Publicado en
diciembre 16, 2012
Anduve un tiempo a la deriva y sola, bajo la bóveda celeste, hasta el momento mágico del eclipse.
Por Edie Clark
UNA NOCHE de agosto —no hace mucho—, el resplandor de la Luna me impulsó a salir de casa para contemplar el espectáculo. Aunque ya eran cerca de las 10, podía ver en el campo las siluetas plateadas de las ovejas y, junto a la tapia de piedra, la diáfana brillantez de las zinias y de los clavelones. Aquella noche iba a haber un eclipse total de Luna. Linterna en mano, bajé por una vereda que lleva al muellecito de madera en el que amarro siempre mi lancha.
Esto mismo habríamos hecho Paul y yo. Los dos salíamos a menudo antes del alba, y atravesábamos remando la neblina que se alzaba del agua como cabellos de ángel. Remábamos hasta que el Sol asomaba detrás de las colinas.
Apenas me estoy acostumbrando al poco peso del bote, pues ahora lleva un solo pasajero. Una de las tareas que Paul realizó mientras estuvo sometido a la quimioterapia fue darle los últimos toques al bote: nada más llegar del hospital, se ponía a cepillar y a lijar el casco y lo barnizaba una y otra vez.
Los medicamentos lo hacían sentirse mal, pero disimulaba sus molestias y seguía trabajando como si nada. Durante tres años soportó cuanto podía ofrecerle la medicina moderna. En 1988 estrenó el bote, y empezó a remar para reponer las fuerzas que le habían quitado la quimioterapia y la extirpación de parte de los pulmones.
Al llegar al centro del lago, un gran segmento oscuro se había abierto ya paso en la Luna. De las ventanas de las cabañas ribereñas salía una luz amarilla que formaba banderolas al reverberar en el agua. Subí los remos y me quedé un rato sentada. A mi alrededor se oían portazos y voces. No era yo la única que deseaba contemplar el eclipse. Percibí algunas voces detrás de mí. Evidentemente había un bote cerca, pero no podía yo ver sus luces. La oscuridad siguió tapando la Luna.
Mi botecíto comenzó a moverse en círculos lentos, a la deriva. Cuando llegué al lago, soplaba una suave brisa, que luego cesó. Ahora el agua se extendía ante mí como una planicie de tinta negra. Allá, en el centro del firmamento, la Luna se había vuelto carmesí. Aún le quedaba un gajito de luz en creciente que, a mi vista, se fue cerrando hasta que la Luna quedó totalmente negra.
En la ribera estalló un cohete. Alguien gritó; las voces comenzaron a desvanecerse; sonaron portazos y, una tras otra, las cabañas se esfumaron de nuevo en la oscuridad. Encendí la linterna para consultar el reloj: medianoche.
Me recosté de cara al cielo. Habían trascurrido poco menos de tres meses desde la muerte de Paul. Tenía apenas 39 años cuando murió. A partir de entonces, yo había sentido a veces esas mismas tinieblas, aun en días de mucho sol. A pesar de que en ese momento yo navegaba a la deriva y sola, podía sentirlo junto a mí; podía sentir su mano en la mía.
De pronto, oí el chasquido de un pez que chocó con el agua. El aire volvió a moverse, se reanudó la corriente del agua, se formaron olitas que acariciaban el bote. Del otro lado de la Luna apareció una minúscula mota de luz que se fue agrandando. La luz volvió al agua por el resplandor de las estrellas que de nuevo llegaba a la Tierra.
Entonces comprendí por qué había salido de casa. No fue porque deseara contemplar el oscurecimiento de la Tierra, sino el retorno de la luz. Me incorporé; volví a echar los remos al agua y, moviéndolos vigorosamente, regresé al muelle. Conforme yo avanzaba, se acentuaba la luz.
© 1990 POR EDIE CLARK. CONDENSADO DE "YANKEE" (AGOSTO DE 1990), DE DUBLIN, NUEVA HAMPSHIRE.
ILUSTRACIÓN: TERRY WIDENER.