¿POR QUÉ DEFIENDO A LOS CULPABLES?
Publicado en
septiembre 23, 2012
Considérese, por ejemplo, el extraño caso del testigo renuente.
Por Barry Winston (Ha practicado el derecho durante 25 años en Chapel Hill, Carolina del Norte.)
PERMITANME hacerles un relato. Un relato de la vida real, aunque se hayan cambiado los nombres y algunos detalles para proteger la vida privada de mi cliente. Todo ocurrió hace más de cuatro años. Estoy sentado en mi bufete, cuando recibo la llamada de un abogado, especialista en asuntos fiscales, al que apenas conozco. Hay un joven en dificultades; ¿me interesaría ayudar? Lo han acusado de homicidio por imprudencia —crimen grave— y de conducir en estado de embriaguez. Yo le respondo que por supuesto; que me llame esa persona.
Entonces, el muchacho pide una cita. Es un joven agradable, recién salido de la escuela secundaria, y ha pasado algún tiempo con su hermana mayor, que estudia medicina. Un día, ella le dice que los han invitado a comer en el campo. Ella irá directamente desde el colegio, y él deberá sacar su auto y reunirse con ella. Él llega antes, se presenta a todos y se bebe una cerveza. Ella aparece al cabo de un rato, y él se toma otra cerveza. Luego, come una "hamburguesa" y se bebe la tercera cerveza. En cierto momento, su hermana le indica: "Bueno, es hora de irnos", y se dirigen al auto.
Y el chico me dice que no recuerda nada hasta que, cubierto de vendas y yeso, despierta en una sala de hospital, y alguien le informa que está acusado de homicidio por imprudencia y conducir en estado de embriaguez, que destrozó el auto de su hermana y ella falleció en el accidente, y que el análisis de sangre reveló un contenido alcohólico de 0.14. Le pregunto qué quiere decir con eso de que "no recuerda nada hasta", y él me mira a los ojos y repite que no puede recordar nada desde que dejaron la comida en el campo hasta que despertó en el hospital. Agrega que, según los médicos, padece de amnesia retrógrada. Le digo que desde luego yo le creo, pero dudo que un juez lo crea.
Acepto defenderlo y consigo el informe oficial del accidente. Consta allí que hay cuatro testigos: una pareja que iba en un automóvil en dirección contraria, que se cruzó con el chico y su hermana poco antes de que el auto saliera de la carretera; un individuo que oyó el choque desde su patio y corrió al lugar del accidente, y el patrullero que efectuó la investigación. Telefoneo al joven que corrió a la escena desde su casa; no se encuentra; le dejo un recado. Después, él me habla, yo me presento, le informo que defenderé al muchacho y que necesito hablar con él.
El testigo ocular carraspea, busca las palabras, y me parece que cree que es contra la ley hablarle a un abogado defensor. Le explico que el fiscal le dirá que es perfectamente legal, anque no obligatorio, hablar conmigo. Le doy el nombre y el número del fiscal, y él promete volver a llamarme.
Salgo entonces en busca del patrullero. Me cuenta toda la historia. El muchacho y su hermana están entrando en la ciudad por un camino rural sinuoso, cuyo límite de velocidad es de 70 k.p.h. Los Thorne —la pareja— están saliendo de la ciudad. Afirman que el auto se cruza con ellos en dirección contraria, rumbo a una curva peligrosa, corriendo por lo menos a 105 o 115. A mitad de la curva, el vehículo se sale de la carretera hacia la derecha, vuelve al camino, vira, se sale por la izquierda, y desaparece con un ruido ensordecedor.
Muy pronto, afirma el patrullero Johnson, el hombre que oyó el choque desde su patio llegó a la escena. Se apellida Holloway. He aquí la versión que da al patrullero: el auto se volcó, y cuando otras dos personas acudieron a la carrera, sacaron al muchacho, que tenía puesto el cinturón de seguridad, del asiento del conductor. Luego sacaron a la joven, por el otro lado. Aún respiraba, pero falleció en el hospital, poco después.
Y eso es todo, concluye el patrullero. No sólo era alto el contenido de alcohol en la sangre del muchacho, sino que conducía en exceso de velocidad, y la joven murió. Tiene que acusarlo. Es una lástima, parece un buen chico, era su propia hermana, y demás; pero, ¿qué otra cosa puede hacer?
En vista de la declaración de Holloway, la situación no parece tan mala para mi cliente, y pienso que ya es tiempo de ir a hablar con el fiscal. Pero como Holloway no ha vuelto a llamarme, le telefoneo. No está en casa; dejo un recado. Aguardo un par de días y vuelvo a llamarlo. Por último, logro comunicarme con él. Está muy inquieto, y lo único que declara, una y otra vez, es que no tiene obligación de hablar conmigo.
Sé que más me vale buscar un acuerdo, así que voy a ver al fiscal. Este se muestra muy comprensivo, pero... ha fallecido una joven, se ha interrumpido una carrera prometedora, y todo porque alguien que bebe demasiado se sentó al volante. El chico deberá pagar. No tiene que ser con la cárcel, sugiere el fiscal. Pero debe declararse culpable de dos delitos menores: muerte accidental en un vehículo, y conducir en estado de embriaguez. Esto significa libertad bajo palabra y una cuantiosa multa: varios miles de dólares. Sin embargo, no puedo criticarlo. Después de todo, probablemente lo criticarán por reducir el crimen a simple delito imprudencial.
El día del juicio, llego temprano al tribunal. Allí está el patrullero Johnson con otras tres personas que, supongo, serán los Thorne y Holloway. Desde luego, en cuanto Holloway me ve, se acerca y se presenta, y al punto empieza a hablar: "Sólo deseo que sepa usted lo grave que es eso de beber alcohol y conducir. Si esos muchachos no hubiesen bebido y manejado aquella noche, la pobre chica aún estaría viva".
Ahora bien, mientras estoy tratando de contenerme, veo al fiscal, corro hasta el otro lado de la sala, lo tomo del brazo y le digo:
—Tenemos que hablar. ¿Por qué trajo usted a toda esta gente? ¡Ese tipo, Holloway! No irá usted a hacerlo comparecer como testigo, ¿verdad? ¡Estamos declarándonos culpables! Los padres de mi cliente están sentados allí. No tiene usted que hacerles soportar todo un plan cuidadosamente preparado.
El fiscal me mira y replica:
—Hombre, lo siento, pero en un caso como este, debo presentar testigos. El Terrible Wally es el juez. Si trato de prescindir de testigos, es capaz de arrojarme por la ventana.
El fiscal empieza por llamar al patrullero Johnson. Después de terminar la declaración, el juez me mira. "No haré preguntas", le digo. Entonces, el fiscal llama a Holloway. Describe cómo acudió pronto en su auto hasta el lugar del accidente, vio el auto volcado, ayudó a sacar a mi cliente por la ventanilla del lado izquierdo del vehículo, y luego fue al otro lado para ayudar a sacar a la joven.
"No haré más preguntas, Su Señoría", concluye el fiscal. El juez me mira. Meneo la cabeza, y él se dirige a Holloway:
—Puede usted bajar del estrado.
Pero Holloway no se mueve. Me mira, luego al fiscal, y luego al juez:
—¿Puedo decir algo, Su Señoría?
Dentro de mí parecen sonar muchas campanas. Algo me grita: ¡Objeción! ¡Objeción! Estoy tratando de decidir en tres cuartos de segundo si será peor escuchar de labios de Holloway una conferencia sobre los males del alcoholismo o irritar al juez mediante una objeción. Pero lo único que se me ocurre decir es: "No hay objeción, Su Señoría". El juez me sonríe, luego, a Holloway, y le indica:
—Muy bien, señor Holloway.
Todo sale en una tirada.
—Bueno, verá usted, Su Señoría —relata Holloway—., todo ocurrió muy rápido. Yo oí el ruido, y era de noche, y me alarmé, y a la mañana siguiente, cuando pude pensar en ello, me imaginé lo que había pasado. Sí, sacamos al chico por la ventanilla de la izquierda, pero, verá usted, el auto estaba volcado, patas arriba, y si se le daba vuelta, sobre sus llantas, como supuestamente debe estar, el lado izquierdo en realidad está del lado derecho. Su Señoría, ese muchacho no iba conduciendo el auto. Era la chica la que iba conduciendo, y cuando pude reflexionar, a la mañana siguiente, comprendí que lo que yo había dicho al patrullero Johnson era un error, y me dio miedo, y no supe qué hacer; por eso (me miró directamente a los ojos)... por eso no quise hablar con usted.
Naturalmente, se permite que el acusado retire su aceptación de culpabilidad. Se retiran los cargos, y el muchacho, sus padres y yo vamos a sentarnos en una de las salas de atrás donde nos miramos unos a los otros un buen rato. Por último, nos recuperamos lo suficiente para murmurar unas cuantas veces: "¡Oh, Dios mío!" "¡Mil gracias!" y "De nada". Y a eso se debe que yo pueda defender a alguien de quien sé que es "culpable".
CONDENSADO DE LA REVISTA "HARPER'S" (DICIEMBRE DE 1986), © 1986 POR HARPER'S MAGAZINE FOUNDATION, DE NUEVA YORK. NUEVA YORK.
ILUSTRACIÓN GREG HARLIN