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octubre 21, 2012
Sin darse cuenta, un grupo de turistas y sus guías se enfilaban hacia los dominios de un hipopótamo enfurecido...
Por John Dyson.
¡Bienvenidos al poderoso Zambeze! —dijo Paul Templer a los seis turistas que iba a guiar en un viaje de tres horas en canoa por uno de los ríos más largos de África.
Se dirigían corriente abajo hacia las imponentes cataratas Victoria, en Zimbabwe, y el grupo esperaba ver elefantes, cocodrilos e hipopótamos a lo largo del recorrido. Era una tarde perfecta de marzo de 1996: había un cielo esplendoroso y soplaba una brisa refrescante.
El guía, de 27 años, comentó a las tres parejas:
—A esta excursión la llamamos "el paseo real" porque mientras nosotros remamos, ustedes se sientan y disfrutan. —Luego señaló el revólver que llevaba al cinto en una funda y advirtió—: Pero hay peligros. El río está lleno de cocodrilos, así que no metan la mano en el agua, pues creerán que es un pez y eso es lo que ellos comen. También hay que cuidarse de los hipopótamos —continuó—. Estos animales viven en territorios claramente demarcados, así que sabemos qué zonas debemos evitar. Sin embargo, si alguno está de mal humor, se le puede ocurrir volcar la canoa de un topetazo.
Templer sonrió a sus clientes, que estaban boquiabiertos.
—Un golpe podría lanzar al agua a alguno de ustedes — añadió—. Si eso llega a pasar, que no cunda el pánico: los hipopótamos no se los comerán; son vegetarianos.
Con Templer iban tres ayudantes: el guía Mike McNamara, de 31 años, quien acompañaba al grupo en kayak, y los remeros Ben Sibanda, de 24 años, y Evans Namasango, de 22, hombre alegre y trabajador que acababa de aprobar los exámenes para ser aprendiz de guía. A Templer le cayó bien Namasango desde el principio, y casi todos los días le enseñaba el tejemaneje del oficio.
Templer separó a los turistas. Con él iban Jochem Stahmann y su esposa, Gundi, procedentes de Bremen, Alemania. En la canoa de Sibanda se acomodaron Murielle Fischer y su prometido, Pierre Lagardére, mientras que Nathalie Grassot y Marc Skorupka iban con Namasango; estos cuatro últimos viajeros eran empleados de Air France.
EL TRABAJO de Templer como guía profesional era poner a los turistas en contacto con la naturaleza y al mismo tiempo cuidarlos de los peligros. En una ocasión tuvo que detener a unos japoneses que se acercaron demasiado a unos leones para fotografiarlos.
También debía protegerlos de los hipopótamos, una de las especies más peligrosas de África. Los dos incisivos inferiores del macho, que llegan a medir hasta 20 centímetros de largo, apuntan hacia afuera como la horquilla de un montacargas, y sus dos enormes colmillos superiores se curvan hasta rozar los inferiores, lo que los mantiene afilados como unas tijeras de podar.
A veces los hipopótamos golpeaban una canoa y arrojaban al agua a sus ocupantes. Uno de ellos le había arrancado una pierna a un guía hacía dos años, y apenas seis meses atrás, Templer y dos turistas habían salido volando de otra canoa a causa del topetazo de un macho. Ese mismo animal persiguió y golpeó otros dos botes. Pronto los guías del río, un gremio muy unido, se previnieron unos a otros sobre los sitios donde vagaba la huraña bestia. Lo que no sabían era que había cambiado de morada, y Templer, que en esos momentos conducía la flotilla por un estrecho de islas rocosas, ignoraba que iban directamente hacia el nuevo territorio del animal.
LA CANOA DE TEMPLER se deslizaba lentamente a un remo de distancia de la orilla de una isla. A menos de 30 metros chapoteaba una manada de hipopótamos. Sus morenos cuerpos se veían rojizos, pues segregan por la piel una sustancia de ese color que los protege de las quemaduras de sol; de ahí la creencia de que sudan sangre.
En voz baja, Templer explicó a los turistas que un ejemplar de esta especie puede llegar a medir 1,5 metros de alto hasta la cruz y unos 4,2 metros de la nariz a la punta de la cola, y pesar varias toneladas.
—Sigamos adelante —dijo, hundiendo el remó en el agua.
Pasaron junto a una hembra medio sumergida cuya cría dormitaba con la quijada descansando sobre su lomo. El sol ya empezaba a ocultarse tras las copas de los árboles. Templer sabía que en 40 minutos más debían estar en tierra, donde un camión llevaría a los turistas de regreso a sus hoteles.
El kayak de McNamara se deslizó sobre una saliente rocosa por encima de la cual el agua se precipitaba a una poza de unos 60 metros de ancho; lo seguía Sibanda, cuya canoa cortaba oblicuamente la corriente, y después, muy cerca, Templer y Namasango. Templer dio un golpe seco a su canoa para hacer salir a los hipopótamos que anduvieran bajo el agua a fin de que los remeros pudieran esquivarlos. De pronto se oyó un retumbo: un enorme macho golpeó la canoa de Namasango, alzó por los aires la popa e hizo que éste cayera al agua.
Al volverse, Templer vio la popa de la canoa de su ayudante sobre el lomo del animal: era el que había embestido otros botes; abrió sus enormes fauces y se sumergió abruptamente. Mientras Nathalie y Marc, que aún iban en la canoa, luchaban por mantenerla derecha, Namasango salió a flote, jadeando.
Templer remó hacia él.
—¡Aguanta, voy por ti! —le gritó.
Como no tenían remos, Nathalie y Marc batieron furiosamente el agua con las manos para alejarse del hipopótamo. Sibanda, que se había colocado detrás del grupo, llevó su canoa hacia aguas someras, a pocos metros de distancia. Sus pasajeros, Murielle y Pierre, saltaron a un banco rocoso.
Namasango se acercó a la canoa de Templer por un costado. Como había riesgo de que la volcara si intentaba subir por allí, el guía le dijo que trepara por atrás.
Con un golpe de remo Templer colocó la popa al alcance de Namasango. No creo que ese animal regrese, pensó. Para mantener nivelada la canoa, Jochem y Gundi se inclinaron hacia la derecha mientras el guía lo hacía al otro lado y le tendía una mano a su ayudante.
Cuando estaba a punto de sujetarlo, el hipopótamo emergió intempestivamente, como una camioneta con la tapa del motor abierta, y se interpuso entre ellos; resoplaba agua y rocío por la nariz y de su encarnada garganta salía un estridente rugido. Entonces le tiró una tarascada a Templer: tomándolo por la cabeza, hundió sus enormes dientes en las axilas y lo apresó por la región lumbar sin dejarlo mover los brazos; luego volvió a hundirse en el agua. Tan repentina fue la acometida, que la canoa se mantuvo derecha varios segundos antes de volcarse y echar al río a Jochem y Gundi.
El animal arrastró a Templer más de tres metros bajo el agua y lo zarandeó con todo y sus 90 kilos de peso como un perro con un muñeco de trapo. Atrapado boca abajo en las fauces del hipopótamo, aquél no veía nada. ¿Dónde rayos estoy?, se dijo. De pronto las gigantescas tenazas se abrieron y uno de los brazos del guía quedó libre; tanteó a su alrededor con la mano y entonces sintió los duros pelos del morro del animal.
Arqueando el cuerpo para hacer palanca, empujó con todas sus fuerzas. Por alguna extraña razón se sentía calmado, como si se estuviera viendo en una película. Logró zafar el otro brazo y su mano topó con un labio correoso que usó para impulsarse. Los dientes del animal le desgarraron las mejillas y la piel de la nuca. En eso, se sintió libre y nadó hacia la superficie.
Salió a flote con el rostro chorreando sangre. Lo primero que vio fue a Namasango, que jadeaba y pataleaba para no hundirse.
—¡Nada, Evans! —gritó Templer—. ¡Vámonos a la orilla!
Pero aquél parecía estar en estado de choque. Templer le pasó un brazo por debajo de la barbilla y empezó a remolcarlo a tierra.
De pronto sintió una pierna aprisionada por un peso enorme: ¡era de nuevo el hipopótamo! Esta vez lo atrapó desde abajo y le perforó un pie mientras lo hundía. De inmediato soltó a Namasango con la esperanza de que saliera a flote.
Templer sabía que un hipopótamo puede permanecer hasta seis minutos bajo el agua; él, en cambio, sólo podría resistir tres o cuatro. Desesperado, pataleó y golpeó el hocico del animal. Su pierna quedó libre, pero entonces éste le atenazó un brazo. El guía reunió las fuerzas que le quedaban para golpearlo nuevamente en el morro. ¡Suéltame!, pensó, y un segundo después quedó libre.
Cuando McNamara vio la cabeza de Templer salir del agua, viró su kayak hacia él.
—¡Nada hacia acá! —le gritó.
Sin embargo, el hipopótamo llegó primero. Sacando del agua medio cuerpo, apresó entre sus quijadas el torso de Templer, cuya cabeza y hombros quedaron colgando de un lado y las piernas del otro. Los afilados colmillos del animal le desgarraron el brazo izquierdo y dos incisivos se le encajaron en el pecho. El guía sintió que le tronaban las costillas.
Enloquecido, el hipopótamo lo metía y sacaba del agua una y otra vez. De pronto sus dientes cortaron una arteria y de un costado de Templer brotó un impresionante chorro de sangre.
Al sentirse zangoloteado en todas direcciones, el guía trató de coger el revólver con la mano libre, pero la funda había desaparecido. Se le estaba acabando el aire y su mente comenzaba a nublarse. Ya no resisto más, pensó. Sin embargo, siguió dando puñetazos con desesperación.
De repente el zarandeo cesó. El animal lo soltó y se hundió de nuevo en el agua. Templer quedó flotando cerca del kayak de McNamara.
—Sácame de aquí —masculló, al tiempo que se aferraba a una cuerda del bote.
Mientras aquél lo arrastraba hacia aguas bajas, lo primero que le vino a la mente fue rescatar a los turistas, de cuya seguridad era responsable.
—Debemos llevarlos a tierra —dijo, jadeando—. ¿Dónde está Evans?
Murielle y Pierre vieron a Namasango reaparecer en la superficie unos 50 metros río abajo; agitó un brazo con fuerza y luego se hundió. El hipopótamo, saltando como un caballo, emergió de repente del agua y cayó justo en el sitio donde acababa de sumirse aquél.
Al sentir un ramalazo de dolor, Templer se desplomó en el vado.
—Me hizo pedazos —dijo, a punto de desmayarse.
Entre los andrajos en que quedó convertida la manga izquierda de la camisa de Templer, McNamara vio un amasijo sanguinolento. Tenía el brazo aplastado en dos puntos y el antebrazo hecho jirones; se había desangrado mucho por las heridas de los costados, su pie izquierdo estaba hecho papilla y por el agujero que tenía en la espalda se le veía un pulmón.
No había manera de darle primeros auxilios ni de pedir ayuda, pues el botiquín y el radiotransmisor se perdieron al volcarse la canoa. Cuando lo tendieron en la ribera, dijo que sentía que los pulmones se le estaban llenando de sangre. McNamara arrancó el celofán con que tenía envuelta su comida y le tapó las heridas del torso a fin de evitar que sufriera un colapso pulmonar.
—¡Rápido! —gritó McNamara, al tiempo que empujaba la canoa de Sibanda hacia la corriente.
Se está muriendo, pensó. No va a llegar.
Luego de seis minutos de remar con todas sus fuerzas, Sibanda llegó al desembarcadero. Por suerte, un grupo de socorristas realizaba unas prácticas allí. Llevaron a Templer al hospital local, pero no había allí ningún cirujano. El más cercano estaba a unos 430 kilómetros de distancia, en Bulawayo.
Cuando llegaron allí, a la una de la madrugada, el ortopedista Bekithemba Ncube, de 41 años, los estaba esperando. Templer tenía el cuerpo destrozado, pero aun así había corrido con suerte. El animal le seccionó una arteria axilar tan limpiamente, que se selló sola; de lo contrario, habría muerto desangrado en menos de un minuto. Si los enormes colmillos del hipopótamo no hubiesen penetrado su espalda en ángulo y formado unos colgajos de piel que impidieron el paso del aire al tórax, el colapso pulmonar habría sido inevitable. En una operación que duró siete horas, Ncube le suturó las heridas y le amputó el brazo izquierdo.
TRAS DOS DÍAS de búsqueda, hallaron el cadáver de Evans Namasango río abajo. Ni siquiera los moradores más ancianos de las riberas del Zambeze recuerdan un ataque de hipopótamo tan violento como el que casi le costó la vida a Paul Templer. Hoy el valeroso guía, a quien se le colocó un brazo artificial en Londres, ha regresado con nuevos bríos a Zimbabwe a iniciar su propio negocio turístico.
Y aun cuando los cazadores profesionales apremiaron al Departamento de Parques Nacionales y Vida Silvestre de Zimbabwe para que matara al agresivo animal, éste sigue en el río... esperando.