la amenaza de la inmunda bestia. Desenvainó su espada y cortó de un solo tajo la cabeza del siniestro animal. Sin dirigir la mirada atrás, el valiente siguió su camino; mas algo había influido en su ánimo el segundo augurio. Podía tratarse de maquinaciones de agentes diabólicos para intentar disuadirlo de su arriesgada empresa, pero bien podían ser indicaciones de algún dios favorable para proteger su vida. Con el corazón ensombrecido por terribles pensamientos, llegó el héroe del cabello de fuego a un claro del bosque. Había recorrido ya una considerable distancia y hallábase fatigado y confuso. Resolvió detenerse a descansar en aquel paraje, recuperar las fuerzas y el ánimo y seguir adelante. Apenas había Peredur desmontado cuando en el mismo centro del claro se le apareció una anciana vestida de negro, pequeña y frágil. Llevaba una cesta llena de setas y se cubría el rostro con un espeso velo. Se dirigió al caballero como si lo conociera de mucho tiempo atrás: Hijo mío, no debes dirigirte al encuentro del dragón con las pobres armas que posees. Un hombre no puede vencer a un semidiós. Si te acercas a esa fiera, te matará y luego devorará tus entrañas. El noble joven contestó con el respeto debido a una anciana: Madre, aprecio tus consejos y de buena gana los seguiría, pero toda la comarca está en peligro por culpa de ese animal y sea mortal o divino, yo he de acabar con él o morir en el intento. La anciana bajó la cabeza como pensando o como si escuchara algo que Peredur no podía oír. Permaneció así durante unos minutos y después dijo sin levantar la cabeza: Eres un hombre noble y esforzado y mereces lo mejor, pero no debes acercarte al monstruo sin un arma adecuada. Sigue adelante y cuando llegues a un pequeño puente de madera que cruza el riachuelo, descabalga, arrodíllate y da tres golpes con tu espada en el suelo. Recibirás un regalo que te ayudará a vencer. Dicho esto, la anciana desapareció en una nube rojiza. Luna ajustó el cierre de su mono dorado, se apartó el pelo que le caía sobre la cara y se dispuso a averiguar todo lo que había ocurrido a su alrededor desde que Mimi aterrizara en el planeta, todavía sin nombre. Solicitó los registros y la pantalla se iluminó. Vio el módulo bajando sobre un valle abierto cruzado en diagonal por un río tranquilo y bastante ancho. La velocidad de caída era tremenda. Mimi había hecho un buen trabajo al conseguir llegar a tierra entera. A continuación supo cómo lo había logrado. Vio surgir el monstruoso chorro de fuego de sus tres retrocohetes, calcinando por completo dos diminutas aldeas situadas a la orilla del río. Luna maldijo entre dientes. Cuando esto se sepa no me van a dejar vivir. Personalmente no le importaba demasiado la muerte de todas esas personas, o lo que fueran. Llevaba demasiados años dedicada a trabajos exteriores y había visto morir a más gente de la que podía recordar, gente de varias razas y muy distintas ideologías, gente con la que en algún tiempo había estado unida por diferentes lazos, pocos familiares, algunos amigos, muchos amantes. Unas cuantas muertes más no le impresionaban, especialmente teniendo en cuenta que gracias a esos muertos desconocidos ella estaba ahora con vida. Al menos por el momento. Sintió deseos de besar a Mimi. Lástima que fuera sólo una máquina. Claro que María era también una máquina y sin embargo… Se esforzó por apartar recuerdos de su mente. Siguió mirando. Mimi se había alejado pronto del área de aterrizaje buscando un lugar más protegido para esperar a que su piloto se recobrara.
¡Bien hecho! Por el camino varios lugareños habían tratado de acercarse a la pequeña nave, pero su escudo protector los había fulminado. ¡Bah!, no eran más que gentuza subdesarrollada, curiosos como simios. Así aprenderían. Además, ni siquiera eran guapos. Eran bastante altos y parecían fuertes, pero la expresión de sus caras denunciaba la vaciedad de sus mentes. Si todos los hombres del planeta eran así, se iba a aburrir bastante. Quería mover los brazos, pero una garra helada se los mantenía pegados al suelo. Los ojos le quemaban por dentro, pero era incapaz de abrirlos. La nada lo envolvía y, sin embargo, dentro de la nada había sensaciones, frescura de hierba bajo su espalda, brisa sobre sus ojos ardientes, sequedad en su garganta y humedad en las palmas de las manos. Un hoyo negro en su cabeza, un pozo profundo y caliente, un rostro dorado, bello, de hermosura enloquecedora, con cabellos rojos y ojos como brasas, el rugido del dragón dentro del pozo, hilos de plata, líquido frío, oscuridad de cueva con un extraño brillo. Eso debía ser la muerte. ¡Qué hermosa la muerte, qué inesperada! El dragón mataba con una dama en su boca. Peredur el esforzado cabalgó cabizbajo y pensativo hasta llegar al riachuelo. Allí se detuvo indeciso. Tres veces había sido advertido del terrible peligro que corría si se enfrentaba al dragón con sus pobres armas; tres veces le habían profetizado la muerte y aunque su corazón era noble y valiente, el miedo comenzaba a hacer mella en su ánimo. ¿Era lícito aceptar el regalo de la anciana y enfrentarse al dragón con alguna posibilidad de victoria? o ¿se trataba acaso de una prueba a su valor para saber si se atrevería a luchar con el monstruo sin ninguna ayuda sobrenatural? Era sabido que muchos héroes habían aceptado talismanes de gran poder antes de entrar en batalla, pero también era cierto que muchos de ellos habían sido forzados a llevar de por vida el estigma del cobarde, pues habían valorado en más su propia vida que su honor de guerrero. Se sentó en una roca y empezó a repasar mentalmente todas las historias de dragones que había oído en su vida. Repentinamente, irguió la cabeza, se levantó, dirigió una mirada al cielo y, cayendo de rodillas, alzó a Clandoria, la bien templada, y dio con ella tres golpes en el suelo. Luna empezaba a cansarse de ver cómo el escudo protector de Mimi había electrocutado a los lugareños entrometidos. Estaba a punto de desconectar la pantalla cuando vio acercarse sigilosamente desde el bosque a un muchacho mucho más guapo y bastante más joven que los anteriores. Era alto y fuerte, como los demás, pero tenía el cabello de un rubio rojizo poco frecuente en la comarca. Iba vestido pobremente y llevaba una larga espada, bastante mohosa, como si hubiera salido de algún viejo arcón. Luna sintió pena por el chico. No le importaba una vida más o menos, pero siempre sentía la muerte de un hombre que hubiera deseado como amante. El chico se acercó a Mimi, alzó la espada sobre su cabeza, se notaba que tenía más costumbre de manejar un arado que una espada, pronunció unas palabras en voz alta y fuerte, una especie de provocación ritual y arremetió contra el módulo. Tenía los ojos grises. Cuando el hierro entró en contacto con la fuerza, el chico del cabello rubio y la larga espada desapareció en un cegador relámpago azul. Con un suspiro, Luna se apartó de la pantalla. Una luz anaranjada empezó a parpadear en la consola. Una de las sondas de rastreo había encontrado algo. ¿Lo sabe ella?, preguntó Indra con voz temblorosa. Gio bajó los ojos: no nos hemos atrevido a decírselo. ¿Has dicho «nos»? ¿Tenemos que ser nosotros? Son órdenes, chico. Vamos a pasar relativamente cerca de ese planeta, por lo menos dentro de su campo de comunicación y nos toca decírselo. Me están entrando ganas de vomitar, murmuró Indra, ¿hasta cuándo la van a dejar ahí? El capitán se pasó la mano por los ojos, deseaba dejar el asunto lo antes posible. Contestó con brusquedad ¡¿y yo cómo diablos voy a saberlo?! Me figuro que tendrá que quedarse ahí hasta que cese un poco el revuelo que se ha montado sobre ese maldito planeta en ruinas que han encontrado los del Cíclope. Han mandado allí a todos los equipos de chicos listos y, por el tamaño del planeta, tienen para rato. Además, los que mandan han estado investigando las probables condiciones de Luna y no hay duda de que sobrevivirá. Ya la sacarán de ese agujero, no te preocupes.
No tienes sentimientos ni te preocupa nada que no seas tú mismo, condenado lunático. Si no hubiera sido por ti, ella estaría ahora con nosotros. Poco a poco, teniente Indra; tú eres un bastardo como todos nosotros.
No dijiste ni una sola palabra en contra cuando tuviste ocasión y ahora quieres echarle la culpa a cualquiera que no seas tú. Estás tan metido en esto como todos, chico listo. Luna ha hecho muy bien en despreciarte, no te mereces más. Hubo un largo silencio. Cada uno mirando fijamente un punto, totalmente distantes. El teniente preguntó de modo formal: Señor, ¿quién va a notificarlo al piloto Luna? Gio se giró en su asiento y reprimió un insulto, apretó los puños y bajó la voz: No quiero que este desgraciado incidente cause más problemas, teniente. María informará al piloto. Eso es todo. Puede usted reintegrarse a sus ocupaciones. ¿No me has oído, maldito idiota? María se lo dirá a Luna y no se hable más. ¡Lárgate!, algo tendrás que hacer por ahí en lugar de mirarme como una rana. ¡Fuera! Gio no tenía un alto concepto de sí mismo pero, aun así, no podía evitar pensar por qué las naves de exploración tenían que estar siempre llenas de escoria, y por qué a las mujeres como Luna les gustaba esa gente. Porque ella también es escoria, no nos engañemos, concluyó con satisfacción. Encendió un cigarro y aplazó el momento de dar la orden a María. Peredur despertó de su letargo con el cerebro lleno de las palabras de la bellísima Dama del Bosque y el corazón rebosante de amor y de agradecimiento. Contempló el talismán que apretaba entre sus manos: una cinta de tejido amarillo, leve como un suspiro y bella como el atardecer. Parecía hecha con rayos de sol y polvo, pues era cálida y seca en la mano; no era en absoluto un trabajo de mortales. Peredur la acarició una vez más y se dispuso a cumplir las órdenes del hada. Se quitó la casaca y la camisa y ató firmemente la cinta en torno a su cintura, la enrolló por completo y escondió las puntas dentro de las calzas de modo que nadie pudiera ver su tesoro pues, si era expuesto a otros ojos que no fueran los suyos, el talismán perdería todo su poder. Volvió a colocarse camisa y casaca y, con el corazón estallando de alegría y un enorme sentimiento de triunfo, montó sobre Arjiles, el negro, salvó de un solo salto el arroyo y, con una canción en los labios, fue al encuentro del monstruoso dragón. El recuerdo de aquel muchacho rubio se borró casi completamente de su cerebro en cuanto vio el fruto del rastreo de su sonda: era un hombre fuerte, grande y, al mismo tiempo, poseía una cierta suavidad; no era como aquellas bestias que se habían abalanzado sobre Mimi y aunque, presumiblemente, la intención de este ejemplar había sido la misma, en éste le gustaba la idea, en éste era una prueba de valor y no de torpeza. Lo tocó con las puntas de los dedos, a pesar de que la droga que se le había inyectado era fuerte, y le gustó el tacto de su piel. Si su cerebro era medianamente bueno, sería un hallazgo perfecto, casi increíble. Decidió dejar momentáneamente de lado todas las consideraciones estéticas y someter al extraño a un examen completo. Programó a Mimi y abandonó al hombre a la investigación de la máquina. Con un poco de suerte tal vez consiguiera aprender su lenguaje; era importante poderse comunicar. Esperó inhalando canny; desde que habían prohibido el tabaco era casi lo único que se podía hacer. Cuando Mimi anunció que su examen había terminado, Luna se acercó al hombre y, de pie junto a él, se hizo cargo de toda la información necesaria, esbozó una sonrisa maliciosa, le levantó los párpados, tenía unos preciosos ojos grises, de un tono profundo, intenso; volvió a sonreír, se inclinó y lo besó en los labios. Momentos después el hombre se hallaba de nuevo en el exterior y todo estaba preparado para la representación. La Sasaya miró con tristeza el lugar donde, hacía ya tanto tiempo, había sido inhumado el héroe Thorn, primer amante de la diosa. Decía la leyenda que cuando ella subió al cielo en una nube de luz, Thorn había querido morir antes de verse privado de su amada y que la única razón que le impidió suicidarse fue que tenía que continuar la obra de la Dama Dragón; tenía que hacer que todo el pueblo la amara como la amaba él y como ella lo había amado. A veces la Sasaya no podía entender por qué son tan crueles los dioses abandonando de ese modo a los pobres mortales que tanto los aman. Pero eso sólo ocurría a veces. Una sacerdotisa de Glunja no podía pensar así y, además, los dioses tenían sus propios motivos.
Ella misma había actuado de forma extraña en algunas ocasiones desde que servía a la Dama. Hacía tiempo que no veía a Gorn, pero había tantos muchachos de los que encargarse que prácticamente todo su tiempo estaba ocupado excepto algún paseo solitario por el jardín para visitar la tumba de Thorn y soñar un poco. ¡Si Thorn viviera! Pero no. Había muerto diciendo Su Nombre hacía mucho, mucho tiempo; quizá ni siquiera había existido nunca. Se llevó la mano al pecho implorando el perdón de la Gran Dama y desterró sus blasfemos pensamientos. Se dirigió hacia uno de los salones donde un jovencito aguardaba para ser iniciado en los misterios de Glunja. Gorn era bueno y la amaba más allá del amor, pero ¡era tan poca cosa! ¡Todos eran tan poca cosa al lado del recuerdo de Thorn! Peredur el arrogante salió del bosque de helechos una clara mañana al punto de amanecer. La hierba estaba húmeda y fresca del rocío de la noche y las criaturas del bosque comenzaban a despertarse preparándose para el nuevo día. Todo el mundo brillaba como recién creado bajo la mirada amorosa del héroe. La luz aún difusa del alba no permitía a sus ojos acostumbrados a la penumbra del bosque distinguir bien los contornos de las cosas, por eso al principio no vio la entrada de la caverna donde se ocultaba el pavoroso dragón. Peredur salió al claro y, poniendo su caballo al paso, se dirigió hacia los ya cercanos Montes Grises. De improviso, sin nada que anunciara su llegada, apareció el dragón en la boca de la cueva, a la izquierda del valiente. Sus ojos despedían chispas y su boca era un río de fuego, arañaba el suelo con sus garras inmensas y su rugido hubiera helado el corazón a alguien menos templado que Peredur. El guerrero tiró de la rienda de Arjiles quien, describiendo rápidamente un círculo en torno a sí mismo, se colocó frente al monstruo. Era un espectáculo sobrecogedor: la piel del animal era negra y plata, con un ligero brillo metálico, como de espada, su cuello era corto y su enorme y redonda cabeza se movía en todas direcciones como sólo una creación infernal podría hacerlo. El valiente juzgó que su movilidad debía ser asombrosa, contrariamente a lo que cuentan las historias, y se dispuso para un ataque rápido y, con ayuda de su talismán, definitivo. La religión es el mejor camino para explicar todo lo que uno no puede o no quiere comprender, decía María echada con los ojos cerrados en la sala de perfumes. Pero eso mata la voluntad investigadora y entontece a la gente, contestó Luna. Sí, claro que sí, pequeña, pero les hace felices; a veces me odio a mí misma por no haber conocido nunca esa felicidad simple que debe sentirse al aceptar lo maravilloso, la dicha inmensa de amar a un dios, o a varios. Una vida de sentimiento por encima de la racionalización tiene que ser algo muy bello. Mira nuestra civilización: hemos perdido por completo el poder de asombrarnos ante lo hermoso, lo grande, lo desconocido. Todo es reducible a cifras y siempre hay un especialista que lo puede explicar. Y así somos nosotros: duros, secos, estériles, vacíos. Suspiró y volvió a cerrar los ojos sintiendo la mano de Luna acariciar su mejilla. Pero tú no eres así, María; tú eres hermosa, alegre, mágica. Tú eres… las palabras se ahogaron en su garganta. Tenía razón María; en su civilización ya no había forma de hablar de amor. Brisa. Una leve brisa y olor a noche, a fresco y a hierba húmeda. Un corazón palpitante y una ansiedad desconocida. Mirada de llama. Cabellos rojos como una flor. El dragón. Una dama. La dama en el dragón. Los ojos de Thorn se abrieron de golpe, dilatados por el miedo, por la angustia; registraron su alrededor: noche aún, árboles moviéndose blandamente en la brisa fresca, helechos tiernos y húmedos bajo sus manos sudorosas y, sobre todo, silencio; silencio y oscuridad y el Señor Vaika en el cielo, muy bajo ya. Sin reflexionar aún, dedicó una oración de agradecimiento al Señor de lo Alto que tan propicio le había sido y nombró ligeramente, de pasada, a los otros Señores que le contemplaban desde un cielo todavía oscuro. Se pasó un peine por la melena y contempló su cuerpo en el espejo. Elástico, bien entrenado, flexible y suave como el mejor plástico, con esa irisación plateada que había adquirido en el último mundo civilizado que tocaron.
Quería presentarse al extraño en su mejor forma. No sólo eso; quería que él la viera de una forma hermosa, mágica en cierto modo, que nunca pudiera olvidar cuando la vio por primera vez igual que ella nunca olvidaría la primera vez que la vio. Cuando se dio cuenta, estaba mirando fijamente al espejo y, al parecer, había estado así durante un rato. Pensar en María le dolía tanto como una herida abierta, pero era un vicio casi masoquista que apenas podía reprimir. Sintió lágrimas de rabia acudir a sus ojos y, forzándose a cerrar su mente, juró que lo haría todo de la forma que a ella le hubiera gustado: con magia. El valiente levantó su espada y, encomendándose a los Antiguos Dioses, pronunció las palabras rituales de provocación y se lanzó al ataque. La fiera se ladeó ligeramente y comenzó a escupir rayos de fuego en dirección al héroe. Su escudo mágico pudo protegerlo de las primeras lenguas ardientes pero Arjiles el negro no pudo esquivar a tiempo uno de los mortíferos rayos y cayó de rodillas, moribundo, su sedoso cabello carbonizado por el fuego infernal. Peredur, el esforzado, con lágrimas en los ojos, desmontó y, pronunciando palabras dulces en su oreja, le atravesó el cuello con Clandoria para evitarle mayores sufrimientos. Entonces lenta, deliberadamente, se giró hacia la bestia, fijó sus ojos en los ojos llameantes y se tiró a fondo buscando el punto vital, entre los ojos. El monstruo, aturdido tal vez por la rapidez y exactitud del ataque, no pudo reaccionar hasta que sintió la hoja fría de Clandoria en sus carnes. Pero, en ese momento, loco de furia y de dolor, escupió sobre Peredur, el del cabello de oro, toda su carga de fuego y de muerte. Y así fue, hombres y mujeres que me escucháis, cómo Peredur, el bien amado, halló la muerte al enfrentarse al dragón infernal que una vez, hace mucho, mucho tiempo, amenazó la paz y la felicidad de nuestra hermosa comarca. Se levantó sigilosamente y apartó las ramas con infinito cuidado. El dragón no parecía haberse movido y sus ojos ya no destellaban. Se llevó ambas manos a la cabeza, caliente y dolorida, preguntándose si todo lo que creía recordar había sucedido realmente o era tan sólo una fantasía causada por el miedo y la calentura. Todo estaba en silencio y, ahora que la Dama Niki remontaba el horizonte, una suave luz perlada se extendía sobre el mundo de la noche. Thorn, con el pecho estallando de alegría por el sencillo regalo de la vida, comenzó a llorar quedamente y, entonces, a través de sus lágrimas, la vio. Vio una leve forma opalescente vagando entre las patas del dragón. Estaba tan asombrado que no podía moverse. Sólo podía desear que la forma, débilmente luminosa, saliera del círculo de sombras y avanzara hasta un lugar donde la pudiera contemplar a sus anchas. Como obedeciendo a sus deseos, la silueta blanquecina fue apartándose despacio de la densa sombra del monstruo dormido. Poco a poco, la luz de Niki, Señora del Alba, fue iluminando la fantasmal silueta de una Dama desnuda. Sus cabellos eran largos y se movían casi flotando, como una llama en torno a su cabeza y a sus hombros, su piel era vagamente luminosa, con brillo de luz nocturna, de plata transparente, de animal marino, de flor de nieve. Vestía una túnica hecha de polvo de luz oscura y su cabeza brillaba escarchada de polvo de estrellas muertas. Sin importarle quién fuera ni qué pudiera ser de él, Thorn le entregó su vida. Para siempre. Luna bajó a tierra en el pequeño ascensor montado en una de las patas de Mimi. Debajo del módulo estaba muy oscuro pero era una noche calurosa y húmeda y el aire olía bien. Era un olor muy mezclado, pesado, dulzón; una maravilla comparado con el aire de la nave que nunca olía a nada en particular. Se detuvo y cerró los ojos para aspirarlo. Tierra húmeda, vegetación muerta, flores, grandes, llenas de polen. Fíjate en la gente a nuestro alrededor, Luna. No vienen aquí a deleitarse, a ser felices. Mira cómo se mueven sus labios. No disfrutan de los perfumes, los identifican. Mira a aquel imbécil del fondo; por su cara de satisfacción debe de haber reconocido todos los perfumes hasta ahora. Es lastimoso. Nuestra cultura ha convertido el placer en juego intelectual o en un instrumento.
Por fortuna aún hay gentes como nosotras dos que disfrutan de algunas cosas sin reflexionar sobre ellas. Hierba cortada. Sí, María, por suerte aún estamos nosotras. Vino de Tau. Chocolate, con algo más. ¿Tal vez vainilla? Eres tan diferente, eres tan vital. No podía dejar que sus recuerdos empañaran el momento presente. Aspiró hondo tratando de no racionalizar las impresiones que recibía, se pasó las manos por la túnica y el pelo. Todo en orden. Bajo la luz lunar tendrían un brillo misterioso y juguetón muy conveniente. Empezó a moverse entre la luz y las sombras, segura ya de que el muchacho observaba detrás de los helechos. Poco a poco fue entrando en su propio juego y su paso se hizo más elástico, más lento. Se fue convirtiendo en un hada de leyenda jugando en un bosque con la luz de la luna, tejiendo guirnaldas con polvo de estrellas. Titania hechizando a un pobre mortal, cantando canciones, haciendo conjuros. Acudieron a su mente antiguas palabras que no había oído en mucho tiempo y, al poco, empezó a entonar, con cierta timidez, la Balada de la Dama Estrella mientras se movía suavemente como una flor en la brisa. Talas, espera. ¿Por qué murió Peredur si tenía el talismán de la Dama del Bosque? Sí. Y dinos qué fue del dragón, ¿consiguió matarlo? Las caras juveniles rodeaban expectantes a Talas, el juglar. Pues veréis, amigos. Yo no lo sé porque todo lo que os cuento es lo que me contaron a mí pero me figuro que Peredur fue castigado por la cobardía de aceptar una protección mágica en lugar de enfrentarse al dragón a pecho descubierto, como debe hacerlo un guerrero que se precie de serlo. Aunque también pudo ser, claro, que esa nueva diosa del pueblo que está al otro lado de los Montes Grises, esa Dama Dragón, tuviera algo que ver en el asunto. Sus ojos grises destellaron maliciosamente. Quizás el gran dragón era su padre y, furiosa cuando Peredur el valiente lo atacó, envió sus poderes mágicos contra el héroe. No te burles nunca de los dioses, Talas. Yo he vivido mucho y sé que, nuevos o antiguos, todos son más fuertes que nosotros y en algún momento de nuestras vidas acabaremos pidiéndoles ayuda o protección. Por eso es mejor estar a bien con ellos. Talas no se burlaba, Madre, dijo uno de los muchachos más jóvenes, inclinando la cabeza ante la anciana, como es costumbre. Conozco al juglar de los ojos de hierro muchos más años que tú y no me gustaría verle partido por un rayo de la nueva diosa. Y ahora, muchachos, vamos a retirarnos. Todos tenemos que descansar. Tú también, Talas. El hombre hizo una reverencia a la vieja señora y, con su petate al hombro, se perdió entre las sombras de la plaza. Cuando la doncella etérea se acercó a él, como jugando, el hechizo era tan fuerte que no pudo moverse de donde estaba. Esperó allí, anhelante y mudo, hasta que sus manos cristalinas rozaron su cuerpo. La extraña mujer dijo: ven, en su propia lengua, con un acento sibilante, como el viento en las hojas; le tendió la mano y Thorn no pudo resistirse. Se sintió arrastrado tras la Dama, sobre la hierba, bajo el cielo ya levemente iluminado por el día, hacia el dragón. Tuvo un fugaz momento de terror cuando de la pata de la fiera surgieron unas enormes mandíbulas que se abrieron para recibirlos, pero la Dama presionó su mano y le habló de nuevo en su lengua: no temas, dragón es mí. Eso quería decir que el dragón era suyo, ¿o que ella era el dragón? Su mente se quedó en blanco. Entraron en la boca del dragón y las mandíbulas se cerraron. La Sasaya depositó su ofrenda de flores en el suelo, con los ojos bajos. La Madre siempre la intimidaba, a pesar de que no era más que una representación. Era tan bella y tan diferente de todo lo que había conocido en su vida que, al mirarla, no cabía ninguna duda sobre su origen divino. Según los sagrados secretos textos escritos en la misteriosa lengua de los Dioses y traducidos en parte por el héroe Thorn, la Madre era la Altísima, de cuyo poder había emanado Glunja y a quien se debía respeto y amor eternos. Sólo la Sasaya podía entrar en el Santuario de la Madre y únicamente para presentar las ofrendas rituales. Su nombre era desconocido a oídos mortales y no se podía hablar de ella, su imagen o su cripta sin exponerse a un terrible castigo mil veces peor que la muerte.
La Sasaya recogió los suaves pliegues de su túnica rosada y se acuclilló frente a la imagen: Señora de las Estrellas, Flordeperla, Madreluna, acepta mi pobre ofrenda y séate grata la presencia de tu sierva en tu Santuario. Te entrego estos dones en nombre de Glunja, ser de perfección por ti creada, para que tus ojos de niebla nos contemplen con bondad desde lo alto de tu infinito poder. Mi vida y mi dolor son tuyos, Señora, si los quieres. Alzó la vista y contempló una vez más la elevada estatura de la Presencia, sus largos cabellos lacios del color de la nieve al amanecer, su delicada piel violeta, fina y dulce como la mejor seda, sus grandes ojos grises, la luminosa niebla, su cuerpo perfecto cubierto con la sagrada túnica hecha de polvo de estrellas muertas. Suspiró ante tanta hermosura y, como siempre, se retiró murmurando: Te amo, Madre, Reina, te amo. Siempre, siempre seré tuya. Hasta que muera. Luna pulsó con desgana el número ochenta. Las fiestas siempre eran un fastidio; por lo menos lo eran al principio. Después de la quinta copa las cosas empezaron a mejorar; siempre había, alguien que tenía algo nuevo que probar, o algo conocido, y, después, siempre quedaba el sexo. Pero el principio era algo espantoso. Se preguntó si conocería a alguien. No es que tuviera importancia, pero siempre sería agradable para el momento de la entrada. Llegaba tarde y suponía que tendría la suerte de que nadie se fijara en ella y pudiera escurrirse discretamente hasta el bar. Desde luego su traje no atraería miradas, no se había quitado la ropa de trabajo, un mono castaño dorado y una gorra de visera. ¡Después de todo la ropa era lo que primero se perdía en una fiesta! Dio una última chupada a su cigarro, metió las manos en los bolsillos y empujó la puerta con la punta de la bota. El timbre zumbaba insistentemente. Luna lo oía como en sueños, sin decidirse a hacerle caso. De improviso se dio cuenta de la realidad y saltó del catre, desnuda y aún lánguida por el rato de amor. Thorn dormía, completamente agotado. Daphne a Luna, Daphne a Luna, ¿nos escuchas, Luna? La voz de María la dejó clavada unos instantes; tuvo que hacer un esfuerzo. Aquí Luna, adelante, Madre, te escucho fuerte y claro. Vaya susto me has dado, creí por un momento que ya no estabas a nuestro alcance. Para lo que eso os importa a vosotros. Oye, Luna. No, oye tú, ¿qué es eso de Daphne?, ¿desde cuándo sois Daphne para la tripulación? Verás, querida —la voz sonaba levemente insegura—, durante un cierto tiempo no vas a pertenecer a la tripulación de la nave. Ya se ha solicitado un sustituto. ¡Malditos seáis, bastardos! —el odio en la voz de Luna era real—. Oye ¿por qué no conectas el vídeo y nos vemos las caras? Estoy desnuda. Eso podría ser interesante. Luna emitió un siseo como el del agua sobre metal caliente. ¡Quieres dejar de decir idioteces, maldita máquina! ¡Como si a ti te importaran mi cara y mi cuerpo! No eres más que un pedazo de acero sin sentimientos flotando en el espacio y dándotelas de humano. Y lo más grave es que eres un monstruo por voluntad propia. Se le quebró la voz y, por primera vez en mucho tiempo, se le llenaron los ojos de lágrimas. María dejó pasar unos segundos y dijo con voz ronca: Aún no lo has superado, ¿eh? No hubo más respuesta que un sollozo ahogado. Créeme, querida, para mí tampoco ha sido fácil, pero uno tiene que adaptarse a lo que tiene y a lo que es. Y tratar de ser feliz con ello. La voz de Luna volvió a sonar dominada por la rabia: ¿No puedes comprender que eres lo único que he amado en el mundo?, ¿no comprendes que aún te quiero, maldita sea?, ¿que aún sueño en tenerte y te deseo?, ¿que no puedo aceptar que seas lo que eres? y, sobre todo, María, lo que no te perdonaré jamás es que me sacaras de mi felicidad con tu magia y que me hayas dejado así, sola, con una necesidad que nadie puede saciar. Hubo un silencio. Después, la mano de Luna se deslizó lentamente hacia el interruptor del video y lo presionó. Una blanca y reluciente consola apareció frente a sus ojos. La voz de María era muy dulce: Estás preciosa, niña. Te dije que lentamente comenzaba a perder algunos sentimientos humanos, pero conservo todavía la apreciación estética. A su pesar, los labios de Luna dibujaron una pequeña sonrisa.
María añadió: Y los recuerdos. Sí, dijo Luna despacio, los recuerdos. Thorn, echado de espaldas y con los ojos cerrados oía las palabras de aquella lengua extranjera como si fueran música. Su cerebro se negaba a pensar; había que aceptar demasiadas cosas para ponerse a reflexionar sobre ellas. Estar aquí, en el vientre de un dragón, vivo, después de haber hecho el amor con la misteriosa dama de la piel de plata, llenaba por completo su cuerpo y su cerebro. Jugaba en silencio con los sonidos que escuchaba; le gustaba el que ella había pronunciado primero, algo así como matre, con una a muy larga y una e pequeñita y le gustaba el nombre de la dama, un nombre tan extraño, Gluna, gluunia, lunja, glunja, con una u dulce y larga. Mecido por los sonidos que no podía comprender, volvió a dormirse. Madre, vengo a solicitar tu permiso para hablar a la aldea de algo maravilloso. La anciana levantó la vista del fuego, sorprendida, y miró a Talas con curiosidad. ¿Desde cuándo solicitas licencia para contar tus cuentos a la chiquillería, juglar? Te conozco desde hace mucho y, que yo sepa, siempre te ha divertido burlar mi autoridad. Talas se acuclilló ante la anciana y, con la mirada, pidió permiso para sentarse frente a la hoguera. Ella inclinó la cabeza y el juglar se acomodó sobre un cojín, la mirada fija en las llamas que la madre avivaba con una varilla dorada. Al fin, los ojos grises de Talas se encontraron con los ojos arrugados y hundidos. Estoy confuso, Madre. Tú sabes, como todos los que me conocen bien, que nunca he creído en nada. Que si me dedico a contar cuentos por los pueblos es porque me gusta la gente y la libertad y la mentira. Y porque disfruto alegrando las pobres vidas rutinarias de los campesinos, pero por la luz de Niki que nunca he creído una sola palabra de lo que he venido contando año tras año, aldea tras aldea. Y ahora… el juglar se interrumpió. A una señal de la anciana, una muchacha que remendaba en un rincón acercó una jarra de vino con miel y dos tazas. Esto te dará ánimos. Continúa. Talas dio un largo trago y volvió a buscar sus ojos. Es extraño, Madre. Me faltan palabras. A mí, a Talas el juglar, le faltan palabras. La varilla siguió removiendo las brasas, lentamente, creando sombras en la habitación. ¿Recuerdas que hace algunos años comenté algo acerca de una nueva diosa, la Dama Dragón, la llamaban? La anciana asintió con la cabeza. Me reí de ella muchas veces, en contra de tus consejos. Las únicas tonterías que me gustan son las que invento yo mismo a partir de lo que oigo, como la historia de Peredur, ¿te acuerdas, Madre?, me contaron algo de eso hará unos siete años y yo he ido añadiendo, inventando, adornando y digo que hace siglos que sucedió. No te apartes de tu historia, juglar —dijo la anciana sin separar los ojos de la lumbre—. Pues bien, los que empezaban a creer en ella decían que era preciso convertirse pronto al amor de la Dama porque estaría poco tiempo con nosotros. Decían que, igual que había bajado del cielo en su dragón llameante, pronto volvería a su reino en las estrellas envuelta en fuego y luz. Yo, naturalmente, no lo creí. Soy demasiado viejo para dejarme llevar por las fantasías, pero pensé que podría sacar una buena historia reuniendo todos los desvaríos de aquella gente. Por eso me quedé una temporada más del otro lado de los Montes. Incluso me acerqué al Santuario que estaban construyendo. No vi nada de particular, aunque me dijeron que el Dragón y la Dama moraban en el interior de la montaña. Hubo una pausa mientras el hombre apuraba su taza y la llenaba otra vez. Ahora viene lo increíble, Madre. Cuando mi historia estaba casi completa y mi petate dispuesto para marchar, vinieron a la posada a decirme que el tan temido momento había llegado: Glunja nos abandonaba. Habían visto señales luminosas en el cielo y Thorn, el elegido, había anunciado que a la medianoche la Dama aparecería ante su pueblo para marchar a su hogar en las estrellas. Siempre me han gustado las funciones de teatro, así que pensé que sería divertido pero, Madre —las manos del juglar temblaban—, era cierto. Era sencilla e increíblemente cierto. Estábamos allí todos, en la explanada del Santuario que aún está a medio hacer cuando, de repente, en la oscuridad de la noche vimos que una estrella iba creciendo, creciendo, creciendo y luego pareció despegarse del cielo como una hoja se desprende del árbol para caer a los pies del caminante y, lentamente, se fue acercando a nosotros.
Casi si darnos cuenta nos pusimos de rodillas. El aire se llenó de un ruido ensordecedor, más fuerte que el de las tormentas de verano y un olor extraño nos llegó del cielo. Pronto la estrella se convirtió en un fantástico animal volador que se dirigía derecho hacia nosotros, bajando, envuelto en llamas y estruendo. Temblábamos como el agua bajo el viento y nuestras voces enronquecidas por el miedo sólo podían articular Su Nombre: Glunja, Glunja, Glunja. Era un sonido opaco y apagado por el rugido de la bestia celeste, pero constante, febril. Cuando el dragón de las estrellas se posó en el suelo, exactamente en el círculo de harina que la Dama había dibujado, el fuego se extinguió y pudimos contemplarlo. Era más pequeño de lo que habíamos creído al principio pero parecía muy fuerte y su cuerpo era brillante, como de plata, con cosas que brillaban como cristales, como joyas. Estaba allí, quieto y mudo bajo las estrellas y, te juro, Madre, que parecía un pedazo de una de mis historias y, de repente, Ella salió del Santuario. Creo que ninguno de nosotros la había visto antes, pero la reconocimos al verla. Era hermosa, Madre, la mujer más hermosa que he visto en mi vida. Su piel era como plata clara y sus cabellos rojos como el fuego de invierno. Desde donde estaba no podía ver sus ojos, pero los imagino grandes y bellos como el agua de un lago. Sí, Madre, dijo Talas respondiendo a la mirada de reprobación de la anciana. Comprende que son muchos años contando historias y esto es algo tan bello que no puedo evitar alguna pequeña invención para que sea más mío. No sé , cómo apareció, pero allí estaba. Vestida con una túnica transparente que parecía hecha de luz oscura, una túnica tan fina que flotaba apenas en la brisa de la noche y dejaba ver a través su cuerpo de cristal luminoso. ¡Qué bella era Madre! Abrió los brazos y dijo en nuestra lengua en voz alta y clara: Adiós amados míos. Me voy ahora, pero siempre estaré con vosotros y un día regresaré. Hasta entonces os dejo a Thorn, mi elegido, el primero que me amó en esta tierra. Él os enseñará lo que debéis hacer para estar siempre en contacto conmigo. Nunca os abandonaré y vosotros me amaréis siempre. Entonces se volvió de espaldas, alzó los brazos al cielo, se volvió de nuevo hacia nosotros, dirigió una larga mirada al bosque, los montes, el río y, dulcemente, como si al andar no pisara el suelo, caminó hasta la bestia de plata, que esperaba inmóvil. Unos segundos después, los ojos del dragón se iluminaron y empezamos a oír un ligero rumor que se fue convirtiendo en un espantoso rugido; de las patas de la fiera brotaron chorros de fuego y, lentamente, se fue elevando sobre nuestras cabezas para convertirse de nuevo en una estrella. Así que me tengo que quedar aquí, dijo Luna con voz opaca. No hubo respuesta. Y ¿puede saberse hasta cuándo? Si lo supiera te lo diría, tú sabes que te lo diría. Sí, María, sé que sí. Luna jugueteaba con su pelo. La impresión había sido tan fuerte que todavía no experimentaba ningún sentimiento claro. Permaneció así durante un rato. Luego, de una forma casi infantil, olvidando toda su agresividad, preguntó: ¿y qué hago?, sus ojos rojizos clavados en la pantalla. La respuesta de Daphne tardaba en llegar. Luna, ¿me escuchas?, he desconectado la grabación y sólo puedo estar así un momento, de modo que ahí va mi consejo: recuerda nuestras conversaciones y usa la religión. Haz que te amen a través del miedo. Conviértete en diosa y no tendrás nada que temer. Pide ofrendas y sacrificios y no tendrás que preocuparte de conseguir comida. Inventa ritos de iniciación y tendrás el sexo resuelto. Sé creativa, no te preocupes de nada. Trata de ser feliz y antes o después te sacarán de ahí. La voz calló de repente y hubo una pequeña pausa. A continuación, María volvió a adoptar su tono neutro y contestó a la pregunta de Luna: He estado consultando mis registros. No te preocupes, podrás sobrevivir. Intenta establecer unas relaciones satisfactorias con los nativos, siempre que te acepten de buen grado.
Si ves que vas a tener auténticas dificultades, entra en ciclo de hibernación y nosotros te reanimaremos cuando la misión de rescate esté lista para sacarte de ahí. Si tienes alguna pregunta, házmela ahora porque nos estamos alejando rápidamente de la zona de comunicación con tu planeta. Luna sonaba débil y, por una vez, insegura, en el centro vital del Daphne: No, gracias, creo que eso es todo. ¡María, espera! ¿Sí, Luna? Nada, contestó, mordiéndose los labios, no era nada de importancia; buen viaje. Gracias, flordesol, dijo el Daphne en voz muy baja, nos volveremos a ver; ¡buena suerte! Luna se chupó la sangre que le salía del labio inferior, le dio un puñetazo a la consola, se peló un nudillo y decidió tomarse un par de calmantes y un poco de tiempo para pensar. Al principio no pudo ver lo que había en el interior del apartamento; no había más que oscuridad rojiza, brumosa, que no permitía distinguir los contornos. Permaneció un momento apoyada en el quicio de la puerta, tratando de acostumbrar sus ojos a la falta de luz. Para no hacerse notar, entornó la puerta de nuevo y se mantuvo allí muy quieta, pegada a la pared. Una música dulzona y cadenciosa flotaba sobre la bruma roja y por todas partes sombras entrelazadas, murmullos, risas contenidas y el fuerte olor de varias drogas mezcladas. Una buena fiesta, algo snob pero buena. Cuando ya casi se había decidido a abandonar su rincón para empezar a buscar el bar entre las sombras, apareció en el centro de la habitación un punto de luz rosada y, justamente debajo de la luz, la mujer más hermosa que Luna había visto hasta entonces. Una immaliana, con toda seguridad. Su piel malva tenía un suave brillo de porcelana y sus cabellos blancos y lisos le llegaban a la cintura. Bailaba lenta, lánguidamente, como si su cuerpo formara parte de la niebla de la habitación. Nadie miraba su danza excepto Luna y, poco a poco fue adquiriendo la impresión de que la bellísima immaliana bailaba sólo para ella. Esperó casi sin respirar a que terminara y, cuando cesó la música, se acercó rápidamente, desafiante, posesiva. Eres lo más bello que he visto en mi vida. Soy María, le contestó, bienvenida a mi casa. La anciana quedó pensativa un buen rato, los ojos fijos en las cambiantes llamas de la hoguera. Así que tenernos una nueva diosa, dijo por fin. ¿Estás seguro de no haber inventado toda la historia, Talas? Te doy mi palabra, Madre. Bien; en ese caso, mañana al atardecer contarás en la plaza lo que me has contado a mí y después de la siega, si el señor Uloki nos es propicio, haremos un peregrinaje al Santuario de la Dama Dragón para llevarle nuestras ofrendas y ponernos bajo su protección. Después de todo, estar de parte de un dios, sea verdadero o no, no puede hacer ningún daño, añadió entre dientes. Levantando la vista de nuevo, fijó sus viejos ojos en los de Talas: Ya te dije una vez que no hay que reírse nunca de los dioses, no mientras sean grandes y poderosos. Pero eso es negar el intelecto, dijo Luna, y no puedes olvidar que eres lo que eres gracias a lo que piensas. No lo olvido y no niego nada; sólo digo que es pobre, que es poco, que quiero más. Quiero experimentar, conocer, crecer y no sólo mentalmente. Eres insaciable. Sí, lo quiero todo, sus ojos se entrecerraron de placer. Luna encendió un par de cigarrillos y le pasó uno a María, ésta continuó: Tienes que reconocer que eres muy limitada, Luna; te conformas con muy poco, tu trabajo y el sexo te bastan. No tienes curiosidad, no quieres ir más allá. Ah, ah, eso no es cierto, tú sabes que he probado todos los tóxicos que han caído en mis manos. Sí, ya sé que eres una viciosa, dijo María, burlona, inclinándose para besarla. Y después, repentinamente seria: Pero tú lo haces por hastío, por escape, casi como autodestrucción, mientras que para mí la vida es experiencia, conocimiento. Conocer es vivir. Y eso es algo que no tiene límites. A veces pienso que te dejarías matar sólo por saber cómo es, dijo Luna, mirándola a través del humo. No, flordesol, en eso te equivocas; la muerte es una experiencia que tengo asegurada, por lo que no tengo ninguna prisa en provocarla. Prefiero ocupar mi tiempo en cosas que tal vez sólo se me presenten una vez. Como ésta. La tomó por la cintura y la acercó a su cuerpo. ¡Oh! Luna, mi flordesol, murmuró a su oído, ¡cuánto odio que te vayas ahora!
Algún día tenemos que conseguir que nos destinen a la misma nave. Lo dudo, cariño, contestó Luna, mientras acariciaba su pelo y su cuello. Las naves de reconocimiento no necesitan técnicos de altos vuelos como tú. Digamos que yo voy con los que arrancan las piedras y tú con los que dicen qué son. Sus manos empezaron a buscar el cierre de su vestido. A veces me pregunto qué has podido ver en mí. Yo me lo pregunto, contestó María con los ojos cerrados. Luna, mi amor. Ni a mí me resulta fácil escribirte esta carta ni a ti te resultará fácil aceptarla. No sé ni cómo empezar ni cómo decírtelo pero es algo que debes saber. Cuando vuelvas, si es que vuelves, no encontrarás a la María que conoces y, espero, amas. Estás avisada, va a ser muy duro. Cuando recibas esto, ya me habré convertido en algo totalmente diferente de lo que tú conoces. Cuando leas estas explicaciones, seré ya un cyborg, una nave de exploración, todavía no sé cuál. No me insultes aún ni me reproches haberlo hecho, antes de conocer las razones. Tú sabes mejor que nadie el valor que siempre he dado al cuerpo y a los placeres materiales y, aunque parezca una contradicción, ha sido esto mismo lo que me ha llevado a tomar una decisión tan rápida sobre algo tan importante. Hace apenas dos semanas, tiempo de Electra, me enteré por el chequeo oficial de que, no sé cómo, había contraído la famosa Enfermedad que tiene locos a todos los servicios sanitarios de este lado de la galaxia y además, parece ser que los immalianos somos particularmente sensibles a ella. No necesito explicarte los síntomas ni todo el resto de detalles desagradables, pero sabes que de todas las enfermedades posibles, sólo ésta podría haberme afectado de una forma integral. Perder toda sensibilidad táctil y, lentamente, la capacidad de movimiento, me hubiera destruido moralmente. Por eso, cuando me propusieron convertirme en un cyborg, la idea no me pareció descabellada. Eso significaría tener un cuerpo nuevo, con infinitas posibilidades por explorar, capacidad de movimiento mucho mayor que con mi cuerpo anterior, todo un nuevo universo que descubrir junto con mucho más tiempo para hacerlo. No lo pensé demasiado. Como ya te dije una vez, la idea de morir no me atrae demasiado y, para mí, esa enfermedad hubiera sido mil veces peor que la muerte. Ya lo sabes, flordesol. Sé que con esto te he hecho daño pero, créeme, no había otro remedio. A pesar de todo, me gustaría que nos volviéramos a ver. Mis sentimientos hacia ti son los mismos y supongo que durante bastante tiempo, al menos mientras conserve sentimientos humanos, no cambiarán. Te amo, Luna, pero mi vida es todo lo que tengo y uno sólo puede ofrecer aquello que posee. Sí no hubiera dado este paso, no tendría nada que darte. Así corro el riesgo de que no estés dispuesta a aceptar lo que ahora puedo ofrecerte, pero, con toda honestidad, es lo único que podía hacer. He conseguido que no me cambien el nombre, como suelen hacer con todos los que cambian de estado, así que seguiré siendo María aunque para las funciones oficiales adopte el nombre de la nave a que se me destine. He solicitado convertirme en una nave de exploración para que, si lo deseas, podamos estar juntas, pero no quiero que esto te condicione lo más mínimo. Entenderé perfectamente que no quieras volver a verme. Luna, querida, nada más. ¿Qué más podría decirte? Sabes cuáles son mis sentimientos y eso basta. Hasta siempre, flordesol. Vamos a sacarte de ahí, pequeña. Llegaremos dentro de tres días de tu tiempo. Ya puedes ir preparando las maletas —la voz sonaba joven y alegre en el intercom, silencioso durante años—. No había señal óptica. Al principio, los ojos de Luna se llenaron de lágrimas. ¡Los muy cabrones!, ¡los muy cabrones!, dijo en un murmullo. Se echó el pelo hacia atrás y contestó con voz ahogada: Os espero. Como esta vez no salga bien, os la corto. Cuando después de algunas bromas se hizo el silencio, Luna lloró. Y, ¿dice usted que ese piloto fue abandonado hace ya seis años en el planeta…?, las manos regordetas buscaron lentamente en el informe que había sobre la mesa. Sí, señor. Eso he dicho. Y he dicho también que es vergonzoso que se haya hecho eso con un piloto de una nave de reconocimiento cuyo balance de misiones positivas es superior al 70%.
Mi querido coronel Giovanno, sabe usted perfectamente que no tiene por qué excitarse. Además, no queremos perder a nuestros héroes tan fácilmente. —El Secretario General de la Séptima Demarcación le dirigió una brillante sonrisa durante unos segundos—. Y, además, coronel, se trata de un planeta con todas las garantías de supervivencia —atajó con un gesto la respuesta del coronel— y vamos a sacarla de ahí, por supuesto que vamos a sacarla. Antes o después teníamos que hacerlo, pero ya que se interesa usted de manera especial, lo haremos lo más de prisa posible. Le doy mi palabra. Hubo una pausa. ¿Puedo preguntarle algo, coronel —dijo al fin el hombre de detrás del escritorio—, puedo preguntarle el porqué de ese interés? La mirada del coronel Giovanno se hizo nebulosa. Es difícil de explicar, señor. Con el tiempo uno se hace sentimental y le afectan cosas que antes le traían sin cuidado. Yo era el capitán del Daphne cuando la dejamos allí. Era una chica muy guapa. Se me ocurrió hace poco que cabía la posibilidad de que aún estuviera enterrada en aquel sitio y me decidí a venir a comprobarlo. Sé que resulta un poco ridículo, pero me da la impresión de que, de alguna manera, se lo debo. El Secretario se puso en pie: No se preocupe, coronel Giovanno, es cuestión de días. Gracias, señor. Se estrecharon las manos. Cuando hubo salido el coronel, las manos regordetas buscaron de nuevo entre los papeles, encontraron lo que querían y marcaron un código: la Hallas había sido designada para la misión. Thorn vistió su espléndido manto de plumas rojas, ajustó la diadema con el creciente mágico Glunja y se preparó para iniciar la ceremonia. Hacía diecisiete años que, en una noche igual, su amor, su diosa, lo había abandonado porque los dioses tienen asuntos que atender en las estrellas, asuntos en los que los mortales no pueden mezclarse. Cerró los ojos grises y duros como piedras de río y apretó los puños hasta hacerse daño. Diecisiete años. Y aún no había podido hacerse a la idea de que se había marchado para siempre. Cada noche era una tortura, una infinita repetición de la última noche con Luna. De aquella noche en que ella se abrazó a él como si de ello dependiera la Vida. Desde entonces, cada noche recordaba aquel brillo en sus ojos y aquel ligero temblor de sus manos y su piel húmeda y fría y su amor enorme, incontrolable, bello y destructor como un rayo de verano. Desde hacía diecisiete años se preguntaba si le habría gustado saberlo con tiempo y todos los días se veía incapaz de contestarse. Él había sabido, como todos los fíeles, que un día Glunja volvería a las estrellas y lo había aceptado. Pero nunca había pensado seriamente que ello significaba que Luna, su Luna, lo abandonaría para siempre. Se ajustó la diadema, se apretó el ceñidor, única prenda sobre su cuerpo fuerte y hermoso, a pesar de los años, y se dirigió resueltamente a la explanada del Santuario. Al pasar ante una pequeña puerta, brillante y pulida como un espejo, se detuvo, dudó un instante y entró. La Madre lo contemplaba impasible con sus ojos de niebla. Thorn se tendió boca abajo en el suelo, frente a la Presencia y sus y… Sí, Andy, sí. Mira, chico, vete a dormir ahora y ya se lo terminarás de contar mañana, ¿eh? Se levantó tambaleándose y se dirigió a la cubierta de pilotos. Luna se sentó en su lugar y aspiró un poco. Cualquier día se va a quedar seco; se está quedando poco a poco. Tú también, preciosa —observó un joven oficial al otro lado de la mesa—. Yo tengo mis motivos. ;Eh, Luna! ¿hay algo de verdad en lo que cuenta ese loco? Luna suspiró, cerró los ojos: Ese pobre imbécil ve a unos cuantos desgraciados mirando una nave muertos de miedo y se cree que es un festival. Lo que pasa es que, al fin y al cabo, me sacó de allí y le tengo cariño. No —continuó, mirando de frente a la muchacha que había preguntado— no hubo nada de eso, aunque no hubiera estado nada mal. La verdad es que, cuando yo llegué, ya había una religión muy fuerte y lo único que pude hacer para tenerlos a raya fue asustarlos un poco con nuestra «prodigiosa tecnología» —hizo una mueca y sonaron algunas risas.
Luna continuó, casi para sí misma—: era una religión hermosa; el culto de la Dama Dragón, lo llamaban. Su sacerdote era un hombre impresionante. Se llamaba Thorn. Yo le amaba. Cuando volvió al dormitorio, Thorn aún estaba en el baño. Paseó la mirada por todo lo que unos momentos antes le había parecido tan familiar. Ahora que sabía que iba a perderlo, le dolía como una quemadura. Pensó en Thorn, su hombre. El único ser que había sido suyo en toda su vida. De repente, con una inmensa amargura, comprendió a María. Ella la había querido, a su manera, pero, cuando tuvo que elegir su destino, sólo pensó en lo que realmente debía hacer. Ahora ella tenía que hacer lo mismo. Dejar a Thorn le dolía y le dolería por siempre, pero quedarse estaba fuera de toda cuestión. Se miró al espejo: su cuerpo estaba en forma y sus reflejos seguían siendo excelentes. Se había entrenado con Mimi todos los días desde que abandonó el Daphne.
Podría volver a pilotar, a volar, a su vida de siempre. Su mente era una confusión de ideas y se veía incapaz de coordinar todos los sentimientos que tenía en su interior. Se obligó a pensar unos segundos lo más fríamente posible y decidió no decírselo hasta el final. Ven Thorn, voy a enseñarte una cosa. Su lengua era aún pobre y se expresaba con cierta dificultad, pero el muchacho parecía entenderlo todo. Mira —dijo Luna abriendo una de las pequeñas puertas laterales de Mimi—. Thorn estuvo a punto de desmayarse de la impresión. En una pequeña sala, débilmente iluminada había una mujer. Una mujer muy alta y enormemente bella. Su piel era violácea y sus largos cabellos eran blancos, casi color de plata. Era tan extraña que, más que miedo, sintió ganas de llorar. Se acuclilló ante ella como signo de respeto. Luna permaneció de pie. Mira, Thorn, esta imagen que ves aquí representa a alguien que fue para mí más que una madre, más que cualquier cosa querida que puedas imaginar. Ella hizo que yo fuera como soy y, de alguna manera, me ayudó a crear el Santuario y todo lo que está a nuestro alrededor. No debes hablarle a nadie de su existencia. Está demasiado alta para ser conocida por ojos sencillos. Tú puedes venir a traerle ofrendas pero siempre deberás colocarte ante ella en una posición de respeto. ¿Me comprendes? Dijo que sí con la cabeza, sin apartar los ojos de la imagen. Callaron durante un rato. Luego él preguntó: ¿Dónde está ahora la Madre? Luna sintió una punzada de viejos sentimientos en el estómago. Contestó simplemente: Vuela entre las estrellas, más de prisa que la luz; puede conocerlo todo y a todos si lo desea; tiene más poder que cien mil hombres y no hay nada que sea imposible para ella y Thorn se tendió en el suelo, boca abajo: Gloria a Ti por siempre, Señora del Cielo y las Estrellas —murmuró dulcemente—. ¡Luna!, ¡por fin! Tienes muy buen aspecto. Los ojos de Luna se dirigieron directamente a la lente: ¿qué diablos haces tú aquí? Ahora estoy aquí —fue la sencilla respuesta—. ¿Ya no eres una nave? No; cuando te fuiste, perdí interés —dijo en tono de burla—. Has ascendido, ¿eh? Sí, realmente sí; éste es un puesto de mayor responsabilidad. Hubo una larga pausa. ¿Sabes por qué estás aquí?, preguntó al fin María. No, no lo sé, pero me figuro que para un control de recuerdo. Bien adivinado. Tengo que saber todo lo que has hecho en este tiempo; hay que mandarlo al archivo central. Luna respondió lenta, deliberadamente: Vas a tener que sacármelo con pinzas, preciosa. A nadie le ha importado lo que me pudiera suceder durante seis años; ahora no lo voy a contar todo como una niña buena. Ni a ti ni a nadie. Sus ojos miraban obstinadamente al punto donde se encontraba la María que ella había conocido. Mira, Luna, sabes que puedo vaciarte por completo. Sabes que tengo que ofrecer un informe, ¿por qué no cooperas?, no quiero tener que sacártelo todo a la fuerza. Luna sacudió lentamente la cabeza. Pasaron unos segundos y María volvió a hablar: Luna, escucha, ahora estás sola conmigo, nadie nos oye. ¿Qué pasa?, ¿seguiste mi consejo y temes meterte en un lío si se enteran? Luna se sobresaltó: ¿cómo lo sabes? Parece que tú has olvidado más que yo, amiga mía. Mira, yo ya no soy la que era y, la verdad, no quisiera volverlo a ser, pero todavía me siento cerca de ti, de alguna manera.
Dime lo que sucedió realmente y yo lo arreglaré para que nada te pueda pasar. ¿Me lo vas a decir, Luna? Lo pensó durante un largo rato. Finalmente miró de nuevo al gran ojo granate que era ahora el rostro de María: Escucha, esto es lo más hermoso que me ha pasado en toda mi vida; casi podría decir que es lo único bueno que he tenido nunca y no voy a permitir que nadie lo ensucie o lo destruya. Puedes vaciarme de todo, no me importa que lo sepas; tal vez sea mejor, pero quiero que me prometas, que me asegures dos cosas: que nunca nadie sabrá una palabra de lo que realmente sucedió y que nosotras dos no nos volveremos a ver nunca más. Se hará como tú quieras, contestó María en un tono dulce y profundo. De acuerdo, entonces. Se puso en pie y se dirigió a una litera junto a la consola; se tendió sobre ella y miró una vez más a la lente rojiza: Puedes proceder. Antes de perder la consciencia, creyó oír la voz de María diciendo flordesol.
El jardín de las flores que se columpian
¡Qué hermoso es este jardín!, pero tú no lo entiendes, Jaifa, tú, Aren, creo que ni siquiera lo ves. Hace apenas unos minutos hemos estado tan unidos y ahora cada cual se pierde en el laberinto de sus propios pensamientos, de sus propios rencores y, sin embargo, este jardín no ha sido hecho para el odio ni para la soledad; este jardín tiene la triple belleza del mundo de Hor, donde ni el uno ni la dualidad tienen sentido. Nosotros somos tres, nos hemos dado muchas cosas bellas y seguimos aquí, recostados sobre esta hierba amarilla y suave, pero no estamos unidos, ya no. ¿Ves, Aren?, acaricio tu flanco con esta mano grande y cálida que ha sentido tantas cosas antes y tú no te mueves, casi no respiras, como si ni siquiera pudieras sentirla. ¿Te hemos hecho daño, Aren, hermosura triple de la triple luna, que no quieres abrir los ojos y volverlos hacia mí? Dime que no, mi vida. Dime que eres feliz porque estamos contigo y porque juntos sumamos la perfecta perfección. ¡Dios mío!, ¡qué horrible!, cada día expreso peor mis pensamientos, cada día pierdo más y más palabras, las que aprendí en mi infancia en Tierra con mi gente. ¡Y pensar que un día quise ser poeta, el primer poeta de la Galaxia inmensa y ahora no soy más que tercer navegante de un crucero turístico y estoy perdiendo mi lengua! Ya sé que nunca podré hacer poesía como la que me hubiera gustado escribir, pero no he perdido la esperanza de hacerla de otro modo, con mis acciones, con mis sentimientos, quizá también con mi forma de mirar o mis caricias, pero ¡es tan difícil!, ni siquiera ya me escucha Jaifa. ¿Habrá dejado de amarme? No, no puede ser. Jaifa es mi compañera, la mujer que amo y amaré siempre. Durante dos años nos hemos querido, ayudado, consolado en los largos días de navegación. Si no nos hubiéramos conocido, ¡quién sabe lo que hubiera sido su vida en aquel planeta semidesierto donde quería dejarla el capitán!, pero yo la ayudé y pagué de mi sueldo hasta que pudo empezar a trabajar un poco en la nave y desenvolverse sola. Sé que al principio estaba conmigo sólo por agradecimiento, pero sé también que después las cosas cambiaron. No es posible que ahora quiera quedarse en Hor y vivir con Aren y olvidarme. Pero, ¿qué digo?, ¿por qué pienso estas cosas?, sólo porque Jaifa está callada mirando al cielo siempre cambiante del jardín no tengo razón para suponer que haya dejado de quererme. ¿Qué piensas, Jaifa, mi amor?, ¿qué hay detrás de tus ojos cuando miras al cielo e ignoras mis labios en tu pelo?, ¿qué pasa en tu cabeza cuando tu mirada se aparta de mí? Y tú, Aren, ¿qué piensas de ella, qué piensas de nosotros, extranjeros en tu mundo, cuando te entregamos nuestros sentimientos?
Si nuestras vidas fueran menos complicadas podríamos quedarnos en Hor, tumbados en el jardín de las flores que se columpian, y oír las salpicaduras de las fuentes sobre las hojas; formaríamos un tríptico en este planeta, tendríamos una casita de tres habitaciones y una sala común para amarnos y yo tal vez sería poeta y Jaifa bailarina, como siempre ha deseado y Aren… ¿quién sabe lo que tú querrías hacer?, Aren, tan distinto y tan distante de nosotros y otras veces, sin embargo, tan próximo que nuestras voces y nuestras sonrisas se entremezclan y se funden. ¡Qué maravillosa casualidad encontrarte en aquel paseo y entablar conversación sobre las flores de corola triple que sólo crecen en Hor! Te invitamos a cenar y a charlar con nosotros para que nos hablaras de todas las bellezas que tenemos tres días para descubrir y fue así como decidimos venir a visitar el jardín. Cuando te preguntamos qué sitio era éste tú dijiste que era un lugar de contradicciones y, aunque no te entendimos, no quisimos tampoco averiguar más, porque tus ojos eran dulces y tu mente creaba ecos con nuestras sensaciones y sabíamos que te sentías feliz con un placer más puro que el de cualquier humano. Aren, amigo, ¿por qué no sonríes de nuevo? No sé. Tal vez soy yo quien no es capaz de apreciar del modo adecuado la hermosura del jardín; estoy aquí, rodeado de hierba, de piedras blandas y suaves que se irisan levemente de todos los colores y sólo pienso en mí y en Jaifa y en Aren, en lugar de diluir mi mente en la paz y el silencio, en la contemplación del cielo y de las flores tenues que columpian sus triples corolas en la brisa.
¿Y si me quedara para siempre en el mundo de Hor?, ¿y si mañana, a la hora de embarcar, acompañara a Jaifa hasta la nave y le dijera que le deseo toda la suerte del Universo y que me quedo aquí, con Aren? ¿Podría yo hacer eso?, ¿podría vivir feliz en cualquier parte sin que el recuerdo de Jaifa, y el de su soledad y su tristeza, me rompiera el corazón?
Acaso sea ese el suicidio del que hablaba el capitán antes de bajar a tierra: «Hor es un lugar divino, pero hay muchos que nunca vuelven a sus naves. Lo llamamos "el suicidio" aunque nunca se ha sabido a ciencia cierta si la gente se mata realmente o si sólo se esconde hasta que se va la nave. De todos modos, deben saber que Hor, a pesar de su apariencia idílica, es un mundo muy pobre; prácticamente vive de los turistas que pasan aquí los tres días de escala en todas las naves que hacen esta ruta. No sabemos bien de qué viven los nativos que no tienen relación con el turismo. Sólo les digo todo esto para que no se entusiasmen demasiado pensando que pueden encontrar otro trabajo más placentero en tierra, a menos que prefieran ser camareros o guías a ser tripulantes de un crucero espacial».
Y yo, ahora, parece que estoy pensando en el suicidio, porque, efectivamente, sería un suicidio abandonar a Jaifa, abandonar la nave y probar fortuna en un mundo extraño como Hor, con un ser extraño como Aren. Pero, ¿por qué?, ¿por qué pensar tantas cosas?, ¿por qué no dejar que todo sea como debe ser: disfrutar de la escala, volver al trabajo y firmar el contrato de matrimonio con Jaifa, lo que nos permitirá estar siempre juntos en las mismas naves, ser trasladados a la vez? ¿No era eso lo que yo quería hasta ahora, lo que más deseaba?, ¿no era eso? Sí lo era y, sin embargo, hay algo nuevo, algo que ha entrado en mi cerebro con Aren. Mi amor por Jaifa, esa mujer valiente y misteriosa, surgida de repente en mi vida, ¿no se parece, tal vez, a lo que ahora empiezo a sentir por Aren? ¿No me sucedió también así, de golpe, la otra vez? ¿Amo realmente a Jaifa o me he acostumbrado a tenerla conmigo en los días y las noches del lento tiempo entre los mundos? ¿Y ella?, ¿qué siente ella por mí?, ¿estará pensando ahora lo mismo que yo pienso?, ¿estará recordando el abrazo de Aren y la sensación del eco de sus propias sensaciones devuelto mil veces y en mil tonos por el cerebro del extraño amante? Jaifa, mi vida, ¿qué nos ha pasado?, ¿qué vamos a hacer? Estáis tan quietos y tan callados los dos y hay tantas cosas en mi cabeza que quiero deciros, y sin embargo, no me atrevo. Quiero tocaros, quiero sacudiros y compartir con vosotros esta angustia que he empezado a sentir y que me está aislando de todos los sentimientos firmes de mi vida; pero vosotros os alejáis de mí, me ignoráis, os perdéis de mi lado y quizá ni siquiera estáis juntos, quizá ni siquiera lo estáis haciendo a propósito, pero empiezo a sentirme perdido, perdido de ti, Jaifa, mi amor, perdido de ti, Aren, de ti que aún no conozco pero que me atraes y me quemas como una llama. ¿Por qué he venido a este jardín?, ¿qué esperaba encontrar en él?, ¿qué he encontrado?
Estoy cansada de estar aquí; estoy harta ya de estas nubes de colores eternamente cambiantes que flotan sobre nuestras cabezas. Quiero irme. Quiero levantarme de un salto y decirle a Shejet que me he cansado del juego triple y del jardín de las flores que se columpian. Hay algo maligno en este jardín, algo que te atrapa y te retuerce y te mata. Lo he sentido ya otras veces, antes, mientras hacíamos el amor y Aren jugaba con nuestros sentimientos como si tejiera una tela de araña venenosa a nuestro alrededor; pero Shejet no me creería, él es el poeta, el que tiene las intuiciones divinas y yo no soy más que una golfa que se ha ido solucionando la vida como ha podido. Él no me ha dicho nunca esto, claro, pero sé que lo piensa. Y hace bien, eso es lo que soy, aunque me haya pasado dos años haciendo de amante esposa; pero ya estoy harta. Harta de él, de la nave, de los turistas, de todo. Se me revuelve el estómago de pensar que dentro de menos de un día volveré a estar encerrada en esa polvera de lujo que es el «Victoria» sin otro consuelo que las largas noches en la cabina de ese pobre imbécil, con sus sueños y sus proyectos que no son los míos. Y, sin embargo, hasta hace sólo dos días estaba dispuesta a firmar el acta de matrimonio para legalizar esa compañía que no deseo; pero Shejet fue el único en ayudarme en aquel mal paso y le tengo cariño, por eso le escucho y comparto su cama; por eso y porque no he encontrado nada mejor. Dice que me quiere, pero ¿quién sabe?, yo también lo digo y no es verdad. Lo más probable es que crea que me quiere porque tampoco tiene nada mejor. Hasta es posible que ahora esté pensando en quedarse en Hor, con sus jardines y sus fuentes y su gente como Aren, esa criatura extraña y malvada que amplifica, distorsiona y devuelve nuestros sentimientos, pero que no siente, ni como nosotros ni de ninguna manera. Sólo finge, no hace más que fingir, y nosotros también fingimos, como idiotas que somos.
¿Por qué tuvimos que encontrárnoslo? Es como si, desde que estamos con él, todos los sentimientos tanto tiempo reprimidos se hubieran disparado. Ahora no puedo ni pensar en tocar a Shejet, no podría soportar una caricia, pero no se lo puedo decir, no me entendería. Roza mi pelo con sus labios y sé que me está pidiendo una mirada, una sonrisa, pero no quiero hacerlo. Es igual. El pobre está tan seguro de mi amor que no dudará por eso, nunca duda de nada. También estoy harta de eso, y de su transparencia; es como una novela de misterio que, una vez leída, pierde todo interés. Apostaría a que está fascinado por la técnica de Aren, pero también podría apostar a que, a pesar de ello, nunca se quedaría en Hor con él aunque se lo pidiera. Shejet en el fondo es un cobarde, le gustan las cosas fáciles; por eso se quedó conmigo, porque estaba allí y no era de nadie, pero nunca dudaría de su amor por mí.
Me pregunto qué estará pensando Aren, suponiendo que pueda pensar. No sabemos nada de esta gente y, sin embargo, somos tan ingenuos como para ofrecerles en bandeja todos nuestros sentimientos sólo porque ellos pueden, como si dijéramos, ampliarles el volumen. A lo mejor de eso viene el suicidio del que hablaba el capitán; no como algo voluntario sino porque uno de estos seres aumenta tanto las sensaciones que un orgasmo puede ser mortal. Creo que he hecho bien en moderar todo lo que siento. No he sobrevivido tantos años de vida azarosa para fiarme del primer horiano que conozco y abrirle mi alma. ¡Señor, qué lentos pasan aquí los días!, casi tanto como en el «Victoria». Y todo el rato aquí, tendidos como lagartos terrestres, sin hacer nada, sin hablar, sólo mirando las nubes y las flores, estas flores semitransparentes, grandes como hortalizas que no paran de moverse aunque no haya viento. Y qué quieto está Aren, sin mover un músculo, como si no respirara. Aren, como un cadáver entre nosotros. ¡Shejet, por Dios, di algo, muévete, di cualquier estupidez pero salgamos de aquí, hagamos algo que demuestre que aún estamos vivos! Pero, no, ¿qué más da?; antes o después nos iremos, nos encontraremos de nuevo en la pequeña cabina allá en la nave y entonces le diré… ¿qué?, ¿qué puedo decirle?, que no lo quiero, que nunca lo he querido, que no pienso pasar mi vida a su lado, que nunca he querido ser bailarina, que lo que yo quiero es encontrar un hombre rico con una gran casa y muchos amigos y dar fiestas y moverme y hablar y vivir. ¿Voy a decirle eso?
¡Qué muerto está este jardín! No hay pájaros, ni gente, ni siquiera insectos voladores; sólo estas piedras gomosas y esta hierba que parece haber perdido el color y los árboles olorosos y las flores inmensas, pero sin ruido, sin vida. Shejet acaricia el cuerpo de Aren y él no se mueve, no suspira. ¿Será esto la muerte en medio de este jardín? Alguien escribió que eso era la muerte, me lo leyó Shejet un día: «El recuerdo del desamor y del hastío y el abandono de toda esperanza porque la esperanza es también desamor, también hastío». A pesar de todo, yo siempre he creído en Dios. ¡Sálvanos, Señor, de Aren y del jardín de las flores que se columpian! Nos estamos ahogando Shejet y yo.
El asco me paraliza como otras veces, como todas las veces. Como siempre me pregunto, después de hacerlo, por qué habrá caído este castigo sobre nosotros. Éramos un pueblo sincero antes de que los humanos llegaran; muy pobres, es cierto, destruidos por las guerras y las venganzas, pero sinceros y libres. Y entonces llegaron ellos al planeta de la hermosura triple, como lo llaman, y empezó la tortura. ¿Por qué no habremos muerto todos en las últimas masacres? Hubiéramos dejado un mundo limpio donde quizás hubiera podido volver a brotar la vida, pero no, tuvimos que prostituirnos a los que nos daban comodidades y lujos de los que habíamos perdido el recuerdo. Esos malditos que no entienden nada ni aman nada tuvieron que encontrarse en su primer contacto con una tribu de perversos, los más miserables, los más despreciables seres de nuestra sociedad, apartados voluntariamente de la comunidad por lo que quedaba de nuestro Gobierno para que no contaminaran a los supervivientes de las últimas batallas que aún conservábamos los fundamentos de nuestras leyes y nuestras costumbres. Y esos monstruos humanos los consideraron fiel ejemplo de nuestra sociedad, precisamente a esos desechos que se reunían en grupos de tres para darse un placer que los destruía y olvidar así que había a su alrededor un mundo que reconstruir. Dos que copulan y uno que recoge, amplifica, distorsiona sus sensaciones y las devuelve a sus mentes y a sus cuerpos y los tortura lentamente mezclando el placer y el dolor en un constante intercambio de papeles hasta la destrucción por agotamiento o por locura. Y esos estúpidos científicos humanos sacando conclusiones sobre la base tres que rige nuestro mundo, sólo porque algunas de nuestras flores tienen triple corola y porque nuestro planeta recibe luz de tres soles y tres satélites giran a su alrededor.
En sus viajes posteriores descubrieron que también los humanos podían participar en eso y agotaron a todos los perversos de nuestro pueblo para darse placer, sin entender nada, sin querer entender. Y nosotros, mientras tanto, los demás, tratando de sobrevivir en las colinas, tratando de reconstruir de alguna manera nuestra civilización. Trajeron equipos para investigar las ruinas de nuestras ciudades y tampoco se dieron cuenta de nada, ¿cómo podían verlo si habían aceptado la perversión como código normal de conducta? Dijeron que aquellas ruinas eran muy curiosas porque los edificios no habían sido destruidos por explosivos ni por nada que se pudiera entender como bélico en el sentido humano, y ¿por qué había de ser en el sentido humano si nosotros no somos humanos?, pero eso no lo quisieron ver tampoco. No se dieron cuenta de que nuestra mejor arma es precisamente la capacidad de resonancia de nuestras mentes, de que podemos destruir enloqueciendo, potenciando los sentimientos y sensaciones de nuestros enemigos. No entendieron que, lo que según ellos fue creado para el amor, es el arma más peligrosa con la que contamos.
Shejet, el humano, me toca el costado una y otra vez; no entiendo lo que quiere. A pesar de todas las veces que lo he hecho, no puedo entenderlos. Espero que no quiera volver a empezar porque esta vez lo mataría; utilizaría la corriente de hastío, de frustración, de odio incipiente que hay en Jaifa para matarlo y a ella la enloquecería con las dudas y la amargura de él. Ya he destruido al número conveniente para que nuestro pueblo no entre en conflicto con el Gobierno de los humanos y nos causen todavía más daño, pero esta perversión que he tenido que forzar en mí, por amor a mi raza, me está comiendo terreno y a veces siento una especie de placer malsano en destruirlos, porque se lo merecen, porque son ellos quienes lo buscan. Tal vez algún día piensen que es demasiada la gente que desaparece al llegar a este planeta y decidan que sus naves deben hacer escala en otro lugar. Si ese día llega y nos dejan en paz, podremos empezar a limpiar y reconstruir nuestro mundo como era antes de que llegaran ellos; sin estos jardines artificiales creados para los humanos, construidos con las constantes que pudimos obtener de sus mentes abiertas durante la copulación: hierba de extraños colores, piedras blandas e irisadas, fuentes y flores por todas partes. ¿Dónde queda la belleza de una flor cuando hay cientos de ellas en el mismo jardín? Antes, cuando aún teníamos ciudades hechas por nosotros, para nosotros, nunca había más de cinco o seis plantas o árboles en una comunidad. Así, ver nacer una flor era una gloria efímera, era como un reflejo de la belleza cósmica. Ahora, toda la hermosura amontonada, nuestra triple hermosura, no es más que una vergüenza y una perversión. Pero no podemos cambiar las cosas de golpe. Ellos son fuertes y su pueblo es numeroso; nos dan cosas que necesitamos para cuando, más adelante, podamos volver a ser nosotros mismos; a cambio, nosotros les damos la muerte que llevan encerrada en sus mentes malignas. Para eso muchos sufrimos, sacrificamos nuestras vidas y nuestros valores y nos hacemos los encontradizos a la llegada de las naves para después traerlos a jardines como éste. Por eso estoy yo aquí, tendido junto a mis víctimas, que presumen de amor y de decencia y sentimientos nobles.
Marchaos, extranjeros, Shejet y Jaifa, no esperéis nada hermoso de mí. No os puedo dar nada que no llevéis dentro, no os he dado nada que no llevarais dentro; os desprecio, me dais asco, pero no quiero ensuciarme más, no quiero mataros. Volved a vuestra nave, destruiros vosotros solos con vuestra insinceridad, con vuestros engaños, pero marchad pronto porque la corrupción que hay en mi mente está despertando. Si no os marcháis enseguida, yo, Aren, os destruiré por amor a los míos.
La mujer de Lot
Dedico este cuento a mi abuela, Carmen Paya, porque la quiero mucho. Porque ella es mi pasado y yo su futuro.Ciñendo el chal de lana en torno a su cuerpo, con el hombro izquierdo apoyado contra la pared de la pequeña entrada presurizada y los ojos semicerrados al sol de las cuatro, vio a su marido alejarse lentamente en el tractor a través de la estepa polvorienta. Durante kilómetros y kilómetros de desierto sus ojos siguieron la diminuta máquina azul rodando lenta y trabajosamente hacia el horizonte como una tortuguilla esmaltada; siguió de pie en la entrada de cristales hasta que ya no fue capaz de distinguir a Jan y su máquina de las sombras de las rocas picudas que cerraban el horizonte. Recordó que, hacía muchos años, había querido vivir allí, en aquel puñado de rocas, sólo por tener algo que mirar al abrir las ventanas al amanecer, pero hubieran estado demasiado cerca del campo de trabajo y todos pensaron que era mejor construir la casa en un lugar más alejado. Así que se habían quedado allí, en mitad de la llanura interminable, sin más vista que la tierra roja y el sol amarillo, como un trozo de hielo sucio en un cielo sin nubes y sin pájaros.
Miró de nuevo al punto por donde Jan había desaparecido y entró en la casa; por pura rutina, se acercó al termómetro y, a pesar de los 24 grados que marcaba, subió un poco la calefacción. La casa parecía enfriarse cuando él se iba; de repente, todo se quedaba callado y las cosas parecían haberse olvidado de sus nombres. Siempre era así, siempre había sido así y, sin embargo, siempre le costaba un escalofrío hacerse a la idea de otros tres días sola en la casa, sola en el desierto. Antes, cuando los niños eran pequeños, eso también ocurría, pero había tanto que hacer que los tres días pasaban deprisa, envueltos en pañales y papillas, en juguetes y disfraces, en caligrafías y cuentas y garabatos. Los cinco niños, con sus voces chillonas y alocadas, camuflaban el silencio de la casa. Ahora todos estaban lejos. Cada uno tenía su propia parcela que cultivar bajo las cúpulas de otros desiertos, su propio tractor en el que alejarse por las mañanas, sus propios niños gritones y tiernos. ¿Cuánto tiempo hacía que no los había visto? Moira, la más pequeña, se había ido hacía más de cuatro años; los sopis habían enviado el mensaje un día igual que los otros, a comienzos del verano y diez días después habían venido a buscarla para llevarla al sur, a una granja de pollos que acababa de entrar en funcionamiento.
Recordaba las palabras de los sopis cuando ella, a pesar de sus propósitos hechos a base de despedidas del mismo tipo, se puso a llorar una vez más:
—No se lo tome así, señora Sorensen; somos un planeta pobre, ya lo sabe usted. Desde el desastre de casa no tenemos más remedio que procurar autoabastecernos y todo ciudadano tiene el deber de trabajar por los demás. La señorita será feliz, ya verá. Es un buen empleo y hay otros trabajadores jóvenes allí. Pronto tendrá una familia.
—Ya verá, señora —decía el otro— sí todos nos esforzamos para conseguirlo, pronto tendremos una auténtica civilización como la de antes, pero tenemos que sacrificar algunos sentimientos.
Recordaba haber murmurado un «ya lo sé, ya lo sé» sin dejar de llorar sobre el pelo negro de Moira, su pequeña Moira, a la que se llevaban de su lado antes de haber cumplido los dieciséis años.
—No llore, no hace más que empeorar las cosas, para usted y para su hija. Le diré algo que es casi un secreto. En el Centro se está trabajando en un proyecto para construir una red de transportes por todas las zonas habitadas del planeta. Quizás antes de lo que usted se figura, podrá visitar a todos sus hijos y conocer a sus nietos. ¿Tiene usted ya nietos, señora Sorensen?
—Sí. Siete —contestó Paula con un hilo de voz— y nunca he visto a ninguno de ellos.
—Pero la agencia le ha informado de sus nacimientos y de sus nombres, ¿verdad?
—Sí, eso sí. El comunicador ha funcionado oficialmente dieciséis veces: cinco llamamientos para mis hijos, cuatro participaciones de matrimonio y siete de nacimiento.
—Y hasta es posible que alguna vez su marido y usted hayan hablado con alguno de sus hijos, ¿no es así?
—Bueno… —dijo ella bajando los ojos— sí, pero han sido muy pocas veces.
—¿Lo ve? Hacemos lo que podemos. No es como lo que teníamos antes, pero tampoco es tan malo. Todas las comunicaciones tienen que partir del Centro y no se pueden realizar entre casa y casa, ya lo sabe usted, pero cuando es posible, a todos nos gusta que las familias sigan en contacto. Compréndalo, señora, apenas tenemos de nada en Idella. Hay poca población, pero demasiada para estas cosas, pocos especialistas, aún no tenemos resuelto el problema de la energía, ya no podemos recibir nada del viejo hogar. No podemos permitirnos lujos.
Razones, cientos de razones lógicas que la dejaban fría porque ya las había escuchado otras cuatro veces, sin contar con las primeras, cuando todo le parecía bien y estaba dispuesta a todo.
Razones lógicas que no calmaban el dolor ni la soledad. Su última hija se iba para siempre y los sopis decían que no se puede uno permitir lujos. Lujos como poder volver a verse cada cinco o seis años, ella no hubiera pedido más. Llevaba treinta años en Idella, sabía que no se podía pedir más, pero ¿era tanto pedir eso?
Los sopis pusieron el fardo de Moira en el tractor reluciente de la Sociedad mientras ella, en la cocina, envolvía el pastel y los bocadillos cuidadosamente, como si el pan recién hecho fuera una masa tierna de células vivas. La última comida de casa que Moira probaría en su vida. Cayó una lágrima sobre el pastel y formó un agujero diminuto en el merengue; clara de huevo auténtica, de los seis huevos que Jan había traído del centro agrícola de distribución.
Sabía que los sopis se estaban impacientando pero no le importaba, ¿por qué iba a importarle nada?, igual se la iban a llevar. Terminó de envolver la comida en la hoja de plástico y se limpió las manos en el delantal. Salió al comedor y puso el paquete en el regazo de Moira, que lloraba sentada en el sofá que Jan y ella habían construido antes de nacer Pedro.
Recordaba el último abrazo y la mano de su hija apretando la suya cuando le dio lo último que le quedaba de su casa en la Tierra: un pequeño rosario de marfil que había sido de su abuela. Recordaba el brillo del sol en el pelo negro de Moira, la única de sus hijos que había heredado el Mediterráneo con su sangre. Recordaba el golpe seco, metálico de la puerta del tractor al cerrarse, las letras brillantes «Sociedad Organizadora Planeta Idella», la cara de Moira llena de lágrimas, vuelta hacia ella a través de los dos cristales y la larga, lenta marcha de la máquina a través del desierto, haciéndose más y más insignificante en la distancia, hasta que se perdió en las sombras rocosas para no volver jamás.
¡Red de transportes! En casi cinco años, lo único que sabía de Moira es que vivía muy lejos, que se había, casado con un japonés y había tenido una niña: Hera.
Se levantó de la mecedora, puso un disco de música de baile que tenía más de cuarenta años y dio unos pasos por la habitación suspirando, deseando poder abrazarse a alguien al ritmo de la música y reírse de alguna tontería y decir frivolidades como antes, como antes.
Cerró los ojos y se acordó de su último baile en la Tierra, antes de venir a Idella; del último muchacho con el que bailó, que la miraba con ojos brillantes y le decía cuánto admiraba su valentía, su decisión de dejarlo todo para marchar a la nueva tierra a empezar de cero. Ella entonces rió y se sintió la persona más importante del baile. ¿Dónde estaría ahora aquel muchacho? ¿Habría muerto en la guerra o quizás habría conseguido sobrevivir a la horrible destrucción? ¿Qué quedaría ahora de su sonrisa, de su gracia, de su traje azul y su corbata roja? ¿Cómo se llamaba aquel muchacho?
El sonsonete repetitivo del disco la devolvió a la realidad. Nunca se acordaba de que estaba rayado en la cuarta canción, la que decía «llévame a las estrellas en tu nave espacial». ¡Las estrellas! Iba a empujar levemente la aguja cuando se acordó de la energía que consume un tocadiscos. Tenía que elegir entre la música y la luz. Si se pasaba el día oyendo discos, sólo podía encender un tubo por la noche, el del dormitorio, que era el que consumía menos, y las noches sin luz seguían dándole miedo. Lo pensó un momento, suspiró y apagó el tocadiscos. No era lo mismo, pero podía cantar; se había pasado la vida cantándose a sí misma, un día más no importaba. Pensó en los días de allá abajo, tan cortos, tan rápidos, siempre llenos de cosas y de gente, de voces, de imágenes, de noticias, de ruido. Los días de veinticuatro horas que nunca parecían ser suficientes para todo lo que había que hacer. Y en Idella, días eternos, de más de sesenta horas vacías, estériles, desde que ya no estaban los niños.
Le hubiera gustado poder trabajar, pero su salud no era buena y la Sociedad consideraba que el trabajo del que se había pasado toda la vida en casa, fuera hombre o mujer, merecía unos años de descanso. Además, ella nunca había servido para mucho; no había estudiado, como sus hermanos, se había limitado a aprender de su madre y de su abuela todo lo necesario para ser una buena mujer de su casa y lo había sido durante muchos años, mientras hizo falta; ahora sólo le quedaba la soledad.
Si hubiera vivido en la Tierra ahora podría ir a visitar a los hijos, sacar a pasear a los nietos, leer revistas del corazón, hacer ganchillo al sol con otras mujeres de su edad, ir de compras con sus hijas, ver seriales de televisión, enterarse de lo que pasaba en otros países del mundo aunque no lo entendiera bien y Jan tuviera que explicárselo, jugar al bingo los sábados con otros matrimonios, hacer algún viaje, quizá, para ver todos los lugares hermosos en los que nunca había estado, llevar flores al cementerio de vez en cuando… su vida hubiera estado llena de pequeñas cosas, de pequeñas alegrías y de algunas preocupaciones: el trabajo de los hijos, los embarazos de las hijas y las nueras, el sarampión de los nietos, tal vez la muerte de algún conocido o algún familiar, esas cosas que hacían que uno se sintiera parte de algo en un mundo tan grande y tan complejo como el que había sido el suyo; un mundo que apenas había tenido tiempo de comprender y que tal vez nunca hubiera comprendido porque nunca le había gustado estudiar. Los exámenes siempre le habían dado miedo y se conformó con la enseñanza primaria y la vida cotidiana, la vida de muchacha que prepara su ajuar, que aprende a coser y a guisar y va los domingos al baile con las amigas o a alguna cafetería de moda a oír música y a buscar un marido para toda la vida.
Hubiera sido hermoso, pero todo se había perdido; todo o casi todo. Paula no podía saberlo porque en Idelia no se hablaba de eso, por lo menos eso decía Jan. Lo cierto era que ya hacía muchos años que no llegaban naves y que la Sociedad insistía en que no se debía recordar el pasado. Quizás en algún tiempo ella supo qué había sucedido en casa, hasta qué punto había llegado la destrucción, por qué había empezado todo, pero eran cosas que había ido olvidando en el correr de los años, en el silencio, en las preocupaciones presentes y futuras, en el deseo de olvidar el horror para quedarse solamente con el recuerdo de postal pintada del hermoso hogar azul flotando entre estrellas.
Trató de apartar de su mente el pensamiento de las cosas horribles que habían sucedido para concentrarse en el futuro; en un mundo como Idella, lo único que se podía hacer era precisamente eso: planes, muchos planes y luego, tratar de realizarlos, eso decía Jan. Tenemos la gran suerte de poder hacer planes a nuestro gusto, de construir un mundo a nuestra medida para nosotros y nuestros descendientes, decía Jan y ella contestaba siempre: como Adán y Eva y Jan sonreía: pero sin demonios y serpientes; aquí no hay nada prohibido y ella callaba porque no quería decirle que no era verdad y que, si no había diablo, tampoco parecía que hubiera Dios. Eso a Jan no le importaba; decía que la religión es un refugio para débiles y cobardes y que en Idella se estaba construyendo una sociedad fuerte y valiente que no temía enfrentarse a nada. Ella seguía en silencio y acariciaba las tapas gastadas de su Biblia sabiendo que no podía hablarle de las veces que había leído a sus hijos las santas historias del Libro Sagrado para que no crecieran sin apoyo y sin Dios. Sabía también que, tan pronto como empezaron a ir a la escuela del Centro Local, por turnos siempre para que nunca hubiera más de seis alumnos y eso que las clases las daban individualmente sentados frente a una pantalla, habían perdido todo interés por las Escrituras, pero su conciencia estaba tranquila. En su papel de madre había hecho todo lo que había podido y, tal vez, en el fondo del alma de aquellos hijos suyos, rostros juveniles en su pequeño álbum de fotos, aún quedara algo de lo que ella había tratado de inculcarles.
Recordó que había empezado tratando de hacer planes y se aplicó a la tarea con su mejor voluntad. Quizás en unos cuantos meses estaría suficientemente fuerte para ir con Jan de vez en cuando y trabajar un poco en el centro agrícola, el más cercano, moliendo maíz o alimentando a las pocas gallinas que habían conseguido aclimatarse. Para eso no hacía falta ser muy fuerte, ni muy joven, o si no, ya encontrarían algo para ella. Sin embargo, esa posibilidad que significaba ver unas cuantas caras nuevas y salir de casa, la asustaba. Llevaba veinte años sin ver prácticamente a nadie más que a su marido, a sus hijos, a los sopis y a algunos médicos y enfermeras que había necesitado en los partos y en unas cuantas ocasiones más. Y claro, esas veces siempre había habido un tema de conversación bien definido; no sabía si todavía era capaz de hablar por hablar con gente desconocida.
Al principio había sido diferente; aún no tenían hijos y la vida de la colonia había sido por entonces más social. No había habido muchas ocasiones tampoco, pero era más culpa del trabajo por la supervivencia que por imposición de las normas sociales. Entonces aún se reunían hasta treinta y cuarenta familias por Navidad, se oía la emisión desde la Tierra y se cantaban canciones después de la cena en común. Luego todo el mundo dormía por el suelo y al día siguiente cada familia volvía a su casa llena de proyectos para la siguiente reunión, cuando se conmemoraba el día en que los primeros colonos llegaron a Idella.
Luego, un día, tal vez el año en que ocurrió aquello de casa, dejó de celebrarse la Navidad y más tarde, también las otras fechas cayeron en el olvido y entonces, poco a poco, llegó la soledad que fue desdibujando el pasado y el futuro para convertir su vida en un presente eterno; un presente en el que ya no tenía la seguridad de que sus recuerdos fueran verdaderos, en que ya no podía saber si todas las imágenes que acudían a su mente desde el pasado eran realmente cosas que le habían sucedido alguna vez y no fotogramas de alguna película, pasajes de una novela, historias que alguien le había contado en algún tiempo.
Volvió a concentrarse en sus planes y volvió a sentir el miedo a no poderse adaptar a ver otras personas y mantener una conversación. Después de tanto tiempo, enfrentarse de golpe con unos desconocidos, con otras formas de hablar podían volverla agresiva y eso sí que no se podía permitir en Idella; eran demasiado pocos para ponerse a luchar. En eso sí veía Paula la lógica de la Sociedad. Si lo que había llevado a la guerra en el viejo hogar había sido el excesivo contacto social, la abrumante proximidad entre los hombres, la superpoblación, la mejor forma de vivir en paz era vivir aislados, aunque fuera también un doloroso sacrificio. Nadie puede envidiar cosas que no ve y, además ¿qué puede uno envidiar en Idella, si nadie tiene nada?
Pensó en el nombre de su planeta y, como siempre, sus labios esbozaron una sonrisa triste. Recordaba vagamente las discusiones para bautizar el descubrimiento del primer mundo que la Tierra podría colonizar. Tenía que ser un nombre fácil y expresivo, que cualquier humano pudiera pronunciar y que dijera algo sobre la nueva tierra en sí; nada de Nueva América o Nueva Moscú o Islam y tantos otros nombres que se habían propuesto al tratarse de un proyecto de exploración espacial en el que participaban en mayor o menor grado casi todos los países de la Tierra. Se pensó también en llamarlo Paradiso, pero el nombre pareció excesivo incluso a los que nunca habían estudiado los informes, así que se optó por una solución latina, a la manera clásica: Idella, combinación de «stella» e «idealis», la estrella ideal. ¡Ideal una estrella que da luz a un planeta inmenso y perennemente frío donde apenas hay agua!, sin nubes, sin mares, sin bosques; donde todo tuvo que ser traído de la Tierra, materias primas, animales, plantas, tecnología, colonos, especialistas… Todo para satisfacer el ansia de imperio de un planeta ridículo que ni siquiera había sabido salvarse de la destrucción, como Jan había dicho una vez a sus hijos.
Y ahora sólo quedaba Idella, con sus cincuenta mil habitantes escasos y su lucha por la supervivencia.
Paula dio un par de vueltas por la casa, apretando el chal contra su cuerpo y se comió una rebanada de pan. Ahora amasaba sólo cada seis días; no necesitaba comer mucho y Jan tampoco tenía mucha hambre al volver. Durante los tres días que pasaba fuera, comía en el centro y traía siempre algo: unos huevos, alguna verdura, a veces fruta, leche, y, muy de vez en cuando, un pedazo de carne o algún pollo. Ya no se acordaban del sabor del pescado; en Idella no se podía malgastar el agua en acuarios para truchas aunque los sopis decían que más adelante los habría.
Miró por la ventana y se dio cuenta de que habían pasado muchas horas desde que Jan se había ido. ¡Tanto mejor! Claro, que había estado todo ese tiempo recordando el pasado y eso era algo que, según el libro de la nueva vida editado por la Sociedad, no convenía hacer. El pasado ya no existe; hay que mirar hacia el futuro y ayudar a construirlo: tener hijos, trabajar, aprender a amar la nueva vida y la nueva tierra. El futuro. No hay que mirar atrás. El pasado es sólo el viejo hogar perdido en el tiempo y en el espacio; una amalgama de luchas, de odios y de destrucción. Los hombres del pasado no supieron aprovechar su mundo, su oportunidad. No hay por qué recordarlos con nostalgia; están muertos. Idella está viva y hay que ayudarla a que siga viviendo, a que crezca, a que se haga fuerte, grande y hermosa.
¡Palabras! ¡Sólo palabras! El pasado también estaba hecho de amor y de árboles y de pueblos junto al mar donde uno podía salir a pasear por las tardes al terminar el trabajo y encontrarse con gente y hablar de cosas pequeñas, sin importancia, pero buenas y aromáticas como la sal y la canela. El pasado era también la música y los bailes y el teléfono y la televisión y los anuncios. Sí, claro, había pobreza y explotación y consumismo, pero era bonito ver la tele aunque fuera en el escaparate de una tienda y era bonito pasarse el año ahorrando para comprar regalos de Navidad y entrar en una iglesia y oler las velas y el incienso y ver cómo brillaban las luces en las casullas verde y oro de los sacerdotes. Y también se podía salir al campo cálido y coger moras y setas y caracoles.
Sentada de nuevo en la mecedora, Paula recordaba y reinventaba escenas de los veranos de su niñez, los veranos en el campo, la vendimia, cuando la tierra empezaba a oler a otoño, los cestos cargados de uvas negras y apretadas, las uvas doradas, transparentes como gotas de luz, las avispas amarillas y negras en las acequias, los pájaros piando al amanecer, cuando la madre entraba en su cuarto a abrir las ventanas y olía a café y a pan tostado y se oían las protestas de sus hermanos pidiendo que los dejaran dormir un rato más y la escoba de la abuela barriendo las aceras alrededor de la casa, semioculta entre olivos y naranjos, rodeada de hortalizas y rosales, con jazmines, buganvillas y albahaca en las ventanas enrejadas.
También ése era el pasado que querían olvidar, el pasado que tenían que olvidar para poder soportar el presente.
A veces Paula pensaba si no hubiera sido mejor morir con todos los demás en la hoguera gigante, en la muerte de luz de su vieja casa, en lugar de seguir viva en el inmenso desierto de Idella donde no había olores, ni apenas sonidos, ni colores casi.
Sin embargo, sus hijos amaban esta tierra y también su marido, su Jan, el hombre por quien había recorrido millares de kilómetros de vacío helado para empezar una nueva vida juntos en un planeta limpio que brillaba al sol. Recordó al Jan de entonces: alto, rubio, pecoso, alegre y tranquilo, brillando con una luz interior entre los cientos de personas de aquel baile de fin de año. Recordó a su amiga Carmen diciendole: «Este es Jan Sorensen. Es noruego y en Abril se marcha a Idella». Su amiga Carmen, pizpireta y posesiva, abrazada a la cintura delgada de Jan, feliz de pasearse entre la gente con un héroe espacial, con uno de los primeros colonos. Recordó cómo, casi sin darse cuenta, estaba bailando con él, oyendo su voz firme y tranquila, de marcado acento extranjero, hablándole de la nueva vida en el planeta lejano, hablándole de cómo todo podría ser distinto y mejor si la gente dejara de empujarse y aplastarse en este hormiguero y se decidiera a trabajar por lograr algo bello en una tierra virgen.
Recordó el día en que presentó a Jan a su familia, la admiración de su padre por aquel muchacho delgado que iba a abandonar su mundo por un ideal, la sonrisa de la abuela, cuyo hijo mayor se había marchado a Australia a los veinte años a empezar su vida, el temblor de los ojos de su madre que mientras cenaban le preguntaba si no le daba miedo irse tan lejos y dejarlo todo por una ilusión, las palmadas que sus hermanos daban en los hombros de Jan, brindando una y otra vez por el nuevo mundo. Aquella noche su madre le preguntó si pensaba irse con él; mientras fregaba los platos, la abuela le sonreía y le hacía guiños maliciosos cuando Paula contestaba: «No lo sé, mamá, no lo sé», aunque sí lo sabía; entonces la abuela dijo:
—No seas tonta, hija; vete con él. Ése es un hombre de verdad, de los que ya no quedan. Si dejas que se te escape, te casarás con cualquier tonto y te pasarás la vida sintiendo no haberte ido.
—No digas esas cosas, mamá —cortó su madre— ¿cómo se va a ir Paula a ese lugar dejado de la mano de Dios? Tan lejos, tan distinto a nuestro mundo, tan…
Se puso a llorar y su abuela dijo, sin hacer caso del llanto de su hija:
—Estando con el hombre de una, cualquier tierra es buena, pero tú verás, Paulita.
Era una conversación que podía recordar con tanta claridad que le parecía estarla escuchando; otras, sin embargo, sólo habían quedado en su memoria como una película, de la que se conoce el argumento pero no las palabras, como cuando el día del compromiso formal, cuando Jan habló con sus padres y les dijo que querían casarse antes de que él se fuera, que él iría primero para poder construir una casa donde vivir decentemente y donde ella pudiera ser feliz. Y así se hizo.
Paula abrió los ojos. El sol se estaba ocultando ya. El largo día de Idella se acababa. Se apretó el chal contra el pecho y fue a encender las luces; toda la casa iluminada, como una estrella caída en el desierto, Campus Stellae. ¿Qué habría sido de la catedral, tan bonita, que vieron un verano en el Año Santo porque su madre quería ir allí con sus tres hijos? Todo habría sido destruido como Sodoma, ¿o era Babilonia? en una inmensa llamarada de fuego blanco. Pero esta vez el Señor no había mandado a sus ángeles a salvar a nadie. O ¿quién sabe? Ellos se habían salvado. ¡Pero sus padres, su abuela, sus hermanos, sus tíos, sus primos, sus amigos!, ¿qué habría sido de todos?, ¿qué habría sido de Carmen, de aquel muchacho del baile? ¿Cómo se llamaba…? Bertrán, sí, se llamaba Bertrán; un nombre bonito, una bonita sonrisa.
Abrió un cajón de la cómoda de plástico y sacó una caja hecha de madera auténtica, de la tierra, uno de los pocos lujos que se habían podido permitir antes de que alguien decidiera que los colonos debían pasarse sin lujos, antes de que nacieran los niños. La nave de abastecimiento trajo el pedido, las tablas de pino que habían encargado y los sopis las entregaron una mañana. Eran para hacer una cuna que ahora se mecía estéril en el dormitorio. Con la madera que sobró hicieron la caja, para guardar las cosas de la Tierra. Acariciando la madera, recordó a Jan cuando recibieron las tablas. Silbaba como un jilguero mientras lijaba y medía.
Dejó la caja, sin abrirla, porque no quería ver de nuevo las mismas cosas. Había que pensar en el futuro. Metió la mano hasta el fondo del cajón y sacó un pedazo de tela que había sobrado de un vestido que le había hecho a Dolores para cuando se fue de la casa. Iba a hacerle una camisa a Jan, le hacía falta y sería una sorpresa. Buscó los patrones y extendió la tela sobre la mesa; colocó los pedazos de papel, amarillentos y gastados, con un cuidado infinito. Casi las mismas medidas de antes, de treinta años antes. Casi la misma medida de la camisa que había llevado el día de su boda; la camisa que su abuela se empeñó en coser a mano aunque entonces se podía entrar a una tienda y elegir tallas, telas y colores. También su vestido estaba hecho a mano, cosido por ella y por su madre. Fueron un día a la ciudad y compraron tela blanca, la mejor tela que encontraron. Suave y ligera como una espuma. Y compraron tul para el velo, porque en su pueblo las mujeres se casaban con velo, y florecillas de cera que imitaban azahar y zapatos de tacón y adornos de pasamanería para el borde del vestido. Hacía un día precioso, con un cielo azul radiante y una brisa fresca que venía del mar. Comieron en un restaurante cerca de la playa, rodeadas de paquetes, como en las películas americanas y luego, tomaron café con pastas a media tarde. Su madre estaba muy guapa. Con un vestido malva que la hacía más joven y todo el mundo les sonreía; las chicas de las tiendas eran simpáticas y jóvenes y le gastaban bromas porque se iba a casar. ¡Hasta el revisor del tren les dijo un piropo cuando volvían a casa! ¡Cuánta gente se encontraba uno antes!
Las manos, hábiles y rápidas, después de tantos años de trabajo, cortaron con firmeza la tela azul. De repente, sintió un mareo y tuvo que sentarse. Suspiró y cerró los ojos. Aún no había cumplido sesenta años y ya casi cualquier cosa era demasiado esfuerzo.
Tomó la Biblia, que siempre estaba encima de la mesa y, como siempre desde la destrucción del hogar, la abrió por el fragmento de Sodoma y Gomorra. Leyó en silencio, moviendo los labios ligeramente, hasta el final del pasaje. Cerró el Libro y pensó en la mujer de Lot. ¿Por qué habría desobedecido aquella mujer la orden del ángel? Sus pensamientos siempre volvían a esa pregunta. ¿Tanta era su curiosidad? ¿Tanta como para exponerse a su propia muerte y dejar abandonado a su marido y a sus hijas? Echó la cabeza atrás y volvió a cerrar los ojos. Mirar atrás destruye. ¿Dónde había oído eso? Su memoria ya no era tan buena como antes; ya no podía recordar cosas que antes había tenido tan claras. ¿Cómo se llamaba la nave que la trajo a Idella? Recordaba, sin embargo, los ojos de la azafata que le enseñó a usar el lavabo; unos ojos grandes y verdes, muy bonitos; la clase de ojos que ella siempre había querido tener en lugar de los suyos, negros como su pelo. Recordó la voz del hombre que asignaba las literas: Señorita Sorensen y su propia voz, joven, asustada: Señora Sorensen. Era la primera vez que lo decía en público y en voz alta. Perdone, señora, ¿cómo es que viaja usted sola? Mi marido ya está en Idella desde hace dos años, me espera allí.
Recordaba los nervios, la inquietud del encuentro con Jan, con su marido de una semana, al que no había visto desde hacía tanto tiempo. Durante esos dos años y durante los meses que pasó en la nave, miraba su foto todas las noches y pensaba si habría cambiado mucho, si la seguiría queriendo igual, si sería el mismo muchacho bueno y alegre con el que se había casado en la ermita del mar. Y sí, sí lo era. Era el mismo Jan el que fue a esperarla al campo de aterrizaje. Más delgado, más nervioso, pero el mismo. Recordaba el temblor de su cuerpo cuando la abrazó, la presión de su mano en la de ella mientras pasaban el control de llegada.
Estaba mareada. Sentía una angustia creciente que no la dejaba pensar; tenía calor y, a la vez, temblaba. No se encontraba bien; tenía que llamar al médico. Quizá su presión arterial había subido demasiado. Sabía que no debía excitarse, pero ¿cómo iba a excitarse estando sola en una casa en mitad del desierto de Idella bajo un cielo negro inundado de estrellas?
Le dolía la cabeza. La cabeza. Como si toda su sangre estuviera dentro de su cabeza y no pudiera pasar por sus venas. Intentó levantarse. No podía. Sentía que se caería de la mecedora si intentaba moverse de nuevo. Pasará. Tiene que pasar. Su corazón latía apresuradamente y su mente se esforzaba por serenarse. Las palabras brotaban a borbotones en su cerebro pero sus labios no podían moverse tan deprisa: Tengo que terminar la camisa de Jan. No puedo morirme ahora, no me voy a morir ya, así, sola y sin haber terminado la camisa. Tengo que ponerme bien para ir a trabajar. Pronto construirán la red de transportes y podremos ir a ver a los niños y a los nietos. Tengo que pedirle a Jan que me traiga tela para hacerme otro vestido. No puedo ir a verlos con el que tengo. Una tela azul, como su camisa. No, no está bien para mi edad, ya no soy tan joven. ¡Qué angustia, Señor, qué angustia! ¡Jan, dame la mano, Jan! Me ahogo, tengo frío, no puedo respirar. Dios mío, Dios mío, ayúdame, no me dejes. ¡Jan! ¿Dónde estás, Jan? ¡Mira, mira! Se ve el mar. Huele a naranjos, a limoneros, a sal. Mira, Jan, ¿no lo ves? ¿Dónde estás? Dame la mano. Quiero levantarme, hay mucho que hacer. Hay que construir Idella, hay que construir un mundo. ¡Qué frío hace, Jan! ¿por qué no me abrazas? ¿Dónde estás? Hay que construir un mar y ponerle barcos y gaviotas. Está muy oscuro. Hay un ruido raro, ¿no lo oyes?, como de un río que corre por un barranco. ¡Sí, aquí, en mi cabeza, Jan! ¿no me oyes? Quiero estar contigo. Yo no me volveré, te lo prometo. No te abandonaré. No miraré atrás. Ya me acuerdo de dónde lo había oído. En el libro de los sopis dice: No hay que mirar atrás. El pasado mata, el pasado destruye, como a la mujer de Lot.
Nos hemos salvado, Jan, amor mío. Hemos salido de Babilonia y Babilonia está muerta, ¿o era Sodoma?, sí, Sodoma y Gomorra, no sé, no me acuerdo, ya no me acuerdo de nada. No importa, es mejor así. Hay que hacer el futuro. Yo te ayudaré, Jan, yo te ayudaré. No hace falta el mar; tenemos el desierto. Tenemos nuestro mundo. ¡Tenemos a Idella, Jan!, dame la mano. Soy muy feliz. Lo entiendo todo. Lo entiendo. Te quiero mucho, Jan. Te quiero. Te quiero.
Cuando Jan cortó el contacto del tractor frente a la puerta, no había nadie en la entrada de cristales. Con un extraño presentimiento, el hombre entró en la casa. Paula tenía la presión muy alta y, aunque sabía que no debía hacerlo, le gustaba recordar cosas pasadas que la excitaban y la exponían a… Pero no, no quería ni pensarlo, Paula era fuerte, no pasaría nada. Y, además, Paula era toda su vida. ¿Qué haría él si ella…?
En el comedor, sentada junto a una tela azul extendida sobre la mesa, lista para transformarse en una camisa, Paula, serena y hermosa como una estatua de sal, le sonreía.
Aquí estamos todos juntos
Te has sentado en un sillón y, con un suspiro, has abierto el libro que ha estado, mudo, sobre tu mesa desde que lo recibiste. Antes de abrirlo y sentirlo crujir entre tus manos, has lanzado una mirada satisfecha por las paredes del cuarto llenas de otros libros, de otras imágenes que te hacen sentir que eres una persona de nuevo, no ese pedazo de carne cansado, y triste a veces, que vuelve del trabajo sin tiempo para nada y, casi, sin ilusión. En algunas ocasiones la idea de ese dulce, ligero autoengaño te hace esbozar una sonrisa resignada con un toque de conmiseración no sabes si hacia ellos, los que no te entienden y se ríen de ti desde una posición levemente superior, o hacia ti mismo, que sigues disfrutando del mismo tipo de libros que te gustaban en la adolescencia. Luego te dices que eso no es totalmente cierto y que el género, caso de serlo, se ha desarrollado mucho, tanto que ya no tiene por qué darte esa ligera vergüenza, ese sentimiento velado de culpabilidad. Entonces vuelves a acariciar la tapa del libro, blanca y suave, y apartas los sentimientos molestos de tu mente para sumergirte en el mundo mágico que te devolverá tu propia dimensión. Y lees:
UN DESTINO COMÚN. Elia Barceló.
El primer trago le había quemado la garganta como fuego derretido y casi, casi había hecho acudir las lágrimas a sus ojos lavados y endurecidos por tantos años de estrellas y metales brillantes, de luz cegadora y oscuridad total. El segundo trago había pasado ya con suavidad hasta su estómago y se había instalado allí, tierno y caliente como un gatito, produciéndole una sensación de euforia indominable, la euforia de haber vuelto a su propio planeta aunque fuera de modo ilegal y jugándose lo poco que tenía: su propia piel. Pero ahora no quería pensar en el pasado; lo único que importaba era que, a pesar de los años y del riesgo, había vuelto a casa y tenía que encontrar una manera de pasar el control de inmigración para poder echarle una mirada a su viejo planeta antes de marcharse otra vez, quizá para siempre.
Había pasado mucho tiempo desde la última vez que saliera de allí a buscarse la vida entre los mundos; sabía por algunos conocidos que Terra no era ya más que un planeta en franca decadencia, una escala en los cruceros de placer o un punto donde repostar para seguir a Zero, el gran centro comercial del sector. Sin embargo había querido verlo una vez más antes de seguir con su carga hasta Lyx, un planeta perdido en el Borde donde muchos habían estado antes que él pero de donde pocos habían vuelto en las mismas condiciones. Si su viaje a Lyx tenía éxito, podría pagarse la ciudadanía en cualquier sitio y dedicarse a la buena vida de humano rico; si no lo tenía… bueno, al menos se habría despedido del viejo hogar. Como siempre, su vida en el futuro inmediato se hallaba compuesta de riesgos calculados y fifty-fifties pero ¡qué diablos! así había sido siempre y si sus antepasados no se hubieran arriesgado a cruzar el océano, se habrían muerto de hambre con sus cuatro cabras en las llanuras de España.
Con la experiencia de sus muchos años de vida incierta, apartó de un empujón todos los pensamientos deprimentes y pidió otro vaso. Esta vez ni su garganta ni su estómago, anestesiados por los dos primeros, sintieron nada y su cerebro se concentró en cómo saltarse los controles y salir del Espaciopuerto. Antes de darse cuenta, se había terminado el líquido quemante y, reprimiendo el deseo de pedir otro, se apartó lentamente de la barra buscando un mirador desde donde pudiera ver algo de la ciudad en torno al gigantesco edificio terminal. Siguió las indicaciones, que ya no estaban escritas en ningún idioma terrano sino en interlén y en las dos lenguas principales del sector, y consiguió llegar frente a los ventanales de plastividrio rosado tras recorrer un amplio pasillo totalmente desierto. Él no había estado nunca en Barcelona pero suponía que la ciudad debía de haber cambiado mucho desde que él se marchó porque lo que se veía tras los cristales no tenía ya ningún parecido con las ciudades humanas que había conocido en su adolescencia. Era todo como en cualquier otro sitio, todo con ese aspecto imponente, triunfal y falso de las ciudades turísticas donde todo se puede comprar y vender aunque, desde la altura a la que él se encontraba, pudiera imaginarse que aquello era sólo un precioso juguete desmontable que algún niño hubiera extendido junto al mar, si es que aquella extensión levemente violácea era efectivamente el mar, el antiguo Mediterráneo, cuna de civilizaciones extinguidas como estrellas viejas. Sin embargo, a pesar de la altura, a pesar de aquella monstruosa aglomeración de seres y edificios, a pesar de su absoluto parecido con cualquier otra ciudad de cualquier otro mundo habitado por humanos o humanoides, había algo que le fascinaba, que prendía sus ojos al brillo del vidrio y el metal, a los colores resplandecientes de aquel hormiguero, al violeta del cielo y el mar. Algo que reconoció enseguida con un ligero sentimiento de vergüenza: aquello era su hogar, el lugar en el que había soñado tantas veces en medio de la oscuridad entre los mundos, en las calles de ciudades extranjeras, en los puertos de los planetas no humanos. Aquello había sido su casa y, aun sintiéndose tonto y ridículo, no podía evitar una especie de sentimiento de orgullo y satisfacción. Como no tenía con quién hablar, se limitó a dar un suspiro que expresaba su deseo de bajar inmediatamente, de mezclarse con aquella multitud agitada, de caminar por las calles de una ciudad de su propio mundo donde los carteles estarían escritos en la lengua de sus padres ya que no en la suya; la suya era a estas alturas una especie de interlén degenerada por la soledad y las compañías ocasionales.
—¿Qué? ¿Ya has mirado bastante o te vas a quedar un rato más?
La voz a sus espaldas lo cogió desprevenido; se volvió lentamente. Una mujer de cabello rojizo y mono de vuelo lo miraba con una sonrisa entre pícara y despectiva.
—No sé —contestó—. Tenía que pensar unas cuantas cosas y este sitio es tan bueno como cualquier otro. Además, la vista vale la pena.
La mujer pasó por delante de él y contempló la ciudad unos segundos.
—¿Tú crees? —dijo ella—. Hay millares de ciudades como ésta; son todas iguales.
—Sí, tal vez. Pero ésta es Barcelona, en Terra.
—Sí, ya. Todas tienen un nombre; con el tiempo hasta eso parece igual.
—¿Y para qué has venido, entonces?
—Yo no vengo, chico listo, a mí me traen. La nave llega, bajamos, me paseo un poco, me tomo un par de tragos, conozco a veces a algún tipo, como tú, se dicen un par de tonterías y volvemos a subir —señaló hacia el techo con el pulgar—. Ya ves, lo de siempre. ¿Y tú?
—Sería largo de contar. ¿Me aceptas un vaso?
La mujer miró un momento a su alrededor, al corredor vacío, metió las manos en los bolsillos y dijo:
Levantas entonces la vista del libro tratando de recordar de qué te suena ese nombre, porque es posible que Luna evoque algo en tu memoria, que te dé la impresión de haberla conocido. Yo no lo sé porque no te conozco, te invento tan sólo y además yo no soy más que el narrador de esta historia; es posible que la autora sepa más pero tampoco es muy probable que ella sepa si tú has leído una determinada revista en el otoño del 81. Pero tú sí lo sabes y, si lo has hecho, podría ser que la recordaras y que, entonces, lo entiendas. Sé que puedes comprender lo difícil que resulta explicarse ante un desconocido aunque, pensando correctamente, yo tal vez te conozca bien, al menos a ti, porque estás en mi mente, porque yo te pienso, te invento, te escribo y quedas prendido aquí, en una página, como Luna y como Nel.
Ya muy cerca del bar de tripulaciones, donde el alcohol es más barato, Nel se detuvo un instante; algo había llamado su atención. Sobre una mesa plegable había un montón de dibujos extendidos, cuadritos pequeños con estampas de la Tierra como era antes de los espaciopuertos; cuadros de escenas de montaña con vacas y nieve, cuadros de ríos con ciervos y cazadores, del mar con sus olas, sus acantilados y su barca de pesca, cuadros de monumentos antiguos como la Torre Eiffel y el Parlamento de Londres, con la torre y el reloj, cuadros de colores brillantes, a veces chillones, que hacían sentir dolor y ternura a Nel. Luna le tiró de la manga, impaciente:
—¿Te vas a pasar el día ahí mirando esas… cosas?
Nel le hizo una seña apenas de que esperara un poco; había un recuerdo de algo muy lejano que no conseguía revivir. Se acercó a la mesa. Había una muchacha morena, de grandes ojos castaños sentada en una silla de lona leyendo un librito. Al ver acercarse a Nel, dejó el libro en el suelo y se levantó:
—¿Quieres comprar algo?
—¿Cuánto valen?
—Depende del tamaño. Mira, estos grandes…
Él, en un gesto repentino, la cogió por la muñeca, la chica se sobresaltó y miró a Luna, que se apoyaba contra la pared, como pidiendo ayuda.
—No, no te asustes —dijo Nel—. Oye, ¿no te llamarás Minnie, por casualidad?
—Sí —dijo la chica con un hilo de voz— pero yo no te conozco.
—Alguien le habrá hablado de ti; las naves están llenas de historias y de rumores —terció Luna.
Los ojos de Minnie se abrieron, llenos de esperanzas:
—¿Conoces a Vlad? ¿Te envía él?
—Luego es cierto —dijo Nel lentamente—, toda esa leyenda es cierta, pero ¿cómo puede ser?
Minnie miraba a Nel y luego a Luna sin saber qué estaba pasando y sin saber qué decir. Por fin Nel sacudió la cabeza y dijo:
—Anda, vente con nosotros a tomar algo. Hay un par de cosas que me gustaría aclarar.
Sin decir nada, Minnie echó una manta por encima de la mesa y los tres empezaron a caminar hacia el bar. Luna giró hacia la barra pero Nel la detuvo:
—No, por favor, vamos a sentarnos.
Ella se encogió de hombros y se sentó a la primera mesa libre. Nel se volvió hacia Luna:
—Paga con tu credi, por favor. Luego te lo doy yo en unidades.
—¿Qué pasa? ¿Eres ilegal?
—Pues algo parecido. Me gustaría que de momento no se registrara mi nombre en Terra. ¿Te importa?
—No, ¡qué va! ¿Qué queréis?
—Beer —dijo Minnie, alzando la vista de la mesa.
—Yo lo que tú tomes —dijo Nel.
Hubo un largo silencio en el que cada uno se dedicó a su vaso, totalmente desligado de los demás. Por fin Minnie dijo:
—Bueno, ¿no me ibas a decir algo?
Nel levantó la vista y miró los ojos expectantes:
—Sí, pero no creo que sea lo que tú te figuras.
—¿Qué es? Dime qué es. ¿Ha muerto él? ¿Ha muerto Vlad? Porque tú conoces mi historia, ¿no?
Nel guiñó los ojos un segundo, como siempre que estaba confuso.
—Sí, la conozco, pero no por las leyendas de las naves, como dice Luna. Tu historia tiene más de quinientos años. Me la contaba mi abuela cuando era pequeño, era una de mis historias favoritas.
Luna se echó a reír:
—Venga, hombre, tú estás borracho.
—No, no lo estoy pero el efecto es el mismo. Apuesto —dijo mirando a Minnie— a que conozco todos los detalles. Incluyendo la parte de Joel —añadió mirándola fijamente.
—Eso no puede ser —dijo ella— a menos que él mismo te lo haya contado, claro.
—No. Te juro que no. Yo lo sé todo porque mi abuela me lo contó.
—¿Y cómo iba a saber tu abuela la historia de una muchacha que aún no había nacido? —dijo Luna, burlona.
—Ahí está la cuestión, precisamente. Porque lo curioso es que esa historia no fue una invención de mi abuela, Luna; era un cuento muy conocido hace unos quinientos años, ya os digo, que escribió una española en una de esas revistas antiguas en las que los escritores trataban de adivinar cómo sería el futuro. Como el cuento era corto y sencillo, se hizo bastante popular y fue pasando de unos a otros. La única diferencia con la historia que me contaba mi abuela es que Minnie estaba en el Espaciopuerto de Miami.
—¿Lo ves? —dijo Luna—, es sólo una coincidencia.
Minnie negó con la cabeza:
—No creo que se pueda coincidir hasta en los nombres.
—Eso creo yo también —dijo Nel.
—A lo mejor la escritora aquella tenía visiones del futuro y eso fue algo que soñó o que imaginó y se ha convertido en realidad —propuso Minnie.
—Vamos, anda —dijo Luna—. ¿Cómo va nadie a predecir el futuro si el futuro no es una cosa que esté ya hecha en alguna parte. El futuro se va haciendo minuto a minuto. Eso es todo.
En ese momento, un hombre que estaba sentado en la mesa vecina se levantó y pidió permiso para sentarse con ellos. Todos lo miraron sin saber qué decir hasta que Luna hizo un gesto de invitación con la mano.
El recién llegado se sentó junto a Minnie.
—Perdonad esta intromisión pero he estado oyendo lo que decíais y la cuestión me interesa mucho por algo que ahora os explicaré.
Todos se inclinaron hacia él, llenos de interés.
—Veréis, yo también tuve un tío que se pasó la vida leyendo historias antiguas y estudiando todas las fantasías de los escritores del siglo XX. Era profesor de literatura de Ciencia Ficción en una Universidad; no sé si eso os dice algo.
—A mí, nada —contestó Luna.
—Bueno, es difícil de explicar. Era un hombre que estudió para poder comprender, analizar e investigar obras escritas que trataban de ficciones y cosas imaginarias.
—¿Y podía vivir de eso?
—Pues sí, de eso vivió toda su vida. Era realmente bueno en su especialidad; había leído más obras que nadie y recordaba todos los autores, todos los nombres de las novelas y los cuentos, todas las fechas. Además era un hombre muy simpático. Yo me quedé pronto sin padres y me fui a vivir con él; él me cuidó siempre como un hijo y me enseñó muchas cosas. De él aprendí el amor por la poesía y las ficciones y el valor de la fantasía y, claro, también muchas de las historias que él estudiaba. Cuando encontraba alguna que le gustaba particularmente, me la contaba y me hablaba de aquellos tiempos antiguos en que la gente inventaba tantas cosas que no servían para nada práctico pero que les proporcionaban lo que él llamaba un «placer intelectual».
—Vale —dijo Luna— lo sigo encontrando bastante estrafalario pero ya lo entiendo. Y ahora ¿qué?
—Pues… ¡ah! pido perdón por no haberme presentado. Me llamo Shejet.
—¡Shejet! —interrumpió Minnie—. Yo he oído ese nombre en otra parte.
Él se volvió hacia ella:
—Es curioso. No es un nombre frecuente. Mi padre lo encontró en un texto antiguo, le gustó y me lo pusieron pero nunca he conocido a nadie que se llame como yo.
—Es igual —dijo Minnie— ya me acordaré. Sigue, anda.
—Bueno, pues a lo mejor os reís de mí pero cuando la he visto —dijo señalando a Luna— de repente me ha venido a la cabeza una de las historias que me contó mi tío. Por eso os he estado mirando todo el rato y he oído vuestra conversación. Luego, cuando he visto de qué se trataba, me ha parecido importante contároslo, sobre todo a ti —volvió a mirar a Luna—. Tú eres Luna, ¿verdad?; la chica enamorada de una computadora, ¿no?
Luna se levantó de repente de su silla, pálida y furiosa, como si le hubieran escupido:
—Trágate esas palabras inmediatamente, maldito terrano —dijo en un siseo—. Retira lo que has dicho si no quieres que te mate aquí mismo.
—¿Lo veis? —contestó Shejet, sin inmutarse—. Eso prueba que tengo razón. Tú eres la chica de esa historia, la que se convirtió en diosa de un planeta y de la que Thorn se enamoró; luego tú lo abandonaste, ¿no es cierto?
—¡Te voy a matar! ¡Te voy a matar! —gritó Luna abalanzándose sobre él.
Nel la sujetó por los hombros.
—Tranquila, chica, tranquila. Esto no es cosa de risa ni de furias. Esto es algo muy grave que hay que tratar de aclarar. Siéntate, anda. Además Shejet no habla de ti, habla de la protagonista de una historia; no puede ser lo mismo.
—Pero hace un rato tú hablabas de mí, de mí en persona —dijo Minnie.
—Sí, tal vez lo hice. Perdóname. Las cosas son bastante difíciles pero vamos a intentar llegar a algo, ¿eh? A ver, Shejet, tú has dicho que tenías una idea, ¿no?
—Sí. Bueno, más o menos. A mí tampoco me gusta pero podría ser una solución.
—A ver —masculló Luna entre dientes.
—¿No podría ser que haya gente, cómo diría yo, sin existencia real? ¿Que hayan sido creados como figuras literarias y tengan que aceptar el destino que su autor ha previsto para ellos sin que puedan cambiar nada? ¿No podría ser eso, de alguna manera?
—O sea —continuó Luna— que hay gente de dos clases: los reales y auténticos, como tú, y los que no somos más que sombras que alguien hace mucho tiempo se inventó y que seguimos viviendo de un modo inexplicable y para nada. ¿No es eso? ¡Valiente tontería!
—Yo… Luna… no sé, la verdad. Yo también estoy confuso, pero lo de Minnie y lo tuyo es tan extraño…
—Y lo tuyo —dijo Minnie con una sonrisa misteriosa.
—¿Cómo que lo de él? —preguntó Nel antes de que Shejet pudiera hablar.
—Sí, querido —Minnie se giró hacia Shejet—. Tú también formas parte de una historia. Tu nombre me resultaba conocido y ahora sé por qué. Antes, cuando yo trabajaba en un… bueno, en un sitio de esos donde se conoce a mucha gente y siempre hay música y baile, conocí a un chico de aquí, de Terra, que sabía más cuentos y más canciones que nadie que haya conocido después. Se pasaba el día cantando y nunca se repetía; bueno, pues una noche, después de cerrar, estábamos todos un poco tristes porque una amiga se iba y empezamos a cantar y a contar cada uno las leyendas que conocíamos y entonces este chico cantó una canción que habla de ti, Shejet, y de Jaifa y de Aren, del mundo de Hor, y luego nos dijo que era una canción que alguien había compuesto sobre un cuento muy antiguo.
Shejet les devolvió la mirada, sonriendo:
—Ése no soy yo, Minnie. Yo no conozco a nadie que se llame así.
Minnie se quedó mirándole, callada, como sin comprender y dijo por fin:
—No puede ser, no puede ser.
—Un momento —dijo Luna, deseando tal vez vengarse de él—. Minnie, ¿dice la canción algo más? ¿Cómo se llamaba su nave o algo así?
—Sí —contestó—. Su nave era el Victoria.
Shejet se puso pálido:
—A mí me lo han notificado hace menos de tres horas. ¿Como podéis…?
—¿Lo ves? —dijo Luna.
—Pero entonces todo lo demás, los otros nombres…
—Al parecer —añadió Nel— eso forma parte de tu historia pero aún no te ha sucedido.
—Pero —dijo Shejet— ¿qué me va a suceder? ¿Qué dice mi historia?
—Yo no lo sé —respondió Nel—, pero creo, de todas formas, que si es verdad todo lo que estamos pensando, sería mejor no saberlo.
—¿Qué quieres decir? —preguntó Luna.
—Que si de verdad no somos más que figuras de cuento en la mente de un autor y por una desagradable casualidad nos hemos dado cuenta de ello, lo mejor sería no torturarnos todavía más pretendiendo saber cómo acaba nuestra historia. Eso sería la destrucción de todas nuestras esperanzas.
—O sea —interrumpió Minnie— que tú también te consideras figura de una historia.
—¿Por qué no voy a serlo? —contestó Nel—. Si todos lo sois, ¿por qué debo pensar que yo soy real? El hecho de que nadie conozca mi historia no prueba nada.
—Me estoy asustando —dijo Minnie en voz baja.
—Sí —añadió Shejet— la cosa no tiene demasiada gracia porque, si es como pensamos, no podemos hacer nada. Incluso si conociéramos el nombre de nuestro autor, ¿cómo nos íbamos a poner en contacto con él si murió hace tantos años?
—Además —continuó Nel— el autor crea un mundo para sus personajes, ¿no? Quiero decir, que él mismo no vive en ese mundo ¿o me equivoco? Antes has dicho que esos autores antiguos trataban de adivinar cómo sería el futuro y así se inventaban mundos, seres y peripecias; luego el autor vive en un mundo distinto de sus personajes y, aunque hubiera un medio de llegar hasta su tiempo, ¿cómo íbamos a pasar de nuestro mundo al suyo?
Todos sintieron con claridad que era una pregunta sin respuesta. Mecánicamente, Luna metió su credi en la ranura y pidió otra ronda.
—Ésta la pago yo —dijo, al advertir la mirada de Nel.
—Oye —dijo Minnie— ¿y vosotros creéis que habrá más gente así, como nosotros?
—Seguro —contestó Nel—. Todos los nombres que salen en todas las historias que has oído contar y en todas las que no conoces son gente como nosotros. Debe de haber una cantidad gigantesca. A lo mejor por eso el Universo es tan extraño —dijo después de una pausa— porque está hecho de la combinación de las ideas de muchas mentes distintas, de muchos autores diferentes, ya que cada autor crea su propio mundo para que sus personajes se desenvuelvan. Unos mundos junto a otros van dando el todo.
—No te creo —dijo Luna, separando los labios del vaso—. Si eso fuera cierto, a mí este Universo maldito no me daría la impresión de ser todo igual.
—Bueno —arguyó Nel— yo creo, como ya te dije antes, que eso es, en parte, un desencanto personal pero, por otro lado y para afirmar lo que estaba diciendo, piensa que todos los autores son narradores humanos, aunque inventen seres que no lo son y, claro, necesariamente, todas sus invenciones tienen un fondo humano que las hace parecidas.
—¿Y por qué todos los narradores tienen que ser humanos? —preguntó Minnie.
Nel se volvió rápidamente hacia ella:
—Porque, si hemos partido de la base de que nosotros somos producto de algo que alguien se inventó hace quinientos años, por entonces aún no habían tenido contacto con otras razas. Claro que seguro no estoy. Las otras razas también inventan historias. Yo ya no estoy seguro de nada —terminó de hablar y enterró la mirada en el vaso semivacío.
—¿Por qué —empezó Shejet con voz insegura— hemos pasado a hablar de narrador en vez de autor?
—¿Qué más dará eso ahora? —comentó Luna, cansada.
—Sí que importa, estoy seguro de que sí. Mi tío decía siempre a sus estudiantes que no se debe confundir una cosa con otra, eso lo recuerdo con claridad.
—¿Y cuál es la diferencia, chico listo?
—No lo sé, pero tenemos que encontrarla.
Nel dejó de dar vueltas al vaso vacío, puso las palmas de las manos sobre la mesa y dijo:
—Vamos a pensar un poco, ¿eh? Todos hemos leído algo de ficción alguna vez en la vida, ¿no?
Todos asintieron con la cabeza menos Luna que parecía dudosa:
—La verdad, Nel, no me acuerdo.
—Bueno, es igual. ¿Quién es el autor?
—La persona que lo ha inventado y lo ha escrito —dijo Shejet, y añadió— supongo.
—Sí, eso es, la persona cuyo nombre aparece en la portada, ¿no es eso? —dijo Minnie, excitada.
Volvieron a asentir.
—Pues ya tenemos una cosa clara. Ahora, ¿quién es el narrador?
—El mismo, ¿no? —habló Luna—. El que cuenta la historia.
Todos quedaron en silencio.
—Así no vamos a ningún lado —dijo Nel.
—Vamos a ver —empezó Shejet, con cara de concentración—. Si yo os cuento algo que me ha pasado o que se me ha ocurrido y uno de vosotros lo encuentra interesante y lo escribe en un libro poniendo su nombre, ¿quién es el autor?
—El que pone su nombre y se ha tomado el trabajo —dijo Minnie—. Eso ya lo habíamos aclarado.
—Sí, pero si el autor, es decir, uno de vosotros, cuenta la historia igual que la he contado yo y en el libro hay alguien que dice: «Yo soy Shejet y os voy a contar mi vida», el narrador soy yo, Shejet, ¿no?
Todos lo miraron sorprendidos. Nel se pasó la mano por el pelo:
—Sí —contestó lentamente— parece lógico pero, primero, nosotros no sabemos quién es nuestro autor y, segundo, tampoco sabemos cómo están narradas nuestras historias, así que estamos donde estábamos.
—No, no del todo, me parece —continuó Minnie— porque tú sabes que quien escribió mi historia fue una autora española, eso ya es algo.
—Sí, bueno —intervino Luna— pero eso, ¿de qué nos sirve?
—Mirad —siguió Minnie— cuando nos hemos conocido allí en mi puesto, yo estaba leyendo una novelita que me ha regalado un amigo; yo no entiendo mucho de estas cosas pero, ahora que lo pienso, resulta curioso que en las novelas se cuentan todas las cosas como si hubiera alguien que está siempre presente en todas las situaciones, alguien que lo ve todo y lo sabe todo. Sabe lo que piensan y sienten los personajes, sabe lo que hacen y lo que hablan, todo. Si pudiéramos dar con esa persona, tal vez nos podría ayudar.
—Muy bien —dijo Luna poniéndose en pie— eso es una idea. Hay que encontrar a alguien que haya estado mirándonos todo el tiempo y haya podido oír lo que decimos.
—Con lo que estás diciendo que lo que estamos haciendo ahora también fue contado o está siendo contado en una historia —dijo Nel—. ¿Cómo sabes tú que ahora también estamos siendo narrados?
La decepción se reflejó en el rostro de Luna hasta que Shejet dijo:
—¿Y por qué no? ¿Por qué no podemos asumir que si toda nuestra vida, o al menos lo más importante, ha sido narrado, esto no lo está siendo también?
—Vale, perfecto, lo admitimos. Y ahora ¿cómo encontramos al narrador? ¿Es sólo uno para todos nosotros o hay uno para cada uno? ¿Es una persona real como nosotros o es sólo un… fantasma, un espíritu o lo que sea? —casi gruñó Nel.
—En mi opinión, si hemos podido reunimos y tener esta conversación es porque hay alguien que nos narra a los cuatro. Sobre lo del autor no sé qué decir; es demasiado difícil —dijo Shejet.
—Yo creo —comenzó Minnie tímidamente— que podríamos intentar concentrarnos los cuatro en lo que queremos y a lo mejor el narrador se pone en contacto con nosotros.
—Ya que no hay ninguna idea mejor, intentémoslo —opinó Luna.
—De acuerdo —contestaron los hombres.
Aquí tú te sorprendes y esperas a ver qué sucede y yo me desentiendo de ti enseguida porque yo, el yo que narra, lleva mucho tiempo pidiendo permiso a la otra, a la que inventa, para poder entrar en contacto con ellos, para poder compartir mi angustia de narrador con la suya de narrados, meras ficciones, tú incluido, en la mente de alguien con quien no podemos relacionarnos. Y por fin la licencia llega y yo puedo introducirme, introducir el yo en el relato y digo:
—Estoy aquí, Nel, Luna, Minnie, Shejet; ahora podéis hablarme pero no sé por cuánto tiempo, eso no depende de mí, yo soy sólo vuestro narrador, el narrador de las últimas páginas. ¿Qué queréis de mí?
Luna se sobresalta y casi se pone en pie de un impulso. Minnie se queda encogida, con un vago agradecimiento en la mirada llena de miedo. Shejet no separa la vista de la mesa aunque ha oído la voz, como los otros. Nel alza la cabeza, busca en el aire al interlocutor misterioso y termina por contestar:
—Si eres nuestro narrador, no hay por qué explicarte las cosas, las conoces como nosotros. ¿Qué podemos hacer?
—¿Qué podéis hacer para qué? —pregunta el narrador, pregunto.
—Para no sufrir esta angustia de creernos sombras en la mente de alguien, para saber qué somos, quién somos, a dónde vamos —continúa Nel.
—Yo tampoco sé esas cosas. Sé que sois personajes creados por una autora que también me ha creado a mí para que os narre.
—¿Y tú quién eres? —pregunta Minnie en voz baja y temblorosa.
—No lo sé —respondo—. Vosotros tenéis más suerte que yo. Vosotros tenéis un nombre, un amor, una aventura, una vida, una muerte quizá, una desgracia, algo en que apoyaros. Tenéis un aspecto físico y un esquema mental; sabéis dónde habéis nacido, tenéis recuerdos y esperanzas. Al veros en un espejo os reconocéis. Yo no. Yo no tengo nada de eso. Soy sólo una mirada que observa como el objetivo de una cámara y una cinta que graba y reproduce. Algunas veces me dejan valorar, me dejan decir «yo», pero muy pocas e, incluso cuando esto sucede, tampoco sé quién soy. Sólo existo porque la autora me da motivo a través de vosotros pero podría desaparecer o cambiar. Ahora, por ejemplo, de ser el narrador he pasado a ser un personaje como vosotros pero con menos papel y sin marcas distintivas.
—¿Y no podríamos hablar —preguntó Luna— con alguien de mayor graduación que tú? Quiero decir, alguien de mayor categoría, alguien que sepa más.
—Esperad, no quiero prometeros nada pero tal vez. De todas formas siempre manda la autora, ella ordena el mundo, pero a veces hay cosas que escapan a su control; al fin y al cabo no es un dios. Está sujeta a ciertas reglas. Un momento, voy a tratar de hablar con el nuevo narrador, el que la autora ha tenido que introducir cuando yo me he convertido en personaje:
»Narrador, juguemos un juego, hagamos un truco, eso le divertirá, a ella, y nos divertiremos quizá durante unas páginas: juguemos a ser autor. Conviérteme en su personaje, nárrame como si yo fuera ella y tú jugaras a ser autor durante unas líneas por lo menos. ¡Adelante!
Los cuatro quedan pendientes de la voz que, de repente, se interrumpe. Se miran sin saber qué hacer, confusos y un si es si no es esperanzados. Entonces, desde la barra, se acerca alguien en quien nadie antes se había fijado: una chica de pelo largo castaño rojizo, vestida de negro. Les hace un guiño al acercarse y se sienta a su mesa; saca un paquete de cigarrillos, ofrece a los personajes que aceptan con un temblor de manos y un «gracias» a media voz. Entonces ella dice:
—No os hagáis muchas ilusiones, esto es sólo un truco entre narradores. Yo ahora represento su personaje, el de ella —hace un vago gesto hacia el techo como si hablara de un dios encaramado a una estructura de metal—. Ahora represento a Elia Barceló, actriz, escritora, eterna estudiante de literatura y autora vuestra, pero ya os digo, lo que yo os pueda contar no será muy de confianza porque no soy la persona que os interesa sino otra ficción. En este presente en el que hablamos ahora, Elia Barceló lleva varios siglos muerta; en el presente en que ella os está escribiendo todos vosotros estáis a medio hacer, sobre todo tú, Nel. Lo siento.
Da una última chupada al cigarrillo, lo apaga en la pata de la mesa y de verdad causa la impresión de lamentar todo aquello; mira con curiosidad el escenario que la rodea y sonríe constantemente.
—¿Sobre todo yo? —pregunta Nel, inclinándose hacia ella.
—Parece que eres uno de sus personajes favoritos. Tiene grandes planes para ti.
—¿Ella se parece a ti?
—Claro. Yo hago su papel.
—Me gustaría haberla conocido —dice Nel sonriendo, rozando su mano al darle fuego.
—A ella también —contesta mirándolo a los ojos, grises, burlones.
—Pues me temo que va a ser un amor imposible —dice Luna con dureza— aunque así, por lo menos, a lo mejor te trata bien. Y ahora —continúa, encarándose a la recién llegada— queremos saber qué va a pasar con nuestras vidas.
Elia se vuelve hacia Luna y dice con sencillez:
—Pues supongo que lo mismo que con las vidas de los demás: que un día se acabarán y os tendréis que enfrentar con lo desconocido. Pero vosotros tenéis más suerte que los seres que se llaman «reales», vuestra vida es más larga y, casi siempre, más plena.
—Sí, bueno —habla Shejet ahora— pero ¿qué pasa con nuestras historias? Cuando el lector llega al final, ¿qué pasa después?
—Pero hombre —contesta Elia sonriendo— ¡parece mentira! ¡Con lo bien que has llevado el diálogo hasta ahora! ¿No te parece evidente? Vuestras historias cuentan sólo un pedazo de vuestras vidas, pero todas tienen finales abiertos. Para vosotros la vida sigue, aunque termine la historia.
—¿Cómo lo sabes?
—No lo sé. Lo supongo, lo invento, elige el verbo que quieras. Tampoco sé lo que va a ser de mi propia vida, ni como personaje de autora ni como autora de verdad y trato de no angustiarme por ello. Y además, te voy a dar una idea; si tanto te preocupa, ¿por qué no escribes sobre ello? A veces ayuda.
Se levanta de improviso diciendo:
—Lo siento, tengo que irme. Al parecer ha sido una mala actuación, no lo he hecho como debiera y va a suprimirme. Quizá llegue incluso a borrar mi parte. ¡Qué lástima! Para una vez que he conseguido ser personaje… pero parece que no he interpretado bien los pensamientos de la autora. ¡Qué se le va a hacer! ¡Tiene una tan poca costumbre!
Recoge el paquete de cigarrillos de la mesa, lo piensa mejor y lo vuelve a dejar:
—Para vosotros.
Mira rápidamente a su alrededor, se inclina sobre Nel y sus labios se rozan unos segundos.
—Adiós a todos y mucha suerte.
Los cuatro la ven alejarse por entre las mesas hasta que desaparece por la puerta del fondo.
—Debió haber sido una buena chica —comenta Minnie.
—Una idiota presumida que se cree o se creyó con derecho a manejarnos a su antojo cuando ni siquiera sabe manejar su propio personaje —dice Luna con rebeldía.
Shejet y Nel se miran y no dicen nada. Shejet saca su credi y pide otra ronda. Minnie se disculpa:
—Me gustaría invitaros pero estoy muy mal de dinero.
—No te preocupes, tonta —dice Luna—. Por lo menos a la imbécil de nuestra autora no se le olvidó que me pagaran bien.
Minnie le devuelve la sonrisa y bebe un trago de beer. Empiezan todos a sentir que ya está todo dicho, que están igual que antes pero más calmados ahora que ya saben la verdad, o una parte de ella. Quizás el Universo, o todo lo que conocen de él, no sea más que eso: ficciones, espejismos, mentiras, pero, en cualquier caso, su vida es real, están ahí fumando y bebiendo y eso es real. La cosa ya no importa tanto. Sea como sea, es un destino común.
Terminan sus vasos y se levantan lentamente, como si dudaran. Se miran unos a otros y se sonríen; se saben unidos por algo y casi les gusta. No saben si estrecharse las manos al despedirse… Nel hurga en el bolsillo de su impermeable, saca un puñado de credinters y se los tiende a Luna:
—Toma, lo que te debía.
—Anda, chico listo, guárdatelo, no eres más que un carguero ilegal. Te invito.
—Ilegal, sí, sobre todo en Terra, pero independiente que es lo importante, no como otros. A mí la disciplina no me va.
Todos ríen. Shejet mete las manos en los bolsillos:
—Bueno, pues, encantado de haberos conocido. Tengo que irme. El Victoria sube dentro de cuatro horas y aún no lo conozco.
—Ya lo conocerás —dice Minnie suavemente—, te queda mucha historia por delante.
—Me voy contigo, Shejet —dice Luna—. Yo también tengo que embarcar pronto. Hasta luego, chicos.
Se miran todos un momento sin saber qué hacer; luego se reparten palmadas y apretones de manos. Por fin Luna y Shejet se alejan entre las mesas dispuestos a proseguir su historia hasta donde alcance.
Nel mira a Minnie:
—¿Sabes de alguna manera de salir de aquí sin pasar los controles? Quiero echarle una mirada a la vieja Tierra antes de irme.
Minnie sonríe y asiente con la cabeza:
—El Espaciopuerto es mi reino y mi hogar, como dicen en las novelas. Te sacaré.
—Yo, a cambio, no te contaré tu historia. Dejaré que la hagas tú sola. Además, Elia tenía razón, tu historia no tiene final. Hay que intentar ponerle uno, ¿eh?
Minnie sonríe de nuevo y se marchan juntos a recoger el puesto. El bar brilla un momento en soledad y, luego, se desvanece.
Tú te quedas un momento también pensando en todas aquellas cosas que acabas de leer y se te ocurre por un instante si será posible que de alguna forma sea verdad, que alguien nos esté escribiendo a todos, o sólo a ti, o que cada uno tenga su narrador y su autor que construye un mundo para él, para ella.
Luego piensas que son tonterías, que tú tienes tu vida y la haces como quieres, a pesar de que a veces te da la impresión de que las cosas tienen voluntad propia y escapan a tu dominio, pero eso nos pasa a todos, piensas, y tienes razón. Además, como no conocemos el nombre del autor de nuestra historia, tampoco podemos reclamar su presencia y, después de todo, ¿de qué nos serviría?
Suspiras quizá y piensas tal vez ¡qué cosas se le ocurren a algunos! No sé si lo que acabas de leer te ha gustado o no, si te ha dicho algo interesante o no, yo cómo voy a saberlo, no soy más que un narrador. Creo, sin embargo, que tampoco lo sabría incluso siendo la autora, pero ¡qué importa!, aquí estamos, todos juntos, con un destino común.
Yo suspiro, Elia Barceló suspira tal vez, quizá tú también suspiras. Pasas la página y lees:
Piel
Se levantó de la cama sintiéndose furiosa, frustrada y vacía. Miró el cráneo afeitado de su compañero y tuvo que contenerse para no dejarlo seco allí mismo, mientras dormía. Miró por la ventana a la pista del espacio-puerto, brillantemente iluminada, e inhaló profundamente volviendo a recuperar el control segundo a segundo. Después de todo, ¿qué culpa tenía él? El fallo no había sido de él, sino de ella, que no le había dado ninguna oportunidad. Estaba tan furiosa con Lol por haberle quitado a Ilain que había escogido al primero que se le había puesto por delante; el de aspecto más brutal, un auténtico macho viejo estilo que contrastaba dramáticamente con la clase de Ilain, con su mirada. Su mirada, sus caderas, sus hombros, su sonrisa.
Se abrazó a sí misma y maldijo entre dientes. Ausgemacht ist ausgemacht. Había visto a Ilain dos minutos demasiado tarde, dos minutos después de que Lol lo hubiera reclamado y cerrado el trato. Pero a la noche siguiente sería suyo, tenía que serlo. Lol nunca se interesaba dos veces por el mismo. Lo buscaría temprano por la mañana y podría pasar el resto del día en paz.
Se giró hacia la cama pensando qué hacer. Volver no tenía sentido, estaba demasiado nerviosa para dormir, no quería tomar sedantes y tampoco quería sexo. Además, aquel estúpido estaría ya condicionado por su primera experiencia y se limitaría a dejarse montar furiosamente como un par de horas antes y a vaciarse dentro de ella tantas veces como se lo pidiera. Y ella no quería eso, ni lo necesitaba. Ni tampoco quería crearle problemas de responsabilidad con su frigidez, con lo que él seguro pensaba que era frigidez por su parte. ¿Cómo explicarle que ella no deseaba un orgasmo, que eso era lo único que podía conseguir sola o con ayuda de la sala de reposo de su nave?
Ella quería calor, suavidad, ternura, la expresión de un deseo por ella y para ella, todo lo que estaba en la mirada de Ilain y que ahora él malgastaba estúpidamente sobre el cuerpo de Lol. O quizá no. Todo el mundo sabe que lo que un piloto quiere en su primer día en tierra es la borrachera del contacto, del piel a piel, brutal, salvajemente, sin dulzura, sin afectos. Lo demás viene luego, noche a noche, cuando te acostumbras a la vida de abajo y se va acercando el momento de subir. Y si ella quería otra cosa era sencillamente porque había visto a Ilain y el recuerdo de su mirada borraba cualquier otro deseo.
Sacudió la cabeza, metió la credi en la ranura de la consola. 200 unidades, recogió su ropa del suelo y salió desnuda al pasillo deseando alejarse de allí, alejarse del fracaso que llevaba en el estómago como un pulpo muerto y frío. Tiró la ropa en el incinerador de la planta baja y salió a la calle, al vapor de una noche de verano opresiva y húmeda, sólida de gente sin rumbo.
La bolsa le bailaba entre los pechos y le producía un cosquilleo desagradable sobre las costillas. Sacó las gafas oscuras y se la acomodó sobre la espalda. Ahora le golpeaba los riñones pero era mejor que antes; de todos modos, maldijo su jodida costumbre de llevar siempre la bolsa a cuestas en un mundo donde todo se podía conseguir en automáticos con sólo presionar la palma de la mano contra la placa y se incineraba en cuanto comenzaba a resultar molesto. Pero ella conservaba la absurda manía de sentir afecto por ciertas cosas: sus gafas oscuras, por ejemplo, cuando hubiera sido mucho más sencillo y más práctico hacerse implantar un regulador de dilatación pupilar.
«Chica, te estás quedando anticuada», se dijo divertida y amarga.
La brillantez de las luces le quemaba los ojos a pesar de las gafas; echaba de menos la visera y el suave peso de su casco y la ligereza de su cráneo le daba una extraña sensación de desamparo. Otra más. Tantas ganas de llegar a tierra, tantos proyectos y ahora sola en las calles atestadas de maldito-si-sé-qué-mundo y maldito-si-me-importa. ¡Joder, qué noche!
Sintió que iba a empezar a darse palmadas en el hombro y se metió en una calleja lateral, más oscura y más tranquila, buscando alguna sombra que atacar, buscando algún peligro, huyendo de la condenada paz de aquellas primeras horas lejos del combate y del estado de alerta. Al fin y al cabo, ¿qué coño puede hacer un piloto de ataque si no es luchar, matar, sacrificarse? Para eso había sido entrenada y ésa era su vida. No sabía hacer otra cosa. No quería hacer otra cosa. Y, de vez en cuando, un refugio en una piel caliente, una confidencia, un recuerdo en voz enronquecida por el humo mirando de muy cerca, con la pupila dilatada por el alcohol, unos ojos que no volvería a ver. «Shere, life is a struggle.» «Um was?» «Yo qué sé. Para eso, para vivir hasta la muerte, el sacrificio o la remodelación. Y mientras tanto, lo de en medio, la vida. Una cosa que hay que pasar. ¡Maldita sea, qué noche!»
Pensó en buscar un Transformer's y cambiar de sexo; hacía tiempo que no era hombre. Podía ser bueno buscar una hembra y clavarla hasta hacerla gritar. O destrozarle a alguien la jeta a puñetazos. Einfach so. Pero para eso no hacía falta ser hombre. Action, girl, eso es lo que necesitas. Deja de joderte lo poco que te queda de alma en una noche oscura. Mata. Mata si te hace falta. Eso lo sabes hacer. Mata a todos los cabrones que saben que estás sola y te tienen miedo y pasan de largo. Mátalos. Con las manos, a cuerpo limpio, sin tech; tu cuerpo ya es bastante peligroso. Busca a Lol y déjala fría para que Ilain sepa lo que es joder con un cadáver. Ilain, bastardo, cumpliendo tu deber de puta por 200 miserables unidades. Mañana te morderé hasta la sangre y lloraré en tu hombro por esta jodida noche vacía. Te lo juro, amor.
—¿Buscas algo, piloto? —la voz surge, imprecisa, de un portal oscuro. Shere se gira tensa, anhelante.
—Lo que sea, si es fuerte.
—Lo que quieras, si lo pagas. Nel lo tiene todo. ¿Lucha, venenos, piel, juego?
—La piel la tengo clara. Mañana. Ahora otra cosa. Lucha tal vez. Riesgo. Risk. ¿Claro?
—Cierto. Ven conmigo.
La entrada está oscura pero Shere no se quita las gafas; es un espacio tan pequeño que puede sentir en toda su piel dónde están las paredes y hacia dónde hay abertura. Camina sin miedo detrás del zorro dispuesta a saltar si es necesario pero sabiendo que no va a tener que hacerlo. El tipo es un cerdo pero está limpio. Avanzan en silencio unos cincuenta metros sintiendo de vez en cuando que el pasillo se bifurca y se pierde en escaleras; es casi imposible creer que realmente se dirigen a alguna parte en aquella negrura interior.
Algo se desliza junto a sus piernas como un chillido y el zorro ríe con voz seca, previendo el sobresalto de ella. Una mano se instala cerca de su cuello y la risa va cediendo a medida que las garras penetran en la carne; cuando se ha convertido en un humilde quejido, Shere suelta.
—Podría matarte aquí mismo, cabrón, y no pasaría nada.
—Era sólo un gato, piloto, un gato cruzado; me figuré que te pegaría un susto aquí en la oscuridad y me reí no más que por eso.
—Ya sé que era un gato, imbécil. ¿Crees que lo hubiera sentido acercarse y no habría hecho nada, si llega a ser otra cosa?
—¿Qué armas usas, piloto? —cambiar de tema, ablenken, despistar a toda costa.
—En combate, todas. Cuando estoy de permiso, uñas sintéticas y killer-fan.
—¿Killer-fan? —la voz temblaba ligeramente y su paso se hizo irregular.
—Yo soy muy femenina —su propia voz la cogió desprevenida y, cuando el cerdo abrió un pedazo de oscuridad y la luz le hirió los ojos, aún se estaba riendo descontroladamente.
Aquella cueva parecía sacada de un film bidimensional. Sucia, apestosa, llena de humo y música de metal; ojos desencajados, vasos semivacíos, grasientos, olor de mil venenos y, dominándolo todo, el olor del miedo, el sudor del miedo deslizándose por cuerpos temblorosos de excitación y de agonía. Ilegales. Seres sin existencia oficial, hombres y mujeres sin permiso de vida, tratando de sobrevivir de cualquier modo, de huir si era posible, de conseguir bastantes unidades clandestinas para pagarse un pasaje al infierno. Sólo de ida.
El cerdo la miraba con ojos húmedos, expectantes. Era más pequeño de lo que esperaba, frágil, con cara de rata y dientes naturales medio gastados.
—Te lo dije, piloto, lo que quieras —su gesto abarcaba todo el local.
Shere asintió distraídamente, midiendo con los ojos la informe masa de humanidad desparramada frente a ella.
Nadie se había vuelto a mirarlos; los ilegales sabían que sólo podían esperar alguna pequeña comisión cuando ella eligiera.
—¿Quieres beber?
Shere volvió a asentir, se colocó la bolsa sobre el estómago y esperó, con una mano dentro, a que el cerdo volviera.
—Toma, es lo mejor que hay. Fuerte, como tú.
Shere tocó la placa con la mano izquierda antes de aceptar el vaso, luego lo cogió y se lo tragó de un golpe, sin saborearlo, decidida a matar la condenada babosa que aún llevaba dentro.
—Otro —tendió el vaso vacío a su rata.
—Es un palo, tú.
—Otro.
El cerdo salió corriendo hacia el bar sin discutir. Shere se sentó a una mesa de plástico mugriento donde un hombre dormitaba. El vaso casi se materializó frente a ella, puso la mano en la placa y sacó de su bolsa algo de dinero ilegal. Lo entregó sin mirar:
—Cincuenta unis por el servicio. Y ahora lárgate. Déjame en paz.
—No saldrás de aquí sin mí.
—Saldré. Piss off, man.
El cerdo hizo una mueca, inseguro.
—Estaré por aquí, si me necesitas.
—Tú no puedes darme lo que necesito. ¡Largo!
—Nel tiene contactos. Nel te lo dará.
Ella sonrió lenta, insultante, enseñando los dientes en un gesto de provocación animal.
—¿Tú?
El cerdo pareció encogerse, disolverse, sintiendo el peligro.
—No, yo no —balbuceó—. Nel, mi socio. Tu compañero de mesa.
Ella levantó las cejas y echó la cabeza atrás, segura, dominante.
—Largo, cerdo.
La rata se fundió con la clientela del local, aceptando la humillación por costumbre.
—¡Mensch! —Dio otro trago y se concentró en la ebullición de su estómago que disolvía la babosa como un ácido.
Cerrando los ojos, que ya se iban desenfocando plácidamente, se prendió al recuerdo de la mirada de Ilain. Sus ojos, ese azul burlón lleno de chispas de piedra, su mirada líquida y secreta que se reía de su deseo y la deseaba también. Ese abismo de sensaciones entrevistas que nunca serían suyas porque no habría tiempo y porque ella se cerraría al abrirse a él, como hacía siempre. El miedo a ser vencida, el miedo a romperse en un grito de placer y quedar expuesta, frágil, vulnerable. ¿Para qué todo? ¿Para qué intentarlo si ya sabía lo que iba a pasar? La imposibilidad de la comunicación entre dos seres, entre dos cuerpos; la soledad del placer, encadenada a ti misma, como en la nave, el miedo a la ternura que puede surgir pero ha de terminarse cuando apenas si ha empezado. Y esa ternura estaba en los ojos de Ilain, en su cuerpo, en su forma de tensarse hacia ella y sonreír. ¿Para qué malgastar la ínfima capacidad de amor que la Flota le había concedido en sentir por un androide, por un semi-ser producido para recreo de pilotos? ¿Y en qué otra cosa, si no? En la Flota, en la nave, en el combate estaban toda su fuerza, su locura, su vida, pero no su amor; ese pequeño amor que aún le quedaba y la hacía sentirse tan ridícula, ese pequeño amor que ponía en sus gafas, en su piedra de fuego, en su cuerpo sin una sola bioconversión, en su orgullo de piloto, en su delta.
La mirada de Ilain era una amenaza porque en ella su amor había sido una chispa de esperanza, un desafío, un puerto. Un puerto para unos días antes de subir de nuevo. Era mejor dejarlo correr, let go, tomar a cualquier otro, beber, no correr riesgos con esa pequeña parte oscura y peligrosa agazapada en su interior. Olvidar su mirada.
Y otra vez su deseo, su deseo salvaje de tomarlo, de entregarse, de sentir su piel acariciada por unos labios húmedos que serían recuerdos alguna vez quizá, quizá ni eso con un poco de suerte.
Semiseres que pueden encerrar el paraíso, dicen, o la muerte, o, simplemente como hasta ahora, el placer y el olvido.
—¡La madre puta que parió a esa raza! —dijo entre dientes.
Su compañero de mesa levantó también los ojos, gris azulado, burlones como los de Ilain, pero más sabios, más distantes.
—¿Problemas amorosos? —su voz era apenas un susurro, un acento lánguido que se adivinaba más que comprender; una voz ronca, arrastrada.
—¡Amorosos! —dijo con rabia, apretando el vaso con la vaga intención de destrozarlo y ver correr la sangre—. ¿Qué sabrás tú?
—Sé que quieres algo que no tienes y siendo un piloto de combate en tu primera noche en tierra, sé que buscas piel y destrucción. La muerte y el amor llevan al mismo sitio.
—¿Cómo sabes que es mi primera noche, cómo sabes…?
Él la interrumpió con un gesto.
—Tu cuerpo está tenso y buscas pelea, se huele. Pero, a veces, la tensión se hace sexual y te relajas un instante, luego está claro que sabes lo que quieres, porque lo recuerdas.
—Tú no puedes sentir mi tensión; eres humano.
—Sí, como tú. Todos los humanos pueden sentirlo.
—Yo no.
—Tú también, pero no quieres porque tu magnífico entrenamiento de ciudadana de primera clase te ha hecho horrorizarte ante la idea de que un hombre y una mujer puedan desearse.
—Eso es una perversión.
—Para la moral imperante sí, pero ¿no es eso lo que quieres, piel humana?
Shere se levantó de un salto arrastrando la mesa y la silla tras de sí. El vaso se hizo añicos y, repentinamente, la cara de Nel empezó a sangrar desde el ojo a la barbilla. Cuatro estrías de garras sangrientas. Las manos de Shere temblaban.
—¡Cabrón! ¡Hijo de puta! ¡Pervertido!
Un tipo se acercó y le puso una compresa en la herida. Nel hizo un gesto de agradecimiento y de rechazo. Se fue sin hablar. Nel siguió sentado sujetando la tela contra la cara con una pequeña mueca de dolor.
—Págate un vaso, piloto. Me lo debes. Un error lo tiene cualquiera.
Shere se levantó, sin un comentario, y volvió a la mesa con dos vasos.
—Déjame ver eso.
Nel se quitó la compresa empapada y empezó a beber mientras ella le echaba un vistazo a la herida.
—Se te curará. Si te portas bien, te pago un regenerador. No te quedarán marcas. Te he echado un sedante en el vaso; también invito yo.
—¡Para lo que me va a servir seguir así de guapo! Igual no te vas a querer ac…, olvídalo.
Shere no pareció oír su comentario; sus ojos, tras las gafas negras, estaban fijos en un rincón del fondo, en el punto donde dos sombras se besaban apasionadamente al ritmo de la música chirriante. Puso la mano en el hombro de Nel, urgente.
—Nel, ¿esa, esa mujer del fondo… es humana?
Nel miró distraídamente, arrancándose de las profundidades de su vaso.
—Sí, claro.
—¿Y él?
—No sé, supongo. Parece un piloto.
Entonces, sobre el estruendo de la música, Shere gritó. Desgarradamente. Un grito desafinado que le enronqueció la garganta.
—¡Nikki! ¡Nikkiii!
La sombra del fondo se volvió, paralizada de horror y de sorpresa.
—¡Shere! —dijo casi sin voz.
Y luego la vio, desnuda, la mano apoyada en el hombro de Nel, rozando con un pecho su mejilla herida, y sonrió tontamente; una sonrisa de borracho que se fue extendiendo lentamente por su rostro al creer que comprendía. Un segundo después, el abanico de ella había cruzado la habitación con un siseo y la cabeza de Nikki caía a los pies de la muchacha humana en un charco de sangre.
Entonces empezaron los aullidos y la fuga. Toda la masa de ilegales atropellándose para alcanzar la puerta y borrar las huellas de su presencia en un lugar donde alguien había matado a un piloto de la Flota.
Al cabo de un momento no quedaba nadie en el antro, ni siquiera la mujer que había besado tan apasionadamente el cuerpo que era ahora un juguete roto sin posibilidad de remodelación. Shere seguía en pie, junto a Nel, temblando.
Él se levantó, inseguro, y la cogió de la mano.
—Vámonos, piloto.
Ella se dejó llevar pero, antes de alcanzar la puerta, fue a donde estaba lo que había sido Nikki y recogió su abanico.
—Pobre hijo de puta —murmuró.
—Vamos, piloto. Ya tienes lo que querías. Hay que largarse.
Ella miró una vez más, sin ver, y entraron en la oscuridad con las manos pegajosas de sangre.
De alguna manera, más allá de la comprensión de Shere, llegaron a la playa. Estaba amaneciendo y hacía frío, un vientecillo cortante que ponía piel de gallina en todo su cuerpo pero que casi no podía sentir.
Nel se quitó el abrigo, una especie de prenda larga con mangas, de tela impermeable de ese azul indefinible que sólo adquieren las cosas con el tiempo y el uso continuo. Lo puso sobre sus hombros cuidando de no tocarla más que lo justo.
—Quítate las gafas, piloto. No creo que hayas visto muchas veces un amanecer en tierra.
Con una extraña docilidad, Shere se las quitó y las guardó en un bolsillo del impermeable. Tenía los ojos enrojecidos y le dolía la cabeza pero Nel tenía razón; hacía mucho tiempo que no había visto un amanecer en el mar y la otra vez era distinto porque el agua era oscura y el sol apenas un punto distante que no daba calor. Y la otra vez no acababa de matar a un compañero.
—¿Sabes? —dijo— nunca lo había hecho antes.
—Yo tampoco vengo mucho.
—No, no esto del amanecer. Lo del abanico. Nunca lo había usado contra un compañero.
—¿Te declararán ilegal si se enteran?
—No. La Flota nos cubre y, a poco que investiguen, se darán cuenta de por qué lo hice.
—¿Y te parece justo?
—Da igual. Era eso o el sacrificio o la remodelación. Y Nikki nunca hubiera soportado el sacrificio. Lo conozco. Bueno —se interrumpió— lo conocía.
—Pero quizás hubiera optado por la remodelación.
—Sí, quizás. Ahora ya es tarde.
Paseaban sin rumbo por la playa, dándole patadas a las piedras y esperando que apareciera el sol sobre el horizonte. El aire olía a sal y a arena y el viento estaba lleno de gritos de pájaros. Miles de pájaros se perseguían en el cielo débilmente amarillo gritándole a la espuma.
—Estoy cansada —dijo Shere acuclillándose en la arena.
—Te llevaré a tu base o a algún lado a dormir.
Ella negó con la cabeza.
—No. Cansada de esto, de todo esto.
—¿Del mar? ¿De vivir?
—De vivir, supongo —y luego, con una carcajada—. No me hagas caso, ilegal, estoy un poco loca.
Se quedaron allí, quietos, sin hablar, acuclillados sobre la arena mirando al horizonte que, poco a poco, se iba llenando de luz anaranjada.
Nel miraba de reojo el rostro de Shere que, sin gafas, se había vuelto de pronto suave y casi infantil. Sintió por ella una especie de ternura y un deseo incontrolable de abrazarla, de protegerla tal vez de sí misma, de besarla y hacerle el amor como un relámpago bajo el cielo naranja y verde del amanecer. Estaba tan cerca que sólo hubiera tenido que mover apenas el brazo para tocarla, para tocar esa piel lisa y fría que no era para él. Era otra cosa lo que ella buscaba. Algo que él no podría darle nunca, sencillamente porque era humano.
—¿Tú aceptarías el sacrificio, piloto?
Ella giró la cabeza, sorprendida.
—Claro. Tú no puedes comprenderlo pero es una hermosa manera de acabar. Si alguna vez hiciera algo que mereciera ese fin, lo aceptaría.
—¿Mejor que la remodelación?
Ella lo pensó un momento.
—Para alguien que no tiene demasiado entusiasmo por seguir viviendo, como yo, el sacrificio es lo mejor. Mejor que morir con el cuello cortado por un killer-fan en una cueva de ilegales, en cualquier caso.
—Podrías haberlo denunciado.
—Eso no va conmigo.
Callaron de nuevo durante unos minutos. Shere miraba la arena que se deslizaba entre sus dedos y pensaba en Nikki, en el nuevo júnior que vendría a sustituirlo, en alguien que la sustituiría a ella alguna vez. Nel, con la barbilla apoyada en las rodillas miraba el mar, de un azul liso y helado, inexpresivo, tratando de no pensar en nada, de no sentir, de olvidar todas las asociaciones que la conversación con un piloto traía a su mente. Cerró los ojos un segundo y luego los abrió de golpe echando la cabeza atrás y miró al cielo tratando de verlo como lo que era, no como el techo de cristal, el límite de una inmensa bola que encerraba su ansia de vuelo, su anhelo de perderse entre las estrellas.
—¿Has visto muchas veces un sacrificio? —preguntó por fin.
—Claro. He acompañado a algunos amigos, incluso.
—No creía que tuvieras amigos ilegales —dijo él con una media sonrisa.
—Nada grave, no creas, pero suficiente. Veneno en la nave, deudas de juego, icus, violencia…
—¿Qué?
—Insubordinación, ya sabes. Insubordinación contra un superior. Violencia desatada. Esas cosas pasan.
—¿Y siempre es sacrificio?
—No siempre. Pero la clase de tipos de que te hablo piensan que la rem es humillante. Que te quita dignidad. Que es mejor mandarlo todo al carajo.
—Así que se suben a su nave y se estrellan contra el primer carguero que pase.
—¡No, animal!
Se giró hacia él con las piernas cruzadas y empezó a contarle con los ojos brillantes mientras sus manos iban cubriendo sus muslos de arena.
—Siempre se espera el momento adecuado. Cuando el enemigo tenga cerca algo que valga la pena destruir. Entonces el piloto recibe el permiso, se despide de sus compañeros, regala sus cosas, deja un mensaje para alguien a veces, elige su nombre de ataque y se acopla a su nave.
—¿Y eso del nombre?
—Se supone que psicológicamente es menos duro para la tripulación oír que a Snake le quedan cuatro segundos para el impacto que saber que Lola, con la que pasaste una maravillosa noche de borrachera en Mundo Arenas, tiene cuatro segundos de vida.
—¿Y tú?
—¿Yo qué?
—¿Qué elegirías?
—No sé. Jaguar, pantera, algo así. Siempre me han gustado los grandes felinos. ¿Quieres que te siga explicando? Si estás harto lo dices.
—No, sigue, sigue.
Era hermoso verla así, viva, sonriente, hablando de algo que la hacía sentirse parte del Universo. No tenía importancia que él lo supiera, que él recordara, que él hubiera sufrido. En un amanecer junto al mar, con aquel piloto de piel dulce, nada tenía mucha importancia. Hasta el sacrificio preparado por la Flota no pasaba de ser uno más entre los millones de pequeños trámites burocráticos sin importancia.
—Bueno, pues sigo. La nave, el delta, ya ha recibido todo el briefing sobre el punto y momento de impacto ideales y ha sido cargada con la Fuerza Tau. Eso no te lo puedo explicar, yo tampoco lo entiendo, pero es algo que en el lugar adecuado le arranca las tripas a cualquier nave insignia de los sighs.
Nel sonrió a su pesar.
—Entonces el sacrificado elige a sus mejores amigos para formar la escuadrilla que cubrirá a su nave del fuego enemigo hasta que llegue al punto desde donde debe seguir solo. Ser capitán de la escuadrilla de sacrificio es un gran honor para cualquiera.
—Un honor suicida, como todos en la Flota.
Shere asintió muy seria.
—Sí, lo es. Hay que tener cojones para eso. Pero es lo mínimo que debes a alguien que te elige a ti y que se va a sacrificar por todos.
—¿Y suelen sobrevivir?
—Más veces de las que uno cree. Los sighs no son tan buenos y además van directamente al centro de la escuadrilla porque a quien tienen que joder es a la nave de sacrificio. Mira, la figura suele ser un cuadrado de punta o un huso —dibujó con el dedo en la arena— así. La nave que hay que proteger es la del centro, ¿ves?
—Oyéndote hablar, cualquiera diría que te gusta.
—Es que me gusta —dijo ella mirándolo a los ojos—. Es mi vida.
Él se levantó de un salto; no podía soportar más la naturalidad con la que ella hablaba de lo que para él era la más absoluta negación de la libertad individual, precisamente lo que le había llevado a convertirse en ilegal. Por supuesto uno tenía elección, tres caminos que llevaban al mismo sitio y que la Flota había planeado cuidadosamente creando pilotos lo suficientemente estables para poder confiar en ellos y lo suficientemente inestables para estar siempre abastecida de suicidas. Una familiar sensación de asco y de impotencia le revolvía el estómago.
—Muchas gracias por las explicaciones pero me estoy quedando tieso. Un ilegal no necesita saber sacrificarse por nadie. Su vida misma es un sacrificio constante. A mí me interesa más sobrevivir.
Le tendió la mano para ayudarla a levantarse y, una vez de pie, mantuvo un momento la presión, conscientemente, explorando. Shere se soltó sin brusquedad y le pasó las yemas de los dedos suavemente por la mejilla herida.
—Vamos a que te arreglen. Te pago también la cama y el desayuno. Me has salvado la noche, ilegal.
Ya instalados en el monorail se dieron cuenta de que el sol entraba, quemando ya, por las grandes ventanas.
—¡No te jode! —exclamó Shere, divertida—. Una hora esperando que salga el sol y ni nos hemos enterado de cuándo ha salido.
—Así podría resumirse la historia de mi vida —murmuró Nel con la cabeza apoyada en el transparente—. Exactamente así.
Shere lo miró sin comprender. Nel cerró los ojos para no encontrarse con su mirada y para retener la absurda humedad que se empecinaba en agolparse detrás de sus párpados.
Un par de horas más tarde, Nel, con cuatro cicatrices lívidas que se iban borrando lentamente, caminaba cansado hacia su cuarto. Aún tenía un trabajo que hacer pero había tiempo de sobra. Shere dormiría toda la tarde para estar en forma cuando llegase Ilain.
Recordó con amargura, saboreándola, la escena en el Complejo de Reposo cuando, desayunando, ella había levantado los ojos del cuenco y le había dicho lo que quería. Recordaba las palabras con toda claridad, una por una:
—Oye, Nel, tú que tienes tantos contactos, ¿no conocerás por casualidad a un tipo que se llama Ilain? Alto, rubio, ojos azul grisáceo. Ayer estaba en el Paradiso.
Él, con un trozo de pescado a medio tragar y fingiendo una calma que no sentía, preguntó:
—¿Ilain? ¿El androide? ¿Qué pasa? you want him?
Ella asintió, excitada, con una sonrisa que se extendía lentamente desde sus ojos hasta sus labios.
—No te líes con él, piloto; te traerá problemas.
—¿No está limpio?
Consiguió tragar otro bocado y formular una respuesta:
—No es como los demás.
—Eso ya lo sé.
Nel la miró sorprendido. Shere no se inmutó.
—Te traerá problemas.
—Eso es asunto mío.
—Como quieras.
Luego habían hablado de banalidades, de sus nombres, de sus lugares de origen. Shere era de un planeta tan pequeño y tan primitivo que todavía no tenía control de inmigración. Sehr erfreulich. A ella le sorprendió que él fuera de Sol, de la Madre Patria, de esa estrella tan lejana y tan falta de interés que apenas si figuraba entre las líneas de navegación. Le había gustado su nombre: Nel Solano, un nombre tan ilegal, tan falso… se había reído. Pero estaba claro que la risa no era por él; era por su promesa de traerle a Ilain aquella tarde. A las siete. Se reía de pura excitación.
—It's a deal?
—Sure.
Y ahora él tenía que buscar a Ilain y pasarle el trato, 500 unis para cada uno; las suyas clandestinas, claro. Si era posible, esa misma noche desaparecería de allí. Aceptaría lo que le habían propuesto. Al parecer la nave era una chatarra y además peligrosa, difícil de contentar, pero no había más opciones. O eso o quedarse allí pensando en Shere, deseando y temiendo encontrársela en cualquier esquina, abrazada a Ilain. No. Era mejor correr el riesgo del salto con una nave loca. ¡Largo! ¡Fuera! A correr el espacio. A jugarse la piel. Como siempre. No por ella, no por nadie. Por sí mismo, quizá. La vida es dura, macho, y a nadie le importa dónde estés o qué pueda ser de ti.
No más jodido que siempre pero algo más triste, Nel solicitó una llamada de persona a persona en el bar de un amigo legal. Ilain conocía el cover-up. Dejó la pantalla apagada, luego lo pensó mejor y la conectó. No tenía por qué explicarle a Ilain lo de las cicatrices y él no se fiaría si no estuviera seguro de que hablaba con Nel. Tardó bastante en contestar; por fin apareció en el monitor, mojado y grisáceo.
—Salve.
—Salve, viejo.
—Muy oportuno, tío.
—¿Por qué? ¿He interrumpido algo?
—Sólo un rato de conmiseración.
—¿Te fue mal la noche?
—Lo esperable. La tía es una loba. ¿Has oído hablar de la vagina dentada? Pues algo así pero peor. Mejor lo dejamos. Por lo que veo tú también has tenido un encuentro peligroso. ¿Piloto?
—Menos divertido. Un tipo al que no le gusta mi cara. ¡Oye! Me largo, Ilain.
—¿A dónde?
—Ni lo sé ni me importa. Fuera —indicó con el pulgar hacia el techo—. A jugarme las pelotas. Ayer me habló un tipo que quiere llevar una carga a Tau. Necesita un navegante, uno bueno, ilegal; parece que la nave es un poco difícil y la carga quema, no sé más.
Nel lamentó no haber cogido nada de beber, ahora venía lo más difícil. Cambió su peso al otro pie y se frotó los ojos y la nariz con el dorso de la mano.
—Si me esperas media hora me tomo un par de pushers y nos vamos de despedida. Según la loba de anoche el agotamiento es sólo cosa mental.
—No, viejo, no tengo tiempo. Si tengo que subir esta noche, tengo que estar fresco, no me puedo acoplar a mi chica de acero en este estado.
—Por lo menos para esa chica no te tienes que afeitar.
—Mira, sí, es una ventaja. Esto, Ilain, antes de que se me pase. Te he arreglado un trato para hoy a las siete. Uno bueno.
—Lo siento, viejo, no estoy libre.
—Venga, gilipollas, no me salgas con ésas. 500 unis y una nena super, ¿qué más quieres? ¿No irás a ver otra vez a la loba?
—No, coño, no sobreviviría —empezó a reírse a carcajadas hasta que contagió a Nel—. No, en serio. Tengo que buscar a una mujer que vi ayer en el Paradiso. No puedo dejar de hacerlo. Me atrae como una hoguera. No sé si lo comprendes. La conocí ayer dos minutos después de haber cerrado el trato con la loba. Tengo que encontrarla.
—Lo comprendo, Ilain —hizo una pausa—. Es una hoguera. Te quemará.
—¿Intuición? —su rostro se volvió serio.
—Certeza. La conozco. Se llama Shere. Es ella la que te espera a las siete.
—¿Estás seguro? —si hubiera estado a su lado lo hubiera cogido por las solapas del impermeable, así se limitó a inclinarse sobre la mesa hacia la pantalla.
Nel asintió en silencio, con una expresión trágica que Ilain no podía descifrar.
—Alta, delgada, pelo corto, negro, ojos amarillos, sin bioconversiones, aire agresivo, ¿es ella?
Nel afirmó de nuevo con la cabeza, lentamente.
—¿Has estado con ella? —en la voz de Ilain había un ligero reproche, encubierto.
—Sí y no. Toda la noche. No la he tocado. Soy humano, ¿comprendes?
Ilain asintió con los ojos bajos.
—¿Lo sabe?
—No. Soy un ilegal, no un cerdo. Y soy tu amigo. Nos vemos. Tengo que descansar, si puedo. ¿Sabes de alguien que regale somníferos?
—Yo tengo, espera.
Ilain se alejó un momento del monitor y volvió con un par de píldoras.
—Te las mando.
Abrió una trampilla, las metió dentro, marcó un código y volvió a cerrar.
—Nel, viejo, you want her too?
Nel levantó la vista, se frotó los ojos enrojecidos y sacó las píldoras de su trampilla.
—Forget it, man! Hace tres días que no duermo. Ya nos veremos si vuelvo. —Mostró hacia la pantalla la mano con las píldoras—. Gracias, compañero. ¡Suerte!
Ya en la puerta de la cabina se volvió hacia Ilain que aún no había cortado la comunicación:
—Trátala bien, viejo, y dile de mi parte… nada, mejor que no le digas nada. ¡Ciao!
Ilain lo vio alejarse con su paso cansado, los hombros encogidos; se pasó las manos por el pelo húmedo y echó la cabeza hacia atrás. No iba a poder dormir en toda la tarde, eso estaba claro. Quizás había ganado a Shere pero acababa de perder a Nel.
Se retiró de la pantalla y se metió bajo el chorro del aire caliente con una sensación de agonía en la garganta. Diez horas por delante. Diez horas y estaría con ella. Y entonces ¿qué? ¿Otra vez el ritual de siempre, como si no pasara nada, como si ella no fuera diferente de las demás? ¿Y por qué tenía que ser diferente? Él no la había visto más de diez minutos en un lugar atestado de gente, no era posible que se hubiera enamorado de ella aunque de verdad fuera la mujer de su vida.
—De tu muerte —se corrigió con una sonrisa torcida—. Si de verdad es la mujer de tu vida, la que has estado imaginando desde siempre, te traerá problemas. Tendrás que morir por ella. Por su culpa. ¡Y qué más da! Como androide no te quedan más que tres años, ¿qué son tres años, si los vale?
El aire caliente empezaba a quemarle sobre la piel seca así que salió y trató de relajarse sobre el colchón ingrávido inhalando lentamente. Y Nel se iba. Eso no era tan raro en él. Se iba a veces y siempre volvía. El resto del Universo tampoco era un paraíso y en muchos lugares los controles eran aún más estrictos. Ahí por lo menos tenía contactos, gente que le debía favores, amigos como él.
Amistad. ¿Qué era la amistad después de todo? ¿Solidaridad entre ilegales? ¿Favor por favor? ¿Conmiseración compartida? ¿Tener a quién contarle tus miserias y que te escuche, aunque no te comprenda, aunque no te perdone? Nel había hecho mucho más que todo eso. Ni siquiera le había importado. La noche de su revelación trascendental, cuando esperaba una risotada, un puñetazo, un insulto, una denuncia, cualquier cosa que consiguiera sacarlo de aquella calma putrefacta en la que se iba hundiendo su vida, Nel lo había mirado con sus ojos fríos y había seguido bebiendo de su vaso, sin pestañear hasta que él le había preguntado:
—¿Lo sabías ya?
Nel negó con la cabeza, lentamente, una chispa de burla, casi de orgullo asomando en sus ojos de piedra.
—¿Lo adivinabas?
Otra negación, sin palabras.
—¿Y no dices nada?
Nel se había levantado despacio, apurando el vaso.
—Digo que la ginebra de este local es una mierda y que nos vamos a otro sitio, viejo.
Y, como de pasada, añadió:
—Y que cada uno es muy libre de elegir la forma en que quiere que le revienten las pelotas. Es lo menos. A los otros hijos de puta se las revientan igual pero no eligen.
Le pasó el brazo por los hombros y salieron del local. Desde entonces habían sido amigos. Nel era el único amigo que había tenido y ahora se iba lejos, tal vez para siempre y sin que él nunca le hubiera dado nada. Nel nunca parecía necesitar nada. Su ilusión era una nave propia para dedicarse al contrabando en pequeña escala por la zona de Mann. Por allí la vida era más libre, decía, y no hacían falta cifras ni identificaciones para ser un hombre. Por eso Nel nunca le había pedido nada. Él no podía darle a su chica de acero y Nel lo sabía. Le había dado compañía muchas veces, algún dinero, alguna tableta, poca cosa. Menos de lo que él querría haberle dado, pero ya era tarde; tal vez para Nel hubiera sido bastante. Y ahora le había parecido ver en él algo que no había visto antes. Un deseo. Una necesidad. Shere, quizás, y él tampoco podía dársela. Nel era bastante hombre para tratar de conseguir la mujer que quería por encima de todas las convenciones. Si él no había podido… pero Nel era humano. Shere también. Al parecer por eso. Ella nunca aceptaría.
Shere no lo sabría nunca. No debía saberlo. ¿Para qué si no volverían a verse? No future. Niente da fare. Ahora necesitaba más que nunca una copa con Nel, o dos, o una buena borrachera y al carajo con Shere y todas las mujeres del Universo, toda esa raza de monstruos que te beben el alma y te dejan vacío, seco, tirado como una ropa usada que nadie se molestó en incinerar. Les das lo que tienes y no es bastante, les das lo que nunca has dado a tu mejor amigo y no es bastante. Les das tus sueños, tu ternura, tu dolor, tus fracasos, tus proyectos, tu miedo, tu piel, tu semen, tu sangre y no es bastante. Siempre quieren algo más, o quieren otra cosa. Tus recuerdos, tus amores, tus pensamientos de locura y de muerte, tu vida. Y eso obtienen al final, tu vida y la cáscara vacía de tu cuerpo donde no queda nada. La muerte como premio. La muerte sin dolor porque somos seres civilizados. Tanto que un hombre y una mujer no pueden amarse sin morir por ello. Para eso hay androides. Alies unter kontrolle. Y hay hombres despreciables, ilegales encubiertos que se fingen androides para ganarse la muerte poco a poco, lentamente, en cada cuerpo de mujer. Cada uno escoge su manera de morir, los afortunados, por lo menos. Nel se acopla a su chica de acero y cada vez sabe que puede ser la última. Shere mata enemigos de la Federación y mata androides con su desprecio, con su superioridad, con esa mirada en sus ojos, esa mirada de piloto galáctico que te dice: Mírame, gusano. Yo soy humana. Tú eres un androide, un objeto de uso, un semi-ser. Dentro de unos años yo seguiré montando androides y tú estarás muerto. Ni siquiera muerto. Out of service. Desmantelado y reconstruido, con otros ojos, con otra piel, otra consciencia. Otro androide con diez años de vida por delante al servicio de la Flota Galáctica.
¿Y tú, piloto? Si tienes suerte, serás remodelada como yo, como un androide. Los mismos ojos, la misma piel, nueva consciencia. Como un androide al servicio de la Federación Galáctica hasta que te ordenen sacrificarte por cualquier gilipollez que conste en las ordenanzas. Y si no tienes suerte, cualquier hijo de puta no-humano te atomizará. Y ya ni siquiera volverás a ser.
Pero no lo dices. Jadeas frente a su mirada y, dentro de ella, cierras los ojos de placer y de miedo. De odio, de pena, de rabia. Para que no los vea, para que no adivine lo que sientes cuando besa tu piel sabiendo que es sintética y que volverá al tanque en donde fue creada. ¿Somos tan diferentes?, te preguntas, ¿está la libertad en aceptar libremente el compromiso que te atará para siempre y te convertirá en una máquina? ¿Dónde está la libertad de un androide? ¿Dónde está la libertad de un humano?
Aprietas los puños, cierras los ojos y te dejas caer al vacío interior que se abre en tu cabeza como un descenso entre los mundos. Oscuro, frío, salpicado de puntos de luz que corren a tu encuentro como una estrella herida y marcan líneas de luz verde y muerta a tus espaldas. El estómago se te encoge como un gato y sabes que has vuelto al fondo. Al fondo de ti mismo. Al final de todo donde ya no habrá principio. A la destrucción total. Y sonríes.
El Paradiso estaba lleno a rebosar esa noche, como todas las noches. Siempre es noche grande en el Paradiso. Noche de encuentros y ginebra. Noche de tratos y de piel. Noche loca de soledad y música sintética. Ojos que buscan hambrientos, miradas que se cruzan, labios humedecidos por lenguas ávidas, manos que aletean entre volutas de humo marcando signos que nadie sabe descifrar, píldoras de colores, sparkling paintings, maquillaje intenso sobre caras ansiosas, sobre cuerpos aceitados, sobre cabellos teñidos, flashing sobre cuernos, alas, membranas, bolsas traslúcidas, colmillos de fantasía, crestas multicolores de los Bio-Make-Ups. Calor y deseo. Olores fuertes, mezclados, perfumes de media galaxia, venenos para inhalar, para morder, para frotar. Calor y contacto. El Paradiso. Sabor a todos los licores de todos los mundos en todas las bocas. Risas, charlas, gemidos, susurros, peleas. El Paradiso. Donde todos los pilotos buscan su pareja de una sola noche. La felicidad en un cuerpo sintético a precios moderados para los valientes muchachos y muchachas que ofrecen su vida por la Federación. Alegremente además, no kidding.
Hay mariposas en la sangre de Shere. Como en las clases de Naturaleza Pregaláctica Humana, la babosa se ha transformado, ha salido del capullo y ha aumentado el billón de burbujas que flotan en su sangre. Esperando. Ya va por el tercer vaso de algo que quema la boca, enfría el estómago y acelera el pulso. Sabe que debe mantenerse sobria pero, de alguna manera, no le importa ahora. Ilain está al llegar. Su contador —inbuilt, regalo de la Flota— le dice que son las siete menos tres minutos, tiempo local. Pasea la mirada sin interés por la amalgama de seres. Ninguno es él, lo demás no le importa. Un androide se acerca a la barra, la mira con una invitación y una pregunta en los ojos verdes. Ella pasea la vista por su cuerpo, despacio, con experiencia. Tiene las caderas justas, estrechas, lentas, peligrosas, perfectas. Siente un calor entre las piernas y una humedad naciente. Dice que no con la cabeza, sonriendo, negándose a ceder.
—Some other time, hon.
—Sure —la sonrisa del androide, falsa, vacía, borra su deseo y se alegra.
Baja la vista un momento hacia su vaso y las caderas se pierden entre la gente, como devoradas. Se alisa la falda con cierta torpeza. La seda azul corta sus piernas morenas como el agua de una piscina; el collar de perlas se enreda con la cinta de la bolsa y tintinea cuando se inclina a asegurar la hebilla de su sandalia de piel. De improviso se siente estúpida y ridícula vestida de mujer antigua por un capricho; quisiera estar desnuda otra vez, o en traje de vuelo, cualquier cosa menos el absurdo disfraz que ha elegido: un trapo recto, ceñido, que le cubre los hombros y marca el pecho y las nalgas al caminar. Alguien le ha dicho que resulta sexy pero cualquiera sabe. ¿Cómo va a saber ella lo que le gusta a Ilain? Su maquillaje es también sencillo y anticuado: fuerte rouge en las mejillas, azul intenso en los ojos delineados de negro, largas pestañas, labios rojo escarlata que deben de haber ya perdido el color con el roce continuo de sus dientes. Se muerde los labios casi constantemente. Esperando.
Ilain ha aparecido en la puerta del Paradiso y, de repente, todo en ella se detiene, menos sus ojos que lo siguen, que lo buscan, que lo acercan. Suspira aliviada. Él también lleva un disfraz antiguo. Se ha afeitado, va vestido. Con una especie de chaqueta gris y pantalones largos, estrechos, de tela áspera negroazulada.
Sus miradas se encuentran y ella siente que algo se disuelve en su interior. El pulpo, la espera, las mariposas.
—Salve —su voz es ronca, casi un susurro.
—Salve —su propia voz tiembla y se hace grave, lejana. Hay mucho que decir y, a la vez, no hay nada. Están sus ojos, su cuerpo que la atrae como una llama y la quema y le hace daño. Se vuelve hacia la barra para romper la tensión.
—¿Bebes?
—Lo que tú.
Dos vasos y unos centímetros entre ellos y la infinita distancia de uno a otro ser. Sus manos tiemblan apenas.
—Me alegra que hayas venido.
—Tenía que venir.
Cruza por su mente la respuesta fácil: «500 unis, un buen trato, ¿no?», pero se calla, siente que no es eso. No vale esa salida. Tiembla de excitación y nota que él también aprieta fuerte su vaso. ¿Por qué éste sí y no los otros? ¿Qué tiene éste que la deja impotente, clavada como la aceleración de su delta?
—Estás preciosa.
Shere tensa los labios y baja la cabeza, incómoda y feliz.
—Me gustan los disfraces.
—A mí no me parece un disfraz; yo te veo así.
Los dos callan y se aferran a su vaso esperando que sea el otro el primero en romper la distancia, una mano en el hombro, un roce de los dedos, un encuentro casual de sus rodillas. Shere se siente abrumada y ridícula. Una mujer de su edad, con su experiencia, temblorosa como una júnior pensando en el tacto de su piel. ¿Cómo será tenerlo dentro? Caliente, firme, suave, poderoso. Su mirada se disuelve en las sombras que bailan al otro lado de la barra y, prendida en la voz de polvo y telarañas que marca un ritmo lento, se olvida un instante de sí misma, de su deseo, de dónde está y se pierde en fantasías que nadie será capaz de cumplir.
Ilain la mira así, distante, olvidada de todo y siente que su cuerpo se tensa como un arco. ¿Cómo será abrazarla, estar dentro de ella, sentirla pequeña, vulnerable por un momento antes de anularse en un quejido? Será quizá profundo y mareante como la infinita caída en el vacío de la que habla Nel, el descenso al agujero helado prendido a tu muchacha de acero que te arrastra y te sostiene, que te salva y te pierde, que es parte de ti mientras dura el acople, como una mujer.
La mano de Ilain planea unos segundos, indecisa, y acaricia lentamente la nuca de Shere, apenas un temblor, una mariposa cálida. Ella responde con un escalofrío y su mirada se vuelve íntima en unos ojos que se agrandan y destellan al encontrarse con los de él. Sus labios se tocan un instante, húmedos, y, en ese momento, la voz de Lol, profunda y sonora, desencadena en Ilain una ola de furia y un deseo de matar desconocido.
—¿Qué hay, chicos? ¿Aún en los preliminares?
Su mano ruda en el hombro de Shere.
—Ándate con ojo, compañera, el tipo es insaciable. Aún no me he recuperado de lo de anoche —una risotada—. Ilain, cariño, date una vuelta por ahí, quiero hablar con Shere.
—Ilain se queda —la voz es fuerte, decidida, hiriente.
—Como quieras, vieja —sorpresa— sólo quería decirte que es la iniciación de Maeloc y me ha pedido que te busque. Quiere que estés ahí.
—¿Maeloc?
—El alero de la Rojo-Lobo-Punta, el que tiene pinta de trovador medieval. Se estrena hoy y quiere tenerte ahí. ¿Vienes?
—Pero, ¿por qué yo?
—Cualquiera sabe. A lo mejor le gustas —otra risa obscena—. Yo he cumplido. La cosa es arriba. Sala 23. Puedes traerte a éste si no te fías de que te deje plantada. Ya sabes que estos androides tienen la virtud de desaparecer cuando una los necesita. ¡Hijos de puta! —la sonrisa es simpática, sin mala intención—. Me largo, ya sabes, sala 23.
Lol se pierde entre la gente, abriéndose camino a golpes de hombro; su paso es recio y firme pero grácil de algún modo. De piedra que se desliza. De nave insignia que rueda hacia el hangar.
—Bfáde Kuhl.
—Tiene dotes de mando. Llegará a skipper, ya lo verás. La brutalidad necesaria y esa jodida seguridad en sí misma. Y es buen piloto —Shere acaricia la mejilla de Ilain—. No te ofendas, cielo. Ella es así con todo el mundo. Ayer mismo yo también la hubiera matado.
—¡Ah! ¿Sí? ¿Por qué?
Se ha dado cuenta un segundo demasiado tarde de lo que ha dicho. Y ahora hay una pregunta.
—Cosas nuestras.
Él calla y finge darse por satisfecho. Shere se siente de pronto despreciablemente cobarde. Hay una pausa.
—Por ti. Ayer hubiera dado todo lo que tengo y lo que soy por estar contigo. Y porque no estuvieras con Lol.
—¿Y hoy?
Ella sonríe, más tranquila. Se estrechan la mano.
—También.
—Pero ayer noche estuviste con Nel —su voz es casi un susurro mientras sus bocas se buscan.
—Sí, me salvó la noche. Pero el muy bastardo se ha llevado mis gafas. Me las dejé en el bolsillo de su abrigo.
—Su famoso impermeable azul. No te preocupes, eso quiere decir que lo volverás a ver.
—¡Ah! ¿Sí?
—Siempre que pierdes algo estando con alguien que te gusta, vuelves a ver a esa persona, antes o después, y te enamoras de ella; eso se dice.
—No lo había oído nunca, pero sí me gustaría volverlo a ver; es un tipo raro pero tiene clase. Lo respeto. Mañana vamos a buscarlo y lo invitamos a un trago.
—No podrá ser. Se ha ido.
—¿A dónde? Es ilegal.
—Arriba. Creo que hacia Tau. No sé si habrá salido ya. Puede que aún se esté acoplando a su chica de acero.
—¿Nel es piloto?
—Navegante. El mejor. Su empatía con las naves es superior a la máxima. Sé que fue test-navegante pero ahora es ilegal.
—¿Por qué? ¿Qué hizo?
—No sé. Nunca me lo dijo ni quise preguntarlo.
La mirada de Shere flota en las burbujas de su vaso… Nel-navegante-piloto-ilegal… humano.
—Bueno, ¿qué? ¿vamos a verlo?
Levanta la mirada, sorprendida:
—¿A Nel?
—A Maeloc.
—Guess so.
Maeloc brillaba en la penumbra bajo un reflector anaranjado mostrando su cuerpo a los compañeros, un cuerpo fuerte y elástico, muy joven, con los músculos apenas delineados, un cuerpo de piloto, no de atleta, de humano entrenado desde su nacimiento para las violentas aceleraciones, las reacciones instantáneas, la supervivencia en combate con cualquier arma; una anguila cruzada de gato o de tigre.
Se habían perdido la primera parte de la iniciación, la parte en que el piloto se presenta, se describe y hace su desafío ritual.
—No nos hemos perdido mucho —susurró Shere al oído de Ilain—. Todos decimos el mismo blódsinn.
Él asintió. No era su primer rito de iniciación de pilotos y no le atraía mucho la idea de soportarlo; siempre era igual excepto cuando participabas. Puso la mano en la cintura de Shere y la atrajo hacia sí esperando tener la suficiente paciencia como para aguantarlo hasta el final o hasta que ella quisiera quedarse. Sabía la importancia que tenía para un piloto el estar rodeado de sus amigos o de la gente por la que, a pesar de toda su jodida humanidad o precisamente por eso, se sentía irremisiblemente atraída, como había insinuado obscenamente Lol.
Ahora Maeloc tenía que elegir su pareja de lucha, otro humano con el que demostrar lo bueno que era en combate. Como si no lo supieran todos ya. Menos él, y a él no le importaba. Los pilotos creían que lo único que cuenta es saber luchar —tener cojones—; para eso han nacido, claro. Igual que para los androides el único criterio es tener los reflejos necesarios para adaptarse instantáneamente a los deseos de su compañero de cama, hombre o mujer. Cada uno tiene su lugar en la vida, para eso ha sido engendrado, fabricado, construido, entrenado.
Maeloc paseaba la vista por la penumbra, lentamente, con una media sonrisa que sus compañeros devolvían por turnos, animándolo a decidirse. Sus ojos se posaron en Shere y le hizo una inclinación de cabeza que nadie entendió; después siguió quieto en su lugar, esperando.
—¿Has elegido, Maeloc? —gritó una voz—. Speak up, man!
La voz de Maeloc sonó clara y desafiante:
—¡Shere!
Por un instante todos los ojos quedaron fijos en ella; luego empezaron las discusiones.
—¿Estás loco, tío?
—Es una mujer.
—No puedes elegir a Shere como pareja de lucha.
—Unfair. Búscate a otro.
—Si empiezas así, acabarás remodelado.
Sin dejar de sonreír, Maeloc contestó:
—La única regla es que sea un piloto senior de mi nave. Shere la cumple.
—Pero eso nunca se ha hecho, no está prevista la lucha contra un piloto de distinto sexo.
—Nadie pregunta a los sighs si son machos o hembras en un combate.
—Pero los sighs no son humanos.
—¿Tú qué dices, Shere?
Sin poder controlar todavía su perplejidad, Shere contestó:
—Lo que se decida. —Frotó su cadera ligeramente contra la de Ilain y cambió su peso al otro pie—. Haré lo que queráis. No tengo miedo de luchar contra Maeloc pero no me parece muy reglamentario.
—Turbio, turbio —sentenció Lol—. Eres aún muy joven para buscarte tantos problemas, Maeloc. Sigue así y dentro de un año ya estarás remodelado.
—O muerto —contestó Maeloc sin perder la sonrisa.
Ilain sonrió también. Aquel tipo tenía madera de ilegal. Se preguntó si serían tan sólo fanfarronadas o si él era también de los que elegían la manera de morir. Abrazó por detrás a Shere y le susurró al oído:
—¿Qué vas a hacer?
Shere se encogió de hombros y alzó una mano para acariciar el pelo de Ilain:
—Ahora no tengo ganas de luchar precisamente.
—Yo tampoco —sus dientes se clavaban despacio, calientes, en el cuello de Shere—. Vámonos de aquí.
—Aún no. No puedo irme hasta que se decida. Pensarían que tengo miedo.
—¿Y no lo tienes?
—No. Yo nunca tengo miedo.
Ilain sonrió para sí y la abrazó más fuerte.
—Yo sí —susurró a su oído.
Una voz de borracho gritó:
—Dejadlo ya, maldita sea. ¿A quién le importa ver luchar a Maeloc, o a Shere, for all that. Todos estamos hartos de verlos en el gimnasio. Vamos a acabar de una vez. Hay cosas mejores que hacer antes de volver arriba.
Muchas otras voces asintieron más o menos convencidas entre brumas de alcohol y veneno que se iban haciendo más y más espesas.
—Elige a tu androide —gritó Lol de mal humor—. Vamos a terminar. De lo otro ya hablaremos.
Maeloc hizo una inclinación de cabeza, levemente burlona y se giró hacia el grupo de androides, elegidos por sus compañeros, que esperaba su decisión; bellísimos muchachos, fantásticas cuasi-mujeres de todos los tipos raciales, de las más diminutas a las más opulentas, creados para satisfacer cualquier deseo. Naturales, adornados, bioconvertidos, cruzados de animal; dulces, agresivos, pasivos, dominadores, todos de piel sintética, adaptables a todos los deseos del piloto de la Flota.
Maeloc los estudiaba despacio, tomándose el tiempo de calcular, en su inexperiencia, cómo serían y, de vez en vez, su mirada se posaba en Shere un instante apenas, antes de pasar al siguiente androide.
—Si no fuera imposible, diría que ese hijo de puta me está comparando —murmuró con los dientes apretados.
—¿Por qué va a ser imposible? Está claro que le gustas.
—¿Tú también como Nel?
—¿Como Nel?
—A él le parecía muy natural que a un humano le guste otro. No me digas que a ti también.
—Yo en eso no me meto. Me faltan datos. Sólo estaba… stating a fact.
—Facts!
—Es un hecho que los pilotos tienen la cifra más alta de desviación estadística. Será porque siempre están en peligro o porque les gustan las emociones fuertes o será por otra cosa, pero así es.
Hubiera podido decir mucho más pero calló de improviso. No podía salirse de su papel. No quería. Él no era más que un androide. ¿Por qué tenía que preocuparse por los gustos humanos en materia sexual? Pero la dureza de Shere le contraía el estómago. Esa maldita seguridad sobre lo bueno y lo malo, ese desprecio por todo lo que no podía compartir. Y a la vez, ese deseo de acariciarla, de mimarla, de hacerle el amor no como un androide, sino como un humano, con ternura y con miedo. El miedo infinito de su horror, de su rechazo, de su desamor. Tratando de no pensar, ni siquiera en el futuro inmediato, ocultó la cabeza en el cuello de Shere.
Maeloc se había detenido ante una androide de tipo humano blanco standard, alta, pelo corto, no bioconvertida.
—Si elige a esa androide, nos largamos —siseó—. Se parece demasiado a mí.
—Nadie podría parecerse demasiado a ti, pero no te preocupes, no lo hará. Elegirá a la más diferente.
—¿Tú crees?
—Estoy seguro. Si de verdad te quiere a ti, no querrá un ersatz.
Estaba a punto de contestar «bullshit!» pero, de repente, se acordó de su androide de la noche anterior. ¿Qué había elegido ella cuando no pudo conseguir a Ilain? Lo opuesto. Lo más diferente. Algo que ni siquiera borracha habría podido comparar. Lógica de piloto. Lógica de hijo de puta desesperado.
Maeloc se detuvo delante de una diminuta androide cruzada de libélula, rozó sus pechos con las manos y le hizo una breve inclinación de cabeza. Ella sonrió y lo acompañó a la zona despejada bajo el reflector. Su piel era azul pulido y sus ojos inmensos y oscuros bajo las dos antenillas temblorosas. Tenía el pelo largo y lacio, de un negro intenso, y en su espalda nacían dos alas enormes que espejeaban la luz como pedazos de mica.
Él posó las manos en sus hombros para hacerla girar, la puso de rodillas y la penetró instantáneamente, con los ojos abiertos, mirando a Shere, siempre mirando a Shere.
Los pilotos brindaron por él, que ya era un senior, mientras Shere se refugiaba en el cuerpo de Ilain, pegado a su espalda, sin poder apartar los ojos de Maeloc que, prendido de su propio ritmo, entraba en la muchacha-libélula sin mirarla, sin ternura, sin cerrar los ojos siquiera un instante hasta el final, la vista clavada en Shere.
Por primera vez en sus vidas se sintieron perdidos en un abrazo, protegidos y liberados al mismo tiempo, sintiendo la paz de la locura que sus manos frotaban en sus cuerpos como un veneno dulce, mareante. El tacto de sus senos sobre el pecho de él, seco y tibio, como una mariposa alucinada que se quema las alas y vuelve, siempre vuelve al fuego que la mata. La humedad de su boca, de su sexo, la viscosa, caliente, pegajosa humedad y su olor de delirio. «Junto a ti nada importa; ni siquiera la vida, ni siquiera la muerte», la voz en el oído, la mano en la cintura, el miedo a perderse, la agonía, la gloria, el brillo de sus ojos entreabiertos, colores de mil mundos en su piel. Una espada caliente que traspasa, un láser que anestesia, una lanza de agua clavándola al no-ser. Sentirse en el amor como un navegante en la vida intermedia, flotando, muriendo, con todos los sentidos en alerta y el vacío a flor de piel; prendido en una trama iridiscente de estrellas escarcháis que cantan su agonía y se derriten cayendo como polvo incandescente por su espalda, por sus piernas, las caderas eléctricas de amor. Las caderas de llain pegándose a las suyas, fundiéndose en la niebla de los ojos cerrados, de los gemidos tibios como flores de luz. El olor a mujer, a deseo, a macho y hembra unidos en la misma tortura dulce y lenta. El dolor del tiempo que se aniquila a mordiscos de sus bocas, en la fricción de sus cuerpos que deja la piel nueva, reluciente, como recién creada, viva de sensaciones, de anhelo y de dolor. La tensión insostenible, fogonazo de luz y de colores, estallido de furia, nova desesperada que quema la razón y la aniquila para morir después en la dulce ceniza de las estrellas frías entre chirridos de éxtasis. Supernova y vacío. Corre el tiempo. Todo vuelve al agujero negro, al remolino, y los amantes gimen por haber encontrado lo que una y otra vez volverán a desear. Inútilmente. El mundo se disuelve en un aullido de impotencia y dolor y cae el silencio sobre la soledad de los cuerpos iluminados, fosforescentes de miedo en la penumbra.
Tendido en la cama, junto a ella, Ilain inhalaba el veneno lentamente, mirando al techo que había vuelto a estar relativamente arriba al desconectar la gravedad artificial. Se sentía casi muerto, drogado de locura; sentía aún en sus manos el contacto de la piel de Shere, su humedad, su olor, en sus ojos el vértigo de su mirada, en su mente la certeza de la imposibilidad absoluta de prolongar ese milagro que había surgido repentinamente en su vida. No debías haberte acercado a ella, idiota. Lo sabías. Sabías que te quemarías, sabías que era el final y ahora es tarde. Tendrás que arrastrar tu miserable vida sin ella, sin su cuerpo, sin su voz, sin su risa, buscando la muerte en una vana esperanza de reencuentro. Y ella te olvidará; no serás más que otro androide en un permiso, un hombre quizás en otra noche de alcohol en otro mundo lejano. Y tú estarás aquí, desgastando tu amor en soledad sobre otros cuerpos porque no has nacido en el tiempo adecuado, en el mundo adecuado, porque la vida sólo te dio la posibilidad de conocerla cuando ya era tarde para todo para los dos. En otro lugar, en otro tiempo tal vez hubiera sido posible, ¿por qué aquí no?, ¿por qué ahora no? Viviendo como ilegales podría hacerse. También de ese modo, antes o después, llegaría la muerte, pero tendría cierta dignidad mientras que así no, así era absurdo, ridículo, denigrante. Perder a Shere sólo porque era piloto y tenía que volar era dolorosamente ridículo pero, ¿para qué otra cosa servía un piloto de ataque sino para volar, para morir, para matar? ¿Para qué otra cosa invertía la Flota todo su esfuerzo creándolos de los mejores bancos genéticos humanos, educándolos, entrenándolos durante toda su vida para potenciar las características necesarias en un luchador? La Flota no podía permitir que su elemento humano cayera en absurdas relaciones sentimentales, que empezara a considerar el mundo en pareja en una sociedad perfectamente individualizada sin ningún tipo de ataduras personales. En otros mundos, algunos podían elegir entre diferentes formas de convivencia grupal, pero no en la Flota donde la vida no tiene valor, ni en la mayor parte de los mundos federados donde cada ser ha sido creado con una función específica.
Y Shere había nacido para piloto de ataque; una y otra vez sería remodelada para ello en caso de necesidad. Ella, por encima de todo lo demás, por encima de cualquier afecto, de cualquier dolor, era piloto, pertenecía a una escuadrilla, a una punta de flecha, a un subsector, a una nave-madre, a una nave insignia, a la Gloriosa Flota Interestelar de los Mundos Federados y eso era más de lo que él podía ofrecerle. La estabilidad, la seguridad, la sensación de pertenecer a algo, de tener un objetivo concreto en la vida, el vivir por algo y para algo, legal, correcto, moral era todo lo que él no podría nunca darle. O quizá sí, pero dentro de un código restringido, válido para ellos dos y para unos cuantos miles de desesperados más, ilegales, inexistentes. Su amor, caso de existir, caso de que para ella no hubiera sido sólo piel, no sería nunca bastante para compensar todo lo que perdería. Él no podría nunca llenar su vida sólo con su amor, con sus besos, con su entrega absoluta. Ni podría pedirle nunca que se atara a tierra por él. Creía saber cómo se sentía un piloto sin el espacio exterior. Pero era doloroso, absurdamente doloroso porque él sabía que tenía que ser así. Sabía que sólo tenían horas, días tal vez si ella estaba contenta y luego la nada, el vacío, el agujero sin fondo que no se podría llenar. Otra vez en tinieblas después de haber visto la luz.
Shere tampoco dormía pero estaba tan en paz con el mundo que se negaba incluso a cambiar de posición para no estropear el milagro de felicidad que experimentaba. Nunca antes se había sentido tan serena, tan colmada, tan cerca de otro ser. Estar con Ilain le había dado algo que ni siquiera sabía que existiera: la calma, el deseo de muerte que no viene del hastío, ni de la rabia, ni de la desesperación. El simple deseo de anular la vida para no corromper la perfección del momento. Sentía aún a Ilain dentro de sí, dentro y fuera, en cada milímetro de su piel; su voz, sus ojos, sus manos, su cuerpo. Cada caricia era un recuerdo ardiente, cada palabra un mundo a su medida, cada segundo un momento mágico de un tiempo que pronto perdería. Gimió en silencio. Aquello no era sólo piel. Estaba loca, loca de amor por aquel ser extraño que le había dado un mundo en una noche, un mundo donde podía imaginarse viviendo con él ilegalmente, a pesar de todas las reglas y las normas, a pesar del castigo, a cambio de volver a sentir aquella calma desconocida, aquella ausencia de deseos y odios en lucha dentro de sí. Y, sin embargo, sabía que era imposible. ¿Qué vida le esperaba si se ataba a Ilain? Carecer de existencia oficial, el constante peligro de la remodelación o de la muerte porque el sacrificio es imposible para un desertor, el desarraigo de todo lo que para ella era o había sido importante, perder su nave, no volver a volar. Y todo por los besos de un androide, por sus caricias, por su voz. Era absurdo, absurdo y, en cierta manera, también humillante. Cerró los ojos tratando de dormir, sabiendo que no podría. Demasiadas cosas en su cabeza, demasiados sentimientos para un piloto, demasiados recuerdos de miradas intensas. Ilain, Nel, Maeloc, los ojos de Lol.
Se giró levemente y rozó el hombro de Ilain con los dedos. Frío, tenso, como si hubiera muerto.
—¿Estás bien? —su voz, poco acostumbrada a la ternura, era ronca y grave.
—No.
—¿Cansado?
—No.
—¿En qué piensas?
—En ti. Y en Nel. No volveré a verlo. Tampoco a él.
—¿Qué te pasa, Ilain?
—No lo sé, Shere. No puedo más. Estoy cansado por dentro. Estoy triste. Tú no puedes comprenderlo. ¿Cómo vas a comprenderlo? Tú eres algo, alguien. Eres piloto, tienes tu sitio en el universo, tienes la capacidad de aceptar y obedecer aunque no sientas así ni puedas entenderlo. ¿Cómo vas a entender lo que me pasa?
—Tú también tienes tu sitio, Ilain. Tú también has sido creado para algo concreto, como todos nosotros. Y eres el mejor. Lo sabes. Yo nunca me había sentido así con nadie. Eres tan diferente, tan maravilloso que me das miedo.
—¿Yo a ti? —había incredulidad y una burla casi cruel sepultada en sus ojos. Dejó el inhalador y la abrazó fuerte, rodeando con un brazo su cintura y dejándose caer sobre ella como si quisiera fundirse con su cuerpo.
—No quiero hablar más por ahora, Shere. Sólo quiero sentirte mía mientras pueda. Let go, sweetheart.
Ella se relajó lentamente, perpleja aún por la intensidad de sus sentimientos, y se abandonó en silencio a sus caricias, negándose a pensar.
—Soy tuya —le susurró—. Sabes que ahora soy tuya.
—Te quiero, Shere.
Después de complicados trámites, largas conversaciones y sutiles sobornos, Nel se hallaba por fin a solas con su chica de acero. No era el último modelo, no estaba en perfectas condiciones, su equilibrio mental era probablemente caótico, pero era suya, al menos por el momento. Al cabo de un tiempo que le parecía casi infinito iba a volver a volar y la sensación de inminencia lo ahogaba. Esperó unos segundos en completa inmovilidad en el centro del cubículo controlando los indicadores con sus cinco sentidos normales y con los otros tres especiales que sólo poseen navegantes y pilotos; era consciente de que también la nave estaba haciendo una primera apreciación de él.
—Me llamo Nel. Soy ilegal —dijo por fin con su voz rota.
—Si eres buen piloto, eso basta. Yo no tengo una moral humana. Deberías saberlo.
—Lo sé. Pero me gusta empezar con las cosas claras.
—De acuerdo. Llámame Lea. ¿OK?
—¿Podrías hablar un poco más bajo y más lento?
—Claro —dijo Lea con su nueva voz.
—¿Quieres conocerme?
—Acomódate cuando estés listo.
Nel empezó a desnudarse lentamente, tirando las prendas a un rincón.
—Tienes un incinerador a tu izquierda. Soy un modelo antiguo pero no tanto.
—Una de mis absurdas manías es tenerle amor a mis cosas. Soy horrendamente posesivo, ya te darás cuenta.
—Y cuando tu ropa se pone inservible ¿qué haces?
—La lavo.
—¿La lavas? ¿Con agua?
—La ginebra es demasiado cara y sería un desperdicio.
—Termina de una vez, estoy deseando conocerte. Eres el tipo más raro que he tenido dentro.
Riéndose todavía de la obscenidad del chiste, Nel terminó de desnudarse y se tumbó en el atalaje que había en el centro del cubículo. Inmediatamente empezó a sentir en toda la piel el contacto pegajoso de los sensores como una multitud de animalillos que le chuparan en un vago temblor erótico; luego el frío de los puntos de anestesia, las agujas que renovarían su sangre mientras durara el viaje, las sondas nasales, la masa viscosa que sellaba los ojos, el spray que conservaba la piel, el ajuste de oídos y orificios de evacuación, la suave entrada del líquido que cubriría su cuerpo por completo, el cierre de la tapa del tanque, la oscuridad total, el lento mareo de la conversión, el silencio de la vida intermedia. Después, como en un vértigo suave, el primer contacto con la mente de la nave, todos los sentidos en desorden, las palabras que se huelen, el escalofrío de color, los gritos en imágenes, las imágenes que se saborean.
Una petición:
—Déjame entrar ya hasta el fondo.
—¿Es necesario?
—Sí.
—Procede. Abajo las barreras. Conóceme, chica.
—Estás tenso.
—Sí. No me digas que no sabes por qué.
—Lo sé. ¿Quieres que te ayude?
—No puedes ayudarme.
—Fisiológicamente sí. Puedo relajarte.
—Soy tuyo, nena. Haz lo que quieras.
Mentalmente cerró los ojos, relajó las músculos y se abandonó a la maravillosa sensación de anularse poco a poco. La nave, como una mujer, exploraba su cuerpo despacio dejando una sensación de frescor y de calma por donde pasaba. Pensó fugazmente en Shere, en Ilain, los imaginó juntos y se esforzó por borrar el pensamiento para concentrarse sólo en el instante, en el tacto de la nave, en el acoplamiento que pronto empezaría, un acople más perfecto y más completo que el de Ilain y Shere, que el de cualquier otro par de seres en el universo porque, cuando terminaba los dos eran uno, un solo ser, doble, plural, más amplio que la suma de sus componentes y que empezaba precisamente donde se cerraba la maniobra de acople, precisamente donde los humanos y los androides tenían que separarse y volver a ser uno, encerrados en los límites de su cuerpo y de su mente, en la imposibilidad de formar una sola criatura con el otro ser.
Sintió una oleada de calor y de placer por todo su cuerpo inexistente; Lea lo estaba excitando, iba a llevarlo a la calma a través del delirio. Gimió débilmente sin sonido.
—¿Quieres impresiones sensoriales?
Sin ser siquiera consciente de su respuesta empezó a recibir un torrente de impulsos: la luz amarilla del amanecer en el pelo de Shere, la piel de sus muslos moteada de arena, el olor dulzón del veneno que inhalaba Ilain, los pechos de Nami rozando su espalda tanto tiempo atrás, el sabor amargo del chai de Fedora en el límite de la Galaxia, sus lagos de negrura burbujeante y cristalina, el brillo de cien mil estrellas en sus ojos y la suavidad cremosa y caliente, pegajosa, fundiendo su vientre al de una mujer sin nombre que jadeaba sobre él en la noche violeta de Tertra, el deseo sin fin, el cuerpo tenso y húmedo, los ojos de Shere agrandándose sobre un panorama relampagueante de concreciones azules de energía pura oliendo a nafta y a violetas como en el salto, la crepitación subjetiva de las estrellas dobles, el sonido más erótico del universo que empezaba con un bajo profundo punteado de estallidos de fluorescencia malva y subía en progresión intolerable hasta un agudo gimiente que rasgaba los nervios y dejaba un sendero de plata en las venas, un ahogo en el pecho y una voluntad ciega de aniquilarse, de derramarse en la nada hasta la última gota de vida.
—Me matas, me matas —gimió sin palabras en un estremecimiento de locura.
Lea mantuvo el orgasmo unos segundos más, bajando; una vibración que se iba haciendo juguetona deslizándose por sus centros nerviosos hasta hacerse imperceptible. Y luego la calma, el abandono, el no-ser.
—Te quiero, Lea —susurró en una oleada de amor y agradecimiento—. Hacía tiempo que nadie me comprendía así.
—Soy una buena nave, te lo dije. Y me gustas.
—No me lo habías dicho, pero es igual, tú también me gustas. ¿Me dejas hacer algo por ti?
Lea sonrió con una crepitación que olía a naranjas:
—Más tarde. Arriba. Cuando estemos fuera. Tú y yo vamos a hacer un gran viaje.
—¿Hace tiempo que no vuelas?
—Acabo de volver pero mi piloto era un imbécil; tenía tanta empatía como un funcionario estatal.
—¿Y qué fue de él?
—Lo quemé. Discretamente, claro. Fallo cardíaco irreparable. Ya me encargué yo de que fuera irreparable.
—¿Una muerte bonita?
—No. No se lo merecía. Lo quemé con su horror, con sus propios fantasmas. Lo fundí.
—¿Trató de hacerse contigo?
—Quiso destruir la dualidad, pero era un idiota. No pudo. Por eso necesitaba urgentemente otro navegante.
—He tenido suerte.
—Yo también.
¡Qué hermosa la vida en la nave! pensó Nel; la conversación con y sin palabras con otro ser que te entiende, que está dentro y fuera de ti, que no miente, que no finge, la relajación absoluta de la ausencia de convenciones y barreras. ¡Qué hermoso, qué hermoso!
—¿Fase de acople, piloto?
—Adelante, Lea.
Lo borró todo de su mente menos el deseo de fundirse con ella, de ajustar uno a uno sus sentidos con la maravilla bioelectrónica que era su nave. La sintió entrar lentamente, con infinito cuidado en todos sus centros sensoriales, tanteando, sin prisa, con amor, y, de repente, se produjo el milagro. Sus ojos, no los ojos de carne que descansaban en el tanque bajo la masa de sellado, se abrieron y vio el espaciopuerto con la vista de Lea y con la suya propia: fantasmas de energía coloreada que se agitaban en una danza sin música, formas vivas de objetos inanimados pulsando a su alrededor.
—¿Ves?
—Veo.
Sus sentidos empezaron a registrar los cien mil sonidos de las formas danzantes que ululaban, crujían, murmuraban, sonidos inaudibles para un humano solo o una nave sola. Olores, sabores, tactos que Nel asociaba arbitrariamente con vino, con grasa, veneno, perfumes, helados y Lea convertía en código numérico que representaba lo mismo sin asociación.
—Vista OK. Olfato OK. Oído OK. Gusto OK. Tacto OK.
—Comprobamos. ¿Qué hay debajo de nosotros?
—Helado de crema al limón que suena como una cáscara pisoteada. Es rojo y huele a azucena. Suavecito. Leo que la pista está preparada. Podemos perdernos. Subir.
—Lectura correcta. Yo recibo lo mismo. Te imprimo las coordenadas en punto 24.3.000000111 de tu cerebro.
—Correcto. Lo tengo.
—¿Intuición? ¿Riesgo? ¿Deseo?
—Todo limpio en el cuadrante anaranjado, el riesgo es del tres por mil en el subsector con olor a clavel pero quiero pasar por ahí, porque suena como una flauta en un cañón de roca. Si tardamos cuarenta minutos más será impracticable, cambiará a azafrán y se pondrá rugoso.
—El cálculo estadístico lo confirma.
—Tiene que confirmarlo. Sé que será así.
—De acuerdo, entonces está claro. Acople concluido. ¿Me sientes OK?
—Perfecto.
—¿Nos vamos?
—Un segundo. Quiero comprobar. Sí. He visto la Rueda. Nos vamos.
—¿Algún capricho especial?
—¿Sabes qué es un saxo?
—Un instrumento musical humano. Cayó es desuso hace más de mil años.
—En mi mundo no. ¿Sabes cómo suena?
—Puedo buscarlo. Es cuestión de segundos.
—Búscalo, pequeña. No hay como el saxo para una despedida y para un reencuentro.
—Música de saxo para Nel. Servida.
Mientras los sentidos se distorsionaban en la aceleración de la partida, las primeras notas lentas, cálidas, goteantes, empezaban a sonar en el cerebro de Nel.
—¡Hermosa muerte, chica! —gritó Nel, exultante de felicidad, en el deseo ritual de los pilotos al dejar el suelo.
—¡Hermosa muerte, piloto! —contestó Lea, su voz llena de luz.
Luego fue la vibración del escape y el mundo exterior al prepararse para el salto. Y se fueron.
La música lenta, antigua, condenadamente triste, le rasgaba el estómago y le provocaba un deseo incontrolable de llorar a gritos pero no se sentía capaz de moverse de donde estaba. Llevaba varias horas en el local, pobre, sucio, con mesas de plástico arruinado y olor a vejez y a podredumbre; ni siquiera sabía con certeza cómo había llegado hasta allí. Recordaba con claridad la mirada de Ilain al separarse, la forma en que el viento revolvía su pelo, la posición de sus brazos, inmóviles, vencidos, el rictus de sus labios, sus hombros caídos, agobiados por un peso insufrible, su figura rota cuando lo vio desde lejos por última vez al doblar la esquina, y nada más. Las calles, la gente, los holos publicitarios, el speed-train eran después un combinado absurdo de imágenes, de olores, de sensaciones como cuando te acoplas a una nave enferma y todo está mal. Desde la noche anterior el mundo se había derrumbado a su alrededor y a cualquier parte que mirara sólo había ruinas. El día más hermoso de su vida y el más abominable fundidos para siempre, el triunfo y la destrucción cogidos de la mano como en el sacrificio. Recordó amargamente la mañana, el despertar con Ilain, su pelo de oro verde en la almohada a su lado, su piel tibia, su sonrisa —hola, mi amor—, la sensación de que el mundo era bueno, bello, mágico, de que lo único que tenía sentido era despertarse así con él para siempre, una mañana tras otra todas las mañanas de su vida; el paseo hasta su casa besándose y riendo en las esquinas, el desayuno interrumpido para caer en la cama frenéticos de pasión. La tarde, la lenta charla en que se habían contado su vida, su pasado, sus esperanzas. El juego que ya no era sólo un juego de inventar una vida en común, ilegales, piratas en su nave robada huyendo de salto en salto hasta el Confín donde él ya no sería androide ni ella piloto de la Flota, fuera de todo, de todos, con Nel por compañía ocasional y todo el tiempo del mundo para volar juntos. Creyendo en aquel juego había sido feliz, ciegamente feliz durante unas horas, olvidada de su vida real, de su compromiso con la Flota, de los compañeros, de la lucha, de la necesidad de matar que había sido implantada en su cerebro.
Y entonces, cortante como una cuchilla que se desliza de improviso, helada, por el cuello, la confesión, la verdad de Ilain:
—Yo soy humano, Shere, humano como tú.
Se había reído. Era una pieza más del juego. Obscena, una prueba de afecto e intimidad, grosera tal vez pero chistosa por lo inesperada.
—Lo digo en serio, Shere. Soy humano. Tenía que decírtelo.
La risa que se paralizaba lentamente en sus labios, el temblor incontrolable, el estómago que se apretaba milímetro a milímetro, la saliva acumulándose tontamente en su boca, negándose a pasar por la garganta, las manos crispadas que se alejaban sin proponérselo de las de él.
—¿Y la marca en tu vientre? —había preguntado casi sin voz.
—Falsificada.
—¿Y tu registro? ¿Y los controles?
—Falso, todo falso, pero bien hecho. Legal.
Un largo silencio mientras ella desviaba la mirada para fijarla en las nubes sintéticas enganchadas en los edificios del espaciopuerto.
—Fui ingeniero cibernético. Yo diseñaba androides. Creo que llegué a sentirme como ellos, a comprenderlos. Siempre me sentí atraído por los humanos, no podía evitarlo. Sabía que sería mi muerte pero lo elegí así. No fue difícil arreglarlo todo. A nadie se le habría ocurrido que un ciudadano de primera clase como yo quisiera cambiarse por un androide. Hace siete años que lo soy oficialmente así que, dentro de otros tres habría tenido que hacer algo para desaparecer sin más o resurgir modificado. Ahora ya no sé si vale la pena. Ahora te conozco a ti, te quiero a ti. Tú decides.
Lo había mirado con terror, con asco, con desprecio y con el sentimiento infinitamente humillante de seguir enamorada de él. Pudo más su entrenamiento.
—Si te refieres a si te voy a denunciar, pierde cuidado. No es mi estilo —su voz sonó insultante, un siseo de líquido sobre metal al rojo.
Él negó con la cabeza, despacio.
—No es eso. Eso no me importaría, ya ves que me he puesto voluntariamente en tus manos. Me importa lo que tú pienses, lo que sientas. Me importas tú. Si me puedes querer todavía como hace media hora.
Ella tragó saliva deseando matarlo y sabiendo que no podría.
—¿Estás loco? —su voz era ahora un latigazo.
—Supongo que sí —dejó caer la cabeza y el vaso de cristal se trizó entre sus manos.
—Sangre humana —murmuró Shere, a su pesar.
—Como la tuya —susurró Ilain sin alzar la vista.
Ella se levantó de un salto con una decisión repentina.
—Me largo.
—¿Para siempre?
—Naturalmente.
Él se levantó también y la siguió a la calle abriéndole las puertas con el contacto de su mano. Shere caminaba delante, sin volverse.
—Es lo más despreciable que me han hecho en la vida. Yo te quería. Estaba loca por ti. Hubiera desertado por seguir contigo. ¿Cómo has podido hacerme esto? Eres un traidor. Debería matarte, maldito bastardo.
—Mátame. Shere —dijo él suavemente— vas a hacerlo de todos modos si te vas ahora.
Ella se giró con violencia, los ojos llenos de lágrimas y las mejillas enrojecidas de rabia. Lo miró impotente unos segundos, paralizada. Sintió un impulso enloquecido de abrazarlo y llorar desconsoladamente contra su pecho pero lo reprimió clavándose las uñas en los puños.
—Maldito seas, Ilain —dijo con furia— maldito sea este mundo asqueroso y el momento en que te conocí. Me has jodido la vida, hijo de puta.
Dio media vuelta y se fue sin mirarlo, negándose a girarse, negándose a pensar, negándose a admitir la realidad del sentimiento que la desgarraba y le gritaba que volviera a su lado, aunque fuera sólo por un momento para sentir de nuevo su abrazo, para ver otra vez su sonrisa, para grabar en su mente la mirada de agua de los ojos de Ilain, del único ser al que se había entregado por completo en toda su vida, del único ser que la había amado, que la amaba todavía. Y que era humano.
Antes de doblar la última esquina su deseo pudo más y lo miró un segundo, empequeñecido por la distancia y el dolor. Todo su cuerpo ardió de amor por él, sus músculos se crisparon de deseo, de nostalgia. Dudó una fracción de segundo y dobló la esquina alejándose de él.
Y ahora estaba en ese local mugriento emborrachándose de desesperación, de tristeza, de conmiseración consigo misma. Horas con la vista clavada en el vaso oyendo aquella música pringosa que estrujaba el corazón con su sonido lánguido.
Casi sin pensarlo, se puso en pie tambaleante y llamó a un glider, uno de esos absurdos vehículos que flotaban a metro y medio del suelo.
—Al Paradiso —le dijo a la máquina al subir.
El glider se elevó, silencioso, y enfiló suavemente hacia el centro por calles que se iban haciendo cada vez más concurridas.
En su habitación, Ilain conectó una música directamente a su cerebro, tomó cuatro somníferos y, con la cabeza sepultada en las sábanas que aún guardaban el olor de Shere, esperó la llegada del olvido en la creciente oscuridad.
La violenta luz parpadeante le hirió los ojos al entrar al Paradiso, metió la mano en la bolsa, como de costumbre y maldijo en voz baja al acordarse de que sus gafas volaban ahora rumbo a Tau en el bolsillo de Nel. Se dirigió a un automático de accesorios y sacó unas gafas impenetrablemente negras; no había ninguna necesidad de ver más allá de lo justo para no romperse las narices al atravesar la sala hasta el bar. El griterío era el mismo de siempre, los olores también, la masa de seres en efervescencia no daba la impresión de haber cambiado desde la noche anterior, como si la realidad se hubiera convertido de pronto en una proyección tridimensional de sesión continua.
Se sentía vacía y asqueada mientras cruzaba el primer salón hacia la barra de servicio automático. No se creía capaz de soportar ni siquiera la mirada de un camarero androide. Caminaba entre la gente dando y recibiendo empujones, sin disculparse, casi sin darse cuenta, como si hubiera un cristal y metro y medio de agua entre ella y el mundo, como si el Paradiso se hubiera convertido en un inmenso acuario de peces exóticos de mirada vacía. O tal vez fuera ella el monstruo encerrado flotando entre paredes transparentes, mirando sin comprender, ignorante de la razón de su vida.
Vio un destello de cabellos rubios entre la multitud y tuvo la impresión de que su corazón se detenía. No podía ser Ilain, no podía ser. No era posible que aquel hijo de puta hubiera ido de nuevo al Paradiso, después de lo que había pasado, para seguir amargándole la vida. Aunque, al fin y al cabo, ¿por qué no?, ¿no estaba ella allí?, ¿por qué no podía él haber decidido olvidarse de todo y seguir adelante como si aquél hubiera sido un día cualquiera, uno más en su vida? Después de todo, era su trabajo, su medio de subsistencia, y elegido voluntariamente, además, para mayor tortura.
Se giró despacio, tratando de mostrarse indiferente. Unos ojos negros muy maquillados le devolvieron la mirada, unas antenillas se inclinaron graciosamente hacia ella, una invitación. Apartó la vista y se alejó hacia la barra; el androide la miró sin comprender. El incidente la había sacado de aquella semicalma podrida que había conseguido a base de alcohol e inspiraciones profundas. Sentía otra vez ese salvaje deseo de matar, de destruir lo que fuera y como fuera. Tensó los labios deseando encontrarse con una provocación, un insulto, cualquier cosa que le diera pie para volcar su odio y su rabia hacia el exterior.
—Salve, Shere. Te invito a lo que quieras.
Maeloc había surgido frente a ella, sonriente, ligeramente colgado.
—Apártate de mi camino, pervertido.
El rostro de Maeloc se crispó un instante y volvió a relajarse.
—Sólo quería charlar un rato contigo, vieja.
—Aléjate de mí o te mato.
La voz de Shere era suave pero varios compañeros se habían vuelto a mirarlos esperando un espectáculo poco frecuente. Maeloc hizo un gesto conciliador con las manos y se giró para marcharse con una mueca de incomprensión.
—See you.
—Cobarde —siseó Shere con todo el desprecio de que era capaz—. Ayer rompiste las reglas por luchar conmigo y ahora huyes. Eres un asqueroso cobarde. No mereces ser piloto.
Los hombros de Maeloc se tensaron y dudó un segundo frente a la provocación pero consiguió mantenerse de espaldas a ella. Shere, entonces, le dio una patada en los riñones que lo derribó contra una mesa.
—¡Lucha, gallina, demuestra lo que vales! —escupió ella.
El golpe había sido fuerte pero era sólo un insulto; si hubiera querido, habría podido matarlo con los pies descalzos y Maeloc lo sabía. Se levantó despacio, dispuesto a luchar. Shere dejó la bolsa en la barra, esperando. Se midieron unos segundos con los ojos y Maeloc atacó como en el gimnasio. Shere paró el golpe con el antebrazo y le dio un rodillazo en los testículos; cuando el hombre se doblaba de dolor, ella golpeó salvajemente su cuello con el filo de las dos manos cuidando con precisión milimétrica de no matarlo todavía mientras con la otra rodilla le rompía la nariz. Maeloc se revolcaba por el suelo con la cara cubierta de sangre cuando llegó Lol con un grupo de pilotos. Miró al nuevo senior que se retorcía a sus pies y se encaró con Shere.
—¿Tú estás loca o qué?
Ella se encogió de hombros.
—¿Qué ha pasado, Maeloc?
El piloto apenas podía respirar pero ya había conseguido sentarse.
—Yo creía que era una pelea entre compañeros, Lol.
Shere siguió callada.
—Yo entiendo que alguien quiera luchar, que esté hasta los cojones de descanso y necesite moverse, pero ella —sus ojos miraron a Shere sin comprender—, ella atacaba en serio, a muerte. Yo no estaba preparado para eso.
—Pues prepárate —la voz de Lol era áspera— nunca se sabe cuando un piloto durchdreht. ¿Por qué te crees que inventaron la remodelación? Todos los pilotos están locos. Venga, largo. Que te lleven a una med-shop, la cosa no es para más. Y tú, ven conmigo —dijo dirigiéndose a Shere—, tenemos que hablar.
—Pero ¿tú quién te has creído que eres? —recogió la bolsa y se la echó al hombro.
—Por si no lo recuerdas, tu inmediato superior, tu jefe de ataque de flecha, y además soy más grande y más fuerte que tú. Y mi estabilidad emocional también es mayor, así que andando.
Lol sacó del automático un paquete grande de sampa y dos vasos de plástico.
—¿Algún veneno?
Shere negó con la cabeza.
—Pues vamos a emborracharnos.
Subieron a una de las plataformas elevadoras que volaban por el local lanzando destellos de colores. Lol miraba desinteresadamente hacia la masa de seres que iba quedando abajo y Shere se observaba los pies, de un gris oscuro a través de las gafas. Saltaron en uno de los niveles superiores y empezaron a buscar un cubículo libre, sin éxito. Ninguna puerta se abrió ante ellas. Subieron al siguiente nivel por una barra móvil.
—Voll betrieb —masculló Lol.
Shere siguió callada, ignorando la mirada de reojo de su jefe.
Encontraron por fin una salita vacía que debía de haber quedado libre minutos antes porque la casa aún se ajetreaba limpiándola.
—Déjalo ya —dijo Lol en voz alta sin dirigirse a ningún sitio en particular—. Para lo que tenemos que hacer ya está bastante limpio.
La actividad de los pequeños robots cesó de inmediato y volvieron a su lugar tras la mampara de la pared; los tubos de aireación se recogieron en el techo y la ventana falsa con el panorama de holo volvió a su color lechoso de punto muerto.
—Queremos estar solas —anunció Lol—, asuntos disciplinarios. Prioridad verde tres.
La casa comprobó la voz de Lol, su personalidad y su rango y emitió un piado de asentimiento. Lol se instaló pesadamente en el sofá y, sin decir palabra, se puso a destapar la bebida, sirvió dos vasos y se bebió el suyo despacio, sin descansar. Luego lo rellenó. Shere, de pie, tomó el suyo, lo vació de un trago y volvió a llenarlo. Esperaron sin mirarse durante unos minutos. Lol sacó del bolsillo un pedazo de mirta y empezó a masticarlo trabajosamente. El silencio comenzó a hacerse opresivo.
—¿Y ahora qué? —dijo Shere, desafiante.
Lol no movió un músculo. Continuó recostada en el sofá mirando al techo.
—¿No estarás pensando en desertar? —preguntó por fin con voz neutra.
Shere la miró, sorprendida.
—Digamos que tengo una cierta experiencia en el terreno —añadió Lol—. No es aconsejable, te lo digo yo. Y además, no hay nadie que lo valga.
—Él lo hubiera valido —amargura en su voz.
—¿Quién? ¿Ilain?
Shere bajó la cabeza. Asentimiento. Dolor.
—Reconozco que tienes buen gusto, ese tipo tiene algo especial. Pero ni siquiera él lo sabe. Y ¿qué es eso de «lo hubiera valido»? ¿Te lo has cargado?
—No.
—No te preocupes. A mí puedes decírmelo. No te voy a denunciar. Y además, ¿a quién le importa la vida de un androide?, de un androide VIEJO —pronunció la palabra con una insultante claridad.
—A mí me importa —vació el vaso de un trago y lo llenó de nuevo.
—Vamos, vieja, no eres la primera que se enamora de un androide, pero esto tiene remedio y no es de lo peor que te podría pasar —dio un sorbo a su sampa cuidando de no tragarse la mirta que se había hinchado en su boca—. Lo olvidarás. Un par de semanas arriba y todo volverá a su cauce.
—No lo olvidaré, Lol. Jamás —su mirada vidriosa se perdía en la suavidad blancuzca de la ventana falsa—. Mientras viva.
—¿Qué sabes tú de eso?
—¿Qué sabes tú, maldita vaca? Siempre tan segura de todo, tan controlada, tan… tan legal —su voz temblaba y tuvo que hace una pausa para dominarla—. Tú que nunca has sentido nada ni siquiera por ti misma.
Lol se levantó despacio del sofá y se acercó a Shere que esperaba de pie, con los puños apretados, dispuesta a luchar, a matar, a cualquier cosa. Su jefe se limitó a colocarse de espaldas a ella, se levantó la corta melena negra y le mostró la base del cráneo.
—¿Qué ves?
—Remodelada —la voz de Shere era insegura, asombrada—. ¿Tú?
—Pues eso. Para que veas que no hablo por hablar.
—¿No me dirás que fue por un asunto de… relaciones personales?
Decir «amor» frente a Lol le resultaba ridículo y casi obsceno pero no se atrevió a decir «piel» por miedo a ofenderla.
—Te he dicho que tenía experiencia en estas cuestiones, ¿no me has oído?
—Tú, ¿te enamoraste de un androide?
—Eso parece. Deserté. Me encontraron. Siempre lo encuentran a uno.
—¿Y elegiste la remodelación?
—Evidentemente. Si no, no estaría aquí contándotelo.
—Pero, ¿por qué?
—¿Por qué qué? ¿El androide o la remodelación?
—Las dos cosas.
—De la primera no te puedo decir nada. Lo borraron. Sólo tienes conciencia del delito pero no te dejan nada de las circunstancias, ni nombres, ni lugares ni, por supuesto, sentimientos. Das ist der sinn der sache.
—¿Y él?
—No sé. Supongo que lo desmantelaron.
Shere sintió un escalofrío a su pesar y se tomó otro vaso. Había algo que le daba náuseas; no la idea de la muerte de otro ser, ni de su reciclaje, eso era parte de la vida. Lo que la asqueaba era la frialdad en la voz de Lol, la matter-of-factness con la que hablaba de alguien a quien había amado tanto como para desertar, alguien cuyo nombre ya no recordaba. Se imaginó a sí misma en esa situación y la idea le dio pánico. No recordar siquiera el nombre de Ilain, su sonrisa, su forma de amar. Saber que había habido alguien en el mundo por quien lo había arriesgado todo y no recordar nada de él. Era mejor su dolor de ahora. Mejor incluso el sacrificio. Mil veces mejor.
—¿Por qué elegiste la rem? —preguntó por fin, mientras se servía sampa con manos temblorosas.
—Te parece una salida cobarde, ¿no?
—Cada uno hace de su vida lo que le da la gana, pero yo hubiera apostado a que no era tu estilo —dijo sin mirarla.
—Yo también, pero ya ves —hizo una pausa—. La verdad es que yo tampoco lo sé, no me acuerdo. Pero lo he pensado mucho y supongo que fue por pura lógica. Tenía que elegir. En mi época sí era posible escoger el sacrificio, incluso para un desertor. No sé. Hubiera sido idiota matarse por alguien que ya no existía. En cualquier caso él ya no existía para mí. Lo más probable es que lo hubieran desmantelado pero aunque por un milagro él siguiera vivo, yo tenía que morir o dejarme remodelar, con lo cual llegábamos a lo mismo. El caso es que elegí la rem y no me arrepiento.
—Pero ¿no te angustia el no recordar nada de lo que fue tan importante para ti?
—Eso es lo bueno, que ya no te angustia nada.
—Sí, eso debe de ser bueno —agitó el paquete de sampa y se sirvió lo que quedaba, apenas medio vaso.
—Se te pasará.
Shere sacudió la cabeza lentamente, con la mirada perdida en el fondo del vaso.
—Pues preséntate voluntaria a la remodelación o sacrifícate por la gilipollez de haberte enamorado de un androide, si te parece una salida más heroica.
—Tú no entiendes nada, Lol, nada.
—Entiendo que eres una pobre imbécil recién salida del tanque que no ha tenido un conflicto de sentimientos en su vida y que se cree que se va a acabar el mundo porque por un momento te hayas hecho la ilusión de irte de ilegal con un androide que tiene tres años de vida, por delante. ¡Pobre inocente!
—Ilain es humano, Lol —la voz de Shere, un susurro apenas, sonó como un estampido en la pequeña habitación.
—Cuidado con lo que dices. Un piloto tiene que saber emborracharse también sin decir tonterías que puedan costarle la existencia.
—Es humano.
Esta vez sus miradas se encontraron y, por un instante, Lol no pudo reaccionar.
—¡Maldito hijo de puta! ¿Estás segura?
Shere asintió con la cabeza.
—¿Cómo lo has descubierto?
—Me lo ha dicho él.
—¿Te lo ha dicho? ¿Es que, además, es suicida?
Le temblaba tanto la voz que apenas podía contestar.
—Me quiere, Lol, me quiere de verdad. Dice que tenía que decírmelo, que quería que lo supiera, que no le importa nada más.
Las lágrimas le corrían por las mejillas y, de repente, comenzó a gemir mientras golpeaba la pared con los puños. Lol se acercó a ella y le puso el brazo sobre los hombros, con firmeza, con ternura.
—Pobre Shere, pobre, pobre muchacha.
Ella seguía golpeando la pared, de un modo maquinal, al compás de sus sollozos.
—Desahógate un poco, es natural, ahora no te ve nadie. Por suerte eres un piloto de primera y has hecho lo que debías.
Shere se giró hacia Lol, el llanto detenido en una mueca de horrorizada sorpresa.
—Te has alejado del peligro y has informado a tu inmediato superior.
—¡Yo no he informado a nadie!
—Vamos Shere —el tono era irónico y, aunque la sonrisa pretendía ser tranquilizadora, Shere estaba más allá del punto en que se la podía calmar con una sonrisa.
—Si repites algo de esto en algún sitio, te mató. Te juro que te mato y hablo en serio. De todas formas estoy acabada así que me da igual tener un cargo más. Y a ti tampoco te conviene que se sepa. Tú también has estado con él. ¿Quieres que te remodelen ahora que estás a punto de conseguir el ascenso?
Lol estaba pálida y sus labios eran una sola línea blanca, una cicatriz cortando su cara.
—Hay que detener a ese cerdo.
—Le quedan tres años, Lol —su voz era casi suplicante— deja que los viva como pueda.
—No sabemos cuánto le queda, maldita idiota —explotó Lol— ¿no te das cuenta de que es humano? Puede vivir más que tú si tiene suerte.
—Preferiría matarlo yo a denunciarlo, Lol.
—Pues hazlo.
—No.
—¿Por qué no?
—Porque lo quiero.
La bofetada sonó como un latigazo entre las paredes de plástico. Shere, pestañeando apenas, se limpió la sangre de los labios con el dorso de la mano. Cuando habló, su voz sonó firme, áspera de alcohol y llanto pero serena.
—Voy a olvidar esto, Lol; estabas en tu derecho. Pero quiero que una cosa quede clara: si lo denuncias, te mato. Pronto nos iremos de este jodido planeta, quizá para siempre. Para ti será fácil olvidar el asunto, tendrás tu ascenso y llegarás a skipper algún día, pero no digas una puta palabra a nadie si no quieres que en algún ataque te alcance una ráfaga por detrás.
Se quitó las gafas y fijó sus ojos de luminoso caramelo en los negros de Lol, sus pupilas dos puntos diminutos. Sostuvo la mirada unos segundos, recogió la bolsa y se marchó en silencio, tambaleándose. Lol se dejó caer en el sofá y ocultó la cabeza entre las manos.
Nel flotaba en el caliente balanceo de la vida intermedia saboreando el tiempo de individualidad en que nave y navegante se retiraban a sus propios mundos, un tiempo necesario para los dos porque el peligro de contaminación mental era alto para dos seres en simbiosis prolongada y, de vez en cuando, ambos deseaban un pequeño alejamiento de las estructuras cerebrales del otro. En ese tiempo Nel solía preguntarse en qué se ocuparía la mente de Lea, ¿en recuerdos, como él?, ¿en planes de locura, en esperanzas vanas? ¿Se perdería tal vez en sus brillantes laberintos de abstracción, su mente un destello espejeando un camino vedado a los humanos? A veces, muy pocas, envidiaba a los seres bioelectrónicos; otras le daban lástima, según el humor del momento. De todas maneras, en todos los grupos había rebeldes, seres que se salían de las normas previstas, que deseaban algo distinto de aquello para lo que habían sido creados. Lea era así y por eso le gustaba. Esa era su loca esperanza del momento: convencerla de huir con él, desligarse de Vigilancia y volar juntos a Mann.
Millones de chispas de colores levemente punzantes como un baño de burbujas se arremolinaban en su cerebro enmarcando las nítidas imágenes soñadas; las sentía pasar por su cuerpo inexistente y rozaba con la lengua su misterioso sabor eléctrico que despertaba apenas una asociación antes de desvanecerse. De pronto apareció en su mente el recuerdo de Ilain y todo se tiñó de azul y de sabor a almendras. Ilain —se dijo— y la palabra sin voz reverberó en su mente como una espada de plata en un lecho de seda. Sólo la palabra lo llenaba de una infinita tristeza, sin destino y sin futuro. Te llegará la muerte en forma de mujer como siempre has querido. Nunca más nos veremos, amigo.
Se asustó de sí mismo, de lo que acababa de formular y fue descomponiendo la frase, palabra por palabra, arrancando sílabas y sonidos como piedras de un mosaico, lanzándolas al agujero sin fondo, profundo y frío, de una negrura transparente, que estaba arriba y abajo, delante y detrás de él. Te he querido siempre, Ilain, siempre admiré con respeto tu decisión, pero siento perderte. Ya no quedan muchos como tú. El Universo por fin está cambiando de veras, estamos dando el gran paso al frente al borde del abismo, ya casi somos la unidad que buscamos desde hace milenios, todos felices y perfectos colaborando para el bien común, todos hermanos, tarados por el eterno tabú del incesto para poder aplicar nuestro esfuerzo a metas más altas. Ilain, tenía que haberte traído conmigo, y quizás a Shere también, pero no importa. Tú ya estás perdido. Lo estás desde siempre, desde que decidiste cambiar de papel y lo sabes, y lo aceptas. Y ella, ella no es como nosotros. Shere es una digna hija y esposa de la Flota. Puede ser adúltera, tal vez, pero no desertará, no con un humano. Antes se entregará a esa carnicería del sacrificio, orgullosa de servir a sus altos ideales. ¡Qué absurdo momento nos ha tocado vivir, viejo!
—Piloto, déjate de filosofías baratas y vuelve a la vida.
—¿Estabas espiando, Lea?
—Hay algo en la próxima intersección.
—No hay problema, es un ilegal.
—¿Intuición?
—Claro.
—¿Lo freímos?
—No seas idiota, es de los nuestros.
—¿Desde cuándo soy yo ilegal?
—Desde este mismo instante, si quieres.
—¿Es una oferta?
—¿Tú qué crees?
—¿Y yo qué ganaría con eso?
—A mí.
—What a death!
—¿Y yo?
—¿Tú qué?
—¿Qué ganaré yo?
—A mí. ¿No es eso lo que quieres?
—Si tuvieras orejas te compraría unos pendientes de plata, Lea, para sellar el compromiso. El oro es demasiado legal.
—Cómpramelos.
—¿Lo dices en serio?
—¡Qué idiotas sois los humanos! Compartes mi mente, ¿no sabes que hablo en serio?
—En el próximo mundo ilegal que toquemos los tendrás.
—Yo te daré algo que puedas llevar en tu roñoso impermeable cuando estés abajo.
—You won me, Lea.
—I know?
—Did I?
—Claro, tonto.
La violenta iluminación de la calle principal de Puerto Lobo le hirió los ojos al salir de la negrura impenetrable de su cubículo de descanso, un miserable cuartucho por el que pagaba una pequeña fortuna en unidades clandestinas a cambio del dudoso placer de disfrutar de todo lo que el asteroide, el más famoso puerto franco del sector, la mayor concentración de ilegales, podía ofrecer al turista ocasional, en su mayor parte comerciantes, contrabandistas, soldados y pilotos que aprovechaban su permiso en Mann para fletar una nave ilegal y pasar discretamente unos días en Puerto Lobo jugándose siempre la reputación y, casi siempre, la vida.
Había salido desnuda por costumbre y le sorprendió desagradablemente el frío de la calle, quince grados, sin viento. Entró de nuevo al Complejo de Reposo y en la sala de automáticos tomó un baño de impermeabilizante por tres veces su valor, sacó unas gafas oscuras y una tableta masticable de alimento superenergético que, por un momento, la hizo sentir de nuevo como una niña, como cuando con otros compañeros de la Casa se gastaba su asignación mensual en masticables proteínicos para huir de la espantosa rutina de la carne con verduras y salsa de huevo.
Pasó por el cubículo de Maeloc y decidió invitarlo a acompañarla en su primer contacto con Puerto Lobo. Habían bajado juntos desde Puerto Edén, su punto oficial de permiso, en una nave de carga de donde habían desembarcado horas antes con la sensación de haber sido descoyuntados sistemáticamente.
En los últimos tiempos, Shere y Maeloc habían comenzado una amistad con reservas que se había ido intensificando poco a poco en docenas de conversaciones, paseos por la nave, luchas privadas en el gimnasio y alguna que otra borrachera a pesar de las prohibiciones sobre el consumo de drogas a bordo. Aunque era varios años menor que ella, Shere lo sentía como una especie de compañero mayor, de superior espiritual que al mismo tiempo retorcía su alma y sus convicciones y le daba estabilidad, fuerza, una forma nueva de ver el mundo, una energía desconocida. Ella sabía que estaba alcanzando esa fuerza de modo ilegal, sabía que era un wild-side-walk que en algún momento no tendría regreso pero se arriesgaba todos los días, cada día un poco más, para descubrir lo que estaba en su interior, lo que Ilain había puesto en marcha dentro de ella. Con Maeloc se había atrevido a hablar del amor humano; durante largas charlas habían discutido sobre el derecho individual a hacer lo que uno quiera consigo mismo siempre que no atente contra la misión en la vida y aunque, aparentemente, ninguno podía convencer al otro, Maeloc había comenzado a aceptar que el riesgo de perder de vista el compromiso con la Flota era en verdad muy alto y Shere empezaba a comprender que el suyo no era el mejor de los mundos si un humano no tenía mayor campo de acción que un automático de bebidas.
Maeloc era tierno, alegre, loco y un poco ingenuo; despiadadamente pesimista, se empeñaba en vivir hasta el límite cada situación que la vida le ofrecía. Su inteligencia y su amoralidad lo convertían en un ser peligrosamente atractivo y, paradójicamente, muy vulnerable. Shere se preguntaba con frecuencia qué error se habría cometido en su fabricación para hacerlo así y cómo habría sido capaz de pasar todos los controles hasta llegar al grado de humano adulto y piloto de la Flota. Al parecer, Maeloc había encontrado el punto de equilibrio en una esquizofrenia que le permitía tener dos máscaras perfectas, completas con su juego de inflexiones, gestualidad y dilatación pupilar y pasaba de una a otra cuando la situación lo requería dejándose siempre la libertad, lo que él llamaba «mi libertad humana», de entrecruzarlas de vez en cuando para sentir la punzada del riesgo social, del peligro cotidiano.
Shere le proporcionaba el público que necesitaba para que su faceta de ilegal se desplegara ante sus ojos y creciera con cada protesta de ella, con cada argumento, con cada discusión. Y ella, a veces, se dejaba llevar, fascinada, al mundo de esa libertad donde todo parecía lógico, justo y necesario, hasta las mayores aberraciones. Por eso estaban ahora en Puerto Lobo, porque Maeloc la había persuadido de que era absurdo pasar todo el permiso en Puerto Edén, un mundo entre millones, pudiendo acercarse al lugar más estimulante de Mann. Sabían que Lol los buscaría como un perro rabioso por todos los locales de Puerto Edén, sabían que haría todo lo posible por probar que habían estado AWOL unos cuantos días pero, de alguna manera, cuando estaban juntos y hablaban de ello, se les saltaban las lágrimas de risa. Lol persiguiéndoles por Puerto Edén como hacía constantemente en la nave, sin encontrar nada.
Nunca encontraría nada porque no había nada que encontrar. Aparte de los pequeños seitensprünge con el reglamento, no había nada ilegal entre ellos. Hablaban, bebían y eso era todo. Maeloc lo había intentado varias veces, terapéuticamente, decía, pero Shere estaba firmemente en contra. Si alguna vez volvía a tener relación con un humano, sería con Ilain; sólo él podría hacerle superar el horror de aquel primer impacto. Si no había amor, era sólo piel y si era sólo piel, no era necesario que fuera más que un androide. Algún día, en algún permiso, volvería su nave y entonces se sentiría capaz de acercarse a Ilain y entregarse a él sin horror y sin culpa pero, mientras tanto, Lol buscaría en vano.
Salieron juntos a la calle cuando Maeloc encontró una ropa de su gusto y se lanzaron a pasear sin rumbo, sin saber bien qué buscaban. Gente de todas las razas se cruzaba en su camino entre un tráfico imposible que circulaba en flotadores a tres niveles, de la calzada a la zona más alta de los edificios. Los locales más baratos abajo, en el primer nivel, los más caros en el último; los vendedores ambulantes, los adivinos, los luchadores, los profetas, los humanos en venta se deslizaban lentamente en pequeñas plataformas circulares cambiando constantemente de altura. Shere los observaba intensamente, desde una distancia agresiva que Maeloc llamaba «su torre de combate»; él, por el contrario, miraba fascinado, con los ojos brillantes, la amalgama de seres que lo ofrecían todo, todo, sin limitarse a las normas de nadie. De repente, en una esquina, lanzando un grito de júbilo, la levantó en vilo y empezó a dar vueltas con ella.
—¡Estamos en Puerto Lobo, vieja, estamos en Puerto Lobo!
—¡Bájame inmediatamente, idiota!
Maeloc la soltó sin una palabra y siguió caminando.
—Estás loco, Maeloc.
—No me digas…
Al cabo de unos metros, Maeloc se detuvo furiosamente y la miró.
—¿Es que no te das cuenta, imbécil? Esta gente está viva, VIVA, maldita sea. Tal vez no sean felices pero están vivos. Todos hacen algo, todos luchan, todos tratan de sobrevivir a su modo, corno sea. No esperan a que les den de comer a sus horas y les digan lo que tienen que hacer cada jodido segundo de su vida. ¿No lo ves?
—¿Y por qué no lo dejas todo y te quedas aquí?
Maeloc la miró como si estuviera a punto de darle un puñetazo.
—No entiendes nada, estúpida. ¿Qué coño iba a hacer yo en Puerto Lobo para siempre? Yo soy piloto, piloto como tú. Y además, para ponerlo peor, piloto de ataque. No sé hacer otra cosa, no me han creado nada más que para eso. Ni siquiera podemos hacer volar otra cosa que no sea un Delta Max. Si fuera navegante, me quedaría, para un navegante siempre hay trabajos, con su superempatía y la perfección de sus sentidos especiales. Nosotros sólo podemos usar los nuestros para infiltrar una trama sigh o salvar la piel en un ataque circular y eso no se vende en el mercado ilegal —miró alrededor tratando de recuperar la respiración normal—. Si fuera navegante, me quedaría, te lo juro. Como no lo soy, disfruto mientras puedo de estar aquí. Y ahora o te callas o te vas o pones otra cara, pero deja de joderme la fiesta con tus prejuicios.
Shere se mordió los labios.
—¿Qué planes tienes?
Maeloc miró al cielo, turbio de polución, de un extraño color canela.
—Por lo pronto quiero comer algo. Luego voy a buscarme una mujer humana que sea una mujer no un piloto galáctico entrenado para ser mi hermano. Y si todas nuestras discusiones hubieran servido para algo, tú vendrías conmigo y saldrías de una puta vez de esa costra de metal que se te está pegando al cuerpo.
Dio media vuelta y siguió caminando sin mirar atrás. Shere vio en su espalda el daño que le había hecho y sintió un impulso de alcanzarlo, disculparse y seguir descubriendo juntos las calles de Puerto Lobo, pero no lo hizo. Dejó que se perdiera entre la gente y se alejó en otra dirección. No quería dejarse arrastrar una vez más a aquella alegre locura artificial de los últimos permisos. Quería estar sola, sola como había estado siempre salvo aquellas veinticuatro horas en que por única vez en su vida había sentido la paz de la dualidad como dicen que la sienten los navegantes.
Entró en un local del primer nivel y pidió un vaso de ajía, el licor más típico de la zona, mientras sentía que el pasado se derramaba de nuevo sobre ella como una miel dulce y venenosa. Se quitó las gafas y se cubrió la cara con las manos tratando de no volver a pensar en él, de no caer de nuevo en el mismo carrusel sin sentido de recuerdos y reproches. No debía haber venido a Puerto Lobo, ese mundo la deprimía demasiado con su aureola de esperanza para los perversos. Allí hubiera podido quizás escapar con Ilain hacía tiempo, ser feliz con él, pero ¿cómo? Tenía razón Maeloc. ¿Qué hubiera hecho ella para sobrevivir, para olvidar su vida, su nave? Habría esperado todos los días en alguna parte a que Ilain volviera, asqueado, agotado de cumplir su trabajo con algún piloto como ella lo había sido. Se sentía primitiva y absurda cuando pensaba así pero no podía soportar la idea de que Ilain le hiciera a otras mujeres lo que le había hecho a ella, que sus caricias, que su voz fueran para otras. Se esforzaba por convencerse de que un androide o un humano eran lo mismo: una habitación de hotel, un cubículo de reposo que ofrece a todos los que lo habitan el mismo confort y los mismos servicios. Nadie en su sano juicio se ofendería porque su cuarto, que sólo es suyo durante un par de noches, haya sido o vaya a ser de otros. Y, sin embargo, le dolía pensarlo y el pensamiento le envenenaba la mente y le daba un deseo de aniquilamiento que cada vez tardaba más en controlar.
—Salve, piloto. Siempre que te veo tienes un vaso en la mano. Morirás joven.
Alzó la mirada, sorprendida, pestañeando locamente al retirar las manos de los ojos. De repente se encontró con unas gafas oscuras sobre la nariz que se adaptaban maravillosamente a los contornos de su cara.
—¡Mis gafas!
—Soy un tipo decente. Las he llevado siempre en el bolsillo, todo este tiempo, por si te encontraba en algún lugar.
—¿Qué haces aquí?
—Ahora vivo aquí, de momento. Mi chica es muy exigente pero hemos llegado a un buen acuerdo; aunque casi siempre estamos arriba, hay temporadas en que necesito bajar a estirar las piernas. Vamos, más bien a recordar que las tengo. Lea es posesiva pero bastante considerada.
—¿Lea es tu nave?
—Es un modo de decirlo. ¿Me siento?
Shere le hizo un gesto de invitación con la mano mientras sacudía la cabeza como si acabara de salir del agua. Apenas podía creer que fuera realmente Nel el que estaba sentado frente a ella. Si se concentraba un poco, podía sentir que no había pasado el tiempo, que ahora estaba con Nel desayunando y pronto, muy pronto, llegaría la hora de su cita con Ilain.
—Así que lo has conseguido —dijo por fin, levantando el vaso hacia él.
—¿El qué? —sus ojos se estrecharon hasta casi cerrarse.
—Esto —su gesto abarcó el local, el planeta— tu nave, la huida, la libertad.
—¿Te conté yo eso? —había incredulidad en su voz.
—No, tú no —tragó saliva, se quitó las gafas—. Fue Ilain.
—¡Hijo de puta! ¡Contando mis sueños a su bella desconocida! —tensó la mitad de la boca en algo parecido a una sonrisa—. Brindo por él.
Shere tenía los ojos fijos en el centro de la mesa y sus manos apretaban rítmica, lentamente los bordes del vaso de plástico. Por fin preguntó en voz baja:
—¿Lo has visto últimamente? ¿Cómo está?
—Mejor que en todos los jodidos días de su vida. Ahora es feliz.
—¿Sí? —el dolor en la garganta era tan intenso que el sonido salió ahogado, perdido.
—No me digas que no lo sabes, piloto. Su compañera actual es como la mía, como la tuya incluso; posesiva y exigente pero muy dulce —se bebió el vaso de un trago y se levantó a buscar otro.
—¿Es humana?
Shere se ahogaba en cada pregunta pero necesitaba saber, saberlo todo. Nel estaba cada vez más tenso debajo de su calma aparentemente indestructible.
—Venga, piloto, deja de jugar conmigo. Lo sabes tan bien como yo, lo sabes mejor que yo. Tú lo denunciaste.
—¿Qué? ¿Ilain está…? —su cuerpo se negaba a controlar los procesos necesarios para terminar la frase. Nel lo hizo. Brutal, salvajemente, mirándola a los ojos:
—Muerto. Sí. Ilain está muerto. Dead. Tot.
—¿Cuándo? ¿Cómo? —las preguntas se expresaban más con el cuerpo que con la voz. La boca entreabierta, los ojos dilatados, la temblorosa inmovilidad de sus músculos.
—Lo denunciaron anónimamente poco antes de que subiera tu nave. Una mujer. Antes de que entrarais en el salto, Ilain ya no existía. Son muy eficientes en ese sector.
—¿Cómo sabes todo eso?
—Tengo algunos amigos. Cuando volví, había pasado bastante tiempo pero aún pude encontrar algo. Y había un mensaje también.
—¿De él?
Nel afirmó con la cabeza.
—¿Para ti?
—Sí. Cuando van a buscarte, te dejan cinco minutos para eso, para un mensaje.
Shere lloraba lentamente, sin sollozos, sin vergüenza, sin orgullo. Nel la miraba, primero sorprendido, luego, poco a poco, casi feliz.
—¿No fuiste tú?
Ella agitó la cabeza, sin dejar de llorar.
—Yo lo quería, Nel, lo quería. Hubiera desertado por él hasta que me dijo… Tú lo sabías, ¿verdad?, desde el principio. Y ahora, todo este tiempo he tratado de superarlo, de reconciliarme con la idea de que amar a un humano no es una monstruosidad. Ya casi lo había conseguido. Entonces quería ir a buscarlo y ahora… ahora ya no, ya nunca…
Nel le tomó las manos, que temblaban sobre la mesa, y las apretó entre las suyas.
—No te tortures, Shere. De eso ya pasó mucho tiempo.
—Para mí no, Nel. Para mí todo sucedió ayer, incesantemente. Para mí Ilain estaba vivo hace cinco minutos. Sigue vivo ahora aunque su piel acaricie la piel de otra mujer. Está vivo y piensa en mí.
—Shere, en su mensaje decía dos cosas, una referida a ti y otra para ti.
Ella lo miró expectante.
—Acabo de perder lo que más me importa en el mundo, decía, y luego, si alguna vez ves a Shere, dile que la he querido, que la quiero todo lo que un hombre es capaz de querer a otra criatura, que la comprendo y que deseo de todo corazón que sea feliz, que lo sea también por mí.
Shere sostuvo su mirada un momento y luego se tapó la cara con las manos y empezó a llorar violentamente, olvidada de todo. Nel se levantó y volvió con dos vasos.
—Bébetelo. Por Ilain.
Tratando de controlar el temblor de su cuerpo, tomó el vaso y lo vació de un trago.
—Y ahora vamos a salir de aquí y vamos a ser felices un rato por él, como él quería.
La cogió de la mano y la levantó de la mesa.
—Y hoy sin sangre, por favor.
Ella sonrió apenas.
—Ya te saqué una vez de líos, lo voy a hacer hoy de nuevo, pero no te acostumbres, piloto.
—Gracias, ilegal —dijo casi sin voz; luego corrigió— navegante.
—Llámame Nel —contestó con su voz rota, que temblaba.
—¿Qué te pasa, desastre? Te dejo unos días en tierra y vienes deshecho. Si sigues así voy a tener que encerrarte en el tanque para siempre.
—Lea, por lo que más quieras, ya he tenido bastante. Déjame acoplarme y quítame esta resaca como sea. Luego puedes hurgar lo que te dé la gana y enterarte de todo.
Nel se tumbó en el tanque lenta, pesadamente, con la desesperación y el alivio de quien entra en su ataúd para siempre. Había vuelto a la nave porque era el único sitio que tenía pero no le hubiera importado acabar muerto en una calle de Puerto Lobo después de aquellos días. Habría sido una buena muerte para un ilegal pero se le había acabado el dinero, el alcohol y la capacidad de desear, de desear cualquier cosa, la vida, la muerte, a Lea, a Shere. Cuando pensaba en ella, sentía el impulso de aullar hasta desgarrarse la garganta y ni siquiera sabía por qué. Sólo sabía que la había deseado, que la había querido, que le había hecho el amor sin conseguir tenerla, sin poderla retener; que habían estado juntos unas horas enlazándose y mordiéndose con el fantasma gris de Ilain entre sus cuerpos. Y luego ella, con los ojos abiertos en la penumbra malva, lo había insultado en voz baja, serena, su cuerpo frío y ausente, muerto. Muerto como Ilain.
—Mi vida es un paseo entre los muertos.
—Sólo estás cansado, Nel, y triste. Eso tiene arreglo.
—Yo no quiero un arreglo, Lea. Quiero que se acabe.
—Eso también tiene arreglo.
—Pues arréglalo. Por lo que más quieras.
—Tú eres lo que más quiero. Además de que los organismos bioelectrónicos, oficialmente, no tienen capacidad de amar… No está en su naturaleza.
—No estoy para juegos, Lea.
—Ya lo sé.
—Se va a sacrificar, Lea. Esa imbécil va a morir por mi culpa. Dice que no soportaría seguir viviendo después de esto. Se va a autodenunciar. Por mi culpa.
—Tú no tienes culpa. Olvídalo.
—Llevo días tratando de olvidarlo.
—Relájate un momento. Estás dificultando el acople. Tú no tienes la culpa. Los humanos son inestables y la Flota necesita suicidas. Está bien así.
—Yo también soy humano y no quiero colaborar con la Flota y ella es Shere.
—¿No te das cuenta de que ya no puedes ni pensar? Déjame entrar y calla. Yo cuidaré de ti.
El acople llegó suave, dulce, como un pañuelo de seda, fresco y aromático.
—Te voy a dormir, Nel. Cuando despiertes, saldremos de aquí. Quiero estar arriba para curarte pero sabes que no llegaré sin ti.
—Soy tuyo, Lea, pero no me pidas nada ahora. No tengo nada que dar.
—Duérmete, piloto.
Sintió la entrada del narcótico como un fluido helado que lo calmaba y lo llevaba lejos, lejos de todo, abajo, muy abajo, o arriba, y solo, tan solo que hasta Nel empezó a perderse por el camino mientras él flotaba entre burbujas de espuma de mar y desaparecía.
Las nueve naves, pequeños puntos de luz azul violáceo, de una brillantez insoportable, volaban enloquecidas hacia un carguero sigh rodeado de sus puestos de defensa.
Toda la tripulación libre de la nave madre se había reunido en la sala de observación para ver el ataque en tridi mientras que el resto podía seguir el sacrificio en las pantallas. Cientos de hombres y mujeres flotaban en la inmensa sala circular en completo silencio mirando el espectáculo que se ofrecía en la esfera central a escala reducida. Era un ataque modelo. Los nueve deltas volaban en punta de flecha dirigiéndose a la nave enemiga sin desviar apenas su trayectoria para poner fuera de combate a los móviles de ataque sigh, de una terrible capacidad destructiva pero menos ágiles de maniobra. Los delta aparecían en la simulación como puntos azules volando en la sala, los sigh eran brillantes puntos verdes, el carguero, uno de los gigantes de la flota enemiga, una enorme estrella blanca con destellos anaranjados, quieta, perfectamente inmóvil en un extremo de la esfera de proyección, protegida por el barrido de sus defensas, una red de líneas móviles rojo rubí.
—Van a entrar en la trama —susurró una voz y todos los tripulantes, especialmente los pilotos, contuvieron el aliento. Sabían lo que significaba. Cuando los del alcanzaban la zona de seguridad de la nave enemiga esta vez lo habían hecho sin bajas, los móviles sigh retiraban porque para ellos el peligro era igual y la pervivencia del carguero quedaba entregada a su red defensa, la que aparecía como una trama de rayos rojos en constante movimiento. Los delta tenían que atravesar la red sin ser tocados por los haces de muerte cuyo barrido era controlado por un generador de azar. Nadie podía prever dónde estaría un rayo en el siguiente momento, dónde habría un espacio libre por el que deslizarse. Nada podía predecir la secuencia aleatoria utilizada por los sigh, por ello los pilotos volaban apoyándose en el riesgo y la intuición únicamente.
—Ya casi, ya casi. ¡Vamos, Tigre! Show them, show them.
Las voces en la sala, susurros al principio, iban subido de tono conforme se acercaban los delta a la trama interior. Allí tendrían que defender a Tigre de los antiaéreos de corto alcance colocados sobre el casco exterior del carguero. Si conseguían cubrirlo, Tigre seguiría solo hacia la trama interna, volando por deseo, utilizando sólo el riesgo y la intuición para sobrevivir hasta llegar al punto vital de la nave. Los otros delta tratarían de huir el momento en que Tigre penetrara en la segunda red.
—¡Lo van a conseguir!
—¡Dale, Tigre!
¡Vamos, muchachos!
¡Ya casi los tenéis!
Lol observaba fascinada, sin moverse, los ojos prendidos a los puntos azules que volaban saltando entre trama roja salpicada de explosiones amarillas. Tenía boca seca y se mordía constantemente el labio inferior. Tigre era de los suyos, uno de sus mejores pilotos. Tenía que conseguirlo.
Un destello naranja brilló un instante sobre una luz azul. La voz de Madre habló a la nave: —Una baja, Kalel.
La tripulación guardó silencio. Todos seguían a los pervivientes con su deseo. No era momento aún para tristeza. Un piloto, cerca de Lol, se clavó las garras sintéticas en la cara murmurando: «Kalel, ¡Oh!, no, Kalel», pero sus ojos estaban clavados en Tigre que avanzaba saltando hacia el umbral de la segunda trama, oyó su voz de pronto en la nave:
—Estoy en el umbral. ¡Largo, chicos; gracias! ¡Adiós todos, Madre!
—¡Buena muerte, Tigre! —contestó la nave.
—¡Buena muerte! —rugió la tripulación.
—¡Hermosa muerte, Tigre! —susurró Lol.
Tigre avanzó como un delirio hasta el punto vital del carguero. Dos segundos después, la gran estrella blanca parpadeó un instante y desapareció de la simulación. Los gritos de triunfo de los tripulantes ahogaron casi la de Madre:
—Segunda baja. Dafnir.
—Estaba demasiado cerca ese imbécil —dijo Lol apenas en un susurro ronco —. ¡Lo han conseguido!
—They got it.
—Lo han hecho.
Los seis puntos violáceos volaban en arco hacia casa tratando de librarse del acoso de los móviles sigh supervivientes. Ahora ya estaban muertos, sin base a donde ver y su única finalidad era derribar a los delta antes autodestruirse, pero eran demasiado lentos para alcanzarlos y se habían dispersado.
—Cinco segundos para entrar en zona de seguridad —confirmó Madre—, dos, uno. Home. ¡Bienvenidos, chicos!
Todos los pilotos se lanzaron como locos a la zona puerto para felicitar a la escuadrilla de sacrificio y comentar la acción. Lol se quedó donde estaba, mirando al centro de la esfera de simulaciones donde sólo los destellos de las naves sigh al explotar rompían el aire traslúcido.
—Se acabó —dijo por fin, pasándose las manos por el pelo—. Una muerte hermosa y valiente, pero ahora se acabó todo para él, ¿lo entiendes?
Shere asintió con la cabeza, apretando los labios.
—Ya no sonreirá más, ya no tendrá más permisos, ya nunca volará, ya no habrá más androides, ¿te das cuenta? Maeloc se acabó para siempre. ¿Y todo por qué?
Shere tragó saliva.
—Porque lo he denunciado, porque lo he traicionado.
—Porque era un perverso —cogió a Shere por los hombros y la sacudió violentamente— y porque era un perverso tan imbécil que no aceptó la remodelación.
—Era un valiente.
—Era un gilipollas. Lo único que uno tiene es a sí mismo y si lo pierdes, ¿qué te queda?
—Pero si te remodelan, ya no eres tú.
—Claro que eres tú. Sólo borran lo peligroso, lo que hace daño. Y además, ¿tú qué eres? Cuando te den otra vida, estarás contenta con ella. Has elegido bien, vieja. Me lo agradecerás.
Shere no dijo nada. No tenía nada que decir. Lol le pasó el brazo por los hombros y caminaron lentamente, en silencio, hacia el bar de pilotos.
Fin
Autor
Elia Barceló (Elda, Alicante, España, 29 de enero de 1957).
Estudió Filología Anglogermánica en la ciudad de Valencia en 1979 y Filología Hispánica en las universidades de Alicante e Innsbruck, Austria, obteniendo el doctorado en esta última en 1995. Desde 1981 reside en Austria, donde es profesora de literatura hispánica.
Se la considera una de las escritoras más importantes, en lengua castellana, del género de la ciencia-ficción, junto con la argentina Angélica Gorodischer y la cubana Daína Chaviano. Las tres forman la llamada "trinidad femenina de la ciencia-ficción en Hispanoamérica".
Parte de su obra ha sido traducida al francés, al italiano, al catalán, al holandés y al esperanto. Desde 1997 escribe también literatura juvenil.
Es socia de honor de Nocte, la Asociación Española de Escritores de Terror.
Premios
● Premio Ignotus de ciencia ficción en 1991
● Premio TP de oro de literatura juvenil en 1997 y 2006
● Premio Internacional de novela corta de ciencia ficción de la Universidad Politécnica de Cataluña 1993.
Obras más destacadas
● Sagrada. Ediciones B, Barcelona, 1989.
● Consecuencias Naturales. Madrid, 1994.
● El mundo de Yarek, premio UPC 1993, Barcelona, 1994. Editorial Lengua de Trapo
● El caso del Artista Cruel, premio Edebé, 1998.
● La mano de Fatma, 2001.
● El vuelo del hipogrifo, 2002. Editorial Lengua de Trapo
● El caso del crimen de la ópera, 2002.
● El secreto del orfebre, 2003. Editorial Lengua de Trapo
● Disfraces terribles. Barcelona, 2004. Editorial Lengua de Trapo
● El contrincante, 2004.
● Cordeluna, Premio Edebé de Literatura Infantil y Juvenil, 2007.
● Corazón de Tango, 2007. Editorial 451 Editores
● El almacén de las palabras terribles, Zaragoza: Edelvives, 2007.
● La roca de Is, Edebé-Edición Nómadas
● Las largas sombras, 2009. Ediciones Ámbar
● Caballeros de Malta, 2007. Edebé- Periscopio