Publicado en
junio 10, 2012

Un empleo de verano puede ser una simple señal en el camino hacia la madurez... o una experiencia inolvidable.
Por Michael DorrisPARA MUCHOS adolescentes, los empleos de verano forman parte de un rito de transición; son un bamboleante puente tendido entre la infancia y la madurez. Durante las vacaciones de verano experimentamos por primera vez la satisfacción del trabajo que se traduce en dinero contante y sonante, y recibimos la oportunidad de llevar nuestra parte de la carga.
Cuando yo era joven, me ponía a leer cuidadosamente los anuncios clasificados en cuanto los días se volvían calurosos, y una vez que el semestre de clases terminaba, me sentía listo para marcar una tarjeta en el reloj registrador.El verano en que cumplí 18 años, conseguí un empleo en la oficina de correos. Usar uniforme y tener un rango en el gobierno me parecía de lo más sofisticado. Me sentía halagado de que se me confiara una bolsa de cuero llena de correspondencia importante.Al final de mi primer año de universidad, ocupé un puesto como coordinador de programas para jóvenes en la reserva indígena de Montana a la que pertenecía. Los "jóvenes" eran 10 o 12 chicos malhumorados, la mayoría primos míos, que no tenían el menor interés en el programa que había preparado para ellos. Fue un verano muy largo.Algún tiempo después, un mes de enero, un tal Monsieur Dupont anunció en el tablero de la bolsa de trabajo universitaria que entrevistaría a aspirantes a ocupar puestos de cajero en un banco francés. Los solicitantes aprobados, que debían dominar el francés, recibirían un buen sueldo durante tres meses y alojamiento gratuito en un apartamento de París. Me apresuré a concertar una cita y luego me dirigí al laboratorio de idiomas.Lo único que oí decir en francés durante la entrevista fue la pregunta inicial del señor Dupont: "Bon jour, ca va?", tras de lo cual me empezó a hablar en inglés de las ventajosas condiciones de un viaje redondo en avión fletado, de las que yo disfrutaría si aceptaba el empleo. Firmé el contrato en el acto.Llegué a París con 50 dólares en el bolsillo, pero, ¿por qué había de preocuparme el dinero si no tardaría en empezar a ganarlo? Sin embargo, nadie en esa ciudad había oído hablar de Monsieur Dupont. Vaya, vaya.Lo primero que hice fue examinar mis opciones. No tenía ninguna. Luego revisé un directorio de hoteles de París y me dirigí al más barato: el Hotel Villedo, que cobraba diez dólares por noche. Cuando desperté a la mañana siguiente, escuché el tañido de las campanas de la iglesia; el cielo se veía esplendoroso y yo me sentí renovado. No iba a permitir que un contratiempo sin importancia estropeara mi aventura.Entré al primer banco que vi y pedí hablar con el director. El hombre, sorprendido, escuchó mi triste historia. Por algún motivo —no sé si fue asombro o lástima—, me contrató como verificador de transacciones en moneda extranjera con un sueldo de 1.27 dólares por hora, e incluso me consiguió alojamiento en un dormitorio escolar.Todos los días hábiles de la semana, de 8 de la mañana a 5 de la tarde, me sentaba en un cubículo sin ventanas con seis personas impecablemente vestidas, que hacían y verificaban las mismas sumas y restas. Nuestros intercambios verbales eran lacónicos, muy profesionales, sin atisbos de camaradería. Monsieur Saint era el jefe nominal, pero quien llevaba la batuta era la estricta Mademoiselle; ella supervisaba cada una de nuestras columnas de cifras, y meneaba la cabeza con resignación al ver mis garabatos.Seis semanas más tarde, durante un descanso para tomar café, Monsieur Saint me preguntó por qué no seguía el ejemplo de otros estudiantes extranjeros que había conocido, y salía temprano de la oficina para pasar la tarde recorriendo París.—Porque eso cuesta dinero —respondí en mi vacilante francés.El hombre asintió con seriedad y no dijo nada más. Pero el viernes siguiente me entregó un sobre blanco junto con el cheque de mi pago.—No abra esto hasta que haya salido de la Société Générale —me dijo ominosamente.Pensé que me habían despedido por la ocasión en que confundí coronas con florines, así que, una vez en la calle, hice acopio de entereza para leer lo peor."Estimado señor", traduje el documento perfectamente manuscrito. "No es justo que esté usted en nuestra bella ciudad y no la conozca. Por tanto, hemos reunido una suma modesta para pagarle el costo de un programa vespertino de dos semanas en la Alianza Francesa. Su sueldo no sufrirá modificación alguna, pero tendrá el deber de presentarse cada mañana en esta oficina y describirnos los sitios que haya visitado. Nosotros los veremos de nuevo a través de sus ojos".Treinta personas firmaban la carta, desde el director hasta el conserje. Dentro del sobre había un fajo de billetes de varias denominaciones.Regresé corriendo a la oficina. Monsieur Saint y Mademoíselle me estaban esperando, y aceptaron mis muestras de gratitud con sus educadas sonrisas y firmes apretones de manos. Pero ya se habían quitado la máscara de cortés indiferencia y, desde ese momento hasta el día en que volví a casa, en septiembre, toda nuestra sucursal estuvo llena de objetos de recuerdo que yo traía de mis expediciones a los puntos de interés de la Ciudad Luz.Todos me ofrecieron consejos, me recomendaron sitios que visitar, me dieron explicaciones que complementaban mis observaciones. París pasó por los muros de granito del banco tan dulcemente como una suave brisa de junio a través de una ventana. Hasta la fecha, cuando oigo hablar francés, cuando veo una fotografía de la basílica del Sagrado Corazón o del museo de Lovre, e incluso cuando recibo mi estado de cuenta bancario mensual, me viene a la mente el mejor de todos mis veranos.CONDENSADO DE "PAPER TRAIL", © 1994 POR MICHAEL DORRIS. PUBLICADO POR HARPERCOLLINS PUBLISHERS, INC , DE NUEVA YORK