ESPADAS DEL MAR DEL NORTE (Robert E. Howard)
Publicado en
agosto 26, 2012
I
—¡Salud!
Las vigas manchadas de hollín se estremecieron con aquel profundo bramido. Copas de asta brindaban y las empuñaduras de las espadas golpeaban la mesa de roble. Había dagas clavadas en los muchos pedazos de carne, y bajo los pies descarnados de los comensales, peludos perros lobo luchaban por los restos. A la cabeza de la mesa se sentaba Rognor el Rojo, azote de los Mares Estrechos. El ciclópeo vikingo se mesó pensativamente la barba bermeja, mientras paseaba sus grandes y arrogantes ojos por la sala, abarcando la escena que le era familiar: cientos de guerreros festejaban, servidos por mujeres rubias de mirada temeraria y esclavos temblorosos; botines de las tierras del Sur circulaban profusamente y sin cuidado: raros tapices y brocados, balas de seda y especias, mesas y bancos de fina caoba, curiosas armas engastadas y delicadas obras de arte disputaban con trofeos de caza: cuernos y cabezas de animales del bosque.Así proclamaban los vikingos su dominio sobre hombres y bestias.Las naciones del Norte estaban ebrias de victoria y conquista. Roma había caído; francos, godos, vándalos y sajones habían saqueado las más bellas posesiones del mundo. Y ahora estas razas encontraban difícil apartar sus trofeos de los aún más salvajes y fieros pueblos que se arrastraban hacia ellos desde la neblina azulada del Norte. Los francos, asentados ya en la Galia, con signos visibles de latinización, encontraban las grandes, estilizadas galeras de los noruegos guerreando en sus ríos; los godos, mas al Sur, sintieron el peso de la furia de sus allegados; y los sajones, forzando a los bretones al oeste, se encontraban asediados por un enemigo más fiero desde la retaguardia.Al este, oeste y sur, hasta los confines del mundo, llegaban los grandes barcos vikingos tocados con cabezas de dragón.Los noruegos habían comenzado a asentarse en las Hébridas y las Orkneys, aunque más que una colonización, se trataba de un encuentro de piratas. Y la guarida de Rognor el Rojo era esta isla, conocida como Ladbhan por los escoceses, Golmara por los pictos y Valgaard por los noruegos. Su palabra era ley, la única ley que esta salvaje horda reconocía; su mano era dura, su alma despiadada, su alcance... el mundo entero.Los ojos del rey del mar pasearon por la mesa mientras asentía satisfecho. Ningún pirata que hubiese navegado los mares podía jactarse de un grupo más fiero de guerreros que el suyo; una horda en la que se mezclaban noruegos y jutos (hombretones de barba rubia con salvajes, luminosos ojos). Incluso ahora, festejando, iban completamente armados, las cotas de malla ceñidas, aunque los cascos astados permanecían aparte. Era una raza feroz, caprichosa, con una locura latente quemando sus cerebros, a punto de estallar en una llamarada terrible en cualquier momento.La mirada de Rognor se apartó de ellos, sus grandes brazos desnudos adornados de brazaletes de oro, para fijarse en el único extrañamente distinto al resto. Era un hombre alto, estirado, de pecho prominente y fuerte, cuya negra cabellera —recortada y oscura—, su cara suave, contrastaba con los cabellos rubios y barbas de su derredor. Sus ojos eran franjas estrechas de un gris frío como el acero, los cuales, junto al número de cicatrices que desfiguraban su rostro, le daban un peculiar aspecto siniestro. No vestía ornamentos de oro de ninguna clase, y su cota de malla era de cadenas en lugar del típico escamado que lucían los demás. Rognor frunció el ceño abstraídamente mientras le observaba, pero en el preciso instante en que se disponía a hablarle, otro hombre apareció en la sala y se acercó a la cabeza de la mesa. El recién llegado era un joven vikingo, alto, espléndidamente formado, rasurado aunque tocado de un bigote rubio. Rognor le saludó.—¡Te saludo, Hakon! No te había visto desde ayer.—Estuve cazando lobos en las colinas —respondió el joven vikingo, mirando con curiosidad al extranjero bruno. Rognor siguió su mirada.—Es Cormac Mac Art, cabecilla de una banda de saqueadores. Su galera naufragó en el temporal de anoche y el solo atravesó los rompientes hasta la playa. Se llegó a las puertas del skalli a primera hora del amanecer, empapado, y discutió con mis hombres para que le trajeran en mi presencia, en lugar de matarle como pretendían. Ofreció su derecho a seguirme por la senda vikinga, y luchó contra mis mejores espadachines, uno detrás de otro, fatigado como estaba. Jugó con Rane, Tostig y Halfgar como si de chiquillos se tratara, y los desarmó sin herirles ni recibir daño. —Hakon se giró hacia el extranjero y le saludó cortésmente, a lo que el gaélico respondió en nativo, con una solemne inclinación de cabeza.—Hablas bien nuestra lengua —dijo el joven vikingo.—Tengo amigos entre vuestra gente —respondió Cormac. Los ojos del vikingo permanecieron extrañamente sobre él durante un momento, pero los inescrutables ojos del gaélico le devolvieron la mirada con indicio alguno de lo que pensaba. Hakon se volvió de nuevo hacia el rey del mar. Los piratas irlandeses eran bastante comunes en los Mares Estrechos, y sus incursiones les llevaban a veces tan lejos como España y Egipto, a pesar de que sus naves estaban mucho menos hechas a la mar que los grandes barcos vikingos. Pero había poca amistad entre ambos pueblos. Cuando un saqueador tropezaba con un vikingo, generalmente seguía una batalla feroz. Eran rivales de los Mares del Oeste.—Has llegado en buen momento —retumbó Rognor—. Me verás desposarme mañana. ¡Por el martillo de Thor! ¡He tenido tantas mujeres de la gente de Roma, y España, y Egipto; de los francos, de los sajones, y de los daneses! ¡La maldición de Loki con ellas! Pero jamás me había casado antes. Siempre me han cansado y he acabado dándoselas a mis hombres como distracción. Mas es hora de pensar en hijos, así que ya he encontrado mujer, valedora incluso de los favores de Rognor el Rojo. ¡Hey!, Osric, Eadwig, ¡traed a la joven británica! Juzgaras por ti mismo, Cormac. Los ojos de Cormac se deslizaron hacia donde Hakon permanecía sentado. Para el observador casual, el joven vikingo parecía desinteresado, casi aburrido; pero la mirada del gaélico se fijó en el ángulo de su firme mandíbula para atrapar una repentina, liviana contracción del músculo, revelando una tensión controlada. Los fríos ojos del gaélico parpadearon momentáneamente. Tres mujeres entraron al festejo, seguidas de cerca por los dos guardas que Rognor había enviado. Dos de las mujeres condujeron la tercera ante Rognor; después se retiraron, dejándola sola frente a el.—Mira, Cormac —atronó el vikingo—, ¿no es perfecta para criar los hijos de un rey?Los ojos de Cormac viajaron impersonalmente arriba y abajo de la muchacha que permanecía jadeando con furia delante suyo. Era una fina y robusta figura de joven feminidad, notablemente por debajo de los veinte años. Su pecho orgulloso suspiraba con una rabia desafiante, y su pose era más el de una joven reina que el de una cautiva. Era evidentemente celta: su pelo rubio, brillantes ojos azules y una piel blanca como la nieve; pero Cormac sabía que no era una de las suaves y latinizadas gentes de la Bretaña del Sur. Su talle y maneras eran tan libres y bárbaras como las de sus captores.—Es la hija de uno de los jefes bretones del Oeste, de una tribu que jamás se postró ante Roma y que ahora, asediados por sajones por un lado y pictos por el otro, los mantiene a raya. ¡Una raza luchadora! La rescaté de una galera sajona cuyo comandante la había capturado a su vez en un saqueo. Desde el momento en que la vi supe que era la mujer que llevaría a mis hijos. La he tenido por unos cuantos meses, enseñándola nuestras costumbres y lengua. ¡Era una gata salvaje cuando la cazamos! Esta a cargo de la vieja Eadna, una osa de mujer... ¡y por el martillo de Thor, que se ha topado con su igual! Necesité una docena de latigazos para amansar a la diablesa de Eadna...—¿Has terminado conmigo, pirata? —estalló la muchacha de pronto, desafiante, con un discernible toque de llorera en su voz—. Si es así, dejadme volver a mi habitación... ¡porque la cara de bruja de Eadna, fea como es, me es mas placentera a la vista que vuestra faz de cerdo bermejo!Se oyó un murmullo de alborozo, y Cormac sonrió ligeramente.—¡Parece que aún no la has domado lo suficiente! —comentó secamente.—No valdría nada si lo estuviera —respondió el rey del mar—. Una mujer sin brío es como una vaina sin espada. Vuelve a tu habitación, preciosa, y prepárate para la boda de mañana. ¡Ya me mirarás con mejores ojos cuando me hayas dado tres o cuatro hijos bien robustos!Los ojos de la chica prendieron con un fuego azulado, pero sin mediar palabra dio media vuelta y se preparó para abandonar el salón cuando una voz interrumpió la algarabía.—¡Esperad!Los ojos de Cormac se entrecerraron cuando aquella grotesca y aberrante figura cruzo la habitación arrastrando los pies y zigzagueando. Su cara era la de un hombre adulto, pero no sería más alto que un adolescente, su cuerpo extrañamente deformado: las piernas torcidas, unos enormes pies malformados, y un hombro más alto que el otro. Incluso su respiración y corpulencia eran sorprendentes; asemejaba un impresionante e informe gigantón. En su cara oscura y tétrica centelleaban dos grandes y amarillentos ojos.—¿Qué es eso? —preguntó el gaélico—. Sabía que los vikingos navegaban lejos, pero jamás oí que llegarais a las mismas puertas del Infierno, porque esta cosa no ha podido salir de otro lugar.Rognor rió.—Ajá, en el Infierno lo encontré, ya que en muchas maneras Bizancio lo es, donde los griegos destrozaban y retorcían los cuerpos de los bebés para crear blasfemias como esta, para divertimiento del emperador y sus nobles. ¿Qué hay, Anzace?—Gran señor —jadeó la criatura con una susurrante y detestable voz—, mañana tomaréis esta muchacha, Tarala, como esposa, ¿no es así? Sí... oh, sí. Pero, grandioso señor, ¿y si ama a otro?Tarala se había vuelto y fijaba sus ojos en el enano, unos ojos en los que aversión e ira rivalizaban con el miedo.—¿Amar a otro? —Rognor dio un largo sorbo y se enjugó la barba—. Y qué: pocas mujeres aman a los hombres con los que han de casarse. ¿Por qué preocuparme por su amor?—¡Ah! —se mofó el enano—. ¿Pero importaría si os dijera que uno de vuestros hombres habló con ella anoche (sí, y muchas otras noches antes) a través de los barrotes de su habitación? —La jarra cayó al suelo. El silencio se hizo en el salón y todas las miradas se dirigieron al grupo a la cabeza de la mesa. Hakon se incorporó, rojo de enfado.—¡Rognor! —su mano tembló sobre la espada—. Si vas a permitir que esta vil criatura insulte a tu futura esposa, al menos...—¡Miente! —chilló la chica, enrojeciendo de vergüenza y rabia—. Yo...—¡Calla! —rugió Rognor—. Tú también, Hakon. En cuanto a ti... —lanzó su enorme mano y la cerró como un cepo en el cuello de la túnica de Anzace—. Habla, y habla rápido. Si mientes... ¡morirás! —El semblante oscuro del enano palideció ligeramente, pero lanzó una rencorosa mirada de malicia hacia Hakon.—Mi señor —dijo—, la espié más de una noche desde que por primera vez descubrí las miradas que esta mujer cruzaba con aquel que os ha traicionado. Anoche, escondido entre los árboles cercanos a su ventana, les oí planear fugarse esta noche. Están a punto de robaros vuestra preciosa esposa, señor. —Rognor sacudió al griego como un hurón haría a una rata.—Puedo probarlo —gimió el enano—. La última noche me acompañaba alguien... alguien a quien conocéis como testigo fidedigno. ¡Tostig!Un guerrero alto y de mirada cruel dio un paso al frente, en una sombría actitud desafiante. Era uno con los que Cormac había medido su habilidad con la espada.—Tostig —rió el enano—, di a nuestro señor si es verdad... dile si estabas conmigo entre los matorrales anoche y oíste hablar a su favorito (a quien se suponía cazando en las colinas) con esta muchachita rubia, acerca de huir esta noche traicionando a nuestro señor.—Dice la verdad —dijo el noruego tétricamente.—¡Odín, Thor y Loki! —gruñó Rognor, arrojando al enano y estampando su puño en la mesa—. ¿Y quién es el traidor? ¡Dilo, le romperé su vil cuello con mis propias manos!—¡Hakon! —chilló el enano, señalando al joven vikingo con dedo tembloroso, su cara retorcida en una horrible mueca de ponzoñoso triunfo—. ¡Hakon, vuestra mano derecha!—Ajá, fue Hakon —gruñó Tostig.La mandíbula de Rognor cayó muerta, y por un instante un tenso silencio se adueñó del salón. Entonces Hakon desenvainó la espada como el brillo de un relámpago de verano, y saltó como una pantera herida sobre sus delatores. Anzace chilló y salió corriendo, y Tostig se apartó con tal de evitar el sibilante tajo de Hakon. Pero la furia de aquel temerario ataque no fue inútil: el terrorífico sablazo de Hakon astilló la espada de Tostig y arrojó al guerrero a los pies de Rognor, los sesos manando de su cráneo hendido. Al mismo tiempo Tarala, con la furia desesperada de una tigresa, se hizo con un banco y sacudió a Anzace tal golpe que le dejó aturdido y sangrando en el suelo. El salón entero estaba alborotado. Los guerreros gruñían en señal de desconcierto e indecisión, codo a codo uno con otro, mascullando, asiendo sus armas y temblando por su anhelo de acción, pero incapaces de elegir bando. Ambos lideres reñían y su lealtad oscilaba. Pero cerrados alrededor de Rognor había un grupo de curtidos veteranos sin tener duda alguna. Su deber era proteger a su jefe bajo cualquier circunstancia, y eso hacían ahora, moviéndose en un sólido muro contra el rabioso Hakon, quien se esforzaba en separar la cabeza de los hombros de su antiguo aliado. Dejado solo, la resolución habría sido dudosa, pero los vasallos de Rognor no tenían intención de que su señor batallara por sí mismo. Se cerraron sobre Hakon, derrotaron su guardia por el peso de su número, y lo estamparon contra el suelo, sangrando de una docena de pequeños cortes; entonces, rápidamente, fue inmovilizado de pies y manos. A lo largo y ancho del salón, el resto de la horda estaba impaciente, exclamando y maldiciendo entre ellos, y había algunos murmullos y negras miradas hacia Rognor; pero el rey del mar, envainando la gran espada con la que había estado evitando los ansiosos ataques de Hakon, aporreó la mesa y gritó ferozmente. Los insurgentes se echaron atrás, a regañadientes, asustados por aquella explosión de su terrorífica personalidad.Anzace se incorporó, los ojos vidriosos, sosteniéndose la cabeza. Una pálida mujerona había arrebatado el banco a Tarala, y la sostenía ahora entre sus brazos como a un niño, mientras Tarala pataleaba y se removía y maldecía. En todo el salón había una sola persona que parecía no compartir el frenesí general... el pirata gaélico, quien no se había movido de su asiento donde saboreaba su cerveza con una sonrisa irónica.—Querías traicionarme, ¿eh? —bramó Rognor, pataleando a su antiguo general con virulencia—. Tu, en quien confié, a quien erigí al mas alto honor... —las palabras le fallaban al ultrajado rey del mar, y volvió a dar juego a sus pies mientras Tarala chillaba enfurecidas protestas.—¡Animal! ¡Ladrón! ¡Cobarde! ¡Si estuviera libre no te atreverías!—¡Calla! —rugió Rognor.—No callaré —rabió ella, revolviéndose en vano contra la anciana—. ¡Le amo! ¿Por qué no puedo amarle a él en lugar de a ti? Mientras tú eres duro y cruel, él es amable. Es bravo y cortés, y el único hombre entre los tuyos que me ha tratado con respeto desde mi cautividad. Me casaré con él o con nadie...Con un rugido, Rognor alzó su puño de hierro, pero antes de que pudiera estamparlo contra aquel desafiante y bello semblante, Cormac se incorporó y atrapó su muñeca. Rognor gruñó involuntariamente; los dedos del gaélico eran como de acero. Por un momento los flameantes ojos del noruego toparon con los fríos ojos de Cormac sin perturbarlos.—No puedes casarte con una mujer muerta, Rognor —dijo Cormac fríamente. Soltó la muñeca del otro y volvió a su asiento.El rey del mar masculló bajo su barba y gritó a sus toscos vasallos:—Prended a este joven perro y encadenadle en la celda; mañana me verá desposar a la muchacha, y entonces ella verá como le degüello con mis propias manos.Sus hombres alzaron imperturbables al atado y rabioso Hakon, y cuando empezaban a sacarlo de la sala, calló de pronto y su mirada se fijó en la sardónica expresión de Cormac Mac Art. El gaélico le devolvió la mirada y, repentinamente, Hakon escupió una sola palabra:—¡Lobo!Cormac no se inmutó, ni siquiera un pestañeo delató sorpresa. Su mirada inescrutable no se alteró mientras Hakon era conducido fuera del salón.—¿Y la muchacha, señor? —preguntó la mujer que sostenía a Tarala—. ¿Queréis que la desnude y azote?—Prepárala para la boda —gruñó Rognor con un gesto impaciente—. Sácala fuera de mi vista antes de que pierda los nervios y rompa su pálido cuello.II
Una antorcha en uno de los nichos de la pared bailó, arrojando una luz vaga sobre la pequeña celda, cuyo suelo era de lodo y las paredes y techo de troncos tallados. Hakon el vikingo, encadenado en el rincón mas alejado de la entrada, justo debajo de la pequeña y bien barrada ventana, se removió y maldijo fieramente. No eran las cadenas ni sus heridas lo que le molestaba. Las heridas eran leves y habían empezado ya a sanar —y, aparte, los noruegos estaban hechos a increíbles incomodidades físicas—. No era tampoco la idea de la muerte lo que le hacia retorcerse y maldecir. Era el pensar que Rognor iba a tomar como esposa a Tarala en contra de su voluntad y que él, Hakon, estaba incapacitado para evitarlo... Se paralizó al oír un ligero y cauto paso afuera. Escuchó entonces decir, en un acento extraño:
—Rognor desea que hable con el prisionero.—¿Cómo se que dices la verdad? —refunfuñó el guardia.—Ve y pregúntaselo a Rognor; ya vigilaré yo mientras vas. Pero si te descarna la espalda por molestarle, no me culpes.—Entra, en el nombre de Loki —gruñó el guardia—. Pero no tardes.Hubo ruido de cerrojos y barras; la puerta se entornó, enmarcando una silueta alta y delgada. Entonces se cerró de nuevo. Cormac Mac Art observó al postrado Hakon. Cormac iba completamente armado y en su cabeza vestía un casco tocado con una cresta de pelo de caballo. Parecía hacerle inhumanamente alto y, a la fluctuante e ilusoria luz que acentuaba lo oscuro y siniestro de su apariencia, el pirata gaélico no difería mucho de la idea de algún sombrío demonio llegado de un tétrico rincón del Infierno para castigar al cautivo.—Supuse que vendrías —dijo Hakon, incorporándose hasta sentarse—. Habla bajo, no sea que el guardia nos oiga.—Vine porque quisiera saber donde aprendiste mi lengua —dijo el gaélico.—Mientes —respondió Hakon alegremente—. Viniste para que no te delatará a Rognor. Cuando pronuncie el nombre que tus hombres te dieron, en tu propia lengua, supiste que conocía quién eras en realidad. El nombre significa Lobo en tu lengua, porque tu no eres solamente Cormac Mac Art de Erin, sino Cormac el Lobo, un saqueador y asesino, la mano derecha de Wulfhere el danés, el peor enemigo de Rognor. Qué haces aquí, no lo sé; pero la presencia del hombre de confianza de Wulfhere no significa nada bueno para Rognor. No tengo más que decir una palabra al guardia y tu destino será tan cierto como el mío. —Cormac observó al joven y permaneció en silencio por un momento.—Te cortaría la garganta antes de que pudieras hablar —dijo.—Podrías —acordó Hakon—, pero no lo harás. No es tu estilo matar a un indefenso de esta manera.Cormac sonrió sombríamente.—Cierto. ¿Qué quieres de mí?—Mi vida por la tuya. Libérame y guardaré tu secreto hasta Ragnarok. —Cormac tomó asiento en una pequeña estera y meditó.—¿Cuales son tus planes?—Libérame... y déjame posar las manos en una espada. Tomaré a Tarala e intentaremos ganar las colinas. Si no, me llevaré a Rognor conmigo a Valhalla.—¿Y si alcanzas las colinas?—Tengo hombres esperando allí, quince de mis amigos más fieles, jutos, principalmente, que no tienen estima alguna por Rognor. Al otro lado de la isla tenemos escondida una barcaza. Con ella podemos llegarnos a otro islote donde escondernos de Rognor hasta tener banda propia. Hombres sin amo y vasallos fugitivos vendrán a nosotros y no pasara mucho hasta que pueda quemar la tienda de Rognor sobre su cabeza y hacerle pagar sus golpes. —Cormac asintió. En aquellos días de piratas y ladrones, proscritos y saqueadores, una cosa tal como la propuesta por Hakon era común.—Pero primero deberás escapar de la celda.—Esa es tu parte —añadió el joven.—Espera —dijo el gaélico—. Dijiste tener quince amigos en el bosque...—Ajá, con el pretexto de una cacería de lobos fuimos ayer a las colinas y les dejé en un sitio acordado mientras volvía y planeaba el resto con Tarala. Tenía pensado pasar el día en el poblado y entonces, pretendiendo salir con mis amigos por la noche, cabalgar fuera, volviendo a hurtadillas para tomar a Tarala. No me percaté de Anzace, aquel brujo bizantino, cuyo corazón podrido juro que daría a los milanos...—Basta —interrumpió Cormac, impaciente—. ¿Tienes amigos entre sus hombres? Creí notar disconformidad entre algunos ante tu captura.—Tengo algunos amigos y medio amigos —respondió Hakon—, pero dudan: un vasallo es un animal estúpido y apto para seguir a cualquiera que se erija como el mas fuerte. Derrota a Rognor, con su banda de escogidos, y el resto no querrá sino unirse a mis fuerzas.—Suficiente —los ojos de Cormac brillaron cuando su agudo cerebro comenzó a jugar con una idea—. Ahora escucha: dije la verdad a Rognor con lo de que mi nave encalló en las rocas anoche, pero mentí cuando dije que sólo yo escape. Bien escondidos más allá de la punta sur de la isla, donde la arena es lanzada contra los rompientes, está Wulfhere con una cincuentena de hombres. Luchando contra la fiereza de los rompientes, nos encontramos en tierra sin barco y con sólo una parte de los nuestros a salvo... y en la isla de Rognor. Así que nos reunimos y decidimos que seria yo, a quien Rognor conocía menos, quien se acercaría al poblado y, consiguiendo su favor, buscaría la ocasión de engañarle y robarle una de sus galeras. Porque es un barco lo que queremos. Ahora negociaré contigo. Si te ayudo a escapar, ¿unirás tus fuerzas con las mías y las de Wulfhere y nos ayudarás a derrotar a Rognor? Y, una vez derrotado, ¿nos darás una barcaza? Es lo que pedimos. El botín del poblado y sus vasallos y el resto de su flota serán tuyos. Con un buen barco bajo nuestros pies, Wulfhere y yo nos haremos con riquezas suficientes... ajá, y con vikingos como tripulación.—Es una oferta —prometió el joven—. Me ayudas y te ayudo; hazme señor de esta isla y tendrás lo mejor de nuestra flota.—Me basta; ahora escúchame: ¿cambian al guardia esta noche?—Pienso que no.—¿Crees que podría ser sobornado?—No: es uno de los escogidos de Rognor.—Bien, entonces tendremos que intentarlo de alguna otra forma. Si nos hacemos con él, tu fuga difícilmente será descubierta antes del amanecer. ¡Espera!El gaélico se asomó a la puerta de la celda y habló al guardia.—¿Qué clase de vigilante eres que dejas una vía de escape a tu prisionero?—¿Que quieres decir? —la barba del vikingo se encrespó.—Mira, todas las barras de la ventana están dobladas.—¡Estas loco! —gruñó el guerrero, entrando en la celda. Levantó la cabeza para examinar el ventanuco, y cuando su barbilla alcanzó el punto seguido por sus ojos, el puño de hierro de Cormac, cargando en él cada onza de su vigoroso cuerpo, se estrelló contra la mandíbula del vikingo. Este cayó cual buey degollado, sin sentido.Las llaves de las cadenas de Hakon colgaban de su cinto. En un instante el joven vikingo se incorporó, libre de sus ataduras, y Cormac, habiendo amordazado y encadenado al guerrero inconsciente, se lo pasó a Hakon, quien lo acabó de prender impacientemente. Ni una palabra medió mientras ambos se deslizaban fuera de la celda, entre las sombras de los árboles del derredor. Allí se paro Cormac. Observó el lugar sutilmente. No había luna, pero la luz de las estrellas era suficiente para los propósitos del gaélico.La cabaña principal, una larga y sinuosa estructura de juncos, se asomaba a la bahía donde las galeras de Rognor estaban ancladas. Agrupados alrededor del edificio, en un tosco semicírculo, se encontraban los almacenes, las cabañas de sus hombres y los establos. Unas cien yardas separaban al más cercano del puesto de Rognor; pero la cabaña donde Hakon había sido recluido era la más alejada de la sala de banquetes. El bosque se cerraba por tres lados, los altos árboles ensombreciendo muchos de los almacenes. No había muro o foso alrededor del poblado de Rognor. Era el único señor de la isla y no esperaba incursiones por tierra. De todos modos, su campamento no pretendía ser fortaleza, sino una especie de puesto avanzado desde donde acechar a sus victimas.Mientras Cormac observaba, sus rápidos oídos captaron pasos a hurtadillas. Forzando la vista, distinguió un asomo de movimiento bajo la espesa arboleda. Haciendo señas a Hakon, avanzó deslizándose silenciosamente, empuñando la espada. Las sombras acechantes lo enmascaraban todo, pero el instinto salvaje de Cormac, que aparece en hombres dejados a su suerte, le advirtió que alguien o algo se arrastraba a través de la oscuridad, muy cerca. Una rama crujió débilmente a poca distancia, y entonces, un segundo después, distinguió una silueta vaga emerger de la negrura del follaje y encaminarse velozmente hacia la cabaña principal. Aún bajo la penumbra de la luz de las estrellas, la criatura aparecía anormal y pavorosa.—¡Anzace! —susurró Hakon, horrorizado—. ¡Estaba escondido entre los árboles, vigilando la celda! ¡Párale, rápido!La mano de Cormac en su brazo le impidió precipitarse a su encuentro.—¡Silencio! —murmuró el gaélico—. Sabe que estas libre, pero no que NOSOTROS lo sabemos. Tenemos aún tiempo antes de que llegue a Rognor.—¡Pero Tarala! —exclamó Hakon con fiereza—. Ahora no la dejaré sola aquí. Ve tu si quieres... ¡yo me la llevaré conmigo, o moriré!Cormac echó un rápido vistazo al edificio. Anzace se había esfumado en una esquina. Aparentemente se dirigía a la entrada principal.—Vamos a la habitación de la chica —gruñó Cormac—. Es a la desesperada, pero Rognor le cortara el cuello en cuanto sepa que hemos huido.Hakon y su compañero, emergiendo de entre las sombras, corrieron velozmente a través del claro iluminado por las estrellas que separaba el bosque de la cabaña principal. El joven noruego encabezó la marcha hasta una ventana barrada cerca del extremo trasero del largo e irregular salón. Allí, de cuclillas, a la sombra del edificio, golpeó cautelosamente las barras, tres veces. Casi inmediatamente la pálida tez de Tarala se vislumbró vagamente en la apertura.—¡Hakon! —se oyó en un apasionado susurro—. ¡Oh, ten cuidado! La vieja Eadna está en la habitación conmigo. Está dormida, pero...—Atrás —susurró Hakon, esgrimiendo su espada—. Voy a abatir las barras.—El ruido del metal despertará a todos los hombres de la isla —protestó Cormac—. Tenemos unos pocos minutos mientras Anzace le cuenta su historia a Rognor. No los desaprovechemos.—¿Entonces?—Apártate —refunfuñó el gaélico, asiendo una barra con cada mano y apoyando pies y rodillas contra la pared. Hakon abrió los ojos de par en par al ver a Cormac arquear su espalda y lanzar cada onza de su increíble anatomía en el esfuerzo. El joven vikingo vio los grandes músculos retorcerse y encresparse a lo largo de los brazos, hombros y piernas del gaélico; las venas sobresalían en las sienes de Cormac, y entonces, ante los alucinados observadores, las barras se doblaron y abrieron, literalmente arrancadas de sus juntas. Se produjo un desgarrón sordo, y en la habitación alguien gimió una exclamación de sorpresa.—¡Rápido, por la ventana! —Saltó Cormac con fiereza, galvanizado en una dinámica acción a pesar de la monstruosa tensión de su hazaña. Tarala sacó un brazo por el marco hecho añicos; entonces se oyó una fiera y aguda exclamación tras ella, y un rápido ajetreo. Un par de delgadas manos se cerraron como garras en los hombros de la chica, y entonces, retorciéndose, Tarala lanzo un pesado golpe. Las manos flojearon y se oyó el cuerpo desplomarse. En un instante la muchacha británica estuvo fuera, en los brazos de su amante.—¡Aja! —jadeó sin aliento, medio llorando, lanzando el pesado copón con el que había noqueado a su guarda—. ¡Eso le devuelve a Eadna alguno de los azotes que me propinó!—¡Vamos! —exclamó Cormac, apremiando a la pareja hacia el bosque—. El campamento entero despertará en un momento... —Ya se encendían las luces y la voz de toro de Rognor se oyó bramar. A la sombra de los árboles, Cormac se paró un instante.—¿Cuánto tardaras en llegarte a las colinas y volver aquí?—¿Volver aquí?—Sí.—Pues... hora y media como mucho.—Bien —exclamó el gaélico—. Esconde a tus hombres en la parte más alejada del claro y espera a oír esta señal... —y cautelosamente simuló el arrullo de un ave nocturna por tres veces.—Ven a mi, solo, cuando oigas este sonido, y ten cuidado de evitar a Rognor y sus hombres cuando vuelvas.—¿Por qué? lo más seguro es que espere hasta el amanecer antes de iniciar la batida de la isla. —Cormac sonrió.—No si le conozco. Saldrá a rastrear el bosque con sus hombres esta noche. Pero hemos perdido demasiado tiempo; mira, el campamento es un hormiguero de guerreros armados. Trae aquí a tus jutos tan pronto como puedas. Yo iré por Wulfhere. —Cormac esperó hasta que la chica y su amante desaparecieron entre las sombras; entonces se giró y corrió suave y silenciosamente como el animal por el que era conocido. Donde el hombre hubiese caído y errado entre las tinieblas, estampándose con los árboles y tropezando con los matorrales, Cormac avanzaba clara y fácilmente, guiado en parte por sus ojos, principalmente por su instinto infalible. Una vida entera en los bosques y mares de las salvajes naciones de Oeste y Este, le habían provisto de los músculos, ingenio y resistencia de las fieras que allí vagaban.Detrás suyo oyó gritos, entrechocar de armas y una voz sedienta de sangre rugiendo amenazas y blasfemias. Evidentemente Rognor había descubierto que sus pájaros volaron. El ruido fue debilitándose según aumentaba rápidamente la distancia que les separaba, y entonces el gaélico escuchó el susurrante ir y venir de las olas contra la barrera de arena.Se paró y emitió la llamada del lobo. Casi al instante le llegó la respuesta, y avanzó con mas seguridad. Pronto una figura vaga y enorme se alzó de entre las sombras delante suyo, y una voz áspera se le acercó.—Cormac, por Thor, creíamos que no conseguiste engañarle.—Son unos estúpidos —respondió el gaélico—, pero no sé si tendrá éxito mi plan. Somos sólo setenta contra trescientos.—¿Setenta? ¿Por qué?—Ahora tenemos algunos aliados, ¿conoces a Hakon, el compañero de Rognor?—Aja.—Se ha vuelto contra su jefe y ahora se dirige al encuentro de sus quince jutos, o lo hará dentro de poco. Ve, Wulfhere; llama a tus guerreros. Hemos vuelto a tentar a la suerte: si perdemos, ganaremos una muerte honorable; si ganamos, lograremos un buen barco, y tu... ¡venganza!—¡Venganza! —murmuró Wulfhere suavemente. Sus fieros ojos centellearon con la luz de las estrellas, y su enorme mano se cerró como acero alrededor de la empuñadura de su hacha de guerra. El danés era un gigante de barba roja, tan alto como Cormac y más corpulento. Le faltaba algo de la agilidad felina del gaélico, pero lo suplía con una consistencia de hierro y roble. Su casco astado acentuaba el salvajismo bárbaro de su apariencia.—¡Fuera de las madrigueras, lobos! —llamó, girándose hacia la oscuridad detrás suyo—. ¡Fuera! No más esconderse; tenemos que alimentar a los cuervos. ¡Oh!... fuera, lobos, ¡el banquete esta servido!Como concebidos por la noche y las sombras del follaje, los guerreros fueron tomando forma silenciosamente. Se cruzaron pocas palabras, y los únicos sonidos fueron el ocasional tintineo de un cinto o de una vaina. Una fila partía tras sus lideres, y Cormac, echando la vista atrás, tan solo distinguió una sinuosa línea de grandes y vagas formas, sombras más oscuras que las sombras, con astas meciéndose encima. Para la imaginativa mente del celta, le parecía dirigir un ejército de demonios a través de la medianoche del bosque.III
En la cima de un pequeño promontorio, Cormac paró tan de pronto que Wulfhere, a su espalda, tropezó con él. Los dedos de acero del gaélico se cerraron en el brazo del vikingo, evitando su protesta. Frente a ellos se alzó un repentino murmullo y entrechocar de armas, y ahora multitud de luces brillaban entre los árboles.
—¡A tierra! —susurró Cormac, y Wulfhere obedeció, gruñendo la orden tras de si a sus hombres. Como uno solo, se postraron y permanecieron en silencio. El ruido creció rápidamente, la marcha de innumerables hombres. Una heterogénea horda apareció a la vista, meciendo antorchas mientras registraban cada rincón del tétrico bosque, cuya oscuridad amenazante las antorchas no hacían sino acentuar. Seguían un difuso camino que cruzaba la marcha de Cormac. Frente a ellos se alzaba Rognor, la tez negra de pasión, su mirada terrible. Se mordía la barba según caminaba, y su gran espada le temblaba en las manos. Cerca detrás suyo venían sus hombres de confianza en un compacto e inexpresivo grupo, y tras ellos el resto de sus vasallos se repartía en una banda dispersa. A la vista del enemigo, Wulfhere se estremeció con un escalofrío. Bajo la mano de Cormac, los poderosos músculos de su brazo se hincharon y enroscaron en anillos de acero.—Flechas, Cormac —rugió en un apasionado susurro, la voz oscurecida por el odio—. Soltemos una lluvia de flechas y acabémosles con las espadas...—No, no ahora —susurró el gaélico—. Hay casi trescientos hombres con Rognor. ¡Están jugando en nuestras manos y no debemos perder la oportunidad que los dioses nos han brindado! ¡Permanece tranquilo y déjales pasar! —Ningún ruido traicionó la presencia de la cincuentena de daneses agazapados en la pendiente como la sombra del Juicio. Los noruegos les cruzaron y se esfumaron en el bosque sin haber visto ni oído nada de los hombres cuyos fieros ojos les observaban. Cormac movió la cabeza ásperamente. Acertó cuando asumió que Rognor no esperaría hasta el amanecer antes de registrar la isla tras su cautiva y su secuestrador. Aquí, en el bosque, donde medio centenar de hombres podían escapar a los ojos de la batida, Rognor apenas podía haber esperado encontrar a los fugitivos. Pero la furia que consumía el cerebro del noruego no le permitiría permanecer tranquilo mientras aquellos que le desafiaban seguían en libertad. No era propio del vikingo quedarse sentado cuando le roe el odio, incluso si la acción es inútil. Cormac conocía a esta extraña y fiera gente mejor que ellos mismos. No fue hasta que el tintineo de aceros se hubo disipado mas allá del bosque, y las antorchas se convirtieron en meras luciérnagas que brillaban ocasionalmente entre los árboles, que Cormac dio la orden de avanzar. A un doble tiempo se pusieron en marcha hasta que vieron mas luces frente a ellos y, agazapándose bajo los altos árboles al pie del claro, vigilaron el puesto de Rognor el Rojo. La tienda principal y muchos otros pequeños edificios estaban iluminados, pero tan solo había unos pocos guerreros a la vista. Evidentemente Rognor había tomado la mayoría de los suyos en su inútil caza.—¿Y ahora, Cormac? —dijo Wulfhere.—Hakon debería estar aquí —respondió Cormac. En el preciso instante en que abrió la boca para dar la señal acordada, un vigilante cruzó la esquina de un establo cercano, llevando una antorcha. Los observadores le vieron parar su relajado ritmo y mirar fijamente en su dirección. Algún movimiento entre las sombras había atraído su atención.—¡Maldita suerte! —susurró Wulfhere—. Viene hacia nosotros. Edric, pásame un arco...—¡No! —gruñó Cormac—. Nunca mates, Wulfhere; salva si es necesario. ¡Espera! —El gaélico desapareció entre las sombras como un fantasma. El guarda se llegó hasta las lindes del bosque, balanceando ligeramente su antorcha con curiosidad, pero sin sospechar. Ahora estaba bajo los árboles, la luz sobre Wulfhere; el danés permanecía en silencio, como una estatua.—¡Rognor! —el brillo era una ilusión: el vigilante solo distinguió un gigante bermejo—. ¿De vuelta tan pronto? ¿Has cogido...? —La frase se extinguió cuando apreció las barbas rojas y las feroces y desconocidas caras de los hombres silenciosos que esperaban tras Wulfhere; los ojos volvieron a posarse en el jefe y centellearon con repentino horror. Sus labios se separaron, pero en un instante un brazo de acero se cerró sobre su garganta, ahogando el grito de alarma. Wulfhere le arrebató la antorcha y la apagó, y en la oscuridad el guerrero fue desarmado y amordazado con su propio arnés.—Habla bajo y contesta a mis preguntas —le susurraron al oído— ¿Cuantos hombres armados aguardan en el campamento?El vigilante era bravo en la batalla, pero la sorpresa repentina le había enervado, y aquí en las tinieblas, rodeado por su enemigo, con el demoníaco gaélico gruñendo a su espalda, se le heló la sangre.—Quedan treinta hombres —respondió.—¿Dónde están?—La mitad en el edificio principal. El resto en las cabañas.—Suficiente —dijo el gaélico—. Prendedle y tenedle aquí. Esperad hasta que encuentre a Hakon.Simuló un arrullo, tres veces repetido, y esperó. La respuesta le llegó desde el bosque, al otro lado del claro.—Quietos aquí —ordenó el gaélico, y desapareció de la vista de Wulfhere y sus daneses como una sombra.Cautelosamente se abrió camino a lo largo del borde del bosque, escondiéndose entre los árboles, cuando un débil crujido le hizo darse cuenta de que un hombre acechaba frente a él. Repitió el arrullo y escuchó a Hakon susurrar una sibilante señal de aviso. Tras el joven vikingo el gaélico distinguió vagamente las siluetas de sus guerreros.—Por los dioses —gruñó Cormac impaciente—. Hacéis ruido suficiente como para despertar al Cesar. Seguramente los guardas hayan investigado pero se piensen que se trata de una manada de búfalos... ¿Quién va?Junto a Hakon había una figura delgada, vestida con malla y armada con una espada, pero extrañamente fuera de lugar entre los ciclópeos guerreros.—Tarala —respondió Hakon—. No se esconderá en las colinas, así que encontré un peto que pudiera llevar y...Cormac maldijo febrilmente.—Bien, bien. Ahora escúchame: ¿ves allá tu cabaña, en la que estuviste confinado? Bien, vamos a prenderle fuego.—Pero... —exclamó Hakon—... pero las llamas atraerán a Rognor a la carrera.—Exacto, eso es lo que quiero. Ahora, cuando el fuego mueva a los guardas, tu y tus jutos salís del bosque y caéis sobre ellos. Mata tantos como quieras, pero en el momento en que reaccionen y se echen a la ofensiva, ve a los establos; no será difícil. Si lo haces bien, no perderás un solo hombre. Entonces, una vez en el establo, cierra y aguanta las puertas contra ellos. No le prenderán fuego porque hay demasiados buenos caballos dentro, y tu y tus hombres podéis manejaros contra treinta.—Pero, ¿y tú y tus daneses? —protestó Hakon—. Nosotros aguantamos lo mas arriesgado y peligroso, mientras que...La mano de Cormac se disparó y sus dedos de acero sacudieron con violencia los hombros de Hakon.—¿Confías en mi o no? —gruñó—. Por la sangre de los dioses, ¿vamos a pasarnos la noche discutiendo? ¿No ves que mientras que los hombres de Rognor piensen que solo tienen que tratar contigo, la sorpresa será tríplemente efectiva cuando ataque Wulfhere? No te preocupes: cuando llegue el momento, mis daneses beberán sangre a su gusto...—Esta bien —acordó Hakon, convencido por el vivaz arranque del gaélico—, pero deberás llevar a Tarala contigo, a salvo de daño alg...—¡Nunca! —gritó la muchacha, estampando su pequeño pie en el suelo—. Jamás te abandonaré, Hakon, mientras vivamos. ¡Soy hija de una princesa británica y puedo manejar la espada tan bien como cualquiera de tus hombres!—Bien —Cormac esbozó una sonrisa—, fácil se ve quien mandará en tu familia... pero venga, no hay tiempo que perder. Déjala aquí con tus hombres por ahora.Mientras se deslizaban entre las sombras, Cormac repitió sus planes en voz baja, y pronto se llegaron al punto donde el bosque lindaba con la cabaña que servia a Rognor de prisión. Prudentemente emergieron del follaje y corrieron hacia la cabaña. Un pesado tronco hacia la vez de puerta y, mientras lo cruzaban, algo golpeó la cara de Cormac. Su rápida mano agarró un pie humano y, alzando la vista con sorpresa, distinguió una vaga silueta balanceándose sobre el.—¡Tu carcelero! —rugió—. Esa ha sido siempre la manera de actuar de Rognor, Hakon: cuando rabies, cuelga al primero que tengas a mano; una costumbre pobre. Nunca mates excepto cuando sea necesario. —Los leños de la cabaña estaban secos, con bastante corteza por encima. Unos pocos segundos con pedernal, y una débil chispa caería en la maleza y prendería las paredes.—Vuelve con tus hombres, ahora —murmuró Cormac—, y espera hasta que los vigilantes pululen por entre las cabañas. Entonces cae sobre ellos y gana los establos. —Hakon asintió y salió. Al cabo de unos minutos, Cormac estaba de vuelta con sus hombres, que mascullaban sin descanso mientras observaban las llamas abriéndose camino por entre los muros de la cabaña. De pronto un grito emergió del edificio principal. Comenzaron a salir hombres del salón y las cabañas, algunos armados y despiertos, otros medios vestidos y como recién salidos de un profundo sueño. Tras ellos venían las mujeres y los esclavos. Los hombres se hacían con cubos de agua y corrían hacia la cabaña, y en un momento la escena era la confusión usual que sigue a un incendio. Los guerreros se empujaban unos a otros, gritaban ordenes inútiles e intentaban en vano sofocar las llamas que se alzaban sobre el techo y se contorneaban con una furia que Rognor advertiría estuviera donde estuviese. Y en medio de aquel caos, se oyó un fiero griterío y un pequeño y compacto grupo de hombres emergió del bosque y sorprendió a los del poblado como un relámpago. Abatiendo a derecha e izquierda, Hakon y sus jutos se abrieron camino entre los noruegos, dejando un rastro de cadáveres y moribundos tras de sí. Wulfhere tembló de impaciencia y a su espalda sus daneses gruñeron y se tensaron como perros de caza al acecho.—¿Y ahora, Cormac? —gritó el jefe vikingo—. ¿Damos el golpe? ¡Mi hacha esta hambrienta!—Tranquilo, viejo lobo de mar —rió Cormac salvajemente—. Tu hacha beberá hasta la saciedad; mira, Hakon y sus jutos se han hecho con el establo y han cerrado las puertas. —Era verdad. Los noruegos se habían recuperado de la sorpresa y se preparaban para afrontar al enemigo con toda la furia que caracteriza a los de su raza, pero antes de que pudieran hacer nada, Hakon y sus hombres habían desaparecido establo adentro de donde llegaba el rechinar y pataleo de los temerosos caballos. El establo, construido para contener las incursiones de lobos hambrientos y los estragos del invierno báltico, era una fortaleza natural, y contra sus pesadas paredes las hachas de los guerreros eran inútiles. La única entrada era a través de las ventanas. Las barras de madera que las cubrían podían cortarse con facilidad, pero encaramarse contra el filo de la espada de los defensores era otra. Después de unos pocos intentos desastrosos, los supervivientes recularon y se consultaron. Como Cormac había pensado, quemar el establo estaba fuera de cuestión por los pura sangre encerrados dentro. Tampoco una lluvia de flechas parecía lógico: estaba oscuro, y era mas probable acertar a un caballo que a un hombre. Afuera, sin embargo, el poblado aparecía iluminado por la cabaña en llamas como si de un mediodía se tratara; los jutos no tenían fama como arqueros, pero había unos pocos arcos entre los hombres de Hakon que diezmaron un buen numero de los que aguardaban fuera. Al final un guerrero gritó:—Rognor debe haber visto el fuego y estará de vuelta. Olaf, sal a su encuentro y dile que Hakon y sus jutos se han encerrado en el establo. Les rodearemos y les tendremos aquí hasta que Rognor venga. ¡Entonces veremos!Un hombre salió a toda velocidad y Cormac rió suavemente para sí.—¡Justo lo que esperaba! ¡Los dioses han sido benévolos con nosotros esta noche, Wulfhere! Pero volvamos atrás, a las sombras, no sea que las llamas nos descubran.Un tenso silencio siguió para todos: para los jutos encerrados en el establo, para los noruegos que lo asediaban, y para los daneses que acechaban en las lindes del bosque.El fuego se extinguía y moría entre humo y ascuas. Lejos, al este, brilló el primer anuncio de la aurora. Una brisa sopló desde el mar y sacudió el follaje. Y de entre los árboles llegó el ruido de la marcha de muchos hombres, el entrechocar de acero y feroces gritos de rabia. Los nervios de Cormac se tensaron como las cuerdas de un laúd. Era el momento crucial. Si Rognor cruzaba el bosque sin descubrir al enemigo, perfecto. Cormac ordenó a los daneses permanecer tumbados y, con el corazón en la boca, esperó.De nuevo se vislumbró luz de antorchas a través de los árboles, y con alivio Cormac descubrió que Rognor se acercaba al campamento por la dirección opuesta en la que había partido. La horda apareció al otro lado de donde estaban Cormac y sus hombres.Rognor bramaba como un toro salvaje, y movía su espada a dos manos en grandes arcos.—¡Echad abajo las puertas! —gritaba—. ¡Seguidme! ¡Abajo con las paredes!La horda al completo cruzaba el claro, Rognor y sus veteranos en cabeza.Wulfhere se había incorporado y sus daneses le imitaron como un solo hombre. Los ojos del jefe centelleaban con ansia de batalla.—¡Espera! —le retuvo Cormac.Los vikingos de Rognor arremetieron contra el establo. Se colgaron de las ventanas, evitando las estocadas que llegaban del interior. El ruido del acero era ensordecedor, los caballos, aterrados, chillaban y coceaban sus pesebres, cuando la puerta cedió al impacto de un centenar de hachas.—¡Ahora! —Cormac se incorporó y una súbita lluvia de flechas cruzó el claro. Los hombres aparecían en ráfagas, y los otros se giraron para afrontar al repentino e inesperado enemigo. Los daneses eran tanto arqueros como espadachines; excedían a todas las naciones del Norte en este arte. Ahora, saliendo de su escondite, dejaban atrás los arcos mientras corrían hacia su objetivo. Pero los noruegos no estaban dispuestos a ceder. Viendo a su pelirrojo enemigo, supusieron, aturdidos, que les amenazaba un buen numero, pero los afrontaron con el temerario valor de su raza. En una última lluvia de flechas, los daneses olvidaron el arco y se lanzaron en compactas cuadrillas, chillando como demonios, atacando e hiriendo con espadas y hachas. Eran menos en numero, pero la sorpresa jugó su parte y las inesperadas flechas habían hecho un daño considerable. Aun Cormac, luchando con enrojecido estoque, sabia que su única oportunidad dependía de una victoria rápida. Si la batalla se alargaba, ganaría el superior numero de los noruegos. Hakon y sus jutos salieron del establo y asediaron a sus antiguos aliados desde el flanco opuesto. A la primera luz del alba se desató la furia. Rognor, pensó Cormac mientras esquivaba un hacha y atravesaba a su portador, debe morir pronto si el golpe ha de ser efectivo. Y entonces vio a Rognor y Wulfhere sobresalir de entre los contendientes. Un danés, arremetiendo salvajemente contra el noruego, sucumbió con el cráneo destrozado, y con un grito de rabia, los gigantes barbirrojos se encontraron. Toda la furia acumulada en años de odio se encendió en una llamarada, y ambos bandos abandonaron la lucha para ver batallar a sus jefes. Había poco que escoger entre ellos en tamaño y fuerza. Rognor iba armado con una espada que manejaba a dos manos, mientras que Wulfhere asia un hacha de mango largo y un pesado escudo, el mismo que se quebró bajo el increíble primer golpe de Rognor. Arrojando los fragmentos, Wulfhere respondió segando una de las astas del casco del noruego. Rognor rugió y dio un terrible corte en la pierna de Wulfhere, pero el gigante danés, con una rapidez inusitada en un hombre de su corpulencia, saltó, evitó el estoque sibilante y, aún en el aire, lanzo el hacha contra la cabeza de Rognor. El arma golpeó contra el casco de acero, pero Rognor tan solo cayó sobre sus rodillas con un gruñido. No había levantado el danés el hacha para asestar un nuevo golpe, que Rognor ya se había incorporado y sus impresionantes brazos alzaron su espada en un arco que se estrelló de lleno en el casco de Wulfhere. El estoque se hundió con un ruido atronador, y Wulfhere se tambaleó, los ojos encharcados en sangre. Como un tigre herido, se echó atrás con toda la potencia de su corpulencia, y un ciego y terrible golpe hizo añicos el casco de Rognor, destrozándole el cráneo. Ambos gritaron ante la magnifica fuerza del ataque. Entonces el cadáver de Rognor se balanceó ante Wulfhere y mientras caía, una tormenta de espadas de los veteranos de Rognor se apresuró a vengar a su jefe. Con un chillido, Cormac se lanzó al ataque y su estoque trazó un anillo de muerte alrededor de su jefe quien, habiendo forcejeado con alguno de sus atacantes, pataleaba y luchaba mano a mano en el suelo ensangrentado. Los daneses salieron en auxilio de sus lideres, y alrededor de los derrotados caudillos se arremolino un vórtice de aceros. Cormac se enfrento a Rane, uno de los mejores espadachines de Rognor, mientras Hakon luchaba con su compañero, Halfgar. Cormac rió: había medido fuerzas con Rane, un zorro astuto, aquella mañana, y sabía todo lo que quería acerca de él. Un rápido quite, una deslumbrante finta para acertar un amplio estoque, y la espada del gaélico atravesó el corazón del vikingo. Entonces se volvió hacia Hakon. El joven vikingo estaba en un apuro: Halfgar, un gigante, mas alto que el mismo Wulfhere, se abalanzó sobre él, lanzando una lluvia de terribles estocadas contra su escudo; Hakon no podía siquiera intentar un ataque. Un sorprendentemente feroz lance le arrancó el casco y por un instante perdió contacto con la espada de su oponente. En ese mismo instante podría haber muerto, pero una delgada, femenina figura se alzó frente a él y desvió la estocada con su propia espada, la fiereza de la cual le hizo caer de rodillas. Una nueva estocada preparaba el gigante cuando el gaélico le acertó en el punto de la garganta que sobresalía del cuello de su armadura.El gaélico volvió atrás, justo cuando un aguerrido guerrero alzaba su hacha sobre el aún postrado Wulfhere. La punzada era la favorita de Cormac, pero que con igual maestría manejaba el filo lo probó hendiendo el cráneo del enemigo hasta la barbilla. Entonces, agarrando a Wulfhere por los hombros, le arrastró fuera del alcance de los que trataban de alcanzarle, maldiciendo y bufando como un toro. Un rápido vistazo le mostró que los veteranos de Rognor habían caído bajo las hachas de los daneses, y que el resto de los noruegos, viendo derrotados a sus jefes, habían vuelto a la lucha sin aliento alguno. Entonces lo que había esperado ocurrió. Uno de los noruegos gritó:—¡El bosque esta lleno de daneses!Y ese extraño e inexplicable pánico que a veces se ceba en el hombre, se apoderó de los guerreros. Gritando, recularon y corrieron hacia la cabaña principal en un cuerpo disperso. Wulfhere, sacándose la sangre de los ojos y rugiendo por su hacha, hubiera lanzado a sus hombres contra ellos, pero Cormac le frenó. Sus ordenes impidieron a los daneses perseguir a los fugitivos, encerrados en el edificio y preparados para vender sus vidas tan caras como solo un hombre arrinconado puede.Hakon, urgido por Cormac, les gritó:—Hey, guerreros, ¿me escucháis?—Escuchamos, Hakon —llegó desde las ventanas barradas—, pero mantente alejado; quizás estemos perdidos, pero muchos morirán con nosotros si intentas tomar la cabaña.—No tengo nada contra vosotros —respondió Hakon—. Os quiero como amigos, aunque permitisteis a Rognor encerrarme. Pero aquello ya pasó; olvidémoslo. Rognor está muerto, sus hombres de confianza han muerto, y no tenéis líder. El bosque que rodea el campamento hormiguea con daneses que esperan mi señal. Pero detestaría darla. Quemarán la cabaña y degollarán todo hombre, mujer y niño entre vosotros. Ahora atendedme: si me aceptáis como vuestro señor, y me juráis fidelidad, no habrá daño alguno.—¿Y los daneses? —preguntaron a gritos— ¿Quienes son para confiar en ellos?—Confiáis en mi, ¿no es así? ¿He roto alguna vez mi palabra?—No —admitieron—, siempre la has mantenido.—Bien. Los daneses no os harán ningún daño. Les he prometido un barco, y he de guardar la promesa si quiero verles marchar en paz. Pero si me seguís por la senda vikinga, pronto podremos construir o hacernos con otro. Y una cosa mas: junto a mi está la mujer que será mi esposa, la hija de una princesa británica. Me ha prometido la ayuda de su gente en todas mis empresas. Con amigos en tierras británicas, estaremos suficientemente abastecidos para hacernos con los anglos y sajones; con la ayuda de los bretones de Tarala, podemos erigir un reino en Bretaña como hicieran Cedric, Hengist y Horsa. Ahora hablad: ¿me tomaréis como jefe?Siguió un corto silencio en el que los vikingos estuvieron evidentemente consultándose unos a otros; entonces su portavoz habló:—Hakon: estamos de acuerdo con tus deseos.Hakon dejo su despuntada y ensangrentada espada, y se acercó a la cabaña con las manos desnudas.—¿Y me juraréis fidelidad por el toro, el fuego y la espada? —Los amplios portones se abrieron, descubriendo fieras y barbudas caras.—Así haremos, Hakon, nuestras espadas están bajo tus ordenes.—Y cuando se den cuenta de que les hemos engañado, se rebelaran y le cortaran la garganta... a él y a nosotros —refunfuñó Wulfhere, enjugándose la sangre de la cara. Cormac rió y meneó la cabeza.—Han jurado, guardarán la promesa. ¿Estas malherido?—Una niñería —gruñó el gigante—. Unos cortes en el muslo y otros pocos mas en brazos y hombros. Fue la maldita sangre en los ojos cuando la espada de Rognor golpeó mi casco y mi coronilla, como se rompió...—Tu cabeza es más dura que tu casco, Wulfhere —rió Cormac—. Pero vamos, debemos atender a los heridos. Una decena de nuestros hombres han muerto y casi todos están mas o menos magullados. Además, algunos jutos han caído. Pero, por los dioses, ¡que matanza la de esta noche!Señaló las rígidas y silenciosas figuras de noruegos asaetados de flechas y espadas.IV
El sol, no aún en el cenit del claro cielo azul, brillaba en las velas blancas del barco, desplegadas para atrapar viento. En cubierta había un pequeño grupo de personas. Cormac extendió su mano a Hakon.
—Bien hemos cazado juntos esta noche, joven señor. Hace unas pocas horas, eras un cautivo condenado a morir y Wulfhere y yo unos proscritos. Ahora eres señor de Ladbhan y de una banda de recios vikingos, y Wulfhere y yo tenemos un fiel barco bajo nuestros pies aunque, por desgracia, la tripulación es escasa. De todos modos, se solucionará una vez los daneses hayan oído que Wulfhere y Cormac Mac Art necesitan hombres.—Y tu... —se giró hacia la muchacha junto a Hakon, vestida aún con la armadura que colgaba de su delgada figura—... eres en verdad una valkyria, una mujer que sabe defenderse. Tus hijos serán reyes.—Ajá: eso serán —retumbó Wulfhere, envolviendo la fina mano de Tarala con su vasta palma—. Cuando quiera desposarme, tendré que degollar a Hakon y llevarte por mí mismo. Pero ahora se levanta viento y mi corazón palpita por sentir la cubierta crujir bajo mis pies de nuevo. Os deseo fortuna. —Hakon, su prometida y los noruegos que les acompañaban, volvieron al bote que les esperaba para devolverles a la orilla. Al grito de Wulfhere, los daneses soltaron amarras, los remos comenzaron a moverse y las velas se hincharon. Los observadores en el bote y en la orilla vieron partir el barco.—¿Y ahora, viejo lobo? —bramó Wulfhere, dando una palmada a Cormac entre los hombros que hubiera derribado a un caballo—. ¿Hacia donde? La decisión es tuya.—A la Isla de las Espadas, primero, para conseguir tripulación —respondió el gaélico, los ojos centelleantes—. Entonces... —inspiró una honda bocanada de aire de mar—, entonces, ¡salud por la senda vikinga y los confines del mundo!FIN