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junio 24, 2012
Una vida por delante— Lena Katz Grossman, modista de mucho éxito, esperaba con ansia a su primer hijo."¿Crees que el médico se haya equivocado?", me preguntó mi esposa.
Por Edward GrossmanNUESTRA BREVE estancia en París fue muy productiva. Las creaciones de mi esposa, Lena, destacada modista israelí, cautivaron a los compradores de las Galerías Lafayette. Luego la acompañé a una boutique, donde se compró varios vestidos de maternidad muy elegantes.
Antes de salir de Jerusalén, donde vivíamos, Lena, que tenía entonces 36 años de edad y seis meses de embarazo, había recibido autorización de su obstetra para viajar al extranjero. Aun así, su aspecto me tenía intranquilo. Durante los tres días que pasamos en París aumentó mucho de peso, y tenía los tobillos muy hinchados.Yo recordaba haber leído que una de las más graves complicaciones del embarazo es la preeclampsia o toxemia gravídica, trastorno de origen desconocido que, si no se atiende, puede causar graves lesiones e incluso la muerte al feto, a la madre o a ambos. Es de vital importancia diagnosticarlo a tiempo. Por eso me aprendí de memoria cuáles son sus primeros síntomas: aumento anormal de la presión arterial, presencia de proteínas en la orina, incremento rápido de peso e hinchazón de los pies, las manos o la cara por retención de líquido.De París fuimos en avión a Nueva York. Llegamos la tarde del domingo 2 de noviembre de 1986, con la idea de quedarnos dos semanas. Ya en el hotel, llamé por teléfono a mi padre, que es neurólogo, y él acudió a los 40 minutos. Respondiendo a sus preguntas, Lena dijo que se sentía cansada, quizá porque tenía la presión arterial normalmente baja, y porque estaba reteniendo líquido, sobre todo en las piernas.—¿Crees que sea preeclampsia? —le pregunté a mi padre.—No lo sé —contestó—. Hay que hacer cita con un obstetra.Escogimos al doctor Howard Berk, obstetra certificado de 56 años que había atendido el parto de mi hermana en el Centro Médico Beth Israel, no lejos de allí.DICTAMEN IRRESPONSABLE
El martes, a las 3 de la tarde, fuimos los tres al consultorio de Berk. Lena entró en un cuarto de exploración y salió a los 15 minutos. Mientras la acompañábamos hacia el despacho del médico, mi padre le preguntó cómo le había ido en el examen.
—El doctor Berk me hizo preguntas sobre lo que he comido últimamente —respondió.—¿Nada más?—La enfermera que tomó la muestra de orina dijo que estaba turbia.En ese momento entramos en el consultorio.—¿Qué opina sobre la orina? —le preguntó mi padre a Berk.—Que está transparente.(El análisis hecho en el consultorio no reveló nada anormal, pero después otro laboratorio detectó proteínas en la misma muestra.)—¿Y la presión arterial?—Es normal.Más tarde mi padre testificaría que había informado a Berk de la presión arterial habitualmente baja de Lena (sistólica de 90 mm Hg y diastólica de 60, mientras que el obstetra, al tomársela, registró valores mucho más altos: 130/78). Sin embargo, Berk declaró que no tenía ningún conocimiento de la presión arterial normal de Lena, dato que habría sido decisivo para emitir su dictamen.—No me proporcionaron ningún resultado —agregó.En la consulta, el médico dijo que no había motivo para inquietarse. En su opinión, los síntomas de Lena eran consecuencia del largo viaje en avión y el consiguiente cambio de horario, así como de haber comido alimentos demasiado grasosos en París.—Lo principal es que usted se encuentra sana —concluyó—. No hay nada de qué preocuparse. Puede seguir trabajando.En ningún momento mencionó la preeclampsia. A todas luces la había descartado.POCOS MESES antes, el Congreso estadounidense había discutido el problema de la negligencia médica y el descuido de los consejos estatales que otorgan las licencias para el ejercicio de la profesión. De esta discusión surgió la Ley de Mejoramiento de la Atención de la Salud, que disponía la creación del Banco Nacional de Datos de Médicos. Cada vez que se revocan o restringen la licencia o las facultades de un profesional de la medicina, y que una aseguradora paga para suspender un juicio por negligencia médica, el hecho se hace constar en el banco de datos.Sin embargo, la Asociación Estadounidense de Medicina (AEM) se opuso a que el público tuviese libre acceso al banco porque, en su opinión, eso podría favorecer el hermetismo en el gremio y perjudicar a excelentes médicos cuyo único motivo para pagar por la suspensión de un proceso por negligencia era evitarse un costoso litigio. En otras palabras, sería más conveniente para el público desconocer los nombres que figuraban en el banco.Para obtener la aceptación de la AEM, el Congreso estadounidense accedió a no hacer público el registro. Quien violara esta disposición se haría acreedor a una cuantiosa multa. La ley fue promulgada el 14 de noviembre de 1986 por el presidente Ronald Reagan.EL CASO MAS GRAVE
El miércoles 5 de noviembre, Lena regresó al hotel al final de la jornada con la cara y las manos hinchadas.
El jueves fue por el estilo. Cuando volvió al hotel, con el rostro pálido, el bebé estaba dándole fuertes patadas en el vientre.—La vida no es un paseo por el campo, ¿eh? —le dije, citando un refrán que ella me había enseñado del ruso, su lengua materna.Ella sonrió y me preguntó:—¿Crees que el médico se haya equivocado?—No.Por la noche Lena no pudo conciliar el sueño.—Me duele el estómago —dijo.Yo me quedé dormido. Cuando desperté, una hora después, mi mujer estaba sentada en la cama. El dolor había empeorado.—Me apena darte tantas molestias —me dijo.A las 2:30 de la mañana la llevé a la sala de urgencias del Hospital Lenox Hill. Nos recibió la residente de obstetricia, una mujer rusa. Lena le dijo que tal vez hubiese comido demasiadas calabacitas con yogur. Al ver lo hinchados que tenía los tobillos, la médica le tomó la presión arterial y en seguida me llamó aparte.—Su esposa tiene preeclampsia —me dijo—. Es el caso más grave que he visto en mi vida.—¡ No es posible! —repliqué—. El médico descartó la preeclampsia hace dos días y dijo que mi esposa se encontraba perfectamente.—Tiene una presión arterial de 220/120. Voy a darle sulfato de magnesio para evitar un ataque convulsivo y un fármaco para bajarle la presión.Con ayuda de una enfermera, empezó a administrarle suero y medicamentos por vía intravenosa. Yo la tomé de la mano y me puse a hablarle, sin apartar la mirada de los números del monitor de la presión arterial.A medida que disminuía la presión, Lena fue entrando en un estado de confusión e insensibilidad. La doctora le tomó la mano derecha y le dijo:—Lena, apriéteme la mano. —Al ver que la paciente no reaccionaba, le repitió en ruso—: Lenoshka, apriéteme la mano.La enferma sonrió y dijo algunas palabras en ruso, pero no pudo hacer lo que le pedía la obstetra. Cuando ésta le arañó las plantas con la punta de unas tijeras, el pie derecho no se movió ni un ápice. La doctora volvió a llamarme aparte.—Ha sufrido una apoplejía, ¿no es cierto? —le pregunté.—Es posible.Cuando, a las 4 de la mañana, me permitieron entrar otra vez en el cuarto, Lena estaba respirando a través de una mascarilla de plástico. Los médicos anunciaron que debían practicarle una cesárea de urgencia. Llamé por teléfono a mi padre y a mi hermana para citarlos en el hospital. La mañana del 7 de noviembre, una enfermera nos comunicó que mi hijo había nacido y que Lena estaba por ser trasladada a la sala de recuperación.Dia de celebración- Lena y Edward en Nueva York en 1986, poco después de casarse.¿HAY ESPERANZA?
Dos horas después fui a verla a la unidad de terapia intensiva. Tenía buen aspecto y le había vuelto el color a la cara, pero el pulmón artificial era prueba de que no estaba allí por un dolor de estómago causado por comer demasiadas calabacitas. El dolor había sido consecuencia de una inflamación del saco que envuelve el hígado. A continuación había sufrido una hemorragia cerebral masiva que la dejó en estado vegetativo, prácticamente como si hubiera muerto.
Desolado, fui a ver al niño a la unidad de terapia intensiva neonatal, y luego mi padre me llevó a su apartamento. ¡Qué extraño me resultó ver la ciudad tan bulliciosa como siempre, llena de paseantes, mendigos y gente que se divertía!A los pocos días llevé a Malka, la madre de Lena, que vino de Tel Aviv, al cuarto donde su única hija yacía como dormida.—¿Hay esperanza? —preguntó con voz afligida.—Tal vez —mentí.—Los médicos y los hospitales de este país son los mejores del mundo —agregó.La cara se le iluminó cuando la llevé a ver a su nieto. Mientras contemplábamos aquel niño, el más pequeño de los prematuros, el único cuya madre agonizaba en el piso de arriba, noté que la enfermera que lo cuidaba estaba llorando. Se disculpó con nosotros, pero no pudo dejar de llorar.El 13 de noviembre le desconectaron a Lena el pulmón artificial. Al día siguiente, Malka volvió en avión a Israel con el cuerpo de su hija. Yo me quedé en Nueva York, pendiente del bebé.Mis visitas a la unidad de terapia intensiva neonatal eran cada vez más dolorosas, pues en el curso de unas cuantas semanas tuvieron que someter al recién nacido a varias operaciones. A pesar de todo, era demasiado pequeño para vivir. Murió a los 30 días de nacido, y lo enterramos al lado de Lena.HALLAZGO DESCONSOLADOR
Durante casi dos años lloré no sólo por Lena y por nuestro hijo, sino también por el doctor Berk, que hasta la fecha no me ha expresado la menor señal de aflicción ni arrepentimiento. A fin de no enloquecer, me aferré a la idea de que él no era culpable de nada.
Sin embargo, una vez transcurrido ese tiempo se me empezaron a aclarar los pensamientos. Fui a la biblioteca a consultar textos de ginecología y averigüé que la preeclampsia se presenta en siete por ciento de los embarazos. Cuando Lena acudió al doctor Berk, presentaba varios síntomas reveladores de la enfermedad.Me atormentaba no saber qué hacer. El sistema judicial estadounidense podía proporcionarme una indemnización monetaria, lo cual me parecía repugnante. Sin embargo, no hacer nada me convertía en cómplice callado de negligencia homicida.Me puse en contacto con mi abogado y lo dejé hacer su trabajo. Las declaraciones, testimonios, mociones, audiencias y demoras duraron años. Berk sostenía que no había hecho nada malo. En su opinión, el estado de Lena cuando, se presentó en su consultorio no constituía una urgencia médica.En 1992 decidí preguntar a Lexis, un servicio jurídico computarizado, si había otras demandas en contra del doctor Berk. El resultado me impresionó: Howard Berk había sido demandado por negligencia en ocho ocasiones, cuatro de ellas antes de que Lena y yo acudiéramos a él. (Después me enteré de otras dos demandas anteriores a nuestra visita.) Se le imputaban desde abortos, partos y operaciones mal practicados hasta casos de cáncer no diagnosticados. Si hubiéramos conocido esos antecedentes, por ningún motivo habríamos recurrido a él.Cuando, a principios de 1996, el juez estaba por fijar la fecha del juicio, Berk accedió a pagar una indemnización para suspenderlo. A cambio del dinero, yo debía desistir de la demanda y guardar el asunto en secreto. (A esas alturas Berk ya tenía 12 demandas en su contra, y había pagado para suspender siete de los procesos correspondientes. En una encuesta efectuada por el Colegio Estadounidense de Obstetras y Ginecólogos entre sus miembros, un ginecoobstetra neoyorquino tiene, en promedio, tres demandas por negligencia en su contra, y en la mitad de los casos paga una indemnización para suspender el juicio correspondiente.)Antes muerto que callarme, le dije a mi abogado. Una semana después, la defensa aceptó un arreglo por el cual yo podía publicarlo todo, menos la suma recibida. Yo también acepté, con miras a contar un día esta triste historia.© 1998 POR EDWARD GROSSMAN, CONDENSADO DE WORTH (DICIEMBRE-ENERO DE 1998), DE NUEVA YORK.