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agosto 26, 2012

No entendía yo qué hacía esta criatura tan frágil en un lugar tan inhóspito.
Por Roger WelschPARA LOS PRIMEROS colonizadores de las Grandes Planicies de Estados Unidos, la vida fue increíblemente difícil. ¡Estaban tan lejos de su casa, tan lejos de la civilización, tan lejos hasta del vecino más próximo! Debían hacer frente a calores y fríos extremos, a vientos y ventiscas, a serpientes y plagas de langosta.
Pero ningún tormento se igualaba al silencio, según refieren varios diarios y relatos de viajes. No se oía el rumor del agua sobre las rocas, ni el tañido de las campanas de la iglesia, ni la risa de los hijos de los vecinos, ni el chirrido del molino, ni el golpe del martillo contra el yunque. Los incendios provocados por los rayos acababan con los escasos árboles, de suerte que no se escuchaba el canto de las cigarras ni el de los grillos, ni el murmullo de las hojas en el otoño. Y los pájaros brillaban por su ausencia: no había cardenales, petirrojos, oropéndolas, búhos, tordos, cenzontles, pinzones ni patos silvestres. Debió de ser horrible la vida sin esos relámpagos de color y esos estallidos de canto.La desolación de estas tierras inexploradas fue especialmente dura para las mujeres. En el siglo XIX se acostumbraba que los hombres fueran al pueblo a comprar provisiones, recoger el correo y vender los productos agrícolas, mientras las mujeres permanecían en casa en aquella sombría soledad.Yo me dedico al estudio del folclore, y en cierta ocasión me tocó investigar la arquitectura de las Grandes Planicies. Me concentré en las casas de tepe, construidas de capas de turba arrancada a la pradera. Era el único material de que disponían los pioneros, pues no había allí árboles para sacar madera, ni combustible para cocer ladrillos, y apenas una que otra piedra servía para la construcción. Examinando cerca de 1200 fotografías de casas de tepe, advertí que en muchas de las imágenes aparecían canarios enjaulados.Colgadas bajo los aleros y los porches de las primitivas chozas de tepe, las jaulas desentonaban por completo con su entorno. Los canarios eran demasiado frágiles para aquel ambiente.No me explicaba qué hacían esas avecillas en la opresiva y oscura estrechez de la casa de tepe, bajo el calcinante calor del sol estival de Nebraska o en el crudo frío del invierno de las planicies. ¿Por qué querría alguien tener un canario en aquellos confines de la Tierra?Conjeturé que los pajaritos se encontraban allí precisamente por su fragilidad; que eran recordatorios de la inocencia, la elegancia, la belleza, el color y la música que se habían quedado en Dinamarca, en Nueva York o en Illinois. Pero esa era una mera especulación.Años después hablaba yo ante un grupo de familias de agricultores sobre los pioneros en las planicies. Al tocar el tema de las fotografías de las casas de tepe y de los canarios, expuse mi teoría sobre lo que pudieron haber significado esas aves para sus dueños.Acabada mi presentación, una anciana se me acercó con lágrimas en los ojos y me dijo que mi teoría despejaba un enigma que la había tenido confundida durante años. Sus abuelos, de origen checo, se habían dedicado a la labranza en Nebraska. Habían adquirido una propiedad de 32 hectáreas, la habían convertido en una finca productiva, habían criado una familia y visto nacer numerosos nietos y bisnietos.Llegó el momento en el que les fue imposible seguir cultivando la tierra. Subastaron todo lo que no podían usar, llenaron una carreta con lo que sí necesitaban y se mudaron a la ciudad. Cuando la edad ya no les permitió atenderse solos, redujeron sus posesiones a lo que cabía en el auto y se fueron a un asilo.Luego falleció el esposo, y la viuda volvió a deshacerse de cosas hasta que únicamente le quedaron los objetos más preciados. Todos cabían en un costal.La dama falleció un par de años después, y la tarea de rescatar sus últimos vestigios correspondió a una de sus nietas: la mujer que habló conmigo. Esta me contó que se había emocionado sobremanera al ver aquellos objetos: la vida de una mujer reducida a la esencia misma de lo que esa vida fue. Había algunas fotografías, su argolla de matrimonio, su certificado de inmigración, notas de periódico sobre el distinguido servicio de sus hijos durante la Segunda Guerra Mundial y algunos dibujos escolares de sus nietos.Había asimismo una cajita de madera que la mujer nunca había visto. Se sintió nerviosa al abrirla. Dentro, halló el cuerpecito seco de un canario.Se entendía que la anciana hubiera apreciado mucho todo lo demás; pero, ¿qué hacía allí el canario? ¿Por qué razón, se preguntó, habría conservado el cadáver de un ave a pesar de que varias veces debió renunciar a muchas de sus pertenencias?Ahora se lo explicaba, pues también tenía fotos de la primera casa de tepe de la familia, la cual se erguía en medio de un lugar ignoto, desolada, azotada por las tormentas, sin una sombra que la resguardara, sin alma... Y allí, colgada bajo el alero del porche, se alcanzaba a ver la difusa silueta de una frágil jaula y, dentro, la sombra de un canario aun más frágil.La cajita de madera no contenía sólo un pájaro muerto. Muy probablemente había sido la salvación de esa pionera, un ancla de cordura para la muchacha bohemia varada en aquel erial. Su canto había sido la única música que escuchó; su plumaje, el único color de sus días. ¿Qué le habría confiado a este pajarillo la joven checa en sus momentos de desesperación y de alegría? ¿Qué le habría dicho él a ella?A raíz de mi conversación con la anciana, veo a los pájaros bajo una luz totalmente distinta. Y pienso en los demás regalos que estas criaturas traen a nuestras vidas día con día, y en lo huera que estaría nuestra existencia sin ellas, incluso hoy, a un siglo y medio de distancia.©1992 POR ROGER WELSCH. CONDENSADO DE "AUDUBON" (NOVIEMBRE-DICIEMBRE DE 1992), DE NUEVA YORK.
FOTO: SOLOMON D. BUTCHER COLLECTION/NEBRASKA STATE HISTORICAL SOCIETY.