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diciembre 16, 2012
Luché cinco años contra mi sentencia de muerte que pronunciaron los médicos. ¡Y ahora el tiempo se me agotaba!
Por Dick Pothier
NO TENÍA yo intención de llamar una ambulancia. A pesar de mis jadeos al forcejear por abotonarme la camisa; a pesar del terror de que al fin se hubiera agotado mi corazón enfermo, me negaba a creer que estuviera muriéndome. La escandalosa ambulancia resultaría demasiado vergonzosa. No; conservaría la serenidad y tomaría un taxi.
Pero cuando puse un pie en la calle, aquel frío jueves 19 de enero de 1989, supe que estaba en graves dificultades. Tenía que caminar dos calles, pero no lograba avanzar más de diez metros sin verme obligado a detenerme. Los pulmones se me llenaban de líquido y me ahogaba lentamente. Jadeando, me apoyé en un auto. Unos cuantos pasos más... Un poste de teléfonos. Un buzón. Y no me resignaba a gritar: "¡Por favor! ¡Ayúdenme!"
Al fin y al cabo, estos síntomas se habían presentado una vez al año, desde que tenía yo 44, en 1983, cuando los médicos me informaron que mi corazón estaba devastado por la miocardosis, afección degenerativa. Con unos cuantos días en el hospital me recuperaba.
Sin embargo, nunca me había faltado tanto el resuello como en esta ocasión; era como si corriera con una bolsa de plástico que me tapara la cabeza. Al llegar a la esquina, me apoyé en un poste de luz para hacer señas a un taxi. Entonces, aun de pie, ya no podía respirar. ¿Y si moría allí mismo, en la esquina? Le debía a mi familia, por lo menos, que eso no ocurriera. Atravesé la calle a duras penas, hasta llegar a un teléfono público, y marqué el número de los servicios de urgencia. En cuestión de minutos ya iba yo en una patrulla de la policía rumbo al Hospital de la Universidad de Hahnemann, de Filadelfia, Pensilvania.
Al llegar allí, ya se me nublaba la vista, por falta de oxígeno. Recuerdo que varias personas corrieron hacia mí; que me adosaron electrodos a toda prisa y me insertaron agujas intravenosas.
Hubo una junta de médicos a mi alrededor. Oí que alguien dijo: "edema pulmonar"; líquido en los pulmones. Alguien más solicitó: "¡Traigan un catéter de SwanGanz!" Es un artefacto para evaluar la eficiencia cardiaca, que se inserta hasta el corazón a través de la vena yugular. Sentí un dolor lacerante, y perdí el conocimiento.
También perdí la noción del tiempo, pero recuerdo que llegó a verme mi familia. Más médicos. Conversaciones en susurros. Las caras de mis hijos: Gillian, de 18 años, y Jeremy, de 16, me revelaron que se esperaba mi muerte de un momento a otro.
"TODAVIA NO"
Mi única salvación —o, mejor dicho, la remota posibilidad de salvarme— se hallaba a 30 calles de allí, en el programa de trasplantes de corazón del Hospital de la Universidad de Temple. Para seguir con vida, debía perder mi corazón; el meollo de mi ser. Los médicos tendrían que desconectarlo como si fuera un carburador estropeado, desecharlo y sustituirlo con el corazón de un muerto. Era una de las proezas más desesperadas de la medicina, y constituía mi única salvación.
En la primavera anterior me habían evaluado para el trasplante en el Hospital de la Universidad de Temple; pero los médicos opinaron que aún no estaba yo bastante enfermo para ello. Ahora me encontraba demasiado grave para que me trasladaran desde el Hahnemann.
Aquella noche, ya tarde, me quedé solo en el cubículo de terapia intensiva. Vi en la penumbra la foto que Gillian había dejado en la mesita; allí estaba yo, con aspecto saludable, flanqueado por mis dos hijos, las joyas de mi vida. En una hojita de papel con borde adhesivo, ella había escrito: "Te amamos, Papá". Me recosté y contemplé la fotografía. No quiero dejarlos, pensé; ahora no; todavía no...
Después, lo primero que advertí fue que había despertado y el corazón me latía salvajemente con el ritmo letal, ultrarrápido, llamado taquicardia ventricular. Sonaron varias alarmas, y una docena de personas se abalanzó sobre mí como tacleadores de futbol americano. Un médico alzó el puño y me golpeó el pecho. Repitió en seguida la maniobra. Súbitamente, alguien gritó que mi ritmo cardiaco había vuelto a lo normal. Volví a dormirme después y, para mi gran asombro, desperté vivo aún por la mañana.
A la noche siguiente ocurrió lo mismo; pero poco después empecé a estabilizarme. Sin embargo, no permitían que me movieran. La espera me afectaba, pues sabía que, por dedicado y hábil que fuera el personal de Hahnemann, todavía no contaba con un programa de trasplantes. Allí, sólo podría morirme. Pensé: ¡Magnífico! Si he de morir, que sea pronto. Esta actitud angustió a Jeremy, que me escribió esta nota:
Querido Papá:
Sé que esto puede ser muy duro para ti; pero sólo se trata de un bache en el camino. ¡Jill y yo vamos a estar unidos a ti muchos años más! No te preocupes por lo que pase en el hospital, papá; terminará antes de lo que tú crees. ¡¡TE AMAMOS!!
Jeremy
En medio de esta ardua prueba en el Hahnemann, me llegó un mensaje de otra clase. Estaba tendido en la cama, con mis muchachos cerca, y me sentía muy mal, cuando de pronto tuve una extraordinaria sensación de paz y serenidad. Fue como si una nube benévola hubiera bajado sobre mí y me hubiera dicho que todo saldría bien.
Esta sensación duró unos cinco minutos. Sé que no provino de mi interior; procedía de otra fuente. Y yo, veterano agnóstico, creo que debe de haber sido de Dios.
En los siguientes días contraje una infección acompañada de fiebre intensa. A pesar de todo, la noche del 31 de enero —12 días después de mi fallida búsqueda de un taxi—, un médico acudió a la unidad de terapia intensiva y anunció: "Ha mejorado lo suficiente para que pueda ser trasladado. Saldrá rumbo al Temple dentro de una hora". Fue el primer rayo de esperanza. Me envolvieron en sábanas, me adosaron una mascarilla de oxígeno al rostro y me llevaron en camilla rodante por el corredor hasta afuera, a una ambulancia.
Lo primero que tuvieron que hacer los médicos del Temple fue combatirme la fiebre, que ascendía a 40° C. Me administraron antibióticos y trajeron una frazada conectada a una unidad de refrigeración. Fue como estar en un lago congelado, y así disiparon el exceso de calor. Me sentí mejor.
Pero lo que me atormentaba más era la sed, una sed horrible, implacable. Más agua en el cuerpo implicaba más trabajo para el corazón; y puesto que me estaban aplicando una solución intravenosa y medicamentos, también líquidos, podía yo ingerir muy poca agua.
Una enfermera me traía la comida, alzaba la cubierta de la bandeja y, mientras yo la observaba sintiendo los labios resecos, retiraba hasta la gelatina. Fue un angustioso tormento, y me puse a discutir con rabia con el personal para convencerlo de que las gelatinas y los pudines no estaban prohibidos. Me dijeron que lo sentían mucho. Sabían que era terrible. Sentí que perdía la razón.
ANIMACION SUSPENDIDA
El invierno transcurría, y el tiempo se me agotaba. Los médicos y yo sabíamos que no servirían durante más tiempo los medicamentos que tomaba para que el corazón siguiera latiendo. Y ni siquiera estaba yo seguro de que me hubieran aceptado en el programa de trasplantes de corazón. Esta aceptación no era automática.
Estaba decidido a que me pusieran en la lista de espera de los trasplantes. Emprendí una campaña: cada vez que conocía a alguien relacionado con los trasplantes, sonreía, lo adulaba y hacía todo lo posible por convencerlo de que yo era un candidato magnífico. Quería un nuevo corazón. Luchaba por obtenerlo. No podían equivocarse conmigo. ¡Caramba! ¡Deseaba seguir viviendo!
Permanecía en animación suspendida, y sabía que me estaban evaluando. Un día le pregunté a la doctora Mariell Jessup, mi principal cardióloga, si ya estaba yo en la lista de espera.
"Sí", proclamó ella. "Y ocupa el primer lugar".
Mi caso se había alimentado a la computadora de la Red Unida para la Donación de Órganos, con sede en Richmond, Virginia. Por la gravedad de mi estado, figuraba en la "Situación 1", de la máxima prioridad.
Se inició la búsqueda. Yo aguardaba a que le sucediera una desgracia a otra persona: un choque automovilístico, un crimen, un accidente que pusiera fin a la existencia de otro ser humano y que a mí me diera la vida.
Pasaron varias semanas. El tedio y la sed se prolongaron todo febrero y hasta principios de marzo. Sabía que ya no disponía de mucho tiempo. En eso, el jueves 9 de marzo, entró a verme Jacob Kolff, jefe de cirugía cardiaca en el Temple. "Richard", me anunció, "es posible que tengamos un corazón para usted". Sus palabras estallaron en mi cabeza como una bomba de júbilo. Lloré.
Me urgía llamar a mis muchachos. Gillian contestó el teléfono. "¡Hola!", le dije. "Soy yo". Y luego no pude articular ni una palabra durante todo un minuto; le conté que estaban preparándome algo magnífico.
La actividad comenzó a intensificarse fuera de mi cubículo y creí detectar sonrisas en las caras de las enfermeras. A las 11 de la noche, los médicos me informaron que todo marchaba a las mil maravillas. Al rato, un anestesiólogo me preparó para la operación insertándome grandes agujas intravenosas en los brazos. Estaba yo en éxtasis.
Al cabo de una hora, dos mozos me pusieron en una camilla rodante y me llevaron al quirófano número diez. Yo había hecho cuanto podía, con todas las células de mi organismo, para llegar allí. Ya solamente me faltaba pasar por el trance. Contemplé el cielo raso, y esperé, mientras me decía a mí mismo: Bueno, ¡adelante!
Me aplicaron la anestesia y empecé a perder el conocimiento. En eso, oí una extraña vibración; como el rechinido de una sierra.
MOMENTO DECISIVO
Un cuarto de hora antes, en un hospital distante, James McClurken, otro cirujano del equipo de trasplantes del Temple, había extraído el corazón de un joven de veintitantos años, víctima de un disparo de rifle, a quien le habían declarado la muerte cerebral y cuya familia —¡Dios la bendiga!—había accedido a donar sus órganos.
McClurken cortó el corazón del pecho del donador y verificó que no tuviera ningún defecto. Le pareció fuerte. Luego, colocó la víscera en un frasco donde había una solución salina y potásica, para conservarla paralizada. Metieron el recipiente en un refrigerador portátil, lleno de hielo. A continuación, McClurken telefoneó a Kolff para comunicarle que ya iba en camino la preciosa carga. Disponía de cinco horas para trasplantármelo, pues si tardaba más, el órgano —y tal vez yo—moriríamos.
Mientras, Kolff me había hecho una incisión en la piel del tórax y había cortado con sierra el esternón. Había partido en dos la caja torácica y abierto el pericardio, el saco fibroso que envolvía a mi corazón enfermo. Ya me habían conectado a la máquina cardiopulmonar. Todo estaba listo.
Los cirujanos que hacen trasplantes siguen la norma de no extraer el viejo corazón hasta que el nuevo llegue al quirófano. Poco antes de las 4 de la madrugada llegó McClurken con el corazón. Una pinza metálica se cerró en mi aorta, y mi corazón quedó sellado y aislado del torrente circulatorio. Los cirujanos empezaron a sacarlo del cuerpo al que había sostenido durante 49 años. La hinchada e informe bolsa gris fue colocada en un cuenco y se la llevaron: después, los médicos me dijeron que probablemente sólo me quedarían unos cuantos días de vida con ese corazón.
Metieron rápidamente el nuevo corazón en mi pecho y lo conectaron. Llegó entonces el momento decisivo, en que la carne de un ser humano debía responder a las fuerzas vitales de otro.
A las 4:55 quitaron la pinza de la aorta e hicieron que la sangre fluyera por mi nuevo corazón. Pasaron algunos segundos, mientras entraba en calor el nuevo órgano, que dejó de estar amoratado por la falta de oxígeno, y flácido, para ponerse tenso y de color sonrosado. De pronto, apareció una señal luminosa en una pantalla del quirófano. A las dos horas y 35 minutos de haberlo extraído del hombre que nació con él, el corazón trasplantado cobró vida en mi pecho.
Al rato desperté. Lo primero que sentí fue aquel latido uniforme en el pecho, que me devolvió la confianza. Gillian y Jeremy movieron la mano para saludarme desde afuera de la unidad de aislamiento, rodeada de cristal. Alcé los pulgares para indicarles que todo iba bien. ¡Al fin había terminado mi pesadilla!
Me recuperé rápidamente, y a las dos semanas salí del hospital. El segundo día que pasé en casa fui a cumplir una misión especial. Recorrí de nuevo la ruta que había seguido aquella gélida mañana de enero, 11 semanas antes. Me sentía de perlas. No habían terminado mis problemas, por supuesto. El resto de mi vida tendría que tomar cada día potentes fármacos antirrechazo y someterme periódicamente a dolorosas biopsias del corazón, para verificar que no hubiera rechazo. Pero aquella mañana era tibia, y la primavera embalsamaba el aire. Cada momento que viva, me dije, me maravillaré. Era la víspera de la Pascua; el Día de Resurrección.
CONDENSADO DEL SUPLEMENTO DOMINICAL DEL "PHILADELPHIA INQUIRER" (21-1-1990), © 1990 POR THE PHILADELPHIA INQUIRER, DE FILADELFIA, PENSILVANIA.
FOTO © THE PHILADELPHIA INQUIRER/MICHAEL BRYANT