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marzo 25, 2012

CAPÍTULO 1
En alguna parte, abajo en la calle, se disparó la alarma de un coche, una nota larga y despiadada que resultaba imposible no oír. Somerset miró el despertador digital que había sobre la mesilla de noche. Eran casi las dos de la madrugada y, aunque llevaba más de una hora tendido en la cama, ni siquiera había empezado a sentir sueño. Tenía demasiadas cosas en que pensar.
Somerset intentó desterrar de su mente el penetrante sonido de la alarma y concentrarse en el tic tac del metrónomo que tenía sobre la mesilla, debajo de la lámpara de lectura. Contempló el pequeño brazo del aparato en su vaivén, adelante y atrás, adelante y atrás, tic... tic... tic... tic...Aquella pequeña pirámide de madera era la mejor inversión que había hecho en su vida, pensó. Después de treinta años en la policía y de haberlo intentado con esposas, novias, alcohol, pastillas, loqueros, predicadores, meditación y yoga, al fin aquel aparatito era lo único que conseguía por lo menos calmarlo un poco y hacerle conciliar el sueño. Un sencillo aparatito mecánico. Se trataba de ajustarlo a un ritmo bien preciso, como por ejemplo el de una suite para violoncelo de Bach, y observar la oscilación del brazo adelante y atrás, adelante y atrás, tic... tic... tic... tic... hasta que el pulso empezaba a serenarse y se acoplaba al compás del metrónomo.Somerset utilizaba aquel dichoso trasto con tanta frecuencia que le asombraba que aún funcionara. Rara era la noche en que no se veía obligado a usarlo para alejarse de toda la mierda que había afrontado durante el día, para lograr dormir siquiera unas pocas horas. Durante los veintitrés años que había pasado en la policía, diecisiete de ellos como detective de la brigada de Homicidios, había visto tanta escoria humana que era un milagro que pudiera dormir. Sólo un detective de Homicidios llega a ver el lado más oscuro de la humanidad. Asesinatos, palizas, torturas, humillaciones, degradaciones de todas las clases imaginables.Maridos que asesinan a sus mujeres, mujeres que asesinan a sus maridos, niños que matan a sus padres, padres que matan a sus hijos a golpes, amigos que disparan contra amigos, desconocidos que disparan contra desconocidos. Y todo ello sin ninguna suerte de orden ni concierto. Acciones espontáneas. Crímenes pasionales. Violencia gratuita. Violencia al azar. Una bala en la cabeza porque a un tipo no le gustó el modo en que otro tipo lo miraba. Una puñalada en el corazón durante una disputa por un sitio donde aparcar.Una flecha clavada en el ojo por hacer trampas en el Monopoly. Niños de diez años que matan a niños de once para robarles las zapatillas deportivas. Una drogata repleta de crack que dispara contra la multitud porqúe le apetece. Somerset había llegado a creer que aquella ciudad señalaba el camino hacia el futuro: la involución. Una sociedad en regresión. El homo sapiens en su retorno a la porquería de la que procedía.Somerset cerró los ojos y se cubrió el rostro con sus largos dedos. Había visto suficiente y no quería ver más. Se concentró en el rítmico golpeteo del metrónomo, que le llegaba desde detrás de los párpados cerrados, mientras el aullido de la alarma empezaba a convertirse en un sonido confuso. Resultaba increíble que todavía lo consiguiera después de treinta años. Pero si se quedaba más tiempo, era posible que perdiera esa facultad. La clase de porquería que tenía que aguantar se acumula en la mente, y, a la larga, eso puede resultar fatal. Sin embargo, al menos aquella noche todavía podía desterrar de su mente todo lo que había vivido durante el día. Al menos en parte. Y esperaba poderlo borrar todo algún día, olvidar para siempre toda la mierda que había llegado a presenciar como si nunca hubiera existido. Sabía que tenía bastantes probabilidades de fracasar, pero lo que estaba claro era que lo iba a intentar. En cuanto se jubilara. Sólo le quedaban siete encantadores días. Siete días más y ya sería historia en aquella ciudad. Siete días para la dulce liberación.Somerset se apartó las manos del rostro y miró fijamente las paredes desnudas de su dormitorio. Había descolgado los cuadros, y casi la mitad de los libros de las estanterías que llegaban hasta el techo estaba guardada en cajas. Había intentado hacer una selección, regalar algunos, pero le costaba mucho desprenderse de sus libros. En el armario quedaban colgados un traje, una chaqueta, dos pares de pantalones y siete camisas limpias; el resto de la ropa estaba ya en las maletas. Escudriñó los muros desnudos. Le resultaba extraño que aquellas paredes hubieran presenciado sus dos matrimonios. Por supuesto, un piso de alquiler limitado en la ciudad vale más que una buena esposa. Pagar la pensión alimenticia resultaba más barato que comprar un piso y, de alguna forma, había tenido suerte en ambos casos. Sus dos ex esposas habían comenzado una nueva vida tras divorciarse de él, y se alegraba por ellas. En cuanto a la manutención de los hijos, jamás había supuesto un problema, ya que Somerset nunca había querido tener hijos.La verdad era que en un momento determinado sí quiso tener hijos, pero no en la ciudad. Sabía lo que la vida urbana significaba para los niños. En el fondo, sin embargo, siempre había deseado que una de sus esposas le sorprendiera algún día con la noticia de que estaba embarazada. Eso lo habría obligado a efectuar algunos cambios, tal vez a salir de aquel agujero infernal. Pero, por mucho que hubiera deseado tener un hijo, su primera esposa, Michelle, no podía, y Ella, la segunda, nunca había querido, de modo que Somerset no insistió. Desechó la idea de su mente de forma consciente, y se dijo que así iba a ser su vida. Los matrimonios sin hijos no constituían un fenómeno tan inusual en la ciudad. Eran algo normal. Sin embargo, en lo más profundo de su corazón no pensaba así. Con todo, a los cuarenta y cinco años aún no era demasiado tarde para ser padre. A su edad todavía podía aprender a cambiar pañales. No era demasiado tarde. Cabía la posibilidad de que conociera a alguien. Tal vez. No es que contara con ello, pero tampoco resultaba imposible. Nada sería imposible en cuanto se largara de allí.Sintió un nudo en la boca del estómago. Tenía la mandíbula tensa. Todavía no se sentía del todo a gusto con la decisión que había tomado. ¿Y si resultaba un gran error? Había pasado toda su vida en la ciudad. ¿Y si odiaba el campo? ¿Y si le parecía un coñazo? ¿Y si descubría que él era como las palomas ? Necesitaba la basura de la ciudad para sobrevivir.Desvió la mirada hacia el metrónomo y siguió la trayectoria del brazo; se concentró en el ritmo constante, obligándose así a dejar de pensar tanto y a relajarse. Todo saldrá bien, se dijo a sí mismo. Todo saldría bien si se calmaba y dejaba que las cosas siguieran su curso. Siete días de mierda y luego empezaría una nueva vida. La parte buena de su vida.Sobre la mesilla de noche, esparcido en torno al metrónomo, aparecía el contenido de sus bolsillos: el llavero, la desgastada cartera de cuero marrón, la vieja funda de cuero negro para la placa, la navaja con empuñadura de nácar. En el borde de la mesilla había un ejemplar de tapas duras de Por quién doblan las campanas, de Hemingway. Lo encontró al hacer las maletas y había decidido leerlo de nuevo.Alargó el brazo para coger el libro y lo abrió por la página que había marcado la primera vez que lo leyera, ahora hacía casi veinte años. Vio una frase subrayada con lápiz ya desvaído: El mundo es un lugar hermoso, un lugar por el que merece la pena luchar.A Somerset le entró la risa. Aquella frase había significado algo para él veinte años atrás, cuando era el novato de la brigada de Homicidios, cuando el mundo era realmente un lugar hermoso por el que merecía la pena luchar; pero las cosas habían cambiado desde los tiempos de Hemingway. Era evidente que Ernest jamás había imaginado que las cosas se pondrían tan feas.Pasó las páginas hasta que encontró el trozo de papel pintado que había introducido en el libro aquella tarde: una rosa roja en un rectángulo de papel mugriento. Somerset lo había descubierto en la casa aquella tarde, al echar un vistazo al lugar antes de cerrar el trato. Se trataba del papel pintado que había debajo del papel de motas doradas de la sala que se caía a jirones. Había arrancado un trozo de éste y después limpió la cola del otro fragmento que apareció debajo, antes de cortar aquel rectángulo con la navaja.Todd, el agente inmobiliario, se había puesto nervioso de inmediato, temiendo que Somerset cambiara de idea.—¿Sucede algo, señor Somerset? —inquirió mientras jugueteaba con el cuello de su americana azul marino, en la que aparecía la insignia de la agencia inmobiliaria bordada en el bolsillo de la pechera, mientras intentaba ocultar que estaba a punto de sufrir un ataque de angustia.Somerset no respondió. Siguió mirando aquella rosa delicadamente grabada, impresionado por la habilidad del artista y el empleo de los múltiples matices de rojo con toques anaranjados. La minuciosidad que ponía de manifiesto aquel papel pintado lo sorprendió. ¿Realmente hacían papeles pintados tan artísticos? Antaño sí. No obstante, habría apostado lo que fuera a que ya no se hacían.—¿Sucede algo, señor Somerset ? —repitió Todd.Somerset se guardó la rosa en el bolsillo, cruzó la sala y salió al porche delantero. Se trataba de un gran porche que daba la vuelta a la casa, y sus pasos resonaron como una mareha fúnebre sobre los tablones desgastados. Observó las abandonadas tierras de cultivo que rodeaban la casa, así como las cosechas bien cuidadas de su vecino, al otro lado de la carretera. A la izquierda empezaban las colinas y el bosque. No había ni una sola nube en el cielo, y a Somerset casi le pareció oír el sonido de los rayos de sol sobre él. El cartel de En venta oscilaba al viento, que silbaba con suavidad.Todd abrió la chirriante puerta mosquitera con aire inseguro.—¿Señor Somerset?Somerset bajó la escalinata del porche y se volvió para contemplar el tejado de hojalata y las marcas de alquitrán agrietado por el sol en los lugares donde se había reparado.—¿Tiene alguna pregunta, señor Somerset? La casa incluye una garantía de un año para la caldera y todos los electrodomésticos, de modo que si le preocupa que...—No, no es eso lo que me preocupa. Ya veo que la casa es vieja, pero no importa. Es que..., es que todo me parece tan... extraño.—¿Extraño ? No sé si le entiendo bien. Quiero decir que yo no veo nada extraño en esta casa. Necesita algunas reformas, claro está, pero...—No, no. Me gusta la casa. Me gusta la ubicación. Me gusta el concepto de este lugar.Todd esbozó una leve sonrisa de alivio.—Iba a decir que éste realmente es el lugar más normal del mundo.Somerset desvió la mirada hacia el bosque.—Por eso quiero vivir aquí. Quiero un sitio normal.Pero Todd ya no le estaba escuchando, sino que había ido a arrancar el cartel de En venta del jardín.Tic... tic... tic... tic... Somerset miró el metrónomo y luego dirigió su vista hacia la rosa de papel que sostenía en la mano. Ya echaba de menos la casa, y eso que ni siquiera se había mudado aún. La echaba de menos porque se le antojaba irreal, tan alejada de allí. Un estremecimiento de pánico le atenazó el estómago. ¿Y si no lo conseguía? Lo separaban siete días de la normalidad, pero en siete días pueden pasar muchas cosas. ¿Y si ocurría algo?Clavó su mirada en el metrónomo y se concentró en su sonido para combatir el pánico. Pero el tictac le recordaba el traqueteo del tren de cercanías que había tomado de regreso a la ciudad aquella tarde. Al principio fue fantástico contemplar cómo las granjas y los campos se sucedían velozmente mientras él permanecía recostado en su asiento leyendo a Hemingway con un cigarrillo entre los labios y un vaso de café caliente, enviando espirales de humo y vapor hacia la brillante luz del sol que inundaba el tren. Pero al cabo de un rato el sol se tornó opresivo, exigiendo su atención mientras el paisaje se volvía cada vez más árido y las granjas se trocaban en desierto. Muy pronto, esqueletos de coches carbonizados empezaron a salpicar las tierras yermas, y Somerset supo que se estaban acercando a la ciu dad. En medio de la nada empezaron a aparecer fábricas y polígonos industriales que parecían bases espaciales. A continuación los suburbios residenciales tan cuadriculados, con su césped antinatural que debía regarse cada día para que pudiera sobrevivir en aquel calor tórrido. Prados conectados a un pulmón artificial, eso es lo que eran. A medida que el tren se aproximaba a la ciudad desde el norte, Somerset divisó varias capas de contaminación sobre el horizonte, como la mano aplastante de un dios vengador.Cuando el tren llegó a la estación, Somerset no hubiese querido descender de él. Habría preferido permanecer sentado hasta que el tren lo llevara de vuelta a su nuevo hogar.Pero el deber lo llamaba, y siete días tan sólo eran una semana. Podía aguantar una semana, se decía a sí mismo. Después de treinta años, ¿qué significaban siete días ?Pero una vez en la calle, mientras hacía cola para coger un taxi, la realidad de la ciudad lo sacudió con toda su fuerza. Coches de frenos chirriantes, sirenas que aullaban, gente gritando, todo el mundo indiferente. Un vagabundo loco se disputaba una maleta con un turista.—Yo le consigo un taxi, amigo —farfullaba el hombre—. Sé cómo hacerlo. Yo le consigo uno. El mejor taxi de la ciudad, joder.Pero el turista, cuya esposa y dos hijas permanecían detrás de él con aire desamparado, no deseaba la ayuda del loco. No querían que aquel hombre existiese. Somerset estuvo a punto de intervenir, pero carecía de la energía suficiente. Si pretendía escapar de aquel lugar, debía dejar de responsabilizarse de todo. La gente tenía que resolver sus propios problemas. Cogió el siguiente taxi que llegó y le indicó al taxista que lo condujera a casa.Cuando el taxi se puso en marcha, Somerset vio una ambulancia y dos coches patrulla con las luces parpadeantes encendidas y los parachoques bloqueando media calle.El embudo que provocaban impedía el tráfico en ambos sentidos. Los conductores tocaban las bocinas y lanzaban juramentos desde las ventanillas, molestos por el atasco.Cuando el taxi se acercó un poco más, Somerset divisó a dos agentes uniformados que mantenían a raya a los mirones mientras dos enfermeros permanecían inclinados sobre un cuerpo que yacía sobre la acera. Somerset alcanzó a ver el rostro ensangrentado del cuerpo y se preguntó por qué no le proporcionaban oxígeno si todavía estaba vivo. Se sintió tentado de salir y ayudar, pero se contuvo antes de ordenar al taxista que parara, recordándose a sí mismo que la policía ya había llegado y que él no era el único detective de Homicidios de la ciudad. Además, aquél ni siquiera era su distrito.La gente encargada del caso era quien debía ocuparse del asunto. No era su problema. O al menos no lo sería a partir de la semana siguiente.El taxista tocó el claxon al ver que el coche que iba delante no atravesaba el cruce tal como él quería.—¡Joder! —espetó, al tiempo que asestaba un puñetazo al volante.Somerset intentó mirarlo a los ojos por el espejo retrovisor.—¿Es que no le importa? —preguntó haciendo una seña en dirección al cuerpo que yacía sobre la acera.—Pues claro que me importa —replicó el taxista—. Estoy perdiendo dinero aquí parado en este puto atasco.A Somerset no se le ocurrió ninguna respuesta.En el cruce siguiente de repente se inició una pelea junto al bordillo; dos hombres de veintitantos años se vapuleaban mientras a su alrededor una multitud los animaba, abucheándolos y gritando. En aquel momento llegó un coche patrulla, se subió a la acera y dos agentes bajaron de un salto. Uno de ellos intentó detener la pelea mientras el otro se esforzaba en dispersar a la multitud sedienta de sangre. Ninguno de los dos parecía tener demasiado éxito.Somerset puso la mano en el picaporte, listo para saltar del taxi y acudir en auxilio de los agentes, pero de repente el taxista pisó a fondo el acelerador y dejó a un lado a los mirones que entorpecían el tráfico, hasta situarse en el carril contrario.—Chalados de mierda —espetó.Cuando el taxista volvió por fin al carril derecho, Somerset exhaló un profundo suspiro, se recostó en el asiento y cerró los ojos para no tener que ver cada una de las asquerosas marquesinas de los cines porno y cada cartel fluorescente de los sex—shops.—¿Adónde me ha dicho que iba? —preguntó el taxista.—Muy lejos de aquí —repuso Somerset abriendo los ojos.Sí —pensó—. Muy lejos de aquí...El metrónomo estaba perdiendo la batalla contra la alarma del coche, que lo empujaba de regreso a la realidad.Somerset contempló el brazo oscilante con el ceño fruncido, lo miró con intención, como si quisiera hacerlo funcionar de nuevo.Tic... tic... tic... tic... tic... tic...Cerró los ojos y se concentró tan sólo en el metrónomo.Tic... tic... tic... tic... tic... tic...La alarma del coche se fue desvaneciendo a medida que el sonido del metrónomo penetraba en la cabeza de Somerset.Tic... tic... tic... tic... tic... tic...Empezó a respirar con mayor profundidad, permitiendo que el metrónomo se adueñara de él.Tic... tic... tic... tic... tic... tic...Sonó el teléfono. Somerset despertó de un sueño profundo al primer timbrazo. Volvió la cabeza con brusquedad para mirar la hora en el despertador: las seis y diecinueve de la mañana. El metrónomo se había detenido. La habitación estaba inundada de la luz grisácea que precede al alba.—Mierda... —masculló Somerset.No había dormido lo suficiente, pensó mientras alargaba el brazo para coger el teléfono.—¿Qué ? —espetó tras descolgar.—Es hora de levantarse, madrugador. Tenemos uno recién salido del horno —lo saludó Taylor, uno de los detectives de Homicidios del turno de noche—. Tengo que llevar ahora mismo a uno con infracción de tráfico al juzgado, si no ya iría yo mismo. En jefatura me han dicho que te llamase. Lo siento.—No importa —repuso Somerset mientras buscaba un bloc y un bolígrafo—. ¿Dónde es ?—Kennedy Avenue, mil cuatrocientos treinta y tres.Primer piso del sótano.—Vale, ahora voy.Colgó el teléfono de golpe y apartó la ropa de cama. El libro cayó sobre el suelo desnudo con un golpe sordo. Somerset se lo quedó mirando, allí tendido y abierto por la página marcada, con la rosa de papel entre las hojas. Vio la frase que había subrayado tantos años atrás: El mundo es un lugar hermoso, un lugar por el que merece la pena luchar.Somerset se inclinó para recogerlo. Tal vez una parte de sí mismo seguía creyendo que el mundo era un lugar por el que merecía la pena luchar. Joder, alguien tenía que mantener a raya a los malos.Mientras sacaba las piernas de la cama deseó no preocuparse tanto por lo que sucedía. Eso le habría facilitado mucho las cosas en los siete días siguientes.CAPÍTULO 2
Con su barba poblada, el detective Taylor parecía un oso embutido en una trinchera negra. Estaba de pie, hojeando el bloc de notas y asegurándose de que había proporcionado a Somerset toda la información de que disponía, pero Somerset no podía desterrar de su mente la imagen de un oso trabajando en Homicidios. Hacía años que conocía a Taylor, aunque era la primera vez que se le ocurría algo así.
A lo mejor no era una idea tan ridícula, se dijo a sí mismo mientras examinaba el escenario del crimen. Animales tratando con animales.El piso del sótano del Kennedy Avenue,1433, era sombrío, pero la salpicadura sangrienta de la pared del salón se apreciaba con toda claridad pese a la penumbra. En el suelo, cubierto con una sábana, un cadáver esperaba a ser recogido. Las fotografías del escenario del crimen ya se habían tomado, pero los dos técnicos de la oficina del forense acababan de poner manos a la obra. Midge, la morena menuda y huraña, cubría con polvo las superficies en busca de huellas. Sus compañeros de trabajo la llamaban Mancha a sus espaldas.—Según la casera, no estaban casados —explicó Taylor—, pero vivían juntos desde diciembre de 1991. El trabajaba en el puerto de carga de una de esas empresas químicas que hay en el desierto. Ella trabajaba en una cabina de peaje. Se pasaba la noche cobrando peajes. Eso bastaría para volver loco a cualquiera. ¿Qué te apuestas a que su abogado lo utiliza como base para alegar demencia?Somerset se agachó para examinar la escopeta que se hallaba en el suelo, junto al cadáver.—No la toque —espetó Mancha—. Todavía no hemos aplicado el polvo.Somerset se limitó a asentir. Era demasiado temprano para enzarzarse en una discusión y, a una semana vista de su jubilación, la verdad era que no merecía la pena.—¿Cuántos disparos ? —preguntó a Taylor.—Los dos cañones. Los vecinos lo han oído.—¿Oyeron algo más ?—Sí, que se estaban gritando. El tipo que vive en el piso de atrás dice que llevaban peleándose unas dos horas, lo cual no era raro en estos dos tortolitos.—¿Nadie se ha quejado nunca del ruido?—Todos dicen que no se oía nada desde arriba, a menos que uno se detuviera a escuchar con atención. El tipo del piso de atrás trabaja de noche en la oficina de correos, así que por lo general no lo oía.—¿Qué hacía en casa esta noche?—Tenia el día libre. Bueno, la noche libre.Somerset pasó por encima del cadáver e intentó calcular dónde se hallaba la mujer cuando apretó el gatillo.—¿Ha confesado ?—Más o menos. El primero que llegó dice que estaba llorando demasiado fuerte como para conseguir entender lo que decía. Estaba en el suelo e intentaba recomponer la cabeza del tipo, como si se tratara de un Lego.Somerset bajó la vista hacia el cadáver y meneó la cabeza.—¿Por qué siempre pasa lo mismo? No es hasta después de hacerlo que se dan cuenta de que la persona a la que acaban de volarle los sesos ha dejado de existir.—Crímenes pasionales —repuso Taylor encogiéndose de hombros—. ¿Qué quieres que te diga ?—Ya, claro. Pues mira toda la pasión desparramada por la pared. Un verdadero corazón a lo Rorschach.Taylor hizo una mueca. No sabía de qué estaba hablando Somerset, corazón a lo Rorsehach, pero Mancha alzó la cabeza con brusquedad y le lanzó una mirada furiosa. Bueno, al menos ella lo ha captado, pensó Somerset. Sería una pelmaza de cuidado, pero al menos tenía alguna nocíón de algo.—Bueno, me largo —anunció Taylor mientras se guardaba el bloc.Somerset asintió con expresión ausente. Estaba mirando un cuaderno para colorear que se encontraba sobre la mesita de café; junto a él había una caja de lápices de colores. Se inclinó y sacó el bolígrafo para pasar las páginas. No estaba muy bien coloreado. La persona que lo había hecho tenía dificultades para no salirse de las líneas.—¿Cuántos hijos ? —preguntó a Taylor.—Uno. Un chico. La casera dice que tiene seis años.Pero la víctima no era el padre, según la casera.—¿Presenció los hechos ?—No lo sé —repuso Taylor, que de repente parecía molesto—. ¿Qué clase de pregunta es ésa?Somerset siguió hojeando el cuaderno. El niño se había vuelto loco con el lápiz negro en su intento de dibujar un elefante. Somerset lo imaginaba sujetando el lápiz en el pequeño puño y apretando con todas sus fuerzas.Taylor se inclinó sobre él.—¿Sabes qué, Somerset? Me alegro cantidad de que te vayas de una puta vez. ¿Y sabes otra cosa, amigo mío? No soy el único.Somerset no le hizo caso, sino que se concentró en el cuaderno hasta que Taylor se lo arrebató de forma repentina y lo arrojó contra la pared.—¡Eh! —gritó Mancha—. No...—¡Cierra el pico! —gritó Taylor antes de volverse hacia Somerset—. ¿Qué coño te pasa? ¿Por qué haces todas esas preguntas tan raras? ¿Que si el niño presenció los hechos? ¡A quién coño le importa eso! La oficina del fiscal no va a obligar a un niño a que testifique contra su madre.—Taylor señaló el fiambre que había tumbado en el suelo—. Este tipo está muerto, Somerset. Su mujer lo ha matado. Cualquier otra cosa está de más. Ese es precisamente tu problema, Somerset. Quieres convertirte en el loquero de todo el mundo. Tendrías que poner una consulta cuando te jubiles.Somerset se levantó y miró a Taylor a los ojos, esperando a que terminara. El hombre no le estaba diciendo nada nuevo. Somerset se había creado muchos enemigos a lo largo de los años.Los camilleros de la oficina del forense entraron en aquel momento: una negra robusta y un hispano bajo y musculoso: Habían dejado la camilla en el pasillo. La mujer llevaba una bolsa verde sobre el hombro.—¿Podemos llevárnoslo? —preguntó el pequeño culturista a Taylor.—Pregúntaselo a él. Ahora es el jefe.El hispano se volvió hacia Somerset.—¿Y bien? ¿Podemos llevárnoslo?Somerset miró a Mancha.—¿Necesita el cadáver para algo?—No —repuso Mancha sin apartar la vista de su trabajo.En aquel momento estaba cubriendo de polvo una caja de balas que había sobre la mesita situada junto al sofá. Si se sintió agradecida por el hecho de que Somerset hubiera tenido la cortesía de preguntárselo, lo cierto es que no lo demostró.Somerset hizo una seña a los camilleros, y la mujer tendió la bolsa en el suelo, sobre las baldosas blancas, mientras el hispano bajito salía a buscar la camilla.En aquel momento, un tipo joven con el cabello cortado al estilo militar, aunque demasiado largo, entró en la habitación. Aparentaba unos treinta años, y cuando Somerset estaba a punto de ordenarle que se marchara, pues por la cazadora de cuero supuso que se trataba de un periodista, advirtió la placa dorada que pendía de una cadena que el tipo llevaba alrededor del cuello.—¿Teniente Somerset? —preguntó el hombre, dirigiéndose a Taylor.—No soy yo. Es él —replicó Taylor, señalando a Somerset con el pulgar mientras salía.—Teniente, soy David Mills —se presentó el joven mientras le tendía la mano a Somerset—. Hoy es mi primer día en Homicidios.Mancha lanzó un pequeño resoplido.El teniente Somerset le estrechó la mano y asintió sin decir palabra. Mills sonrió con el fin de resultar amable, pero el teniente parecía distraído y apenas le prestó atención. Mills observó al hombre recorrer la sala como un oso enjaulado. Somerset era un negro de mediana edad, enjuto, con grandes ojeras y un rostro perruno y cansado. Se movía con lentitud, pero algo en él le recordaba a un tigre viejo que había visto una vez en el zoo cuando era pequeño. La fiera no se movía mucho, pero de algún modo sabías que podía arrancarte el corazón en un abrir y cerrar los ojos si le venía en gana. Mills seguía preguntándose por qué aquella mañana, en la comisaría, todo el mundo había sonreído con satisfacción o había puesto los ojos en blanco cuando él dijo que el capitán lo iba a poner como compañero del teniente Somerset, para empezar.Los camilleros de la oficina del forense estaban colocando a la víctima en una bolsa verde. Somerset estaba ocupado examinando la escopeta, y Mills no sabía hasta qué punto debía tomar la iniciativa, puesto que él era un detective novato y Somerset, un teniente.—Nunca había visto una bolsa verde para cadáveres —comentó a los camilleros para evitar la sensación de que sólo formaba parte del mobiliario—. Donde trabajaba antes utilizaban bolsas negras.—Nosotros usamos bolsas de todos los colores —repuso la mujer mientras su compañero subía la cremallera de la bolsa.—¿Ah, sí? No sabía que hubiera bolsas de colores.—Así es más fácil tenerlos controlados —explicó la mujer—. Tenemos un montón de cadáveres. Los sábados por la noche el depósito está lleno hasta la bandera. Los colores ayudan.Mills asintió mientras los otros dos levantaban la pesada bolsa para colocarla sobre la camilla.—Y el verde ¿qué significa? —preguntó.La mujer se lo quedó mirando como si estuviera loco.—Quiero decir... ¿Los colores significan algo?—Significa que está muerto —intervino Somerset.Mills lanzó una carcajada forzada, pero no le gustó nada el tono sarcástico que detectó en la voz de Somerset.Sería nuevo en la ciudad pero no era un peso pluma y quería que Somerset lo supiera.—Llegué a la ciudad anoche —explicó en un intento de ser amable—. Las cosas son aquí un poco diferentes en comparación con mi último empleo.—¿Y eso dónde fue ?—En Springfield. En el norte.—Ya sé dónde está —asintió Somerset—. ¿Qué hacía allá arriba?—Estaba en Homicidios.—¿Cuántos homicidios tenían al año?—Oh..., unos sesenta o setenta, más o menos.La enana que buscaba huellas digitales soltó una risita.—Eso es lo que tenemos aquí en un mes —dijo.—Sí, pero allí sólo éramos tres detectives de homicidios.Mills no quería enzarzarse en una discusión a los diez minutos de haber empezado su nuevo trabajo, pero la mujer le había tocado la fibra sensible. Se había marchado de Springfield porque aquello le parecía el culo del mundo.Los detectives eran más lentos y conservadores que banqueros. Mills quería desarrollar un trabajo policial de verdad, investigaciones serias. Quería tener la sensación de estar haciendo algo realmente importante.—Setenta casos al año y tres detectives —comentó Somerset mientras se ponía en cuclillas en el lugar donde minutos antes había yacido el cadáver—. Unos veintitrés casos por hombre y cincuenta semanas al año; eso nos da más de dos semanas por caso.—A mí me parecen unas vacaciones —terció la pelmaza de las huellas.Los camilleros rieron con disimulo mientras sacaban el cadáver por la puerta, pero la expresión del teniente no cambió.Por fin, Somerset se incorporó y miró a Mills a los ojos.—Puesto que es usted nuevo aquí, detective Mills, ¿qué le parece si vamos a tomar un café para charlar un poco?Luego podemos...—La verdad es que, si no le importa, preferiría empezar a trabajar lo antes posible. No hace falta que pierda el tiempo con todas esas formalidades. Quiero decir que, al fin y al cabo, no vamos a poder dedicar dos semanas a este caso.Se volvió hacia la enana de las huellas digitales, que ya lo estaba mirando con expresión furiosa. Mills hizo caso omiso de ella.—Tengo que empezar a familiarizarme con la ciudad, ¿verdad, teniente? Conocer a los jugadores, comprobar de qué pie cojean y esas cosas.Somerset se lo quedó mirando con fijeza.—¿Puedo preguntarle una cosa, detective Mills?—Lo que quiera, teniente.—¿Por qué aquí ?—No... no le entiendo.—¿Por qué ha venido a la ciudad ? Tenía un buen empleo en un sitio agradable. ¿Por qué ha venido aquí ?Mills se sentía acorralado.—Bueno, pues he venido aquí por la misma razón por la que usted está aquí, supongo. Para mantener la paz, para evitar que la escoria se adueñe de la ciudad. Quiero decir que, claro, hay más oportunidades para un policía aquí, más probabilidades de hacer carrera; y para serle totalmente sincero, quiero tener la sensación de que estoy haciendo algo útil en el mundo. ¿No es eso por lo que lo hace usted? ¿Acaso no es eso lo que siente? O, al menos, ¿no era lo que sentía antes de que decidiera dejarlo?Somerset adoptó una expresión gélida, el tigre a punto de atacar.De forma inconsciente, Mills se preparó para el ataque, pero Somerset se limitó a mirarlo.—Me acaba de conocer, Mills —apuntó Somerset en tono cansado.Mills apretó los labios y se ruborizó.—A lo mejor, lo que me pasa es que estoy harto de que la gente me pregunte por qué he decidido venir aquí. Todo el mundo cree que estoy chalado.—No he dicho que lo esté. Es que nunca había oído hablar de nadie que actuara así. La mayoría de los policías quiere largarse de la ciudad.—¿Como usted?Somerset volvió a adoptar aquella expresión gélida.—Mire, creo que puedo hacer cosas más útiles aquí. No sé, a lo mejor sí que estoy chalado. —Mills decidió callarse porque no estaba sino estropeándolo más, metiendo la pata hasta el cuello—. Mire, teniente, sería genial que no empezáramos a tocarnos las pelotas. Usted es el jefe. No tiene más que decirme cómo quiere que funcione esta investigación.Somerset se cruzó de brazos.—Le diré cómo quiero que funcione. Quiero que observe y escuche.—Con todos mis respetos, teniente, en Springfield no me dedicaba a la vigilancia del restaurante mexicano. He trabajado en Homicidios cinco años y medio.—Pero aquí no.—Ya lo sé, pero...—Durante los próximos siete días, quiero que recuerde una cosa. Ya no está en Springfield —sentenció Somerset y se dirigió a la puerta sin añadir ni una palabra más.Mills estaba tan furioso que se quedó paralizado, con el rostro enrojecido y la mandíbula apretada. La enana de las huellas se estaba riendo de él. Aquello le parecía gracioso.Aunque ella le estaba dando la espalda, Mills vio que los hombros le temblaban.—Mills —lo llamó Somerset desde el pasillo.—¿Qué ?—¿Quiere tomar un café o qué ?Esta vez, la enana no pudo contenerse.Cuando amaneció el día siguiente, Mills ya estaba completamente despierto y permanecía en la cama con las manos entrelazadas detrás de la nuca intentando descubrir qué tipo de persona era Somerset. Tracy, su mujer, dormía a su lado, con el cabello rubio desparramado sobre la almohada y el ceño ligeramente fruncido. Desde el otro lado de la ventana le llegaba el sonido de un camión de recogida de basura que trituraba desperdicios en el callejón y acallaba por unos instantes el zumbido constante del tráfico de la avenida.Tracy se revolvió al percibir aquel sonido nuevo, se dio la vuelta y adoptó la posición fetal de espaldas a la ventana.Mills estudió el rostro de su mujer. Había algo en la expresión habitual de Tracy que le recordaba a una huérfana de ojos grandes y boca pequeña, un matiz levemente patético que la hacía doblemente hermosa cuando su rostro se iluminaba de forma espontánea con una sonrisa. Sin embargo, su expresión había cambiado después del traslado, y ya no había tantas sonrisas espontáneas, al menos que él supiera. Parecía tensa. Incluso dormida mostraba un aspecto preocupado.Tal vez había cometido un gran error, se dijo. Tal vez Somerset tenía razón. Tal vez debería haberse quedado en Springfield.A través de la ventana contempló la pared de ladrillos que se alzaba al otro lado del callejón. No, pensó, no tenía por qué haberse quedado en Springfield. Eso lo sabía a ciencia cierta. En cuanto a Somerset, gracias a Dios que se retiraba a finales de semana, porque Mills no se veía capaz de soportarlo durante más tiempo. Era como un cura, pero con unos humos de cuidado. No decía gran cosa, pero manifestaba a las claras su desaprobación cuando Mills hacía o decía algo que no le parecía bien. Y su malhumor bastaba para volver loco a cualquiera. Mills comprendía por qué todos los de la comisaría esperaban con ansia que se fuera.Mills miró hacia el suelo junto a la cama. Mojo, su perdiguero dorado, lo estaba observando y jadeaba con una gran sonrisa perruna pintada en su cara, suplicando que le hicieran caso. Lucky, la vieja collie mestiza, dormía profundamente entre las cajas aún sin desembalar. Mojo no estaba acostumbrado a dormir dentro de casa, donde no podía investigar de dónde procedía cada ruido que oía, por insignificante que fuera. Lucky, por su parte, era más afortunada; vieja y casi sorda, la ciudad no la perturbaba tanto.Mills lo sentía por Mojo. Bastante tenía con haber arruinado la vida de su mujer para encima hacer desgraciado a su perro. Intentó no mirar a Mojo a los ojos y se concentró en las subidas y bajadas del lomo peludo de Lucky.De la caja que había encima de Lucky sobresalía un trofeo de fútbol, un defensa dorado y paralizado en plena carrera sobre un pedestal de mármol de imitación. Mills esbozó una sonrisa agridulce. Su equipo del instituto había ganado el torneo estatal el primer año de bachillerato.Springfield Regional había derrotado a un duro equipo urbano con reputación de jugar sucio. Mills marcó uno de los tres goles de Springfield al correr desde la línea de las dos yardas en la cuarta jugada y salvar una muralla de monstruos cuya única misión era cargárselo.Su amigo del barrio, Rick Parson, cursaba el último año. Rick había jugado de delantero. Era un chico alto y fornido, un verdadero armario coronado por una calabaza.Un cabrón en el campo, pero divertidísimo fuera de él. Habría hecho cualquier cosa por arrancarle una carcajada a alguien. Nunca permitió que Mills olvidara que era su espalda la que había empleado como escalera para marcar aquel gol. Mills no podía asegurar si aquello era cierto o no, ya que en aquel momento había tantos cuerpos amontonados que no sabía quién era quién. Sin embargo, la historia era la mar de graciosa, sobre todo cuando Rick la contaba después del trabajo en el restaurante de Henley y animándose se levantaba la camisa para enseñar las abrazaderas invisibles a cualquier chica que mirara. De hecho, así fue como conoció a su mujer.Mills meneó la cabeza y exhaló un suspiro. Rick siempre había demostrado mucho temperamento en el instituto, y lo cierto era que con los años empeoró. Nadie podía imaginar que fuera policía, lo que lo hacía perfecto para misiones secretas. Se convirtió en el mejor agente que Springfield había tenido jamás, sin lugar a dudas. Si Mills hubiera estado ahí para ayudarlo, al igual que Rick lo había apoyado en el campeonato estatal, Rick seguiría en la policía. A Mills se le hizo un nudo en la garganta al recordar aquella noche lluviosa: Rick en la escalera de incendios, Mills saliendo del piso. Si Mills no hubiera...En aquel momento sonó el teléfono y Mojo empezó a ladrar.Mills descolgó antes del segundo timbrazo, pero Mojo se había sobresaltado y siguió ladrando.—¡Calla, Mojo! —Puso la mano en la espalda de Tracy y la acarició—. No pasa nada. Sólo es el teléfono.El cuerpo de Tracy se puso rígido mientras abría los ojos de par en par y contemplaba aquella habitación que le resultaba tan poco familiar.—Cariño..., ¿dónde estamos ? —susurró presa del pánico.—En casa, Tracy, estamos en casa.Mills se llevó el auricular al oído.—¿Diga?—Buenos días —saludó Somerset—. Venga a la calle Baylor, 377, lo antes posible. ¿Sabe dónde está?—La encontraré. —El tono carente de inflexiones de Somerset lo molestó de inmediato—. ¿Qué sucede?—Posible homicidio.—¿Qué significa posible?Pero Somerset ya había colgado.Bueno, a tomar por el culo, pensó Mills enojado.El teléfono emitía un ruido en su mano, exigiendo ser colgado, y Mojo empezó a ladrar de nuevo.—¡Calla, Mojo! —siseó Mills—. Vas a despertar a todo el mundo.—No importa, ya estoy despierta —dijo Tracy al tiempo que se incorporaba.Recorrió la habitación con una mirada infantil. No parecía feliz.CAPÍTULO 3
Somerset se encontraba en un callejón estrecho, entre dos bloques de pisos y revolvía el maletero de su coche en busca de la caja de guantes desechables de látex. Sabía que le quedaban algunos; siempre guardaba una caja en el coche. Pero había tanta mierda allí que resultaba imposible encontrarlos. El agente Davis, el primer policía uniformado que había llegado al escenario del crimen, estaba de pie junto a él, y aguardaba en silencio. Davis tenía la constitución de un levantador de pesas; pecho ancho, cintura estrecha y brazos que le pendían con torpeza de los anchos hombros. Somerset empezó a enfadarse mientras seguía buscando los guantes. Habría jurado que guardaba una caja entera en el maldito maletero. Tiró del chubasquero azul marino y miró bajo la caja amarilla de plástico que contenía el equipo de averías. Nada. Por pura desesperación abrió la caja amarilla y, para su sorpresa, ahí estaba, junto a las bengalas de emergencia, encajada entre la maraña de pinzas de batería. ¿Por qué narices había puesto los guantes ahí? Otra prueba más de que había llegado la hora de retirarse, pensó.
—Será mejor que se lleve la linterna, teniente —le aconsejó el agente Davis—. No hay luz en el piso.Somerset siguió buscando en la caja del equipo de averías y sacó dos linternas pequeñas de alta potencia, de esas que pueden sostenerse entre los dientes mientras uno cambia la rueda pinchada. Cerró el maletero y escudriñó el callejón sembrado de basura en busca de Mills. Un poco lento para ser tan entusiasta, pensó. Mills lo había decepcionado un poco. Por la forma en que el tipo había hablado el día anterior, Somerset imaginaba que acudiría cagando leches. Pero se equivocó. Alzó la mirada hacia la pared de uno de los bloques de pisos, concentrándose en las ventanas de la última planta.—¿Ha estado alguien dentro del piso ?—Sólo yo y Eric, el fotógrafo —repuso el agente Davis—. No hemos tocado nada. Todo está tal como lo encontramos.En aquel instante, Mills apareció al final del callejón. En una mano llevaba un vaso gigante de café y en la otra, un donut. Mientras se acercaba, Somerset advirtió que ofrecía un aspecto bastante legañoso.—Buenos días —masculló con la boca llena—. ¿Qué sucede?Era un donut de mermelada, una guarrada, la verdad.—Esto..., detective —empezó a decir el agente Davis al mismo tiempo que señalaba el donut de mermelada—. No creo que le apetezca entrar con eso.—¿Y eso? —inquirió Mills desconcertado.—Ya lo verá —replicó Davis—. Es por aquí.El agente los condujo por el pasillo hasta una puerta pesada y oxidada que ni un levantador de pesas conseguiría abrir con facilidad. El chirrido que emitió cuando el policía logró empujarla con el hombro fue peor que el ruido que produce una uña al deslizarse sobre una pizarra.El pasillo interior del piso era sombrío y parecía descuidado desde hacía mucho tiempo; el suelo de baldosas mugrientas estaba cubierto de fragmentos de pintura y polvo del yeso de las paredes ajadas por la humedad. Somerset estaba convencido de que aquellos fragmentos eran de pintura al plomo. Miró el asqueroso suelo con expresión huraña. Qué guarrada —se dijo, enojado—. ¿Dónde narices andan los inspectores de viviendas ? ¿Es que están todos durmiendo o qué? —Meneó la cabeza cuando los fragmentos crujieron bajo sus pies—. ¿De qué coño sirve todo esto?—¿Alguna idea sobre la hora de la muerte? —inquirió Somerset mientras seguía al agente Davis escalera arriba, con Mills en la retaguardia.Davis meneó la cabeza.—Como ya he dicho, no he tocado al hombre, pero puedo certificar que lleva al menos tres cuartos de hora con la cara metida en un plato de espaguetis.—Un momento, un momento —dijo Mills desde la retaguardia—. ¿Quiere decir que no ha comprobado si mantenía las constantes vitales ?Davis le lanzó una mirada hastiada por encima del hombro.—¿Es que hablo en chino, detective? Créame, el hombre está muerto. A menos que pueda respirar a través de salsa marinara.—Por el amor de Dios, a mí me enseñaron que lo primero que se hace en un presunto homicidio es comprobar si hay constantes vitales. ¿O es que eso sólo lo hacíamos en el norte ?Somerset no hizo caso del tono sarcástico de Mills y siguió subiendo la escalera tras el agente uniformado, que giró en un rellano y recorrió un pasillo que conducía a la parte delantera del edificio. Se detuvieron ante una puerta abierta que lucía el precinto amarillo de la policía. Piso 2A.—¿Alguna otra cosa que no haya hecho, agente? —masculló Mills.Davis le lanzó una mirada furiosa, y apretó las mandíbulas con impaciencia.—Escuche, detective, conozco el procedimiento tan bien como usted, pero este tipo estaba sentado en su propia mierda cuando he entrado en el piso. Si no está muerto, me parece que se habría levantado para hacer algo al respecto, ¿no cree?Mills estuvo a punto de responder, pero tenía la boca llena de donut de mermelada. Somerset decidió intervenir antes de que las cosas se pusieran feas.—Gracias, agente. Tendremos que volver a hablar con usted después de echar un vistazo.—Sí, señor. Esperaré abajo.Los ojos de Davis se encontraron con los de Mills antes de que éste se alejara por el pasillo. Mills lanzó una mirada enfurecida a su espalda por encima del borde del vaso.Somerset le alargó una linterna.—Me gustaría saber qué sentido tenía exactamente la conversación que ha estado a punto de entablar con Davis.—Y a mí me gustaría saber cuántas veces ha encontrado cadáveres que no lo eran hasta que volvía al coche patrulla para dar parte —replicó Mills cogiendo la linterna.—Basta, Mills.—Sí, de momento es suficiente.Somerset optó por no hacerle caso y se puso unos guantes de látex. Mills depositó el vaso de café en el suelo, junto a la puerta. Se agacharon para pasar por debajo del precinto policial, entraron en el oscuro piso y encendieron las linternas. El flash intermitente de una cámara que se hallaba en una habitación interior lanzaba ráfagas de luz al salón.Algo que había en el suelo llamó la atención de Somerset, quien iluminó el objeto para examinarlo. Junto a un cubo de reciclaje de plástico verde había cuatro pilas de revistas atadas pulcramente con bramante.Somerset y Mills recorrieron la estancia con las linternas. Sobre la mesita de café había unas cuantas revistas porno. El sofá estaba lleno de cojines amarillentos que un día habían sido blancos. Sobre la cómoda que había frente al sofá se veían dos televisores pequeños.Cuando se dirigían hacia la habitación de la que procedía el flash de la cámara, un hedor terrible sacudió los sentidos de Somerset. Sacó un pañuelo y se cubrió la nariz y la boca. Dirigió el haz de luz hacia la habitación y encontró la nevera. Era la cocina. En cuclillas junto al fregadero, Eric Goodall, el fotógrafo de la policía, recogía su equipo. Llevaba una mascarilla quirúrgica y una linterna pequeña sujeta a la frente con una cinta elástica.Eric se incorporó y se echó la funda de la cámara sobre el hombro.—Que lo paséis bien —murmuró al salir.No era precisamente un fan de Somerset. Este tenía por costumbre hacer repetir las cosas cuando alguien hacía chapuzas, y Eric Goodall era un especialista en chapuzas.Somerset recorrió la estancia con la luz de la linterna. Era una cocina pequeña. El fogón estaba lleno de restos de comida resecos y sobre cada uno de los quemadores se veía una cacerola o una sartén sucia; los mostradores estaban repletos de frascos abiertos, latas vacías, paquetes desechados de manteca de cacahuete, merengues, olivas negras, fríjoles negros, pizza congelada, gofres congelados, helado, Pepsi; la pica estaba abarrotada de platos y utensilios de cocina sucios. Las cucarachas celebraban un festín, indiferentes a la luz cegadora de las linternas. El hedor resultaba insoportable.La luz de la linterna de Somerset siguió un rastro de salsa roja a través de los armarios que se alineaban bajo el mostrador y del suelo mugriento, hasta la pata cromada de la mesa de cocina. El sobre de la mesa aparecía repleto de platos sucios, bolsas de tortillas mexicanas, bandejas de plástico transparente para galletas de chocolate, bocadillos a medio comer, una enmohecida patata asada con crema agria y cebollinos, una lata abierta de sopa de almejas de Nueva Inglaterra, un pedazo reseco de queso suizo y una caja de donuts variados en la que apenas quedaba ninguno.Desde la oscuridad surgió un silbido largo y tenue.—Que alguien haga el favor de llamar a los del Guiness —exclamó Mills—. Creo que tenemos un récord. —Se dirigió al otro lado del hombre y se agachó para ver mejor antes de volverse hacia Somerset con los ojos entornados—.¿Quién dice que ha sido un homicidio?—Nadie todavía —repuso Somerset.—¿Estamos perdiendo el tiempo o qué? El corazón de este tipo debe ser del tamaño de un jamón. Si no ha sido un infarto no sé qué habrá sido.Somerset se acercó más e iluminó las enormes piernas del hombre. Estaba descalzo, y la carne amenazaba con rasgar los pantalones. Somerset se agachó y sacó un bolígrafo para levantar el dobladillo. El tobillo hinchado aparecía atado a la pata cromada de la silla con un alambre de espino que estaba completamente sepultado en la herida reseca, y la carne que rodeaba el tobillo aparecía lívida e inflamada. Mills dirigió el haz de luz hacia el otro extremo de la mesa. Allí había sentado un hombre obeso sin camisa, desplomado hacia adelante, con el rostro enterrado en un plato de espaguetis cuyas hebras mordisqueaban varias cucarachas. Hasta que Somerset unió la luz de su linterna a la de Mills no se puso de manifiesto la verdadera corpulencia del hombre. Estaba increíblemente gordo, y unos pliegues enormes de grasa le envolvían la parte superior de los brazos como si fueran bolsas de agua. Sus costados estaban tapizados de grasa y la barriga le caía desde la cremallera abierta por debajo de la altura de la mesa hasta las rodillas.Una cucaracha solitaria se había instalado sobre la bola de grasa que se le formaba en la base del cuello, y retorcía sus antenas mientras decidía adónde iría a continuación para proseguir su cena.—¿Quiere cambiar de opinión, Mills? —preguntó Somerset.La luz de la linterna de Mills enfocó el regazo del hombre. Tenía las enormes muñecas atadas fuertemente con cuerda de tender la ropa.—Bueno —dijo Mills—, podría haberse atado él mismo para fingir que fue un asesinato. Una vez vi a un tipo en Springfield que quería que su familia cobrara el seguro de vida. Lo encontramos con un cuchillo clavado en la espalda y creímos que se trataba de un asalto frustrado. Tardé un tiempo, pero al final averigüé la verdad. Se había colocado el cuchillo entre los omóplatos, luego se apoyó contra la pared y se abalanzó contra la hoja...—Cállese un rato, ¿quiere?A Somerset le estaba entrando dolor de cabeza.—Perdón.Joder...Somerset no deseaba escuchar las batallitas de Mills.Estaba intentando concentrarse, averiguar qué narices había pasado. Estudió los cardenales violáceos que rodeaban los tobillos del hombre en un intento de hallar sentido a lo que veía. ¿Cómo coño había sucedido aquello ? ¿Por qué ?—¿Ha visto esto ? —apuntó Mills desde la oscuridad.—¿Qué ?—Aquí.Mills dirigió su linterna hacia un cubo de metal que había bajo la mesa y se agachó para verlo mejor. Se inclinó hacia adelante, pero de inmediato apartó el rostro.—¡Dios mío!—¿Qué es ?—Vómitos. —Mills se levantó y se alejó del cubo todo lo que pudo—. Es un cubo lleno de papas.—¿Hay sangre?—No lo sé. Mírelo usted mismo. No se corte.Somerset iluminó el rostro de Mills con la linterna para comprobar cómo se encontraba. Temió que Mills vomitara el donut. A los de la oficina del forense les daría un ataque si echaba las tripas en el escenario del crimen.—Si se encuentra mal salga, Mills.—Estoy bien.—¿Seguro?—Sí, seguro. He visto cosas peores.—¿En Springfield?Mills no respondió.El sonido impaciente que produjo un interruptor de la luz al encenderse y apagarse llenó el silencio. Un hombre alto de cincuenta y tantos años, con bigote muy poblado y gafas gruesas estaba de pie en el umbral. En la mano sostenía un pesado maletín de cuero negro.—Fantástico —masculló enojado al comprobar que el interruptor estaba estropeado.Por la ventana que había encima de la pica penetraba la grisácea luz matutina, suficiente para distinguir que se trataba del doctor O'Neill, el forense.El médico entró en la cocina sin hacer caso a ninguno de los dos detectives y dejó caer el pesado maletín negro a los pies del obeso. Se agachó y abrió el maletín, más parecido a una caja de herramientas que a un maletín de médico. Empezó a rebuscar en él sin dejar de mascullar para sus adentros. El doctor O'Neill no destacaba precisamente por su personalidad encantadora.Somerset sabía que Mills esperaba una presentación formal, pero éste no sabía que lo más probable era que el doctor O'Neill hiciera caso omiso de ellos hasta que se sintiera dispuesto a hablar, cosa que quizá ni llegara a ocurrir.Así era él. En cierta ocasión, mucho tiempo atrás, había confiado a Somerset que prefería los muertos a los vivos porque al menos éstos sabían mantener la boca cerrada mientras él trabajaba.Mills abrió la puerta de la nevera y la bombilla interior iluminó un lado del muerto, como si el sol alumbrara un planeta. El frigorífico estaba casi vacío.—¿Cree que ha sido veneno ? —preguntó al médico.El doctor O'Neill no respondió.Somerset abrió el horno y lo enfocó con la linterna.—Las conjeturas no sirven para nada, Mills.Una gran bandeja de asado contenía cinco centímetros de grasa solidificada y rancia. Junto al frigorífico, un cubo de basura de color crema estaba lleno a rebosar de latas y paquetes. Mills lo estaba revolviendo con un bolígrafo.El doctor O'Neill se puso unos guantes de látex.—Tenéis a los de la oficina del forense esperando fuera, chicas. Están muy impacientes. ¿Creéis que cabemos todos aquí dentro ?—Hay sitio —asintió Mills—. El problema es la luz.Somerset recorrió la estancia con la mirada. Se imaginaba que alguien volcaría el cubo de vómitos si todos se amontonaban allí dentro. No hacían falta dos detectives.—Mills, ayude a los agentes a interrogar a los vecinos —ordenó.Mills se puso rígido.—Me gustaría quedarme en el lugar de los hechos, teniente.Somerset mantuvo el haz de luz de la linterna sobre el cadáver mientras el médico empezaba a mascullar sus primeras impresiones en una grabadora.—Haga entrar a uno de los tipos de la oficina del forense cuando salga, Mills.—Pero, teniente...—Váyase.Mills enfocó el rostro de Somerset con la linterna. El teniente entornó los ojos, pero sin dejar de mirar la luz, a la espera de que Mills obedeciera sus órdenes. Este chico tiene que aprender a no tomárselo todo en plan personal, pensó. También debía aprender a que no le afectasen tanto las cosas. En eso residía el secreto de la supervivencia en aquel trabajo. Era una lástima que Somerset jamás lo hubiera aprendido. Al cabo de unos instantes, Mills apagó la linterna y abandonó la cocina con paso airado.El doctor O'Neill se inclinó hacia adelante y agarró al gordo por la papada para levantarle la cara del plato de espaguetis. Tenía el rostro tan hinchado que seguramente le habría resultado difícil abrir los ojos lo suficiente como para ver algo.—Bueno, está muerto —sentenció O'Neill—. Eso podemos asegurarlo.—Gracias, doctor.—Enfóquele la boca.Somerset se acercó más y obedeció al médico.—¿Qué ve?—Huumm... ¿Ve esas manchas en los labios?—Sí.—Son azules.—Sí.—¿Sabe de algún alimento azul? Los arándanos no cuentan; son de color violeta.Somerset se aproximó más para ver de qué estaba hablando el médico. La salsa que goteaba de la boca del hombre estaba salpicada de diminutas manchitas azules.—¿Qué es, doctor?—No tengo ni la menor idea.El médico volvió a dejar la cara del hombre sobre el plato de espaguetis.CAPÍTULO 4
Mills observó el denso tráfico de Kennedy Avenue a través del parabrisas. Somerset conducía con una expresión plácida, casi aburrida, pintada en el rostro. Mills no había pronunciado palabra desde que subieran al coche, pero tenía el estómago revuelto. No quería que lo tomaran por un peso ligero, que era precisamente lo que estaba haciendo Somerset. Cierto, Somerset era el teniente y él era el nuevo de la brigada, pero no era un novato, maldita sea, ni mucho menos. Mills quería hacérselo entender a Somerset, pero no sabía cómo sacar el tema a colación sin parecer un llorón. Sin embargo, si no lo aclaraba acabaría con una úlcera.
Un camión de reparto de color marrón oscuro estaba aparcado en doble fila ante ellos, entorpeciendo el tráfico.Mills no comprendía por qué Somerset no utilizaba la sirena y la luz parpadeante para salir del atasco. Resultaba evidente que Somerset tenía la paciencia de un santo, pues parecía estar satisfecho donde estaba, avanzando a paso de tortuga como el resto de los ciudadanos.—¿Por qué no pone la sirena? —preguntó por fin.—Porque no serviría de nada.—¿Por qué no ?—No se puede avanzar. Mire, están todos parados hasta el bulevar.—Pero ¿la gente no se apartará si oye la sirena?Somerset lo miró por el rabillo del ojo.—Aquí no.Mills se mordió el labio inferior. ¿Qué era aquello ? ¿Otra indirecta? Allá en el culo del mundo, de donde venía él, los palurdos se apartaban al oír la sirena de la policía. Pero aquí, en la ciudad, la gente sofisticada no presta atención a semejantes paridas. Si Mills no era tan inexperto, debería saberlo.Por fin, Mills no pudo aguantar más.—Ha visto mi expediente, ¿verdad? Ha visto lo que he hecho, ¿no ?Somerset meneó la cabeza sin apartar los ojos de la carretera.—Pues no.De repente Mills se ruborizó, enojado. ¿Por qué narices no se había molestado en leer su expediente?—Pues bien, si hubiera echado un vistazo a mi expediente sabría que he pasado bastante tiempo haciendo recados y pateándome las calles. He trabajado mucho tiempo en esa mierda.Somerset asintió sin apartar aún la vista de la calzada.—Bien —se limitó a decir.Mills tenía un nudo en la boca del estómago del tamaño de un puño.—Teniente, en la placa que llevo en el bolsillo pone detective, igual que en la suya.Somerset se volvió por fin hacia él.—Mills, tomé una decisión. Mi prioridad se centraba en mantener intacto el escenario del crimen. La cocina era demasiado pequeña para permitir que un montón de tipos pululasen por allí, chocando contra las encimeras y volcando cosas. Así es como se pierden pruebas. No puedo preocuparme de si usted cree que le están haciendo suficiente caso o no, al menos no mientras haya pendiente una investigación por homicidio.—Sí, claro, lo entiendo, pero... —Asestó un puñetazo al salpicadero— Pero, maldita sea, no me joda. ¿vale? Es lo único que le pido. No me joda.Mills se sentó de lado en espera de una respuesta, pero Somerset mantuvo la mirada fija en el tráfico mientras asentía con un movimiento de cabeza. A medida que se prolongaba el silencio, Mills se iba sintiendo más idiota por la forma en que se había estallado.—¿Sabe, Mills? —dijo por fin Somerset—, vamos a pasar mucho tiempo juntos en este caso hasta que me vaya.Durante estos días puedo explicarle quiénes son sus amigos y quiénes sus enemigos. Puedo enseñarle a evitar el papeleo. Puedo enseñarle a integrarse, como diría el capitán.Sin embargo... —Somerset carraspeó y miró a Mills de soslayo— joder es algo con lo que tendrá que arreglárselas usted solito.Mills tardó unos segundos en darse cuenta de que Somerset estaba bromeando.Una sonrisa maliciosa se dibujó en el rostro de Somerset mientras bajaba la mirada hacia la entrepierna de Mills.—No creo que debamos mantener esa clase de relación, Mills. Empezaríamos a pelearnos por las cosas más insignificantes.Mills no pudo por menos que echarse a reír. Increíble.Somerset tenía sentido del humor. Meneó la cabeza. Tal vez Somerset no fuera el chiflado que pintaba todo el mundo. A lo mejor, después de todo era un tipo legal.Pero entonces Mills contempló el atasco y apretó los dientes. Si al menos el hijo de puta hiciera algo para salir de este maldito embotellamiento, pensó.Pese a las baldosas resplandecientes y las relucientes mesas de trabajo de acero inoxidable, la sala de autopsias de la oficina del forense olía como una tienda de animales sin limpiar. Pero no era eso lo que molestaba a Mills. Era la visión del hombre gordo muerto, a quien habían abierto en canal desde el cuello hasta la entrepierna.Se llamaba Peter Eubanks y trabajaba en una imprenta del centro. Su jefe lo había visto por última vez el jueves.No había ido a trabajar el viernes, pero eso no era nada raro en él. Según el jefe de Eubanks, siempre había estado gordo, entre ciento veinticinco y ciento treinta kilos, un metro setenta y cinco de estatura, pero nunca había estado tan gordo como cuando lo encontraron muerto. Más de ciento cincuenta kilos. Al parecer, había engordado todos aquellos kilos durante el fin de semana. Según el doctor Santiago, algunos de sus huesos empezaban a doblarse debido al peso.Habían unido dos mesas de acero inoxidable para que cupieran los enormes pliegues de grasa del cuerpo de Peter Eubanks, mientras las tripas se desparramaban por todas partes. Mills intentó no mirarle la cara. Recordó que lo más penoso de mirar durante una autopsia era la cara; si no te concentras en la cara, los fiambres no parecen más que cuartos de ternera. Es la cara lo que te recuerda que se trata de un ser humano. Pero en este caso, la visión del rostro lo trastornaba aún más, porque el tipo no sólo estaba abierto en canal, sino que era un gordinflón de chiste, pero real. Aunque lo estaba mirando de cerca, a Mills le resultaba difícil creer que un ser humano pudiera convertirse en algo así.Mílls miró por encima del hombro la mesa contigua, donde otro patólogo diseccionaba otro cadáver. En cuanto vio el diminuto brazo sin vida se dio cuenta de que se trataba de un bebé, y de inmediato se giró de nuevo hacia el gordo. Los bebés siempre eran lo más difícil de soportar.El doctor Herman Santiago se hallaba de pie al otro lado del gordo, con la bata de color azul turquesa salpicada de sangre medio seca. Tenía una espesa mata de cabello negro bien engominado, que peinaba en un pequeño tupé, y llevaba unas gafas de concha de vidrios gruesos.—Nuestro amigo lleva mucho tiempo muerto —les anunció.Somerset estaba de pie junto al médico; asintió lentamente y sin expresión alguna en el rostro.Mills intentó concentrarse en las palabras del médico, pero no conseguía apartar su vista del rostro, por lo que cada vez se sentía un poco más mareado.—¿Cree que ha muerto envenenado, doctor? —inquirió mientras se obligaba a apartar la mirada del rostro.—Los de serología siguen investigando, pero no lo creo. No presenta los indicios habituales.El médico introdujo la mano en el vientre del hombre y apartó un pedazo de grasa, que emitió un ruidoso chapoteo.—¿Ve esto? —prosiguió mostrándole un gran órgano que Mills no reconoció—. Normalmente sería de color rojo oscuro si hubiera muerto envenenado, pero como ve, no lo es. Póngase a este lado para observarlo, detective.Mills hizo una mueca y se acercó un poco, aunque manteniendo las distancias. Podía prescindir perfectamente de los efectos especiales humanos.El doctor Santiago arrugó la nariz para subirse las gafas.—¿Se encuentra bien, detective ?—Sí.—Ya había visto autopsias, ¿no?—Sí, he visto muchas autopsias, doctor.—Pues no tiene buen aspecto.—Me encuentro bien, sólo que...—¿Sólo qué? —intervino Somerset.—Pues que... ¿cómo puede alguien descuidarse tanto como este tipo ? Quiero decir, ¿a ustedes no les parece un poco asqueroso?El doctor esbozó una sonrisa torva.—¿Sabe que hicieron falta cuatro enfermeros para subir a este tipo a la mesa?—Y apuesto lo que sea a que todos están herniados —repuso Mills, sin ánimo de hacerse el gracioso.Somerset se había acercado a una pila de acero inoxidable donde varios bultos viscosos de color rosa y amarillento se alineaban sobre servilletas de papel. Observó la balanza de tendero que pendía del techo. En su interior yacía otro órgano rojo e inflamado que pesaba más de seis kilos.En un estante sobre la pila había una hilera de pequeños frascos de vidrio. Somerset estiró la cabeza para examinarlos con detalle.Mills escudriñó la cavidad ensangrentada del torso del hombre y meneó la cabeza, hipnotizado por el espectáculo.—¿Cómo coño pasaba esta bola de grasa por la puerta del piso?—Por favor —replicó Somerset—. Es evidente que el hombre no salía mucho.—Echen un vistazo a esto —dijo el doctor Santiago.Dio la vuelta a algo blando que había en las tripas del muerto para que los otros pudieran verlo, pero Mills no consiguió imaginar de qué se trataba.—Es la parte anterior del estómago —explicó el doctor Santiago—. ¿Ven lo grande que es?Mills y Somerset se inclinaron sobre el cuerpo. El estómago parecía bastante grande, pero Mills no tenía ni idea del aspecto que debía tener un estómago normal.El doctor Santiago señaló el costado del estómago, donde aparecían unas estrías de color rojo oscuro.—Miren esto. Son marcas de dilatación. Y aquí también. —Dio la vuelta al estómago, que emitió otro fuerte chasquido—. Más señales de dilatación. Esto se debe a la cantidad de comida que ingirió en las horas previas a su muerte.Mills se obligó a aproximarse algo más.—No sé si entiendo a qué se refiere.—Mire. Aquí... y aquí... —otro chasquido— líneas de distensión en todo el estómago. ¿Y ve esto? El estómago empezaba a desgarrarse.—¿Quiere decir que este hombre comió hasta explotar? —preguntó Somerset con el ceño fruncido.—Bueno, no, no llegó a explotar. No del todo. Pero se produjo una considerable hemorragia interna a causa de la sobrecarga, y también hay un hematoma en la parte exterior.Levantó el pesado pliegue de tripa y les mostró una mancha de color rojo intenso en el exterior del vientre del hombre. Era del tamaño de una remolacha.—No creo haber visto nunca un hematoma tan grande —comentó el médico.Mills observó que Somerset cogía unos guantes de látex de una caja que había en el estante y se los ponía mientras rodeaba la mesa para situarse junto a la cabeza del médico.—Así que según usted, doctor, este hombre murió por un exceso de comida.—Sí. Creo que ésta es exactamente la causa.—Pero ¿qué hay de los cardenales ? —insistió Somerset, volviendo la cabeza del cadáver.La parte posterior estaba afeitada y dejaba al descubierto un conjunto de cardenales semicirculares y circulares del tamaño de monedas de diez centavos.—¿Qué me dice de ellos ?—No lo sé. Todavía no he llegado a eso.—Parece como si le hubieran puesto el cañón de un arma contra la nuca —aventuró Somerset.El doctor Santiago arrugó la nariz, echó un vistazo y asintió.—Es muy posible. Si apuntaron el arma contra la piel con suficiente fuerza, puede ser.Mills se acercó para inspeccionar los moratones.—¿Ve esto? —Señaló con el dedo meñique, sin tocar—.Sobre algunos de los círculos hay una línea corta y vertical.Parecen marcas hechas por la mira frontal de una pistola.Deberíamos consultar a balística y ver si pueden proporcionarnos una lista de las armas que tienen la mira nivelada con el cañón.Mills se alegraba de haber descubierto las marcas de la mira antes que los demás. Ya le había dicho a Somerset que no era ningún novato.—Señoras y señores, creo que esto lo confirma. Sin duda, nos hallamos ante un homicidio.Somerset se limitó a mirarlo con expresión levemente desaprobadora.Mills se llevó un buen chasco. Había esperado al menos un pequeño reconocimiento del teniente por su perspicacia.—Doctor —dijo Somerset mientras se dirigía de nuevo hacia la pila—, querría preguntarle algo acerca de estas muestras.Cogió un vial de vidrio transparente del tamaño de un frasco de medicamento. En el fondo, flotando en conservante también transparente, se observaba una serie de puntitos azules.—¿Estas partículas azules las encontró alrededor de la boca de la víctima ?—No. —Santiago cogió otro frasco similar del estante—. Estas son las que recogí en la zona de la boca. Las que tiene usted, las más grandes, las encontré entre el contenido del estómago.Somerset alzó el frasco para que Mills pudiera verlo.Ambos observaron los fragmentos azules. Somerset agitó el frasco, y las partículas se arremolinaron como la nieve de un pisapapeles.—¿Tiene idea de lo que puede ser? —inquirió Somerset.—Todavía no lo he enviado al laboratorio —contestó el médico, encogiéndose de hombros.—¿No le gustaría intentar adivinarlo ? —insistió Somerset.—No tengo ni idea. Esta mañana han entrado cuatro cadáveres, de modo que estamos un poco sobrecargados de trabajo. En cuanto consiga que alguien lo analice, se lo haré saber.Mills estudió los fragmentos con el ceño fruncido, intentando imaginar algo siquiera remotamente comestible que pudiera tener ese aspecto.—¿Alguna idea ? —le preguntó Somerset.—A lo mejor no es comida —replicó Mills, encogiéndose de hombros. Bajó la mirada hacia la selección de órganos del cuerpo hinchado—. A lo mejor es un envoltorio, alguna especie de recipiente. Quiero decir, que el tipo no era precisamente un sibarita.Somerset dejó el frasco sobre el estante y se quitó los guantes de látex.—Póngase en contacto conmigo en cuanto averigüe algo acerca de estas partículas azúles, ¿quiere, doctor?Tiró los guantes a la basura y se dirigió hacia la puerta sin volver a hablar con Mills.Mills le lanzó una mirada furiosa. Menudo compañero, pensó.CAPÍTULO 5
Aquella tarde, en la comisaría, el capitán se hallaba sentado a su mesa y echaba un vistazo a la documentación relativa al hombre gordo que tenía sobre ella. Peter Eubanks, la víctima, había dejado de tener nombre; todas las personas que guardaban relación con el caso lo llamaban simplemente el hombre gordo. Mills tenía que reconocer que incluso él mismo lo hacía. Habían encontrado el cadáver aquella misma mañana, pero su identidad ya estaba muerta y enterrada. La gente tiende a recordar a los asesinos, pero las víctimas no tardan en caer en el olvido.
Mills esperó mientras el capitán leía el informe preliminar de la oficina del forense. El capitán era un hombre de cuarenta y muchos o cincuenta y pocos años, ojeroso, con cabellos inalterables como los del anuncio de Grecian y piel granulosa. Mills intentó no mirar el lado del rostro del capitán donde una porción de carne palpitaba cada vez que apretaba la mandíbula, algo que hacía de forma constante.Mills se había fijado en que tenía la costumbre de hacerlo siempre que no hablaba.El despacho del capitán era algo más grande que cualquier otro de la comisaría. Tenía tres ventanas, pero la vista era deplorable, pues consistía en numerosos bloques de pisos de alquiler y ruinas urbanas. La parte superior de las paredes estaban acristaladas. Las persianas verticales cerradas alejaban el estruendo de la sala de la brigada. Mills se apoyaba contra un archivador bajo. Somerset estaba sentado en una de las sillas que había delante de la mesa, con las piernas cruzadas mientras fumaba un cigarrillo con aire indolente, como si esperara el tren.Sin duda alguna, Somerset era un tipo raro, pero había algo en él que Mills admiraba. En primer lugar, en cuanto se trataba de homicidios resultaba evidente que sabía lo que se hacía. Sólo habían transcurrido ocho horas desde que encontraran al gordo, pero la investigación ya estaba en marcha, y todo porque Somerset no había parado durante todo el día, acudiendo a la gente adecuada, machacándolos cuando hacía falta, solucionado problemas. En Springfield, Mills habría tardado una semana en reunir la documentación que el capitán ya tenía sobre la mesa.Somerset no era diplomático y le importaba un comino lo que los demás pensaran de él. Ya había tratado mal a Mills en el escenario del crimen, pero eso no importaba. El tipo era una fiera, y Mills sabía que podía aprender mucho de él: no las cosas oficiales que se aprendían de los libros en la academia, y que Mills ya conocía, sino esas otras que salían de las entrañas, los instintos, y Mills tenía la sensación de que a Somerset le sobraba de eso. Somerset jamás parecía titubear, al menos que Mills supiera, y no se obsesionaba con los errores que cometía. ¿Qué importaba si ofendía a alguien? Ya lo superarían. Lo fundamental era llevar adelante la investigación.Mientras Mills observaba a Somerset dar otra larga calada al cigarrillo, se preguntó cómo habría reaccionado el teniente aquella noche en Springfield, cuando Rick Parsons había...Mills miró por la ventana los bloques de pisos que se alzaban en la acera de enfrente; el pulso le latía con violencia, y el recuerdo de aquella noche se adueñó totalmente de él.Las cosas no deberían haber sucedido de aquel modo. El y Parsons habían dado los pasos correctos, habían cubierto todas las bases. Debería haberse tratado de una detención rutinaria. Cada uno de ellos contaba con el refuerzo de policías uniformados, y la descripción del sujeto no parecía requerir medidas extraordinarias. Russell Gundersen, un ingeniero eléctrico de cuarenta y siete años, había matado a su mujer a tiros en un arranque de desesperación cierta noche en que ella salía de un bar. La mujer se había divorciado de él y obtuvo la custodia de los hijos; además, proyectaba casarse con un tipo que vivía en la Costa Este. Russell tenía miedo de no volver a ver a sus hijos.Russell no era un asesino a sangre fría; era un hombre dolido, pero aun así, Mills y Parsons no habían corrido ningún riesgo. Russell vivía en el último piso de un bloque de cuatro plantas sin ascensor. Parsons subió por la escalera de incendios, mientras que Mills se dirigió a la puerta principal del piso. Eran las tres de la madrugada. Iban a pillarlo desprevenido, tal como indicaban los libros. A las tres y diez en punto, Mills llamó a la puerta, según habían planeado. Se había identificado como oficial de policía, como estaba estipulado. Al ver que Russell no abría, Mills había permitido que los agentes uniformados utilizaran la barra para forzar la puerta. A continuación, Mills se adelantó a los agentes y fue el primero en entrar. El equipo de música funcionaba a poco volumen. Sonaba un vals vienés.Russell Gundersen no estaba tendido en la cama, muerto de miedo como habría correspondido a cualquier ingeniero eléctrico que se preciara.No, Russell estaba levantado, completamente vestido y de pie a la luz de la luna; en la mano sostenía un revólver de nueve milímetros y apuntaba a Rick Parsons, que se hallaba en la escalera de incendios sin saber que el sospechoso estaba ahí.—¡Tire el arma! —gritó Mills al tiempo que levantaba la suya y apuntaba a la espalda del hombre—. ¡Tire el arma, Russell!Pero aquél fue el error de Mills, titubear.Debería haberse limitado a disparar y reducir a Russell, porque éste acabó disparando primero, disparando sin saber adónde. Logró efectuar seis disparos antes de que Mills y los agentes uniformados lo abatieran. Russell sólo metió un gol. Rick Parsons recibió un impacto en la cadera izquierda; no un tiro mortal, pero sí suficiente como para saltar por la barandilla de la escalera de incendios. Cayó cuatro pisos y se estrelló contra el canto de un contenedor de acero. Daños irreparables en la columna vertebral.Rick se quedó parapléjico; se quedaría atado a una silla de ruedas para el resto de sus días. El tipo al que Mills había utilizado como escalera para marcar un gol en el campeonato estatal no sentía nada de cintura para abajo. Tenía dos hijos pequeños, y ambos jugaban al fútbol, pero Rick jamás podría enseñarles sus trucos. Y todo porque Mills había titubeado, porque se había compadecido de Russell Gundersen y del infierno por el que, según imaginaba, lo habría hecho pasar su mujer, porque en el fondo creía que Russell era un tipo razonable que haría caso de la autoridad y se rendiría sin rechistar. Las cosas no deberían haber salido de aquella manera.Pero sucedió así. Y dijeran lo que dijeran Rick, Tracy, los psicólogos de poca monta del departamento y la oficina del alcalde, Mills tuvo la culpa.Somerset no habría titubeado. Se habría limitado a disparar. Habría sabido por instinto que debía disparar. Un sospechoso armado no merece el beneficio de la duda. Le disparas antes de que él dispare. No deberías ni pensártelo.Somerset no se habría detenido a pensarlo. Tenía los instintos, la inteligencia, la mentalidad de un depredador. Hacía lo que había que hacer.Mills debía adoptar esa forma de actuar. Esa era la razón por la que se había ido a trabajar a la ciudad. Quería aprender de los profesionales, de los policías de verdad, los tipos que se enfrentaban a lo peor de lo peor todos los días de la semana. Porque después de que Rick Parsons se quedara paralítico, Mills había jurado que nunca más volvería a permitirse un titubeo, que se convertiría en el mejor policía que jamás hubiera existido, maldita sea. Porque un Rick Parsons en la vida de un hombre era más de lo que cualquiera podía permitirse. Nunca permitiría que aquello volviera a ocurrir. Jamás.A Mills empezaron a temblarle las manos, que mantenía dentro de sus bolsillos, cuando se percató de dónde estaba. Aspiró profundamente y desterró de su mente las emociones confiando en que ni Somerset ni el capitán se hubieran dado cuenta.El capitán seguía estudiando el informe del forense y meneaba la cabeza con incredulidad.—Perdonad el jueguecito de palabras, pero esto me resulta difícil de tragar. ¿Vosotros os lo creéis?Somerset asintió lentamente.—A la víctima le dieron a escoger. O comía o le volaban los sesos. Comió hasta hartarse y luego lo obligaron a seguir.—Se levantó para desperezarse—. El asesino le puso la comida delante y lo obligó a ingerirla. Y se tomó su tiempo. El doctor Santiago cree que la cosa pudo durar doce horas o más. La víctima tenía la garganta inflamada, probablemente debido al esfuerzo de engullir toda esa comida, y no cabe duda de que en un momento dado perdió el conocimiento.Fue entonces cuando el asesino le propinó una patada, seguro que para despertarlo y obligarlo a que siguiera comiendo.—Sádico hijo de puta —masculló Mills.—Premeditado en extremo —sentenció Somerset—. Si quieres matar a alguien, vas y le disparas, pero no te arriesgas a malgastar el tiempo que supone hacer esto a menos que el acto en sí tenga algún significado.—Un momento, un momento —lo atajó el capitán—.A lo mejor alguien le tenía manía al gordo y decidió torturarlo.—Encontramos dos recibos del supermercado —replicó Somerset—. Eso significa que el asesino interrumpió la sesión en un momento determinado e hizo un segundo viaje al súper. Es evidente que tenía un plan.El capitán volvió a apretar la mandíbula, y entre las cejas se le formaron unas profundas arrugas. Mills le comprendía. Tampoco él había querido creerlo en un principio.Somerset rompió el silencio.—Creo que esto no es más que el comienzo.—Eso no podemos saberlo —espetó el capitán, lanzándole a Somerset una mirada furiosa—. Tenemos a un solo tipo muerto. No a tres o cuatro; ni siquiera a dos.Somerset volvió a sentarse y miró al capitán con aire cansino.—Pues entonces, ¿cuál es el móvil?—No empiece, Somerset —estalló el capitán—, ¿de acuerdo? No empiece a meter cizaña antes de tener razones para hacerlo. Eso se le da muy bien. Ya andamos justos de personal; no puedo permitirme asignar un grupo de trabajo en estos momentos. Y, desde luego, no me hace ninguna falta que un montón de cámaras me persigan cada vez que entre o salga de mi coche. ¿Me ha entendido, Somerset?Somerset se colocó otro cigarrillo entre los labios.—Quiero que me asignen otro caso.—¡Eh, eh! —terció Mills con los ojos abiertos de par en par—. ¿Y eso a qué viene?Mills no quería otro compañero. Quería quedarse con Somerset el tiempo suficiente para poder aprender de él.Por supuesto, no lo expresó en voz alta.El capitán exhaló un suspiro hastiado.—Pero ¿de qué habla, Somerset? Sólo le queda una semana. ¿Qué importa?Somerset encendió un cigarrillo.—Este no puede ser mi último caso. Se irá alargando, y no quiero dejar las cosas a medias cuando me vaya.El capitán apretó los labios en un intento denodado de no perder los estribos. A todas luces, Somerset ya lo había exasperado en otras muchas ocasiones.—Se va a jubilar, por el amor de Dios. Dentro de seis días se habrá largado de aquí para siempre. Además, no sería la primera vez que dejara las cosas a medias.Somerset entornó los ojos para evitar que el hilillo de humo del cigarrillo penetrara en ellos.—Todos los demás casos se solucionaron en la medida de lo posible. Además, si me permite hablar con franqueza...El capitán puso los ojos en blanco con ademán desesperado.—Claro. Aquí todos somos amigos.—Si le interesa mi opinión —prosiguió Somerset, señalando a Mills—, éste no debería ser su primer caso.Mills se levantó de un salto de la repisa de la ventana.—Pero ¿qué dice ? Este no es mi primer caso, capullo, ¡y usted lo sabe muy bien!—Es demasiado pronto para él —insistió Somerset sin prestarle atención—. No está preparado para un caso como éste.—Eh, que estoy aquí. Dígamelo a la cara.A Mills le palpitaban las sienes.—Siéntese, Mills —ordenó el capitán.Pero Mills no quería sentarse. Se sentía traicionado.Ahí estaba el detective del que quería aprender, diciendo que se fuera a paseo, que no era suficientemente bueno para trabajar en el caso del hombre gordo.—Capitán, ¿podemos hablar a solas? —pidió Mills—.Si él no quiere trabajar conmigo, de acuerdo. No es que yo haya suplicado precisamente que me dejaran trabajar con él...—¡Siéntese! —gritó el capitán señalando la repisa de la ventana.A regañadientes, Mills volvió a apoyarse contra la repisa. Miró a Somerset de soslayo con expresión furiosa, y él le devolvió la mirada con una serenidad desprovista de toda emoción.Pues, váyase a tomar por culo —pensó Mills—. ¿Quién coño le necesita?El capitán hizo crujir sus nudillos y lanzó un suspiro enojado mientras los músculos de la mandíbula le bailaban a ambos lados del rostro.—No tengo a nadie más a quien asignar este caso, Somerset, y usted lo sabe. Ya vamos apurados, y nadie va a aceptar el cambio, y menos con usted.Mills sintió que la sangre le subía a la cabeza.—Páseme el caso del hombre gordo a mí, capitán.Puedo arreglármelas solo.—¿Cómo dice, Mills ? —inquirió el capitán con los ojos entornados.—Si él quiere irse, pues adiós. Démelo a mí.El capitán miró alternativamente a Mills y a Somerset como si considerara el asunto. Mills sintió un nudo en el estómago. Quería el caso para poder demostrar su valía, pero no deseaba perder a Somerset... por muy hijo de puta que fuera.El capitán se inclinó hacia adelante y miró a Somerset a los ojos.—¿Decía en serio lo de este asesino? ¿Realmente cree que no ha hecho más que empezar?Somerset cerró los ojos y asintió.—Mierda —masculló el capitán—. Siempre he deseado que su instinto fallara, pero la verdad es que casi nunca es así. Por eso no quiero que deje el caso del hombre gordo, Somerset. Por si acaso. Pero no se empecine en darle más importancia de la que tiene. Simplemente, haga lo que esté en su mano hasta que se vaya. ¿Me ha entendido ?Somerset se limitó a mirar el suelo con fijeza mientras expulsaba el humo por la nariz.—En cuanto a usted, Mills, le voy a asignar otro caso.—Pero...—Nada de peros. Miraré los papeles y le buscaré otro compañero. A menos que el Mesías reaparezca antes de que se ponga el sol, cuente con que antes de medianoche tendremos otro homicidio para usted.—Pero, capitán...—Nada más. Y ahora, váyase.Mills estaba tan enfadado que sintió ganas de arrojar una silla por la ventana. No era eso lo que quería. Deseaba quedarse con Somerset, pero sin ser tratado como un gilipollas. Por otra parte, no quería reaccionar como un crío.Quería demostrar al capitán que podía manejar un caso por sí solo, aunque fuera un caso de la gran ciudad.—Ya me ha oído, Mills —ordenó el capitán.Mills se mordió el labio inferior mientras se dirigía hacia la puerta, siguiendo el rastro del humo del cigarrillo de Somerset, que ya había salido.CAPÍTULO 6
A la mañana siguiente, un tipo de aspecto ridículo, que vestía un mono blanco y gorra de pintor, estaba junto a la puerta del despacho de Somerset y borraba el nombre de Somerset del vidrio. Somerset estaba sentado ante la máquina de escribir, intentando concentrarse en los formularios que debía rellenar sobre el caso del hombre gordo, pero el pintor lo estaba cabreando, y no sólo por ser lento y perezoso. En opinión de Somerset, aquel tío personificaba un síntoma de todo lo que andaba mal en el mundo.
Antaño la gente ponía interés en lo que hacía, pero ahora tenía la sensación de que a nadie le importaba nada un comino. ¿Y qué si eres un chapucero? Te pagarán de todos modos. Con la precaria situación de los sindicatos, alguna gente trabajaba poquísimo y aun así cobraba. La situación dejaba mucho que desear. La gente creía merecer más de lo que en realidad merecía. Eso le inducía a querer hacer menos por cada vez más. ¿Para qué rascar pintura por nueve dólares la hora si puedes vender drogas y ganar mil dólares a la semana sin ningún problema y además en la comodidad de tu hogar? Lo peor del caso es que tal lógica tenía sentido.Somerset dio una calada al cigarrillo y se volvió hacia la ventana. Su atención fue captada por una valla publicitaria que mostraba un reluciente coche negro japonés con un hombre apuesto tras el volante y una rubia elegante junto a él. Somerset calculaba que aquel coche costaría al menos treinta de los grandes. Los tipos que ganan nueve dólares la hora sólo pueden soñar con coches y mujeres así. Pero la sociedad despliega ante ellos todas esas tentaciones, y algunas personas son incapaces de resistirse. Tienen que conseguir cosas así para poderse comprar un poco de autoestima, así que hacen lo que sea para obtenerlas.Dio otra calada al cigarrillo y lo dejó en el cenicero antes de volverse a concentrar en el formulario de cuatro páginas que lo aguardaba en su vieja máquina de escribir. Tecleaba con dos dedos, pero se las arreglaba bien para describir el escenario del crimen y la posición del cadáver cuando llegaron al lugar: Marcas profundas de ataduras alrededor de los tobillos con sangre reseca, escribió.Un fuerte golpe en la puerta lo distrajo.—Perdón —se disculpó el capitán ante el pintor mientras abría la puerta y entraba—. ¿Puedo hablar con usted un momento ? —preguntó a Somerset.—Claro, entre.El capitán se abrió paso en la pequeña oficina, sorteando las cajas de embalaje que cubrían el suelo. La mitad de ellas llevaba garabateado el nombre de Mills en los costados, con rotulador negro. Mills se quedaría con el despacho, pero durante el resto de la semana tendrían que compartirlo.El capitán se sentó en el borde de la mesa y apoyó un pie sobre una de las cajas de Mills. Se había cruzado de brazos, y su mandíbula trabajaba a toda velocidad. Somerset advirtió que estaba buscando el modo de empezar. Cuando por fin se decidió, el pintor eligió aquel preciso momento para empezar a rascar el vidrio. El capitán apretó las mandíbulas aún con más fuerza e hizo una mueca. Era como si alguien deslizara las uñas por una pizarra.—¿Por qué no va a tomarse un café? —sugirió el capitán a través del vidrio.—¿Qué? —replicó el pintor, llevándose una mano detrás de la oreja.El capitán alzó la voz para que el hombre lo oyese.—Vaya a descansar un rato. Aquí dentro tenemos que hablar.El hombre esbozó una sonrisa y asintió antes de desaparecer a toda prisa, satisfecho de poder aplazar el trabajo un poco más.—¿Ya se ha enterado ? —empezó el capitán.—¿Si me he enterado de qué ?—Anoche encontraron muerto a Eli Gould.Somerset se apartó de la máquina de escribir sin saber exactamente cómo tomarse la noticia. Al fin y al cabo, Gould era abogado.—Alguien entró en su despacho y lo desangró hasta morir —explicó el capitán—. Y escribió la palabra CODICIA en el techo con su sangre.Somerset cogió el cigarrillo.—¿Codicia?Se le ocurrían cosas mucho peores que decir acerca de Eli Gould.—Voy a dejar que Mills dirija la investigación. Le prometí que tendría un caso enseguida. Ojalá fuera algo un poco más insignificante, la verdad.Somerset asintió con un gesto mientras el cigarrillo oscilaba entre sus labios y empezaba a teclear de nuevo.—Estoy seguro de que se las arreglará.—Oh, por supuesto. No me cabe la menor duda.—Bien.Somerset tecleó unas cuantas palabras más, en espera de que el capitán fuera al grano. Por el rabillo del ojo vio que los músculos de su mandíbula seguían palpitando con furia.—¿Qué va a hacer con su vida en el campo, Somerset?¿Se lo ha pensado bien?Somerset se reclinó en su silla y alzó la mirada.—Conseguiré un empleo, tal vez en una granja. Es posible que acabe cultivando mi propia tierra. Hay muchas obras que hacer en la casa. No me aburriré.El capitán empezó a menear la cabeza.—¿Aún no lo siente ?—¿Qué?—¿No tiene esa sensación en la boca del estómago ? Dejará de ser policía.—Ahí está la gracia.—Vamos, Somerset, no se engañe. No se va a marchar.Tan sólo cree que puede marcharse.Somerset lo miró fijamente.—Anoche, un hombre estaba paseando al perro. Lo atacaron, le robaron la cartera y el reloj. Pero cuando estaba tumbado en la acera, inconsciente, el animal que lo atacó decidió clavarle un puñal en los dos ojos. Anoche, poco después de las nueve, a unas cuatro manzanas de aquí.—Sí, ya lo sé. Es terrible..., terrible. Pero ya hemos atrapado al tipo. Esta mañana. Un adicto al crack.—No puedo vivir aquí. Ya no entiendo este sitio.—Venga, siempre ha sido así.—¿Está seguro?—Por supuesto.—Se equivoca. Antes la gente se mataba entre sí por alguna razón, aunque fuera una razón estúpida. Pero ahora...Ahora mata porque sí, para comprobar qué pasa. ¿Sabe lo que ha dicho el culpable cuando le han preguntado por qué le clavó al hombre un cuchillo en los ojos? Ha dicho que quería saber qué pasaba, si salía sangre, fluido o qué. —Somerset se volvió hacia el hombre del coche japonés de lujo—. Ya no puedo vivir aquí.El capitán cogió el montón de papeles que yacía junto a la máquina de escribir y lo arregló; era otro de sus tics.—Sabe hacer este tipo de trabajo. Nació para ello, y no puede negarlo. Me cuesta imaginarlo con un cinturón de herramientas y una caña de pescar. Pero... —Se encogió de hombros antes de proseguir—. A lo mejor me equivoco.Somerset también se encogió de hombros.—Para serle franco, yo tampoco me imagino haciendo esas cosas. Pero ya no soporto la vida aquí. He visto más mierda sin sentido en mi vida de lo que cualquier persona debería aguantar. Sé que hay tipos que trabajan en las calles durante toda su carrera, pero yo ya no lo soporto más. Me volveré loco si me quedo. La vida tiene que ser algo más que limitarse a vadear la mierda.El capitán exhaló un hondo suspiro.—Ya le entiendo. Pero, por pelmazo que sea, no quiero perderle. Ya no existen policías como usted.—Tiene a Mills. Se las arreglará bien.—Pero Mills no es usted.No, si es inteligente no será como yo, pensó Somerset.Debería largarse ahora que es joven. Hacer otra cosa. Ver el lado bueno de la vida.El capitán se levantó para marcharse, pero de repente se detuvo y se llevó una mano al bolsillo lateral de la americana.—Casi se me olvida. Ha llegado esto para usted, del laboratorio.Sacó una bolsa de pruebas que contenía una hoja de papel y un pequeño vial de vidrio.Somerset cogió la bolsa y reconoció las partículas azules que flotaban en el líquido conservante del vial.—Eso lo encontraron en el estómago del gordo —explicó el capitán.—Sí, ya lo sé.—El doctor Santiago cree que se lo hicieron ingerir a la fuerza.Junto con todo lo demás.—El laboratorio dice que son fragmentos de baldosas.—¿Baldosas ?—Sí, ya sabe, de linóleo.El capitán abrió la puerta y salió.Somerset sacó el frasquito de la bolsa y lo sostuvo al trasluz. Lo agitó y observó cómo los fragmentos azules se arremolinaban en el líquido.—Linóleo —murmuró para sus adentros mientras intentaba recordar de qué color era el suelo de la cocina de Peter Eubanks—. Linóleo.De repente, el sonido de uñas al deslizarse por una pizarra arrancó a Somerset de sus pensamientos y le puso la piel de gallina. Lanzó una mirada furiosa al pintor, que rascaba con una mano mientras con la otra sostenía un vaso de café.Somerset se levantó y cogió la chaqueta del respaldo de la silla. Se la puso y se guardó el frasquito en el bolsillo antes de alargar el brazo para abrir la puerta.—¿Por qué no lo intenta un poco más en serio? —masculló Somerset al atónito pintor antes de alejarse por el pasillo.Delante del piso del hombre gordo, Somerset sacó la navaja de empuñadura de nácar y desplegó la hoja. Cortó los precintos de la puerta, firmó la hoja de registro que había en la pared con una chincheta y entró. El piso olía a comida rancia e insecticida. No se había tocado nada en la cocina, pero los de la oficina del forense habían decidido rociar el lugar con insecticida para que las cucarachas no se comieran las posibles pruebas.Atravesó el salón y se detuvo en el umbral de la cocina.Reinaba un silencio sepulcral, bien distinto al barullo del día anterior, cuando todos perdieron los nervios mientras intentaban realizar su trabajo. Contempló la silla vacía de vinilo y cromo en la que Peter Eubanks, el hombre gordo, había estado sentado, y pensó en Mills y en cómo se había cabreado cuando él le ordenó que se marchara. Se preguntó si Mills realmente sería tan buen policía como esperaba el capitán. Mills era demasiado primario y emocional para aquel trabajo. Por lo general, los nerviosos no llegaban a ser buenos policías; un encefalograma plano ayudaba si se trabajaba en Homicidios, al menos desde el punto de vista emocional.Somerset sacó un par de guantes de látex y se los puso.Mills tenía un caso jodido para empezar: el asesinato de Eli Gould, mira por dónde. Probablemente, Eli Gould era el abogado más criminal de toda la ciudad. Ningún canalla era tan espantoso como para que Gould no lo representara.Si uno podía permitirse sus honorarios, Gould bailaba claqué en pelotas para sacarle del apuro. Corría el rumor de que había rogado a Jeffrey Dahmer, el antropófago asesino en serie, que le permitiera representarlo, e incluso que le ofreció sus servicios gratis a cambio de los derechos exclusivos para un libro y una película. Al menos Dahmer tuvo el sentido común suficiente para mandar a Gould a la mierda. No estaba tan loco.Cuando entró en la cocina, pensó en uno de los clientes más notorios de Gould, Ed Zalinski. Somerset jamás olvidaría a Zalinski. El Vampiro de las Bañeras, lo habían apodado los periódicos. Era un asesino en serie que había matado a seis mujeres jóvenes antes de que lo detuvieran. Debía el mote al hecho de que le encantaba extraer toda la sangre a la víctima y bañarse en ella. ¡Como una cabra! Pero Somerset jamás lo olvidaría, ni tampoco la expresión de su cara el día en que entraron en su casa y lo encontraron...Se trataba de una casa de madera destartalada de tres plantas que se hallaba en la parte norte de la ciudad. Zalinski la había heredado de sus padres, de modo que vivía allí solo. Somerset había dirigido el equipo de asalto y se había asegurado de que los agentes uniformados cubrieran todas las salidas antes de entrar. Era una noche de locura.La ciudad había vivido presa del pánico a causa del Vampiro de las Bañeras, y todo el mundo estaba en ascuas. La brigada de Homicidios había trabajado día y noche en aquel caso, de modo que cuando redujeron la lista de sospechosos a Ed Zalinski, todos deseaban echarle el guante.Querían atrapar al tipo con las manos en la masa para que el jurado no tuviera más opción que condenarlo a muerte. Somerset quería atraparlo como el que más. Pero sabía que hay que ser cauto con lo que más se desea.Forzaron la puerta principal y la trasera al mismo tiempo para no correr riesgos. Somerset formaba parte del equipo que entró por la puerta trasera y pisaba los talones a los dos agentes uniformados que habían forzado la puerta con la barra. Pero la casa era muy grande y nadie respondió cuando los agentes uniformados gritaron ¡Policía!.Somerset se separó de los demás e irrumpió en la cocina, apuntando a todos los rincones con el arma. Parecía desierta, pero no estaba dispuesto a correr ningún riesgo.En el extremo más alejado de la cocina había una puerta. Se acercó a ella con cuidado, creyendo que se trataba de una despensa y que aquel chalado hijo de puta estaría escondido en la oscuridad, como un murciélago. Con el arma por delante, abrió la puerta de golpe, pero le sorprendió lo que vio. En realidad, había un pasillo corto abarrotado de fajos de periódicos, cajas de botellas y latas, fregonas y escobas que llevaban años sin utilizarse. Al final del pasillo encontró una puerta abierta. Somerset siguió avanzando y comprobó que conducía al sótano. Bajó la escalera despacio, peldaño a peldaño, agazapado, arma en ristre. Del techo del sótano pendía una bombilla desnuda que proyectaba unas aberrantes sombras detrás de la caldera y el calentador de agua. En el otro extremo del sótano, en la parte delantera de la casa, Somerset avistó un resquicio de luz que se filtraba por debajo de otra puerta. Al parecer, había una habitación debajo de la escalinata de entrada.El suelo de cemento era arenoso y Somerset lo pisaba con cautela, procurando avanzar con todo el sigilo posible hacia la puerta. El corazón le latía con violencia mientras por su mente cruzaban imágenes horribles en un vano intento de prepararse para las atrocidades que, estaba convencido, encontraría al otro lado de aquella puerta.Se situó ante la puerta, dispuesto a realizar su trabajo.Aguzó el oído para comprobar si se advertían indicios de actividad en la habitación, pero lo único que oyó fue el golpeteo de su propia sangre en los oídos. Por fin aspiró una profunda bocanada de aire y gritó ¡Policía ! al tiempo que abría la puerta de una patada y barría la habitación con el arma, preparado para disparar sobre lo primero que se moviera.Pero lo que vio lo dejó atónito, anonadado. Aquel absurdo panorama escapaba a su comprensión.Era la expresión indignada que vio en el rostro de Zalinski lo que hacía la situación tan extraña. El hombre estaba furioso porque Somerset había violado su intimidad.El hecho de que estuviera sentado en una bañera llena de la sangre de un pastor alemán que colgaba del gancho de la ducha y de que tuviera el rostro y el pecho llenos de sangre, no importaba. Alguien había violado su intimidad, y estaba enojado. No sentía pánico, culpabilidad ni arrepentimiento, sino indignación.Zalinski mostró aquella misma expresión durante todo el juicio, mientras que Eli Gould empleaba todos los trucos de listillo que sabía para convencer al jurado de que su cliente era víctima de una madre abusiva y, por tanto, no cabía responsabilizarlo de sus actos. ¡Y el jurado se lo tragó!Enviaron a Zalinski al manicomio en lugar de a la cárcel.Revisaban su caso cada año y medio; cualquier día de éstos certificarían que estaba curado, y entonces el juez no tendría más remedio que soltarlo. Un hombre que consideraba que estaba en su perfecto derecho de bañarse en sangre andaría algún día suelto por las calles gracias a las maniobras legales de Eli Gould.Aquél era el caso que había hecho famoso a Eli Gould, y cada vez que Somerset oía su nombre recordaba de inmediato la expresión del rostro de Ed Zalinski sin poder dejar de pensar que, a causa de Gould y otros abogados como él, el mal en sus manifestaciones más grotescas se había tornado aceptable.Mills iba a sudar tinta con ese caso, pensó Somerset. Sin lugar a dudas, Eli Gould tenía un montón de enemigos. Por supuesto, con la palabra coDIcIA escrita en el techo con sangre, Mills no podía pasar por alto al propio Ed Zalinski.Tal vez el Vampiro de las Bañeras se había escapado para comentar con él alguna pequeña discrepancia respecto a la factura que le había pasado el abogado. Por lo que sabía Somerset, Gould no se vendía barato.—Debería haberse quedado en Springfield —masculló Somerset mientras activaba el interruptor de la luz de la cocina del hombre gordo.La lámpara del techo funcionaba. Alguien de la oficina del forense debía de haber arreglado el interruptor.Escudriñó los mostradores salpicados de comida mientras se llevaba la mano al bolsillo y extraía el frasquito que contenía los fragmentos de linóleo. Dirigió la vista hacia el suelo y comparó el linóleo azul moteado con los trocitos azules del frasquito. Se agachó para observarlo mejor. Parecían coincidir.Se incorporó y volvió a examinar el suelo en busca de marcas. En un primer momento creyó que el peso de la víctima habría hecho que las patas tubulares de cromo de la silla atravesaran los extremos de plástico y penetraran en el linóleo, pero el suelo no presentaba ninguna marca debajo de la silla. Tampoco se apreciaba rasguño alguno debajo de las otras sillas, ni tampoco de las patas de la mesa. Frunció el ceño y siguió su búsqueda, deseando que la estancia estuviera mejor iluminada. Por último se puso en cuclillas y deslizó sus dedos a lo largo de los cantos de las alacenas, deteniéndose en cada muesca, en cada arañazo y en cada depresión. Pero nada de lo que encontró resaltaba bastante profundo para encajar con los fragmentos del frasco.A continuación deslizó los dedos bajo la parte delantera del frigorífico. Unos profundos rasguños formaban un arco corto que arrancaba de una de las esquinas. Somerset los estudió, abrió el frasco y pescó los dos fragmentos de mayor tamaño. Los dejó en el suelo e intentó hacerlos coincidir con las marcas, girándolos en todas direcciones como si compusiera un rompecabezas. Parecían encajar, si no a la perfección, sí bastante bien. Volvió a depositar los fragmentos en el frasco y se lo guardó en el bolsillo. Era evidente que el suelo ya estaba deteriorado cuando la persona en cuestión desplazó el frigorífico. Se levantó y examinó ambos flancos del aparato para comprobar hasta qué punto estaba empotrado, y a continuación alargó el brazo para asir el canto posterior. Tuvo que arrastrarlo adelante y atrás, tirar de un lado y luego de otro, sacarlo caminando, prácticamente. El sudor le corría por las mejillas. Aquello era lo que le faltaba, destrozarse la espalda una semana antes del traslado.Por fin logró retirar el frigorífico lo suficiente para echar un vistazo detrás. Alargó el cuello por encima del mostrador para ver qué había.—Dios mío... —murmuró perplejo.La pared parecía gris por el polvo y la mugre, pero quedaba un trozo ovalado completamente limpio. Escrita con grasa, se veía una sola palabra: GULA. Bajo la palabra, adherido a la pared con cinta adhesiva, encontró un sobre limpio de tamaño estándar.A Somerset se le heló la sangre. Se sintió como en el momento en que contempló el rostro indignado y manchado de sangre de Ed Zalinski.Alargó la mano para coger el sobre, pero quedaba justo unos milímetros fuera de su alcance.CAPÍTULO 7
La navaja de Somerset se clavó en la diana con un golpe sordo. Acertó en el número 3 del anillo negro de puntuación simple.
Atravesó el salón desierto y arrancó la navaja del corcho antes de regresar a su posición inicial, al otro lado del sofá, y lanzar el cuchillo una vez más. ¡Tac! La hoja se clavó en el 20 del anillo de puntuación doble, a escasos centímetros del blanco. Se acercó y volvió a arrancar el cuchillo.A excepción de la diana, las paredes estaban vacías. Las estanterías empotradas estaban casi desiertas, y el suelo de parquet estaba repleto de cajas llenas de libros. Somerset no había terminado de clasificarlos. Tenía cientos de libros, algunos de los cuales sabía que jamás volvería a leer, pero aun así le costaba separarse de ellos.¡Tac! La navaja se clavó en el anillo triple, en el 17.El ruido de la ciudad, que penetraba por la ventana, resonaba en la estancia vacía. Los niños del callejón juraban como marineros y competían en estruendo con un radiocasete que emitía rap gangsta a todo volumen. Somerset conocía a los niños que siempre haraganeaban allá abajo.Ninguno de ellos superaba los doce años.Arrancó la navaja y volvió a la posición inicial. ¡Tac!La hoja se clavó en el 4, al borde de la diana, muy lejos del blanco.Estaba pensando en lo que había encontrado detrás del frigorífico. Tal vez debería haberse callado. Podría habérselo guardado hasta final de semana, hasta después de irse.Entonces ya no habría sido problema suyo. Pero no iba con él hacer una cosa así, de modo que ahora se enfrentaba a la gula y a la codicia. Si hubiera silenciado el hecho de que los asesinatos de Eli Gould y Peter Eubanks guardaban relación, no habría tenido que implicarse. No habría sido asunto suyo, sino de Mills.Somerset recuperó la navaja, la cerró y la dejó en el borde del sofá. Mientras permanecía sentado en el borde del sofá con las manos colgando entre las rodillas, pensó que Mills no estaba preparado para aquello. Creía estarlo, pero no era así. Aquel chico no tenía ni puta idea de nada. Si Mills tuviera dos dedos de frente se habría quedado en Springfield. Pero quería estar en el meollo. Quería emociones fuertes. Bueno, pues ya las tenía.Mills babeó como un lobo cuando Somerset regresó a la comisaría y le mostró la nota que había encontrado detrás del frigorífico del hombre gordo. Con pulcra letra de imprenta escrita en bolígrafo sobre papel blanco lineado, se leía la frase: Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.Mills estaba examinando las fotografías de dieciocho por veinticinco correspondientes al homicidio de Gould cuando Somerset entró en la oficina de ambos. Las fotos se hallaban desparramadas sobre la mesa que no sería suya hasta la semana siguiente. En cuanto Somerset le mostró la nota, Mills empezó a revolver las fotografías como un loco, buscando primeros planos de la palabra CODICIA y sosteniéndolos junto a la nota para comparar la letra. Quería salir disparado para solicitar un análisis caligráfico y asegurarse de que era la misma persona quien había escrito ambas cosas. Aquello demostraba lo verde que estaba.Era bastante obvio que se trataba de la misma persona.La prensa todavía no se había enterado de la noticia, de modo que no podía tratarse de alguien que hubiera plagiado el método, aún no. Y lo peor del caso es que Mills estaba demasiado alterado para darse cuenta de que tenía la prueba más importante delante de las narices: el contenido de la nota, no la caligrafía. Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.—¿Cree que intenta decirnos algo ? —preguntó Mills—.A mí me parecen chorradas religiosas.Somerset tuvo que echar mano de su autodominio para contener la lengua. Pero en lugar de decirle a Mills que era un imbécil, escogió una de las fotografías de la palabra CODICIA escrita con sangre y la sostuvo junto a la foto Polaroid que había tomado del término GULA escrito con grasa.—¿Nunca ha oído hablar de los siete pecados capitales, Mills ?—Sí, creo que sí —contestó Mills, encogiéndose de hombros.—Codicia, gula, ira, envidia, pereza, orgullo y lujuria.El rostro de Mills se iluminó cuando el joven empezó a comprender.—¿Cree que este tipo va a cargarse a una persona por cada pecado ?—Eso parece, ¿no?—Mierda... —murmuró Mills anonadado.Eso mismo, mierda, pensó Somerset mientras se reclinaba en su silla y apoyaba la cabeza en el brazo del sofá.Habría cinco asesinatos más si no encontraban a aquel tipo, y si Mills dirigía la investigación después de que él se retirara, Somerset temía que aquel tipo lograra completar la lista sin dificultad alguna. No es que el muchacho fuera incompetente. Sencillamente, carecía de experiencia con aquella clase de mierda. Aquello no era Springfield.Somerset contempló la navaja que descansaba en el otro brazo. Cuanto más pensaba en aquel embrollo, más se cabreaba. Quería dejarlo todo atrás, pero no podía. Ahora no. No podía limitarse a matar el tiempo hasta que terminara la semana. Tenía que implicarse en aquella investigación.Se irguió, cogió la navaja, la abrió y la lanzó al otro lado de la habitación. ¡Tac! Anillo de triple puntuación, el 7.Al cabo de media hora, Somerset oyó truenos a lo lejos.Contempló el cielo al oeste. Los relámpagos revelaban la presencia de nubes violáceas de aspecto amenazador en la noche. La tormenta no tardaría en llegar. Nada conseguiría detenerla una vez que se adentrara en el desierto.Mientras caminaba por el centro con un cigarrillo entre los labios, escudriñaba de forma inconsciente los huecos entre los coches aparcados, en busca de chiflados. Una de las casas de crack más importantes de la ciudad se hallaba en aquel barrio. Los adictos al crack te rebanan el cuello por cuatro chavos sin pensárselo dos veces.Pasó un camión de bomberos con la sirena a todo volumen, y las luces parpadeantes rebotaron en los coches aparcados y tiñeron los edificios de rojo.Más allá, un hombre de negocios con el traje desordenado gritaba al auricular de una cabina telefónica; de repente colgó con estruendo.—¡A tomar por culo, zorra! ¡A tomar por culo! ¡A tomar por culo ! —repetía cada vez más furioso.Somerset pasó de largo y se dirigió hacia la escalinata de granito del edificio principal de la biblioteca pública.Mientras la subía, arrojó el cigarrillo por encima de las cabezas de los vagabundos que dormían allí. La colilla aterrizó entre los arbustos.—¿Tienes un cigarrillo, tío? —pidió uno de los vagabundos—. ¿Tienes un cigarrillo?Somerset bajó la mirada hacia el rostro mugriento del hombre. Era un joven blanco no mayor de treinta años.Igual que Mills. Somerset se llevó la mano al bolsillo de la camisa y sacó el paquete, pero estaba vacío.—Lo siento. Me acabo de fumar el último.—Vale, tío, vale. No pasa nada.Somerset siguió subiendo y pasó entre las enormes columnas de la biblioteca antes de llamar a las puertas de cristal con la palma de la mano. Al ver que nadie acudía a abrir, golpeó con más fuerza.—Tranquilo, tranquilo, ya voy —dijo una voz amortiguada por el vidrio.Un hombre negro de sesenta y pocos años atravesó el vestíbulo con toda la rapidez que le permitía su cojera. Era George, el vigilante nocturno.George abrió la puerta y lo dejó entrar.—¿Qué tal? —saludó con una sonrisa.—Muy bien, George. ¿Y tú?—De fábula.Mientras Somerset caminaba sobre el mármol verde del vestíbulo, una familiar sensación de calma se apoderó de él y le relajó los músculos de los hombros. Miró a tra vés de la puerta de doble hoja que había tras el mostrador de salida y contempló la inmensa sala de lectura principal con sus mesas largas y coronadas por lámparas articuladas de pantalla verde. Numerosas estanterías se alineaban a lo largo de las paredes desde el suelo hasta el techo. Las de más estanterías se hallaban al otro lado de la sala de lec tura, a lo largo de innumerables pasillos de libros. Y en el piso superior había más estanterías, literalmente kilómetros de libros. Aquello era el paraíso para Somerset. Hubiese podido vivir allí.George subió la escalera curva de mármol hacia el primer piso.—Siéntate donde quieras, amigo mío.—Gracias, George.—Hola, Sonrisas.Somerset alzó la mirada y descubrió una cabeza coronada por una espesa mata gris asomada a la barandilla de la galería. Era Silas, el guardia de seguridad. Jake y Kostas, los otros dos guardias, estaban justo detrás de él y saludaban a Somerset con la mano.—¿Qué tal, caballeros ? —saludó Somerset.—Bien —repuso Silas—. Bastante bien.—Venga, George, muévete —instó Kostas—. Las cartas se están enfriando.—El deber me llama —dijo George a Somerset por encima del hombro con una expresión de fingido hastío—.¿Seguro que no quieres jugar un par de manos con nosotros ?—No, gracias —repuso Somerset meneando la cabeza—. Tengo trabajo.—Bueno, pues ponte cómodo. Estás en tu casa.—Gracias, George —le respondió Somerset con una sonrisa.Se sacó el cuaderno de notas del bolsillo y se dirigió hacia la sala de lectura; sus pisadas resonaron con majestuosidad en aquel espacio enorme. Retiró una silla, encendió una lámpara y, cuando estaba a punto de sentarse, un trueno retumbó en la cavernosa estancia. El aguacero empezó a golpear el tragaluz de cristal reforzado que se abría en el techo.Oía a los hombres hablar en el piso superior mientras jugaban al póquer.—Con todos estos libros —les gritó—, un mundo entero de conocimiento a vuestra disposición, y os pasáis toda la noche jugando al póquer.George asomó la cabeza por la barandilla y colocó un radiocasete en el borde.—Pero ¿qué dices? Tenemos tanta cultura que es para cagarse.Los otros hombres rieron cuando George puso música.Los compases de un solo de piano se propagaron por el espacio abierto y flotaron sobre las mesas como nieve en polvo. Somerset cerró los ojos y se dejó invadir por la música. Era una fuga de Bach, de El clave bien temperado.Arriba, George se estaba encendiendo un puro con una cerilla de madera.—¿Sabes una cosa, Sonrisas? Nos vas a echar de menos cuando te vayas. No hay bibliotecas abiertas las veinticuatro horas allí, en el culo del mundo, donde te vas a vivir.—Probablemente tengas razón.—¿Lo ves ? Nos vas a echar de menos, seguro.—Sí, es muy posible —asintió Somerset.George volvió a la mesa de póquer y Somerset se dirigió a los ficheros. Mientras caminaba, abrió el cuaderno de notas. En la primera página había apuntado los siete pecados capitales y tachado la gula y la codicia.Una vez junto a los ficheros, buscó la P y encontró el cajón que buscaba. Lo sacó, lo llevó a una mesa alta que había cerca y volvió la página del cuaderno. Purgatorio, vol. II, La divina comedia, Dante, escribió de memoria.No le hacía falta comprobarlo. Sabía que aquel libro decía muchas cosas acerca del pecado.Mientras examinaba las fichas en busca de libros que hablasen de los siete pecados capitales anotaba títulos y autores. Si al asesino le obsesionaban los siete pecados capitales, entonces Somerset tenía que saber tantas cosas acerca de ellos como el asesino. No, tenía que saber más. Aquella persona volvería a matar, a Somerset no le cabía ninguna duda, pero si podía descubrir cómo era aquel tipo, anticiparse a sus pensamientos, quizá podría salvar un par de vidas al final de la lista. Quizá.Somerset se había propuesto atar todos los cabos posibles antes de marcharse. No encajaba con su carácter dejar pendiente un asunto como aquél. Aun cuando no lograra echar el guante al asesino antes de que acabara la semana, guiaría a Mills en la dirección correcta y le ayudaría en la medida de lo posible. Mills era demasiado testarudo para reconocer que había cometido un error al trasladarse a la ciudad, pero si estaba resuelto a aguantar allí, entonces Somerset tenía la obligación de enseñarle a ejecutar bien su trabajo.Mientras los compases de la fuga se fundían con el repiqueteo de la lluvia contra el vidrio del tragaluz, Somerset seguía anotando títulos y autores. Sin embargo, aquella lista no era para él, sino para Mills. Si éste pretendía lucirse con aquel caso, tendría que hacer los deberes, empezando por Dante 101.CAPÍTULO 8
A la mañana siguiente, cuando Mills contempló la multitud de periodistas, focos y cámaras de televisión que se agolpaban en el vestíbulo del edificio donde se hallaba el despacho de Eli Gould, se sintió tentado de guardarse la placa hasta llegar al interior. Nunca había visto nada igual en el escenario de un crimen. Por supuesto, los periodistas siempre acudían a fisgonear cuando se cometía un homicidio en Springfield, pero nunca se producía semejante revuelo. Tampoco el fiscal del distrito de Springfield, por lo general, convocaba ruedas de prensa en los escenarios de los crímenes ni llevaba trajes de Giorgio Armani ni zapatos italianos de marica.
Mills se detuvo al margen de la muchedumbre y observó al fiscal del distrito, Martin Talbot. El hombre era un fantasma allí donde los hubiera: traje caro, corbata de seda pintada a mano, cabeza rapada y un diente de oro que brillaba cuando el hombre exhibía su sonrisa de anuncio de dentífrico. Parecía más un chulo que un fiscal. Pero, a todas luces, le encantaba ser el centro de atención e interpretaba su papel para la multitud como Mick Jagger lo hacía para las masas que se congregaban en los estadios. Mills apostó cualquier cosa a que Talbot se presentaría como candidato a alcalde algún día. Y en aquella ciudad demencial lo más probable era que saliera elegido.—Uno a uno, por favor, uno a uno —pidió Talbot por el micrófono—. Usted. —Señaló a una rubia que vestía una americana de color rojo fuego con el dedo meñique, cuyo diamante ensombrecía el brillo del rubí del anillo de la universidad.—Señor Talbot —gritó la mujer—, ¿puede confirmar alguno de los rumores según los cuales el señor Gould fue obligado a mutilarse ?Talbot esbozó una leve sonrisa y meneó la cabeza.—No puedo referirme a los detalles mientras la investigación siga abierta. Ya lo sabe, Margaret.Mills no daba crédito a sus oídos. Aquel tipo estaba flirteando en una rueda de prensa dedicada a un homicidio.¡Increíble !—Usted —indicó Talbot a una escultural mujer negra que sostenía un micrófono en el que aparecía impreso el logotipo de su canal de televisión sobre una placa pegada en la parte delantera.—Señor Talbot, algunas personas afirman que existe un conflicto de intereses por el hecho de que su oficina dirija la investigación sobre la muerte de un abogado defensor que derrotó a sus ayudantes de forma espectacular en numerosas ocasiones, especialmente en el caso del Vampiro de las Bañeras. ¿Podría hacer algún comentario al respecto ?Talbot volvió a esbozar aquella sonrisa y la miró con expresión reprobadora.—Selena, si esa afirmación no fuera tan ridícula resultaría ofensiva. No existe absolutamente ningún conflicto de intereses en esta investigación, y cualquier queja que surja, o que pudiera surgir al respecto, es a todas luces absurda, por no decir irresponsable.—¡Señor Talbot! ¡Señor Talbot!Otros periodistas se lanzaron a formular preguntas a gritos.—Un momento, un momento. Todavía no he terminado. Quiero que sepan que acabo de reunirme con el comisario de policía, y me ha asegurado que ha asignado este caso a sus mejores hombres.Mills se sonrojó. Aunque él dirigía oficialmente la investigación en el homicidio de Gould, sabía que Talbot se refería a Somerset, no a él. La comisaría entera había comentado aquella mañana la relación que existía entre Gould y el hombre gordo, el asunto de la codicia y la gula.Todo el mundo decía que Somerset no podía mareharse aún, que aquello era su especialidad, que si se trataba de un asesino en serie Somerset era quien podía desenmascararlo.Nadie había expresado en voz alta la opinión de que Mills no estuviera a la altura de la misión, al menos que él supiera, pero eso se hallaba implícito en sus comentarios.—Les adelanto —prosiguió Talbot— que este caso será la definición misma de la justicia rápida.Justicia rápida. Y una mierda, pensó Mills mientras se abría paso entre la muchedumbre para llegar a los ascensores.—¡Detective! ¡Detective! —gritó la rubia de la chaqueta roja mientras pugnaba por alcanzar a Mills entre el gentío—. ¿Me concede unos instantes ?—No.—Pero...Mills siguió andando y entró en un ascensor.—Detective, sólo le pido unos cuantos...Mills pulsó el botón de cierre. La puerta del ascensor se cerró delante de las narices de la periodista.Cuando llegó al decimosegundo piso, el pasillo estaba abarrotado de agentes uniformados y técnicos de la oficina del forense que entraban y salían del bufete de Gould. Uno de los socios de Gould, un hombre de cincuenta y muchos años y cabello negro mal teñido, discutía con un sargento y exigía saber cuándo podría regresar a su despacho.—Detective Mills —lo llamó el sargento en cuanto lo vio—. Este es el señor Sanderson...—Sí, ya nos conocemos —lo atajó Mills, deseoso de evitar aquello y poner manos a la obra de inmediato.Sanderson se abalanzó sobre Mills.—Detective Mills, esto es un despacho. Necesito saber cuándo...—Nos iremos lo antes posible, señor Sanderson —le aseguró Mills sin detenerse.—Pero ¿cuándo, detective? Necesito saber cuándo.—Todavía no lo sé. Cuando lo sepa ya se enterará.Mills entró en la sala de espera del bufete y atravesó con paso apresurado la estancia enmoquetada de color verde hierba. La puerta doble de teca que conducía al despacho privado de Gould estaba abierta. La mujer a la que llamaban Mancha estaba encaramada a una escalera de mano, cubriendo de polvo el techo para verificar la existencia de huellas en torno a la palabra CODICIA.—Lo va a jorobar todo —decía en aquel momento a otro técnico que estaba de rodillas y tomaba muestras de fibras de la moqueta—. ¿Cuántos años puede tener? ¿Veintinueve? ¿Treinta? No tiene ni puta idea de nada.De repente, el técnico que trabajaba en el suelo reparó en Mills y carraspeó.Smudge lanzó una mirada de hastío a Mills.—Buenos días, detective.Lo mismo daría que hubiera dicho Váyase a tomar por saco, detective.—¿Cómo va?—Todavía no hemos encontrado nada —repuso la mujer.—Sigan trabajando.—Igualmente.Mills decidió hacer caso omiso del comentario. No merecía la pena enzarzarse en una pelea con aquella zorra enana. Se llevó la mano al bolsillo lateral de la americana para sacar el cuaderno de notas, y con él extrajo también un libro de bolsillo. Leyó el título: Elpurgatorio de Dante. Se lo guardó. Con un poco de suerte, lo perdería en alguna parte.Ojeó sus notas mientras caminaba hacia la parte posterior del escritorio de Gould y se detenía detrás de la silla de cuero de buey y respaldo alto. En la pared que se alzaba detrás del escritorio colgaba un óleo: remolinos abstractos en rojo, verde y negro. Sobre la mesa se veía una balanza antigua de latón junto al teléfono. La balanza de la justicia, pensó Mills. Vaya chiste. El latón estaba manchado de sangre seca, al igual que el teléfono. La sangre de la moqueta estaba seca y granulada. Las letras escritas con sangre en el techo habían cobrado un matiz amarronado.Recorrió la estancia con la mirada en un intento de verla con otros ojos, ansioso por descubrir algo que a los demás le hubiera pasado por alto para así demostrar que sabía lo que se hacía. Somerset podía encontrar datos en la biblioteca, pero tal como lo había aprendido Mills, las pistas se encontraban en el escenario del crimen.En el suelo habían trazado un círculo de cinta adhesiva, cuyo centro aparecía marcado con una tira de diez centímetros.—¿Dónde está la fotografía? —preguntó Mills al técnico que trabajaba en la moqueta.—Allí. Junto a la pared.Al otro lado del escritorio, apoyada contra el zócalo de la pared, había una bolsa hermética especial para la recogida de pruebas que contenía una fotografía de dieciocho por veinticinco en un marco de oro. Mills se acercó y la tomó para estudiar la instantánea a través del plástico. Se trataba de un retrato de estudio de una mujer de mediana edad; sonrisa forzada, demasiado maquillaje, perlas y cabello teñido de un rojo muy poco natural. El socio de Gould, Sanderson, había confirmado que se trataba de la señora Gould.Sobre el vidrio, alguien, con toda probabilidad el asesino, había trazado círculos de sangre en torno a los ojos de la mujer. Habían encontrado el marco en el suelo, de cara al escritorio, justo en el punto donde se hallaba el círculo de cinta adhesiva.El asesino había colocado la fotografía en aquella posición por algún motívo. Pero ¿cuál? ¿Sería ella su próximo blanco ? ¿O había visto ella algo ? ¿Acaso el asesino quería que repararan en algo que se hallaba en la dirección que señalaba la foto de la señora Gould? Los de la oficina del forense habían peinado el lugar con toda meticulosidad. ¿Qué podía habérseles escapado? A menos que se tratara de algo tan grande y obvio que a todos les hubiera pasado por alto.Escudriñó la mesa, el teléfono, la balanza de latón, el cuadro, la silla, los papeles ensangrentados, los diplomas enmarcados de la pared, el ficus, la estantería, los libros. No lo comprendía. ¿De qué podía tratarse? ¿Qué le estaba mostrando el asesino? Bajó la vista hacia el rostro de la señora Gould. ¿Qué se le estaba escapando ?—¿Es su tipo, detective? —le preguntó Mancha desde lo alto de la escalera con una sonrisa afectada.—No, ¿y el suyo ?La sonrisa se borró del rostro de la mujer.—Que le den por culo.—No creo.Aquella noche, Mills estaba apoltronado en el sillón de su sala de estar. Las cajas del traslado, aún sin desempaquetar, ocupaban la mayor parte del suelo, pero el televisor y el equipo de música ya estaban conectados y encendidos. En la tele, un partido de baloncesto, pero sin volumen; los Bulls estaban ganando a los Sonics en el cuarto tiempo. En el equipo de música sonaba un solo de guitarra que desgranaba notas de blues lentas y tristes. Intentó concentrarse en el libro que descansaba en su regazo, pero era inútil. Carecía de sentido para él.—¡Que le den por saco a Dante! —gritó, al mismo tiempo que arrojaba el libro hasta la otra punta de la habitación—. ¡Maldito poeta maricón!Eran las notas de Cliff a La Divina Comedia.Alargó el brazo para coger el tazón de café que había sobre una de las cajas llenas y tomó un sorbo antes de darse cuenta de que estaba frío. Frunció el ceño y volvió a dejarlo en el suelo, aunque no le apetecía tanto un café caliente como para levantarse y prepararse una taza.Sobre otra caja tenía el cuaderno de notas, abierto por la página en la que había apuntado los siete pecados capitales: codicia, gula, orgullo, envidia, pereza y lujuria. Desvió la mirada hacia las notas de Cliff. Mojo se acercó al libro con las pezuñas repiqueteando sobre la madera desnuda, lo olisqueó unos segundos y a continuación se alejó.Así es exactamente cómo me siento —pensó MillsPierdo el tiempo como un imbécil leyendo a Dante para investigar un homicidio.Había repasado las notas de Cliff dos veces y seguía sin entender ni jota. La lectura era cosa de Somerset, no suya.Nunca le había gustado demasiado leer. Pero Somerset era tan inteligente, joder, que era capaz de dar con el asesino en la biblioteca. El fiscal del distrito, Talbot, y todos los policías de la comisaría, incluso aquellos a quienes Somerset no caía bien, creían que el tío era una especie de genio, un científico chiflado de la investigación criminal. Bueno, ¿quién sabe? A lo mejor lo era. A lo mejor aparecía un buen día llevando esposado al mismísimo Dante. Eso, a lo mejor Dante resucitaba y empezaba a matar. Eso sería perfecto para Somerset. Precisamente eso. Los periódicos lo apodarían el Asesino de la Divina Comedia. Perfecto.Mills se dio masaje en la nuca. Necesitaba dormir, pero estaba demasiado alterado para conciliar el sueño. Las cosas no iban según lo previsto. Quería aprender de Somerset, no leer poesía. Quería aprender a llevar un caso de homicidio tal como se hacía en la ciudad. Pero ahora tenía la sensación de estar compitiendo con Somerset, de que constantemente los comparaban y de que él no se hallaba a la altura del veterano. Y en aquella ciudad, con la reputación de Somerset, era imposible que Mills saliera bien parado. A menos que atrapara al asesino él solito.Mills cerró los ojos y se dejó invadir por el sonido del blues. No tenía ninguna intención de tirar la toalla. Iba a dejarse la piel en aquel trabajo, pero tendría que hacerlo a su manera. ÉI no era Somerset, ni tampoco creía que jamás llegara a serlo.Mills arqueó el cuello y escuchó cada uno de los pequeños crujidos y chasquidos que emitía. Entre la música y el nudo que se le había formado entre los hombros, no se percató de que Tracy se encontraba de pie en el umbral de la puerta que comunicaba con el dormitorio. Lo estaba observando, preocupada por él. Su rostro estaba tan tenso como los hombros de Mills.CAPÍTULO 9
A la mañana siguiente, Somerset estaba sentado a su mesa y rellenaba más formularios acerca del asesinato de la gula cuando Mills irrumpió en el despacho cargado con un montón de papeles. Ahora era su nombre el que aparecía en el vidrio: DEtECtIVE DAVID MILLS.
Será mejor que no la rompas —pensó Somerset cuando la puerta chocó contra el canto del escritorio—. Podría traer mala suerte. Como cuando rompes un espejo.Mills dejó caer su carga sobre la mesilla de la máquina de escribir que estaba colocada en una esquina, pero Somerset se levantó y recogió sus papeles.—Venga, le haré un sitio.Mills se encogió de hombros. Parecía cansado, demasiado cansado para discutir. Somerset se trasladó a la mesilla de la máquina mientras Mills se instalaba en el antiguo escritorio de Somerset. El teniente lo observó por el rabillo del ojo. Mills cogió un libro delgado de color amarillo y negro del montón y lo guardó en el último cajón. Parecían las notas de Cliff. ¿Haciendo los deberes de Dante?, se preguntó Somerset.Somerset volvió a concentrarse en el formulario en el que había estado trabajando; terminó un boceto de la cocina del hombre gordo, marcó los puntos donde habían encontrado el cadáver y donde estaba instalado el frigorífico y dibujó flechas en el lugar en que había hallado la palabra GULA escrita en la pared.Cuando acabó el formulario lo dejó a un lado y se volvió hacia Mills, que estaba clasificando docenas de fotografías del escenario del crimen relacionado con la codicia. Somerset se sintió tentado de acercarse para echar un vistazo, pero decidió no hacerlo y ocuparse de sus propios asuntos. Mills había estado de un humor de perros el día anterior, y Somerset tenía la sensación de que empezaba a ofenderle su ayuda. Pero no pasaba nada. Mills tenía razón si se sentía así. Tenía que arreglárselas solo, porque Somerset pondría pies en polvorosa al cabo de tres días y no estaba dispuesto a volver para prestar servicios de asesoramiento por nada del mundo. Mills aprenderá —se dijo mientras pasaba al siguiente formulario que debía rellenar—. Durante un tiempo se equivocará bastante, pero a la larga aprenderá.Por supuesto, lo más probable era que en este caso murieran varias personas antes de que Mills tuviera las cosas claras. Lo cierto era que Mills necesitaba ayuda. Necesitaba orientación. Somerset dejó el bolígrafo a un lado.—Se trata de un asesino en serie —comentó—. Supongo que ya se da cuenta.Mills se sintió insultado de inmediato, y Somerset lamentó el modo en que se había expresado.—Cree que soy imbécil, ¿verdad, teniente?—No, nunca he dicho eso, ni siquiera lo he pensado. Lo que ocurre es que nunca hemos hablado del aspecto del asesino en serie, y creo que deberíamos hacerlo.—Pues yo no.—¿Y por qué?—Porque en cuanto empecemos a llamar a este tío asesino en serie, el FBI se enterará y querrá participar en la investigación, que entonces dejará de ser nuestra. Nos tendremos que poner a trabajar para ellos.—Pero ellos tienen los medios para...—Olvídelo. Ni siquiera quiero hablar del tema.—Escuche, Mills, no puede hacer esto so...En aquel momento sonó el teléfono, y ambos policías se callaron. Somerset se lo quedó mirando, y Mills hizo lo mismo.—Es su teléfono, Mills —señaló Somerset—. Oferta completa; el teléfono va incluido en el despacho.—Imaginaba... imaginaba que sería para usted —repuso Mills alargando el brazo hacia el aparato.—Ya no —aseguró Somerset meneando la cabeza.Mills descolgó.—Mills. —De repente frunció el ceño y bajó la voz—.Hola, Tracy. ¿Qué pasa? ¿Va todo bien...? Bueno, no, pero ya sabes que... te pedí que no me llamaras aquí. Estoy trabajando... ¿Qué? ¿Por qué? —preguntó con expresión desconcertada.—¿Estás segura... ? ¿Por qué? —insistió antes de claudicar—. Vale... He dicho que vale. Espera un momento. —Se volvió hacia Somerset—. Es mi mujer.Somerset enarcó las cejas.—¿Y?—Quiere hablar con usted.Somerset no consiguió imaginar el motivo. Se levantó y cogió el teléfono.—¿Diga?—¿Detective Somerset? Soy Tracy Mills, la mujer de David. Estaba pensando que, ya que trabajan juntos, quizás le gustaría venir a cenar esta noche.—Bueno, es muy amable por su parte...Somerset no tenía ningún interés en entablar relaciones sociales con Mills y su mujer. Estaba intentando cortar todos los lazos que lo unían a la ciudad, y no establecer otros nuevos.—Cocino muy bien —intentó convencerlo Tracy—.David me ha hablado mucho de usted. Me gustaría conocerle antes de que se marche.—Bueno, se lo agradezco, Tracy, pero...—Por favor. La ciudad no ha sido precisamente amable con nosotros hasta ahora. Creo que tanto a David como a mí nos irían muy bien algunos consejos sabios de alguien que se conoce el percal.Tenía una risa irresistible.—Bueno... ¿Qué va a preparar?—La mejor lasaña que haya probado en su vida. ¿Qué le parece?Somerset no quería aceptar, pero Tracy parecía un poco desesperada.—Supongo que habría que ser un idiota para negarse.Iré con mucho gusto, Tracy. Muchas gracias.Esperaba no tener que arrepentirse más tarde.— Le va bien a las ocho ?—Perfecto. Gracias.—Pues hasta luego —se despidió la joven en un tono más alegre.—Muy bien. Adiós.Somerset colgó el auricular.Mills había adoptado una expresión entre perpleja y beligerante.—¿Qué es lo que pasa?—Su mujer me ha invitado a cenar en su casa esta noche.—¿Qué... ?—Que esta noche voy a cenar en su casa —repitió Somerset antes de volver a sentarse a la máquina de escribir.Mills meneó la cabeza y masculló algo entre dientes.—Genial. ¿Estoy yo también invitado o qué? —exclamó al cabo de un instante.—No se lo he preguntado —repuso Somerset mientras empezaba a rellenar el siguiente formulario.Aquella tarde, Mills parecía algo incómodo mientras él y Somerset subían por la escalera que conducía al piso del joven. El maletín nuevo de cuero parecía fuera de lugar en su mano. Era un maletín duro de ejecutivo, negro y reluciente. Todo lo demás que poseía Mills era muy funcional y estaba muy desgastado. Caminaron por el pasillo del tercer piso en silencio. Desde algún lugar del edificio, llegó el llanto de un bebé. Los sonidos del tráfico penetraban por las ventanas abiertas de la escalera. El suelo del pasillo consistía en añejas baldosas hexagonales de color blanco y negro, bonitas pero tan viejas y gastadas como el resto del edificio. Somerset percibió que a Mills no le hacía demasiada gracia la idea de la cena, pero no sabía con exactitud por qué. Sospechaba que el resentimiento no era más que una parte del problema.Mills lo condujo hasta una puerta que se hallaba en la parte delantera del edificio y la abrió con su llave. Una gran mesa de comedor ocupaba casi todo el espacio libre del abigarrado salón. Había platos y cubiertos para tres, y dos largas velas blancas ardían en candelabros de cristal muy elegantes. Regalos de boda, supuso Somerset.—¡Hola!Una joven salió de la cocina y cogió desprevenido a Somerset. Había supuesto que Tracy Mills sería atractiva, una belleza azucarada al estilo de las animadoras de los equipos deportivos, pero no se esperaba aquello otro. La belleza de Tracy era más sutil, la clase de hermosura que cautivaría a un gran artista. Era delgada, rubia, de grandes ojos que oscilaban entre la inocencia y la omnisciencia. Somerset tuvo la sensación de que sus ojos lo absorbían y descubrían cosas acerca de él de forma automática.—¡Hola, chicos! —saludó, bajando la voz.Somerset bajó la guardia y se relajó. La sonrisa de Tracy era increíblemente encantadora, como una orquídea que florece por primera vez.Mills dejó el maletín y se acercó a ella para besarla.—Cariño, te presento al teniente Somerset.—¡Hola, Tracy! —la saludó Somerset, estrechándole la mano con una sonrisa.—Encantada de conocerle... en persona, quiero decir.Mi marido me ha contado muchas cosas sobre usted, pero no sé su nombre de pila.—William.—William —repitió Tracy como si saboreara un buen vino—. William, le presento a David. David, William. Ya sé que a los policías les gusta llamarse entre ellos por el apellido; suena más duro. Pero, puesto que los dos están fuera de servicio esta noche, creo que podrían llamarse por el nombre de pila.—Lo que tú digas, cariño —asintió Mills con una sonrisa forzada—. Tú eres la anfitriona.Desde detrás de una puerta les llegó el sonido de arañazos y gemidos.—Ya voy —exclamó Mills—. Ahora vuelvo —dijo a Tracy y Somerset.Mills abrió la puerta, y dos perros se abalanzaron sobre él en busca de atención. Mills se agachó y los rodeó con los brazos mientras uno le lamía el rostro y el otro le metía el hocico en la axila.—Sí, Mojo, sí —dijo—. ¿Qué pasa, Lucky? ¿Qué?Volvió a meter a los dos perros en la habitación y cerró la puerta tras él.—Lo adoran —le explicó Tracy a Somerset—. Si no les dedica el tiempo que se merecen, se vuelven locos.Somerset asintió mientras contemplaba con fijeza la puerta cerrada. El y Michelle habían tenido una perra durante un tiempo, hasta que se dieron cuenta de que era una lata tener un perro en la ciudad.Era una perra muy simpática, recordaba. Sin raza, pero tenía aspecto de collie, blanca y negra con el pelaje largo y sedoso. A Somerset le molestó no conseguir recordar el nombre de aquella perra.—Por favor, siéntese, William —indicó Tracy—. ¿Le apetece tomar algo ?Somerset empezó a quitarse la chaqueta.—De momento no, gracias. —Hizo una seña en dirección a la diminuta cocina—. Huele bien.—Oh..., gracias —repuso ella sin apartar la mirada del revólver que él llevaba en la pistolera—. Puede dejar la chaqueta en el sofá. No hay demasiados pelos de perro. Disculpe el desorden, pero como ve todavía no hemos acabado de desembalar. Perdóneme un momento; ahora vuelvo.Se dirigió a la cocina.Somerset arrojó la chaqueta sobre el respaldo del sofá y no pudo evitar percatarse de la presencia de la mesa contigua. Estaba repleta de papeles, bolígrafos, cartas abiertas y facturas. Sin embargo, lo que le llamó la atención fue una medalla de oro que había en un pequeño estuche de plástico.—Tengo entendido que ya eran novios en el instituto —dijo mientras cogía la medalla—. ¿Es cierto?—Sí. Y en la universidad también —repuso Tracy desde la puerta de la cocina—. Qué cursi, ¿eh ? Pero la primera vez que salí con él supe que era el hombre con quien me casaría. Ya lo supe entonces.—¿De verdad ?—Era el chico más divertido que había conocido en mi vida. Y lo sigue siendo.—¿De veras ?A Somerset le costó creerlo. Que él supiera, Mills siempre estaba malhumorado o furioso. Observó la medalla.Era una medalla al valor del Departamento de Policía de Springfield.—Así que, en realidad, son ustedes un matrimonio veterano si contamos todos los años que llevan juntos —comentó en voz alta.—Pues sí, supongo que sí —contestó Tracy entre risas.—Vaya, una relación así no es frecuente hoy en día.Nada frecuente.Estaba guardando la medalla en su estuche cuando Tracy volvió de la cocina con una humeante fuente de lasaña. La colocó sobre un salvamanteles de hierro forjado mientras miraba el arma de Somerset por el rabillo del ojo.Era evidente que la ponía nerviosa, por lo que él se dispuso a quitarse la pistolera.—Nunca la llevo cuando me siento a cenar —aseguró para disipar el recelo de la joven—. En los manuales de urbanidad dice que es muy desmañado hacerlo.Tracy lanzó una carcajada forzada.—Sabe, William, he visto muchas armas, pero no consigo acostumbrarme a ellas.—Lo mismo digo.Envolvió el arma con las correas de la pistolera y la guardó en el bolsillo de la chaqueta. Sacó el cuaderno de notas del bolsillo de la camisa con intención de guardarlo también en la chaqueta, pero un trozo de papel cayó de él y planeó hasta llegar al suelo.Tracy se agachó para recogerlo. Era la rosa de papel. Tracy la observó un instante y luego se la devolvió a Somerset.—¿Qué es esto? ¿Una prueba?Algo incómodo, Somerset consideró la posibilidad de inventar alguna historia, pero luego se dijo: ¿Qué importa?—Es mi futuro —explicó—. Pertenece a la vieja casa que he comprado en el campo. Allí es donde viviré cuando me retire.Tracy ladeó la cabeza y lo miró a los ojos.—Es usted un hombre extraño, William. Quiero decir interesante. No es asunto mío, la verdad, pero me alegro de conocer a un hombre que... —Miró la rosa con una sonrisa y dejó la frase sin terminar—. ¿Sabe lo que diría David si viera esto?—¿Qué?—Que es usted un maricón. David es así.—Bueno, pues entonces no se la enseñaré —replicó Somerset con una carcajada.Mills regresó al salón, deslizándose por la puerta entornada para que los perros no pudieran seguirlo.—No pueden vivir sin mí.Los perros arañaban la puerta y gemían. Mills se acercó al equipo de música y lo conectó. La suave melodía de una guitarra interpretando blues de Nueva Orleans llenó la habitación, y los perros se calmaron de inmediato. Mills hizo una seña en dirección a la puerta.—Saben que estoy aquí cuando oyen blues.Tracy estaba sirviendo la lasaña.—¿Cerveza o vino, William?Somerset echó un vistazo a la mesa. A la cabecera, ya había una botella de cerveza. Delante de otro plato vio una copa de vino tinto.—Vino —pidió.Mientras Tracy servía otra copa de vino, los hombres se sentaron, y Mills empezó a remover la ensalada. Somerset tomó un trozo de pan de ajo de la cesta que había sobre la mesa y lo dejó en el borde de su plato.—William, ¿por qué no está usted casado? —preguntó Tracy al sentarse.Mills abrió los ojos de par en par.—¡Tracy! ¿Qué clase de pregunta es ésa?—No, no pasa nada —intervino Somerset—. La verdad es que he estado casado. Dos veces. Pero no funcionó.Se encogió de hombros y tomó un sorbo de vino.—Me extraña —comentó Tracy—. De verdad.Somerset no pudo por menos que reír.—Toda persona que pasa conmigo una cantidad considerable de tiempo acaba por descubrir que soy... desagradable. Pregúnteselo a su marido.Mills esbozó una sonrisa tímida, pero no lo negó.—Tiene razón —se limitó a decir.—¿Cuánto tiempo lleva viviendo aquí? —preguntó Tracy.—Demasiado —repuso Somerset cortando un trozo de lasaña—. ¿Les gusta la ciudad?Tracy lanzó una mirada nerviosa a su marido.—Acostumbrarse a un sitio requiere un tiempo —contestó Mills—. Ya sabe.—Claro. Por supuesto. —Somerset advirtió que aquél era un tema delicado entre ellos—. Pero uno se curte bastante deprisa. Se sorprenderán. Hay ciertas cosas en cualquier ciudad que...Somerset se detuvo en seco al notar que el suelo empezaba a temblar bajo sus pies. El temblor fue aumentando en fuerza y volumen; los platos y los cubiertos comenzaron a tintinear y los perros empezaron a ladrar. Miró por encima del hombro en dirección a la ventana. El metro estaba entrando en la estación elevada que se hallaba sobre la avenida. Le sobresaltó comprobar lo cerca que se encontraba, a menos de quince metros de distancia. No se había dado cuenta hasta entonces. Mills clavó la mirada en su plato con expresión repentinamente huraña. Tracy cerró los ojos y suspiró. Cuando el tren se puso de nuevo en movimiento, los platos y los cubiertos volvieron a tintinear. Los perros ladraban como locos.—¡Lucky! ¡Mojo! ¡Callaos! —les gritó Mills.Dedicó una sonrisa forzada a su invitado en un intento de fingir que no ocurría nada.—Enseguida habrá pasado —aseguró Tracy a modo de disculpa.Era evidente que se estaba muriendo por dentro. Las vibraciones aumentaron a medida que el tren cobraba velocidad, y Somerset agarró su copa de vino antes de que se volcara. Los perros gimieron, y algo se cayó en la cocina.La forzada compostura de Mills se desmoronó de repente al comprobar que el temblor no cesaba con la suficiente rapidez.—El tipo de la inmobiliaria..., ese hijo de puta... Nos trae a ver el piso unas cuantas veces. Primero me parece un tipo legal, porque se toma su tiempo para enseñarnos el piso otra vez a pesar de que está ocupado. Pero las dos veces no paraba de meternos prisas. Sólo nos lo enseñaba durante cinco minutos cada vez.Mills emitió una risita amarga.—Bueno, lo descubrimos la primera noche que dormimos aquí —terció Tracy, señalando la ventana con un gesto.Somerset se mordió la cara interior de las mejillas para no estallar en carcajadas, pero no pudo contenerse.—Es como esas sillas automáticas de masaje. Un hogar apacible y relajante.Se echó a reír a pesar suyo, y Mills y Tracy no tardaron en unirse a sus carcajadas.Somerset no podía parar.—Lo siento... Yo...—Bah, ¿qué importa? —exclamó Mills sin dejar de reír—. Resulta gracioso.Somerset tomó otro sorbo de vino y recobró la compostura.—No he podido evitar ver la medalla al valor que tiene en aquella mesa —comentó para cambiar de tema—. ¿Por qué se la dieron ?—David participó en una detención con...—Es igual —la atajó Mills—. Estoy seguro de que no le interesa escuchar esa historia.Mills se había puesto de mal humor en un abrir y cerrar de ojos. A todas luces, no quería hablar de lo que había hecho para merecer aquella medalla. El tenedor que Tracy sostenía en la mano temblaba.Somerset intentó mirarla a los ojos, pero ella mantenía los suyos fijos en el plato.—Si me disculpan... —dijo por fin, antes de levantarse y salir de la habitación con brusquedad.Mills pinchó la comida que tenía en el plato y se llevó un trozo de lasaña a la boca. Masticó con la mirada clavada en el plato. Tampoco él miró a Somerset.CAPÍTULO 10
Los platos sucios aguardaban en el fregadero, y Tracy estaba en la cama. La mesa aparecía cubierta de las fotografías del escenario del crimen que fueron tomadas en el despacho de Eli Gould. El tazón de café de Somerset se hallaba junto a la botella de cerveza de Mills, cerca del borde de la mesa. En el equipo de música sonaba Muddy Waters, pero a volumen muy bajo para no despertar a Tracy. Los perros estaban tumbados debajo de la mesa. Mojo tenía el hocico entre las patas y los ojos atentos a cualquier movimiento que efectuara Mills. Lucky dormía a pierna suelta; ¡ya le tocaba a la pobre!
Somerset estaba reclinado en su silla y miraba fijamente una fotografía que aparecía en el escritorio de Gould. Llevaba cinco minutos observándola. Mills se preguntó qué estaría buscando, pero no le apeteció demasiado preguntar.Mills se levantó y arqueó la espalda. Se estaba quedando bizco de tanto mirar aquellas estúpidas fotografías.Sin embargo, Somerset permanecía impávido. Tenía la concentración de un monje zen. Mills cogió la botella de cerveza y la apuró.—¿Más café? —ofreció para romper el silencio.—Sí —asintió Somerset sin apartar los ojos de la fotografía.Mills cogió el tazón de Somerset, fue a la cocina y regresó con más café ligero y dulce, como lo tomaba Somerset, y una cerveza fría para él. Somerset seguía contemplando la misma fotografía.Mills bebió un trago directamente de la botella y giró la cabeza para relajar la tensión.—Supresión de pulgares.—¿Cómo dice? —preguntó Somerset.—Deberían privarlos de los pulgares como castigo por crímenes atroces.—Ya entiendo —repuso Somerset sin dejar de mirar la instantánea.—Quitárselos —sugirió Mills dejándose caer en la silla—. Lo siento, señor, pero ese comportamiento no es propio de un primate superior. Se queda sin pulgares.Ambos guardaron silencio durante unos instantes.—Supresión de pulgares —repitió Somerset por fin.Seguía sosteniendo la fotografía, pero ahora se había vuelto hacia Mills.Mills esbozó una sonrisa. He conseguido que me mires, pensó.—Nunca se topa uno con nadie que venda accidentalmente un arma a un macaco sin pulgares. Si te cogen, no tienes excusa.Somerset se llevó el tazón humeante a los labios.—Fuera pulgares... Pues tiene razón.—Párese a pensarlo un momento. ¿Cómo podría apretar el gatillo alguien que no tuviera pulgares? Y conducir también le resultaría difícil. Joder, intente sostener un teléfono durante un rato sin los pulgares.Somerset se lo quedó mirando fijamente.—¿Sabe?, creo que habla en serio.—Por supuesto que hablo en serio.La sonrisa de Mills se convirtió en una carcajada, pero lo cierto era que hablaba en serio. Debería existir algún modo de distinguir a los predadores del resto de la población. En la selva, los colmillos de un animal solían delatarlo. Sería de justicia que los seres humanos contaran con la misma clase de advertencia.Somerset dejó la fotografía a un lado y se frotó el cuello.Bajo la mesa, Mojo miró alternativamente a Mills y Somerset. El pobre perro no comprendía qué hacía allí tan tarde aquel desconocido.—Vuélvame a explicar su teoría —pidió Somersetacerca de cómo mataron a Gould. Creo que se me escapa algo.A Mills se le formó un nudo en la boca del estómago.¿Qué estaba pasando?, pensó con recelo. ¿Acaso Somerset creía que su teoría fallaba en algo ?Sin embargo, no dijo nada. Si Somerset había encontrado algún error en su lógica, quería saberlo. Quería aprender de él.—Bueno —empezó—, en mi opinión, nuestro amigo entró en el despacho de Gould antes de que el edificio cerrara y el dispositivo de seguridad se pusiera en marcha.También creo que Gould debió de quedarse a trabajar hasta tarde.—De eso estoy seguro —repuso Somerset—. Gould era el abogado defensor más ocupado de la ciudad y estaba en pleno juicio.Mills bebió otro trago de cerveza antes de proseguir.—Encontraron el cadáver el martes por la mañana, ¿de acuerdo? Pero ahora viene lo bueno... El despacho permaneció cerrado durante el lunes lo cual significa que nuestro asesino pudo haber entrado el viernes y esconderse hasta que se fueron los de la limpieza. Podría haber pasado todo el día del sábado con Gould, el domingo e incluso el lunes.Mills cogió una de las fotografías de la mesa, una toma general del despacho de Gould, con el cadáver del abogado erguido en la silla de cuero de respaldo alto.—Gould estaba atado y completamente desnudo, pero el asesino le dejó un brazo libre. Entregó a Gould un cuchillo de carnicero. Ahora, fíjese en la balanza que hay sobre el escritorio. No era de Gould. Alguien la trajo, sin duda el asesino. En uno de los platillos había un peso de medio kilo; en el otro, un pedazo de carne.—Medio kilo de carne —apuntó Somerset, observando la fotografía con atención.Mills rebuscó entre las instantáneas que había desparramadas sobre la mesa, hasta que encontró la fotocopia de una nota manuscrita fijada con un clip a la fotografía de la misma nota, en la que se veía cómo se había hallado, clavada a la pared detrás del escritorio de Gould.—Nos ha dejado una carta de amor. Aquí.Somerset retiró el clip y leyó la nota en voz alta.—Medio kilo de carne, ni más ni menos. Sin cartílago, sin hueso..., sólo carne. Con esta misión cumplida... ha quedado en libertad.—La silla de Gould estaba empapada de sudor y meados —comentó Mills—. Llevaba bastante tiempo allí sentado.—Sábado, domingo y lunes —repuso Somerset con expresión sombría—. El asesino quería que Gould se tomara su tiempo, que permaneciera sentado y pensara en ello.¿Dónde practicas el primer corte? Tienes un arma apuntándote a la cara. ¿Qué parte de tu cuerpo es la más prescindible? ¿Sin qué parte de tu cuerpo puedes vivir?—Gould cortó a lo largo del costado izquierdo del estómago. Los michelines.Somerset cogió media docena de fotografías y apartó el resto. Las alineó como si dispusiera las cartas para hacer un solitario.—Mire estas fotos con otros ojos —sugirió—. No se deje llevar por la inercia. —Ordenó de nuevo las instantáneas y las superpuso para que el cadáver no resultara visible—. Ahora, aunque sepa que el cadáver está ahí, no piense en ello. Olvide el primer impacto. Siempre hay algo en lo que no nos fijamos. Podría ser un detalle insignificante, pero también podríamos tenerlo delante de las narices y no verlo. Concéntrese hasta que haya agotado todas las posibilidades.Mills estudió las fotografías por encima del hombro de Somerset, escrutándolas en busca de algo que se le hubiera escapado: algo en las estanterías, algo en el gran cuadro abstracto de la pared, en el modo en que la palabra CODICIA estaba escrita con sangre. Pero, por mucho que lo intentaba, no podía dejar de visualizar el cadáver de Gould en las fotografías.—El hombre está predicando —comentó Somerset.—Querrá decir castigando.—No, predicando. Los siete pecados capitales se utilizaban en los sermones medievales. Había siete pecados capitales y siete virtudes cardinales. Se empleaban como herramienta de aprendizaje para mostrar a la gente las posibles distracciones de la verdadera adoración.—¿Como en Dante ?—¿Ha leído el Purgatorio? —inquirió Somerset alzando la vista hacia él.—Sí..., lo he leído. Bueno, algunas partes. ¿Recuerda la parte en la que Dante y su colega están subiendo aquella montaña tan alta y ven a todos los tipos que han pecado ?—Las Siete Terrazas del Purgatorio.—Eso. Pero en el libro aparece primero el orgullo, no la gula. Si nuestro amigo está siguiendo a Dante, entonces no respeta el orden.—Es cierto, pero de momento limitémonos a considerar a Dante como la inspiración del asesino. Aquí se trata de la expiación de los pecados, y estos asesinatos han sido una especie de contrición forzosa.—¿Una qué forzosa?A Mills no le hacía ninguna gracia que Somerset empleara palabras que él no conocía.—Contrición significa que uno se arrepiente de sus pecados, pero en este caso no ha sido porque las víctimas amaran a Dios y desearan arrepentirse por voluntad propia.—Es porque alguien les estaba apuntando a la cabeza con un arma.Somerset arqueó la espalda y giró la cabeza para relajar el cuello.—Pero no había ninguna huella en los lugares de los hechos.—No, nada.—Y las víctimas no guardaban ninguna relación entre sí.—Que nosotros sepamos —puntualizó Mills llevándose la botella a los labios.—Tampoco hay testigo de ninguna clase.—Lo cual no entiendo. El asesino pasó mucho tiempo con esos dos tipos. Y en el asesinato de Gould tenía que volver a salir del edificio. Alguien debería haberlo visto.—Debería, pero no fue así. Ocuparse de los propios asuntos es toda una filosofía en la ciudad. Si miras mal a alguien puedes acabar con el cuello rebanado. No me extraña que no haya aparecido ningún testigo. —Somerset acercó la silla a la mesa y volvió a concentrarse en las fotos—. Sin embargo, apuesto lo que sea a que nos ha dejado otra pieza de su rompecabezas. No creo que pretenda abandonarnos en un callejón sin salida tan pronto. Quiere que le sigamos la pista.Mills miró el reloj. Eran las once y media.—Mire, me alegra tener la oportunidad de hablar de todo esto, pero...—Esto es sólo para satisfacer mi curiosidad, ya que me voy a finales de semana —lo atajó Somerset mientras estudiaba la hilera de fotografías.—Exacto.Mills introdujo la mano en su maletín, que descansaba abierto sobre una silla, y extrajo otra instantánea. Se trataba de una copia de la fotografía en marco de oro de la señora Gould, cuyos ojos aparecían rodeados de círculos de sangre.—La mujer —dijo—. Si el asesino nos intenta decir que ella vio algo, no sé qué puede ser. Se encontraba fuera de la ciudad cuando ocurrió.—A lo mejor es una amenaza —aventuró Somerset.—Ya se me había ocurrido. Está en un lugar seguro.Otro metro entró traqueteando en la estación e hizo temblar las ventanas, el tazón de Somerset saltó y éste se apresuró a cogerlo antes de que el café se derramara sobre las fotos, aunque sin dejar de observar la instantánea de la señora Gould.Mills volvió a hacerse masaje en la nuca. ¡Ojalá el metro fuera a la huelga, joder!Cuando el tren abandonó la estación y el estruendo empezó a disiparse, Somerset deslizó los dedos sobre los círculos que rodéaban los ojos de la señora Gould.—¿Y si no significa que ella ha visto algo? —sugirió—.¿Y si quiere decir que tiene que ver algo, pero aún no ha tenido ocasión de verlo ?—Sí, pero ¿qué es lo que tendría que ver ?—Sólo hay un modo de averiguarlo —replicó Somerset encogiéndose de hombros.El lugar seguro era un motel sombrío que se hallaba en las afueras de la ciudad. El rótulo luminoso de la carretera anunciaba con orgullo: Televisión por cable gratis en todas las habitaciones, pero cuando Mills y Somerset entraron en la habitación de la señora Gould, Mills decidió que la televisión por cable gratis constituía un magro consuelo. Recorrió la estancia con la mirada e intentó adoptar una expresión neutral. Las paredes necesitaban una mano de pintura, en el techo se veía una mancha de humedad del tamaño de una tortuga gigante y en todas las lámparas había bombillas de pocos vatios. Parecía la clase de lugar al que uno acudiría para suicidarse.La señora Gould estaba sentada en el borde de la cama, sollozando mientras sostenía un pañuelo de papel arrugado ante los ojos.La cabellera de color rojo fuego parecía descuidada desde hacía días, y tenía el rostro pálido e hinchado de tanto llorar. Tampoco se había molestado en maquillarse, de modo que su aspecto recordaba a uno de aquellos gnomos de juguete con el pelo disparado en todas direcciones. Vestía un chándal fucsia y verde e iba descalza. Llevaba las uñas de los pies pintadas de rojo, pero no tenía los pies bonitos, sino que estaban coronados por grandes venas azules y prominentes.Además de los sollozos de la mujer, el único sonido que se oía en la habitación era el golpeteo intermitente de una pelota de goma contra el otro lado de la pared. El policía de servicio que se hallaba en el pasillo mataba el tiempo con una pelota de goma que lanzaba contra la pared sin pausa.No sólo se trataba de una falta de consideración, sobre todo a aquellas horas de la noche, sino que estaba volviendo loco a Mills, quien estuvo a punto de salir y hacerle tragar la pelota al agente.Mills carraspeó e intentó hacer caso omiso del golpeteo.—Siento molestarla a estas horas, señora Gould, pero...—No importa. No he pegado ojo desde...Su rostro se contrajo, y la mujer volvió a estallar en sollozos, cubriéndose la boca con una mano como si intentara acallarse a sí misma.Mills dirigió una mirada a Somerset, pero el rostro de éste permaneció impasible. Ya habían decidido que Mills formularía las preguntas, puesto que dirigía el caso Gould.—Señora Gould... —Abrió el maletín y extrajo las fotografías—. Necesito que vuelva a mirar algunas de las fotografías.Clanc... clanc... clanc...La pelota. Mills apretó los dientes, dispuesto a salir y hacerle tragar la pelotita a aquel gilipollas.—Perdone, vuelvo enseguida...—Ya me encargo yo —lo interrumpió Somerset, al tiempo que se dirigía a la puerta.Salió al pasillo y cerró la puerta tras de sí.Mills no quería que se fuera. No quería quedarse a solas con la viuda. Nunca le había gustado enfrentarse a los familiares de las víctimas. Carraspeó de nuevo y tendió las fotos a la señora Gould.—Me gustaría que echara un vistazo a estas fotos y me dijera si hay algo que le parece extraño o fuera de lugar.Cualquier cosa.Pero la mujer no quiso cogerlas.—Las he mirado mil veces —gimió—. No quiero volver a verlas... nunca.Mills apretó los labios. Odiaba ver llorar a una mujer.Eso hacia que se enfadase consigo mismo, porque nunca sabía qué hacer para lograr que pararan.—Por favor, señora Gould. Necesito que me ayude para que podamos encontrar a la persona que ha hecho esto.La señora Gould se enjugó las lágrimas con las manos y alzó la vista hacia él en una sorda súplica para que la dejara en paz. Pero, por mucho que le doliera hacerla pasar por aquello, Mills sabía que no podía dejarla en paz.—Por favor, señora Gould. Cualquier cosa que falte o le parezca diferente. Cualquier cosa.La mujer cogió las fotos a regañadientes y le lanzó una mirada enojada. Les echó un vistazo rápido, demasiado rápido.—No veo nada —sentenció antes de devolvérselas.—Tómese el tiempo que necesite, señora Gould.—No hay nada —insistió ella sin hacer ademán de volver a estudiarlas.—¿Está completamente segura? Podría ser decisivo para encontrar a este tipo o perderlo de vista para siempre.Lo digo en serio.En aquel instante, Somerset entró de nuevo en la habitación. Mills ni siquiera se había dado cuenta de que el golpeteo había cesado.La señora Gould intentó mirar de nuevo la primera fotografía, pero no lo consiguió.—¡No puedo hacer esto ahora! —gritó—. ¡Por favor!Mills se volvió hacia Somerset en busca de ayuda.—Tal vez sería mejor esperar —sugirió el teniente en voz baja—. Yo puedo esperar hasta mañana.Pero Mills no quería esperar.—Hay algo en estas fotografías que se nos escapa, señora Gould. Creo que usted es la única persona que puede ayudarnos.—¡Dios mío! —gimió la mujer—. De acuerdo, de acuerdo, de acuerdo.Se obligó a sí misma a mirar las fotos una vez más, pasándolas con rapidez.Aquello no servía de nada, pensó Mills.De repente, la mujer se detuvo y frunció el ceño mientras comparaba dos de las instantáneas del despacho de su marido que fueron tomadas desde el mismo ángulo. Eran primeros planos del escritorio y la silla.—¿Qué ve, señora Gould? —le preguntó con insistencia.La mujer golpeteó la primera fotografía con una uña roja y mal pintada.—Este cuadro —dijo.Mills estudió la fotografía. En la pared que había tras el escritorio de Gould se veía un gran óleo de al menos un metro por un metro veinte. Se trataba de una pintura abstracta: manchas y gotas negras, rojas y verdes.—¿Qué le pasa al cuadro ? —inquirió.La señora Gould lanzó una mirada acusadora a ambos policías.—¿Por qué está colgado al revés ?Mills miró a Somerset, que enarcó una ceja mientras observaba las fotografías que sostenía la mujer.Al revés ?La luna era un pequeño orificio de bala en el cielo negro que se observaba desde la ventana del despacho de Eli Gould, en la decimosegunda planta. Mills encendió las luces mientras Somerset se ponía unos guantes de látex.—¿Quiere hacer los honores? —ofreció Mills, señalando en dirección al cuadro abstracto de la pared.Somerset adoptó una expresión algo perpleja.—Es su investigación.—Sí, pero es su última semana de trabajo.Somerset se encogió de hombros y se acercó al cuadro mirándolo fijamente.—¿Está seguro de que nuestra gente no lo ha movido?—Aunque lo hubieran hecho, esas fotografías se tomaron antes de que los técnicos empezaran a trabajar.Somerset cogió el cuadro por el marco y lo descolgó.Mills esperaba encontrar otro mensaje escrito con sangre, pero aparte del gancho clavado a la pared no había nada.—¡Mierda! —masculló Mills; su gran presentimiento de que la señora Gould había visto algo se convertía en agua de borrajas—. No quiero ni pensar en todas las horas de sueño que estoy perdiendo por culpa de esto.—Tranquilo, tranquilo. —Somerset apoyó el cuadro contra el costado de la mesa con el dorso hacia ellos—. Mire esto.—Señaló los tornillos del marco. Otros orificios sin tornillo se observaban justo debajo de aquéllos—. A lo mejor nuestro amigo cambió la cuerda para poder colgar el cuadro boca abajo.Somerset se llevó la mano al bolsillo para buscar algo, y Mills se sorprendió considerablemente al ver que extraía una navaja con empuñadura de nácar. El teniente la abrió.—¿Qué coño es eso? —preguntó Mills.—¿No tenían de éstas en Springfield? —replicó Somerset por encima del hombro.—Los policías no, desde luego.—Siempre he creído en este tipo de herramientas simples.Somerset perforó con cuidado la cartulina marrón grapada al dorso del cuadro y practicó un corte a lo largo del borde para acceder al hueco que había tras el lienzo.Cuando hubo cortado los cuatro bordes, Mills le ayudó a retirar la cartulina. Pero allí no había absolutamente nada; ni en la cartulina ni en el dorso del lienzo.—¡Mierda! —espetó Mills—. ¡Qué pérdida de tiempo, joder! Debería estar en casa durmiendo.Pero Somerset no le hizo caso, dio la vuelta al cuadro e introdujo la hoja de la navaja bajo la costra de pintura. Retorció el cuchillo y logró levantar una esquina.—Vamos, Somerset, sea realista. El asesino no pintó este cuadro de mierda. Larguémonos.Somerset lanzó una mirada de asco al cuadro, admitiendo que, con toda probabilidad, Mills tenía razón.—¡Maldita sea! —exclamó—. Debe de haber algo que quiere que encontremos.—Estamos jodidos —rechazó Mills meneando la cabeza—. Nos está tomando el pelo.Pero Somerset no le escuchaba. Seguía haciendo de Sherlock Holmes, absorto en lo que hacía y tratando a Mills como si fuera un doctor Watson imbécil. Bueno, a tomar por culo, pensó Mills. El viejo Sherlock tanteaba el terreno.Somerset retrocedió un paso y estudió el trozo de pared en el que había estado colgado el cuadro. Recorrió el despacho con la mirada y a continuación retrocedió otro paso.Se detuvo y volvió a contemplar el hueco.Mills se estaba cabreando.—¿Qué coño está haciendo ?—Cállese. Estoy pensando.Mills apretó los puños, enfurecido porque Somerset lo trataba de nuevo como a un idiota. Ciego de ira, cogió una lámpara pequeña del aparador y estuvo a punto de arrojarla al suelo antes de recuperar el autocontrol.—¡Capullo de mierda! —masculló mientras devolvía la lámpara a su sitio.Somerset se llevó la mano al bolsillo y extrajo una cajita de plástico. La abrió y sacó una brocha y un frasco de polvo oscuro.—¿Sabe hacerlo ? —preguntó Mills con suspicacia mientras pensaba que deberían llamar a los de la oficina del forense para que se ocuparan de buscar huellas.Somerset inspeccionó las cerdas de la brocha.—No se preocupe. Llevo bastante tiempo en el oficio.Encontró una silla de respaldo recto y la llevó hasta la pared antes de encaramarse a ella y empezar a cubrir con polvo la zona que rodeaba el gancho.—¿Esto va en serio o qué, Somerset?—Espere.Somerset acercó el rostro a la pared para estudiar el residuo del polvo. Cogió la brocha y aplicó más polvos, separándose cada vez más del gancho y el clavo.Mills intentó serenarse, pero se moría por saber qué había encontrado el señor Sabelotodo.—¿Qué pasa? ¿Qué es lo que ve? Nada, ¿verdad?—No pierda la paciencia.Somerset siguió trabajando de cara a la pared hasta casi agotar el frasco de polvo. Cuando se bajó de la silla, Mills vio con toda claridad lo que el teniente había descubierto.El polvo oscuro lo había puesto de manifiesto, como si estuviera impreso: AYÜDENME apareció eserito con huellas digitales.Joder —pensó Mills mirando a Somerset—. Este hijo de puta es Sherlock Holmes.CAPÍTULO 11
En la comisaría, Somerset y Mills estaban inclinados sobre el hombro de Michael Washington mientras contemplaban la pantalla verde del ordenador en espera de que sucediese algo. A Washington, un recio negro de cuarenta y tantos años que era el jefe de ánalisis de huellas del departamento, no le hacía ni pizca de gracia cargar con horas extras.
Según Somerset, había sido un tipo normal mientras no fue más que otro de los técnicos de la oficina del forense, pero ahora se consideraba una persona con horario regular, de nueve a cinco, demasiado importante para que lo despertaran en plena noche. Sin embargo, Somerset tuvo que recordarle que se trataba de un asunto urgente y que había vidas en juego, además de que su trabajo consistía en estar al servicio de la policía, no a la inversa. Al cabo de unos diez minutos de gritar por teléfono, Somerset había convencido por fin a WashingTOn de que se espabilara y fuera a la comisaría, aunque no por eso el hombre dejara de quejarse ni un instante.—No sé qué coño os pasa —refunfuñó mientras tecleaba—. Si quisiera trabajar de noche me habría convertido en detective como vosotros, capullos. Yo trabajo de día. No sé qué narices hago aquí a estas horas. ¿Estáis seguros de que esto no puede esperar hasta mañana?—No —replicó Somerset meneando la cabeza—. Ya te he dicho que es importante.—Sí, claro, importante. Ve a decirle a mi mujer lo importante que es.Mills estuvo a punto de perder los estribos; estaba harto de aquel Lloriqueo.—Esto podría salvar vidas, gilipollas. Hágalo y cierre el pico de una vez.Washington le lanzó una mirada furiosa y apartó la silla del ordenador.—¿Ah, sí? Pues entonces hazlo tú, joder. Me voy a La cama, hijo de puta.—¿A quién ha llamado hijo de puta?Washington se levantó, volcó la silla y se dispuso a abalanzarse sobre Mills. Nunca había sido un tipo que aguantara broncas de un policía. Somerset se interpuso entre ellos.—Tranquilos, tranquilos. Te agradecemos mucho que hayas venido a estas horas, Michael. Continúa, por favor.Se volvió hacia Mills y lo empujó hacia la otra punta de la estancia.—Calma, ¿vale? —le aconsejó—. Lo necesitamos.Mills apartó la mano que Somerset le había puesto en el pecho.—¡Mierda!Somerset meneó la cabeza con el ceño fruncido. Había trabajado con gente irritable, pero Mills era pura nitroglicerina. No duraría mucho si seguía así.Observaron a Washington a distancia mientras éste seguía introduciendo códigos. Al cabo de unos minutos, la pantalla quedó en blanco y de repente empezó a chasquear y zumbar al mismo tiempo que una serie de huellas ampliadas se sucedían rápidamente. El ordenador estaba comparando las huellas que Somerset había obtenido del mensaje AYÜDENME con las de delincuentes incluidos en las bases de datos del organismo nacional de prevención de la delincuencia.Washington hizo girar la silla.—He visto cómo este aparatito tardaba tres días en hacer coincidir las huellas, así que ya podéis ir a cruzar los dedos a otra parte. Quiero dormir un poco.Giró de nuevo su silla y estiró las piernas en otra; se puso cómodo, se cruzó de brazos y cerró los ojos.—Vamos —indicó Somerset a Mills mientras lo hacía salir al pasillo.—Que duerma bien —masculló Mills al salir.En el pasillo había un viejo sofá de vinilo azul. Somerset se sentó en un extremo mientras Mills introducía monedas de veinticinco centavos en una máquina de refrescos que había allí cerca. Somerset miró el reloj: la 1:20.Una lata salió de la máquina de golpe. Mills la sacó y retiró la anilla de la cerveza sin alcohol antes de dejarse caer en el otro extremo del sofá.—¿Cree que nuestro amigo está chalado y está pidiendo ayuda? ¿Cree que ése es su problema?Somerset reflexionó unos instantes.—No, no lo creo. No encaja. Este tipo tiene un programa bien definido. No creo que quiera que lo detengan hasta que haya terminado.—No sé. Hay un montón de chiflados allí fuera que hacen salvajadas que en realidad no quieren hacer. Ya sabe, las vocecitas interiores que les mandan hacer cosas malas.Somerset meneó la cabeza.—Este tipo no. Es posible que oiga vocecillas, pero es muy organizado y está muy motivado. No se trata de asesinatos impulsivos, sino muy bien planeados. Tal vez esté loco de atar, pero creo que tiene un gran plan y que no parará hasta que lo haya completado.un anciano empleado de la limpieza con uniforme veRde dobló la esquina del pasillo en el cumplimiento de su deber.—¿Qué tal, Frank? —lo saludó Somerset.El empleado se detuvo y entornó los ojos.—¿Somerset? ¿Qué coño hace aquí?—Estoy trabajando.—EL trabajo acabará matándolo.—A mí no. Me jubilo.El empleado lanzó una estruendosa carcajada.—Ya, claro.—Es verdad. esta es mi última semana.EL hombre siguió fregando sin dejar de reír.Mills tomó un sorbo de cerveza mientras observaba a Somerset por el rabillo del ojo.—¿Pasa algo? —inquirió Somerset al percatarse de que Mills lo miraba.—¿Puedo hacerle una pregunta?—¿Cuál ?—¿Por qué nadie se cree que vaya a jubilarse?Somerset se encogió de hombros. No supo cómo decir que se debía a que a veces ni él mismo se lo creía.—¿Está quemado ? —preguntó Mills.Somerset exhaló un suspiro.—Lo que le ha dicho a la señora Gould sobre lo de atrapar a ese tío, lo decía en serio, ¿verdad?—Por supuesto.—¿Lo ve? Yo nunca podría haberle dicho algo así. He visto a demasiados tipos que derrotaban al sistema y se libraban de la condena alegando demencia. O aquellos otros que pueden permitírselo y acuden a abogados de fama como Eli Gould para que los saquen del apuro. Y algunos de ellos, muchos, de hecho, desaparecen. Matan durante un tiempo y luego nunca más se vuelve a saber de ellos. Me gustaría seguir pensando como usted, pero no puedo. Por eso me voy.—Si no cree que podamos atrapar a ese tipo, ¿entonces qué coño hacemos aquí? Explíquemelo.—Pues reunir piezas —replicó Somerset—. Recoger todas las pruebas, todas las fotografías, todas las muestras. Anotarlo todo y registrar a qué hora han sucedido las cosas...—¿Eso es todo? ¿Nos limitamos a registrar cosas?—Lo ponemos todo en pilas bien ordenadas y lo arChivamos con la probabilidad ínfima de que algún día lo necesitemos ante un tribunal. —Somerset se frotó el rostro con ambas manos—. Coger diamantes en una isla desierta y guardarlos por si algún día nos rescatan. Por supuesto, el océano es bastante grande...—Tonterías. No me lo creo.—InCluso las pruebas más prometedoras no suelen hacer más que conducir a otras pruebas, no a condenas. Hay tantos cadáveres que desaparecen... sin venganza. Es muy triste.Mills se volvió para mirarlo de frente.—No me diga que no se ha emocionado esta noche, que no ha sentido latir la adrenalina, que no ha tenido la sensación de avanzar a toda máquina, de estar consiguiendo realmente algo. Y no me diga que eso se debía sólo a que hemos encontrado algo que tal vez algún día, dentro de varios años, pueda servirnos en un juicio.Somerset sacó un cigarrillo y lo encendió con parsimonia. Mills tenía razón respecto a la emoción. La había experimentado e iba a echarla de menos. Pero sabía que siempre se trataba de una sensación temporal. Incluso los esfuerzos más ímprobos que realizara un policía sólo arrojaban los resultados deseados en raras ocasiones. En última instancia, era el jurado quien tenía la sartén por el mango. Las absoluciones se consideraban fracasos; las negociaciones de las apelaciones equivalían a prostituirse.Somerset dio una larga calada al cigarrillo mientras Mills se arrellenaba en el otro extremo del sofá y se ponía cómodo.Los únicos sonidos que se oían en la comisaría eran el zumbido y los chasquidos lejanos del ordenador, al final del pasillo, y el susurro que producía la fregona del empleado de la limpieza. Miró de soslayo a Mills, que estaba a punto de dormirse.—Eh —dijo.—¿Qué? —replicó Mills abriendo los ojos.—¿No tendría que llamar a su mujer para decirle dónde está?Mills volvió a cerrar los ojos.—No pasa nada. Ella lo entiende.Uno de los perros ladraba cuando Tracy se despertó de repente. Estaba atontada; seguía vestida con la ropa que había llevado para la cena y estaba tumbada sobre la cama. Se incorporó e intentó acostumbrar la vista a la habitación oscura. Entornó los ojos para ver la hora en el reloj digital de la mesilla de noche: las 3:41. Los sonidos de los coches que pasaban a toda velocidad por la avenida le recordaron que no estaba en Springfield, y una suerte de tristeza se adueñó de ella cuando recordó dónde se hallaba y qué había sucedido. Se había levantado de la mesa después del postre. El vino se le había subido a la cabeza y fue a tumbarse unos minutos. Debía de haberse dormido.—¿David? —llamó con voz ronca.No obtuvo respuesta. Tan sólo un gruñido insistente que procedía del salón.—¡Calla, Mojo!Tracy se levantó y caminó hacia la puerta, pero tuvo que detenerse y aferrarse al marco. De repente se sintió mareada. Debía dc haberse levantado demasiado deprisa.Afuera, un metro que entró la estación hizo temblar las ventanas del piso. Los cubiertos y los platos sucios del fregadero entrechocaron. El perro ladró con más fuerza.—¡Mojo, cállate!Pero al mirar debajo de la mesa se dio cuenta de que era Lucky la que gruñía, no Mojo. Se acercó a la mesa, se arrodilló y extendió las manos hacia la perra.—¿Qué pasa, bonita? Ven.La perra no se movió, sino que continuó gruñendo. Tenía los ojos clavados en las ventanas del salón. Mojo también y, aunque no gruñía, tenía el pelaje del lomo erizado.—¿Qué es lo que pasa, bonita? Ven.Lucky no se movió. De repente Tracy recordó algo que David le había dicho hacía mucho tiempo. Las hembras son mejores guardianas que los machos. La hembra es la que dará lavoz de alarma si el hogar se ve amenazado.El metro partió de la estación y el piso se volvió a estremecer. Tracy se quedó paralizada, con una sensación desagradable en la boca del estómago. Permaneció arrodillada hasta que el traqueteo del tren se desvaneció. Lucky seguía gruñendo.CAPÍTULO 12
Arriba, dormilones. Os ha tocado la lotería.
—¡Eh! —exclamó Mills al despertar de repente de un profundo sueño.Somerset bostezó y se desperezó. Mills se llevó las manos a la cabeza. Estaba hecho una piltrafa. Ya era de día. Se habían quedado dormidos en el sofá.—Digo que os ha tocado la lotería. A por el gusano, pajarillos.De pie ante ellos estaba el capitán, fresco y pulcro como una hoja de papel en blanco. Mills consultó su reloj de muñeca: las 6:25. No he dormido suficiente. Ni mucho menos. Nunca es suficiente, se dijo.—Aquí tienen a su hombre.El capitán dejó caer una fotocopia sobre el regazo de Mills y le alargó otra a Somerset. Allí aparecían dos fotografías policiales, una de frente y otra de perfil, de un jovenzuelo escuálido de cabello largo y lacio, cargado de pendientes y con la cabeza echada hacia atrás con aire de chulo. Se llamaba Victor Dworkin y tenía veinticinco años. Parecía de los que se meten en líos, pero no tenía aspecto de ser muy peligroso. Por supuesto, Russell Gundersen tampoco.Somerset se levantó del sofá con un gruñido.—¿Qué ha hecho este tipo?—Dworkin tiene un largo historial de trastornos mentales —explicó el capitán—. Sus padres lo educaron en el más estricto catolicismo, pero en cierto momento...—¿Catolicismo ? —Mills se incorporó de un salto al oír el nombre de una religión—. ¿Qué más sabemos acerca de eso ?Dos agentes uniformados se acercaron por el pasillo gritando como un par de adolescentes. Ambos llevaban chalecos antibalas bajo anoraks de color azul marino con la palabra policía impresa en blanco delante y detrás. Los dos se cubrían con cascos antidisturbios. Uno de ellos sostenía una escopeta, el otro un rifle de asalto.—¡Así que le dije que se fuera a tomar por saco! —gritó el del bigote.El del pelo rapado al uno se echó a reír como un imbécil.—¡A ver si cerráis el pico! —los regañó el capitán.Los dos policías se detuvieron en seco como dos colegiales a los que acaban de sorprender en una travesura.—Gracias, capullos —dijo el capitán con marcado sarcasmo mientras los seguía con la mirada hasta que se perdieron de vista con el rabo entre las piernas—. Muy bien —prosiguió volviéndose hacia Mills y Somerset—. Victor Dworkin se dedicaba a las drogas, al atraco a mano armada y al asalto. Pasó un par de meses en la cárcel por intento de violación a una menor, pero su abogado lo sacó después de apelar. Y resulta que el abogado en cuestión era el recientemente fallecido Eli Gould, el señor Codicia.Los ojos de Mills se iluminaron. Le entraron ganas de besar al capitán.—¡Eso! Ya tenemos la relación.—Un momento, Mills. Que nosotros sepamos, Victor lleva bastante tiempo fuera de circulación. Tenemos una dirección, y ahora mismo están solicitando la orden de registro.Un sargento pelirrojo, apodado California, se acercó corriendo por el pasillo, a la cabeza de un grupo de cuatro policías uniformados más que lucían vestimenta antidisturbios. Mills sólo lo había saludado un par de veces, pero el sargento parecía bastante popular entre los hombres y, por lo que Mills sabía, era la mano derecha del capitán.—Que los vigilantes llamen al timbre —ordenó California a los agentes uniformados—, y entonces...—Oye, California —lo atajó el capitán llevándolo aparte—, el enjambre de periodistas llegará allí en menos de tres cuartos de hora. Pero si hay disparos llegarán en diez minutos. Así que hazlo bien. Quiero titulares, no esquelas mortuorias.Mills miró a California. A todas luces, el capitán lo había puesto al mando del registro de la residencia de Victor Dworkin, y Mills sintió celos de inmediato. En el fondo creía que era él quién debía estar al mando, aunque fuera su primera semana en el cuerpo. El capitán se llevó a California a un rincón y siguió hablando con él a solas.—¿Qué le parece? —preguntó Somerset a Mills al oído—. ¿Cree que este tal Victor encaja?Mills reflexionó un instante.—Pues no lo creo. No me lo imagino como un mocoso.—Yo tampoco —corroboró Somerset—. Nuestro asesino parece tener las cosas más claras. Este tal Victor parece de la clase de tipos a los que les cuesta levantarse de la cama por las mañanas.—Sí, pero ¿y las huellas?Somerset exhaló un suspiro hastiado.—Sí, son suyas —admitió encogiéndose de hombros—.Debe de ser él.California y el capitán terminaron su pequeña reunión y se acercaron a los policías uniformados que esperaban al sargento. Mills se estaba cabreando cada vez más, aunque sabía que no tenía razón alguna para ello. Lo único que quería era participar en la acción; quería atrapar a aquel tipo. Propinó un codazo a Somerset.—¿Qué le parece si vamos con ellos? Quiero conocer a Victor.Somerset declinó la sugerencia con un gesto y meneó la cabeza.—Vamos —insistió Mills con una sonrisa—. Así satisfacemos nuestra curiosidad.—Ni hablar. Estoy cansado.—Venga. Tal vez sea su última oportunidad, la última ocasión para sentir esa emoción. ¿Qué me dice..., William?—¡Vamos, muchachos, a mover el esqueleto! ¡Adelante! —gritó California a sus hombres.Somerset lanzó a Mills la mirada más fulminante que éste había visto en su vida.Somerset abrió un rollo nuevo de caramelos, se metió dos en la boca y le ofreció el paquete a Mills, quien meneó la cabeza y siguió conduciendo con ambas manos sobre el volante y los ojos clavados en la calzada. Estaban siguiendo a California y al equipo de asalto, que iban delante de ellos en una furgoneta negra de incógnito. Aún era temprano, y las calles estaban casi desiertas, pero la luz prístina de la mañana no suavizaba en absoluto el paisaje de gueto por el que pasaban.Somerset sacó la automática y comprobó el cartucho.—¿Alguna vez le han dado? —preguntó Mills haciendo una seña en dirección al arma.—¿Que si me han disparado ? No, y toco madera.Treinta años en el oficio y sólo he sacado el arma tres veces con intención de disparar. Pero nunca lo he hecho. Ni una sola vez. —Encajó el cartucho con un fuerte chasquido y se guardó el revólver en la pistolera—. ¿Y usted ?—No, nunca me han disparado. Saqué el arma una vez... y disparé.—¿Ah, sí?—Sí... Era la primera vez que salía a hacer este tipo de trabajo —explicó Mills al tiempo que señalaba la furgoneta negra que se dirigía a toda prisa hacia el apartamento de Victor Dworkin—. En aquella época no lo creía, pero la verdad es que estaba bastante verde. —La furgoneta dobló una esquina y se oyó un fuerte chirrido de neumáticos.Mills giró el volante y permaneció detrás del otro vehículo—. El tipo había matado a su mujer. Parecía un primo de cuidado. En ningún momento imaginé que opondría resistencia, pero cuando irrumpimos en su apartamento por la puerta principal, el hombre estaba apuntando a mi compañero, que había subido por la escalera de incendios.—Mills se frotó la nariz mientras recortaba mentalmente la historia con objeto de restar importancia al hecho de que la había cagado—. El tipo disparó una vez; yo, cinco.—¿Cómo terminó la historia?Mills efectuó unos cuantos recortes más antes de proseguir.—Acabé con aquel hijo de puta. Pero fue raro. Fue como si todo sucediera a cámara lenta.—¿Qué le pasó a su compañero ?—La bala lo alcanzó en la cadera —explicó Mills con el corazón latiéndole violentamente—. Nada grave.Abrió la ventanilla a medias y dejó que el aire fresco le azotara el rostro. Se preguntaba si debía contarle a Somerset lo que realmente le había sucedido a Rick Parsons. Tal vez Somerset ya lo sabía. Pero ¿cómo iba a saberlo ? Somerset aseguró que no había leído su expediente.—¿Fue ése el motivo por el que le concedieron la medalla al valor? —inquirió Somerset.Mills asintió, incómodo.—Sí..., más o menos. En aquella época ya había dirigido muchas detenciones en la calle. Tenía un expediente bastante bueno.—Bien, ¿y qué sintió? Al matar a un hombre, quiero decir.Mills suspiró mientras en su mente seguía haciendo recortes.—Imaginaba que sería terrible. Ya sabe, lo de acabar con una vida humana y todo eso. Pero la verdad es que aquella noche dormí como un angelito. Ni siquiera me paré a pensarlo.Eso fue sólo porque no se había enterado de lo mal que estaba Rick Parsons hasta el día siguiente. En un principio, los médicos creyeron que se repondría por completo. Pero cuando se enteró de que Rick sería un parapléjico durante el resto de su vida, Mills dejó de dormir como un angelito.Y así seguía.Somerset se aferró al salpicadero cuando Mills dobló otra esquina con brusquedad.—Hemingway escribió en alguna parte..., no recuerdo dónde..., pero escribió que para vivir en un lugar como éste hay que tener la capacidad de matar. Creo que se refería a que realmente hay que ser capaz de hacerlo, no sólo de fingirlo, para sobrevivir.—Pues parece que sabía lo que decía.—No sé. Hasta ahora he sobrevivido sin matar a nadie.Mills se limitó a asentir con un gesto. El corazón le latía con fuerza al pensar en Rick y en aquella noche con Russell Gundersen. Había sido una situación idéntica a la que ahora le ocupaba. ¿Sería Victor Dworkin otro Gundersen?, se preguntó Mills. ¿La cagaría él y permitiría que disparara a Somerset a tan pocos días de su jubilación?Mills se aferró el volante con más fuerza. Ni hablar, pensó. No dejaría que aquello sucediera de nuevo.Ante ellos, la furgoneta negra esquivó un coche patrulla que obstaculizaba el paso. Sobre la acera, flanqueando la entrada de un destartalado bloque de pisos, había otros dos coches patrulla. La furgoneta se detuvo delante del edificio y Mills paró el coche a unos siete metros de distancia. El equipo de asalto bajó de la furgoneta por las puertas traseras, seis jóvenes policías uniformados con chalecos antibalas, cascos protectores de plexiglás y numerosas armas.Somerset y Mills se apearon del coche y los siguieron hacia el interior del edificio. Mills tenía la boca seca. Aquella noche, la de Russell Gundersen, había sido igual, un equipo tomando por asalto un apartamento, la mitad por la puerta principal y los demás por la parte trasera. Mills sacó el arma en cuanto llegó al primer rellano. Ojalá se le tranquilizara el pulso.Los policías uniformados subían la escalera de dos en dos y en fila india. Somerset iba detrás, y Mills cerraba la comitiva. A juzgar por la expresión de Somerset, daba la impresión de tenerlo todo bajo control, pero estaba sudando como un condenado. Mills lo adelantó en el siguiente rellano. Al tipo le quedaba un día para jubilarse, y Mills no iba a permitir que la historia se repitiera.Mills apretó el paso para mantenerse a la altura de los agentes uniformados, que se encaminaban hacia el tercer piso. Frascos de crack y jeringuillas crujían bajo sus pies en la escalera desvencijada.En el tercer piso, un viejo borracho ataviado con un traje de mil rayas muy gastado yacía en el suelo; tenía los ojos vidriosos y no podía levantar la cabeza del suelo más que unos pocos centímetros. Pasaron por encima de él y se dirigieron hacia su objetivo, el apartamento de Victor Dworkin, el 303.Una rubia oxigenada que llevaba una camiseta enorme de Disney World y zapatillas peludas asomó la cabeza por la puerta de su vivienda. California le hizo señas para que se fuera, y la visión de los policías uniformados bastó para hacerla entrar de nuevo en su apartamento a toda prisa. California llevaba la orden de registro sujeta con cinta adhesiva al chaleco antibalas. Sin decir palabra, indicó por señas a sus hombres que se adelantaran con la barra. Mills intentó avanzar hasta la vanguardia, pero un corpulento policía negro se interpuso en su camino.—Lo siento, detective —susurró—. Policías primero y detectives después.A Mills le entraron ganas de decirle que se fuera a tomar por culo, que él tenía que entrar primero, pero Somerset le puso una mano en el hombro.—Es la política del departamento —explicó.California indicó a todos que se apartaran de la puerta para que los dos hombres que manejaban la barra tuvieran espacio para forzarla. Mills percibía que el sudor le resbalaba por la espalda. ¡Vamos! Entremos—pensó—. ¡Entremos!California miró por encima del hombro para asegurarse de que todo el mundo estaba preparado, y a continuación asintió con un movimiento de cabeza.—¡Policía! —gritó mientras llamaba a la puerta—. ¡Abran!¡Policía! —De repente se apartó—. ¡A la mierda! ¡Adelante ! —ordenó.La pesada barra de metal astilló la puerta a la primera embestida. El segundo golpe destrozó la cerradura.—¡Adentro! —ordenó California al mismo tiempo que se adelantaba a sus hombres y empujaba la puerta con el hombro, pistola de 9 mm en ristre—. ¡Policía! —gritó de nuevo—. ¡Agentes de policía!Los demás policías uniformados irrumpieron en el piso, pero a Mills le pareció que se movían a paso de tortuga. Tenía ganas de entrar.Cuando por fin lo consiguió, recorrió el salón polvoriento con la mirada en busca de un lugar donde no hubiera un policía, con la esperanza de encontrar a Victor Dworkin antes que nadie, pero era un apartamento pequeño, y los hombres de California lo tenían cubierto. Los agentes uniformados gritaban ¡Policía! ¡Policía!¿, mientras inspeccionaban cada habitación en busca de Victor. Mills se dio cuenta de que el televisor estaba colocado en el suelo, en un rincón junto al sofá, y estaba cubierto de polvo.—¡Aquí dentro! —gritó California.Mills avanzó con rapidez y logró entrar en el dormitorio antes que los agentes uniformados. Sobre una cama que se hallaba junto a la pared más alejada yacía un cuerpo.Mills no logró ver gran cosa, porque California obstaculizaba su campo de visión mientras avanzaba con cautela y aferraba el arma con ambas manos, apuntando a la figura que estaba cubierta con la sábana. Mills también sostenía el arma con ambas manos. Sólo era capaz de pensar en Victor sacando un arma de debajo de la sábana y haciendo un numerito a lo Russell Gundersen con California.Los demás agentes uniformados llegaron y empujaron a Mills hacia el interior de la habitación. El policía negro se unió a California, y se situó a los pies de la cama, mientras que éste lo hizo a la cabecera.—¡Buenos días, cariño! —gritó California.Pero la figura no se movió.—¡Levántate, hijo de puta! —chilló California—. ¡He dicho que te levantes! ¡Ahora!CAPÍTULO 13
¡He dicho que te levantes ahora mismo, cabrón de mierda! —insistió California.
Al asomarse al interior de la habitación, lo único que vio Somerset fueron espaldas y cabezas; todo el mundo se concentraba alrededor de la cama. A toda prisa, recorrió la estancia con la mirada y no comprendió por qué había tantos ambientadores. Se hallaban por doquier, a cientos; tubos y discos de plástico en un arcoiris de colores, algunos pegados a la pared, otros agolpados sobre una mesita y dos sillas, el resto en el suelo. El lugar despedía un penetrante aroma floral, como un infierno de popurrí. Una sábana vieja y amarillenta estaba clavada con tachuelas en la pared que había frente a los pies de la cama. De repente advirtió lo que había en la pared de detrás de la puerta: la palabra PEREZA escrita con mierda. De forma automática, Somerset empezó a respirar por la nariz, aunque la dulzura abrumadora de los ambientadores disimulaba cualquier posible hedor.California propinó tal patada a la cama que un extremo se elevó del suelo.—¡Levántate!Con mucho cuidado, California alargó el brazo y arrancó la sábana de un tirón; de repente, una ola pareció barrer la habitación cuando cada uno de los hombres se puso tenso, consciente de que tal vez debería disparar en la siguiente milésima de segundo. Pero el chasco fue tremendo. Era evidente que lo que vieron no iba a abalanzarse sobre ellos.—Dios mío —farfulló California al mismo tiempo que se apartaba.Somerset se acercó para ver mejor. Un cuerpo casi desnudo yacía sobre la cama, arrugado y cubierto de úlceras. Era un hombre o, mejor dicho, la momia de un hombre. La piel presentaba el matiz grisáceo de la masilla. Sus ojos parecían vendados sobre el rostro demacrado y estaba atado a la estructura de la cama con un cable fino que alguien enrolló a su alrededor una y otra vez, como si fuera una mosca atrapada en la tela de una araña. Un taparrabo le cubría la entrepierna. De él salían dos tubos que desaparecían bajo la cama.—Por el amor de Dios... —masculló el policía negro.Mills meneó la cabeza, incapaz de apartar la vista del cuerpo.Joder...El hedor del cuerpo descubierto fue extendiéndose por la habitación, y Somerset sacó su pañuelo del bolsillo. Los ambientadores ya no servían de nada. Somerset se abrió paso hasta Mills y sacó la fotocopia con las fotografías policiales de Victor.—¿Es él? —inquirió Mills.Somerset comparó el rostro del cuerpo con el de las fotografías. Era la misma barbilla puntiaguda, la misma nariz aguileña.—Sí, es él.—Teniente, venga a ver esto.California señaló el brazo derecho del hombre con el cañón del arma. La mano había desaparecido. De hecho se la habían serrado, a juzgar por el aspecto de la herida, cicatrizada largo tiempo atrás.—Pidan una ambulancia —ordenó Somerset a California.—Querrá decir un coche fúnebre —replicó California—. Este tipo está más que muerto.—Teniente, eche un vistazo a esto.El policía negro había descolgado la sábana amarillenta de la pared. Estaba cubierta de fotografías Polaroid de Victor atado a la cama, y en la parte inferior de cada una de ellas aparecía una fecha escrita con toda pulcritud.—Hay cincuenta y dos, teniente. Las he contado.Somerset se acercó a inspeccionarlas. Se trataba de una crónica del deterioro paulatino de Victor, su metamorfosis de un hombre de constitución normal y con un poco de barriga a un saco de piel y huesos. Somerset no pudo evitar pensar en las fotos que había visto de supervivientes de campos de concentración.—¿Qué día es hoy? —preguntó, con el estómago revuelto.—Eh... veinte —contestó el policía negro.Somerset señaló la fecha de la primera fotografía.—La tortura empezó hace hoy exactamente un año.Por el amor de Dios... —murmuró—. ¿Qué clase de monstruo es este cabrón?Mills se guardó el arma y sacó un par de guantes de látex.—Muy bien, California, saque a su gente de aquí. Esto es un homicidio.California le lanzó una mirada furiosa, que sólo duró un instante.—Ya lo habéis oído —ordenó a sus hombres—. Larguémonos de aquí, y no toquéis nada al salir.Somerset se interpuso entre los dos hombres antes de que las cosas empeoraran. California era tan irritable como Mills. La verdad era que se merecían el uno al otro. Mills siguió mirando enojado a California, hasta que por fin se volvió para examinar las fotos. Somerset levantó la sábana y con sumo cuidado cubrió a Victor Dworkin hasta el cuello. California permaneció junto a él.—Parece una especie de muñeco de cera, espeluznante —comentó California, hipnotizado ante los ojos vendados de Victor.Somerset alargó el brazo para comprobar si percibía algún indicio de pulso en el cuello de Victor, aunque la posibilidad le parecía remota, cuando de repente lo llamó Mills.—Mire esto. Joder, no me lo puedo creer.Mills tenía el rostro lívido.—¿Qué? —Somerset advirtió que California estaba intentando retirar la sábana—. Deje eso, sargento —espetó—.Está alterando las pruebas.California apartó la mano, hipnotizado aún por la espantosa visión del cuerpo.Mills tenía una rodilla apoyada en el suelo. Bajo la sábana que habían descolgado de la pared encontraron una caja de zapatos abierta. En un costado, escritas en rotulador con letra de imprenta, se leían las palabras AL MUNDO DE MI PARTE. Somerset se agachó para ver el contenido.Junto a la cama, California estaba inclinado sobre el rostro escuálido de Victor.—Te han dado tu merecido, Victor.—¡Apártese, sargento! —gritó Somerset.—Perdón, teniente —se disculpó California mientras se incorporaba y retrocedía unos pasos.Somerset hizo caso omiso de él y empezó a examinar el contenido de la caja de zapatos. Cogió una de las bolsitas herméticas. Contenía mechones de cabello castaño. La siguiente contenía varias cucharadas de líquido amarillo.—Una muestra de orina —constató Mills, asqueado—.Y una muestra de pelo y otra de heces. Mire, también hay uñas. Se está burlando de nosotros. Ese maldito hijo de puta se está burlando de nosotros.California había vuelto a acercarse a Victor, y Somerset estaba a punto de echarlo de la habitación cuando de repente el cadáver emitió un sonido profundo y gutural que dio un susto de muerte al sargento. El hombre dio un traspié, tropezó con una silla y volcó una docena de ambientadores. Victor tenía la boca abierta y movía la mandíbula de modo casi imperceptible.—¡Está vivo! —exclamó California señalando el rostro de Victor.La voz del sargento se había elevado dos octavas.Somerset y Mills se acercaron al hombre de los ojos vendados como una exhalación. Los labios de Victor temblaban débilmente. De su garganta brotaba un leve gorgoteo.—Dios mío... —farfulló Mills.—¡Está vivo! —repitió California con expresión incrédula.—¡Pidan a una ambulancia! —gritó Mills—. ¡Ahora mismo !CAPÍTULO 14
Diez minutos más tarde, California corría por el pasillo del tercer piso, para abrir paso a los enfermeros que le seguían con una camilla plegable.
—¡Apártense! —gritaba—. ¡Apártense!Numerosos vecinos entrometidos habían salido de sus apartamentos; charlaban y miraban, ansiosos por averiguar qué estaba pasando, y el lugar se convirtió en un verdadero manicomio. Mills y Somerset tomaron posiciones junto a la escalera, resueltos a mantener libre la distancia que mediaba entre el apartamento de Victor y la escalera. Los demás agentes uniformados se hallaban en los rellanos de los pisos inferiores, haciendo lo que podían para controlar a la muchedumbre hasta que llegaran los refuerzos. Mills quería volver al piso, temeroso de que California alterara el escenario del crimen con su maldita curiosidad, pero Somerset ya había impuesto su rango, ordenándole que se quedara donde estaba.—Pero teniente —insistió Mills—, ¿no cree que debería volver al apartamento para asegurarme de que...?—No.—Pero los enfermeros fastidiarán las pruebas.—Lo harán tanto si está usted presente como si no. Tienen una vida que salvar. Y quizás esa vida sea el único testigo que pueda identificar al asesino.Somerset empezaba a estar harto de Mills.—Perdone, oficial —los interrumpió un joven hispano que no llevaba camisa, sino tan sólo unos vaqueros y sandalias, e iba seguido de tres niños pequeños—. ¿Qué ha pasado ?—Todavía no lo sabemos —mintió Somerset—. No se acerque, por favor. Y meta a los niños en casa.El joven adoptó una expresión agria. Hizo un gesto obsceno a espaldas de Somerset, pero luego obedeció y se llevó a los niños al piso.—¿Ha visto eso ? —exclamó Mills—. ¿Ha visto lo que ha hecho ese tipo ?—No me importa lo que haya hecho —replicó Somerset—. No me preocupa esa clase de cosas.A Mills no le gustaba la actitud de Somerset. ¿Qué quería decir? ¿Que tenía cosas más importantes en qué pensar?—Pues entonces, ¿qué es lo que le preocupa ?—Ahora mismo me preocupa ese maldito asesino. Me preocupa el hecho de que tal vez lo hayamos subestimado.Somerset daba la impresión de cargar sobre sus hombros el peso del mundo, y a Mills también le cabreaba eso.No era el único policía de la investigación. El que atraparan a ese tipo no dependía sólo de él.—Yo también deseo atraparlo —aseguró—. Lo entiende, ¿verdad?; y no sólo eso, sino que quiero hacerle daño.—Eso es lo que quiere el asesino —replicó Somerset mirando a Mills a los ojos—. ¿Es que no lo entiende? Está jugando con nosotros.—¡No me diga! ¡No me joda!—Mire, tenemos que prescindir de nuestras emociones.Por muy duro que sea, tenemos que concentrarnos en los detalles.Mills se señaló el pecho.—Yo no sé usted, teniente, pero yo me alimento de mis emociones.De repente, Somerset lo agarró por las solapas.—¿Me está escuchando, Mills?Mills le propinó un empujón.—¿Sabe cuál es su problema, joder? ¡Eh!Mills se cubrió los ojos cuando el flash de una cámara lo deslumbró. Desde la escalera les llegó el sonido de la película al avanzar automáticamente. Mills parpadeó en un intento de recuperar la visión. Un tipo provisto de una cámara, un periodista, estaba de pie en mitad de la escalera y los apuntaba con el aparato. Tanto Mills como Somerset se protegieron los ojos cuando el hombre disparó la máquina tres veces seguidas.—¿Cómo se llaman, oficiales ? —preguntó el periodista.Hablaba con voz estridente y nasal. Llevaba el traje arrugado y unas gafas de cristales gruesos. De estar más calvo, habría sido idéntico al granjero de Bugs Bunny.Cabrón de mierda, pensó Mills mientras corría escaleras abajo y agarraba al hombre por las solapas.—¿Qué coño hace aquí? ¿Cómo narices ha llegado hasta aquí? —gritó al agente uniformado que se encontraba en el rellano inferior.El policía estaba haciendo lo que podía para controlar a la gente que clamaba por ver qué estaba pasando arriba.—¡Joder, hago lo que puedo, detective!El periodista se retorcía para zafarse de Mills. Logró coger el carné de prensa plastificado que llevaba colgado del cuello con una cadena y lo blandió ante Mills.—Soy de la Unión Internacional de Prensa. Tengo...Mills perdió los estribos y le propinó un empujón tre mendo. El periodista dio un traspié, cayó y aterrizó en el rellano inferior.—Me importa un huevo lo que tenga, amigo. Ese carné me lo paso por el forro. Esto es el escenario de un crimen, ¿entiende ?Somerset bajó la escalera y aferró a Mills por el codo, pero el joven se zafó de su mano. El periodista temblaba mientras recogía su cámara y pugnaba por incorporarse.—¡No puede hacerme esto! —gimió—. ¡No tiene derecho!—¡Lárguese de aquí de una puta vez! —gritó Mills.Con el rostro blanco como el papel, el periodista puso pies en polvorosa. Mills se asomó a la barandilla y lo siguió con la mirada para cerciorarse de que se marchaba.—¡Tendrá noticias de mi abogado! —chilló el periodista sin detenerse—. ¡Tengo una foto suya! ¡Tengo varias fotos suyas !—¡Que te den por culo, maldito...!Somerset agarró a Mills y tiró de él para apartarlo de la barandilla y obligarlo a sentarse en la escalera.—Ya basta.Mills levantó las manos y exhaló un profundo suspiro.—Vale, vale. Pero dígame una cosa. ¿Cómo es que esas cucarachas llegan siempre tan deprisa?Somerset esbozó una sonrisa afectada, como si Mills tuviera que saberlo.—Pagan a los policías para que les den pistas,y pagan bien.Mills asintió con un gesto. Volvió a suspirar para calmarse.—Lo siento. No sé, he perdido los estribos... Lo siento.—No se preocupe —repuso Somerset con sarcasmo—.Siempre me impresiona la visión de un hombre que se alimenta de sus emociones.Mills apretó los dientes y lanzó una mirada enfurecida a Somerset. Hijo de puta...—¡Dejen paso! ¡Dejen paso! —gritó California.Los enfermeros bajaban a Victor Dworkin. Mills corrió hasta el siguiente rellano y se apretó contra la pared para dejar paso a la camilla. Cuando pasaron vio el rostro de Victor, que ya no tenía los ojos vendados, sino que exhibía unos ojos hundidos en el cráneo; entre los párpados se vislumbraba un brillo húmedo y tenue. Parecía un polluelo reseco que se hubiera caído del nido y al que su madre hubiera abandonado.—¡Vamos! ¡Adelante! ¡Adelante! —espetó California.Cuando doblaron la esquina del rellano, Mills tuvo que apretarse aún más contra el rincón para dejarles paso.El rostro de Victor se encontraba a escasos centímetros del suyo, y Mills no pudo evitar mirarlo. De repente advirtió que el hombre movía los ojos. ¿Lo estaba mirando Victor? Se quedó inmóvil mientras la sangre se le helaba en las venas.El corazón le latía con violencia. Esa maldita momia lo había mirado.El color de Victor Dworkin daba una impresión todavía peor sobre las sábanas blancas y limpias del hospital que en su piso mugriento. Tenía la piel oscura y reseca, como si hubiera pasado por la curtiduría. Yacía inmóvil dentro de una burbuja de oxígeno, con un cuentagotas intravenoso conectado al cuello mientras le practicaban una transfusión de sangre a través del muslo. La habitación se hallaba sumida en la penumbra, y le habían cubierto los ojos con una toalla húmeda. Mills escuchaba el sonido del electrocardiógrafo.Los pitidos se sucedían con lentitud. Mills anticipaba cada uno de ellos, temeroso de que el próximo no se produjera, de que Victor falleciera y los dejara sin su único testigo, la única persona en el mundo que podía delatar al asesino.El doctor Beardsley conversaba con Somerset al otro lado de la cama, y la imagen de ambos se veía borrosa y distorsionada a causa de la carpa de plástico transparente. El facultativo tenía una melena gris y rizada, así como un rostro huesudo y de expresión intensa. Somerset asentía mientras el médico hablaba, y anotaba en su cuaderno todo lo que el hombre le decía.Mills contempló el rostro de Victor a través del plástico. Quería que Victor despertara, pero temía el momento en que eso sucediera. Sabía que resultaría espeluznante, como algo sacado de una película de terror. Si llegaba a despertar, tendría que ir por la vida con aspecto de Guardián de la Cripta. Observó durante unos instantes, los monitores que se hallaban sobre la cama, pero se movían con tal lentitud que le empezó a entrar sueño. Por fin se levantó y dio un rodeo para escuchar lo que decía el médico.... un año de inmovilidad parece probable —le explicaba el doctor en aquel momento a Somerset—, a juzgar por el profundo deterioro de los músculos y la columna vertebral. Los análisis de sangre muestran un verdadero buffet libre de fármacos, incluyendo un antibiótico que debieron de administrarle para evitar que las úlceras se infectaran.Mills echó un vistazo al interior de la carpa e hizo una mueca. Un año entero atado a aquella cama, pensó. Un año entero a merced de aquel monstruo.Somerset levantó la vista del cuaderno.—¿Existe alguna posibilidad de que sobreviva?—Permítame que lo exprese del siguiente modo, detective. Si de repente le iluminara la cara con una linterna, lo más probable es que muriera de shock. En el acto.Somerset cerró el bolígrafo y se lo guardó. Mills lo miró, pero no había nada que decir. Victor Dworkin no podría ayudarles a atrapar a aquel hijo de puta.—¿Ha dicho algo Victor, doctor? —preguntó Mills—.¿Ha intentado expresarse de alguna forma?El doctor Beardsley adelantó el labio inferior y meneó la cabeza.—Aun cuando su cerebro no estuviera hecho papilla, que lo está, no podría hablar aunque quisiera.—¿Por qué no ?—Se comió la lengua en un momento dado del tormento. Probablemente para alimentarse.Mills clavó la mirada en el suelo y meneó la cabeza. Si no se hubiera sentido tan vacío, habría vomitado.CAPÍTULO 15
Aquella tarde, en la comisaría, la sala de Homicidios olía a humo de cigarrillo rancio y café quemado. En la parte delantera de la estancia había un podio destartalado frente a una colección desordenada de sillas de oficina y sillas plegables. Dos grandes mesas grises estaban apoyadas juntas contra una pared para ofrecer una mayor superficie. Somerset se hallaba de pie ante una pizarra portátil, y observaba lo que había escrito durante la reunión que acababa de finalizar:
1. Gula.2. Codicia.3. Pereza.4. Envidia.5. Ira.6. Orgullo.7. Lujuria.Agitó la tiza en la mano como si estuviera preparándose []para lanzar los dados. Avanzó un paso y tachó las palabras []Gula, Codicia y Pereza. El capitán había asignado []otros tres hombres al caso y, durante la reunión, Somerset []y Mills los habían puesto en antecedentes. Somerset dejó la []tiza y se volvió para mirar a Mills, que estaba sentado solo []en una silla plegable y leía las declaraciones preliminares []obtenidas de las personas que vivían en el edificio de Victor []Dworkin. Somerset habría deseado que el capitán no les []hubiera asignado a California. El sargento y Mills se llevarían como el perro y el gato; Somerset lo intuía. La química []que fluía entre ellos era mala, y sólo era cuestión de tiempo que chocaran.Somerset se apoyó contra el podio. Deseaba poder []entusiasmarse también con la investigación. No cabía []duda de que era necesario detener al asesino, pero Somerset no sabía si estaba preparado para ello. No se trataba tanto de que no pudiera hacerlo, como de que no []quería obligarse a hacerlo. Estaba mentalizado para jubilarse, para alejarse de toda aquella mierda. Pero si volvía a []pasar por otra investigación, no estaba tan seguro de sentirse de nuevo capaz de volver la espalda a la ciudad.¿Quién atraparía al siguiente monstruo? ¿Mills? Solo no.Aún no.Cogió una pila de papeles del podio y se dirigió hacia []las ventanas. Por ellas entraba una brisa fresca muy poco []frecuente. Se apoyó en la repisa y echó la cabeza hacia atrás en un intento de disfrutar del aire mientras éste durara. Los placeres sencillos no duraban demasiado en la ciudad.—¿Ha leído la declaración del casero ? —le preguntó a Mills.—No —repuso Mills levantando la vista—. ¿Qué dice ?—Dice que cada mes encontraba un sobre con dinero en el buzón de su oficina. Dice textualmente: Nunca he oído una sola queja del inquilino del apartamento 303, y nadie se ha quejado jamás de él. Es el mejor inquilino que he tenido en mi vida.Mills lanzó una risita amarga.—El sueño de todo casero, un inquilino paralizado y sin lengua.—Que siempre pagaba el alquiler a tiempo —agregó Somerset.—Y en efectivo.Somerset meneó la cabeza, asombrado una vez más por el modo en que la gente puede convencerse de que todo va bien cuando a todas luces no es así. Los pagos en efectivo deberían haber puesto al casero sobre aviso. ¿Quién pagaría el alquiler en efectivo ? Apostaba lo que fuera a que el casero no declaraba aquel dinero a Hacienda; por eso nunca había hecho preguntas.Mills arrojó sobre la mesa más cercana el montón de informes que había estado leyendo.—Estoy harto de quedarme sentado y esperar. Necesito actuar.—Eh, que de eso va este trabajo —replicó Somerset—.El único que resuelve los delitos antes de que sucedan es Batman.—Debe de haber algún seguimiento que podamos realizar. Quiero decir: ¿tenemos que dejar que este chalado tome toda la iniciativa?A Somerset no le hicieron ni pizca de gracia las palabras de Mills. El muchacho no lo entendía.—No lo subestime. Afirmar que está chalado resulta demasiado fácil y es un grave error.—Bah, venga, hombre. Ese tío está loco. Lo más probable es que ahora mismo esté bailando en su habitación, vestido con las bragas de su mamá y embadurnándose el cuerpo con manteca de cacahuete.—No, ese tipo no —replicó Somerset meneando la cabeza.—¿Cómo que ese tipo no? ¿Me está diciendo que lo percibe? ¿Que tiene un contacto psíquico con él? ¿Sabe acaso lo que piensa? Eh, yo también he visto esa película, y es una chorrada.Somerset se limitó a mirarlo. Había creído que Mills sabía más acerca de los asesinos habituales, pero lo cierto era que le quedaba mucho por aprender. Era imposible que se hiciera cargo de aquella investigación él solo.—¿Sabe lo que creo? —dijo Mills—. Creo que este tipo ha tenido mucha suerte hasta ahora, pero tarde o temprano se le acabará el chollo. Y debemos estar preparados para cuando llegue ese momento.Somerset se limitó a menear la cabeza.—No depende de la suerte. La suerte no tiene nada que ver en esto. Entramos en ese piso justo un año después de que atara a Victor a la cama. ¡Un año exacto! Lo planeó así.Eso es precisamente lo que quería que sucediera.—No lo sabemos con seguridad.—Sí que lo sabemos. Piense un momento. ¿Cuáles fueron las primeras palabras que nos dirigió ? Largo y duro es el camino que del infierno conduce a la luz.—¿Y?—Cumple su palabra. Para él ha sido un camino largo y duro. Imagine la voluntad que debió de necesitar para mantener a Victor Dworkin con vida y atado de aquella forma durante un año entero para conectarle tubos al pene, vaciar los orinales, amputarle la mano y usarla para dejar huellas digitales; para mantener a Victor suspendido al borde de la supervivencia, sin que muriese. Este hombre es metódico, exigente y, lo que aún es peor, paciente. El camino que conduce al infierno es largo y duro, y este tipo tiene la energía necesaria para recorrerlo.—¿Sabe? —replicó Mills con una mueca—, tiene a Dante metido entre ceja y ceja. Cree que todas estas paridas literarias y teológicas son la clave para descubrir cómo es el asesino. Pues no lo es; reconózcalo. El hecho de que el tipo tenga el carné de la biblioteca no lo convierte en Einstein.El carné de la biblioteca, pensó Somerset. De repente lo asaltó una idea. Observó por la ventana la hilera de coches patrulla que estaban aparcados detrás de la comisaría. El carné de la biblioteca...—¿Qué ? ¿En qué está pensando ? —le preguntó Mills mientras se levantaba para acercarse a él—. Conozco esa expresión. Oigo girar las ruedecitas de su cerebro.—¿Todavía tiene ganas de hacer algo? —le preguntó Somerset.—Sí, claro.— Cuánto dinero lleva encima ?—No sé, unos cincuenta pavos.Somerset examinó el contenido de su cartera. Llevaba ochenta.—Propongo hacer una excursión de reconocimiento.—¿Una qué?—Vamos.En la sala de consulta del edificio principal de la biblioteca pública, Somerset contemplaba el ir y venir del cabezal de la impresora de agujas por la hoja mientras se imprimía una lista de títulos de obras. Mills se hallaba de pie detrás de él, con los brazos cruzados y expresión aburrida. Se sentía fuera de lugar, y las dos bibliotecarias que trabajaban tras el mostrador no dejaban de mirarlo, como un par de palomas que observaban a un gato callejero. Bueno, que las zurzan, pensó Mills. Al cabo de unos minutos la impresora se detuvo, y Somerset arrancó las cuatro hojas impresas.—¿Piensa decirme de una vez qué coño hacemos aquí, teniente? Tenemos a un psicópata suelto y usted se dedica a verificar la lista de libros que no han devuelto a tiempo.—No exactamente —replicó Somerset mientras doblaba las hojas y se las guardaba en el bolsillo interior de la americana—. Vámonos.—¿Adónde? ¿A una librería?—Paciencia, Mills. El asesino tiene mucha paciencia, y usted debería seguir su ejemplo. Lo entenderá todo dentro de un momento.Somerset se dirigió hacia la entrada principal.—Un momento, ¿vale? —exclamó Mills, procurando no quedar rezagado.—¡Chist! —lo regañó una anciana menuda que empujaba un carrito lleno de libros—. Silencio, por favor.Mills le lanzó una mirada fulminante. Y a punto estuvo de dedicarle un gesto obsceno, pero se contuvo en el último momento.—Siempre he odiado las bibliotecas, joder —masculló mientras se daba prisa para alcanzar a Somerset.Somerset ya había salido y bajaba la escalinata de piedra de la biblioteca. El sol brillaba con calidez, y Somerset parecía rejuvenecido ante aquella excursión de reconocimiento a la biblioteca, aunque Mills no entendía nada.Bajó la escalinata a toda prisa.—Espere, teniente.Somerset se detuvo en el último escalón y se volvió hacia él.—¿Qué pasa?—¿Que qué pasa? Primero me arrastra hasta aquí para consultar libros sobre el capullo de Dante, los siete pecados capitales, la Iglesia católica, el asesinato, el homicidio, el sadomasoquismo y todas las demás locuras que se le pasan por la cabeza, y ahora ni siquiera me dice qué se propone.Ya le he dicho que tiene a Dante metido entre ceja y ceja. Si cree que va a encontrar respuestas sobre lo que pretende este tío en una biblioteca, pierde el tiempo, amigo.—Pues pierdo el tiempo —replicó Somerset limitándose a sonreír.Se acercó al bordillo y cruzó la calle sorteando los vehículos. En la acera opuesta se veía una hilera de comercios, entre ellos una tienda de artículos a precio único, una farmacia, una tienda de pelucas, otra de electrónica y una pizzería. Delante de esta última, un hombre canoso envuelto en un desgastado impermeable marrón repartía octavillas.Los transeúntes lo evitaban dando un amplio rodeo.—¡Coged uno, imbéciles de mierda! —gritaba el hombre—. Es un cupón de descuento, por el amor de Dios.¡Coged uno! ¡Ahorraos un poco de dinero, joder! Toma, hombre.Mills pasó junto a él y siguió a Somerset al interior de la pizzería.—Sólo café —estaba pidiendo Somerset al hombre que se hallaba tras el mostrador de formica blanca cuando Mills entró en el local.—Una ración de pizza con salchichón y una cerveza sin alcohol grande —añadió Mills—. Invito yo —le dijo a Somerset mientras se llevaba la mano al bolsillo.—Gracias. Iré a coger una mesa.Somerset estaba examinando las hojas impresas de la biblioteca cuando Mills llegó a la mesa con lo que habían pedido.—Siéntese aquí —indicó el teniente—. A mi lado.—¿Por qué? —Preguntó Mills en un intento de comprender qué pretendía Somerset con aquella excursión de reconocimiento—. ¿Es que ahora salimos juntos?—Espero que no —replicó Somerset imperturbable y sin dejar de leer las hojas.Mills depositó la bandeja de plástico marrón sobre la mesa y se sentó junto a Somerset. Retiró el envoltorio de una pajita y la introdujo en su bebida mientras esperaba que Somerset levantara la vista de aquellas hojas y le dijera algo. Pero no parecía que aquello fuera a suceder en breve, de modo que cogió la ración de pizza y la dobló para darle un mordisco.—¿De verdad se va a comer eso? —preguntó Somerset con aire desaprobador.—Bueno, ¿y qué se supone que tengo que hacer con ello ?—Este local quebrantaba unas cincuenta normas sanitarias la última vez que lo inspeccionaron.—Y me lo dice ahora.Mills arrojó la pizza sobre la mesa y recordó el tamaño de las cucarachas que habitaban su piso: aproximadamente tan grandes como las rodajas de salchichón y más o menos del mismo color, aunque no tan redondas.—¡Mierda! —masculló.De repente, un personaje de aspecto grasiento que vestía con un traje negro y camisa del mismo color abotonada hasta el cuello se acercó a su mesa. Llevaba gafas de aviador de vidrios rosados y los dedos cargados de llamativos anillos. En una mano sostenía un cigarrillo encendido. ¿De qué coño va esto?, se preguntó Mills. Pero al ver que Somerset no reaccionaba ante la llegada del hombre, Mills supuso que el teniente lo conocía.—Déme cincuenta dólares —le ordenó Somerset.A regañadientes, Mills se llevó la mano al bolsillo del pantalón, extrajo la cartera y tomó unos billetes. Se detuvo y estudió de nuevo al hombre del cabello engominado hacia atrás, sin saber aún que significaba todo aquello.El hombre se pasó la lengua por los dientes antes de hablar.—Tenemos un problema —le dijo a Somerset.Somerset meneó la cabeza.Mills suspiró y le entregó el dinero a Somerset por debajo de la mesa.—Le doy esto y por alguna extraña razón creo que debería saber qué coño estamos haciendo aquí. Pero a lo mejor soy yo el raro. A lo mejor soy yo.Somerset unió el dinero de Mills a una parte del suyo y dobló los billetes antes de introducirlos entre las hojas impresas. Por señas, le indicó al hombre grasiento del traje negro que se sentara.El hombre se sentó frente a ellos.—¿Qué tal, Somerset? —saludó, al mismo tiempo que dedicaba una sonrisa rastrera Mills—. No me había dicho que esto iba ser un ménage—á—trois.—No pasa nada —le aseguró Somerset.—Amigo mío, estas cosas sólo las hago por usted —replicó el tipo grasiento—. Corro un gran riesgo, pero imagino que después de esto estaremos en paz. Todas las cuentas saldadas.—Es probable —asintió Somerset, entregándole las hojas impresas y el dinero por debajo de la mesa.El hombre desdobló las hojas y miró el dinero antes de guardárselo en el bolsillo interior.—Dentro de una hora aproximadamente —anunció el hombre mientras se levantaba. Antes de marcharse cogió la pizza de Mills y se comió un gran bocado—. Aún no he comido —explicó mientras se alejaba con la pizza.En cuanto hubo desaparecido, Mills se volvió a Somerset aún más confuso.—Imagino que será dinero bien empleado, ¿no ?—Paciencia, Mills, paciencia. Venga, vámonos.El zumbido de la maquinilla eléctrica empezaba a poner nervioso a Mills. El viejo barbero estaba inclinado mientras afeitaba cuidadosamente la nuca de su cliente, algo más joven que él. Mills aguardaba sentado en una de las sillas de la zona de espera, y junto a él Somerset sostenía abierto un ejemplar de National Geographic sobre la pierna cruzada.Se hallaban en una vieja barbería que exhibía sus frascos de tónico capilar y de polvos de talco en un largo estante situado bajo el espejo que recorría el local en toda su longitud. El barbero, un negro bajo y corpulento de cabello acerado y cortado al uno, parecía suficientemente mayor para haber sido el primero en cortarle el pelo a Somerset. Mills miró al teniente. Todavía no había averiguado cuál era el objetivo de aquella excursión de reconocimiento.—¿Qué coño hacemos aquí, Somerset? No necesito un corte de pelo.Somerset lo miró sin apenas levantar la cabeza inclinada, y sus ojos se encontraron con los de Mills en el espejo.—Tranquilo, Mills. Las cosas suceden en su momento.Es contraproducente intentar forzar los acontecimientos.—Volvió a bajar la mirada hacia la revista y pasó la página—. Sin embargo, quiero que sepa que al hacerle venir conmigo a esta pequeña expedición le estoy demostrando que confío más en usted que en la mayoría de la gente.—¿Por qué no va al grano y me cuenta lo que estamos haciendo ? Estoy a punto de explotar.Somerset pasó unas cuantas páginas más con indolencia antes de mirar a Mills de soslayo.—Es posible que a fin de cuentas todo esto no conduzca a nada, pero si es así, da igual. ¿Recuerda al hombre de la pizzería ?—Sí.—Es amigo mío, del FBI.—¿Ese tipo grasiento es del FBI?Somerset asintió con un movimiento de cabeza.—El FBI lleva mucho tiempo conectado a la red de bibliotecas, controlando la situación.—¿Qué situación? ¿Las multas por retrasos en las devoluciones ?Somerset hizo caso omiso del sarcasmo de Mills.—Los federales controlan los hábitos de lectura. No controlan todos los libros, sino algunos determinados: libros sobre la fabricación de armas nucleares, por ejemplo, o Mein Kampf. Cualquier persona que saque de la biblioteca un libro tiene sus hábitos de lectura fichados a partir de entonces.—Está de guasa.—No. Esos libros cubren todos los temas que al FBI le parecen preocupantes, desde el comunismo al crimen violento.—¿Y eso es legal? Quiero decir que, por el amor de Dios, el hecho de que leas un libro sobre la fabricación de bombas no significa necesariamente que tengas intención de fabricar una.—Legal, ilegal —replicó Somerset encogiéndose de hombros—. Esos conceptos carecen de importancia. Los federales no están autorizados a utilizar esa información directamente, pero ésta puede resultar muy útil como orientación para encontrar a posibles sospechosos. Recuerde que no se puede obtener un carné de biblioteca sin el de identidad y sin el recibo del teléfono actualizado.Mills empezaba a ponerse de mejor humor. Tal vez Somerset tuviera razón. Si el asesino era un ratón de biblioteca (como él), quizás aquella pista condujera a algo. Somerset sabía lo que se hacía. Sin embargo, habría sido muy amable de su parte poner en antecedentes a su compañero.—¿Así que están controlando la lista que usted ha sacado de la biblioteca? —inquirió.Somerset volvió a asentir con un gesto.—Si alguien ha estado sacando de la biblioteca algo de Dante, Elparaiso perdido y las biografías de los grandes mártires además de, por ejemplo, Helter Skelter y El hombre de hielo, entonces el FBI nos facilitará un nombre.—Sí, pero ¿qué pasa si damos con algún universitario que está haciendo un estudio comparativo sobre la delincuencia en la Edad Media y en nuestro siglo ?—Bueno, al menos hemos salido de la oficina —le recordó Somerset.En aquel momento, el hombre que estaba sentado en el sillón se levantó, y el barbero empezó a cepillarle los pelos sobrantes.—¿Por qué no se corta el pelo mientras esperamos ?Mills echó un vistazo a la obra más reciente del barbero.El hombre había afeitado tanto alrededor de las orejas que, de espaldas, el pobre tipo parecía un tarro.—Creo que paso del corte de pelo —replicó—. Pero dígame una cosa. ¿Cómo ha llegado a averiguar todo esto ? Los federales no se distinguen precisamente por su franqueza.Somerset bajó la mirada hacia la revista.—No sé nada de todo esto. Y usted tampoco. Por eso lo estamos haciendo así.Mientras el barbero pulsaba las teclas de su prehistórica caja registradora y el cajón se abría con un tintineo, el tipo grasiento del FBI entró en el local sonriendo como un vendedor de coches usados. Cerró la puerta tras de sí y se sentó junto a Somerset antes de entregarle una pila de hojas impresas.—¿Algo bueno? —preguntó Somerset.—Sí —asintió el hombre—, creo que he encontrado algo para usted.CAPÍTULO 16
El sol, de un tono rojizo y anaranjado, asomaba entre dos bloques de oficinas. Sentado al volante de su coche, Somerset giró la visera a fin de desviar los rayos directos para poder seguir leyendo. Había aparcado en un estacionamiento del centro, delante de la barbería.
Junto a él, Mills tenía el pie apoyado en el salpicadero y emitía pequeños gemidos y gruñidos mientras leía su mitad de las hojas impresas que les había proporcionado el agente del FBI. En el suelo había una lata vacía de cerveza sin alcohol.—¡Qué manera de perder el tiempo! —se quejó—.Aquí no hay nada.—Nos estamos concentrando —le recordó Somerset sin alzar la vista de la página que estaba leyendo.Empezaba a molestarle la actitud de Mills. ¿En qué narices creía que consistía el trabajo policial? Desde luego, no en disparar desde la altura de la cadera como un pistolero.Se trataba de ser puntilloso, de buscar aquel detalle insignificante que pudiera acabar con un delincuente en el juicio.Los buenos detectives se concentran en los detalles, no en las pinceladas abstractas. Pero eso carecía de sentido para Mills en aquel momento, y Somerset se preguntaba si algún día esa actitud cambiaría. Había pocas personas más cabezotas que Mills.—Nos estamos concentrando —repitió Mills con sorna—. ¿Concentrando en qué? En una zona diminuta que a lo mejor no conduce a nada.—¿Se le ocurre algo mejor? Quizá deberíamos detener a todos los sacerdotes y especialistas en Dante de la ciudad.¿O qué tal le parecería revisar todos los archivos policiales y buscar a alguien cuyo modus operandi coincidiese con el del asesino? ¿Cree que podríamos encontrar a alguien allí?Eh, sólo llevo treinta años en este trabajo. A lo mejor me he olvidado de alguien a quien le gusten las formas extravagantes de desquite y los sacrificios rituales basados en la literatura medieval. Es posible que, simplemente, se me haya escapado.—Vale, vale. ¡Ya lo he entendido!—¿De verdad?Mills le lanzó una mirada furiosa. Era evidente que no le gustaban las críticas. Bueno, pues qué lástima, pensó Somerset. Le quedaba mucho por aprender.—Y saque el pie del salpicadero..., por favor.Mills quitó el pie, pero a juzgar por la sonrisa satisfecha que exhibía en el rostro, Somerset concluyó que no estaba haciendo nada respecto a su actitud.Somerset hizo caso omiso de su compañero y se concentró de nuevo en las hojas impresas. Estaba convencido de que aquel empleo no le duraría ni un año. El año que viene, por estas fechas, será jefe de seguridad en algún centro comercial de las afueras. Garantizado.Afuera, los empleados de las oficinas se apresuraban a regresar a sus casas antes de que se pusiera el sol. Somerset siempre pensaba en ellos como habitantes de Transilvania que buscaban cobijo antes de que Drácula se levantara del ataúd y empezara a deambular por el campo en busca de sangre fresca. Por supuesto, aquella pobre gente no sabía hasta qué punto era cierta aquella afirmación.Somerset miró de reojo a Mills y lamentó haberlo juzgado de aquel modo. Tal vez estaba siendo un poco injusto.A fin de cuentas, Mills no había visto ni la mitad de las barbaridades que Somerset había presenciado a lo largo de su vida. Asimismo, Mills poseía una sana dosis de indignación moral, algo que Somerset había perdido mucho tiempo atrás. Quizá la impaciencia de Mills por obtener resultados no fuera tan mala. Demostraba que tenía el corazón en su sitio. Y era posible que por aquella misma razón algún día se convirtiera en un buen detective. Si es que conseguía sintonizar la cabeza con el corazón.Somerset pasó otra página de papel continuo para revisar la lista de libros de otro posible candidato. Se trataba de una lista especialmente larga. La Divina Comedia, Historia del catolicismo, un libro titulado Asesinos y dementes, Investigación actual de asesinatos, A sangre fria... Le mostró la página a Mills.—¿Qué le parece esto ?Mills echó un vistazo a la lista con el ceño fruncido.—¿Acerca delsadomasoquismo humano?—No es lo que piensa.Mills señaló una entrada.—¿El marqués de Sade. Origenes del sadismo ?—Esto sí es lo que piensa.Mills deslizó el dedo por la lista.—¿Los escritos de santo Tomás de Aqui... Aquin... ?—Santo Tomás de Aquino. Escribió sobre los siete pecados capitales.—¿Cómo lo sabe?—Leo mucho.—Yo no —replicó Mills lanzándole otra mirada furibunda.—Esta es la lista más larga que he encontrado que parece encajar con nuestros criterios. ¿Y usted?—La mayoría de los míos no tienen más que cuatro o cinco entradas. Este tiene... —Mills contó rápidamentemás de treinta.Somerset puso en marcha el motor.—Pues entonces quizá deberíamos ir a ver a este tipo.¿Cómo se llama?Mills retrocedió una página para leer el nombre.—¡Por el amor de Dios ! No se lo va a creer.—¿Qué?—Se llama John Doe *.John Doe, ¿eh? —repitió Somerset mientras ponía marcha atrás y salía del hueco—. ¿Cuál es la dirección?Ya había oscurecido cuando encontraron la vivienda de John Doe. Se hallaba en un estrecho callejón sin salida de una sola manzana, en un barrio pobre que lindaba con el estudiantil. Somerset había aparcado en la avenida, pues creía que los vecinos de aquel diminuto callejón repararían de inmediato en un coche desconocido.Mientras entraban en el callejón, Somerset se dio cuenta de que el edificio de John Doe no era tan viejo como los demás de la manzana, aunque estaba en el mismo estado lamentable. El vestíbulo aparecía revestido con paneles de madera barata y deformada que sobresalían de la pared. Un par de clavos habría resuelto el problema, pero era la clase de cosas que jamás se llegaban a hacer, porque a nadie le importaba un huevo.Nombre con que se designa al americano medio o a una persona no identificada. (N. de la T)Somerset echó un vistazo a los timbres del interfono.No se veía nombre alguno junto al timbre del 6A, el apartamento que figuraba en las hojas del FBI, pero no era el único que carecía de nombre.—Esto es una locura —comentó Mills—. Es demasiado fácil. Las cosas no funcionan así.Alargó la mano para llamar al timbre, pero Somerset lo agarró por la muñeca antes de que pudiera hacerlo.—¿Qué pasa? Creí que quería hablar con este tipo.—Espere.Somerset se acercó al portal y empujó. Estaba cerrado con llave, la cerradura era de mala calidad. Introdujo una esquina del fajo de hojas impresas entre el borde de la puerta y la jamba; luego empujó hacia arriba y logró abrir la puerta de inmediato.—No nos conviene ponerlo sobre aviso. Por si acaso.Somerset empujó la puerta, entró y la sostuvo para dejarpaso a Mills.—¿No creerá que realmente es él? —preguntó Mills—.Quiero decir... Venga.—El mundo es un lugar extraño, Mills. Siempre el mismo, pero siempre una sorpresa. Subamos, echémosle un vistazo y escuchemos lo que tiene que decir. Nunca se sabe.—Ya. Este..., perdone, señor, pero ¿es usted un asesino en serie, por casualidad?—¡Chist!A Somerset le parecía increíble que Mills fuera a veces tan estúpido. Aquellos pasillos embaldosados parecían cámaras de resonancia. Era como si hubiera empleado un altavoz para avisar a John Doe de que subían. Somerset se dirigió hacia el ascensor y pulsó el botón. Percibieron un leve olor a excremento de perro. Somerset miró alrededor y comprobó las suelas de sus zapatos, pero de repente se fijó en que una de las bicicletas que había encandenadas a la barandilla de la escalera tenía la rueda trasera embadurnada de mierda. Somerset la contempló con el ceño fruncido. Habría sido mucho más lógico limpiar la porquería antes de entrar la bici en el edificio, pensó con sarcasmo.El ascensor se anunció con un estruendo inquietante.Somerset entró, sostuvo la puerta para que Mills pasara y pulsó el botón del sexto.—¿Qué le va a decir cuando lleguemos ? —le preguntó Mills al entrar en la cabina.—Estaba pensando que quizá sería mejor que hablara usted, que ponga a trabajar ese piquito de oro que tiene.Somerset deseaba comprobar cómo se desenvolvía Mills, lo bueno que era para sonsacar información a la gente. Con toda probabilidad, Mills desempeñaría bien el papel de poli malo, pero Somerset no lo imaginaba comportándose con sutileza.La puerta del ascensor se abrió con otro golpe al llegar al sexto. Mills sonreía.—¿Quién le ha hablado de mi piquito de oro? ¿Acaso se lo ha dicho mi mujer?—¿Cómo está Tracy? Debería haberla llamado para darle las gracias por la cena del otro día.—Está bien. Me ha dicho que le cae usted muy bien y que parece demasiado sensible para ser policía.Antes era demasiado sensible, pensó Somerset. Ahora no. Se había convertido en un callo humano.—Es una verdadera joya, Mills. Trátela bien.—Todos los días y en todos los sentidos. Tracy es lo mejor que me ha pasado en la vida, y lo sé.Somerset quedó impresionado por el hecho de que Mills pudiera decir aquello sin ambages. A la mayoría de los hombres les costaba expresar sus sentimientos, sobre todo en lo que se refería a sus esposas. Para Somerset siempre había supuesto un problema.Salieron al pasillo del sexto piso, leyeron los números de los apartamentos y descubrieron que el 6A se hallaba en la parte delantera del edificio. Estaba al final del pasillo, justo enfrente de ellos. Lo más probable era que el señor Doe disfrutara de una excelente vista a la calle, pensó Somerset, pero aunque los hubiera visto entrar en el edificio no sabía quiénes eran.Mills avanzó y llamó a la puerta con energía.—Piquito de oro —murmuró con una risita ahogada mientras esperaba respuesta.Los segundos pasaban. Mills volvió a llamar. De repente, Somerset oyó un leve crujido, pero no procedía del apartamento 6A. Se volvió para averiguar quién era el vecino entrometido. Pero no se trataba de la puerta de ningún apartamento, sino de la escalera de emergencia. Una figura esperaba en la oscuridad, completamente inmóvil, observándolos. En aquel instante, Somerset distinguió el destello del cañón de un arma.—¡Mills! —gritó.Empezaron a sonar disparos, tres en rápida sucesión, y los destellos iluminaron el pasillo en penumbra mientras Somerset y Mills se echaban cuerpo a tierra al mismo tiempo. Los estallidos resonaron en los oídos de Somerset. La luz natural se filtraba por los orificios desgarrados que los disparos habían abierto en la puerta del 6A. Eran del tamaño de platos de postre. ¡Mierda! —pensó Somerset—. ¡Balas de punta hueca!—¡Hijo de puta! —gritó Mills mientras se arrastraba por el suelo e intentaba sacar el arma.La puerta se cerró de golpe cuando Mills se abalanzó sobre ella. A Somerset le dio un vuelco el corazón. Por la mente le cruzó la imagen de Mills alcanzado por una bala de punta hueca y él teniendo que comunicarle a Tracy que su marido estaba muerto. Pero Mills había cruzado la puerta antes de que Somerset pudiera siquiera pensar en detenerlo.Ten cuidado, imbécil, pensó. Estaba preocupado por Tracy.Mills bajó la escalera corriendo y saltó los últimos cuatro escalones hasta el siguiente rellano, donde se detuvo a escuchar. Los pasos rápidos de John Doe resonaron en el hueco de la escalera. Mills alzó la vista hacia Somerset, que estaba en el rellano superior, arma en ristre. Parecía abatido, y Mills se preguntó si se encontraría bien, si estaba preparado para aquello.—¿Qué clase de arma era? —gritó Mills.Somerset bajaba por la escalera sin escucharle.—Maldita sea, Somerset. ¿Qué clase de arma era?¿Cuántas balas ?Mills se dirigió hacia el siguiente rellano, pero se detuvo a medio camino en espera de una respuesta.—No lo sé —contestó Somerset por fin—. Tal vez un revólver. No estoy seguro.Mills siguió bajando sin perder de vista a Somerset. De repente tropezó y aterrizó en el siguiente rellano; el arma se le escapó de la mano.—¡Mierda!—¿Qué pasa? —preguntó Somerset desde arriba.—Nada —aseguró Mills mientras recogía la pistola y seguía bajando.Somerset lo siguió; Mills oía su respiración fatigosa.Este tipo fuma —pensó—. Está a punto de jubilarse. No está en forma para esto. Mills se detuvo y alzó la mirada hacia su compañero.—¿Qué aspecto tiene? ¿Lo ha visto?—Sombrero marrón —contestó Somerset entre jadeos y resoplidos—. Chubasquero marrón... bueno, una especie de... gabardina.Mills se asomó a la barandilla para echar un vistazo al siguiente piso. Doe estaba allí de pie, con el arma apuntando hacia el cielo.Mills retrocedió de un salto en el momento en que el disparo resonaba por la escalera. La bala alcanzó la barandilla a escasos centímetros de la mano de Somerset. La madera se astilló, y numerosos fragmentos cayeron por el hueco cavernoso.Otra bala silbó junto a él y rebotó contra algún objeto varios pisos más arriba.Mills se agazapó en el rellano a la espera del siguiente disparo, pero lo que oyó fue el sonido que produjo una puerta al abrirse y volverse a cerrar. Cinco —pensó mientras bajaba a toda prisa hasta el piso siguiente—. Cinco disparos hasta ahora.El número 4 aparecía impreso en la pared junto a la puerta de la escalera de incendios.—¡Cuarto! —le gritó Mills a Somerset—. ¡Cuarto piso!Abrió la puerta de golpe y entró con el arma por delante, apuntando a izquierda y derecha. Al final del pasillo, John Doe estaba doblando la esquina. Mills echó a correr tras él. Dobló la misma esquina y de repente lo acometió el pánico; esperaba que Doe no estuviera allí esperándolo.Pero Doe no estaba al acecho, sino que corría por el siguiente pasillo como alma que persigue el diablo.Mills clavó los pies en el suelo con firmeza, agarró la pistola con ambas manos, cerró un ojo y apuntó a la espalda de Doe, listo para apretar el gatillo y abatir al hombre. Pero de repente un hombre en camiseta y calzoncillos salió de su piso y se puso en la línea de fuego.—¡Al suelo! —rugió Mills—. ¡Al suelo! iAhora!Pero el hombre quedó paralizado, demasiado asustado y confuso para retirarse. Mills pasó junto a él y lo empujó a un lado.Más adelante, una mujer vestida con tejanos y un suéter blanco asomó la cabeza por la puerta de su apartamento en el instante en que John Doe se acercaba. El hombre se detuvo, la agarró por el cabello y la arrojó contra la pared del pasillo.—¡Eh! —chilló la mujer.Doe entró en su apartamento.—¡Fuera! —gritó Mills—. ¡Policía! ¡No entre ahí!Se acercó a la mujer corriendo y la empujó a un lado antes de abrir la puerta de una patada y entrar apuntando con el arma en todas direcciones. El espacio estaba distribuido como un vagón de tren, en una sucesión de habitaciones.Consiguió ver cómo John Doe salía por la ventana que daba a la escalera de incendios, y por un instante se quedó paralizado, recordando la noche en que habían ido a buscar a Russell Gundersen, la noche en que Rick Parsons fue alcanzado por una bala en la escalera de incendios y cayó tres pisos, la noche en que Rick Parsons se convirtió en un inválido. Empezaron a temblarle las manos. Aquella otra noche él había estado en la misma posición, junto a la puerta principal, de cara a la ventana de la escalera de incendios.—¡Policía! ¡Apártense! —ordenó Somerset en el pasillo.Se estaba acercando. Mills no podía permitir que a Somerset le sucediera lo mismo que a Rick. Atravesó el apartamento en dirección a aquella ventana, resuelto a detener a Doe.La puerta de la última habitación empezó a cerrarse a causa de la corriente que generaba la ventana abierta. Al pasar, Mills la golpeó y la hizo saltar de las bisagras. Las cortinas de encaje blanco ondeaban al viento. Se situó a un lado de la ventana, con el hombro apretado contra la pared. Con mucho cuidado se agazapó y se asomó al antepecho, estirando el cuello para poder ver el callejón. Un disparo convirtió en añicos la ventana abierta, y una lluvia de vidrios azotó la cabeza y el cabello de Mills, que se apartó.Permaneció sentado con la espalda apoyada contra la pared, jadeando mientras pensaba: ¡Seis! ¡El sexto disparo! Ya no le quedan balas.Mills regresó a la ventana con la pistola por delante, dispuesto a acribillar a aquel hijo de puta, cuando de repente sonaron tres disparos más que destrozaron los dos marcos correderos de la ventana.—¡Mierda! —exclamó Mills al tiempo que se echaba al suelo—. Siete, ocho, nueve. Un revólver, ¿eh? Somerset Volvió a acercarse a la ventana, en esta ocasión con más tiento, pero lo que oyó fue el sonido de pasos que se alejaban.Se asomó a la ventana y vio que Doe escapaba por el callejón.—¡Mierda! —repitió Mills al bajar por la estrecha escalera de incendios—. ¡Se va a escapar!Se asomó a la barandilla. Había un coche aparcado debajo de la escalera de incendios. ¡Qué coño!, pensó antes de saltar por la barandilla y caer los tres pisos y medio que lo separaban del capó del coche. El parabrisas se hizo pedazos y el capó se hundió, pero amortiguó la caída. Mills saltó al suelo y corrió hacia la boca del callejón, rezando por que aquel hijo de puta no hubiera logrado escapar.Pero cuando llegó a la avenida le entraron ganas de gritar. Había gente por doquier: adolescentes apalancados en las aceras, niños pequeños corriendo en todas direcciones, ancianas que arrastraban los pies, madres empujando cochecitos, tipos que ocupaban espacio. Echó una mirada calle abajo, pero fue inútil. No había forma de distinguir una gabardina parda y un sombrero marrón entre el gentío. Se encaramó a una boca de incendios y se agarró a una señal de prohibido aparcar para mantener el equilibrio mientras entornaba los ojos y escudriñaba la calle.De repente y aunque pareciera imposible, lo vio. Sombrero marrón y gabardina parda. Estaba en la última esquina de la calle, a la espera de que se hiciera un hueco entre el tráfico para poder cruzar en rojo.Mills saltó al suelo y corrió hacia la calzada deteniendo los vehículos por señas. Los frenos empezaron a chirriar mientras los coches se arremolinaban a su alrededor.—¿Se ha vuelto loco ? —chilló un conductor.Mills no le hizo caso, y cambió de carril para poder correr por la parte central de la calzada. Los coches y los camiones pasaban en ambos sentidos junto a él como una exhalación. Había demasiada gente en la acera, por lo que decidió que aquél era el camino más rápido.Un camionero aminoró la velocidad con la intención de ponerlo verde.—¡Sal de la puta calle, gilipollas de mierda! ¡Te vas a matar!Mills hizo caso omiso de la advertencia. Tenía que concentrarse en John Doe, pues de lo contrario se le escaparía.Pero Doe había oído el chirrido de los neumáticos y las bocinas, y además veía cómo Mills se iba acercando a él.Cruzó la calle a la carrera, obligando a los coches a detenerse, y entró en otro callejón.Mills cruzó con brusquedad para cortarle el paso, esperando que el tráfico se detuviera para dejarle paso. Una mujer en un Firebird blanco estuvo a punto de dejarlo sin piernas.—Pero ¿qué narices le pasa, hombre ? ¡Por Dios !Mills no aflojó el paso, sino que corrió directo hacia el callejón. Era un lugar estrecho y oscuro, pues los edificios estaban muy juntos; en el otro extremo se distinguía una estrecha ranura de luz. El callejón estaba sembrado de contenedores de basura y cajas de frigoríficos, los hogares de los que no tenían hogar.—¡Doe! —gritó—. ¡Policía!No obtuvo respuesta. En el callejón no se oía ni un sonido, tan sólo sus propios pasos.—¡Doe! ¡Queda dete...!Surgió de la nada y lo golpeó en plena cara. Mills dejó caer el arma, que chapoteó en un charco, y cayó primero de rodillas y luego de bruces mientras el dolor se adueñaba de él con intensidad. Una puta tabla de cinco por diez, pensó. No la había visto venir, pero por el tremendo dolor que sintió en la cara, se lo podía imaginar. Doe debió de esconderse detrás de una de esas grandes cajas de cartón para esperarlo. El dolor se le extendió por el cráneo, haciéndose más intenso a medida que avanzaba. Cerró los ojos y se llevó las manos al rostro. Tenía la nariz rota, de eso estaba seguro. Tosió y escupió. La sangre empezaba a llenarle la garganta. Se volvió de costado y siguió escupiendo sangre.Luchando por abrir los ojos, oyó el sonido que produjo la madera al chocar contra el pavimento, igual que un bate de béisbol que alguien hubiera arrojado al suelo. Cerca de él había unas piernas. Vio una mano que descendía para recoger su pistola del charco. Mills intentó alargar el brazo para recuperar el arma, pero no pudo moverse. El dolor lo tenía paralizado.Empezó a toser de nuevo, de forma incontrolable, atra gantándose con su propia sangre.Cuando por fin dejó de toser, percibió un objeto metá lico que le rozaba el rostro; era el cañón de su pistola, y le estaba acariciando la mejilla. Quedó paralizado, incapaz de hacer nada.Con gran delicadeza, el arma trazó círculos alrededor de sus mejillas y ojos, se deslizó hacia el caballete de su na riz y perfiló la línea de su boca. A continuación se abrió paso entre los labios y con brusquedad lo obligó a separar las mandíbulas. Mills intentó mirar a Doe a la cara, pero la sangre le entraba en los ojos a raudales. Un sonido muy familiar estuvo a punto de detener el corazón desbocado de Mills: era el chasquido que producía el seguro al abrirse.Mills tosió con el cañón metido en la boca... No pudo evitarlo. Un destello de luz blanca le azotó el rostro, y por un instante creyó que una bala le había atravesado el cerebro. Pero aún sentía el cañón en la boca, la sangre en los ojos. Seguía tosiendo. No estaba muerto.Al cabo de un instante que se le antojó eterno, el arma se retiró lentamente de sus labios. Mills estaba temblando, incapaz de moverse, incapaz de ver nada. De repente sintió que algo le golpeaba el pecho, luego otro objeto, y otro, y otro. Balas. Le resbalaron cuerpo abajo y se esparcieron por el suelo. Aquel mal nacido le estaba descargando el arma. El revólver vacío se estrelló contra el asfalto y entonces oyó los pasos de Doe a medida que éste se alejaba más y más.Mills se incorporó sobre un codo, jadeando, asustado y furioso. Se enjugó la sangre de los ojos con la manga y como un ciego buscó a tientas su revólver y las balas.—¡Mills !Somerset lo llamaba desde la boca del callejón. Mills le oyó acercarse corriendo a él.—¿Se encuentra bien? —vociferó el teniente antes de llegar junto a él y arrodillarse—. Llamaré a una ambulancia.—¡No! —replicó Mills al mismo tiempo que rodaba sobre sí mismo y se ponía de rodillas—. Estoy bien.Hizo una mueca para ahuyentar el dolor y logró ponerse en pie.—¿Qué ha pasado ?Mills se agachó para recoger el resto de las balas. Las introdujo en el cartucho, contándolas mentalmente mientras lo hacía, imaginándolas incrustadas en las tripas de John Doe.—¿Mills ? Diga algo. ¿Qué ha pasado ?Pero Mills se sentía demasiado furioso para hablar. Tenía que coger a aquel mal nacido. No había tiempo para explicaciones. Tenía que cogerlo inmediatamente. Empezó a trotar hacia el final del callejón, donde brillaba una ranura solitaria de sol como si de una señal del cielo se tratara. Corrió tan deprisa como pudo, ignorando el dolor, en la dirección que había tomado Doe. Iba a atrapar a aquel cabrón.Juraba por Dios que iba a atraparlo y que se lo haría pagar caro. Lo haría sufrir sin piedad.—¡Mills! ¿Adónde coño va!Pero Mills no se detuvo ni miró atrás. Tenía una misión, joder.—¡Mills!CAPÍTULO 17
Cuando Mills salió de estampida del ascensor en el sexto piso del edificio de John Doe, Somerset intentó agarrarlo por la manga, pero el joven sacudió el brazo y se zafó de él.
—Espere, Mills. ¿Me oye? ¡Mills!Pero Mills siguió adelante sin decir palabra, mientras Somerset se esforzaba por no quedar rezagado. Por el camino, Somerset había intentado que Mills le explicara qué había sucedido en el callejón, pero no le había sonsacado nada. El chico estaba hecho una furia y a punto de hacer alguna estupidez; Somerset lo presentía.El rostro de Mills estaba ensangrentado; tenía la nariz hinchada y unos hematomas bajo los ojos que empezaban a cobrar color. Se dirigía hacia la puerta acribillada del apartamento 6A, de John Doe.—¡Mills! No toque esa puerta. ¿Me oye, Mills? —Somerset corrió hacia él y lo agarró por el brazo, esta vez sin dejarlo ir—. ¡Espere, maldita sea! ¡Espere, le digo!Mills giró en redondo y se encaró con él.—¿Por qué? —espetó—. ¡Es él, maldita sea! ¡Es nuestro hombre!—No puede entrar ahí —dijo Somerset señalando la puerta.—Y una mierda. Si entramos podremos detenerlo.—Necesitamos una orden, y usted lo sabe.—¡A tomar por culo la orden! —gritó Mills señalándose el rostro destrozado—. ¿Cuántas otras causas probables necesitamos, joder?Intentó abrir la puerta de un empujón.Pero Somerset no tenía intención alguna de soltarlo.Cogió a Mills de la chaqueta y lo arrojó contra la pared.—¡Piense un momento !Mills pugnó por zafarse de él.—¿Qué coño le pasa, hombre? ¡Suélteme!Pero Somerset lo tenía bien agarrado.—Piense en lo que tenemos aquí, Mills.Se sacó el fajo arrugado de hojas impresas que les había proporcionado el hombre del FBI y lo apretó contra el pecho de Mills.—No podemos contárselo a nadie. El FBI jamás reconocerá que controla las bibliotecas, así que no tenemos ninguna razón para estar aquí. No tenemos ninguna causa probable.—Cuando consigamos la puta orden ya habrá muerto alguien más. Lo sabe, ¿verdad? —jadeó Mills.—Piense, Mills, píense. Si entramos sin una orden de registro, nunca podremos utilizar nada de lo que encontremos.Será inadmisible ante el tribunal. El tipo saldrá absuelto.Mills agarró a Somerset por las solapas mientras intentaba soltarse.—Otra persona morirá. ¿Podrá soportarlo ? Yo no.Somerset lo empujó contra la pared para intentar dominarlo, pero en el fondo sabía que Mills tenía razón. Sin embargo, también era cierto que si el asesino salía absuelto porque ellos la cagaban, mataría una y otra vez.—Mire —dijo por fin—, tenemos que encontrar algún pretexto que justifique el hecho de que hayamos llamado a esta puerta. ¿Comprende lo que le digo?—Vale, vale, lo entiendo —accedió Mills, ya más tranquilo.Somerset lo soltó, pero de inmediato Mills se giró y abrió la puerta de una patada.Somerset sintió deseos de matarlo.—¡Será gilipollas !Mills se encogió de hombros mientras se limpiaba la sangre de la nariz con el dorso de la mano.—Ya no vale la pena discutir. A menos que sepa cómo arreglar la puerta.La jamba de la puerta estaba resquebrajada y astillada, y la hoja temblaba sobre las bisagras.De repente, la puerta tras la que John Doe se había escondido al principio se abrió de golpe. Ambos hombres sacaron las armas en el acto.—¿Qué coño está pasando aquí, eh? ¿Por qué no os vais con la música a otra parte, maricones? Es que no hay quien viva en paz hoy en día.Un vagabundo anciano y demacrado se tambaleaba en el umbral; tenía los ojos vidriosos y apestaba a sudor y licor de malta.—Venga, no me toquéis las narices. Lo único que quiero es paz y tranquilidad. ¡Un poco de paz y tranquilidad !Mills se volvió hacia Somerset.—¿Cuánto dinero le queda?Al cabo de media hora, un agente uniformado le tomaba declaración al anciano vagabundo en el pasillo, y anotaba todos los pormenores. Mills se hallaba de pie tras el policía, asintiendo con vehemencia y alentando al viejo con la mirada.—Así que, así que... me di cuenta de que el tipo salía —farfulló el anciano—, salía mucho cuando lo de aquellos asesinatos. Ya sabe, esos de los que no paran de hablar. Así que, así que yo... yo...El viejo aún estaba medio borracho, pero sabía que Mills guardaba un billete de veinte dólares para él en el bolsillo, de modo que quería hacer las cosas bien.—Así que ha llamado al detective Somerset —intervino Mills—. ¿No es eso lo que me ha contado a mí? Alguien le dio su número en la calle.—Eso, eso, he llamado al detective Somerville.—¿Quién le dio el número del teniente Somerset, señor? —preguntó el policía.El viejo se encogió de hombros y los ojos de aquel rostro largo y ajado casi parecieron salirse de las órbitas.—Un tío. No sé cómo se llama. A veces duerme en el mismo callejón que yo.—¿Y no sabe cómo se llama? ¿Algún apodo?El viejo meneó la cabeza.—Yo lo llamo Bud... Llamo Bud a todo el mundo.—Ya, claro, como la cerveza —masculló con sarcasmo mientras se volvía hacia Mills.Mills se encogió de hombros.—¿Qué se le va hacer? —replicó, aunque lo cierto era que quería acabar con aquello lo antes posible.El policía uniformado se volvió de nuevo hacia el viejo.—¿Y por qué llamó a un detective, señor?—Por lo de ese tipo. Parecía tan..., tan, tan... Daba tanto miedo. Y.. y...Mills asintió con un gesto para animarlo a continuar.—Y uno de los asesinatos fue aquí cerca. A un par de manzanas. Ya sabe, el del tipo que aún estaba vivo. Los periódicos han dicho que murió en el hospital. Ya sabe, el de la mano cortada. Y empecé a pensar que el tipo que vive en este edificio es muy raro y todo eso, que podía ser el que..., bueno, ya sabe...—¿Y qué es lo que vio? —inquirió Mills antes de que el hombre cambiara de tema.—Yo, esto... vi..., lo vi a él con uno de esos cuchillos grandes, un machete. Lo llevaba debajo del abrigo, pero un día en el callejón se le cayó, y yo lo vi.—Y el resto ya se lo he contado —atajó Mills al policía antes de que el viejo empezara a desvariar.Los ojos del hombre estaban adquiriendo una expresión enloquecida, y antes de que llegara el policía uniformado ya había farfullado algo acerca de extraterrestres, de modo que Mills no estaba dispuesto a correr ese riesgo.—La fecha en que vio al sospechoso del machete coincide con la fecha en la que, según calcula el forense, Victor Dworkin perdió la mano. ¿Necesita algo más? —le preguntó al policía uniformado.—No. Con esto me basta. —Entregó la carpeta y un bolígrafo al anciano—. Firme aquí..., Bud.Mills cogió la carpeta y se cercioró de que el viejo garabateaba algo en el lugar correcto. Tardó un rato, pero por fin logró estampar una firma bastante decente, dadas las circunstancias. El agente volvió a coger la carpeta.—¿Dónde está el teniente? —preguntó a Mills.—Dentro —repuso Mills indicando la puerta destrozada del 6A.En cuanto el agente entró en el piso, Mills sacó el billete de veinte dólares y se lo mostró al viejo.—Cómprese algo de comer con esto —le susurró al oído—. No se lo gaste en bebida. ¿Me entiende?—Sí, sí, sí, sí —asintió el hombre mientras le arrebataba el billete y se lo guardaba en el bolsillo del abrigo—. Que le vaya bien, Bud —agregó antes de cruzar la puerta de la escalera arrastrando los pies.Mills meneó la cabeza, consciente de que el viejo se pondría ciego con aquel dinero. Menos mal que sólo le había dado veinte dólares. Somerset había tenido intención de darle más.Sacó un par de guantes de látex y entró en el apartamento de John Doe. El salón resultaba artificialmente oscuro porque las paredes estaban pintadas de negro, al igual que las ventanas. Somerset y el policía uniformado se hallaban junto a una lámpara de pie y repasaban la declaración del viejo. Mills y Somerset ya se habían puesto de acuerdo acerca de la historia que contarían. El viejo había oído gritos en el 6A. Mills y Somerset habían ido a investigar. Al no obtener respuesta, forzaron la puerta por temor a que alguien se hallara en peligro allí dentro. A Somerset no le hacía gracia todo aquello, pero aseguró a Mills que colaría.A excepción de la lámpara de pie y una solitaria silla con respaldo de travesaños, el salón estaba completamente vacío.Mills se dirigió al pasillo con los ojos entornados para acostumbrarlos a la oscuridad. Se detuvo ante la primera puerta que encontró, preguntándose si debía sacar el arma. Doe no podía estar allí... a menos que se hubiera transformado en murciélago y hubiera entrado volando por la ventana, y no obstante Mills seguía experimentando una sensación rara en la boca del estómago. Dejó el revólver en la pistolera, pero apoyó la mano en la culata mientras hacía girar el picaporte.Aquella habitación también estaba a oscuras. Buscó a tientas un interruptor en la pared al mismo tiempo que pensaba en la mano amputada de Victor Dworkin, preparado para retirar la suya al primer indicio de problemas.Encontró el interruptor y lo pulsó. Una deslumbrante bombilla de techo de 100 vatios iluminó otra estancia amueblada de forma austera y con las paredes y ventanas pintadas de negro. La cama individual que se apoyaba contra la pared no tenía colchón; no era más que una estructura metálica con un somier de muelles. Había una vieja sábana doblada pulcramente bajo la cabecera, pero no se veía almohadón alguno. La sábana mostraba grandes manchas de sudor salpicadas de marcas de óxido.En el centro de la habitación había una mesa con una lámpara de pantalla que se cernía sobre ella. Mills tiró de la cadenita para encenderla. Sobre la mesa no había nada más.Retiró la silla de respaldo recto y abrió el cajón central, que tan sólo contenía un ejemplar de la Biblia con tapas de cuero negro. Abrió el cajón superior derecho. Estaba repleto de frascos vacíos de aspirinas, alineados ordenadamente como un batallón. Mills los contó por encima. Había unos treinta frascos.El siguiente cajón contenía tres cajas de balas de distintas clases, pero todas ellas de nueve milímetros: balas de punta hueca, rellenas de mercurio y recubiertas de teflón.En la calle, las balas de teflón recibían el nombre de asesinas de policías porque estaban diseñadas para perforar los chalecos antibalas. Mills se tocó el rostro magullado, lamentando no haber echado el guante a aquel mal nacido cuando tuvo la oportunidad.Reparó en una mesita estrecha que se hallaba en el rincón más alejado de la habitación. Sobre ella había un escenario diminuto que parecía el trabajo manual de un niño, confeccionado con cartón y cartulina de colores. En la pared del fondo se veía un semicírculo de hostias de comunión superpuestas y colocadas de un modo muy artístico. Las hostias formaban el halo de la pieza más importante del cuadro: un tarro de mayonesa que contenía una mano humana flotando en un líquido turbio.Victor, pensó Mills al tiempo que se frotaba la muñeca de forma inconsciente. Joder...—Teniente —llamó desde el umbral—. Quiero que vea una cosa.—Un momento —replicó Somerset, que seguía hablando con el agente.De pie en el umbral, Mills reparó de repente en algo extraño que procedía del otro extremo del pasillo de paredes negras. Un brillo rojo se filtraba por debajo de una puerta cerrada. Mills se acercó lentamente y sintió náuseas al imaginar lo que podría llegar a encontrar allí... Otras partes de cuerpos: cabezas, pies, dedos, ojos, orejas, órganos genitales. Hizo girar el picaporte y abrió la puerta con sumo cuidado. Era el cuarto de baño y estaba iluminado por una bombilla roja que había sobre el espejo del botiquín. Tiras de película fotográfica pendían de la barra de la cortina de la ducha. Doe había convertido el baño en un cuarto oscuro.Fotografías ya reveladas cubrían cada centímetro de pared disponible. Mills quedó atónito ante el espectáculo.Había fotografías de Peter Eubanks, el gordo, aún con vida; de Eli Gould hincándose el cuchillo en la carne; de Victor Dworkin pudriéndose vivo, el rostro vuelto hacia la cámara en una sorda súplica. Asimismo vio fotografías de una rubia despampanante sentada en una cama. No estaba muerta ni herida, pero parecía muy incómoda. También encontró fotografías de partes del cuerpo: primeros planos de bocas y dedos, aunque no amputados. Mientras pasaba de imagen en imagen, Mills se maravillaba por el trabajo y la preparación que Doe había dedicado a sus asesinatos.De repente reparó en algo que colgaba del soporte para cepillos de dientes que había sobre el lavabo. Era un carné de la Unión Internacional de Prensa, plastificado y colgado de una cadena.—Maldito hijo de puta...Escudriñó las paredes de forma apresurada, esperando no descubrir lo que sospechaba. Pero lo descubrió en la pared que se alzaba sobre el inodoro. Fotografías tomadas en el pasillo que conducía al apartamento de Victor Dworkin, instantáneas que mostraban el escenario del crimen desde fuera, fotos de Somerset y Mills saliendo de un coche, fotos de Somerset y Mills entrando en el edificio de Victor, fotos de Somerset y Mills en la escalera mientras vigilaban el escenario del crimen.Mills asestó un puñetazo al lavabo.—¡Mierda!Ese periodista de aspecto ridículo, el tipo que se parecía al granjero de Bugs Bunny. Era él. Lo tenía —pensó Mills con el estómago revuelto—. Lo tenía delante de mis narices, joder, y se me escapó. ¡Maldito hijo de puta! ¡Maldita sea!De repente sonó un teléfono. Procedía de algún lugar del otro extremo del pasillo. Mills abandonó el baño a toda prisa. Somerset y el agente uniformado acudieron desde el otro lado.—No sé de dónde viene —dijo Somerset.—Vaya a la cocina —indicó Mills—, y usted —agregó dirigiéndose al agente— no toque nada a menos que lleve esto.Se sacó otro par de guantes de látex del bolsillo y se los arrojó al agente.El teléfono sonó por tercera vez. Mills entró corriendo en el dormitorio. Era un sonido extraño, amortiguado, pero parecía proceder de aquella habitación. Abrió el armario. Estaba lleno de ropa, pero los timbrazos no venían de allí. Se arrodilló para mirar debajo de la cama. Encontró una especie de cúpula metálica con un pomo en su parte superior. Tardó un instante en darse cuenta de que era la tapadera de una sartén china. De ella salía un cable muy delgado. Mills lo estiró y levantó la tapadera, dejando al descubierto un teléfono negro de dial. Estaba colocado sobre una toalla doblada. Había bolitas de algodón encoladas a la parte interior de la tapadera para amortiguar el sonido aún más. El teléfono volvió a sonar. Mills se llevó la mano al bolsillo de la americana en busca de la grabadora y comprobó si le quedaba cinta. Había suficiente. Pulsó el botón rojo de grabación, observó unos instantes la rotación de las ruedecillas y a continuación descolgó, sosteniendo la grabadora junto al auricular.—¿Diga ? —empezó.Silencio. Había alguien en el otro extremo de la línea, pero no dijo nada.—Diga.—Los admiro —dijo por fin una voz nasal—. No sé cómo me han encontrado, pero imaginen la sorpresa que me he llevado. Cada día respeto más a los agentes de la ley y el orden, de verdad.—Muy bien,John—lo atajó Mills—, dígame...—¡No, no, no! Escúcheme. Tendré que modificar mi programa en vista del pequeño revés de hoy. Sólo llamaba para expresar mi admiración. Siento haber herido a uno de ustedes, pero me temo que no me quedaba otra opción.Aceptan mis disculpas, ¿verdad?Mills hervía de indignación, pero guardó silencio.—Me gustaría contarle más cosas —prosiguió Doe—, pero no quiero estropear la sorpresa.—¿De qué está hablando, John?—Hasta la próxima.—¡John! ¡No cuelgue! Yo...El sonido de la línea abierta llenó el silencio.—¡Mierda!Colgó el auricular y dejó el teléfono en el suelo.Somerset lo esperaba en el umbral con una expresión grave en el rostro. Señaló las otras habitaciones que había en el pasillo.—Espere a ver lo que he encontrado.CAPÍTULO 18
Aquella noche, el apartamento de John Doe se convirtió en un hormiguero de técnicos forenses, y había suficientes cosas raras como para que todos ellos trabajaran a tope.
Dos técnicos cubrían el lugar de polvo en busca de huellas, mientras que un tercero examinaba el pequeño templo que Doe había erigido en honor de la mano de Victor. Otro efectuaba un meticuloso inventario de la mesa de Doe. Un dibujante estaba en la cocina con Mills y trabajaba en un boceto de Doe (o granjero de Bugs Bunny, como Mills seguía llamándolo) a partir de los datos que le proporcionaba el detective sobre su encuentro en la escalera del edificio de Victor Dworkin. Pero durante todo aquel rato, Somerset había permanecido encerrado en el segundo dormitorio de apartamento, la biblioteca de John Doe.Tres de las paredes estaban cubiertas de estanterías. La selección de Doe decía mucho acerca de él, pero nada que sorprendiera a Somerset: Historia de la teologia, Manual de armas defuego, Historia mundial, Municiones de combate, El recetario del anarquista, Summa Theologica, Revisión de la Ley Criminal de los Estados Unidos... Sin embargo, los cuadernos de notas eran harina de otro costal.Una de las paredes llenas de estanterías estaba dedicada a los cuadernos personales de John Doe, literalmente miles de cuadernos. Cada uno de ellos tenía alrededor de doscientas cincuenta páginas, y cada una de ellas estaba repleta de texto y recortes, desde fotografías originales hasta imágenes extraídas de periódicos y revistas. Mills había desechado los cuadernos afirmando que eran paridas de un chalado cuando Somerset se los había mostrado, pero el teniente discrepaba. A él le parecían horribles y fascinantes a un tiempo. Somerset los hojeaba en busca de pistas y detalles que le ayudasen a confeccionar un retrato psicológico de John Doe. Somerset no había salido de la habitación desde que llevara a Mills a verla varias horas antes. Los escritos de Doe, sus cavilaciones, su filosofía, sus dibujos en miniatura... Todo ello acojonaba a Somerset, pero no porque fuera extraño y grotesco, sino porque, en cierto sentido, Somerset coincidía con Doe.Doe estaba harto de la falta de humanidad que la gente se veía obligada a afrontar, y Somerset pensaba lo mismo. La única diferencia residía en que Somerset había optado por escapar, mientras que Doe se había decidido por la gran confrontación. A su manera demencial, Doe había tomado el camino más valiente, según creía Somerset. No volvía la espalda a los problemas que veía, sino que intentaba cambiar las cosas de un modo tan espectacular que nadie podía ignorar.En el momento en que Somerset dejaba un cuaderno en la estantería y cogía otro, Mills entró en la habitación. Llevaba una caja de zapatos.—Tengo buenas y malas noticias —anunció.Somerset observó la caja de zapatos con aprensión, recordando la caja llena de muestras que habían encontrado en el apartamento de Victor Dworkin. Se preguntaba qué (o a quién) habría metido Doe allí dentro.—Empiece por las buenas. No quiero oír más cosas negativas ahora mismo —dijo Somerset.Mills levantó la tapa de la caja y le mostró el interior.Para sorpresa de Somerset, estaba llena de dinero en efectivo, fajos sueltos de billetes gastados, en su mayoría de cien y cincuenta dólares.—El líquido de Doe —comentó Mills—. Si ésta es su única fuente, ahora mismo debe de ir muy apurado.—Es posible —replicó Somerset con escepticismo.Doe planeaba las cosas meticulosamente; eso se veía en el modo que estructuraba sus asesinatos. Lo más probable era que tuviera una cuenta de reserva en alguna parte.—Bueno, ¿cuáles son las malas noticias?—Todavía no hemos encontrado huellas digitales. Ni una sola. O bien lleva guantes en casa o se las ha borrado con ácido.—Hay que seguir buscando —dijo Somerset—. ¿Ha conseguido unos cuantos hombres más ?—He llamado al capitán. Ha dicho que quiere venir y echar un vistazo antes de modificar la dotación de policías.—Esto es lo único que le hace falta ver —observó Somerset señalando las estanterías de los cuadernos—. Debe de haber unos dos mil, y tenemos que revisarlos todos.Creo que intenta decirnos algo.—¿Escribe algo acerca de los asesinatos?—No directamente. Al menos que yo sepa hasta ahora.—Bueno, ¿y qué dice?Somerset abrió el cuaderno por una página cualquiera y empezó a leer.—Somos marionetas enfermas, ridículas, y bailamos en un escenario pequeño y repugnante. Lo pasamos tan bien bailando, follando, sin preocupación alguna en el mundo. Sin saber que no somos nada. No somos lo que deberíamos ser. —Somerset pasó unas cuantas páginas—.Hoy en el metro un hombre se acercó a mí para entablar conversación. Aquel hombre solitario empezó a hablar de cosas sin importancia, del tiempo y otras cosas. Intenté ser amable y agradable, pero me empezó a doler la cabeza a causa de su banalidad. Apenas me di cuenta de lo que sucedía, pero de repente le vomité encima. No le hizo gracia, pero no pude evitar reírme.—Preferiría leer a Dante —comentó Mills.Somerset cerró el cuaderno.—No he encontrado ninguna fecha. Están colocados en la estantería sin orden aparente. Tan sólo son sus pensamientos plasmados en papel. Aunque tuviéramos a cincuenta hombres leyéndolos en turnos de veinticuatro horas, tardaríamos dos meses en revisarlos todos.Mills recorrió las estanterías con la mirada y meneó la cabeza.—La obra de su vida.Somerset sentía la necesidad de leerlo todo personalmente. Las ideas de Doe eran repugnantes, pero al mismo tiempo le intrigaban. A Doe le molestaban algunas de las mismas cosas que molestaban a Somerset. Tal vez leer los pensamientos de Doe le ayudaría a dilucidar los suyos, a descubrir qué lugar ocupaba en esta vida. Sin embargo, no se atrevía a explicárselo a Mills. No lo comprendería. Ni siquiera Somerset estaba seguro de comprenderlo él mismo.—¿Ha encontrado algo más ? —inquirió Somerset.—Sí.Mills sacó un par de bolsas de pruebas de debajo de la caja de zapatos. La primera contenía una fotografía de una rubia desaliñada de pie en una esquina por la noche. Bajo el maquillaje y el atuendo de puta, lo cierto era que resultaba bastante atractiva.—Hay fotos de ella colgadas en el baño, junto a las de las víctimas de Doe.Somerset contempló el rostro de la mujer y suspiró.Ocupar un lugar en la galería de Doe no era buena señal.—¿Sabe alguien quién puede ser? Parece una profesional.—Sea quien fuere, captó la atención de John Doe —repuso Mills meneando la cabeza y encogiéndose de hombros.—Llamemos por radio y consultemos a los de antivicio. A lo mejor ellos saben quién es. Quizá tengamos suerte y la encontremos con vida. ¿Qué más tiene?—Esto. Estaba en la mesa de Doe, junto con un montón de facturas y papeles.Somerset cogió la bolsa de plástico, que contenía un recibo rosado de la tienda de artículos de piel Wild Bill. En él figuraba la cantidad de quinientos dos dólares con sesenta y cuatro centavos. Alguien había escrito Confección a medida—Pagado al contado en la parte delantera del recibo.Somerset miró el reloj. Eran más de las once. Lo más probable era que Bill Wild hubiera cerrado hasta el día siguiente.Devolvió el recibo a Mills.—Mañana lo comprobaremos. De momento, váyase a casa y duerma un poco.—¿Usted también se va a casa?Somerset asintió mientras dejaba el cuaderno donde lo había encontrado.—Pero asegúrese de dormir con el teléfono entre las piernas, Mills. A John Doe lo han ahuyentado y, por desgracia, ahora está en la calle.Una hora más tarde, Somerset yacía en la cama y escuchaba el tictac del metrónomo mientras contemplaba fijamente la rosa de papel que sostenía en la mano. Sería una mala noche, lo presentía. Sabía que tardaría mucho en conciliar el sueño, y estaba demasiado cansado como para concentrarse en un libro. A menos que fuera uno de los cuadernos de John Doe. No podía dejar de pensar en algunas de las cosas que había leído. Doe era muy coherente a su manera retorcida, pero Somerset no quería que fuese coherente. Quería que Doe fuera un loco de atar. Sin embargo, no lo era. Se trataba de un hombre inteligente y algunas de sus quejas estaban muy justificadas.El zumbido de un radiocasete en la calle competía con el ritmo constante del metrónomo. El ruido lo estaba distrayendo. Se sintió tentado de salir y hacer añicos el maldito trasto. ¿Es que aquellos niñatos estúpidos no tenían la menor consideración? Pero Somerset sabía que no la tenían; por lo tanto ¿de qué le servía siquiera pensar en hacer algo? ¿Cómo se resuelve semejante problema? ¿Destrozándoles el radiocasete? O no, tal vez resultase más efectivo actuar como John Doe: destrozarlos a ellos. Por otro lado, otra opción era hacer lo que Somerset tenía planeado, es decir, escapar y dejar que aquellos animales crecieran y se multiplicaran, dejar que la ciudad se destruyera a sí misma mientras él cultivaba flores en el campo. Frotó la rosa de papel con fuerza, preguntándose si realmente era buena idea mareharse y olvidarlo todo.El ritmo martilleante del rap se iba extendiendo por su cerebro y le impedía pensar con claridad. Pero si no puedes pensar, entonces no eres humano, y si te arrebatan la humanidad, ¿qué queda? Un largo retroceso en la cadena evolutiva, eso es lo que queda. Maldita sea —pensó mientras se frotaba las sienes, no se puede renunciar—. Hay que afrontar algunas cosas. Si algo va mal, entonces va mal.Afróntalo. Soluciónalo.Somerset dejó caer la rosa sobre la mesilla de noche y retiró la ropa de cama. Se dirigió al armario en busca de unos pantalones, resuelto a enseñar modales a aquellos niñatos de mierda. Se subió la cremallera de los pantalones, se puso unos zapatos y, de forma inconsciente, cogió el arma y la pistolera del escritorio y empezó a ponérselas encima de la camiseta. Se detuvo en seco cuando vio su imagen en el espejo. Empezó a respirar con dificultád mientras la frente se le cubría de sudor frío.Pero ¿qué narices me pasa? —pensó—. ¿Qué iba a hacer? ¿Dispararles? ¡Por el amor de Dios! ¿Se estaba convirtiendo acaso en un John Doe?En aquel momento sonó el teléfono, y Somerset dio un respingo. Se quitó la pistolera a toda prisa y descolgó el auricular a mitad del segundo timbrazo.—¿Diga ?El metrónomo seguía sonando.—¿William? Hola, soy Tracy.Somerset miró el despertador. Era más de medianoche.—Tracy, ¿sucede algo ?—No, no. Todo va bien.— Dónde está David?—En la ducha. Siento llamarle a estas horas.—No importa. Estaba despierto.Somerset se sentó en el borde de la cama.—Necesito..., necesito hablar con alguien, William. ¿Podemos encontrarnos en alguna parte? ¿Quizá mañana por la mañana?Somerset se cambió el auricular de oreja.—No lo entiendo, Tracy. Parece preocupada.—Me siento muy estúpida, pero usted es la única persona a la que conozco aquí. No tengo a nadie más.—La ayudaré en lo que pueda, Tracy.No sabía con seguridad adónde quería ir a parar la joven.—Entonces, ¿puede escaparse un rato mañana? Sólo un ratito, para que podamos hablar.—No lo sé, Tracy. Este caso nos tiene muy ocupados.No imaginaba por qué lo habría llamado a él precisamente. ¿En qué podía él ayudarla?—Bueno, si puede escaparse, llámeme, por favor. Por favor. David acaba de salir de la ducha. Tengo que colgar.Buenas noches —se despidió antes de colgar.Somerset colgó el auricular y se quedó mirando el metrónomo. Seguía sonando. Afuera, el radiocasete no cesaba de retumbar.La llamada de Tracy lo mantuvo inquieto durante toda la noche, de modo que a la mañana siguiente la llamó y quedó con ella muy temprano en la cafetería Parthenon, a la vuelta de la esquina de la comisaría. Cuando Somerset llegó, el local estaba abarrotado de empleados de oficina que gritaban para que les sirvieran más deprisa y así llegar a tiempo al trabajo. Tracy estaba sentada en un reservado junto al ventanal, y contemplaba con aire triste el vapor que ascendía desde su taza de café. Somerset se sentó frente a ella.—Buenos días —la saludó.Tracy alzó la vista y parpadeó, percatándose de repente del lugar donde se hallaba.—Ah... William. Hola —repuso con una sonrisa forzada.Somerset llamó por señas a Dolores, la camarera malhumorada que siempre le servía. La mujer ya sabía qué servirle: café y un panecillo con mantequilla.—¿Y bien? ¿Qué le sucede, Tracy?—No... no sé por dónde empezar —murmuró Tracy con un suspiro.—Bueno, empiece por lo que le ronda por la cabeza ahora mismo. Ya llegará a lo que realmente le preocupa.Quería mostrarse positivo y comprensivo, pero estaba fingiendo. John Doe era su máxima prioridad, y quería volver a la comisaría lo antes posible. Tenía mucho que hacer.—Usted conoce esta ciudad —dijo Tracy por fin—.Lleva mucho tiempo aquí, y yo no.Somerset asintió con un gesto, en un intento de mostrarse compasivo.—Puede llegar a ser un lugar muy duro.—No duermo muy bien desde que nos trasladamos.No me siento segura. Ni siquiera en casa.Somerset volvió a asentir. No sabía qué decirle. Tal vez el egoísta de su marido debería haberle consultado su opinión antes de llevarla a la ciudad.Se produjo un silencio incómodo. Somerset miró el reloj de Tracy. Se estaba haciendo tarde. Tenía que regresar al trabajo.La camarera llegó con el desayuno. Somerset se concentró en verter la leche y el azúcar en el café, así como en retirar la mantequilla sobrante del panecillo. Estaba esperando a que Tracy fuera al grano, pero ella seguía vacilando, buscando las palabras adecuadas.—Me siento un poco raro aquí con usted —dijo Somerset por fin—, sin que David lo sepa.—Lo siento; es que tenía que hablar con...Se oyó un fuerte golpe en la ventana. Somerset levantó la mirada y vio a dos mocosos que vestían aquellos chaquetones típicos de negros y sudaderas con capucha. Uno de ellos agitaba la lengua, y el otro mantenía la suya apretada contra el vidrio. Somerset los reconoció; formaban parte de la pandilla del radiocasete que siempre se apalancaba delante de su casa. No sabía si lo habían reconocido a él, porque era a Tracy a quien miraban. Sacó la placa y la sostuvo ante la ventana. Los pillos retrocedieron y mascullaron algún insulto.Uno de ellos le dedicó un gesto obsceno con el dedo y el otro escupió al cristal. Por fin se alejaron, riendo como hienas.—La juventud urbana —murmuró Somerset asqueado.Tracy intentó sonreír.—Un ejemplo perfecto. Ahora ya entiende por qué estoy nerviosa.—A veces hay que cerrar los ojos, Tracy. Bueno, casi siempre.Tracy tomó un sorbo de café; le temblaba la mano.—No sé por qué le he pedido que venga.Somerset removió el café. Creía saber por qué Tracy lo había llamado.—Hable con él de ello —le aconsejó—. La entenderá si le cuenta lo que siente.—No puedo ser una carga, sobre todo ahora —explicó la joven—. Sé que acabaré por acostumbrarme a esto. Supongo que le he llamado porque quería saber qué pensaba alguien que vive aquí. El ambiente de Springfield es completamente distinto. Me falta perspectiva. —Hizo una pausa para beber un poco más de café—. No sé si David se lo ha contado, pero soy maestra de quinto curso... o al menos lo era.—Sí, me lo dijo.De repente, Tracy pareció estar a punto de estallar en sollozos; el labio inferior le temblaba.—He ido a algunas escuelas para buscar trabajo, pero aquí las condiciones son... horribles.—¿Lo ha intentado en las escuelas privadas ?Tracy meneó la cabeza y se enjugó los ojos con una servilleta de papel.—No sé...—Tracy... —Esperó hasta que ella lo miró a los ojos—.¿Qué es lo que la preocupa realmente ?El labio empezó a temblarle de nuevo.—David y yo... vamos a tener un hijo.Somerset se reclinó en su asiento y lanzó un suspiro de alivio. Había estado convencido de que le diría que iba a divorciarse. Se alegraba por ella, por los dos. Pero después de pensar en ello unos instantes, también sintió tristeza. Traer a un niño al mundo era algo que siempre se había negado a sí mismo. Tal vez habría salvado sus matrimonios, pero no se lo imaginaba, no en la ciudad. La ciudad convertía a los niños en desgraciados y pequeños delincuentes, si no en cosas peores.—Tracy..., tengo que decirle que... yo no soy la persona adecuada para hablar de ello.—Odio esta ciudad —prosiguió ella.Somerset sacó un cigarrillo y estuvo a punto de encenderlo, pero al mirar a Tracy renunció. El embarazo aún no se le notaba, pero el bebé no necesitaba humo de segunda mano. Miró por la ventana, sin dejar de preguntarse por qué Tracy se lo habría contado a él. ¿Estaría pensando en abortar? ¿Era ése el problema?—Tracy, si está pensando en... —Exhaló un profundo suspiro antes de atacar—. He estado casado dos veces —explicó—. Michelle, mi primera esposa, quedó embarazada.Sucedió hace mucho tiempo. Tomamos la decisión juntos...sobre lo de quedarnos con el bebé. —Bajó la mirada hacia el café para no encontrarse con los ojos de Tracy—. Bueno, pues una mañana me levanté y salí a trabajar. Habría sido un día como otro cualquiera, de no haber sabido lo del bebé.Y... de repente me invadió un miedo extraño. Era la primera vez que sentía aquello. Me dije: ¿Cómo voy a criar a un niño rodeado de todo esto? Por Dios, ¿cómo puede crecer un niño aquí? Así que me fui a casa y le dije a Michelle que no quería tener el hijo. Durante las semanas siguientes le comí el coco una y otra vez. La convencí de que era un error tener un hijo aquí. Poco a poco le quité la idea de la cabeza...—Pero yo quiero tener hijos, William.A Somerset se le formó un nudo en la garganta.—Lo único que puedo decirle, Tracy, es que todavía estoy seguro de que tomé la decisión correcta. Lo sé. He visto a demasiados niños destrozados aquí. Sin embargo, no pasa un día sin que desee haber tomado la decisión contraria.—Alargó la mano por encima de la mesa y tomó la de Tracy— Si... no tiene a su hijo, si decide no tenerlo, entonces no le cuente a David que está embarazada. Se lo digo en serio. Nunca. Le garantizo que si lo hace su relación se marchitará y morirá.Tracy asintió y los ojos se le inundaron de lágrimas.—Pero si decide tener el niño —prosiguió Somerset intentando sonreír—, entonces cuénteselo a David tan pronto como esté absolutamente segura. Dígaselo de inmediato, y cuando nazca el niño mímelo en todo momento. —Ella se enjugó los ojos—. Es el único consejo que puedo darle.—William...En aquel instante se activó su busca. Lo sacó del bolsillo y leyó el número que indicaba la pantallita digital. Era su número en la comisaría. En realidad, el número de Mills.—Perdone, ahora vuelvo.Salió del reservado y encontró un teléfono en la pared que separaba los lavabos de hombres de los de mujeres. Introdujo una moneda de veinticinco centavos en la ranura y marcó el número. Sonó una sola vez.—Detective Mills —saludó el joven.—Soy yo. ¿Acaba de enviarme un mensaje?—Sí. ¿Dónde coño está? Creía que íbamos a comprobar lo de la tienda de artículos de piel a primera hora.—Y lo vamos a hacer —repuso mientras consultaba su reloj—. Quedamos allí a las nueve.—Eh, ¿se encuentra bien? —preguntó Mills—. Tiene una voz rara.Somerset tosió y se sorbió la nariz —Creo que he pillado un catarro.—Ah.—Hasta ahora.—Vale.Somerset colgó y regresó a la sala. Tracy le dedicó una sonrisa cuando volvió a sentarse.—Gracias por escucharme —dijo la joven.Somerset sacó unos cuantos dólares y los dejó sobre la mesa.—Tengo que irme corriendo, Tracy. El deber me llama.Tracy le aferró la mano antes de que pudiera irse.—Prométame que seguiremos en contacto cuando se haya ido. Por favor.—Claro, se lo prometo.Asintió con un gesto, la saludó con la mano y se dirigió hacia la puerta. No pudo decir nada más. El nudo que se le había formado en la garganta le impedía hablar.CAPÍTULO 19
La tienda de artículos de piel Wild Bill se hallaba junto al Hog Shop, el concesionario local de Harley Davidson.
Wild Bill suministraba material a los motoristas. Su abundante mercancía colgaba de las paredes y del techo, con lo que la pequeña tienda ofrecía cierto aire selvático. Había gruesos cinturones y muñequeras de cuero con hileras de tachuelas plateadas; chalecos de cuero con insignias de motoristas en la espalda; cazadoras de motoristas, jarreteras con flecos, abrigos largos de cuero, botas pesadas de puntera cuadrada, gorras puntiagudas y sombreros vaqueros de piel, látigos de cuero e incluso algunas fustas de montar con mango de diamantes falsos y puntas erizadas. El único rasgo agradable del establecimiento de Wild Bill era la fragancia a cuero.Somerset estaba de pie ante la urna de cristal que protegía la caja registradora, Mills se hallaba junto a él y Wild Bill estaba detrás del mostrador. Wild Bill tenía una barriga enorme que le sobresalía entre los flancos del chaleco de cuero, los dientes rotos, el cabello gris y enmarañado recogido en una cola mal hecha y numerosos tatuajes que le cubrían ambos brazos. Era la clase de tipo que daba mala reputación a los blancos pobres.—¿Y dice que lo recogió anoche? —preguntó Mills—.¿Está seguro ?—Sí. Esas cosas no se olvidan.Señaló con la cabeza la fotografía Polaroid que había sobre el mostrador y sonrió enseñando dos hileras de dientes rotos y amarillentos.Somerset evitó mirar otra vez la fotografía. Le revolvía el estómago. ¿Quién podría imaginar algo tan espantoso?Lo único en que podía pensar era en que alguien lo utilizara con Tracy. Desde la conversación que había mantenido con ella aquella mañana, lo único en que podía pensar era en que alguien pudiera hacer daño a Tracy, al bebé. Miró a Mills y se sintió raro al pensar que había sabido lo del niño antes que él.Mills sacó el boceto de John Doe que había hecho el dibujante de la policía.—¿Es él?Wild Bill cogió el dibujo y asintió con aire pensativo mientras lo contemplaba.—Sí, es John Doe —replicó—. Un nombre fácil de recordar. Imaginé que sería uno de esos artistas de performance. Eso es lo que pensé cuando me dijo lo que quería.Ya sabe, esos tipos que suben al escenario, mean en un vaso y luego se lo beben. Performance. Uno de ésos, vaya.—Cogió la Polaroid para admirar su obra—. Pero creo que se lo dejé demasiado barato. Esto salió mejor de lo que pensaba. ¿A usted qué le parece?Sostuvo la foto en alto para que Mills la viera.Mills la retiró a un lado.—Déjelo, ¿quiere ?—Esto es pura artesanía —exclamó Wild Bill con aire ofendido—. No todo el mundo puede hacer algo así.—Está orgulloso de ello, ¿verdad? —terció Somerset.—Pues claro que sí, maldita sea. Ya sé lo que está pensando, pero créame, esto no es lo más raro que me han pedido. He hecho cosas mucho peores. Pero si es lo que quiere el cliente...Wild Bill se encogió de hombros, como dando a entender que él no podía hacer nada al respecto. Somerset se preguntó si se mostraba tan generoso en el caso de que alguien intentara probar una de sus creaciones con él.—¿Le dijo John Doe para qué iba a usar esto ? —inquirió Mills—. ¿Dijo algo relacionado con eso?—No, no dijo gran cosa...El aullido de una sirena interrumpió la frase de Wild Bill, y el hombre abrió los ojos de par en par con expresión asustada. Por lo visto había vivido algunas experiencias desagradables con la policía. Un coche patrulla se detuvo junto al bordillo, sin apagar la sirena ni la luz parpadeante.Un agente uniformado saltó del asiento del acompañante y corrió hacia la puerta. La abrió y se detuvo en el umbral, sobre el picaporte.—Teniente —empezó mirando a Somerset—, tenemos otro.Somerset se quedó estupefacto, planchado por la noticia, pero lo cierto era que no le sorprendió. Sabía que volvería a suceder. Arrancó la Polaroid de la mano de Wild Bill y se dirigió hacia la puerta.—Volveremos para seguir hablando con usted.—¡Eh, mi foto! Es la única que tengo.—Pues qué suerte —replicó Somerset mientras salía seguido a escasa distancia por Mills.—¡Cerdos de mierda! —les gritó Wild Bill.Toda la fachada de la sauna Hot House estaba pintada de rojo, tanto la puerta principal, los ladrillos, la puerta de emergencia y todo lo demás, pero al estar encajada en una manzana entera de cines porno horteras e iluminados con luces de neón, lo cierto era que no destacaba demasiado.Había varios coches patrulla aparcados de cualquier modo ante el local, y las luces giratorias parpadeaban. Los policías uniformados hacían lo que podían para mantener el control, pero no se trataba de una tarea fácil.Una corriente constante de hombres, mujeres y travestidos salían escoltados de la sauna Hot House para entrar en un furgón policial entre los abucheos y gritos de una multitud de vecinos que sacudían los puños y escupían a los policías. La escena recordaba al populacho de la Revolución francesa.Avanzando de lado, Mills se abrió paso entre la muchedumbre; Somerset le pisaba los talones. En el interior, una taquilla de plexiglás reforzada con barrotes de acero se erigía junto a una puerta metálica roja con una cerradura electrónica que se controlaba desde la taquilla. La puerta estaba abierta de par en par, pero el hombre calvo y gordo que se hallaba en el interior de la jaula de plexiglás no quería salir de ella. Un agente uniformado golpeó el vidrio con la porra, a punto de perder la paciencia con el gordo de cara de rata. Mills se preguntó medio en broma si tendría algún parentesco con Wild Bill. Ambos tenían un aire de roedor.El policía uniformado volvió a golpear el vidrio.—¡He dicho que salga de la puta taquilla! ¡Ahora mismo !—¡Espere! —gruñó el hombre—. ¡Ya saldré! ¡Espere un momento! ¡Saldré cuando lo tengan todo controlado!Otro agente intentaba obtener una declaración del hombre a través del vidrio.—Déjeme hablar con él un rato —pidió al agente de la porra mientras bajaba la cabeza hacia los orificios de comunicación—. ¿Ha oído gritos? ¿Ha visto algo? ¿Cualquier cosa que le pareciera extraña?—No —contestó el hombre.Permaneció sentado con los brazos cruzados, como una rana gigantesca sobre la hoja de un nenúfar.—¿Ha visto entrar a alguien con un paquete bajo el brazo ?—Todo el mundo que entra aquí lleva un paquete debajo del brazo —resopló el hombre—. Algunos tipos traen maletas llenas de cosas. ¿Y dice que si he oído gritos? No paran de gritar allá atrás. Es de lo que va esto, amiguito.El agente uniformado le lanzó una mirada asesina.—¿Le gusta su forma de ganarse la vida, amigo? ¿Le gustan las cosas que ve?—No, no me gusta. Pero así es la vida, ¿no ? —replicó el gordo con una sonrisa torva.Mills y Somerset cruzaron la puerta metálica en el momento en que sacaban a un hombre que vestía un corsé de cuero. Si hubiera llevado traje habría tenido aspecto de banquero respetable.En el interior, el pasillo estaba pintado de rojo y las bombillas desnudas que pendían del techo tornaban el ambiente aún más rojizo. El estruendo ensordecedor del heavy metal azotó los oídos de Mills. Tenía grabado en la memoria el dibujo del infierno de Dante que adornaba su ejemplar de bolsillo.—¿Detectives ?Un policía de aspecto aturdido, embutido en una camisa de manga corta empapada en sudor, les hizo señas desde el otro extremo del pasillo.—Por aquí.El policía los condujo a través de un laberinto de pasadizos de color rojo deslumbrante hasta una estancia iluminada por un foco que parpadeaba desde el techo. No había ninguna otra luz en la habitación a excepción del brillo rojo que procedía del pasillo. El policía sudoroso se detuvo en el umbral.—Por fin hemos logrado reducir al sospechoso. Pero no quiero volver a entrar. Me quedaré aquí por si me necesitan.Mills entró en la estancia con cautela, desorientado por el foco parpadeante. La música retumbaba al mismo volumen en el interior. Dos enfermeros rodeaban al sospechoso, un hombre desnudo de complexión nervuda, cabello gris oscuro y unos cincuenta y cinco años de edad que llevaba una sábana enrollada alrededor de las caderas. Tenía las manos esposadas a la espalda y estaba histérico. Uno de los enfermeros luchaba por mantenerle la cabeza quieta, mientras el otro intentaba alumbrarle los ojos con una linterna.Sobre la enorme cama que había en el centro de la habitación se veía la silueta contorsionada de un cuerpo bajo una sábana sobre la que destacaba una mancha de sangre del tamaño de una pizza. Una parte del cabello rubio de la víctima sobresalía por el extremo de la sábana. Por alguna razón, a Mills le recordó el cabello de Tracy, y aquel pensamiento lo enfureció. ¿Por qué iba a recordarle cualquier cosa de aquella pocilga a su mujer?—¡M...me obligó a hacerlo! —tartamudeó el hombre desnudo intentando zafarse de los dos enfermeros.—¡Tranquilo, amigo! —le indicó el enfermero de la linterna—. Tengo que echarle un vistazo. Es por su propio bien, gilipollas.En la pared que se alzaba tras la cama, alguien había rascado la pintura roja para escribir la palabra LUJURIA. A Mills le temblaron las manos mientras contemplaba el mensaje. Le entraron ganas de propinar una patada a algo mientras se acercaba a la cama para examinar a la víctima.—Le aseguro que no le va a apetecer mirar más de una vez —le advirtió el otro enfermero.—¡Tenía una pistola! —gritó el hombre desnudo—.¡Me obligó a hacerlo!Somerset ya había levantado la sábana e hizo una mueca al contemplar el espectáculo. Mills miró por encima de su hombro y quedó desconcertado en el primer momento. La parte superior del tronco de la muerta no mostraba señal alguna, no se apreciaban cortes ni cardenales en el rostro...Pero entonces se aproximó más y vio su entrepierna y el estómago vuelto del revés. Somerset bajó la sábana.—Eso es el enchufe —dijo el enfermero de la linterna—.Ahora eche un vistazo a la clavija.Retiró la sábana que cubría las caderas del hombre. Llevaba un artilugio muy sofisticado atado a los genitales, un consolador con correas coronado por la hoja de un cuchillo de carnicero. Las puntadas del pene achaparrado de cuero que sujetaban el cuchillo le recordaron a Mills los restos de un miembro amputado. Sobre la hoja se apreciaba sangre seca.Unas correas anchas de cuero blanco rodeaban la cintura y los muslos del hombre. Estaban atadas con fuerza, hincadas en su carne para evitar que el maldito trasto se soltara.Somerset sacó la fotografía Polaroid que se había llevado de la tienda de artículos de cuero. Era el mismo consolador asesino, la obra maestra de Wild Bill.El primer enfermero estaba llenando una jeringa a la luz de la linterna.—No queremos quitárselo hasta que lleguen los de la oficina del forense. Siempre se cabrean si tocamos las pruebas.—Quítenmelo —suplicó el hombre desnudo—. ¡Quítenmelo, por favor!El enfermero de la jeringuilla llamó por señas al policía sudoroso para que le ayudara a sujetar al hombre desnudo mientras le inyectaba un sedante.—¡Quítenmelo! ¡Diosmío,porfavor! ¡Porfavor!Mills no lo resistió. A toda prisa se puso unos guantes de látex y se agachó junto al hombre.—Sujételo —ordenó al policía—. Yo asumo la responsabilidad si los de la oficina del forense dicen algo.Empezó a desatar las correas, pero estaban tan apretadas que pellizcaron la piel del hombre mientras lo liberaba.Cuando por fin logró quitarle el artilugio, varios surcos de color rojo intenso señalaban el lugar donde había llevado el artefacto. Mills percibió el peso de aquel horrible objeto en sus manos. Era brutal y pesado; no quería sostenerlo. Lo dejó al pie de la cama, junto a la víctima.El cuerpo del hombre empezó a relajarse entre los brazos del agente uniformado, pero era evidente que luchaba contra el sedante, pues parpadeaba y movía los labios sin cesar en un intento por seguir hablando.—Di...dijo... m—m—me preguntó si estaba casado. Llevaba una p—pistola.Somerset se acercó algo más y se agachó para poder ver el rostro del hombre.—¿Dónde estaba la chica ?—¿La chica? ¿Q...qué quiere decir?—¿Dónde estaba la prostituta? ¿Dónde estaba?—E—e—estaba en la cama. Estaba s—s—sentada en la cama.—¿Quién la ató ? —preguntó Somerset—. ¿Usted o él ?—¡Tenía una pistola! —chilló el hombre—. ¡Tenía una pistola! El lo provocó. Me obligó a hacerlo. —El hombre prorrumpió en sollozos y se encogió—. Me obligó a ponerme ese... esa cosa. ¡Dios mío! M—m—me obligó a llevarlo y... y me dijo que me la tirara. Me había metido la pistola en la boca. —El hombre se desplomó hacia adelante cuando el policía y el enfermero lo soltaron por fin—. ¡Tenía la pistola metida hasta la garganta, joder! —gritó.Mills sintió ganas de vomitar. Recordaba el sabor de la pistola de Doe en su boca después de que el asesino le golpeara en la cara en aquel callejón. Apartó la vista y se volvió hacia la cama. La palabra LUJURIA parecía desafiarle. Sacó el cuaderno de notas y pasó las hojas hasta llegar a la que tenía anotados los siete pecados capitales.Otro más —pensó mientras sus manos temblorosas agitaban el papel—. Otro más que podemos tachar. Sólo quedan tres: envidia, ira y orgullo. ¡Mierda!Bajó la mirada hacia la mancha de sangre que seguia extendiéndose y el consolador asesino.¿Y ahora qué pasará? —se preguntó enfurecido y asqueado—. Por el amor de Dios, ¿qué más pasará?CAPÍTULO 20
Un bar de aficionados a todo tipo de deportes no respondía al concepto que Somerset tenía de un buen local, pero después del día que Mills y él habían pasado, un lugar lleno de policías y actividad se le antojaba más adecuado que los antros tenebrosos que solía frecuentar. El Winner's Cirele Saloon era más grande que un supermercado y estaba repleto de juegos, desde minicanchas de baloncesto y hockey hasta plataformas de bateo, mesas de billar, dardos e incluso una pista de sumo donde los participantes se ponían trajes hinchables y se atacaban hasta que uno caía de espaldas al suelo y ahí se quedaba, indefenso como una tortuga vuelta del revés. Cada centímetro del espacio aparecía decorado con trofeos, placas, lazos y banderolas. Somerset y Mills estaban sentados en la barra, con una jarra de cerveza ante ellos.
Somerset bebió un sorbo de una copa helada.—Cuando llegaba a casa, mi viejo me contaba historias macabras de crímenes —contó—. Los asesinatos de la calle Morgue, Té verde, de Le Fanu, cosas así. Mi madre lo ponía de vuelta y media porque me tenía despierto hasta las tantas.—Da la impresión de que su padre quería que usted siguiera sus pasos —comentó Mills, inclinado sobre su cerveza.De repente, Somerset se preguntó si Mills estaba al corriente de que él sabía lo del embarazo de Tracy. Pero ¿cómo iba a saberlo? Habían estado juntos todo el día, y Tracy no se lo habría contado por teléfono. Mills no podía saberlo.Somerset dejó la copa sobre la barra.—Una vez, mi padre me regaló mi primer libro nuevo de tapas duras por mi cumpleaños. Era El siglo del detective, de Jurgen Thorwald. Explicaba la historia de la deducción como ciencia y decidió mi destino porque era real, no ficticio. El hecho de que una gota de sangre o un cabello pudieran resolver un crimen me parecía increíble.Sirvió más cerveza a Mills y luego se llenó la copa. Percibía que Mills estaba muy tenso por el asunto de John Doe y quería que se relajara, que adquiriera cierta perspectiva antes de que el caso lo volviera loco.—¿Sabe? Aquí no habrá un final feliz. Es imposible.—Si lo atrapamos tendremos un final lo suficientemente feliz —replicó Mills.—No. Deje de pensar en el caso en términos del bien contra el mal. Las cosas no funcionan así.—¿Cómo se atreve a decir eso? ¡Sobre todo después de lo que ha pasado hoy!—Escuche. Un hombre pega a su mujer hasta dejarla hecha papilla, o una mujer acribilla a su marido a tiros.Limpiamos la sangre de las paredes y encarcelamos al asesino, pero ¿quién gana en definitiva? Digamelo.—Pues uno hace su trabajo...—Pero no hay victoria —insistió Somerset.Mills cogió su jarra de cerveza.—Uno observa las leyes y hace lo que puede. Es lo único que se puede hacer.—Si atrapamos a John Doe y resulta que él es el diablo, que es el mismísimo Satanás, tal vez eso esté a la altura de nuestras expectativas. Pero no es el diablo. No es más que un hombre.—¿Por qué no cierra el pico un rato? —sugirió Mills lanzándole una mirada fulminante—. No para de refunfuñar y quejarse por todo. Qué, ¿acaso cree que me está preparando para los malos tiempos? Pues no. Se marcha dentro de nada. Yo soy el que se queda aquí para luchar.Una fotografía de Mohamed Ali cuando era joven captó la atención de Somerset.—Pero ¿por quién está luchando? La gente ya no quiere adalides. La gente sólo quiere jugar a la lotería y comer hamburguesas con queso.—¿Qué es lo que quiere? ¿Convencerme para que deje de trabajar aquí? ¿Quiere que me escape al campo con usted?Sí, pensó Somerset. Por el bien de su hijo.—Por el amor de Dios, teniente, es posible que no sea asunto mío, pero ¿cómo narices ha acabado así? ¿Eh?Somerset bebió un trago y reflexionó.—No ha sido una cosa concreta lo que me ha trastocado, por si es eso lo que cree. Es sólo que... no puedo vivir en un lugar donde la apatía se acepta y fomenta como si fuera una virtud. Ya no lo aguanto más.—Lo cual significa que es usted mejor que todos los demás, ¿no? Porque tiene principios más elevados.—Se equivoca —negó Somerset—. Mi problema es que comprendo a la perfección la situación de todo el mundo. La comprendo demasiado bien. Pero me niego a aceptar la apatía. Por desgracia, es lo único que funciona de verdad en lugares como éste. Piense en ello. Es mucho más fácil dejarse llevar por las drogas que afrontar la vida; es más fácil robar algo que ganárselo; es más fácil pegar a un niño que educarlo porque realmente cuesta mucho amar y cuidar.—Está hablando de personas mentalmente enfermas, de personas que...—No, no es verdad. Estoy hablando de la vida cotidiana, de personas normales que intentan seguir adelante, de personas como usted y como yo. No puede permitirse el lujo de ser tan ingenuo, Mills.Mills dejó la cerveza sobre la barra con un golpe.—¡Váyase a la mierda! ¡Escúchese! Me está diciendo que el problema de la gente es que a nadie le importa nada, así que a usted tampoco puede importarle nada. Eso es una parida, tío. No tiene ningún sentido, ¿y quiere saber por qué?—¿Y a usted le importan las cosas ? —lo atajó Somerset.—Pues claro que sí, joder.—¿Y usted, David Mills, va a cambiar las cosas ?Mills se volvió hacia Somerset.—Sí, aunque a lo mejor a usted le parece una ingenuidad. ¿Y sabe una cosa? No creo que se marche porque crea en las cosas que dice. Tengo la impresión de que quiere creerlas porque así se siente mejor. Se siente justificado.Quiere que yo esté de acuerdo con usted. Sí, tiene toda la razón del mundo, teniente. Esto es una mierda. Vámonos a vivir a una puta cabaña de troncos en el bosque. Bueno, pues no estoy de acuerdo con usted. No puedo permitírmelo, porque yo me quedo. —Se levantó del taburete y arrojó un par de billetes sobre la barra—. Gracias por la cerveza.Se dirigió a grandes pasos hacia la puerta.Dos tipos blancos con panza de cerveza, sudaderas y gorras de béisbol que estaban al otro extremo de la barra lo siguieron con la mirada. Somerset no era consciente de que habían estado gritando. El camarero también lo observaba fijamente. Somerset sacó un cigarrillo e intentó encenderlo, pero el maldito mechero no prendía. Por fin lo logró, pero la mano le tembló al intentar mantener fija la llama.¡Maldito cabezota de mierda!, pensó. Mills iba a joderse la vida de mala manera. Y no sólo la suya, sino también la de Tracy y la del bebé. Mills estaba emprendiendo el mismo camino inútil que Somerset ya había recorrido.Somerset intentó levantar la jarra, pero las manos le seguían temblando. En su interior oía el ritmo constante del metrónomo mientras intentaba calmarse como hacía en su casa. Tic... tic... tic... Pero no le sirvió de nada. En el bar había demasiado ruido, con toda esa gente jugando a todos esos juegos, discutiendo sobre deportes o intentando ligar con mujeres que flirteaban con los hombres, gente engañándose a sí misma, apostando creyendo que iban a ganar.Cogió la copa y se dirigió a las dianas que había al otro extremo del local. Se las quedó mirando y se concentró en una de ellas, intentando apartar de sí todo pensamiento a excepción del sonido del metrónomo.Tic... tic... tic...Tiró a la diana, prestando menos atención a su puntería que al ritmo, acelerando hasta que los golpes coincidieron con el tic de su mente, un tac en la diana por cada tic del metrónomo. Tic, tac... tic, tac..., tic, tac...Somerset siguió lanzando sin pensar. Tic, tac..., tic, tac..., tic, tac...—Eh, oiga —lo llamó el camarero.Estaba inclinado sobre la barra con expresión algo nerviosa.—¿Qué ? —replicó Somerset.Tenía la frente bañada en sudor y no deseaba que lo molestaran en aquel momento.—¿No cree que podría utilizar dardos en lugar de... ?—preguntó el camarero señalando la diana con la cabeza.La navaja de Somerset estaba clavada en el corcho justo debajo del blanco.¡Dios mío!, pensó mientras la retiraba a toda prisa y se la guardaba. Ni siquiera se había dado cuenta de que la había sacado. Aferró el mango de nácar. Las manos todavía le temblaban.CAPÍTULO 21
Mills sentía pinchazos en la cabeza cuando llegó a casa aquella noche, pero no a causa de la cerveza. Seguía cabreado con Somerset y su maldito sermón mientras atravesaba el salón con el mayor sigilo posible. Si Somerset tenía todas las putas respuestas, ¿entonces por qué era un desgraciado ? ¿Qué coño pretendía al decirle a los demás cómo debían vivir su vida, cuando la suya era un completo desastre? ¿Qué clase de persona huye de sus problemas?
Pues la que no puede afrontarlos, eso es. Así que él no era nadie para hablar.Mills se dirigió a tientas hasta la mesa del comedor, iluminado débilmente por la luz de las farolas. Retiró una de las sillas, se sentó y empezó a sacarse los zapatos. Mojo, el perdiguero dorado, se acercó a su pierna para que le rascara la cabeza. Mills obedeció y le agitó las orejas, pero Mojo no reaccionó meneando la cola, como solía hacer. El perro parecía deprimido, observó Mills. O tal vez sólo cansado.Mills dejó los zapatos bajo la mesa y se dirigió al dormitorio, avanzando cuidadosamente con sus pies embutidos en los calcetines y deseoso de que los tablones de madera no crujieran tanto. Se desnudó procurando no despertar a Tracy y dejó la ropa sobre una silla. Se despojó de los calzoncillos y les propinó una patada antes de deslizarse entre las sábanas hasta el cuerpo de Tracy, para sentir la calidez de su mujer contra su piel. Se cubrió los hombros con la sábana y avanzó el rostro hasta encontrar el de Tracy; entonces la besó, primero en la frente y luego en la mejilla. No quería despertarla él, sino que se despertara ella misma.Gracias al cabrón de Somerset se sentía demasiado tenso como para conciliar el sueño. Deslizó el brazo bajo la nuca de Tracy y la abrazó mientras volvía a besarla en la cara.—Cariño... —murmuró ella medio dormida.—Chist —la tranquilizó Mills acariciándole la mejilla—. Duérmete.—¿Qué pasa ? —preguntó Tracy.—Nada... —Se quedó mirando la silueta de su perfil—.Te quiero.Tracy emitió un gemido y se giró para abrazarlo.Mills cerró los ojos, diciéndose a sí mismo que nunca acabaría como Somerset porque tenía a Tracy. Si Somerset tuviera a alguien como Tracy, nunca se habría vuelto así.Podía ser un maldito sabelotodo, pero no tenía a Tracy.Sólo él, David Mills, tenía a Tracy...Mills no tardó en quedarse dormido, abrazado con fuerza a su mujer.El primer timbrazo del teléfono lo golpeó como un martillo gigantesco. Mills se incorporó con el corazón desbocado.Desde los pies de la cama, Mojo ladró y Lucky gruñó.Tracy tenía las uñas clavadas en el antebrazo de Mills.—¡David! ¿Qué pasa?Mills alargó el brazo y descolgó el auricular antes de que volviera a sonar.—¿Diga?—Lo he vuelto a hacer.La sangre se le heló en las venas.Se sentía sucio por el mero hecho de sostener el auricular junto al oído. Conocía aquella voz estridente. Pertenecía a John Doe. tDe dónde coño había sacado su número?Mills se volvió hacia Tracy. El corazón seguía latiéndole con violencia.—¿Doe? ¡Doe! ¿Sigue ahí? ¡Hábleme!—No, no soy Doe, soy yo —dijo Somerset desde el otro extremo de la línea—. Era una grabación.—Pero ¿qué cojones le pasa, Somerset? —gritó Mills enfurecido antes de mirar el despertador que se hallaba sobre la mesita de Tracy: las 4:38.—Hace unos veinte minutos he recibido una llamada del agente que está de guardia en el piso de Doe. Doe ha llamado a su propio teléfono y ha dejado ese mensaje. Habíamos intervenido su teléfono por si acaso.Mills retiró las sábanas y se sujetó la cabeza. Estaba hecho una piltrafa; demasiada cerveza y demasiadas pocas horas de sueño.—¿Es lo único que ha dicho ?—Sí. Y además hemos encontrado otro cadáver. Orgullo.—Oh, mierda...Tracy se había incorporado sobre los codos. Parecía inquieta y angustiada.—Mire, Mills, usted quiere librar la batalla, así que voy a librarla con usted. Muévase y venga de inmediato.—Eh, oiga, no hace falta que me haga ningún favor, Som...—Basin Avenue, mil setecientos, apartamento 5G.—Un momento...Pero Somerset ya había colgado.—David —dijo Tracy—, ¿qué es lo que pasa?Su voz tenía un matiz aterrado.Mills se dirigió cojeando al cuarto de baño.—Ojalá lo supiera —masculló—. Ojalá lo supiera.Cuando Mills llegó al apartamento 5G, de Basin Avenue,1.700, los de la oficina del forense ya habían puesto manos a la obra y se encontró con un hombre que caminaba a gatas sobre la moqueta azul turquesa que cubría todo el salón en busca de cabellos y fibras.Una especialista se hallaba en el cuarto de baño e inspeccionaba el contenido del botiquín. Mills advirtió que en la bañera había unos cinco centímetros de agua de un matiz rosado, seguramente debido a la sangre.La encantadora Smudge estaba en la cocina y buscaba huellas en el soporte de los cuchillos.—Buenos días —la saludó Mills.—Que le den por culo —replicó la mujer sin levantar la vista.—¿Dónde está Somerset?—Que le den...—No importa. Ya lo encontraré.Una forma genial de empezar el día, pensó.Recorrió un pasillo corto y encontró a Somerset en el dormitorio. El doctor O'Neill, el médico forense, se encontraba con él. La estancia estaba decorada como un corazón de San Valentín, todo en rosa y rojo, rematado con encajes.Lo primero que vio Mills fueron las palabras garabateadas con lápiz de labios escarlata sobre la pared de color rosa intenso contra la que se apoyaba la cama: ORGULLO... y debajo, en letra más pequeña, Yo no la he matado. Ha sido su propia elección.El cadáver aparecía sentado en la cama, con un cobertor estampado de flores doblado justo debajo de sus pechos.Vestía una bata blanca de encaje. El rostro estaba vendado de cualquier manera con gasa y esparadrapo, y unos orificios mal cortados dejaban al descubierto los ojos y la boca.En el centro del rostro se apreciaban manchas de sangre. La cama estaba cubierta por docenas de animales de peluche.La mujer sostenía un unicornio blanco sobre el regazo.Mills lo cogió y lo inspeccionó antes de volver a dejarlo en su lugar.Los brazos de la víctima sobresalían del cobertor. En la mano derecha sostenía un teléfono inalámbrico; en la izquierda, un frasco de medicamentos de plástico marrón.Dos píldoras rojas habían caído sobre el cobertor.—Somníferos —explicó Somerset—. Tiene el frasco pegado a la mano. Y el teléfono también. Por lo visto, ha utilizado Super Glue.El doctor O'Neill se inclinó sobre el cadáver provisto de un par de tijeras quirúrgicas y empezó a cortar con cuidado los vendajes que envolvían la cabeza. Mills se quedó mirando fijamente la cara enmascarada. El corazón le latió con fuerza; temía lo que iba a ver.Somerset le propinó una palmadita en el hombro.—He encontrado esto en su bolso.Mostró a Mills el carné de conducir de la mujer. La fotografía era impresionante: cabello negro y largo, preciosos ojos de color zafiro. Se llamaba Linda Abernathy, de veintiocho años. Tenía aspecto de modelo.El médico estaba retirando la gasa. Mills hizo una mueca incluso antes de mirar. Se le revolvió el estómago. La nariz de la mujer había desaparecido; trozos de hueso sobresalían por entre el tejido amputado. Mills tuvo que apartar la vista.—La ha mutilado y luego ha cubierto las heridas —comentó Somerset antes de levantar la mano con el teléfono pegado a ella—. Llama para pedir ayuda y sobrevivirás, debió de decirle. Pero quedarás desfigurada. —Señaló la mano que sostenía el frasco de píldoras—. O si no tienes la opción de acabar con todo.El doctor O'Neill le levantó la cabeza y retiró el resto de la gasa.—Le ha cortado la nariz...—Para destrozarle la cara —terminó Somerset.—Y no hace mucho que lo ha hecho —agregó el médico—. La sangre de la herida no parece demasiado coagulada.Mills volvió a mirar aquel rostro, lo cual fue un error.Los ojos de la mujer parecían estar vivos. Abandonó la habitación a toda prisa, atravesó el salón y salió al rellano.Necesitaba un poco de aire fresco.Veinte minutos más tarde, Mills y Somerset volvían a la comisaría en el coche de Mills. El tráfico en el centro era densísimo. Hora punta. Mills estaba nervioso, pero no sólo a causa del tráfico. Había visto cientos de cadáveres a lo largo de su carrera, pero jamás se había mareado, ni siquiera cuando no era más que un novato. Sin embargo, aquel cadáver había sido demasiado para él. Y lo peor era que le había sucedido en presencia de Somerset.Miró al teniente, que estaba inmerso en sus pensamientos y fumaba un cigarrillo mientras miraba por la ventanilla. Por lo visto, el rostro de Linda Abernathy no le había afectado.Por supuesto, Somerset era un tipo que había aprendido a que las cosas no le afectaran, pensó Mills. Era el tipo duro que vivía en la ciudad. Nada le afectaba, porque él no lo permitía.Mills golpeteó el volante con ademán impaciente. El semáforo acababa de ponerse otra vez en rojo. Ya era la tercera vez, y apenas habían avanzado. El coche que le seguía estaba apretando el acelerador. Mills miró por el retrovisor exterior. Era un taxista que hacía el gilipollas. Volvió a mirar a Somerset, que seguía fumando con toda tranquilidad como si tuviera todo el tiempo del mundo.—¿Es que lo que hemos visto no le ha afectado ? —no se resistió a preguntarle.Somerset se limitó a asentir con un gesto sin dejar de mirar por la ventanilla.—¿Qué está haciendo? ¿Meditar? ¡Por el amor de Dios diga algo! Yo no sé usted, pero yo estoy muy cabreado.Esto tiene que acabar. Voy a atrapar a Doe. No me importa de qué modo, pero lo cogeré.Somerset dio otra larga calada al cigarrillo. No parecía estar escuchando.—He decidido quedarme hasta que esto termine. Hasta que termine o hasta que sea evidente que nunca va a acabar.—Ah, pues muy bien —replicó Mills lanzándole una mirada asesina—. ¿Lo hace por mí ? ¿Cree que no puedo arreglármelas solo ?Somerset lo miró de soslayo.—Una de dos: o cogemos a John Doe, o bien completa su serie de siete y el caso sigue abierto durante años.—¿Y eso qué tiene que ver con usted y su jubilación?¿Cree que me hace un gran favor quedándose? Ya le dije anoche que no es así.El semáforo volvió a ponerse en rojo. A lo sumo habían avanzado el espacio de un coche, y la comisaría se hallaba a la vuelta de la esquina. Mills miró por el retrovisor. Tenía el taxi amarillo pegado al culo, con el motor revolucionado como si eso fuera a arreglar las cosas.—Le estoy pidiendo que me deje seguir siendo su compañero durante unos días más —dijo Somerset—. Sería usted quien me haría un favor.Mills se echó a reír, a pesar suyo.—¿Y qué voy a decirle? ¿Que no?—Podría hacerlo.—Ya, claro.Mills estaba harto del tráfico. Introdujo la mano debajo del asiento, sacó la luz policial y la colocó sobre el salpicadero. Activó la sirena y encendió la luz antes de acercarse más al coche que iba delante.—En cuanto esto acabe me voy —prosiguió Somerset.—Qué sorpresa. No ve el momento de largarse de una puta vez. ¿Por qué no lo hace ya ?—No puedo dejar esto a medias... No puedo dejar cabos sueltos.—Ya, claro.Mills giró a la derecha con brusquedad y se situó detrás de un autobús que aguardaba en una parada. Activó el aullido urgente de la sirena para azuzar al autobús y lograr que atravesara el cruce en cuanto el semáforo se pusiera en verde. Si el autobús conseguía pasar, Mills podría seguirle de cerca y doblar la esquina. Mantuvo la sirena activada, y el conductor del autobús siguió su indicación y cruzó justo antes de que el semáforo cambiara. Las bocinas sonaron con furia cuando el vehículo bloqueó el tráfico, pero a Mills le quedó espacio suficiente para doblar la esquina. El taxista pelmazo siguió pegado a él y también dobló la esquina.Habia varios coches patrulla aparcados en semibatería en la calle delante de la comisaría. Mills encontró un hueco y aparcó. El taxista siguió hasta la puerta principal del edificio y se detuvo. Del coche se apeó un tipejo insignificante con los faldones de la camisa fuera del pantalón. Los enojados conductores de los coches que seguían al taxi tocaron el claxon y profirieron insultos, pero Mills no les prestó atención.Somerset y Mills salieron del coche y subieron la escalinata que conducía a la entrada principal de la comisaría. Mills empujó la puerta y entró en primer lugar. El lugar estaba repleto de agentes uniformados y de paisano que iniciaban el turno de día. Mills se acercó de inmediato al sargento de guardia que se encontraba de pie junto a la mesa grande y destartalada que había junto a la puerta.—Mills y Somerset entran en la comisaría —le anunció al sargento.—Pues qué bien —masculló éste.California estaba detrás de la mesa, junto al sargento, y clasificaba un puñado de mensajes. Separó unos cuantos y se los entregó a Mills.—Acaba de llamar su mujer —dijo—. A ver si nos hace un favor y se instala un contestador de una vez, Mills.Capullo, pensó Mills mientras cogía los mensajes. Sin embargo, se mordió la lengua y se dedicó a hojear los mensajes antes de guardárselos en el bolsillo e ir en busca de Somerset, que ya subía la escalera.—Perdone, detective.Mills no se detuvo.—¿Detective ?La insistencia de la voz hizo que Mills se parara en seco.Giró sobre sus talones y a punto estuvo de desplomarse.Era John Doe. El era el enano repugnante que acababa de apearse del taxi. ¡Mierda!Doe le dedicó una sonrisa tímida, se encogió de hombros y levantó las manos con las palmas hacia arriba, como diciendo: Aquí estoy. Llevaba la camisa y los pantalones empapados en sangre.—Dios mío...Aquello era surrealista. Mills no podía dar crédito a sus ojos.—¡Es él! —gritó de repente California desde detrás de la mesa de guardia al mismo tiempo que sacaba el arma y saltaba por encima del tablero—. ¡Es Doe! —Corrió hacia Doe y le metió el cañón del revólver en la oreja—. ¡Al suelo, cabrón! ¡Extiende los brazos! ¡Muévete!Entretanto, Mills y algunos otros policías habían sacado sus armas y apuntaban a John Doe, que estaba hincado de rodillas y miraba a Mills con expresión suplicante.—¡Al suelo! —ordenó Mills—. ¡Tiéndete boca abajo!California empujó a Doe con el arma.—¡Ya lo has oído, hijo de puta! ¡Al suelo!—¡Con cuidado! —gritó Somerset mientras bajaba la escalera.Doe permaneció tendido de bruces, tal como le habían ordenado, pero Mills no estaba dispuesto a correr ningún riesgo y se situó a horcajadas sobre aquel hijo de puta, apuntándole al centro de la nuca.—¡Separa las piernas y pon las manos en la nuca!Doe obedeció sin titubear.—¡Y ahora no te muevas! —gritó Mills—. ¡No te muevas ni un puto milímetro !Varios policías rodearon el cuerpo tumbado de Doe.Uno de ellos lo esposó. Otros dos empezaron a cachearlo.Somerset se abrió paso entre los agentes y se agachó, apoyándose sobre una rodilla.—No puedo creerlo —murmuró.Observó las manos esposadas de Doe, entrelazadas en la parte baja de la espalda.Todos los dedos ensangrentados estaban envueltos en varias capas de tiritas.John Doe volvió la cabeza y le dedicó una sonrisa a Somerset.—Hola.—¡Cierra el pico! —gritó California.Se apoyó en el revólver y aplastó la cara de Doe contra el suelo, torciéndole las gafas.—Levántenlo y léanle sus derechos —ordenó Somerset.Dos policías uniformados alzaron a Doe por las axilas, y California empezó a leerle sus derechos en voz alta y clara, a pocos centímetros de su rostro.—Tiene derecho a permanecer en silencio. Tiene derecho a...—Pero ¿qué es esto? No lo entiendo —susurró Mills a Somerset.Somerset se limitó a menear la cabeza.Cuando California terminó de leerle sus derechos, John Doe volvió a mirar a Mills.—Quiero hablar con mi abogado —dijo.CAPÍTULO 22
Tres cuartos de hora más tarde, Somerset miraba fijamente una de las salas de interrogatorios de la comisaría a través del espejo de una cara. Dentro, John Doe estaba esposado a una mesa fija en el suelo y recorría la estancia con una mirada tranquila, sentado como si esperara el autobús.
Parecía un profesor universitario excéntrico, un físico o algo por el estilo. No desvariaba, no estaba enfadado, no aullaba a la luna; su rostro exhibía una expresión casual, casi perezosa.Su abogado, Mark Swarr, se encontraba sentado frente a él; por lo visto le estaba haciendo preguntas mientras tomaba notas en una carpeta. El micrófono estaba apagado, de modo que Somerset no podía oír lo que decían. Le habría encantado saber de qué hablaban, pero no podía escuchar. Confidencialidad entre abogado y cliente. Escuchar suponía violar los derechos de Doe, la suerte de tecnicismo que podía hacer que un tribunal desestimara su caso.Era necesario respetar las leyes, se dijo Somerset. Doe no podía salir absuelto. De ningún modo podía obtener la libertad. Ni por un solo minuto.Somerset entornó los ojos mientras estudiaba al abogado, preguntándose por qué Doe lo habría escogido a él.Swar aparentaba unos treinta años; traje oscuro, camisa blanca, cabello oscuro y rizado, mala postura. Había finalizado sus estudios universitarios tan sólo hacía dos años y ya tenía su propio bufete; un chico ambicioso, que quería llegar lejos. Lo que a todas luces le faltaba era el instinto asesino de que estaban dotados los abogados criminalistas veteranos. Swarr había representado a un buen número de traficantes de drogas de poca monta, pero hasta el momento ningún pez gordo había contratado sus servicios.Somerset dudaba de que algún día consiguiera comprarse trajes caros y convertirse en uno de aquellos piquitos de oro que hacían cualquier pirueta legal por sus clientes criminales y se embolsaban grandes cantidades de dinero por sus hazañas. Pero eso era precisamente lo que Somerset no comprendía. Si Doe podía permitirse el lujo de contratar a un abogado, ¿por qué no llamar a un pico de oro de los grandes? ¿Por qué Swarr? Swarr no era mucho mejor que los abogados gratuitos de oficio.La puerta se abrió detrás de Somerset y Mills entró en la sala de observación, seguido del capitán. Somerset distinguió su reflejo en el vidrio. Mills se acercó directamente al espejo y clavó su mirada en Doe. El capitán le entregó a Somerset una hoja de huellas digitales, en la que aparecían huellas de tinta negra desparramadas y mezcladas con sangre.—No sirven para nada —empezó el capitán con un resoplido asqueado—. Por lo visto, Doe se corta la piel de las yemas de los dedos con regularidad. Por eso no hemos encontrado ni una sola huella válida en su apartamento. Ha reconocido que lleva bastante tiempo haciéndolo. Dice que sabe lo que se hace, que se corta la piel antes de que vuelva a crecer la línea papilar.El capitán cogió la hoja y la rasgó en dos.—¿Qué hay del seguimiento de su cuenta bancaria?inquirió Mills—. ¿Y las armas que hemos encontrado en su piso ? El tipo tendrá un pasado. Debe de haber algo que lo relacione con él.—Hasta ahora no nos hemos topado más que con callejones sin salida —comentó el capitán—. No tiene historial de créditos, ni laboral. Hace sólo cinco años que abrió su cuenta, y todas las operaciones las ha hecho en efectivo. Incluso hemos intentado averiguar de dónde proceden sus muebles, para comprobar si llegó aquí desde algún otro lugar. Por ahora, lo único que sabemos es que tiene dinero, que parece culto y que está completamente loco. Y es posible que nunca lleguemos a descubrir por qué se convirtió en lo que es.—Es John Doe por elección propia —intervino Somerset contemplándolo a través del vidrio—. Es su propia creación. El doctor Frankenstein y el monstruo en una sola persona.—¿Cuándo podremos interrogarlo, capitán ? —preguntó Mills.—Nunca.—¿Qué?—Porque está confesando, y el caso pasa directamente a la oficina del fiscal.Mills se mesó los cabellos.—Este tipo no se entregaría así como así. No tiene sentido. No tiene remordimientos. Basta con echarle un vistazo para darse cuenta.—A lo mejor no tiene por qué tener sentido —replicó el capitán—. Me rindo. No lo sé.Somerset encendió un cigarrillo.—Todavía no ha terminado.—¿Qué va a hacer desde la celda? —exclamó el capitán con una carcajada.Somerset entornó los ojos para evitar que le entrara el humo.—No lo sé, pero sí sé que todavía no ha terminado. No puede haber terminado.—Nos está tomando por el pito del sereno, eso es lo que está haciendo —gritó Mills—. ¡Y nosotros se lo aguantamos como gilipollas !El capitán lo contempló unos instantes.—¿Quiere un consejo, Mills? Déjelo. Está demasiado histérico. Ahora es asunto de la oficina del fiscal, así que déjelo. Y no se trata de una simple sugerencia. ¿Me entiende?El capitán tiró la hoja de huellas rasgada a la papelera y se marchó.Mills apoyó la frente contra el vidrio y oprimió los dedos uno a uno contra la superficie, haciendo crujir los nudillos.Somerset sabía que el capitán tenía razón. Mills estaba histérico, sin lugar a dudas, pero lo que Somerset no sabía era hasta qué punto. ¿Hasta dónde llegaría Mills para vengarse de Doe?Mills empezó a hacer crujir los nudillos de la otra mano.—Sabe que nos está tomando el pelo —comentó.Somerset exhaló un largo suspiro.—Probablemente, por primera vez desde que nos conocemos estamos de acuerdo. Doe no se detendría de esta forma. Hay algo más.—Pero ¿qué ?—Todavía le quedan dos asesinatos para completar su obra maestra. Aún le quedan la envidia y la ira. Pero no me imagino cómo piensa terminar. ¿Y usted?—A lo mejor ya ha terminado y todavía no hemos encontrado los cadáveres.—No sé, pero no lo creo. A este tipo le encanta transmitir mensajes. ¿Por qué iba a guardar silencio con los dos últimos ? Deberían ser su gran número final.—Quizá... —masculló Mills encogiéndose de hombros, con la cabeza aún apoyada contra el vidrio.Somerset se concentró en la carpeta amarilla del abogado, en Mark Swarr, que garabateaba notas a cien por hora.—Creo que tendremos que esperar a escuchar la defensa de Doe.Mills exhaló aire sobre el espejo, y en el vaho escribió IRA y ENVIDIA.En la sala de interrogatorios, John Doe se había quedado dormido.CAPÍTULO 23
Poco después de la una de aquella tarde, Somerset y Mills fueron convocados a una reunión en el despacho del capitán. Cuando llegaron, el abogado de John Doe, Mark Swarr, y el fiscal del distrito, Martin Talbot, estaban sentados en las dos sillas que había frente al escritorio del capitán. Este tenía el ceño fruncido, los codos apoyados sobre la mesa y los dedos formando un triángulo sobre los labios.
Parecía hervir de indignación. Por el contrario, los abogados tenían aspecto de abogados... Nada llegaba a afectarles.No obstante, Somerset advirtió una delgada línea de sudor sobre el labio superior del fiscal. Eso no era propio de Talbot. Por lo general no se inmutaba. Por supuesto, aquel caso era terreno inexplorado para todo el mundo.Mills y Somerset saludaron con la cabeza a todos los presentes y se acomodaron en la atestada oficina. Mills se apoyó contra la repisa de la ventana. Somerset permaneció de pie y apoyó el codo sobre un archivador muy alto.El capitán miró a Swarr mientras hacía una seña en dirección a los dos detectives.—Dígaselo.Swarr giró en su silla para encararse a ellos.—Mi cliente me ha comunicado que hay otros dos cadáveres... otras dos víctimas escondidas. Dice que revelará su paradero, pero sólo a los detectives Mills y Somerset, a las seis en punto de esta tarde.Talbot lanzó una carcajada seca al mismo tiempo que sacaba el pañuelo de seda color burdeos del bolsillo de la pechera y se enjugaba el sudor del labio superior.—Por Dios...—¿Por qué a nosotros ? —preguntó Mills.—Dice que los admira —replicó Swarr encogiéndose de hombros.Somerset miró al capitán y meneó la cabeza.—Esto forma parte de su juego; es evidente.Podría ser un farol, pensó Somerset. O una trampa. Sin embargo, lo más probable era que los cadáveres existieran.Doe tenía que terminar su obra maestra, y esos dos cadáveres completarían los siete pecados capitales. Envidia e ira.—Mi cliente advierte que si los detectives no aceptan su oferta, los cadáveres no aparecerán jamás.—La verdad, abogado —intervino Talbot mientras volvía a guardarse el pañuelo—, yo me inclino por que esos cadáveres se pudran donde están.—No hacemos tratos, señor Swarr —añadió el capitán.—Mire —atajó Mills levantándose de un salto y señalando a Swarr con el dedo—, su cliente ya está en la cola para conseguir una habitación gratis con pensión completa y televisión por cable a cargo del estado, igual que cualquier otro cabrón asesino. Así que, ¿por qué no se larga, amigo ? No nos va a sacar nada más.—Tranquilícese, Mills —advirtió el capitán.Pero Mills ya era imparable, y aún no había terminado su discurso.—¿Cómo puede defender a ese hijo de puta? ¿Está orgulloso de ello ?—Detective —repuso Swarr sin inmutarse—, como usted sabe, la ley me obliga a servir a mis clientes a mi mejor saber y entender, a defender sus intereses.—Ya, claro, pues defienda esto —espetó Mills al mismo tiempo que le dedicaba un gesto obsceno y volvía a apoyarse contra la repisa de la ventana.—¡Se está pasando, Mills! —masculló el capitán.—No importa, capitán —le aseguró Swarr—. Comprendo que sus hombres han estado bajo una gran presión por este caso.Mills volvió a incorporarse de un salto.—¡No quiero que comprenda mi presión, capullo!—¡Siéntese! —gritó el capitán lanzándole una mirada furiosa.Swarr se volvió hacia el fiscal del distrito.—Mi cliente también desea comunicarles que si no aceptan su oferta, alegará demencia en el juicio.Talbot lanzó otra carcajada seca.—Que lo intente. —El sudor volvía a cubrirle el labio superior—. Se lo advierto: no permitiré que se me escape esta condena. Ni hablar.—Mi cliente también me ha comunicado que si aceptan su oferta bajo las condiciones que especifique, firmará una confesión completa y se declarará culpable de todos los asesinatos en el acto.En el despacho se hizo el silencio. Talbot y el capitán evitaron mirarse a los ojos, pues no querían admitir que Swarr acababa de jugar el as que guardaba en la manga, y que lo había jugado bien.Mills miró a Somerset, pero éste estaba ocupado sacando un cigarrillo y encendiéndolo. En su opinión, aquel asunto apestaba. Doe había controlado la situación desde un principio, y su oferta no hacía más que seguir confiriéndole control. ¿Qué más daba si Doe tenía a otras dos víctimas escondidas en alguna parte? Ya estaban muertas.¿Por qué no dejar que el tipo le diera unas cuantas vueltas a la cabeza? ¿Por qué tanta prisa?Pero Somerset notaba que Mills se moría por resolver el asunto. Su lenguaje corporal lo clamaba a gritos. Craso error. Nunca hay que dejar que el otro advierta hasta qué punto deseas algo. Somerset se sentía decepcionado. A Mills le quedaba mucho que aprender.—¿Qué le parece ? —preguntó el capitán a Mills.—Adelante.Somerset dio una larga calada al cigarrillo. Nada inteligente, pensó.Swarr giró en redondo para mirar de frente a Somerset.—Mi cliente exige que vayan los dos.Somerset no respondió enseguida.—Si su cliente tuviera intención de alegar demencia, esta conversación sería admisible. El hecho de chantajearnos con ese alegato podría volverse en su contra.—Es posible —replicó Swarr—, pero mi cliente quiere recordarles que hay otras dos personas muertas. No hace falta que les diga lo que haría la prensa si descubriera que la policía ha mostrado escaso interés por hallar los cadáveres para que sus seres queridos puedan enterrarlos de forma digna.—Parece que ya ha preparado el comunicado de prensa, abogado —comentó Somerset.—Como ya he dicho, detective, me limito a defender los intereses de mi cliente.Somerset se lo quedó mirando mientras exhalaba el humo por la nariz.—Todo esto suponiendo que realmente haya otros dos cadáveres, abogado.Talbot torció el gesto y se llevó la mano al bolsillo para extraer una hoja doblada.—Hace un rato, recibí un informe preliminar del laboratorio. Han efectuado un análisis de urgencia de la ropa y las uñas de Doe. Han encontrado rastros de su propia sangre, producto de los cortes en las yemas de los dedos. —Se detuvo y lanzó un suspiro—. También han encontrado sangre de Linda Abernathy, la mujer cuyo rostro desfiguró... así como sangre de una tercera persona... no identificada por el momento. —Talbot se volvió para mirar a Somerset—. Escoltarían a un hombre desarmado.Somerset sintió deseos de escupirle. Talbot se estaba rajando. Somerset no lo había esperado de él.Mills se dirigió hacia la puerta.—Vamos, hombre. Acabemos con esto de una vez.Pero Somerset se mantuvo en sus trece. Se cruzó de brazos y clavó la vista en el suelo, con el cigarrillo humeante entre los dedos. Podía sentir el pedazo de papel pintado de su casa nueva en el bolsillo de la camisa.—Desde ayer, estoy jubilado oficialmente —anunció—.Ya no tengo nada que ver con todo esto.—Pero ¿qué coño está diciendo ? —gritó Mills, de nuevo enfurecido.—Mi cliente lo ha expresado con toda claridad —intervino Swarr—. Tienen que ir tanto Mills como Somerset.No uno de los dos ni algún sustituto.Todas las miradas permanecían fijas en Somerset.El capitán se estaba cabreando por momentos. Sabía que todo el procedimiento era muy irregular, pero Swarr los tenía bien cogidos por las pelotas.La frente de Talbot se estaba cubriendo de sudor. Sin lugar a dudas pensaba en la rueda de prensa, en Swarr contándole al mundo que al fiscal del distrito le importaba un pepino la muerte de dos personas. Las posibilidades de Talbot de presentarse como candidato político se irían al garete si eso sucedía.Mills se estaba volviendo loco al pensar que no conseguiría resolver aquel asunto. No se daba cuenta de que, en la vida real, casi nunca se obtenía un principio, un desarrollo y un desenlace claros y definidos. Si lo que uno quiere es una conclusión clara, mejor leer una novela.Por supuesto, Somerset también quería una pequeña conclusión. Deseaba atar al menos los principales cabos sueltos para así poder jubilarse. Si dejaba tras de sí un embrollo impresionante, Mills tendría razón, sería como rendirse.Somerset dio otra calada al cigarrillo. Aquélla no era forma de hacer las cosas. Entregarle a John Doe el control de la situación constituía un error. En su fuero interno, Somerset lo sabía.—Bueno, William, ¿qué dice? —preguntó el capitán.Somerset miró uno a uno los rostros de los presentes.Mills estaba como una moto, a la espera de que expresara su conformidad con aquella locura. Somerset volvió a palpar la rosa de papel que guardaba en el bolsillo.—¿William ?Somerset clavó la mirada en el suelo y no respondió.Al cabo de un rato, Somerset y Mills se hallaban de pie ante lavabos contiguos del vestuario de la comisaría. Los dos iban sin camisa y tenían el pecho cubierto de espuma de afeitar. En el borde del lavabo de Mills había un paquete abierto de hojas de afeitar desechables. Mills se miró al espejo, sujetó la hoja de afeitar con firmeza e intentó afinar la puntería. Por fin trazó con sumo cuidado una línea recta con la hoja en el centro de su pecho.Somerset vaciló un instante con el cigarrillo humeante entre los labios. Seguía sin gustarle aquel montaje en el que John Doe movía todos los hilos. Tampoco le gustaba la actitud de Mills. Estaba demasiado ansioso. Somerset no sabía por qué narices había accedido a participar. Quizá también él estuviera demasiado ansioso.Su mirada se encontró con la de Mills reflejada en el espejo.—Si la cabeza de John Doe se abre y sale un ovni, no quiero que se sorprenda. No debe sorprenderse por nada.Mills intentaba encontrar una posición que le permitiera afeitarse la parte derecha del tórax.—¿De qué coño está hablando?—De que será mejor que se espere cualquier cosa, amigo, porque lo reconozca o no, Doe tiene la sartén por el mango. El nos dice adónde tenemos que ir, cuándo y cómo debemos llegar hasta el sitio en cuestión. Si se siente cómodo en esta situación, es que es más gilipollas de lo que creía.Mills se señaló el pecho a medio afeitar.—¿De qué habla? ¿De la sartén por el mango ? Usted cree que hago esto porque me gusta. Llevaremos micrófonos. California nos seguirá en el helicóptero. Oirá cada palabra que digamos. Si Doe se tira un pedo, California estará ahí y le dará una pinza para que se tape la nariz. Y otra cosa: me importa un bledo lo que pase, pero no le quitaré las esposas a Doe por nada del mundo. Aunque el mismísimo E.T. bajase del cielo para llevarse a ese tipo a casa, no le quitaré las esposas a Doe.—No se lo tome a la ligera, Mills, se lo advierto.—No me trate como si fuera su hijo, por el amor de Dios —espetó Mills—. No soy un crío, y éste no es mi primer caso.Somerset se mordió la lengua al oír aquello. En medio de todo aquel caos había olvidado que Tracy estaba embarazada. Mills aún no lo sabía. ¿Y si algo iba mal? ¿Y si Doe les tendía una trampa ? ¿Y si le sucedía algo a Mills ? Tracy se quedaría viuda. Tendría que criar a su hijo sin padre.Somerset arrojó el cigarrillo a uno de los urinarios que había en el extremo opuesto de la estancia. Ahora lo veía claro. Aun en el caso de que Doe lo hubiera permitido, Somerset no podía dejar que el idiota de Mills afrontara aquello solo. Tenía que proteger a Mills. Cogió una hoja y empezó a afeitarse el pecho.Mills se protegía el pezón con un dedo mientras afeitaba con cuidado la zona circundante.—Si me cortara un pezón por accidente, ¿lo cubriría el seguro laboral?—Supongo que sí —repuso Somerset mientras manejaba la hoja con cuidado, afeitando a trazos cortos y arrojando la espuma sobrante con frecuencia al agua que llenaba el lavabo—. Si fuera lo suficientemente hombre como para presentar una reclamación, yo le pagaría uno nuevo de mi propio bolsillo.Mills sonrió mientras seguía afeitando alrededor del pezón.—Eso quiere decir que le caigo de maravilla.Somerset lanzó una mirada fulminante al reflejo de su compañero.—No se pase, Mills.CAPÍTULO 24
Mills y Somerset se habían trasladado a la sala de la brigada de Homicidios para ultimar los preparativos. En la pizarra seguían anotados los siete pecados capitales, cinco de los cuales estaban tachados. Habían dispuesto un televisor para poder controlar lo que sucedía en el exterior. El aparato estaba conectado, pero sin sonido.
Somerset observó el aparato mientras se abotonaba la camisa. Se encogió de hombros para intentar familiarizarse con el micrófono que llevaba adherido al pecho. En la pantalla aparecía la fachada de la comisaría y una multitud de periodistas que esperaban que el fiscal del distrito, Martin Talbot, anunciara la captura de John Doe. Pero Talbot no había hecho aún su aparición porque Somerset y Mills no estaban preparados. Avisarían en cuanto lo estuvieran. El fiscal del distrito sería su señuelo.En cuanto acabó de meterse los faldones de la camisa en el pantalón, Somerset se llevó la mano al bolsillo y extrajo un paquete de caramelos Rolaid. Cogió dos y alargó el rollo a Mills, quien, impaciente por ponerse en marcha, cogió un par y devolvió el rollo a Somerset. Mientras masticaba los caramelos antiácidos de textura harinosa, Somerset se anudó la corbata, se puso un chaleco antibalas de color pardo y se ajustó las bandas de velcro a los hombros para que la prenda quedase firme pero no tirante.Mills ya se había puesto su chaleco. Estaba de pie junto a la mesa e introducía balas en un cargador. Al terminar, encajó el cargador en su pistola de 9 mm y comprobó un par de veces el seguro.Somerset llevaba el arma en la pistolera, que colgaba del respaldo de una silla. Se colocó la pistolera, sacó el arma y verificó el cargador con toda meticulosidad. Una vez seguro de que funcionaba a la perfección, se guardó el arma y se puso la americana gris de tweed.—¿Preparado? —preguntó a Mills.—Sí —asintió Mills mientras se alisaba el cuello de la cazadora de cuero.Somerset echó un vistazo al televisor y luego miró por la ventana. El sol poniente, de un intenso color naranja, estaba empalado sobre la silueta de los rascacielos. Descolgó el teléfono y marcó el número del capitán.—Vamos a bajar, capitán —dijo—. Denos cinco minutos antes de enviar a Talbot afuera.En la azotea del cuartel general de la policía, que se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, un helicóptero negro y reluciente esperaba sobre la pista de aterrizaje; el piloto estaba sentado a los mandos en espera de recibir instrucciones. Dos francotiradores de la policía permanecían sentados detrás de la cabina y sostenían en los brazos sus rifles de alta precisión. El viento seco procedente del desierto azotaba el helicóptero y enviaba un susurro amortiguado hacia el interior de la cabina.Una figura solitaria, ataviada con vestimenta antidisturbios, salió por la puerta de la azotea y corrió hacia el helicóptero; subió y se sentó junto al piloto. Era California.—Tenemos luz verde —anunció al piloto—. Ponlo en marcha.El piloto asintió con un gesto y alargó a California un casco idéntico al que llevaba él.—¿Crees que el viento nos hará la puñeta? —preguntó California antes de ponérselo.El piloto meneó la cabeza.—Sólo hará que el viaje sea más divertido.Puso en marcha el motor. A través del parabrisas, California vio cómo los rotores se ponían en movimiento.En el garaje subterráneo de la comisaría, Somerset estaba sentado al volante de un coche de policía de color azul metalizado y sin distintivo alguno. Mills estaba sentado con John Doe detrás de la rejilla que separaba el asiento delantero del trasero.Doe llevaba un mono caqui, cortesía de la brigada de mantenimiento de la comisaría. Llevaba esposas y grilletes, unidos entre sí por otro par de esposas. Un tercer par lo mantenía encadenado a la rejilla. En las axilas del mono se veían manchas circulares de sudor, pero la expresión de su rostro seguía siendo plácida, casi soñadora, a pesar de los artilugios que lo inmovilizaban.En la parte superior de la rampa, bañado por la luz del sol, había un policía uniformado que sostenía un walkietalkie en la mano. Somerset no lo perdía de vista, pues esperaba la señal para ponerse en marcha. En cuanto el fiscal del distrito iniciara la rueda de prensa, el agente daría la señal por radio.John Doe empezó a tararear para sí en voz muy baja.Somerset siguió concentrado en el policía. Al cabo de unos instantes, el hombre les dio la señal.Al meter la marcha, la mirada de Somerset se encontró con la de Mills por el espejo retrovisor. Ninguno de los dos habló. No hacía falta. Somerset pisó el acelerador y el coche subió la rampa con lentitud. El policía uniformado comprobó si pasaban coches por la calle y a continuación les hizo señas para que salieran. Somerset aceleró y sacó el coche a la luz del sol. Mills bajó la cabeza de Doe para que nadie pudiera verlo desde el exterior.Somerset giró a la derecha y condujo hasta el final de la manzana, donde volvió a doblar a la derecha en dirección a la autopista. Al atravesar el cruce miró hacia la derecha, donde una multitud de periodistas acribillaban a preguntas al fiscal, agitando grabadoras en el aire, disparándole los flashes de sus cámaras a bocajarro. Somerset no aminoró la marcha. Doe llevaba chaleco antibalas, pero no correrían ningún riesgo. La ciudad entera hervía a causa de aquellos asesinatos. Había muchos ciudadanos furiosos que creían en la justicia rápida y a los que no les importaría pegarle un tiro al monstruo. Somerset no estaba seguro de que él mismo no fuera uno de ellos. A todas luces, John Doe creía en la pena capital; por lo tanto ¿por qué iba él a ser inmune ?Cuando las calles del centro dieron paso a avenidas más anchas, Somerset pisó el acelerador. Sabía que se tranquilizaría un poco en cuanto alcanzaran a la autopista y salieran de la ciudad. El sudor le resbalaba por la parte inferior de la espalda. Sabía que el transmisor que llevaba adherido al pecho era impermeable, en teoría, pero de todas formas no le hacía gracia que se mojara, y tenía la impresión de que todavía sudaría mucho antes de que acabara el día.Cuando atravesaban Lincoln Boulevard, Somerset frunció el ceño de repente. Delante de ellos había un autobús escolar amarillo con los cuatro intermitentes encendidos.Los niños iban bajando para encontrarse con sus padres, que los aguardaban en la acera. Había tanto madres como padres. Somerset estuvo tentado de no detenerse y rodear el autobús. Había demasiada gente por allí; alguien podía mirar al interior del coche y descubrir a Doe encadenado en el asiento trasero. Cabía la posibilidad de que algún padre iracundo llevara un arma.Pero ¿y si atropellaba a un niño mientras rodeaba el autobús? Aun cuando sólo lo pasara rozando, se produciría un incidente y se convertían en el centro de atención. Somerset empezó a reducir la velocidad y rezó para que el autobús se pusiera en marcha antes de que él se viera obligado a parar del todo. Pero seguían bajando niños, de modo que Somerset se detuvo a unos veinticinco metros del vehículo y mantuvo la mano sobre el cambio de marchas, preparado para dar marcha atrás y largarse de allí al primer indicio de problemas.Observó a los padres que se encontraban con sus hijos, los besaban, los abrazaban y cogían sus mochilas y carteras.Tracy haría lo mismo algún día, y Mills también si era listo.Mills debía participar en la educación de su hijo lo máximo posible, formar parte de la vida del niño en todos los aspectos posibles. Somerset miró por el retrovisor y vio que Mills seguía manteniendo baja la cabeza de Doe. Lo único que tiene que hacer Mills es sobrevivir al día de hoy, pensó Somerset.Los intermitentes del autobús se apagaron y por fin el vehículo se puso en marcha. Somerset esperó a que alcanzara la esquina antes de seguirlo. Quería tener espacio para moverse en caso de necesidad. El autobús torció a la izquierda y Somerset volvió a pisar el acelerador. Al cabo de unos minutos puso el intermitente para entrar en el carril de aceleración de la autopista.En cuanto se sumergió en la corriente de tráfico de la autopista, Somerset exhaló un suspiro de alivio. Mills permitió que Doe se incorporara, y el hombre empezó a canturrear de nuevo con voz apenas audible. Somerset intentó concentrarse en la carretera, pero le resultaba muy difícil. Tener a Doe en el asiento trasero era como tener una comezón en esa parte de la espalda a la que uno no llega. Somerset no podía dejar de observarlo una y otra vez por el retrovisor.—¿Quién es usted, John? —no se resistió a preguntar—. ¿Quién es en realidad ?La expresión plácida de Doe se endureció de repente cuando miró el reflejo de Somerset en el retrovisor.—¿A qué se refiere?—Quiero decir que a estas alturas ya no importa si nos cuenta algo acerca de sí mismo.Doe ladeó la cabeza y su mirada se tornó vacía durante unos instantes mientras reflexionaba sobre el asunto.—No importa quién yo sea. No importa en absoluto.—De repente se enderezó—. Tiene que tomar la siguiente salida para coger la carretera que lleva hacia el norte.Somerset puso el intermitente y cambió al carril derecho.—¿Adónde vamos? —preguntó Mills.—Ya lo verá —replicó Doe mirando fijamente la carretera a través de la rejilla.—No vamos sólo a recoger otros dos cadáveres, ¿verdad, Johnny? —insistió Mills—. Eso no sería..., bueno, no sé... lo bastante espectacular. No para usted. No para los periódicos.—Si uno quiere que la gente le haga caso, detective, no puede limitarse a propinarles palmaditas en el hombro.Hay que darle en la cabeza con un martillo. Es así cómo le hacen a uno todo el caso del mundo.—¿Y qué lo convierte en tan especial para pretender que la gente le haga caso ?—A mí nada. No soy especial. No soy excepcional en ningún sentido. Pero eso sí, lo que hago sí es especial.—Pues yo no veo nada especial en estos asesinatos, la verdad —replicó MiIls—. A mi modo de ver, usted no es más que otro psicópata del montón.—No es verdad —exclamó Doe con una carcajada—.Usted sabe que no es verdad. Está intentando sacarme de quicio.Johnny, dentro de dos meses nadie recordará siquiera que esto ha sucedido. En los periódicos aparecerán cosas para que la gente hable de ellas. Reflexione. Hoy mismo podría pasar algo en Washington que le arrebatara la primera página en un santiamén. La semana que viene ya no le importará un bledo a nadie.Doe cerró los ojos y suspiró.—Detective, no consigue ver el cuadro completo, la obra completa. Pero cuando esté terminada, será tan... tan...—Suéltelo, Johnny.—Será inmaculada. La gente apenas la entenderá, pero no podrá negar su magnitud.Mills meneó la cabeza con una sonrisa burlona.—Me muero de impaciencia.Doe se pasó la lengua por los labios. De repente se dibujó en su rostro una expresión desesperada.—Será algo que la gente no olvidará jamás. Créame, detective.—Bueno, estaré a su lado en todo momento, Johnny.No olvide avisarme cuando empiece el baile. No me quiero perder nada.—No se preocupe, detective. No se perderá nada.Las voces se oían con toda nitidez por el auricular que California llevaba debajo del casco. Ambos micrófonos funcionaban a la perfección. Abajo, la autopista se extendía hasta el horizonte como un rollo de papel higiénico al que hubieran dado una patada en pleno desierto. Con ayuda de los prismáticos observó el sedán azul metalizado que se hallaba a casi un kilómetro de distancia y a continuación se volvió hacia los dos francotiradores que se sentaban detrás de la cabina. Sostenían los rifles entre las piernas con el cañón apuntando hacia arriba.California dio una palmada en el brazo al piloto.—No te acerques demasiado —le advirtió por el micrófono del casco—. Si Doe oye el helicóptero puede ponerse nervioso.El piloto asintió con un gesto y aminoró un poco la velocidad.Doe observaba atentamente a los ocupantes de los demás coches. Empezaba a inquietarse y se mordía el labio inferior como un niño a la espera de algún acontecimiento.—Bueno, ¿por qué está tan emocionado? —inquirió Somerset intentando captar la mirada de Doe a través del retrovisor.—Nos estamos acercando —repuso éste—. Ya no queda mucho.—He estado pensando en una cosa —intervino Mills—.A lo mejor puede usted arrojar alguna luz sobre el asunto.¿La gente sabe cuándo está loca? O sea, cuando se va a la cama y está a punto de dormirse, ¿se dice alguna vez a sí mismo: Joder, tío, estás como un cencerro. Estás como una cabra, tío. ¿Se lo ha dicho alguna vez, Johnny?Doe no se inmutó.—Si le apetece calificarme de loco no tengo nada que objetar, detective.—Me parece un calificativo bastante exacto, Johnny.—No espero que acepte lo que realmente soy. Pero, por supuesto, yo no lo elegí. Fui elegido.—Ya, claro.—No me cabe ninguna duda de que fue usted elegido, John —intervino Somerset—. Pero se le escapa una contradicción flagrante.Doe se inclinó hacia adelante con el ceño fruncido y clavó la mirada en el retrovisor.—¿Qué contradicción ?—Bueno, si realmente hubiera sido usted elegido..., digamos por una fuerza superior, entonces está usted obligado a hacer lo que hace, ¿no está de acuerdo ?—Sí..., tal vez... —repuso Doe con cautela.—Pero ¿no le parece extraño que le proporcione tanto placer hacer lo que hace si no es más que un instrumento del Señor? —Somerset le sostuvo la mirada a Doe durante todo el tiempo que pudo antes de tener que volver a concentrarse en la carretera—. Usted ha disfrutado torturando a esas personas, John. Y eso no encaja precisamente con el concepto de una misión divina, ¿no le parece?Doe desvió la mirada cuando su rostro enrojeció. Por primera vez desde que se entregara parecía avergonzado.—No... no creo que haya disfrutado más de lo que el detective Mills disfrutaría enfrentándose conmigo a solas en una habitación sin ventanas. —Se volvió hacia Mills—.¿No es verdad, detective? ¿Hasta qué punto le gustaría hacerme daño impunemente ?Mills frunció los labios en un gesto burlón.—Oh, Johnny, ¿qué le hace pensar que yo haría algo así ? Me cae usted bien. Me cae muy bien.—No lo haría porque sabe las consecuencias que le acarrearía. Pero lo lleva escrito en la mirada, detective. ¿Qué hay de malo en que un hombre disfrute con su trabajo?Nada, ¿verdad, detective? —Doe meneó la cabeza con lentitud sin dejar de observar a Mills—. No niego mi deseo personal de volver el pecado contra el pecador. Pero lo único que he hecho es conducir los pecados de esas personas a su conclusión lógica.—Ha matado a gente inocente para ponerse cachondo —sentenció Mills—. Eso es lo que ha hecho.—¿Gente inocente? ¿Está de guasa, detective? Piense en la gente a la que he matado. Un obeso, un hombre repugnante que apenas se sostenía en pie de lo gordo que estaba. Si lo viera por la calle se lo señalaría a sus amigos para que todos juntos pudieran burlarse de él. Si lo viera durante la comida sería incapaz de acabarse el plato. Luego está el abogado. Y ustedes dos deben de haberme dado las gracias en su fuero interno por eso, detectives. Se trataba de un hombre que dedicaba su vida a ganar dinero mintiendo a diestro y siniestro para lograr que los violadores, los mafiosos y los asesinos siguieran en la calle.—¿Asesinos? —exclamó Mills—. Mira quién habla.—Una mujer que... —prosiguió Doe sin hacerle caso.—Quiere decir asesinos como usted, ¿no? —insistió Mills.—Una mujer tan fea por dentro que se sentía incapaz de seguir viviendo si no podía seguir siendo hermosa por fuera —lo atajó Doe levantando la voz—. Un camello perezoso; un camello perezoso y pederasta, para ser exactos. —Lanzó una risita desdeñosa—. Y no olvidemos a la puta que se dedicaba a extender enfermedades. Sólo en un mundo tan podrido como éste se atrevería a afirmar que eran personas inocentes. He aquí el quid de la cuestión —añadió a gritos—.Un pecado capital acecha en cada esquina, en cada hogar. Y aun así lo toleramos. Todo el día, de la mañana a la noche.Bueno, pues se acabó. Lo que hago es sentar un precedente que a partir de ahora será objeto de estudio y se seguirá.Mills se rió en su cara.—Delirios de grandeza, amigo mío.—Debería darme las gracias.—¿Y eso, Johnny?—Porque, gracias a mí, ustedes serán recordados. Dense cuenta de que la única razón por la que estoy aquí es porque yo lo he querido así. No me han cogido, sino que he sido yo quien se ha entregado.Mills torció el gesto.—Tarde o temprano le habríamos echado el guante.—¿Ah, sí? Se estaban tomando su tiempo, ¿no? ¿Jugando conmigo? ¿Es eso? ¿Han dejado morir a cinco personas inocentes mientras esperaban el momento apropiado para tenderme la trampa definitiva? —Doe se inclinó hacia Mills—. Cuénteme entonces qué es lo que me delató.¿Cuál fue la prueba concluyente que tenían, la pistola humeante que planeaban utilizar contra mí antes de que lo estropeara todo entrando en la comisaría con las manos en alto ? Dígamelo, detective. Quiero saberlo.—Me parece recordar que fuimos nosotros quienes llamamos a su puerta, Johnny.—Y a mí me parece recordar que le arreé un tortazo en la cara con una tabla, detective. Está usted vivo porque yo no lo maté.—¡Siéntese bien! —ordenó Mills.—Yo le permití seguir viviendo —prosiguió Doe en un susurro inmutable—. Recuérdelo, detective Mills. Recuérdelo cada vez que se mire al espejo durante el resto de su vida, o quizá debería decir durante el resto de la vida que yo le he permitido vivir.Mills aferró la pechera del mono y empujó a Doe contra el respaldo del asiento.—He dicho que se siente bien, chiflado. ¡Siéntese bien!Se miraron con rabia durante un instante antes de que Doe cerrara los ojos y empezara a respirar profundamente para tranquilizarse. Cuando por fin volvió a abrirlos, Somerset lo miraba fijamente por el retrovisor. En sus labios se dibujó una sonrisa.—No me pidan que compadeza a esas personas, detectives. No lloro por ellas más de lo que lloro por los millares de personas que murieron en Sodoma y Gomorra.—¡Hijo de puta! —gritó Mills—. ¿Realmente cree que lo que ha hecho es obra de Dios ?Doe bajó la cabeza y se oprimió el pulgar contra la frente hasta que la sangre empezó a filtrarse por la yema vendada.—Los caminos del Señor son insondables, detective.Cuando Doe levantó la cabeza había una mancha roja en su frente. Sonreía como un santo.CAPÍTULO 25
El cielo se tiñó de púrpura mientras el helicóptero proseguía su camino hacia el norte, siguiendo una carretera de dos carriles que conducía a una serie de anodinos polígonos industriales que se hallaban distribuidos por el margen del desierto. A lo lejos, hacia el oeste, un tren avanzaba como un gusano por el horizonte. A unos cien metros al este de la carretera se alineaban varias torres de alta tensión en dirección a las montañas, como robots gigantescos que montaran guardia en espera de recibir órdenes. El sedán azul metalizado se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, y avanzaba hacia el norte por la carretera industrial.
California meneó la cabeza.—Aquí no nos van a tender una emboscada —aseguró al piloto por el micrófono del casco—. Aquí no hay nada de nada, joder.El piloto señaló los postes de alta tensión.—No puedo aterrizar cerca de esos cables. Lo sabes, ¿no ?—Sí —repuso California.Volvió a llevarse los prismáticos a los ojos. Al final de la carretera se veían unas fábricas. Doe podía tener cómplices apostados allí. Si descubrían que un helicóptero seguía al coche, se pondrían nerviosos.—Elévate —le indicó al piloto—. Y mucho, por si hay alguien esperándolos.El piloto asintió al tiempo que manipulaba los mandos y hacía que el helicóptero ascendiese.El aparato se ladeó con brusquedad, y a California se le revolvió el estómago cuando se elevaron por encima de los postes de alta tensión. Los dos francotiradores se aferraron a los asideros que se hallaban instalados detrás de la cabina, pero se mantuvieron sentados con los rifles entre las piernas sin apenas variar su postura.—Pare aquí —ordenó John Doe—. Aquí mismo va bien.Somerset pisó el freno con suavidad mientras escudriñaba el paisaje. No había nada, absolutamente nada aparte del desierto. La estructura más cercana era un edificio alargado de una sola planta que se hallaba a cien metros de distancia o más.—¿Aquí mismo? —preguntó Somerset.—Sí, perfecto.Somerset detuvo el coche, pero titubeó un instante antes de apagar el motor. Cuando lo hizo, el silencio reinó de repente en el interior del vehículo. El viento constante del desierto mecía el coche ligeramente mientras ráfagas de arena azotaban el parabrisas.Doe observó a Mills.—¿Podemos salir, detective?Mills y Somerset se estaban mirando por el retrovisor.Somerset contempló de nuevo el paisaje antes de asentir con un gesto.—Pero no le quite los grilletes.Entregó a Mills las llaves de las esposas a través de la rejilla.Mills abrió las esposas que encadenaban a Doe a la rejilla y las que aseguraban las esposas de las manos a los grilletes. Devolvió las llaves a Somerset y esperó a que éste se apeara y abriera la portezuela trasera. Doe salió en primer lugar, seguido de Mills, quien tuvo que cubrirse el rostro de inmediato para que no le entrara arena en los ojos. Doe estaba de espaldas al coche, y se reía por lo bajo.—¿Cuál es el chiste ? —inquirió Mills.Doe señaló un lugar con las manos esposadas. A unos tres metros de la carretera se veía el cadáver reseco de un perro. Lo que quedaba del pelaje sarnoso se agitaba al viento.—A ése no me lo he cargado yo —aseguró Doe sin dejar de reír.—¿Y ahora qué, Johnny? —preguntó Mills con aire impaciente.Doe señaló con un ademán el polígono industrial que se divisaba más adelante.—Por ahí.—¿Por qué no podemos ir en coche? —inquirió Somerset.Doe adoptó una expresión seria.—No vamos tan lejos. Podemos ir a pie.Mills y Somerset intercambiaron una mirada. Resultaba difícil determinar si se trataba de la exigencia demencial de un chiflado o si formaba parte de un plan calculado.Somerset señaló la carretera con la barbilla, y Mills asintió con un movimiento de cabeza.—Venga, Johnny. Vamos a dar un paseo.Mills empezó a guiar a Doe por la carretera en dirección al polígono industrial.Somerset se quedó algo rezagado, escudriñando el cielo en busca del helicóptero. No lo vio, aunque tampoco lo esperaba. Tenían órdenes de mantener las distancias para que Doe no supiera que estaban allí. Somerset sabía que podían acudir en su ayuda muy deprisa en caso de necesidad, pero no imaginaba qué as se guardaba Doe en la manga. Se encontraban en el culo del mundo. Si alguien intentaba siquiera acercarse a ellos, el helicóptero se abalanzaría sobre quien fuese como un halcón sobre un ratón de campo.—¿Qué busca? —oyó que Mills le preguntaba a Doe.Doe no cesaba de volverse hacia el coche.—¿Qué hora es ?—¿Para qué quiere saberlo? —inquirió Somerset.Miró el reloj. Eran poco más de las siete.—Quiero saberlo —insistió Doe—. ¿Qué hora es ?—No se preocupe por la hora —replicó Mills obligándolo a mirar al frente—. Limítese a seguir adelante.Somerset frunció el ceño mientras contemplaba la carretera por la que habían llegado hasta allí. ¿Qué narices se propondría Doe?, se preguntó.—Está cerca —dijo Doe mirando por encima del hombro—. ¡Ya viene!Somerset entornó los ojos para ver mejor. Algo se acercaba a ellos desde el horizonte. Era una furgoneta. Una furgoneta blanca que se dirigía hacia ellos levantando una nube de polvo a su paso.—¡Mills! —gritó al mismo tiempo que sacaba el arma.Mills vio la furgoneta y de inmediato sacó el arma y agarró a Doe con más fuerza.—¡Quédese con él! —ordenó Somerset mientras echaba a correr hacia la furgoneta para cerrarle el paso.—¡Espere! —gritó Mills.—No hay tiempo para discutir —replicó Somerset sin detenerse.Doe empezó a seguir a Somerset.—Allá va —dijo.Mills le apuntó al rostro con el arma.—¡Quieto!Las interferencias invadieron el auricular de California cuando éste intentaba descifrar lo que decían Mills y Somerset. El piloto había desviado el helicóptero hacia el desierto para evitar que los vieran.—...Furgoneta de reparto... —decía Somerset—... al sur...De repente, un estruendo agudo de interferencias hizo dar un respingo a California. Golpeteó el casco para remediar el problema, pero no creyó que sirviera de nada. El problema residía en los postes de alta tensión, que entorpecían la recepción.En aquel instante oyó de nuevo la voz de Somerset.—... No sé lo que es...—¡Mierda! —masculló California al perder el sonido una vez más.¿Lo estaba llamando Somerset o no ? Intentó descifrar algo, cualquier cosa, pero lo único que oyó fueron las malditas interferencias.Mills siguió apuntando a Doe mientras seguía a Somerset con la mirada. Alzó la vista hacia el cielo. ¿Dónde coño está California?, pensó.Doe permanecía extrañamente tranquilo.—Me alegro de que tengamos ocasión de conversar un rato, detective.Empezó a seguir de nuevo a Somerset.Mills lo asió por el hombro.—¡Al suelo! ¡De rodillas, Doe!Le propinó sendas patadas para obligarlo a arrodillarse.Se situó detrás de él a fin de poder seguir apuntándolo sin dejar de observar a Somerset, que corría por la carretera.Doe giró la cabeza y alzó la vista hacia Mills con la misma sonrisa de santo.—¿Sabe, detective? Le envidio.Somerset corría ya sin aliento por la carrera, pero pese a ello siguió avanzando hacia la furgoneta blanca de reparto.Se hallaba a unos cincuenta metros de distancia. Se aflojó la corbata y se desabrochó la camisa para dejar al descubierto el micrófono que llevaba adherido al pecho.—¡Detenga la furgoneta! —gritó confiando en que California le recibiera—. ¡Detenga la furgoneta!Pero no había rastro del helicóptero, y la furgoneta no aminoró la velocidad.Somerset sacó el arma y efectuó un disparo de advertencia al aire.De repente, el conductor de la furgoneta pisó el freno.Los neumáticos chirriaron y derraparon sobre la carretera arenosa.Somerset echó a correr de nuevo con el arma apuntando a la cabina de la furgoneta. Se detuvo a unos diez metros del vehículo, sujetando la pistola con ambas manos a la altura del parabrisas.No consiguió ver al conductor a causa de los reflejos del vidrio.—¡Salga! —gritó al viento—. ¡Salga con las manos sobre la cabeza! ¡Ahora!La portezuela del conductor se abrió y del vehículo salió un hombre con las manos en alto. Era un tipo blanco de constitución mediana, cabello más bien ralo y bigote recortado. Llevaba gafas oscuras de espejo y uniforme marrón oscuro.—¡Por el amor de Dios, amigo, no me dispare! ¿Qué es lo que quiere! ¡Dígamelo! Le daré lo que quiera.—Dése la vuelta —ordenó Somerset—. Las manos sobre la cabeza.Se acercó más y apuntó a la espalda del hombre.—¿Qué coño pasa, tío ?El hombre estaba cagado de miedo.—¿Quién es usted ? ¿Qué está haciendo aquí ? —inquirió Somerset.El hombre miró por encima del hombro.—Estoy... estoy trabajando. He venido a entregar un paquete.—¿A quién ?En el helicóptero, California pugnaba por oír lo que decían.—Sólo es un paquete para un tipo... Esto... David no sé qué.—¿David qué más?—Esto..., un momento, déjeme pensar... David...Mills. David Mills. Detective David Mills.—¡Me cago en la leche! —gritó California.Los francotiradores se habían inclinado hacia la cabina para averiguar qué estaba pasando.El piloto se volvió hacia California.—¿Quieres que baje?—¡No! Tenemos que esperar a que Somerset nos dé la señal. Dijo que esperásemos su señal, pasara lo que pasase.Las interferencias aparecían y desaparecían mientras California intentaba descifrar las voces.Somerset apoyó el arma contra la cabeza del hombre mientras se encaminaban a la parte trasera de la furgoneta de reparto para sacar el paquete.—Despacio —advirtió cuando el hombre abrió las puertas.El interior estaba lleno de toda suerte de cajas, paquetes y sobres grandes.—Es éste —indicó el hombre al tiempo que señalaba una caja de cartón marrón que se hallaba cerca de la cabina—. La que tiene tanta cinta adhesiva. —Era una caja cúbica de unos treinta centímetros y estaba completamente cubierta de cinta adhesiva transparente—. Ese... tipo tan raro me dio quinientos dólares de propina para que la trajera hasta aquí. Me dijo que tenía que ser a las siete en punto. Ya sé que he llegado un poco tarde, pero...—Cójala y déjela ahí en el suelo —ordenó Somerset—.Despacio.—Vale, vale.El repartidor subió a la furgoneta para sacar el paquete.Al salir lo dejó sobre el pavimento y a continuación retrocedió unos pasos con las manos aún en alto.Somerset bajó la mirada hacia la caja sin dejar de apuntar al hombre. Sobre el cartón aparecían unas palabras escritas en rotulador: PARA EL DETECtiVE DAVID MILLS — FRAGIL.—¡Al suelo ! —ordenó Somerset al hombre—. Tiéndase boca abajo y deje las manos sobre la cabeza.El hombre obedeció de inmediato. Los brazos descubiertos le temblaban de forma violenta.Somerset se retiró la camisa y habló directamente al micrófono mientras contemplaba la caja fijamente.—Tenemos un paquete. Es de John Doe.—No sé lo que es, pero...Las interferencias ahogaron de nuevo la voz de Somerset. California se golpeó el casco con exasperación.—Llama a los artificieros —indicó al piloto—. Y diles que se den prisa.El piloto asintió.—¿Quieres que baje?—¡Espera! —exclamó California—. No nos ha dado la señal.Las interferencias disminuyeron por un instante. California oyó de nuevo la voz de Somerset.—... a abrirlo...Mills entornó los ojos a causa del viento. A lo lejos, Somerset tiraba del repartidor para ponerlo de pie, cachearlo e inspeccionar el contenido de su cartera. En aquel momento, el hombre echó a correr, pero los gestos de Somerset ponían de manifiesto que había ordenado al hombre que se marchara, que saliera corriendo.Doe giró la cabeza sobre los hombros. Mills no aflojó la presión.—Ojalá pudiera haber sido un hombre normal —comentó—. Como usted. Ojalá hubiera podido llevar una vida sencilla.Mills intentó averiguar qué estaba haciendo Somerset.Estaba apoyado sobre una rodilla y se inclinaba sobre un objeto colocado en la carretera.—¿Qué cojones está pasando ? —masculló.El viento le silbaba en los oídos.—He ordenado al repartidor que se marche a pie —dijo Somerset en voz alta con la esperanza de que California pudiera oírlo—. Que vengan a buscarlo. Se dirige hacia el sur por la carretera.Sacó la navaja y la abrió.—Voy a abrir el paquete.Las manos le temblaban mientras cortaba la cinta adhesiva que cubría las costuras superiores de la caja. Retiró las pestañas y rasgó la cinta restante. El objeto que contenía la caja estaba bien envuelto en papel plastificado y acolchado.De repente le llegó el sonido de los rotores del helicóptero por encima del silbido del viento. Somerset alzó la vista y vio que el helicóptero se acercaba.—¡No os acerquéis! —gritó por el micrófono—. ¡No os acerquéis! Todavía no sé lo que es.El helicóptero varió el rumbo, se elevó y luego mantuvo la posición.Somerset utilizó la navaja para cortar la cinta que sujetaba el papel plastificado en torno al objeto. Tiró del papel.Era un objeto pesado. Rodó sobre sí mismo cuando Somerset retiró el papel plastificado. Estaba manchado de sangre coagulada. Somerset escudriñó el interior de la caja.—¡Dios mío!Retrocedió dando un traspié y cayó al suelo, debilitado de repente, sin querer mirar. Pero no podía apartar los ojos de aquello.—Dios mío, no...Se levantó, pero las piernas le temblaban. Retrocedió dando tumbos y se apoyó en la furgoneta. La imagen del autobús escolar amarillo que había visto aquella tarde, con todos los niños bajando de él, le cruzó por la mente. Tenía ganas de vomitar.—Dios mío, no...Mills vio a Somerset dar un traspié al apartarse de la caja. Algo andaba mal. Asió a Doe por el hombro.—¡Arriba! ¡Levántese! ¡Vamos!Doe se levantó con esfuerzo e intentó caminar, pero no podía avanzar con la suficiente rapidez a causa de los grilletes.—Lleva una buena vida, detective...—¡Cierre el pico y camine!Doe intentó andar al paso de Mills, pero tropezó y cayó al suelo.Mills lo asió con más fuerza y empezó a tirar de él.—¡Arriba, cabrón! ¡Camine!Somerset se enjugó las lágrimas y la saliva. Aspiró profundamente, resuelto a no perder el control. Pero entonces alzó la vista y vio que Mills arrastraba a Doe hacia él.—Oh, mierda, no... —masculló—. No...Se dio impulso con la mano que sostenía el arma e inclinó la cabeza hacia el micrófono al mismo tiempo que echaba a andar en dirección a Mills y John Doe.—Escucha, California..., escúchame. Haga lo que haga, no vengas. ¡No aterrices! Manténte alejado. Oigas lo que oigas, veas lo que veas, ¡no vengas! Doe tiene la sartén por el mango.El helicóptero se desvió hacia el oeste; Somerset hizo acopio de fuerzas y echó a correr hacia Mills y Doe con toda la rapidez que le permitieron sus piernas.El sol no era más que una fina línea sobre las montañas y proyectaba largas sombras sobre la arena del desierto.Mills tiró de Doe. Algo andaba mal. Somerset se hallaba a unos cuarenta metros de distancia y corría hacia ellos.—¡Vamos! ¡Muévase, maldita sea!Pero Doe permaneció quieto, observando a Somerset con el rostro completamente sereno.—Aquí viene.—¡Somerset! —llamó Mills—. ¿Qué coño pasa?Pero Somerset no lo oía a causa del viento.—Ojalá hubiera podido vivir como usted, detective —dijo Doe.Somerset se hallaba a treinta metros de ellos.—¡Suelte el arma, Mills! —gritó—. ¡Tírela!—¿Qué?Mills soltó a Doe y se acercó a Somerset con la pistola de nueve milímetros apuntando hacia el suelo.—¡Suelte el arma ahora mismo! —repitió Somerset.—Pero ¿qué dice? —replicó Mills.Mills oyó la voz de Doe a sus espaldas.—¿Me oye, detective? Estoy intentando decirle lo mucho que les admiro a usted y a su preciosa esposa..., Tracy.Mills giró en redondo para encararse con él.—¿Qué ha dicho ?Doe sonreía.Somerset alcanzó a Mills sin aliento.—Suelte el arma, Mills. ¡Es una orden!—¡Que le den por saco! —fue la respuesta de Mills—.Está jubilado. No tengo por qué hacerle caso.—Escúcheme, Mills.Pero Mills no le escuchaba. Se estaba acercando a Doe y apuntaba inconscientemente al pecho del asesino.Doe seguía sonriendo.—Resulta inquietante la facilidad con la que un representante de la prensa puede comprar información de los hombres de su comisaría, detective.—David..., por favor... —suplicó Somerset mientras luchaba por recuperar el aliento.—Esta mañana he estado en su casa, detective. Usted no estaba. He intentado jugar a ser marido, saborear la vida de un hombre sencillo... Pero no ha funcionado. Sin embargo, me he llevado un recuerdo.El rostro de Mills se contrajo de dolor y confusión al volverse hacia Somerset e implorar respuestas con la mirada.Somerset extendió la mano con los ojos llenos de lágrimas.—Déme el arma —farfulló con voz ronca.—Me he llevado algo para poder recordarla —prosiguió Doe—. Su preciosa cabeza.Mills se llevó las manos al estómago, suplicando a Somerset que le dijera la verdad.—Me la he llevado porque envidio la vida tan normal que lleva, detective. Por lo visto, la envidia es mi pecado.Mills se abalanzó sobre Doe, lo asió por la pechera y le apretó el cañón de la pistola contra el ojo.—¡No es cierto! —chilló—. ¡Dígalo! ¡Diga que no es cierto... !Un objeto metálico y frío acarició la nuca de Mills. Era el cañón de la automática de Somerset.—No puedo permitir que haga esto, Mills.—¡Qué hay en la puta caja, Somerset! ¡Dígamelo!A Somerset le tembló la mano. Las lágrimas le rodaron por las mejillas. Era incapaz de pronunciar las palabras fatales.—Se lo acabo de decir, detective —explicó Doe con calma.—¡No es verdad!—Oh, sí que es verdad, detective.—Eso es lo que quiere, Mills —jadeó Somerset—. ¿Es que no lo entiende?—Venganza, David —instó John Doe.—¡Cierre el pico! —gritó Mills.—¡Ira!—¡Cierre el pico de una puta vez!Mills le cruzó la cara con un golpe de la pistola, y el asesino cayó de lado.Doe se incorporó con lentitud, como una tortuga, impasible pese al golpe que había recibido. Se puso de nuevo de rodillas. La sangre le resbalaba por un costado de la cara.Bajó la cabeza, preparado para el martirio.—Máteme, detective.Mills apoyó el arma contra la frente de Doe y la aferró con ambas manos; el pecho le subía y bajaba agitadamente, sollozaba con desesperación, furioso pero presa de la incertidumbre. Quitó el seguro de su pistola.—Es lo que quiere que haga —intervino Somerset sin dejar de apuntar a Mills—. No entre en su juego.Mills apretó el arma contra la frente de Doe y le empujó la cabeza hacia atrás.—Mills, si mata a un sospechoso lo tirará todo por la borda. No voy a permitir que haga eso.—¡A tomar por culo! —sollozó Mills—. Usted no me entregará. Diremos que intentó escapar y que por eso le he pegado un tiro. Ya habrá tiempo de hablar de los detalles.—Se quitó el chaleco antibalas, se abrió la camisa de un tirón y se arrancó el micrófono antes de arrojarlo al desiertoNadie tiene por qué saberlo.Asió el gatillo con más fuerza.—Lo colgarán por las pelotas, Mills. No les importará quién sea él. ¿Un policía que mata a un sospechoso indefenso ?Ni en pintura. Estará acabado, Mills. Lo meterán en la cárcel.—¡No me importa!—Si usted no está, Mills, ¿quién luchará?—¿Luchar por qué, Somerset? ¿Para qué? Usted también se ha rendido, así que no me toque las pelotas con algo que ni usted mismo se cree.—No le escuche —siseó Doe—. ¡Máteme!—¡David! Está equivocado —insistió Somerset—.¿Quién ocupará mi lugar si usted no está? ¿Quién?—Tracy me suplicó que la dejara vivir, detective.Somerset apretó el arma contra el cuello de Mills.—Suelte el arma, David.—Ha sido muy patético, detective. Me suplicó que le perdonara la vida a ella... y al bebé que llevaba en su seno.Mills frunció el ceño con aire confundido, pero de repente comprendió el horror de aquellas palabras.—¿Acaso no lo sabía? —preguntó Doe con sobresalto.A Mills le temblaban los labios y las manos mientras sostenía el arma contra la frente del asesino.De repente, una oleada de fatiga se adueñó de Somerset.Tenía los brazos tan cansados que dejó caer el arma a un lado.—Si lo mata, él habrá ganado.Doe cerró los ojos y entrelazó las manos para rezar.El arma se agitaba entre las manos temblorosas de Mills.—Muy bien... El gana.Mills disparó, y la parte superior de la cabeza de Doe salió volando cuando el hombre cayó hacia atrás. Pedazos sangrientos salpicaron la carretera polvorienta. El estallido del disparo retumbó en el desierto y fue desvaneciéndose paulatinamente para dar paso al silbido del viento.Mills dejó caer su arma sobre el pavimento. Se volvió y echó a andar, pero sólo logró dar unos pasos antes de hincarse de rodillas y sepultar el rostro entre las manos.Somerset contempló el cadáver con la boca reseca. Un charco de sangre se extendía desde lo que quedaba de la cabeza de Doe por el pavimento, como una mala idea. La sangre se filtró por debajo del arma de Mills, un opaco islote plateado en un lago carmesí. Somerset cerró los ojos. No quería ver más.Dos horas más tarde, Somerset seguía en aquel tramo de carretera, apoyado contra el parachoques del sedán azul metalizado que lo había conducido hasta allí, con un vaso de café frío en la mano. Un círculo de coches patrulla iluminaba con sus faros el escenario del crimen. El cadáver de Doe se hallaba en una bolsa negra a pocos metros del pavimento manchado de sangre. Dos auxiliares de la oficina del forense recogieron la bolsa como si fuera una maleta pesada, la colocaron sobre una camilla y se la llevaron a la furgoneta.Había policías de paisano y técnicos forenses repartidos por todo el lugar. El helicóptero descansaba en el desierto, a unos cincuenta metros de la carretera, con los rotores inmóviles. Hacía una hora que se habían llevado a Mills.Somerset contemplaba pensativo la rosa de papel pintado.El capitán se aproximó a Somerset.—Ya ha pasado todo, William. Váyase a casa.—¿Qué será de Mills ? —preguntó Somerset.—Irá a juicio —contestó el capitán encogiéndose de hombros—. El sindicato de la policía le conseguirá un buen abogado. No lo condenarán a la pena máxima por circunstancias atenuantes, pero pasará un tiempo en la cárcel. De eso no cabe ninguna duda.—¿Y su carrera ?—Por la borda —replicó el capitán meneando la cabeza.—Así que Doe ha ganado al fin y al cabo. Siete por siete... Siete vidas destruidas; ocho, contando a Mills...Nueve, en realidad, si contamos al... bebé.A Somerset le costó pronunciar la última palabra.—Váyase a casa, William —repitió el capitán—. Ahora está jubilado. Deje atrás todo esto.Somerset meneó la cabeza y estrujó la rosa de papel.—He cambiado de idea.—¿Qué?—Me quedo. No quiero jubilarme.—¿Está seguro ?—Sí, lo estoy. —Se apartó del coche y se dirigió a la portezuela del conductor—. Hasta el lunes.Al abrir la portezuela, arrojó el pedazo arrugado de papel pintado al desierto, donde el viento se lo llevó como si de un arbusto muerto se tratara. Sabía que jamás podría marcharse.Sin Mills, alguien tenía que quedarse para seguir luchando.Fin