EL CONFIDENTE (Joseph Conrad)
Publicado en
enero 27, 2013
Mister X, precedido por una carta de presentación de un buen amigo mío de París, vino expresamente a ver mi colección de bronces y porcelanas chinos.
Mi amigo de París es también coleccionista. No colecciona porcelanas, ni bronces, ni pinturas, ni medallas, ni sellos, ni nada que pueda ser dividido en lotes y provechosamente vendido en pública subasta. Rechazaría incluso, con auténtica sorpresa, el nombre de coleccionista; y, sin embargo, lo es por temperamento. Colecciona amistades. Es una labor delicada y él la lleva a cabo con la paciencia, la pasión y la determinación de un verdadero coleccionista de curiosidades. Su colección no incluye personajes reales. No creo que los considere suficientemente raros e interesantes; pero, con esta sola excepción, ha tratado y conversado con todas las figuras dignas de ser conocidas en todos los campos imaginables. Los observa, los escucha, los cala, los mide y guarda el recuerdo en su galería mental. Ha intrigado, conspirado y viajado por toda Europa con el fin de añadir nuevos ejemplares a su colección de amistades personales distinguidas.
Como es rico, está bien relacionado y carece de prejuicios, su colección es bastante completa e incluye objetos (¿o debería decir más bien sujetos?) cuyo valor no es apreciado por el vulgo y a menudo es ignorado por la opinión pública. Naturalmente, éstos son los ejemplares de los que mi amigo está más orgulloso.
Me escribió hablándome de X. «Es el mayor rebelde (révolté) de los tiempos modernos. El mundo le conoce como un escritor revolucionario cuya ironía brutal ha puesto al descubierto la podredumbre de las instituciones más respetables. No ha dejado cabeza venerada sin escalpar y ha rechazado, con grave riesgo para su salud mental, todas las opiniones admitidas y todos los principios reconocidos de conducta. ¿Quién no recuerda sus ardientes panfletos revolucionarios? Sus repentinos arrebatos suelen abrumar de trabajo a todas las policías del continente como una plaga de tábanos rojos. Pero este escritor extremista ha sido también un activo inspirador de sociedades secretas, el misterioso y desconocido Número Uno de conspiraciones desesperadas, sospechadas e insospechadas, maduras e inmaduras. ¡Y el mundo entero no ha tenido el menor indicio de ello! Esto explica que ande entre nosotros hoy en día, siendo como es un veterano de muchas campañas ocultas, que se mantenga al margen, protegido por su reputación de ser simplemente el publicista más temible que haya existido nunca.»
Esto me escribió mi amigo, añadiendo que míster X era un gran entendido en bronces y porcelanas y pidiéndome que le enseñara mi colección.
X acudió el día previsto. Mis tesoros están dispuestos en tres grandes salas sin alfombras ni cortinas. No hay más muebles que las estanterías y las vitrinas cuyo contenido reportará una fortuna a mis herederos. No permito que se encienda fuego, por miedo a los accidentes, y una puerta a prueba de incendios separa estas salas del resto de la casa.
Aquel día hacía un frío atroz. No nos quitamos el abrigo ni el sombrero. De talla media y enjuto, con unos ojos vivos en un rostro de nariz aguileña, X caminaba sobre sus pulcros piececillos a pequeños pasos y contemplaba mi colección con aire inteligente. Espero haberle contemplado a él también con aire inteligente. Un bigote y una perilla blancos como la nieve daban a su tez morena un tinte más obscuro del que en realidad tenía. Con su abrigo de pieles y su brillante sombrero de copa, este hombre terrible tenía un porte distinguido. Creo que pertenecía a una familia noble y podría haberse llamado vizconde X de la Z si hubiera querido. Sólo habló de bronces y porcelanas. Estaba sensiblemente agradecido. Nos despedimos en términos cordiales.
No sé dónde residía. Imagino que era un hombre solitario. Los anarquistas, supongo, no tienen familia, en cualquier caso así es al menos tal como nosotros entendemos esta relación social. La organización en familias puede responder a una necesidad de la naturaleza humana, pero en último extremo se basa en el derecho y por tanto debe ser algo odioso e imposible para un anarquista. Aunque, en realidad, yo no entiendo a los anarquistas. ¿Acaso un hombre de esa secta –de ésa precisamente– sigue siendo un anarquista cuando está solo, completamente solo y se va a la cama, por ejemplo? ¿Apoya su cabeza en la almohada, se arropa en las sábanas y se duerme teniendo siempre presente la necesidad de un chambardement general, como dicen los franceses, de un estallido general? Y si es así, ¿cómo puede hacerlo? Estoy seguro de que si alguna vez esta fe (o este fanatismo) dominara mis pensamientos, no sería capaz de serenarme lo suficiente para dormir o comer o realizar cualquiera de los actos rutinarios de la vida diaria. No desearía tener mujer, ni hijos; no podría tener amigos, me parece; y en cuanto a coleccionar bronces o porcelanas, esto estaría completamente descartado. Pero no lo sé. Todo lo que sé es que míster X comía en un excelente restaurante que yo también frecuentaba.
Con la cabeza descubierta, su copete de cabellos bien peinados completaba la personalidad de su fisonomía, todo huesos salientes y surcos entrantes, revestida de una expresión impasible. Sus manos delgadas y morenas emergían de unos puños anchos y blancos yendo y viniendo, partiendo el pan, sirviendo el vino, con mecánica precisión. La cabeza y el cuerpo que aparecían sobre el mantel tenían una rígida inmovilidad. Este incendiario, este gran agitador, hacía gala de la menor cantidad posible de ardor y animación. Su voz era áspera, fría y monótona; hablaba en tono bajo. No se podía decir que fuera locuaz; pero con su aspecto distante y tranquilo parecía tan dispuesto a mantener la conversación como a dejarla morir en cualquier momento. Y su conversación no era en modo alguno vulgar. Para mí, lo confieso, era bastante excitante estar conversando tranquilamente a través de la mesa con un hombre cuyos venenosos escritos habían terminado con la vida de más de una monarquía. Esto era del dominio público. Pero yo sabía algo más. Sabía con certeza –gracias a mi amigo– lo que los guardianes del orden social en Europa todo lo más sospechaban o confusamente suponían.
Había tenido lo que podría llamar una vida secreta. Y día tras día, mientras comía sentado frente a él, brotaba en mi mente, de modo natural, la curiosidad. Soy un producto tranquilo y apacible de la civilización y no conozco más pasión que la de coleccionar objetos que son raros y deben seguir siendo exquisitos aun cuando estén próximos a lo monstruoso. Algunos bronces chinos son monstruosamente preciosos. Y aquí (procedente de la colección de mi amigo), aquí tenía, ante mí, un ejemplar de monstruo raro. Es cierto que este monstruo era educado y en cierto modo exquisito. Lo eran sus hermosas y serenas maneras. Pero él no era de bronce. Ni siquiera era chino, lo que hubiera permitido contemplarle tranquilamente a través del abismo de la diferencia racial. Estaba vivo y era europeo; poseía unos modales distinguidos, llevaba un abrigo y un sombrero como los míos y casi tenía mis mismos gustos culinarios. Era espantoso pensarlo.
Un día observó casualmente, en el curso de la conversación:
–Sólo se puede reformar a la humanidad mediante el terror y la violencia.
Pueden imaginar el efecto de tal frase en boca de tal hombre sobre una persona como yo, cuyo esquema de vida se ha basado siempre en una suave y delicada discriminación de los valores sociales y artísticos. ¡Imagínenselo simplemente! ¡Sobre mí, a quien cualquier forma y clase de violencia le parecen tan irreales como los gigantes, ogros e hidras de siete cabezas cuyas actividades afectan de modo fantástico el curso de leyendas y cuentos de hadas!
De pronto, me pareció oír, por encima del bullicio y el alboroto alegres del reluciente restaurante, el murmullo de una multitud hambrienta y sediciosa.
Supongo que soy impresionable e imaginativo. Tuve una inquietante visión de algo sombrío, llena de rostros famélicos y ojos feroces, entre los centenares de bombillas de la sala. Pero de algún modo esta visión me irritó. La vista de este hombre, tan tranquilo, partiendo pedacitos de pan blanco, me exasperó. Y tuve la audacia de preguntarle cómo era que el proletariado hambriento de Europa, a quien él había predicado la revuelta y la violencia, no se indignaba ante su vida francamente ostentosa.
–Ante todo esto –dije recorriendo con la mirada la habitación y señalando la botella de champaña que solíamos compartir en la comida. Permaneció imperturbable. –¿Vivo de sus afanes y de la sangre de su corazón? ¿Soy un especulador o un capitalista? ¿Robo mi fortuna del pueblo hambriento? ¡No! Y ellos lo saben muy bien. Y no me envidian. La masa miserable del pueblo es generosa con sus dirigentes. Todo lo que tengo lo he adquirido con mis escritos; no de los millones de panfletos gratuitamente distribuidos entre los hambrientos y los oprimidos, sino de los cientos de miles de ejemplares vendidos a los burgueses bien alimentados. Usted sabe que mis escritos hicieron furor en un tiempo, estuvieron de moda, fueron leídos con admiración y horror, hicieron que las miradas se dirigieran hacia mí... o que la gente riera transportada ante mi ingenio»
–Sí –admití–, lo recuerdo, naturalmente; y confieso con franqueza que nunca pude comprender este apasionamiento.
–¿Todavía no sabe usted –dijo– que una clase ociosa y egoísta gusta de ver cómo se hace daño, aunque sea a su costa? Al ser su vida pura pose y gesto, es incapaz de darse cuenta del poder y el peligro de un movimiento real y de unas palabras que no tienen un falso significado. Es toda diversión y sentimiento. Baste, por ejemplo, señalar la actitud de la antigua aristocracia francesa hacia los filósofos cuyas palabras estaban preparando la Gran Revolución. Aun en Inglaterra, donde tienen ustedes un cierto sentido común, un demagogo no tiene más que hablar fuerte y largo rato para encontrar apoyo en la propia clase a la que está criticando. Ustedes también gustan de ver cómo se hace daño. El demagogo arrastra tras de sí a los aficionados a las emociones. La afición a esto, eso y aquello es una forma deliciosamente fácil de matar el tiempo y de alimentar a la propia vanidad, la estúpida vanidad de estar al día en las ideas de pasado mañana. Del mismo modo que la buena y por otra parte inofensiva gente caerá extasiada ante su colección sin tener la más ligera noción de en qué consiste realmente su grandiosidad. Incliné la cabeza. Lo que decía era la aplastante ilustración de una triste verdad. El mundo está lleno de gente así. Y el ejemplo de la aristocracia francesa antes de la Revolución era también sumamente significativo. No pude oponer nada a su razonamiento, aunque su cinismo –rasgo siempre desagradable– le quitaba mucho valor, en mi opinión. Sin embargo, admito que estaba impresionado. Sentí la necesidad de decir algo que no pareciera un asentimiento ni incitara a la discusión.
–¿Quiere usted decir –observé como sí tal cosa– que los revolucionarios extremistas han contado siempre con el apoyo activo del apasionamiento de esta gente?
–No fue exactamente eso lo que quise decir con mis anteriores palabras. Estaba generalizando. Pero, ya que me lo pregunta, puedo decirle que de forma más o menos consciente se ha prestado esta ayuda a las actividades revolucionarias en varios países. E incluso en este país. –¡Imposible! –protesté con firmeza–. Nosotros no jugamos con fuego hasta ese punto.
–Y quizá puedan permitírselo más que otros. Pero déjeme observar que la mayoría de las mujeres están siempre dispuestas a jugar con fuego, o al menos están por lo general ansiosas de jugar con una chispa.
–¿Es una broma? –pregunté sonriendo. –Si lo es, no estoy enterado –dijo vagamente–. Estaba pensando en un caso. ¡Oh!, bastante discreto, en cierto modo...
Ante esto aumentó mi curiosidad. Muchas veces había tratado de sacar a colación su vida secreta, por decirlo así. La palabra misma había sido pronunciada entre nosotros. Pero siempre había tropezado con su calma impenetrable.
–Y al mismo tiempo –continuó míster X– le dará una idea de las dificultades que pueden surgir en lo que usted gusta de llamar el trabajo secreto. Es a veces difícil. Por supuesto no hay jerarquías entre los afiliados. Ni sistemas rígidos.
Mi sorpresa fue grande, pero duró poco. Era obvio que entre los anarquistas no podía haber jerarquías; ni nada similar a un derecho de precedencia. La idea de la anarquía establecida entre los anarquistas era también reconfortante. Posiblemente no contribuiría a su eficacia.
Mister X me sobresaltó preguntándome abruptamente:
–¿Conoce usted Hermione Street? Asentí, dudando con un gesto. Hermione Street había sido reformada en los tres últimos años hasta hacerla irreconocible. El nombre existe todavía, pero no queda un solo ladrillo ni una sola piedra de la antigua Hermione Street. Se refería a la antigua calle, porque prosiguió:
–Había una hilera de casas de ladrillo de dos pisos, a la izquierda, cuya parte trasera se apoyaba contra el ala de un gran edificio público, ¿recuerda? ¿Le sorprendería mucho saber que una de estas casas fue, durante algún tiempo, el centro de propaganda anarquista y de lo que usted llamaría la acción secreta?
–En absoluto –declaré. Hermione Street nunca había sido especialmente respetable, por lo que yo recordaba.
–La casa pertenecía a un distinguido funcionario del gobierno –añadió bebiendo un trago de champaña.
–¡Oh! –dije, sin creer esta vez una sola palabra.
–Por supuesto, no vivía allí –continuó míster X–, Pero de diez a cuatro el buen hombre permanecía cerca, en cómodo despacho privado del ala del edificio público al que antes me he referido. Para ser exacto, debo explicar que la casa de Hermione Street no le pertenecía realmente. Pertenecía a sus hijos, ya crecidos, un hijo y una hija. La muchacha poseía una bonita figura y una belleza nada vulgar. A un encanto más personal que el que podría justificar la simple juventud, añadía la seductora apariencia del entusiasmo, la independencia, el valor. Supongo que adoptaría estas apariencias del mismo modo que se ponía sus pintorescos vestidos y por la misma razón: para afirmar su individualidad a toda costa. Ya sabe usted que las mujeres llegan hasta donde hace falta para conseguir este propósito. Ella fue muy lejos. Había adquirido los gestos apropiados a unas convicciones revolucionarias: los gestos de piedad, de ira, de indignación contra los vicios antihumanitarios de la clase social a la que pertenecía. Todo esto formaba parte de su sorprendente personalidad, del mismo modo que sus trajes levemente originales. Muy levemente originales; justo lo suficiente para señalar su protesta contra el filisteísmo de los sobrealimentados amos de los pobres. Justo lo suficiente, y nada más. No había que llegar demasiado lejos en este sentido, ¿entiende? Pero era mayor de edad y nada impedía que pudiera ofrecer su casa a los trabajadores revolucionarios.
–¡Esto no puede ser cierto! –exclamé.
–Le aseguro –afirmó míster X– que hizo este gesto tan práctico. ¿Cómo habrían podido ocuparla si no? La causa no es rica. Y, además, habría habido dificultades con cualquier casero normal, ya que habría pedido informes, etc. El grupo con el que entró en contacto cuando exploraba los barrios pobres de la ciudad (ya sabe que el gesto de caridad y abnegación estuvo muy de moda hace algunos años) aceptó agradecido. La primera ventaja era que Hermione Street estaba, como bien sabe, muy lejos de la parte sospechosa de la ciudad, especialmente vigilada por la policía.
»La planta baja estaba ocupada por un pequeño restaurante italiano, bastante mugriento. No hubo dificultad en comprárselo a su propietario. Un hombre y tina mujer pertenecientes al grupo se hicieron cargo de él. El hombre había sido cocinero. Los camaradas podían tomar allí sus comidas, inadvertidos entre los otros clientes.
Esa era otra ventaja. El primer piso estaba ocupado por una Agencia de Artistas de Variedades –una agencia de contratación de actores para salas de fiesta de tercera categoría, ya sabe– de aspecto miserable. Un tipo llamado Bomm, me acuerdo. No fue molestado. Resultaba mucho más favorable tener un montón de gente con aire de extranjeros, etc., yendo y viniendo todo el día. La policía no presta atención a las caras nuevas, ¿sabe? El piso de arriba estaba entonces vacío, lo que resultaba muy conveniente.
X se interrumpió para atacar impasible, con movimientos comedidos, una bombe glacée que el camarero acababa de dejar sobre la mesa. Deglutió cuidadosamente unas cuantas cucharadas de dulce helado y me preguntó:
–¿Ha oído usted hablar de la Sopa en Polvo Stone?
–¿De qué!
–Era un artículo comestible –prosiguió invariablemente X– que en su tiempo se anunció bastante en los diarios pero que, de algún modo, no conquistó jamás el favor del público. La empresa se fue al garete, como dicen ustedes. Algunos lotes de existencias pudieron ser vendidos en subasta a menos de un penique por libra. El grupo compró algunas y se instaló una agencia de venta de Sopa en Polvo Stone en el piso de arriba. Un negocio totalmente respetable. El material, un polvo amarillo de aspecto muy poco apetecible, fue metido en grandes latas cuadradas, seis de las cuales cabían en una caja. Si alguna vez alguien pasaba un pedido, éste era, por supuesto, atendido. Pero la ventaja del polvo es que se pueden ocultar fácilmente cosas en él. De vez en cuando una caja especial era colocada en un camión y enviada para ser exportada en las mismas narices del policía de la esquina. ¿Comprende?
–Creo que sí –dije con un gesto expresivo hacia los restos de la bombe que se deshacían lentamente en el plato.
–Exactamente. Pero las cajas eran también útiles en otro aspecto. En el sótano, o en la bodega de abajo, mejor dicho, estaban instaladas dos imprentas. Montones de literatura revolucionaría del tipo más explosivo salían de la casa en las cajas de Sopa en Polvo Stone. El hermano de nuestra joven anarquista encontró allí ocupación. Escribía artículos, ayudaba a componer y a sacar pruebas y generalmente ayudaba al encargado, un joven compañero muy capaz llamado Sevrin.
»El alma de este grupo era un fanático de la revolución social. Murió ya. Era un gran grabador y aguafortista. Debe haber visto usted su obra. Ahora es muy buscada por ciertos aficionados. Comenzó siendo un revolucionario del arte y terminó convirtiéndose en un activista de la revolución, después de que su mujer y su hijo murieran en la necesidad y la miseria. Solía decir que el burgués, el individuo farisaico y sobrealimentado, les había matado. Realmente lo creía. Aún trabajaba en su arte y llevaba una doble vida. Era alto, demacrado y muy moreno, con una barba larga y obscura y unos ojos de mirada fija. Tiene que haberle conocido. Su nombre era Horne.
Ante este nombre, me sobresalté. Por supuesto que solía encontrármele hacía algunos años. Parecía un gitano, fuerte y rudo, con su vieja chistera, su bufanda roja al cuello y su abrigo largo y raído abrochado hasta arriba. Hablaba de su arte en un tono exaltado y daba la impresión de estar al borde de la locura. Un pequeño grupo de entendidos admiraba su obra. Quién hubiera dicho que este hombre... ¡Sorprendente! Y sin embargo no era, después de todo, tan difícil de creer.
–Como usted ve –prosiguió X–, este grupo estaba en condiciones de llevar a cabo su labor de propaganda, así como de otras clases de actividad, en circunstancias muy ventajosas. Todos ellos eran hombres de temple, resueltos y experimentados. Y sin embargo nos sorprendía a la larga el hecho de que los planes elaborados en Hermione Street fracasaban casi invariablemente.
–¿Quiénes eran esos nosotros? –pregunté intencionadamente.
–Algunos de los nuestros del centro de Bruselas –dijo apresuradamente–. Cualquier acción enérgica planeada en Hermione Street parecía condenada al fracaso. Siempre sucedía algo que echaba por tierra las manifestaciones mejor planeadas en cualquier parte de Europa. Era una época de actividad general. No debe usted imaginar que todos nuestros fracasos eran sonados, con arrestos y juicios. No; a menudo la policía trabaja silenciosamente, casi en secreto, deshaciendo nuestros complots con hábiles contraataques. Sin detenciones, sin ruido, sin alarmar al público ni desatar las pasiones. Es un procedimiento prudente. Pero en aquella época la policía triunfaba con excesiva uniformidad, desde el Mediterráneo hasta el Báltico. Resultaba molesto y empezaba a parecer peligroso. Finalmente llegamos a la conclusión de que debía de haber algún elemento poco de fiar entre los grupos de Londres. Y me persuadieron de que viera lo que se podía hacer sin llamar la atención.
»Mis primeros pasos estuvieron encaminados a visitar a nuestra joven aficionada al anarquismo en su domicilio particular. Me recibió de un modo lisonjero. Pensé que no sabía nada de la química ni de otras operaciones que se desarrollaban en el piso de arriba de la casa de Hermione Street. La edición de propaganda anarquista era la única actividad de la que, al parecer, estaba al corriente. En ella desplegaba de forma llamativa los signos habituales de un entusiasmo severo, habiendo escrito muchos artículos sentimentales con feroces conclusiones. Pude ver que disfrutaba enormemente con los gestos y las muecas de un celo abrumador. Le iban bien a sus grandes ojos, a su frente despejada, y al sereno porte de su cabeza, proporcionada, coronada por una magnífica mata de cabellos castaños peinados de un modo favorecedor, y poco habitual. Su hermano estaba también en la habitación, era un joven serio, con cejas arqueadas y una corbata roja, que llamó mi atención por su ignorancia acerca del mundo, incluida su persona. Poco después entró un joven alto. Estaba perfectamente afeitado, tenía una fuerte mandíbula azulada y un cierto aire de actor taciturno o de sacerdote fanático: uno de esos tipos con cejas negras y espesas, ¿sabe? La joven se dirigió hacia mí y murmuró en tono suave:
»–El camarada Sevrin.
»No había oído hablar antes de él. No tenía mucho que decirnos; pero se sentó junto a la muchacha e iniciaron una grave conversación. Ella se inclinaba hacia adelante en su hondo sillón, apoyando su barbilla lindamente ovalada en su hermosa mano blanca. El miraba atentamente sus ojos. Era la actitud intensa y seria de un amante al borde de la tumba. Supongo que la joven creía necesario redondear y completar sus supuestas ideas avanzadas, de ilegalidad revolucionaria, haciéndose creer enamorada de un anarquista. Y éste, lo repito, era sumamente presentable, a pesar de su aspecto fanático y sombrío. Después de lanzar varias miradas a hurtadillas en dirección hacia ella, no tuve duda de que estaba seriamente enamorado. En cuanto a la joven, sus gestos eran inescrutables y sugerían, más que eso, una mezcla de dignidad, dulzura, condescendencia, fascinación, sumisión y reserva. Interpretaba su concepto de lo que debía ser esta clase de amante con un arte consumado. Y en este sentido, sin duda, ella también estaba seriamente enamorada. Gestos, sí, pero ¡tan perfectos!
»Una vez que quedé a solas con nuestra joven aficionada, le informé cautelosamente del objeto de mi visita. Insinué nuestras sospechas. Quería saber lo que me diría y casi esperaba una revelación semiinconsciente. Todo lo que dijo fue: "Esto es muy serio", con aire deliciosamente preocupado y grave. Pero había en sus ojos un destello que significaba sencillamente: "¡Qué excitante!" Después de todo, ella no conocía sino palabras. Sin embargo, se comprometió a ponerme en contacto con Horne, a quien resultaba difícil encontrar fuera de Hermione Street, donde yo no deseaba mostrarme por el momento.
»Me entrevisté con Horne. Era otro tipo de fanático. Le expuse la conclusión a la que habíamos llegado en Bruselas y le señalé la significativa serie de fallos. A esto respondió con una exaltación que no venía al caso.
»–Tengo algo entre manos que sembrará el terror en el corazón de esas bestias satisfechas.
»Y entonces supe que, al excavar en una de las bodegas de la casa, él y algunos compañeros habían llegado hasta el sótano del gran edificio público del que hablaba antes. La voladura de todo el ala sería un hecho en cuanto estuvieran preparados los materiales.
»La estupidez de este proyecto no me espantó tanto como me habría espantado si la utilidad de nuestro centro de Hermione Street no se hubiera vuelto problemática. De hecho, en mi opinión era ya más una trampa de la policía que cualquier otra cosa.
»Lo necesario ahora era descubrir qué, o mejor dicho quién, fallaba y al fin conseguí meter esa idea en la cabeza de Horne. Pestañeó, perplejo, abriendo las ventanas de la nariz como si olfateara la traición en el aire.
»Y aquí entra en escena una decisión que sin duda le sorprenderá como una especie de recurso teatral. Pero ¿qué otra cosa podíamos hacer? El problema era encontrar al miembro del grupo indigno de confianza. Sin embargo, las sospechas no podían recaer en nadie en especial. No era posible vigilarles a todos. Además, este procedimiento falla a menudo. En cualquier caso, exige tiempo y el peligro era acuciante. Estaba seguro de que habría finalmente una redada en los locales de Hermione Street, aunque evidentemente la policía tenía tal confianza en el confidente que la casa, por el momento, no era ni siquiera vigilada. Horne se mostraba categórico sobre este punto. En aquellas circunstancias era un síntoma desfavorable. Había que hacer algo rápidamente.
«Decidí organizar yo mismo una redada en el grupo. ¿Entiende? Una redada en la que camaradas de confianza se hicieran pasar por policías. Una conspiración dentro de una conspiración. Ya comprenderá usted el objeto. Cuando en apariencia estuviera a punto de ser arrestado, yo esperaba que el confidente se delataría de un modo u otro; bien por un acto imprudente o simplemente por su conducta despreocupada. Por supuesto, había el riesgo de que esto fracasara por completo y el riesgo, más grave todavía, de que se produjera un fatal accidente en el curso de la resistencia, quizá, o en los esfuerzos por escapar. Porque, como usted puede comprender, había que pillar por sorpresa real y completamente al grupo de Hermione Street, tal como estaba seguro de que lo pillaría la policía de verdad dentro de poco. El confidente se hallaba entre ellos y sólo Horne estaría en el secreto de mi pían.
»No entraré en detalles sobre mis preparativos. No fue fácil disponerlo todo, pero se hizo bien, con unos efectos realmente convincentes. Los falsos policías invadieron el restaurante, cuyos cierres se echaron inmediatamente. La sorpresa fue perfecta. La mayoría de los camaradas de Hermione Street fueron descubiertos en la segunda bodega, ensanchando el agujero que comunicaba con los sótanos del gran edificio público. A la primera alarma, varios cantaradas se dieron instintivamente a la fuga a través del susodicho sótano, donde, por supuesto, hubieran sido atrapados sin remedio de haberse tratado de una auténtica redada. No nos preocupamos por ellos de momento. Eran bastante inofensivos. El piso de arriba nos causaba, a Horne y a mí, una considerable ansiedad. Allí, rodeado de latas de Sopa en Polvo Stone, un camarada apodado el Profesor (se trataba de un antiguo estudiante de ciencias) se ocupaba de perfeccionar algunos nuevos detonadores. Era un hombre pequeño y cetrino, abstraído, seguro de sí mismo, armado de grandes gafas redondas, y temíamos que bajo una impresión errónea hiciera saltar la casa, con él dentro, es pedazos. Me precipité escaleras arriba y le encontré ya en la puerta, al acecho, escuchando, dijo: "los ruidos sospechosos allá abajo". Antes de que hubiera terminado de explicarle lo que sucedía, se encogió de hombros desdeñosamente y volvió a sus balanzas y a sus tubos de ensayo. Era el verdadero espíritu del revolucionario. Los explosivos eran su fe, su esperanza, su arma y su escudo. Murió un par de años después, en un laboratorio secreto, al estallar prematuramente uno de sus detonadores perfeccionados.
»Me apresuré a bajar de nuevo y me encontré con una impresionante escena en las tinieblas de la gran bodega. El hombre que se hacía pasar por inspector (conocía bien su papel) estaba hablando en tono áspero y dando falsas órdenes a sus falsos subordinados para el traslado de los detenidos. Evidentemente, no había ocurrido hasta entonces nada significativo. Horne, saturnino y atezado, esperaba de brazos cruzados y su expectación paciente y cavilosa tenía un aire de estoicismo en armonía con la situación. Descubrí en las sombras a uno del grupo de Hermione Street masticando y tragando subrepticiamente un pedacito de papel. Algún trozo comprometedor, supongo; quizá simplemente una nota con unos pocos nombres y direcciones. Era un verdadero compañero digno de confianza. Pero el fondo de malicia secreta que se esconde en lo más íntimo de nuestras simpatías me hizo sentirme divertido ante esta sesión perfectamente imprevista.
»Por lo demás, el arriesgado experimento, el golpe de efecto, si quiere usted llamarlo así, parecía haber fracasado. El engaño no se podía ocultar mucho más tiempo; la explicación produciría una situación muy embarazosa e incluso grave. El hombre que se había comido el papel estaría furioso. Los compañeros que se habían dado a la fuga se irritarían también.
«Para más vejación, la puerta que comunicaba con la otra bodega, donde estaban las imprentas, se abrió de repente y apareció nuestra joven activista, una silueta negra con un traje ceñido y un gran sombrero, iluminada por el resplandor del gas que ardía a su espalda. Tras ella percibí las cejas arqueadas y la corbata roja de su hermano.
»¡Las últimas personas en el mundo que hubiera deseado ver en ese momento! Esa tarde habían ido a un concierto de aficionados para delectación de los pobres, ya sabe; pero ella había insistido en retirarse pronto, con el propósito de pasar por Hermione Street de camino a su casa, pretextando que tenía algo que hacer. Su tarea habitual era corregir las pruebas de las ediciones italiana y francesa de El Timbre de Alarma y El Incendiario...
–¡Cielos! –murmuré. Me habían mostrado en cierta ocasión unos ejemplares de estas publicaciones. Nada, en mi opinión, habría podido ser menos adecuado para los ojos de una señorita. Eran las más avanzadas en su género; por avanzadas entiendo más allá de los límites de la razón y la decencia. Una de ellas preconizaba la disolución de todos los lazos sociales y domésticos; la otra abogaba por el homicidio sistemático. Pensar en una joven rastreando tranquilamente los errores de imprenta a lo largo de la serie de frases abominables que yo recordaba era intolerable para mi concepto de la feminidad. Mister X, tras lanzarme una ojeada, prosiguió resueltamente:
–Creo, sin embargo, que iba más bien a ejercer su fascinación sobre Sevrin y a recibir su homenaje, como una reina condescendiente. Era consciente de ambos –el poder de ella y el homenaje de él– y disfrutaba de ellos, me atrevo a decir, con total inocencia. No tenemos ninguna base pragmática o moral para acusarla a este respecto. El encanto en la mujer y la inteligencia excepcional en el hombre se rigen por sus propias leyes. ¿No es así?
Me abstuve de expresar mi horror ante esta licenciosa doctrina a causa de mi curiosidad.
–Pero ¿qué ocurrió entonces? –me apresuré a preguntar.
X siguió desmenuzando lentamente un pedacito de pan con la mano izquierda.
–Lo que sucedió, de hecho –confesó–, es que ella salvó la situación.
–Le dio a usted la oportunidad de terminar esa farsa más bien siniestra –sugerí.
–Sí –dijo, conservando su actitud impasible–. La farsa estaba destinada a terminar pronto. Y terminó al cabo de unos pocos minutos. Y terminó bien. Si no hubiera entrado ella, habría podido terminar malamente. Su hermano, por supuesto, no contaba. Se habían deslizado tranquilamente en la casa algún tiempo antes. La bodega donde se hallaba la imprenta tenía su propia entrada. Al no encontrar a nadie allí, se puso a sus pruebas, esperando que Sevrin volvería a su trabajo en cualquier momento. Pero no lo hizo. Ella se impacientó, oyó a través de la puerta el ruido de un tumulto en la otra bodega y naturalmente entró para ver qué sucedía.
»Sevrin estaba con nosotros. Al principio me pareció el más sorprendido de todos ellos. Durante un momento pareció estar paralizado por el asombro. Permaneció clavado en el sitio. No movió un solo músculo. Un solitario mechero de gas ardía cerca de su cabeza; todas las otras luces habían sido apagadas a la primera alarma. Y ahora, desde mi ángulo obscuro, observaba en su cara afeitada de actor una expresión de vigilancia confundida y molesta. Fruncía sus espesas cejas. Las comisuras de sus labios se plegaban desdeñosamente. Estaba furioso. Al parecer, había comprendido el juego y lamenté no haber confiado en él desde el primer momento.
»Pero ante la aparición de la muchacha se alarmó visiblemente. Era natural. Pude ver cómo cambiaba. El cambio de su expresión fue repentino y sorprendente. Yo no sabía por qué. No veía la razón. Simplemente estaba asombrado de la extrema alteración de la cara de ese hombre. Por supuesto, no se había dado cuenta de la presencia de la joven en la otra bodega. Pero esto no explicaba la conmoción que le produjo su llegada. Por un momento pareció reducido a la imbecilidad. Abrió la boca como si fuera a gritar, o quizá sólo a boquear. En cualquier caso hubo alguien más que gritó. Este alguien fue el heroico camarada al que había descubierto tragando un trozo de papel. Con una presencia de ánimo digna de elogio lanzó un aullido de advertencia.
–¡Es la policía! ¡Atrás, atrás! ¡Corre! Huye por la puerta que está detrás de ti.
»Era una excelente sugerencia; pero en lugar de retroceder, la muchacha continuó avanzando, seguida por su hermano, con su cara larga y su bombachos, con los que había estado cantando canciones cómicas para diversión de un triste proletariado. Avanzaba, no como si no hubiera entendido –la palabra policía tiene un sonido inconfundible– sino más bien como si no pudiera evitarlo. No avanzaba con el paso resuelto y el empaque digno de una distinguida anarquista aficionada entre profesionales pobres y torturados, sino con los hombros ligeramente alzados, los codos pegados al cuerpo, como sí tratara de encogerlos. Sus ojos estaban inmóviles, fijos en los de Sevrin. Sevrin el hombre, me figuro; no Sevrin el anarquista. Pero avanzaba. Y era natural. Por muy independientes que se crean, las muchachas de esa clase están acostumbradas a sentirse especialmente protegidas, como de hecho lo están. Esta sensación explica el noventa por ciento de sus gestos audaces. Su cara había perdido todo color. Lívida. ¡Había comprendido de pronto que era la clase de persona que debe huir de la policía! Creo que estaba pálida de indignación, sobre todo, aunque también sentía la preocupación de conservar intacta su personalidad y un vago temor a cualquier tipo de brusquedad. Y, naturalmente, se volvió hacia el hombre, hacia el hombre sobre el que tenía un derecho de fascinación y homenaje, el hombre que no podía fallarla en ninguna ocasión.
–Pero –grité, sorprendido ante este análisis–, si la cosa hubiera ido en serio, si hubiera sido real, quiero decir –como ella creía que era– ¿qué podía esperar que hiciera por ella?
X no movió un solo músculo de su cara.
–¡Quién sabe! Supongo que esta criatura encantadora, generosa e independiente, no había hecho en su vida una sola reflexión; quiero decir, una sola reflexión ajena a las pequeñas vanidades humanas o que no se basara en alguna idea convencional. Todo lo que sé es que después de avanzar unos pasos, extendió su mano hacia Sevrin, que permanecía inmóvil. Y esto al menos no era un gesto. Era un movimiento natural. En cuanto a lo que esperaba que hiciera él ¿quién puede decirlo? Lo imposible. Pero sea lo que fuere lo que ella esperaba, nunca habría podido ser, estoy seguro, lo que él había decidido hacer, aun antes de que esa mano suplicante apelara a él tan directamente. No era necesario. Desde el momento en que la vio entrar en la bodega decidió sacrificar su futura utilidad, quitarse la máscara impenetrable sólidamente asegurada que con tanto orgullo había llevado...
–¿Qué quiere decir? –le interrumpí, confuso–. ¿Así que era Sevrin...?
–Era él. El más perseverante, el más peligroso, el más astuto, el más sistemático de los confidentes. Un genio de la traición. Afortunadamente para nosotros, era único. Ese hombre era un fanático, ya se lo dije antes. Una vez más, afortunadamente para nosotros, se había enamorado de los gestos consumados e inocentes de esa muchacha. Siendo como era un actor serio, debió de creer en el valor absoluto de los signos convencionales. Por lo que respecta a la tosquedad de la trampa en la que cayó, la explicación estriba quizá en que en un solo corazón no pueden caber simultáneamente dos sentimientos de carácter tan absorbente. El peligro de esta otra actriz inconsciente le privó de su visión, de su perspicacia, de su juicio. En realidad, le privó ante todo de su autocontrol. Pero lo recobró mediante la necesidad –imperiosa para él– de hacer algo inmediatamente. Pero ¿hacer qué? Pues sacarla de la casa lo más rápidamente posible. Estaba desesperadamente ansioso por hacerlo. Ya le dije antes que estaba aterrorizado. No podía tenerse de pie. Estaba sorprendido y disgustado, yo diría incluso que furioso, por un movimiento completamente imprevisto y prematuro. Estaba acostumbrado a preparar la última escena de sus traiciones con un arte profundo y sutil que dejaba intacta su reputación de activista. Pero me parece obvio que al mismo tiempo había decidido salir lo mejor posible de la situación, conservar resueltamente su máscara. Sólo el descubrimiento de la presencia de la muchacha en la casa hizo que todo –su calma forzada, el comedimiento de su fanatismo, su máscara–, todo, saltara por los aires a causa del pánico. Pero pánico ¿por qué?, preguntará usted. La respuesta es muy sencilla. Recordó –o, me atrevo a decir, no olvidó jamás– que el Profesor estaba solo, en el piso de arriba, prosiguiendo su investigaciones, rodeado de latas y más latas de Sopa en Polvo Stone. Bastaban unas pocas de ellas para enterrarnos a todos los allí presentes bajo un montón de ladrillos. Sevrin, naturalmente, lo sabía. Y es de suponer, también, que sabía el tipo de hombre que era. ¡Había calibrado a tantos tipos como ése! O tal vez sólo creyó al Profesor capaz de lo que era. Pero, en cualquier caso, se produjo el efecto. Y de pronto, alzó la voz autoritaria:
»–Dejen salir a la señorita inmediatamente.
»Era evidente que estaba tan ronco como un grajo; resultado, sin duda, de la intensa emoción. Se le pasó en un momento. Pero estas palabras fatídicas salieron de su garganta contraída como un graznido discordante y ridículo. No necesitaron respuesta. La suerte estaba echada. Sin embargo, el hombre que se hacía pasar por inspector creyó conveniente decir con tono brusco:
»–Saldrá muy pronto, con todos los demás.
»Fueron las últimas palabras de la comedia que se pronunciaron.
«Olvidándose de todo y de todos, Sevrin dio un paso hacia él y le agarró por las solapas del abrigo. Bajo sus mejillas delgadas y azuladas pude ver su mandíbula furiosamente apretada.
»–Tiene hombres apostados fuera. Deje que la señorita se vaya a su casa inmediatamente. ¿Me ha oído? Ahora. Antes de que intente atrapar al hombre de allá arriba.
»–¡Oh! ¿Hay un hombre allá arriba? –dijo el otro en tono francamente burlón–: Bien, le haremos bajar a tiempo de que vea el fin de todo esto.
»Pero Sevrin, fuera de sí, no prestó atención al tono.
»–¿Quién es el estúpido entrometido que le ha enviado a meter aquí la pata? ¿No ha entendido las instrucciones? ¿Es que no sabe nada? Es increíble. Mire...
»Soltando las solapas del abrigo, metió la mano en su pecho para buscar febrilmente algo bajo su camisa. Finalmente sacó una bolsita cuadrada de cuero, que debía de estar colgada de su cuello como un escapulario por una cinta cuyos extremos rotos pendían de su puño.
»–Mire esto –farfulló arrojándolo a la cara del otro. E inmediatamente se volvió hacia la muchacha. Ella permanecía detrás de él, completamente tranquila y silenciosa. Su cara decidida y blanca daba impresión de placidez. Sólo sus ojos fijos parecían más grandes y obscuros.
»El hablaba rápidamente, con una seguridad nerviosa. Le oí prometerle hacer todo lo que hiciera falta tan claro como la luz del día. Pero eso fue todo lo que cogí. Sevrin estaba junto a ella, sin intentar jamás tocarla ni siquiera con la punta de su dedo meñique. Y ella le contemplaba estúpidamente. Por un momento, sin embargo, sus párpados se cerraron lenta, patéticamente, y así, con sus pestañas negras sobre sus blancas mejillas, parecía como si estuviera a punto de caer desmayada. Pero ni siquiera se apartó de donde estaba. El la instaba en tono chillón a que le siguiese inmediatamente y se dirigió hacia la puerta que estaba al fondo de las escaleras de la bodega sin mirar atrás. Y a decir verdad ella dio un paso o dos hacia él. Pero, naturalmente, no se le permitió llegar hasta la puerta. Hubo exclamaciones airadas, el tumulto de un forcejeo breve pero furioso. Violentamente rechazado, salió disparado hacia atrás y cayó encima de ella. La muchacha dejó caer sus brazos en un gesto de consternación y se hizo a un lado, para evitar la cabeza de Sevrin, que golpeó con fuerza contra el suelo junto a su zapato.
«Sevrin gritó de dolor. Para entonces se había rehecho lenta, aturdidamente, y era consciente de la realidad de los hechos. El hombre en cuyas manos había puesto el estuche de cuero había sacado de éste una tira estrecha de papel azulado. La sostuvo por encima de su cabeza, y como tras el forcejeo reinaba de nuevo una calma molesta y expectante, la arrojó con gesto desdeñoso al tiempo que decía:
–Creo, camaradas, que esta prueba ya no era necesaria.
«Rápida como el pensamiento, la muchacha se agachó para recoger la tira que caía. Extendiéndola con ambas manos, la leyó; luego, sin levantar la mirada, abrió lentamente los dedos y la dejó caer.
»Más tarde examiné ese curioso documento. Estaba firmado por un importante personaje y sellado y refrendado por otros altos funcionarios de varios países de Europa. En su oficio –¿o tal vez debería decir en su misión?– esta especie de talismán le habría sido sin duda necesario. Incluso la policía –a excepción de los jefes superiores– le conocía solamente como Sevrin, el famoso anarquista.
«Inclinó la cabeza, mordiéndose el labio inferior. Se había producido un cambio en él, una especie de calma pensativa y abstraída. Sin embargo, jadeaba. Su pecho se agitaba visiblemente y las ventanas de su nariz se abrían y se cerraban en extraño contraste con su sombrío aspecto de monje fanático en actitud meditativa, aunque algo en su cara recordaba a un actor que intenta satisfacer las terribles exigencias de su papel. Ante él, Horne vociferaba, macilento y barbudo como un acusador e inspirado profeta del desierto. Dos fanáticos. Estaban hechos para entenderse. ¿Le sorprende? Supongo que usted piensa que esta clase de gente echa espuma por la boca y gruñe a los demás.
Protesté apresuradamente, afirmando que no estaba en absoluto sorprendido; que no pensaba nada por el estilo; que los anarquistas en general me resultaban sencillamente inconcebibles mental, moral, lógica, sentimental e incluso físicamente. Mister X recibió esta declaración con su acostumbrada impasibilidad y prosiguió:
–Horne había prorrumpido en frases elocuentes. Mientras se deshacía en desdeñosas invectivas, se le saltaban de los ojos lágrimas que rodaban por su barba negra sin que él lo advirtiera. Sevrin jadeaba cada vez más. Cuando abrió la boca para hablar, todo el mundo permaneció pendiente de sus palabras.
»–No seas tonto, Horne –comenzó–. Sabes muy bien que no lo he hecho por ninguna de las razones que me estás echando en cara. –Y en un momento su rostro cobró una apariencia tan firme como una roca, bajo la mirada extraviada del otro–. Os he combatido, decepcionado y traicionado por convicción.
«Volvió la espalda a Horne, y dirigiéndose a la muchacha, repitió las palabras:
»–Por convicción.
»Es extraordinario hasta qué punto podía ella parecer indiferente. Supongo que era incapaz de encontrar un gesto apropiado. Debía de haber pocos precedentes de una situación semejante.
–Está claro como la luz del día –añadió Sevrin–. ¿Entiendes lo que significa? Por convicción.
»Ella siguió inconmovible. No sabía qué hacer. Pero el pobre desgraciado iba a darle la oportunidad de comprender un gesto hermoso y correcto.
»–Me siento capaz de hacer que compartas esta convicción –protestó ardientemente. Se había olvidado de sí mismo; dio un paso hacia ella, quizá un traspié. Me pareció que se inclinaba como si fuera a tocar el borde de su vestido. Y entonces se produjo el gesto apropiado. Ella alejó la falda de su contacto contaminante y apartó la cabeza levantando la barbilla. Estuvo magnífico, ese gesto de honor ultrajado, de aficionada noble e intachable.
»No pudo ocurrir nada mejor. Y él también pareció creerlo así, porque una vez más se echó a un lado. Pero ahora no se encaró con nadie. Jadeaba de nuevo espantosamente, mientras rebuscaba afanoso en el bolsillo de su chaleco y luego se llevaba la mano a los labios. Había algo furtivo en sus movimientos, pero inmediatamente después su aspecto cambió. Su respiración trabajosa le hacía parecer un hombre que acababa de realizar una carrera desesperada; pero un curioso aire de desinterés, de repentina y profunda indiferencia, reemplazó a la tensión de su afanoso esfuerzo. La carrera había concluido. No quise ver lo que ocurriría después. Demasiado bien lo sabía. Puse el brazo de la joven bajo el mío sin decir una palabra y me encaminé con ella hacia las escaleras.
»Su hermano nos siguió. A medio camino del corto trayecto, ella pareció incapaz de alzar el pie lo suficiente para subir los escalones y tuvimos que tirar de ella y empujarla hasta arriba. A lo largo del pasillo se arrastró, colgada de mi brazo, débilmente encorvada como una anciana. Salimos a una calle vacía a través de una puerta entreabierta, tambaleándonos como juerguistas borrachos. En la esquina paramos un coche y el viejo conductor contempló desde su pescante con desdén nuestros esfuerzos por hacerla entrar. Durante el recorrido la sentí desplomarse dos veces sobre mi hombro medio desvanecida. Frente a nosotros, el joven con bombachos permanecía mudo como un pez, y hasta que sacó el llavín se estuvo más quieto de lo que hubiera creído posible.
»A la puerta de su salón dejó mi brazo y caminó agarrándose a las sillas y mesas. Se quitó el sombrero, exhausta por el esfuerzo, con la capa aún colgada de sus hombros, y se dejó caer en un sillón hondo, atravesada, ocultando la cara en un cojín. Su buen hermano apareció silencioso ante ella con un vaso de agua. Ella lo rechazó con la mano. Entonces él se lo bebió y luego se retiró a un rincón lejano, detrás del gran piano, en alguna parte. Todo estaba en calma en esta habitación donde vi, por vez primera, a Sevrin, el antianarquista, cautivado y hechizado por las muecas perfectas y hereditarias que en cierta esfera de la vida ocupa el lugar de los sentimientos con excelentes efectos. Supongo que sus pensamientos estaban dando vueltas a los mismos recuerdos. Sus hombros se agitaron violentamente. Un verdadero ataque de nervios. Cuando se calmó, fingió firmeza:
»–¿Qué se le hace a un hombre de esa clase? ¿Qué le harán?
»–Nada. No pueden hacerle nada –le aseguré sin mentir. Estaba bastante seguro de que habría muerto en menos de veinte minutos desde el momento en que se llevó la mano a los labios. Puesto que su fanático antianarquismo llegaba al punto de llevar en el bolsillo veneno, sólo para quitarles a sus adversarios su legítima venganza, sabía que tendría buen cuidado de procurarse algo que no le fallase en caso de necesidad.
»Ella resopló airadamente. Sus mejillas estaban encarnadas y había en sus ojos un brillo febril.
–¿Habrá pasado alguien jamás por una experiencia tan terrible? ¡Pensar que ha cogido mi mano! ¡Ese hombre!
»Su cara se crispó, reprimió un patético sollozo. Si de algo estaba segura, era de los nobles motivos de Sevrin.
«Entonces comenzó a llorar en silencio, cosa que le convenía. A través de un mar de lágrimas, medio resentida, añadió:
–¿Qué fue lo que me dijo? ¡Por convicción! Sonaba a burla ruin. ¿Qué querría decir?
»–Eso, mi querida señorita –dije suavemente–, es algo que ni yo ni nadie podrá explicarle jamás.
Mister X sacudió una migaja de la solapa de su abrigo.
–Y esto era estrictamente cierto por lo que a ella se refiere. Aunque Horne, por ejemplo, lo comprendió muy bien; y también yo, especialmente después de haber estado en la pensión de Sevrin, en un obscuro callejón de un barrio sumamente respetable. Horne era conocido allí como amigo suyo y no tuvimos dificultad en ser admitidos, limitándose la criada desaliñada a señalarnos, mientras nos dejaba pasar, que «míster Sevrin no había vuelto a casa esa noche». Forzamos un par de cajones mientras realizábamos nuestro cometido, pero encontramos poca información útil. Lo más interesante era su diario, porque este hombre, comprometido en un trabajo tan abrumador, tuvo la debilidad de llevar un registro que le acusaba tan claramente. Allí estaban sus actos y también sus pensamientos, revelados para nosotros. Pero a los muertos no les importa. No les importa nada.
»"Por convicción." Sí. Un vago pero ardiente humanitarismo le había impulsado en su temprana juventud al más enconado extremismo de la negación y la rebelión. Después, su optimismo vaciló. Dudó y se extravió. Habrá oído usted hablar de los ateos convertidos. A menudo se convierten en peligrosos fanáticos, pero su alma sigue siendo la misma. Tras haber trabado conocimiento con la muchacha dejó constancia en este diario de sus rapsodias político-amorosas. Tomó sus muecas soberanas con una seriedad abrumadora. Anhelaba convertirla. Pero todo esto no le interesa a usted. Por lo demás, no sé si usted recuerda –han pasado muchos años de esto– la sensación periodística del Misterio de Hermione Street; el hallazgo del cuerpo de un hombre en la bodega de una casa vacía; las pesquisas; algunas detenciones; muchas conjeturas; y, luego, el silencio: el fin habitual de muchos mártires y confesores obscuros. El hecho es que Sevrin no era un optimista. Hay que ser un optimista salvaje, tiránico, despiadado, incondicional, como Horne, por ejemplo, para ser un buen rebelde social de ideas extremistas.
Se levantó de la mesa. Un camarero acudió apresuradamente con su abrigo; otro le alargó el sombrero.
–Pero ¿qué fue de la joven? –pregunté. –¿Quiere usted saberlo de veras? –dijo, abotonando cuidadosamente su abrigo de pieles–. Confieso que cometí la pequeña maldad de enviarle el diario de Sevrin. Primero llevó una vida retirada; luego fue a Florencia; finalmente se recluyó en un convento. No puedo decirle adonde irá después. ¿Qué importa? ¡Gestos! ¡Gestos! ¡Simples gestos propios de su clase!
Se caló el brillante sombrero de copa con extrema precisión y lanzando una rápida mirada en torno a la habitación, repleta de gentes bien vestidas, cenando inocentemente, murmuró entre dientes:
–¡Y nada más! Esta es la razón de que su clase esté destinada a perecer.
Nunca volví a encontrar a X después de ese día. Me acostumbré a comer en mi club. En mi próxima visita a París encontré a mi amigo muerto de impaciencia por saber el efecto que me había producido ese raro ejemplar de su colección. Le conté toda la historia y él se esponjó, con el orgullo de quien posee un espécimen ilustre.
–¿A que vale la pena conocerle? –dijo desbordante de gozo–. Es único, sorprendente, absolutamente terrorífico.
Su entusiasmo hirió mis más delicados sentimientos. Le dije secamente que el cinismo de ese hombre era sencillamente abominable.
–¡Oh, abominable, abominable! –asintió mi amigo efusivamente–. Y además, ya sabe usted, le gusta gastar pequeñas bromas de vez en cuando –añadió en tono confidencial.
No pude comprender a qué venía esta última observación. He sido siempre totalmente incapaz de descubrir dónde estaba la broma en todo esto.
Fin