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mayo 13, 2012
Por Penny PorterUNA MADRUGADA me desperté sobresaltada al escuchar un grito sobrenatural, como los sollozos de un millar de demonios. En el apartado rancho ganadero de Arizona donde vivo, abundan los ruidos nocturnos: el ulular del búho real, el gruñido del lince y el chillido de los murciélagos que se empeñan en ganarle la carrera al alba. Pero nada más espeluznante que esta aterradora e inconfundible estridencia que se oía bajo mi ventana. ¡Coyotes!
"Es un animal salvaje que no puede valerse por sí mismo", dijo mi marido. "No debemos intervenir". Pero las niñas y yo pensábamos distinto.El coyote emite varios sonidos diferentes, que van desde un agudo gañido hasta un aullido grave y escalofriante. Un par de estos cánidos suenan como una manada, y cuando las voces de cuatro retumban contra las montañas y los acantilados, se produce una sinfonía discordante.Los coyotes representan una amenaza para los animales de granja, así que nos considerábamos afortunados de no verlos muy a menudo.Mientras me incorporaba en la cama, la infernal estridencia alcanzó un crescendo que me taladró los oídos, y luego cesó. Me asomé por la ventana, esperando ver el suelo cubierto de animales muertos. Pero lo único que había eran mechones de pelo de conejo, esparcidos como vilano de diente de león.Desvié entonces la vista para posarla en Bill, montado en su tractor azul a más de un kilómetro de distancia. Los faros delanteros de su vehículo seguían encendidos, y la niebla del amanecer reptaba sobre los campos de fragante alfalfa. El día anterior Bill había engrasado y afilado las relucientes hojas de la agavilladora, una enorme segadora que, arrastrada por el tractor, servía para cortar la paja.Me olvidé por completo del coyote mientras preparaba el desayuno a Becky y Jaymee, de 12 y 9 años, que habían salido a alimentar a sus becerros y conejos antes de marcharse a la escuela. De pronto Jaymee irrumpió en la cocina.—¡Mamá! —gritó—. ¡Papá acaba de matar un coyote en el campo! ¡Lo vi volar por los aires!BILL NO TENÍA paciencia con los animales que se cruzaban en su camino cuando segaba. En cada pasada, el tractor dejaba hileras de paja muy rectas o montones equidistantes. Pero desde que Becky y Jaymee encontraron un pato muerto dentro de uno de los montones, no le habían dado sosiego a su padre. Cada vez que él se disponía a cortar el heno, las niñas comenzaban con su retahíla de advertencias. "Ten cuidado con los nidos de codorniz, papá", le decía Becky, "y con los gatos y sus gatitos". "Y también hay conejitos por allí", añadía Jaymee."Pero se están comiendo la mitad de la cosecha", replicaba Bill. "Estoy tratando de cultivar buen forraje para nuestro ganado, no hacerle de niñera a los pájaros y a los conejos". Y siguió cortando impecables hileras.Por fortuna, el pato había sido la única víctima... hasta ese día.Cuando Bill entró a desayunar, colgó su sombrero manchado de sudor en el perchero y se dejó caer en una silla, junto a la estufa de leña.—Me parece que arrollé a un coyote —dijo.—Lo sé. Jaymee me lo contó.Me di cuenta de su disgusto.—Desde hace varios días había visto un coyote hembra observándome desde la orilla del sembradío. Era una criatura de aspecto lastimoso; flaca y enferma. No parecía asustada en lo más mínimo, y ahora le sucede esto. —Hizo una pausa—. Debió de arrastrarse para ir a morir en algún otro sitio del campo.—¿Cómo sabes que era hembra?—Estaba panzona —contestó—. Preñada.Me estremecí.—Tal vez sólo te pareció que la habías matado.Bill me miró con dureza.—Está muerta —dijo—. Ahora únicamente nos resta esperar a que lleguen los buitres.Pero no aparecieron. Tal vez el coyote seguía vivo en algún lugar, sufriendo. No podía apartar el asunto de mi mente.EL VERANO dio paso al otoño, y el recuerdo del coyote se fue borrando. Llegó el invierno. El hambre hizo presa de los animales salvajes que habitaban el desierto circundante. En su búsqueda de alimento, se acercaban a nuestros anexos.Los helados vientos de enero nos obligaron a instalar lámparas caloríferas en el gallinero y a abrigar a los caballos con mantas. Fue entonces cuando regresó el coyote. Era medianoche cuando oí los primeros aullidos diabólicos cerca de la jaula de las gallinas. Me vestí a toda prisa y corrí afuera. Allí, alumbrado por la luz de mi linterna, se hallaba un viejo coyote con tres patas. Le faltaba la extremidad trasera izquierda desde la rodilla.Así que el tractor de Bill sólo le arrancó la pata, pensé. Pero, ¿cómo sobrevivió? ¿Podrá cazar conejos todavía? Era una criatura patética, esquelética y zarrapastrosa. La cola, que alguna vez fue espesa, se le veía sucia y desgreñada. No manifestaba temor ni sorpresa; sólo abatimiento. Seguramente era el mismo coyote hembra que se había atravesado en el camino de mi esposo.¿Y sus cachorros?, me pregunté. Dadas las circunstancias, quizá sólo habían sobrevivido uno o dos y, de ser así, la madre ya los habría destetado. Eché un vistazo alrededor, pero no vi ningún otro animal.Unas enormes orejas remataban la delicada e inteligente cara del coyote. Sus ojos ambarinos, al parecer velados con cataratas azules, brillaban como minúsculos mecheros de gas en la oscuridad. Pobrecita, pensé. Por eso la atropelló Bill ¿Podrá ver algo?Como si respondiera a mi pregunta, abrió los labios y le pude ver los blancos colmillos. Supe entonces que elanimal me veía, y que estaba reaccionando como cualquier madre que protege a sus pequeños. Quizá sí andaba un cachorro cerca.Nos miramos las dos sin movernos, hasta que poco a poco tuve la certeza de que ella había dejado de percibirme como una amenaza. Apagué la linterna para que el animal pudiera escabullirse, sin ser visto, hacia las sombras de aquella noche iluminada por la luna.De pronto entendí todo el alcance de la tragedia que le había ocurrido. Poco importaba que fuera una depredadora; se estaba muriendo de hambre. Su dieta natural consistía en aves, roedores, conejos e insectos. Pero yo había oído decir que a los coyotes también les gusta la fruta. Tal vez acepte alimento para perro con algunas rodajas de manzana.Claro que me pregunté qué pensaría Duke de todo esto. Duke era nuestro tímido mastín, de alrededor de 95 kilos de peso, que comía y dormía en el porche del frente, apenas a un metro del sitio donde este mismo coyote había matado un conejo hacía tantos meses. En ocasiones, Duke permitía a los gatos de la granja devorar sus sobras, pero yo ignoraba cómo reaccionaría si un animal salvaje comiera de su tazón. Me propuse averiguarlo, y preparé el primer plato.Poco después oí ruidos extraños en el porche. Al asomarme, vi al animal salvaje y al doméstico, ambos con el pelaje erizado, las colas tiesas, agazapados en lados opuestos del tazón. El coyote, con las orejas echadas hacia atrás y casi tocando el suelo con el vientre, ladraba y gruñía mientras Duke temblaba y gimoteaba. Finalmente, el perro se echó al suelo, dejó caer su enorme cabeza entre las patas y se puso a gemir, mientras el coyote se arrastró hasta el tazón y metió en él el hocico.Cuando se lo conté a Bill, sacudió la cabeza.—No debemos intervenir —opinó—. Se trata de un animal salvaje que no puede valerse por sí mismo. Deberíamos poner fin a sus desdichas, o al menos dejar que la naturaleza siga su curso.—Ha sobrevivido todo este tiempo —repliqué—. Si es cierto lo de la supervivencia de los más aptos, quizá ella pertenezca a esta categoría. No hacemos más que ayudarle un poco.El coyote apareció varias veces durante los tres meses siguientes. Y mientras comía del tazón de Duke, yo siempre escuchaba un lastimero aullido proveniente de las estériles llanuras del norte. ¿Sería un cachorro que la llamaba? ¿O quizá el padre del cachorro? Los coyotes suelen aparearse de por vida, y casi me partía el corazón el tono suplicante del lamento.Ocho semanas después de que el animal comenzó a alimentarse del tazón de Duke, advertí que su pelaje de color gris plata adquiría matices rojo castaño y negro, y que estaba engordando un poco.—Nuestro coyote se ve ahora mucho más saludable —dije una mañana a las niñas—. Creo que se va a reponer.—¿Lo prometes? —me preguntó Becky.—Lo prometo —respondí, cruzando los dedos.Jaymee, a quien le gustaba bautizar a todas las criaturas vivientes del rancho, me sonrió.—Perfecto —terció—. Llamémosla Promesa.ABRIL, cálido e inusitadamente húmedo, trajo consigo nubes de escarabajos, polillas y moscas, que se adherían a la alambrera de la puerta como lapas. Cuando empezaron a colarse al interior de la casa, Bill instaló una lámpara contra insectos. Al chocar éstos contra la malla eléctrica, chisporroteaban y caían al suelo de concreto, formando humeantes montones. Los gatos de la granja llegaban en tropel a devorarlos.Una noche, antes de servir una ración adicional de alimento para Promesa, volví a oír los familiares gañidos. Nos asomamos todos por la ventana de la sala y vimos al coyote atrapar ansiosamente en el aire a los achicharrados insectos.—Apuesto a que le gustan más cocidos que crudos —murmuró Jaymee.Bill la miró por encima del periódico. Sus ojos risueños eran el mejor indicio de su creciente interés por el indoblegable animal. Pocos días después compró un libro en el que se relataba que, en épocas de sequía y hambruna, el adaptable coyote sobrevive a las demás criaturas gracias a que huele el agua que hay bajo la superficie de la tierra y escarba para llegar a ella. Una vez saciada su sed, el coyote se abalanza sobre aves y animales más pequeños que se acercan a beber.Promesa apareció sólo una noche más después de aquello, y me percaté de que estaba preñada otra vez. Para entonces tenía el pelaje saludable y la cola magníficamente tupida.Por el libro de Bill supe que Promesa, por estar preñada, debía de ser la hembra principal de la manada, la única que tenía actividad reproductora. En la última etapa de la gestación, el coyote hembra se oculta en su guarida, donde la alimentan su compañero y otros miembros del grupo, pero sólo hasta que desteta a los cachorros. Después de eso, Promesa tendría que arreglárselas sola.Al poco tiempo percibí un cambio en Bill. Todo comenzó un día en que dejó sin cortar una mancha de alfalfa.—Otro pato despistado hizo ahí su nido —masculló.Una semana después, una liebre se sentó en la alfalfa y lo desafió. Así que, una vez más, las hileras rectas de Bill se doblaron en ángulo.Finalmente, un tórrido día de agosto, Bill se llevó una sorpresa aun mayor cuando estaba haciendo los atados. En los linderos del campo apareció un coyote de tres patas, con un cachorro. Promesa se acercó cojeando al tractor, sin mostrar el menor miedo.Mientras Bill los observaba, el cachorro empezó a cazar los ratones que habían quedado al descubierto por la acción de las hojas giratorias de la agavilladora. En cuanto el joven coyote se comió varios, Promesa lo cogió por la nuca y lo lanzó al suelo, obligándolo a soltar el ratón que llevaba en la boca. Esta vez ella devoró la presa. Madre e hijo se echaron cerca de los límites del sembradío; Bill no salía de su asombro.—¿Y se durmieron, papá? —preguntó Becky esa noche, cuando Bill nos relató el episodio.—No de inmediato —respondió—. Por lo menos, no el cachorro. —La voz se le suavizó cuando habló de los coyotes—. Le mordisqueó la nariz y las orejas a la madre durante un rato, pero finalmente se acurrucó a su lado. Ella se veía profundamente satisfecha, igual que mamá cuando ustedes se quedaban dormidas de pequeñas.Bill me miró y sonrió.Al acercarse el invierno, nos preguntamos qué iba a ser de nuestro coyote lisiado, pues seguramente ya había destetado a su hijo y el grupo familiar no la ayudaba. ¿Acudiría de nuevo a nosotros?Todas las noches servía yo una ración adicional en el tazón de Duke. Por la mañana, aparecía intacta. Pero los distantes aullidos y ladridos se oían con más frecuencia que en el pasado. ¿Era Promesa? ¿Sus cachorros? ¿Su manada?Transcurrieron los meses, y llegó de nuevo la temporada de cosechar la alfalfa. Las hileras de Bill se volvían cada vez más zigzagueantes. Cuando le mencioné las manchas verdes diseminadas y salpicadas de capullos de color lavanda, mi esposo gruñó:—Tuve que esquivar un nido de codorniz y dos malditos conejos.Pero el destello de sus ojos me dio a entender que no le importaba desviarse de tanto en tanto.Casi a finales de abril, un coyote corrió junto al tractor, a unos centímetros de las filosas aspas. Era una hembra joven, saludable y preñada.—Me siguió durante más de una hora —nos contó Bill—. No me tenía el más mínimo miedo. Y cazaba ratones como una profesional.¿Una profesional? ¿Sería otro de los cachorros de Promesa, al que yo nunca había visto? Quizá había presenciado, desde su encondrijo cerca del gallinero, mi primer encuentro con Promesa. Y el verano siguiente, tal vez,había observado a su madre y a su hermano menor cazar ratones en nuestros campos.Esa noche oí el aullido de un coyote, y recordé los ambarinos ojos de Promesa velados por una nube azul, su carita triste y los blancos colmillos. Acabé de entender lo fuerte y valiente que era en verdad nuestro coyote de tres patas. Pese a sus tremendas desventajas físicas, la amenaza de la naturaleza y del hombre, había criado a sus cachorros.—Supongo que tenías razón —me dijo Bill, sonriendo—. Realmente son indoblegables.Asentí, devolviéndole la sonrisa. Promesa nos había enseñado varias cosas sobre la adversidad, la perseverancia y el valor de una mano amiga. Con razón los coyotes tienen tantos motivos para cantar.Y si somos capaces de recordar esas lecciones, también los tendremos nosotros.