EN LAS ENTRAÑAS DE UN FRAUDE MILLONARIO
Publicado en
mayo 20, 2012

Era, a todas luces, una estafa. ¿Por qué entonces nadie había tomado cartas en el asunto?
Por Peter MichelmoreDESDE EL MOMENTO en que vio el memorando del banco, Albert Meyer tuvo un presentimiento. Era una mañana de agosto de 1993 y Meyer, profesor de contabilidad de la Universidad Spring Arbor (pequeña institución cristiana de Michigan), estaba trabajando en la administración de la escuela, de la que también era contador. Sobre su escritorio había un estado de cuenta bancario del mes anterior.
El memorando adjunto hacía notar la transferencia de 294.000 dólares de la cuenta de la escuela a una fundación llamada Herencia de Valores. Para una institución cuyo ingreso anual por donativos era de sólo 5,5 millones de dólares, dicha suma parecía excesiva.Meyer, de 44 años, no encontró ningún registro de Herencia de Valores en el Directorio Nacional de Fundaciones. Una mujer que se ocupaba de recaudar fondos para la escuela le explicó:—Herencia de Valores es una pequeña fundación de Nueva York que nos sirve de intermediaria. Nuestro dinero se ha transferido a la Fundación para la Filantropía de la Nueva Era, la cual ha prometido aportar otro tanto.Hasta donde ella sabía, la fundación Nueva Era, con sede en Radnor, Pensilvania, repartía dinero de benefactores anónimos. Si una institución no lucrativa reunía cierta cantidad en donativos, como era el caso de la Universidad Spring Arbor, los benefactores se comprometían a aportar una suma igual.—Ya veo —dijo Meyer—. Es una especie de donativo condicionado.—Exacto —repuso la mujer—. La única diferencia es que Nueva Era se queda con nuestro dinero durante seis meses y luego nos lo devuelve junto con el donativo. —El contador se puso tenso—. Durante ese tiempo invierten el dinero en bonos de la Tesorería y usan los intereses para sufragar sus gastos.¡Una pirámide!, se dijo Meyer alarmado. A su mente acudió Charles Ponzi, autor de uno de los fraudes financieros más descarados de la historia. Poco después de la Primera Guerra Mundial, este hombre despojó de varios millones de dólares a un sinnúmero de bostonianos incautos. "Confíenme su dinero", se anunciaba, "y al término de tres meses se lo devolveré con un rédito del 50 por ciento".Con los fondos de quienes se animaban a invertir Ponzi saldaba las cuentas que se iban venciendo, pero la mayoría de los primeros "beneficiados" reinvertían sus ganancias. Como cabía esperar, la gigantesca pirámide acabó por venirse abajo, y miles de personas perdieron sus ahorros. Si Nueva Era es legítima, se dijo Meyer, ¿por que funciona como una pirámide de Ponzi?Esa tarde, cuando su esposa, Melenie, pasó a recogerlo, Meyer le habló de la transacción.—Parece absurdo —concluyó—, pero creo que la escuela se ha dejado embaucar.AL DÍA SIGUIENTE averiguó que Nueva Era estaba registrada como institución benéfica y no como fundación, así que quizá se sostenía con donativos. Se supone que esos fondos provienen de aportaciones anónimas y del pago de intereses, pensó, pero puede que no sea así.Más tarde le comunicó sus sospechas a Janet Tjepkema, vicepresidenta de asuntos financieros de la universidad.—Si se mira bien —le dijo—, le hemos dado a Nueva Era un préstamo por seis meses sin garantía.—Hasta ahora no han dejado de cumplir su palabra —repuso ella—. Y también otras escuelas cristianas e instituciones de caridad reciben lo que les han prometido.El contador comprendió de pronto por qué Nueva Era había puesto la mira en la comunidad cristiana: con ella tenía la confianza casi asegurada y, como las asociaciones cristianas suelen intercambiar información, cabía esperar que otros grupos se interesaran en duplicar su dinero.Meyer supo por su colega que el director de Nueva Era se llamaba John Bennett, cristiano evangélico de 57 años que disfrutaba de una reputación intachable en los círculos altruistas de Filadelfia.—Aun así, me, parece conveniente investigar sus estados financieros —insistió el contador.—Pero si los importunamos con averiguaciones, dejarán de apoyarnos —respondió la vicepresidenta.Meyer siguió dando vueltas al asunto al volver a su oficina. La transacción había requerido el visto bueno del patronato de la universidad, integrado por expertos en inversiones. ¿Por qué confían tanto en Bennett?, se preguntó.—Si intervengo podría perder el empleo —le dijo a Melenie esa noche—. No soy profesor titular, y mi visa de trabajo es de tres años y está restringida a esta escuela.En efecto, hacía dos años que Meyer se había mudado con su mujer y sus tres hijos de su natal Sudáfrica a Spring Arbor, donde estaba contratado para elaborar el plan de estudios de la carrera de contabilidad.Al mirarlo, Melenie recordó que en Sudáfrica tenía fama de ser "un auditor nato". Nunca dejaba las cosas a medias. En 15 años que llevaban de casados jamás lo había visto desentenderse de nada que pudiera corregir. Si Nueva Era había cometido un fraude, iba a encontrarse con la horma de su zapato.UNA HELADA MAÑANA de febrero de 1994, Janet Tjepkema se presentó en la oficina de Meyer.—Acaba de llegar el dinero de Nueva Era —le dijo, mostrándole un cheque.—¿Y qué hemos ganado? —repuso él—. Ahora hay que juntarlo con los donativos que reunimos, enviarles todo de nuevo y luego...Dejó la frase inconclusa. ¿No estaría exagerando? En el fondo quería estar equivocado.Estuvo varias semanas sin saber qué hacer, pero al fin le escribió a Glenn White, presidente del patronato, haciéndole ver la conveniencia de revisar los estados financieros de Nueva Era antes de enviarles más dinero.White no acusó recibo de la carta, pero más tarde su hijo, Chuck, colega y amigo de Meyer, fue a hablar con él.—A mi padre le pareció interesante tu sugerencia —le dijo.El contador se animó aun más en mayo, cuando Glenn White, Allen Carden, rector de la universidad, y Neil Veydt, vicepresidente de recaudación, fueron a las oficinas de Nueva Era a conocer su operación. Uno de los administradores de la fundación los recibió con buenas noticias: habían aprobado duplicar las inversiones de Spring Arbor hasta por 1 millón de dólares anuales durante tres años. La única condición era que se comprometieran a recaudar las sumas equivalentes; si no lo lograban, no recibirían los donativos. Los visitantes quedaron satisfechos: lejos de pedir dinero, Nueva Era estaba haciendo más estrictas las reglas.De vuelta en Spring Arbor, Carden le dijo a Meyer:—Sé que usted tenía sus dudas, pero creemos que son infundadas. Estas donaciones son una bendición.A causa de su apretado horario de clases, ese otoño Meyer casi no tuvo tiempo de atender la contabilidad. Más tarde se enteró de que la universidad había enviado 400.000 dólares a Nueva Era en octubre y medio millón más en diciembre.Desenmascarar a Bennett se convirtió entonces en su obsesión. Lo primero que hizo fue llamar por teléfono a Steve Stecklow, columnista del Wall Street Journal radicado en Boston.—No tengo pruebas —le dijo al periodista—, pero no me cabe duda de que están embaucando a la universidad donde trabajo.—Comuníquese conmigo cuando tenga más información —le sugirió Stecklow.Por esos días estaba terminando de elaborar el plan de estudios de la carrera, que cada vez atraía a más estudiantes. En marzo de 1995 le concedieron la titularidad.—Ahora nada me impedirá descubrirle el pastel a Nueva Era —le dijo a Melenie.VARIOS DÍAS después Meyer solicitó por escrito al Servicio de Recaudación Fiscal (SRF) que investigara a Nueva Era, y pidió copias de las declaraciones de impuestos de la institución. Luego telefoneó al Consejo Evangélico de Responsabilidad Financiera, con sede en Virginia.El director del consejo lo remitió a Gregory Capin, distinguido contador de Indianapolis cuya empresa tenía varios clientes inscritos en el programa de Nueva Era.—Es alarmante —reconoció Capin—. Nueva Era ha comenzado a recibir donativos a manos llenas. Tengo en mi poder copias de sus declaraciones fiscales correspondientes a 1993, y no hay registro de los millones de dólares en dinero de clientes que la fundación supuestamente tiene invertidos.—Los denunciaré —dijo Meyer.—Creo que es lo correcto —repuso aquél—. Lo pondré en contacto con una persona que podría ayudarlo. Se trata de un socio de una de las seis empresas de contadores más prestigiosas del país.A Meyer se le aceleró el pulso, pues sabía que esa ayuda podría resultar decisiva. Cuando se comunicó con el socio, éste accedió a ayudarlo con la condición de mantenerse en el anonimato.—No he podido hacer nada —le explicó a Meyer—. En una ocasión en que expresé mis recelos acerca de Nueva Era, me miraron como si hubiera blasfemado.Meyer finalmente entendió por qué la fundación se había salido con la suya hasta entonces. Otros contadores habían tenido sospechas, pero al ver que nadie les hacía caso, se habían desentendido del asunto.El 20 de marzo Meyer se reunió con Carden, Veydt y Janet Tjepkema para ponerlos al tanto de su conversación con Capin.—Lo que dice es grave —comentó Veydt—. Pensábamos enviar otro millón de dólares hoy mismo.Al ver la cara que ponía Meyer, añadió que había telefoneado a la delegación de la Fiscalía General, y le habían dicho que no tenían ninguna queja contra Nueva Era.—Eso no significa nada —repuso Meyer—. Por favor, no envíen el dinero sin hablar primero con Capin y el otro contador.—Está bien —dijo Carden—. Ha cumplido usted con su deber, y se lo agradecemos.Meyer bajó las escaleras a saltos.—¡Acabo de ahorrarle 1 millón de dólares a la universidad! —le dijo, entusiasmado, a un colega.Unos días después se topó con Chuck White.—Mi padre me dijo que le han enviado 1 millón de dólares a la fundación —le informó.Meyer se quedó perplejo, pero al cabo de unos días volvió a comunicarse con Stecklow.—Bennett tiene hipnotizados a todos —le dijo.El periodista le prometió llamar por teléfono a Capin y al contador anónimo.Esa misma noche Meyer recibió la llamada de Stecklow:—Albert, le debo el tema de mi próxima columna.A FINES DE MARZO, el SRF le envió a Meyer una copia de la declaración de Nueva Era de 1993. La fundación había declarado ingresos por 41,3 millones de dólares, donativos por 34,5 millones y obligaciones por menos de 32.000. Sin embargo, su verdadero adeudo —la suma con que debía duplicar los fondos de los inversionistas— era de varios millones. Había contado todos los ingresos como si fueran capital propio.Había una cifra que, en opinión de Meyer, delataba a Nueva Era: la de menos de 34.000 dólares de utilidades por intereses. ¡Es una pirámide!, se dijo. En cuanto reciben dinero fresco, lo utilizan para saldar las cuentas que vencen.Meyer escribió a la Comisión de Valores y Bolsas (CVB) para solicitar una indagación. El 27 de abril recibió un telefonema de un investigador de esa dependencia y lo puso al tanto del asunto.Días después Carden recibió de Bennett un cheque por 800.000 dólares, el doble de la cantidad que la universidad había invertido en octubre. El rector envió una nota a Meyer diciéndole que estaban convencidos de la honradez de Nueva Era. Lo que más le dolió al contador fue la frase final: "Es bueno ser escéptico, pero no hay que exagerar".En la siguiente reunión del patronato se discutió un proyecto para construir una biblioteca, la cual costaría 4 millones de dólares. Se esperaba que la mitad de esta suma proviniera de los fondos invertidos en Nueva Era.LA MAÑANA del 11 de mayo, Steve Stecklow hacía antesala en la oficina de Bennett, quien había accedido a concederle una entrevista. En las semanas anteriores el periodista había conversado con muchos clientes satisfechos de la fundación, y Bennett le había prometido revelarle la identidad de los benefactores.Sin embargo, cuando Stecklow le pidió los nombres, el director se limitó a contestar:—Ya habló usted con varios.—¿De veras? Pues no me di cuenta —repuso Stecklow, que en realidad sólo había charlado con beneficiarios del programa de donativos.Stecklow se marchó casi convencido de que los "donadores anónimos" eran ficticios. Luego se enteró de que la compañía Prudential Securities había demandado a Nueva Era y a Bennett por 44,9 millones de dólares en préstamos no pagados. Éste había usado como garantía prendaria la cuenta en que la Universidad Spring Arbor y otros clientes depositaban su dinero. Stecklow voló a Boston a escribir su columna.El sábado 13 de mayo Bennett reunió a su personal. Tenía los hombros caídos y los ojos irritados.—Los he traicionado —les espetó—. No hay donadores anónimos.Uno a uno, los empleados rompieron a llorar.Unas horas más tarde, dos abogados de Nueva Era comunicaron al personal que la fundación se declararía en quiebra.Stecklow ignoraba la confesión de Bennett, pero tenía pruebas de que Nueva Era funcionaba como una pirámide de Ponzi. Todo el domingo quiso contarle a Meyer lo que había averiguado, pero se contuvo porque su columna se publicaría el lunes y las reglas del periódico se lo prohibían. Con todo, a las 7 de la noche decidió comunicarse con él.—Es usted un héroe, Albert —le dijo—. Compre mañana el Wall Street JournalLleno de alivio, Meyer corrió a abrazar a Melenie.—iLo logramos! —exclamó.UNA SEMANA después, 2000 personas acudieron a una iglesia a presenciar la ceremonia de graduación de la Universidad Spring Arbor. Con un ejemplar del Wall Street Journal en alto, Carden tomó la palabra:—Desde hace unos días se ha hablado de nuestra escuela en este diario por el fraude de la fundación Nueva Era y el hombre que lo descubrió. La columna se titula "Héroe inesperado", pero los que conocemos a Albert Meyer no estamos de acuerdo con el adjetivo.Los presentes prorrumpieron en aplausos. Meyer no cabía en sí de orgullo, pero no por el reconocimiento, sino por los valores que había defendido y transmitido a sus hijos."No se dejen llevar por la corriente", les decía. "Caiga quien caiga, hagan siempre lo que les dicte su conciencia".La CVB entabló una demanda contra Nueva Era y John Bennett por fraude financiero. El director fue acusado, además, de transferir indebidamente 4,2 millones de dólares de las cuentas de la fundación a las de sus propios negocios. Como más tarde comentó un investigador: "Bennett defraudó a cientos de inversionistas que confiaban en él".
Se calcula que las pérdidas netas de los defraudados ascienden a más de 100 millones de dólares.