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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
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  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
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  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
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  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
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  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    RELOJES:
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    ESTILOS:
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    (s2)
    Ocultar Reloj

    ( RF ) ( R ) ( F )
    No Ocultar
    Ocultar Reloj - 2

    (RF) (R) (F)
    (D1) (D12)
    (HM) (HMS) (HMSF)
    (HMF) (HD1MD2S) (HD1MD2SF)
    (HD1M) (HD1MF) (HD1MD2SF)
    No Ocultar
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
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  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


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    ----------------- GENERAL -------------------


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    Widget 7














































































































    HUÍDA DE LOKI (Philip Joseph Farmer)

    Publicado en julio 01, 2012

    Título original: Escape From Loki


    Combate aéreo desesperado


    Savage miró detrás de él. Pudo ver dos agujeros en la tela del fuselaje, tan sólo a unos pocos centímetros detrás de la cabina del piloto. Durante los siguientes minutos hubo un salvaje forcejeo cuando el boche intentaba colocarse a su cola y él intentaba evitarlo, mientras, a la vez, se colocaba detrás de uno de ellos. Entonces, durante una de estas maniobras tuvo a un Pfalz justo en su punto de mira, completamente muerto en más de un sentido. Pero ambas ametralladoras se atascaron al mismo tiempo. Esto era algo que no ocurría casi nunca y nunca hubiera ocurrido de haber tenido tiempo de calibrar su munición antes de despegar.



    Savage no renegaba fácilmente. Le habían enseñado que no era aquella la forma más adecuada para expresarse y que existían maneras mejores de hacerlo. No obstante, en esta ocasión, tuvo que exteriorizar su frustración y rabia con algunas invectivas, aunque fueran en italiano o en francés. Acabó con una sola palabra en árabe.

    No tenía tiempo para desatascar las ametralladoras. El enemigo estaba ya demasiado cerca. Huyó, elevándose hacia una nube distante...


    I


    LAS ARAÑAS, los hombres y la Madre Naturaleza, construyen madrigueras.



    Esta madriguera era de la Madre Naturaleza. Estaba compuesta de aire y agua, tenía la mente totalmente confundida para poder encontrar el mecanismo para escapar de la misma. Lo que parecía Arriba, podía también ser Abajo.

    Cual joven dios que se hubiera metido en una trampa, el Teniente Clark Savage, cayó del cielo, para sumergirse en los infiernos.

    No se había dado cuenta que estaba pilotando su avión al revés. Envuelto totalmente por las nubes, incapaz incluso de poder ver el panel de instrumentos que tenía delante de sus ojos, estaba tan ignorante del peligro que tenía ante él, como un cerdo conducido al matadero.

    Su caza biplano salió con el morro hacia abajo de la oscura niebla que le envolvía. El brillante sol del atardecer francés del 31 de marzo de 1918, le deslumbraba. No fue hasta este instante que se dio cuenta que sus sentidos le habían engañado. No sabía desde cuanto rato había estado al revés, volando hacia abajo. Su Nieuport 28 estaba con el morro encarado hacia tierra y volando a una velocidad de trescientos y pico de kilómetros por hora. Y cada vez adquiriendo más velocidad. Tenía que sacarlo del picado, pero sin demasiada brusquedad. En el Nieuport, la tela del recubrimiento superior se desprendía si se la sometía a determinado grado de tensión. Una vez que un trozo de la tela se separaba del resto, la corriente de aire propulsada por la hélice se introducía bajo toda la cobertura. Y entonces, toda la tela se arrancaba.

    No tenía paracaídas. El Alto Mando Aliado había decretado que los paracaídas eran para los miedosos.

    Si las alas se doblaban, entonces gritaría:

    —¡Mon Dieu! ¡Peste! ¡Sacre Bleu! ¡Merde! ¡A mon secours!

    O alguna frase parecida en cualquiera de los otros diez idiomas que hablaba con fluidez, aunque tan solo tuviera dieciséis años. Por el momento, pensaba en francés, pues es lo único que había estado hablando durante los últimos meses.

    Que las alas se pudieran doblar, no era algo que le preocupara. Era muy joven, estallaba de savia juvenil, sus hormonas estaban reventando y gozaba de un increíble optimismo.

    Sin embargo y a diferencia de muchos chicos de su edad, no vivía sólo para el momento. Tenía amplios planes para el resto de su vida. Pero un aviador de combate Aliado, cualquiera que fuera su edad, debía estar agudamente alerta cada segundo, de todo lo que ocurriera a su alrededor.

    Si se distraía o tenía algún descuido, podía ir a parar al País de los Sueños.

    Hoy era el día de Pascua. Confiaba en poder ver, por lo menos, otros ochenta y cuatro de aquellos días, en los que la Resurrección se festejaba y en América, los conejos dejaban huevos. Pero conocía las estadísticas de la guerra aérea. Hoy estás aquí y quizá hoy mismo, además, ya estás listo.

    En cuanto pudo sacar al Nieuport del picado, comprobó que en aquel preciso instante se encontraba a 1700 metros de altitud. Aprovechó para mirar arriba, abajo, alrededor, a la derecha y a la izquierda.

    No había ningún aparato más a la vista. Hasta ahora había esquivado a los dos aparatos Alemanes que le estaban persiguiendo cuando se había ocultado en aquella nube.

    Debajo de él se encontraba el yermo campo de batalla. Parecía como si un vivaracho leprechaun frenético hubiese estado cavando durante varios días, intentando encontrar la olla de oro que le habían robado. Obuses de metralla de alto poder explosivo y bombas cargadas de gas mostaza habían horadado miles de hoyos en la tierra. Luego, otros obuses habían estallado en estos agujeros y en los espacios que habían quedado entre los primeros, formando otros nuevos y aquellos nuevos hoyos, se habían ido moviendo de un lado para otro, continuamente. Si hubiera habido fantasmas en los hoyos, el campo de batalla estaría cubierto por una gruesa capa de ectoplasma gris.

    Al sur se encontraban las trincheras medio destrozadas del Sexto Ejército Francés. Estaban ocupadas por los deshechos restos de los hombres que habían sobrevivido al apocalíptico bombardeo o por las últimas tropas de reserva, enviadas apresuradamente desde la retaguardia.

    Al norte, estaban las trincheras Alemanas. Detrás de ellas, a unos pocos kilómetros, el sol galo de la región de la Picardía, relucía sobre los cañones Teutones, hilera tras hilera, y que ahora estaban silenciosos.

    Entonces Savage, tuvo una peculiar sensación. Era como si lo hubiera estado viendo todo borroso y de repente se hubiera puesto los prismáticos de campaña. Allí donde había creído que no había nada importante, a unos diez kilómetros tras la artillería boche, había ahora un globo de observación alemán.

    El Drachenballon, “globo dragón”, parecía chiquito a tanta distancia. Pero su amarillenta forma de media salchicha por uno de sus extremos, con tres estabilizadores hinchados, como gruesas alas cortas y un timón, también hinchado y con la cesta debajo, eran inconfundibles. Las cuerdas de las que estaba suspendido el cesto eran invisibles, al igual que el cable de anclaje y la línea telegráfica que iba desde la cesta hasta tierra. El camión de caja plana sobre el que estaba montado el cabestrante que sujetaba el cable no era tan pequeño como para no ser visto. Tampoco lo eran los anillos de los cañones antiaéreos, conocidos como “Archie” o “ack—ack” y los emplazamientos para las bocas de las ametralladoras pesadas, hechos con sacos terreros.

    Savage volvió a mirar a su alrededor, arriba y abajo. La vigilancia continua ayudaba a mantenerte vivo. Pero también te ocasionaba un cuello entumecido.

    El viento era del oeste, como de costumbre. Para volar hasta casa tenía que volar con el viento en contra aunque le empujaba hacia los lados, más que de frente. El indicador de carburante le señaló: “Hay combustible suficiente, si te apresuras a cambiar la fuente de alimentación y pasas a la de reserva, para llegar a nuestro aeródromo... ¡Pero no pierdas el tiempo holgazaneando! ¡Sigue volando!”

    Más tarde al recordar estos momentos, supo que no había decidido lo que realmente iba a hacer. Sin pensárselo, viró hacia el Norte.

    Y en esa dirección, a su derecha, había otro par de amarillas formas de salchicha, amarradas e identificadas con grandes cruces negras. Entre ellas había una separación de unos diez kilómetros. Debió de haberlas visto al mismo tiempo que vio la primera.

    Ya para entonces, los defensores que estaban alrededor del primer aerostato debían haber localizado su avión. Seguramente estaban apuntando sus armas al solitario aparato, aunque no esperaran que se tratara de un enemigo. ¿Qué piloto iba a ser tan estúpido como para atacar ahora, cuando sabía que ya le habían detectado a tanta distancia?

    Existían dos formas de hacer estallar un globo. Había que descender muy rápido hasta baja altura antes que el enemigo te divisara: O dejándose caer desde el interior de una nube, o que el cegador reflejo del sol diera sobre tu fuselaje en un picado descomunal y con el motor apagado, para que se dieran las menores señales de aviso posibles de tu aproximación. No tenía tiempo para usar ninguna de estas tácticas.

    Era mucho más peligroso atacar a un globo de observación, que un combate de aviones, no importa si se venía de un nivel de altura alto o bajo.

    No se veían árboles en varios kilómetros a la redonda. Habían quedado hechos pedazos y las raíces, arrancadas desde hacía tiempo.

    Si se acercaba a ras del suelo, recibiría el fuego concentrado de los rifles y las ametralladoras que había entre el globo y él. Por otro lado, los cañones “Archie” de 77 milímetros, no podían inclinarse lo suficiente como para dispararle, hasta que no ganara un poco más de altura. Y eso sólo ocurriría cuando se alzara para acercarse lo suficiente a la salchicha y poder dispararle con sus balas incendiarias.

    Ya para entonces, los alemanes sabían, o creían saber, que era francés. Y que, por lo tanto, era lo bastante loco como para atacar. Por encima, por debajo y enfrente de él, unas negras nubecillas con fuego escarlata en el centro empezaron a saltar a su alrededor, como si fueran genios saliendo de la botella. Luego, la negrura pareció convertirse en algo sólido.

    El Nieuport vibraba ligeramente. Pero lo que fuera que le había alcanzado, no le detuvo de su empinada zambullida.

    Niveló las ruedas, mientras su aparato rugía, para pasar a un palmo escaso y no rozar el revuelto barro del escabroso panorama que había bajo su máquina. Entonces se fue hacia un montón de tierra, un cañón abandonado, un carro de combate carbonizado, barreras de alambre de espino que aún no habían sido destrozadas por las bombas explosivas o un transporte de cañón a medio volcar. Cuando todo esto le cerró el paso, obligó a su Nieuport a hacer una curva en arco por encima de todo aquello. También realizó un frenético zig—zag, mientras con la punta del ala casi refregaba el barro cuando se ladeó para cambiar su ruta.

    Frente a él pudo ver las llamaradas al rojo blanco que le escupían las bocas de las ametralladoras.

    Luego, pasó por sobre la primera línea de las trincheras, también sobre la segunda línea, la tercera, que era como un laberinto y empezó a alzar vivamente su aparato.

    El globo estaba siendo rápidamente arrastrado por el cabestrante. Una negra humareda se desprendía del motor a gasoil que estaba asentado en el camión—soporte, mientras se esforzaba para conseguir bajarlo del cielo.

    El circulo exterior que formaban las ametralladoras estaba actuando al máximo. Sus cañones se balanceaban, intentando anticiparse a su paso, mientras escupían su metralla. Y entonces se encontró que se había ido a situar sobre estos, una posición que no le convenía en absoluto pero que era inevitable si quería darle a la salchicha. Se encontraba ahora descendiendo hasta llegar casi a ciento cincuenta metros del camión—soporte.

    Su avión se sacudió un par de veces, al ser alcanzado en algún punto de la estructura de su fuselaje. Estaba seguro que los proyectiles estaban dejando su Nieuport como un colador, pues no podía sentir el impacto más que cuando las balas alcanzaban la parte del fuselaje más próxima a la cabina.

    Efectuó una maniobra, como un tremendo latigazo, que llevó al avión de forma empinada hacia lo alto, provocando que la parte derecha del tablero de instrumentos estallara en pedazos que fueron a estrellarse contra sus gafas y su cara. El cristal del lado izquierdo de las gafas se había astillado, a pesar de lo cual, podía ver a través del mismo. Si su cara estaba sangrando, no le molestaba en absoluto.

    Repentinamente, mientras el globo aerostático se iba haciendo más grande, unas pequeñas nubes negras y expansivas empezaron a aparecer frente a él. Un segundo después, al igual que si se tratara de unas coloreadas cuentas de un brillo deslumbrante, verdoso y rojizo, ensartadas en un hilo, empezaron a estallar a su alrededor unas “cebollas llameantes”. Eran bombas, tan temibles como los “ack—ack” y el Nieuport se estremeció cada vez que estallaban.

    El hermoso, aunque siniestro, calidoscopio de humo y fuego, empezó a desvanecerse. Había llegado demasiado cerca del globo y los defensores no querían arriesgarse a darle a su propio artefacto.

    El biplano tembló tres veces, como un ave zancuda metiéndose en las heladas aguas del mar Ártico. Si le habían herido fatalmente, el avión no dio señales de ello. Sin un titubeo, con su hélice rugiendo a toda velocidad y con un ángulo de ascenso casi en vertical al suelo, el Nieuport se lanzó hacia arriba contra el globo. Podría decirse que prácticamente, el aparato estaba colgado de su hélice.

    Podía ver delante de él y por encima, a los dos observadores que se asomaban al exterior de la góndola, con los morros de sus rifles, llameando. No duró demasiado. Pronto desaparecieron sus cabezas. Uno de ellos, entonces empezó a subirse sobre el borde de la góndola y saltó al vacío. Si el paracaídas se le abrió a tiempo y qué es lo que le ocurrió al otro individuo, es algo que Savage nunca llegó a saber.

    Las ametralladoras gemelas Vickers, una de las cuales estaba montada en la cabina del piloto y la otra, también en la parte delantera, pero a la izquierda, se estremecieron ruidosamente, como dos gatos hambrientos que hubieran visto un ratón regordete. El recorrido de sus balas, balas trazadoras llameantes, le mostraron el paso de las bombas, bombas de gran calibre e incendiarias, que fueron a dar contra la cesta. Esta voló hacia lo lejos, como un nido de pájaros zarandeado por un tornado.

    Las dos hileras de balas al rojo vivo, se estrellaron contra la parte inferior de la salchicha. Su contenido de hidrógeno empezó un goteo rojizo. La explosión golpeó con tanta fuerza su Nieuport, que pareció que se quedaba inmóvil en el aire. Pero no fue así. Y el llameante globo inició entonces su caída.

    Por muy poco, el ala izquierda de su aparato no fue cortada por el cable, que de repente se había quedado suelto y Savage notó el tremendo calor de las llamas al pasar por encima del globo.

    Entonces, el Nieuport se venció hacia un lado. Savage lo enderezó, aunque no pudo evitar que iniciara un picado. Gracias tan solo a que el otro lado del punto de observación se ladeó excesivamente, pudo evitar aplastarse contra el suelo. A pesar de ello, las ruedas golpearon con fuerza sobre la áspera superficie de la tierra, cuando el aparato rebotó, saliendo disparado hacia arriba, prácticamente fuera de control.

    Pensó que debía haber perdido las ruedas, aunque no pudo comprobarlo pues estaba demasiado atareado intentando mantener recto el aparato. Otra cosa era ser capaz de mantenerlo nivelado...

    Cayó en picado. Estaba tan cerca del suelo, que veía aún en forma inclinada debajo de él, que comprendió que sus ruedas habían sido arrancadas. Confió en que la punta giratoria de su hélice se hundiría en el barro por lo menos una pulgada o algo así, por debajo de él.

    Entonces volvió a elevarse y el “Archie” volvió a dirigir sus proyectiles muy cerca del aparato, demasiado cerca. Una humareda negra apareció frente a él y de repente, un enorme orificio mellado apareció en el lado izquierdo de su parabrisas. Al mismo tiempo, el lado derecho de su cuero cabelludo sufrió una quemadura. Dando un rápido vistazo a su alrededor, vio que estaba situado a la izquierda del segundo globo y aproximándose al mismo, en diagonal. Las nubecillas negras de las explosiones, con sus fogonazos en forma de corazón, una especie de banco de peces autodestructivos que le envolvía, llegaban ininterrumpidamente desde sus defensas. Empujó hacia abajo, suavemente, la barra de control. El “ack—ack” ya no le podía alcanzar. Pero los rifles y las ametralladoras sí que podían.

    Para empeorar las cosas, un tropel de soldados a su derecha, a unos cientos de metros más allá y unos cincuenta metros bajo su aparato, estaban ya disparando contra él, con sus fusiles Máuser y sus ametralladoras Maxim.

    Una humareda oleosa que provenía del fuego que había bajo la cubierta de su motor, le iba envolviendo la cabeza. Estaba medio cegado. Sus orificios nasales le picaban. Empezó a toser, lo que en las condiciones actuales, era una reacción muy peligrosa.

    Al mismo tiempo sintió el viento frío sobre el hilillo líquido que le descendía por el lado derecho de su cara. La quemadura de la cara se la debía haber causado un trozo de metralla, que le había producido un corte a través de su casco de piloto forrado de piel y atravesándolo hasta alcanzar su cuero cabelludo. El fluido que le corría por la cara era sangre, que al principio había sido absorbida por el forro de piel, pero que ahora fluía a través del casco y se evaporaba rápidamente al contacto con el viento.

    Miró hacia atrás. Las llamas se retorcían en la parte posterior del fuselaje como tentáculos sangrientos de un pulpo herido. El Nieuport podía estallar en cualquier momento. Y ahora, a pesar de la humareda que salía del motor y de la molesta película de aceite sobre sus gafas, pudo ver un nuevo peligro.

    Lanzándose desde lo alto y por detrás, venían dos Pfalz. Empezarían a disparar contra él dentro de los próximos diez segundos.

    Se alzó las gafas y las colocó sobre su frente, pues los restos oleosos del humo del motor, las habían velado por completo. Tuvo que entornar los ojos, pues los tenía ardiendo.

    Algo golpeó hacia arriba su pie derecho, en su posición sobre la barra del timón. Su hombro derecho le empezó a arder de repente. El borde de la cabina salió arrancado hacia un lado.

    Lo que sucedió a partir de aquel momento, se filtró en su mente como a través de una pantalla a media luz. Vagamente se dio cuenta que la parte izquierda del panel de instrumentos había reventado debido a las balas que le habían disparado desde atrás. Igualmente difusa era la sensación del paso del tiempo desde aquel momento hasta que vio un río a una docena de metros por debajo suyo. Más tarde, recordó, como entre brumas, que había estado buscando a tientas, con la hebilla de su cinturón roto.

    El tiempo dejó de existir para él.


    II


    CUANDO RECUPERÓ parcialmente el conocimiento, estaba gateando por el fango. Tenía la cara ligeramente por encima del mismo. El barro hedía a peces, muertos desde hacía mucho tiempo y medio disueltos en la tierra empapada. Un pequeño cráter apareció de repente a unos pasos de donde se encontraba. No podía oírlo muy bien, pero sabía, de forma confusa, que estaban disparando contra él. Siguió arrastrándose, sintiendo la tierra húmeda y helada contra su rodilla derecha que le sobresalía a través de un desgarrón de su traje de vuelo. Su pierna derecha se arrastraba ligeramente.



    De alguna manera había sobrevivido al estrellarse el aparato y había ido nadando hasta la orilla, arrastrando su pesada vestimenta.

    La orilla del río, se alzaba ligeramente. Si conseguía llegar al punto más elevado y a un lugar que estaba un poco más alejado, podría quizá salir de la línea de fuego.

    Le pareció que le tomaría mucho tiempo. Mientras tanto, otros cráteres de barro aparecieron ante él. Mientras había estado arrastrándose sobre el borde del punto más elevado de la orilla y se había dejado caer rodando al otro lado, casi había recuperado por completo la facultad de oír. Los rifles seguían disparando en su dirección.

    Precisamente frente a él, apareció una carretera fangosa y llena de rodaduras. Algo más allá, había un bosque destruido, tocones de árbol sobresaliendo, troncos caídos y desparramados como los fósforos de una caja rota, pocas ramas, y las pocas que había, hechas trizas.

    Giró y siguió gateando y arrastrándose hacia un montón de terrosos hierbajos, mezclados con fango. Miró con un ojo de un lado al otro. En aquel punto, el río debía tener unos sesenta metros de anchura. Posiblemente era el Verse, un afluente del Oise. Debía haber caído muy cerca de Noyon, que ahora estaba en poder de los Alemanes.

    El estruendo de los disparos de las armas de los soldados que estaban al otro lado de la orilla, llegó hasta sus oídos. Pero de repente, cesó el estrépito.

    En mitad del río había tres barcos. Uno de ellos era un remolcador que tiraba de una docena de gabarras llenas de carbón. La cabina del piloto carecía de techumbre.

    El segundo, estaba corriente arriba del remolcador. Cubierto de proa a popa por enormes y feroces llamas. Su casco medio destrozado, hacía pensar que se trataba de un barco patrullero. Cuando se fijó en él, algo estalló en medio del barco y una parte de la proa, se hundió, seguida poco después por la sección de popa.

    El tercer barco era un buque patrulla a vapor, navegando bajo la bandera del Imperio del Kaiser. Sus ametralladoras apuntaban al lugar en donde había estado él antes, en la orilla, pero ahora estaban en silencio. Estaban encarándose hacia donde se encontraba. Pronto el barco patrulla desembarcaría hombres para proceder a su detención. Y vehículos cargados de soldados ansiosos de disparar contra un fugitivo, podían llegar muy pronto por la carretera, si es que no se quedaban encharcados en el lodo.

    No había ya señal de los dos Pfalz que se habían metido tras su cola antes de estrellarse. Sus pilotos debían haber quedado satisfechos por poder compartir el crédito por una nueva victoria. O quizá por su primera victoria.

    Se dio la vuelta y se fue arrastrando hacia la carretera. Cojeando y sintiendo una gran debilidad en su pierna derecha, se levantó y cruzó la carretera. Sus pies se hundieron profundamente y produjeron sonidos de succión cuando los movió por el fangal. Alcanzando el otro lado de la carretera, se enderezó, dejando su caminar medio agachado. Por el momento, había conseguido colocarse más allá de la vista de sus enemigos.

    El bosque, que ahora no era más que una enorme montaña de dispersos troncos de árboles a medio quemar, no le ofrecía ningún lugar en el que ocultarse. No obstante, empezó a caminar, aunque con alguna dificultad, atravesándolo y dando un rodeo cuando alguno de los chamuscados tocones o pilas de troncos quemados, le impedían el paso. Mientras iba caminando, se preguntaba sobre lo que debía haber ocurrido tras haber perdido el conocimiento. En realidad, debía de haber muerto. ¿Qué es lo que había arrancado el techo de la cabina del piloto de la gabarra? Su aeroplano, sobre eso no tenía duda. Debía haber golpeado la parte superior de la cabina del capataz de la gabarra con un golpe de lado y entonces había rebotado. Al final del rebote, que debió hacer en forma de arco, fue a dar contra el barco patrulla. El Nieuport se había estrellado contra el barco y había estallado.

    Se debía haber hecho papilla tras el impacto y luego haber ardido hasta no quedar más que las cenizas, al incendiarse su combustible, altamente explosivo.

    Durante el corto lapso de tiempo en que el Nieuport había rebotado sobre el techo de la cabina del piloto de la gabarra y se había estampado contra el barco patrulla, debió salir catapultado fuera de su propia cabina. Ya esto, por sí solo, era un verdadero milagro pues era un hombre de una gran constitución física y había tenido que liberarse a sí mismo del interior de la cabina del piloto. Había estado constreñido allí dentro como si hubiera sido enlatado en un ataúd hecho a medida para una mujer que no tuviera brazos. Posiblemente fue despedido cuando el avión salió rebotado por la caseta del piloto de la gabarra. O quizá salió expulsado al exterior porque el fuselaje se había partido por un lado, al primer impacto.

    Cuando se estrelló contra el agua, debió ser arrojado, por lo menos, a una velocidad de ciento sesenta kilómetros por hora. Debía de haber quedado literalmente planchado, como si se hubiera estampado contra un muro de cemento. ¿Podría un hombre sobrevivir a algo así?

    La prueba de que sí era posible, habiendo entrado en el agua a un ángulo adecuado, es que estaba aquí, en tierra y con capacidad para caminar. Naturalmente, su penetración en el agua sin quedar mortalmente herido a tal velocidad, había sido meramente una cuestión de pura suerte.

    Ya en este momento estaba muy adentrado en el bosque, que desde hacía tiempo, no era tal bosque. Aunque estuvo bregando al pasar por encima de troncos de árboles medio cortados y ennegrecidos por las llamas y que caminó sobre muchos de estos y saltó sobre los otros, no por eso pudo evitar dejar tras de sí, huella de sus pasos en muchos puntos. Al poco rato, ya había salido de los bosques arrasados. Ante él aparecía otra carretera, tan embarrada como la primera. Tras ella, otro bosque. Este no había sufrido los destrozos de la guerra, si bien muchos de sus árboles habían sido talados. El combustible era muy escaso en Francia. Muchos árboles que en tiempo de paz hubieran sido respetados, ahora tenían que ser utilizados. Las nubes se habían ido concentrando hasta dejar el cielo totalmente cubierto, oscuro y con aspecto amenazador, con relámpagos en la lejanía. La lluvia se presentó inopinadamente, sin el previo aviso de algunas gotas sueltas. Al mismo tiempo, el viento del oeste sopló con la misma fuerza que si hubiera salido de una bolsa que se hubiera reventado. Atravesó la carretera, inclinándose ligeramente hacia su izquierda, para evitar el fuerte embate del vendaval. La lluvia, si se mantenía durante más tiempo, acabaría borrando sus huellas.

    Completamente adentrado en los bosques, se refugió bajo el borde de un promontorio de piedra arenisca, próximo a un naciente riachuelo. Se sacó los guantes, las gafas de aviador, el casco y el traje de vuelo. Con un pañuelo, limpió la capa de aceitosa de las gafas y luego se sacó un par de barritas de chocolate de un bolsillo que había en una de las perneras de sus pantalones. Estaba hambriento pero, posiblemente, necesitaría las barras más tarde. Sería mejor que las guardara para otro momento.

    Tras volver a meter las barras en el bolsillo, inspeccionó sus heridas. Para hacerlo, tuvo que quitarse toda la ropa. En su cabeza tenía dos señales poco profundas, pero muy dolorosas. Tenía la cara llena de pequeñas heridas. La cara exterior de su muslo derecho, en la parte superior, había sido rozada ligeramente por una bala. Además, tenía una contusión en forma de hoja de cuchillo señalando hacia la parte inferior de su pantorrilla, de unos doce centímetros de longitud. Esta lesión había debilitado bastante la pierna y le hacía cojear ligeramente.

    La cara interior de su muslo izquierdo, junto a la ingle, tenía un corte abierto aunque no muy profundo, producido por un trozo de metralla o quizá una bala. Su hombro derecho que es donde había recibido el golpe más fuerte, es lo que más le dolía de todo. Su cuello también le dolía mucho. Tenía algunas pequeñas heridas en la espalda y en los pies. Y también erosiones en el codo derecho, por la parte externa, como si se hubiera arrastrado sobre una pista de cemento. Tenía los dorsos de la mano cubiertas de sangre reseca. Fragmentos de metralla habían penetrado a través de sus gruesos guantes de cuero y las pequeñas partículas incandescentes, le habían quemado las manos mientras se le estaban descongelando. Un poco por encima de su rodilla izquierda, tenía clavado un fragmento de la parte exterior de una bomba, en forma de triángulo y del tamaño de una moneda de diez centavos, que se arrancó.

    Como no había nadie cerca, se permitió un gemido de dolor, cuando se sacó este fragmento. A pesar de la gran cantidad de heridas que había sufrido, no había perdido excesiva sangre.

    Podía aprovechar el traje y el casco, aunque tenían cuatro agujeros grandes y más de media docena de pequeños.

    Estaba enfriándose. Empezó a tiritar aun más, cuando se volvió a poner la camiseta y los calcetines. El agua del río le había pasado bajo la ropa y estaba empapado. Hasta que estuvo completamente vestido y el calor del cuerpo se extendió por debajo del grueso cuero y el forro interior del traje de vuelo, no volvió a sentir una sensación de calor, aunque sólo fuera en parte de su cuerpo.

    Sus pies, enfundados en las botas de cuero forradas de piel, seguían completamente helados. Aunque había mantenido las botas colgadas boca abajo, para que se escurrieran, no habían escurrido toda el agua.

    Sacó su revólver .45 Colt New Service del tirante sujetador y lo enjugó con uno de los dos pañuelos que llevaba. Revisó el cuchillo de caza que portaba en una funda especial cosida a la pernera derecha de su pantalón de vuelo. En la ancha hoja del arma, había una melladura en medio de la misma. Una bala o un fragmento de metralla había dado allí y había arrancado el fragmento que faltaba. Ahora comprendía el origen de la contusión en forma de hoja que presentaba en su pierna derecha. De no haber sido por el cuchillo, podía haber recibido una herida muy peligrosa en aquella parte de su cuerpo. No obstante, la magulladura le dolía bastante.

    La lluvia caía sobre él, como una cascada desde el borde del risco, hasta un punto junto a los dedos de sus pies. No creyó que alguien situado en el otro lado del riachuelo pudiera descubrirle a través de la catarata de agua, especialmente ahora, cuando el cielo se había ido espesando con unos nubarrones oscuros.

    Sin embargo, debería moverse pronto. El nivel del arroyo estaba creciendo con tanta rapidez que estaría lamiéndole los pies antes de veinte minutos.

    Más allá, entre las líneas francesas y él, se encontraban unos centenares de miles de soldados alemanes. Más de un centenar de personal de tropa debían estar buscándole, sin lugar a dudas. Podía ir en dirección noroeste, hacia Holanda, un país neutral, pero estaba demasiado lejos para sus posibilidades. Además tendría que eludir a los militares alemanes y conseguir que le ayudaran los civiles franceses, así como los belgas, mientras fuera deambulando furtivamente por todo el territorio. Y luego de todo esto, además tendría que eludir a un montón de puestos de guardia y una barrera triple que los boches habían establecido a lo largo de la frontera holandesa.

    La Ofensiva Ludendorff, lanzada el 21 de Marzo, había puesto de rodillas a los franceses y a los británicos. Ya habían estado antes en esta mala situación, pero en esta ocasión, era muy dudoso que pudieran volver a recuperarse. Los británicos podrían tener que evacuar vía Dunkerque y volverse a Inglaterra. Los franceses estaban contemplando solicitar condiciones para la paz, aunque no lo dijera ningún periódico. Las primeras fuerzas americanas habían llegado a Europa, pero estaban aún pobremente organizadas. El First Pursuit Group (Primer Grupo de Caza) del Servicio Aéreo de los Estados Unidos, según sabía Savage, estaba en Toulon. Pero aquellos pilotos estaban a la espera de que les instalaran ametralladoras en sus aviones. Tendría que transcurrir algún tiempo hasta que éstos y las tropas americanas de infantería, pudieran ser de alguna efectividad.

    A menos que los Aliados, de alguna forma, consiguieran mantener sus líneas y luego, hicieran retroceder a los alemanes, perderían la guerra. Los U.S.A. habían hecho la declaración de guerra contra las Potencias Centrales, demasiado tarde.

    Savage hubiera querido estar en los Pursuit Squadrons nº 94 o 95, destacados en Toulon. Pero el Coronel Billy Mitchell, le había asignado temporalmente, según le especificó, a una unidad de combate aérea francesa. Mitchell deseaba que Savage adquiriera tanta experiencia como fuera posible y muy deprisa. A la vez, debería realizar un informe completo sobre los métodos de combate franceses y sus sistemas de mantenimiento.

    —Es Ud. muy joven— le comentó Mitchell y añadió sonriendo— Unos dieciocho, imagino.

    ¿Sabía Mitchell su edad verdadera?

    —Estoy impresionado por su expediente como piloto, como oficial y por su perfecto dominio del francés. Es posible que se sienta disgustado al no poder estar junto con sus compañeros americanos. Pero este destino, le será finalmente muy beneficioso. Eso, sin tener en cuenta que el GHQ, por alguna razón insondable, ha ordenado que sea Ud. destinado a aquella unidad. Buena suerte. La necesitará.

    Esto había sido todo. Savage había partido dos horas más tarde a su nuevo destino.

    Como cualquier joven recién llegado, Savage soñaba en convertirse en un as. O, si la guerra duraba lo suficiente, igualar o superar el record de victorias del Barón Manfred Von Richthofen, que dirigía el Circo Volante Alemán, cuyos aviones completamente pintados de rojo eran el terror del Frente Oriental.

    No iba a entrar en acción inmediatamente. Su mando inmediato, el Capitán Henry Joseph de Slade, del Escuadrón de Caza Spad 159, batallaba como si no le importaran las posibilidades en contra. Pero no iba a permitir que los novatos bajo su responsabilidad entraran en combate, hasta que no tuvieran una preparación suficiente.

    Este día, Savage había salido en su sexto vuelo, una patrulla al alba, para ir adquiriendo experiencia. Estaba malhumorado. Quizá porque era tiempo de Pascua y las Furias de la Guerra habían partido embravecidas durante un día, para celebrar el advenimiento de entre los muertos, del Príncipe de la Paz. O quizá era porque los hunos habían tenido grandes pérdidas durante la ofensiva, el caso es que aquel día los únicos enemigos visibles en el cielo, eran algunos aviones de observación, demasiado alejados para ir en su busca.

    El vuelo nocturno había sido completamente diferente. Al volver Savage de su misión matutina y estacionar su aparato, un Spad perteneciente a otra misión, había vuelto con su piloto gravemente herido. Al tomar tierra, había pasado junto a su avión y su máquina se había estrellado contra la de Doc. Ambos aparatos quedaron deshechos, aunque el infeliz piloto pudo sobrevivir. Los únicos aviones disponibles eran los Nieuport que habían sido enviados hacía muy poco, apresuradamente, para ir sustituyendo a los Spad que se perdían en combate o en accidentes. Los Spads solicitados no habían llegado todavía.

    A Savage no le había gustado nada lo que había ocurrido. Mantenía su propio aparato en una condición óptima y por sí mismo, mucho mejor que hubiera podido hacerlo cualquier mecánico. También se ocupaba de calibrar todos y cada uno de los proyectiles que debían dispararse desde sus ametralladoras. Cualquiera que no se ajustara exactamente a las especificaciones, era descartado inmediatamente. No quería que se le atascaran sus ametralladoras en el momento más inoportuno. O cuando fuera, por esta razón.

    Aún es más. No quería pasarse por alto aquella misión. Y de Slade, un hombre temerario, no entendería que lo hiciera. Precisamente, antes de subir a sus aviones, de Slade le arengó:

    —Teniente Savage, puede que esté listo, o no. Eso se habrá de ver. Pero ya ha llegado el momento de que se suelte. ¡Al ataque, mi pequeño! ¡Bougez les barbariens!

    Pudiera o no confiar en su aparato, Savage tuvo que unirse a la expedición de caza. El concepto abstracto del honor, se sobreponía al más concreto de lo práctico. Tras el despegue y una vez nivelado a los 1500 metros de altura, se fue familiarizando con las características del Nieuport. Era una buena máquina, aunque él prefería su Spad S.XIII. Además, su cara se le había casi congelado, mientras que sus piernas y la parte inferior de su pecho, estaban sudando copiosamente. El motor rotativo LeRhone, irradiaba un calor tremendo, que se colaba en la cabina del piloto y por si fuera poco, la lubricación del motor era a base de aceite de castor e inhalar los vapores del mismo, podía llevar a unas consecuencias altamente incómodas, muy desagradables y tremendamente embarazosas.

    Lejos, en el Oeste, se estaban formando un inmenso y redondo alto—cúmulo, que se anunciaba con toda una orquesta de terribles truenos. El cielo sobre aquella área, sin embargo, era una labor de retales formada por escurridizas nubes ligeras, mezcladas con otras de lo más grueso que se puede imaginar, aderezado con ocasionales claros inesperados entre todas ellas. Su vuelo transcurrió por encima de la mayoría de estas. Estaba alerta ante el enemigo que podía aparecer por encima, por debajo y, al abrirse las nubes, entre ellas.

    Entonces, mientras volaban sobre un claro entre las nubes, particularmente largo, de Slade agitó las alas de su aparato para atraer la atención del grupo. Señaló delante suyo y un poco más abajo. A Savage le costó algunos segundos el poder ver lo que su jefe les estaba señalando. Doce enormes biplanos de dos plazas en formación en V, acababan de salir de entre una nube. Parecían aparatos de reconocimiento del tipo Rumpler C.IV de gran radio de acción. Estaban aproximadamente a 3600 metros de altura.

    Por encima de estos a unos 4600 metros y saliendo de la misma nube, apareció su escolta, compuesta por una veintena de cazas Pfalz D.IIIa. Como los franceses estaban en el sol, posiblemente los alemanes no les habían visto.

    De Slade dio la señal de ataque e inmediatamente se lanzó en picado. Savage, con su corazón palpitando aceleradamente, fue tras él junto con los otros doce aparatos a la chasse. ¡Por fin! ¡Acción!


    III


    LOS FRANCESES estaban en clara minoría. No les importaba. El capitán les había ordenado cargar contra el enemigo. Sus frases proferidas frecuentemente, resonaban en la mente de Savage: —¡Audacia! ¡Siempre audacia! ¡La cautela es para los cobardes!



    De Slade pretendía de ellos que se aproximaran a toda velocidad, lanzaran unas cuantas ráfagas sobre cuantos bombarderos se les presentaran ante la vista y luego se largaran. La velocidad adquirida por el picado tremendo les permitiría eludir la persecución de los cazas de escolta.

    Tragó saliva repetidamente y forzó varios bostezos, pues el cambio de presión de aire había hecho que sus tímpanos estuvieran a punto de estallar como petardos. Fue entonces cuando los Rumplers, que tan pequeños se veían unos momentos antes, se hincharan hasta convertirse en unos aparatos tan enormes que podían verse detalles de su construcción y las caras de los pilotos y los ametralladores traseros. Todo esto quedó borrado cuando su campo de visión se redujo y sólo tuvo enfrente y por debajo, a un avión enemigo. En vez de aproximarse hasta el Rumpler, directamente desde un lado, se le acercó desde un ángulo. No importaba. Aunque disponía de muy poco tiempo para hacer fuego, pudo lanzar una larga ráfaga sobre la máquina, dirigida hacia la cabina delantera. Creyó ver una serie de orificios con la forma de un tres en raya sobre su aparato antes de disparar. No estaba muy seguro. Todo se movía a gran velocidad.

    Ya había advertido que el Rumpler iba cargado de bombas y que el tirador de ametralladora que estaba colocado en la parte posterior le tenía en su punto de mira, con el morro de su arma llameando. Entonces el Rumpler se inclinó hacia un lado, con su piloto muerto o herido. O simulándolo.

    Se volvió para mirar hacia atrás. Salía una gran humareda bajo la tapa del motor y estaba empezando a caer en barrena. El tirador de la ametralladora, ¡pobre diablo!, se quemaría hasta morir, posiblemente antes de que el aparato se estrellara. También el piloto, si es que tan sólo estaba herido.

    No tenía tiempo para entretenerse en tan encomiables pensamientos, que no hacían otra cosa que debilitar su moral. Tres Pfalz estaban en su cola, aunque todavía demasiado lejos como para poderle disparar.

    Dio otro rápido vistazo que le mostró el panorama general. Estaban cayendo fragmentos incendiados de un Rumpler que acababa de estallar. Alguien, quizá el propio de Slade, le había acertado con balas incendiarias en el tanque de combustible.

    El resto de los Rumplers, seguían en formación, dirigiéndose hacia dondequiera que fuese su destino. La mayor parte de los cazas germanos que habían abandonado su formación, habían decidido que no podían competir con los aparatos franceses y estaban volviendo a sus puestos.

    Pero él, seguía teniendo a los tres hunos pegados a su cola.

    Todos los aviones franceses iban en dirección sur.

    ¡No! ¡No todos! Uno de ellos se había girado y había tomado un recorrido que le llevaría a interceptar a los Rumplers, si se daba la prisa suficiente. Sólo de Slade era capaz de enfrentarse al enemigo, él solo.

    Tres de los boches le debían haber visto al volverse a mirar. Ahora estaban dando la vuelta para atacarle. Como estaban por encima de él algunos centenares de metros, no tenían más que dejarse caer en picado, uno detrás del otro y realizar sus pasadas.

    Savage deseó que de Slade tuviera el juicio suficiente para girar, efectuar un picado para ganar velocidad y largarse lo más rápidamente posible hacia las líneas francesas.

    Dio un vistazo a los restos ardientes y completamente destruidos de los Rumplers que estaban en tierra. Su carga de bombas había estallado al estrellarse.

    El capitán de los Spad seguía ascendiendo, en dirección al trío boche, que estaban ansiosos para enfrentarse en combate contra él. Y el maldito loco lo iba a aceptar.

    Savage musitó: — Bien, aquí viene otro.

    Siempre había respetado el dicho del ingenioso bufón Falstaff, personaje de la obra de Shakespeare: La discreción es la mejor parte del valor. O dicho de otra forma, cuando las posibilidades son contrarias, lo preferible es desaparecer. Puedes dedicarte a pelear otro día. Pero no podía huir ahora. No, cuando el loco francés estaba deseando enfrentarse a un enemigo que le sobrepasaba en relación de tres a uno.

    Seguro que de Slade estaba berreando ahora mismo su desafío.

    —¡Cochons! ¡Salauds! ¡Cons qui mangent la choucroute!

    Savage hizo deslizar su Nieuport, para salir del picado, dio un fuerte vaivén alrededor y empezó a ascender. Al mirar a su alrededor, vio que sus cuatro compañeros habían dejado de huir. Habían dado media vuelta y estaban ascendiendo.

    —¡Estamos todos locos!

    Los tres Pfalz se habían alineado ya. Pretendían disparar contra él, uno tras otro. Si fallaban o simplemente si sólo averiaban su aparato, volverían a dar la vuelta y de nuevo le atacarían.

    Mantuvo su aparato en ruta de colisión. El alemán que estaba en el aparato que iba en cabeza, era casi tan tozudo como él. Pero en lo que pareció que era el último segundo, su aparato ascendió y se ladeó a la izquierda del de Savage. Sus ametralladoras Spandau habían estado escupiendo fuego por sus bocas antes que Savage empezara a disparar con sus Vickers. Savage, hasta que hubo estimado la velocidad combinada de los dos aviones, en rumbo de colisión, no disparó. Entonces pasó del primer enemigo y se encaró directamente hacia el segundo de ellos.

    Este, levantó una de sus alas y se dejó caer sobre la ruta de Savage. El americano le dirigió al Pfalz una ráfaga corta, pero no le dio tiempo a verificar si le había acertado.

    El tercer avión disparó. Savage pudo ver las lenguas rojas de sus Spandau, arrojándose sobre él. Replicó con sus ametralladoras y el germano se lanzó en picado.

    Probablemente los tres enemigos estaban tan desencajados como se sentía él mismo y sudando con igual intensidad.

    Forzó con su Nieuport un giro de 270º para encararles nuevamente. Dos de ellos ya estaban girando y ascendiendo en su dirección.

    Lanzó un alarido como un Comanche preparando un golpe.

    Un Pfalz estaba abalanzándose en un ángulo extremo, contra el suelo. Su hélice había sido arrancada de cuajo. Eso dejó tan sólo a dos para enfrentarse con el americano, al que ellos creían francés. Uno estaba bastante cerca y llegó a estar casi a su nivel, llegando a señalarle con el dedo. El otro estaba ascendiendo, efectuando una amplia curva, para conseguir ubicarse detrás del Nieuport.

    Por encima de él, a su derecha, una luz roja anaranjada, destelló contra el azul del cielo. De Slade había conseguido una victoria, pero un Pfalz estaba intentando mejorar su posición, tras la cola del capitán. Los cuatro que estaban intentando llegar para rescatar a su capitán, aún estaban bastante alejados. Los Rumplers y sus escoltas estaban disminuyendo rápidamente como si fueran mosquitos.

    El vistazo de Savage, abarcó toda la perspectiva. Entonces tuvo tiempo para dedicarlo a la situación propia. Nuevamente estaba a punto de entrar en colisión contra el morro de otro Pfalz, a menos que uno de los dos pilotos perdiera los nervios y se apartara.

    Precisamente en el último segundo antes de chocar, fue Savage el que escapó. Algo le decía que el germano, habiendo fracasado al engañar a su enemigo en la primera ocasión, estaba determinado a chocar contra él. Savage elevó su aparato hacia la derecha. La embestida del Pfalz fracasó al pasar por debajo. Su corazonada había sido certera. El piloto había estado dispuesto a estrellarse contra él, de no haberse salido a tiempo de su trayectoria.

    Entonces Savage tuvo que restallar su Nieuport, como si se tratara de un látigo, para poder evitar al otro aparato. Se lanzó sobre él, disparándole desde la derecha. Pasó por encima, pero enseguida dio la vuelta. El piloto contrario había visto una buena oportunidad para pegarse a la cola de Savage.

    Savage, sin embargo, hizo una figura de medio looping hacia arriba, con su hélice a toda potencia. Se ladeó ligeramente, con el objetivo de lanzar una breve ráfaga contra su enemigo. Pero el germano también hizo lo mismo, antes que Savage le hubiera sobrepasado fugazmente.

    El americano miró atrás. Pudo ver dos agujeros en la tela del fuselaje, justo unas pocos centímetros detrás de la cabina del piloto. Posiblemente había otros que no podía ni ver.

    Durante los minutos que vinieron a continuación, hubo una feroz carrera para escurrirse, entre ellos, mientras el boche intentaba colocarse en su cola y él intentaba evitarlo, y al mismo tiempo, procuraba hacer lo mismo que el otro. Fue entonces, durante una de tantas maniobras, que consiguió tener al Pfalz bajo su punto de mira, pero sus dos ametralladoras se encasquillaron a la vez. Esto ocurría con muy poca frecuencia y no hubiera ocurrido nunca si hubiera tenido tiempo para calibrar su munición, antes de despegar.

    Savage no acostumbraba a renegar fácilmente. Había estado educado para comportarse y expresarse de manera distinta. Sin embargo, en esta oportunidad, aireó su frustración y rabia, con algunos improperios, aunque, eso sí, en francés y en italiano. Acabó con una escogida palabra en árabe.

    No tenía tiempo para intentar desatascar las ametralladoras. El enemigo estaba demasiado cerca. Huyó, elevándose para intentar llegar hasta una nube alejada. Si se podía alejar lo suficiente, podría intentar arreglar la avería. No sabía lo que podría hacer después. Quizá volver a la base. En realidad no tenía demasiado combustible para estar dando vueltas por ahí.

    Se sumergió en la nube, con sus perseguidores a solo ochocientos metros detrás suyo. Su aparato se opuso a las corrientes de aire asesinas que circulaban dentro del nubarrón y rodó violentamente por causa de las mismas. No podía ver nada, más allá de su nariz. A pesar de ello, se levantó de su cabina, puso los mandos en punto muerto y pulsó las culatas de las ametralladoras. Luego, en medio de la oscuridad, martilleó las palancas con un pequeño mazo de madera. Volvió a sentarse cuando creyó que estaban desatascadas. Una ráfaga corta le confirmó que, de momento, volvían a funcionar. Pero estaba completamente perdido. Ignoraba dónde estaba y en qué dirección estaba volando.

    Fue entonces cuando los acontecimientos que siguieron le condujeron hasta el bosque.

    AHORA, SENTADO bajo el saliente tras la cortina de agua que estaba cayendo, se preguntó qué le había hecho atacar a los globos. Ciertamente que no fue prudente. Y tampoco, como en él era habitual, había considerado fríamente la situación, antes de actuar. Había algo que le había hecho actuar de manera más que ligeramente irracional. Posiblemente se vió afectado por la loca ansiedad de Slade por enfrentarse con el enemigo. O puede que simplemente se viera arrastrado por el frenesí del combate, en sí mismo.

    Cualquiera que fuera la razón, debería controlarse en el futuro a sí mismo, al cien por cien. La intensa educación, tan exclusiva, a sus dieciséis años, pensó, debía haberle proporcionado más autodisciplina y sentido común, que la que el resto de la gente pudiera recibir en toda su vida. Los hechos demostraron que estaba equivocado.

    Podía darse por muy afortunado de haberlo descubierto. Un hombre no podía depender sólo de su suerte.

    ¿Qué le habría dicho y cómo se habría sentido su padre, el Doctor Clark Savage, Senior, de haberle visto hoy en estas condiciones? En aquellos momentos, su padre estaba explorando en el interior del Brasil e ignoraba que su único hijo se había enrolado en la Fuerza Aérea. No es que, de haberlo sabido, le hubiera prohibido presentarse como voluntario. Tras haber cumplido los catorce años, su padre jamás le mandó hacer nada, siempre se limitó solamente a aconsejar a Clark.

    Probablemente se hubiera sentido orgulloso de que su hijo, aunque fuera hijo único, se hubiera alistado. No hay duda que se hubiera también sentido muy preocupado. Sin embargo y aunque quería mucho a su hijo, era, en ciertos aspectos, más bien objetivo y totalmente científico. También le habría interesado enormemente cómo se habría desenvuelto su hijo como un soldado perdido en territorio enemigo. Una parte del entrenamiento recibido desde su infancia había consistido precisamente en la preparación para situaciones como esta.

    E incluso se hubiera regocijado de la hazaña de su hijo al destruir cuatro aviones alemanes en un día. También habría sentido mucho que hubieran tenido que morir varias personas, aunque estas estuvieran intentando matar a su hijo.

    Incluso Clark sentía algún tipo de remordimientos, pero no demasiado acentuados.

    La lluvia había parado y la pequeña catarata de agua que caía delante de él, se había convertido en un goteo. El viento no había disminuido. El retumbar de los truenos era cada vez mayor. Cojeando, salió de bajo el saliente y se puso a gatas llegando hasta el borde del riachuelo, recogiendo algo de agua en sus guantes. No olía a aguas residuales y parecía potable, pese a su sabor a barro. Confió en que no estuviera contaminada de fiebre tifoidea.

    Una vez saciada su sed, subió de nuevo la cuesta y se arrodilló para mirar por sobre el borde de la misma. Los rayos parecían una manada de negros canguros gigantescos saltando y relampagueando con sus retorcidas patas hacia él. Las nubes eran tan oscuras que habían convertido el día casi en noche. A unos veinte metros de donde se encontraba, se acababa el bosque. Más allá, se extendía un amplio campo cubierto de hierbajos resecos. Al otro lado, bastante cercanos, parecía que hubieran uno o dos edificios.

    Permaneció dentro de la línea del arbolado, mientras caminaba en dirección a los edificios. Cuando hubo bordeado por completo la linde del bosque, estaba ya lo bastante cerca como para poder ver que los edificios eran una granja de dos plantas, edificada en piedra y un enorme granero de madera. Los dos estaban oscuros y no había señal alguna de que hubiera en ellos vida humana o animal. En aquellos momentos, los relámpagos formaban docenas de puentes de luz y tumulto entre el cielo y la tierra. Con lo que estaba ocurriendo y el fragor de la fuerte tronada, no podía ser oído. Pero, caso de haber alguien en la casa, sí que podían ver a Savage a la luz de los relámpagos.

    Corrió como pudo a travesando el campo de hierbajos. Su pierna derecha estaba algo mejor, aunque la contusión le seguía haciendo daño. Se detuvo al lado de la ventana. Estaba rota y la lluvia penetraba en el interior de la casa. A pesar de esto y de la impresión de que la casa estaba desierta, permaneció alerta. Rodeó la casa por completo, mirando a través de cada ventana. También se fijó en el suelo, por si hubiera huellas. No había ninguna, pero alguien podría haber entrado en la casa recientemente pasando sobre las losas de piedra de la entrada delantera. La lluvia habría limpiado el barro que hubiera podido quedar adherido sobre las piedras.

    Tras su inspección, abrió la puerta delantera, que no estaba cerrada con llave. Sus bisagras rechinaron, pero se abrió lentamente. No pensó que si había alguien dentro, podría oír cómo se abría la puerta. Pero el estruendo de los rayos y truenos, era demasiado grande.

    Los intermitentes ramalazos de luz, le mostraron una habitación desnuda de mobiliario, aunque no de basura. Un juguete, un modelo del 1913 del coche turismo De Dion Bouton, al que le faltaba una rueda delantera, estaba en un lado, junto a la base de la pared. Viejos periódicos y algunos libros, estaban tirados por allí cerca.

    El cuarto olía a humedad y a moho. Se dirigió lentamente hacia la puerta de acceso del cuarto de al lado y se detuvo. Percibió un olor débil, que parecía provenir del humo de un cigarrillo. Miró atentamente la puerta. La pálida luz del día, más la luz de los relámpagos le mostró que el cuarto estaba vacío. Pero el olor de humo era ahora más intenso. Y a través del fragor de la tormenta pudo oír tenuemente unas voces.

    Tras preparar su revólver, atravesó la habitación, deslizando con cuidado sus pies por el suelo. Este, era de madera, señal que sus propietarios fueron bastante más prósperos que muchos granjeros, que habitualmente tenían en sus viviendas los suelos de tierra. Crujió un poco, pero el sonido fue tan leve que estaba seguro que nadie más que él lo pudo oír. El humo del cigarrillo era más denso, cuanto más se acercaba a la puerta siguiente.

    Cuando llegó junto al mismo quicio de la misma, pudo escuchar entre el ruido de la tormenta, dos voces masculinas. Claro que, podía haber más personas dentro de la habitación. Para entonces, los truenos y relámpagos estaban alejándose hacia el sureste, aunque todavía pasaría un buen rato antes que desaparecieran por completo. Escuchando con mucha atención, se convenció que las dos personas estaban hablando en inglés americano corriente, si bien no el que se habla en los círculos de gente educada.

    Mientras escudriñaba disimuladamente, siguió vigilando por detrás suyo. Existía la posibilidad, aunque remota, que alguien más pudiera introducirse en la casa. Tampoco olvidó que los germanos debían estarle buscando a pesar del mal tiempo reinante.

    Uno de los hombres tenía una voz chillona y estridente, parecida a la de un ratón atrapado en una lata metálica de conservas. Una vez oída, pensó Doc, era una voz inolvidable. Su propietario estaba quejándose porque estaba hambriento. Su estómago, afirmaba, se le estaba subiendo por la columna vertebral, en busca de comida.

    —¿Es que no piensas en otra cosa en el mundo, que no sea llenar la boca y perseguir faldas? —le contestó el otro hombre.

    Su voz de barítono era autoritaria y muy despreciativa.

    —Seguramente el granero está lleno de ratas — replicó la voz chillona y estridente — Podríamos agarrar alguna fácilmente. Como tú eres como un gran queso, no tendrías más que ponerte en el medio de la sala, haciendo de cebo y yo les atizaría un golpe en cuanto se te echaran encima.
    —¡Queso! —dijo el de la voz de barítono —¡Queso! ¿Puedes dejar de parlotear como un chimpancé mendigando plátanos? ¡Queso! ¡Deja ya de mencionar cosas de comer!
    —Las ratas no son tan malas — insistió el de la voz chillona —¡Te apuesto lo que quieras a que no tienen un sabor diferente al de las ardillas y la carne de las ardillas es buena! ¿Qué te parece si nos acercamos al granero y cazamos algunas?
    —¡Queso!
    —Sería estupendo tener un poco de jamón para acompañar al queso.
    —¡Jamón! ¡No te atrevas a volver a mencionar esa palabra de nuevo! ¡Puedo correrte a patadas desde aquí hasta Berlín!

    El otro rompió a reír.

    El barítono exclamó:

    —¡Tu, especie de retroceso al hombre de Piltdown! ¡O sería mejor que hubiera dicho hombre de Peldown, por lo peludo que eres! ¡Maldita sea, me causas una gran irritación!
    —¡Oh, ha, ha, ha, ha!
    —Algún día voy a tener el inmenso placer de echarte dentro de una pocilga para que se te coman los puercos y luego comerme los que se te hayan comido a ti. A menos que fueran puercos de buen gusto y no te hubieran podido ni tragar.

    Savage se quedó escuchándoles, mientras pensaba que debía de hacer. Los hombres debían ser prisioneros de guerra evadidos o habían quedado descolgados de sus propias unidades cuando los germanos invadieron aquella zona. De cualquier forma, se estaban escondiendo de los boches. Pero no había fuerzas americanas por allí cerca, ni las había habido anteriormente. ¿Qué estarían haciendo por allí un par de yanquis?

    En cualquier caso, eran americanos y estaban aquí. A lo mejor eran aviadores que se habían alistado con los franceses, como miembros de la Escuadrilla Lafayette.

    Podía darse a conocer y entre los tres intentar atravesar las líneas alemanas juntos. Por otro lado, es sabido que viaja más deprisa el que viaja solo. Desconocía la categoría de aquellos hombres. Entre los tres podrían formar un equipo excelente o aquellos dos podían estorbarle. Realmente sonaban como algo pendencieros. Y, por otra parte, ¿si estaban tan hambrientos, por qué no estaban en el granero en aquellos momentos, cazando ratas? La idea del hombre de la voz chillona era práctica. Además, tenía razón en lo referente al sabor de las ratas. Savage había comido las suficientes como para poder afirmarlo. En más de una oportunidad, había sido lo único que había tenido para llevarse a la boca, excepto los insectos, cuando lo habían enviado a algún curso de supervivencia, por encargo de su padre. Sin embargo, se las tendrían que comer crudas. Era demasiado peligroso encender un fuego, pues posiblemente esto atraería la atención de los alemanes, que les debían estar buscando.

    Supuso que aquellos hombres no debían haber sido entrenados como él, a comer carne cruda, todavía caliente y sangrienta. Pero si estaban tan hambrientos, lo harían con toda seguridad.

    Ya para entonces había decidido que no sería honesto abandonar a dos soldados compañeros dando bandazos por ahí. Por lo menos, debía hablar con ellos y averiguar si necesitaban que les ayudara.


    IV


    PUSO EL revólver en su cartuchera, dejando la correa suelta y entró en la habitación. El aire del interior era espeso y apestaba a tabaco francés, del barato.



    Ambos estaban sentados en el suelo, fumando, con sus amplios capotes junto a ellos y con la espalda contra la pared, uno a cada lado de la ventana. Jamás había visto a nadie tomado por sorpresa, que reaccionara con tanta rapidez. No se quedaron quietos ni una fracción de segundo y se levantaron, quedando agachados y dispuestos a pelear. Sin embargo, no tenían armas y vieron que él llevaba un revólver y la empuñadura del cuchillo que sobresalía por la raja de la pernera de su pantalón.

    —Tranquilos. —les calmó— Soy americano y los alemanes también están buscándome.

    Sus cigarrillos se habían caído al suelo. Ambos se acabaron de inclinar, muy lentamente, para recogerlos. El barítono se quejó: — Me has asustado. Si no fuera por que mis intestinos están completamente vacíos, se me habrían vaciado ahora de golpe.

    El de la voz chillona gruñó y luego dijo: — ¿Qué significa esto?

    El barítono sonrió y haciendo un gesto con su pulgar, señaló su colega, explicando: — Este es el que tiene la cabeza vacía.

    —Pero tengo el corazón puro. —replicó el de la voz chillona — Cosa que él jamás podrá alegar. Es abogado.

    El barítono llevaba el uniforme de Oficial de la Legión Extranjera Francesa; sus distintivos eran los correspondientes al grado de teniente coronel. Tenía una altura de casi un metro ochenta, era esbelto y tenía un pelo negro liso, ojos oscuros y labios grandes y delgados. A pesar de su nariz algo aguileña, o quizá por esta misma razón, tenía un aspecto de una gran elegancia. Podría tener unos treinta años, pero al igual que todos los soldados que estaban en primera línea, tenía unas profundas ojeras de fatiga alrededor de sus ojos y sus líneas faciales, que sólo la guerra provocaba.

    Savage sabía que este hombre tenía que ser un líder destacado así como también ostentar un notable historial de combate. Muy pocos extranjeros conseguían alcanzar un rango tan alto en la Legión.

    El otro individuo habría provocado sorpresa en la gente que le hubiera visto por primera vez. Llevaba el uniforme de combate de los Estados Unidos, ropa que le debía haber hecho a medida algún sastre, pues las prendas de tallas normales no le hubieran ido bien. Llevaba el águila de plata de Teniente Coronel. Los rifles cruzados de sus solapas, indicaban que pertenecía a la infantería. Cómo era posible que le hubieran admitido en el cuerpo militar, era algo que Savage no comprendía. No llegaba ni a un metro sesenta, si es que llegaba. Sus espaldas parecían poder competir con la anchura de la cornamenta de un bisonte. Si aquel cuerpo rechoncho no alcanzaba 120 kilos de peso, por lo menos, es que Savage no sabía calcular.

    Las piernas del de la voz chillona estaban combadas y eran increíblemente cortas en comparación con el tamaño del tronco. Sus brazos eran monstruosamente largos y los dorsos de sus manos, que sobresalían de las mangas, estaban cubiertos por una gruesa y espesa mata de pelos rojos como el óxido. La barba crecida de algunos días era muy poblada y ligeramente más rojiza aún que el vello de las manos.

    ¡Aquella cara! Savage pensó por un momento en la reconstrucción de la cabeza de un hombre fósil descubierto en 1856 en el Valle de Neander, en Alemania. Aunque el cráneo era algo más pequeño, su frente se inclinaba hacia atrás. Las protuberancias sobre sus ojos eran enormes, aunque no llegaban a juntarse. Su nariz era grande pero muy ancha. Sin embargo, sus mandíbulas eran rectas, tanto la superior como la inferior y su barbilla era normal y bien desarrollada. Sus pómulos eran mayores que las de los indios americanos.

    Tenía unos ojos muy claros, seguramente de color azul muy tenue, aunque Savage, debido a la escasa luz del cuarto, no lo hubiera podido afirmar. Parecía tener la misma edad que su compañero.

    Teniendo en cuenta lo dicho anteriormente, un profano pensaría que este tipo era como un mono. Incluso Savage, que desde temprana edad había recibido una instrucción avanzada en antropología, podía advertir las semejanzas simiescas. Pero, a decir verdad, eran bastante superficiales.

    Savage pensó que, de pequeño, debían haberse reído de él y le habían martirizado sicológicamente. Pero daba la impresión de haber sido siempre capaz de cuidarse de sí mismo.

    — Eres un tipo grandote, muchacho. —observó el hombre simiesco— Y muy bien parecido, si te gustan del estilo de Gibson. Apuesto a que eres un Don Juan, ¿a qué sí? Aunque tengas unos ojos muy particulares.
    — Siempre buscando pelea, especialmente cuando se trata de hombres mejor parecidos que él, lo que incluye a todo el mundo — refunfuñó el barítono — ¿Quién eres tú, número, rango y número de serie, y cómo demonios has venido a parar aquí? ¿Eres un aviador, verdad?

    Savage abrió la boca para identificarse e inmediatamente la volvió a cerrar. A través de la ventana había visto llegar a un número de hombres con cascos de color gris carbón y grandes capotes del mismo color, portando rifles en sus manos. Habían salido de la arboleda que había a menos de cincuenta metros más allá, hacia el este.

    Señalando hacia la ventana, les avisó:

    —¡La partida de caza ya está aquí!

    Los dos tipos se volvieron. El barítono gritó:

    —¡Gran Scott!
    —¡Scott no, larguémonos! —aulló el hombre simiesco— ¡Vamoose!¡Raus mitten! ¡Mueve tu trasero! ¡Pies para qué os quiero! ¡Vite! ¡Schnell! ¡Rápido! ¡Esfúmate! ¡Desaparece!
    —Te has dejado a los del “23 Skidoo” — le mencionó el barítono.
    —Eso ya estaba pasado de moda cuando yo era niño. —bramó el hombre de aspecto simiesco— Eres viejo, Padre Guillermo.

    Mientras intercambiaban todas estas frases habían ido recogiendo y poniéndose sus enormes capotes. Parecían cautelosos aunque no atemorizados. Un par de tipos con sangre fría, pensó Savage. Atravesó la casa mucho más rápidamente que lo hizo una hora antes. El dolor de la contusión de su pantorrilla le hizo cojear, aunque no excesivamente. Miró a través de las ventanas de todas las habitaciones. Estaban llegando tropas también desde la parte norte, pero no venía nadie, por el momento, del sur ni del oeste. Lo cual no quería decir que no pudieran venir de un momento a otro, también desde allí.

    —El mejor camino y el más cercano, es el del Oeste. — les informó tras su inspección.

    No se produjo la cortés rutina de: Ud. primero Gastón, no, faltaría más, Ud. primero, Alfonso. Salieron corriendo delante de Savage hacia la ventana de la habitación que miraba hacia el oeste y se subieron a la misma, pues ya Savage la había dejado abierta en su inspección previa. Savage la atravesó con rapidez y los alcanzó antes de que hubieran podido correr una docena de metros, a pesar de que no podía desarrollar toda su velocidad, debido al golpe de la pantorrilla.

    Al sobrepasarles, les saludó:

    —¡Buena suerte! ¡La vais a necesitar!
    —¡Lo que yo necesito es una ametralladora! —se quejó el hombre que parecía un mono, que, a pesar de ser tan corto de piernas, iba por delante del tipo de la Legión.
    —¡Mira al muchacho cómo corre! — observó el legionario — ¡Con un traje de vuelo y parece que esté volando realmente! ¡Es como si fuera un avión con piernas!
    — ¡Guarda tu aliento! — le recomendó el hombre que parecía un mono — ¿No se comporta exactamente como un leguleyo que es? ¡Siempre hablando, no sabe nunca cuando debe mantener su boca cerrada!

    Luego, Savage se alejó hasta quedar fuera del alcance de sus oídos. Tan pronto como llegó al bosque, con el deseo de que tuviera un espeso follaje, se detuvo. Resguardado tras un árbol, observó la situación. Aquel par estaban a unos treinta metros de donde él se encontraba. Entonces, el legionario se escurrió en el barro y se le aplastó la cara contra el mismo.

    El otro sujeto le gritó:

    —¡Fuera! ¡Te puedes ir a las duchas!

    Por un momento, Savage no supo lo que quería decir. Entonces pensó: “Claro, se trata de la jerga del base—ball”. El hombre simiesco patinó sobre sus pies sobre el barro, para detenerse y ayudar a levantarse a su compañero. Pero entonces, el hombre simiesco se escurrió y fue a clavar su cara en el fango. El legionario se volvió entonces y ayudó a su amigo.

    Mientras tanto, los soldados que venían desde el norte, vieron a los fugitivos. Un oficial les gritó que se detuvieran y que se rindieran. Unos segundos más tarde, dio una orden y sus hombres empezaron a disparar.

    Los dos siguieron corriendo y se zambulleron en cuanto llegaron a la primera línea de los árboles. Las balas se estrellaban contra los troncos de los árboles y aullaban al pasar junto a los oídos de Savage.

    Ahora, los soldados que venían del este, empezaron a rodear la casa y se dirigían hacia donde estaban escondidos. No era más que un escondite muy provisional.

    Los dos americanos, llenos de barro, se volvieron a poner en pie y corrieron agachados hasta donde se encontraba Savage. Estaban resoplando como locomotoras.

    —¡Démosle una paliza de la que no se puedan olvidar nunca! — aulló el hombre mono. Su voz profunda contrastaba sorprendentemente con la voz que usaba normalmente para hablar. Es como si su garganta tuviera unas bisagras para cambiar la voz.
    —¿Sólo por que has recuperado el aliento? —le recriminó el barítono— ¡No viejo ciervo acorralado, no pelearemos! ¿Con qué íbamos a hacerlo? ¡Correrás como el mono que eres: con el culo desnudo!
    —No soy el único que está resoplando como un dinosaurio en celo. —le replicó el otro— Puedo correr más deprisa que tú cualquier día o cualquier noche, beberme tres cervezas y hacer una siesta, antes de que me puedas alcanzar.
    —¡Entonces, será mejor que eches a correr como el diablo! ¡Si llegas antes que yo al infierno, dile al diablo que le daré un informe sobre tu carácter!

    Inclinándose hacia delante, los tres corrieron, tropezando y cayendo aquí y allá sobre el terreno escabroso. Había colinas y hondonadas, algunas altas, otras profundas, riachuelos, caídas repentinas, árboles caídos o riscos sobresalientes a los que había que subir, bajar, rodearles, por encima o por debajo. Savage se detuvo cuando las balas dejaron de pegar contra los árboles de alrededor. Estaba sudando a mares. Se sacó la ropa de vuelo e hizo un atado con ella. Sus amigos también se detuvieron para apoyarse en unos árboles. Estaban respirando con dificultad, jadeando y sin resuello. Cuando empezaron a sufrir el vendaval y su fuerza les echó atrás, se pusieron de nuevo sus capotes.

    —Veo que cojeas un poco. — le comentó el barítono— Eso debe ser lo único que te retrasa.
    —No, lo que ocurre es que no quiero abandonaros, —aclaró Savage.

    El barítono se echó a reír, a la vez que decía: — ¿Qué te parece esto, Coronel? Este pollo inexperto, este crío, nos ha tomado a nosotros, que somos dos viejos cascarrabias, bajo la protección de su ala.

    — Bueno, no sé, Coronel. — reflexionó el de la voz chillona — Es cierto que no es más que un teniente y un proyecto de aviador, por el momento. Y también que tiene unos curiosos ojos como nunca antes había visto. Pero es un muchacho grandote y además, tiene una pistola y un cuchillo. Creo que podríamos valernos de su ayuda.

    Savage estaba a punto de presentarse y preguntarles, a la vez, por sus nombres, cuando empezaron a llegar disparos desde el este. Un momento después, se oyó el disparo de un rifle y una bala pasó silbando sobre sus cabezas. Luego, los rifles se convirtieron en un coro y tanto él como sus compañeros, tuvieron que pegarse al suelo.

    —Será mejor que nos vayamos de aquí, antes de que nos rodeen — sugirió Savage.
    —Enséñale a tu abuela cómo se chupan los huevos —se burló el de la voz chillona— Naturalmente, nosotros ya lo sabemos. Vente para acá. Dame tu pistola. A lo mejor puedo pegarles un tiro a unos cuantos y hacer que les cueste más cazarnos.
    —Será mejor guardar la pistola para dar una sorpresa. —sugirió Savage— Disparar ahora, no sería más que un despilfarro de munición. Además, si les disparo, nos ejecutarán si nos detienen.
    —¡Hey, que soy un Teniente Coronel! ¡Te estoy dando una orden directamente! — chilló el de la voz aniñada.

    Savage, ni contestó, ni le dio el revólver.

    —¡Insubordinación! ¡Podría hacer que te fusilaran! —pero estaba sonriendo al hablar, mostrando unos dientes que parecían ladrillos blancos ligeramente amarilleados.
    —El muchacho tiene buen juicio. —opinó el otro hombre— No sé cómo, pero sabe que eres incapaz de darle al rascacielos Woolworth con una escopeta.
    —Me voy de aquí. — comentó Savage — ¿Vais a venir conmigo o vais a quedaros fustigándoos el uno al otro?

    Empezó a avanzar agachado hacia el riachuelo que había al fondo de la pendiente. Al llegar a una zona donde los árboles estaban creciendo muy juntos, se puso de pie y corrió hacia el arroyo. Sin dirigir la vista atrás, se metió dentro del agua, hasta las rodillas y fue dando zancadas contra la helada corriente. Un momento después, oyó un chapoteo detrás de él. Entonces miró a sus espaldas y vio al par de antes, que estaban haciendo aspavientos. Evidentemente estaban conmocionados por la intensa frialdad del agua.

    Unos pocos metros corriente arriba, el arroyo se curvaba. Una vez sobrepasado aquel punto, los tres quedarían fuera del alcance de la vista de los alemanes cuando estos llegaran al margen del riachuelo, lo que no tardarían en hacer. No sabrían si los refugiados se habían ido hacia el este o hacia el oeste. Tendrían que partirse en dos grupos para poderles seguir en ambas direcciones. Así y todo, los fugitivos necesitaban alcanzar los bosques antes que los soldados llegaran a rodear la curva.

    Savage tomó la orilla del norte pues vio que algunos riscos de piedra arenisca sobresalían en la lejanía, por encima de los árboles desnudos. Posiblemente habría en ellos algún agujero, alguna covacha donde poderse ocultar. Acababa de colocarse detrás de un árbol, para esperar a los otros dos, cuando se empezó a oír gritar a varios hombres y se oyeron los disparos de los rifles.

    El barítono cayó de cara dentro del agua.

    El hombre simiesco aulló:

    —¡Ham! ¡Oh Dios mío, te han dado!


    V


    LOS SOLDADOS de grises uniformes que habían aparecido tras rodear la curva, estaban de pie, hundidos hasta los tobillos de sus botas en medio del barro de la orilla norte. Habían dejado de disparar, pero estaban gritándoles a los dos hombres que se rindieran.



    El llamado Ham estaba siendo ayudado a salir del agua, por su compañero. A pesar de los insultos y discusiones entre ellos, parecían ser amigos. Se había percibido un tono agónico en el grito que había dado el hombre de aspecto simiesco. Savage vio fluir la sangre del cuerpo fláccido de Ham y cómo se mezclaba con el agua fangosa. Entonces, el jovencísimo aviador, corrió agachándose lo que pudo hasta llegar a una maraña de árboles caídos. No podía hacer nada para ayudar a los coroneles. Ahora sólo cabía el sálvese quien pueda.

    Y es precisamente lo que hizo. Al anochecer había conseguido mantenerse por delante de la vista de los perseguidores, e incluso del alcance de su oído. Se había visto obligado a ir realizando un zig zag en su camino y siguiendo, en general, una dirección hacia el noroeste. Esto le alejaba de la línea del frente y le adentraba en el territorio en poder del enemigo. Si se mantenía en esa dirección, volvería eventualmente a estar muy cerca de las trincheras. Estas formaban una gran curva en dirección al norte, constituyendo allí el verdadero Frente del Este.

    Las diferentes ideas para escapar y las rutas a seguir, desfilaron ante los ojos de su mente como regimientos en plan de inspección. Ninguna pudo sobrepasar el examen. La que parecía mejor era la de robar un aeroplano de una base aérea alemana y salir disparado como el demonio, hasta casa.

    Mucho más fácil de decir que de llevar a la práctica.

    No carecía de confianza en sí mismo. Si alguien lo podía hacer, él también podía hacerlo. Pero también era realista en cuanto a cualquiera de las cosas que planeaba. Tendría que sobrepasar la vigilancia de muchos guardianes, llegar hasta un avión que ya estuviera con los motores en marcha y listo para despegar, dominar y deshacerse del piloto, conseguir abandonar el campo de aviación, antes de ser abatido, conseguir escapar sin ser derribado por las ametralladoras defensivas, correr más deprisa que los perseguidores que le saldrían en el aire... etc. etc.

    Por lo menos, podría acercarse hasta un aeródromo, observarlo y evaluar sus posibilidades. Si podía encontrar alguno, claro.

    Ninguno de los que pudiera haber por aquella zona sería permanente. Cambiaban de un sitio para el otro, según el frente se expandiera o se retrajera. Había memorizado las características generales de toda aquella comarca, gracias a los mapas aéreos y a los informes de la Inteligencia Francesa a los que había tenido acceso. La última información había situado el campo más próximo para aviones de caza germanos, al norte de Noyon y cerca del canal del Norte. Probablemente seguiría en el mismo sitio, pues los exhaustos y fatigados alemanes habían sido detenidos por los exhaustos y fatigados franceses. Por el momento, reinaba la apatía.

    Tomó una pequeña brújula de bolsillo de sus pantalones y verificó su camino bajo la que ya era, la última luz del día. Tras haberse puesto su traje de vuelo por causa del frío intenso que estaba arreciando, caminó con dificultad por los bosques. Iba muy despacio, pues no se atrevía a mostrar ninguna luz y la verdad, es que tampoco disponía de ninguna luz que utilizar. Podía usar sus fósforos, pero pronto se le acabarían.

    Su pierna derecha volvía a dolerle como unas horas antes y su cojera iba de mal en peor. Por fin, tomó la determinación de que sería preferible descansar unas pocas horas.

    Encontró un hueco poco profundo en una roca caliza sobresaliente, se sentó sobre la misma y se permitió el breve éxtasis de una barrita de chocolate dulce. Su estómago rugió como un hambriento león enjaulado al que le hubieran echado una hamburguesa, cuando lo que su estómago requería era la vaca entera.

    Se despertó a las 02.12 de la madrugada, si la esfera luminosa de su reloj de pulsera no mentía. Volvía a llover y estaba todo tan oscuro como si se encontrara en el interior de una nube negra. Pensó que sería mejor dormir hasta el alba y así lo hizo. Por la noche, las barras de chocolate se le habían acabado ya, y estaba en el borde de un bosque que daba a una enorme pradera. Las únicas criaturas vivientes que tenía a la vista, eran vacas y algunos pájaros. Al final de la pradera había una escarpada colina en cuya cima estaban las ruinas de algunos edificios de piedra o ladrillos. Había sido el paso del tiempo, sin embargo y no la guerra, por lo menos no esta guerra, lo que había ido destruyendo las diversas partes de los edificios.

    Pudo ver un camino bordeado de álamos a unos cientos de metros más allá del extremo oeste de la pradera. Se sacó sus pesadas ropas de vuelo, las enrolló haciendo con ellas un hatillo que sujetó con un trozo de cordel que llevaba en uno de los enormes bolsillos de su traje y se colgó el paquete a sus espaldas, pasando un trozo del cordel por su cuello, para sujetarlo.

    Una hora después, tras haber rodeado cautelosamente la pradera, ya había alcanzado, tras muchas subidas y bajadas, la parte más alta de la colina formada por piedra caliza bastante agreste, por la parte de ésta, que daba al este. Pasó por un camino que había en un contrafuerte de piedra, llegando a una especie de patio.

    Hasta aquel momento no había habido señal de que hubiera más vida que una lechuza ululando en el edificio más próximo. Imaginó que aquel lugar debía ser un castillo o un monasterio abandonados. Entonces, actuaron los contactos de su memoria y aparecieron diáfanos en su cerebro, como a través de un teletipo, los mapas que había estudiado.

    Se trataba de la morada de alguna oscura orden de monjes católicos. ¿Serían Los Hermanos de la Pobreza Penosa? ¿O los Frailes de la Ruina Abismal? No, pero sin embargo, algo parecido a esto.

    El área en que se hallaba, debía corresponder a una parte sin reparar. Su laborioso acercamiento desde la cuesta del este, le había impedido ver la parte norte de las estructuras, que debía ser donde habitaban los monjes, a no ser que la ocupación alemana les hubiera obligado a alejarse de la zona. Y por allí debía haber un camino que llevara, desde la carretera de los álamos, hasta la parte alta de la colina.

    Desplazándose en silencio y con muchas precauciones, entró en el edificio. A su derecha, el agua escurría débilmente desde una entrada. No era más ancha que sus espaldas. Entró y subió chapoteando por una sólida escalera de caracol de piedra y muy estrecha. Cuando llegó al final de la misma, se encontró en la habitación superior de un torreón. Parte del techo y de las paredes del mismo, habían desaparecido y varios bloques de piedra, así como láminas rotas de pizarra de la techumbre, estaban desparramados por el suelo.

    El cielo lóbrego y la espesa lluvia proporcionaban una visibilidad muy escasa. Savage levantó su cabeza un poco, sólo lo suficiente para poder observar la parte norte de la muralla. Allá abajo había algunos edificios que habían sido más o menos restaurados. Sobre el tejado de dos de los mismos, había unos centinelas alemanes haciendo guardia. Una vista parcial del patio, le mostró unos diez automóviles aparcados allí, unos cuantos centinelas más y un grupo de oficiales con cascos acabados en pincho. Los vehículos habían accedido pasando bajo el arco de una entrada, por la que transcurría un camino lleno de curvas, cubierto de gravilla de piedras blancas, manchadas de aceite y con huellas embarradas. Aquel lugar debía haber sido incautado para establecer el Cuartel General del Ejército Alemán.

    Dos inmensos coches turismo estaban subiendo por el camino. Circularon por el patio mientras los centinelas prestaban una atención envarada. Un chofer soldado, salió del primer coche y abrió la puerta trasera izquierda.

    El primero en salir fue un oficial muy alto, con un casco acabado en pincho y un gran capote. Si los cigarros puros eran pequeños dirigibles, el que había en su boca era de la clase Zeppelín. Tenía una nariz larga y aguileña. Bajo la misma tenía un gran bigote negro, espeso y con las puntas curvadas hacia arriba. Lucía un monóculo encajado en la órbita del ojo izquierdo. Alzó una mano enguantada y ayudó a una mujer de un cabello rubio ceniza, a salir de la limusina. Llevaba un abrigo de piel blanca, que le llegaba a los tobillos, botas de cuero blancas y un gorrito estilo ruso, también de piel blanca. Estaba fumando un cigarrillo carmesí, encajado en el extremo de una exageradamente larga y extravagante boquilla. Su boca era escarlata y sus ojos estaban intensamente sombreados con maquillaje.

    Una auténtica femme fatale, pensó Savage.

    Del segundo vehículo salieron dos sirvientes masculinos, uno de ellos por lo menos tendría dos metros y algunos centímetros de altura y era una especie de oso Kodiak, un hombre además, inmensamente barbudo, y también dos mujeres que, obviamente, eran doncellas de la rubia. Los hombres iban vestidos con trajes rusos de paisano. Estos empezaron a descargar infinidad de bultos de equipaje del coche, posiblemente el vestuario de la mujer de blanco.

    Los oficiales que habían estado esperando en el patio, condujeron al oficial recién llegado y a su damisela hasta el edificio. Los sirvientes, con la ayuda de tres soldados, cargaron con las maletas y los bultos, entrándolos por otra puerta.

    Una gran reunión, pensó Savage. Y aquél oficial, debe ser uno de los de más alto rango si se le permite llevar a su esposa o a su amiga o lo que sea, a la zona de guerra.

    En aquellos momentos decidió que debía intentar escuchar lo que se dijera en aquella reunión. Entonces se recordó a sí mismo que tan sólo ayer se había reprendido por haber estado haciéndose demasiado el héroe. Y también que se había comprometido a no dejar abandonado su buen sentido, por un excesivo entusiasmo.

    A pesar de ello, sabía que iba a hacer lo posible por escuchar disimuladamente lo que se dijera en aquella reunión, sin importar lo peligroso o difícil que ello fuere. Era su deber, aunque ello pudiera significar una decisión suicida al ponerlo en práctica. Por lo menos, confió en que lo podría hacer. Después de todo lo ocurrido ayer, no estaba muy seguro de conocerse tan bien como se había creído hasta entonces. Y debía haber consumido toda su buena suerte ayer. No es que fuera supersticioso o creyera en la suerte. La suerte es un elemento azaroso, un elemento impredecible al que sería mejor llamar oportunidad. Si bajo ciertas circunstancias actuaba a favor de uno, no podía confiar en que volviera a suceder de nuevo.

    La suerte era una de las diosas más rameras. Le gusta hacerte sentir bien, especial, importante para ella. Y cuando menos lo esperas, te pega una patada y te echa una zancadilla. Tampoco es que creyera en diosas, pero, al ser humano, le resultaba imposible no humanizar las abstracciones. O viceversa.

    Estudió la disposición de los edificios y el emplazamiento de los centinelas. Luego volvió a la escalera, deteniéndose al fondo de la misma para escuchar y dar un vistazo al lado de la entrada, antes de decidirse a entrar en la habitación. Merodeó por varios pasillos y algunas habitaciones más, antes de oler la comida. Siguiendo el sabroso aroma, mientras su boca se hacía agua y su estómago se agitaba, llegó a un vestíbulo hasta el que llegaban unas voces. Al poco rato estaba mirando desde un oscuro pasillo a una sala completamente iluminada, cálida, donde se oía un parloteo y de donde salía un maravilloso aroma a sopa de verduras y salchichas fritas.

    Cuatro monjes vestidos con largas túnicas grises y con capuchas y que estaban hablando rápidamente en francés, trabajaban ante una enorme cocina. Un soldado alemán, del más bajo rango, estaba sentado en un rincón alejado de la mesa, bebiendo vino de una botella. Estaba ya medio vacía y la botella que tenía al lado, estaba seca del todo. Su rifle descansaba junto a la mesa, a su lado.

    Antes de poder llegar junto a él, Savage tendría que atravesar toda la sala. ¿Pero, por qué tenía que atacarle? No importa lo hambriento que estuviera, no conseguiría más que descubrir su presencia allí. Por ello, tendría que seguir hambriento mientras sufría la tortura de ver y oler toda aquella comida.

    Uno de los calderos de sopa, estaba en un soporte, sobre el fuego de una gigantesca chimenea. El cocinero que lo estaba removiendo, miró cautelosamente al alemán. Entonces, viendo que la atención del soldado estaba más dirigida al vino que a cualquier otra cosa, el cocinero lanzó un escupitajo dentro del caldero de sopa.

    Savage decidió que aquel caldero de sopa, concretamente, estaba destinado a los alemanes. Si podía comer, seguro que no lo iba a hacer de aquella olla. Quizá, pues, a final de cuentas, ¿qué era un poco de saliva?

    El escupitajo también le demostró que los monjes no eran muy amantes del enemigo. Por lo menos, había uno que no, lo era.

    De repente, el soldado se cayó a un lado de la silla. Su casco tintineó sobre el suelo de piedra. Por supuesto, completamente borracho. Los monjes se le acercaron enseguida, seguramente no porque estuvieran muy preocupados por él. Simplemente no querrían ser reprochados por no haberle ayudado. O quizá es que estaban llenos de compasión por toda la Humanidad, incluso por el despreciado boche.

    Savage no perdió el tiempo. Se metió en la cocina, agarró un enorme tazón y una cuchara de la mesa, utilizó un cazo para llenar el tazón, cogió una barra de pan entera y salió. Hasta donde le fue posible no perdió de vista a los monjes. El soldado, con los ojos vidriosos y la boca colgando, estaba siendo vuelto a sentar sobre su silla. Nadie miró hacia donde estaba Savage. Salió del vestíbulo y entró en una habitación vacía. Comió con lentitud, vació el tazón y devoró el pan, aunque hubiera deseado engullirse su comida de golpe. Le pareció la mejor comida que hubiera hecho jamás. En la sopa no había demasiada carne pero se sintió lleno. Y ya estaba listo para emprenderla contra todo el Ejército Alemán. De uno en uno, como es natural

    Sin embargo, se dijo a sí mismo que no había sido demasiado cuidadoso. ¿Qué habría ocurrido si el soldado le hubiera visto? ¿O si uno de los monjes se hubiera dado cuenta y no se lo hubiera guardado para él?

    Había permitido que su hambre le hiciera ser demasiado temerario.

    Esto es ridículo, pensó. Tenía que intentarlo, de otro modo podía estar demasiado débil por la falta de alimentos y no sería capaz de luchar o de correr.

    En una ocasión, su padre le había dicho: Has heredado mi tendencia a la introspección; llamémosla la disposición de dar vueltas alrededor de uno mismo. Debes luchar contra esto. Todo esto estaría muy bien, si no tuvieras nada más que hacer. Tu has sido entrenado para ser a la vez hombre de ciencia y de acción. Ninguna de ambas cosas tiene mucho que ver con esa disposición a la que me refería. O no debería, de alguna manera.

    —¡De acuerdo! —murmuró Savage, como si le estuviera contestando a su padre.

    Además, aunque sus conocimientos y experiencia sobrepasaban los de la mayoría de hombres de treinta años, tan sólo tenía dieciséis. Se podía esperar que cometiera alguno de los errores de juventud.

    Uno de los cuales, según comprobó diez minutos más tarde, fue el de robar la comida. Un monje observador podía haberse dado cuenta del robo y haberse quejado a los alemanes. O, a lo mejor, el soldado borracho le podía haber visto. Soldados con perros alsacianos se introdujeron fulminantemente en el vestíbulo, al mismo tiempo que les oía atravesar la gruesa puerta de madera de la habitación en la que había estado comiendo. Aquella sala sin ventanas, no tenía más que una salida. Antes que pudiera salir de la misma y dirigirse al vestíbulo, quedaría expuesto a sus disparos, por lo menos durante seis segundos, casi a quemarropa. No tenía escapatoria. No por el momento, de cualquier forma.

    Entonces los perros empezaron a saltar contra la puerta y a ladrar y aullar. Por encima de aquel desbarajuste, se alzó una voz, exigiendo en alemán que quienquiera que estuviera en la habitación se rindiera o lo matarían. Savage pensó que era lo mejor no permitir que se iniciara un tiroteo. Puede que estuviera en el frente del Oeste, pero no en una película del Oeste.

    Abrió la puerta despacito y se quedó en la puerta, con los brazos en alto. Luego, las cosas sucedieron vertiginosamente.

    —¡Presto!. Fue desarmado y cacheado. Luego fue conducido apresuradamente por varios vestíbulos, escaleras arriba y abajo, más pasillos y finalmente hasta una escalera de piedra y a lo largo de otro vestíbulo. Casi al llegar al final del mismo, fue empujado dentro de un cuarto frío, iluminado tan solo por la luz grisácea que se colaba por un ventanuco, cerrado con barras de hierro. En su interior había un camastro con unas mantas y una mesita sobre la que había un candelero de piedra con una vela muy grande, una jarrita para el agua, una palangana vacía con el borde oxidado de verdín, un trozo de jabón y una toalla muy sucia. Bajo el camastro, había un orinal. Colgando de una clavija en la pared, había un hábito de monje y un par de sandalias.

    La robusta puerta de madera, fue cerrada de un portazo. Su enorme cerrojo de hierro, hizo un sonido metálico al cerrarse.


    VI


    LA OPERACIÓN completa no tardó ni sesenta segundos. Estaba seguro, porque los contó. Muy eficiente, pensó, aunque cabía esperar algo así de los alemanes. El hatillo de la ropa de vuelo enrollada, se lo habían quedado sus captores. Sin duda que lo revisarían en busca de armas escondidas o cualquier artilugio. Confiaba en que no lo abrieran por las costuras u oprimieran determinadas zonas entre los dedos. Tenía planes para usar los objetos que había escondido dentro de los forros interiores de las prendas de cuero. El cuarto era pequeño y sin duda se trataba de la celda de un monje, que los invasores se habían apropiado para emplearla temporalmente como celda para su prisionero. Incrustada en la puerta, había una mirilla redonda, con reja a través de la que podía ver al centinela y la pared que había detrás de aquel. Por si fuera poco, el ambiente era denso y húmedo, muy frío, al igual que las paredes de piedra arenisca. Transcurrió una hora antes que oyera algún ruido proveniente del pasillo. Entonces, un hombre ladró una orden. Se abrió la puerta y sonó el cerrojo al abrirse. Entró un soldado con un rifle y le hizo retroceder hasta un rincón. Le seguía un capitán de infantería. Otro soldado, en la entrada, cerró la puerta. Savage se puso firme y saludó al oficial, quien le devolvió el saludo fatigado.



    — ¿Vous êtes français, n’est—ce pas?— preguntó.
    — Non. Je suis americain.

    Savage pensó que era mejor no dejarle saber que hablaba con fluidez el alemán.

    El capitán era bajito, delgado y rubio. La que había sido una cara elegante, mostraba una cicatriz que se iniciaba encima de la mejilla derecha y acababa en su barbilla. Alzó sus rubias cejas cuando Savage le hizo la revelación y continuó hablando en un inglés con notable acento alemán.

    — Ud. llevaba uniforme francés.

    Por toda respuesta, Savage le dijo su nombre, su grado y su número de serie.

    — Ud. debe ser el piloto del caza Nieuport que se estrelló junto al río Verse, ayer— manifestó el capitán. Alzó su mano — Déme su chapa de identificación, por favor.

    Savage se sacó la cadena que tenía en el cuello y se la ofreció al oficial. Este la leyó con rapidez y se la devolvió al teniente.

    — Puede Ud. Sentarse. — le autorizó el capitán, señalando el camastro.
    — Prefiero seguir de pie. — respondió Savage.
    — Como desee.

    El capitán se sacó un paquete de cigarrillos Grün Heinrich del bolsillo de su chaquetilla:

    — ¿Quiere fumar uno?

    Savage negó con la cabeza.

    El oficial le preguntó por su unidad de combate, su fuerza, emplazamiento y por su moral. El teniente repitió su nombre, su grado y su número de serie, hasta que no se supo quién de los dos estaba más cansado, si el alemán o él, por las respuestas. Después de una hora, el capitán lanzó un juramento, se volvió rápidamente y ordenó que abrieran la puerta. Esta rechinó y luego hizo un ruido metálico detrás de él.

    Pasaron otros sesenta minutos, que le parecieron glacialmente lentos y de repente, volvió a aparecer el capitán. En esta oportunidad le dijo a Savage que fuera con él. Recorrieron de nuevo el pasillo y subieron un tramo de escaleras tan estrechas que Savage y su escolta de cuatro hombres y el oficial tuvieron que pasar en fila india. Luego bajaron hasta un recibidor con muros de piedra y accedieron a una habitación que se diferenciaba de aquella de la que venían, en que tenía un espejo en la pared, una bañera de hierro llena de agua caliente, casi hirviendo, dos enormes jarras de agua, toallas limpias y una pastilla nueva de jabón. Estaba iluminada por cuatro grandes velas colocadas en unos soportes murales.

    —El Coronel von Hessel le ha invitado a que sea su huésped en la cena de esta noche, a las ocho. —le notificó el capitán— Si acepta la invitación, todo esto queda a su disposición. Se le afeitará cuando se haya bañado. Su uniforme será limpiado y cosido.

    Y también será revisado minuciosamente en busca de armas escondidas o cualquier otro artilugio peligroso, pensó para sus adentros, Savage. Pero le podían obligar a desnudarse ahora y posiblemente, más tarde o más temprano, lo harían.

    —Dos de los invitados son los pilotos a los que derribó. —le comunicó el capitán — Están ansiosos por reunirse con Ud. y felicitarle por sus éxitos.

    Eso significaba que el aeropuerto alemán, no debía estar muy lejos del monasterio. Una hora, poco más o menos, de camino, pensó Savage. Quizá menos. Esta era una de esas informaciones que convenía recordar.

    —También estará presente la Condesa Idivzhopu, miembro de la familia del banquero internacional Bugov. Es prima del Zar y también de nuestro Kaiser. —prosiguió el capitán— Aunque es rusa, es una de las más ardientes defensoras del Imperio Alemán. Especialmente desde la Revolución Bolchevique. Bien, ella ha mostrado el deseo de conocerle.

    Savage alzó sus cejas, sorprendido.

    El capitán sonrió y dijo:

    —Sabemos mucho sobre Ud. La Condesa tiene mucho interés en hablarle.

    Para conseguir información útil para las Potencias Centrales, naturalmente, pensó Savage. ¿Pero cómo era que habían conseguido saber tantas cosas sobre él, si era verdad lo que le decían? ¿Por qué iban a hacer averiguaciones sobre un oscuro y jovencísimo teniente del Servicio de Estados Unidos? Si los servicios de inteligencia alemanes tenían su expediente, por alguna razón, no era posible que lo hubieran transmitido desde Berlín hasta el frente. No con tanta rapidez, a no ser que lo hubieran enviado por radio. ¿Y por qué razón lo iban a hacer? El no era nadie importante.

    Acabó por encogerse de hombros. Ya lo averiguaría.

    —¿Debo interpretar ese encogimiento de hombros como que acepta la invitación? —inquirió el capitán.
    —Sí.

    ¿Von Hessel? Aquél nombre empezó a cernerse a medias sobre el horizonte de su memoria. Tres segundos más tarde, que habitualmente era el tiempo máximo que le tomaba recordar algo y sacarlo del complejo protoplasma de un kilo y medio, que era su cerebro, se acordó. No era gran cosa, pues nunca había recibido mucha información sobre el coronel Barón, que también era un científico. Tenía dos doctorados en Filosofía, uno en Biología y también estaba graduado en Medicina. Había nacido en el antiguo estado de Brandenburgo en 1888, lo que significaba que ahora tendría treinta años.

    A pesar de su relativa juventud, tenía ya una reputación internacional. Su estudio monográfico sobre la bacteria Treponema Pallidum tras haber sido bombardeada con rayos Roentgen, mientras estaba diluida en una solución de Cannabis Sativa, había provocado comentarios en todo el mundo científico. La mayoría de los mismos, habían sido desfavorables y desde aquel momento, no se había vuelto a saber de él.

    Pero Clark Savage padre, había mencionado al barón en alguna ocasión, a algunos amigos íntimos. Clark lo había oído por casualidad:

    —El sujeto es coronel del Ejército Imperial Alemán. Pero nadie parece saber de qué especialidad o arma. Si he de creer a mis informantes, es más bien un personaje siniestro y puede esperarse que salga con algo devastador e inhumano, si los alemanes entraran en guerra.

    Eso es todo lo que el joven Clark, sabía sobre él. Entonces ¿qué es lo que el barón—coronel—doctor estaba haciendo aquí? ¿Por qué iba a estar él interesado, aunque fuera mínimamente, en un simple teniente americano?

    El capitán se giró y vociferó una orden a través del ventanuco de la puerta, que se abrió. Un sargento, dos soldados con los rifles a punto y el leviatán ruso que Clark había visto en el patio, entraron. De repente, la habitación pareció que se había empequeñecido. También se llenó del perfume barato que emanaba del gigante ruso.

    El capitán, se dirigió a Savage, expresándose en alemán.

    —No hace falta que siga fingiendo que no entiende nuestra lengua. Sabemos que es perfectamente fluido en Hochdeutsch. Esta es una de tantas cosas que sabemos de Ud. Y ahora, por favor, desnúdese y báñese. Zad le ayudará a bañarse y le afeitará.

    Estaba señalando al enorme ruso.

    —No necesito que me ayuden — manifestó Savage.

    Pero aquél empezó a desabrocharle la chaquetilla. Cuando Zad le agarró por detrás y le condujo hasta el camastro, como si fuera un chiquillo, Savage no se resistió. Pensó que aquellos brazos le estaban estrechando con mucha más fuerza de la necesaria. Un poco más de presión, le reventaría las costillas. Las costillas de una persona normal ya se habrían roto, pero las de Savage eran extremadamente resistentes y gruesas.

    Entonces, el ruso cambió su presa, de manera que sostuvo ante él los 86 kilos de Savage, con sus manos solamente. Zad se echó a reír cuando lanzó al americano hacia lo alto, con un movimiento brusco. Savage cayó sobre sus pies y se quedó de cara al ruso. Este le dio un empujón que le dejó sentado.

    Zad, sonriendo, riéndose entre dientes, apestando a su perfume dulzón y al acre olor de un cuerpo que no se ha lavado durante mucho tiempo y que ofendía el olfato de Savage, se arrodilló ante él. Le quitó las botas a Clark. Luego, al levantarse el teniente, le desabrochó la hebilla del pantalón.

    —No deseo que lo siga haciendo. —le dijo Savage al capitán.

    El oficial exhibió una amplia sonrisa mientras le comentaba:

    —El servicio es por cortesía de la condesa.

    ¿Sería para humillarle? ¿O es que aquella mujer y, probablemente, también el barón, tenían algún otro motivo?

    —No va a desnudarme. — advirtió el teniente — ni a seguirme manoseando. Le aviso que como prosiga en su torpe actuación, tendré que dejarle fuera de combate y apagarle sus ya escasas luces. Además, su peste me va a hacer vomitar. Voy a hacerlo de un momento a otro.

    Ya para entonces, se estaba quitando su larga túnica. El ruso se quedó de pie, movió sus oscuros ojuelos y alzó la vista a lo alto, como si estuviera en éxtasis y empezó a lanzarle besos con las yemas de sus enormes dedos.

    —¡Qué cuerpo más hermoso! —rugió en ruso— ¡Un segundo Príncipe Igor Sviatoslavov, héroe dulce y brillante conquistador de las hordas de Kuman, salvador de la Santa Rusia!

    Clark Savage comprendió la referencia al guerrero medieval cuyos éxitos dieron origen al primer poema épico Ruso. Antes de poderse imaginar qué otra cosa inspiraba los comentarios de Zad, se sintió cogido de nuevo en un abrazo de oso, esta vez por delante.

    Uno y otro giro, fue volteado mientras Zad bailaba, teniendo al americano pegado contra él. Sus brazos estaban sujetos y su cara sepultada en la espesa barba negra. El hedor estaba provocándole arcadas que le subían ya por la garganta y cada vez estaba más irritado. Los alemanes, que estaban apartándose de ellos, no cesaban de reírse de él. Además, al ir vestido ya solo con la túnica que le colgaba de los tobillos, pues no había tenido tiempo de desembarazarse del todo de la misma, le hacía sentir aún más embarazado y humillado.

    —¡Querido mío! ¡Pastelito de mi alma! ¡Qué hermoso eres, aunque no seas ruso!

    Zad le estampó un beso húmedo y ruidoso en la parte superior de la cabeza. Los alemanes se partían de risa.

    Bruscamente, Zad dejó de dar vueltas y, soltando la presa de sus manos, agarró ahora a Savage por la cintura, alzándolo a lo alto —¡Ya es hora que Papaíto ponga a su nene en el baño! —aulló y bajó algo sus brazos. Zad se estaba preparando para lanzarlo haciéndole salir despedido por el aire, siendo su objetivo la enorme bañera de hierro, que estaba llena de agua caliente. Aunque el lanzamiento de Zad fuera perfecto, Savage sabía que sus piernas y, posiblemente, su cabeza, se estamparían contra el metal.

    Se sintió elevado completamente por encima del ruso. Su cuerpo estaba en posición horizontal, sus miembros alzados, su espalda agarrotada. Intentaba mantenerse bajo control. No quería que los alemanes advirtieran el verdadero alcance de sus fuerzas. Pero el “Mar Rojo” que había estado deteniendo por su propia voluntad cual nuevo Moisés, repentinamente estalló. Le inundó un diluvio rojo que barrió todos sus buenos propósitos. No iba a continuar sufriendo aquella situación, ni un minuto más. Su razón posiblemente le habría aconsejado soportarlo. Pero el atávico mono que llevaba en su interior, la criatura que lo vio todo rojo y enloqueció, hizo estallar la jaula protectora que la razón había creado para él.

    Bajó las palmas de sus manos abiertas del todo y las estampó contra las orejas del gigantón. Zad lanzó un grito y dejó ir a Savage, que inclinó su cuerpo al caer.

    Antes que sus pies, que estaban medio trabados con la ropa interior, tocaran al suelo de piedra, agarró la barba de Zad con su mano izquierda y tiró de ella.

    El ruso, gritando de dolor, con las manos sobre sus oídos, fue lanzado hacia delante y se tuvo que hincar de rodillas. Savage había girado el cuerpo para caer hacia un lado. Entonces, tomó la barba con ambas manos y lanzó al gigante hacia delante. La cara de Zad se estrelló contra la piedra. Savage se fue hacia el otro costado, se detuvo y aprovechó para desembarazarse de la ropa que tenía enredada en los tobillos.

    El capitán gritó una orden a los soldados para que no dispararan. Luego dio un salto para no chocar con Savage, que estaba rodando de nuevo por el suelo, antes de saltar sobre sus pies.

    Todos los soldados se echaron atrás, contra las paredes. Estaban asustados, o por lo menos, impresionados, por la furia que se reflejaba en la expresión de Savage. Las rojas brumas que giraban en la cabeza de Savage, aún no se habían disipado. Algún ápice de razón empezaba a imponerse ya en su cerebro, pero todavía muy tímidamente.

    El americano se agachó, levantó al ruso por el fondillo de los pantalones y por el cuello de su camisa y lo lanzó dentro de la bañera. Con la cara hacia dentro, Zad se hundió boca abajo en el agua, gran parte de la cual se salió, derramándose y yendo a parar al suelo.

    Savage entonces, empezó a hacer trizas la ropa de Zad, rompiéndole las prendas y dejándolas como si estuvieran destrozadas desde hacía más de cien años. Zad intentó girarse mientras le rompían la ropa, pero no ofreció ninguna resistencia. El dolor en sus tímpanos y el impacto que le había causado haber sido manipulado como si se tratara de una almohada rellena de plumas, le había dejado indefenso.

    Trozos de su ropa salieron despedidos en todas direcciones, así como las dos botas. La cabeza de Zad volvió a hundirse en el agua, cuando Savage se la hundió nuevamente. La sacó, escupiendo y retiró las manos de sus oídos, intentando coger a su atacante. Savage le golpeó fuertemente en las manos, lo volvió a hundir en el agua y empezó a restregar a Zad con el jabón y el agua.

    Luego, cogió la bañera por una punta y la volteó. El hierro hizo un ruido sonoro al golpear contra el suelo de piedra. El ruso que estaba escupiendo y lanzando espumarajos, salió rodando de la bañera junto con el agua que había quedado dentro.

    —¡Mein Gott! — exclamó el capitán.
    —Es como un Sigfrido. — murmuró un soldado.
    —Un gorila. —musitó otro.

    Completamente erguido, con el agua escurriéndole por su ligeramente bronceada piel y sus cobrizos cabellos, con la mirada airada y las manos apoyadas en sus caderas, gritó:

    —¡Soy un oficial del Servicio Aéreo de los Estados Unidos de América, y solicito el respeto debido a mi condición! ¡Soy un prisionero de guerra, pero no tengo por qué aguantar ningún trato que sea un ápice menor del debido! ¡Y ahora, saquen a este armatoste fuera de aquí! ¡Tráiganme agua caliente limpia y me bañaré como sus superiores han ordenado!

    Se hizo lo que había pedido. Por si fuera poco, se negó a volver a poner la bañera en su sitio, derecha. Le dijo al capitán que no tenía porque realizar trabajos físicos o manuales, pues era un oficial. Al capitán no le gustó nada lo que oía, pero tuvo que estar de acuerdo con él. Ordenó a dos de sus hombres que pusieran la pesada bañera del derecho, antes que hacer otra cosa. Entre los dos no fueron capaces de hacerlo y tuvo que intervenir un tercer hombre. Tampoco así fueron capaces y se les unió un cuarto. Entre todos, con las caras enrojecidas, resoplando, gruñendo y jadeando, fueron al fin capaces de hacerlo y la colocaron en su posición original.

    Los alemanes miraron entonces a Savage atemorizados.

    No les dijo que, en condiciones normales no hubiera podido manejar la bañera. Pero la adrenalina generada por su rabia, que llegó bombeada hasta sus músculos, le confirió temporalmente la fuerza de cuatro hombres, permitiéndole sacar la bañera de su sitio.

    Pero ahora, en condiciones normales, no hubiera podido hacerlo.


    VII


    TRAS SU baño, Savage fue escoltado hasta otra habitación. Llevando tan sólo una toalla húmeda y delgada, sintió frío al caminar a lo largo del oscuro pasillo, recubierto de frías losas de piedra. Su nueva habitación, le sorprendió. Disponía de una chimenea en donde ardía un pequeño fuego de leña. Este se extinguió al poco rato, pero ya para entonces le habían dado su uniforme, limpio y cosido, una hora después. Sus botas de vuelo no le habían sido devueltas aún. Sólo tenía los calcetines para protegerse del frío suelo de piedra. Estos, sin embargo eran de gruesa lana. Desde el momento en que entró en la habitación, había sido vigilado por un centinela a través del redondo ventanuco protegido por barras de hierro, que estaba en su puerta. Savage pensó que hacían esto para bajarle la moral y para molestarle.



    Sin embargo, como él había estado tantas veces entre gente de la jungla, que llevaban más que escasa o ninguna ropa, excepto su propia desnudez, no se sintió incómodo. Por lo menos, no en aquellas circunstancias. Hubiera preferido sentirse más caliente pero el frío era soportable. Durante los últimos años había asistido a diversos cursos de resistencia y endurecimiento, entre el hielo y la nieve de las montañas más altas. En la última, un yoghi que alardeaba de controlar por medios mentales la temperatura de su cuerpo, fue el instructor del joven Clark. Hasta entonces, Clark no lo había conseguido aprender del todo, pero su maestro le dijo que algún día lo conseguiría y sería un verdadero maestro en este arte. Es decir, si seguía desarrollando esa técnica, durante los próximos años.

    Clark pensó que nunca tendría tiempo suficiente para hacerlo. Pero sí que era capaz de desarrollar un sistema abreviado para localizar y dominar los mecanismos psico—biológicos que actúan como termostatos corporales.

    Se dio cuenta que llevaba el cinturón puesto en los pantalones, cuando se los puso. Se lo habían quitado, junto con el resto del uniforme y había sido pulido y adecentado. Los rincones junto a la hebilla estaban aún algo agarrotados pero no había señal de que los alemanes hubieran abierto las costuras y las hubieran vuelto a coser.

    Media hora más tarde, su casco, sus gafas, botas y el traje de vuelo, enrollado en una atado, le fueron devueltos. Deshizo el paquete y entonces, con su espalda tapando la visión del centinela, palpó el forro de su traje en varios puntos. Los artículos que allí estaban eran muy pequeños, aunque también, algunos de ellos, muy resistentes. Los hubieran podido encontrar si el que registró las prendas, supiera lo que estaba buscando o hubiera sido una persona desacostumbradamente suspicaz. Pero seguían allí.

    Se puso las botas. Aunque estaban rotas y agujereadas en algunos sitios, habían tapado los agujeros con esparadrapos. Hubiera preferido tener sus zapatos. Sus pies sudarían dentro de las botas supercálidas. Pero no se podía quejar, podía darse por satisfecho de no tener los pies desnudos. Tal como iban las cosas, estaba siendo tratado mucho mejor de lo que esperaba.

    ¿Por qué?

    Los alemanes habían sido muy minuciosos en su limpieza. Hasta habían limpiado el espejito redondo que estaba en el bolsillo de su chaqueta. Estaba manchado con una huella de brillantina de su pelo cuando se miró por última vez antes de despegar. Pues bien, había desaparecido.

    Sostuvo levantado el espejo a la luz de tres enormes velones, que estaban en unos candeleros adosados a la pared. Sus ojos, que ante una brillante luz, eran leonados y con motas doradas, estaban ahora oscuros. Tan oscuros como su futuro siniestro. Pero el futuro es siempre desconocido y un hombre se construye su propio futuro, por lo menos, hasta cierto punto.

    ¿Tenían realmente sus ojos una mirada peculiar? Diferente, sí. Extraña, sí. Pero sin embargo, no del tipo de la que provoca risa o resulta ridícula a la vista del observador. A no ser que se trate de una persona consciente de sus propios defectos y peculiaridades y, por tanto, capaz de burlarse de los de los demás, igual que de sí misma. Es por esta razón que el simiesco coronel le había hecho aquella poco amable observación sobre sus ojos.

    Se encogió de hombros y volvió a guardar el espejito en su bolsillo. Su padre le había contado que muchos jóvenes se preocupaban en exceso de su aspecto. Formaba parte de la adolescencia. Él crecería sin esta característica. Como se esperaba de él, mucho más que de otros de su misma edad, tendría que alcanzar antes la madurez.

    Físicamente lo había conseguido, aunque su voluntad no hubiera tenido nada que ver con ello. Los responsables eran sus genes extraordinarios, sumados a una nutrición bien balanceada y un ejercicio basado en el moderno saber y en la antigua cultura.

    ¿Emocionalmente? Hasta ahora, sólo se podía orientar el desarrollo emocional. El tiempo y la propia experiencia, tienen que hacer su trabajo.

    También le habían devuelto a Clark junto con las ropas, su dorado reloj de pulsera, con la correa de cuero negro. Se lo puso mientras meditaba cómo habían cambiado las cosas desde que se había iniciado la guerra. Antes de empezar esta, los relojes de pulsera eran considerados como algo demasiado afeminado como para que un hombre los llevara. Pero su probada eficacia en muchos aspectos, había modificado aquella actitud. ¿Cuántas más, actitudes, costumbres o hábitos, variarían gracias a esta guerra, para poder conseguir acabar con todas las guerras?

    El reloj seguía funcionando a pesar de todos los porrazos y golpes que había tenido que soportar. Eran las 06.23. La invitación para la cena era a las 08.00. A pesar de la comida robada, seguía hambriento. Si hacía ejercicio, ayudaría a que su mente le hiciera olvidar el estómago. Desde que tenía cinco años había estado dedicando una o dos horas cada día a desarrollar ejercicios físicos y mentales según una tabla diseñada por su padre y varios expertos consultados. Había procurado siempre desarrollarlos cada día y habitualmente, lo había venido consiguiendo. Pero ayer y hoy habían estado demasiado repletos de acontecimientos.

    El centinela de la puerta se debía estar preguntando por qué el prisionero, que precisamente se acababa de poner la ropa, se la estaba ahora quitando. Perfecto. Cuanto más sorprendidos estuvieran sus apresadores, más le gustaba la cosa.

    Vestido solamente con sus calzoncillos largos, empezó unos ejercicios de precalentamiento a los que sometió su cuerpo antes de empezar a enfrentar sus músculos unos contra otros, basado en un sistema de tensiones, con los procedimientos que había inventado su padre. A la vez, empezó a resolver problemas matemáticos, geométricos y algebraicos, de memoria. Luego, siguió en su trabajo, desarrollando el valor de pi, hasta veinticinco decimales. Siguió, visualizando la operación de un motor giratorio LeRhone en sus menores detalles, incluyendo los valores de compresión en los cilindros.

    Practicó muchos otros ejercicios mentales. Esto incluía el problema filosófico—teológico de la libre voluntad contra el determinismo y el aparentemente insoluble problema matemático del Teorema Último de Fermat. Y es que el joven Clark tenía una teoría que enlazaba ambos de alguna forma.

    Hoy, sin embargo, no podía concentrarse tan eficazmente como en él era habitual. Ocasionalmente, aunque contra su propia voluntad, la imagen de la rubia femme fatale a la que había visto en el patio, destellaba en su mente.

    El centinela que le estaba vigilando, por supuesto que no se enteraba de nada de todo esto. Lo único que veía eran las posturas y las maneras que adoptaba Savage. Debía estar preguntándose que es lo que aquel americano estaba haciendo. Verle con los brazos alzados y doblados, las manos cerrándose, convirtiéndose en puños, sacudiendo el cuerpo hasta quedar inmóvil, y con el sudor chorreándole desde la frente, tenía que ser algo desconcertante. Y hasta que Savage empezó a andar sobre las manos y luego, agachándose, dar una serie de volteretas de espaldas, para tocar el techo con las puntas de los dedos, no se dio cuenta que estaba presenciando una tanda de ejercicios extremadamente enérgicos.

    Se podría haber preguntado la razón por la que aquel prisionero chiflado estaba haciendo aquellos ejercicios que le habían dejado sudorosos, justo después de haberse bañado. El hecho había sido motivado por las circunstancias.

    A las siete cuarenta y cinco, Clark oyó las fuertes pisadas de hombres aproximándose. Se abrió la puerta y el mismo capitán de antes le indicó que se colocara entre cuatro soldados. Su escolta armada le condujo fuera, a través del enorme vestíbulo, débilmente iluminado con velas, hasta llegar a una amplia escalera, bajar por ella un par de pisos y entonces, seguir a lo largo de otro pasillo. Este último estaba muy bien iluminado, gracias a unas lámparas de querosén emplazadas en la parte baja de las paredes. Había un soldado estacionado frente a una puerta medio abierta. Saludó al capitán. Al atravesar la puerta, Savage observó el interior. Un radio operador estaba transmitiendo en un código en clave. Al llegar al final del vestíbulo, se detuvieron ante una inmensa puerta de roble en la que hacían guardia dos centinelas. El capitán ordenó que abrieran la puerta.

    Se abrió. Por la puerta, se filtraron brillantes luces, rumor de voces, el sonido de un gramófono que tocaba la Sinfonía Júpiter, de Mozart y el olor de comida.

    — ¡Leutnant Savage! — anunció el capitán en voz alta.

    Savage entró dentro. Quedó sorprendido por lo que vió. No fue la gente lo que le dejó de una pieza, fue el blanco níveo de los encajes de la ropa de mesa, los candelabros y las palmatorias de velas, de plata maciza, las carísimas bandejas y servicio de mesa, las copas de vino, de cristal tallado, la profusión de botellas de vino y la comida.

    ¡Especialmente la comida!

    Una enorme ensaladera, repleta de ensalada, bandejas de zanahorias, apio, cebollas, pepinillos, manzanas, naranjas, cerezas y todo tipo de frutas y verduras. Y las bandejas de carne y carne de ave: rosbif, chuletas de cerdo, estantes llenos de carne de cordero y de pollo Kiev y a la Reina. Bandejas de patatas al horno y en puré. Cazuelas llenas de suculento estofado, riquísimo, al vapor. Platos llenos de pan y mantequilla, panecillos y croissants. Mermeladas, jaleas y miel.

    ¡Y hasta palmitos!

    ¡Su boca se hacía agua y su estómago no dejaba de rugir!

    A la vez sin embargo, también su mente lanzó un rugido de advertencia, aunque no tan fuerte como el de su estómago. Sabía que no había sido invitado a cenar por el sólo placer de gozar de su compañía. La seducción o el engaño, de una u otra forma, es todo lo que podía esperar. Pero jamás se le hubiera ocurrido pensar que usaran un festival de gourmet a modo de sirena, súcubo o Helena de Troya.

    El Barón von Hessel demostraba ser muy inteligente al haber llevado adelante una tentación como aquella. Sabía que Savage, al igual que la mayoría de la gente de la Europa en guerra, no había gozado de una comida completa desde hacía mucho tiempo. Por supuesto que no esperaría que el americano le descubriera sus secretos como pago por haberle llenado el estómago con una comida excelente. Pero sí pensaría que Savage sería mucho más receptivo, que bajaría su guardia e incluso podría comportarse de forma agradecida con su anfitrión.

    El Barón era un genio o excesivamente cruel. O ambas cosas a la vez. Y ¿quién podría aparte del Kaiser o del Mariscal de Campo von Hindenburg, tener el poder o las influencias necesarias para disponer una mesa con tal profusión de alimentos dignos de un gourmet?

    Luego estaba también, y ya que hablamos de Helena de Troya, Lilí Bugov, la Condesa Idivzhopu.

    En aquellos momentos estaba yendo, quizá sería mejor decir, balanceándose, hacia la mesa del banquete. Al mirar sus caderas, recordó el motor giratorio de su Nieuport. Esta imagen fue seguida por la de un péndulo y a continuación por el movimiento de un motor de dos tiempos. Su traje de noche consistía en una túnica, larga hasta el suelo, de seda de color rojo escarlata. Aunque no era así, pues sólo podía ser la piel, estaba tan ajustado que parecía a la vista una adorable capa de súper epidermis rojiza que la envolviera.

    Sus estrechas caderas se convertían en una poco habitual estrecha cintura, que soportaba una caja torácica maravillosa. Sobre ésta estaban unos senos resplandeciendo tan blancos como la piel de un niño de Islandia. Los hombros desnudos, eran adorables, aunque bastante anchos. Estos y la caja torácica mencionada, eran imprescindibles para poder sostener un rebosante pecho. Como dos Venus gemelas nacidas entre las olas del mar, estos casi se salían del bajísimo escote de su túnica.

    Clark Savage tenía dieciséis años y, en consecuencia, era muy sensible a la belleza femenina. Tenía los ojos tan abiertos como correspondía a un muchacho de su edad, con la misma carencia de resistencia ante los encantos y con una respuesta tan inmediata a ellos, como las limaduras de hierro ante un imán. Por unos momentos, pudo casi oír a sus hormonas rugiendo en su interior así como el fragor de su flujo sanguíneo yendo acelerado hacia un punto determinado.

    Esta reacción era inaceptable para las costumbres americanas de 1918. Clark se avergonzó por todo esto, aunque sabía que no había una razón lógica para que así fuera. Sus experiencias con algunas sociedades primitivas y sus recientes estadías en París con otros pilotos franceses, también de permiso, le habían cambiado de alguna forma aquellas actitudes. Además, al haber estado toda su vida libre de indoctrinamientos religiosos, que no de estudiar las religiones, había aliviado algo de la vergüenza que hubiera podido sentir.

    No obstante, en aquel momento se dio cuenta, ilógica pero innegablemente, que todo el mundo en la habitación se había enterado de lo que sentía. Sus mejillas estaban ardiendo.

    Su anfitrión, el Barón von Hessel, debía haberse dado cuenta de ello. Parecía divertido de alguna manera. O quizá es que su postura habitual era la de aparentar estar divertido por la mera presencia de otros miembros del Homo Sapiens. Era necesario que aquellos seres inferiores ocuparan la misma Tierra y puede que la misma habitación: y es que alguien tenía que trabajar. Por ello, ocasionalmente tenía que aceptarles su turbadora y, muchas veces, irritante ocupación del espacio, con una irónico condescendencia y diversión.

    Clark Savage no entendió la actitud del Barón inmediatamente. Fue haciéndolo lentamente, bastante más tarde, y se originó tras un contacto más prolongado e íntimo con él. Sin embargo, desde el principio sintió que el Barón le miraba con desprecio. Bien ¿ y por qué no iba a ser así? Sólo tenía dieciséis años y era un prisionero de guerra, no representando ninguna amenaza para el Barón.

    Von Hessel era muy alto, casi tres centímetros más alto que Savage. Tenía las espaldas anchas y una cintura esbelta, aunque una incipiente barriga demostraba que comía más de lo que le convenía a su salud. Una más atenta observación por parte de Savage, le reafirmó en la elegancia y la hermosura del Barón, totalmente masculinas. La nariz romana concedía un porte aristocrático a sus facciones regulares. Tenía unos grandes ojos verdes que parecían lucir con un brillo interior propio. Para Savage, como americano, el monóculo le parecía algo excéntrico, caprichoso, pero ahora parecía concederle un aire superior. Como si se tratara de un microscopio a través del cual von Hessel estudiara a las pequeñas criaturas de este mundo.

    No obstante, era suficientemente cortés. Dio un golpe de tacón y saludó, haciendo una breve reverencia y hablándole en un inglés de Oxford, en un tono de voz profundo:

    —No hace falta que salude, Teniente Savage. Estamos en una fiesta social. Por lo menos, tanto como pueda decirse en las circunstancias actuales.

    Presentó a la condesa, que extendió a Savage su mano de dedos excepcionalmente largos, enfundada en un interminable guante negro que le llegaba hasta el codo. Su perfume era tenue pero muy agradable. Sus hermosos ojos, enormes, de azul oscuro eran tan deslumbrantes como su sonrisa.

    —Teniente Savage. ¡Qué galante por tu parte, haber aceptado nuestra invitación!


    VIII


    TENÍA UNA agradable voz de contralto y hablaba el inglés con una ligera entonación y acento rusos. Volvió a sonreír y luego rió abiertamente.



    —Puedes decir que te has dejado caer entre nosotros. Pero ¿era necesario montar toda esa pelea por cuestión de un baño? ¿Es que los americanos no están acostumbrados a bañarse?

    Clark intentó apartar la vista de su escote, a la vez que la imagen de un mapa de la Gran Falla del África Oriental, aparecía en su mente. No lucía en aquella panorámica de nieve, ningún collar de perlas o de diamantes. Tenía el buen gusto de no restar nada a su natural esplendor, adornándolo con meras joyas.

    Señaló hacia Zad, que estaba en un rincón, inmóvil, como un Goliat envarado.

    —Acostumbramos a bañarnos nosotros mismos y no nos agrada que nos manoseen otros.

    La condesa volvió a reír y subrayó:

    — Debes ser muy fuerte. Creía que no habría nadie que pudiera vencer a este oso. ¡Y haber girado la tremendamente pesada bañera! ¡Créeme, que esta acción ha provocado innumerables comentarios! ¡Y eso que eres tan joven! ¡Debes ser tremendamente fórnido!
    —Y también debe tener un apetito enorme. —añadió el barón— Permíteme que acabe las presentaciones y podremos cenar.

    Incluyendo a Savage, había trece plazas para sentarse a la mesa. Esto le demostró que su anfitrión no era ni un pelo supersticioso. O puede que sí que lo fuera, pero estuviera tentando al Destino.

    Cinco de los invitados, eran oficiales del entorno del barón.

    Uno de los invitados, era el abad, hombre alto y de aspecto cadavérico, con una cara monstruosamente larga, vestido con un hábito de monje, de lana, mal cosido. Habló muy poco, pero comió mucho y a toda prisa, gruñendo y respirando inquieto, continuamente. Se comportaba como si fuera esta la primera buena comida que hubiera hecho en mucho tiempo y quizá fuera la última que hiciera. Savage no podía ni imaginar la razón por la que le habían invitado.

    Otros tres de los invitados, eran pilotos de un campo de aviación próximo, pero cuyo nombre no se mencionó. El Coronel Schreider era el comandante y los otros dos, eran un par de jovencísimos tenientes aviadores. Eran los que había pilotado los Pfalz que abatieron a Savage. Le explicaron que le habían pedido a von Hessel que les trajera al piloto del Nieuport a la cena. Querían homenajearle, antes de que le mandaran a un campo de prisioneros de guerra. Admiraban su valor y destreza al derribar dos aeroplanos y dos globos en un solo dia. Cuando además, se enteraron que era americano, aún estuvieron más ansiosos por conocerle.

    Savage se sentaba a la diestra del barón. La condesa se hallaba en el otro extremo, como correspondía a su papel de anfitriona. Al parecer discutió en voz baja con el barón sobre este extremo, pero fue tan sólo por unos momentos. A Savage le incomodó bastante este hecho. Aunque no pudo escuchar más que unas pocas palabras de la conversación, mantenida en alemán, tuvo la impresión que la condesa quería que se sentara a su lado.

    Cuando se separó del barón, balanceando sus caderas y moviendo delicadamente el cigarrillo de su larga boquilla, lo que atrajo todas las miradas, parecía un poco enfadada.

    Von Hessel sonrió, como si se estuviera acordando de un chiste.

    — Ha realizado una verdadera conquista — le comentó a Savage — Le he dicho que esta noche, dejara colgar su larga cabellera por la ventana de su habitación, como Rapunzel. Puede que si usted consiguiera escapar, treparía por ella esta noche. Estoy seguro que no está pensando en otra cosa. Me refiero a lo de escapar.

    Lanzó una carcajada y tiró su cigarro puro a medio fumar, a un rincón.

    Un ordenanza se apresuró a recogerlo del suelo. En vez de depositarlo en un cenicero, lo apagó y se lo puso en un bolsillo de su chaquetilla.

    Clark estaba demasiado desconcertado para poder contestar, pero el barón, al parecer, no esperaba respuesta por su parte. Pocos instantes después, pidió a todos que tomaran asiento a la mesa. Se sirvió el vino, aunque la mayoría de los comensales prefirieron empezar a comer inmediatamente. El servicio fue algo extraño, pues en vez de tener un plato cada vez, todo estaba ya servido, con excepción del postre. Las sirvientas de la condesa, dos criados del servicio y dos soldados rasos se ocupaban de alcanzar los platos a los que no tenían a la mano lo que querían. Savage comprendió que el barón, o era muy poco convencional o le gustaba trastornar a sus invitados, evitando los procedimientos corrientes. Si alguien sentía curiosidad por saber por qué el barón no respetaba el sistema tradicional de servicios de mesa, fue suficientemente educado para no hacer preguntas.

    Savage dio un sorbo a su copa de vino lentamente con la intención de no pasarse en la bebida. Esperaba que le hicieran preguntas sutiles que podrían hacerle revelar información militar al barón y al Coronel Schreider. ¿Debería ser su aportación a la conversación, la repetición de su nombre, graduación y número de serie? No. Hablaría pero, meditando cada palabra antes de proferirla.

    Además, podía también él llegar a averiguar algo valioso sobre el enemigo.

    Los dos pilotos de Pfalz, Meilen y Brantweiler, de dieciocho años querían hablar sobre temas de vuelo, en general y los éxitos de Savage, en particular. Al mismo tiempo, era evidente, por las miradas que dirigían constantemente al otro extremo de la mesa, que también hubieran deseado haber estado sentados al lado de la condesa. Estaban frustrados por ambos deseos. El barón solamente les permitía hablar aquí y ahora con el americano y además, les interrumpía constantemente con sus comentarios sobre otros asuntos.

    Entró enseguida en el tema de las fábricas de munición alemanas que habían sido perdonadas por los bombardeos de los aviones Aliados.

    —Están lo suficientemente cerca de las bases de bombarderos de manera que sus aviones podrían haberlas alcanzado fácilmente. —observó y sonrió confidencialmente— Las fábricas de los alrededores han sido voladas y sin embargo, ni una sola bomba de las lanzadas por su aviación ha caído en lugares próximos a ellas. ¿Y sabe la razón?
    —Estoy seguro de que me lo va a explicar Ud. mismo. —afirmó Savage
    —No las han bombardeado porque su Alto Mando ha ordenado a los pilotos que eviten esas fábricas de municiones. Los generales dieron las instrucciones al Alto Mando y estos generales recibieron las órdenes de ciertos políticos para que se respetaran estas fábricas. A los políticos les dijeron determinados industriales muy poderosos, franceses, ingleses y americanos, que emitieran estas órdenes. Estos grandes industriales tienen fuertes inversiones en estas fábricas alemanas de municiones. No quieren perder dinero por que las fábricas hayan sido destruidas; miran hacia el futuro, intentando continuar con la producción y por lo tanto con la obtención de beneficios, en cuanto la guerra haya finalizado. ¿Qué le parece?

    Savage se mordió el labio.

    —No hace falta que me responda. Creí que se hincharía de rabia y resentimiento contra estos industriales. Son traidores, aunque ellos puedan pensar de sí mismos, que no son más que patriotas de la más alta categoría. Las balas, obuses, bombas producidos por estas fábricas alemanas han matado y mutilado a cientos de miles de franceses y británicos y algún día matarán a decenas de miles de sus compatriotas americanos. Y aún más tropas británicas y francesas.
    —No tengo ninguna prueba de que sea cierto lo que me está contando. — manifestó Savage.
    —Si Ud. tuviera los conocimientos y experiencia con los seres humanos que yo tengo, sabría que existen hombres capaces de asesinar a millones de los suyos, si con ello consiguen poner dinero en sus bolsillos
    —Esto no prueba que haya algunos hombres que lo estén haciendo.

    El barón rompió a reír.

    —Tiene la cara enrojecida y parece estar arisco. Naturalmente le sabe mal lo que le he contado sobre sus magnates, como les denominan Uds. los americanos. Quizá algún dia esté Ud. en posición de poder verificar la veracidad de lo que le he explicado. Pero eso será peligroso para Ud. Estos grandes industriales controlan a la prensa y a la policía. Utilizarán su vasto poder para eliminar cualquier revelación sobre sus crímenes. No vacilarán en matarle si se convierte en una amenaza para ellos. —y prosiguió: “Su Presidente ha afirmado que esta es una guerra para acabar con todas las guerras. Me parece que es muy ingenuo. ¿Realmente cree que si los alemanes perdieran esta guerra, no entablarían una nueva en cuanto se recuperaran? ¿Y qué ocurre con los Bolcheviques? Su ideología es un dogma para ellos. Las palabras de Marx y Lenin vienen de lo más alto, del Monte Sinaí del Socialismo. Su Dios ateo ha decretado que deben exportar su revolución por todo el mundo, usando los medios que sean necesarios.

    “¿Y qué ocurre con las desdichadas masas de Asia, África y Sudamérica? ¿Cree que no se levantarán en armas contra sus dominadores europeos actuales? Claro que luego serán oprimidos por tiranos de su propia gente, pero esto ahora no tiene mucha importancia.

    — Parece que ha hecho Ud. un gran estudio sobre política y economía. —comentó Savage.
    —He estudiado el ansia de poder y los medios usados para conseguirlo y conservarlo. —reconoció el barón— No es el átomo lo que constituye la base de la conducta humana. Es el ansia de poder.

    Tomó un sorbo de vino.

    —América también está luchando para conseguir un mundo democrático. — continuó el barón — Pregúntele a sus ciudadanos negros, a los indios de las reservas, qué es lo que opinan sobre la democracia.
    —Me doy cuenta que hay muchos grandes males y errores que manchan el brillo del escudo del mundo. —reconoció Clark Savage— Pero creo que es algo que podrá ser corregido en el futuro.

    El barón alzó sus cejas, divertido.

    —¿Dice de quitar las manchas del escudo del mundo? No me había dado cuenta que también era Ud. una especie de poeta.

    Savage esperó que von Hessel seguiría presionándole con aquel tipo de razonamientos o similares, sobre aquellos temas. Estaban destinados a levantar dudas en su ánimo sobre la razón y moralidad de la causa aliada. Pero si von Hessel se creía que su prisionero era tan débil que sucumbiría a un ataque de este estilo, estaba muy equivocado.

    Entonces, de manera sorprendente, von Hessel señaló la mesa y dijo:

    —Mire a estos hombres. Diciendo tonterías, babeando, husmeando como perros alrededor de una perra en celo. Y no quiero decir que no estén en su papel mostrando tanto ardor. Está convencida de ser otra Catalina la Grande, una Cleopatra, una nueva Ninon de Lenclos. Desgraciadamente carece de la gran inteligencia de que gozaban aquellas. ¿Pero quién se preocupa por estos detalles?

    Clark Savage se enojó por lo que estaba escuchando. Un caballero no habla así sobre las mujeres y tampoco sobre su mujer o amiga, incluso en el caso de que fuera cierto.

    —Su cara ha enrojecido... de nuevo. —comentó von Hessel, sonriendo mientras bebía.

    Savage esperó hasta haber tragado un trozo de deliciosa carne, antes de contestar.

    —Sus alusiones a ella, han hecho que la comida se me fuera por el lado equivocado. — dijo agarrotado:
    —¿Cree que no debería hablar con desprecio de ninguna mujer? —preguntó von Hessel— Pero eso implica que las mujeres están en un plano más alto que los hombres o en uno inferior. Y ha sido esa la actitud universal por parte de los hombres. Actitud errónea, por supuesto. La inteligencia promedio de las mujeres es igual que la de los hombres, lo cual no es ningún cumplido para estas. Poseen en muchos campos, igual capacidad mental y casi siempre también, física, que los hombres. Cualquiera que no esté cegado por los prejuicios debe ser capaz de verlo. Siendo así, ¿por qué debería cualquiera, o yo mismo, ahorrar críticas o reproches? Lo que es justo para los hombres, debería serlo también para las mujeres. Esto incluye el premio o la deshonra, la alabanza o el castigo.
    —¡Pero no las tratamos como a iguales!
    —Exactamente. Y tampoco ellas desean que sea así, hasta que se entable una guerra por la igualdad y quizá entonces, tampoco. Y lucharán por ello durante mucho tiempo y con dureza. Los hombres no renunciarán al poder sobre las mujeres, hasta que sean obligados a hacerlo.

    Bebió la mitad de la copa de vino.

    —¡Ah, estupendo! Estos monjes no saben mucho de las delicias de la vida, pero hacen un vino satisfactorio. ¡Por eso, mi joven americano, o mejor dicho, mi muy ingenuo y joven invitado, todo o casi todo, en esta vida, gira en torno a la lucha por el poder! ¡Poder! ¡Poder! ¡Poder!
    —Es Ud. muy cínico. —acusó Clark Savage.
    —¿En otras palabras, como un perro? Pues si es así, en este caso soy el jefe de la manada. Objetivo, con la cabeza muy clara, un vidente sin ningún obstáculo que le impida la vista. Que, según Ud., es lo que me ha transformado en un cínico. ¿Ve Ud. a aquella mujer que está en el extremo de la mesa? Por supuesto que la está viendo, me estoy comportando de manera extravagante. Ha sido Ud. arrastrado entre su fascinación por la comida y su belleza, es decir, su fuerte atractivo sexual.
    —Ella ha sido muy poderosa. La hija de un conde ruso que era propietario de una inmensa hacienda y de miles de campesinos, podía, si así lo deseaba, torturar o matar a cualquiera de ellos. A muchos, les ha hecho azotar, hasta hacerles sangrar. Por supuesto, que para hacerlo, necesitaba que su padre le diera permiso.

    “Sin embargo, la Revolución Bolchevique barrió con todo esto. De repente, sus padres fueron golpeados, hasta matarlos, por campesinos que ahora tenían el poder sobre ellos. Su vida estaba en peligro y tuvo que huir del país. Sus únicas posesiones son unas cuantas joyas y vestidos, así como cuatro de sus criados, seres despreciables y mal aconsejados que se adhieren a ella en virtud de una lealtad mal entendida. En vez de matarla, la protegen y la sirven.

    “Pero no ha perdido todo su poder. Le queda su belleza y su atractivo sexual. Los usa como una mujer debe usarlos, si quiere sobrevivir y recuperar parte del poder que había tenido. Por suerte para ella, se tropezó conmigo. ¿Pero que hará si yo pierdo mi interés por ella y la postergo por otra mujer?

    Von Hessel se encogió de hombros.

    —Encontrará a otro hombre poderoso. Pero, ¿y cuando sea vieja y fea? No nos preocupemos ahora por todo esto, Teniente. Hablemos de otros temas, si no le importa. Por ejemplo, un asunto que realmente me tiene muy intrigado. Me estoy refiriendo a los esfuerzos que ha hecho su padre para convertirlo en un superhombre. Lo que Nietzsche llamaba der Übermensch.

    Savage acababa de empezar a comer su ensalada de corazones de palmitos, que de repente perdieron todo su sabor y estuvo a punto de escupirlos fuera de la boca. Su corazón pareció ser atacado por un fuerte golpe y su estómago pareció rizar el rizo.

    Von Hessel sonrió.

    —Sí, sé bastante sobre el asunto. Nuestro Servicio de Inteligencia posee un dossier sobre Ud. y sobre el Doctor Clark Savage, Senior. Bastante extenso, por cierto. Voy a ser franco con Ud. No le habría invitado a nuestra cena, si Ud. no hubiera sido más que un piloto yanqui, con más valor que cerebro. Podemos hablar sobre su peculiar educación y las razones de su padre para dársela. Esto no pondrá en peligro la seguridad de las Potencias Aliadas.

    Savage empujo el plato hacia delante. Mirando al frente, con su espalda rígida, repitió su nombre, su graduación y su número de serie.

    —Vamos hombre. —observó el barón— No es necesario comportarse tan absurdamente. No hay nada nuevo que Ud. pudiera decirme de sus movimientos y su papel en el Servicio Aéreo, que yo no sepa.

    Savage volvió a dar su nombre, su graduación y su número de serie.

    El barón lanzó un suspiro. Frunciendo el ceño, comentó:

    —Es Ud. un jovencito muy tozudo. No tan brillante, me temo, como me habían hecho creer.

    De forma tan abrupta y enérgica, que sorprendió a todos los presentes, von Hessel echó su silla atrás y se puso de pie. Las conversaciones en voz alta se detuvieron y, por unos momentos, el único sonido fue la música emitida por el gramófono. Estaba tocando la Marcha Funeral de Sigfrido, de El Anillo de los Nibelungos, de Wagner.

    Von Hessel lanzó unos alaridos en alemán:

    —¡Devuelvan al prisionero a su celda!

    Los ojos de la Condesa Idivzhopu, se abrieron como platos mientras miraba fijamente al barón y luego al teniente. Tenía los labios abiertos, como si fuera a hacer alguna pregunta a von Hessel. Pero cerró la boca y no dijo ni una palabra.

    —¡Así lo quiero! —gritó el barón— ¡No te atrevas a decir ni una palabra de protesta! ¡Olvídate de tu juguete para esta noche! ¡No es para ti!

    Lanzó un rugido hacia el capitán, que acababa de entrar:

    —¡Kunz! ¡Llévese a este hombre a su celda! ¡A la doble!

    Aunque salió rápidamente del comedor, con dos soldados delante, dos detrás y al mando el capitán, Savage se preguntó si todo aquel numerito no había sido preparado expresamente para él. El barón lo podía haber planeado y a lo mejor aún no se había acabado. ¿Por qué además, habría el barón mencionado a la condesa, que se tenía que olvidar de su juguete? Esto entrañaba que tanto ella y por tanto, el barón, tenían planeado algún tipo de seducción para su prisionero. Qué es lo que realmente había detrás, es algo sobre lo que no tenía ni idea. Pero el barón controlaba aquel monasterio. Además, parecía lo bastante cínico y lo suficientemente pervertido, como para utilizar a su amante para lo que le pareciera conveniente.

    Y el barón, en aquellas circunstancias, haría lo posible para conseguir que su prisionero le revelara a la condesa asuntos sobre los que debería mantener mutismo.

    ¿O no sería que Clark Savage estaba siendo demasiado suspicaz? ¿Es que acaso, a su modesta forma, también era un cínico?

    Estaba muy contento de no haber comido ni bebido demasiado. De repente decidió que actuaría, que haría algo que el barón no esperara. En aquellos momentos. Había estado esperando con paciencia para encontrar el momento. Pero se le había acabado la paciencia. No se sentía pesado por haber llenado el estómago y en su interior estaba trémulo como un galgo esperando que se levante la barrera para iniciar la carrera.


    IX


    MIENTRAS CAMINABA hacia la celda en la que había sido encerrado la primera vez, Savage preparó sus planes. El capitán que mandaba a los cuatro soldados, estaba al frente. Dos de estos iban por delante de él y otros dos, detrás. Llevaban colgados rifles del hombro y el capitán iba armado tan sólo con una pistola automática Luger Parabellum P08.



    Cuando llegaron al pasillo que conducía hasta su celda, vio que no había ningún centinela en la parte exterior. ¡Dios! Eso quería decir que tendría que luchar contra cinco en vez de contra seis. Lo que tuviera que hacer, tendría que hacerlo a toda velocidad y muy silenciosamente. Vencer a cinco hombres, era algo posible. Uno más habría convertido la acción, en algo casi imposible, aunque lo hubiera intentado igualmente.

    Nada más llegar ante la puerta, el capitán lanzó una orden:

    —¡Alto!— Empezó a volverse. Savage y su escolta se habían detenido. El americano dobló sus rodillas y saltó hacia delante. Al llegar a la altura de los pechos de los soldados que estaban detrás, se estiró quedando en posición horizontal, paralelo al suelo. Al mismo tiempo, lanzó una fuerte patada hacia atrás y sacudió con los puños, a los dos que tenía delante.

    Con sus botas les había golpeado el plexo solar, que es la parte media superior del abdomen. Como esta es una zona del cuerpo que contiene una importante red de nervios, Savage creyó que los dos de atrás habrían quedado paralizados por el impacto de su patada, los pocos segundos que necesitaba. El par de delante, golpeados con puñetazos en los riñones, también quedarían fuera de combate por unos instantes.

    Mientras los soldados gritaban y gemían con dolor y sorpresa, dejando caer sus rifles al suelo, cayó sobre el suelo de piedra de pie, rebotando sobre el mismo. Uno de los hombres que tenía delante de él, con la espalda doblada y una mano en el punto en que había sido alcanzado por Savage, estaba tambaleándose mientras se acercaba a su comandante. El capitán, con la boca abierta, pero sin emitir ningún sonido, estaba intentando alcanzar el arma que tenía colgada de su pistolera. Fue echado atrás por el soldado que se tambaleaba. Lanzó una serie de improperios y le gritó para que se le apartara de delante.

    Esto le dio tiempo a Savage, para poder saltar sobre el capitán antes de que pudiera apartar a un lado al soldado de un empujón. Savage dio un golpe con el borde de su mano sobre un lado del cuello del capitán. Luego, girándose alrededor de éste, hábilmente le arrancó la pistola de la cartuchera al oficial.

    El capitán, inconsciente, fue a caer sobre el suelo. Los soldados, a pesar de su fuerte dolor, estaban ya agachándose para tomar sus rifles.

    Savage quitó el seguro de la automática, tiró del pasador atrás, dejándolo que se recuperara hacia delante y entonces apuntó a los soldados, diciendo en alemán:

    —¡No se muevan!

    La luz de las antorchas iluminaba sus caras, que se retorcían de dolor y de sorpresa. Ninguno de ellos intentó nada. Diez segundos después, bajo la feroz amenaza del teniente, uno de los hombres había tomado el gran llavero redondo del oficial que estaba tendido en el suelo junto al americano y luego ayudado a los otros a conducir el cuerpo del desmayado capitán hasta la celda. Uno de ellos lanzó el atado de ropa de vuelo al pasillo. Savage cerró la celda y guardó la Luger.

    Sacó tres de los cinco cargadores de todos los rifles, excepto de uno y se los puso en los bolsillos. Tomó un fusil y se fue por el pasillo, hacia la salida. Antes de llegar al final, oyó que los soldados a los que había dejado encerrados dentro de la celda, gritaban pidiendo auxilio. Le pareció muy bien que así lo hicieran, hasta que alguien se diera cuenta de su desaparición y les fuera a buscar.

    Con el camino de la entrada escrito en su mente, de forma cautelosa aunque veloz, recorrió lo que había hecho anteriormente. Asumió que habría sido puesto un guardián, y vio que había acertado. De pie junto al umbral de la puerta y a cubierto de la lluvia, había un soldado. Los relámpagos, algo alejados ya, le iluminaban marcando su silueta. Estaba dándole la espalda a Savage. Tenía el rifle suspendido alrededor de sus hombros, lo que era contrario a las normas de los deberes de guardián. Se dio la vuelta, ofreciendo su perfil, y Savage pudo ver el resplandor de un cigarrillo en sus labios.

    El teniente no había sabido hasta entonces que estaba lloviendo, o que los truenos y relámpagos venían del oeste. Las gruesas paredes de piedra protegían de cualquier sonido exterior.

    Espero hasta que el guardia le diera la espalda de nuevo. Entonces se movió deprisa, confiando en que el ligero ruido que hizo con las botas fuera apagado por el estruendo de los elementos del cielo. Cuando estuvo muy cerca del soldado, que estaba a punto de tirar su cigarrillo a la lluvia, Savage le golpeó detrás del cuello con la culata del Máuser que había cogido del suelo, delante de la celda. Procuró no pegarle demasiado fuerte, con el fin de no causar al pobre diablo una lesión permanente en sus vértebras.

    Quitó el cargador del rifle del hombre y lanzó el arma a lo lejos, perdida en la noche. Entonces le quitó el capote y se lo puso. Cuando llegó a la abertura que había en la pared, por donde había entrado la primera vez en el territorio del monasterio, vaciló.

    ¿Debía huir del lugar lo más rápidamente posible? ¿O era mejor volver, aunque por un camino distinto y dedicarse a efectuar alguna observación de espionaje?

    En tres segundos lo decidió.

    Los peligros de volver a ser detenido de nuevo, pesaron más que cualquier información que pudiera recoger. Le parecía que von Hessel debía estar en posesión de mucha información valiosa, pero, ¿cómo podría acercársele y conseguir que se la diera?

    Había llegado al monasterio como un ladrón en la noche, aunque aún había algo de luz de día entonces. Ahora, lo abandonaba igualmente, como un ladrón en la noche. El descenso por la empinada cuesta de arenisca y barro, le tomó mucho más tiempo que cuando subió por ella. Se resbaló en varias ocasiones, pero fue andando a gatas por la roca que sobresalía, antes de haberse alejado mucho. Esperaba que en cualquier momento se oiría el clamor de persecución por detrás y por encima de él. Pudo llegar hasta el bosque que estaba más allá de la amplia pradera sin haber visto ni oído la menor señal de persecución.

    Los dos jóvenes pilotos alemanes con los que había estado hablando durante la cena, mencionaron que su aeródromo estaba hacia el norte. No habían mencionado si estaba muy lejos del monasterio. Savage no lo había divisado cuando trepó a la punta de la torre, poco después de haber entrado en el edificio. Puede que estuviera un poco más allá de una serie de colinas situadas hacia el nordeste. El camino de los álamos que venía del norte, posiblemente conducía hasta allí. De cualquier forma, averiguaría por sí mismo, si era así. Hasta donde sabía, ir en dirección norte era igual de bueno que en cualquier otra dirección.

    Tropezando aquí y allá, desplazándose tan rápido como podía, con la lluvia empapándole la cabeza y poco después, también el capote, rodeó la pradera. Cuando estuvo alejado del monasterio, casi a dos kilómetros, se aventuró por otro prado. Unos cien metros más allá, había una granja que sólo era visible cuando relampagueaba en el firmamento. No se veía luz a través de sus ventanales. Tuvo que vadear una zanja para poder llegar a la carretera. En aquellos momentos, los truenos retumbaban con más fuerza y los relámpagos estallaban con más furia.

    Mientras se afanaba en medio del lodazal, no dejaba de volver la cabeza. Decidió que si veía luces de vehículos tras él, sus perseguidores, se volvería corriendo a los bosques. Y que si, como era el caso en este momento, no había ninguna arboleda próxima, se lanzaría a la zanja. Eso significaría un remojón en el agua helada, pero sería lo mejor. Por lo menos, esperaba que así fuera.

    Por otro lado, los automóviles no iban a tenerlo nada fácil para avanzar por aquel barrizal.

    Los feroces elementos que estaban sobre su cabeza, habían pasado de largo en dirección hacia el este, cuando ya había caminado cosa de cinco kilómetros y ninguna luz había aparecido tras él. La carretera se bifurcaba y él tomó por el camino de la derecha, que se curvaba gradualmente siguiendo hasta una hilera de colinas bajas, para continuar en dirección hacia el este. El número de granjas fue aumentando, si bien todas permanecían a oscuras.

    Al poco rato llegó hasta un pueblo o lo que quedaba de él. La mayor parte de las casas estaban destruidas y había enormes socavones en el suelo. Quedaban no obstante un par de edificios, aparentemente intactos, que mostraban luces en sus ventanales. Los rodeó, caminando entre los escombros, hasta llegar inesperadamente al final del pueblo.

    Delante de él vió una lucecita. Al aproximarse por la carretera llena de curvas, empezó a ver algunas luces más brillantes. Al poco, vio una alambrada de espino sobre las cunetas del lado izquierdo del camino. Tenía una altura de seis pies. Tras ésta, había otra hilera. Ambas se extendían adentrándose en la oscuridad de la noche, frente a él. A cierta distancia, que era imposible de determinar debido a la oscuridad, había dos líneas paralelas de luces eléctricas, a menos de un palmo por encima del suelo y que parecían llegar muy lejos. El firme que había entre ambas era muy ancho y de una sustancia blanquecina, señalado con unas líneas negras.

    Al final, casi imposible de ver, se distinguían las formas inmensas de unas grandes estructuras bajas. Precisamente por delante de una de estas estructuras, bailoteaba la luz de una linterna iluminando unas sombras que tenían aspecto humano.

    Al cesar la lluvia, aquella especie de rompecabezas de luces y sombras cambió, para transformarse en una figura mucho más familiar. Se trataba de un aeródromo y el alambre de espino lo rodeaba por completo. Las luces estaban para guiar a los aviones que efectuaban vuelos nocturnos. La sustancia blancuzca era el cemento de una pista de aterrizaje, señalada con líneas cuyo color estaba emborronado por el barro y la suciedad. Posiblemente era una pista mucho más amplia de lo que le pareció antes desde su posición. Las líneas pintadas especialmente, eran imprescindibles para el despegue o el aterrizaje de los aparatos, muy particularmente si se trataba de enormes bombarderos. Si no fuera por estas líneas indicadoras, podrían estrellarse contra el espeso barro.

    Sin embargo, los alemanes sólo habían construido una pista, lo que obligaba a que los aviones tuvieran que despegar en ocasiones con el viento de cola o cruzado, como por ejemplo, esta misma noche. El viento venía por detrás. Pero la pista era muy larga.

    Las grandes formas que había visto, eran los hangares y uno de los hombres que rondaba frente a uno de ellos, esperando la vuelta de los aviones, llevaba una linterna.

    Entonces pudo oír el rugido amortiguado de unos motores de aviones.

    Se arrastró sobre el fondillo de sus pantalones por la cuneta, cruzó por el agua helada que le llegaba hasta las caderas y le dejó entumecido, arreglándoselas para alzarse por entre una raíz de un árbol y salir de la zanja, corriendo junto al alambre de espino, para volver por donde había venido. Al llegar a una de las esquinas que formaba el cuadrilátero del rollo de alambre alrededor del campo de aviación, la rodeó y siguió junto a esta, en dirección norte. Cuando estaba a punto de llegar al final de la pista, se detuvo.

    Pasaron algunos minutos hasta que el retumbar de varios motores potentes se fue haciendo cada vez más voluminoso. Fue cuando pudo ver, volando muy bajo, al primer avión. Las luces le mostraron un aparato de gran tamaño, un Grossflugzeug, un Gotha G.V. Se trataba de un bombardero biplano con dos motores Mercedes Benz instalados sobre sus alas, que llevaba una tripulación de tres personas. Un invasor nocturno. No debería haber alzado el vuelo con un tiempo tan tormentoso y en una noche sin luna, pero posiblemente el lugar donde había ido a lanzar sus bombas estaba fuera del radio de la tormenta.

    Siguió observando, mientras aterrizaban tres aparatos más. El tren de aterrizaje del quinto, sin embargo, se plegó poco después de tomar tierra. El resto del aparato resbaló sobre la pista con un estridente chirrido y luego, salió despedido de la misma, para hundirse en el lodazal y se le rompieron las alas. Tras esto, se produjo una gran algarabía. Las precauciones para mantener la oscuridad, se abandonaron. Se encendieron ardientes arcos voltaicos luminosos desde los hangares. Una ambulancia, con su sirena ululando, recorrió la pista a toda velocidad con varias motocicletas y hombres a pie, tras ella.

    Savage aguardó un minuto esperando la aparición de los aparatos de caza de escolta, pero no apareció ninguno. Agarró el alambre de púas con sus manos enguantadas y lo alzó por encima de él, de forma suave y fácil. Pasó la segunda línea de la alambrada con igual facilidad, pero una pierna se le enganchó con una punta de acero del alambre y le rasgó el traje. También le produjo una herida que empezó a sangrar.

    Sin darle importancia corrió por el fango en un ángulo que le alejaba de la pista. Estaba sumergido por completo en la oscuridad si bien no se podía acercar a los hangares, debido a la potente luz que emitían los focos de arco voltaico. Corriendo en círculo para mantenerse en la zona oscura, llegó junto a una zona no iluminada del hangar más cercano. Ya entonces, los tripulantes de los bombarderos Gotha que habían aterrizado sanos y salvos, habían sido apartados y llevados por los equipos de tierra fuera de la zona y estaban alineados frente al hangar. Los componentes de los bombarderos que estaban allí, esperaban aparentemente que rescataran a la tripulación del Gotha que se había destruido y hundido en el fango. Había muchas luces danzando alrededor del aparato, hombres que gritaban y mientras, la ambulancia seguía a la espera en la pista.

    Deshizo el atado y se puso el traje de vuelo, incluyendo el casco y las gafas de piloto. Su cuerpo helado por el agua de lluvia, empezó a entrar en calor.

    Entonces, tras exhalar un profundo respiro, caminó alrededor de la esquina. Se detuvo cerca de la oscura parte delantera del hangar, cruzó el espacio que había entre éste y el siguiente y se fue en diagonal hacia el Gotha más cercano. Tras agachar la cabeza bajo el mismo, se puso a cuatro patas bajo los otros hasta que llegó al cuarto bombardero, que era el que estaba más próximo a la pista de despegue.

    Se introdujo dentro de la cabina, donde se sienta el piloto; algo más adelante, estaba la cabina para un observador artillero. Tras esta, la cabina para el artillero de la parte posterior. Colocó el rifle a un lado de la cabina. Se agachó y metió la cabeza bajo los controles y el instrumental. No pudo ver gran cosa en la oscuridad, pero sí lo justo para distinguir los instrumentos de vuelo. Las indicaciones de vuelo estaban borrosas.

    Estudió los controles lo mejor que pudo, en aquellas circunstancias. Básicamente, todos los controles de vuelo de los aparatos de aviación, tienen funciones similares. Pero varían en su forma, de un tipo de máquina a otro y además, el panel de instrumentos y otros mecanismos pueden variar en su emplazamiento. Además, un piloto que intentara volar en un aparato con el que no estaba familiarizado, se supone que debería haber recibido una intensa formación previa en tierra, antes de elevarse al aire.

    Savage no pudo ver el indicador de nivel de fuel. Los depósitos pudieran estar casi vacíos. No importaba. Utilizaría lo que quedara.

    Si es que podía conseguir que dos mecánicos de tierra le giraran las hélices para poner el avión en marcha. Lanzó otra profunda inhalación.

    ¡L’audace! ¡Toujours l’audace!

    Bajó del aparato y caminó por el borde de la multitud como si se tratara de un auténtico alemán y por añadidura, un celoso patriota. Al acercarse a una zona más iluminada, vio las caras de varios mecánicos cercanos a él. Escogió a un par de los que parecían más adormilados. Al igual que todos los mecánicos de todos los cuerpos de aviación, ya fueran alemanes, británicos, americanos, italianos o de donde quiera que fueren, estaban sobrecargados de trabajo y necesitados de descanso. Sudaban exhaustos y se fatigaban para reparar un inacabable flujo de aparatos dañados, destrozados y en mal funcionamiento. Unos héroes a los que nadie ha cantado, los mecánicos.

    Se les acercó y les habló en alemán, con un tono bajo pero autoritario, impregnando su voz. La entonación de sus órdenes fue tan imperativa como si del propio primo del Kaiser se tratara.

    —Vosotros dos, venid conmigo.

    Dándose la vuelta, echó a andar como si no hubiera duda alguna que tenía que ser obedecido. Ni siquiera se giró para comprobar si iban detrás suyo.

    Los dos mecánicos hubieran debido preguntarse quién era, pues sin lugar a dudas debían conocer a todos los oficiales de la base. Pero pudo oír el sonido de sus botas tras él. Hizo caso omiso de las miradas de asombro que cambiaban entre ellos.

    La pistola Luger que le había cogido al capitán en el monasterio, estaba colocada en el bolsillo lateral de la chaquetilla de su uniforme. La parte superior de su chaqueta de vuelo estaba desabrochada para facilitarle poder sacar el arma con rapidez. Tenía quitado el seguro y a punto para ser disparada. No era la forma reglamentaria de llevar una automática cargada. No le importaba sin embargo, lo que dijeran las recomendaciones.

    Algo más adelante, estaban los cuatro Gothas con sus alerones de cola dobles con el timón y las ametralladoras sobresaliendo por encima de los puestos de observación delanteros y traseros. Pareció que pasaba una eternidad hasta que llegaron junto al último aparato. Entonces trepó por la tira protectora del ala, junto al centro de la cabina. Cuando estuvo allí, puso su automática en el suelo. El rifle también estaba a punto para disparar en cualquier momento.

    Los mecánicos llegaron junto al aparato y se quedaron mirándole.

    —Quiero poner el motor en marcha. —explicó él.

    Un oficial, por lo menos uno arrogante, no habría explicado nunca a los inferiores, las razones de su petición, y es por ello que no lo hizo.

    —¡Moveos! — ordenó.

    Y luego, para apagar cualquier sospecha que pudieran tener, añadió:

    —¡Ordenes especiales! ¡Sacad los cubos de bloqueo!

    Mientras retiraban las cuñas de las ruedas, encendió las luces de la cabina. Miró a ambos lados del aparato. Cada mecánico estaba frente a una hélice.

    Al recibir su orden, hicieron girar las palas. Tuvo que repetir tres veces la voz de: —¡Contacto!— antes que arrancaran los motores y las palas de las hélices empezaran a girar.

    Los mecánicos se apartaron de delante. Mientras tanto, una mirada de reojo le permitió comprobar que algunos oficiales curiosos se dirigían hacia donde estaba. Si había alguna cosa que no deseaba en estos momentos es que le hicieran preguntas. Por suerte, los motores ya estaban calientes. Aunque no lo hubieran estado, no habría esperado a que se acercaran hasta él. Propulsó el Gotha hacia delante y empezó a hacerle rodar hacia el fin de la pista. Cuando hubo enderezado el aparato sobre la línea, apretó los aceleradores. Dándole gas con suavidad, el enorme aparato rodó por la pista de despegue. Ya los mecánicos estaban corriendo detrás suyo, persiguiéndole. El gentío se estaba dispersando, parte de la gente dando zancadas hacia donde estaba él y el resto apartándose apresuradamente de su camino. A la cabeza de los que iban hacia él, iba un oficial empuñando una automática.

    Savage no pudo oír lo que decía, debido al estruendo de los motores. No obstante, pudo leerle los labios para saber lo que estaba gritando.

    —¡Alto! ¡Detenga el aparato o dispararé!

    El Gotha iba ya a pasar al lado del oficial, que tendría la gran oportunidad de vaciar el cargador sobre el hombre que estaba robando el bombardero.

    Savage cogió la Luger que estaba en el suelo, con su mano derecha, se la cambió a la izquierda y apuntó al cemento, justo delante del oficial. Hizo dos disparos. Saltaron esquirlas cerca de las botas del oficial. El alemán se cayó. Posiblemente había recibido un rebote de refilón, en la pierna. El avión avivó su marcha al pasar junto al hombre que se retorcía.

    Pero hete aquí que un mecánico se había agarrado a una de las barras de sujeción en el ala izquierda y estaba con sus pies colgando en el aire. Finalmente se alzó completamente sobre el ala. Y ahora se estaba dirigiendo hacia el armazón de madera del fuselaje. Las alas estaban recubiertas de tejido y el tipo metió su pie atravesándolo. Pero tiró entonces hacia fuera y fue de tensor a cable y de cable a tensor.

    El gran agujero que así provocó en el tejido iba a causar problemas cuando el Gotha alcanzara su velocidad normal al volar. Si es que llegaba a poderlo hacer.

    A medida que Savage se acercaba al principio de la pista, disminuyó la velocidad del bombardero. No quería dar la vuelta demasiado deprisa, no fuera que el aparato se inclinara y rozara con la punta de un ala sobre el cemento de la pista. Una vuelta de campana o un giro violento en redondo, podría rasgar completamente el extremo de la parte inferior del ala izquierda.

    El motor de la derecha disminuyó su velocidad y con el motor izquierdo liberada toda su potencia, el timón orientado hacia la derecha, el Gotha giró. Cuando estuvo enfilado recto a la pista, Savage igualó la potencia del motor izquierdo con la del derecho.

    Unos segundos después dispuso los reguladores al máximo de velocidad.

    El mecánico, con su cara pálida y distorsionada, había empezado su temerario recorrido hacia el fuselaje. Estaba lo bastante cerca de la cabina como para alcanzar a tocar al teniente. Tomó una llave inglesa del bolsillo de atrás de su mono de trabajo. Savage soltó las válvulas reguladoras. Con la mano izquierda, ya que la otra la tenía ocupada sujetando la palanca de mando, cogió la Luger de su regazo. El mecánico se retiró.

    Savage hizo unas señales con la pistola, indicándole que saltara.

    ¡Pobre diablo! Si no obedecía la orden, recibiría un disparo. Si saltaba, probablemente resultaría gravemente herido o incluso muerto.

    Savage confió que fuera lo que fuera que hiciese aquel hombre, no se le ocurriera lanzar su llave inglesa sobre la hélice del motor más próximo a él.

    Sería mejor que le distrajera antes que aquella maldita idea se le ocurriera.

    Inclinándose sobre la cabina, apuntó y disparó. Si el proyectil le dio en la pierna del mecánico o si simplemente se asustó, el efecto fue el mismo. El hombre se vino abajo y se cayó del ala.

    Savage no tuvo tiempo de mirar atrás y ver qué es lo que le había ocurrido. Por delante del avión, la ambulancia se había colocado en el estrecho camino de la pista, intentando bloquearle. Junto a esta, brillaban las caras de un montón de personas, bajo las luces de los focos del vehículo, disparando contra el bombardero.

    El teniente tuvo la absoluta certeza de que estaba metido en un tremendo fregado. Si la ambulancia no se apartaba de su camino, el bombardero se estrellaría contra ella. Savage no estaba seguro si se podría elevar antes de aplastarse contra el vehículo.

    Pero se echó a reír y empezó a dar alaridos como un comanche.

    ¡Audacia, siempre audacia!

    Estaba chispeante, con una total carencia de temeridad, animado por el brío de la juventud, en un verdadero éxtasis ante el peligro. Haber robado un Gotha era la mayor conquista de su vida por el momento, incluso si la muerte se lo llevaba por delante inmediatamente después. Había realizado aquello sobre lo que había estado fantaseando, algo que, hasta donde él sabía, nadie más había hecho hasta aquel momento.

    La voz de su comandante, de Slade, resonó por encima del rugido de sus motores, más fuerte que las cataratas del Niágara.

    ¡Audacia, siempre audacia! ¡Bougez les boches!

    Si hubiera sido una bombilla eléctrica, hubiera iluminado el mundo. Los marcianos hubieran podido ver el resplandor. ¡Más lejos que esto, desde muchísimo más lejos! ¡Los habitantes de Neptuno, el planeta más alejado de la Tierra, lo habrían visto!

    Los focos delanteros de la ambulancia eran muy brillantes y las llamaradas que salían de las bocas de las armas alemanas, relampagueaban. No podía ya posponer su decisión por más tiempo. ¡Ahora! Tiró hacia atrás de la barra de mando. Perezosamente, el bombardero inició el ascenso. ¿Lo conseguiría?

    El aparato fue dando tumbos, empezando a avanzar con cautela, aunque con el morro algo inclinado. Lo elevó ligeramente, sabiendo que, por el momento, había sobrevivido. Dando un vistazo a su alrededor, vió que habían desaparecido las luces de la ambulancia. Su tren de aterrizaje había golpeado el vehículo y podía haberse dañado por completo. Si lo que se temía era cierto, para aterrizar tendría que hacerlo sobre la panza del aparato. Una consideración baladí en aquellos momentos.

    El indicador de nivel de combustible indicaba que estaba casi vacío. Esto era algo que en aquellos instantes frenéticos no le había preocupado, pero pronto iba a ser el principal asunto del que tendría que ocuparse. Lo mejor sería salir de allí como alma que lleva el diablo. Rechazó la idea de volver atrás y hacer un vuelo rasante sobre el aeródromo, obligando a que no pudiera elevarse algún caza que intentara salir en su persecución. Pero todo eso era demasiado fantasioso. En aquellos momentos debía mantener la cabeza fría y una composición de lugar bien real.

    Se ladeó hacia la derecha para conseguir una buena panorámica del campo. Los cazas deberían haber estado aparcados allí para escoltar a los bombarderos, aunque no los habían utilizado en la incursión de aquella noche. Todavía no había visto ninguno. Estaban estacionados en el interior de los hangares. Pero ahora, unos cuantos ya estaban alineados y calentando motores. En menos de un minuto despegarían para ir tras él.

    Si podían localizarle, le cogerían.

    Esperaría unos minutos antes de apagar las luces de la cabina. Mientras, se dirigiría hacia el sur, guiándose por la brújula. La oscuridad le tenía cegado por completo, no había en tierra ninguna señal por la que se pudiera guiar. Los pueblos debían estar con las luces apagadas. Tendría que encenderlas de vez en cuando para poder comprobar su ubicación por las indicaciones de su brújula. Y también para comprobar el nivel de combustible. Aquella breve iluminación podría bastar a los pilotos de los cazas si es que había alguno rondando por allí.

    Sin embargo, hasta ahora, todo le había salido bien.

    Se encontraba sobre la mitad este de la Picardía que está dividida por el río Oise. Este discurre en dirección nordeste a suroeste, atravesando Noyon, Compiègne y Creil por entre un valle boscoso. De haber alguna luz, aunque fuera ínfima, que se pudiera reflejar sobre la superficie del rió, la vería. Eso si el fuel le duraba lo suficiente para seguir en el aire. Tendría que acabar estrellándose sobre el río para aterrizar, si era posible, a no ser que pudiera encontrar un prado que fuera lo suficientemente largo. Dudó que le quedara el tiempo suficiente para buscar el prado deseado.

    Desgraciadamente, el piloto del Gotha no había dejado su paracaídas en la cabina para su invitado americano. Lo que no dejaba de ser una maldita falta de consideración.

    Se metió la pistola automática en su chaqueta, pues podría serle útil más tarde. Lanzó el rifle fuera de la cabina, por la borda, pues no quería que en el momento de estrellarse, se pusiera a rebotar cerca de él.

    A los veinte minutos de vuelo, el indicador marcó vacío. Abrió los depósitos de emergencia. Diez minutos después, cuando estaba a punto de volver a encender las luces, vio a lo lejos un fulgor de luces. Era intermitente, pero corría un largo trecho en línea, a su derecha. Tenían que ser fogonazos de artillería. Un frente de batalla. Aún seguía en la dirección correcta.

    “Ahora, si tan solo la gasolina aguantara un poquito más...”

    No creyó que lo hiciera. Le sorprendió que le hubiera durado lo que le había durado.

    Como si el Gotha hubiera estado escuchando sus pensamientos y estuviera riendo del chiste, los motores empezaron a toser. Inclinó el morro del avión. Había llegado el momento de descender, le gustara o no. Tras unas toses sospechosas, los motores se quedaron silenciosos por completo. Adoptó un ángulo de planeo. El viento silbó a través de los cables y las barras tensoras. De no ser por los relámpagos de luz que provenían de los cañones allá en la lejanía, se habría sentido como si fuera la única persona viva en aquella inmensa y fantasmagórica oscuridad. Era el útero de la Muerte... a punto de dar a luz un cadáver más.

    “¡Perra suerte!, pensó. Aún sigo vivo. Me voy a seguir manteniendo con vida.”

    Entonces vio unas luces que se movían a lo largo de un camino. Le proporcionaron un punto de referencia, aunque estaban demasiado alejadas por debajo de su aparato, como para poder calcular su altura. Las luces de la cabina habían dejado de funcionar al detenerse los motores, lo que le impedía verificar su altímetro.

    El bombardero estaba bajando demasiado veloz y demasiado inclinado. Pero vio que el débil resplandor que apareció repentinamente, pertenecía a un río. Las luces que había visto eran las de posición, de dos barcos de vapor. Débiles llamaradas salían con pálidos reflejos, de sus chimeneas.

    Alzó el morro del Gotha, para disminuir su velocidad, haciendo maniobra como si fuera a elevarse, aunque no deseaba perder demasiada altura. Estaba a unos cien metros por encima de los barcos. Mientras ascendía ligeramente, se ladeó para regresar al río. En aquel momento ya no podía hacer otra cosa que no fuera descender sobre el agua. No le quedaba tiempo para hacer más maniobras. Tenía los barcos frente a él y se iba acercando a ellos a gran velocidad. No estaba sin embargo, en rumbo de colisión con ellos.

    Enderezó el aeroplano unas pulgadas por encima del río. Estaba apostando a que el tren de aterrizaje había sido arrancado cuando chocó contra la ambulancia. Si no había ocurrido así, las ruedas y el tren chocarían contra el agua, provocando que el avión se pusiera boca abajo, con el morro por delante. Semejante manera de detenerse el aparato, violenta y brusca, sería lo peor para él, aunque estuviera bien sujeto por el cinturón de seguridad de su asiento.

    Por otro lado, si el tren de aterrizaje había permanecido unido al fuselaje y ahora se desgajaba, el impacto que ello provocaría podría hacer que el aparato disminuyera en cierta forma su velocidad, antes de caer al agua. Y esto sería muy favorable para él.

    Cualquier cosa que ocurriera, no obstante, ya no dependía de él. Estaba en otras manos, no las de los dioses, pero sí las del Azar.

    Le quedaban tres segundos para contemplar lo que podía ocurrir. El Gotha se estrelló contra la superficie dando un enorme porrazo, se alzó algunos metros, cayó con un batacazo que hizo un desagradable ruido a huesos rotos, se deslizó, dándose lentamente la vuelta hacia un lado y acabando por girar a la izquierda, con el ala baja de ese lado, desgarrada de la parte inferior del fuselaje, con el enorme motor hundiéndose en el agua y el ala superior, que es la que se extiende a ambos lados del aparato y forma un solo cuerpo, partiéndose en dos y cayéndole encima, lo que evitó agachándose rápidamente mientras el fuselaje derivaba hacia la derecha y el ala baja de la derecha y el ala alta se rompían y se separaban del motor.

    El fuselaje dejó de moverse y empezó a flotar, río abajo. Se quitó el cinturón de seguridad. El agua, dentro de la cabina, ya le llegaba a los tobillos y seguía subiendo el nivel. Si quería quitarse el traje de vuelo, tendría que hacerlo mientras estuviera dentro del río.


    X


    UN REFLECTOR centelleó, con su haz de luz tanteando sobre la superficie, hasta que su brillante ojo le deslumbró. Ya entonces el fuselaje se había hundido casi por completo. Se alejó del mismo y empezó a nadar, mientras el reflector le buscaba. Un hombre le gritó en alemán, que se cogiera a una cuerda. La embarcación se deslizó hasta él, con sus hélices de atrás, colocadas en posición hacia arriba, removiendo el agua para evitar irse contra él. Las luces le mostraron una ametralladora, servida por un hombre, en la proa. Estaba apuntándole.



    Esto le estropeó su plan de fingir que era un piloto derribado que se dirigía a la Patria. Debía haber una radio de onda corta en el bote y seguramente habían recibido el mensaje que informaba del robo que había llevado a cabo, del Gotha. Es exactamente lo que resultó que había sucedido. Fue tratado con bastante amabilidad. Le dieron una taza de café, que en realidad era achicoria, pues el café solo se podía encontrar en el mercado negro y le secaron la ropa mientras le dejaban un capote y se quedaba vigilándole un guardián armado.

    Una hora después se encontraba en una sala de interrogatorio, en una vieja mansión de Noyon, medio en ruinas. Le dieron un tazón de un caldo aguado con unos pedacitos de carne de carnero y un pequeño trozo de pan, tan pesado como el platino. Y pudo darse por muy afortunado de que le dieran todo aquello.

    Estuvo tres días en Noyon durante los cuales fue visitado e interrogado por seis oficiales diferentes. Pese a haberle amenazado con fusilarle por espía si no contestaba a sus preguntas, rehusó hacerlo dándoles sólo su nombre, graduación y número de identificación. El último oficial que le interrogó, fue el comandante del campo del que Savage robó el Gotha.

    El comandante, que tras una hora de infructuoso interrogatorio, estaba ya a punto de renunciar a hacer hablar a Savage, dijo finalmente:

    —El Coronel von Hessel le manda saludos.

    Savage alzó sus cejas y se limitó a asentir.

    El comandante se le quedó mirando como si estuviera esperando que el americano empezara a hablar con franqueza. Aguardó unos segundos y prosiguió:

    —El coronel me ha dicho que está Ud. destinado a llegar a general o a ser ejecutado en sus intentos de huída.

    Savage no hizo ningún comentario.

    El comandante, tras sonreír, continuó hablando.

    —La Condesa Idivzhopu también le manda sus saludos y felicitaciones. Dice que está convencida de que está destinada a volverse a encontrar con Ud. y ve esta posibilidad futura con gran satisfacción.

    El teniente profirió un suspiro, pero no replicó. El comandante movió la cabeza.

    —No acabo de comprender por qué está tan interesada en Ud., aunque sí que he oído algunas historias que corren por ahí...

    Hizo una pausa, a la espera de una reacción verbal, pero no obtuvo ninguna respuesta y entonces, reemprendió sus comentarios.

    —Creo que cuando se refería a la posibilidad de volverse a encontrar con Ud. estaba pensando en que posiblemente Ud. acabaría en el Campo Loki.

    Savage frunció el ceño.

    —¡Ah, le ha sorprendido el nombre! No quisiera darle demasiada información. Pero sí que le diré una cosa y es una promesa: es que va a ir al campamento de prisioneros de guerra (POW) de Holzminden. ¿Ha oído casualmente hablar de él?

    Savage ni dijo nada, ni cambió la expresión, que seguía siendo de total indiferencia.

    —No traiciono ningún secreto si le digo una cosa que será muy conveniente que se grabe en su cabeza. Es algo que Uds. los americanos denominan como un auténtico infierno. Es un campo en dónde teniendo en cuenta el respeto de los alemanes por las leyes internacionales, no puede considerarse inhumano. Pero sus oficiales son muy estrictos y no es posible escaparse de él.
    —Sin embargo, si Ud. se las arreglara para escaparse durante el camino o por un milagro, huyera de Holzminden, le enviarían a Loki. Es un campo de POW recientemente inaugurado, cuyo emplazamineto, como es natural, no le voy a revelar. ¡Pero sí que le puedo decir que su comandante fue su reciente anfitrión, el Coronel von Hessel! ¡Puedo garantizarle que jamás ningún POW conseguirá huir de Campo Loki!

    “¡Especialmente cuando parece que él tiene un especial interés por Ud.! Cualquier prisionero de guerra que se escape tres veces y vuelva a ser detenido, automáticamente va a parar a Loki. Ud. se escapó tras su derribo en el río Oise. Volvió a huir del monasterio, cuando después robó el bombardero. Pero hemos sido justos. El robo del bombardero está en combinación con la huida del monasterio. Hemos considerado que estos dos hechos son sólo considerados como parte de un mismo hecho.

    —A decir verdad, no podemos sino admirar la forma desvergonzada como anduvo entre nuestra gente y cómo se hizo con el bombardero, precisamente ante nuestras propias narices. Ud. debe ser, en parte, alemán o tener un antepasado teutón.

    “O sea que tiene dos hechos en su haber y no tres. Pero la próxima vez que lo intente, si lo hace — y el Coronel von Hessel dice que Ud. lo volverá a intentar — será enviado a Loki.

    ¿Por qué, el Coronel von Hessel, que ante todo era un oficial médico, era el comandante de un campo de POW? No tenía sentido preguntárselo al comandante. Sin embargo, el teniente se dijo que quizá podría obtener respuesta para otra pregunta.

    —¿Loki es para fugitivos incorregibles?
    —Creí que se lo había dejado bien claro.
    —A veces me gusta asegurarme de las cosas, doblemente. —respondió Savage — En algunas ocasiones, lo más evidente no es lo más obvio. Sacar conclusiones apresuradamente, puede llevarle a uno al borde de un abismo.
    —¡E intentar escapar puede conducirle ante un pelotón de fusilamiento! —añadió el comandante. Se dio media vuelta y salió de la sala.

    ¡Holzminden! Savage había oído hablar de aquel lugar infame. Se le suponía el campo de POW regido con más dureza y medidas de seguridad, de todo el territorio del Imperio Central.

    ¿Y el campo llamado Loki? Debe estar destinado a ser una especie de súper—Holzminden.

    Media hora después, se presentaron en la celda tres soldados y un oficial. Se le ordenó que recogiera sus cosas y que lo hiciera rápidamente. En cuanto hubo acabado de atar el paquete con su traje de vuelo, fue esposado. Protestó por las medidas precautorias, pero el oficial le ordenó que se callara. Fue conducido a través del pueblo medio destruido hasta la estación de ferrocarril. Las vías, sobre las que habían caído bombas y obuses, volvían a estar reparadas. La locomotora, que estaba lanzando silbidos de vapor y escupiendo un humo negruzco, estaba esperando. Estaba acoplada a una larga fila de vagones de carga y de pasaje. Escoltaron a Savage hasta subirlo al penúltimo vagón, que era el utilizado para el transporte de ganado. El hedor de los rebaños de animales asustados y hacinados se desprendía de la madera y, además, había montones de estiércol por el suelo. Al menos, pensó Savage, por los espacios entre las secciones horizontales de los laterales del vagón, pasaría aire fresco. Por otro lado, el aire exterior estaba helado.

    Cuando el teniente fue conducido hasta un rincón y se le ordenó que se sentara, seis POW más subieron al vagón. Fueron agrupados en el extremo opuesto del vagón. Un sargento y cuatro soldados eran los únicos alemanes que había en el vagón. Evidentemente eran todos ellos mozos de granja. Bromearon sobre la peste y el estiércol y uno de ellos llegó a decir que se sentía como en su propia casa, aunque encontraba a faltar a sus cerdos.

    El sargento, que era un hombre canoso de unos cincuenta años, al que le faltaba la oreja izquierda y tenía una gran cicatriz en su barbilla, se dirigió a Doc Savage en alemán, pues evidentemente le habían informado que el americano podía hablar en su lengua.

    —No te acercarás a los otros prisioneros. No hablarás con ellos. No te dirigirás a nosotros, a no ser que tengas que echar una meada o hacer algo necesario de ese estilo, ya me entiendes. ¿Comprendido?

    Savage asintió a la vez que preguntaba:

    —¿Tengo que estar sentado todo el tiempo? Me gustaría hacer un poco de ejercicio.
    —Puedes caminar arriba y abajo, por este extremo del vagón. —le autorizó el sargento— Puedes pisar los pastelones de mierda de las vacas si te apetece. No nos importa.

    Su risotada sonó como un rebuzno. Savage sonrió levemente.

    Entonces, el tren arrancó con una sacudida. Mientras la campana de la locomotora resonaba y el silbato rechiflaba, el convoy empezó a adquirir velocidad. Al cabo de un rato, Doc solicitó permiso para ponerse el traje de vuelo. El aire que se colaba entre las tablillas laterales, unido al humo acre y a las cenizas desprendidas, era muy frío. El sargento no se opuso a lo que le pidió el americano, pues verdaderamente se necesitaba un traje que calentara el cuerpo. Savage levantó sus manos.

    —No me podré poner el traje si no me abren el cierre de las esposas.

    El sargento, sonriendo le comentó: — No tengo inconveniente en que lo hagas, si te lo pones encima de las esposas, pero no tengo las llaves. Las tiene un oficial que está en otro vagón y no me las dará hasta que lleguemos a nuestro destino. Debes ser un prisionero endiabladamente peligroso.

    Savage no hizo ningún comentario. Hizo su habitual práctica de ejercicios lo mejor que pudo, teniendo en cuenta que tenía esposadas las muñecas. Sin embargo y debido que hacía ya bastante tiempo que no comía adecuadamente, no los prolongó más de treinta minutos. El sargento le estuvo observando atentamente y con sorpresa, durante un rato y finalmente sonrió. Llevó su dedo índice a la sien, haciendo un gesto en ambos sentidos. Los otros también sonrieron.

    —¡Completamente loco! —murmuró uno de ellos.

    Savage recibió la segunda comida del día, la cena, un poco antes de que oscureciera. Su ración consistió en otro pedazo de pan negro, una patata pequeña, casi cruda y una delgada rodaja de cebolla. También comió un huevo cocido que le vendió el sargento a un precio escandaloso. Se suponía que los huevos no eran para los detenidos pero cuando Savage los vió en uno de los bolsos de comida, estableció un trato.

    El sargento, al que sus hombres llamaban Mixenheimer, metió la mano dentro del bolsillo de Savage y sacó un fajo de billetes, en francos, libras y dólares.

    —Tú eres de los que crees que hay que estar preparado. — razonó Mixenheimer — Debías estar esperando que te apresaran. ¿O es que eres un traficante del mercado negro? Cogeré el pago en billetes de dólar.

    Eso significaba que el sargento se dedicaba al contrabando de dinero. Para sus adentros, Savage pensó: “No sabes lo bien preparado que estoy.”

    El sargento se quedó con seis dólares. El teniente se comió con buen apetito su huevo duro, sin sal, eso sí. A pesar de esta carencia, fue la primera comida con algo de sabor que había ingerido desde la cena que le había ofrecido von Hessel.

    Le dieron agua en una jarra de café. Pidió más, pero le dijeron que esa era su ración hasta la hora de irse a dormir.

    —Dos dólares por un par de jarras llenas de agua. —ofreció Savage.
    —Sube a cuatro y está hecho. —le ofertó el sargento.

    Mixenheimer sacó los dólares americanos del paquete de dinero de Savage:

    —Lo que acabas de comprar es de mi reserva particular. —se justificó Mixenheimer— Como pagué por ello en su momento, puedo vendérselo a cualquiera que disponga de los recursos necesarios para pagar. O sea que no se te ocurra quejarte ante ningún oficial de que estoy vendiendo suministros del Ejército.

    Sonrió ampliamente:

    —Además, es posible que al oficial le esté pasando su parte de lo que hago.

    Empezó a llover otra vez. Mientras el convoy fue siguiendo en dirección norte, en líneas generales, el viento del oeste hacía que el agua helada se colara entre las rendijas de los tablones del vagón, por aquel lado.

    Unas horas más tarde, el tren se detuvo y se permitió que los prisioneros salieran. Todos, igualmente, salieron de forma desordenada. La estación era muy pequeña, al igual que el pueblecito que Savage pudo vislumbrar algo más allá de la estación y que estaba pobremente iluminado. Fue llevado apresuradamente hasta una pradera que había tras el edificio de la estación y le dijeron que hiciera sus necesidades, si es que tenía ganas de hacerlo, en una zanja. Los pasajeros del tren comprendieron que había sido excavada expresamente para este menester.

    El oficial que tenía las llaves de las esposas, un teniente, se acercó al sargento y le dijo que se las quitara. La luz de las lámparas de querosén que habían llevado desde el tren, mostró su disgusto. Permaneció allí, golpeando el suelo con la punta de su bota, mientras le abrían las esposas a Savage y mientras éste, se bajaba los pantalones y se desabrochaba la parte posterior de sus calzoncillos largos.

    —¡Apresúrate, hombre! —gritó el oficial— ¡Tengo que regresar a mi partida de bridge!
    —No tengo papel higiénico — dijo Savage, mirando hacia arriba.

    El sargento rebuscó en el bolsillo de su guerrera y sacó un endeble trozo de papel de periódico.

    —Este papel es de muy mala calidad y la tinta se te escurrirá por todo el trasero. —le dijo— Pero es mejor que nada. ¿O es que a los Yanquis no os importa? ¡Ja, ja, ja!
    —¿Cuánto me va a costar? —preguntó Savage.
    —Dos dólares. Uno para mí y otro para el teniente. Y un dólar más si quieres leerlo, después de haberte limpiado.

    Savage se estaba hartando de los rebuznos de Mixenheimer, pero la prudencia le aconsejó no exteriorizarlo.

    —Aceptaré su amable oferta. —admitió.

    Un minuto después, ya había acabado. El oficial le pasó la llave al sargento, que volvió a colocarle las esposas a Savage y le devolvió la llave a su superior. Aunque el oficial tenía prisa, se retrasó un poco, lo suficiente como para tener una pequeña conversación con Mixenheimer. Alguna cosa, posiblemente dinero, casi seguro, pasó de las manos del sargento a las del oficial.

    Savage pensó: “Ah, bien, hay hombres como estos dos, en todos los ejércitos del mundo. De igual forma que siempre habrá pobres entre nosotros, bribones, chulos y los del grupo de haz un dólar sin tener muchos miramientos.”

    El tren se volvió a detener tres horas más tarde. Un enorme cartel de madera indicaba que la ciudad en la que se encontraban era Mézières. Estaban relativamente cerca de la frontera con Bélgica. Aquí era donde los prisioneros serían transferidos a otro tren, aunque no se enteraron de ello, hasta cuatro horas más tarde. Savage y los restantes POW fueron encerrados en un cuartito. Mientras tanto Savage cuyo pelo no había sido arreglado desde que se había escapado del monasterio, le dio cinco dólares a Mixenheimer para que le afeitara. Mientras un soldado estaba vigilando con el rifle a punto, el sargento uso con pericia su máquina de afeitar sobre Savage.

    —Me gustaría ser su guardián por lo que reste de guerra. —le comentó Mixenheimer— Me haría rico.

    Mixenheimer traspasó sus prisioneros a un cabo. Tenía el pelo blanco, estaba encorvado y llevaba unas gafas redondas, sin montura. El sargento miró con desánimo cuando vio que además, el contingente de tropa consistía en un solo soldado y éste, por si fuera poco, tendría unos cincuenta años y estaba terriblemente resfriado.

    —¿Dónde se ha metido el Ejército Imperial Alemán, que no está aquí? —gritó con fuertes voces— Vosotros dos tendríais que estar en casa y en la cama, planeando escribir vuestras últimas voluntades por la mañana.

    El cabo se sacó el ajado cigarrillo de la boca y tosió violentamente. Cuando recuperó su respiración y pudo hablar, se lamentó:

    —Ya sabe lo que son las cosas, sargento. Los acontecimientos no funcionan nada bien, por detrás del frente no hay más que chicos muy jóvenes y viejos. Estaba previsto que me acompañarían cuatro soldados, pero enfermaron de tifus. Es una epidemia que estamos padeciendo asiduamente.
    —No deberías decir cosas así delante de los prisioneros, cabo Schuckheider. —le regañó el sargento— Esto fomentará su moral.
    —Tienen ojos y pueden ver. — replicó el cabo respirando con dificultad — Y además, por lo que he oído decir, el enemigo no lo está pasando mejor que nosotros.
    —Bueno, demonio. —cortó Mixenheimer— Ahí tienes un precioso lío. Este hombre de aquí, es un piloto americano, volando por cuenta de los franceses.

    Le dio un empujón con un dedo a Savage.

    —Se ha escapado en varias ocasiones y robó un bombardero Gotha de uno de nuestros campos de aviación. He sido advertido de que es muy peligroso, aunque tenga el aspecto de ser incapaz de matar ni a una mosca. Vas a hacer un gran ridículo si dejas que se vuelva a escapar.
    —Es un tipo grandote. — observó Schuckheider — Y no hay duda que tiene una mirada peligrosa. Nunca había visto nada semejante.
    — Tendrías que ver sus ojos bajo una luz brillante. Son los ojos de asesino, de color amarillento como la piel de un león y con unos copos dorados en su interior. Creo que está loco. Además habla el alemán mejor que tú o que yo, como un barón prusiano. ¡O sea que ya puedes vigilarle! —le advirtió Mixenheimer— ¡Al menor movimiento sospechoso, le disparas! ¡Esas eran mis órdenes y ahora son las tuyas!

    Sacó de un bolsillo la llave de las esposas.

    —Tenía la orden de entregársela al oficial que viniera, pero no hay ninguno. Las nuevas órdenes deben haberse retrasado o estarán perdidas en medio de la confusión reinante. Lo cual no es ninguna novedad. En cualquier caso, aunque no seas un oficial al cargo, eres un militar que está al cargo y mis órdenes no especificaban bien qué tipo de oficial debía ser. Tengo mi conciencia y mis narices limpias, y estoy con mi responsabilidad a salvo, que es mucho más de lo que se puede decir de tu colega, el que no deja de estornudar y toser. Toma la llave.

    El cabo aceptó la llave, aunque de mala gana.

    —¡Ah, sí! —añadió el sargento— Mantén al americano alejado del resto de los prisioneros. No dejes que hable con ellos.
    —Seguramente lo mejor sería fusilarle ahora y terminar de una vez por todas. — opinó el cabo. Miró a Savage y se echó a reír estridentemente — No se preocupe sargento. No me asusta en absoluto.
    —Me han contado muchas historias sobre este tipo. Hazme caso y vigílale constantemente. — le recomendó Mixenheimer.
    —No se preocupe. Ningún estúpido americano mestizo de mala raza, es capaz de dármela con queso.

    Schuckheider ordenó a sus prisioneros que entraran en el vagón. Puestos en fila india, subieron al mismo. Savage era el último de la fila. Cuando llegó la altura de Mixenheimer, tropezó y tuvo que apoyarse en el sargento para no caer. Mixenheimer gritó irritado:

    —¿Qué estás haciendo?¡ Saca tus manos de encima de mí!

    Empujó al teniente para apartarlo. Savage se tambaleó, yéndose hacia atrás y se cayó sentado pesadamente sobre las piedras y las escorias de junto a las vías.

    —¡Levántate! —rugió con aspereza el sargento.
    —Lo siento. —se disculpó Savage mientras se esforzaba para levantarse— Estoy debilitado por el hambre. Tropecé con una piedra. No pude evitarlo.
    — Espera a que estés en Holzminden un mes. —le amenazó el sargento. Y luego, suspicaz, le preguntó: — ¿Estás fingiendo que estás débil?
    —No —se disculpó el teniente, mientras se levantaba con paso vacilante— Es que también estoy herido.

    Aguijoneado por el rifle de Schuckheider, subió los escalones del vagón.

    La locomotora, echando bocanadas de humo, resoplando y lanzando silbidos fue enganchada a un coche carbonera y a otros trece vagones más. En once de estos, subieron soldados, que, al parecer, volvían a casa de permiso. A muchos de ellos les faltaban brazos o piernas y llevaban aparatosos vendajes sobre sus cabezas o sobre sus ojos. El vagón de los prisioneros era el tercero empezando por la cola. Recubierto de tablas y con ruedas oxidadas, parecía como si hubiera estado aparcado en una vía muerta durante años. Sólo la extrema necesidad que crea una larga guerra, devoradora de material, podía justificar haberlo vuelto a recuperar para el servicio.

    En sus mejores tiempos, no habría pasado de ser de una categoría de cuarta clase. Sus asientos eran de madera, las ventanas recubiertas de polvo y humo, el suelo mugriento y lleno de basura esparcida y la única luz provenía de una lámpara de petróleo colgada en medio del techo. Su suciedad confirmaba el agotamiento de medios y personas de los alemanes, por causa de la guerra. En una situación normal, estos eran celosamente pulcros.

    A Savage se le ordenó que se sentara en un asiento delantero del lado izquierdo del vagón. Mientras esperaba que arrancara el tren, miró por la ventanilla. A través del cristal, sucio hasta lo impensable, no tuvo más que una exigua visión del exterior, pero sí pudo distinguir al sargento Mixenheimer, cerca del vagón. Estaba junto a otro sargento que acababa de llegar con cinco prisioneros, escoltado por un pelotón de fusileros.

    Uno de los POW llamó la atención del teniente. Llevaba un gorro de oficial, pero Savage no pudo distinguir de qué ejército. Era muy alto, quizá un metro noventa o más. Sus anchas espaldas amenazaban con romper su guerrera. Sus manos eran las más grandes que Savage había visto en su vida. Un oso Kodiak no se habría avergonzado por tener unas zarpas de aquel tamaño.

    Su cara era larga y estrecha, la gruesa mandíbula sobresalía hasta formar una barbilla redonda y muy parecida a un saco de entrenamiento de boxeo. Su expresión era de inmensa tristeza. Le recordó a Savage las caricaturas de los puritanos de Nueva Inglaterra. Bien, tampoco había nada en su situación, que diera motivo a ninguna sonrisa por su parte.

    El sargento que había traído el nuevo grupo de POW, estaba hablando seriamente con Mixenheimer. Savage limpió el cristal con un poco de saliva y con el guante. Ahora ya podía leer los labios medianamente. El sargento parecía estarle diciendo a Mixenheimer que el grandullón había intentado huir dos veces y que era una verdadera fuente de problemas. Por lo menos eso es lo que le pareció a Savage que estaba diciendo. La oscuridad dificultaba poder estar seguro del todo.

    Ahora, el nuevo grupo subió a bordo del vagón. A este, al igual que el primer grupo, exceptuando a Savage, se le hizo sentar en la parte posterior del vagón. Tres soldados permanecieron con ellos. Esto hacía que fueran doce los vigilados y cuatro los que vigilaban. Pero tres prisioneros estaban demasiado enfermos para hacer otra cosa que no fuera gemir y lamentarse, así como pedir agua de cuando en cuando. No iban a tener ni una gota hasta la próxima parada.

    Pasaron los minutos. El humo fue invadiendo los vagones a medida que los soldados y los POW lo iban expulsando a bocanadas. El tren arrancó con una sacudida. Mixenheimer seguía derecho en el mismo sitio. Estaba fumando un cigarrillo y charlando con el otro sargento, que había salido del vagón. Savage se puso de pie y empezó a alzar la ventanilla.

    —¿Qué estás haciendo? — aulló Schuckheider. Se levantó de su asiento que estaba al otro lado del pasillo, con el cerrojo dispuesto para disparar.
    —El humo. Me está molestando. No quiero más que un poco de aire. No se preocupe, está lleno de tropa al otro lado de la ventanilla.

    La ventana se abrió con dificultad. Savage se puso sus manos esposadas dentro del bolsillo de su chaquetilla y tiró algo fuera. Se inclinó todo lo que pudo sobre el marco de la ventanilla y señaló hacia el suelo, en donde había caído el objeto que había lanzado. Su voz sonó con gran estruendo.

    —¡Mixenheimer! ¡Su cartera! ¡Gracias por habérmela dejado durante un rato!

    A pesar del tañer de la campana y del rechinar de las ruedas sobre la vía, se dejó oír. Mixenheimer miró sorprendido y luego se palpó su capote. Echó a correr hacia el punto que le había señalado Savage, mientras su boca no paraba, evidentemente, lanzando juramentos.

    El teniente, sonriendo, cerró la ventana y se volvió a sentar.

    Schuckheider, inclinándose sobre Savage y lanzando bocanadas de humo de su tabaco barato sobre la cara de éste, le preguntó:

    —¿Qué es eso de la cartera?
    —Mixenheimer no sabía que se le había caído. Se hubiera dado cuenta demasiado tarde si yo no se lo hubiera dicho y le hubiera señalado dónde se le había caído.

    El cabo empezó a toser. Savage apartó su cara. Una de las pocas cosas a las que le tenía verdadero miedo, era a las enfermedades. Quizá no es exactamente que les tuviera miedo, sencillamente que le desasosegaba estar expuesto a bacterias mortales. Era una actitud un poco rara para un futuro médico, pero así eran las cosas. Ya lo superaría. De toda forma era una fobia benigna. Pero aquel sujeto podía padecer tuberculosis y aquello había tumbado a millones y millones de personas. Podía enfrentarse con hombres, con bestias y con tormentas, teniendo siempre posibilidades de sobrevivir. Pero la “plaga blanca” no distinguía lo fuerte que uno pudiera ser, o lo grandote o lo ágil o lo inteligente. Atacaba por un igual a los robustos y a los débiles y se propagaba entre ellos como el fuego en una casita de papel.

    Confiaba en que algún día, sería capaz de arremeter contra la tuberculosis y encontrar un remedio para ella. Pero estábamos en 1918 y parecía quedar un largo trecho para vencerla, si es que en alguna ocasión se conseguía.

    Por fin, Schuckheider dejó de toser. Lanzó un largo escupitajo verde sobre un recipiente de latón y comentó:

    —Ha sido muy amable por tu parte. ¡Puedes estar bien seguro que Mixenheimer no hubiera hecho lo mismo por ti!

    Savage le dirigió una mirada beatífica. Había tropezado con el sargento para poder robarle la cartera. Aunque estaba esposado, se las arregló para sacarle la cartera sin que el sargento se apercibiera de ello. El padre de Savage se trajo tres de los mejores carteristas del mundo para que le enseñaran sus artes al joven Savage. El Doctor Savage le dijo a su hijo que aquel arte podía serle algún dia muy útil.

    Savage había sacado de la cartera la mitad del dinero que le había pagado a Mixenheimer. La otra mitad era el justo precio por el agua y la comida que había comprado. Dudaba que el sargento se quejara ante sus superiores por el dinero robado. No desearía que se abriera una investigación.

    Schuckheider volvió al otro lado del pasillo, a su asiento. Fumó otro cigarrillo, tosiendo a cada chupada. Entonces dijo:

    —No pareces un mal tipo. Siento lo que dije, aquello de que eras un estúpido mestizo americano y de mala raza. Esto lo dije para halagar al sargento. Bueno, principalmente. No debí haberlo dicho. Después de todo uno de mis hijos fue a San Francisco y se convirtió en ciudadano americano.

    Schuckheider tosió y escupió un poco más, entonces encendió otro cigarrillo.

    —¿De verdad eres tan peligroso?
    — ¿Si lo fuera, cree que se lo diría? —sonrió Savage.
    — No, supongo que no. De todas maneras, en cuanto llegue a casa me darán de baja del servicio. Tengo esa esperanza, si es que a los médicos les queda algo de sentido común. Aunque muchos de ellos, carecen del mismo, ¿sabes?

    Se metió en una diatriba contra la profesión médica. El teniente no le confesó que pretendía convertirse en cirujano.

    Luego, Schuckheider se empezó a adormecer, pero su tos le impidió dormirse. Esto fue una suerte para él, pensó Savage, pues si le hubieran pillado durmiendo en acto de servicio, le habrían fusilado.

    Savage no intentó dormir. De haberlo intentado, la tos del cabo y de los hombres enfermos que estaban en la parte de atrás del vagón, le habrían impedido hacerlo, con toda seguridad. Mientras las ruedas del vagón seguían con su traqueteo, estudió detenidamente el mapa, en su mente. La siguiente ciudad en la que el tren podría detenerse, sería Sedan. Allí es donde los prusianos ganaron en 1870 una gran batalla que condujo al final de la Francia que por aquel entonces lideraba Napoleón III. Sus principales industrias eran las de tejidos, químicas, aparatos médicos y elaboración de alimentos. A unas nueve millas al sureste de la frontera belga.

    Bélgica estaba ocupada por los alemanes, pero por encima de ésta, estaba la Holanda neutral. No sería nada fácil atravesar Bélgica o pasar a través de la triple valla que rodeaba la frontera entre Holanda y Bélgica, por una zona fuertemente vigilada y protegida por una zona de minas. Sin embargo, no estaba dispuesto a retrasar demasiado un nuevo intento para liberarse. Cada vuelta de las ruedas del tren, le iba acercando más a Alemania.

    Estaba planeando darle cuerpo a un plan razonable, cuando fue sorprendido por una serie de voces en la parte de atrás del vagón. Al volverse, vio al hombretón de los puños grandes como jamones y expresión austera, cara a cara con otro de los prisioneros. Oyó el potente vozarrón del hombre gigantesco, con toda claridad. No era posible escapar de aquel fuerte tono ni olvidarlo, una vez escuchado. Era tan profundo como la voz de Dios bajando desde el Monte Sinaí. Bueno, quizá esto era una exageración, pero ciertamente era el bajo más profundo que Savage hubiera oído nunca anteriormente.

    Como se había sacado el gabán del uniforme, sus insignias revelaban que se trataba de un capitán del Cuerpo de Ingenieros de los Estados Unidos.

    Los dos tipos estaban discutiendo violentamente. Al parecer, el grandote había escupido sobre el zapato del otro individuo, que era bajito y delgado, de una extrema palidez. Parecía que sufriera anemia, pensó Savage para sus adentros. Pero era bastante vigoroso y le estaba chillando al capitán y amenazándole con molerlo a puñetazos. Sus insignias mostraban que pertenecía al Cuerpo de Comunicaciones de los Estados Unidos, en calidad de teniente.

    El escupitajo sobre el zapato del tipo del Cuerpo de Comunicaciones, quizá no fue tan accidental, pensó Savage. La excusa, podía ser una estratagema, un preludio para un intento de fuga. Fuera o no así, le proporcionó una oportunidad de hacer aquello que había estado deseando llevar a cabo desesperadamente. Los soldados que estaban alrededor de los dos tipos, se estaban divirtiendo y sólo tenían ojos para los dos tipos pendencieros.

    Schuckheider estaba de pie junto a ellos, vigilándoles. Sostenía su rifle con una mano.

    Entonces, el ingeniero le dio un empujón a su contrincante, se dio media vuelta y estampó su puño contra la pared.

    Los ojos de Savage, se abrieron como platos.

    ¡Aquel enorme puño había abierto un boquete en el lateral del vagón! La madera estaba podrida, pero era bastante gruesa. Savage pensó que él mismo no sería capaz de repetir semejante hazaña. Por lo menos, no sin antes fracturarse los nudillos y, con toda seguridad, algún dedo.

    Schuckheider dio un salto atrás y lanzó un juramento.

    El tipejo que parecía carecer de sangre en el cuerpo, saltó sobre la espalda del grandullón y empezó a golpearle duramente con sus puños. Con un rugido, el ingeniero sacó el puño del agujero de la pared y empezó a girarlo, moviéndose hacia el pasillo. Los soldados se echaron a reír y el resto de los prisioneros empezaron a vitorear.

    La acción siguiente sorprendió a todo el mundo, excepto a Savage. El hombretón se dobló, con las piernas del tipo bajito alrededor de su pecho. Al caer agarró los capotes de ambos, del asiento, pero el tipo anémico le arrebató uno de ellos de sus puños, por la fuerza. Y los dos, con el hombrecillo a caballo del otro, salieron disparados por la ventanilla. Ambos sostuvieron los capotes, protegiéndose la cara.

    El cristal se hizo añicos. Todo el mundo se quedó helado, a excepción de Savage. Arrancó el rifle de las manos de Schuckheider y lo tiró a través de la ventanilla, desde su asiento. Cogió el atado de su ropa de vuelo y se lanzó de cabeza por la abertura, con sus manos enguantadas aguantando frente a su cara, el paquete de la ropa de piloto. Para saltar afuera, de haber sido posible hubiera preferido hacerlo por su propio lado, que estaba mejor iluminado y sobre alguno de los inmensos charcos de agua. Sin embargo, ahora, ya no era el momento de esperar. Los guardias estarían muy atentos tras la huída de los dos americanos.

    En el exterior, el silbido del pito de vapor del tren, envolviéndole, los gritos de los soldados persiguiéndole... y entonces, tras lanzar un aullido triunfal, huyó. Justo en aquel preciso instante, fue a dar contra el suelo, de forma tan violenta, que quedó sin conocimiento.


    XI


    CUANDO RECUPERÓ el conocimiento, estaba tendido sobre el costado derecho. Le envolvía la oscuridad y el silencio. Pero tenía la impresión, dentro de sí mismo, que el dolor que sentía le proporcionaba luz propia. Estaba destellando a intermitencias, dentro de su cabeza, de su cuello, su cara, su hombro izquierdo, las costillas del lado izquierdo y su rodilla derecha.



    Apretando los dientes y con la cara contraída por el dolor, se sentó. El tren había arrancado demasiado deprisa, como para poderse detener inmediatamente y le tomaría algo de tiempo hacer marcha atrás. Si es que lo llegaba a hacer. Podía seguir en dirección a la estación siguiente, sin hacer ninguna verificación y entonces, allí, informar a los oficiales locales del ejército, los cuales enviarían un equipo de búsqueda.

    De cualquier forma, si volvían atrás, pronto los tendría muy cerca. Tenía que seguir su camino.

    Lo acababa de iniciar cuando un búho ululó por allí, haciendo la ancestral pregunta sin respuesta, que siempre hacen los búhos – ¡Quién hay! ¡Quién hay! ¡Quién hay!. ¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!

    Hablando en inglés, gritó:

    —¿Hay alguien ahí? ¡Hey, soy el teniente Clark Savage, Júnior! ¡Acabo de escaparme yo también! ¿Hay alguien más ahí?
    —¡Hu! ¡Hu! ¡Hu!

    Fue la única respuesta que recibió.

    No pensó en que los dos americanos sospecharan que les tendían una trampa. Si le habían oído, tendrían que responderle. Debían de haberse largado de allí. O, a lo mejor, estaban aún inconscientes o hasta muertos. Saltar de un vagón que circula a ochenta kilómetros por hora, es una invitación para que “la de la guadaña”, venga apresuradamente.

    Tenía que meterse en el bosque lo antes posible. Pero necesitaba su atado para poder sobrevivir. Haciendo muecas de dolor y gimiendo, se levantó y empezó a buscarlo. Como no podía ver absolutamente nada en medio de aquella oscuridad, con excepción de la masa del bosque, no tan oscura en el lado junto a las vías, no le quedó más remedio que empezar a explorar con sus manos. Con ellas palpó las traviesas de madera empapadas en creosota que formaban el lecho alzado. Poco después, pudo constatar que se hallaba entre los rieles de hierro. No sabía con exactitud sobre qué par de rieles se encontraba.

    Empezó a dar vueltas alrededor. El primer círculo sería el más estrecho y a medida que fuera avanzando en la búsqueda, iría aumentando la espiral de su recorrido. Sin embargo no estaba seguro de poder revisar todo el terreno que necesitaba cubrir. Podía ir en una línea más o menos recta.

    Confió en poder encontrar pronto el atado de su ropa. No podía oír el tren, pero en cualquier momento, este podía haberse detenido y hacer marcha atrás en su recorrido. Confiaba también, caso de encontrar su atado, que no encontraría también algo más. Es decir, el cadáver de alguno de los americanos que se habían escapado a través de la ventanilla del vagón.

    Tenía la mano derecha encima de una de las vías. Iba a retirarla cuando notó una débil vibración transmitida por el metal. O se trataba de otro tren que se aproximaba por los carriles interiores o era el tren del que había escapado, que volvía marcha atrás por los carriles de la vía del lado exterior. No podía quedarse mucho más allí, para ver qué ocurría. Ni siquiera podía esconderse en la linde del bosque para determinar de qué tren se trataba. Si era aquél del que había saltado, se detendría por aquella misma zona. Los soldados, con linternas eléctricas podrían batir los bosques, confiando en hacerle salir a la vista. Debía alejarse de allí tanto como pudiera, pero no quería hacerlo hasta saber exactamente en qué dirección estaba el norte.

    Se arrastró sobre el otro par de vías y puso su oído sobre el metal frío del raíl. No percibió allí ninguna vibración. Pero seguía sin saber si eran las vías interiores o las exteriores. En medio de aquella oscuridad, era imposible determinarlo.

    Desesperadamente, obligando a su dolorido cuerpo a moverse con rapidez, bajó a gatas por la ladera. Tenía la intención de continuar la búsqueda hasta que aparecieran las luces del tren. Y entonces dijo:

    —¡Ah, gracias a Dios!

    Sus dedos habían palpado algo blando. Era el atado que estaba buscando. Tomó con su mano la cuerda que lo envolvía y se puso de pie. Esto le provocó gemir con más intensidad y le causaba un fuerte dolor cada vez que respiraba. Es posible que tuviese fracturada la segunda costilla de la derecha.

    Cojeando, bajó la pequeña cuesta sobre la que estaban instalados los rieles y se fue hacia los bosques. Le gustara o no, debía permanecer lo más cerca que pudiera de las vías hasta que viera llegar un tren. Si no lo hacía, nunca podría saber qué camino debía tomar para llegar al río Semois. Cuando llegara hasta él, si es que llegaba, sabría que estaba en Bélgica. Ahora se encontraba en la región de las Ardenas, una región escasamente poblada, con un llano muy boscoso y muchísimas colinas. Incluso conociendo la dirección correcta hacia la que dirigirse, podía acabar caminando en círculos cuando estuviera en el interior de los oscuros bosques. No se veían estrellas a través de los árboles, por las que poderse guiar hasta su destino.

    De repente, la luz frontal de una locomotora, apareció por la derecha. Esperó hasta que la luz se hizo más intensa. Entonces un agudo pero plañidero silbido, sonó. Sonrió para sí. No parecía probable que el tren del que se había escapado, anunciara su presencia tocando el silbato de vapor. Pero esperó un poco más antes de irse. Volvió a sonreír cuando vio que la locomotora tiraba del convoy. Si hubiera estado empujando los vagones, se hubiera tratado del tren del que se había escapado. Sin embargo, el tren podía estar regresando en estos momentos y estar allí en poco tiempo, incluso si venía a poco velocidad. Los soldados del mismo no sabían exactamente dónde había saltado, pero podían estimar el sitio con cierta aproximación.

    Se dio la vuelta y echó a caminar por los bosques. Para hacer su recorrido, lo hizo con mucha lentitud, pues seguía tropezando con troncos de árboles y enredándose con los arbustos y además debía tener mucho cuidado de no caer en alguno de los innumerables hoyos. Y por si fuera poco, tenía que ir chapoteando intermitentemente entre medio de cenagales en los que se hundía hasta las rodillas. Cuando llegó a la primera colina un poco alta, aún avanzó con más lentitud. Ascender por ella, resultó sumamente penoso, pues era bastante agreste y al final tuvo que buscar un lugar menos escabroso, en el que poder descansar unos minutos. Tras haberlo encontrado y habiendo tomado un respiro, bajó aquella colina y empezó a subir por otra, tras haber vadeado una zona pantanosa. Toda aquella comarca era demasiado enmarañada para poder seguir una línea recta. Y fueron pasando las horas, mientras sus períodos de descanso, eran cada vez mayores.

    Su sentido común le dijo que sería conveniente estirarse e intentar dormir hasta el alba. Entonces podría tomar una dirección determinada. Era una locura seguir caminando, cuando podía estar completamente desencaminado y estar yendo en dirección sur. A pesar de todo, no se detuvo. Estaba seguro que se dirigía hacia el río Semois. Algún sentido interior le decía que estaba siguiendo el camino correcto. Pero aquel sentido interior, ya le había traicionado en el pasado.

    Hizo un alto en el camino, bastante más prolongado que los anteriores, para ponerse el traje de aviador. Se retrasaría aún más en su caminata y en sortear los accidentes del terreno, pero el aire de la noche era cada vez más frío.

    Mientras lleno de dolor se iba poniendo el traje, se vio envuelto por la niebla. Le cubrió con un toque frío, le dejó las manos húmedas y le impidió ver más allá de la punta de sus botas. A pesar de todo, siguió adelante hasta que llegó a una roca que tenía una especie de alero, bajo el cual había un hueco. Se arrastró para meterse dentro del mismo y dedicó las horas de oscuridad que aún quedaban, para descabezar un sueño, lleno de interrupciones esporádicas.

    Se despertó mientras escurría por el alero de la roca una lluvia que caía por encima del estrecho hueco en el que estaba. Se encontraba fatigado y muy hambriento, todo él en conjunto, derrengado, pero por lo menos no le iba a faltar agua para calmar la sed. Una hora y media después, vio el río Semois desde lo alto de una colina bastante elevada. Aunque el cielo estaba lleno de nubes y había neblinas emblanqueciendo el suelo, pudo ver un pueblo a la izquierda, aunque algo apartado de donde se encontraba.

    A su derecha y sobre la cumbre de la colina más próxima, había un enorme castillo. Incluso a la distancia que se encontraba, consiguió ver que tenía muchas de las ventanas rotas. Bajó del cerro en el que estaba y subió la cuesta hasta que llegó arriba. Tras un árbol del bosquecillo, se quedó mirando, buscando alguna señal de vida. De ninguna de las diez chimeneas salía humo. No se veía ninguna luz ni se escuchaba ninguna voz. Las pequeñas cabañas que había detrás del castillo, posiblemente las residencias de los sirvientes, también mostraban sus ventanas rotas y sus chimeneas tampoco despedían humo. El lugar parecía abandonado desde largo tiempo atrás.

    A pesar de todo, se acercó al castillo con todo tipo de precauciones, escondiéndose tras una de las cabañas y escuchando y observando con toda atención. Por fin, se dirigió a toda velocidad hacia la casa principal, pero a mitad de camino, oyó un gruñido detrás suyo.

    Se volvió, mientras el intenso dolor que sufrió en sus costillas, al hacerlo, le hizo gemir penosamente. Mientras ocurría esto, oyó varios aullidos y gruñidos. Siete enormes perros corrían hacia él. Sus pelajes lucían sucios y enmarañados y estaban en los huesos. Debían haber pertenecido al actualmente ausente dueño del castillo, pero habían permanecido en su entorno por algún tiempo. Estaban hambrientos y debían haber atacado a otros seres humanos, con toda seguridad. Y si aún no lo habían hecho, ya ahora debían haber perdido cualquier vestigio de educación que hubieran podido poseer en un principio.

    Todo esto le pasó por la cabeza como un relámpago, mientras acababa de volverse, para irse directamente hacia el castillo. Y de repente se vió corriendo tan rápidamente como pudo, mientras cada pisada de sus pies sobre el suelo le provocaba un enorme dolor en su pierna y en las costillas rotas o con fisura. Llegó hasta las despedazadas ventanas de dos hojas, de puro estilo francés, de una de las habitaciones justo cuando el perro que iba en cabeza le clavó sus dientes en la pierna, a la altura de la pantorrilla. Se lanzó a través del hueco y resbaló boca abajo, por encima de los vidrios rotos que aun quedaban, sobre el suelo de parquet, con el perro colgándole de la pierna. Por suerte, la gruesa piel de los pantalones de cuero evitó que los dientes hicieran algo más que arañarle la pantorrilla. Lo que era un mal menor, según pensó. No tuvo tiempo para evaluar la herida.

    Como la mayoría de los componentes de la jauría, el perro era un Alsaciano, más conocido en los Estados Unidos como pastor alemán. Este ejemplar tenía una altura de sesenta centímetros y debía pesar alrededor de treinta y cinco kilos. Gruñía y babeaba mientras mantenía la presa sobre la pantorrilla del hombre, que confiaba acabaría por comerse. El resto de la jauría aún no habían llegado, pero no iban más que a tres metros de distancia del perro que iba en cabeza.

    Savage se revolvió y golpeó con el dorso de su mano sobre el cuello del perro. Este aflojó su presa, mientras quedaba medio aturdido. Savage se levantó, revolviéndose, mientras un dolor agudo y lacerante le invadía, hasta el punto de pensar que iba a desmayarse.

    Pero pudo ir tambaleándose hasta la puerta más cercana al salón y la cerró de golpe, mientras se zambullía en otra habitación. A costa de sufrir un intenso dolor, se volvió y abrió la puerta unos centímetros. Gruñendo, babeando saliva sobre el suelo, con sus enormes dientes relucientes, una cabeza de perro se coló a través del pequeño espacio abierto. Savage golpeó con su puño, con fuerza, entremedio de los ojos del Alsaciano. Al hacerlo, aulló agónicamente del dolor que sintió en el puño, pero los ojos del perro se quedaron sin vida. Savage le agarró la oreja que tenía más cerca de la mano y estiró de ella hacia dentro. Al mismo tiempo apoyó el hombro contra la puerta para evitar que el resto de perros irrumpieran dentro. Y entonces, la cerró de un fuerte golpe.

    La manada aulló, ladró y rugió, mientras sus cuerpos se estrellaban contra la puerta una y otra vez. El teniente se arrodilló justo cuando el perro se empezaba a recuperar, con su cabeza inclinada, colgando fláccida. Cerró las manos sobre su cuello, forcejeó hasta tirarle al suelo mientras intentaba morderle y mantuvo la fuerte presión hasta que sintió que había dejado de respirar. Tenía la lengua fuera, una parte de la misma sobre el suelo. El fuerte olor a perro se esparció por la habitación.

    Había otras tres entradas. Desgraciadamente, faltaban dos de las puertas. Alguien había roto las bisagras y se las había llevado. Ignoraba por qué razón no se habían llevado todas las puertas. Quizá los saqueadores o los carroñeros de basura habían sido interrumpidos al intentar hacerlo. No importaba. El hecho de que hubiera quedado una puerta, constituyó su salvación. Aunque fuera temporalmente. Manchones pálidos sobre las paredes, mostraban el sitio en que había habido cuadros colgados durante mucho tiempo. Faltaban todas las cortinas, alfombras y muebles. Había infinidad de agujeros en las paredes, algunos hechos a propósito y otros a causa de las balas. Se trataba de una destrucción malévola. La habitación en la que entró Savage la primera vez, que supuestamente era el salón de recepción, había sido despojada de todo, excepto los restos de un inmenso piano. Y en la habitación que estaba más allá de la que se encontraba, había montones de excrementos humanos, resecos.

    El teniente sintió que los saqueadores hubieran arrasado aquel sitio, pues esto disminuía las posibilidades que tenía de encontrar algo de comida. De cualquier forma, exploraría el castillo. Es decir, lo haría en cuanto se hubiera asegurado que la jauría de perros no entraría en esta habitación. Los perros debían haber estado deambulando por allí, desde que los abiertos ventanales dobles se habían convertido en una invitación. Debían conocer bien la distribución.

    Repentinamente, los golpes de los cuerpos que se arrojaban contra la puerta, cesaron. Aplicó el oído sobre la madera. El silencio no significaba que los perros hubieran abandonado la cacería. Entró en un cuarto a su izquierda y atravesó varias entradas más, a todas las cuales les faltaba la puerta correspondiente. Entonces, oyó unos gruñidos y sonidos hostiles así como el roce de zarpas sobre el suelo desnudo. Volvió atrás corriendo, sin que le disminuyera el dolor ni un momento, agarró la pata trasera del animal muerto y la arrastró hasta la entrada que aún conservaba la puerta, cerrándola. Arrastrando el cadáver del animal, fue atravesando una serie de habitaciones hasta que llegó a la cocina. Era inmensa y tenía varias cocinas de gas y una enorme chimenea con un gran atizador de hierro en su hogar.

    Pocos utensilios de cocina habían dejado los saqueadores, y los cajones y estanterías, habían quedado desprovistos de artículos de menaje. Necesitaba un cuchillo. Dudaba que hubiera quedado alguno, pasado por alto. Con la cabeza baja, apretando los dientes por causa del dolor, alzó el cadáver de la bestia, subiéndolo por la estrecha escalera metálica de caracol, hasta la planta superior. Como se imaginaba, esta conducía hasta un vestíbulo. Los accesos sin puertas, mostraban una serie de pequeñas habitaciones, que debían haber sido las de la servidumbre.

    Por abajo, había un concierto de aullidos y ladridos de los perros que seguían el rastro en la escalera. Bajó al vestíbulo en busca de una puerta con la que pudiera cerrar el acceso. Al no encontrar ninguna y sabiendo que no le quedaba mucho tiempo, volvió a la habitación en la que habían quedado los restos de una cama. El colchón, las almohadas y las sábanas, habían desaparecido, pero los soportes y las piezas del armazón estaban por el suelo. Tomó uno de los soportes y se puso junto al quicio de la puerta.

    Cuando el primer perro se abalanzó, arremetiendo, le pegó un golpe en la cabeza. El cráneo estalló hecho pedazos, el animal se quedó encogido y Savage introdujo el extremo del soporte en la boca abierta del segundo perro, cuando saltaba sobre él. Empujando con toda su fuerza, a pesar del intenso dolor, Savage consiguió echar fuera al perro, con el extremo del soporte. Tiró hacia él, sacándolo de la garganta del animal y le atizó al tercer perro, bajo la quijada, rompiéndosela y golpeó salvajemente al cuarto, en la cabeza, provocándole la muerte inmediata.

    Durante un minuto, se suspendió el ataque. Los perros seguían ansiosos por atraparle, pero las pérdidas que habían sufrido, estaban haciéndoles titubear. Dejó el soporte a un lado, se agachó y levantó una de las bestias que estaba inconsciente aunque seguía gruñendo y la arrojó al vestíbulo. Inmediatamente, los perros cayeron sobre el cuerpo inerte e indefenso. Sus gruñidos, dentelladas y mordiscos, formaron un estruendo, mientras lo destrozaban.

    Mientras se peleaban sobre el cadáver, Savage arrastró el primer perro que había matado, hasta la abertura de la ventana. El cristal estaba roto, pero aún quedaban puntiagudas aristas sobre el marco. Arrancó a puñetazos los restos de vidrios, con sus manos enguantadas y levantó el pesado cuerpo, haciéndolo pasar por la abertura. Continuó con el cadáver hasta el tejado y tuvo que agarrarlo por la cola, pues estaba empezando a hacer caer los restos de cristales rotos.

    Sentado, con las rodillas levantadas para poder mover los pies, avanzó con gran esfuerzo sobre el tejado hasta llegar a la unión de dos voladizos. Subió hasta el extremo superior y se sentó en el borde durante unos momentos. Débilmente, seguía oyendo a los voraces perros.

    Mientras descansaba, miró el paseo de grava que llevaba hasta la parte frontal del castillo y lo rodeaba a través del bosque. No se veía ni una sola criatura viviente, con excepción de un halcón, que planeaba hacia el río. Veía fragmentos del enfangado camino que había a lo largo del Semois, aquí y allí. En dirección a la izquierda, llevaba hasta el pueblo, pero no sabía dónde conducía por la derecha.

    Por entonces, habiendo recuperado parte de sus fuerzas, aunque el dolor no había disminuido, colocó el cadáver de manera que colgara por ambos lados del borde. Volvió a hacer el resbaladizo camino de vuelta hasta la ventana por la que había venido. Pudo ver a un perro en el recibidor, arrancando trozos de carne de su camarada muerto y a otros dos haciendo algo similar en la habitación. Aunque uno de ellos vio la cara de Savage, no paró de comer. Al parecer, aquella jauría había rematado al perro que quedó con la mandíbula rota y estaban ahora comiéndose su parte. Confió en que sus estómagos estuvieran saciados.

    A los treinta minutos, los tres perros sobrevivientes se habían comido la mayor parte de la carne y de los órganos y estaban masticando trozos de huesos. Aunque no prestaron mucha atención a Savage, excepto para vigilarle esporádicamente y mostrarle entonces sus ensangrentadas fauces, dirigidas claramente hacia su persona, se convertirían en una amenaza, más tarde. Podía abandonar la casa, aunque tenía sus dudas sobre si podría llevarse con él, el perro muerto que tenía en el terrado. Aquel tipo de acción, podría hacer que los animales fueran tras él. No les iba a gustar nada ver que se iba con tanta comida.

    Porque tenía el proyecto de comerse el animal muerto.

    Eso significaba que iba a tener que deshacerse de los perros vivos que quedaban. Tomó un fragmento de vidrio roto, que era lo bastante largo y estrecho como para convertirse en una daga. Se arrastró por el hueco de la ventana, mientras los dos perros del cuarto se alertaban. Gruñendo y con las patas tiesas, vigilaron su comida. Entonces, cuando el hombre se acercó, uno de los animales se abalanzó sobre él. Savage le hundió el fragmento de vidrio en el cuello. El impacto del enorme animal, lo envió trastabillando hacia la pared que tenía a sus espaldas. El animal salió huyendo, con el trozo de vidrio hundido profundamente en su cuello. Se encaminaba hacia la puerta de salida pero se fue directamente contra el otro perro. Creyendo que estaba siendo atacado, el otro animal se enzarzó con el herido. El teniente se hizo con un trozo del tablero del armazón de la cama y empezó a golpear a los dos animales con él. Ladrando y lloriqueando, se escaparon hacia el vestíbulo.

    Gritando y agitando amenazadoramente el trozo de tablero, Savage expulsó a los dos animales de la casa. Acabaron desapareciendo en los bosques. Pero sabía que volverían en cuanto el hambre apretara. Tras haberse tomado un descanso, volvió a subir al tejado y se bajó el animal muerto. Y luego, se puso a buscar por todas las habitaciones del castillo, de arriba abajo. Pudo encontrar algunas toallas, olvidadas por los saqueadores, se sacó su traje, hizo tiras con las toallas y se las sujetó alrededor de las costillas. No fue algo fácil de hacer, para un hombre sólo y sufrió sobremanera al hacerlo. Luego, tras haberse vuelto a poner la ropa, excepto el traje de vuelo, volvió a seguir con su inspección.

    Tomó buena nota del número de habitaciones, su tamaño, sus accesos y sus ventanas. Si tenía que salir a toda velocidad, estaría ya familiarizado con la distribución de todos los habitáculos. Fue cuando se encontraba en la tercera planta, que advirtió una cosa rara, que no encajaba. La inmensa biblioteca era un desorden debido a la cantidad de volúmenes tirados por el suelo, las estanterías arrancadas, las ventanas destrozadas y las estatuillas rotas. La gran placa de bronce que contenía el nombre y escudos de la antigua familia a la que pertenecía el castillo —de Musard— había sido arrancada de la pared. Lo que le llamó la atención, sin embargo, fue por el inexplicable espacio que había entre la pared de atrás y la enorme librería y el cuarto de al lado.

    Se estuvo rompiendo la cabeza durante un rato antes de verificar la pared de atrás. Tras haber estado hurgando con los dedos, localizó una protuberancia, una perilla en forma de timbre, de un elegante estilo decorativo dieciochesco, con elegantes volutas, a la altura de su vista. Una delgada depresión, circundaba la protuberancia. Las dos perillas que hacían juego, no la tenían.

    La pulsó. Se hundió un cuarto de pulgada. Una sección de la pared empezó a dar la vuelta, sobre un eje invisible. Se retiró. Cuando la sección en movimiento quedó en ángulo recto con el resto de la pared, detuvo el giro.

    De la oscuridad, surgía una pestilencia a aire viciado, moho y a algo podrido.


    XII


    LA LUZ que entraba en la biblioteca por los amplios ventanales, iluminó débilmente una parte de la habitación secreta. Encendió uno de los pocos fósforos que le quedaban y se aventuró lentamente en el cavernoso interior. Gruñó asombrado ante lo que vió.



    La llama se apagó. Aunque ansioso por la curiosidad de ver más cosas, no quiso usar todos sus fósforos. Pero recordó que había visto algunos enormes velones en la mesa cerca de la alejada pared que quedaba a su izquierda. Tanteó en medio de la oscuridad, mientras su vista se iba gradualmente adaptando a ella, se acercó a la mesa y encontró una vela en un gran candelabro metálico. Empleando un nuevo fósforo, encendió la mecha.

    Había esqueletos humanos y de perros, clavados en el papel de la pared, de color rojo sangre, muchos de ellos acoplados en posiciones obscenas o agrupados en combinaciones extravagantes. En los espacios que dejaban libres los esqueletos, se habían dibujado sobre el papel carmesí diversas figuras: gatos negros, calderos de bruja, demonios y bestias medio humanas.

    Un esqueleto masculino ensamblados sus huesos con alambres, colgaba del medio del techo, de un nudo corredizo colocado alrededor de las vértebras de su cuello. Los huesos de su pecho estaban recubiertos por una pintura roja. Un enorme falo de madera estaba sujeto a los huesos con alambre y proyectado hacia arriba. Unos cuernos de macho cabrío sobresalían de la parte superior de la sonriente cabeza.

    Las sillas, que parecían construidas durante el reinado de Luis XIV de Francia, estaban dispuestas en tres filas de tres sillas cada una, en la parte de atrás de la habitación.

    Ante Savage, estaba la mesa, de tres metros de larga y uno y medio de alta, construida con una madera lustrada y de color de sangre. Alrededor de sus arqueadas patas, serpientes enroscadas, con la cabeza mitad serpiente, mitad mujer. En cada esquina de la mesa había una vela negra sobre un candelabro de bronce. Los candelabros estaban moldeados representando formas diabólicas, con sus cabezas echadas hacia atrás, para sostener así entre los dientes, la parte inferior de las velas. En mitad de la mesa había un gran recipiente, tallado de una pieza de un fragmento de mármol negro.

    A un metro y medio de la mesa, estaba la pared. Adosada a la mesa, había una gran pieza de bronce, con una figura en altorrelieve de un macho cabrío con patas, cornamenta de morueco, falo de toro y barbita bífida humana, que sonreía y que tenía a una delgada mujer desnuda, contorsionándose, sujeta entre sus puntiagudos dientes.

    Savage se inclinó sobre el gran recipiente de mármol negro para poder ver mejor lo que contenía en su interior. Señales de sangre seca manchaban la cavidad. Los huesos de un pequeñuelo, de seis meses aproximadamente, aparecían en el centro del negro cuenco. Junto a ellos, un enorme cuchillo de punta afilada.

    Savage quedó horrorizado. Lo que más le angustió, además de dejarle desconcertado, fue un enorme gusano blancuzco, que se movía lentamente entre los huesos de la pequeña espina dorsal. Siempre había creído tener un conocimiento bastante abundante de la familia de los invertebrados, pero fue incapaz de clasificar aquella repugnante criatura... Era, hasta donde podía imaginar, un gusano desconocido para la ciencia. Pero entonces, aún no lo sabía todo.

    Sacó la vela de la biblioteca y apagó la llama. Se sentó, pues estaba abatido. El cuarto secreto era donde debían celebrarse las Misas Negras, o por lo menos, eso es lo que a él le pareció. Aquella criatura y seguramente las personas cuyos esqueletos estaban clavados sobre la pared, debían haber sido sacrificados durante los desequilibrados ritos que aquí se practicaban. No podían haberse desarrollado sin el conocimiento y la colaboración del dueño del castillo. Probablemente el Barón de Musard o quienquiera que fuese que habitaba allí, debió ser el sumo sacerdote de aquella espantosa religión, cuyas raíces debían provenir de la antigua Edad de Piedra. Pero en su versión actualizada de aquellos días, la de los adoradores del diablo, no era más que una forma pervertida de aquella antigua religión. Debía haber sido distorsionada e influida por la fe Cristiana, que era su peor enemiga y se había transformado en la versión al revés de la religión que intentaba pisotear.

    El atisbo de esta área terrible le recordó a Clark lo que le había contado su padre cuando estuvieron juntos en el interior de Australia. Entonces sólo tenía catorce años— ¿no hacía más que dos años de aquel viaje? —y habían llegado hasta lo más profundo del país para aprender a seguir rastros, de los mejores expertos del mundo en esta especialidad, los aborígenes. Un indio de Norteamérica o un pigmeo del Congo, no eran más que unos novicios en el seguimiento comparados con los hombres de las Antípodas. Así que el Doctor Savage había encargado de la tutela de su hijo a Writjitandel del pueblo Wantella. El joven Clark convivió con la tribu, llevó sus mismos simples atuendos, comió la comida que comían ellos, cazó los animales que mataban y aprendió a sobrevivir en uno de los lugares con el clima más desolado y duro del planeta.

    Al mismo tiempo aprovechó para seguir estudiando las lecciones de los libros que se había llevado consigo. Esto es algo que divirtió enormemente a Writjitandel, quien no pudo ver mas que una enorme pérdida de tiempo en el estudio de material impreso.

    El Doctor Savage estaba a ochenta kilómetros del campamento aborigen, buscando oro. Más o menos cada dos semanas, Clark recorría los ochenta kilómetros, deteniéndose tan sólo brevemente, para visitar a su padre. Fue durante una de estas visitas a su padre, cuando éste le habló del mal en este mundo y sobre la necesidad de combatirlo.

    Clark sabía que su padre estaba obsesionado con este tema, pero no sabía la razón con exactitud. De vez en cuando, el Doctor Savage le había hablado de ello. Siempre era, sin embargo, bastante impreciso pues nunca mencionaba nombres, lugares o hechos concretos y específicos. Todo lo que había podido saber es que, su padre, en su juventud, había cometido algún hecho criminal o grave. Pero su padre se había arrepentido de lo que fuera que hubiese hecho y debemos usar este término, por usar una expresión religiosa. Debido al perverso hecho o hechos, había jurado solemnemente que a partir de entonces, combatiría el crimen y el delito. Lo cual quería decir, que tendría que luchar contra los delincuentes y criminales.

    Clark recordaba estar sentado a la entrada de la cabaña, junto a las excavaciones, mientras una gloriosa puesta de sol en el desierto se desplegaba majestuosamente como la cola de un pavo real en el fin del mundo.

    —Cuando me refiero al mal, —explicaba el Doctor Savage— me refiero a éste en abstracto, naturalmente. Desde el punto de vista filosófico y en esencia, no existe una cosa así. No se trata de una persona, un animal o un árbol. Es un concepto que los humanos, los seres humanos, hemos personificado. Humanizado. No existe, repito, una fuerza, elemento o cosa que sea Mala, así, con la letra mayúscula.
    —Pero existen humanos que cometen actos malos. Y nosotros, me refiero al Homo Sapiens, del cual soy, a menudo con pesar y a veces con satisfacción, un miembro más, a veces consideramos a otros humanos como representantes del mal, de la misma manera que hacemos con ciertas fuerzas destructoras y asesinas, completamente naturales, como puedan ser las tormentas, inundaciones, erupciones volcánicas y enfermedades, así como diversos animales, como los tigres devoradores de hombres, los mosquitos transmisores de la malaria y otros similares.
    —Pero estos son el mal, nada más que porque los humanos así los califican. Y lo hacen así porque resultan malos para los humanos adversamente afectados por ellos. Ahora ya has ingerido la esencia del significado de mi pequeña lección, su meollo y su sentido, ¿verdad que sí?
    —Más que eso. —reconoció Clark.

    Su padre le hablaba con una inflexión y un acento inglés. El inglés corriente, aunque ocasionalmente pronunciaba, un poco en broma, algunas frases en un dialecto que su hijo, siempre curioso e infatigablemente asiduo en la búsqueda, descubrió que era Yorkshire.

    Pero su padre nunca se brindó a descubrirle sus orígenes o la historia de cómo fue que saliera de Inglaterra y tomara la ciudadanía americana, aunque tampoco Clark se lo preguntó nunca. Respetó siempre la reticencia de su padre y estaba agradecido por los pocos indicios que consiguió saber sobre el pasado del doctor. No obstante, al morir su padre, Clark intentó hacer algún trabajo detectivesco. Pero mientras tanto, lo que más importaba eran el presente y el futuro.

    —No es fácil definir una mente delictiva. —afirmaba el doctor— ¿Por qué? Pues porque todo el mundo tiene el potencial para convertirse en un delincuente. Pero esto es algo que tú ya sabías. Lo que me gustaría es que te involucres en combatir solamente a los delincuentes mayores. Los carteristas, los rateros y los cacos no deben entrar en tu jurisdicción. A no ser, por supuesto, que los persigas durante tu lucha.

    Su padre le hablaba de luchar contra el delito como si de una guerra entre naciones se tratara, una pelea entre grandes imperios. Las fronteras estaban bien señaladas, los confines, establecidos desde hacía mucho tiempo, las causas de la guerra y los desacuerdos, perfectamente detallados. Uno de los bandos era el blanco, el otro era el negro. El doctor no lo admitiría desde un punto de vista filosófico, pero siempre se expresaba como si no existieran sombras, como si no hubiera zonas grises e intermedias.

    Clark no estaba tan convencido.

    —¿Delito? –comentó— ¿Delincuentes? ¿Qué ocurre con los ricos y los poderosos que operan al margen de la ley y además, como dicen los periodistas, les roban los ahorros a las viudas y a los huérfanos? ¿A los que despojan a los pobres de sus viviendas, de su comida y de los medios de sobrevivir? ¿O a aquellos que les explotan sin compasión? ¿Qué pasa con los abogados que trabajan bordeando el afilado límite de la legalidad, o que incluso lo llegan a sobrepasar? ¿Doctores, que son unos granujas o simples curanderos? Y podría seguir sin parar...

    Su padre había levantado los brazos.

    —¡Millones y millones de casos! —exclamó su padre— No puedes cambiar la sociedad tú solo, pero puedes intentarlo. No puedes cambiar la naturaleza del hombre. Pero hijo mío, puedes aportar tu grano de arena. Y si consigues derrotar a los grandes delincuentes, tu aportación será mayor.

    Existía la cuestión de cómo, si es que debía convertirse en cirujano, podría encontrar el tiempo requerido para luchar contra el crimen y contra tantísimos criminales. Su padre, por supuesto, albergaba la esperanza que la profesión médica no sería más que una más, entre otras varias especialidades.

    Existían algunos objetivos difusos que el Doctor Savage había seleccionado para él. Las experiencias de su padre, posiblemente le habían deformado un poco. En realidad, no era una persona normal —significara esto, lo que significara— y era algo fanático.

    Por otro lado, su padre no le había forzado a adoptar sus objetivos, si no lo deseaba. Tenía que agradecerle a su padre esta postura. Le había permitido a su hijo, que pudiera escoger. ¿Pero, habría el hijo hecho caso a su padre, tan sólo para complacerle?

    En realidad, lo ignoraba. Sospechaba, sin embargo, que era como su padre en muchos aspectos. El plan para su vida, que su padre deseaba que siguiera, también le complacía. No lo rechazaba de ninguna forma.

    Existiera o no una cosa como el mal en abstracto, los humanos actúan y piensan como si realmente fuera así. Clark sabía que, en determinados aspectos, era diferente del resto de las personas, pero que, esencialmente era de la misma naturaleza.

    A pesar de todo nunca hubiera podido hacer lo que Musard y su grupo habían hecho. Había una fuerza repulsiva más allá de él, de igual forma que existía más allá del resto de las personas. Era algo psicopático y posiblemente de Musard no tenía control sobre sus acciones. Pero si él, Clark Savage, tenía alguna vez la oportunidad de meter entre rejas a unos asesinos —o quizás torturadores— lo haría sin dudarlo.

    Aunque en este caso no había muchas oportunidades de hacerlo, que digamos.

    Por el momento, se sentía inerme ante las fuerzas del mal. Había aquella inmensa obra diabólica inflingiendo su maldad en aquellos precisos momentos, nos referimos a la Primera Guerra Mundial y también estaba aquel otro mal, menor, pero no por ello insignificante, cometido por de Musard y por gente como él. ¿Qué podía hacer él, un solo hombre, contra semejantes cosas?

    Como su padre dijo en una ocasión, tendría infinitas oportunidades. La gente malvada se encontraría con él obstruyéndoles sus planes e intentarían apartarle de su camino. Y él caería sobre las acciones de los malvados.

    Por el momento, tendría que olvidarse de todo esto. Tenía que sobrevivir y seguir su camino, como pudiera, hacia la Holanda neutral.


    XIII


    EFECTUÓ ALGUNA otra exploración adicional. Tenía la impresión que debía haber otra entrada secreta a aquella sala oculta. Después de estar haciendo pruebas durante más de una hora, comprobó que no se había equivocado. La gran placa de bronce en la que estaba el dios cornudo, giraba cuando se le apretaba el ojo izquierdo.



    Cerró la puerta que daba a la biblioteca. Alguien podría entrar por ella y tomarle por sorpresa, aunque no fuera muy probable. Tras colocarse el cuchillo en el cinturón, volvió a encender la vela y bajó, guiándose por su vacilante llama, por una estrecha escalera a una especie de pozo construido con ladrillos. Aunque descendió tres pisos y un sótano, aún tuvo que seguir bajando otro nivel, hasta acceder a un subsótano. Se trataba de una amplia habitación, con paredes de piedra, húmeda y mohosa. Un respiradero de aire ascendía, a través de un orificio en el techo.

    El cuarto no era tan sólo un escondite más: el barón había almacenado allí, en muchas de estanterías adosadas a las paredes, cantidad de exquisiteces. En un rincón había barriles llenos de agua, un retrete químico, jabón y enseres para afeitarse. En otro rincón había un estuche para guardar armas, lleno de munición, en un cajón. Clark escogió un revólver Smith & Wesson sin martillo para el percutor y se llenó un bolsillo de la chaquetilla con munición del calibre 38.

    Entonces, mientras se le hacía la boca agua, abrió latas de jamón, galletas, mantequilla, zumo de limón y alcachofas. A fin de cuentas no iba a tener que cocinar y comerse al perro muerto.

    Mientras comía se preguntó qué es lo que le debía haber pasado al barón y al resto de la gente que había aquí. Era evidente que el barón debió ser tomado por sorpresa, pues de otra forma hubiera encontrado refugio en esta habitación. Le debían haber sorprendido soldados alemanes o fuera de la ley. O a lo mejor, los propios aldeanos de la zona, sospechaban que el barón era el responsable de las desapariciones y asesinatos de los mismos. Puede que se hubieran tomado la justicia por su propia mano. Cualquier cosa podía haber ocurrido, pero lo cierto es que el castillo había sido saqueado.

    Savage sospechó que jamás sabría la verdad, pero para él, aquel había sido un día feliz. Había encontrado un escondite estupendo y podría comer bien mientras sus heridas se iban curando. Cuando dejara el castillo y lo haría tan pronto como se recuperara, empaquetaría tanto como fuera capaz para poder comer el resto del viaje. De esta manera evitaría tener que robar comida, lo que era la razón de que hubieran sido detenidos muchos de los POW.

    Cuatro días después, dos horas después de la puesta de sol, bajó de la colina por el camino de grava hasta llegar a la carretera enfangada que corría a lo largo del río Semois. El cielo estaba encapotado. Llevaba una linterna eléctrica que había tomado de las reservas del barón, pero no se atrevió a encenderla. Una hora después, había robado un botecillo amarrado a un embarcadero que había junto a una cabaña solitaria. Cuando alcanzó la otra orilla, sujetó el bote a un poste y caminó por un tramo boscoso que le llevó hasta otra carretera, la cruzó y siguió por entre la arboleda. Como no podía ver demasiado bien en medio de la oscuridad y no se atrevía a encender la linterna, su avance fue bastante lento.

    Al llegar el alba, se subió a un árbol para echar un vistazo al territorio. Unos kilómetros más adelante, había un pueblecito atravesado por una carretera. Lo sortearía cortando a través de algunas granjas que rodeaban el pueblo. Durante el día dormiría dentro de un enorme montón de maleza que había cerca. Pocos minutos después, se introdujo en el mismo, junto con el saco de suministros que llevaba. Se durmió casi inmediatamente, muy cómodo y caliente dentro de su traje de vuelo y cubierto por la maleza.

    El ladrido de unos perros y varias voces le hicieron alzar bruscamente los párpados. Se arrastró sobre el vientre hasta la entrada del agujero que había hecho y miró a través del mismo. La luz del sol era ya muy intensa. Calculó que estaba cerca de ser medio día. Por entre los espacios de los árboles, vio a un hombre que corría rápidamente. Su capote colgaba tras él, mientras daba fuertes zancadas. Unos sesenta metros detrás de él los perros se acercaban a saltos y tras estos, una docena de soldados uniformados de color gris que llevaban unos cascos de color carbón. Algunos se habían detenido y estaban apuntando sus fusiles. Las armas empezaron a resonar.

    El refugiado levantó los brazos y cayó pesadamente de cara al suelo. Tras esto, no se volvió a mover.

    —¡Pobre diablo! —pensó Clark—. Otro POW huído.

    Volvió a meterse en el agujero. Diez minutos después, oyó voces por allí cerca, lo cual era muy malo para sus intereses. Y lo que resultó aún peor, fue el clamoreo repentino de los perros. Habían estado gimoteando, pero ahora rompieron en un frenético concierto de ladridos y aullidos estruendosos. Habían encontrado algo que les excitaba y Clark temió que estuviera relacionado con él.

    Y, efectivamente, estaba relacionado, como se temía. Los perros no se le podían acercar pues estaban retenidos por correas. Pero un soldado alemán, observando cautelosamente alrededor del montón de matorrales gritó que cualquiera que estuviera en dentro del agujero, saliera inmediatamente o de lo contrario sería muerto en el acto.

    Desconsolado, Savage contestó que era un soldado americano. Que se arrastraría hasta fuera y se rendiría.

    Resultaba muy duro haber pasado por tantos peligros, sufrido tantos daños, haber luchado tanto, escapar en varias ocasiones, estar tan a punto de quedar libre del enemigo, tan cerca de su objetivo y entonces ser detenido por culpa de los perros.

    A Clark siempre le habían gustado los perros, pero en aquellos momentos odió a todas las especies caninas existentes.

    Salió fuera y se levantó con mucha precaución mientras una docena de rifles le apuntaban. Le registraron y le despojaron de su cuchillo, pistola y la munición que llevaba. Un soldado se introdujo por el agujero y salió con el saco de provisiones. Este grupo fue el más repugnante de todos los que hasta entonces se había encontrado. Su oficial, un capitán, permitió que le quitaran el traje de vuelo al cautivo. Savage no lo volvió a ver ya más. Tampoco dijo nada cuando uno de los soldados rasos le clavó la culata del rifle en el hombro del americano. Ni abrió la boca, excepto para sonreír cuando varios soldados le dieron algunos puñetazos y empezaron a darle patadas. El teniente se encogió como si fuera una pelota. Por suerte para él, nadie le pegó con las botas sobre sus costillas, aunque posiblemente lo hubieran llegado a hacer, de no ser que el capitán decidiera en aquel momento que el prisionero ya había recibido lo suficiente. Ladró una orden y los soldados se retiraron.

    Entre estos hechos y su llegada al Campamento Loki, no hubo más que un largo y calamitoso viaje. Aunque fue interrogado cinco veces en diferentes lugares, se resistió a contestar ninguna pregunta. Lo mantuvieron esposado durante todo el tiempo, excepto cuando le encerraron en un calabozo, en diferentes estaciones. Sus quejas ante diversos oficiales por el tratamiento recibido, incluyendo el robo de su traje de vuelo y sus provisiones, se encontraron con manifestaciones sobre que se investigarían los hechos, cosa que no creyó que hicieran.

    Hacia mitad del camino, un POW, inundado de piojos, las familiares liendres de las tropas en las trincheras, subió al vagón. Estos insectos parásitos se esparcieron rápidamente sobre el resto. Sus huéspedes sentían la picazón y se rascaban, mientras juraban mostrando gran irritación. Savage quedó completamente infestado por los parásitos.

    Las picaduras ya eran malas por sí mismas, pero las enfermedades que podían contagiarle, especialmente el tifus, le preocupaban sobremanera. No le ayudaba nada en absoluto, saber que las heces del Pediculus Humanus infectaban al Homo Sapiens a través de las erosiones causadas por los arañazos hechos al rascarse. Y tampoco disipó sus temores saber que el portador, empezó a sufrir de repente dolores de cabeza, perdida de apetito y apatía y la fiebre empezó inevitablemente poco después. El soldado empezó entonces a padecer una serie de escalofríos, una gran debilidad y un sarpullido por la mayor parte del cuerpo. Si el soldado no moría, podía recuperarse eventualmente, dejando aparte otras consecuencias colaterales. Pero aquel soldado, como todos los que estaban en aquél vagón, tenía muy poca resistencia, debido a su exigua y poco saludable dieta alimenticia.

    El oficial alemán al cargo, quedó horrorizado por la epidemia. Quiso detenerse en la estación siguiente y aplicar un tratamiento completo a los cautivos: afeitarles todo el pelo del cuerpo, hacerles tomar una ducha de agua caliente y jabón, darles una rociada con una solución mortífera para los piojos y fumigar todas las ropas de los afectados. Su solicitud, sin embargo, fue denegada y el vagón continuó su viaje con los infectados. Después de esto el capitán y sus hombres permanecieron lo más apartados que pudieron de los POW. No obstante el soldado enfermo fue sacado del tren al llegar a la ciudad de Munich.

    Fue allí donde Clark pudo observar varios taxis cuyas ruedas tenían una doble banda de metal, en vez de la tradicional rueda de goma. El bloqueo británico de Alemania había provocado aquél tipo de carencias de materias primas. A pesar de todo, las raciones fueron aquí un poco mejores y finalmente, los prisioneros fueron tratados para liberarles de los parásitos. Y aunque no en gran manera, sí que parcialmente, su cualidad de vida ganó algunos puntos gracias a estas medidas.

    La mayor parte de los POW fueron obligados a dejar aquí el tren, pero otro grupo, bastante más reducido, subió a bordo. Estos hombres, al igual que Clark, estaban esposados y cuatro guardas más se incorporaron a los que ya había. Uno de los recién llegados, le llamó la atención a Clark. Medía 1.98 m y era tan delgado que la luz del sol podría pasar a través suyo. A diferencia del resto, iba vestido con ropa de civil. Su cara estaba magullada y llena de arañazos y llevaba uno de sus brazos en cabestrillo.

    Clark no se enteró de su nombre hasta que llegaron al campamento. A Clark se le mantuvo apartado del grupo y no se le permitió en ningún momento hablar con nadie que no fueran sus guardianes. Pensó que los alemanes debían considerarle como un elemento especialmente peligroso. Por las conversaciones de los guardianes supo que todos los que estaban en aquel vagón, tenían Loki como destino final.

    No podía ni imaginar por qué un civil era enviado allí.

    Su vagón fue desenganchado y unido a otro convoy. Entonces, la locomotora empezó a encaminarse suavemente hacia el sureste. Parecía evidente que se dirigía hacia la región alemana de la Alta Baviera, cuya parte oriental forma una punta de cuchillo en el vientre de Austria, el aliado más inquebrantable de Alemania. Estaba relativamente cercano a la hermosa ciudad de Salzburgo, lugar en el que nació Mozart. Los prisioneros estaban en una zona montañosa, que cada vez era mas alta y más agreste. Y entonces Clark vió que atravesaban una ciudad que reconoció. Cuando tenía diez años, su instructor alemán, su padre y él habían permanecido en ella por un breve tiempo.

    El último dia del viaje, el tren tomó por un tramo de vías, de una sola dirección, que parecía haber sido construido recientemente. El tren se detuvo tras haber recorrido aproximadamente quinientos metros. Otro tren, con una locomotora y dos vagones, les estaba aguardando. Los guardianes fueron sustituidos por otros, que acompañarían a los prisioneros hasta su siguiente destino, posiblemente, el Campo Loki, dedujo Clark. Todos ellos eran hombres de edad mediana, excepto uno que tenía un aspecto rudo. Era un soldado raso, alto, delgado, calvo y de mirada triste como la de un perro sabueso. Se llamaba Hans Kordtz y tenía la misión de estar junto a Savage y vigilarle con gran atención.

    Esa fue la información que le susurró al oído de Savage una vez hubieron subido al tren y este ya hubiera arrancado. Clark seguía aislado del resto de los prisioneros, pero no fue por mucho tiempo. No había más que una sola hilera de asientos entre él y los POW que estaban detrás.

    Farfullando una especie de inglés “pidgin”, alterado por la pronunciación alemana de la región, Kordtz le comentó:

    —Debes recibir paquetes de casa de vez en cuando y si eres como los demás prisioneros, contendrán principalmente comida. Me encanta el chocolate y me gusta cualquier tipo de comida, exceptuando las verduras. Si necesitas que haga cualquier cosa por ti, cualquier tipo de pequeños favores que sean posibles sin que me juegue el pescuezo por arriesgarme demasiado, yo soy el hombre que necesitas. Particularmente, si tienes chocolate.

    Se echó hacia atrás y permaneció en silencio por un buen rato. Luego, hablando en voz muy baja por un lado de la boca, añadió:

    —Mi mujer también es loca por el chocolate.
    —Lo tendré muy presente. —Le susurró el teniente.

    Pasaron los minutos y finalmente Kordtz dijo sin que viniera a cuento:

    — No imaginas lo estupendo que sería tomarse ahora un café auténtico.
    — Comprendo lo que me dices —afirmó Savage–. Tu Feldwebel está mirando hacia aquí. Creo que sospecha alguna cosa.

    Kordtz miró a su sargento un hombre de cuello de toro y mandíbula cuadrada con un gran bigote rizado al estilo del Kaiser Guillermo. Durante el resto del viaje, Kordtz permaneció silencioso.El tren siguió avanzando, ahora por una parte del país que le era desconocida al teniente. Pero él la había atravesado cuando estaba con su padre y su profesor de alemán. Cuando el tren tomó rumbo hacia el sur y enfiló por el lado oriental de una montaña, junto a la orilla de un gran lago intensamente azul, supo dónde se encontraba.

    No muy lejos de allí, algo hacia el norte, se encontraba el pueblo de Berchtesgaden, ubicado en un profundo valle, rodeado por tres lados por el territorio austríaco. Había estado allí tres días, durante los cuales escaló el monte Obersalzberg, que estaba sobre el mismo pueblo.

    El lago que había allí era el Königsee, lago del Rey, también conocido como el Lago de San Bartolomé. Se encontraba a una altura de 600 metros sobre el nivel del mar y se hallaba sobre un anillo recortado de montañas escarpadas de piedra caliza, que llegaban a alcanzar los 2500 metros. La longitud del lago podía alcanzar casi ocho kilómetros y su anchura variaba entre 450 metros hasta más de un kilómetro y medio. Se había repoblado con truchas alpinas y el área circundante era una reserva natural, aunque en su interior había algunos pueblos.

    El lecho sobre el que se asentaban los rieles en el lado este, había sido excavado recientemente sobre la piedra caliza. A su izquierda se encontraban unos riscos muy escarpados. A la derecha y muy cerca de los tramos de vías, se encontraba el borde de los acantilados que se alzaban junto al lago.

    Al cabo de un rato, la locomotora, que había estado resoplando y jadeando mientras ascendía por una severa pendiente, llegó a una zona llana y empezó a ganar más velocidad, aunque no por mucho tiempo. Los acantilados de la izquierda, repentinamente desaparecieron una vez que el tren sobrepasó un área excavada en el acantilado, en la que se encontraba una caseta de vigilancia. En el exterior de la misma se encontraban seis fusileros y tres enormes perros alsacianos junto a ellos.

    Una doble hilera de alambre de espino iba desde las vías hasta la caseta. Una especie de puente, también construido con alambre de espino, había sido instalado sobre las vías, para permitir que pasara el tren, bajo el mismo. Al cerrarse, llegaba hasta un botalón clavado en la roca y a un pie del borde del acantilado. Dos largos palos horizontales sobresalían por fuera del pilar sobre el que se aguantaba el puente. El espacio que quedaba estaba lleno de alambre espinoso para evitar que nadie pudiera pasar por el puente, aprovechando el pequeño desahogo que quedaba libre.

    El tren empezó a disminuir la marcha. El espacio abierto, excavado en la roca, se ensanchó.

    El teniente se fijó cuidadosamente en todos y cada uno de los detalles. Si volvía a huir, necesitaría saberlo todo sobre el terreno en el que se hallaba y los obstáculos construidos por la mano humana.

    Silbando y tocando la campana, la locomotora se detuvo.

    —¡Todo el mundo fuera! —vociferó el sargento— ¡Los prisioneros, en fila de a uno! ¡Manténganse callados o si no, os cerraré las bocas de forma definitiva, tan seguro como me llamo Schleifstein!

    Los cautivos recogieron sus pertenencias, excepto Savage, que no tenía ya nada que guardar. Le había comprado a un soldado alemán una grasienta y raída gorra de media y un capote con varios orificios de bala y desgarrones. Mantuvo el gorro sobre su cabeza todo el tiempo para cubrir su afeitada cabeza. Aunque no lo hubiera nunca reconocido públicamente, se sentía bastante orgullosos del pelo bronceado que había tenido.

    Bajó por el lado derecho del tren. Los prisioneros fueron puestos apresuradamente en formación de cara al campamento, mientras el tren hacía marcha atrás. Barrió con su vista toda el área. De haber sido posible, su corazón se habría ido a pique.

    —¡Que me superamalgamen! —comentó en voz baja el hombre que tenía a su lado. Era el tipo vestido con ropa de civil, al que Savage oyó cómo uno de los prisioneros describía como el agente avanzado de la hambruna, el sorbo de bebida de un patas de cigüeña, el dos hombres de alto y medio de ancho, la sombra hecha carne.

    El civil, prosiguió:

    —Si algún vástago de nuestros antepasados antropoides, Adán y Eva, es capaz de huir de esta pétrea trampa, le besaré sus glúteos de forma máxima. Y de la mínima, también. Quiera el Supremo Hacedor, que al masticador de sauerbrauten que se inventó este lugar le sean inflingidos tormentos Sisíficos y Tantálicos, hasta el fin de Raknarök y Götterdämmerung. Y hasta el final del tiempo real, el pseudo tiempo y el universo entrópico. Y después de todo esto. Amén.

    Savage continuó su inspección del área, mientras algunos cabos les quitaban las esposas a los prisioneros. El suelo era de roca viva. Aquí no iba a haber la posibilidad de excavar túneles. Y es que aunque se hubiera podido excavar alguno fuera de la zona de la roca caliza, ¿dónde hubieran podido ir los excavadores? Había riscos suaves y otros muy escarpados en tres de los lados del campamento. El cuarto lado, abierto, que estaba frente a él, conducía hasta el borde del acantilado y se alzaba desde las orillas del lago hasta unos trescientos metros sobre este. Este lado no estaba cercado con alambre de espino. Nadie en su sano juicio, sin embargo, intentaría descender por aquella zona tan empinada y abrupta. Además, el viento que soplaba del lago era suficiente como para barrer de la superficie rocosa a cualquier escalador que no dispusiera de un equipo especial de alpinista y careciera de cuerdas y clavijas de sujeción.

    La única forma de salir, era el mismo camino por donde habían entrado.

    Mientras se hacía el pase de lista, aprovechó para delinear un plano del campamento en su cerebro. Este cubría mucho más espacio del que había pensado al principio. De hecho, parecía que hubiera dos campos en vez de uno. Una línea doble de alambre de espino los separaba. Esta línea partía del lado este del risco hasta llegar muy cerca del borde del lado abierto que había sobre el acantilado y que recorría a lo largo de todo el lago. Pero tenía un portalón como el que se abría para que pasara el tren, cuando entraron. Las vías entraban en este segundo apartado unos treinta metros y luego se acababan. Un poco más allá había un tramo con suelo de piedra de la misma roca y que acababa en el acantilado. Aquí, el muro llegaba hasta el borde de la montaña.

    Era difícil abarcarlo todo. Había un par de torres de vigilancia de dos pisos, ocupadas por soldados y provistas de ametralladoras y focos de búsqueda. También había diversos edificios cuyo propósito desconocía por el momento. Pudo ver en la distancia lo que parecía ser una abertura o acceso en la propia montaña. Un par de rieles de vía estrecha iban desde allí hasta las vías del ferrocarril. Un número indeterminado de vagonetas de minero estaba sobre estos rieles. Como decíamos, esta vía estrecha iba a morir donde estaban las vías de ferrocarril y en donde había una grúa de vapor, que permanecía en perezosa inmovilidad.

    No pudo ver todo lo que había a su derecha, porque se suponía que debía dirigir su vista al frente. Pero sí que pudo observar de reojo que el campamento que había más allá de la valla de alambre, era muy parecido a aquel en el que se encontraba, incluyendo un acceso a una mina. No obstante, esta entrada era mucho más ancha y había muchos más hombres a su alrededor. Incluso a la distancia a la que se encontraba, pudo precisar que todos ellos llevaban el uniforme habitual de los soldados rusos.

    Se hubiera sorprendido que los POW rusos no hubieran sido devueltos a su país, si no fuera porque sabía lo lentas que eran las gestiones para repatriarles. Los Bolcheviques, que mandaban en Rusia tras la revolución de 1917 se habían retirado el 3 de Marzo de aquel año, de lo que ellos denominaron la guerra “capital—imperialista”. Por el Tratado de Brest Litovsk se había confirmado que Alemania y Rusia ya no estaban en guerra.

    El Campo Loki no sólo era una prisión para evadidos incorregibles: era también un Campo para POW rusos.

    El Sargento Schleifstein se reportó a un teniente, quien a su vez lo hizo ante un capitán, el cual, a la vez lo hizo a un mayor. Este último era una especie de gorila barrigón, con un bigote muy poblado y una cara congestionada y roja, que se llamaba Heinrich Schiesstaube, era el ayudante de campo que representaba al Comandante del Campo, el coronel von Hessel, quien a la vez, era el representante del Kaiser de la Imperial Deutschland (Alemania). Lanzó en rugidos una extensa arenga, mientras iba dando zancadas de atrás adelante y se golpeaba la pantorrilla con una fusta de montar. Luego enumeró con voz tonante las reglas y sanciones del Campo, con una voz como la de Dios en el Monte Sinaí. Tras esta perorata, habló del trabajo en las minas de sal.

    A Savage no le sorprendió que los dos accesos en el lado Este del acantilado, correspondieran a unas minas de sal. Aquella zona era famosa precisamente por esto.

    Ningún hombre de los Aliados, sería obligado a trabajar en la mina, afirmó Schiesstaube. Sin embargo, aquellos que lo hicieran, serían compensados con raciones extras y con determinados privilegios.

    Savage comprobó posteriormente que muchos de los POW lo hacían voluntariamente por esta razón y también, que todo hay que decirlo, porque les proporcionaba algo que hacer y con lo que ocupar su tiempo. Había otra razón: y es que tal vez pudieran de alguna forma, excavar un túnel secreto para huir.

    Gracias a este argumento, los voluntarios acallaban sus conciencias por prestar ayuda al enemigo en su esfuerzo de guerra. El ayudante de campo para los prisioneros, Coronel Angus Duntreath, escocés, aprobaba aquella forma de voluntariado, siempre teniendo en cuenta la posibilidad de una huída.

    Los rusos no tenían opción. Si no eran oficiales, trabajaban y además, no obtenían ni raciones extras ni privilegios.

    Los prisioneros aliados tenían la orden de no establecer contacto con los rusos. Si se acercaban a menos de diez metros de la alambrada que separaba los dos campos, podían ser severamente castigados y quizá fusilados.

    Habiendo finalizado Schiesstaube sus peticiones, promesas y amenazas, los nuevos prisioneros fueron conducidos a sus correspondientes barracones. A Savage se le asignó una cama, en una gran habitación que tendría que compartir con otros treinta. Ya no volvió a ser separado de sus compañeros. Todos estaban considerados como incorregibles.

    Aquella noche fueron llevados hasta el gran edificio que albergaba la cocina y a la vez era sala de rancho para los POW. La comida era el habitual rompe dientes de pan negro, la sopa acuática de nabo o patatas, un agua dulzona de remolacha, unas patatas duras, a medio cocer y tazas de achicoria, muy ligeras. Savage se lo comió todo mirando a su alrededor mientras lo hacía y hablando con los compañeros de mesa. Pero se sintió atraído principalmente por dos oficiales que se sentaban de cara a él, pero en la otra mesa.

    Eran los dos con los que huyó de la granja francesa. El hombre que parecía un Neanderthal y el otro que al parecer había sido herido al cruzar el riachuelo. El de la voz chillona y el barítono, aquel al que el hombre simiesco llamabaHam. Habían sido vueltos a capturar y enviados aquí. El barítono que tenía el hermoso perfil aguileño, no debió ser malherido. Tenía buen aspecto y actuaba como si estuviera bien de salud, aunque debía haber perdido unos cuanto kilos de peso.

    Sus ojos oscuros, siempre indagando, se fijaron en Savage. Le dio un codazo a su compañero señalando al joven aviador. Los ojillos de Monk se agrandaron y luego sonrió. Su sonrisa mostró unos enormes dientes que parecían capaces de dar un mordisco y llegar hasta el mismo hueso.

    Una vez los POW salieron de la sala de rancho, quedaron durante un rato en libertad de hacer lo que quisieran, siempre y cuando no fuera algo que estuviera prohibido por sus apresadores. Savage se acercó al par, que estaban fumando, mientras observaban a algunos británicos que estaban discutiendo la posibilidad de ponerse a jugar a fútbol en un campo de piedra lisa y se presentó a sí mismo. El barítono le respondió:

    —Teniente Coronel Theodore Marley Brooks, de la Legión Extranjera Francesa, por el momento. Con la esperanza de ser transferido a las fuerzas Americanas, si es que en alguna ocasión consigo salir de aquí y volver al frente de nuevo. Este otro individuo con aspecto antropoide es el Teniente Coronel Andrew Blodgett Mayfair de la Infantería de los Estados Unidos. Su presencia aquí viene justificada por un experimento que está llevando a cabo el Gobierno Americano. Consiste en tomar a un grupo de chimpancés del zoológico y alistarlos en el ejército. Se supone que pueden tener unas características adecuadas para ser oficiales. Pero el Gobierno sufrió bancarrota al tener que comprarles tantas bananas para ellos. Ahora entenderás el por qué de su apodo, Monk (Mono).

    Mayfair, Monk, sonrió a la vez que replicaba:

    —Ham es abogado, por lo que no puede creerse uno ni una palabra de lo que salga de su boca. Venga, pregúntale a él por qué le llaman Ham.
    —Tú no eres más que un teniente —le amenazó Brooks un poco envarado. Había dejado de sonreír—. Te advierto que no te dirijas a mí como Ham. No me gusta de ninguna manera, especialmente porque me recuerda una situación totalmente angustiosa en la que me puso ese niño eterno, ese Peter Pan selvático. Fue un apuro totalmente inmerecido y eminentemente injusto. Puedo asegurártelo. Mi aborrecible colega, que está aquí conmigo, se enterará algún día de lo que le espera, puedes apostar toda tu fortuna a que será así. Pero entretanto, no pronuncies ese epíteto detestable donde yo pueda oírlo.

    Monk estaba radiante:

    —No te preocupes, muchacho, más tarde te proporcionaré la información correcta.
    —Es un químico —advirtió Brooks—. Su cerebro, que para empezar no es gran cosa, se ha corrompido totalmente por respirar toda clase de vapores tóxicos. Confunde la realidad con la fantasía y no puedes creerte ni una sola palabra de lo que diga.
    —Mira tú quien habla sobre lo de mentir —replicó Monk y lanzó un resoplido—. Un abogado, deletrea, l—e—g—u—l—e—y—o.

    El teniente quedó asombrado de que dos oficiales de alta graduación hablaran de aquella forma delante de él. Eran realmente un par de tipos raros. Y también, democráticos. Y eso, en vez de aliviarle, aún le confundió más. Aún tendría que transcurrir algún tiempo antes que se acostumbrara y aceptara aquellas inacabables discusiones e intercambio de insultos entre los dos, como la cosa más normal del mundo. Normal, para ellos, queremos decir.

    El Teniente Coronel Brooks, se volvió hacia él:

    —Hemos oído hablar de ti. —le explicó— Escuchamos casualmente a un par de guardianes que comentaban tus hazañas, el día antes que llegaras. Al parecer, tu reputación galopa por delante de ti.
    —Me he evadido unas cuantas veces, es por esta razón que estoy aquí — confirmó Savage.

    Monk Mayfair volvió a gruñir:

    —¡No seas tan modesto, chico! —le contestó en voz alta pero chillona— ¡Sabemos la historia de cómo robaste un bombardero Gotha de una base aérea kraut, justo delante de sus narices! ¡Y también el resto de la historia! ¡Tengo entendido que el propio Comandante del Campo, von Hessel, te consiguió encerrar, a pesar de lo cual también te escapaste!

    A Clark Savage no le gustaba hablar de sí mismo, particularmente cuando podía parecer que estaba presumiendo. Se limitó a comentar:

    —El barón estaba acompañado por una hermosa rubia rusa, la condesa Idivzhopu. ¿Está también aquí?
    —¿Que si está aquí? —chilló Monk—. ¡Puedes apostar tu hermoso trasero a que sí que está! ¡Menuda muñeca! ¡De rechupete! Llegó aquí ayer: ¡tendrías que haber oído los silbidos y los aullidos de lobo! ¡Los krauts nos metieron apresuradamente en los barracones y ya no nos dejaron volver a salir en todo el día! ¡Pero valía la pena ver a una mujer como aquella, después de haber estado muertos de ganas de ver a una verdadera Cleopatra! ¡Esa si que es una verdadera vampiresa! ¡Sigue hablando de tus chicas francesas, que yo prefiero que me den una rusa como esta cualquier día!
    —No permitas que tu falta de interés y entusiasmo te provoque una depresión, Monk —le avisó Brooks— Y, ¿por qué se habrá traído Von Hessel a su amiguita a este lugar olvidado de Dios? No lo entiendo. Pero...
    —¿Que no lo entiendes? —sonrió morboso Monk—. ¡Déjame entonces que te explique una cosita de las abejas y los pájaros, sobre la cigüeña y los niños que salen de los campos de coles!
    —Está loco por las faldas —justificó Ham Brooks—. Lo que es algo horroroso. Con una cara como la suya, asusta a las mujeres y a los chiquitines. Y hasta los perros le gruñen cuando le ven.
    —¿Ah, sí? —replicó Monk inmediatamente—. ¿Dime entonces quién ligó con Fifí, la camarera de aquel pueblo que suena igual que un estornudo? ¡Atchú!
    —La máquina de triturar el idioma francés. Quiere decir Acheux. —aclaró Brooks.

    En aquellos momentos, el civil delgado que era tan alto, apareció por allí. Se presentó a sí mismo como el Doctor William Harper Littlejohn.

    —Llamadme Johnny —dijo sonriendo—. No soy un M.D. (Doctor en Medicina) Mi graduación es en Geología y estaba también trabajando para obtener un Ph.D. (Doctorado en general) en Arqueología, cuando estalló la guerra. Estaba ayudando en las excavaciones de un antiguo emplazamiento Germánico cercano a Munich, cuando América declaró la guerra. Debí haber sabido hacer algo mejor que esperar tanto, pero... Como quiera que sea, fui internado en un campo para civiles. El hecho de que me encuentre aquí os demostrará que me convertí en un inconveniente para ellos, cualquier cosa menos un bálsamo de Gilead. Finalmente, como vuestra visión óptica os confirmará, fui finalmente capturado por nuestros antagonistas Teutónicos.
    —Esto es un Campo de prisioneros militar —recordó Brooks—. No creo que sea legal haberte internado aquí.
    —Presenta tu propuesta para que te la descarten mañana —propuso Monk echándose a reír—. Estoy seguro que Von Hessel la verá con simpatía. Eso, si es que no decide que te fusilen.

    Johnny, mirando en torno comentó en voz baja:

    —La mayor colección del mundo de artistas de la huída, se encuentra aquí. No me importa lo desalentador que pueda ser este lugar, podemos escaparnos sin lugar a dudas.
    —Eres un civil y no llevas aquí mucho tiempo, o sea, que puede que no conozcas todas las reglas que rigen en este lugar. Y me estoy refiriendo a nuestras reglas. Todos los planes de fuga deben pasar por las manos del Coronel Duntreath y ser aprobadas por él. Aquí, la fuga, es un proyecto de grupo. Todo el mundo trabaja en ello, aunque tan solo sea en beneficio de unos pocos. Te sugiero que, si tienes algún plan, lo tomes y lo presentes a la consideración del coronel. — le propuso Brooks.

    El Dr. Littlejohn pareció embarazado ante el comentario.

    —Hasta el momento no dispongo de ningún plan para realinear la probabilidad futurible. Pero mentalizaré uno y lo presentaré a nuestro “Emperador Caledonio”.
    —Cuando te expliques, procura usar palabras y expresiones más sencillas —le pidió Monk—. Algunos de nosotros no gozamos de demasiada educación. De ninguna manera.

    Savage intervino:

    —Me parece que no podemos preparar ningún plan hasta que conozcamos todos y cada uno de los detalles físicos de este lugar. Y aquí incluyo la mina. Corregidme si me equivoco, pero ninguno de nosotros lleva aquí el tiempo suficiente como para conocer todos los detalles de la rutina diaria de los alemanes. Tenemos que adaptar cualquier plan a estos hechos.
    —Enséñale a tu abuela a sorber huevos —observó Monk, aunque estaba sonriendo al decirlo.
    —Buena idea, teniente —proclamó Brooks—. Respeto tus opiniones, vistos tus antecedentes.
    —Mientras tanto, ¿qué hay con la condesa? — recordó Monk.

    Ambos se embarcaron en una discusión ridícula, cuya finalidad era la de conseguir para cada uno de ellos a la rubia rusa, cuándo podrían enfrentar sus respectivos encantos, el uno contra el otro, para dejar que finalmente, ganara el mejor.

    Como esto parecía una pérdida de tiempo, Savage se dirigió hacia el geólogo, Johnny. Pero éste se volvió cuando oyó cantar. Los dos tenían sus brazos enlazados y estaban berreando una canción muy popular en aquellos momentos en los Estados Unidos, una que parecía de lo más apropiada para aquel par:

    —The wild wild women are making a wild man of me (Las locas, locas mujeres, me están volviendo loco a mí).

    Luego, se fueron paseando, sin dejar de cantar hacia los barracones. Ahora cantaban otra canción, a voz en grito: Simbad was in bad all the time (A Simbad le iba siempre mal). Lo que, como ocurrió posteriormente, era muy apropiado para ellos.

    Estar a su alrededor era como asistir a la Loca Fiesta de Té, pensó Savage. Actuaban como la Liebre de Marzo y el loco Sombrerero Mágico, aunque era difícil adivinar quien de ellos era una u otra.

    La ordenación física del Campo Loki, llamado así en recuerdo del malvado y embustero dios noruego, sorprendió a Savage. Le habían comentado que se trataba básicamente de una pequeña fortaleza edificada ante la entrada de una serie de cuevas, excavadas en la montaña de sal. Los POW eran custodiados en dichas cuevas. El diseño estaba realizado para que fuera cien por cien a prueba de escapatorias. También fue pensado para arrasar con la moral de los prisioneros, que raras veces iba a ver la luz del sol y el cielo.

    Alguna cosa o alguien habían provocado un cambio en el plan original. En la actualidad, los únicos vestigios de la fortaleza eran dos torreones de piedra, uno a cada lado de la entrada de la mina para los POW aliados. Estas eran las torres de vigilancia. No sería hasta mucho más adelante cuando averiguaría por qué razón al primer plan se le había dado el carpetazo. Alguien que pudiera mirar al Campo desde el cielo, hubiera visto una forma parecida a una cruz dentro de una herradura. Esta última estaba formada por el semicírculo de los acantilados que rodeaban el suelo rocoso. La cruz estaría formada por las vallas de alambre de espino. Estas habían dividido el Campo en cuatro partes o secciones. Las dos partes cercanas al acantilado sobre el lago, correspondían a los sectores alemanes. El cuadrante Nordeste es aquel en el que se encontraban los POW aliados y la parte Sureste, aquella en la que estaban los POW rusos. Cada una de las secciones interiores disponía de su propio acceso a las minas de sal, pues incluso allí, los hombres rusos y los aliados, estaban también separados.


    XIV


    SAVAGE DEDICÓ los días siguientes al estudio y memorización del boceto del lugar y de los procedimientos que seguían los alemanes. También procuró fomentar su relación con el soldado raso Hans Kordtz, aunque esto último sólo podía hacerlo cuando no había guardianes u oficiales que pudieran observarles. Kordtz esperaba ansiosamente cualquier ocasión para hacer cualquier cosa por Savage, aunque fuera pequeña, a cambio de la comida y las chucherías que Savage pudiera recibir algún dia. Kordtz le contó que las autoridades alemanas habían notificado los nombres de los prisioneros y las direcciones postales de las oficinas militares germanas a las autoridades aliadas y a la Cruz Roja Internacional. El Gobierno de los Estados Unidos se encargaba de proporcionar esta información a los parientes que tuvieran en su país. Los paquetes de alimentos y suministros enviados por estos a los prisioneros, debían llegar teóricamente, a sus destinatarios. Aunque no fuera muy rápidamente.



    —Si llegan cartas para ti —le pidió Kordtz— pide chocolate cuando les contestes.

    El bávaro vivía en el pueblo de Königssee, donde había nacido y crecido. Las cosas allí, como le confesó, no siempre iban bien ni eran agradables. Aunque no entró en detalles espeluznantes, dio la impresión de que su situación doméstica era parecida a la de Rip van Winkle. Pero el chocolate, al igual que la música, tenía un especial poder para amansar a la fiera bestia que tenía por esposa.

    Durante todo este tiempo, Clark no vió al comandante von Hessel. Sí que vió en cambio, en una oportunidad a Lili Bugov, Condesa Idivzhopu.

    Salió por la puerta delantera de la casa del comandante una mañana, durante el pase de lista, o convocatoria matutina. Llevaba un vestido corto mañanero, de color melocotón; su pelo de color rubio ceniciento estaba recogido en un moño sobre su cabeza en un atractivo peinado. Tras ella salió Zad, su enorme guardaespaldas, al que Savage había tirado dentro de la bañera de hierro en el monasterio.

    A pesar de las rabietas y las órdenes aulladas para que se callaran, que lanzó Schiesstaube, los prisioneros saludaron a la “bellísima rusa”, como la denominaban, de distintas maneras. Los británicos eran los más comedidos, limitándose a lanzar murmullos de admiración, en voz baja. Los franceses giraban los ojos y juraban, lanzándole besos. Los americanos dieron rienda suelta a sus sentimientos, lanzando fuertes silbidos de admiración y dando gritos: — ¡Vaya una chica más hermosa! — o expresando frases similares.

    Clark Savage permaneció silencioso, pero miró con dureza.

    La Condesa no pareció ofendida, en absoluto. Sonrió radiante y, agitando su mano hacia ellos, les devolvió el beso.

    —¡Sois todos unos bárbaros! —rugió Schiesstaube— ¡Pero vosotros, los yanquis, sois los peores de todos! ¡Escoria! ¡Raza mestiza! ¡Rebañadores de zanjas de aguas fecales! ¡Descendientes ilegítimos de excrementos de hiena! ¡Callaos inmediatamente o tendré que encerraros en confinamiento!
    —¡No habría sitio suficiente para todos! —se oyó que gritaba alguien— Y aparte, ¿qué es ilegal?

    Debió ser precisamente Ham Brooks, el que dijera esto.

    Schiesstaube se golpeó con la fusta de montar sobre su pantorrilla con tanta fuerza que gritó de dolor y empezó a dar brincos en círculo. Esto provocó las risas de todos. Cuando se recuperó, con su cara tan roja que parecía que la hubieran cocido, agitó la fusta ante los prisioneros y berreó:

    —¡Os voy a dar a probar esto!

    Alguien rebuznó imitando a un burro. Clark supo que había sido Monk. Y entonces se oyó con claridad su vocecitas chillona:

    —¡Ya que tienes una fusta de montar, búscate un caballo, huno!

    La voz de Johnny le siguió. Por una vez y excepcionalmente, no usó palabras largas y enrevesadas.

    —¡Pero te buscas la mitad del caballo de delante, que tu ya eres la parte de atrás!

    Esto fue el final. Los prisioneros fueron confinados en los barracones, se quedaron sin cenar y tuvieron que irse a la cama en cuanto atardeció. Monk comentó:

    —Se debe haber creído que somos niños pequeños.
    —Espero que nos den el desayuno —suspiró Johnny—. No sólo daba la impresión de estar siempre medio hambriento, es que realmente lo estaba.

    El teniente se había despabilado para averiguar la función de cada uno de los edificios del Campo. El que le tenía particularmente intrigado era el laboratorio de von Hessel. Estaba cerca de donde estaba él y se comunicaba por un camino cubierto. Los esfuerzos que había hecho el teniente con los vigilantes, para conseguir que le hablaran de lo que había en su interior y de su finalidad, fueron baldíos. Hans Kordtz, que era su informador más parlanchín, simplemente se encogió de hombros, explicándole que dentro había un montón de equipos y productos químicos y una cantidad importante de monos y ratas, en jaulas. Von Hessel pasaba allí gran parte del tiempo. Demasiado tiempo, según creía mucha gente. Aparecía en público muy raras veces, cuando salía a pasear con la condesa apoyada en su brazo. En realidad, permitía que aquel arschloch Schiesstaube, manejara el Campo.

    —A veces, sin embargo, el barón pasa al campamento ruso para visitar su hospital. Un número impresionante de ellos están enfermos y varios de los reclusos, mueren cada día. Parecían bastante sanos cuando llegaron aquí, mucho antes de que empezaran a llegar prisioneros aliados, de hecho, cuando el Campo ni siquiera había sido acabado de construir. Lógicamente, la mayoría de ellos son campesinos y a decir verdad, no es que sean demasiado limpios.

    Tras decir todo lo anterior, Hans permaneció callado.

    Savage se limitó a murmurar:

    —¡Hummmmm! — y se quedó pensando. Luego, se decidió a preguntar:
    —Antes de esto, trataba de hacerte otra pregunta: ¿Dónde entierran a los fallecidos?

    Hans señaló la entrada de la mina.

    — Hay una gran sala muy profunda allí dentro. Excavaron tumbas y cubren allí los cadáveres que entierran, con capas de sal. Excepto los cuerpos de aquellos a los que el comandante efectúa una disección. Me han contado que también conserva allí una enorme cantidad de muestras de tejidos. —Hans se encogió de hombros y añadió:
    —A mí me parece que es algo horrible, si quieres saber mi opinión.

    El americano quedó mucho más asombrado que informado a través de esta conversación. Von Hessel parecía involucrado en muchos otros campos. Era más que probable que estuviera trabajando o por lo menos, en conexión directa, con los servicios de la Inteligencia Alemana. Al mismo tiempo estaba haciendo algún tipo de experimentos de investigación biológica. Y también, simultáneamente ejercía como Comandante del Campo de prisioneros. Hete aquí un individuo que tenía muchos hilos de los que tiraba y las manos metidas en diversos pasteles.

    Mientras tanto y a pesar de su insaciable curiosidad en torno a von Hessel, tenía que enfrentarse en primer lugar en preparar la huída del Campo Loki. Hasta entonces no había pensado en un camino por el que poderse colar, para evadirse. Las medidas de alta seguridad existentes, parecían hacer esto imposible. Además, a diferencia de otros campos, en este existía un sistema que impedía que los POW pudieran hacer falsos uniformes alemanes y falsificar salvoconductos de viaje y cédulas de identidad. Algunos guardianes podían ser sobornados para introducir artículos pagándoles sus costos, pero estos artículos debían ser siempre inocuos. Los propios guardianes eran registrados desnudos antes de salir a disfrutar de sus poco frecuentes permisos y al volver de los mismos.

    Los únicos instrumentos expeditivos de egreso casi instantáneo, como acostumbraba a decir Johnny en su particular lenguaje, consistían en los tubos de hierro que traían el agua desde el lago. Había cuatro, dos para los rusos y dos para los aliados. Tenían un diámetro aproximado de sesenta centímetros. Un hombre fuerte podría deslizarse por ellos hasta el lago, aunque no podría abrazarse a ellos con los brazos.

    Savage había sacado la cabeza por encima del borde del acantilado para observar los tubos. El viento de día golpeó sobre su cara. Entrecerrando los ojos para evitar su fuerza, vio los surcos que se habían tallado sobre la roca y las tuberías que se habían colocado sobre los mismos. Les habían colocado abrazaderas metálicas alrededor y las habían fijado sobre la piedra del acantilado.

    Aunque hubiera podido ser capaz de bajar por una de estas tuberías, habría acabado por llegar al agua helada, teniendo entonces que nadar algunos kilómetros rodeando el acantilado, antes de poder llegar a una playa.

    Si iba en la dirección contraria, se encontraría en una situación parecida.

    Los guardias no le habían avisado que se apartara del borde mientras miraba las tuberías. Si se le ocurría saltar, ya podía rezar para tener buena suerte. Si le veían intentando descender, iban a divertirse con un fácil tiro al blanco.

    El único alambre espinoso existente en el borde era el que estaba alrededor de las tuberías, cuando emergía del suelo rocoso en el Campo. Aquellas vallas dobles eran circulares y las conducciones estaban en el medio. Además, a unos seis metros antes que las conducciones llegarán arriba del todo, se doblaban en la roca, yendo a salir a un espacio dentro de la protección del vallado de espino.

    Para alcanzar una de las tuberías, una persona tendría que descolgarse por el borde del acantilado y confiar en poder agarrarse al conducto y después resistir. Una maniobra así sería fruto de la desesperación.

    Cada juego de tuberías, conducía a una estación de bombeo. Si los POW pudieran pasar durante una noche cualquiera a través de los reflectores de búsqueda, siempre en movimiento, eludir los perros y los centinelas, consiguiendo irrumpir en el interior de la estación de bombeo y dominar a su personal, sólo entonces podrían colarse en las tuberías. Antes, sin embargo, las máquinas tendrían que estar apagadas, para que no bombearan agua a través de las conducciones en cuestión. Pero parecía lo más probable que debía haber una rejilla soldada al final del conducto, en la boca de entrada del mismo. Le había preguntado sobre este extremo a Hans, pero Hans se limitó a sonreír cuando el teniente le hizo esta pregunta. Sabía perfectamente que es lo que había en la cabeza de Savage. Pero no iba a darles el soplo a sus superiores. Odiaba a Schiesstaube y sentía muy poca simpatía por von Hessel. Además, si delataba al americano, se cortaría a sí mismo cualquier posibilidad de conseguir chocolate.

    Savage no abandonó por completo la idea de emplear las tuberías. Sin embargo, tendría que estudiar otros medios y otros caminos. Todavía no había considerado la mina de sal.

    Comentó sus pensamientos para huir, con Ham, Monk y Johnny y acabó concluyendo:

    —Todos nosotros deberíamos ofrecernos como voluntarios para trabajar en la mina de sal.

    Monk y Ham, saltaron a la vez:

    —¿Trabajar? —ambos se miraron como si se les hubiera dado a probar alguna cosa mala.
    —Eso significaría conseguir raciones extras y algunos pequeños privilegios. — les recordó el teniente — He estado hablando con algunos de los que trabajan en la mina y dicen que no les están presionando demasiado en el trabajo. Por otro lado, la mina puede llegar a constituir la única posibilidad de escapar de aquí.
    —Bien, no estoy seguro —comentó Ham Brooks—. Todo el uniforme se me desarreglará, y hasta quizá se rompa, y mis manos... se volverán callosas... se me romperán las uñas...

    Monk se echó a reír a carcajadas, y de forma estentórea, gritó:

    —¡Miren y escuchen al dandy! ¡El propio “Beau Brumell” en persona! ¡El clisé de la moda de Park Avenue! ¡En su vida ha hecho ni un poquito de trabajo honesto y no lo podrá hacer tampoco si se ha de quedar aquí el resto de su vida! ¡Esto es precisamente lo que yo hubiera esperado de un graduado de la Universidad de Harvard!

    La cara de Ham enrojeció y sus labios se apretaron.

    —Yo no nací y me crié en una tierra de patanes e ignorantes campesinos como algunos tipos de mentalidad baja, cuyo nombre no quiero mencionar. Y yo, por lo menos, puedo hablar correctamente en inglés. No dije nunca que no trabajaría en la mina y te aseguro que soy capaz de mantener el mismo ritmo diario que pueda desarrollar un mico entrenado. Y en cuanto a trabajo honesto, ¿cuándo has hecho tú alguno, jamás en la vida? A no ser que consideres, que el ir detrás de mujeres baratas lo es.

    Clark esperó con más o menos paciencia, hasta que acabaron de cruzar los insultos entre los dos. Quizá se equivocaba al unirse a aquél par. Pero estaba seguro que eran valientes y muy capaces aunque ignoraba si sus impulsivas discusiones podrían llegar a ser obstáculo para su eficiencia. Sin embargo, y pesar de todo esto, los apreciaba enormemente y percibió que podía confiar en ellos, para cualquier situación peligrosa. Aunque, que aquellos dos hombres, supuestamente inteligentes, pudieran actuar como Tom Sawyer y Huckleberry Finn, no acababa de comprenderlo.

    —No dejas de humillarme —amenazó Monk—. Y ahora les voy a contar a Johnny y a Clark, el origen de tu apodo, Ham.

    Johnny suspiró y comentó:

    —Por parte de mi propio yo, lo haría con toda mi voluntariedad, aunque no fuera más que para abstraerme en forma física de este “Dúo de la Discordia”.

    Monk, extrañado, murmuró:

    —¿Huh?

    Los cuatro se fueron a ver al Coronel Duntreath y le expusieron que deseaban ir a trabajar como picadores a la mina de sal. El Coronel informó a Schiesstaube que para la mañana siguiente tendría unos cuantos trabajadores adicionales. Aquella noche, mientras Savage y Johnny hablaban en el exterior de sus barracones, vieron que entraba el tren. Al poco rato, cuatro POW salieron de un vagón de carga. A dos de ellos los reconoció. Se trataba del hombretón de los enormes puños y del hombrecillo paliducho, los que salieron saltando de cabeza por la ventanilla del vagón, distrayendo lo suficiente a los guardianes, como para que Clark pudiera lanzarse por la otra ventanilla. Aunque no habían planeado aquella ayuda, no por ello dejaba de estarles agradecido.

    Ambos fueron conducidos a la oficina de Schiesstaube. Al cabo de una hora, los escoltaron hasta la “cabaña de despioje”. Media hora más tarde, apestando por la fumigación recibida, fueron llevados hasta el barracón de Savage, por un sargento. El Capitán Johnson, que era el ayudante de Campo de POW, les acompañó hasta el pequeño cubículo que le habían dejado a Duntreath, para que lo usara como oficina. Cuando salieron del despachito, fueron rodeados por el resto de POW, con Savage entre ellos.

    De repente, la rechinante y chillona voz de Monk, se remontó sobre el resto de las otras. Se abrió paso entre la gente y berreó —¡Hey! ¡John Renwick! ¿Te acuerdas de mí, Renny? ¡En la fábrica de la Acme Chemical Corporation del Brasil, en donde trabajamos! ¡Tú eras el ingeniero jefe y yo era el consejero técnico químico! ¡Andrew Blodgett Mayfair! ¡Monk!

    Envolvió a Renwick con sus largos brazos e intentó bailotear con él. El Goliat no se movió, quedándose inmóvil, como si fuera un peñasco. Su cara no se inmutó. Pero Savage averiguaría con el paso del tiempo, que cuanto más complacido estaba Renwick, más sombría era su expresión.

    Monk abandonó su tentativa de bailoteo y permaneció a su lado, a la distancia de su brazo, observándole.

    —¡Chico, aquello si que fue un trabajo endiablado! ¡Calor, lluvia y barro! ¿Pero nos lo pasamos bien, no? ¿Recuerdas aquella pelea en la taberna? ¿Acabamos con ellos, verdad? ¡Limpiamos el local de gentuza y luego salimos huyendo como alma que lleva el diablo antes que se presentara la poli! ¡Y aquellas mujeres! ¡Verdaderos bombones de ojos negros! ¿Y el whiskey que nos engullimos?

    La voz de Renny era como un trueno sobre las montañas.

    —Lo he dejado.
    —¿Qué dices? —se sorprendió Monk— ¿Las mujeres o el whiskey?
    —La bebida. Tuve que pagar una verdadera fortuna para pagar las multas por todas las paredes que atravesé con mis puños.
    — Bien, si yo hubiera tenido que dejar una de las dos cosas, también habría sido el alcohol. A Dios gracias, no he tenido que hacerlo. Hey, déjame que te presente aquí a los colegas. Amigos, este es el Mayor John Renwick, Renny para los amigos. Uno de los mejores ingenieros del mundo y que no le teme a nada ni a nadie. ¡Ha construido más presas, puentes y ferrocarriles que manchas tiene en la piel un leopardo!

    Renny presentó entonces a su blancucho compañero como al Capitán Thomas J. Roberts del Cuerpo de Comunicaciones. Roberts era bajito, flacucho y tenía unas enormes orejas que le sobresalían, como alas de un pájaro a punto de alzar el vuelo. Eran las más delgadas que Savage había visto en su vida. Con una fuerte luz detrás de las mismas, brillarían como si fueran velas de seda en una puesta de sol. Tenía el pelo amarillento; sus ojos eran de un tono azul claro, casi incoloros.

    Su frente era abombada como si el exceso de sesos intentara salir de la caja craneal y romper el hueso. Aquella no era una falsa impresión. Como dijo Renwick al presentarlo a los demás, era un genio de la electricidad. Lo cual significaba que era un verdadero brujo de la electrónica. Había estudiado y colaborado, bajo la dirección de los más famosos magos de la electricidad: Fueron Thomas Alva Edison, que ostentaba patentes por más de mil inventos, incluyendo la lámpara incandescente o bombilla, el fonógrafo y el proyector de imágenes en película y también de Charles Proteus Steinmetz, que había proporcionado una fuerte base matemática para la corriente alterna.

    Pero como descubrió Savage, aunque Roberts era muy valioso para el Cuerpo de Comunicaciones, prefería ser piloto de aviones de combate. Si tenía ocasión de regresar a su unidad militar, tenía pensado solicitar su traslado al Servicio Aéreo.

    —Yo le llamo Long Tom. — les explicó Renwick — He aquí por qué. Los alemanes irrumpieron por un sector próximo a un pueblo al que nosotros llamábamos Merdeville, por razones en las que no voy a entrar. Aquí, el amigo Roberts fue detenido en el pueblo cuando estaba efectuando reparaciones en las líneas telefónicas. Tomó a un grupo de hombres del Cuerpo de Comunicaciones, cocineros, conductores de camiones, que sé yo qué más y organizó una fuerte resistencia. Cargó un cañón del siglo diecisiete en la plaza del pueblo, con desperdicios de hierro y voló una casa que ocupaban las tropas enemigas.
    —El cañón era del tipo llamado Long Tom. Y es por eso, que desde aquel momento, se le aplicó el apodo de Long Tom.
    —Hay que usar los elementos que uno tenga a mano —añadió agriamente Roberts—.

    Clark Savage quería hombres valerosos con habilidades adecuadas, para llevar adelante su plan de huída. Es decir, tan pronto como lo tuviera. Los recién llegados parecían unos tipos estupendos para reclutarles. Uno de ellos era un ingeniero de la construcción, con mucha experiencia; el otro, un magnífico experto en cuestiones eléctricas.

    Estos, junto con John, Ham y Monk, podrían formar el núcleo de un audaz equipo dedicado a conseguir huir del Campo. Sin embargo, tendría que estudiar a estos dos últimos para estar seguro que la evaluación que había efectuado sobre ambos era correcta.

    Al día siguiente, muy temprano por la mañana, Monk, Johnny, Ham y él fueron a trabajar a la mina de sal. Se les entregó ropa de trabajo y cascos de minero, con linternas eléctricas adosadas a los mismos, si bien no les entregaron calzado de trabajo. Savage decidió que le escribiría otra carta al Dr. Jerome Coffern, de Nueva York. Este caballero había sido el maestro y mentor en Química de Clark y era también, un gran amigo de su padre. El Doctor Savage había designado a Coffern como guardián y cuidador de su hijo, mientras el padre estuviera en Sudamérica. Clark aún no había recibido respuesta a su primera carta, así como tampoco los alimentos y los suministros que le había pedido a Coffern que le enviara. Pero se destrozaría sus zapatos mientras trabajara en la mina y necesitaría repuestos. El conseguirlos era ya harina de otro costal. Los U—Boats, submarinos alemanes, estaban hundiendo barcos mercantes de los aliados, a diestra y siniestra. Existían también multitud de inconvenientes en tierra que impedían que el correo llegara: interrupción de los servicios normales por causa de la guerra, ineficiencia, regulaciones y trámites burocráticos y también, inevitablemente, ladrones.

    El túnel en el que entraron los cuatro hombres, había sido excavado sobre la roca. Tras unos sesenta metros aproximadamente, conducía a la bóveda salina. El centro de ésta, como informó Johnny al teniente, contenía mineral de halita, silvina y otros minerales potásicos. Le contó a Savage un montón de cosas sobre las bóvedas salinas, cosas que Savage ya sabía, pero éste no le dijo nada. Deseaba que el arqueólogo—geólogo expusiera sus conocimientos y saber y conseguir así que obtuviera la satisfacción que obtiene un maestro cuando enseña a un ignorante.

    Posteriormente se alegró de haber obrado así y no haber ofendido a Johnny, con la consecuencia, quizás, de haberlo mantenido callado. Johnny le contó algo que no sabía y que muy pocos de la profesión de Johnny sabían. Pero Johnny gozaba de una magnífica memoria. Esta información consistía en que los alemanes también estaban realizando excavaciones por el lado opuesto de la inmensa cúpula de sal.

    —El trabajo en este lado, en el lado en el que está el Campo, está hecho en pequeña escala. — le detalló — Ayuda un poquito al esfuerzo de guerra alemán, pero creo que, principalmente lo han puesto en marcha para mantener ocupados a los prisioneros y distraerles para que no piensen en otras cosas más peligrosas.

    El larguirucho Johnny no utilizaba palabras kilométricas, cuando hablaba sólo con Savage. Se había dado cuenta enseguida que el joven teniente no se sentía desconcertado por estas. Y esto le quitaba toda la diversión al asunto.

    —¿Sabes si los pozos del otro lado, han coincidido con alguno de los de nuestro lado? —preguntó Savage.
    —Por las últimas informaciones que he oído, no ha sido así. Pero en estos momentos, podría ser existiera tan sólo una pared muy delgada entre ambas operaciones.
    —¿Cómo de delgada, si es que lo sabes?
    —Bueno, quizá unos cientos de pies, o algo más. Pero los alemanes se asegurarán que los pozos no acaben por coincidir.

    Johnny sonrió y le preguntó:

    —¿Estás barajando la posibilidad de excavar para coincidir con la otra operación?
    —No, a menos que supiera que el final de nuestra galería quedara lo suficientemente cerca del final de la otra, como para justificar nuestra excavación —respondió Clark— No podemos ponernos a excavar a ciegas, con la esperanza desesperada de alcanzar una de sus galerías.
    —Si pudiéramos conseguir los elementos para construir un sismógrafo y algo que desencadenara una ola de impacto, veamos, algo como dinamita, podríamos entonces localizar el área hueca que estuviera más cercana a nosotros. Si, además, y es un enorme si, mayor que los anteriores, si podemos hacerlo sin que nos vean los vigilantes. No va a ser una cosa fácil. Para la dinamita o cualquier otro explosivo que consigamos, si es que podemos conseguir alguno, ¿cómo lo vamos a poder emplear, sin que llamemos la atención de los guardas? Etcétera y etcétera, por siempre, amén.
    —Algunas cosas son imposibles de hacer —dijo Clark—. Pero esta no es una de ellas.

    Avanzaron con algunos POW y varios soldados, a través de los túneles iluminados brillantemente por bombillas colocadas por encima de sus cabezas en forma escalonada. Caminaron junto a un trazado de rieles de vía estrecha en los que había cuatro vagonetas con ruedas apretujadas. En breve, llegaron a su base de trabajo. Se trataba de un enorme recinto excavado en la sal sólida. A diferencia de las minas de carbón, aquí no había soportales laterales o vigas de sostén por encima de sus cabezas. Para soportar el techo, no habían hecho más que tallar columnas de sal. El interior tenía el aspecto de una catedral blanquecina o la gran sala de recepción de un castillo medieval. Los túneles se habían ido excavando, partiendo de esta gran sala, presumiblemente hacia otras áreas en las que se debían haber vaciado otros grandes huecos. O a lo mejor, conducían a otros espacios previamente excavados en la sal sólida. Pero Savage y sus compañeros fueron puestos allí, a trocear grandes pedazos de sal con los picos y piquetes.

    Anteriormente, como le contó Hans Kordtz a Clark, había habido en aquel lugar una serie de carretillas para llenar y ser empujadas hasta las vagonetas, en donde eran volcadas las cargas de las carretillas. Pero fueron requisadas para ser enviadas a los molinos de fundición. La agobiante necesidad de hierro y de otros metales era lo que había provocado la retirada de las mismas. De hecho, las cocinas de los ciudadanos de cualquier lugar de Alemania, habían sido despojadas hasta la exageración, dejándolas casi desprovistas de cacerolas y sartenes. Sus propietarios las habían entregado como donación para cooperar en el esfuerzo por la guerra.

    Savage había pasado por debajo de unas enormes turbinas en las galerías de la mina, que extraían el aire al exterior. Había más ventiladores ruidosos en la sala grande. Vio las aberturas de los respiraderos por encima de su cabeza. Las debían haber cortado a través de la cumbre de la roca que rodeaba el gran domo de sal y entonces, a través de las mismas, permitir el acceso del aire fresco. No había visto ninguna abertura en la montaña, por el lado que había encima de la entrada a la mina. Cuando saliera, decidió que miraría a ver si veía alguna.

    Las bocas de los pozos en los que los ventiladores estaban instalados, eran lo suficientemente grandes como para permitir el paso de un hombre arrastrándose. Pero, ¿cómo iba a acceder hasta allí un fugitivo? Había más de doce metros desde el suelo y podía haber uno o más ventiladores y extractores en los pozos respiraderos para ayudar a atraer el aire hacia abajo. Sería imposible pasar a través de ellos. Tal vez.

    Los prisioneros de la mina trabajaban firmemente, llenando los sacos de arpillera con la sal desmenuzada, luego, cargándolos sobre sus espaldas hasta las vagonetas y descargándolas en las mismas. Cuando tenían sed —y solo por el hecho de estar rodeados de sal, les daba más sed de la que normalmente debieran tener— estaban autorizados a beber cuanto quisieran de sus cantimploras y botellas. Los guardianes, mientras tanto, acostumbraban a juntarse entre ellos y fumar y charlar. Tan solo gritaban a sus prisioneros, si holgazaneaban demasiado claramente. La comida era a la una. Consistía en un pedazo del amazacotado pan negro, del tamaño de un puño, una sopa de patata muy clarita con trozos de carne y un puré de remolacha.

    —Soy capaz de comerme cuatro veces esto, solo para desayunar —afirmó Johnny— ¿Cuánto van a tardar en traernos los paquetes de nuestras casas hasta el Campo?

    Un guarda que entendía el inglés y que le había escuchado, le informó:

    —Se está rumoreando que pronto no vais a tener más que dos comidas al día. Cállate y da gracias por lo que tienes hasta ahora.

    Savage escuchaba disimuladamente a los guardianes, siempre que podía. Estuvo especialmente interesado cuando dos de ellos empezaron a charlar sobre el alto grado de defunciones en el lado ruso del Campo. El cabo Zinzenmaier había recogido esta información de boca de uno de los guardianes, Stern, que acompañaba a von Hessel cada vez que éste visitaba el hospital para los POW eslavos.

    —Cinco ayer mismo —le contó Zinzenmaier a su colega, el cabo Rothstein—. Seis el día anterior. Tres que esperan que se acaben de morir mañana, si no cae alguno más. Veinticinco nuevos enfermos. De seguir esto así, no quedará ninguno antes de seis meses. De los mil que llegaron aquí al principio, no quedan ni cuatrocientos. No pasará mucho tiempo sin que todos los Ivanes estén enterrados en la cámara de sal.
    — Esto no me preocupa. — afirmó Rothstein — Lo que me preocupa es que podamos contraer lo que les está matando. Y que por cierto, ¿sabéis de qué se trata?
    —¡Dios sabrá! —exclamó Zinzenmaier— Cualquier cosa que pueda ser, nuestro Bazillensammler, no se está arriesgando nada. El y los otros llevan puestas mascarillas quirúrgicas mientras permanecen allí dentro. En el momento en el que van a salir, se duchan con agua caliente y un jabón muy fuerte, lavándose luego las manos en ácido carbónico, fuerte desinfectante antiséptico, y fumigan sus ropas. Stern dice que es un asco de molestias, pero siempre es preferible a contraer lo que ha enfermado a los rusos.

    Savage hubiera querido preguntarle a Zinzenmaier sobre los síntomas físicos de la enfermedad. Pero tuvo miedo, no solo de no conseguir ninguna respuesta, sino que los guardas se alejaran hasta un lugar donde no pudiera escuchar lo que decían.

    —Esto es algo aterrador. ¿Qué impide que la enfermedad pueda extenderse por todo el Campo? — se preguntó Rothstein.
    —¿Te refieres a esta enfermedad en concreto? Lo ignoro. Excepto quizás, las vacunas que nos pusieron cuando llegamos al Campo por vez primera. Pero es que eso no es todo, ¿sabes? Los rusos han padecido el cólera, el tifus y Dios sabe cuantas otras enfermedades asquerosas, pero solo se mueren en cuanto los ponen, enfermos, en cuarentena.

    Savage se sintió preocupado, no debido a este último comentario sino al hecho de que ni él ni los otros prisioneros hubieran sido vacunados, como Zinzenmaier había mencionado que lo fueron ellos. También persistía el misterio de por qué von Hessel, un bacteriólogo famoso, o quizá menos famoso debido a sus experimentos no convencionales, había sido nombrado comandante de un Campo de POW. Y luego estaba el tema de su laboratorio.

    De repente, Clark empezó a temblar. El escalofrío que recorrió su piel y que pareció erizar todos los pelos de su cuerpo, no había estado provocado por ningún agente físico. La frialdad y también, sí, el horror, surgieron de la revelación que von Hessel estaba utilizando a los POW rusos como sujetos de sus experimentos científicos, o mejor debería decirse, seudo científicos.

    Este hecho, no era tan solo extremadamente inmoral, carente de ética y bárbaro; también era muy peligroso para cualquier persona que estuviera en aquella área, incluyendo al propio von Hessel. No es nada fácil controlar una enfermedad, particularmente cuando es nueva o desconocida.

    Sopesó el comentario de Zinzenmaier de que todos los soldados alemanes habían sido vacunados al venir al Campo. Estaba implícito, aunque no se hubiera hecho ningún comentario, que los soldados alemanes estacionados en el lado ruso del Campo, no habían sido infectados por la enfermedad que había acabado con tantísimos eslavos. No obstante lo cual, von Hessel siempre tomaba precauciones sanitarias antes de regresar a este lado del Campo.

    Además, el barón sabía mejor que nadie, que la potencia ofensiva y capacidad como arma de guerra de los temas bacteriológicos, era tan peligrosa para el enemigo como para el diseminador. Se trataba de un arma que, inevitablemente, asesinaría por un igual a la víctima como al verdugo. Los alemanes ya lo habían descubierto cuando emplearon contra los Aliados el gas de cloro. El viento cambió súbitamente de dirección y envolvió a los alemanes en su propio veneno. Pero una enfermedad, mataría mucho más que lo que pudieran hacerlo los gases tóxicos.

    Von Hessel era perfectamente consciente de una cosa como esta.

    Por lo tanto, si es que realmente disponía de semejante arma, no la remitiría hasta las más altas autoridades del Imperio Alemán para su consideración, hasta no tener una vacuna para mantener a salvo de una infección a la población de los Poderes Centrales, es decir, al imperio Alemán y al Austro Húngaro, básicamente.

    Savage tenía sus dudas de que la conservadora plana mayor de generales alemanes y el propio Kaiser, todos los cuales se consideraban a sí mismos dotados de una moral muy alta, pudieran aprobar algo semejante. El gas venenoso era una cosa, pero las bacterias mortíferas eran algo diferentes. No obstante, si la situación de los Poderes Centrales pasara a ser desesperada, al igual que hizo Sansón, podían hacer caer los pilares del templo sobre sus propias cabezas y a la vez, sobre las de sus enemigos.

    ¿Cuál era la razón por la que los prisioneros franceses, británicos y americanos no habían sido vacunados?

    Clark pensó que porque cada experimento biológico requería su grupo de control. Tanto él como los demás, habían sido dejados expuestos libremente a la enfermedad, porque eran los controles.

    Hasta donde él sabía, ninguno de ellos había sido infectado por la plaga desconocida, si es que realmente existía. El hospital de este lado del Campo tenía sus propios POW enfermos, pero todos ellos sufrían de un tipo de enfermedades fácilmente diagnosticables. Algunos de los rusos también podían ser controles. No todo el mundo en el Campo del otro lado, había contraído la enfermedad. Por lo menos, no hasta aquellos momentos. Pero era muy posible que von Hessel estuviera trabajando en su laboratorio en una forma aún más virulenta.

    ¿Sabía la condesa que su amante estaba haciéndole una cosa semejante a sus propios compatriotas? ¿Y caso de ser así, le importaba?

    En medio del temor y la repugnancia de Clark, recordó el cuarto secreto y su espantoso mobiliario y los huesos de la mansión en Bélgica. Representaba para él, el mal máximo y también el símbolo del mal que estaba por todas partes en el mundo. Nunca lo podría olvidar.

    ¿Pero era la maldad desarrollada por Barón de Musard una cosa pequeña e insignificante comparada con lo que von Hessel estaba intentando poner en práctica? Sí que lo era, de igual forma que la guerra mundial era uno de los grandes males.

    Pensó: Serénate Clark. Sé objetivo. Tus pasiones y tu imaginación pueden estar haciéndote alterar la realidad. No tienes ninguna evidencia que von Hessel esté haciendo lo que tú crees que está haciendo. Investiga. Consigue los hechos. Asegúrate.

    A pesar de sus reflexiones, se sintió de mal humor y no pudo dejar de pensar en todo ello. Y ahora, pudo valorar mejor la intensa, posiblemente hasta fanática voluntad, de luchar contra el Mal y para asegurarse que su hijo continuaría su lucha. Pero Clark no se imaginaba el Mal como una pura abstracción. El Mal del que hablaba su padre, no era más real de lo que pudiera ser Satán, el cornudo ángel caído, con pezuñas, cola y empuñando un tridente.

    El Mal, de forma específica, más minúsculo que el otro pero totalmente concreto, existe y es el que hace referencia a los seres humanos que cometen los actos de maldad. E incluso este “mal” no podía ser claramente definido de manera lógica, en muchos casos; esto dependía de quién fuera el que quisiera hacer esta definición del concepto o de la palabra.

    En este caso concreto, sin embargo, Savage no tenía ninguna duda sobre la maldad del hombre que creía que estaba realizando aquellos actos. No existía la excusa de un área gris filosófica, semántica o moral en esta situación, si es que, hay que decirlo una vez más, estaba perpetrando los hechos que se temía que estaban ocurriendo.

    Podía haber también otra explicación por lo que sospechaba que estaba pasando.

    Pero el exceso de reflexión, conducía inexorablemente a la inactividad. Y él no era un Hamlet, o por lo menos, no quería convertirse en algo parecido.

    Mientras salía de la mina, una vez que hubo sonado el pitido que anunciaba el fin de la jornada de trabajo, Clark se preguntaba qué les habría pasado a Monk Mayfair y a Ham Brooks. Pudo ver trabajando a Renwick y a Roberts en el otro extremo de la inmensa sala, pero la pareja alocada también debería haber estado trabajando en la misma cuadrilla.

    No fue hasta que volvió a los cuarteles, que tuvo noticias de ellos. Fue Hans Kordtz quien le explicó lo que había pasado. Se retrasaron en presentarse a la hora de incorporarse a su turno porque Brooks había acusado a Mayfair de ponerle una cucaracha entre las mantas. En la tremenda discusión que siguió —Monk negó haber sido el culpable— se rompió una ventana. El sargento que estaba al cargo de ellos, avisó a Schiesstaube. El ayudante se irritó, pues la presencia del insecto indicaba unas condiciones sanitarias deficientes, por las que el comandante podía responsabilizarle. También le enfureció el encontrarse con la ventana rota.

    Mientras tanto, los dos se personaron en la oficina del ayudante y se pusieron a cantar “Colgaremos al Kaiser bajo el tilo”.

    Schiesstaube les gritó enfurecido que dejaran de cantar o les metería en chirona con incomunicación absoluta, lo que por otra parte, ya había decidido hacer por sus continuas violaciones de la disciplina. Monk y Ham cesaron en sus cánticos, pero un minuto después estaban cantando otra canción “Sacaremos a todos los alemanes de Alemania”.

    Salieron de allí para cumplir cinco días de arresto en celdas sin luz y completamente incomunicados. Los recintos de arresto en solitario se encontraban en una casita pequeña y aislada en la esquina nordeste del Campo. Aunque tenían la orden estricta de no hablar con nadie, no dejaron de intercambiar insultos entre ellos. Cualquiera que estuviera a menos de quince metros de las delgadas paredes de la casita, podía oírles. Al cabo de un rato, empezaron a cantar juntos, a pesar de encontrarse en los dos extremos más alejados de la casita.

    “Alexander’s Got a Jazz Band Now” (Alejandro tiene ahora una banda de jazz) y “Barnyard Blues” (Los blues del Corral), eran dos de las canciones más populares americanas en aquellos momentos y las cantaron con muchísimas ganas, pero con una absoluta carencia de armonía. Como resultado de todo esto, Schiesstaube incrementó el castigo, dejándoles a una dieta de pan y agua.

    Savage movió la cabeza, disgustado. Aquel par de payasos no iban a ser fiables para llevar a cabo un plan de huída, si es que seguían comportándose de aquella forma. Esperaba que se dieran cuenta de ello mientras estaban encerrados. Aunque él era tan solo un teniente y bastante más joven que ellos, iba a tener que hablar con ellos seriamente o hacer que el Coronel Duntreath les echara una bronca. Esto último era mejor idea.

    Durante la cena, se sintió bastante desanimado. Su padre ya le había contado que el mayor obstáculo para llevar adelante un plan, eran los propios sujetos involucrados en llevarlo a cabo. Uno de sus numerosos maestros y tutores, un persa sufita, Hajji Abdu el—Yezdi, hijo de Abdu e hijo de Abdu, le había subrayado la misma dificultad. Pero Clark tenía que pasar por esta experiencia antes de darse cuenta completamente de ello. Se levantó tras la exigua comida con su estómago y, por tanto, todo su cuerpo, completamente insatisfechos. Dos minutos después entraba en los barracones el sargento Schiesstaube acompañado por dos guardianes. Se dirigió a Savage.

    —Está invitado a cenar a las nueve, por el Coronel von Hessel —le informó—. Esto es lo que me han dicho que le diga, literalmente, pero realmente se trata de una orden. Si yo estuviera en su lugar, no rechazaría la invitación. Al comandante no le gusta quedar decepcionado y me ha dicho que se lo deje saber. Estaré aquí a las nueve menos cuarto para llevarle hasta su residencia.

    Johnny que estaba de pie a su lado, murmuró:

    —¡Oh, oh!

    La primera reacción del teniente fue de sorpresa. Pero a continuación se convirtió en un arrebato de alegría. Su estómago, esa parte de la anatomía que usualmente tiene preeminencia en la mayoría de los seres humanos, se alegró con anticipación ante la perspectiva de una abundante y excelente cantidad de comida, que con toda seguridad iba a poder ingerir. Su tercera reacción, fue de alarma ante la exclamación de Johnny. Y ante las expresiones sospechosas de todos los que estaban junto a él.

    Estaban pensando: ¿Por qué él, un mero teniente y, además, jovencísimo, tenía que ser invitado a la mesa de von Hessel? Pensamientos sobre traición habían irrumpido en sus cerebros. En su caso, si otro hubiera sido invitado en vez de él, habría pensado lo mismo.

    Se apresuró a comunicarse con el ayudante de POW, el coronel Duntreath. El escocés estaba al corriente de sus experiencias anteriores con von Hessel.

    —Esto me pone en una mala situación, señor —le confesó Savage—. ¿Cree Ud. que debería rechazar la invitación?

    Hablando con el típico acento con las erres guturales de un habitante de Perthshire, el coronel le contestó sonriendo:

    —Tranquilízate, hijo. Puedes aguantar una gran comida. ¿No podría hacerlo cualquiera de nosotros? Y si von Hessel lo que intenta es sonsacarte información, que lo va ha hacer, no tengo ninguna duda, yo confío en ti completamente. Tu historial habla por sí solo.

    Por unos momentos, el coronel frunció el ceño.

    —Si lo que nos has contado, es cierto, naturalmente.

    Lanzó una sonrisa, por debajo de su espeso bigote de color canela.

    —Haré comprobaciones sobre todo esto, si puedo. Mientras tanto, ve allí y pásatelo bien, pero no bajes la guardia. Ya me encargaré de informar a la gente que no eres sospechoso de ser traidor y que pareces gozar del fuerte carácter necesario para resistir las tentaciones del Huno. Cuando vuelvas, proporcióname un amplio informe de lo que haya ocurrido.

    “Tienes mi permiso para ir a cenar con el barón y también mi bendición personal. Eso para no hacer mención de mi envidia. Y no me estoy refiriendo en particular a la fiesta. Esa Condesa rusa... bien, no me importa confesártelo, hijo, tengo ya cincuenta y cinco años, pero cuando la veo y eso ocurre muy raramente, me calienta agradablemente algo más que el corazón.

    El teniente se ruborizó. Al darse cuenta, el coronel se echó a reír en voz alta y le despachó.

    Aquella noche, Clark Savage acompañado por el sargento y cuatro guardias armados, se encaminó hacia la residencia del barón. Durante el camino, vio el reflector voltaico que el tren había traído al Campo, junto al borde del acantilado. Antes de ir a la casa del comandante, vio a tres POW que salían de un vagón de carga. De repente, uno de ellos, atacó a un guardián. Fue apartado de allí rápidamente y golpeado con las culatas de los rifles antes de ser arrastrado. Más tarde, Savage se enteraría que el indisciplinado y, en su opinión, el estúpido, había sido confinado en aislamiento total. Savage opinó que los golpes que le habían dado con los rifles, ya hubiera sido suficiente castigo. Tener, además, que oír la guasa y discusión de Monk y Ham y, especialmente, sus canciones, era ya un castigo inhumano.


    XV


    EL TENIENTE Savage fue escoltado de vuelta a los barracones, a las cuatro de la madrugada. Estaba muy cansado y en lucha con su conciencia. Al igual que Jacob con el Ángel al pie de la escalera, la vieja historia bíblica, pensó. O como el cuento de Las Mil y Una Noches sobre el Viejo del Mar, sentándose a horcajadas sobre Simbad el Marino, con una presa férrea sobre el cuello del marinero árabe. Su conciencia era el Ángel y el Viejo del Mar y él era Simbad el Marino y Jacob.



    Simbad quería decir pecado malo. ¿Habría algo así como pecado bueno?

    En realidad, no estaba más que un poco molesto por lo que había hecho. Afortunada o infortunadamente, dependiendo del punto de vista de según qué personas, de pequeño no fue nunca sometido al adoctrinamiento en ninguna religión en particular. Su padre era un ex—Anglicano, que se había convertido en un deísta, es decir, en alguien que cree que hay un Dios, pero que Él, Ella o Ello, se largaron a comer después de haber creado el Universo. Ah, y que aún no han vuelto. Clark había tenido ocasión de conocer diferentes creencias en sus viajes alrededor del mundo con su padre y, durante los períodos de instrucción con varios hombres en ciudades y junglas, desiertos y montañas. Como resultado de ello se había familiarizado con todas ellas, desde la Ortodoxa Griega hasta el propio vuduismo.

    Se había podido evadir de gran parte de la moral sexual puritana de los Estados Unidos de América que reinaba allí desde el principio del siglo XX. Por otro lado, gozaba de una moral personal, una especie de código ecléctico, peculiar suyo. Lo que dicho, de otra forma, significaba que había ido seleccionando e incorporando partes de todas las morales que había ido conociendo y las había reunido para darles una forma que él consideraba que era buena. Pero, ¿había lastimado a la condesa de alguna forma? ¿Le había causado algún daño al barón? ¿Se había lastimado a sí mismo?

    Ham Brooks y Monk Mayfair no se habrían molestado nunca con semejantes reflexiones. Precisamente, ellos no, aquellos “gemelos sensuales hechos de polvo de oro”, como les denominaba con sus complicadas palabras Long Tom.

    Pero él era una cosa y ellos, otra. Aunque había tenido algunas experiencias con mujeres de los cinco continentes, el bello sexo no era su especialidad, precisamente. A excepción de algunas niñeras y cuidadoras de diversas razas, cuando era un niño y algunas de las amigas de su padre, había tenido relativamente muy poca intimidad o incluso contactos íntimos prolongados con mujeres. Variedad, sí, mucha, pero nunca una verdadera amistad o una profunda cordialidad.

    Las mujeres representaban un misterio para él. Pero llegando a este punto, cualquiera de los hombres a los que conocía y muchos de ellos, habían estado rodeados de mujeres toda su vida, le habían reconocido lo mismo. El “eterno femenino” era incomprensible e impredecible. Mucho más esto último, que lo anterior.

    Su padre finalmente se había dado cuenta que su extraña educación había fallado en conseguir enriquecerle en uno de los campos del saber más importantes. En un sentido profundo, esta carencia le había convertido en un niño desvalido.

    Pero ya era demasiado tarde. A no ser que el propio Clark hiciera algo por su cuenta.

    A lo mejor, pensó mientras entraba en el barracón, es que estoy demasiado preocupado. Lo que he hecho, lo he disfrutado mucho más que cualquier otra cosa que haya hecho, con independencia de la ligera preocupación sobre si era algo correcto o incorrecto. Y claro, la preocupación de ser atrapado en algún punto de la conversación.

    Como había dicho cuando estaba dudando, no con gran preocupación si hay que decir la verdad, sobre si debía o no, aceptar la invitación: — “¡Oh, bien! ¿Y por qué no?”

    El sargento Schleifstein le dejó ante la puerta de los barracones y se fue, marcando el paso. El sargento estaba muy cansado y contrariado. Se le había ordenado quedarse de guardia en la puerta de la casa del barón, pero en la parte de fuera, debiendo quedarse allí hasta que la Condesa le solicitara que condujera al aviador americano, de vuelta a los barracones. No le hizo ningún comentario a Savage, pero estaba francamente descontento y profundamente intrigado. Sabía que el barón había perdido el conocimiento y le habían tenido que llevar a la cama y creyó que a partir de aquel momento, se habría acabado la fiesta. Pero no fue así, y tuvo que esperar cuatro horas más hasta que el teniente bajó por las escaleras.

    Savage entró en el edificio que estaba a oscuras y se encaminó hacia la gran sala de la segunda planta. Tuvo que encender un fósforo para asegurarse que estaba cerca de su cama. Vió que las sábanas y las mantas estaban hechas un lío y estaban tiradas por el suelo y que su colchón había sido volteado. Sobre el mismo, encontró una nota en un trozo de papel. Encendió otro fósforo para poder leer el mensaje escrito sobre el mismo.

    Littlejohn, que estaba en la cama de al lado, le dijo medio dormido:

    —Tu cama está patas arriba porque Schiesstaube apareció por aquí como una tormenta, a medianoche, en una incursión de inspección por sorpresa. El y su prole de perras, lo revolvieron todo de arriba abajo, en busca de artilugios que hubiéramos podido esconder, para ayudarnos a escapar. ¡Como palas de zapador o piquetas que hubiéramos sacado del túnel y hubiéramos traído aquí! ¡Bah! O componentes de un avión que pudieran ser ensambladas y nos permitiera salir volando hacia la libertad, como si fuéramos Icaros. Afirmó que va a seguir haciendo esto de forma aleatoria. Creo que no es más que un perro callejero de cola retorcida, mezquino, de espíritu liliputiense, con la barbilla retorcida, tiquis miquis y fastidioso, que quiere mantenernos siempre despiertos.

    Johnny se sentó en la cama, cuando Clark encendió otra cerilla.

    —¿Y por cierto, qué es lo que te ha entretenido hasta tan tarde?

    Savage no le contestó. Leyó la nota, que era del Coronel Duntreath. Le decía al teniente que era ya demasiado tarde para pasarle un informe. Que debería hacerlo por la mañana del día siguiente, antes de irse a trabajar a la mina.

    Savage lanzó un suspiro. Iba a poder dormir muy poco, hasta que tocaran pase de lista.

    —Con respecto al prisionero que acaba de llegar —le informó Johnny—. Me refiero al que atacó al guarda cuando salió del tren. Lo han puesto en confinamiento de aislamiento total. He oído que se trata del Capitán Benedict Murdstone, inglés, de infantería, un indisciplinado habitual. Se ha escapado en tres ocasiones. Da la impresión de ser un tipo especial.

    Savage se arregló la cama en la oscuridad y se introdujo en el catre. Johnny comentó:

    —¿Perciben las aletas de mis órganos olfativos, el olor del alcohol en diversas formas destiladas? ¡Por Dios, Clark! ¿No me digas que has estado bebiendo con los Teutónicos?
    —Un poco.
    —¿Te han tratado maravillosamente, uh? ¿No me dirás que el barón intentó seducirte, o sí lo hizo?

    Savage sonrió en la oscuridad y le respondió: — No, el barón no lo hizo.

    Se durmió enseguida. Le pareció que acababa de cerrar los ojos cuando la sirena de diana gimió a lo largo de todo el Campo, seguida por el toque de corneta alemán. Mientras intentaba deshacerse del horrible sabor de su boca, con un cepillo que se había comprado en la cantina, el ayudante de Duntreath entró en el lavabo. Se trataba del capitán Deauville, de la Artillería francesa. Le comunicó a Savage que debía ir a informar a Duntreath cuando acabara la jornada de trabajo. El coronel estaba demasiado ocupado en aquellos momentos y no podía hablar con él ahora.

    Poco después de que Savage saliera de la mina, vio al Barón von Hessel y a la Condesa Idivzhopu paseando a lo largo del borde del acantilado. Esta, al verle, agitó una mano enguantada, saludándole. El no respondió a su saludo. Ella le debió decir alguna cosa al von Hessel, pues este se volvió para mirar a Savage. Sus dientes parecieron brillar tras una amplia sonrisa.

    Clark movió la cabeza. Suponía que el barón sabía perfectamente lo que había ocurrido después que lo llevaran a la cama, completamente ebrio. Clark no fue capaz de comprender la absoluta carencia de celos del hombre o la razón por la que se había mostrado tan colaborador. El carácter del barón era muy complejo y teñido de aspectos oscuros. Pero, ¿quién no lo tenía?

    Tras haberse aseado, se presentó al Coronel Duntreath. Si el escocés se había enterado de algo de lo ocurrido la noche anterior, no dio muestras de saberlo. Todo el Campo iba lleno de chismes y habladurías y Savage tuvo que soportar cantidad de chistes y preguntas irrepetibles. El Coronel Duntreath le pidió a Savage que le describiera absolutamente todo lo que observó y lo que le oyó decir a von Hessel. Pero cuando Savage se lanzó a contar su historia, con una descripción detallada de todo lo acontecido, incluyendo los artículos que habían consumido y que estaban en la mesa, así como la presentación de la mesa y de los cubiertos y servicio en general, le detuvo en su descripción.

    —¡Por Dios, hombre! —explotó—. ¿Es que es Ud. una cámara fotográfica humana? No quiero que me lo cuente todo, literalmente.
    —Gozo de una memoria prácticamente perfecta —le respondió Savage—. Es en parte innata y en parte producto del entrenamiento. Le referiré entonces, lo más esencial.

    Mentalmente, cruzó los dedos al decir estas palabras.

    —Ya decidiré yo lo que es importante —le rebatió Duntreath—. Es posible que le pida que se extienda en determinados puntos y me los amplíe.

    Savage le contó que los que estaban en la mesa eran el barón y la condesa; el Comandante Schickfuss, ayudante del lado ruso del Campo y a la vez, también ayudante del ayudante jefe Schiesstaube; el Capitán Haken, cuya mano derecha había sido arrancada en el frente ruso y que ahora lucía una pieza metálica curvada en su lugar y un civil, el Herr Profesor Kornfunken y por supuesto, él mismo. Lo único que Savage fue capaz de averiguar sobre el Profesor Kornfunken, es que era un bacteriólogo de la Universidad de Berlín y que partía a la mañana siguiente.

    —No estaba allí Schiesstaube. Tenía trabajo, pero creo que von Hessel no habría comido con él, como tampoco habría comido con un cerdo. El barón odia a su ayudante, si es que debo dar crédito a algunos comentarios que hizo sobre su ayudante y los hizo sinceramente.
    —¿Y quién no detesta al odioso canalla? —reconoció Duntreath.

    También estuvieron presentes los criados rusos. Zad, el peludo y maloliente gigante, le había mandado un beso a Savage. Pero Savage no le contó esa parte.

    Tampoco le contó nada de la reacción que tuvo al ver a Lili Bugov, Condesa Idivzhopu. Su vestido completamente blanco era el más escotado que jamás había visto. Savage no fue el único hombre que extravió su vista sobre la soberbia hendidura y no la pudo retirar de allí. Recordaba a las mujeres seductoras del novelista H. Ridder Haggard. Las dos que ardían en su memoria y en alguna otra parte de su cuerpo, eran Ayesha, también conocida como Aquella—que—debe—ser—obedecida, la diosa heroína de Ella y Helena de Troya, de El Deseo del Mundo, la mujer fatal cuya hermosa cara hizo botar más de mil barcos. Esta Lili se sentó a la mesa, parecida a ellas en su belleza, y también como si fuera la antigua deidad egipcia del Amor, Hathor.

    La mesa no crujió exactamente bajo el peso de la comida, pues era de madera de teca maciza. Pero tenía una carga aún más opulenta y apetitosa, si cabe, que la que hubo en el monasterio: Dos lechones rustidos, media res asada, pollo frito, batatas enormes, frutas y verduras de varios tipos. Se prometió a sí mismo que se contendría en atiborrarse de carne. Necesitaba la fruta, los limones en particular para combatir la amenaza del escorbuto, debido a la carencia de cítricos en la dieta del Campo.

    Durante el transcurso del banquete, deslizó varias piezas de chocolate en su bolsillo. Serían para Hans Kordtz, el guardián.

    Von Hessel lo había visto —aquellos ojos azules parecían no perderse nada de lo que ocurría— pero solo sonrió con un lado de la boca.

    Clark pasó superficialmente por los comentarios entre él y el barón, sobre diversos filósofos. Duntreath al oír los nombres de Kant, Nietzsche y Schopenhauer, alzó sus espesas cejas grisáceas y preguntó:

    —¿Quién?

    Clark solo mencionó de pasada los cuadros que había colgados en las paredes. ¿Qué importancia podían tener en un informe de espionaje o secreto, los nombres de Duchamp, Arp, Tzara, Picasso o Braque, destacados artistas de los movimientos pictóricos del dadaísmo o del cubismo? Como tampoco consideró necesario repetir los comentarios del barón sobre algunas obras como “Desnudo descendiendo por una escalera”, “Caballo saltando sobre una roca escarpada” y otras pinturas sin tanto interés o fragmentos y fotomontajes de otras obras de las que ni él ni Duntreath entendían nada en absoluto.

    El hecho de que von Hessel coleccionara y estimara aquellos objetos porque pensaba que anticipaban el ocaso del hombre del siglo diecinueve y la formación del nuevo hombre, del hombre mecanizado, deshumanizado y sin alma, del siglo veinte, no le podía interesar en absoluto al coronel.

    —Esta guerra, anuncia una nueva era, un nuevo tipo del Homo Sapiens; de alguna manera, un nuevo tipo del Hombre Occidental —comentó el barón—. Fragmentado, vacío y carente de integridad, empobrecido de espíritu, incapaz de encarar el negro agujero de su propia muerte y de la muerte del Universo y de, como decía Nietzsche, de la Propia Muerte de Dios. La guerra había hecho trizas los viejos moldes. Los nuevos, estaban por ser acabados.

    Mientras decía esto, no dejaba de beber un vaso tras otro, de vino francés y la condesa no le iba a la zaga. Savage comprendió que él también debía tomar un poco de vino, especialmente porque el barón le había insistido. Para cuando von Hessel se hundió en una ensoñación de murmullos inconscientes, Savage ya había bebido más alcohol aquella noche, del que había bebido en toda su vida. Odiaba su pérdida de control a la vez que disfrutaba de la misma. Su entrenamiento siempre había estado dirigido a un dominio completo de sus impulsos irracionales y a la observancia de una actitud siempre objetiva.

    —¿Le interrogó el barón sobre asuntos militares? ¿O sobre asuntos de los que no debería estar en conocimiento, como la moral de los Aliados en el frente y en casa, la situación económica y asuntos de este estilo? —preguntó Duntreath.
    —Ni una sola vez.
    —Mientras estaba intoxicado, ¿llegó a descubrir alguna cosa sobre la situación en que se encuentra el Imperio Central, alguna cosa en específico o en general, que pudiera ser de utilidad, caso de poder hacerla llegar hasta los oídos de nuestros Servicios de Inteligencia?
    —Nada. Dijo que Inglaterra era el mayor enemigo de Alemania, que los alemanes se consideraban a sí mismos como representantes del nuevo orden, mientras que los ingleses representaban al orden antiguo, que los ingleses eran hombres del siglo diecinueve y que no habían sabido seguir el ritmo, para entrar en el nuevo siglo, con la suficiente rapidez.
    —¡Hmph! —gruñó Duntreath— Toda esa basura no es un secreto para nosotros. ¡Mera podredumbre! ¡Ya veremos quién es el que gana!
    —Dijo que aunque los ingleses ganaran esta guerra, perderían la siguiente, dentro de la próxima generación.

    Savage añadió este comentario tocado con un deje de malicia por el oculto desprecio enfermizo que Duntreath sentía por todos los de colonias y muy en particular, por los americanos. Duntreath no era una mala persona, aunque a veces pecara de un exceso de pedantería y rebuscamiento. Procuraba ser justo en sus relaciones con los franceses, los australianos y los americanos bajo su mando. Y su historial de guerra mostraba que podía tener más coraje que ninguno. Pero era un snob y un súper—conservador.

    —¡El tipo ese habla como si tuviera un retrete en la boca! — refunfuñó el coronel, con una cara que ya había enrojecido — ¿Es que es algún tipo de bolchevique? Sin embargo, hay una cosa sumamente importante que me gustaría saber. He oído informaciones... no importa su origen... sobre la posibilidad que el barón esté llevando a cabo experimentos bestiales en el lado ruso del Campo. ¡Puede que sus pacientes sean campesinos ignorantes, pero, vive Dios, que son seres humanos! O por lo menos, eso es lo que ha llegado a mis oídos. ¿Qué es lo que está haciendo von Hessel con ellos?
    —No dijo nunca nada sobre eso, aunque intenté derivar la conversación hacia el tema —contestó Savage.

    Duntreath, con una indescifrable expresión de curiosidad, irguió la cabeza:

    —¿Dijo algo sobre esto la condesa?
    — No.

    El teniente pudo sentir que el rubor inundaba su cara.

    —El carácter de von Hessel es notable —afirmó Savage, ansioso por eludir el tema de la condesa—. Cualquier debilidad de carácter, podría usarse en su contra. Odia a su padre. Afirma que era el típico aristócrata prusiano, brutal, gran cazador, mujeriego, tremendo bebedor, muy aprovechado, egocéntrico y un gran ignorante de todo lo que no gire en torno a su estrecho círculo. Peor que la mayoría de ellos. Puede que estuviera exagerando los defectos del aristócrata prusiano y generalizando sobre la base de ciertos individuos de aquella casta.

    “Von Hessel quería a su madre, pero sentía cierto resentimiento contra ella, por no haber respaldado a sus hijos frente a la indiferencia e incluso al trato, en ocasiones sádico, de su marido. Había muerto hacía unos años, debido a las enfermedades venéreas que le había contagiado su esposo, el padre de von Hessel...

    —¡La bestia asquerosa! —rezongó Duntreath—. Daba la impresión de estar abochornado.
    —Estaba completamente borracho cuando me confesó todo esto. — prosiguió el teniente — Tengo la impresión que von Hessel ha intentado por todos los medios, ser lo que nunca fue su padre, el extremo opuesto. Pero es obvio que siente el temor de ser demasiado igual que él. Se advierte en el hombre una tensión muy intensa...

    Duntreath le interrumpió:

    —¿Qué diablos tiene que ver toda esta sicología, como la del austriaco ese, que no sé cómo se llama...
    —Sigmund Freud...
    —Un pervertido, según tengo entendido, qué tiene que ver, decía, con todo lo nuestro?

    Savage se abstuvo de decirle al coronel, que él y su padre habían asistido a varias conferencias dadas por el propio Freud. El Doctor Savage coincidía bastante con la opinión del coronel sobre Freud. Clark creía que debía haber algún contenido en las teorías del fundador del psicoanálisis. Los resultados de la simiente, dirían qué clase de fruto se había sembrado —o dicho de otra forma— solo el tiempo confirmaría o negaría la validez de aquellas teorías.

    —Me gusta tratar con hechos y no con fantasías —concluyó Duntreath—. En realidad, no consiguió averiguar nada que valiera la pena, ¿no es así?

    “Quizá nada que le sirva a Ud.”, pensó Savage para sus adentros, “pero bastante para mis intereses.”

    Las dos semanas siguientes, pasaron de forma lenta y aburrida. Von Hessel y la condesa tomaron el tren con destino desconocido y no volvieron hasta el cabo de seis días. Los rusos siguieron muriendo a un ritmo anormal. El hospital del lado aliado estaba repleto de hombres que padecían disentería y neumonías... Hans Kordtz se mostró conmovido y agradecido por las pocas piezas de chocolate que le dio Savage. Prometió que mantendría al teniente permanentemente informado de todo lo que viera y oyera en el Campo. Y Savage siguió intentando imaginar medios y formas para huir.

    Mayfair y Brooks, visiblemente más delgados pero sin que hubiera disminuido su verborrea exuberante, salieron por fin de su encierro solitario.

    La única cosa excitante que ocurrió, fue cuando por fin llegaron los paquetes de la Cruz Roja. El de Savage contenía tres barras de chocolate. Se comió una y le dio las otras dos a Kordtz. También repartió los cigarrillos entre Kordtz, Ham y Monk. Renny no quiso los que le ofreció Savage. Había dejado de fumar, debido a la dificultad en conseguir tabaco. Johnny y Long Tom nunca tuvieron ese hábito.

    Entre los seis prisioneros yanquis había nacido una intensa amistad y camaradería. Aunque el teniente era más joven que los otros, de rango inferior y que cada uno del grupo era un líder innato, todos ellos fueron aceptando lentamente a Savage como a su jefe. Este no se había esforzado en conseguir aquella condición; surgió como una cosa natural. Monk fue el último en aceptarlo y lo hizo solo después del famoso encuentro, cuando echaron el pulso.

    Monk había retado en el Campo, a todos los que creyó que pudieran ser lo suficientemente fuertes como para competir, incluyendo a los guardianes. El único que rehusó competir, fue Savage. Pero tras las recriminaciones de Monk en varias ocasiones, Savage aceptó competir.

    Todos los de su barracón y muchos de los otros barracones, así como gran cantidad de guardas, se reunieron alrededor de la mesa. Llovían las apuestas a su alrededor. Muchos estaban ansiosos por ver batido a Monk, pero las posibilidades estaban a su favor, por diez a uno. Ham apostó su tabaco y su dinero por el teniente, por principio, aunque afirmó que ningún ser humano podía vencer a un mono. Si Monk no era una especie desconocida de gorila, afirmó Ham, se comería su gorra. Sin sal ni pimienta. Ahora bien, si se tratara de un concurso de humor...

    Los contendientes, puestos uno frente al otro, se sentaron a la mesa y colocaron sus codos en la posición que designó el árbitro. Se asieron sus respectivas manos derechas. Clark, mirando los poco habituales gruesos músculos de Monk y los inusualmente enormes huesos a los que estaban unidos aquellos, se preguntaba si no habría cometido un error al aceptar el reto. La mano que agarraba la suya, era una mano capaz de doblar monedas de penique con sus dedos. Se decía que Monk era capaz de hacer un nudo con el cañón de un rifle.

    —No te sientas mal cuando pierdas, chico —le animó Monk—. Soy el campeón del mundo.

    Savage sonrió levemente. El árbitro gritó:

    —¡Listos! De acuerdo, contaré hasta tres. ¡Cuándo diga tres, empezad! ¡Si alguno de vosotros hace trampa, le estamparé este palo en la cabeza!

    Monk era decididamente, muy fuerte, no había ninguna duda en esto. Era un Hércules de bolsillo, un Sansón comprimido. A medida que la lucha fue discurriendo, se le empezaron a hinchar las venas de la frente como si se trataran de serpientes, emergiendo desde debajo de la tierra hasta la superficie del mundo. Su cara iba congestionándose. Sudaba. Estaba en tensión. Apretaba con fuerza sus enormes dientes. Gruñía.

    Tampoco Savage lo estaba pasando muy bien. Habían transcurrido cinco minutos y ninguno de los dos había cedido ni un ápice. Sus brazos estaban tan inmóviles como si fueran los de unas estatuas. Y al igual que Monk, Savage estaba sudando abundantemente.

    Por fin, el árbitro decretó un parón de diez minutos. Monk gimió:

    —¡No eres un crío, criatura! ¡Nunca nadie me había resistido más de treinta segundos!

    Los espectadores chillaron y animaron. Aumentaron las apuestas o hicieron otras nuevas. Los que se habían resistido al juego, se unieron al resto. Pero las probabilidades estaban en aquel momento, a uno contra uno. Ham se volvió loco y se apostó el tabaco y el chocolate de los próximos tres meses, a favor del teniente.

    Muy lentamente al principio y luego de forma acelerada, el brazo derecho de Monk pasó de la posición vertical a la horizontal. Inesperadamente, el dorso de su puño, cayó sobre la mesa.

    —¡Gana Savage! —aulló el árbitro, pero solo pudieron oírle los que estaban muy cerca de él. El estruendo de las voces y las patadas sobre el suelo fue lo suficientemente fuerte como para hacer que temblaran las ventanas. Hasta los alemanes que habían ganado, estaban gritando y bailoteando alrededor, los unos con los otros.
    —¡Uf! ¡He quedado debilitado por el régimen de pan y agua al que he estado sometido, mientras estuve en aislamiento! —se excusó Monk. Pero estaba sonriendo y le dio un golpe en el hombro desnudo a Savage —¡Eres mejor que yo, Gunga Din!
    —¡Sí, y solo tiene dieciséis años —aulló Ham Brooks— ¡Esperad hasta que se desarrolle del todo!
    —Pues yo estoy esperando a tu desarrollo —intervino Monk—. Me refiero a tu desarrollo mental.

    Pese a su derrota, Monk se mostró afable y parlanchín. Decidió que había llegado el momento de decirle a Doc, cómo Theodore Marley Brooks se había ganado el apodo de “Ham”. Ambos habían coincidido en el frente y se habían hecho amigos, a pesar de sus diferentes caracteres, educación e inteligencia, le explicó Monk. Aunque no lo dijo claramente, dejó implícito en su tono, que Brooks era definitivamente inferior a él, en todos aquellos aspectos.

    —Me hizo una mala jugada, asquerosa —empezó Monk—. Por aquel entonces, yo sabía muy poco francés. Es por ello, que antes de celebrarse una ceremonia en la que un general francés nos tenía que imponer una condecoración, ese abogaducho vividor de baja estofa, me enseñó unas cuantas frases de agradecimiento que tendría que decirle al general. Eran —¡jo, jo!— palabras que no te atreverías a decírselas ni a un taxista, o sea, que imagínate a un general. Entonces —¡jo! ¡jo!— me metieron en el trullo hasta que pude arreglar el maldito lío.
    —Luego, una semana más tarde, alguien le alcahueteó al general, que Brooks había robado un camión completo, lleno de jamones. Consiguió probar que era inocente, aunque yo nunca estuve seguro de que lo fuera. Desde entonces, se ganó el apodo de Ham (jamón). Lo que no me gustó, sin embargo, y que me hirió moralmente, fue que me culpara a mí de haberlo hecho. ¿Puedes imaginártelo? ¡Jo, jo, jo!

    Diez minutos después, se acabó la fiesta, cuando Schiesstaube hizo una de sus famosas inspecciones por sorpresa. Su expedición de búsqueda, al igual que ocurría siempre, no descubrió nada. Rondó encolerizado, golpeando las columnas y el pobre mobiliario con su fusta de montar, mientras lo agitaba ante las caras de los prisioneros, que estaban de pie ante él, en posición de firmes.

    A la mañana siguiente, a las cuatro de la madrugada, volvió a entrar como una tormenta y despertó a todo el mundo. Pero alguien, Clark sospechaba que fue Monk, había dejado un cubo de agua sobre la puerta, atado a una cuerda y cuyo otro extremo estaba sujeto al picaporte. Schiesstaube, que siempre entraba el primero, quedó hecho una sopa. Hizo pagar a todos por su humillación, manteniéndolos de pie, en posición de firmes, durante dos horas, mientras preguntaba quién había sido el culpable. Por supuesto, nadie se mostró dispuesto a denunciar al culpable. En realidad, nadie, excepto el propio responsable de la broma, sabía quién había sido. A no ser, que Ham hubiera ayudado a Monk, como se imaginó Savage.

    No pudo por menos de sonreír, junto con todos los otros. Pero sabía que aquel par iban a pagar algún dia las consecuencias de sus bromas pesadas, de mala manera. Tenían bastante más edad que él, pero les aventajaba sobradamente, en madurez. Por otro lado, hay que reconocer que se divertían mucho más que él. Se había perdido gran parte de las diversiones propias de la infancia, ya en su niñez, porque había tenido escasos compañeros de juegos. Esta seria carencia en su medio ambiente era muy grande, demasiado grande, quizá.

    Schiesstaube decidió finalmente que todo el mundo en los barracones sería puesto a media ración hasta que se descubriese al autor del delito. El Coronel Duntreath elevó su protesta a von Hessel. El barón, que debió disfrutar con el remojón de su ayudante, más que cualquier otro, acabó por suspender el castigo. Su justificación consistió en que la orden era ilegal. Ham tenía sus dudas sobre este aspecto pero Schiesstaube sabía que lo mejor era no discutir con su superior.

    Del tren llegaron noticias de los últimos acontecimientos que estaban desarrollándose en el Frente Occidental. Los guardias, alborozados les contaron lo ocurrido a los POW. Las tropas del Kaiser habían efectuado un tremendo golpe al sur de Ypres. Asaltaron el pueblo de Messines y tomaron Armentières. El frente británico sufrió allí una enorme rotura. Pero las noticias de unas semanas más tarde, contaron que los alemanes no habían dispuesto de suficientes tropas de reserva para mantener un completo control de la situación.

    También Gran Bretaña y Francia estaban sufriendo por la falta de tropas de reserva. Pero tenían grandes esperanzas puestas en que las tropas americanas, frescas e indemnes de la fatiga de la guerra, con el respaldo del poder industrial de los Estados Unidos, les llevarían finalmente a la victoria, si los británicos y los franceses eran capaces de resistir lo suficiente para dar tiempo a los americanos a aportar su fuerza completa.

    El Capitán Benedict Murdstone, el oficial de la infantería inglesa al que Savage vio atacando a un guarda cuando bajaba del tren, fue liberado de su confinamiento en solitario. Duntreath le interrogó y le asignó una cama en el barracón de Savage. El sujeto era de buena estatura, rubio, de ojos azules y hasta hubiera sido guapo de no ser por dos defectos. Uno de ellos era su nariz y el otro era su nariz. Una calamidad personal sobre otra. Tenía una nariz enorme. Hubiera podido ser considerada, efectuando un inmenso acto de caridad, como noble e impresionante. Pero estaba echada a perder por una cicatriz al final de la misma. La punta había sido arrancada por un trozo de bomba en los primeros días de la ofensiva alemana de marzo. Monk le entró con mal pie a Murdstone al dirigirse a él como “Narizotas”.

    Clark tuvo una buena relación con Murdstone a pesar de su patente esnobismo. Era un tipo muy bien educado, que hablaba con un marcado acento de Oxford y se había escapado tres veces en cinco días. Y estaba ansioso por intentar la cuarta. Posiblemente, pensó Clark, sería un valioso refuerzo añadido para su grupo de huída. Pero Clark era muy cauto y no hizo mención de su idea. Prefería estudiar primero a Murdstone.

    Mientras tanto y tras el reto del pulso, Monk empezó a llamar a Clark, “Doc”. A muchos de los chicos que estaban estudiando en las facultades médicas y que fueron incorporados a filas, les llamaban así. Clark protestó, alegando que no tenía la licenciatura pero no obtuvo ningún éxito. El uso del título se extendió. Al poco tiempo, todos los POW, exceptuando a Duntreath, le llamaban así, Doc.

    Finalmente, Savage se aseguró el título, arreglando la nariz de Murdstone, tras habérsela fracturado. Esto ocurrió cuando Monk se enfadó por haber sido corregido en su forma de hablar y también por unos comentarios ofensivos dirigidos sobre Ham Brooks. Monk estaba convencido de tener la exclusiva para insultar a su colega. El Capitán Murdstone había invitado a Monk, irreflexivamente, a resolver sus diferencias en una pelea a puñetazos con él. Dos golpes, uno al estómago del inglés y otro en su narizota, iniciaron y finalizaron la riña. Ninguno de los dos quería que los alemanes se enteraran de que había habido una pelea, pues seguramente los habrían aislado o, por lo menos, les habrían castigado. O sea, que Doc, le arregló la nariz y Murdstone por la noche, les dijo a los guardianes que se había dado un golpe contra una viga.

    Tras esto, muchos prisioneros e incluso alguno de los guardianes, se dirigieron a Doc para que les tratara sus dolencias menores. No les importaba evitar el ir al hospital, si les era posible. Estaba atestado y los médicos alemanes y los enfermeros estaban sobrecargados de trabajo, además, el tiempo de espera para cualquier tratamiento era muy largo. La mayoría de ellos, incluidos los POW, consideraban al hospital como un campo de proliferación de todo tipo de enfermedades peligrosas y realmente lo era.

    Mientras tanto, Doc Savage trabajaba en la mina y dedicaba mucho tiempo e imaginación a preparar planes para poder evadirse de Campo Loki. Había llegado la primavera a las tierras bajas, pero aún no había coloreado de verde el camino a las montañas. Seguía lloviendo con intensidad casi a diario. Había observado que el nivel del suelo del Campo estaba ligeramente inclinado, para permitir que el agua de la lluvia escurriera. Para facilitar más esta función, habían sido excavados canales en la base de los barrancos que había alrededor del Campo y que llevaban hasta el lago. Eran lo bastante profundos como para ocultar a un hombre que se estirara sobre ellos. Pero habían colocado rejas metálicas cada doce metros. Cualquier prisionero que intentara usar estos conductos para poder llegar hasta el borde del Campo, tendría que gatear por encima de estas barreras y quedaría expuesto y al descubierto, por unos segundos.

    Pero un hombre que lo hiciera por la noche, podría esperar hasta que las permanentes luces de búsqueda hubieran sobrepasado el punto en concreto.

    No obstante, si tuviera éxito en alcanzar el borde del acantilado ¿qué podría hacer luego?

    Quedaba entonces la sobrecogedora ruta hacia la libertad, desde el Campo. Estaba en el extremo sur—oriental de Alemania. El camino más corto consistía en viajar hacia el sur, atravesando una pequeña franja de Alemania, cortar a través de Austria y, una vez atravesada, dirigirse a aquella parte de Italia, que en aquellos momentos estaba ocupada por un ejército aliado de Alemania, el del Imperio Austro—Húngaro. Una vez el fugitivo, o los fugitivos, hubieran podido atravesar el teatro de la guerra y, de alguna forma, pasar de la primera línea de fuego de Austria, hasta la de Italia, entonces, y solo entonces, podrían considerarse a salvo.

    Con todo, entre el Campo Loki y su destino, quedaban hilera tras hilera de altas y abruptas montañas alpinas. Considerando las vueltas, rodeos y subidas y bajadas del camino que tendrían que recorrer, deberían caminar más de cuatrocientos kilómetros, por lo menos. Eso, contando por encima. Luego, el tiempo podía ser frío y tormentoso. Deberían evitar las poblaciones desparramadas y cualquier comida que consumieran, deberían llevarla con ellos desde el Campo. A no ser que se las pudieran arreglar para ir robando por el camino. Lo cual, evidentemente, aumentaría el peligro de volver a ser detenidos.

    Solo pensar en tantísimos obstáculos, desanimaría a cualquier persona.

    Luego estaba Murdstone. Era entomólogo y como Savage era la única persona en el Campo que sabía algo sobre el estudio de los insectos, al capitán le gustaba hablar con él. Lo que no pudo hacer, fue ocultar la sorpresa que le causó el que un americano, particularmente uno tan joven, estuviera tan bien informado sobre aquel tema. Su reacción fue similar a la del americano blanco, cuando descubre que el negro de Alabama con el que está hablando, está graduado en una Universidad. Esta actitud, hay que reconocerlo, no era la de los científicos ingleses. Savage lo sabía muy bien, por su experiencia anterior con alguno de ellos, sabios científicos británicos.

    Murdstone no sabía que el joven teniente yanqui estaba escuchando con mucha más atención su pronunciación y acento, que lo que estaba diciendo en su conversación.

    Savage había descubierto algo en ello, pero por el momento lo estaba guardando para sí mismo.

    Observó que Murdstone estaba adquiriendo una situación de cierta intimidad con el Coronel Duntreath. Jugaban juntos al bridge en la oficina de mando, junto con un par de compañeros. Y el coronel parecía tener una gran confianza en el capitán.

    Un día, mientras estaban picando la sal en la mina, Johnny se aproximó a Savage y le comentó:

    —Doc, ¿recuerdas el pequeño problema que teníamos para conseguir un sismógrafo? ¿El que necesitaríamos para medir el grueso de la pared entre nosotros y la sala en la que los alemanes están trabajando por el otro lado? ¿Para poder encontrar una cámara o un túnel?

    Savage asintió.

    —Bien, pues no es posible robar uno, porque no hay ninguno para robar. Pero podríamos construirlo, improvisándolo a partir de los elementos que podemos conseguir en el Campo. Un sismógrafo de péndulo horizontal Milne. Podemos construir un soporte, un eje, una placa y un cilindro para registrar las señales. Podemos hacernos con una lámpara de aceite, una de esas que se utilizan en los barracones. Tengo también un espejo de bolsillo. El papel negativo para efectuar la impresión, podemos robarlo del cobertizo de suministros alemán o del laboratorio del barón. Esto es un problema, el hilo de seda, no.
    —¡Fenomenal! ¡Cuéntame algo más sobre esto! —le animó Doc—. No le contó al geólogo que él ya había pensado en ello y en cómo fabricar el aparato. Había estado esperando un momento oportuno para sugerirle que fabricaran uno. Pero prefería que Johnny se sintiera útil y que creyera que era el que había tenido la idea. Cuando el tipo delgaducho acabó de exponer todo el proyecto completamente, Savage le comentó:
    —No creo que sea ahora el momento para hacerlo. Sospecho, no obstante, que va a ser muy pronto. Verás, tengo otra idea en la cabeza que deberá ser puesta en práctica, antes. Vamos a reunirnos con Monk, Ham, Renny y Long Tom esta noche y os la explicaré.
    —Me agradan ese par de payasos y respeto mucho su capacidad en sus respectivas profesiones —dijo Johnny—. Tampoco tengo duda alguna sobre su valentía, agilidad de pensamiento o lealtad. Pero... ¿crees realmente que podemos confiar que ese par no vayan a reventarnos todo el proyecto con sus bromas?
    —Monk y Ham saben comprender cuándo las cosas van en serio —aseguró Savage—. Y, además, son capaces de intentar lo que sea, no importa lo peligroso que pueda ser.
    —¿No les falta sentido común?
    — Viven la vida a tope —justificó Doc Savage—. Lo que significa que están siempre deseando arriesgar sus vidas. Saben que aquellos que eluden las exigencias que a veces plantea la vida, solo para conservar su propia vida, no tienen vidas que valgan la pena ser vividas.
    —Hay mucha aliteración en esta aserción —soltó Johnny—, quedándose tan tranquilo.

    Aquella noche, hacia las siete, los seis tuvieron una conversación en voz baja, junto a la cama de Savage. La lluvia golpeaba con fuerza sobre las ventanas pero no podía oirse debido a las voces de muchos hombres que hablaban en voz alta, mientras jugaban a los dados o a las cartas. El humo de las pipas y de los cigarrillos, subía en espirales azuladas por la enorme sala en la que se encontraban.

    Cuando Doc acabó de presentar las líneas principales de su plan, recibió cierta oposición, en forma de preguntas, por algunos de los del grupo. Muchas de estas preguntas giraban en torno a las dudas que tenían sobre si esta noche era la adecuada para el plan.

    Savage se reafirmó en su planteamiento.

    —Sí, el viento y la lluvia dificultarán el ascenso. Pero también oscurecerán la visibilidad de los guardianes. Y no estarán alerta. Pensarán que nadie en su sano juicio se atrevería a salir con este tiempo.
    —Y realmente no lo haría —manifestó Long Tom, el eterno pesimista—.

    Doc pasó por alto este comentario.

    —Amigos, es posible que no os vuelva a ver después que me deslice allí. He aquí lo que me gustaría que hicieras mañana, Tom. Los alemanes van cortos de mano de obra. El ingeniero jefe está enfermo y no es probable que viva. Además, uno de los hombres que trabaja en las instalaciones del generador, está mostrando señales de un comportamiento aberrante y, posiblemente, tenga que ser retirado de su trabajo, quizá hasta devuelto a su casa. Quiero que te presentes voluntario para trabajar en esa instalación. Adquirirás una buena información de su distribución y también de cómo sabotearla, si llegara el caso y tuvieras esa oportunidad.
    —Esto tendría que pasar por las manos del Coronel Duntreath —murmuró Long Tom preocupado—. ¿Qué razón le podría dar para ofrecerme voluntario a ayudar al esfuerzo de guerra de los krauts?
    —Puedes decirle lo que te parezca oportuno, excepto que tenemos un plan y que necesitamos que estés en la planta de electricidad.

    Long Tom puso una cara como si hubiera mordido una guindilla picante.

    —¿No confías en el coronel?
    —Confío en él absolutamente. Pero podría comentarle alguna cosa a Murdstone.
    —¡Por la vaca sagrada! — rugió Renny — ¿Quieres decir que...?
    —Tengo un motivo para desconfiar de Murdstone —afirmó Doc—. Pero podría estar equivocado. Mientras tanto, será mejor no lanzar acusaciones que pueden ser no válidas.
    —¿Entonces, Bugs podría ser un traidor? —manifestó Monk.

    Había dejado de llamar a Murdstone “Narizotas”, porque Doc le había dicho que era cruel darle un apodo basado en una peculiaridad física. Monk protestó afirmando que todo el mundo le llamaba a él Monk, pero Ham señaló que en su caso era diferente, porque él disfrutaba con el nombre.

    En consecuencia, a partir de entonces, Monk se dirigió a Murdstone, llamándole “Bugs”, debido a su condición de entomólogo.

    —No se trata de un traidor —puntualizó Doc—. Quizá, y fijaos que remarco el “quizá”, un espía alemán.
    —¡Jo, jo! —se rió Monk—. ¡El camarada Duntreath!
    —¡Deja ya de hablar con voz chillona! —le regañó Ham Brooks— ¿Quieres que todos los del Campo se enteren de lo que estamos hablando?
    —De acuerdo —aceptó muy dócilmente Monk, cosa extraña en él—. Pero Doc, has escogido la posibilidad más fea. ¿Qué pasará si Schiesstaube hace una de sus inspecciones por sorpresa? La noche pasada lo hizo en dos ocasiones, una hacia la una y la otra dos horas después. No he podido ni pegar un ojo. ¿No has visto las bolsas que tengo debajo de los ojos? Podrías guardar dentro varias crías de canguro.
    —De cualquier manera, y hasta el momento, tampoco ha pasado lista en ninguna de estas inspecciones —les recordó Doc— Si se diera cuenta de mi ausencia, tendréis que efectuar un ejercicio de distracción, para quitárselo de la cabeza y distraerle.
    —Ham y yo ya hemos estado bastante tiempo recluidos en aislamiento total. —recordó Monk— Long Tom se ha ofrecido para ir voluntariamente a la planta del generador. Eso deja libres a Renny y a Johnny.

    Renwick y Littlejohn dijeron que puesto que Monk y Ham no estaban dispuestos a hacerlo, lo harían ellos. Esto fue motivo de que se originara una discusión que amenazó con salirse de madre y provocar que los encerraran a los cuatro, por escándalo. Doc les pidió que se callaran y todos ellos le obedecieron inmediatamente, con muestras de arrepentimiento, con lo cual mostraban el inmenso respeto que ya sentían por él. Sin darse cuenta, le habían elegido como su líder y él había aceptado aquella confianza, como si hubiera estado predestinado para ello. Y en cierta forma, era así. No obstante, su especial entrenamiento, había reforzado su innato sentido de mando.

    —Me escabulliré por la ventana trasera, ya que no hay ninguna puerta por detrás, en cuanto todo el mundo se haya ido a dormir —les dijo— Deseadme buena suerte. La voy a necesitar.


    XVI


    EL VIENTO y la lluvia le azotaron como si se sintieran ultrajados por el desafío que les hacía. A unos treinta metros, posiblemente, sobre el Campo, se aferraba con sus pies calzados con botas y con sus dedos enguantados. Los dedos se agarraban a pequeñas hendiduras en la roca y con las puntas de los pies, se apoyaba en los mínimos y estrechos apoyos que encontraba. Era muy fácil que pudiera resbalar. Cuatro veces perdió su sujeción, aunque en todas las ocasiones pudo quedarse colgado de una mano, mientras con la otra intentaba volver a ganar su posición anterior.



    Más abajo, los focos de las torres de vigilancia de los dos Campos gemelos, iban girando alrededor de los edificios y de los espacios que había entre los mismos; se paseaban también por el borde del acantilado sobre el lago. Los arcos luminosos colocados a lo largo de los perímetros del área, que estaban cerca de la alambrada de espino que partía en dos el Campo, estaban apagados. Desde hacía un par de noches los habían apagado para ahorrar el combustible de los generadores. Pero, a intervalos aleatorios, se volvían a encender por unos minutos. Hasta ahora, no habían localizado nunca a ningún prisionero que no estuviera donde debía estar.

    Savage confió en que no le pillarían con aquella red de luz cuando regresara. Esto, claro, en el caso de que así fuera. Mientras, y al ir ascendiendo por el acantilado, no estaba muy seguro de que debiera estar allí. Su “impetuosidad juvenil”, como la denominaba Renny, frase que, por otro lado, había tomado de Johnny, era realmente una locura juvenil. Pero ya estaba ahí. No iba a volver atrás hasta no haber hecho lo que se había propuesto hacer. O matarse al intentarlo.

    Siempre, desde que llegó al Campo Loki, estuvo estudiando con atención los riscos y acantilados que le rodeaban. Al principio, parecía como si hubieran sido retocados por la mano del hombre. Una inspección más cercana, le había descubierto que cantidad de pequeñas fracturas y salientes, los habían convertido en algo realmente escarpado y áspero. La diferencia era como mirar una cara afeitada, a simple vista o mirarla con una lupa. Trepar sin equipo adecuado — cuerdas, mosquetones de agarre, clavijas de escalada, un piquete pequeño y un mazo o martinete— no iba a ser cosa sencilla. Incluso disponiendo de todo lo dicho, hubiera sido bastante difícil.

    Savage había practicado escalada en Suiza, Perú, Colorado, y en el Nepal: los Alpes, los Andes, las Montañas Rocosas y en los montes del Himalaya. Se inició a la edad de once años. Su último instructor fue un tibetano, de ascendencia nepalesa, Dekka Lan Shan, que no solo era un especialista en montañismo de altura, sino también un maestro de yoga y autodefensa. Tenía un nieto nacido en San Francisco y completamente americanizado. Dekka le había pedido a Savage que fuera a ver a su nieto, que llevaba su mismo nombre, si alguna vez iba a California. Pero Savage no había tenido oportunidad de hacerlo. Por el momento, parecía que nunca tendría la ocasión de acceder a la petición de Dekka.

    Fue subiendo, tanteando, agarrándose como podía y esforzándose. Si no fuera por la lluvia, sus ropas hubieran quedado empapadas de sudor. A una altura sobre el suelo del Campo de aproximadamente unos veinte metros o algo más, su mano se cerró sobre el borde del delgado saliente de una roca, en la vertical del acantilado. Cuando se pudo subir a pulso a sí mismo y estirarse sobre este reborde, vio que se encontraba sobre el suelo de un espacio ahuecado en aquel lugar. La delgada roca era como un escudo que ocultaba aquel espacio detrás de la misma. A cosa de un metro más allá se encontraba la abertura de un pozo respiradero que descubrió con las manos, cuando se quitó los guantes. En el agujero se había instalado un enorme ventilador, fijado con clavos de acero dispuestos a través del borde y la piedra que había debajo.

    Hubiera valido la pena, pensó, haberse subido cuñas, cinceles un mazo y una palanqueta para intentar forzar el ventilador y sacarlo. Pero todas estas herramientas tendrían que haber sido sustraídas del edificio de almacenamiento del Campo. No era una tarea fácil. ¿Y luego, qué? Los huidos hubieran podido deslizarse por el interior del tubo de ventilación hasta la mina y descender mediante una cuerda hasta el suelo de la inmensa sala. Y luego hubieran tenido que romper el muro que separaba esta parte de la mina de la otra, la que estaba al otro lado de la montaña.

    Debía haber otras bocas de ventilación, especialmente sobre el sector ruso del Campo. Pero localizar esas otras bocas era una tarea secundaria. Le quedaba aún un largo camino para conseguir su objetivo principal.

    Empezó a moverse hacia arriba y hacia su izquierda. Tras una hora de esfuerzos atormentadores, se encontró unas cuantas docenas de metros más arriba y, seguramente, unos doscientos metros más cerca de su destino. La lluvia había dejado de caer, hacía ya un cuarto de hora. Había llegado al alto de un pico, que tenía la forma de un diente de sierra. Cuando alcanzó el otro lado, estaba sumido en una absoluta oscuridad. La luz que llegaba del Campo, era un débil y diminuto resplandor.

    Se sintió lo bastante seguro como para atreverse a encender la linterna eléctrica. En la cantina no las tenían a la venta, pues era una tienda “con más vacíos que la despensa de don Pío”. Pero Hans Kordtz había hecho tratos con otro de los guardianes para que le proporcionara una cuando volviera de uno de sus permisos. Según expresión de Monk, había costado “un montón de pasta”.

    Doc ni siquiera estaba seguro que le permitirían al guarda introducirla. No es que hubiera alguna instrucción que prohibiera a los prisioneros comprar linternas, pero a Doc le había tenido muy preocupado que a Schiesstaube se le ocurriera prohibir este artículo. Y es que era tan arbitrario como imprevisible.

    Desgraciadamente, pronto tendría que cambiar las pilas, o por lo menos, eso es lo que le dijo Kordtz. Dudaba que pudiera conseguirle más al teniente: “Es por causa de la guerra, ya me entiendes”.

    Iluminando con la linterna de un lado a otro, Savage bajó por un risco. Era mucho más áspero que el que había detrás del Campo, pero no era tan empinado. Luego subió por otro que tenía más dificultad que el anterior. Por el otro lado del mismo, llegó hasta una especie de chimenea, una fisura estrecha y profunda que se hallaba en el risco. Apretando fuertemente los pies contra una pared y la espalda contra la otra, empezó a bajar lentamente. Cuando llegó al irregular suelo de cantos rodados y lleno de piedras desparramadas, se vió iluminado frecuentemente por unas luces impresionantes. Los relámpagos habían decidido intervenir y echarle una mano a sus proyectos. Llenaron el conducto del respiradero de manera intermitente, como si estuvieran volcando electricidad en una jarra. Los truenos estallaban, mientras sus ecos retumbaban de pared a pared, como si fueran obuses de cañón.

    No estaba muy seguro de donde se encontraba exactamente. Le pareció que había otra barrera delante de él. Entonces, a no ser que se hubiera equivocado en sus estimaciones, debería encontrarse en la parte superior del acantilado que encaraba al lago. La luz de los relámpagos le mostraron que la fisura se curvaba alrededor de la pared en uno de sus extremos. Como los destellos de los relámpagos le revelaron que no había ningún abismo bajo él, apagó la linterna. Guiándose por los resplandores intermitentes de blancura, se aproximó hasta rodear la esquina.

    Se encontró allí con otra fisura, en ángulo recto con la que acababa de dejar. Era bastante más estrecha pero todavía lo suficientemente ancha como para permitirle deslizarse a través de la misma. Sus rodillas le golpeaban la barbilla. La parte posterior de su chaquetilla se estaba desgastando por la fricción. Tendría que dar explicaciones a los alemanes por este hecho, cuando volviera. Si es que volvía.

    Tuvo que deslizarse por la abertura como si fuera un gusano que se arrastrara a través de un agujero hecho en la parte superior de una lata con un cuchillo. No podía impulsarse a sí mismo ni tampoco usar sus rodillas, salvo en un pequeño ángulo. A pesar de todo esto, la fricción era suficiente como para romperle el traje a la altura de las rodillas. Y tenía que agarrarse a los más pequeños asideros a su alcance.

    Por otro lado, no se deslizaba hacia abajo demasiado deprisa.

    Un hombre grueso, jamás podría pasar a través de aquella abertura. Monk no estaba gordo pero tenía un pecho enorme como un barril. Si lo intentaba, desharía toda su ropa y se arrancaría la espesa mata de pelo rizado que tenía bajo la misma.

    Cuando por fin consiguió alzarse completamente sobre la parte superior del peñasco grande, descansó. Se animó al ver la interrupción del acantilado, frente a él. Había tomado la forma de una punta de flecha. Cuando pudo recuperar sus fuerzas, parte de ellas, por supuesto, caminó por los lados de aquella especie de muesca, con las piernas muy separadas. Ascendiendo con muchas precauciones, llegó a una cota, casi vertical, a unos diez metros de altura y a partir de ahí se encontró con un terreno algo más plano. Entremedio de los zig zag, los giros y las torceduras de los relámpagos, pudo ver el lago debajo de él. Por debajo, estaba la vía del tren que abrazaba la franja que había entre el acantilado de arriba y el de abajo. Los cables del teléfono estaban sujetos sobre unos postes cortos a lo largo de la vía y próximos al acantilado superior.

    Empezó a bajar, no con la rapidez de una cabra montaraz o de un mono, sino con la cautelosa lentitud de una serpiente. Tras haber descendido cosa de una docena de metros, encontró un saliente.

    Discurría alrededor de tres metros, estrechándose por ambos lados y estaba a un par de metros aproximadamente por encima de las vías del tren. Tenía la anchura justa para permanecer de pie con las puntas de las botas hincadas en el borde y con la espalda pegada a la cara del acantilado.

    Se quedó derecho allí durante un rato con sus manos alzadas y vueltas las palmas hacia dentro, para agarrarse a las pequeñas protuberancias de la roca. El viento soplaba más helado aquí que lo que había hecho antes. Subía de la superficie del lago, pero no era nada, comparado con la fuerza que soplaba durante el resto del día.

    Por unos momentos sufrió la tentación de volver al Campo, caminando simplemente y siguiendo las vías del tren. La sola idea de volver por la misma ruta por donde había venido, hizo que se le desplomaran los hombros de fatiga.

    Se giró con lentitud e inició el peligroso ascenso de vuelta. Cuando estaba llegando al acantilado que estaba detrás de los barracones, tuvo que luchar para no ir más deprisa. Sus fuerzas parecían diluirse y escaparse por las puntas de los dedos de los pies y de las manos. La falta de alimentos y la tensión del ascenso en la oscuridad por las rocas mojadas, le habían debilitado más de lo que lo hubiera hecho con otras condiciones más favorables.

    Abajo, ahora que la lluvia había cesado, habían sacado a los perros de sus jaulas, que estaban bajo las torres de vigilancia. Estos, tiraban de sus correas, mientras arrastraban a sus guardianes, tras ellos. Pero por el momento, ninguno estaba cerca de los barracones.

    Se quedó inmóvil, escuchando atentamente, mientras observaba cuatro cuerpos cubiertos con una manta que transportaban los guardianes, en la zona rusa del Campo. Los prisioneros que estaban vivos, dormían. Era un buen momento para sacar del medio a los muertos, conducirlos hasta las vagonetas de la sal que estaban sobre los carriles de vía estrecha y llevarlos hacia la cámara mortuoria en la mina, donde los enterrarían.

    Cuando por fin llegó a la base del acantilado, corrió hacia el área de los barracones. Deslizándose a toda velocidad por la ventana, que estaba abierta. Se sintió agradecido por el hecho de que nadie la hubiera cerrado y se introdujo dentro de la gran sala dormitorio. Con mucho cuidado, pasó por entre los durmientes, que gruñían, roncaban y murmuraban, hasta alcanzar la escalera que conducía al piso superior. Los escalones tenían tendencia a crujir y rechinar. Todo el lugar había sido construido con tanta urgencia que la tradicional artesanía alemana, de primera calidad, había sido sacrificada en aras de la rapidez.

    Llegó hasta el fin de las escaleras, pasó al pequeño recibidor y torció a la derecha hasta la enorme sala dormitorio. Se detuvo por unos momentos y observó los cuerpos reclinados. No había ninguna luz. Pero la primera luz perlada del alba — el alba falsa — le demostró que ninguna de aquellas figuras estaba despierta. Oyó a un hombre tosiendo y maldiciendo en la letrina que había al fondo del cuarto. Probablemente algún pobre diablo con la “tos del Campo” y padeciendo disentería. Aunque estaba derrengado y tenía que ponerse su ropa seca, si es que le daba tiempo, no pudo menos que sonreír. Entre dos de las paredes de la letrina, había una especie de canales, como unos pesebres, muy largos y con una suave pendiente. El agua discurría por ellos hasta unos desagües que llegaban hasta la cámara del alcantarillado en la mina, un gigantesco cuarto, excavado en la sal. Los POW tenían que quedarse de pie o sentarse sobre estos canales o pesebres para eliminar sus deshechos corporales.

    Hacía unos días, Monk había pillado allí a Ham, mientras este estaba en cuclillas y había vaciado el líquido de un encendedor. Cuando el agua empezó a arrastrar el combustible, fue encendido por Monk. El combustible prendió en el acto y chamuscó la parte posterior de Ham, antes de que este tuviera tiempo de pegar un salto para librarse de las llamas. Una docena más de hombres escaparon a tiempo de quemarse el trasero. Berreando de alegría, Monk huyó y salió de la sala de la letrina, antes de que le pudiera agarrar.

    La revancha de Ham fue moderada, aunque le hubiera gustado hacerlo mejor, cosa que no descartaba poder hacer algún día en el futuro. Taponó con las sábanas y las mantas de Monk, el extremo del desagüe de una tubería, lo que provocó un lío tremendo. Afortunadamente, los hombres quitaron el taponamiento antes que los guardias descubrieran lo que había provocado aquel embrollo. Y, además, hicieron que Ham limpiara todo el suelo.

    Ham se quejó de que algunos pelos se le habían chamuscado durante el episodio del encendedor y que había tenido que pegar un salto tan forzado que se le había vuelto a abrir una vieja herida. Se refería a su brazo, que había sido alcanzado por una bala, cuando Monk y él estaban en el arroyo junto a la granja francesa de la que Monk, él y Doc habían escapado. Monk afirmó que no tenía ningún sentido lo que estaba diciendo ya que Ham solo había sufrido una herida en la carne, que había cerrado y cicatrizado largo tiempo atrás.

    Savage atravesó lentamente la sala y se introdujo en la cama. Mientras se quitaba las botas, oyó un movimiento en la cama de al lado. Johnny se apoyó sobre un brazo y le susurró: — ¿Cómo te ha ido, Doc?

    —Ya te lo contaré cuando haya podido dormir un poco —le susurró Savage—. Estoy empapado pero prefiero dejar que la ropa se seque con mi calor corporal. Si viene un guardián, podría preguntarse por qué he colgado mi uniforme para que se seque. Por cierto, ¿ha hecho una inspección Schiesstaube?
    —Para cambiar de costumbre, no la ha hecho. Creo que ha perdido algo de su diminuta personalidad. Y es que si nos hace perder el sueño, él también lo pierde.
    —Raras veces lleva a cabo una inspección, cuando llueve con tanta fuerza —le comentó Doc.
    —¿Es por eso que decidiste hacer tu salida esta noche?
    —Eso influyó en mi decisión. Pero es que ya no quería posponerla por más tiempo, Buenas noches, Johnny.


    XVII


    —MONOTONÍA, ABURRIMIENTO y desesperación —masculló Long Tom—. Añadid esto a las enfermedades que infestan los Campos de prisioneros. Son las peores, las enfermedades matan el cuerpo, las otras matan la mente.



    —Nuestro rayito de sol, nuestra chispita de alegría —tronó irritado Renny—. Pero tienes más razón que un santo.

    Hoy era domingo, el único día en que los POW tenían descanso en la mina. Los cinco Mosqueteros y medio, como los denominaba Ham, recalcando siempre que el Medio era Monk, estaban de pie alrededor de un espacio libre en el que los ingleses jugaban al fútbol en un extremo y los americanos al baseball en el otro.

    Meses atrás, von Hessel había dado el permiso para hacer redes, pelotas, bates, guantes y bolas de piel de res para el baseball. Habían tenido que pagar mucho dinero para conseguir que los guardianes les obtuvieran los materiales necesarios para todo esto y habían tenido que hacérselo ellos mismos.

    —Podía haber sido peor —insistió Long Tom, gozando del perverso placer de convertir su pesimismo en algo aún más negro—. Al menos nos queda una oportunidad de huir, por pequeña que sea. Pero si este Campo estuviera como cuando lo construyeron originalmente, no hubiéramos sido capaces de hacerlo. Cuando lo construyeron, no había un Campo como el que veis aquí. Era como una pequeña fortaleza construida sobre los dos accesos de la mina. La cual tenía una serie de relativamente pequeñas cámaras excavadas en la sal. Eran para meter dentro a los prisioneros.
    —Pero un importante gilipuertas mierdecilla, pariente del Kaiser y también del rey británico, echó fuego por la boca cuando vino aquí para hacer una inspección. Afirmó que las condiciones para los prisioneros eran inhumanas. Entonces, se rechazó el uso de la fortaleza y se construyó el Campo, como está en la actualidad.
    —De cualquier forma, la fortaleza y sus cuartos de sal no habrían sido lo suficientemente grandes. Había demasiados tipos problemáticos metidos aquí dentro. Con el diseño original no hubieran podido manejarlos.

    Doc asintió, Hans Kordtz le había contado la misma historia.

    Era ya mediados de Junio. La primavera había dejado paso al verano. La región montañosa había adquirido una tonalidad verde y las cosechas estaban creciendo abajo, en los valles. En el lago había barcas de vela y otras de remos, aunque no se veía que hubiera turistas sobre ellas. Los pescadores no estaban interesados en las bellezas naturales. Estaban pescando todas las truchas alpinas de que eran capaces. Y no era para comerciar con ellas, sino para el consumo local. El racionamiento en toda Alemania era más severo que antes, si cabe. La mala cosecha de patatas de 1917, había hecho que los nabos se convirtieran en el sustitutivo de aquellas. Los ciudadanos normales y los POW tenían que hacer esfuerzos para no vomitar cuando olían un nabo.

    Hans Kordtz le contó a Doc que habían desmontado las campanas de la iglesia de su pueblo —de hecho, en toda Alemania— y las habían hecho fundir para aprovechar el metal. El año anterior, habían levantado las calles de Berlín para recuperar el cobre de las conducciones principales de teléfonos, que podían usarse para construir los obuses de los cañones. Muy pocos picaportes de latón quedaron indemnes en las casas particulares, de hecho, todo lo que era de latón sufrió la misma suerte.

    Mientras, los oficiales alemanes del Campo, presumían aún que las fuerzas del Imperio Central ganarían, que bastaba con un esfuerzo supremo más, para derrotar a sus enemigos. Desde el 27 de Mayo hasta el 6 de Junio, la tercera batalla del Aisne había llevado al Ejército Imperial hasta unos 60 kilómetros de París. Pero la 2ª División Americana, luchando junto con los franceses en Château—Thierry, habían conseguido detener allí a los alemanes.

    Los americanos habían empezado a darse cuenta de su vasto potencial, que no era tan solo el de meros proveedores de material y alimentos, sino también, como fuerza de combate.

    El Mariscal de Campo Ludendorff estaba sorprendido por su éxito. Había replegado tropas desde Flandes para lanzar un ataque masivo en Compiègne. Pero después de diez kilómetros, los alemanes fueron detenidos. Hans Kordtz les había pasado las noticias a los seis hombres.

    —Cada vez que creo que la guerra se va a acabar, vuelve a levantarse por algún sitio y de vuelta a empezar —se lamentó—. Se detendrá cuando estemos todos muertos de hambre o reducidos a lanzarnos piedras los unos contra los otros.

    Aunque se suponía que no debía confraternizar con los POW, Hans, al igual que otros guardianes, hacía caso omiso de la orden. Siempre, claro está, que Schiesstaube no estuviera por allí a la vista.

    Al igual que pasaba con otras muchas reglas militares, esta también era desobedecida, si el soldado se daban cuenta que podía evitar cumplirla. Como decía Monk: “Es más cumplidor con sus pantalones que con la obediencia de las ordenanzas”.

    Los POW habían recibido paquetes de fuera, a través de la Cruz Roja Internacional y de la YMCA (Asociación Cristiana de Jóvenes). Doc le había pedido al Dr. Coffern en su primera carta, que se lo enviara vía Dinamarca, que era una nación neutral. No solo esto, sino que también recibían media paga del gobierno alemán, en cumplimiento de un acuerdo entre los gobiernos en la contienda. Los prisioneros disponían ahora de más medios con los que comprar algunos suministros en la cantina y sobornar a sus guardianes.

    Schiesstaube vigilaría los suministros que los reclusos podrían ir acumulando para llevarse con ellos cuando intentaran escaparse. En realidad, no esperaba encontrar nada, pues hubiera sido muy difícil esconderlo de haberlo hecho así. Pero Doc los había ido llevado de vez en cuando durante la noche, hasta la parte alta del acantilado y los había dejado en un hueco a unos veinte metros de altura. En varias ocasiones, se había llevado a Monk junto con él, pues el sujeto podía trepar como un verdadero mono. En una ocasión lo hizo con Long Tom. El ingeniero electrónico había adquirido alguna experiencia en la escalada, mientras se adiestraba en el cuerpo de Comunicaciones. Los seis hombres mantuvieron sus actividades en secreto frente al resto de los prisioneros. Se esperaba de ellos que informaran de cualquier plan, o parte del mismo, al Coronel Duntreath. Pero el Capitán Murdstone formaba parte ahora del comité de organización de fugas, nombrado por Duntreath.

    —¿Cómo es posible que estés tan seguro que Bugs es un agente infiltrado? —le preguntó Monk.

    Doc decidió contarle algo.

    —No estoy seguro, no puedo estarlo. Por esto no le he acusado ante el coronel. No quiero poner a Murdstone en una situación injusta, en la cual pudiera sufrir, siendo inocente. La razón por la que sospecho de él, es lingüística. Tengo un oído muy fino, si se me permite decirlo. He recibido mucha educación sobre el tema de lenguaje, aunque no sea un experto indiscutible... pero me ha parecido, simplemente escuchando atentamente a Murdstone, que hay un ligero acento alemán yacente, bajo el casi perfecto acento de Oxford. Pensé que a lo mejor había estado mucho tiempo en Alemania y que eso podría haber afectado su manera de hablar, aunque fuera débilmente. Pero él ha dicho que nunca ha estado en este país, excepto en unas vacaciones veraniegas.
    —Si probamos que es un kraut —preguntó Monk— ¿qué haremos con él? ¡Me gustaría cortarle a pedazos y comérmelo para cenar! ¡De esta forma nos podríamos deshacer de las evidencias! ¡No corpus delicti or habeas carborundum!

    Ham refunfuñó con sarcasmo.

    —Tendremos que improvisar —opinó Doc—. No veo motivo para matarle. Está cumpliendo con su deber patriótico. Nosotros les espiamos a ellos; ellos nos espían a nosotros. Preferiría tenerle cerca, a nuestro alrededor, hasta que tengamos que deshacernos de él. Si lo descubrimos ahora, los alemanes volverán a colocar a otro infiltrado entre nosotros. Por lo que sabemos, puede que haya un par de ellos en estos momentos, o quizá más.

    Monk aspiró el humo de su cigarrillo “Camel”. Tras expulsarlo comentó:

    —Verdaderamente me siento como si tuviera hormigas metidas dentro de los pantalones. No podemos posponer esto por mucho más tiempo. Yo os digo, al infierno con todo este haraganeo. ¡Pongamos en práctica la fuga lo antes posible!

    Ham lanzó una bocanada de su “Lucky Strike” para intervenir:

    —Esto es algo que no puede apresurarse más que cualquiera de los experimentos químicos que realizas en tu laboratorio. Todo tiene que ser hecho correctamente, cuando lo hagamos. ¿Quieres morirte de hambre en campo abierto, o que te detenga una patrulla porque ibas a la carga como un elefante en una cacharrería?
    —No estoy hecho para ser un POW —refunfuñó Monk.
    —No, estás hecho para ser un mono.
    —Muchachos —cortó Savage—. Estoy fatigado de manera indescriptible de la vida que llevamos y ansioso de huir. Pero todavía hay un montón de cosas que hay que hacer, antes de estar listos y no tenemos la seguridad de poder hacer todo lo necesario. Por ejemplo, ahora ya tenemos todos los elementos para construir un sismógrafo Milne. Pero estamos en la misma situación que el ratón que le tenía que poner el cascabel al gato. ¿Cómo lo colocamos?
    —Si lo instalamos, tendrá que ser por la noche. Es entonces cuando no hay ningún centinela en la entrada de la mina. ¿Qué razón habría para que entrara allí un prisionero? Existen muchas salas, galerías y túneles, pero si buscaran al que se había introducido, poco tiempo les iba a tomar a los perseguidores encontrarle. Y si la intención fuera la de efectuar un sabotaje, ¿qué hay allí dentro, susceptible de ser destruido, que no se pueda reparar fácil y rápidamente?
    —No estoy convencido que valga la pena asumir este riesgo —continuó Doc—. Tenemos una posible vía de escape arriba, por encima del acantilado. Pero es muy peligrosa y aventurada. Realmente necesitaríamos cuerdas, clavijas de escalada y todo este tipo de accesorios. Es imposible conseguirlo en nuestro sector del Campo. Tendríamos que hurtarlo del lado alemán. No sabemos siquiera si tienen este tipo de elementos en su almacén de suministros. Puede que encontremos allí cuerdas y hasta martillos, pero ¿eslabones con mosquetón y todo eso...? ¿Sería mejor tomar el riesgo e intentar averiguar si disponen de ello? Incluso si fuéramos capaces de atravesar la barrera de alambrada de espino, esquivar a los guardianes y a sus perros y abrir el cerrojo del almacén, nos encontraríamos a final de cuentas, que habíamos tomado grandes riesgos para nada.
    —Hay demasiados pero, demasiados y, demasiados si... —reconoció Monk—. Nos vamos a encontrar como aquel ciempiés que empezó a pensar y a preguntarse cómo se las iba a arreglar para mover sus cien pies acompasadamente. Acabó tan confundido, que no supo cómo hacerlo para coordinarlos.
    —Es posible que tengas razón —convino Doc—. En cualquier caso, no disponemos de una reserva suficiente de suministros que nos sirva para llegar muy lejos. Tenemos que esperar.

    Savage estaba preocupado por otras cosas de las que ni les había hablado. Estaba el misterio de qué es lo que estaba haciendo von Hessel con los prisioneros rusos. La respuesta parecía evidente, pero esto no era más que algo muy poco concreto. Desconocía los detalles, carecía de información y al ser así, no podía informar a las autoridades Aliadas de la terrible enfermedad que las Fuerzas Imperiales podían dejar suelta para atacar a sus enemigos. Como tampoco sabía qué vacuna utilizaban los alemanes para protegerse ellos mismos. Encontrar respuesta a esto era muchísimo más importante que huir a la primera oportunidad. Podía ser la información más importante que los Aliados recibirían nunca y, mucho más necesaria que cualesquiera datos militares que les pudiera ofrecer.

    Por supuesto que existía una enorme posibilidad de que von Hessel no hubiera tenido éxito en perfeccionar la vacuna, hasta el momento. El número de cadáveres de POW salidos del hospital ruso, parecía ser la prueba en ese sentido. Por otro lado, también fallecían debido a enfermedades corrientes en el Campo: tifus, disentería y multitud de otras. Sin una información más exacta, no podía saber cuales eran los fallecidos por culpa de los experimentos de von Hessel y cuales no.

    El Barón von Hessel. Era un enigma, origen de otros enigmas. Un hombre muy complejo e imposible de analizar. Avanzado y muy liberal en reconocer la igualdad inherente entre sexos y razas. No le importaba reconocer que la gran mayoría de la gente estaba explotada y oprimida por unos pocos. Pero no tenía ningún deseo de cambiar la situación y no parecía sentir ninguna simpatía por los desgraciados que padecían esta situación. Estaba solo interesado en conseguir todo el poder posible para él. Podía irse al demonio el resto de los seres humanos.

    Era dudoso que fuera muy patriótico. Estaba desarrollando un arma biológica que haría que su país natal ganara la guerra y, a lo mejor, dirigiera el resto del mundo, o lo que hubiera quedado del mismo. Y lo estaba haciendo para ganar poder – PODER, político, económico y personal. Él iba a ser el salvador de su nación, un gran héroe.

    Había sido muy bien educado y estaba al corriente en cuanto al conocimiento de gran cantidad de campos, tanto científicos como humanísticos. Era capaz de discutir sobre Platón, Aquino, Gibbon, Homero, Hafiz y Confucio. Podía citar a los poetas, dramaturgos, filósofos y científicos, ya fueran clásicos o modernos.

    Aquella misma noche, precisamente antes de sentarse a la mesa para cenar, había murmurado: “Como tan sabiamente dijo Blaise Pascal, la filosofía no se merece que le dediquemos ni una hora de estudio. Y lo mismo reza para la literatura y la historia”.

    Durante la noche, había comentado que se sentía fascinado por el deseo mayor de Savage Sr. de convertir a su hijo en un superhombre que combatiría el Mal. Y por los logros de su hijo en la consecución de alcanzar límites en las capacidades físicas y mentales del hombre. Pero von Hessel también creía que era un despilfarro de tiempo y más concretamente, de la vida de Clark. Estaría envuelto en una batalla de la que nunca vería el fin y en la que no podría vencer.

    —Puede que salga victorioso en algunas pocas batallas —le aceptó—. Pero la población de la Tierra va a ir aumentando, en una progresión geométrica, no importa cuantos mueran de hambre o por causa de las guerras. Tan pronto haya acabado con un ejército del Mal, otros dos lo habrán reemplazado.

    Von Hessel le había entregado a la Condesa, prácticamente, a su joven invitado. ¿Era porque deseaba sonsacarle información secreta a Savage? ¿O es porque era un pervertido que sentía un oscuro placer, cuando ella le describía cómo él le hacía el amor? ¿O es que no le importaba en absoluto lo que hicieran?

    Savage dudaba que jamás pudiera averiguar la verdad.

    Una de las cosas que había dicho el barón, es que cuando se acabara el mundo, el alma humana seguiría siendo el gran misterio. La Química podía analizar todas las substancias. Los astrónomos podrían llegar a ver los confines del universo. Los físicos podrían detectar la partícula más pequeña de materia. Pero el hombre continuaría siendo un secreto insondable.

    Savage pensó que von Hessel era el último nihilista. Y esta filosofía, a pesar de sus inmensos conocimientos y capacidades, no era más que un laberinto que no llevaba a otro sitio más que al vacío. No había un Minotauro en el corazón del laberinto, no había más que un oscuro no—ser.

    Pero, comprendió, que también él podía estar equivocado.

    Una noche, muy tarde ya, estaba desarrollando Doc sus dos horas de ejercicios físicos en un rincón del dormitorio. A aquellas alturas, el resto de los que compartían el enorme dormitorio con él, ya no consideraban novedosa aquella actividad. Para ellos, no era más una más de las excentricidades que muchos de los POW mostraban. Muy especialmente ahora, cuando el estrés, la tensión y la desesperación estaba haciendo que algunos de ellos se sintieran algo más que simplemente “un poco raros”.

    Aquella misma mañana, un piloto inglés empezó a gritar diciendo que era una brújula giroscópica y que se volvía a casa. Empezó a dar vueltas, con los brazos levantados y haciendo un zumbido muy fuerte con la boca. Cuando el zumbido se convirtió en un chillido estridente, dio un salto por la ventana, rompiendo los cristales. Sangrando e inconsciente, lo condujeron hasta el hospital para prisioneros. La ventana no fue reparada. El sargento Schleifstein anunció que ya no habría más cristales para las ventanas de los barracones, que había restricciones en el suministro de vidrio. Los prisioneros podían, sin embargo, arreglarse la ventana como quisieran. O podían dejar simplemente que a través de ella, pasaran el viento y la lluvia.

    Precisamente en aquellos momentos, Doc no estaba fantaseando. Estaba sopesando diversos planes de fuga y valorando las oportunidades de éxito de unos y otros. Le quedaba aún media hora para acabar sus ejercicios habituales, cuando fue interrumpido. También lo fueron los otros POW. Schiesstaube y una docena de guardianes irrumpieron en el barracón y subieron por las escaleras, como si fueran al asalto. El ayudante, no obstante, iba precedido por el sargento cuando pasó bajo la puerta que había al final de las escaleras. Siempre, desde que el cubo de agua le había caído encima, Schiesstaube era el segundo hombre en entrar, nunca más había vuelto a entrar el primero.

    Con la cara enrojecida, aullando y golpeando con su fusta de montar sobre un lado de la puerta, Schiesstaube penetró en la habitación de Savage. Cuatro soldados armados hasta los dientes se desplegaban tras él.

    —¡Atención! —berreó Monk en alemán— ¡Aquí viene el grano en el culo del Kaiser!

    Cualquiera que fuese la intención original del ayudante, se olvidó instantáneamente. Su talón taconeó estruendosamente sobre el suelo de madera, mientras se dirigía rápidamente hacia Mayfair. Se plantó delante de él y rugió:

    —¿Qué es lo que has dicho, especie de cerdo—mono?

    El ayudante no era el único que parecía estar en tensión. Monk se le quedó mirando, con la cara tan roja como la del ayudante, mientras se le estremecía el cuello.

    —¡Estoy harto de todos vosotros, krauts y especialmente de ti! —chilló— ¡Ya estoy harto de aguantar todas tus majaderías!

    Ham Brooks, que estaba de pie a un lado, le estaba haciendo señales frenéticamente, para que Mayfair se mantuviera callado. Doc, en un tono suave, le pidió:

    —Tranquilízate, Monk. Supongo que no querrás que te vuelvan a encerrar aislado otra vez.

    Este meditó. Había mucho en juego en aquellos momentos.

    —¡Me vas a decir lo que has dicho! —gritó Schiesstaube— ¡O si no, voy a cerrarte tu asquerosa boca de mono imbécil, durante mucho, mucho tiempo!

    Monk gruñó al igual que un cerdo, diciendo:

    —¡Oink, oink!

    El ayudante quedó sorprendido:

    —¿Oink, oink? ¿Qué quiere decir esto? ¡Explícate, cerdo—perro de lengua bárbara!
    —¡Hey, ignorante, zoológicamente estás confundido! —le replicó Monk— ¡No puedo ser un cerdo—perro al mismo tiempo que un mono, aunque puede que un huno sí que pueda! ¡Oink! ¡Oink! ¿Quieres saber lo que quiere decir? ¡Pues es lo que dice un cerdo! ¡Me da la impresión de estar hablando en alemán! ¡Oink! ¡Oink!
    —¡Por el amor de Dios! —se horrorizó Ham y lanzó un gemido.
    —¿Oink? ¿Oink? ¡Soy su oficial superior! —chilló irritado Schiesstaube.

    El sargento Schleifstein entró en la habitación, atraído sin duda por el alboroto. Le hizo un gesto con la cabeza a Monk, indicándole que se quedara quieto. No le gustaba nada el ayudante y le encantaba escuchar las historias de las conquistas amorosas de Monk en el Brasil, cuando estuvo trabajando en la compañía de productos químicos.

    Monk apretó los labios con fuerza y lanzó una pedorreta con la boca dirigida al ayudante. Schiesstaube le cruzó con fuerza la cara a Monk, con su fusta de montar.

    Monk lanzó un gruñido y agarró al ayudante por el cuello, con una mano. Con la otra, que ahora se había transformado en un puño, le golpeó con fuerza en el plexo solar. El ayudante soltó su fusta y cayó doblado al suelo. El Sargento Schleifstein, lanzó un grito de protesta y alzó su rifle. Los otros soldados, amartillaron sus armas.

    Los POW se quedaron helados.

    Schiesstaube se dio la vuelta y se puso de pie, si bien continuó apretándose las manos contra su plexo solar. Tenía la boca abierta; la cara retorcida. Si Monk no hubiera estado tan furioso, hasta límites inconcebibles, nunca le hubiera pegado a un hombre que le diera la espalda. Pero en esta ocasión, su puño derecho fue a dar con fuerza sobre la columna vertebral en un punto justo entremedio de ambas escápulas. El crujido de las vértebras rotas sonó como el restallido de un látigo. El ayudante cayó al suelo, boca abajo.

    Tras su caída, Schiesstaube se quedó inmóvil. Ya no se volvería a mover nunca más.

    El sargento golpeó con la culata del fusil en la sien de Monk, que quedó tendido en el suelo y, momentáneamente, sin sentido. Entonces, Schleifstein se arrodilló y examinó al oficial. Monk empezó a gruñir, abrió los ojos e intentó ponerse en pie.

    Schleifstein gritó:

    —¡Quieto donde está, Mayfair! ¡Quieto o le dispararé!
    —Será mejor que obedezcas —le recomendó Doc a Monk.

    Mirando al techo, Monk respondió con su habitual vocecita chillona. Su cara, ahora estaba tan blanca como la del sargento.

    —Me parece que esta vez si que la he hecho buena, ¿verdad?
    —¡Maldito loco estúpido, no dudes que la has armado!

    Doc estudió las oportunidades de dominar a los guardianes. Pero rápidamente decidió que no era el mejor momento para entrar en acción.


    XVIII


    CON DEMASIADA frecuencia, las nubes cubrían el Campo como una manta o quedaban suspendidas sobre el mismo, de forma amenazadora, a poca altura sobre el suelo, mientras la lluvia chispeaba de forma permanente sobre los edificios y sobre los ánimos de los vigilantes y de los vigilados. Pero precisamente hoy, el sol lucía cálido y con esplendor. A última hora de la tarde aún era un agradable dia de Junio, uno de aquellos que normalmente hubiera inundado a todos los hombres, de alegría de vivir.



    Ham Brooks, volviendo del sector alemán, no iba mirando como si hubiera disfrutado de algo, jamás en su vida. Su cabeza estaba inclinada y sus hombros caídos. Se detuvo un momento, mientras los guardianes hacían girar la puerta de alambre de púas. Su cabeza giró entonces hacia los edificios de los barracones. Doc, que estaba de pie ante la ventana, pudo ver su cara de pesar.

    Les hizo una observación a Renny y a Long Tom, que estaban junto a él.

    —Malas noticias.
    —Ya me lo esperaba —suspiró Roberts.
    —¿Qué otra cosa podíamos esperar? — murmuró Renwick, con palabras que parecían no querer salirle del pecho.
    —Creo que Brooks es un prodigio como abogado — comentó Long Tom — Pero este es un caso que no hubiera ganado ni el propio diablo.
    —¡Un caso sin ninguna defensa! —admitió Renny. Levantó su gigantesco puño derecho, en un gesto como si fuera a estamparlo contra el marco de la ventana. Finalmente, lo bajó sin golpearlo.

    Salieron fuera, para recibir a Brooks. La puerta de la alambrada se había cerrado tras él y caminaba pesadamente hacia donde estaban ellos. Se le acercaron rápidamente, como hicieron muchos otros de los allí presentes.

    Doc, deteniéndose junto a él, le preguntó:

    —¿Ha salido mal?

    Las lágrimas se deslizaban por las mejillas de Ham. Agitó su cabeza.

    —Estaba desahuciado desde antes de empezar. Lo hice lo mejor que pude y se escucharon mis argumentos. No hubo ninguna injusticia en el proceso, todo fue legal, tal y como debe ser una corte marcial. Pero no podía haber otro veredicto. El Coronel Duntreath estuvo presente allí. Pronto volverá con nosotros. Estará de acuerdo conmigo.
    —¿Y bien? —urgió Long Tom.
    —¡Será fusilado al amanecer! Imagino que nos harán estar a todos presentes allí para ver la ejecución. Maldita sea, ¿por qué tuvo que hacerlo?
    —¿Cómo se lo ha tomado Monk? — preguntó Renny.
    —Desafiante, como siempre. Les declaró a los alemanes que Schiesstaube le cruzó la cara, pero no sirvió de nada. Hubo demasiados testigos que declararon que Monk provocó a Schiesstaube.
    —Pero Schiesstaube le pegó primero a Monk. — dijo Long Tom.
    —Eso no es una excusa. Por lo menos, no para ellos.
    —¿Dónde retendrán a Monk esta noche? — preguntó Doc — ¿En la zona de aislamiento o en algún edificio del lado alemán?
    —En el lado alemán —le contestó Ham monótonamente—. Se lo llevaron por la puerta de atrás, hasta la puerta que da al arsenal o armería. Von Hessel mandó que lo esposaran.

    Savage hizo una señal a sus cuatro compatriotas, indicándoles que se separaran del resto de POW. Cuando lo hubieron hecho, les habló en voz baja.

    —Como ahora ya sabemos donde está Monk exactamente, no tendremos que estar dando vueltas por ahí, intentando averiguarlo. Podremos dirigirnos directamente al edificio en el que se encuentra, cuando vayamos a rescatarle.

    Renny saltó:

    —¿Qué?

    Ham sonrió. Sus ojos, antes apagados, brillaban ahora.

    —¡Ahora si que hablas como a mí me gusta!
    —Estoy totalmente a favor —afirmó Long Tom, mientras fruncía el entrecejo—. ¿Pero cómo diantre vamos a hacerlo?

    Doc no les comentó que él hubiera deseado que la huída se hubiera llevado a cabo, tras haberla planeado bien y estar completamente organizados. No obstante, Monk, involuntariamente, había puesto un palo en todo el engranaje de los planes de fuga. Pero no iban a atarle a un poste y a dispararle, si sus amigos podían hacer alguna cosa para evitarlo. Por supuesto que sus amigos podían morir intentando liberarle. Había una gran cantidad de posibilidades de que así fuera. Pero si eso es lo que tenía que suceder, sucedería y punto.

    Doc hizo una señal hacia los prisioneros que estaban en el patio. Estaban formando grupos bastante grandes, moviendo las manos y hablando apasionadamente. Algunas de las voces sonaban en un tono fuerte e irritado.

    —Están soliviantados por lo que ha ocurrido. Odiaban a Schiesstaube y muchos de ellos consideran que Monk es un tipo estupendo, aunque a veces se comporte de manera molesta. También hay que recordar que todos ellos, son la crema de la crema de los fugitivos. Están muy frustrados por que este lugar parece ser a prueba de fugas. Están dispuestos a intentar algo desesperado.

    Doc permaneció en silencio por unos instantes. Su cara estaba impasible, pero sus pensamientos parecían las nubes agitadas de una tormenta. Aunque mejor organizados.

    Miró a través de la valla de alambre espinoso. El Coronel Duntreath estaba saliendo del edificio en el que se había desarrollado el juicio sumarísimo. Junto a él, estaba el francés, el Capitán Deauville, su ayudante. Duntreath parecía estar abatido. Incluso su espeso bigote colgaba lacio, como apenado. Pero Deauville iba con el ceño fruncido y sus dientes parecían relucir, mostrando una feroz sonrisa.

    —Tu yo, Ham —indicó Doc—, haremos un aparte con el coronel y el capitán. Hablaremos con ellos para estudiar la posibilidad de intentar alguna cosa esta noche. A lo mejor, actuando todos a la vez, conseguimos efectuar una fuga en masa.
    —Duntreath es exageradamente conservador —le recordó Ham—. Puede poner trabas a todo el asunto.
    —Deauville nos ayudará a convencer a Duntreath. Pero primero habrá que tener en cuenta a Murdstone.
    —No tenemos mucho tiempo para averiguar si es un espía o no. — lamentó Long Tom.
    —Ve a invitarle a reunirse con nosotros para conferenciar con Duntreath. — le mandó Doc.

    Renny se le quedó mirando sorprendido.

    —¡Por la vaca sagrada! ¡Es como si se invitara a la zorra para hablar ante la asamblea de las gallinas!
    —Lo tendré en cuenta —le tranquilizó Doc—. Haz lo que te he dicho, Long Tom.

    Doc consultó su reloj de pulsera. Y entonces, débilmente y desde la lejanía, se oyó el silbido de una locomotora. Se detendría allí exactamente según el horario previsto, al igual que se suponía hacían todos los trenes alemanes. Llegaba al Campo cada domingo alterno.

    La puerta se cerró tras Long Tom. Se vio rodeado por muchos hombres, impidiendo que Doc le siguiera con la vista. Roberts vio a Murdstone que estaba tranquilamente junto a la puerta de uno de los barracones. Realmente no daba la impresión de estar muy preocupado por el futuro de Monk. A pesar de ello, Doc pensaba que eso no quería decir que fuera un espía. Monk y él se habían llevado más mal el uno con el otro, que una cobra con una mangosta.

    Doc volvió a mirar otra vez, a través del alambre de espino. La locomotora pasaba en aquel momento por el borde del acantilado. Tocando el silbato, avisando con su campana, silbando y lanzando bocanadas de humo negro, la máquina fue disminuyendo su marcha, preparándose para frenar. Acabó deteniéndose de manera que el primer vagón de carga que llevaba detrás, quedara dispuesto frente a la plataforma de descarga. Los soldados hicieron deslizar las puertas y empezaron a acarrear las cajas y los paquetes. Normalmente, habrían utilizado algunos POW para hacer el trabajo más pesado, pero hoy los alemanes preferían actuar de manera segura. Iban a mantener a los prisioneros tras las barreras, hasta que Monk hubiera sido fusilado.

    Doc miró al sector ruso. Cientos de hombres desharrapados y flacos, se habían acercado hasta la valla, tanto como les estaba permitido. ¿Habrían tenido noticias sobre la ejecución de la mañana siguiente y sentían curiosidad? ¿O no estaban más que esperando que el tren pasara a su sector del Campo y les llevara alimentos y suministros?

    Doc hubiera deseado haber podido alistar a los rusos en algún tipo de levantamiento. Pero ya era demasiado tarde para hacerlo.

    Entre la carga que traía hoy, debía haber paquetes para los POW. Todos ellos habían sido cuidadosamente inspeccionados por los empleados del correo Imperial, antes de ser enviados a sus destinatarios. Los paquetes debían haber sido apartados y revisados y examinados a fondo, en busca de brújulas, mapas, cortadores de alambre, objetos punzantes, sierras y cualquier otro material diverso de contrabando. Los tacones de los zapatos y las botas eran inspeccionados en busca de herramientas ocultas. Las costuras de las ropas se repasarían pasando los dedos por encima y caso de encontrarse alguna cosa, serían desgarradas y abiertas.

    Pero von Hessel no estaba satisfecho con todo esto. Había ordenado a sus soldados que efectuaran otra inspección cuidadosa. Solo entonces, los paquetes eran pasados al otro lado de la alambrada espinosa que hacía de valla y que tenía más de tres metros de altura.

    Ahí apareció entonces el barón, alto y hermoso, con su recortado bigote y su nariz aguileña destacando espectaculares bajo la gorra de oficial. Se dirigió directamente hacia su laboratorio sonriendo, como si no hubiera colaborado a sentenciar a un hombre a muerte.

    Y también venía la Condesa Idivzhopu, Lili Bugov, luciendo un vestido de paseo de tarde, de un hermoso color de rosa, un sombrero de ala ancha de color azul cielo y sosteniendo un parasol rosado.Su gigantesco sirviente con barba de Santa Claus, iba tras ella. Sonrió deslumbrante, aunque en esta ocasión, los silbidos de los POW no iban dirigidos a ella.

    Se volvió mirando alrededor de la plataforma de descarga. Sus ojos parecieron encontrarse con los de Savage. Le sonrió, ampliamente, mientras agitaba su mano enfundada en guantes también de color de rosa. No estuvo seguro si le estaba saludando a él o a alguien más. Debía ser muy cruel para ignorar los sentimientos de Doc hacia Monk.

    Luego se dio cuenta que le había agitado la mano para saludarle a él. Zad, con sus amarillentos dientes reluciendo húmedos, también le saludaba.

    Savage se volvió, apartándose de ellos.

    Long Tom había reunido en un aparte a Duntreath, Deauville y Murdstone. Estaban junto a la puerta, mientras Long Tom le hacía una señal con el dedo a Savage. Después, todos ellos se le acercaron. Un minuto más tarde, estaban todos ellos amontonados en el pequeño despacho del coronel. Discutieron más que argumentaron. Deauville, cuya fogosidad le recordaba a Doc a su comandante de vuelo, de Slade, estaba en favor de liberarse lo antes posible, como fuera. Murdstone, si es que era un espía, debía ser también un agente provocador. Estaba en favor de tomar medidas de acción, inmediatamente. Y también ayudó a sugerir la forma en que podía hacerse para conseguir sus objetivos.

    Sus resueltas expresiones faciales, sus gestos vigorosos, y su enorme y cicatrizado apéndice nasal, agitándose arriba y abajo como una boya marina en medio de una tormenta, daban de él una imagen auténticamente entusiasta. Probablemente así era. Sin embargo, ahora estaba hablando con un ligero acento alemán en su pronunciación. Su excitación, traicionaba sus orígenes. Los demás no se dieron cuenta de ello. Pero ellos no gozaban del fantástico oído de Savage, ni su especial entrenamiento.

    Así y todo, no era una prueba lo suficientemente consistente para demostrar que Murdstone, o cualquiera que fuese su verdadero nombre, fuera un infiltrado.

    Había transcurrido ya una hora. Duntreath había estado en disposición de escuchar los argumentos y las alegaciones. No obstante, no los iba a aceptar. Una huída masiva solamente podía acabar en una carnicería de prisioneros. Su obligación era la de vigilar por la seguridad de los mismos. Venía a ser como el pastor del rebaño. ¡Vive Dios que no iba a permitir que se destruyeran todas sus ovejas, por culpa de una sola! Por supuesto que autorizaría un plan si le parecía que tenía suficientes garantías de éxito. Pero de todo lo hablado, no había escuchado nada que le convenciera que había llegado la ocasión esperada.

    —Créanme, caballeros, me fastidia tanto como a Uds. quedarme de pie y ser testigo de como ejecutan a Monk. ¿Pero, qué otra cosa se puede hacer?

    Duntreath tenía razón. No podía ordenar a sus hombres que cometieran un suicidio o bendecir una empresa arriesgada que podía ponerles a todos en grave peligro. No, si el proyecto, de entrada, parecía condenado al fracaso.

    Por un momento, Savage consideró la posibilidad de un motín. Esto probaba lo desesperado que estaba. Proceder al arresto del coronel y a su confinamiento, tomando las riendas de todo en sus manos sería, además, ilegal. Podría terminar también en el procesamiento de Savage y sus compañeros, si es que alguna vez podían regresar a sus cuerpos, con un juicio sumarísimo. Podían acabar como Monk, fusilados al amanecer, con la diferencia de que el pelotón que les ejecutara, estaría compuesto por su propia gente. Su destino, no sería tan solo morir, sino también el deshonor. Por lo menos, Monk moriría con todos los honores.

    Incluso en el caso de no tocarle ni un pelo al coronel, pero desobedecerle siguiendo adelante con sus planes, podía llevarles a una prisión militar aliada, de por vida. O ser fusilados, sin más.

    Cuando se acabó la reunión, Doc se juntó con sus enrabietados colegas. Les explicó la situación con detalle, aunque ya ellos tenían conocimiento de lo que pasaba.

    Empezó diciéndoles:

    —No es de sentido común y tampoco es propio de los militares. Pero hagan lo que hagan los demás, yo no pienso quedarme con los brazos cruzados.
    —No tiene por qué ser la guerra de un hombre solo, Doc. —Ham se unía así a su amigo.

    Renny, Long Tom y Johnny, no vacilaron en asegurarle que podía contar con ellos, para lo que fuere.

    —Cuento por lo menos con tres más, que se unirán a nosotros —afirmó Renny—. Son Beeton, un aussie (australiano). O’Brien, irlandés, por supuesto. Y también Cohen, de Brooklyn, de la Legión Extranjera Francesa, un combatiente yid (judío). Todos ellos, hombres valerosos e indomables.
    —Traedlos aquí —dispuso Savage y dirigiéndose a Long Tom, le preguntó:
    —¿Crees que seguirás en la lista para trabajar en la planta del generador?
    —Lo ignoro —reconoció Roberts—. Voy a acercarme hasta la valla y a preguntar si aún estoy programado para el segundo turno.

    Al poco rato, Roberts estaba de vuelta:

    —Schleifstein ha dicho que todos los prisioneros que estaban en la lista para trabajar en el sector alemán, exceptuando a los descargadores de vagonetas, deben presentarse al trabajo de la forma habitual.
    —Bien. —dijo Doc— Ahora os diré lo que tenéis que hacer antes de iros de aquí.

    Miró desde la ventana en dirección al tren. Aunque no había traído nuevos POW, había un vagón de pasaje enganchado a los de carga. Seguramente no significaba más que una cosa. Le dijo a Long Tom:

    —Vigila a Murdstone. Johnny puede relevarte antes de que tengas que incorporarte al trabajo, para poder así recibir instrucciones.

    Roberts se frotó las manos. Excepcionalmente, su habitual expresión avinagrada, había desaparecido. Sonrió mientras comentaba:

    —¡Estupendo! ¡Por fin! ¡Ahora tendremos una ocasión para pasar por alto a los boches!

    Poco antes del pase de lista nocturno, Doc volvió a mirar por la ventana. Le satisfizo ver que estaban creciendo oscuros nubarrones por el oeste. Esperaba que trajeran lluvia aquella noche. Cuanto antes diluviara, mejor.

    Vio también al barón y a su escolta de seis soldados, esperando en el acceso al sector ruso. Observó que luego, se dirigían hacia el hospital del sector.

    Se respiraba un ambiente de fuerte tensión en la sala del comedor. Los hombres hablaban en voz baja y muchos de ellos miraban en dirección a la mesa en que Doc y sus amigos, incluyendo a Beeton, O’Brien y Cohen, estaban sentados. Duntreath no estaba sentado en su mesa. Deauville se sentaba habitualmente con Duntreath, pero se sentó durante un rato en la mesa de Savage. Inició un comentario— He oído, no importa quién me lo haya dicho, que tu y unos cuantos más, estáis planeando algo drástico. No te estoy preguntando si es verdad. Pero caso de que así fuera, haré todo lo que esté en mi mano para ayudaros. Una vez que haya empezado lo que sea, por supuesto. No puedo ir contra las ordenes del Coronel Duntreath. Pero si las cosas ya están en manos de Dios, ¿quién soy yo para oponerme a Sus designios?

    —Gracias —contestó Savage—. El hombre propone y Dios dispone.
    —Alexander Pope, el poeta inglés, demostró ser un sabio cuando escribió estas palabras.

    Tras volver al barracón, Doc se tumbó y se puso a descansar durante un rato. No tenía tiempo para dedicarse a desarrollar alguno de sus ejercicios.

    Johnny informó que Murdstone no había hecho hasta el momento, ningún movimiento sospechoso. Duntreath parecía no haberse dado cuenta de que los barracones bullían de excitación. Estaba sentado en su oficina, con la puerta abierta y fumando en su pipa de brezo. Estaba mirando al frente, con la mirada perdida, aunque de vez en cuando, lanzaba un hondo suspiro.

    —Todos los soldados se han retirado, después del pase de lista —informó Johnny—. No queda ni uno en nuestro recinto. Pero hay muchos colocados junto a la alambrada de espino. También han dejado fuera a los perros, antes de lo que es habitual. Deben de estar oliéndose alguna cosa. No dejan de aullar y ladrar de forma estrepitosa. Aunque es posible que tan solo sea que olfateen que se aproxima la tormenta.

    Savage se levantó. Pudo ver las luces de los relámpagos rasgando los oscuros nubarrones. Y había una fina neblina que empezaba a descender sobre el Campo. Si su experiencia anterior tenía algún valor, calculó que la niebla pronto se empezaría a espesar. Y lo hizo como de costumbre.

    —Finalmente vamos a tener una pausa con el tiempo —comentó Johnny y luego, movió su cabeza con pesadumbre—. No puedo dejar de pensar en Monk, encerrado en su calabozo y esperando que llegue el alba.

    Doc consultó su reloj de pulsera y preguntó:

    —¿Dónde está ahora Murdstone?
    —En la habitación del Coronel, jugando al bridge con él, con el Comandante Wells y con Deauville.
    —Si alguien se da cuenta que me he ido, en particular, Murdstone y Duntreath, procurad distraerles de la forma que sea.

    Johnny sonrió:

    —¿Qué te parecería un buen porrazo en la cabeza?
    —Lo que sea necesario.

    Johnny abrió la boca, como si fuera a añadir alguna cosa, pero prefirió cerrarla y salió. Savage no estaba seguro, pero pensó que los ojos de aquel hombre delgaducho, se habían empañado. Probablemente Monk sería asesinado y Johnny lo sentía enormemente. Pero con todo y eso, no le había dejado paralizado.

    La niebla era cada vez más oscura y sus húmedas garras atenazaban las ventanas. Se habían encendido los focos de luz, por primera vez en muchas semanas. Evidentemente, von Hessel creía que la situación del tiempo, aquella noche, requería utilizar cada lumen que se pudiera obtener, sin importar el consumo de carbón que se consumiera en esta medida. Las luces adicionales no ayudaron mucho a despejar la oscuridad. Ahora, Savage, ya no podía ver ni la alambrada, ni a los soldados que estaban agrupados junto a la misma. De vez en cuando, se veían resplandores en un lado y en el otro y hasta algún haz de luz esporádico. Debían ser las lámparas de petróleo puestas en la línea de la tropa y alguna linterna eléctrica que giraban de aquí para allí. Los reflectores tampoco eran visibles, salvo cuando uno de sus haces de luz, saltaba sobre la valla. Todo esto tomaba la forma de gusanos de luz fantasmagóricos que no conseguían descubrir nada en concreto.

    Se fue a la parte trasera de la casa y alzó la ventana lentamente, evitando hacer cualquier ruido. Se asomó hacia el exterior. No había ninguna luz, no se movía ni un alma, no se oía ninguna voz. El camino hasta la base del acantilado estaba despejado, si es que deseaba emprenderlo.

    Si Monk no hubiera sido tan cabezón, se hubiera podido encontrar esta noche entre los fugados. No. No iba a haber fuga esta noche. Las condiciones aún no eran las más adecuadas. Todos tendrían que seguir esperando.

    Doc cerró la ventana. Ayudado por las luces de las escasas lámparas de la enorme sala, se dirigió hacia su cama. Renny, Johnny, Beeton, O’Brien, Cohen y algunos otros, estaban esperándole. Entre estos, estaba el capitán de la infantería belga, Cauchon. Acostumbraba a jugar al bridge con Duntreath cuando fallaba alguno de los habituales. A Savage no le gustaba mucho, pues era un rigorista, uno de los que seguían las ordenanzas militares al pie de la letra y que estaba convencido que el sistema de azotes es el que encajaba mejor para castigar la más ligera negligencia o delito menor cometido por cualquiera que no fuera un oficial.

    Los otros dos Belgas que había en el Campo, se referían a Cauchon, como “Cochon”, que en francés significa cochino.

    Renny bajó el tono de su voluminosa voz y miró a su alrededor. Entonces empezó:

    —He conseguido algunos más para el trabajo. Sólo esperan la orden.

    Doc asintió mirándoles y dijo:

    —Les daré todo el tiempo necesario para que estén listos. Gracias por presentarse voluntariamente. Si conocen alguien más en quien realmente se pueda confiar, tráiganlos aquí para cuando, muy pronto, celebremos una reunión informativa. O sea, una reunión preliminar.

    Era evidente que algunos de ellos tenían preguntas que deseaban plantear, pero fueron despachados por Doc. El ingeniero grandullón y el hombrecillo, delgado como un riel, se quedaron con él. En cuanto los otros estuvieron lo suficientemente alejados como para no poderles oír, Doc preguntó:

    —¿El Capitán Cauchon? Jamás hubiera pensado en él como en un tipo capaz de desobedecer las ordenes de Duntreath.
    —Tampoco yo —reconoció Renny—. Pero no sé cómo, se enteró de lo que está en marcha. Vino a mí y me preguntó directamente por el tema. Al principio no le admití nada; es como muy legalista en cuanto a la conducta y comportamiento militar se refieren. Pero tiene un historial de fugas endiablado y siente un gran odio contra los alemanes por lo que le han hecho a su país. Afirma que es la obligación de cualquier POW el huir. Esto, afirma, está por encima de la autoridad de cualquier alto oficial.

    Renny levantó sus enormes manos y encogiéndose de hombros, se lamentó:

    —¿Qué podía hacer yo? El ya sabía que se está cocinando algo.
    —Puede que esté bien —aceptó Doc—. Pero... No sé. Te diré una cosa. Ocúpate de vigilarle durante un buen rato.

    Estuvo a punto de añadir que el daño, si es que lo había, ya estaba hecho. Pero la cara que había puesto Renny, mostró que se arrepentía de haberlo traído a la reunión.

    —Si resulta ser que es la manzana podrida —aseguró Renny—, me voy a dar de patadas, de aquí a Berlín.
    —Quizá seamos demasiado cautelosos —contemporizó Doc.
    —Sí, ¿y quién no sería excesivamente suspicaz? —reconoció el ingeniero—. Yo soy un hombre de acción. Esta vida me está llevando lentamente a volverme loco y quizá ni siquiera lentamente. Si algo no explota por cualquier lugar, lo haré yo. En cualquier caso, voy a atravesar con mis puños algunas puertas. Y no es que esas puertas sean un reto para mí.

    Salió corriendo tras el belga.

    —Johnny —llamó Savage—. Le pedí al Dr. Coffern que me mandara un par de botas nuevas. Deben estar con la carga que ha traído hoy el tren, si es que ha llegado a traer alguna cosa. Pero no puedo esperar hasta mañana para tenerlas. Tu dispones de un par extra que te llegó con el último envío de la Cruz Roja. ¿Puedes prestármelas? ¿Hasta que volvamos al frente, por lo menos?
    — Claro que sí. ¿Tendremos la suerte de que sean de tu número, eh?

    Johnny no le preguntó para qué quería las botas. Ya para entonces sabía que Doc no contestaba una pregunta hasta que creía que era el momento oportuno para hacerlo. Era una actitud, una entre una docena más de rarezas, que sus cinco amigos respetaban. Más tarde, siempre resultaba que había tenido una buena razón para guardarse cierta información para sí mismo. Aunque alguna vez les irritara o les hiciera sentir frustrados. Monk era el que más se impacientaba de todos.

    Johnny revolvió en su petate y le dio a Doc las botas, que eran de la talla 13. Mientras, Doc se había quitado las que llevaba puestas. Se probó las de Johnny y vió que le entraban perfectamente. Doc se desabrochó la camisa y la parte delantera de sus calzoncillos largos. Debajo de una cinta de tela que llevaba arrollada por la cintura, extrajo un pequeño destornillador y un martillito de los conocidos como de uña o de oreja. Se los había vendido Hans Kordtz. También le había costado a Doc una buena suma de pasta, para sobornar al guardián que había cacheado a Kordtz, cuando volvió de su permiso.

    Doc aflojó los tacones de sus botas y les sacó los clavos. Johnny le recordó:

    —Los deben haber revisado en el centro postal y luego aquí, otra vez. No están huecos.

    Doc afirmó:

    —Sí que lo están. Pero están rellenos de material sólido. Es un producto parecido al caucho.

    Tomó una toalla de mano de su petate, recibida en el último paquete que había recibido. Después de enrollársela bajo la cinta de tela, se volvió a abrochar. Se sacó luego un encendedor de un bolsillo de sus pantalones. Johnny se quedó asombrado. Doc no fumaba, ¿por qué, entonces, llevaba encima un encendedor?

    Savage deslizó y abrió la media caperuza del artefacto y chasqueó la piedra. Se encendió la llama. Satisfecho al parecer, de que aún funcionara, se lo volvió a guardar en el bolsillo. Johnny nunca había visto antes de ahora un encendedor con una guarda protectora de viento.

    —No cometeré ninguna indiscreción grave al decirte que posiblemente no vamos a poder usar el camino que lleva desde el acantilado hasta la parte superior de la montaña —afirmó Doc—. La situación ha sufrido cambios. Por desgracia, nuestro escondrijo está precisamente en el reborde que hay allí arriba. Posiblemente no haya tiempo para subir y utilizarlo.
    —Tenía mis dudas sobre la viabilidad de usar esta vía de huída —observó Johnny—. Hubiera habido alguna posibilidad, a lo mejor hasta un cincuenta por ciento o quizá más. Pero saltar desde el borde en cuestión hasta el tren cuando pasara debajo de nosotros... ¡madre mía!
    — No hay duda que tendremos que hacerlo, sin embargo —le recordó Savage.
    —¡Oh, bueno, no quise decir que no lo intentaría! — respondió Johnny.
    —Nunca puse en duda que lo harías.

    Toda esta planificación, pensó Doc y todos estos artilugios escondidos en mi uniforme y ahora hay que improvisarlo todo casi sin medios. Oh, bueno, se dijo, puede que de esta manera sea mejor.

    Se puso los tacones en un bolsillo y tomó varios utensilios de su petate. Uno era un corta uñas de los pies que había comprado en la cantina. Era bastante grueso y lo suficientemente afilado como para poder cortar el alambre de espino. Lo sabía, porque lo había probado personalmente en el exterior, durante una noche lluviosa.

    Hablando de lluvia, esta había dejado de caer. Ham, que había permanecido junto a una ventana abierta, le llamó para que se acercara:

    —Doc, se supone que el tren no partirá hasta la mañana, pero acabo de oír el silbido del vapor y el rechinar de las ruedas empezando a girar.

    Savage escuchó atentamente. Ham tenía razón. Aunque los sonidos llegaban debilitados por la distancia y difuminados por la niebla, eran inconfundibles. Al parecer, los furgones de mercancía, habían sido descargados en los dos lados, en este y en el ruso. Y ahora la locomotora se estaba poniendo en marcha. Entonces, la campana de la máquina tocó, avisando. Había empezado a hacer marcha atrás.

    Pero los ruidos cesaron un minuto más tarde. El tren se debía haber detenido junto al andén de este lado. Doc aguzó aún más sus oídos, si es que algo así fuera posible y finalmente pudo distinguir un ruido confuso, como el jadeo de la máquina locomotora. El tren se estaba deteniendo. ¿Por qué? ¿Por quién? ¿Cuándo volvería a ponerse en marcha? ¿Sería pronto? ¿O sería por la mañana?

    Doc estaba a punto de llamar a Renny y a los otros cuando oyó aullar estentóreamente al gigantesco ingeniero. Se volvió justo para poder ver a Renny irrumpiendo a través de la puerta de la entrada al vestíbulo. Renny se paró y le hizo una seña a Doc con la mano.

    —¡Ven deprisa! ¡Ha estallado un infierno!


    XIX


    DOC SALIÓ a toda velocidad del lugar en el que estaba sentado sobre la cama, como si hubiera sido disparado por un arco. Renny no le había esperado, sino que se había vuelto y se había ido a la derecha, para bajar al vestíbulo otra vez. No obstante, Savage tenía un tramo muy corto por recorrer. La oficina de Duntreath estaba al fondo del recibidor, un cuarto que estaba entre las paredes de dos enormes barracones de habitaciones. Había algunos hombres amontonándose por allí y empezando a vociferar. Doc no podía ver lo que estaban haciendo, pero advirtió que se olía a humo.



    De un par de habitaciones contiguas, salían varios hombres más hacia el recibidor. Renny estaba empujando a los que estaban alrededor de la puerta. Doc se lanzó por el pasillo que había creado Renny, pero tuvo que sacar a otros hombres a codazos. Un individuo estaba intentando romper la puerta, dándole puntapiés. Era la única puerta del edificio que podía cerrarse con llave. El humo se estaba filtrando por las junturas de la misma.

    Renny había apartado de forma brusca al sujeto, de la puerta. Lanzó un rugido:

    —¡Retroceda! —Nada más llegar Doc a su lado, lanzó su puño contra el panel de la puerta, atravesándola. Al entrar, dijo:
    —¡Cauchon, Murdstone y Duntreath, están dentro!

    Cuando el humo empezó a envolverle, empezó a toser. Más allá de la espesa humareda, las llamas iluminaron el cuarto. Una bocanada de aire caliente salió por la puerta cuando Renny acabó de abrirla del todo. Allí se detuvo.

    —¡Oí que gritaban y alguien golpeó la puerta fuertemente, se oyó que algo se rompía y luego se oyó un disparo!

    Doc entró tras él, cubriéndose con el brazo alzado, para protegerse la cara. El humo le hizo toser y le picaron los ojos. Una esquina de la habitación estaba en llamas pero el humo le impidió ver con claridad. Entonces fue arrojado violentamente hacia atrás, cuando un hombre saltó de la nube de humo. Ambos, Doc y el hombre, se tambalearon hacia atrás. Doc chocó con Renny. Entonces vio que era Murdstone el que le había golpeado.

    Nuevamente, Murdstone se abalanzó sobre él. Sangraba de un corte sobre los ojos y posiblemente estaba cegado por la sangre. La parte delantera de su chaqueta estaba salpicada con una gran mancha roja. Sus pantalones estaban humeantes y tenía una oreja ennegrecida, chamuscada por el fuego.

    Empuñaba un revólver con una mano y un largo cuchillo con la otra. Doc vio al Coronel tendido en el suelo, boca abajo. Estaba ardiendo, como en una pira funeraria. Cerca de él, con una mano colgante que se estaba achicharrando en una balsa de líquido llameante — el petróleo vertido de una lámpara destrozada — yacía Cauchon, según advirtió Doc de repente. Estaba boca abajo.

    Todo esto lo abarcó con la vista, al zambullirse dentro y agacharse, pues Murdstone, había levantado el revólver. El tipo empezó a gritar y luego disparó dos veces con su arma.

    Un proyectil le pasó rozando la oreja. Alguien detrás suyo gritó:

    —¡Me han dado!

    No le pareció que fuera la voz de Renny, aunque no podría asegurarlo.

    Murdstone, con su cara llena de sangre y contorsionada, se abalanzó dentro del vestíbulo. El cuchillo golpeó a Savage y el revólver, disparando de nuevo, le dejó medio ensordecido. Detrás de él, los hombres gritaban y maldecían mientras intentaban salir de la línea de fuego y topaban los unos con los otros.

    Doc agarró por la muñeca la mano que empuñaba el revólver y la retorció. Al mismo tiempo, agarró la mano del hombre que sostenía el cuchillo, doblándola, sin poder evitar sufrir un rasguño. Pero lo hizo de forma tan contundente que el cuchillo al ser girado, se impulsó contra el estómago de Murdstone. El revólver golpeó contra el suelo al caer. Murdstone se fue tambaleando hacia atrás y acabó cayendo, con sus piernas sobresaliendo al vestíbulo.

    Doc se inclinó para agarrar al hombre por las piernas. Cuando lo consiguió, echó un vistazo a través de las llamas y del humo sobre el viejo y desvencijado armario que los alemanes habían proporcionado para la oficina de Duntreath. Las puertas, que habitualmente estaban cerradas, ahora estaban abiertas. Había una radio de onda corta dentro del armario y unos auriculares estaban junto al aparato.

    Las dudas le enfermaron. A lo mejor se había equivocado y había cometido una injusticia con Murdstone. Caso de ser así, había perjudicado de forma terrible a un hombre. Cuando pudo arrastrar al hombre caído, hasta el fondo del vestíbulo, lo dejó tendido sobre el suelo. Los hombres se agolparon alrededor. Les gritó que despejaran. Para su alivio, comprobó que Renny no estaba herido. El ingeniero había aguantado a los POW que habían sido tiroteados por Murdstone en la sala grande.

    Los ojos de Murdstone estaban cubiertos de sangre. Su boca estaba abierta y se movía. Pero su voz era cada vez más débil. Igual que su pulso. Su enorme narizota, donde no estaba cubierta de sangre, aparecía completamente pálida.

    Doc, que se había arrodillado, se agachó para acercar su oído a los labios de Murdstone.

    Le habló:

    —Soy el teniente Savage, capitán. ¿Qué es lo que ha pasado?

    Murdstone murmuró:

    —Duntreath... traidor... o agente alemán. Cauchon...

    Doc esperó unos segundos a que continuara. Luego, insistió:

    —¿Cauchon?
    —Fue a... informó... tú... otros.

    La sangre manaba por la comisura de su boca.

    —¿Cauchon era o no un agente o un traidor? —insistió Doc.
    —No lo sé... nunca se sabe. Cauchon y el Coronel... discutiendo. Yo llamé a la puerta. Estaba... cerrada. Entonces oí una riña, explosiones o disparos... Cauchon abrió la puerta... apuñalaba... coronel.

    Doc tuvo que pedir a los que estaban alrededor dejaran de hablar. Esperó unos segundos más e insistió:

    —¿Murdstone?
    — Entré... Cauchon... cayó... aparato emisor de radio... se supo entonces... espía alemán...
    —¿Cauchon o Duntreath? —preguntó Doc.
    —El coronel... un infiltrado. Cauchon... debe haberlo... el coronel le apuñaló... Yo... luchamos... Cayó la lámpara de petróleo, se rompió... fuego... me apuñaló... me disparó... mató... coronel... no pude verle... aunque puede que estuviera vivo, atacó... disparó, me apuñaló, me dio a mí... ¿O le dio a alguien más?

    Ahora hablaba con algo más de energía. Doc confió en que esto fuera una buena señal. Pero lo más probable es que fuera una arremetida de fuerza, un acopio de vitalidad, precisamente antes de morir, una protesta final de la vida contra su próxima extinción.

    Doc no le contestó a su pregunta. Extremadamente contrariado, temió que si le confesaba que había sido él el que le había causado la mortal herida a Murdstone, se echaría a llorar. Prefirió seguir hablando:

    —Creí que Ud. era un espía alemán. Su acento, aunque extremadamente ligero, es alemán.
    —No... ciudadano británico... nacido en Bremen... a los diez años... viajamos a Berk...

    La sangre le salió a borbotones por la boca. Era la última cosa que saldría ya de su boca. Mientras tanto, se había formado una brigada de personas acarreando cubos de agua. Pero había muy pocos cubos y el esfuerzo por acabar con las llamas, de cualquier forma, hubiera sido inútil.

    Doc se levantó. Había errado, lo había confundido todo y por si fuera poco, había matado al hombre equivocado. Si al menos hubiera podido desarmar a Murdstone... Probablemente éste hubiera sobrevivido. Pero había estado tan seguro de lo que hacía... No. Debería haber visto que el hombre estaba cegado por la sangre que le manaba de su cara y comportándose como un loco ante el temor de que el coronel siguiera vivo y pudiera matarle.

    Le pasaron por su cabeza como un relámpago, las palabras de Hajji Abdu el—Yezdi, su profesor sufi Persa: “Los hombres son como tigres, con sus características personales marcadas como rayas sobre su piel. Tu tienes una raya muy amplia de violencia en tu carácter. Debes procurar estrecharla. Es bien cierto como dices tú, Feringi, que un leopardo no puede cambiar sus manchas. Pero los hombres no son leopardos, por lo menos, en algunos aspectos. Por tu propio bien y por el de los demás, cambia esa raya. Si no lo haces, llegarás a ser como esos a los que tu llamas Mal.”

    Ahora no tenía tiempo para pensar en eso. Tampoco era el momento para lamentarse o reprocharse a sí mismo, por haberse equivocado de manera tan inmensa. Los alemanes se darían cuenta pronto de que había fuego y vendrían hasta aquí.

    También había la duda sobre si Duntreath habría podido llegar a usar la radio o no, para avisar a von Hessel de la huída que se estaba planeando. Doc no creía que Duntreath o como fuera que se llamara realmente, lo hubiera llegado a hacer. Pero tampoco podía confiar en ello.

    Desearía poder volver a reconstruir los hechos que habían llevado a provocar la muerte de aquellas tres personas, pero era algo que jamás se podría hacer.

    Doc se acercó hasta donde Renny estaba asistiendo de la mejor manera que podía al herido. Renny, cuando se dio cuenta que Doc estaba a su lado se puso derecho y le comentó en voz baja:

    —Me temo que este pobre hombre esté listo. ¡Ese baboso, Murdstone! Si no está muerto, lo voy a matar yo mismo, espía asqueroso!
    —No —le interrumpió Doc—. ¡Murdstone es inocente! Yo...

    Se quedó sofocado y entonces, se tragó su confesión. No había tiempo para eso ahora.

    —Duntreath era un agente alemán. Duntreath, sí. No sé nada de Cauchon, pero ahora no importa. Duntreath tenía un aparato de radio escondido en su armario. ¡Escucha! Quiero que vayas a los otros barracones y les digas lo de Duntreath. Intenta animarles, caso de que lo necesiten. Diles que esta noche intentaremos la gran escapada. Lleva a Ham contigo. ¡Hazlo deprisa! ¡Yo me encargaré de ir a por Monk!

    Renny gritó:

    —¡Qué...! ¿No querrás decir qué...?

    Chasqueó las mandíbulas, al cerrarlas con fuerza. Desde luego que sí, eso es lo que quería decir Doc.

    —¡Vamos! —le urgió Savage. Corrió hacia abajo, al vestíbulo, pasando junto a la hilera de hombres que estaban tambaleándose y apartándose de la humareda. Habían fracasado al intentar apagar el fuego. Cuando llegó al sitio en donde había caído el revólver, se agachó y empezó a tantear el suelo, buscándolo. El humo le picó en los ojos y en las fosas nasales, por lo que empezó a toser. Siguió tanteando hasta que encontró el arma. El metal estaba tan caliente que casi no se podía ni agarrar. Las llamas le estaban ya lamiendo. De haber estado un palmo más cerca, se habría chamuscado.

    Corriendo agachado, volvió al vestíbulo. Una mirada al interior de los dos barracones le mostró a una serie de hombres poniendo apresuradamente sus pertenencias en sacos o en cajas. Algunos estaban bajando apresuradamente por las escaleras, donde corrían junto a otros que estaban ya abandonando el lugar condenado. Se unió a estos.

    Pero al llegar a la planta baja, tuvo que enfrentarse con la masa de gente que se dirigía hacia la puerta de la entrada principal. Finalmente tuvo que moderar su marcha y penetrar en una de las grandes salas. Aún quedaban allí algunas personas, que no habían recogido todavía lo que querían llevarse con ellos.

    Al llegar a la ventana posterior, comprobó el revólver. Aunque Duntreath era alemán, había escondido una pistola británica en su armario. Se trataba de una Webley & Scott, calibre 455 MarkVI, de seis tiros. Quedaban dos cartuchos sin usar en el tambor. Descargó los cartuchos usados y se puso el arma en su cinturón. Luego, se subió a la ventana y se arrastró hasta fuera.

    Las llamas habían destruido los cristales de la ventana de la oficina de Duntreath y estaban ya consumiendo la madera que había sobre la misma. Pudo ver muy poco más a su luz. Los perros estaban ladrando y gimoteando, poniendo un sonido de fondo a las conversaciones que mantenían los POW en el exterior de los barracones. Presumió que los perros y los guardianes estaban todavía en el otro lado de la valla.

    Lejos del fuego, quedó sumido en la oscuridad. Las lámparas que los prisioneros habían sacado fuera, no brindaban más que un débil resplandor. Luego, al llegar detrás del otro barracón, no pudo ver nada absolutamente. Pero resiguiendo con una mano la estructura del barracón, consiguió pasar al otro lado. Entonces, fue moviéndose con lentitud hasta llegar a un canal de desagüe, labrado sobre la propia roca, cerca del acantilado que estaba en el límite norte del Campo.

    Lo siguió hasta que casi fue a dar con la alambrada. El dolor que le provocó alguna de las púas en su cara, le recordó que se había olvidado de comprobar la importancia de la herida que le había hecho Murdstone con su cuchillo, en el pecho. Se metió la mano dentro de la ropa interior hasta tocarse el torso. El pinchazo había llegado hasta el hueso del esternón, pero sin pasar de allí. No parecía haber sangrado demasiado, aunque no podía determinarlo con seguridad. El cuchillo se había detenido seguramente, al pinchar sobre el hueso. No importaba. No tenía luz ni tiempo para asegurarse de lo que le ocurría.

    Gracias a sus largas y estrechas observaciones, sabía que en aquel punto, no podía ascenderse por el acantilado. Siguió por el canal de desagüe y cautelosamente palpó un extremo de la valla que bloqueaba el paso del canal. De su izquierda le llegó un tumulto de voces de hombres y ladridos de perros. Algunos de los guardianes les gritaban algo a los POW, pero no pudo llegar a entender lo que les decían. Se sacó el corta uñas de pies del bolsillo y empezó a trabajar sobre el alambre. Con mucho cuidado, apartó y dobló los extremos que había cortado y penetró a través del agujero que había hecho, por debajo de la valla principal. No pudo evitar, sin embargo, quedar completamente mojado.

    Los guardias, pensó, debían haber sido alineados a lo largo de la alambrada y detrás de ella, sin que se les oyera ni se les viera, por parte de los que estaban al otro lado. Esta sería la forma lógica de mantener a los POW alejados, impidiendo así que se subieran a la alambrada o trataran de atravesarla, cortándola... Pero hasta donde fue capaz de comprobar, no había soldados en la zona colindante con la valla. O habían sido llamados para entrar en el Campo o no se había ordenado la colocación lógica junto a la alambrada. Cualquiera que fuese la razón, el camino frente a él, parecía estar despejado.

    El tumulto en el Campo, se había transformado en un completo pandemonio. Se esforzó en distinguir alguna luz, pero no pudo ver nada. Siguió arrastrándose, deteniéndose esporádicamente de vez en cuando, para escuchar. No había nadie cerca y si lo había, estaba realmente silencioso. Tras haber recorrido unos diez o doce metros, salió del canal de desagüe. Imaginó que debía estar próximo al edificio que estaba más cercano a la alambrada. Moviéndose despacio, con la mano extendida delante de él, con una niebla más espesa que nunca, pero con una luminiscencia sobre su cabeza, debida a los focos de arco voltaico, finalmente palpó la pared del edificio. Se trataba de uno de los barracones de los alemanes. Anduvo a tientas siguiendo la pared, advirtiendo que no había ninguna luz encendida en su interior. O sea, que estaba en el edificio en el que habían dicho que se encontraba la celda de Monk.

    A partir de ese momento, caminó aún más lentamente y con más cuidado. No estaba dispuesto a que algún centinela pudiera escuchar sus pasos.

    Pero el centinela no podía oír nada. Doc tropezó con él y cayó de bruces. Se apoyó sobre las manos, procurando no hacer demasiado ruido. Fue palpando el cuerpo caído, que aún estaba caliente, hasta tocarle la cara. No tenía puesto el casco. Al moverle la cabeza, se le fue hacia el otro lado. El cuello de aquel hombre, estaba fracturado. Y el rifle y la bayoneta, habían desaparecido.

    Doc no era muy dado a renegar, pero ahora sí que lo hizo. Entonces murmuró:

    —¿Cómo lo habrá podido hacer?

    Localizó la puerta y el pomo de la misma. Al tocarla, se abrió hacia dentro, mientras sus bisagras crujían levemente. No había ninguna luz en la habitación. Seguramente, Monk debía haber apagado todas las lámparas, llevándose una para su uso posterior. Doc decidió que no tenía tiempo para hacer averiguaciones. Si encontraba a Monk, ya le contaría él mismo los detalles de su huída. Lo más importante es que Monk se había conseguido liberar y que andaba merodeando por allí fuera. Aunque debía seguir esposado.

    Savage fue siguiendo el edificio, llegó a la parte de atrás y, dando la vuelta, siguió luego hasta llegar a la parte delantera. Quería satisfacer su curiosidad y averiguar qué había ocurrido con el guardián que debía estar delante. ¿Se habría encargado también de él Monk?

    Sí, lo había hecho. Allí no había nadie, lo que significaba que Monk lo había arrastrado hasta algún rincón fuera de la vista. Posiblemente lo había metido dentro del propio edificio.

    Pero Monk no se había quedado con el rifle y la bayoneta del centinela. Al menos, puede que no lo hubiera hecho, con Monk uno nunca podía estar muy seguro de nada. Doc abrió la puerta delantera y entró. Estuvo hurgando alrededor por más de un minuto y al final decidió que encender una luz no sería peligroso. Con la ayuda de su encendedor, localizó enseguida al hombre que echaba en falta. Yacía boca abajo, cerca de la pared. Una herida abierta en un lado del cuello, mostraba el lugar por el que Monk le había clavado la bayoneta. El rifle y la bayoneta correspondientes, habían desaparecido. Monk se los había llevado con él.

    Doc salió de esta habitación y entró en la siguiente, donde se encontró al tercer hombre. Tenía el cuello partido. Las esposas y un manojo de llaves en un anillo metálico, estaban en el suelo, junto al pobre diablo. De alguna manera, Mayfair se había podido liberar y vencer al hombre que había quedado en el interior del edificio para vigilarle. Doc decidió proseguir su camino. Ya le preguntaría lo ocurrido a Monk, cuando se lo encontrara o cuando este viniera en su busca.

    Nada más salir al exterior, oyó unos disparos. Parecían provenir del lado del Campo de los POW, aunque no podía establecer exactamente la dirección por culpa de la oscuridad y de la niebla, que lo envolvían todo. Se detuvo unos momentos, mientras escuchaba atentamente. Los guardianes, aunque iban armados, estaban en desventaja, precisamente por la falta de visibilidad. Además, la mayoría de ellos eran hombres de mediana edad y algunos incluso personas mayores, que nunca habían entrado en combate. Estaban enfrentados a jóvenes que habían luchado en el campo de batalla y que, además, eran todos ellos unos fugitivos incorregibles.

    Los gritos, chillidos, aullidos, ladridos y disparos, iban en aumento. Seguramente, ya entonces los guardianes habían salido de sus barracones y los que estaban en las torres de vigilancia, también se habían enterado de lo que estaba ocurriendo. Pero seguían sin poder ver nada. Oyó entonces el rápido clip—clap de las botas sobre la piedra. Era el sonido de muchas botas, lo que quería decir que los alemanes habían mandado refuerzos para ayudar a los otros. Parecía que estuvieran caminando por allí cerca e iban relativamente rápidos. Se detuvo y se agachó sobre el suelo de piedra. Enseguida apareció por delante de donde se encontraba, una línea de resplandores débiles, oscilantes, que se le acercaban en ángulo recto. Supuso que el hombre que conducía al grupo, se estaba guiando por el surco del desagüe que conducía al Campo de los POW.

    Siguió adelante, torciendo más allá. El canal era una ancha línea oscura, en la grisácea penumbra. Siguiéndolo, alcanzó uno de los muchos puentes que lo cruzaban y que no era más que un grupo de cinco tablones, clavados en forma de cuadro. Tras cruzarlo, tuvo que apretar a correr, recorriendo casi el doble de lo que había ya caminado, para poder así alcanzar al último hombre de la hilera. Cuando Doc se puso justo detrás del último soldado y tan cerca que tuvo que andarse con cuidado para no tropezar con los talones de sus botas, pudo verle a duras penas, como si se tratara de un fantasma. El sujeto portaba una lámpara de petróleo en una mano y el rifle, con la bayoneta calada, en la otra. Sostenía la lámpara por delante de él, haciéndola oscilar de un lado al otro y de adelante atrás.

    Era imposible que Doc pudiera agarrar al hombre, su rifle y la lámpara, a la vez. Tendría que olvidarse de la lámpara y quizá también del arma, que irían a caer sobre el suelo. Y es lo que efectivamente ocurrió cuando Doc pasó su brazo derecho tras el cuello del hombre y, asfixiándole, evitó que saliera ni un grito de su boca. Nadie preguntó desde la niebla, qué es lo que había producido el ruido. La lámpara se había caído hacia un lado y había rodado en medio de la bruma. Doc le golpeó con fuerza en un riñón y el soldado se desmayó. Doc lo dejó sobre el suelo de piedra.

    El diminuto resplandor de la lámpara, repentinamente se convirtió en una llama. El petróleo se había derramado y se había encendido. El brillo repentino, le permitió a Doc reconocer la cara de su víctima, cuando se inclinó sobre el soldado.

    Las grandes, tristes y estrechas facciones de Hans Kordtz, estaban bajo el casco.

    Doc renegó en voz baja. Le había tomado cierto afecto al tipo. Desabrochó la ropa del soldado y le puso la mano sobre el pecho. Percibió un débil latido. Se alegró por ello, aunque eso le proporcionó un nuevo problema que tenía que resolver de inmediato. Hubiera debido asegurarse de la muerte de Kordtz. Pero no podía matarle. Le simpatizaba aquel alemán y no era necesario hacerlo. Si Kordtz volvía a la actividad normal, podía arrepentirse de haberle perdonado. Era preferible dejarle lisiado temporalmente y con tales dolores que quedara fuera de combate. Doc le quebró la pierna a Kordtz y tras desembarazarle de la munición, le echó a rodar por el canal de desagüe.

    Tomó el rifle, comprobó que estuviera a punto para disparar y echó a correr tan rápido como pudo, siguiendo la línea del canal. Cuando alcanzó al último hombre de la fila, le pegó con la culata en la parte posterior del cuello. Posiblemente le partió al tipo la columna vertebral. Doc se hizo con más munición y se fue guardando los cargadores en los bolsillos. Tras lanzar también al soldado al canal, se quedó con su rifle.

    Mientras tanto, las lámparas que señalaban la fila de los recién llegados a la pelea, se habían ido difuminando en la niebla. El jefe lanzaba órdenes, ladrando y estas no podían entenderse, dentro de la barahúnda general que se había formado. Doc siguió hacia el frente, siendo el brillo que había más allá de aquellos hombres, su objetivo. Al acercarse a la valla, vio que los cuarteles estaban ardiendo. Los POW habían incendiado los barracones.

    Ante el cuartel en el que había estado viviendo Doc, iluminados como figuras que estuvieran asaltando las puertas del infierno, estaban los hombres que componían una masa rugiente, rechinante, aulladora y arremolinada. Evidentemente, los primeros contingentes de alemanes, tenían la orden de penetrar en el mismo complejo y dominar a los prisioneros. El jefe que les mandaba, debía haberse vuelto loco, porque el sentido común decía que debía haber mantenido a su tropa, al otro lado de la valla alambrada.

    Sin embargo, los recién llegados no se unieron a la pelea. Se concentraron en masa justo ante la puerta de entrada, que estaba abierta. Quien fuera que estuviera al mando, parecía incapaz de tomar una decisión. No podía dar la orden de que dispararan contra los POW. A aquella distancia, podían verse a los combatientes individualmente, pero no podía distinguirse si se trataba de amigos o enemigos. Y el jefe vacilaba en lanzar a sus hombres para sumergirlos en aquel alboroto. Por lo menos, si se quedaban fuera de la puerta de entrada, podrían disparar a los POW que intentaran salir. Las llamas eran lo suficientemente vivas para esa labor.

    Doc empezó a disparar contra los hombres que estaban al otro lado de la puerta de entrada. Disparó dos veces y luego torció hacia la izquierda. Los hombres contra los que había disparado dejaron de verse, pero siguieron llegando disparos que iban dirigidos a todo lo que se movía. Disparó dos veces más. Cuatro disparos hasta el momento.

    Hecho esto, se lanzó al canal de desagüe. Los soldados disparaban ahora enloquecidos. Solo una bala pasó cerca de donde se encontraba. Pasó silbando sobre el borde del canal y salió rebotada hacia la nube que había detrás de él. Apuntó con mucho cuidado, volvió a lanzar dos disparos y tuvo la seguridad de no haber fallado. Tras esto, los soldados se echaron cuerpo a tierra sobre el duro suelo y empezaron a disparar.

    Después de hacer cada disparo, se movía a lo largo del canal. Apuntaba hacia los fogonazos, pero no tenía forma de saber si le estaba acertando a alguien. Unas cuantas balas, se acercaron bastante; una de ellas hizo saltar esquirlas de piedra que fueron a darle en la cara.

    Tras esto, dirigió su fuego hacia blancos más sencillos, las lámparas. Al ser alcanzadas, explotaban y esparcían su llameante contenido sobre las tropas. Al darse cuenta que eran mucho más visibles, los que estaban echados en el suelo disparando, se levantaron y se sumergieron en la niebla. Doc dejó ir un disparo tras otro, mientras huían y vió que, por lo menos, le había dado a tres de ellos.

    De repente, se produjo un silencio relativo y luego, pudo oír la estentórea voz de Renny:

    —¡Doc, Doc! ¿Estás ahí fuera, Doc?

    Savage le contestó: — ¡Estoy aquí, Renny! ¡Aquí fuera! ¿Está todo bajo control?

    —¡Sí! —estalló atronadoramente Renny— ¡Los que no están kaput, se han rendido!
    —¡Puede que vengan más! —gritó Doc— ¡Los guardianes del lado ruso del Campo! ¡Ten cuidado con ellos!

    La voz de Renny sonó ahora bastante cerca: — ¡Quiero hablar contigo, Doc!

    Usando sus propias voces como referencia, se encontraron cerca de la puerta de acceso. Renny empuñaba un rifle, cuya bayoneta estaba ensangrentada.

    —Monk está en algún lugar por aquí fuera, montando un escándalo —le tranquilizó Doc—. Se ha soltado y lo está destrozando todo.
    —¡Demonios! ¡Eso sí que son buenas noticias! —se alegró el ingeniero.
    —Organiza a los hombres y condúceles hacia la locomotora —le ordenó Doc—. Yo iré por delante e intentaré detenerla, si es que no se ha ido ya. Me imagino que von Hessel estaba planeando irse esta noche. Ya debe haberse ido. Como quiera que sea, debéis cuidaros de los guardianes que están en las torres de vigilancia. Pero lo primero que haré, es ir a decirle a Long Tom que detenga los generadores y quizá hasta tenga que ayudarle a hacerlo. Estaba planeado acabar con el personal de la planta de electricidad y luego, destrozar las dínamos, dentro de dos horas a partir de estos momentos. Pero al adelantarnos, hemos hecho que variara el plan.
    —Desde aquí no se puede ver lo que ha ocurrido allí —le dijo Renny—. Pero los focos reflectores y las luces se apagaron hace cosa de quince minutos. Supongo que Long Tom se debió dar cuenta que los acontecimientos se habían precipitado y decidió actuar por su cuenta.
    —¡Buen muchacho! —se alegró Doc—. Solo que ahora deberemos ir con cuidado para no dispararnos los unos contra los otros en medio de esta oscuridad. O que nos dispare el propio Monk.

    Montó otro cargador en su rifle y se sumergió en la negrura. Siguió el curso del canal, que debía llevarle junto a la locomotora. Sin embargo, antes tendría que hacer algo que no le había mencionado a Renny. Había que cortar la línea telefónica. Aunque quizá ya fuera demasiado tarde para tomar esta medida.

    Tras recorrer unos diez metros, cruzó el canal y se encaminó hacia el lado norte de los barrancos que rodeaban el lugar. Por aquel lado había menos oportunidades de encontrarse con refuerzos. Y, además, siguiendo por el acantilado, llegaría hasta el poste de teléfonos que estaba en una esquina del barranco y de los rieles del ferrocarril. Cuando llegó a la barrera natural de la piedra caliza, torció a la izquierda y siguió por allí. Pero se detuvo al ver a través de la niebla, un gran resplandor.

    Se dirigió en aquella dirección y comprobó que se trataba de uno de los cuarteles alemanes. Monk le debía haber pegado fuego. Continuó hasta el siguiente edificio de cuarteles, que también estaba ardiendo. Este Monk era un ejército de un solo hombre.

    El edificio que había tras este, también estaba en llamas. El siguiente, no sólo estaba ardiendo, estaba estallando. Se trataba del laboratorio de von Hessel y los productos químicos que estaban allí, estaban explosionando con una exhibición de colores de lo más variada. Doc no tuvo tiempo de disfrutar de la estética exhibición. Confió en que todas las bacterias y los virus mortíferos que creía que se hallaban en aquel taller del diablo, quedarían destruidos.

    Se dirigió al alojamiento del barón. Se trataba de una enorme casa de dos plantas. Monk no había estado en ella. Posiblemente había sido interrumpido o pensó que había un objetivo mejor. De no ser porque Doc tenía asuntos urgentes en otros sitios, no hubiera podido resistir su curiosidad. Hubiera buscado por toda la casa, pero estaba muy oscuro y no había ninguna lámpara encendida en su interior. O era que el barón y la condesa habían huido de allí con sus criados o es que seguían escondidos allí dentro.

    No creía, sin embargo, que von Hessel fuera de los que se escondiera en la oscuridad.

    Se movió lo más rápidamente que fue capaz. La idea espantosa de que podía ser demasiado tarde, empezó a atormentarle. Sin embargo, al llegar al edificio que albergaba los aparatos de transmisión, los teléfonos y el telégrafo, se detuvo. El edificio no tenía encendidas las luces. Le pareció extraño. Los operadores debían permanecer en sus puestos hasta tanto no recibieran orden de abandonarlo.

    Aunque sabía que debería haber continuado su camino, entró en la casa. Con su encendedor encendido, su escaso brillo le condujo a través de las siniestras tinieblas del interior. Pasó a la habitación siguiente. La lucecita le mostró a un soldado derrumbado sobre la llave del transmisor telegráfico. Un hombre con los cascos puestos, yacía de espaldas sobre el tablero de la centralita telefónica. Había otro soldado, desmadejado, boca arriba, junto a la entrada. Le habían pegado un tiro en la frente. Los otros habían sido atravesados con una bayoneta.

    Todos los hilos que conectaban el equipo con los cables que iban siguiendo el recorrido de las vías del tren, habían sido arrancados. A Doc le hubiera gustado asegurarse que estos no se podrían volver a conectar durante mucho tiempo. Pero no podía quedarse aquí para hacerlo con sus propias manos. Lo que sí que pudo hacer, fue amontonar papeles en un rincón y prenderles fuego. Una vez hecho esto, se largó de allí.

    Mientras salía de la casa, oyó unos ruidos que se habían iniciado desde que había entrado. Era como un jaleo de voces provenientes del lado del Campo ruso. Entre las voces, se oía el tableteo de unas ametralladoras. Los POW que estaban allí, debían haber decidido aprovecharse de la oscuridad reinante y de la pelea en el lado aliado del Campo. Estaban atacando las torres de vigilancia. En aquella zona, los alemanes no disponían de focos o reflectores para mejor dirigir sus disparos. Puede que los rusos estuvieran desarmados —a menos que se hubieran apoderado de algunas de las armas de los guardianes muertos— pero estaban fuera para matar a sus carceleros y huir. Tenían bien poco que perder, excepto sus propias vidas y estas eran tan miserables y cargadas de funesto destino que no valían realmente gran cosa.

    De manera débil, casi inaudible, bajo el fragor de la lucha, se podía oír un ligero schuku—schum—schuku—schum. Doc lo identificó como el siseo del vapor de una locomotora en espera. Aún no había partido. No hasta entonces. Pero podía hacerlo en cualquier momento.

    Atravesó por entre la niebla, en diagonal, a toda velocidad, pero aflojó su carrera cuando creyó estar cerca del canal de desagüe. Vio entonces su oscura banda. Iniciando de nuevo su galopada, aún más rápidamente si ello fuera posible y agachado, para evitar ser visto, llegó hasta un punto en el que podía oírse perfectamente el jadeo de la máquina. Allí detuvo la carrera y con muchas precauciones empezó a moverse, teniendo el rifle a punto. Oyó entonces que unas ruedas metálicas giraban sobre los rieles y el resuello creciente de la locomotora. Abandonando toda precaución, como si se hubiera desembarazado de un peso muerto, echó a correr todo lo rápido que pudo.

    Los disparos, como envueltos en algodón, salían de entre la neblina que tenía delante. Luego, habiéndose adentrado por entre esta, cosa de diez metros, se cayó de bruces, golpeándose duramente contra algo. Se dio en la mano contra el duro suelo de piedra, con tanta fuerza, que se le escapó el rifle. Se enderezó y se volvió. Tanteando con el pie, tocó algo. Lo que fuere que había tocado, lanzó un gruñido. Era un hombre. Luego una chillona voz, muy conocida, se quejó:

    —Muere, muere, tu...

    Doc se arrodilló y encendió el mechero. Monk estaba tendido allí, con los ojos cerrados y manándole sangre de la cara interior del muslo izquierdo. Al mismo tiempo, los resoplidos y el schuku—schum—schuku—schum se fueron haciendo más fuertes. Percibió el olor acre del humo de carbón. Una mirada hacia arriba, le dejó ver algo rojo que se movía en el aire y se movía hacia su derecha. Era una llamarada que salía de vez en cuando por la chimenea de la locomotora.

    Savage comprobó la herida rápidamente, consciente que el tren se estaba alejando cada vez más deprisa de su posición. La bala había penetrado con fuerza a través de la carne muy cerca del fémur. No era posible saber si le había dado en el hueso. Pero el orificio sangrante al otro lado de la pierna, mostraba cómo el proyectil le había atravesado limpiamente esta.

    Monk podía morir, simplemente debido a la pérdida de sangre. Sin embargo, si el tren llegaba a partir, su marcha condenaba a Monk a la muerte igualmente y, de hecho, también condenaba a todos los POW que quedaran vivos en el Campo. Monk gozaba de una tremenda vitalidad y podía necesitar ayuda pronto.

    Fue quizá la decisión más drástica que había tomado nunca. Pero el gran número de vidas en peligro, pesaba más que una sola. Monk hubiera aprobado la decisión de Doc. Al menos, imaginó que así lo hubiera hecho.

    Al levantarse apagó el mechero. Anduvo a tientas buscando en medio de la oscuridad y acabó por encontrar el rifle. Corriendo, atravesó enseguida las vías y volvió a galopar, siguiéndolas. El foco de la parte superior de la locomotora, estaba apagado. El maquinista no quería anunciar a todo el Campo, que estaba partiendo. De cualquier manera, la luz habría servido de bien poco para iluminar el lugar por el que ya había pasado. Y es que la máquina estaba colocada en la dirección contraria a la que iba a viajar. Había, sin embargo, algunos focos enganchados en la parte superior del último vagón del tren. Estos, estaban ahora encendidos y la cola del tren, estaba pasada la esquina del acantilado.

    Era muy conveniente para sus intereses que la luz que debería señalar su camino, estuviera apagada. De haber estado encendida, los guardianes situados en la torre de vigilancia próxima, le hubieran podido localizar. Dudaba que hubieran podido ver algo más que una figura nebulosa en movimiento, pero podían haber pensado que se trataba de algún POW. En cuyo caso, habrían procedido a disparar sin más contemplaciones.

    Mientras movía con fuerza sus piernas para alcanzar la locomotora, tuvo un pensamiento fugaz. Los tacones que había manipulado y había arrancado de sus botas, contenían una mezcla de un explosivo y caucho. La toalla que llevaba arrollada a la cintura y bajo la camisa estaba impregnada con productos incendiarios, incluyendo la termita. Este polvo de aluminio y óxido de hierro, caso de ser encendido, generaba una inmensa cantidad de calor. Había planeado sujetar un tacón de su bota a cada una de las patas de soporte de la torre de vigilancia, envolver con una tira de la toalla los tacones e incendiar las patas. La torre se vendría abajo y los guardianes que estuvieran dentro, quedarían aplastados como Humpty—Dumpty.

    El schuku—schum—schuku—schum del tren sonaba cada vez más fuerte; el resplandor rojo estaba cada vez más cerca. Apretó a correr confiando en no pasar sobre las traviesas de las vías. Luego, cruzó la entrada hecha de alambrada, cuyo extremo osciló peligrosamente hacia él, al irse acercando. Un hombre debía darse la vuelta y girar, para poderse acercarse a la barrera de espino. Savage a duras penas pudo escaparse, golpeándose en el hombro. Sonó un grito detrás de él.

    Empezaron a llegarle disparos desde atrás. Una de las balas llegó tan cerca que pudo oírla pasar junto a su oído. Hubiera resultado irónico, al igual que para los dioses ordenarlo, que le hubieran fulminado ahora. Pero los dioses le habían perdonado. No se le acercaron más balas.

    Ese no fue más que otro pensamiento improcedente, o quizá no tanto. Savage no creía en dioses ni en predestinaciones. Pero, en momentos de intensa crisis y peligro, tendía a sacar a relucir lo que de emocional residía en su interior, aquel salvaje de la Edad de Piedra, que rendía culto a las fuerzas benévolas y a las malignas, oscuras e inmensas cosas. Una parte de su mente, la inconsciente, tomaba el mando y esa propia inconsciencia, estaba ligada a la vieja memoria ancestral.

    Entonces pudo ver la parte delantera de la locomotora. Se veía vagamente gracias al brillo de la débil luz de la caja del fogón. Tenía la tapa abierta de forma que el fogonero podía irla llenando. Saltó sobre el cow—catcher —¿cuál sería la palabra en alemán?— y se colgó de una mano, agarrado sobre el reborde que había sobre la pieza.

    Le tomó un minuto, o quizá menos aún, colgarse en bandolera el rifle y subir hasta la parte superior de la locomotora, para seguir luego caminando a horcajadas y balancearse hasta alcanzar el techo de la cabina. El calor que le llegaba de la caldera de vapor a través de las planchas de hierro y de las suelas de sus botas, no invitaban a entretenerse para salir de allí.

    Permaneció unos diez segundos o así sobre la parte superior de la cabina, escuchando atentamente. Había descolgado el rifle y lo tenía a punto para disparar. Pero hubiera demostrado torpeza utilizarlo al bajar del techo. Sacó el revólver. Tenía dos cartuchos. Sin embargo, probablemente había alguien más abajo, aparte del maquinista y del peón fogonero. Le parecía que podían haber sido soldados instalados en la cabina, los que dispararon sobre Monk.

    No pudo oír voces, si es que había alguien, debido al ruido que causaban la locomotora y sus ruedas.

    Más adelante, pasadas la cabina de la locomotora y el ténder, por encima de los mismos y de los techos de los dos vagones de carga, había unas luces. Estaba seguro que salían de las ventanas de un vagón de pasaje. Von Hessel y sus acólitos debían estar en aquel vagón. Si había soldados en la parte superior de los vagones, permanecían invisibles por causa de la oscura neblina.

    Se asomó un poquito. Permaneciendo estirado, con su barbilla pegada al techo de la cabina de la locomotora, pudo ver al hombre que paleaba el carbón, introduciéndolo en la caja del horno de combustión. Esperó hasta que el fogonero cogiera una enorme paletada y se diera la vuelta para irse unos pasos más allá y lanzar el combustible a la boca abierta de la caja del horno. Entonces, se volvió a mover hacia delante y miró por encima del borde del techo.

    Estaba preparado para que le vieran. Uno de los soldados podía mirar hacia arriba. Había dos soldados abajo, uno a cada lado de la cabina y estaban reclinados en el espacio que había entre el vagón ténder y la cabina. Iban vigilando la parte de atrás de las vías, lo que era una pérdida de tiempo, pues no era posible ver nada que estuviera a más de un metro de sus narices.

    Se arrimó un poco más al borde y se inclinó, empuñando el revólver en su mano. Una de las balas fue a dar en la columna vertebral de uno de los soldados, junto al cuello. El otro proyectil le rebanó el cuello al segundo. Ambos cayeron en silencio.

    A Doc no le dio tiempo a volver a ponerse el revólver en su cinto. Lo dejó caer sobre el suelo de la cabina. Entonces, se deslizó desde el techo de la cabina, sosteniendo el rifle con una mano. Puso los pies sobre el suelo y alzó el rifle. A la vez, gritó en alemán al maquinista y al fogonero, que se quedaran inmóviles.

    Esperaba que se quedarían paralizados por la sorpresa y el terror. Pero el fogonero, un joven fuerte y tuerto, tenía una constitución recia, de fuerte musculatura y rápidos reflejos. Lanzó la pala cargada de carbón sobre la cara de Doc. Cegado momentáneamente, Doc se tambaleó, retrocediendo. Entonces fue cuando él y el fogonero se enzarzaron en una pelea sobre la pila de carbón del ténder. Su acre olor llenó sus fosas nasales.

    Si el joven hubiera tenido la frialdad de pegarle a Savage con la pala en la cabeza, hubiera podido acabar allí la pelea. Pero había dejado caer la pala y estaba intentando estrangular a Doc. Lo había agarrado con una fuerza enorme. Su sudor, mezclado con el del polvo del carbón, apestaba. Su cara contorsionada estaba casi pegada a la de Doc.

    Savage le pegó un terrible mordisco en la larga nariz y agitó la cabeza de manera brusca, hacia delante y hacia atrás. Al mismo tiempo, le pegó un rodillazo en la entrepierna al pobre hombre. Este, se derrumbó, retorciéndose. Doc se lanzó rodando hacia un lado y se puso en pie en cuanto pudo. El maquinista, que era un hombre de unos cincuenta años, no había reaccionado con tanta rapidez como el joven. Debió quedar aturdido por los dos disparos y luego por la aparición del hombre de bronce, caído desde arriba, con su pelo bronceado brillando a la luz de la caja del horno, con sus ojos leonados y con copos dorados brillando y con una expresión terrible en su cara, tan espantosa como la de una pantera gruñendo amenazante.

    Pero, una vez que se recuperó un poco, envalentonado por el ataque del fogonero, dejó su puesto. Agarró la pala caída, la levantó y gritando desaforadamente, se fue directamente contra el americano.

    Se produjo un fuerte sonido metálico cuando la pala se estrelló contra el rifle que había levantado Doc. Savage dio un paso adelante e hizo girar hacia arriba la culata de su rifle. Le pegó al maquinista debajo de la barbilla. El hombre cayó de espaldas, con la cabeza tan cerca de la boca de la caja del horno, que sus cabellos empezaron a arder, antes que Doc pudiera arrastrarle para separarlo de allí.

    Jadeando, Doc le ordenó al maquinista que se levantara y que detuviera el tren.

    No fue hasta ese momento que se dio cuenta que tenía algo húmedo y suave dentro de la boca. Escupió un trozo de nariz.


    XX


    EL MAQUINISTA no le obedeció. En realidad, es que no le había podido oír y durante un rato no iba a poder oír nada.



    Doc le mandó al joven fogonero con la media nariz, que se pusiera de pie y manipulara los mandos de la locomotora, para detenerla. Pero el fogonero estaba aún bajo los efectos de un intenso dolor y no hacía más que para sujetarse la entrepierna con una mano y la nariz con la otra, mientras no dejaba de lamentarse y blasfemar.

    Doc lo sintió por él y se sorprendió de lo que él mismo había hecho. No se había propuesto morderle con tanta violencia. El instinto de conservación, había superado el de su razón.

    Unos años atrás, había recibido un entrenamiento de una hora sobre cómo manejar una locomotora a vapor. Ahora, mientras con un ojo vigilaba a los dos hombres tendidos sobre el suelo, paró el tren. Sus frenos y las ruedas, rechinaron, cuando les hizo retemblar para detenerse.

    Pasó sobre los cuerpos caídos y miró bajo las vías. El disco brillante que se distinguía entre las sombras, debía corresponder a las luces del puesto de guardabarrera, que el tren había ya sobrepasado al dirigirse al Campo. Allí había un paso que tenía que ser abierto por los guarda—paso que podía ser derribado, y unas ametralladoras y rifles para resistir. A medida que fuera pasando el tiempo, era un reto que habría que aceptar.

    Las luces en el vagón mostraron varias cabezas asomándose por las ventanillas. Estaban demasiado borrosas por lo que no podía distinguir las caras a las que pertenecían. Sin lugar a dudas, alguien vendría para averiguar qué es lo que había ocurrido.

    Deslizó la larga palanca que encaminó la máquina de vuelta hacia el Campo. Tras un corto recorrido, el maquinista dio señales de estar recuperándose. El fogonero estaba palpándose la mutilada nariz, cautelosamente, que, por cierto, ya no sangraba demasiado. También miraba encolerizado a Savage.

    Savage miró hacia atrás, desde la ventanilla. Von Hessel debía saber ya que algo iba muy mal. Mandaría a un soldado, quizá a todos los soldados de los que disponía, para descubrir la razón por la cual el tren estaba regresando al Campo. No iba a ser posible mantener un ojo sobre el par de hombres de la cabina de la locomotora y a la vez enfrentar a los soldados.

    Doc les ordenó que saltaran de la locomotora:

    —¡Háganlo ahora mismo y sin discutir! —gritó—. El tren está ahora yendo muy lento. No se harán daño al saltar. Voy a contar hasta tres. ¡Si para entonces no han saltado, les dispararé!

    Mientras decía esto estaba sentado en el asiento del maquinista, con el rifle que llevaba la bayoneta calada sobre su regazo.

    De mala gana, el joven que se sujetaba la nariz sangrante, saltó por encima de los peldaños de la máquina, sumergiéndose en la niebla y prometiéndole a Savage que lo mataría cuando se volvieran a encontrar. El maquinista saltó casi inmediatamente detrás. Doc se deshizo de los cadáveres de los dos soldados y echó unas paletadas de carbón a la caja del horno. Encendió el gran foco delantero pero no le sirvió de gran cosa para poder ver las vías que estaban delante. Al tren no le quedaba ya mucho recorrido para llegar de nuevo al Campo. La cuestión era si el tren llegaría allí, antes que las tropas del vagón le descubrieran.

    Fue hasta el vagón ténder y subió por la pila de carbón. El vagón de carga que estaba enganchado al ténder, no tenía puertas ni delante ni detrás. Tan sólo se podía entrar al mismo, por las puertas correderas que estaban dispuestas a ambos lados del mismo. Cualquier atacante que se quisiera acercar, tendría que hacerlo viniendo por encima del vagón de carga. Pero no podría verles hasta que estuvieran demasiado cerca. Había apagado las luces eléctricas en la cabina de la maquina y había cerrado la portezuela de la caja del horno, pero un rayo de luz de las llamas del fuego, se filtraba por una resquebrajadura de la portezuela. Era una señal más de las carestías de la época de guerra, que aquella portezuela no hubiera sido ya reemplazada. Aquella iluminación, bastaría para delinear su cabeza y darles una ventaja a sus atacantes.

    Es decir, si es que venían.

    Vinieron. Vio emerger las vagas formas desde la niebla, por encima del tejadillo del furgón de mercancías, al mismo tiempo que ellos le vieron a él. Desde una posición, en la que sólo mostraba su cabeza, medio tendido, disparó. Los fogonazos de su rifle le traicionarían, pero no había otra solución.

    Sus tres disparos parecieron tener efecto. Por lo menos, las siluetas desaparecieron de la vista. Las balas se habían estampado cerca pero salieron rebotadas, silbando por encima del reborde metálico del vagón ténder. Sin embargo, de no echar pronto alguna paletada más de carbón a la caja del quemador, la disminución del fuego provocaría que el agua de la caldera se enfriaría y empezaría a disminuir su producción de vapor. Y entonces, el tren ralentizaría su marcha hasta detenerse definitivamente.

    Se inclinó sobre un costado para dar un vistazo por delante. Sonrió, a pesar suyo. Algunas luces brillaban a través de la oscuridad, de un modo impreciso. Los reflectores estaban encendidos de nuevo. Eso significaba que los POW habían ganado.

    Repentinamente, sonaron más disparos de rifle, desde la oscuridad y aparecieron cuatro figuras. Se habían lanzado a una carga desesperada, sin importarles las pérdidas. Una de aquellas figuras, era mucho más grande que las demás. Doc sabía que se trataba de Zad, el gigantesco criado de la condesa, cuando le disparó un tiro en medio del cuerpo. Zad se cayó hacia un lado y seguramente fue a parar fuera del vagón.

    Las balas parecían jugar a las carambolas, al pegar sobre el metal, en todas las direcciones. Uno de estos proyectiles, hizo estallar en pedazos, junto a su cara, un enorme trozo de carbón. Los fragmentos se le clavaron en la piel y, por unos momentos, le dejaron ciego del ojo derecho.

    Pero aquella pérdida momentánea de visión, no le impidió seguir disparando. Cayó un segundo individuo y luego, otro. El cuarto, llegó volando por el aire, en el espacio que había entre el vagón de carga y el ténder, con el rifle apuntando al frente, por delante de él y con la bayoneta brillando tenuemente por los reflejos que le llegaban de la caja del horno. Doc, tras su último disparo, se había cambiado de posición, yéndose hacia un lado. Entonces, empujó hacia arriba y ensartó al hombre que venía surcando los aires, por el muslo izquierdo.

    El soldado siguió su recorrido y fue a caer sobre el carbón a granel, cayendo de cara sobre el montón. El ímpetu que llevaba, hizo que se le desclavara la bayoneta de la pierna, pero Doc ya se había puesto completamente de pie, aunque inmediatamente resbaló y se volvió a caer. Sin embargo, mientras se caía, hizo un movimiento con la bayoneta, clavándosela en un lado del cuello de aquel hombre y haciéndola sobresalir por el otro extremo. Se revolvió levantándose y dio un tirón con el filo, girándola luego. No aparecieron más formas humanas de entre la penumbra; no volvió a repetirse ningún fogonazo provocado por un disparo.

    Iba a arriesgarse a abrir la portezuela del quemador para echar dentro más carbón, cuando le llegó una voz de entre las tinieblas. Dijo una frase en inglés y luego, en francés.

    —Quienquiera que sea, tengo una proposición que hacerle.

    Era la voz de von Hessel. No tenía un tono desesperado. Tenía un matiz de frialdad, remarcado con una pizca de abyecta diversión.

    —¿Es inglés o es francés? —insistió.

    Doc respondió cambiando la inflexión de su profunda voz, por una algo más aguda. —Hablo francés. Cualquier cosa que pudiera hacer, por pequeña que fuera, que pudiera confundir al barón, podía convertirse en una ventaja a su favor.

    —Quienquiera que sea, tengo una proposición que hacerle —repitió el barón—. Lleve el tren hasta Fischhorn y déjenos bajar allí a mí y a los demás. Entonces puede hacer lo que más prefiera. Puedo hacerle un hombre rico, nunca volverá a tener necesidad de preocuparse por nada.

    Von Hessel se rió entre dientes, añadiendo:

    —Claro que no puedo evitarle enfermedades, la muerte o protegerle de sus propias locuras.

    Doc le contestó:

    —¡Barón, no hay trato! ¡Pagará por sus crímenes! ¡Estoy al tanto de sus experimentos con los rusos, de sus esfuerzos para crear una nueva y devastadora enfermedad, así como de sus esfuerzos por confeccionar una vacuna contra la misma! ¡Ud. es un malvado, Barón von Hessel y pagará con su vida todos los crímenes que ha cometido!

    Siguió un silencio de unos segundos. Luego, aquella voz, volvió a hablar, pero esta vez lo hizo en inglés:

    —Por un momento me había cogido por sorpresa, Teniente Clark Savage, Junior, el que ha de ser un superhombre. Debí haber adivinado que era Ud. ¿Quién más hubiera podido provocar este caos y destrucción, consiguiendo al final esta exitosa victoria? Le había infravalorado, mi querido amigo americano.
    —¡No soy amigo suyo! —le gritó Savage.

    Miró rápidamente de un lado a otro, pero, básicamente, mantuvo su mirada al frente. Sólo porque el barón pareciera querer establecer algún tipo de negociación, no significaba que no estuviera preparando alguna triquiñuela.

    —Puedo hacerle muy rico, teniente.

    El barón le recordaba a un tigre. Pero, Doc pensó que hay muchas formas de despellejar a un gato, sea grande o pequeño y que el tigre, no es más que un gato muy grande.

    El tren, que se había ido desplazando cada vez más lentamente, fue deteniéndose gradualmente. Continuó con su schuku—schum—schuku—schum, con sus silbidos y su jadeante resuello como un monstruo agotado, que hubiera acabado finalmente todas sus fuerzas y acabó negándose a moverse ni un palmo más. A pesar de ello, Savage hincó el freno. Apoyó el rifle sobre la pared de la cabina. Luego, abrió la portezuela del horno y le dio un fuerte portazo contra la caldera. Agarró la pala y rascó a lo largo del suelo del ténder.

    Clark pensó que así el barón creería que su antagonista iba a echar más carbón al quemador. Durante unos segundos, el americano no estaría en condiciones de empuñar un arma y si eso no servía para atraer al barón, nada más lo haría.

    El súbito enrojecimiento de la luz del horno, le mostró dos cosas a Savage.

    Una era que había una repisa en la cara del acantilado, a unos dos metros de donde se encontraba. Debía ser la misma que se había encontrado cuando ascendió por la montaña que estaba detrás del Campo y se había ido hasta el otro lado. Estaba a la misma altura sobre el nivel del suelo y era igual de ancha que larga. Su peligroso ascenso de aquella noche, no había servido, según pensó, para nada.

    El segundo descubrimiento fue tan sorprendente, que se olvidó enseguida de la repisa. Un par de manos, enfundadas en guantes de cuero, se estaban moviendo, a lo largo de la parte superior de la pared del ténder. Mientras el barón le había estado intentando distraer, un soldado (o quizá el propio barón) estaba actuando furtivamente a lo largo de la pared del vagón ténder, agarrándose a la parte superior del mismo, con sus pies colgando en el aire, confiando en efectuar su maniobra lo suficientemente en silencio y de manera inadvertida, como para poder alcanzar la cabina del maquinista, mientras el americano estaba concentrado en las ofertas del barón.

    El soldado — o el barón — debía haberse dado cuenta que la luz del horno de quemar el carbón, aunque no era demasiado brillante, había descubierto sus manos. Tenía la opción de dejarse caer sobre el lecho donde reposaban los rieles y salir disparado como alma que lleva el diablo o bien, disparar contra su enemigo. Era muy temerario y valiente y, en cualquier caso, muy fuerte. Con el esfuerzo de un solo brazo, se alzó de tal forma que pudo alzar su cabeza sobre la parte superior de la pared lateral del vagón ténder. Su otra mano apareció empuñando una pistola automática.

    Entre tanto, el americano había saltado dentro del ténder, mientras sus pies resbalaban sobre las piezas de carbón y con sus manos agarraba el rifle que estaba apoyado en la pared. Antes que el soldado pudiera apuntar con su automática, su cabeza salió disparada hacia atrás cuando la culata del rifle le pegó entre ambos ojos. Sin un grito, cayó de espaldas. Su pistola golpeó con un sonido metálico sobre el balasto de los rieles, su casco golpeó también sobre las piedras, una fracción de segundo más tarde, amortiguando el batacazo de su cuerpo.

    Savage se volvió, sosteniendo de nuevo el rifle con una sola mano. Con la otra, dio un golpe sobre la portezuela del horno, cerrándola. De nuevo, volvió a girarse y lanzó una mirada hacia la espesa niebla. No pudo oír ningún sonido de pies, ni ver figura oscura alguna, surgiendo de entre la lobreguez. Se fue al otro extremo de la cabina e intentó distinguir más siluetas. No pudo ver absolutamente nada.

    Entonces, sonó la burlona voz de von Hessel. Era muy suave y el lugar exacto de donde parecía provenir, estaba oculto.

    —¡Un truco estupendo, mi joven, pero muy inteligente amigo! Esperaste que me engañarías, haciéndome ir a la carga contra ti, disparando endiabladamente mis pistolas, como hacen los cowboys en vuestros filmes del Oeste. Fallaste, pero también yo fallé con mi pequeña distracción. Por lo tanto, hasta el momento, el juego está en tablas.

    Savage pensó que el barón debía estar lo suficientemente cerca como para poder ver al soldado caído, aunque fuera muy débilmente. Para que así fuera, debía estar en el mismo lado por el que había venido el soldado, a no ser que estuviera encima del vagón de carga que estaba enganchado al ténder. Savage, agazapado, se fue hasta el otro lado de la cabina. Se quedó junto a la pared metálica que estaba al lado de la puerta de entrada. Pero asomó un poco la cabeza.

    —¿Qué me dice de la oferta que le he hecho? —gritó von Hessel. Su voz parecía provenir de otro sitio.
    —No hay nada de lo que hablar —se reafirmó Savage.
    —Está rehusando vender su alma al diablo. No por dinero, por supuesto. ¿Pero, y si le ofreciera algo que ninguna cantidad de dinero podría comprar? ¿Algo que nadie más en el mundo, excepto yo, le podría ofrecer? ¿Algo por lo que Fausto negoció en una ocasión, pero sin ningún truco para Ud. en el contrato que estableceríamos? Si se va al infierno, lo hará por cualquier otra razón, por algo que lleva dentro de sí mismo. No por el trato.

    Tras un largo silencio, el barón habló de nuevo. Su voz tenía un tono tan bajo, que Savage apenas podía oírle. ¿Habría otros soldados arrastrándose para caer encima de él, mientras von Hessel le intentaba distraer? Hizo un esfuerzo con sus ojos, para mirar al punto en el que se hizo visible la repisa del acantilado, cuando la luz del horno de carbón rompió por un momento las tinieblas. ¿Debería saltar sobre la repisa ahora, o más tarde? ¿Y en cualquier caso, debería utilizarla para su propósito?

    La voz de von Hessel era como una suave brisa:

    —Se equivocó cuando creyó que le estaba ofreciendo dinero. Yo ya sé que Ud. no se sentiría tentado por la riqueza. ¿Por qué iba a serlo? Ud. espera hacer su propia fortuna cuando se convierta en cirujano. De cualquier forma, en ciertos sectores se comenta que Ud. dispone de una fuente de riqueza, independiente e inmensa. O también, que la posee su padre y que Ud. la heredará algún día. Mucha gente siente curiosidad sobre todo esto y, en el futuro, esta curiosidad por parte de estas personas le traerá sin lugar a dudas, muchas complicaciones.
    —Pero cambiemos el tema. Dejemos de hablar de reyes y repollos y del lugar en el que los cerdos tienen alas y el océano esta hirviendo y pasemos al asunto de mis experimentos con los prisioneros rusos. Falló en el blanco por más de veinte mil leguas cuando asumió que estaba intentando crear una enfermedad que pudiera resultar incluso peor que la peste negra de la época medieval. No intentaría hacer algo semejante aunque supiera que pudiera hacerse. Las plagas se vuelven contra aquellos que las usan como arma. Además, mi pariente, el estúpido Kaiser Guillermo, no permitiría que se utilizara.
    —Mis bacterias se usaban en combinación con ciertos productos químicos, para llegar a conseguir un objetivo diferente. Uno que Ud. creería que es algo imposible de alcanzar.

    El barón hizo una pausa y entonces, en un tono un poco más alto, continuó:

    —¡Pero es un objetivo perfectamente alcanzable! ¡Lo sé perfectamente! ¡Lo sé, porque ya, en una ocasión anterior, lo conseguí! ¡Y puedo volver a hacerlo!
    —¿Hasta dónde quiere llegar? —preguntó Doc. El barón había captado su atención e interés. Doc se temió que eso era precisamente lo que deseaba el barón, mantener al enemigo pendiente de sus palabras, mientras los soldados se le acercaban, arrastrándose.

    Savage cambió de sitio y se fue al otro lado de la cabina, mirando hacia delante y escuchando con mucha atención. Parecía que no había nadie por allí fuera. Entonces, bajó el rifle, se agarró al techo de la cabina y sacó medio cuerpo por fuera de la ventanilla, para observar a ambos lados. Si había soldados sobre el tejadillo de los vagones de carga, estaban muy bien escondidos y no hacían ningún ruido.

    Rifle en mano, volvió al sitio de donde había salido, agachado junto a la entrada del otro lado.

    —¡Explíquese! —exigió.
    —¡Aparento tener treinta años, como si hubiera nacido en 1888! ¡Pero realmente nací en 1858!

    Savage no respondió. Pero sintió que algo frío le recorría todo el cuerpo y esa sensación gélida no estaba provocada por la helada niebla. Esa frigidez se desparramó por toda su piel como si se tratara de alcohol de friegas y pareció que le empapaba para encontrar un camino y llegarle al corazón. Su cerebro había dado un salto, muy por delante de las palabras de von Hessel. Sabía lo que aquel hombre le iba a decir a continuación.

    A pesar de todo y aún creyendo lo que le decía el barón, aunque ignoraba la razón por la cual creía lo que le estaba explicando, le contestó:

    —¡Venga ya, hombre! ¿Qué clase de truco está intentando montarme ahora?
    —¡No se trata de una trampa! ¡Verdaderamente dispongo de un regalo que ningún hombre podría rehusar! Estoy dispuesto a entregárselo, porque estoy en una situación muy comprometida y no me importa confesarlo. ¡Le necesito y si me ayuda, si quiere convertirse en mi asociado, estipularemos las condiciones en un contrato, más tarde, compartirá un secreto que vale mucho más que todo el oro y los diamantes del mundo! ¡Es lo que todo hombre y mujer han soñado en poseer, desde que el Homo Sapiens empezó a soñar!

    El barón hizo una pausa. Savage pensó que el barón debía estar solo allí. Eso era casi seguro, pues no se habría atrevido a manifestar en voz alta su oferta si hubiera habido cerca otras personas que hubieran podido oírle. A no ser, pensó Clark, que el barón no se lo estuviera inventando todo. Pero Clark dudó que el barón estuviera mintiendo.

    —¡Puedo darle... llamémosle un elixir, que frenará considerablemente su proceso de envejecimiento! No se trata de la bebida fabulosa de la leyenda, el elixir de la inmortalidad, pero le puede mantener joven por un razonablemente largo período de tiempo. ¡Y es posible, que mientras tanto, antes que seamos demasiado viejos ya para que no nos importe vivir o morir y podamos llegar a crear el verdadero elixir de la inmortalidad! ¡No envejecer jamás, no morir nunca, dejando aparte las posibilidades de un suicidio, homicidio o accidente! ¡No enfermaremos nunca! No he padecido ninguna molestia física, ni siquiera un simple resfriado, desde que tomé el elixir. ¡He estado en sitios en los que quienes estaban a mí alrededor, morían de enfermedades incurables, sin que yo me viera afectado lo más mínimo!

    Nuevamente, el barón hizo una breve pausa. Savage decidió que había estado en el mismo sitio demasiado rato. Von Hessel debía saber que estaba en la cabina del maquinista. Y von Hessel no le daría el elixir, en caso que realmente existiera, a menos que fuera obligado a hacerlo. No había acabado en su intento de matarle. Y, si ahora no tenía éxito, intentaría asesinar a su “socio”, tarde o temprano.

    Sin embargo, Clark Savage estaba prácticamente abrumado por la proposición. ¿Por qué no aceptar compartir el secreto del elixir? ¿Cogerlo y entonces, huir de aquel hombre y entregar al mundo el secreto? Permitir que todo el mundo lo tuviera. No más envejecimiento, fin de las muertes por enfermedad.

    ¿Pero, es que era eso algo realmente deseable? ¿No acabaría por convertirse en la fuente de muchos otros problemas, como la superpoblación del mundo, ahora aún espacioso? ¿Hambrunas y guerras para conseguir más espacio vital?

    No tenía tiempo para todas estas consideraciones.

    Savage movió la cabeza y se echó a reír silenciosamente para sus adentros. ¿Qué le estaba pasando? Se estaba creyendo lo que el barón decía que era capaz de hacer. ¡Y estaba tentado por la oferta que le había hecho! ¡Él, que siempre se había considerado por encima de las tentaciones! Primero, había sido la condesa y ahora era el barón. No. No iba a traicionar nuevamente su propia auto estimación. La primera vez había sido por la flaqueza de la carne, una debilidad común a toda la humanidad y en términos humanos, perfectamente comprensible. Pero, en esta ocasión... la tentación del barón, le daba un bofetón al diablo, pues era cosa que olía al propio Satán. De hecho, el barón le estaba hablando con la misma suavidad y poder de convicción que el auténtico Luzbel.

    —Debo estar atontado —murmuró Savage—. ¡Y estoy más seguro que el demonio que no soy el héroe que me creí que era, aunque nunca pretendí sentirme como el Más Alto y Poderoso! Un poco más de sensatez, eso es lo que Dios sabe que me hace falta.

    Se puso de pie y flexionó sus músculos. Luego, guiándose por la memoria, rebuscó la localización de la repisa, saltando desde la cabina. Se quedó corto por unos cuantos centímetros, cuando aterrizó, aunque la mitad superior de sus botas, hicieron contacto, casi resbaló. Pero se inclinó y echó los pies hacia delante. Había quedado de cara a la pared del acantilado, con su frente casi clavada contra la roca. Se dio la vuelta con mucha lentitud y cuidando no perder el equilibrio. Había sostenido el rifle de forma que el cañón no diera un golpe sobre el borde y alertara al barón.

    Entonces, utilizando su técnica de ventriloquia, aprendida durante largas y tediosas sesiones, le llamó, haciendo surgir su voz de un sitio diferente al que se encontraba.

    —¿Me está brindando a mí este secreto? Pues si lo tiene y efectivamente funciona, ¿por qué estaba experimentando con los POW y matándolos al hacerlo?

    No pudo saber hasta que punto había sido efectivo su “lanzamiento” de voz. La atmósfera cargada de humedad podía haber anulado parte de su técnica. Por otro lado, también era posible que lo hubiera aumentado. Tenía que arriesgarse, aunque le disgustaba enormemente depender de la suerte.

    —Nací en 1858 y puedo probarlo —afirmó la voz que llegaba desde la niebla—. Sin embargo, el hombre que figura en los registros como mi padre biológico, el Barón von Hessel, que ya se fue al otro mundo en busca de su recompensa, no fue mi padre verdadero. Era estéril. Pero estuvo de acuerdo en casarse con mi madre, una dama danesa de linaje real, para poder así presumir de haber tenido un hijo. De lo que no pudo hacer alarde es que su reconocido hijo fuera de un linaje más noble que el suyo. Se casó con ella poco después de quedar preñada de mí. Ella me había concebido gracias a una relación ilegítima con el Príncipe de la Corona, Federico, que, como Ud. sabe llegó a ser el Emperador Federico III de Alemania.
    —Por ello, soy hermanastro del Kaiser, actual mandatario Imperial de Alemania, aunque tengo mis dudas que siga ejerciendo sus funciones por mucho más tiempo. Mi país está condenado a ser derrotado. Mi hermano, hasta donde he podido saber, ignora totalmente que tiene un hermano bastardo. Y, ahora que mis padres ya murieron, no hay nadie que lo sepa.
    —Vaya al grano — le sugirió en voz baja Savage.

    La voz de von Hessel, era casi inaudible y parecía provenir de otra dirección. El americano, aunque se esforzaba intensamente para atravesar la niebla con su mirada, no pudo ver más que la oscura tenebrosidad de la misma.

    —Cada cuatro años efectúo una comprobación del estado del elixir —prosiguió el barón—. Examino una muestra de mi piel al microscopio. Muestra la presencia de las bacterias mutadas en mi carne. Hasta hace muy poco, no hubo ningún cambio. ¡Pero actualmente... las bacterias han empezado a morir!

    El barón no era capaz de ocultar una nota de ansiedad en sus palabras. Estaba verdaderamente al borde de la desesperación, a menos que fuera un excelente actor.

    —Empecé a envejecer al ritmo de todo el mundo. Pero había perdido los registros con los pasos necesarios para fabricar el elixir. Mis notas estaban en el castillo de mis padres en Prusia y fueron destruidas por un incendio, en 1893. En aquél entonces no me preocupé, pues pensaba que las bacterias seguirían creciendo mientras yo estuviera vivo. Y me equivoqué. También fui un estúpido. Hubiera debido guardar un duplicado de mis notas en otro lugar. Pero no somos verdaderos superhombres, ¿verdad? A Ud. y a mí nos gusta pensar que somos iguales al Übermensch de Nietzsche. Pero, esencialmente, no es así, ¿no es cierto?

    El barón parecía estarse burlando de ambos, de Savage y de él mismo.

    —No fui capaz de recordar algunos pequeños pasos, pero vitales, dentro de una larga y complicada cadena de ellos, en la preparación de mi elixir. Después de todo, hacía más de treinta años que lo había hecho y durante todo este tiempo, estuve muy ocupado con otros asuntos.
    —Es por ello que empecé a re—experimentar con los POW rusos. Y me satisface poder decir que he conseguido recrear los pasos originales del procedimiento. ¡Mis muestras de piel revelan que ya no estoy envejeciendo al ritmo normal! ¡Puede compartir conmigo el elixir, si le interesa!
    —¡Asesinó a todos aquellos hombres, solo para asegurarse una vida más larga para Ud.! —le recriminó Savage.
    —De todas formas hubieran muerto en poco tiempo. ¡Como dice la condesa, Ud. la conoce bien y en más de un sentido, no son más que unos campesinos brutos e ignorantes que deberían dar gracias por acabar de una vez sus vidas miserables y estúpidas!

    Se produjo otra pausa. Durante un momento, el americano pudo oír un ligero sonido de grava pisada por unos pies. Pero no fue capaz de determinar el origen.

    —¡Piense, Teniente Savage! ¡También Ud. podrá vivir como un joven hasta las profundidades del futuro, en un mundo que hará que éste parezca primitivo, sórdido y brutal! ¡Una choza bosquimana, comparada con el Taj— Mahal! ¡Ud. y yo veremos maravillas que harán palidecer las de las Mil y Una Noches!

    Algo produjo un sonido metálico. Fue seguido inmediatamente por lo que sonaba como una cosa cayendo por encima del amontonamiento de la pila de carbón del ténder.

    ¡Una granada!

    ¿O no sería más que una piedra lanzada por von Hessel para hacerle disparar en aquella dirección y descubrir de esta manera su posición, por el fogonazo de su arma?

    Pero Savage no podía arriesgarse y saltó fuera del borde, hacia la derecha, tan lejos como sus piernas pudieron llevarle y así poner la mayor distancia posible entre él y el estallido, si es que se producía.

    Y vaya si se produjo. Antes de haber llegado a poner los pies sobre el suelo, una radiación escarlata brotó del interior del vagón del carbón. Le cegó y le dejó los tímpanos más tiesos que una piedra. El embotamiento de sus sentidos, no duró más que unos segundos. Pero las paredes metálicas del ténder encerraron la deflagración, enviando la fuerza y potencia de la misma hacia lo alto, como si se tratara del genio de una botella.

    El fuego y la violencia rugieron también dentro de la cabina y enmarcaron la puerta y las ventanas bajo la luz del relámpago del estallido. Si hubiera permanecido en la cabina, habría quedado destruido. Y si se hubiera quedado en la repisa del borde del acantilado, habría sido arrancado de la misma y lanzado Dios sabe dónde y a una distancia incalculable. O hubiera podido ser simplemente aplastado contra la pared del barranco.

    Fragmentos de carbón le golpearon en una lluvia violenta, nada agradable. Había dejado de oír, rogó que fuera un problema temporal, pero podía oler la carbonilla y el carbón ardiendo.

    Recuperó repentinamente todos sus sentidos, como un cartucho que se introduce en la recámara de un rifle. A pesar de ello, tuvo dificultades para moverse, por lo que se permitió descansar unos momentos, acostado sobre un costado. Le dolían las costillas y el hombro derecho.

    No parecía haber más que unas cuantas piedras bajo su cuerpo. Debía haber ido a parar sobre el lecho de los rieles. Entonces, algunos trozos de grava le apedrearon un lado del rostro. Ocurría bastante después del estallido, lo suficiente como para hacerle pensar que era un viandante que recorría el camino del tren el que las había desplazado y las estaba haciendo caer abajo, por la pendiente.

    Era el barón, por supuesto. Investigando el resultado de la explosión. Debía haber confiado en que la granada había caído dentro de la cabina. La oscuridad había hecho que sufriera un error de cálculo. No obstante, la granada había ido a parar lo bastante cerca de la cabina, como para aniquilar a cualquiera que estuviera a su alrededor. Por ello, el barón, probablemente estaba merodeando, eso sí, con mucha cautela, esperando encontrar el cadáver del americano o su cuerpo malherido. Confiaba en que la explosión habría lanzado violentamente fuera de la cabina a su enemigo.

    En silencio, Savage se agachó buscando su rifle. El barón saldría en busca de más hombres y más linternas. Seguramente. ¿Quién podía saber cuál sería el paso siguiente de aquel zorro viejo?

    Sus dedos palparon el frío acero. Se deslizó sobre su espalda, hasta que su mano se cerró sobre el cañón del rifle. Lo apretó contra su pecho y comprobó la recámara. No pudo oír el ruido metálico pero dudaba que tampoco el barón lo hubiera podido oír. Luego, muy lentamente, deseando fervientemente no hacer ningún ruido, se puso en pie. Se preguntó cuando recuperaría todos sus sentidos, si bien fuera parcialmente. Pero de forma impaciente, se adentró entre las tinieblas, subiendo por la cuesta del terraplén del ferrocarril, hasta poder llegar a distinguir la masa del furgón de mercancías. Entonces, se volvió hacia el final del tren, en la parte más alejada de la locomotora. El fuerte olor del carbón ardiendo, estaba aún agarrado a sus fosas nasales. Confió en que no ardiera todo el carbón que quedaba en el ténder. Si sus planes se cumplían, iba a necesitar todo el combustible.

    En un momento, vio un débil resplandor frente a él. Ya entonces era capaz de volver a oír, pero el sonido le llegaba como si estuviera sumergido bajo el agua. El brillo, según pudo descubrir, provenía de la luz combinada de varias lámparas de aceite que estaban en el vagón de pasajeros más cercano y cuyas luces eléctricas habían dejado de funcionar.

    Con gran cautela, subió por los escalones de la plataforma de la parte trasera del vagón. Allí no había ningún guardián. Quizá el barón había utilizado a todos sus hombres en el ataque. Miró a través de la ventanilla que había en la puerta que daba a la plataforma. No creyó que pudieran verle desde el interior. Este consistía principalmente de un gran cuarto, una especie de salón, con algunas pantallas divisorias móviles, como biombos, que formaban cubículos a lo largo de las paredes.

    La condesa, con aspecto ansioso y con ojeras, envuelta en una larga capa blanca de piel de oso, estaba sentada en un sofá junto a la pared de madera tallada y pintada decorativamente con pintura dorada. Junto a ella, paseando arriba y abajo, estaban las dos sirvientas y un criado. Tenían un aspecto incluso más asustado que ella. No había nadie más en el vagón, a no ser que estuviera escondido detrás de alguno de los biombos.

    Se agachó, observando, hasta que su sentido del oído recuperó sus facultades, a un nivel comparable al normal. No creyó que von Hessel estuviera tras ninguna de aquellas pantallas divisorias. De haber regresado al vagón, hubiera hecho apagar las lámparas.

    ¿Dónde estaría el barón?

    Precisamente cuando Savage decidió que debía investigar en los furgones de carga que estaban más allá del vagón de pasajeros, oyó un débil retumbo. Entonces se dio cuenta de lo que era: ruedas metálicas girando lentamente sobre los carriles de acero. Dio un salto para bajar de la plataforma y se dirigió corriendo hasta el final del tren, guiándose en su recorrido a base de pasar las yemas de los dedos por los laterales de los vagones.

    Había cuatro vagones de carga después del vagón de pasaje. Ahora sólo había tres.

    El roce y el retumbo de las ruedas, era cada vez más alto, pues el vagón iba a toda velocidad cuesta abajo. Luego, al irse alejando, se fue oyendo cada vez menos y dejó de oirse el ruido que hacía la góndola.

    Doc escudriñó entre la húmeda oscuridad y soltó una palabrota que jamás había usado anteriormente. En ella expresaba la esencia de su disgusto y frustración.

    Von Hessel había soltado el último vagón de carga y había dejado que la gravedad se encargara del resto. Se había puesto fuera del alcance de su enemigo.

    Al volver a la locomotora, Doc se consoló un tanto. El barón se había largado. Pero su huída era un suicidio. No podía controlar de ninguna manera el ritmo de velocidad de la góndola por el gradiente. Si se quedaba demasiado rato sobre el vagón, no podría saltar sin evitar romperse la crisma y hacerse papilla los sesos. Si saltaba al poco rato se exponía a que le apresaran cuando bajara todo el tren. Aunque bien es verdad, que con la niebla reinante, podría esconderse con facilidad.

    Quizás el alba traería un viento lo suficientemente fuerte para despejar la niebla reinante. Se detuvo al oír un ruido muy débil desde detrás de él. Por un momento se preguntó a qué podría ser debido. Luego, sonrió y reanudó su caminata. Aquel ruido debía ser causado por el choque de la góndola en la que viajaba el barón, al estrellarse contra la alambrada que había a la entrada de la estación de guardia.

    Aquello debía haber sorprendido a los guardianes y hacer que se preguntaran lo que estaba pasando, pero no dejarían sus posiciones si no recibían orden de hacerlo.


    XXI


    SAVAGE CONDUJO de vuelta el tren al Campo. Hizo sonar el silbato y tañó la campana para que los POW no pensaran que el tren estaba conducido por los alemanes que habían vuelto para hacerse de nuevo con el Campo. A pesar de ello, el tren fue rodeado por un grupo de hombres muy nerviosos y llenos de sospechas. Doc se identificó enseguida. Una vez hecho, se encontró muy ocupado.



    No era nada fácil restaurar el orden dentro de aquel caos. Algunos de los oficiales, incluyendo a Renny y a Roberts, ya habían empezado, pero su trabajo era muy exigente y durante un tiempo aparentemente imposible.

    Aunque los reflectores estaban encendidos ahora y hubiera un gran número de lámparas de aceite y linternas eléctricas disponibles, sólo servían de ayuda en algunas pequeñas áreas aisladas. La oscuridad general impedía la organización que, en unas condiciones diferentes habría funcionado mucho mejor y con más efectividad. Otro obstáculo, era el gran número de prisioneros rusos. Muchos de ellos se habían perdido en el levantamiento, cuando los soldados al cargo de las ametralladoras en las torres de vigilancia, habían segado literalmente a un gran número de aquellos desgraciados, antes de ser derrotados y muertos por los restantes.

    Debían quedar unos setenta rusos sanos. Habían intentado apoderarse del tren, pero fueron repelidos. Entonces, habían rapiñado todo lo que fuera comestible, que habían podido encontrar, lanzándose sobre la comida como bestias. Doc sintió lástima por aquellos hombres hambrientos, pero quería quedarse con algunos de ellos para el largo trayecto de la huída. También había como una cincuentena de rusos heridos que necesitaban tratamiento médico. A estos había que añadir unos treinta hombres aliados y unos quince alemanes, que estaban también gravemente heridos y no podían ni caminar. Hans Kordtz se encontraba entre estos últimos, aliviado en cierta forma por las dos barras de chocolate que Savage le regaló.

    William Harper Littlejohn, “Johnny”, estaba entre los heridos que podían andar. En una pelea cuerpo a cuerpo con uno de los guardianes alemanes, había recibido un culatazo de rifle que le había dañado gravemente el ojo izquierdo. Doc, que le había dado una mirada en el edificio del hospital de los POW, no creyó que pudiera recuperar nunca más la visión del mismo. Por lo menos, no con las técnicas médicas disponibles en aquel momento.

    Johnny estaba bastante risueño al considerar el problema, a pesar de todo. Decía que un parche negro sobre su ojo convertiría su siniestra figura en una más romántica y elegante.

    La pierna herida de Monk estaba vendada, aunque andaba con dificultad usando el cañón de un rifle como muleta. Doc no podía ni creer que aquel hombre pudiera andar con la cantidad de sangre que había perdido.

    Long Tom estaba lastimado y tenía taponadas varias heridas, algunas de ellas sangrantes aún, pero de poca importancia. Había tenido que dominar a tres alemanes en la sala del generador antes de poder alcanzar los interruptores para apagar las luces. No tenía el aspecto de ser capaz de mantener una buena pelea ni contra un espantapájaros, pero su cuerpo de aspecto anémico, era engañosamente fuerte. Valía lo que un montón de gatos monteses en celo, según una curiosa expresión de Monk.

    Aunque no quedaba mucho tiempo para escuchar la historia de cómo Monk se había podido escapar del cuerpo de guardia, Doc insistió en escuchar un informe rápido. Monk dijo que el edificio no era en realidad una prisión. No tenía más que una habitación, usada como celda para los militares alemanes, durante los juicios por faltas leves. Tenía una puerta, cerrada con llave. En el marco de la puerta había un marco giratorio con barrotes metálicos, que también podía ser cerrado con candado.

    —Cuando empezó el jaleo en el Campo de POW, —empezó Monk— el guardia que estaba encargado de mi vigilancia, salió, imagino que para averiguar qué es lo que pasaba fuera, con tanto alboroto. La puerta de madera estaba abierta. Doblé dos de las barras que estaban en el marco —no eran más gruesas que las que hubieras puesto en tu propia ventana como decoración, seguramente de un grosor de unos pocos milímetros— y las doblé lo suficiente como para poder pasar a través del hueco hecho. Me arañé, me rasgué la ropa, pero pude pasar.
    —Al volver el guardián, le agarré por el cuello y se lo partí. Odié tener que hacerlo, pues era un hombre mayor. Pero era mejor él que yo. Retiré entonces las llaves del gancho que estaba en la pared y abrí mis esposas... El resto, ya lo sabéis.
    —¿Cómo fue que te dispararan?
    —Fue al intentar detener el tren. Uno de los soldados que estaban en la cabina del maquinista, me disparó.

    Tras hablar con Monk, Doc se fue a apagar el fuego que había prendido en el carbón del vagón ténder. La granada había hecho saltar fuera la mitad del carbón, pero no había llegado a afectar a los mandos de la cabina. Puso a cuatro hombres a trabajar para reemplazar el carbón que se había perdido, tomándolo de la gran montaña que había en el Campo. Luego se dirigió al hospital de los POW, que era uno de los pocos edificios que Monk no había incendiado.

    La condesa y sus criados habían sido encerrados en un cuarto allí, a pesar de sus protestas. Serían dejados atrás, aunque libres de deambular por allí, cuando el tren partiera. Entonces, Doc hizo que la sacaran del cuarto, para proceder a interrogarla brevemente. Tenía algunas preguntas que quería hacer en torno a la validez de la historia sobre el elixir que retrasaba la vejez, que le había contado el barón.

    Más tarde lamentó no haber procedido a interrogarla en el cuartito pequeño. Había muchos heridos en la sala grande, entre los que se encontraban un número de rusos adscritos a los cuidados médicos. Acababa de empezar Doc a hablar con ella, cuando fue atacada por uno de estos rusos. Le cogió totalmente por sorpresa. Antes de poder sujetar al individuo, que esgrimía una bayoneta y gritaba desaforadamente contra la condesa, ya la cara de esta había sido gravemente acuchillada y había sufrido un pinchazo en su ojo derecho.

    Durante unos momentos se formó un alboroto. La condesa empezó a gritar enloquecida y no se calló hasta que Doc pudo encontrar algo de morfina para sedarla. Entonces le vendó la cara mientras algunos hombres detenían al ruso combativo y vociferador.

    Ahora, aquella hermosa cara quedaría odiosamente desfigurada para siempre. Sus días como seductora se habían acabado hasta que las técnicas de cirugía estética se perfeccionaran.

    Doc quedó estremecido por la repentina e inesperada acción. Tras asegurarse que la condesa se había dormido, se dirigió al hombre, Sergei Khutzinov.

    —¿Por qué ha hecho una cosa así? — le preguntó irritado.

    Khutzinov era un hombre joven de pelo largo y desarreglado y una poblada barba que le tapaba todo el pecho. Sus ojos aún tenían la apariencia de un ser enloquecido.

    —Ud. no conoce a esta cruel mala pécora, sin corazón —respondió—. Yo, Sergei Khutzinov, era uno de los campesinos de su familia. Vivía en uno de los numerosos pueblos que le pertenecían. Su padre y sus hermanos eran unos explotadores depravados. Tenían a todos sus campesinos bajo las botas, haciéndoles trabajar como bestias. No teníamos ningún recurso, ni manera de conseguir clemencia y justicia. La familia controlaba a los policías y jueces en sus tierras.

    Se detuvo y pidió un vaso de agua. Después de beberse de un solo trago todo el vaso, prosiguió:

    —Puede que no sepa esto; dudo que lo conozca, pues está fuera del conocimiento general e incluso del del Zar. Pero la familia Bugov —y hay otras familias iguales en nuestro país— montan partidas de caza del hombre. Seleccionan a un hombre joven, fuerte y buen corredor y lo dejan suelto en el bosque, a veces, hasta armado con un cuchillo. Y lo cazan como si de cazar un ciervo se tratara. Le disparan y creen que practican un deporte estupendo. ¡Entonces, cuelgan su cuerpo en un granero o en un establo, como si se tratara de un animal muerto, un trofeo de cacería! ¡Ojalá Dios arrojara violentamente sus almas al infierno ardiente!
    —¡Mi hermano Andrei fue uno de los que cazaron y mataron, y su cuerpo fue enristrado en un granero! ¡Mi hermano mayor, Andrei, que decía que viajaría y se iría hasta América, donde no ocurren cosas semejantes! ¡Si que viajó, sí, y lo que tuvo que correr! ¡Pero fue para huir de los hombres con rifles y perros! ¡Y la condesa, había suplicado a su padre que la dejara ir a la cacería, puesto que era el dia de su decimoctavo cumpleaños!

    “¡Fue ella la que lo mató, disparando sobre él y presumió luego ante sus amigos! ¡Y más tarde, al día siguiente, se fue a Misa!

    “¡Juré que algún día me vengaría! ¡Creí que eso no ocurriría nunca, cuando fui reclutado para servir en el ejército del Zar, ojalá que Dios le fulmine con un rayo! ¡No esperaba regresar vivo de la guerra! Pero...

    Se agarró las manos y las alzó, mirando a lo alto:

    —¡Dios se ha portado bien conmigo! ¡Ha puesto a la Condesa en mis manos! ¡Me ha dado la oportunidad de matarla! ¡Pero yo sólo quería cortarle la cara con tan mala saña que ningún hombre la volviera a mirar, excepto para estremecerse y enfermar de aversión!

    “¡He gozado de mi venganza, aunque eso no devuelva a la vida mi querido hermano!

    Estalló en fuertes sollozos y doblegó su cabeza.

    Doc se sintió casi tan embargado de emoción como el joven ruso. El mal que aquellos hombres y mujeres habían hecho, estaba más allá de su comprensión. Pensaba en aquella habitación en casa de los Musard, en Bélgica, en los fatales experimentos de von Hessel con los POW rusos y también en lo que había hecho la condesa.

    Algún día, cuando estuviera preparado, lucharía contra todos estos males. Su padre tenía razón. Debía dedicar su vida a este objetivo.

    Mientras tanto, debía liberarse y huir de aquel Campo e introducirse en territorio enemigo. Luego, volver al Servicio Aéreo de los Estados Unidos y luchar en el cielo, hasta que acabara la guerra. Y, por fin, volver a la facultad de Medicina y a los entrenamientos y estudios que harían de él un médico. Y después... ¿quién sabe lo que pasaría después?

    Había transcurrido una hora y media desde que había conducido el tren al Campo. Era mucho más tiempo del que hubiera querido emplear. De haber seguido su propio camino, hubiera conseguido hacer salir al tren quince minutos después de haber llegado. La velocidad era la supervivencia. Por lo que sabía, von Hessel había estado subido en el vagón de carga en busca de su salvación. A lo mejor no había salido disparado sobre las vías y caído al precipicio. Las pocas curvas que había en el recorrido, eran bastante suaves. El vagón quizá había podido llegar al largo y más nivelado camino que llevaba hasta el final del pueblo de Königssee y allí, quedarse parado definitivamente.

    También era factible que se hubiera enviado un mensaje telegráfico o telefónico al puesto alemán más próximo, antes de que los transmisores fueran destruidos.

    Cuando el tren estuvo lleno a rebosar, Doc dio la señal de salida. Renny, el único maquinista experimentado, estaba a los mandos. Doc, Long Tom, Johnny, Monk y Ham, estaban repartidos entre la cabina y el ténder del carbón. Cuatro de ellos hacían turnos para palear carbón y mantener la vigilancia. Ham se quejó de que Monk hacía servir su herida como excusa para escurrir el bulto. Pero sólo lo decía en broma. Es que era incapaz de dejar de hostigar a su compinche.

    Al vagón de carga delantero, que en realidad era el de atrás, pues ahora el convoy iba en sentido inverso, le faltaban las luces de la cabecera, porque von Hessel se las había llevado consigo. Pero Long Tom se había hecho con un juego de baterías que había conseguido del almacén de suministros y había tendido una línea telefónica desde el vagón delantero hasta la cabina. El vigía que estaba en el vagón podía dar instrucciones y hacer advertencias a los de la máquina, aunque no pudiera ver más que unos pocos metros por delante debido a la espesa niebla. Doc había decidido no encender las luces. Podían dar aviso a los emboscados, si es que los había, allí afuera.

    Estaba desconsolado por haber tenido que dejar atrás a tantos POW. Eran aquellos que estaban demasiado enfermos o malheridos y no podían ser movidos.

    La condesa y sus criados, sin embargo, seguían en el vagón de pasaje. Alguno de los rusos del hospital, no estaban tan incapacitados como para no poder amenazar con matarla. Doc creyó que lo harían, si tenían la oportunidad. Aunque odiaba a la condesa —aquella que había sido una bellísima mujer y con la que una vez hizo el amor, acto del que se arrepentía con amargura—, no podía dejar que la asesinaran.

    El tren se movió al principio con lentitud; entonces Renny lo aceleró un poco cuando estimó que debían estar llegando cerca del puesto que estaba junto a la entrada. Rebasó sin incidentes el resplandor de las luces que sostenían los guardianes y volvió a quedar sumido en la oscuridad. Aunque podía haber una barricada más adelante, colocada por los alemanes, mantuvo la velocidad a unos sesenta y cinco kilómetros por hora durante unos minutos.

    La oscuridad perdió algo de su intensidad pero nunca llegó a ser algo más brillante que una luminosidad de un oscuro gris perlado. Aunque la niebla empezaba a desaparecer, la visibilidad era inferior a cinco o seis metros, como informó Deauville, que era el vigía situado en el vagón de carga que iba delante. El tren siguió su recorrido, ahora por un camino raso y recorrió bastantes kilómetros, antes de volver a encontrarse con una cuesta abajo. Renny disminuyó la velocidad hasta los treinta kilómetros por hora, lo cual aún era demasiado deprisa, si el vagón robado había sido abandonado sobre las vías.

    Un par de kilómetros más adelante, se volvieron a encontrar con una pendiente cuesta abajo. O bien el vagón de carga había descarrilado o había mantenido la inercia suficiente como para sobrepasar el nivel del recorrido y quizá llegar hasta el pueblo de Königssee.

    Renny volvió a reducir la velocidad, ahora a quince kilómetros por hora. Muy pronto estarían cerca del pueblo. Entonces se detendrían por completo. Hasta el momento no habían visto el vagón en el que había huido von Hessel. Si había llegado rodando hasta el pueblo, el barón debió haber tomado medidas para juntar una fuerza suficiente para volver a tomar el Campo. Pero puede que no encontrara un tren disponible para volver.

    Los fugitivos dejarían su tren y partirían en las direcciones que creyeran que eran las mejores. El grupo de Doc planeaba separarse de los otros. Esta era una de aquellas ocasiones en que la máxima “En la cantidad estriba la seguridad”, no aplicaba, por lo menos en cuanto se refiere a las grandes cantidades.

    Savage, que había permanecido silencioso durante bastante rato, empezó a hablar:

    —Muchachos, si alcanzamos las líneas italianas, podemos reunirnos cuando acabe la guerra. Ciertamente que todos estaremos ocupados durante un tiempo, mientras nos adaptamos a la vida civil y nos reincorporamos a nuestras propias ocupaciones y profesiones. Por mi parte, tengo unos cuantos años de facultad por delante, antes de convertirme, según confío, en un cirujano del cerebro. Pero dudo que convertirme en un cirujano e investigador médico, vaya a hacerme sentir feliz. Echaré en falta la excitación de la aventura, de la que últimamente hemos saboreado mucho más de la que hubiera bastado para la mayoría de las personas. Y me parece que vosotros sentís lo mismo que yo.
    —Lo que quiero sugeriros es que, una vez todos nosotros hayamos conseguido una buena cifra de dinero, o incluso antes, formemos un grupo. Nos estableceremos de forma que nos convirtamos en un Club de Aventureros, absolutamente exclusivo. Todos gozamos de valiosas capacidades para complementarnos los unos con los otros. Constituiremos un equipo fenomenal.
    —A mí me parece algo estupendo —opinó Monk.

    Los otros asintieron con gran entusiasmo.

    —¿Pero a qué te refieres cuando dices “Club de Aventureros”? — preguntó Monk — ¿Quieres decir que haremos expediciones a países desconocidos?
    —No, no exactamente. — dijo Doc — Quizá debería haberlo bautizado como “Club de los que intentan averiguar y resolver problemas”. O tal vez “Club de los Luchadores contra el Crimen”. Hay mucha gente perversa por el mundo. Las personas normales están indefensas ante ellos y lo mismo le ocurre a la policía. Podemos dedicarnos a luchar contra los delitos que sean verdaderamente grandes.
    —¿Como investigadores del Congreso? —preguntó Monk.

    Cuando acabaron las risas, Doc le aclaró:

    —Si es necesario, lo haremos. Pero yo estaba pensando en anunciar nuestros servicios. Como si se tratara de una agencia de detectives de gran categoría. Y seríamos muy exigentes a la hora de seleccionar los casos. Tan solo aquellos amenazados por excepcionales criminales o injusticias serían aceptados como clientes. No les cobraríamos nada y así podríamos escoger el caso que realmente nos pareciera más importante para dedicarle nuestro tiempo. Hay que tener en cuenta que también necesitaremos algo de nuestro tiempo, para seguir ganándonos la vida.
    —No es más que un proyecto. Pensad en ello. Tendréis mucho tiempo para hacerlo. Quizá no sea práctico. O a lo mejor os casáis y tenéis hijos y queréis dejarlo correr. Una cosa que aún no sé, es que si estás casado, podrás pertenecer al equipo. Parece duro pero la familia es lo primero.
    —Me gusta muchísimo —dijo Monk—. Yo...

    Renny, que era el único que estaba mirando hacia delante en aquel momento, gritó:

    —¡Por la vaca sagrada! ¡Al suelo todos!

    Oyeron el rechinar de las ruedas frenando sobre los rieles. El maquinista alemán debió ver su tren en el mismo momento en que Renny vio el débil foco de la otra locomotora. También aquella estaba circulando despacio a través de la niebla, con su campana y su silbato en silencio.

    Renny bloqueó su tren con los frenos, que fue lo único que tuvo tiempo de hacer antes del choque que ocurriría en pocos segundos.

    Los otros que estaban en la cabina, se habían dejado caer al suelo de cara, pero el impacto combinado de los dos trenes, cada uno de los cuales iba a unos treinta kilómetros por hora los hizo caer de golpe y hacia delante. Se fueron a estrellar violentamente, contra la pila de carbón que quedaba en el ténder. Renny intentó agarrarse a la palanca, pero fue lanzado fuera de su asiento, contra la mampara que tenía ante él.

    Oyeron un enorme estruendo en la parte delantera. Como descubrieron más tarde, fue debido al estrépito ocasionado por el choque del convoy alemán, cargado de soldados que venían a detener a los fugados, que llenaban los vagones de carga del tren robado. Muchos se golpearon al ir a parar sobre las vías y quedar amontonados como en un acordeón roto. La mayor parte de los que viajaban en los vagones o encima de sus techos, habían muerto o estaban tan gravemente heridos que no podían moverse.

    La tripulación alemana de la locomotora y los soldados que iban sobre ella, no habían quedado dañados gravemente, pero no serían capaces de ponerse en acción, al menos por unos minutos.

    Aunque Renny y los otros habían quedado aturdidos y magullados, recuperaron sus sentidos con prontitud. No se habían roto ningún hueso, aunque alguno, como comprobaron más tarde, había sufrido fisuras óseas. Se las arreglaron para salir de la locomotora e introducirse entre las brumas antes que los alemanes les detuvieran. Algunos se sumergieron en la niebla, buscando a Doc y a sus hombres. Pero la mayoría de los que no habían resultado heridos, estaban ocupados sacando a los heridos de entre los restos e intentando liberar a todos los que habían quedado atrapados en los vagones retorcidos y estrujados. Los gritos y lamentos de los que estaban gravemente heridos, estremecían el corazón. Pero los seis hombres no podían quedarse para ayudarles. Sabían que los fusilarían si los detenían.

    Un mes después, llegaron a las líneas italianas. La historia de cómo se las arreglaron para atravesar las montañas, mientras centenares de hombres les buscaban y cómo pudieron evitar morir de hambre, constituye una saga que no tiene que ver con esta historia.

    Transcurrió mucho tiempo antes que Doc tuviera noticias de la condesa y el barón. La condesa no fue asesinada cuando ocurrió el choque de trenes, aunque sufrió una fractura de columna, lo que le provocó una parálisis de cintura para abajo.

    Von Hessel había conseguido llegar al pueblo y reclutar soldados suficientes para cargar el tren y volver al Campo Loki. No sufrió heridas importantes en la colisión. Poco después, según informaciones del Servicio Secreto que recibió Doc, el barón desapareció. Pero tanto las fuerzas aliadas como las propias de los alemanes, le estaban buscando. Qué era exactamente lo que la propia gente del barón tenía en su contra, es algo que los aliados no consiguieron averiguar, durante mucho tiempo.

    Pero Clark Savage estaba seguro que volvería a saber del barón. Y también de la condesa. Ambos tenían buenas razones para odiarle.


    FIN

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    ■ Marca Estilos a Suprimir-Aleatoria-Ordenada

                     1 2 3 4 5 6 7
                     8 9 B O C1 C2 C3



                   
    Si deseas identificar el ESTILO a copiar y
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    LOS CAMBIOS) y presiona COPIAR.


                   
    El estilo se copiará al estilo 9
    del usuario ingresado.

         
  •          ---------------------------------------------
  •      
  •          ---------------------------------------------















  •          ● Aplicados:
    1 -
    2 -
    3 -
    4 -
    5 -
    6 -
    7 -
    8 -
    9 -
    Bás -

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:

             ● Aplicados:
    LY -
    LL -
    P1 -
    P2 -
    P3 -
    P4 -
    P5 -
    P6

             ● Aplicados:
    P7 -
    P8 -
    P9 -
    P10 -
    P11 -
    P12 -
    P13

             ● Aplicados:
    P14 -
    P15 -
    P16






























              --ESTILOS A PROTEGER o DESPROTEGER--
           1 2 3 4 5 6 7 8 9
           Básico Categ 1 Categ 2 Categ 3
           Posts LY LL P1 P2
           P3 P4 P5 P6 P7
           P8 P9 P10 P11 P12
           P13 P14 P15 P16
           Proteger Todos        Desproteger Todos
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      - ENTRE LINEAS - TODO EL TEXTO -
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - 6 - Normal
      - ENTRE ITEMS - ESTILO LISTA -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE CONVERSACIONES - CONVS.1 Y 2 -
      1 - 2 - Normal
      - ENTRE LINEAS - BLOCKQUOTE -
      1 - 2 - Normal


      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Original - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
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      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar



              TEXTO DEL BLOCKQUOTE
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

              FORMA DEL BLOCKQUOTE

      Primero debes darle color al fondo
      1 - 2 - 3 - 4 - 5 - Normal
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2
      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar -



      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 -
      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar
      - TITULO
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3
      - Quitar

      - TODO EL SIDEBAR
      - DERECHA - 1 - 2
      - IZQUIERDA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO - NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO - BLANCO - 1 - 2
      - Quitar

                 ● Cambiar en forma ordenada
     √

                 ● Cambiar en forma aleatoria
     √

     √

                 ● Eliminar Selección de imágenes

                 ● Desactivar Cambio automático
     √

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2

      - BLUR NEGRO - 1 - 2
      - BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar

      - DERECHA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - DERECHA BLANCA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA NEGRA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA BLANCA - 1 - 2 - 3

      BLUR NEGRO - 1 - 2
      BLUR BLANCO - 1 - 2

      - Quitar




      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - Quitar -





      - DERECHA - 1 - 2 - 3
      - IZQUIERDA - 1 - 2 - 3

      - BLUR NEGRO - 1 - 2 - 3
      - BLUR BLANCO - 1 - 2 - 3

      - BLUR INTERNO NEGRO - 1 - 2
      - BLUR INTERNO BLANCO - 1 - 2

      - Quitar - Original



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    Bloques a cambiar color
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