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    Flip


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    Flip In Y


    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:54
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:28
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:46
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:37
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:42
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música - 8 Bit Halloween Story - 2:03
  • 132. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - 3:08
  • 133. Música - Esto Es Halloween - El Extraño Mundo De Jack - Amanda Flores Todas Las Voces - 3:09
  • 134. Música - For Halloween Witches Brew - 1:07
  • 135. Música - Halloween Surfing With Spooks - 1:16
  • 136. Música - Spooky Halloween Sounds - 1:23
  • 137. Música - This Is Halloween - 2:14
  • 138. Música - This Is Halloween - Animatic Creepypasta Remake - 3:16
  • 139. Música - This Is Halloween Cover By Oliver Palotai Simone Simons - 3:10
  • 140. Música - This Is Halloween - From Tim Burton's The Nightmare Before Christmas - 3:13
  • 141. Música - This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 142. Música - Trick Or Treat - 1:08
  • 143. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 144. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 145. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 146. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 147. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 148. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 149. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 150. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 151. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 152. Mysterious Celesta - 1:04
  • 153. Nightmare - 2:32
  • 154. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 155. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 156. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 157. Pandoras Music Box - 3:07
  • 158. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 159. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 160. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 161. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:58
  • 162. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 163. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 164. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 165. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 166. Scary Forest - 2:37
  • 167. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 168. Slut - 0:48
  • 169. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 170. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 171. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 172. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:26
  • 173. Sonidos - Creepy Ambience - 1:52
  • 174. Sonidos - Creepy Atmosphere - 2:01
  • 175. Sonidos - Creepy Cave - 0:06
  • 176. Sonidos - Creepy Church Hell - 1:03
  • 177. Sonidos - Creepy Horror Sound Ghostly - 0:16
  • 178. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 179. Sonidos - Creepy Ring Around The Rosie - 0:20
  • 180. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 181. Sonidos - Creepy Vocal Ambience - 1:12
  • 182. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 183. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 184. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 185. Sonidos - Eerie Horror Sound Evil Woman - 0:06
  • 186. Sonidos - Eerie Horror Sound Ghostly 2 - 0:22
  • 187. Sonidos - Efecto De Tormenta Y Música Siniestra - 2:00
  • 188. Sonidos - Erie Ghost Sound Scary Sound Paranormal - 0:15
  • 189. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 190. Sonidos - Ghost Sound Ghostly - 0:12
  • 191. Sonidos - Ghost Voice Halloween Moany Ghost - 0:14
  • 192. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 193. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:28
  • 194. Sonidos - Halloween Horror Voice Hello - 0:05
  • 195. Sonidos - Halloween Impact - 0:06
  • 196. Sonidos - Halloween Intro 1 - 0:11
  • 197. Sonidos - Halloween Intro 2 - 0:11
  • 198. Sonidos - Halloween Sound Ghostly 2 - 0:20
  • 199. Sonidos - Hechizo De Bruja - 0:11
  • 200. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 201. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:15
  • 202. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 203. Sonidos - Horror Sound Effect - 0:21
  • 204. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 205. Sonidos - Magia - 0:05
  • 206. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 207. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 208. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 209. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 210. Sonidos - Risa De Bruja 1 - 0:04
  • 211. Sonidos - Risa De Bruja 2 - 0:09
  • 212. Sonidos - Risa De Bruja 3 - 0:08
  • 213. Sonidos - Risa De Bruja 4 - 0:06
  • 214. Sonidos - Risa De Bruja 5 - 0:03
  • 215. Sonidos - Risa De Bruja 6 - 0:03
  • 216. Sonidos - Risa De Bruja 7 - 0:09
  • 217. Sonidos - Risa De Bruja 8 - 0:11
  • 218. Sonidos - Scary Ambience - 2:08
  • 219. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 220. Sonidos - Scary Horror Sound - 0:13
  • 221. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 222. Sonidos - Suspense Creepy Ominous Ambience - 3:23
  • 223. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 224. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 225. Tense Cinematic - 3:14
  • 226. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 227. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:23
  • 228. Trailer Agresivo - 0:49
  • 229. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 230. Zombie Party Time - 4:36
  • 231. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 232. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 233. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 234. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 235. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 236. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 237. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 238. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 239. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 240. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 241. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 242. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 243. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 244. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 245. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 246. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 247. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 248. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 249. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 250. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 251. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 252. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 253. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 254. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 255. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 256. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 257. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 258. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 259. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 260. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 261. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 262. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 263. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 264. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 265. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 266. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 267. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 268. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 269. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 270. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 271. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 272. Music Box We Wish You A Merry Christmas - 0:27
  • 273. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 274. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 275. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 276. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 277. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 278. Noche De Paz - 3:40
  • 279. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 280. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 281. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 282. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 283. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 284. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 285. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 286. Sonidos - Beads Christmas Bells Shake - 0:20
  • 287. Sonidos - Campanas De Trineo - 0:07
  • 288. Sonidos - Christmas Fireworks Impact - 1:16
  • 289. Sonidos - Christmas Ident - 0:10
  • 290. Sonidos - Christmas Logo - 0:09
  • 291. Sonidos - Clinking Of Glasses - 0:02
  • 292. Sonidos - Deck The Halls - 0:08
  • 293. Sonidos - Fireplace Chimenea Fire Crackling Loop - 3:00
  • 294. Sonidos - Fireplace Chimenea Loop Original Noise - 4:57
  • 295. Sonidos - New Year Fireworks Sound 1 - 0:06
  • 296. Sonidos - New Year Fireworks Sound 2 - 0:10
  • 297. Sonidos - Papa Noel Creer En La Magia De La Navidad - 0:13
  • 298. Sonidos - Papa Noel La Magia De La Navidad - 0:09
  • 299. Sonidos - Risa Papa Noel - 0:03
  • 300. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 1 - 0:05
  • 301. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 2 - 0:05
  • 302. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 3 - 0:05
  • 303. Sonidos - Risa Papa Noel Feliz Navidad 4 - 0:05
  • 304. Sonidos - Risa Papa Noel How How How - 0:09
  • 305. Sonidos - Risa Papa Noel Merry Christmas - 0:04
  • 306. Sonidos - Sleigh Bells - 0:04
  • 307. Sonidos - Sleigh Bells Shaked - 0:31
  • 308. Sonidos - Wind Chimes Bells - 1:30
  • 309. Symphonion O Christmas Tree - 0:34
  • 310. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 311. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 312. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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      0.8  
      0.9  
      1  
      1.1  
      1.2  
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      1.5  
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      2.1  
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      3(s) 
      3.1  
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      3.5  
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      30  
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      55  
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    VELOCIDAD-TIEMPO

    Tiempo Movimiento

    Tiempo entre Movimiento

    Rotar
    ROTAR-VELOCIDAD

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      135     180  
    ROTAR-VELOCIDAD

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    ▪ Normal

    ▪ Restaurar Todo
    VARIOS
    Alarma 1
    ALARMA 1

    ACTIVADA
    SINCRONIZAR

    ▪ Si
    ▪ No


    Seleccionar Minutos

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      4     5     6  

      7     8     9  

      0     X  




    REPETIR-APAGAR

    ▪ Repetir

    ▪ Apagar Sonido

    ▪ No Alarma


    REPETIR SONIDO
    1 vez

    ▪ 1 vez (s)

    ▪ 2 veces

    ▪ 3 veces

    ▪ 4 veces

    ▪ 5 veces

    ▪ Indefinido


    SONIDO

    Actual:
    1

    ▪ Ventana de Música

    ▪ 1-Alarma-01
    - 1

    ▪ 2-Alarma-02
    - 18

    ▪ 3-Alarma-03
    - 10

    ▪ 4-Alarma-04
    - 8

    ▪ 5-Alarma-05
    - 13

    ▪ 6-Alarma-06
    - 16

    ▪ 7-Alarma-08
    - 29

    ▪ 8-Alarma-Carro
    - 11

    ▪ 9-Alarma-Fuego-01
    - 15

    ▪ 10-Alarma-Fuego-02
    - 5

    ▪ 11-Alarma-Fuerte
    - 6

    ▪ 12-Alarma-Incansable
    - 30

    ▪ 13-Alarma-Mini Airplane
    - 36

    ▪ 14-Digital-01
    - 34

    ▪ 15-Digital-02
    - 4

    ▪ 16-Digital-03
    - 4

    ▪ 17-Digital-04
    - 1

    ▪ 18-Digital-05
    - 31

    ▪ 19-Digital-06
    - 1

    ▪ 20-Digital-07
    - 3

    ▪ 21-Gallo
    - 2

    ▪ 22-Melodia-01
    - 30

    ▪ 23-Melodia-02
    - 28

    ▪ 24-Melodia-Alerta
    - 14

    ▪ 25-Melodia-Bongo
    - 17

    ▪ 26-Melodia-Campanas Suaves
    - 20

    ▪ 27-Melodia-Elisa
    - 28

    ▪ 28-Melodia-Samsung-01
    - 10

    ▪ 29-Melodia-Samsung-02
    - 29

    ▪ 30-Melodia-Samsung-03
    - 5

    ▪ 31-Melodia-Sd_Alert_3
    - 4

    ▪ 32-Melodia-Vintage
    - 60

    ▪ 33-Melodia-Whistle
    - 15

    ▪ 34-Melodia-Xiaomi
    - 12

    ▪ 35-Voz Femenina
    - 4

    Alarma 2
    ALARMA 2

    ACTIVADA
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    AVATAR - ELEGIR

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    10%
    )


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    10%
    )


    Avatar 7(
    10%
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    ▪ Imágenes para Efectos y Cambio automático
    ▪ Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    ▪ Ocultar Reloj
    ▪ Ocultar Reloj - 2
    ▪ Reloj y Avatares 1-2-3 Movimiento Automático
    ▪ Rotar-Voltear-Rotación Automático
    ▪ Tamaño
    ▪ Texto - Color y Cambio automático
    ▪ Tiempo entre efectos
    ▪ Tipo de Letra y Cambio automático
    Imágenes para efectos
    Mover-Voltear-Aumentar-Reducir Imagen del Slide
    M-V-A-R IMAGEN DEL SLIDE

    VOLTEAR-ESPEJO

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    Programar Reloj
    PROGRAMAR RELOJ

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar

    ▪ Eliminar

    ▪ Guardar
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    H= M= R=
    -------
    Prog.R.1

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    Reloj #

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    Prog.R.2

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    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    H= M= E=
    -------
    Prog.E.1

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    Prog.E.4

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    PROGRAMAR RELOJES


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    Relojes a cambiar

    1 2 3

    4 5 6

    7 8 9

    10 11 12

    13 14 15

    16 17 18

    19 20

    T X


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    PROGRAMAR ESTILOS


    DESACTIVADO
    ▪ Activar

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    A B C D

    E F G H

    I J K L

    M N O P

    Q R T S

    TODO X


    Programar lo Programado
    PROGRAMAR LO PROGRAMADO

    DESACTIVADO
    ▪ Activar

    ▪ Desactivar
    Programación 1

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 2

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Programación 3

    Reloj:
    h m

    Estilo:
    h m

    RELOJES:
    h m

    ESTILOS:
    h m
    Almacenado en RELOJES y ESTILOS

    ▪1
    ▪2
    ▪3


    ▪4
    ▪5
    ▪6
    Borrar Programación
    HORAS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X
    MINUTOS

    1 2 3 4 5

    6 7 8 9 0

    X


    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
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    EL PAÍS DE LOS GRAMAJO (Enrique David Borthiry)

    Publicado en marzo 04, 2012

    DE COMO SE ARMA UN EJERCITO DE MONTONEROS CON HIJOS DE LA MISMA MADRE Y, CIELO ARRIBA ARENAL ABAJO, SE DEFIENDE EL PAÍS


    ¡Vienen los montoneros!



    Es polvo bajo el cielo y hasta cubriéndolo, lo que se ve. Arena también porque el país está reseco y ahí, tan cerca de la cordillera, tierra y arena son una misma cosa para gritar la inutilidad de la semilla y la soledad de los llanos, tusca y cactos, extendiéndose como un castigo para los ojos. Y en medio, o en nada, Tama, seis ranchos locos, una capilla y un poquito más al reparo de la loma rojiza, la casa de piedra de la vieja fecundadora. Los ve­cinos salen de las cuevas techadas y el caserío ahora tie­ne vida y es que ya no importa tanto la arremetida del sol porque levantando polvo y esperanzas se acerca el Rogelio, gesto, cuerpo y silencio riojano.

    –¡Se viene el capitán!

    Ahí viene, entre gritos y alaridos, del lado de Patquía. El país está en guerra, como lo estuvo antes y co­mo lo estará por muchos años, casi pasando los siglos en ese afán de no aceptar conquistadores. "¡Ni de afuera ni de adentro!", se entusiasma el Gramajo en la siestas ca­lurosas cuando se prueba el vino que uva tan gorda cosechan en los parrales. Y es que ya no pueden dejar de guerrear porque los generales andan buscando destripar el país para adueñarse de personas, animales y distan­cias, ahora que han sido ahuyentados los extranjeros, monte abajo y cerro arriba, sin poder resistir tanta em­bestida de lanza, piedra y cuchillo. Y el pueblo de Tama, no más de trescientos humanos con algunas ovejas y ca­bras pues de vacas ni qué hablar, asoma su alegría por­que si regresa el Gramajo la soledad es menos dura. La caballada, flaca de tanto andar y brillosa por el sudor, bufa oliendo el descanso. El polvo se levanta desganado y es época sin vientos, tanto que la arenisca se prende del aire y tarda en caer del cielo. Todavía sin llegar del todo, los más cercanos se apean para largarse al ofrecimiento de agua y ya van para tres días que galope y trote, los llanos nunca terminan. Poco ha conseguido el capitán, se ve. Ya se temía que tanta guerra y tantos padecimien­tos fuera dejando al país sin hombres ni muchachos. El Gramajo regresa de una recorrida de muchos días para traer paisanos dispuestos a pelear sin miedo y sin gloria y así arma, de a pedazos, un ejército de hombres tristes sobre caballos hambrientos y asoleados.

    –¡Viva el Rogelio!

    Viva, tan entusiasmados lo repiten los vecinos. Bro­ta otro grito y es un eco que no encuentra resistencia al­guna para alejarse por el espacio azul, encima de baña­dos y esteros, tan vacío y reseco resulta el horizonte que desampara a Tama, nombre indio que era pueblo cose­chando maíz, recogiendo vainas de algarrobo y sabo­reando miel de abejas, mucho antes que los soldados trajeran la civilización en el filo de las espadas. Desde le­jos, ojos largos hechos para la amistad pero fogueados en las acechanzas de la guerra, Rogelio Gramajo descu­bre la algarabía de su gente y se nota que lo esperan con ansiedad, tantos días sin noticias. Es que por algún lado se acerca el coronel Ordóñez empecinado en sacarlos del medio para extender un país a su manera y donde los del llano tengan que ser ajenos. De ahí la recorrida porque un paisano aquí, un muchacho casi indio por el lado de Chepes y un arriero solitario en los montes de Chamical o en los recovecos del Velazco, va formando una partida guerrera que no será muy disciplinada pero que lo respe­ta y lo sigue, así los lleve a la muerte.

    –Pocos son...
    –Pocos. No más de treinta.

    Ya están en medio de la calle principal, la única ya que las otras no han dejado de ser pasos y senderos de cabras. Varias casas casi cuadradas de un lado, ninguna con escudo o bandera, algunas de cal y piedras, otras de paredes con adobes y techadas con paja, con el campa­nario de la capilla, todo el pueblo es eso. Y sosteniendo la vida para hacerla eterna, por ahí anda la vieja que no es de La Rioja aunque van para doscientos años que acomoda ramas en el horno, amasa pan con harina de algarrobo y junta miel salvaje en los matorrales y es que llegada fue huyendo de una matanza por el valle de Tafí con mucho miedo a los hombres que gritando oro y pla­ta enloquecieron por las riquezas del inca. Ahora es par­te del paisaje en las llanuras resecas. Sale también a mi­rar.

    –¡Salud a todos!

    Recibe el Gramajo una vasija con agua y bebe tanta sed que tiene con muchos días trotando arenales y cru­zando cerros para buscar campesinos que defiendan los llanos. Y eso le viene preocupando porque si por desgra­cia no ha ido a la escuela ya que en Tama no la hay, no puede dejar de lado tanta confusión que lo atonta y es que, ¿por qué pelean unos contra otros, todos del mismo país? Los extranjeros, hace años, han sido corridos para la cordillera y también echados al mar, que se vayan con sus barcos que ya han llevado bastante. Y la guerra si­gue y no entiende mucho por qué tanto humano despan­zurrado, tanto grito de dolor, tantos días de vagar ham­brientos, sin aquietar el cansancio. Los ojos abiertos al dormir, la mano pronta al cuchillo y el recelo sospe­chando de todos los ruidos, vida tan sufrida que llevan.

    –¿Alguna novedad? –pregunta.
    –Gente de Ordóñez viene de San Juan...

    La vieja lo ve pensar. "Habrá que pararlos en los montes, pero, ¿con qué? Ochenta somos y con mucha suerte. Ellos quinientos o mil. Y seguro traen fusiles y algún cañón..." Mira a sus hombres tan ocupados en masticar y le es fácil saber que tienen más ganas de fiestas que de salir a guerrear, meta solazos y miedo, con el cariño alejado, casi desnudos los pobres, tan harapien­tos que apenan. Y si repasa, las armas son cañas que tie­nen cuchillos con ataduras en las puntas, varias vueltas de tiento. Y algún sable ganado en el entrevero, y lo me­jor son dos fusiles con balas que no alcanzan ni para asustar al enemigo. Deja de pensar porque la vieja le ofrece tortas y tan guapa que se aparece con las rodillas redondas, la cara bañada de arrugas y eso sí buenos dientes para masticar que con los años le ha crecido el hambre. El capitán recibe y agradece pero ¿no son hom­bres de paz estos que lleva a la guerra?, los ve ansiosos de mujeres, comida y vino. Y en la confusión de las ideas vuelve a sentirse flojo siempre pensando en la tranquili­dad cuando no hay otra forma de vivir que atacar para defenderse. Dos días en Tama, diez en Tuizón, en Malanzán o Mollaco, andando y andando, recorriendo el llano sin quedarse quieto, gritando a los campesinos, y hay que dejar de sembrar y estos son tiempos de guerra, es una vida penosa. Y claro que si le dan a elegir ya mis­mo la busca como mujer a la Juana Peñalba tanto que lo mira la picara y en las noches tibias de todo el año le ha­ce cuatro, ocho y quince hijos y después a vivir como se pueda.

    La algarabía es grande y el vino nutre el coraje, tan sedientos que han llegado. No descansa la vieja y los mi­ra dudando porque entre memorias y paisajes también ve a los suyos degollados por una civilización que traía virreyes, ropas bordadas y crucifijos pintados con lágri­mas de yeso. Así que pasen los años no puede quedar va­cía de recuerdos y con tantos vientos que la han castiga­do todavía vuelven llantos de criaturas destripadas, gri­tos desgarrados de mujeres colgando los pedazos y fue­go y odio quemando tanta inocencia. De ahí que paso a paso se venga por el sendero y en medio de todos ponga su presencia reclamando respeto.

    –¿Para qué pelear sin remedio?

    Tan ronca que habla. Y hacen silencio porque no es fácil que salga de su hosquedad, siempre huraña y meti­da para adentro, pasen los días y los meses, sentada jun­to a la casa de piedra. Nadie contesta y ella tiene sus du­das.

    –Por el país, dice el Gramajo... ¿Y para qué tanto país si sobra para muchos más? Años y años peleando, treinta y dos hijos me viven, ¿también para el país como los otros, muertos por las pestes, perdidos en las monta­ñas, enterrados quién sabe dónde, boqueando sin una mano que los ayude a cerrar los ojos? Para eso no vale la pena nacer...

    Compromiso serio para el Gramajo contestar seme­jante pregunta. La vieja no es momia y todos saben que gordota y baja, de muchacha supo ser codiciada tan buena moza que era. Y aunque se ha puesto deformada y glotona, sigue siendo hermosa con tanta historia de sus valles calchaquíes y dicen que hubo un tiempo de es­plendores y riquezas, de surcos que brotaban la semilla y de hermanos que eran alegres, reían y cantaban. Se acer­ca el capitán.

    –De grande, demasiado país tenemos, cierto –ha­bla y lo escuchan–. Si para encontrar a otra persona o animal, diez y quince leguas se anda. Y pelear no gusta a la gente buena, claro... Lindo es vivir tranquilos, tirar­se a la sombra de un algarrobo, dejar que el tiempo pase, trabajar y tener familia, darle al vino y a las hembras y esperar, poco a poco, que llegue la hora de hacernos tie­rra. Pero esos que vienen y no hemos llamado, son duros y achuran sin asco. No son extranjeros y eso es lo que duele y no es fácil de entender. No tienen lástima y, ¿por qué?, ¡ni Dios lo sabe!, vienen a echarnos, a quitarnos lo poco que tenemos porque quieren al país sin nosotros. O si nos quedamos mansos, con nosotros para ellos... Y entonces yo le pregunto vieja qué es mejor, ¿esperar que nos degüellen porque sí porque se les antoja o jugarnos enteros para no morir tan fácil?

    ¡Les vamos a dar con todo!, tan lindo que habla, nace la aprobación. Y hasta la vieja que puede ahondar como nadie en la ferocidad de los que vienen, va salien­do de su esterilidad como de sus dudas y desde ya vuelve a comprometer su vientre fecundo para que lo dicho se cumpla. Y no sólo por Tama, sino por el país, con el va­lle de cascadas, vertientes acariciadoras, bosques de or­quídeas y colinas nevadas donde comenzó su adoración por el sol, tan productor de personas, animales y frutos con sus tibiezas de todo el año. Por ese tan anterior y por todos los valles presentes, secos, recalentados o im­penetrables por la maraña de jardines florecidos y satu­rados de humedad para que lo habiten bichos y se haga posible el aire donde revolotean pájaros con todos los colores que todavía n se inventaron. Por el arenal ama­rillo donde revientan lagartijas y cuesta levantar la pier­na cansada, leguas y leguas, siempre igual, nunca se lle­ga, ni un matorral, ni un ave, sólo conchilla y angustia. Por las montañas y cerros que tantos hay en el país, azu­les, rojos, verdes y marrones y del color que elijan los que miran, con las venas por donde duerme el oro la pla­ta el cobre la cal y todos los polvos maduros para curar enfermedades, pintar la piel, ahuyentar pestes, teñir teji­dos, perfumar mejunjes milagrosos y adornar jarras de arcilla cocida. Por las salinas que enceguecen de luz, por los bosques de cactos gigantescos, por las soledades y por los ríos que los hubo y se han secado y ahora espe­ran con el cauce suplicando. Y por todo eso, ya está pen­sando en parir más hijos para poblarlo, aunque se mue­ran en la guerra o se pierdan en la distancia.

    Y a descansar, ordena el Gramajo, dando alegría al Francisco porque con tanto entusiasmo ya está seguro que será de la partida, sin blanduras por sus diez años. Sólo la vieja no duerme, sentada al costado del rancho, cara al cielo, muy concentrada en los dioses. Y es que se lo promete: si no vuelven diez, parirá veinte. La gente se extrañará, vaya con la Chacha que ya pasó los cien, dos­cientos o trescientos años y sin necesidad de hombre si­gue pariendo hijos. Todos varones, encima. Nadie le co­noce mujer que haya salido de sus entrañas. Cuando se lo preguntan, husmea el tabaco y se hace la misteriosa: "No es tiempo de mujeres." Y no será, porque aquellos que le conocen veinte, treinta o cincuenta hijos, lo co­mentan: "Ninguna hembra hubo, los he visto. Altos o bajos, pero siempre flacos y silenciosos, han sido varo­nes. Se mueren, se pierden, forman familia en los mon­tes, en los llanos o en los valles y ya no vuelven a Tama. La vieja no se preocupa cómo terminan o cómo siguen. Aunque los debe querer, no los llora cuando no están. En diez días, diez hijos. O más, según le vengan las ga­nas. Y los cría como a bichos, sanos, callados, respetuo­sos, con muy poco de comer. Seguro que tiene más de bruja que de india." De ahí la admiración, porque vién­dola tan fea y sapona, con su cuerpo grasoso y la cara arrugada, hasta con barba, ¿quién le puede regar entre las piernas para preñarla? Ni de borracho, se asquean los pretenciosos. Y lo comentan muy bajo ya que la vie­ja, con sus poderes, tiene oídos muy largos. Sin embar­go, los escucha. En su vientre han estado y le duele cuan­do sufren, se alegra cuando cantan y se muere de a peda­zos cuando es de su sangre el que muere. En Tama o en el país, adentro los tiene a todos. Todos les buscan ori­gen porque nadie la vio llegar y estaba cuando llegaron.

    Los más viejos, los que han muerto aburridos de ser vie­jos, la recuerdan muy apegada a los hilos del telar, no­che y día, sin comer, sin dormir, sin hablar, tejiendo lana de guanaco o de vicuña, mantas que nunca terminan. Se dice que viene de un valle con maizales y bosques, zapa­llos y tomates, donde la semilla brota porque hay sol y hay agua y están sus hermanos corriendo los surcos, contentos. Duermen en casas de piedras, tienen jefes y caminos, hacen platos y hacen jarras, funden el oro y el cobre y con tejidos se visten. No saben cuándo, pero un día, llegaron los asesinos y destrozaron las casas, piso­tearon los surcos, se llevaron el oro, mutilaron a los jefes y desfloraron a las muchachas. Y, más cruel todavía, perforaron los vientres de las mujeres fecundadas. ¿Có­mo se salvó la Chacha? Nadie lo sabe y hay mil historias que nunca se recuerdan. Menos ahora que el tiempo no está para la nostalgia y la vieja se duerme mientras sus hijos se preparan para que aquello no se repita.

    Movedizo está el Rogelio, apenas amanece el día. "En dos galopes en el Carrizal, así nos reventemos. Hay que esperarlos en el monte. En el descampado nos des­tripan." Y repasa: "¿40 caballos?" No hay más. Algunos apestados, otros hambrientos. "¿Muías, 9? Pocas son... ¡Los demás en la carreta!" La hora de la guerra le afie­bra la sangre. Tama ya es un hormiguero que se condue­le y se alborota con los hombres que se aprestan para meterse en los llanos. Y allá irán, bultos en la lejanía, ca­da vez más pequeños hasta que los trague el horizonte. Y después, a esperar los días y los meses, porque volver no se sabe. Pero no es hora de blanduras y la vieja pone a sus hijos en fila: "Si mueren, no han de morir", mur­mura, y ellos la respetan mansos ante la bendición. Ya mismo les entrega un trozo de hoja de cactos que ha sido hervido anoche con otros yuyos recogidos entre las ro­cas, con miel y vino, además de sal. Y al colocarlos co­mo si fueran collares, enseña: "No tendrán hambre ni sed si lo chupan sin miedo." Los hijos no contestan, obedientes y agradecidos. Esperan, muy serios, entre el tropel de burros, muías y caballos cuando el capitán da orden de formación, acortando las despedidas. –¡A prepararse que ya salimos! Ya entra en guerra. Y los nombra mientras la vieja vigila, tan de piedra que parece.

    –¡Pedro!
    –¡Juan!
    –¡Manuel!
    –¡Nicasio!
    –¡Artemio!
    –¡José!
    –¡Anacleto!
    –¡Eulalio!
    –¡Felipe!

    Y más tembloroso, por niño:

    –¡Francisco!

    Y los demás dan sus nombres. Las mujeres, tan su­fridas que parecen, aguantan las ganas de llorar. Es que nunca se acostumbran a quedar solas, sin sus hombres, tanto tiempo esperando el regreso. Hundidas en el are­nal caliente, vueltas al silencio, muchas ya se saben olvi­dadas pues anoche la despedida se dio hasta la última gota.

    –¡Andando!

    ¿Para qué tantas palabras? Una última sonrisa a la Juana Peñalba y el capitán da la orden. El tropel se mue­ve. Ladran los perros y eso también es una despedida. Se oyen gritos, tal vez llantos. Los hombres con los brazos en alto y las sonrisas muy tristes, van sufriendo. La vieja mira cómo la milicia se pone en marcha y se aguanta el dolor, tan madre que viene de siglos aunque fecunde en los llanos y haga país en la arena. Entre colores de pon­chos de los telares de Tama, ruegos de ¡volvé pronto! y ¡tené cuidado no mueras!, la caravana se aleja. Un galo­pe, unos rezongos, allá quedan cuatro ranchos, una ca­pilla, sus mujeres y sus hijos. El caserío se pierde. Es na­da en el arenal cuando el Rogelio quiere acortar amar­guras: "¡Los ojos en el Carrizal y nada de mirar atrás!" Y así van. Ni un descanso se le antoja al capitán que tie­ne apuro por llegar antes que los otros le ganen el des­campado, y si no los ataja en los montes, poca suerte los espera. Pueden ser 400 o más, entre infantes, jinetes y ve­teranos. Además, algún cañón, y si los deja tirar, el des­parramo será triste. Así que: "¡Nos persigue la noche, no se duerman!", adivina el cansancio. "¡Unas leguas más y estamos en los montes!", empecinado es el Gramajo, descubriendo una arboleda lejana. Y es muy cier­to. Los huesos molidos, hacen noche de cara al cielo es­trellado que esa riqueza nunca falta en La Rioja. Tiene su encanto el hambre compartida con muchos, y junto al fuego donde se asa un cordero, Francisco se hace hom­bre. Porque así es nomás la cosa, y quién más quién me­nos, ya de criatura, se aprende mientras se vive. Los va­rones para la pelea y las mujeres, preñadas de mucha­chas, dedicadas a la cría y a fundar raigambre. El Roge­lio se acerca a los suyos y carajo que está cansado, todo el día dándole al camino. Se apiada de los animales que ni siquiera tienen ideas, los pobres, para sostener tanto sacrificio. Y como el cordero deja de ser carne cruda, se termina la conversación.

    Comienza al alba haciendo crecer el paisaje, cuan­do los llanistas se aprontan. Hay que seguir y qué lásti­ma da. Francisco nunca antes vio tanto verdor junto, con la montaña a lo lejos. Y es cuando regresa un jinete que se hizo una recorrida y sus gritos retumban:

    –¡De aquí a una legua, se vienen!
    –¿Muchos?
    –¡Han de ser como mil!
    –¿Y cañones?
    –¡Dos...!

    Brotan órdenes. Surgen los hombres guerreros y ahora no sirven los que tiemblan. "¡Metan rumbo al po­niente! ¡A esconder la carreta en el bajo!" Aquí y allá, ¡busquen reparo en el monte y a la orden se me largan, con las lanzas y los cuchillos, y a no dejar que se acomo­den que si tiran nos fusilan!, el capitán ya no es manso. Unos haciendo punta, otros como lagartijas, en los arbustos. Francisco, tan criatura, a cargo de un viejo en­fermo, en la retaguardia, sintiendo el primer miedo grande de su vida y tan lindo que está el paisaje con las hojas verdes, algún pájaro y aquellas montañas que casi toca con las manos. Y aparecen, obscuros, en la quebra­da. Francisco los ve cómo avanzan formados, y esos sí que son soldados, tan derechos que caminan, serios en los uniformes de guerreros, sucios de polvo, los de a ca­ballo atrás. Se nota que van cansados. Y, de pronto, un alarido del Rogelio reventando el silencio y del arenal, de los quebrachos, de las piedras y a los gritos como si fueran salvajes, aparecen los llaneros, furiosos y decidi­dos, tan distintos a los de antes. Parecen demonios em­ponchados cuando atropellan al enemigo, acuchillando de paso. Enseguida el remolino, los insultos y los relin­chos. Una confusión que enseguida envuelve el polvo para que nada se vea, tanto entrevero de locos. Nadie sabe quién muere o mata y es el miedo que hace correr al Francisco para alejarse de los gemidos. Y por suerte, a tiempo. Un animal desbocado huye del griterío, lo rom­pe al viejo en la cara y desaparece a lo lejos, arrastrando el pedazo tremendo que le cuelga de las nalgas. Seguro que fue un machetazo que lo tomó de lleno bajándole piel y carne, hasta los huesos. El muchacho quiere domi­nar su miedo pero no puede. Tiembla por el ruido, los gritos, los lamentos y esa sangre que en la cara le cho­rrea al viejo enfermo, justo donde el animal le metió el casco, destrozando nariz, ojos y boca. Tiene que ayudar­lo y es la orden del jefe antes que llegaran los otros. Pero no puede acercarse porque el pobre viejo hipa gargajos negruzcos como si largara hígado y apenas se mueve gi­miendo desde las entrañas. Es un sollozo tan amargo que hasta lo desespera. Y allá, tan cerquita, los de Tama arremetiendo, los otros que se defienden, y los cañones de pronto, aturden el cielo, sacuden el alma y descuajan el monte. Francisco corre y corre, no sabe adonde pero lejos. Del viejo que agoniza, del caballo desnalgado, del remolino furioso y del cañón que revienta. Se detiene, no da más, pero, ¿qué estoy haciendo, un riojano que ha salido cobarde?, quiere volver con la idea, pero otra ex­plosión lo achica, y será cobarde, nomás, corriendo por lo más tupido del monte. Y tropieza, cae. Un grito de ¡perro hijo puta! tiene tonada tameña en el dolor de la muerte. Y vuelve a correr. No era eso lo que soñaba con guerras, meta andar por las llanuras, con el Gramajo y los hermanos, y hay que defender al país con los dientes o el cuchillo. A golpes o a pedradas. Lejos del ruido, de la sangre y los insultos, tan cansado que está, se tira al suelo. Que sea lo que Dios quiera. Y se duerme y no se duerme, la montaña se le acerca, colores muy lindos tie­ne, agua que se anuncia cantando. Y un día y el otro, la sed y el hambre se van chupando el cactos bendito, la vi­da se le sostiene, gracias a la vieja Chacha. Pero, qué le­jos estoy de Tama, de mis hermanos, ¿muy muertos?, Pedro con su potrillo, Juan con su lanza, Manuel llevan­do guitarra, Nicasio siempre sonriendo, Anacleto muy a la tierra apegado, Artemio con sus amores por las muje­res elegido, Eulalio tan hablador, Felipe con su alegría de probar siempre los vinos y el Rogelio Gramajo, ¿dón­de andará con su vida?


    DE CÓMO GRAMAJO, EN UNA DE SUS TANTAS VIDAS, ESTABA PREPARADO PARA RECOGER LOS DESECHOS QUE DEJA LA MUERTE


    Está sudando, como bañada, todo el cuerpo calien­te y la cabeza que se le escapa, la pobre Mercedes arde en el camastro, flaca, sumida y chupada por la fiebre. Hace un ratito, nomás, los chuchos y los temblores le vi­nieron cuando estaba en la cocina; la familia, muy con­tenta con la visita del doctor Ernesto de la Colina que se acercó a Sanagasta para vigilar los olivos de su finca, en el camino a La Rioja, y de paso darse el gusto con un locro que para eso la Romelia se pinta sola. Y estando allí, de pronto, el temblequeo casi la hace caer y fue cuando la madre preguntó:



    –¿Qué te anda pasando, Mercedes?

    Todos alrededor del fuego, oscuro y poca cosa, Gramajo, con tantas vidas encima, inquieta la Elvira, como momia la Elena; imponente, acaparando el calor con su corpachón el doctor, la miran. Y la Mercedes, pobrecita la buena y calladita de la casa, apenas murmu­ra:

    –Me ha dado el frío...

    Es para no creer. Las llamas son bajas, pero las bra­sas de los troncos de algarrobo desparraman calor por la cocina. La misma Romelia trajo los leños encendidos del horno donde cocina las tortas caseras y los ubicó en el suelo de tierra dura. Toditos, ya, rodearon el fuego. Y ahora la Mercedes con frío.

    –¿De adonde frío si hay fuego, hija?

    La Romelia se espanta. El viejo, que es poco cari­ñoso con la hija elegida por la virgen debido a su bon­dad y delicadeza, siempre sale con sus brutalidades, aun­que esté delante el ex gobernador de La Rioja, expulsa­do y vapuleado por la última revolución.

    –¡Váyase a dormir si es floja! –la ofende.

    Quedan callados; la familia avergonzada. El doctor quiere arreglar la diferencia que para eso es abogado.

    –Unos chuchos no son peligrosos... Que se arro­pe bien y para mañana estará como nueva... –médico también resulta ahora.

    De ahí que la Mercedes saludó, pasó por el patio como una sombra emponchada, sin mirar ese cielo estre­llado de septiembre y ya mismo se tumbó en la cama, ti­ritando. Pero ahora ve cosas, siente ruidos, acaso sea música del cielo. Para la familia no es novedad que la Mercedes busque estar sola. Para eso es la preferida de la virgen de Sanagasta y todo el pueblo sabe que la mu­chacha alta y esquelética de los Gramajo es la única que ve y habla con la santa, una vez por año, cuando se acer­can las fiestas. Y eso, como dicen el doctor y el cura Ho­norio, es un don del cielo que sólo se da a las almas ele­gidas por puras.

    Así que mientras en la cocina se habla de la Merce­des con devoción, y hasta el viejo, pura arrugas de pie a cabeza, se siente orgulloso de semejante hija que se la comentan por santa, la muchacha bañada en agua ca­liente, que le sale quién sabe cómo de sus carnes enjutas que poco tienen para largar, se convulsiona penosamen­te. Y tanto frío y calor a la vez llega acompañado de una tos seca que le arde en el pecho y le duele en la garganta, antes de atravesar el agujero oscuro que forman sus la­bios resecos y marchitos. Y ya gime y ya espera que ven­ga la virgen a sonreírle, a decirle cosas y a recordarle que la espera para estar juntas en el cielo. Y como ha ocurri­do años atrás, esta puede ser la noche del milagro y ma­ñana todo Sanagasta sabrá por boca de las hermanas que la virgencita ha venido a visitar a la Mercedes, y vie­ran qué linda estaba con ese vestido blanco y la aureola que le brillaba como estrella encima de la cabeza. Y unos ojos tan celestes y una voz tan suave y unas manos tan gorditas y un cabello tan largo, vieran qué guapa vo­laba de aquí para allá como si fuera mariposa la virgencita. En la oscuridad, la Mercedes tantea sobre el cajón, al costado de la cama, y de pura costumbre porque eso lo viene haciendo noche por noche en sus veintidós años de vida, recoge con ternura una estampa y el papel que­da mojado con la transpiración; lo acerca a sus labios, da besos y llora y la tos le arde y toda la cabeza le vuela enloquecida antes de romper como un volcán para que aparezca la virgen. Y siente que la vida se le va y la vir­gencita querida vuela que te vuela y no se mancha el ves­tido con la mugre de las paredes ni se humedece los la­bios al besarla en la mejilla y al decirle cosas su voz tan incomprensible y susurrante, y ya le parece que la lleva y la lleva al cielo, pues se desvanece de a poquito. La ve así tan dichosa mientras navega esfumada entre el camastro y los troncos que sostienen los ladrillos encalados del te­cho, que la obliga a convertir su dolor en alegría y le contesta con una sonrisa, la pobre tan bañada en sudor y sangre. Sangre, sí, porque, aunque la Mercedes no se haya dado cuenta y tampoco la virgencita tan entreteni­da en revolotear con el vestido de tul y la pureza de su cuerpo que debe ser igual a la de su alma, con las toses han salido salivazos de sangre y ahora le chorrea débil­mente por el costado de la boca. Aprieta la estampita y la figura se hace más visible y el milagro se está dando: mañana todo Sanagasta sabrá que anoche la virgen ha bajado del cielo para visitar a la Mercedes, la muchacha más pura de todo el valle. Y es cuando entre el dolor de espalda, los rasguidos que se le producen en la garganta, la alianza del frío con el calor que la trastorna y ese per­der de la conciencia que la traslada a otro mundo, la Mercedes pega un grito y ni ella misma sabe si es de feli­cidad por estar mirando a la imagen purísima de la vir­gen o si ha sido el miedo a morir o el dolor que le viene de los pulmones.

    La primera en llegar, a las pisoteadas, es la RomeIia, que ya presentía el milagro porque apenas faltan tres días para las fiestas y de ahí que estando en la cocina te­nía un oído escuchando lo que decía el doctor acerca de lo mal que le cuidaban los olivos y el otro traspasando la pared de chorizos de barro para vigilar el sueño y la an­gustia de la Mercedes.

    –¡Qué has gritado! –trae una lámpara y la luz zig­zagueante forma fantasmas de sombras en las paredes blancas.

    Atrás, la Elvira, la Elena y el doctor, pesadón para caminar por el suelo disparejo del patio último, que ya esta vida le da muy poco resuello con el cansancio de los ochenta y siete años cumplidos, el viejo camina con los ojos cerrados y tan seguro que va. Entra la Elvira a la habitación penumbrosa y la Elena queda un poco ate­morizada, no vaya a ser que también a ella se le aparezca la virgen y no está preparada para semejante susto. La vieja Romelia, con todos sus años de sabiduría, queda pasmada al ver a su hija santa tan desfigurada con esa mueca que no es sonrisa sino el sufrimiento de la misma muerte. Y cuando advierte la mancha obscura que se agranda al costado de la boca y el sudor que surge, ¡pero si está bañada la pobre!, se le derrite la sabiduría y lanza un gemido que es llanto:

    –¡Se me está muriendo la Merceditas!

    Para qué. La Elvira y hasta la Elena dejan su miedo a las divinidades y se largan sobre el camastro donde el cuerpo enjuto apenas hace bulto como si temiera ser al­go en este mundo para ser mucho en el otro. La carita morena de la Mercedes, con los ojos cerrados y esos dientes grandes y marrones de tan poco calcio que desde nacida ha tenido en los huesos, da espanto. Hay que mo­verla para ver si vive, y es la Elvira, siempre tan atrevida, la que se anima a sacarle la virgen de encima. Y lo logra; una, dos, tres palmadas en la cara y algunas más en las nalgas, hacen que la Mercedes por lo menos dé presen­cia de vida con un suspiro que es de criatura. Desde la puerta, agachado, pues supera el marco, el doctor de la Colina es todo curiosidad. Apenas, hecho un higo seco, a su lado espía el viejo, tan ajeno ahora del milagro que protagoniza su hija como de esas apariciones celestiales que lo tienen sin cuidado.

    –¿La virgencita, Mercedes...?

    La Romelia sufre expectante porque de un lado tie­ne miedo por la mueca y los sudores de ese espectro que es su hija, y por el otro la carcome la ansiedad de acu­mular la dicha de tener la virgen en su casa. Tanto albo­roto, pasada la crisis alucinante, pero no la fiebre que si­gue devorándola con su ropaje de milagro divino, la po­bre Mercedes abre los ojos y es una lástima cómo mira a su madre y a sus hermanas tan pendientes de sus relacio­nes extraterrestres, ajenas a la vida prosaica de la Elvira, de la albita a la noche cosiendo vestidos porque así lo ordena su diploma de profesora de corte y confección, y de la Elena que ayuda a la vieja a amasar tortas para venderlas luego por la vecindad.

    –¿La virgencita, Mercedes...?

    Es el milagro, seguro, y es el silencio que espera de esa boca reseca la afirmación para tocar el cielo con las manos. Nadie se mueve y hasta el mismo ex goberna­dor, zorro de tantos combates parlamentarios en las flo­ridas tertulias provincianas, está un poco contagiado de ese clima que nota y se mete, y vaya a saber uno sino es verdad que la virgen de la Merced todavía anda revolo­teando curiosa por Sanagasta. Así que todo depende de la hija puros huesos de tanta alma que la dotó Dios para saber si mañana hay que pregonar el milagro y el pueblo salga o no de esa pasividad y resignación que viene arrastrando desde hace 350 años, cuando los misioneros jesuitas plantaron el olivo que ahora se agazapa y pudre en la propia tierra que ocupa la quinta del viejo Gramajo. ¡Y se sonríe, mi hijita querida!

    –¿La virgencita, Mercedes...?
    –Sí, ha venido a visitarme y me ha dicho que la te­nemos olvidada –no es voz sino ronquido lo que sale de la boca de la muchacha tísica.
    –¿Olvidada...? –la Romelia no comprende esa queja si nunca falta la vela alumbrando la estatuita ni los rezos antes de acostarse. –Olvidada, así ha dicho... Y sigue un suspiro que parece salir de un sufrimien­to tan grande que no es para imaginar siquiera en seres humanos. De ahí que las hermanas decidan atender a la Mercedes mientras cabe una consulta al doctor de la Co­lina.
    –¿Ha visto el milagro, doctor? Iba para meses que la virgencita se negaba, . .

    Don Ernesto, un poco confundido, y si bien es cier­to que ha estudiado en la universidad todavía no puede negar que lo domina un gran respeto hacia las cosas di­vinas, no quiere arriesgar opinión, y en una de esas, vaya a saber, Dios se le larga encima y todo se le va al infier­no. Por eso prefiere musitar:

    –Ha de ser por la fiesta... Faltan tres días para que todo el mundo le rece una plegaria a la virgencita...

    Y ahí está la cosa. Todo el mundo ha dicho el doc­tor, y para la vieja Romelia y sus hijas, porque el viejo no cuenta de tan muerto en vida que parece el pobre, to­do el mundo es Sanagasta, incluyendo a los arrieros de los llanos y a los pastores de las montañas.

    –¡La virgencita ha pedido que no se olvide la fies­ta, pero cómo habíamos de olvidarla! –la vieja Romelia estalla al comprender, y las hijas están en silencio por­que así han sido educadas y el doctor ya vuelve de los miedos y el viejo está chupando frío así que se va para la cocina.

    Todo es alegría, ya. Mire usted que en Sanagasta están las copetudas de Ordóñez, con sus riquezas, el al­macenero Nitti, con toda su plata que presta con intere­ses al banco de la provincia y hasta la viuda del bode­guero Luchetti, cría y espíritu de italiano ahorrativo, pe­ro ninguno tiene una santa como los Gramajo y es para tanto la dicha que dan ganas de bailar en medio de la ca­lle. Pero un momentito, piensa la vieja Romelia, que to­dos estamos contentos y la Merceditas parece moribun­da de pálida y callada.

    –¡Una leche caliente, ya mismo! –ordena a la Ele­na y eso que la leche de la única vaquita es para vender en el pueblo.
    –Mama... –la hija no puede romper tan fácil­mente la rutina económica y se asombra–: ¿Y si le hago un té de burro?
    –¡Leche caliente y ya...! –a ver si ahora que espiritualmente los Gramajo son los más ricos es momento de pensar en mezquindades.

    A todo esto, el doctor Ernesto de la Colina, que mi­ra de lejos a la pobre muchacha hecha trapo en la cama, tan poca cosa, larga los primeros bostezos. Trata y logra huir del clima religioso para volver a lo suyo, y es nece­sario que descanse pues mañanita ha de volver a La Rioja luego de echar un vistazo a los olivos, y ya no anda en la mocedad para gastar tiempo en milagrerías. Mientras la Elvira y la Elena atienden a la hermana y la vieja seca la mancha de sangre como si fuera apenas el tributo de­jado por la aparición de la virgen, el ex gobernador co­menta enternecido la grandeza de los Gramajo: mire que tener tanta suerte con una hija preferida por la virgen de la Merced. Y además, como hace fresco y a los 70 años le duelen los huesos, anda con ganas de acostarse. Así que prontito la Elena va a prepararle el cuarto que da a la calle y es el único construido con paredes de ladrillos y piso de madera, convertido por eso en el lujo de la casa 'enfrentando la opulencia de las Ordóñez que ahí nomás tendrán fincas en Villa Bustos y comercios en La Rioja, pero ni soñar con una santa visitada por la virgencita. –¡Cómo no, doctor, y ya mismo el ladrillo caliente para los pies! –es la Elvira quien se encarga de atender las necesidades del importante huésped.

    Pero no por presentida la aparición de la virgen, que llega con accesos de fiebre que aprisionan la vida de la Mercedes, el milagro tiene que ser disipado por las ur­gencias rutinarias. Tras la impresión, el miedo y la sor­presa, llega la devoción, el misticismo y también el albo­roto, porque si la virgen apareció en Sanagasta, los Gramajo son los afortunados. Una vez acomodado el doc­tor de la Colina, que resulta testimonio importante de la transfiguración de la Mercedes y su retorno a la existen­cia terrenal, luego de los desvaríos con la virgen, la fami­lia afronta el problema y la responsabilidad de saberse dueña de un milagro que sobrepasa la capacidad de comprensión que están en condiciones de aportar. Y aunque las cosas divinas no necesitan explicación sino un poco de fe, necesario resulta atender a la Mercedes que ha quedado deshecha luego de tantos esfuerzos al revolotear por los cielos y bendecir tierra, desiertos y ce­rros en compañía de la juvenil virgen de la Merced. Así que un poco de leche, algo de nueces picadas y un un­güento especial que la Romelia cocina con grasas y yu­yos, la muchacha se reanima y pasa la crisis, quedando al fin extenuada que apenas si puede hablar. Pero igual la familia, incluido el viejo José, siempre tan terco el po­bre, escucha en silencio y con retenido fervor, pues la presencia del ex gobernador quitaba devoción al mila­gro:

    –... y vea madre que estaba tan linda con el vesti­do todo blanco así de largo que le cubría los pies descal­zos y con los cabellos sueltos que volaban y volaban y esos ojos celestes que parecían de criatura de tan puros, y, Mercedes, me ha dicho, te vienes conmigo pues tengo ya cuidadito tu lugar en el cielo...

    Y claro que llega el lagrimeo y la sorpresa de la fa­milia que revienta en el temor de la Elvira:

    –¿Para el cielo ha dicho que te ha de llevar? –Así ha dicho... –no es voz sino susurro que los pulmones apenas atrapan aire.

    Todas se bendicen; es alegría, pero es temor. Para ir al cielo la Mercedes ha de dejar la tierra y eso significa que antes debe morir para resucitar entre los santos y los ángeles. De ahí el miedo, pues ellos han visto cómo los cuerpos de los muertos, malos o buenos en vida, empie­zan a dar feo olor cuando se los vela durante tres días mientras las lloronas los despiden con sus lamentos.

    –¿Al cielo, ya...? –la Romelia entiende que su hi­ja es tierna con 22 años para empezar a navegar entre nubes y angelitos, hecha espíritu y hecha pájaro. –Ya..., la virgencita lo ha dicho... ¿Cómo dormir con semejante milagro? Los únicos que esta noche siguen apegados a los vicios terrenales en la casa de los Gramajo, son el viejo José, de puro cansa­do haciéndose un sueño a cuenta de otra muerte, y el doctor Ernesto de la Colina, que si bien respeta los mila­gros ajenos cuida su propia realidad y mañana ha de madrugar para emprender el regreso a La Rioja, donde lo esperan problemas políticos y asuntos que le dejan o le quitan dinero, según los resuelva. La Elvira, que tanto como el milagro siente la primavera en la sangre, no pe­ga los ojos. La Elena, que se ha quedado para cambiarle la ropa a los santos y no por virtuosa sino por fea, anda con ganas de pedirle una ayuda a la virgen, ya que tanto se acerca a la casa, y le busque algún peón, sin pretensio­nes, para marido. Y la vieja Romelia, hastiada de tanta vida que promete algo y apenas cumple, no sabe si llorar o largar a reír, pues ahora sí que Dios se ha portado y le pide una hija para virgen de los cielos. La casona, baja y larga, armada de a poco, un cuarto hoy, agregada la sala al año cuando las nueces dejan algún peso y extendido el patio a medida que las hijas crecen y cada una necesi­ta esconderse por su lado, está entonces habitada por un silencio que tiene sus propios ruidos. El doctor de la Coli­na, papeles, sellos y leyes; el viejo José, ¿para qué vivir otra vez?; la Elvira; ¡ay si me volteara el jefecito del co­rreo, tan guapo el cordobés!; la Elena, esperando que tanto milagro le arrime un hombre duradero a la cama; y la vieja Romelia, madre y devota, viéndose envidiada y halagada por las mujeres de Sanagasta y tan agradecida a Dios por la hija santa que le ha dado el cielo. Sólo la pobre Mercedes, tan tupida de imágenes poco antes con la fiebre, ahora yace moribunda, desgastada y maltre­cha, ajena a su destino de santa y muy lejos de sentir di­cha por el privilegio de ser la única que habla con la vir­gen de la Merced en todo Sanagasta y la árida pampa de Huaco.

    Noche rara esta que empuja la chatura del rancho agrandado de los Gramajo, para retornarlo a la tierra con una luna redonda que se balancea en lo alto del Velasco y luego se larga a corretear por las leguas del llano. Las hojas del olivar que plantaron los jesuitas parecen de plata en esa ilusión que da el cariño de la luz noctur­na, mientras la parra que bordea el patio susurra alguna melodía y vaya a saber si este no es otro milagro, pues no hay viento para rasgar las ramas en sonidos. Y ojos abiertos no duermen ni la Romelia ni la Mercedes, aqué­lla porque el milagro sigue siendo grande para su sim­pleza y la tísica porque, abatida y deshecha, ahora en lu­gar de la virgen, revolotea por encima de su camastro una bandada de figuras que pueden ser diablos, mons­truos o gigantes que largan fuego por la boca, pero nun­ca criaturas celestiales. Todos los ruidos del valle se acercan con la pureza del aire y las voces de un mundo que sigue siendo virgen a pesar de todos los tiempos. Y la Elvira quiere pero no puede dormirse, los brazos cansados de empujar el telar y el alma ansiosa en primavera que no acepta ese destino de marchitar un cuerpo nacido sano y envejeciendo enfermo. La Elena sí que duerme, la pobre, pues ya no espera ni siquiera el día que da lo mis­mo, y si no ronca como el viejo José o no respira entre­cortadamente como el doctor, despegados del milagro y vueltos a la naturaleza, es porque ha tomado el tecito que le depura las suciedades del pecho. De lejos llegan los rebuznos y los aullidos que escuchan la Romelia y la Mercedes, viniendo de la pampa o de los cerros donde todavía hay cuevas y escondrijos que nadie en Sanagasta conoce. Y unos durmiendo, otros esperando y los demás padeciendo, la noche se va hasta que asoma la albita y la muía tozuda rezonga hambrienta en el corral, el rancho surge de la tierra y vuelve a recostarse entre el olivo que ahora pertenece a la iglesia y el arenal que sigue siendo la calle principal de Sanagasta.

    Y claro que es un asombro la facilidad con que to­do el pueblo se entera de la visita que anoche hizo la vir­gen de la Merced, aunque es la misma Romelia que, he­cha emoción, nervio y orgullo, suelta la información que vuela con alas de paloma mensajera y pronto llega hasta el cura Honorio, quien apenas tiene tiempo de hacerse los buches cuando se le aparece la vieja de los Gramajo.

    –¡Y vea padrecito que la Mercedes ha dicho que estaba tan guapa, pero que se quejaba por olvidada...!

    El cura cara de lechuza, según opina la vecindad sin perder por ello el respeto que infunde la sotana, no pue­de creerlo:

    –¿Olvidada...? ¡Si ya hemos comprado las bom­bas y estamos arreglando la iglesia para celebrarle el día de la fiesta!
    –Olvidada ha dicho... –madre de la elegida, está segura la Romelia–. ¿Cómo ha de mentir la Merceditas, tan pura la muchacha?

    Y queda la duda incrustada en el temor. Y el alboroto que sigue, que le estaba faltando a Sanagasta para no morir dentro de su milenaria rutina, alcanza a con­mover la sensibilidad del doctor de la Colina. De ahí que antes de partir con el solazo recalentando las chapas del Chevrolet, desea buena suerte a la santa y a su familia. Esto estaban esperando los Gramajo porque de ahora en más y por muchos días, la Mercedes deja de ser una esquelética muchacha de piernas flacas y cara como higo seco, para convertirse en motivo de devoción ya que na­da le falta a la desnutrida para asemejarse a una virgen no tan linda como la retratada en las estampas, pero de voz tan débil y dulce que dan ganas de sostenerla para que no caiga. Y entonces hay que trasladarla ya mismo a la habitación de ladrillos revocados y calentitas son reti­radas las sábanas donde reposó el corpachón de don Er­nesto para que la Elvira y la Elena compongan una espe­cie de altar con tantos bordados, estatuitas, copones y velas ardiendo en torno de la única cama de hierro que es tesoro de la familia y forjadora de algunos pesos por el uso de huéspedes tan distinguidos como el ex gober­nador. La Mercedes está y no está enterada del alboroto y algo huele por tantas delicadezas que le prodigan, y ¡mi hijita querida va a descansar en la habitación gran­de!, en la voz de la Romelia es un tributo sospechoso. Tan consumida dentro del camisón blanco que le cubre hasta los tobillos, cruza gloriosa el patio apoyada en los hombros de sus hermanas pues les lleva más de una ca­beza, y desde la calle el público que se apretuja mirando con respeto la aparición sagrada, hace señas, saludando, mientras las mujeres se persignan y bendita sea la Mer­cedes virgen santa de los cielos. La tísica quiere sonreír pero no puede; un poco porque no tiene fuerzas y algo más porque la Elvira se lo impide a los empujones, y ahora que ha sido visitada por la virgen no debe mos­trarse como cualquiera. Eso ocurre, y encantada con to­dos, en el resto del año cuando barre el patio y junta la basura del jardín. Una vez en la cama y santificada por la penumbra, ya que para detener el fogoso sol riojano hubo necesidad de colgar colchas obscuras en la ventana, la Mercedes vive el otro milagro de ser atendida como si fuera la misma virgen. Leche, higos seleccionados, nue­ces que se guardan para la venta y tomates traídos del al­to, esperan la gracia de entrar en su estómago. Pero qué pena, si de tanto padecer necesidades los intestinos ya rechazan todo y la vieja se asusta cuando llegan los vó­mitos y hasta cuajarones de sangre salen espantados pa­ra terminar empapando las sábanas bordadas, y qué po­co duró el lujo, vaya con la desgracia.

    –Alguito tengo cerrado adentro... –la pobre se disculpa y claro que a ella le gustaría darles alegrías pero no tiene voluntad y, con los mareos y la angustia, el mundo se le escapa de los ojos.
    –¡No llore, hijita, no llore que la virgen se ha de enojar si se pone triste! –¿es posible tanta ternura des­pués de desperdiciar la comida?; desde su refugio la Mercedes apenas reconoce el cambio de modales que ahora ha transformado a la madre.

    Sanagasta se revuelca por las calles recalentadas y las muchachas gritan mientras las mayores cuchichean y los hombres, sin creer mucho pero tampoco sin dejar de aceptar el retorno casi anual de la virgencita, hablan a los apurones y despacio para no comprometer sus du­das. Tanto sol hoy como todos los días, el aire está do­minado por el olor del milagro que no a todos toca en el mismo lado, porque mientras algunas mujeres no hacen más que rezar, otras desconfían de la aparición y se atre­ven a murmurar que tal vez haya sido una pesadilla pro­ducida por un huevo en mal estado. Entre los que prefie­ren esta última alternativa predominan las de Ordóñez. De envidiosas las vecinas, se envalentona la Romelia, no bien se entera, y que revienten al no poder comprar con tanta plata una hija santa como la que ella tiene guardada en su casa, justito en la habitación que da a la calle, para que sufran al olería.

    El padre Honorio llega en medio de los ladridos de los perros y es preciso la intervención de la Elvira arma­da de una escoba para calmar tanto alboroto. La Elena justifica la reacción del animal atribuyendo al religioso aspecto fantasmal con esa sotana roñosa que se enreda en las piedras que bordean la vereda. Además, la vieja Romelia se disculpa:

    –Tanto tiempo que no lo ven, lo extrañan, padrecito...

    Y es una reprimenda y una pedrada porque las hijas saben que lo quiso decir que sólo aparece por la casa en tiempo de milagros, gracias a la Mercedes, y si no fuera por ella no vendría nunca. En cambio, todas las semanas se hace una visita a las copetudas de Ordóñez. Pero, cla­ro, como ahí le hacen donaciones de pollos, bolsas de nueces y hasta manteles bordados traídos del Paraguay, el cura se ve obligado a retribuir tanta caridad. No es momento de reprochar esa inclinación del representante de Dios en Sanagasta, y la vieja Romelia, como las hijas, orgullosas y limpias con sus vestidos domingueros, sa­ben que lo tienen sumiso en la casa, y las de enfrente, tan echadas para atrás porque tienen retratos de bisabuelos que han sido guerreros en la Confederación, braman de envidia.

    La oscuridad, ese olor que supera su resistencia y las velas lagrimeando sebo y llamas, sobrecogen al padre Honorio. Y allí, tan esmirriada, la pobre, con su carita morena y los cabellos cortos revueltos, la Mercedes aso­ma entre las sábanas duras y blancas. Las muchachas quedan afuera junto a la curiosidad de los vecinos que aspiran siquiera ver de lejos a la del milagro para robarle con la mirada un poco de su santidad. Además, ¿estará igual que antes o se habrá puesto más buena moza luego de tanta amistad con la virgen?

    –No te muevas, hija mía, no te muevas que sólo vengo a traerte la bendición de Dios... –la voz caver­nosa y la mano en actitud paralizante, hacen que la Mer­cedes no insista en levantarse, aunque mucho trabajo le hubiera dado con tanto que le duele la espalda.
    –Ha quedado como enferma, padrecito...

    La Romelia encuentra desmejorada la salud de su hija y quiere que sea el resultado de tanta emoción por ver, así en persona, a la misma virgen de la Merced. Y semejante presencia, aparte de dicha, seguro que provo­ca un desarreglo en la salud pues la visión de la santa trae alegría pero también miedo. El cura sigue olfatean­do, y, aunque venía un poco incrédulo porque algún co­nocimiento tiene de medicina y sabe que la debilidad de la muchacha es originada por una tisis crónica, ahora no está tan convencido de atribuir la visión a un malestar orgánico. ¿Y si en verdad la virgen se echó un vuelito pa­ra ver cómo preparaban su fiesta anual en Sanagasta y de paso se fue a visitar a la muchacha más pura del po­blado? Uno nunca está seguro de lo que es real o irreal en este mundo, pues ambas cosas se confunden, y vaya a saber si la alucinación no fue algo sugerido por el mismo Dios para probar la fe de su siervo, últimamente en fran­ca duda. Y si fracasa y sale perdiendo en la treta, el desa­lojo de la parroquia de Sanagasta resulta demasiado cas­tigo teniendo en cuenta las buenas riojanas devotas que lo vienen a visitar de mañanita para traerle jarras de vi­no casero, alguna gallina pelada y también, aunque no es para decirlo en voz alta, un poco de tibieza en la ca­ma, que tanto bien le hace al permitirle iniciar el día con renovado amor por la gente. De allí que no le cuesta mu­cho espantar sus dudas, favoreciendo el costado del mi­lagro y endulzando la voz al decir:

    –Hijita mía, todos sabemos que eres la más pura de Sanagasta y la virgen no lo ignora... ¡Cuánta dicha debe rebosar tu alma por ser la elegida de la virgen que desciende de los cielos y habla contigo como si fueras la hermana más querida! ¡Cuánta alegría hay en tu cora­zón, hija mía!

    Tanta devoción derrite a la vieja Romelia y casi convence a la Mercedes. Pero aunque lo oculta para no enturbiar la felicidad que desde anoche ronda por la ca­sa y si parece que se hubieran enriquecido de golpe por las cosas que le traen de comer, ya no puede ni moverse para agradecer la presencia del padre Honorio, allí, tan patente, y no entre nubes y dolores, como vio a la virgencita querida. Acepta el cura un vasito de vino porque tiene sed y además sólo para probar cómo les salió este año. La bendición, un susurro ronco que debe ser plega­ria y un "¡que la virgen te conserve a su lado, hija mía!", el padre Honorio sale de la habitación y la luz fogosa del generoso sol riojano lo enceguece un momento. Ya en el patio, con la Elvira y la Elena husmeando, se pone serio para meditar acerca de la responsabilidad que está vi­viendo como padre espiritual de Sanagasta.

    –No hay dudas que existen pruebas del milagro y tampoco es de negar que la virgen le confesó a la Merce­des su malestar porque cree que la van queriendo me­nos... –está preocupado.

    Es para morirse por la ofensa y la Romelia se es­panta:

    –¿Queriendo menos nosotras...? –las manos re­tuercen el delantal, limpio para recibir al cura.
    –Así, aunque duela, así... ¿No ha dicho que la ol­vidan? Es que la virgencita sabe que no la respetan como antes y se cometen muchos pecados... –calla y suspi­ra–: La fe se va ensuciando con la vida moderna, y si la virgen se queja, por algo será, doña Romelia... Casi na­die va a misa y las muchachas se enloquecen por ir a bai­lar a La Rioja. Los hombres se tiran a dormir la siesta y si no se emborrachan..., ¿y la iglesia, los rezos, la devo­ción hacia Dios, para cuándo?

    La vieja Romelia cree que la acusa y debe estar mal informado este cura pues ella reza a cada momento, no baila ni en sueños y apenitas duerme un ratito la siesta para luego seguir trabajando y cumplir con su destino de pobre.

    –¡Noche y día tengo la casa llena de velas y rezos! –la vieja Gramajo no puede admitir dudas acerca de la beatitud de la familia.
    –Ya, ya... –el padre Honorio gesticula, apro­bando–: Los Gramajo siguen el camino que Dios man­da y de ahí que la virgencita se acerque a esta casa y pase de largo por otras...

    Y, ¡qué alegría escuchar semejante confirmación! Hasta la Elvira, que anda rondando por el patio para disfrutar un poco de la gloria que surge de la santidad de su hermana, comprende que las de Ordóñez están inclui­das dentro de la turba de pecadores. Tiene tantas ganas de decirlo la vieja Romelia, pero se contiene. No vaya a ser que el cura haga trampas y, pasando el milagro y el miedo, en lugar de ir una vez por semana a la casona de enfrente, repita el viaje día por medio. Así que a gozar por dentro y a esperar, ya que los curas son hijos de Dios, nadie lo discute, pero en una de esas no titubean ni un chiquito cuando se trata de preferir entre pobretones y ricachones.

    El sotanudo se va, rodeado por vecinas ansiosas que quieren oír de su propia boca la veracidad del mila­gro. Y cuando lo acosan, se ven acorraladas:

    –¡A rezar, a rezar, que la virgen le ha protestado a la Mercedes por tantas herejías y tentaciones! –es la or­den que hace temblar a quienes están en falta.

    Y son muchas, según se ve por la cantidad de muje­res que se persignan y comienzan a mover los labios su­surrando oraciones. Perros, que en Sanagasta no faltan, muchachos que los hay muchos, y arrieros que regresan de conducir vacas flacas y chivas rebeldes por la pampa de Huaco, forman un borbollón gruposo que se pierde por la calle en bajada hacia la iglesia, allá, juntito al río seco.

    Y esa es noche de estruendos y las bombas retum­ban en el valle que se estremece sacudido por tanto rui­do. Es que la virgen de la Merced gusta de ser celebrada con petardos y explosiones y para eso los vecinos de Sanagasta ahorran monedas. Entonces muestran su devo­ción con bombazos que seguro se escuchan en todos los rincones del cielo. Siempre, y desde hace siglos, y desde todos los tiempos los sanagasteños han celebrado a la virgen con estruendo. Tanto los descendientes de indios, como los Gramajo, que son más, como los riojanos cru­za con antepasados guerreros, de quienes heredaron alti­vez, retratos de bigotudos uniformados y casonas pa­triarcales con buena tierra regada, como los Ordóñez, que son los menos. Pero esta noche los estampidos tie­nen más sonoridad, y no es tanto por la tranquilidad del valle sino porque hasta el último gramo de pólvora con­seguido brota de la plazoleta y junto a la iglesia, entre la gritería de los fieles, como un rayo que asciende al revés, hiende el espacio, lo martiriza y al fin estalla allá, cerca de los oídos adormilados de la virgen. Y quizá no tan le­jos del mismo Dios. Y aunque esto es el principio, pues la procesión de una legua por el cauce del río seco hasta la gruta donde duerme el alma de la virgen se hará ma­ñana, la gente ya celebra. Y es que la purísima Merce­des, con un vestido blanco así de vaporoso y esa luz ra­diante que dicen la envuelve desde que se produjo el mi­lagro, irá al frente de la columna devota. El padre Ho­norio lo ha dicho y ahora, mientras todo el pueblo se di­vierte con los bombazos que la devoción no tiene por qué ser triste, lo repite: "¡Nadie, ni las muías, ni los pe­rros, deben faltar mañana a la procesión, pues entonces sí que el infierno será chico para meterlos a todos en el fuego eterno!"

    Y está muy serio y muy responsable del momento histórico que por suerte o por desgracia hoy día le toca vivir, ya que vivía tan rechoncho entre pollos, vinos de uva negra y algunas caricias de regalo. Lástima, se dice, que el doctor Ernesto de la Colina no esté presente para conmoverse ante la demostración de fe y arrepentimien­to que todo Sanagasta va a ofrecer, agradecida a Dios por el viaje que se hizo la virgen de la Merced. Tan ajeno como él o quizá aparentando porque los años le han ve­nido con sordera, cojera, descreimiento y hosquedad, se halla del milagro el viejo José Gramajo, origen al fin de la semilla que engendró a la inmaculada Mercedes. Pero vaya a saber si ya por culpa de su eternidad no está sabiendo lo que va a pasar y anda guardando fuerzas para usarlas, machete y lanza, en otra de las vidas que está obligado a vivir.

    Y suenan que te suenan los tambores, retumban y redoblan. Son los muchachos que recorren entre estre­llas y bombazos las callejuelas de Sanagasta, ¡virgen te esperamos, virgen te adoramos, virgen nunca nos aban­dones!, desteñida y cansada la oración que se canta y se enreda en las hojas de los olivos. Luego de zumbar en los ranchos, huelen en los nogales dormidos y se bañan en luna, se agigantan en la pampa de Huaco y, al fin, buscando y buscando en los mil escondites del Velasco, trepan al cielo por la escalera de la fe. La Mercedes, to­do silencio, todo cuerpo volcado al espíritu, los escucha llegar, de a poco, que se acercan, cada vez más y más y ya llegan. Voces de niños y de viejas, unas claras como el claclaclá del manantial que baja del cerro y otras roncas y gastadas como los rezongos del viento en los veranos que se larga de San Juan trayendo zonda caliente, aspe­reza y sequedad. Y es su milagro y es su alegría y es su dolor; ¡oh virgencita!, ¿Dónde estás para que me cures, y sabes cuánto duele ser tu elegida? Pero el alma se me es­capa del cuerpo y te persigue por los cielos para sonreírte en la alegría de tantas tristezas. El clamor se vuelve susurro y luego silencio. Ahí están, pared por medio, igual los ve; las niñas y las viejas, con su misma cara es­peranzada, y los niños y los viejos, con su mismo sueño de hallar otro país que sea este mismo con los soles, los cerros y los cielos de Sanagasta.

    –¡Viva la Mercedes Gramajo, la más buena de las santas!

    ¡Amén!

    –¡Viva la Mercedes Gramajo, la más querida de Sanagasta!

    ¡Amén!

    –Viva la virgen, viva la Mercedes, viva los Gramajo!

    ¡Amén!

    Le agradecen, la bendicen, le cantan y vuelven, calle abajo, los tambores y los estruendos, los pies en el arenal que es polvo, es humo y es incienso; desganado pájaro de alas rojizas levantándose perezoso, sosteniéndose de aburrido y retornando al fin a su mundo, a los pies y a los tambores. La vieja Romelia queda en la puerta mi­rando cómo el último de los procesantes se aleja calle hacia el río, y es tanta la alegría que la aborda y la sobre­pasa que corre a la habitación donde la Mercedes, entre velas que la Elvira nunca permite se apaguen, escucha la bendición maternal:

    –¡Mañanita, de a poquito, de a poquito, iremos andando para darle gracias a la virgen y seguro que está esperando contenta en la cuevita de la quebrada!

    Le sonríe y la acaricia, tan mansa y tierna, la pobre. Ordena el tecito para el descanso, revisa las aldabas para que nadie entre y nada salga, y rezando por esa boca acuñadora de plegarias, también ella busca su reposo. La Mercedes ve cómo desaparece la figura baja y corco­veante de la madre y queda sola con las estampas, las ve­las, las sábanas bordadas y la adoración de la gente que va guardando los tambores y los bombos y ya se queda sin pólvora para seguir celebrando con ruido. La casa es un santuario silencioso. Cansados por el trajín y las emociones, todos duermen. Todos menos la Mercedes que se vuelve ojeras con esa fiebre que otra vez la recorre y la inunda y esa tos que se empecina en acosarla y mal­tratarla, ajena al milagro que esta noche cubre los sue­ños de puros y pecadores.

    Chato, aplastado y quemado a fuego por el sol, está el valle de Sanagasta, apretado entre dos cerros; uno que lo separa de la cordillera y otro que lo ata con la pampa. Pero ha llegado el día, y como bichos que se mueven por costumbre y que se moverán aún después de muertos, unos aparecen de aquí, otros de allá y bajando, bajando del lado del dique, al costado, llegan familias con estan­dartes, sus vestidos limpios, los ojos asombrados, el an­dar respetuoso rumbo a la fiesta que da la esperanza. "¡Ha llegado el día!", y es el mismo cura Honorio quien lo anuncia, enfervorizado, borracho de júbilo. Sabe que la caminata es larga y no le gusta andar removiendo are­na, clavando las sandalias, masticando polvo, arengan­do a los sanagasteños demorados. Pero hay que hacerlo.

    –¡Ha llegado el día y Dios nos está mirando! –ahora lo grita, mientras muchachas, niños y viejas, es­peran de pie, portando estampas, vírgenes latiendo en yeso coloreado y fe en sus entrañas. Y resurge el nuevo San Francisco Solano, aunque sin violin encantador. "¡La virgen reclama arrepentimiento y todo el pueblo debe pedirle perdón en la pureza de la santa de los Gra­majo!", alza la voz.
    –¡Amén! –las viejas siempre se persignan.
    –¡Todos iremos en sumisa procesión porque Dios ha puesto los ojos sobre Sanagasta y ha descubierto que estamos llenos de pecados...!
    –¡Amén...!

    Van sin ausencias. Viejas cansadas que ni adivinar pueden la edad pues cuando nacieron nadie anotaba y eran tiempos del Chacho Peñaloza con sus montoneros apareciendo en las cuchillas, jinetazos en caballos flacos, para combatir al enemigo que llegaba del Buenos Aires. También van los viejos que se dejan llevar por las muías, conocedoras del camino. Muchachas que tienen en la sangre tanto sol como solamente se le pueden ocurrir a las primaveras riojanas. Chicos de fiesta, pues hoy no es­tán tan solos, cuidando majaditas en un requecho de la pampa de Huaco o formando canaletas para que el agua del canal mayor llegue a lamer los olivos que crecen en el arenal. Y están, sí que están, los perros, las muías y los burros de Sanagasta porque forman parte del pueblo, y como no rehuyen sus miserias y sacrificios, tampoco pueden estar ausentes a la hora del milagro y en el mo­mento de expurgar pecados.

    –¡Andando que la santa está esperando!

    Echa a caminar el cura Honorio. A su lado, lo sigue un burro marrón, por si se cansa. La columna devota to­ma por la calle principal. Tantos cuerpos, tantos rostros, tantas emociones, forman racimo. Adelante, portando el altar de la virgen, van las mejores rezadoras de la con­gregación, con las estampas besadas y bañadas. Siguen las mujeres que por fin tienen un día distinto aunque tengan que caminar casi una legua hasta la cueva mila­grosa. Y los niños y los viejos, unos llorando, otros can­tando, los demás gozosos del movimiento, del color, del misterio. Suben la loma del Colorado, dejan atrás el mo­jón de tierra rojiza y se agrupan frente a la casa de los Gramajo.

    Pocas palabras bastan:

    –¿La niña Mercedes?
    –Termina de rezar.
    –Es hora, doña Romelia...
    –Es hora...

    Sostenida por sus hermanas, la Mercedes aparece en el patio. Y es un clamor, un suspiro, un reventar de ansiedades cuando ven a la muchacha de los Gramajo, tan alta, tan flaca, tan quieta a pesar de moverse y, así, tan envuelta en ese vestido blanco que arrastra por el suelo. La cabeza obscurita, casi sin ojos, casi sin boca, ca­si sin ruidos, llegando como si volara con alas que no se ven pero que debe tener.

    La confundida Mercedes sabe que es el milagro y también la esperanza. Mira a todos y apenas reconoce a los más cercanos. Es que ha estado tan lejos, viva pero sin vivir, que ha olvidado los rostros de las muchachas que se criaron con ella y con quienes, a veces, se ponía a mirar cómo el cielo se escapaba sobre los cerros de la cordillera, llevándose las estrellas. Y todos la miran y la quieren tocar, y ¡qué triste y pálida está la Mercedes!; pero tan linda que la ven así vestida de virgen, aunque no tanto como la del cielo, pintada en las estampas. Le buscan la aureola de luz bailándole sobre la cabeza y no la hallan. Ha de ser porque con tanto sol se ha converti­do en claridad. Así que a imaginarla cuando camina pa­so aquí y paso allá, apoyada en los hombros de las her­manas, tan orgullosas, la Elvira con vestido de estreno y la Elena con mantón bordado con hilos dorados, tanto calor que hace.

    –¡Dios y la virgen sean con nosotros! –da la or­den el padre Honorio, enfilando hacia el cauce seco del río que, arena y mica, conduce a la cueva entre las rocas, hecha por Dios en los costados del Velasco.

    Se pone en marcha la procesión. La Mercedes reco­bra una vida que nunca antes se le vio y se desprende de las hermanas, da pasos que navegan y sonríe; ahora sí que está hermosa de contenta. La madre y las hermanas, muy ceremoniosas, al lado, junto al cura. Los siguen las puras de la congregación llevando el estandarte y la ima­gen de la virgen que ya no es de yeso sino que es carne en la vida de la Mercedes. Atrás, personas, animales y fe, hunden pies y cansancios en el arenal que derechito con­duce hacia la quebrada de la virgen. Alguien canta: "¡Virgencita de los valles / no te vayas a olvidar / que te esperamos ya mismo / para tus manos besar!" Y las vie­jas plañideras no lloran; murmuran rezos. Tantas rocas, tanto país, tanta tierra que espera ser engendrada, el pai­saje se enceguece con el derroche de luz que se le antoja al sol. Y claro que la fatiga es mucha y cada paso cuesta más. Pero la Mercedes, con el milagro encima, tan esmi­rriada la pobre, paso aquí y paso allá, no permite que se tomen un resuello. Las hermanas la siguen, la Romelia tambalea y hasta el padre Honorio se da un descanso en el lomo del burro pues le arden las sandalias. Algunos sanagasteños tienen más cuerpo que alma y se recuestan contra las rocas, hartas las piernas de levantar polvo. La columna de procesantes, antes tan larga y disciplinada, se desbarajusta cuando apenas pasa la hora y recién allá aparece el santuario. Hasta que la alegría, doblándose unos y muy cansados los otros, tarde pero al fin llega:

    –¡Vean la cueva tan linda!

    Es una niña, adelante, buscando misterios en las hendiduras, quien señala el nicho construido por Dios para que la virgen se cobijara de los vientos, según los más creyentes, y cabado por siglos y siglos de oleajes y mares, de acuerdo a los descreídos que necesitan buscar en la ciencia una explicación que no encuentran en la fe. Y ojos que surgen del arenal se aferran a esa esperanza, roca de los principios, seca y dura, alta y fuerte, tan va­cía que se ve por más que se le busque adentro. El cura Honorio levanta los brazos con el crucifijo que transpiró entre sus manos en el viaje desde Sanagasta y eso quiere decir que los procesantes deben dejar de murmurar y es momento de besar con plegarias la piedra que es sagra­da. Y hay emoción porque seguro que la virgen los ha visto llegar, agobiados en ese andar por el cauce arenoso con mica que parece plata y al fin es una ilusión que brilla, tanto sol que revienta en los cerros. Y las caras viejas y las muecas jóvenes, sudor y fe apiladas, muestran el miedo porque los pecados pesan y la virgen puede apa­recer en cualquier momento y gritarles y ordenarles y clavarles espinas en la cabeza o ponerles en penitencia, con granos de maíz debajo de las rodillas, torturadas contra las piedras. Esperan, temerosos. El cura se ade­lanta, hace la señal de la cruz, busca palabras aprendi­das en misales y ya mismo las obliga a salir de su pecho flaco:

    –¡Virgen protectora de Sanagasta, madre de los desamparados y hermana de los necesitados...!

    Todos miran, escuchan y esperan. Todos se sienten nombrados por las palabras del cura que sigue, sudado y enrojecido por el sol y la caminata:

    –¡Tu hermana preferida, tu fiel devota del alma, tu adorada Mercedes, ha traído al obediente pueblo de Sa­nagasta para que vuelva a demostrarte cuánta fe deposi­ta en ti, oh milagrosa santa que tanto nos proteges...! Están en silencio. Miran cautelosos la cueva y no ven otra cosa que la piedra obscura, grande y plena, que aquí y allá por las venas del Velasco, respira con latidos de siglos, abrazando el valle de Sanagasta, donde ellos hacen su vida y hacen su muerte. Y tal vez por tanta luz que da este sol riojano y con recelo por los pecados que cada uno tiene adentro del cuerpo y del alma, es que la virgen no se muestra. Nadie ve el vestido vaporoso, la sonrisa dulce, la cabellera suelta, toda así de linda mo­viéndose como una mariposa que vuela y vuela y no se cae jamás. Y esperan y esperan tanto que el cura Hono­rio reconoce su responsabilidad cuando lo miran con ojos asombrados y él entonces le ruega a la Mercedes para que no cometa el pecado de abandonar el milagro cuando falta tan poco:
    –¡Hija santa de Sanagasta te pedimos que digas a la virgen que estamos arrepentidos y le rogamos nos perdone tantos pecados...! –también se incluye entre los pecadores porque se sabe entre los tentados que cedie­ron.

    Mercedes, que ha caminado por el cauce arenoso sin decir palabra y sin aceptar descanso en el lomo de la muía, está ensimismada, con los ojos clavados en la cue­va. Ella sí que ve a la virgen porque sonríe y avanza, un pasito y otro, tan débil y tambaleante, que se cae, pero no, y vuela así moviendo los bracitos como si fueran alas, tan pura como el vestido blanco que anoche termi­nó de coserle la Elvira. Y da un salto y otro. La gente la mira y la ayuda a subir con la esperanza hasta que... "¡La veo, virgencita querida...!", ronca y mojada es la voz que le brota antes de caer tosiendo y ablandada co­mo si el sol ya le derritiera la miseria de huesos que apuntalaban su vida. Y la Romelia y la Elvira y la Elena y el cura Honorio y todos se acercan con temor, viendo cómo brota la sangre de esa boca obscura, y es tanta y tan floja que la arena queda manchada por arriba y húmeda por abajo. Nadie se atreve a tocarla cuando la santa de los Gramajo sigue tosiendo, caída sobre el cauce del río Dulce, empecinada en ver la virgen que nadie ve en esa cueva del Velasco. Y cuando por fin la vieja Romelia se larga para levantar a su hija, la Mercedes ha dejado de estar ahí para volar por los cielos, muy alto, tanto que jamás habrán de verla, doblada la pobrecita y si parece que ya estuviera vacía de sangre y de huesos. Tan asom­brados están, ocurre todo en tan poco tiempo, que nadie entiende la ocurrencia de la Mercedes, venir a morirse dando bocanadas, sin decir adiós y sin enseñarles cómo habían de hacer para pedirle perdón a la virgencita. El cura Honorio está aterrado. No sabe si es misterio o es milagro, morir así, en ese día. Quiere hablar para decir la palabra de Dios, pero nada le sale de la boca más que una mueca sin ruidos al escuchar el llanto de la Romelia y los gritos de la Elena. Tanto misterio, tanto miedo,

    tanto sol, todos mirando ese cuerpo enjuto, deshecho y con el vestido tan lindo manchado con sangre, nadie se da cuenta que allá lejos, del lado de Sanagasta o de Patquía o de Tama o de Olta, se mueve andando un bultito oscuro que es como una aceituna madura entre el arenal y el cielo. Y claro, quién iba a pensar que el viejo José Gramajo, tan sordo y muerto en esta vida, ya estaba preparado para recoger el cadáver de su hija, morir él mismo y luego resucitar sin tiempo, que ese es su destino y lo sabe cumplir.


    DE COMO FUE ASESINADA LA VIEJA Y, VUELTA A RESUCITAR EN DIFERENTE MUJER, SIGUIÓ FECUNDANDO HIJOS PARA IMAGINAR UN PAÍS EN EL ARENAL


    Andando y andando, a Juana Peñalba le preocupa mucho esa torcedura que no comprende. Por eso pre­gunta:



    –¿No era el Ordóñez enemigo que nos fusiló her­manos en Carrizal?

    Rogelio Gramajo sigue callado y confundido por­que él mismo no sabe adonde lo llevan tantos años gue­rreando, para aquí y para allá, sacrificando a sus hom­bres. Quiere aclarar eso que le duele a su Juana. De ca­ballo a caballo, marido y mujer, sin rancho siquiera para tener algo firme, lejos de Tama, deambulando por los llanos, todos los días al acecho, ella con las agallas de un macho, es una vida triste esta que llevan.

    –Era...

    Cuesta explicar el enredo. No sabe por qué ahora anda defendiendo a los otros, a quienes no hace mucho le degollaron paisanos. Pero son cosas de la guerra, di­cen. Los jefes mandan y ellos obedecen. Todo ajeno que llega a los llanos, es enemigo. Y a pelearlo.

    –¿El Ordóñez pelea por el país?

    Vaya a saber si lo engañan. Uno ha nacido donde la escuela es un lujo y no es fácil conocer a los hombres donde a fuerza de vivir se huele el aire para saber dónde hay animal vivo y se escucha el silencio para ubicar el rumbo. ¿Y quiénes podrán ser los justos en un país don­de se guerrea desde nacido, hermanos contra hermanos, todos los días de la vida? Tanto darle, ya no saben hacer otra cosa. El Rogelio se tortura. ¿Cómo explicarle a la Juana y a sus hermanos, tan faltos de comida y ropa, los pobres, que este sacrificio tiene un motivo y alguna vez será distinto? Para todos. Sin embargo, no tiene seguridad y en una de esas los engaña. Prefiere callar las pro­mesas. Él los mira y ellos van, sumisos y obedientes. Los arrastra como a niños y ese respeto le duele porque si al­gún día preguntan, ¿por qué vivimos peleando?, no le van a salir palabras.

    –¿Por quién pelea el Ordóñez?

    La mujer aguantó mucho silencio y está desconfian­do que por vergüenza no se atreva a contestar. El ejérci­to se detiene. Los de adelante han visto algo. El se apea y ya no tiene necesidad de buscar palabras para explicar la confusión del país. Son dos mil hombres, algunas muje­res, muchachos que crecen desnutridos, a caballo, a pie, los más débiles en carretas, junto a los heridos, que ahí están y lo siguen. ¿Adonde los lleva? Los más fuertes arrastran cañones de cuero y troncos, capaces de reven­tar en favor del enemigo. Lanzas que siguen siendo ca­ñas con puñales atados a tiento, cuchillos con el acero mellado, hondas para aturdir con piedras, lazos y hasta algunas boleadoras para enredarles las patas, además de algunos sables, son sus armas. Y dan pena. Más, sabien­do que los otros se vienen con cañones de los buenos, fu­siles y hasta bayonetas de acero templado en Inglaterra.

    –¡Que defienda una partida para probarlos!

    Rogelio ve crecer la nube y con sus ojos tan largos ya mira uniformes enemigos. Esos que obedecen sin pre­guntar, son sus hombres, para la guerra o la paz. Nunca, nadie, y pasando los años, podrá prescindir de ellos si es que aman al país porque en la paz trabajan y en la gue­rra pelean. Y su ejército así crece. Siempre son más. Es que entre la comitiva, más gorda que nunca y ya es una bola de arrugas, la vieja viaja como una reina con una carreta de palacio, tres mujeres que la atienden, veinte hijos que la cuidan, y así remplaza a los muertos con su fecundidad prodigiosa. Nunca baja de su trono a no ser para cumplir necesidades. Y es entonces cuando deja de cocinar hojas de cactos pues nunca alcanzan con tantos hijos que va pariendo. Apenas, una vez por mes, hom­bres, caballos y carretas se detienen y, ¡atención que la vieja quiere hacer lo suyo!, eso se convierte en una cere­monia. "Nada se ve a los lejos", llega la seguridad, de un lado y del otro. Conseguida la confirmación de los vi­gías, sin enemigos que la acechen, es empujada suave­mente. Pone sus piernas gordetas ya sea en el arenal, en un valle rico en verde o en las salinas que se hunden, se­gún donde lo exija. Se mueve a empujones, hace lo suyo y aprovecha para mirar al país que en ese momento es su paisaje. Vuelve, sin decir palabra, al colchón de plumas sobre el piso de la carreta; queda hasta la cabeza envuel­ta en almohadones y descansa. No es descansar, sin em­bargo, pues cuando suena el barullo de la pelea y se que­jan los heridos y lloran las mujeres y el Gramajo ordena se recuenten los muertos, ella pregunta muy ronca: "¿Cuántos?" "Como veinte, esta vez nos sorprendie­ron..." Hace apenas una mueca porque adentro sufre mucho y no puede quejarse, cierra los ojos, pide que la dejen sola y, mientras entierran a los muertos, curan a los heridos y descansa el ejército aprovechando que el enemigo huye, comienza a parir la vieja. Cómo hace, na­die lo sabe. Sólo la virgen, aseguran, pudo tener hijos sin necesidad de hombre. Así que la Chacha, aparte del mis­terio que trae de sus orígenes todavía no muy claros y menos fácil de entender, es ya cosa del cielo con tanto milagro que la ha dotado Dios. Y de ranchos y de cue­vas, de las pampas o las salinas, de los valles y las mon­tañas, de los montes y los llanos, surgen paisanos que si­guen al Rogelio Gramajo dondequiera que él vaya. Ahí van y no preguntan. Entrecierran los ojos para evitar el sol y siguen. No protestan, no exigen, y si les dan de co­mer, comen. Con tantas ganas de vino que tienen, se las aguantan. Y a veces, es suficiente que un bicho se mueva para quedar ensartado, dorándose al fuego. Sufren sin darse cuenta. El Gramajo no les promete mucho, por lo menos con palabras. Ellos creen que no lo dice por calla­do, pero hasta la Juana Peñalba tiene miedo de estar pa­deciendo en vano. Cada día que pasa su hombre pierde ternura y se acostumbra al destino, aguantándolo, inca­paz de buscar un camino para sus paisanos. Ahora lo tiene al lado, mientras dormita, el fogón en medio de las Salinas Grandes, donde ni arbustos ni pastizales se atre­ven a romper la soledad del arenal, blanqueado por la luna.

    –¿Te has dormido...? –sabe que no. –No viene el sueño. –¿Cansado? –Triste...
    –¿Triste? –la Juana se achica ante esa confesión. –Triste... Veinte años que andamos guerreando y nada ha mejorado. Todo es peor, hay más odio, no sé adonde vamos...

    Está desconcertado. Su mujer se apena y quiere consolarlo:

    –Mañana veremos qué hacer... –Mañana ha de ser igual. Nos atacarán y nos defenderemos. Después a seguir. Un lado, el otro, ir, vol­ver, ¿adonde...?

    La mujer comprende y lo sabe tanto. Vida andarie­ga que llevan, andando por todas partes, atacando de sorpresa, escondiéndose en los montes, vagar por todo el país sin echar raíces en ningún rincón, tantos que se ofrecen para ser habitados. Es tarde cuando se duermen. Sueños dolorosos son los de Gramajo que se ve apurado por su propia conciencia, pues, ¿adonde llegarán tanto pelear entre ellos si desde cien años, o más, tan pobre si­gue la gente que al fin muere por algo mejor y no consi­gue nada? El mismo se ha puesto duro. Se le ha ido la ternura, acostumbrado a pelear. La vida lo obliga a mandar, cambiar de lugar, a no pensar, a matar antes que lo maten, y ¿mejora algo viviendo así? En el sueño se ve herido en medio de un arenal. Pero no puede quedar­se allí con el sol que lo achicharra y se le hunde en los huesos. Se levanta y, a los tropezones, anda. Igual da ór­denes, pues no puede ser suyo el lujo de morir y menos de ponerse a descansar con la excusa de la herida. ¡Ade­lante y metan sin miedo!, es su misma voz la que escu­cha. Empuja y la obedecen, tan respetada que sigue sien­do en toda la llanura. Ve muy poco. La sangre le corre desde la cabeza y le baja por los ojos, y el hijo de puta me dio de lleno bajándome de un sablazo, aunque ciego, debe seguir. Y agarra una lanza, o el cuchillo, o una pie­dra, si da lo mismo. Porque ya por instinto, para vivir o morir, durmiendo, agonizando o esperando, lo único que sabe hacer es guerrear. ¿Contra quién? Nunca se en­teró demasiado bien, aunque al principio fue para tener un país libre. ¿Y ahora? Tantos años matándonos entre nosotros y siempre la misma miseria. Pasen cien o dos­cientos años, tristes las llanuras, hambrientas las muje­res y raquíticas las criaturas que mueren apenas nacidas. Con ríos sin agua y desiertos sin árboles. Sin tiempo pa­ra el trabajo y sin ganas de formar familia, ¿adonde va­mos por este camino que no tiene fin? El despertar es más triste todavía, pues el grito que retumba alarma hasta a los animales del campamento: "¡Han muerto a la vieja!" Enseguida mil hijos surgen de la llanura y a correr, a gemir, a llorar ante el cuerpo apuñalado en me­dio de los almohadones húmedos con sangre que se nie­ga a endurecer. El alboroto es tremendo, y aparte del dolor, que es muy grande, el Rogelio y los demás saben que sin la vieja pueden darse por vencidos. Se pueden permitir el lujo de perder cien, quinientos o mil hom­bres, si los encierran y los acribillan. Pero jamás luchar sin la vieja. De la nada hace un ejército aguantador y silencioso que se alimenta con chupaditas de cactos, obe­dece sin protestar, corajes en la guerra y es respetuoso en la paz. Y todavía sin salir de los fantasmas que lo torturaron durante toda la noche en esa angustia de no acer­tar con el camino por donde ha de llevar a sus hombres, Rogelio corre, a medio vestir, hacia la carreta. Ya hay llantos y gemidos como si con tanto dolor quisieran re­vivir a la vieja. Y cuando la ve, no lo puede creer. Claro que está muerta, por desgracia. El Gramajo lo comprueba. Seguido por su mujer levanta la cortina colocada pa­ra que la arenisca y el viento no la molesten, y ahí está, con los ojos muy abiertos y la boca en un ¿porqué? que no acusa sino que duda. La madre de todos los hijos si­gue bañada en sangre que nunca termina de salir, tan ri­ca que es su naturaleza. Tiene los pechos desgarrados y allí se han ensañado para que deje de amamantar. Y una, dos, son como diez las puñaladas que le han acerta­do en el corazón. Despatarrada y grotesca, tan gorda y tan sencilla con un batón sin bordados, hasta el vientre le perforaron los asesinos para degollarle la cría.

    –¡Perros, inútiles, malditos hijos sin corazón, des­graciados...!

    Nunca han visto al Rogelio tan enloquecido, con esa mirada de loco, sufriendo con toda el alma.

    –¿Qué carajos de hijos son, cómo la dejaron ma­tar?

    Ahora solloza y se desahoga por tanto sufrimiento que viene juntando en los años. Nadie sabe nada. Nadie se durmió. Los centinelas, atentos, las mujeres echadas junto a la cortina, los perros no ladraron, los caballos tan tranquilos, ¿cómo pudo ser?

    –¡Pero alguno la mató!

    Tiene asidero el enojo del capitán, tan desconsola­do que no le importa si la tropa lo ve llorar. No fue una y tampoco dos, con apuro. Diez o más puñaladas justito en el corazón, medidas para no errar; sabiendo los asesi­nos que era eterna la Chacha, buscaron seguridad. SaKt partidas. Más que nunca, llorando desesperados, los llaneros montan, corren, buscan, olfatean y putean por leguas y leguas. Urdiendo en los montes, ¿dónde están los enemigos?, espiando movimientos en los recovecos de las montañas, haciendo alto en el desierto para escuchar algún galope; pasan los días. Pero, siempre, nada. Los asesinos han desaparecido. Se han ocultado los cobar­des. Como si fueran fantasmas, los ha tragado la tierra o la arena o el mismo monte. Pero no están, por ningún la­do. ¿Y entonces qué pasa?; el Gramajo se desconsuela porque ese enemigo es astuto y zorro. Ataca y desapare­ce, asesina y no se ve, burla a los hijos, no deja rastro y no da la cara para pelearlo. Y en medio de la desespe­ranza y del dolor, de sentirse inútiles por no saber defen­der ni a la propia madre, se deciden los funerales. "Muy sencillos han de ser", aconseja la Juana Peñalba, ya bus­cando hijos en su propio vientre. "Claro, sencillos", re­zan todos. Así que un cajón con tablas del monte, que­bracho y algarrobo nomás, casi cuadrado, pues la vieja de tanto guardar hijos se fue ensanchando hacia los costados, cuatro velas, la virgen de la Merced tan linda pin­tada en yeso y el grupo de plañideras, es suficiente. Y es un lamento que nace del desierto, tantos paisanos su­friendo porque si son guerreros contra los otros, como cualquiera, son hombres en la desgracia. En fila y silen­cioso, el ejército vive su duelo y lo respeta. Dejan cuchi­llos, fusiles, lanzas y machetes. Y que venga el enemigo si quiere, que ahora están preparados para morir de tris­tes y avergonzados. Mire que la han asesinado delante de los propios ojos. Echan una última mirada cuando llegan al ataúd. La vieja descansa con un poncho azul y rojo que le han puesto de mortaja y se la ve tan linda ahora después de muerta que hasta sonríe como si bro­meara. Se persignan, rezan y siguen, en silencio. No hay paz en los tameños, huérfanos ahora de madre y sin pa­dre conocido. Todo el día y toda la noche el campamen­to solloza y por primera vez en siglos otra música que no es el viento se va quejando en el llano. Tanta tristeza ve en sus hombres, tan moribundos y derrotados, tan poca cosa son sus soldados, que el capitán Rogelio Gramajo no aguanta seguir tan flojo y ordena:

    –¡Que la entierren...!

    Y la entierran, ahí mismo, en el arenal. No pesa na­da la vieja en brazos de los hijos que se turnan ansiosos por llevarla. Con las manos, cuchillos, lanzas y hasta con los dientes, la fosa se hace en momentos, tan blando que es el desierto. Los demás, muy juntos para soportar tanta angustia, miran. Es demasiado triste ver a esta gente derrotada pues, muerta la vieja, ¿de dónde saldrán hombres para mejorar al país que los consume en sus guerras? Tal vez por el calor, los hijos que le crecen adentro o las ganas de reventar sin vergüenzas, la vieja calchaquíe se hincha y ya desborda el cajón cuando mi­les de manos la cubren con puñados de arena y tierra y piedras que son azules, rojas, amarillas, marrones y ver­des. Y también flores, aunque asombre, y no es momen­to de averiguar de adonde han salido estando en pleno desierto. Entre orquídeas y cactos, geranios y ceibos, el cajón desaparece y ya forma el arenal. Se alza entonces un bramido de rezos. El cielo riojano se ve adornado con gaviotas y mirlos, palomas y horneros, calandrias y gorriones, confundidos en vuelos que dejan música en el aleteo de plumas y gorjeos como si fueran cánticos sa­grados. Los hijos hacen la cruz. Un tronco de quebracho y otro de algarrobo, atados con tiento. Nada más. Ni unas palabras, ni una seña, ni el nombre ni la fecha. ¿Pa­ra qué? La vieja era todo, no tenía edad y ese eran todos los días.

    –Se hace noche, nos vamos...

    El capitán Gramajo no quiere seguir llorando. La Juana Peñalba besa la tumba y es como una señal. Uno a uno, los dos mil hombres y mujeres, criaturas y enfer­mos, hacen lo mismo antes de partir. Nadie vuelve los ojos atrás por miedo de no querer seguir, y cuando el ejército se hunde en el oeste, lo mismo que el sol, la no­che achica el país y las sombras se hacen dueñas de todo. Es fácil verlo, es un ejército de muertos. Desconcertado el jefe, huérfanos los paisanos y todos sin fe, andando sin rumbo fijo.

    –¡Vamos a acampar!

    Es otra noche difícil para el Rogelio Gramajo. Ya olvidó las leguas andadas, tres días aquí, diez cruzando desiertos, esteros, salinas, montes y cerros, años y años, da lo mismo. Matando y viendo morir. Riojanos, salteños, de Santiago, venidos de Tucumán, catamarqueños, sanjuaninos, llegados de Mendoza, cordobeses y hasta gauchos pamperos. Y todos los muertos, los suyos o los de enfrente, ¿no eran hijos de la misma tierra, sin estan­cias, sin casas, sin escuela, enterrados en la llanura sin que nadie los reclame? Ninguno tiene una placa, y si la tuviera, ¿para qué sirve semejante burla? Noche mala. La cabeza le trabaja y no lo deja tranquilo. Lo hace vol­ver atrás para que mire su vida y la de sus paisanos. Los que se fueron y los que ahí andan. Son iguales, da lo mismo. Con tanto sacrificio y dolor, con tanta muerte y desgracia, el país no ha mejorado. Mucho peor. Más se­co y desnutrido, más triste y despoblado. Los españoles trajeron curas y armas; se llevaron oro, plata y todo lo de valor que conseguían, por las buenas o las malas. Ahora vienen barcos extranjeros que traen telas, porce­lanas, licores, mujeres rubias, armas y libros con cultu­ra, según dicen. De todo eso, nada para ellos. Y si se lle­van vacas, cueros, lana, oro y plata, ¿dónde está la razón de traer y llevar si ni una cosa ni la otra cambia el llano, mejora su país, da agua a los ríos, hace brotar los esteros y alimenta a los que nacen, siempre tan tristes y flacos? Otra noche sin dormir; duelen tantas cosas al ser pensa­das. Y es en el alba cuando despierta, los ojos apretando lágrimas, tan nítido que llega al grito del centinela:

    -¡Un bulto viene de allá!

    Y señala hacia donde aparece la luz del día, muy a la distancia. Es muy poco lo que se ve. ¿Enemigos en la retaguardia? Puede ser, pero, ¿uno solo y de a pie? No se ve caballo. Además, tan lento que avanza, tan oscuro contra el cielo, puede ser persona, animal o fantasma. Y como anda y anda, despacito, que se cae y no se cae, la gente ya tiene miedo. El mismo Gramajo acude a los gri­tos y se adelanta. Algo les tiembla al mirar emocionados a ese bulto que camina y camina sin importarle que ellos sean más, con lanzas, cuchillos y fusiles.

    Así hasta que el sol se hace fuerte y lo que anda se agranda. Y cuando las mujeres rezan y los hombres tiemblan, es un cuerpo humano el que llega, tan defor­mado de flaco. Parece mujer. Al menos se asemeja con esos cabellos largos, renegridos sobre la espalda, despei­nados y una bata que le cubre el cuerpo. Y es mujer, ya se nota, pero ¡tan vieja! que se dobla al caminar. Es un esqueleto casi sin carnes lo que avanza.

    –¿Quién vive...?

    Más que vivir, eso muere. Da pena pensar lo que pudo haber sufrido. ¿Será alguna de las mujeres del ejér­cito que ha quedado pérdida, una bruja anidada en las montañas, alguna ánima desesperada por cobijarse en un poco de calor humano? Hay tanto dolor en ese gesto que todo puede ser posible.

    –¿Quién vive...?

    Tiembla el centinela porque la mujer, sin contestar, más se acerca. Y es cuando abre la boca desdentada y surge el agujero negro por donde sale el vozarrón que se hace música en el silencio del llano:

    –Vivo yo... La madre de mis hijos.

    Tanto milagro asusta. El mismo Rogelio, que ya lo presentía, pues la vieja no los podía abandonar, queda mudo de alegría. O de espanto y emoción. Y qué decir de los otros, tan ensimismados mirando a ese cuerpo sin carnes, doblado. Un montón de huesos que sin embargo buscan estar erguidos, sin caer, así tenga que sufrir para demostrar guapeza. El Gramajo teme hacer ruidos. ¿Y si despierta y es un sueño? ¿Y si la vieja se ahuyenta, se evapora y desaparece? Tanta confusión que lleva en sus vidas, sin nada seguro y estable, los tiempos que se le confunden, lo hacen temblar. Y hasta le parece que al­guna vez esa mujer fue su hija, llevada al cielo por la vir­gen, allá, en el valle de Sanagasta. ¿No la cargó él en su muía y se largó a trotar por el cauce de un río seco? El ejército murmura. Eso lo despabila. Alborozado, sin po­derse contener, da órdenes, grita plegarias, bendice a Dios o a quien sea, besa la arena, se ve hijo de un país que tiene una madre eterna, dispuesta a resucitar así la maten mil veces, la roben, la humillen o la escupan los ajenos.

    –¡Que la cuiden, la atiendan y la alimenten!

    La vieja se mueve al escucharlo. Con esos ojos que son agujeros obscuros, mira al Gramajo. Hace una mueca de orgullo ofendida por las debilidades que le atribuye, alza penosamente un brazo y, ¡no me toquen!, rechaza las ganas de ayudarla que siente el ejército de sus hijos. Tal como vino, andando dura de altiva, sigue hasta la carreta. Sube, se acomoda en el colchón y, sin descansar, sin comer ni beber, envuelta en los almohadones de plu­mas donde se mezclan águilas, cóndores, jilgueros, go­rriones, palomas y gaviotas, comienza a fecundar. Y allí afuera, en las salinas, la gente reza y pregunta. Nadie puede contener esa alegría que brota de las entrañas y es un desborde de cantos y gritos que rodea a la carreta. Todo el llano es una algarabía, bailando los pies descal­zos sobre el arenal caliente, cantando tanta grandeza sin necesidad de guitarras y felices de saber que la madre vieja cambia, se transforma, muere pero siempre resuci­ta. Está viva y no importa si gorda y flaca. Menos si ha llegado ojerosa, sumida y arrugada. Vive allí, presente, y con eso basta para seguir adelante. Y el Gramajo y todos vuelven a estar seguros que nunca faltarán hijos, porque la vieja es eterna, y si la matan no muere, pues sabe resucitar. No es la misma de aspecto, pero es igual por dentro y eso es lo que importa porque seguirá dando hijos de poco hablar, duros para el sacrificio, aguanta­dores para las injusticias y confiados al esperar. Sin mez­quinarle a las guerras, al desierto, a la vida de campaña, noche y día sin dormir, tan adaptados al país que se ali­mentan con chupaditas de cactos si la necesidad lo exige. Se redoblan las guardias. Hay paisanos borrachos con la alegría del vino. Otras mujeres celebran bajo la luna y fecundan lo suyo en el jolgorio de la resurrección. Con la carreta en el medio y la vieja que descansa y no des­cansa, el ejército vuelve a andar. Y se mira lejos, porque aquí y allá, por todos lados, el enemigo acecha. Seguro algún espía ha visto crecer la tropa y anda oliendo para saber si es cierto que la vieja sigue con vida.

    –¡A no dormirse que rondan los asesinos!

    Desde el caballo, con una mano cubriendo los ojos por tanto sol que trae este verano, el capitán no descuida las montañas que oscurecen el cielo, cerca de las cordi­lleras. Se siente vigilado. Aunque no ve al enemigo, lo es­pera en cada momento. Y no se engaña. Ese día y los otros aparecen partidas aullando a lo indio para desar­marle la disciplina a la caravana que anda y anda sin lle­gar a ningún lado. Brotan de atrás, de adelante. Sigilo­sos, preparan el ataque. Está visto que tienen órdenes de eliminar a la vieja.

    –¡No la descuiden porque en ello va la vida!

    Y no la descuidan. Rechazan a los contrarios. De­jan muertos y prisioneros, huyen desbandados, locos de odio y de miedo, pero vuelven, emperrados. Y en el ba­rullo, defendida por los más duros, la carreta se corta buscando un lugar seguro. Los otros, que son más, la si­guen. La vieja aguanta los saltos en la carrera de la hui­da, sin haber salido todavía de su debilidad y su silencio.

    Y allí va presintiendo que otra vez la van a asesinar, oyendo cercano el casquerío golpeando como tambores sin dar sosiego a sus hijos que se juegan por salvarla. Y es en este momento, sin miedo, más vale con pesadum­bre y resignación, que acepta soportar el dolor de otra muerte. Ya se ve apuñalada, escupida, insultada y hasta vejada, para satisfacer la ferocidad de esos perseguido­res que la odian sin conocerla. Saben que tienen órdenes de matarla, y lo harán, así sea su propia madre. Un gol­pe seco, la carreta que se detiene y el grito:

    –¡Nos alcanzan, hay que jugarse! Los otros están encima, son muchos y vienen deci­didos. Un silencio muy corto y los hijos que se preparan.

    Y ya aguantan la embestida que dirige un sargento tan rabioso que echa espuma por la boca. Los ojos se le sa­len buscando el cuerpo de la vieja para hacerlo pedazos. Se arma el entrevero de puteadas, gemidos y lamentos y todo dura poco porque es cuestión de matar o de morir, y en menos de diez minutos el arenal queda sembrado con los cadáveres de los riojanos. No se han ido solos. Ahí, cara a cara y casi unidos después de muertos, hay muchos de los otros, para siempre en el arenal. Enton­ces, fiero, gigantesco y duro ya que tiene el cuerpo tajea­do por todas partes, el sargento porteño aulla: "¿Dónde está esa vieja puta?" Rasga la cortina de la carreta, y a lo ciego, sin mirar, emprende las ensartadas hasta que no quede ni esto de la vieja. Tanto esfuerzo, tantas ganas de matar, asustan. El cuchillo se hunde, entra y sale. Pero ni una gota de sangre le salpica la cara al sargento para avisarle siquiera que le está dando firme, cortando el cuerpo a pedazos. Y cuando por fin abre los ojos para mirar lo que ha quedado, nada.

    –¡Vieja puta, dónde te has metido!

    ¿Es llanto en un sargento tan bruto? Es llanto, mez­cla de impotencia y desesperación, de animal vencido, de tigre desalentado. Comprende algo que se niega a comprender y es que la vieja no está, ha desaparecido, se hizo luz en una tarde soleada o se convirtió en arena en un desierto tan grande. Pero no está por más que la bus­que. O no estuvo antes y lo han engañado cuando le di­jeron, ¡persiga a la carreta y haga pedazos a la vieja!

    –¡No está, la guacha!

    Y se desespera.

    –¡Vení, asómate, da la cara, vieja bruja!

    El sargento parece loco gritando solo en medio de la llanura. Y cuando se va al tranco, ni para atrás mira. Se aleja muy lentamente, tan vencido que da pena. Poco a poco se hace bulto en la distancia, volviendo para San Juan. El misterio de la vieja lo tortura. Se le ríe. No, no es cierto. Si nunca le vio la cara y ni siquiera le han podi­do decir si es gorda o flaca, alta o baja. Si es india, como dicen, y cómo hace para parir todos los días del año. En ese andar, sólo él y su caballo, tranqueando muy lenta­mente, se le aparece la imagen que lo mira, ¡con lástima, carajo! ¿Y por qué de esa manera si él la quiso matar? Vaya a saber si no es un fantasma. O como Dios a quien nunca se lo ve pero anda por todas partes. Y en una de esas, la zorra se la ha puesto enancada y la lleva agada a la espalda, y si lo piensa la cabeza le dice que está sin­tiendo el calor, tan cerquita que se arrima. Y se da vuel­ta, asustado. Pero no hay nada. Tanto atrás como ade­lante, la llanura. Arriba el cielo, tan alto. Ya no tiene ga­nas de matarla. La quisiera ver porque si es madre de tantos hijos en esa soledad tan grande, no debe ser mala mujer. El sargento piensa. Y aunque es duro porque los blandos revientan en estos tiempos de guerra, un momentito de tierno se le viene a la garganta ahora que na­die lo ve. Nunca, en años, ha matado a una mujer y lleva como treinta degollando. Se juega por los hombres, por un patrón o una corazonada. Pero a una mujer, y enci­ma vieja, le da asco pensar las cuchilladas que tiró con­tra el colchón, a los almohadones, dándole a la carreta, al aire a todo lo que fuera ella. Andando y andando, se aleja. Y hasta parece que se pone alegre con la esperanza de no haberla tocado con tantas cuchilladas. Metidos en las salinas, hacia el otro lado, van los de Rogelio Gramajo. Los que han quedado luego de encuentro tan desi­gual. Ellos también piensan en la vieja que ha desapare­cido, pero no les duele su ausencia. Saben que es capaz de morir y luego resucitar y en cualquier momento, co­mo antes, otra vez dirá: aquí estoy, y sin alharacas, co­mo si tal cosa, seguirá empecinada en poblar el país. En el grupo que avanza cabizbajo, hace rato que la Juana Peñalba quiere decir algo al Gramajo. Pero no se anima; tan triste va que le duele. Desgajada por el desbande, añorando al hijo propio y a los hijos que son sus parien­tes, siente ahora la necesidad de acurrucarse en el refu­gio de Tama, las tardecitas hilando, las mañanas ba­rriendo el patio. Haciéndose un momento para lucharle a la sequedad y volver a insistir para que algo brote de la tierra. Y en las noches, cansada, con esa fatiga buena de la vida tranquila, dormirse junto al calor de su hombre. Lenta, anda en el grupo, como quedándose atrás, sin ga­nas de alejarse del país porque el camino que lleva Roge­lio va derecho a la cordillera. Si pudiera confiarle cuánto le duele esa vida; la sed y las penurias al fin para nada. Sin días para tal cosa, dándole trastorno y desesperanza a las horas. Si pudiera decirle: vamos Rogelio para el la­do de Tama, sin más guerras, quietitos en el poblado, aguantando la pobreza y las injusticias, pegados unos a los otros, viviendo los pedazos de una vida que se gasta sin vivirla, siempre muñéndola. Quisiera decir muchas cosas, pero no sabe decirlas y es que las palabras que busca se le pierden en la garganta. Además ya es dura para soñar con una vida que no existe para ellos, y mire las pretensiones, andar queriendo un rancho tranquilo en Tama, con el Gramajo sin guerrear, todos los días en paz y encima, como si fuera poca ilusión, reclamar que surjan plañías del arenal, y de adonde si pasan meses sin agua. Así que a no mirar con los ojos que viven adentro y a seguir la caravana que se pierde rumbo a la cordille­ra. Eso es lo que tiene, los que van cumplen su destino y ella sigue a su Gramajo aunque la lleve al infierno.


    DE COMO GRAMAJO ES ECHADO AL MONTE Y, AJENO EN SU PROPIO PAÍS, PIERDE OTRA DE SUS VIDAS CUANDO AL GOBIERNO RECLAMA JUSTICIA


    Las mujeres de Silípica, un pueblito hundido en las costillas más raquíticas del llano, andan con miedo. Ven a sus hombres muy serios, y apenas les preguntan algo, ellos abren las bocas desdentadas y dicen una o dos pa­labritas, de mala gana. Cuando algunos se cruzan, moli­dos por el cansancio y el sol, se avisan casi con misterio:



    –En lo de Valerio es la cosa... Ya anochecidos...
    –He de ir con el compadre, ¡y cómo...! Anda con ganas de pelearlo al gobierno.
    –¡Le vamos a dar con todo!

    Luego, curvados como planta seca, metidas las alpar­gatas rotosas en la tierra rojiza, uno sigue escarbando con el azadón y el otro, harapiento y cabizbajo, azuza al burro que anda como si muriera y desaparece en el monte de tuscas. Pero más que los hombres, son las mujeres de Silípica las que andan inquietas y miedosas. Feliciana, que ya tiene el cuarto hijo moviéndose en el vientre, mira a su Anacleto y, viéndolo tan pegado a la tierra, tan callado y triste, deja de revolver en la tina y vuelve a pensarlo: "¡Esos guachos nos quieren echar al monte!" Y así, sin proponérselo, Feliciana repite las protestas que a ratos salen como rugido de la boca de su Anacleto Gramajo. Tu muchacha que podría ser con los 19 años cumplidos en el último verano, se ha puesto vieja de miserias y padecimientos, dedicándose por man­sar a cuidar la cría, atender a su hombre y a rogar al cie­lo que los días pasen sin traer desgracias ni enfermeda­des. Comenzó a vivir con el Anacleto poquito antes de cumplir los 14 años y cuando en Tama se dieron cuenta que eran muchas las bocas para comer y muy poco lo que se ponía dentro de la olla. Las muchachas debían ir pensando en buscar hombre que las mantenga, ir a la za­fra de Tucumán a pelar cañas o preparar el viaje para acostumbrarse de sirvienta. Ahora, con los pechos agrie­tados que le cuelgan de secos, sin tiempo para llorar al último hijo muerto, se sienta orgullosa de ser la mujer que se acuesta con ese macho duro como el algarrobo y callado como la tierra. Y bien sabe la Feliciana que al­gunas se lo miran con envidia cuando los domingos se acercan al pueblo para ir a misa, o al circo, en tiempo de primavera y como cosa de fiesta. El Anacleto se viene por el camino polvoriento, con el sol que ya no pica tanto, yéndose para el lado del río Dulce. Cuando lo tiene más cerca, lo huele con ganas para saber si es el mismo de siempre. Pero teme que no. De un tiempo a esta parte su hombre envejece como si ya no le gustara andar con la vida encima, harto de moverse con el lomo derretido y desganado de tanto escarbar la tierra. Lo ve cómo avan­za lentamente. Tiene la camisa sucia y lleva el sombrero colgando de una mano. Su cabeza es redonda y fuerte, con los pelos largos renegridos cayéndole por encima de las orejas y sobresaliendo a los costados como espinas. Y allí, metidos entre arrugas, esos dos ojitos que se es­conden como si estuvieran aburridos de ver siempre el mismo paisaje.

    La Feliciana no puede aguantar y lo tantea:

    –¿Y qué sabe decir el Valerio del agua?
    –¿Decir? –se extraña de la pregunta–. Nada...

    La ojea sorprendido y se recuesta contra el rancho. Ella lo mira. Está más cansado que nunca y si no lo su­piera tan macho juraba que anda con ganas de llorar. La barba, que le viene saliendo casi blanca, está pintada de rosa con esa tierra que se mete por todos lados y no para hasta mezclarse con la sangre. El Anacleto la lleva como parte de su vida, en los costados de la boca, en las orejas, amontonada en el pelo, incrustada en la piel y también en la mueca cuando quiere adornarla con una sonrisa.

    Lo ve respirar mal y le pregunta:

    –¿Qué te anda pasando?
    –¿Estas tonteando? –rezonga el Anacleto.

    Se queda quieto, sin hacer caso a los ruidos de los chi­cos corriendo por el monte ni a las miradas de su mujer que no sabe cómo hacer para meterse adentro suyo y ayudarlo a sufrir menos. Al rato nomás, sin decir pala­bra, se va. La Feliciana lo ve hundirse en el camino, mordido ya por las sombras de la noche. De todos lados brota un vapor duro, caliente y áspero, avisando que la tierra se muere tísica. Ella se queja: "¡Qué va a refres­car!" Arrastrando las zapatillas y esquivando monte, el Anacleto llega a la finca del Valerio, donde se hace la reunión. Los demás están esperando; hablan en voz ba­ja. Se arrima despacito y los cuenta. Con él son siete. Bastante, piensa. Quiere acomodarse en el rincón más oscuro del tronco caído que sirve de asiento, pero igual comienzan a jorobarlo:

    –Tardecito se ha venido el Anacleto...
    –Cansado y viejo, el hombre.
    –¡Y con lo linda que sigue la Feliciana!

    Juntos, casi sombras, hablan uno encima del otro, sin mostrar la cara. El Anacleto no se queja, aunque no le gusta ni medio que se metan con su mujer. Pero tampo­co da risa pasar por blando.

    –Tardecito, nomás... –apenas una disculpa–. Carpiendo el bajo...

    Brota una risotada y reconoce al loco Sebastián, siem­pre dispuesto para joder a los demás y encontrar moti­vos para burlarse. Está allá, cerca del árbol grande, acurrucado, con su pecho de paloma al descubierto. De la oscuridad surge la voz del Venancio que ahora anda vi­viendo con una porteña teñida traída de Tucumán cuando fue a pelar cañas y juntó algunos pesos. En Silípica dicen que cuando se le vayan los pesos, también se le irá la rubia.

    –¿Para qué carpís si no has de sembrar ni moco?

    El Anacleto no contesta. Está muy cansado y sin ga­nas de gritar. Se acomoda en el tronco y busca el bulto del Valerio. Allá lo encuentra mirando el cielo, pitando tranquilo, dejándolos hablar hasta que diga basta y to­dos se pongan mudos de respeto. Está muy señor con sus bigotazos de turco y el sombrero flamante que lo dis­tingue de los demás. El Valerio hace ya días que se ha elegido para hablarle al gobierno en nombre de Silípica y todos estuvieron de acuerdo. Era el más guapo y el me­jor leído. Tose un par de veces y saben que va a empezar.

    –Bueno... –se callan como si estuviera hablando el mismo cura–. Para el martes es la cosa... Esos del go­bierno tienen que saber ya que no podemos pagar los treinta por la media horita de agua. Tampoco nos van a conformar con un chorrito de mierda. ¡En la jeta le va­mos a gritar a ese gobernador! –se enoja.
    –Eso lo entusiasma. La protesta se le mete en el pe­cho y le zumba en los oídos, sin poder abrir la boca para aprobar, como hacen los otros. Y si el Valerio, que tiene arado de hierro, casi con paredes de ladrillos, hijos que van a la escuela y hasta un camión con letreros, hablaba así, ¡cómo no iba a quejarse él, siempre echado al mon­te! Todos respetan al Valerio en Silípica porque estudia en revistas para sembrar mejor, sabe hablar un rato lar­go sin parar y no tiene miedo a los del gobierno ni a la policía. Y él también lo respeta. Ahora lo mira, tan eno­jado, moviendo los brazos como si hachara árboles. Re­pite eso de ir todos con los carros, los burros, a pie y hasta con los dos tractores que había en el pueblo. Jun­tarse frente mismo a la casa del gobernador y despertar­lo a gritos. Le gusta de alma imaginar la vergüenza de ese señorón cuando los viera largándole un montón de verdades.
    –¡Agua y no palabras! ¡Agua es lo que pedimos los pobres para trabajar como Dios manda y no reventar resecos! ¿O no tenemos derechos a pedir lo que necesita­mos? –brama el Valerio, moviendo de un lado al otro el papel arrugado que según explicó tiene apilados los nombres de los que van a ir a protestar–. ¡Todos se sa­len de la vaina para ir a gritarlo... ! ¡De La Banda, de Avellaneda, de Figueroa, de San Martín, de Pozo Ne­gro, de todas partes vamos a salir igual que bichos eno­jados para morderlo al gobierno!
    –¡De Silípica, también! –¿es que se había olvidado?
    –¡Eso de fierro!

    Emocionado y silencioso, el Anacleto escucha un rato más. Termina el vaso de vino, y cuando los demás co­mienzan a charlar pues ya el Valerio los deja, se despide, largándose para el rancho. Es muy noche y en el monte se mueven los animales que nunca terminan de acomo­darse para dormir. Algunos lanzan alaridos; otros se quejan. "Andarán con sed, los pobrecitos", se compade­ce. El también tiene sed, como las plantas y los bichos, como todo Silípica, con sus ranchos, su tierra arenosa y su viento arrasador. La primavera se ha presentado ca­liente como una mujer que gime desesperada para que le fecunden hijos. Al Anacleto, mientras anda, le pesa el ai­re y le da trabajo hacerlo llegar a los pulmones; el cora­zón afloja como atontado. Cansado como nunca, llega al canal mayor y allí se queda un rato sentado entre las piedras, mirando el fondo oscuro por donde ya hacía más de un mes que no pasaba ni gota de agua pues el go­bierno la había cortado hasta que pagaran. "¿Pagar, con qué?", se levanta y sigue. Ya va por la loma, cerca del rancho, cuando le entra miedo. Ese miedo nuevo que no es de hombre y menos de un sufrido. Es seguidor y lo an­da persiguiendo desde tiempo atrás, sin largarlo. Algo que se le afloja adentro porque tienen que irse hasta la capital, cansarse y regresar con las palabras lindas de los que manejan el agua. Y darle nomás como siempre a morder la tierra que es polvo y es roca, en un lado y el otro. Sigue andando, tristón. Ganas tiene de ser perro para no soportar pensamientos y vivir sin carga de mu­jer y de hijos. Para dormir en cualquier rincón del monte y comer huevos podridos, si los había. Para no tener que arrastrar la vida dándole tanta importancia.

    Llega al rancho. La luz de la lámpara asoma por la ventana y puede ver la sombra de la Feliciana que se mueve retando a los hijos para que se duerman sobre los jergones, desnudos, ahí en el suelo. Y vaya a saber por qué misterio, en ese mismo momento se acuerda de su otra mujer, la Florinda, ya muerta y enterrada hacia el lado de Pozo Negro. "Más de quince años, esperando un crío, y cuando quiso salir, se van con Dios." La sali­va se le amarga en la boca. La Feliciana, tan chiquita y rendidora, todo al revés. Le daba hijos como si fueran animalitos y en poco tiempo el rancho se llenó de ruidos, gritos y llantos. Se detiene en el camino. "Seguro que otra vez tengo que meterme en el monte, lejos, bien le­jos", pensó. Y se imagina como tres años antes, como ocho, como catorce, como siempre desde que nació, cor­tando arbustos para hacerse de un pedacito de tierra que no tuviera dueño con papeles y que fuera despreciada por todos, tan fea y salvaje. Arrastrar después las cha­pas, los palos, los cueros, la cría y el hambre; todos esos pedazos que le dejaban para que armara su vida, su fa­milia y su esperanza. Y darle a escarbar la tierra con las uñas para meterle las semillas de prepo. Voltear monte para ganar un terreno que por un par de años no descu­brieran los ricos, o los del gobierno, que era lo mismo, y a quitárselo con leyes y prepotencias. Con algún policía, también, que lo hiciera callar manoseándolo y a gritos: "¡No te atrevas que para la ley sos intruso!" Y otra vez con la cría, la Feliciana, las chapas, los palos, la muía y el carro, para allá, lejos, donde ahora mismo sus ojos cansados pero sin sueño veían cómo la luna ponía lucecitas en la punta de los árboles.

    La Feliciana lo espera en la puerta, mansa y con mie­do. Los chicos dejan de moverse cuando escuchan las pi­sadas en el patio y cierran los ojos para dormir mintien­do.

    –¿Qué han de hacer? –la Feliciana se apura a pre­guntar, atribulada por el aspecto de su marido.
    –Vamos para Santiago –sin ganas.
    –¿A buscar agua? –es para asombrarse, tan lejos.
    –¡Y claro! –se enoja el Anacleto–. Así lo ha dicho el Valerio..., ¡hay que gritarle en la jeta al gobierno, sin miedo! –está fuerte y hablador, como el otro–. ¡Hay que gritarle que no podemos pagar ni un cinco y que ya estamos podridos de pedir limosna y que también somos cristianos...! –se acuerda y brama a lo macho.

    La Feliciana está acostumbrada a esos arrebatos y se queda calladita porque sabe que después de tanto grito se pone blando y hasta dan ganas de acariciarlo, tan abatido el pobre. Y ya mismo se cae; lo nota arrumbado y molido. Para darle ánimo, pregunta:

    –¿Así la dan?

    El Gramajo comienza a sacarse las zapatillas calien­tes.

    –Dicen...
    –Tendrás que andar toda la noche... Diez leguas largas.
    –Aja...

    La mujer espera algo más pero él se queda aplastado.

    –... y te veo medio enfermo...

    El mueve la cabeza, molesto. Mira a cualquier lado.

    –Van todos... –usa el mismo tono grave del Vale­rio para contagiarse.
    –¿Y sirve?
    –Dicen... Se grita y se protesta para que sepan. Al­guna vez tendrán que aflojar... De no, habrá que me­terles machete a lo indio, nomás.

    Al rincón se va ella y busca un lugar entre los chicos para descansar los huesos. El Anacleto se queda ahí, mi­rando a lo lejos por la puerta abierta; no ve nada. En una de esas adivina otra vez a la luna, alta, gorda y re­donda, volando por encima del monte como si fuera un pájara grandote que se reía de todos ellos, tan sucios, tan pobres, tan abandonados por Dios y por los hom­bres, tan pegados a esa tierra que los chupaba de a po­quito y apenas engordaba un cinco cuando al fin les co­mía hasta los huesos. "Año malo", le trabaja la cabeza. "No he de juntar la plata y me van a correr con los pape­les..." Y pensando y pensando, ahí se queda dormido, tirado en un banco, con las manos abiertas y las piernas colgando.

    Muy temprano se levanta la Feliciana cuando llega el día. Sale para el monte a traer algo de leña, alguna hoja tierna de esas que se atreven a crecer en el reparo de los troncos y, si tiene suerte, algunos huevitos salvajes. Ca­mina adelante; los chicos la siguen, mezclados con los perros. El sol apenas levanta el cogote sobre las tuscas de la loma y es por el ruido que el Anacleto se despierta y los ve alejarse. Se restrega los ojos, enciende el fuego. Por un largo rato se queda mirando a la familia que po­co a poco se esfuma en la lejanía. Los chicos van de un lado al otro. La Feliciana, adelante, los guía. Entonces, el Anacleto comienza a revisar el carro. El viaje es largo y las ruedas andan medio flojonas. "Si no saltan a peda­zos en el camino le va a pasar raspando", no les tiene mucha fe. Los gritos de los chicos llegan agrandados cuando empieza la atadura de las ruedas con alambres. La muía se mueve inquieta y es casi seguro que ya sabe lo tanto que va a darle a las patas. Rebuzna hacia el monte y el Gramajo le adivina el deseo de irse con la familia.

    –¡Aprovecha que Santiago no queda ahí nomás! –son amigos.

    Se compadece. La pobre es capaz de reventar en tantas leguas y ya mismo la suelta para que se vaya a reto­zar con la familia. Y si la encuentra, que muerda alguna cosa blanda. El día se va yendo como vino, sin lujos y sin apuros. Al anochecer, el Anacleto mira el rancho desde el carrito como si fuera cosa nueva. La familia, sombras y bultos en la puerta, está en silencio. Del cami­no principal llegan ruidos y gritos entusiasmados. Algo importante está ocurriendo en Silipica con tanto alboro­to que crece. Los chicos, entre alegres y asustados, no pueden hacer callar a los perros. Muy nerviosa la Feli­ciana, sumisa y agachadita, mira a su hombre que tieso y severo parece una estaca. Nunca han visto pasar tan­tos carros, caballos, burros, muías, viejos encorvados, mujeres con la cría a la rastra, cachivaches y hasta los dos tractores de Silipica, haciendo un ruido tan diferente que asusta a los pájaros del monte. El camioncito del Valerio, roncando con su motorazo, pasa al ratito ense­ñando, iluminado de compadrón, el letrero que grita: "Santiagueño hasta la muerte." La Feliciana sigue al ca­rrito de su hombre cuando se dirige hacia el camino; atrás los chicos y los perros. Todos andan duros como si fueran de procesión. Eso encrespa al Anacleto que se ve muy flojo con un cortejo tan apocado y si de triste hasta le vienen ganas de llorar.

    –¿Qué tanto estar tan serios? –protesta.

    La mujer lo mira profundamente, arrepentida. Sin be­sarlos ni abrazarlos, el Anacleto parte despacito, con lástima de irse, seguido por los perros que se enredan en las patas de la muía. Los chicos quedan orgullosos del padre, con carro y todo, serio y flaco, que sabe cortar monte a machetazo limpio y frena cualquier intención con poner los ojos enojados. La Feliciana siente que las lágrimas le mojan la cara y comienza a ver todo nubla­do, aturdida por las ganas de correr y no dejarlo ir, to­tal, que se mueran todos juntos si así lo quiere Dios. Un rato antes lo había buscado en la cama para que fuera macho con su mujer y anduviera tranquilo por Santiago. Pero él se negó porque dijo que eso del viaje y de la ma­nifestación, según el vocabulario del Valerio, lo tenía muy preocupado.

    Y lo ve alejarse, silencioso y tristón, sin darse vuelta para mirar a la familia. El carro, la muía y el Anacleto, se pierden en el camino ancho entre el enjambre de cam­pesinos que van a Santiago. Ya no lo ve más. Y el pobre Anacleto, que no mira por miedo a llorar, no puede mentirse que tiene muchas ganas de quedarse ahí, con ese pedacito de tierra robada al monte, con esa mujer de tetas caídas y esa cría juguetona que lo admira. Pero tie­ne que estar con todos. Gritar, protestar y darle en la je­ta a ese gobernador engrupido. Y dándose ánimos, se acuerda de la Feliciana y ve su boca cuando le dice:

    –Has de cuidarte...
    –Aja...

    Cabecea para ahuyentarla. El miedo de ella lo enter­nece, y, ¡cómo pasa el tiempo!, la trajo colgando los mocos y ahora es mujer con cría y todo. Y suya. Con los hijos, la muía, el carro y algunas chapas, era todo lo que tenía en cuarenta años de sudar, escarbar, rogarle a Dios por lluvias y juntar cosechas miserables. "¡Y encima pa­ra los otros!", gritaría si tuviera las agallas del Valerio, golpeando los puños contra un árbol.

    Anduvo toda la noche, y al clarear, adormilado en la fila, levantando polvo y a los gritos, volvió el entusias­mo. Son muchos y eso lo reanima. "¡De tantos, los asus­tamos...!", siempre brota la imagen y el vozarrón del Valerio. No sabe de adonde salieron con esas caras chu­padas y huesosas, con los perros hambrientos y los carros destartalados, pero ahí están, con él, yendo a exigir justicia. Entran en Santiago pasado el mediodía, con el sol que parte la cabeza. La gente los mira como si fuera divertido verlos tan harapientos, tan sucios y tan cansa­dos. El ruido y el entusiasmo se va apagando cuando los de adelante dan orden de ir hacia la plaza. Ya comien­zan a verse las casas grandotas y las mujeres bien vesti­das. Enfrente de los jardines está la casona del goberna­dor, con la puerta obscura barnizada y el escudo en el me­dio, allá arriba, como otro sol que ordena respeto y su­misión. Seguro que están enterados que llegan para pro­testar; por todos lados aparecen policías que miran bur­lones y con asco. Otros, trajeados y mandones, van de aquí para allá, a paso corto, sin sacarles los ojos de enci­ma. En poquito y alborotando, la calle se llena de ca­rros, animales y campesinos, todos mezclados. Algunos policías cruzan hasta la plaza y carajean cuidadito con pisar los jardines y ensuciar los canteros. Pegan gritos y asustan a los chicos que ya buscaban sentarse a la som­bra de los árboles. Siguen llegando más. Todos tienen la misma expresión asustada del Anacleto. También ese cansancio que les sale de los ojos, cargados de tristeza y miedo. Los perros saltan de un lado al otro y los comer­ciantes, que vigilan las andanzas de la turba intrusa, co­mienzan a ponerse nerviosos. Rezongan contra los ro­ñosos y, por qué no irán a trabajar, enseñan los puños apretados como si fueran a golpear. La mugre y los an­drajos repugnan a los que cuidan la casa de gobierno y es­cupen con rabia cuando los animales vacían las vejigas y los intestinos gruesos sin respetar siquiera el escudo. Unos chicos se acercan de curiosos a una vidriera y, a los insultos, los espantan.

    –¡Estos mugrientos, dan ganas de vomitar!
    –¿Cómo les permiten venir a joder?
    –¡Metan palos, qué mierda!

    Revientan de asco. El Anacleto, un poco apartado, no los oye. Busca un lugar para acomodar el carrito y darle un respiro a la muía. Anda con cuidado para no tocar los guardabarros de los autos y por fin se ubica a un cos­tado, un poco lejos de la puerta con el escudo, pero casi enfrente del balcón donde, dicen, sale el gobernador cuando da discursos. Los demás se van acercando al ca­mión amarillo, medio desvencijado, que está como tri­buna en mitad de la calle. Los policías dejan que se mue­van pues tienen orden del gobernador de no correrlos hasta que no alteren el orden y la tranquilidad pública. Y de eso todavía no pasa nada. "Así se van contentos", había dicho cuando le avisaron que por la ruta se acer­caba una manifestación que daba risa por tan pobre. El Anacleto se entretiene mirando los edificios y la cúpula de la iglesia, cuando un campesino de La Banda subre al camión y comienza a decir cosas, rodeado por el silencio de los de San Martín, Avellaneda, Pozo Negro, Belgrano y los más entusiasmados, de Silípica. El hombre mue­ve los brazos, señala la casa de gobierno, ahí tan cerqui­ta, y sin miedo, grita:

    –¡Queremos agua para seguir viviendo, agua para no morir secos en medio del arenal, agua para brotarle se­millas a la tierra!

    Habla lindo y dan ganas de aplaudirlo. De vez en cuando se golpea el pecho y esa fuerza también contagia al Anacleto que comienza a sentir los mareos de los últi­mos días. Debe ser el viaje, el calor, el hambre y esa tris­teza de estar lejos de la familia. El orador termina a los gritos y los demás, corajudos, lo aplauden. Los del go­bierno siguen mirando, pero en el balcón no aparece el gobernador. El Anacleto está seguro que ha de salir aho­ra, pero nada. Otro campesino, flaco y encorvado, sube al camión de un salto, hace señas pidiendo que le presten atención y comienza a señalar hacia el balcón, como si el gobernador lo estuviera escuchando. De furioso, se ato­ra al hablar. Y es cosa de magia porque la puerta se abre despacito y asoma un hombre alto, trajeado de gris, con los cabellos canosos peinados hacia atrás; sonríe muy contento. Mira a los campesinos y paternalmente saluda con una mano. Los policías y los comerciantes aplauden.

    –¡Viva el doctor de la Colina! –parece policía sin uniforme el gritón.
    –¡Viva! –aplauden los de traje y corbata.

    El orador, antes tan valiente, se apaga al verlo tan tranquilo con ese aspecto de recién salido de dormir la siesta, bañado y perfumado. Los manifestantes quedan boquiabiertos mirando a ese hombre de camisa blanca que ahora tiene los brazos cruzados sobre el pecho, es­perando, y que sigue sonriendo a un lado y al otro. El campesino flaco sale del aturdimiento, recobra fuerzas, hace coraje y reinicia las quejas:

    –¡No es justo que nos cobren el agua para regar cuando no tenemos ni para comer! –aprieta los puños el de Pozo Negro.

    Dice algunas cosas más, apurado. Busca palabras dis­tintas, pero siempre le salen las mismas. Ni parecido al Valerio, piensa el Anacleto. "Será porque el Valerio di­cen que fue sargento guapo peleando en los llanos y se acostumbró a no tener miedo a los cogotudos'" se le ocurre. El campesino tose y se larga del camión. Y es cuando le regresa ese dolor tan malo que le pone los ojos cansados y le revuelve el corazón. Como ocurre en los últimos tiempos cuando allá en Silípica clava y clava la azada mientras el solazo le derrite el lomo. Ojalá hable ya mismo el Valerio para tirarse en el carro a dormir un rato, tan largo que ha sido el viaje. Lo busca con la mi­rada y al fin lo ve, sereno y fuerte, amontonando rabia para fulminarlo a ese gobernador tan contento, como si todo fuera una fiesta. Y ve su rancho con la Feliciana, los chicos rotosos y la tierra que con una sed tan vieja se lo chupa todo. También alcanza a ver el monte salvaje, esperándolo, fiero y retorcido, seguro de tenerlo allí otra vez, corrido por los papeles con sellos y firmas que ser­vían para quitarle los surcos y las cuatro plantas locas. Sube el de Avellaneda:

    –... primero nos piden que votemos y después se reparten el agua, la tierra y las cosechas –tiemblan los que están cerca porque los policías se han puesto se­rios–. Para nosotros el solazo y la miseria. Para ellos las casas frescas y la abundancia... ¡Siempre la misma historia y siempre nosotros somos los jodidos!

    Es guapo el hombre. Tiene una faja apretándole la cintura y la piel de su cara es como si fuera cobre. Antes de bajar, echando espuma por la boca, lo grita:

    –¿Somos cristianos o qué?

    Todos tienen miedo de ese grito pero igual aplauden para que el gobierno sepa que no son ovejas. Ante tanto ruido, las muías se mueven, impacientes por emprender el regreso. Justito en ese momento y cuando el entusias­mo les da alas, el Valerio sube al camión amarillo. "¡ Ahora va a ver ese hijo de puta cómo se lo decimos en la jeta!", se da fuerzas el Anacleto. Se hace un silencio largo; le tiembla el corazón. Todos saben que si el Vale­rio quedó para lo último, es por mejor. Y cuando ese vo­zarrón que conoce tanto comienza a perforar el aire, le viene un cansancio que lo marea. Busca dónde apoyarse y manotea.

    –... eso mismo quería preguntar yo, señor goberna­dor... ¿Somos cristianos o no? –se lo dice el Valerio–. ¿Vivimos en el mismo país o somos ajenos? –le da con todo.

    El Anacleto ya ve todo nublado como si el camión, las casas y los árboles se volvieran pájaros dando vueltas de una lado al otro. Sólito y tambaleando, se aleja apartan­do gente, buscando la ayuda del carro y la muía.

    –¿... qué país es este, señor gobernador, donde nos quieren cobrar el agua como si fuéramos ricos, sabiendo que sin agua no podemos sembrar y vamos a ser echados al monte, cada vez más lejos, igual que los animales que ya no sirven para nada...?

    ¡Echados al monte! El Valerio se lo dijo, nomás. Seis veces lo corrieron y dentro de poquito lo echarían otra vez. El sol le da vueltas y la rueda atada con alam­bres se le escapa de las manos.

    –¿... y en qué porquería irá a terminar nuestro país si no nos dejan trabajar y nos matan de hambre habien­do tanto y tanto de comer? ¡No pedimos lujos! ¡Somos tan argentinos como el mejor! ¡Queremos agua para re­gar la tierra y hacerla parir con el trabajo!

    ¡Bien dicho!, empieza a caer el Anacleto, sin aire, sin ganas de nada, asombrado de lo fácil que se le va el sol, la gente y los árboles. Allá, en el balcón, el hombre sonriente aguanta hasta que se aburran.

    El Valerio no le afloja:

    –¿... por qué nos tratan como a perros? ¿Esta es la vida que nos dan los gobiernos?

    ¡Dale, Valerio, dale en la jeta!

    –¡... echados al monte como si estuvieran deseando que reventemos de una vez!

    Cae lentamente, sin hacer ruido. Termina el Valerio y es tan fogoso cuando grita "¡también somos cristia­nos!", que hasta el gobernador aplaude antes de meterse adentro. Los policías se alejan riendo y los comerciantes levantan las persianas. En el apuro por volver, los cam­pesinos huyen alborotados, entre gritos y arengas. Están contentos de regresar a lo de siempre y seguir con su monte, su sol y su miseria. Con todas esas pocas cosas que Dios, los hombres y los gobiernos, les siguen dando para que hagan su vida y hagan su muerte. Sólo falta el Anacleto. Es que de espaldas al cielo, tal vez enojado de verlo siempre tan alto, se ha quedado esperando, cansa­do de renacer una, dos y cinco veces, para morir otra vez.


    DE COMO APARECIERON CABALLOS, FANTASMAS Y CARRUAJES MISTERIOSOS CUANDO HASTA LOS MUERTOS DECIDÍAN RESUCITAR PARA HUIR DE LOS LLANOS


    En Tama están contentos, y cómo no estarlo si, des­pués de años o de siglos que eso no importa mucho por­que el tiempo no cuenta en los llanos, ha regresado el Gramajo. Y está muy señor el hombre, con las cicatrices curadas y hasta sonríe feliz cuando ve a la Juana Peñalba, tan entusiasmada, dale que dale al telar. Los cuchi­llos no escarban en las heridas ni el lanzazo busca atra­vesar las carnes del enemigo. Ahora hacen agujeros en la tierra tan blanda que se ha puesto con cuatro milagrosas lluvias en el año. Y así, poco a poco, que no es fácil sur­gir de la oscuridad para animarse al sol, han brotado montes y pastizales. La gente canta cuando cosecha maíz, grandes son los zapallos y la uva viene hinchada. Los bombos y las quenas, las guitarras y los charangos, mojan música en la noche celebrando el regreso del Gra­majo y la resurrección de la vieja. Porque vivir, vive, aunque nadie pueda asegurar si es esa moza tan guapa que hace saliva a los hombres o aquella mujer cascote que se la pasa durmiendo. Alguna ha de ser. O cien, por­que en su afán de no ser muerta y seguir pariendo hijos, ha buscado refugio seguro metiéndose un poco dentro de todas. Y si los otros siguen con ganas de matarla, pre­ciso será que vayan asesinando a todas las mujeres del país, sin dejar ni una con vida. Y mientras el Rogelio Gramajo ordena justicia, el llano va siendo seducido por la civilización. Lejos de las noticias y los ferrocarriles que apuntan para regiones donde abundan vacas y ove­jas, los tameños viven en paz aunque los persiga la mise­ria. Sin embargo, algo raro pasa pues un día y el otro, al­guno desaparece. Y ni rastro queda. Aunque no lo sabe bien y no es otra cosa que sospecha, Gramajo está oliendo que el país se va quedando tan lejos, con el arenal y los cerros, olvidados para todo, en ese paisaje de cactos reventando flores rojas como manchones de sangre, amarillas con el sol redoblado y hasta blancas, que pare­cen pintadas. Las montañas son azules y son rojas. Son altas y son chatas. Se esfuman al anochecer hasta hacer­se sombra. Tanta tranquilidad le disgusta y lo martiriza porque la experiencia le dice que sin dolor nada cambia. Y pasarán los años y pasarán los siglos, todo igual, siempre lo mismo. La miel silvestre, la carne seca, el locro escaso y el vino oscuro. Muchas cosas tal vez pero pocas si se las compara con tanto que ha puesto Dios para que los hombres las disfruten, unos y otros, sin mezquindades. En esto piensa el Rogelio, las piernas es­tiradas, quieto a la sombra, todas las horas del día. Ahí está su gente, moviéndose sin apuros por el rancherío de Tama. Y muy cerca, recostado contra una piedra, un muchacho dormita. Lo mira como si quisiera saber algo de esa vida que lleva adentro. Y lo ve casi a su imagen, con la cara huesuda y de piel cobriza, los pómulos sa­lientes, los cabellos duros y renegridos, escapando del sombrero sucio. La nariz chata, los dientes marrones y desparejos, el cuerpo fibroso, arrumbado, mal alimenta­do. Y entonces no puede impedir que las voces que le andan zumbando adentro, salgan a preguntarle cosas: "¿Y qué será de él y qué ha sido hasta ahora? ¿Siempre ha de ser así, esperando un milagro, muriendo la vida, injertados en el paisaje?" El muchacho, aunque con los ojos entrecerrados, tampoco duerme. Y tiene sus pensa­mientos. Es viejo ya de muchas campañas pues comenzó a guerrear de niño sin tiempo para los juegos en esa ne­cesidad de ser uno más en el medio donde se vive. Y se rebela, ahora que está aburrido de su ropa gastada, teji­da en un telar de Tama, de los días desganados, de la vi­da sin esperanzas. "¿Se quedará quieto para siempre con tanto que ha prometido?", se pregunta. Recuerda lo que han dicho acerca de un país con techos altos, vacas, tie­rra con agua para sembrar y mujeres lindas, muy buenas para dar caricias, y después de tanto desearlo, le duele la pasividad del Gramajo. Está enterado que el país no ter­mina ahí nomás y que tiene otras cosas. Lástima que ha nacido en los llanos con un destino de pobre y, ¿para qué andar mintiendo?, reniega de su paisaje. Le gustaría estar allá donde, dicen, llegan barcos cargados de rega­los y la gente trabaja y le pagan y viste ropas que enamo­ran a las muchachas y hay comidas diferentes y cremas para blanquear la cara y escuelas donde enseñan a leer y ¡qué lindo tener perfumes! y las casas son grandes, con ventanas y vidrios y pisos de baldosas y jardines. Allí sí que debe ser vida, con luces que hacen el día en la noche y música de pianos y mujeres muy bonitas y muy rubias con sus vestidos de seda y calles empedradas y ¡oiga jo­ven!, ¿me acompaña en este vals?, y él dice que sí muy contento, pero está nervioso porque la muchacha le son­ríe y tiene la boca pintada y el pelo anudado en trenzas y es toda muy limpia y tanto que asusta como si fuera la misma virgen. Y es tan suave y me da miedo, pero qué cielo poder dormir juntos, abrazados, y te juro que me hago chiquito y ni siquiera me muevo.



    –¡Viene un jinete de Ambil! –alguno grita y la voz recorre el pueblo.

    Deja de soñar el muchacho. Pero no quiere que la mu­chacha se vaya tan asustada porque hace un gesto muy raro por el jinete que llega y corre desesperada y se aleja y desaparece.

    –¡Es un mensajero apurado!

    Y otra vez se queda con el amarillo brotando del are­nal, el marrón de los cerros y ese techo que forma el cie­lo entre rojizo y azul, comenzando a entregar estrellas. El Gramajo ya está de pie, alerta, esperando. Llega un jinete, es cierto. Es un paisano de Tama. El caballo tro­pieza y cae, de agotado, justo al subir la loma. Se larga el hombre y corre hasta llegar a su jefe.

    –¡Lo han muerto al capitán Lezcano! ¡Y lo han ro­bado!

    Pega un salto el Rogelio. Claro, no esperaba esa des­gracia. Joaquín Lezcano, criado en Tuizón, es uno de sus hombres más bravos y saberlo muerto lo desespera. Justamente ahora que estaban en paz para buscar mejor vida. Y a borbotones, el otro informa que fueron unos bandidos bajados de los cerros para robarle y vaya que el capitán ha querido defenderse y ahí nomás lo acuchi­llaron. El Gramajo ahuyenta la pereza que lo envuelve, sube a su caballo aburrido de esperar en el corral, orga­niza la partida y olvidando despedirse, ¿vienen los ene­migos?, salen, mientras las mujeres quedan temerosas por el galope que nadie esperaba. El mensajero indicó hacia el oeste y mientras corre eludiendo arbustos que los ve como si fuera de día, el Rogelio vuelve a ser el de antes, con furia en los ojos y el cuerpo crispado. Y toda la noche se empeñan en buscar huellas, oliendo y arras­trándose por el suelo, hasta que de madrugada, ya muy lejos de Tama, los sorprenden dormitando en el borde de un estero. "¡Quietos o los degollamos!", suena como antes la voz del Gramajo. Se diría que está en medio de la pelea. Y los otros, rotosos, flacos y sucios, tienen fiero despertar con tantos cuchillos apuntando a la garganta. Ganas de resistirse no les falta a los paisanos, con tan pocas alegrías que da la vida que llevan. Pero no hay re­medio. Y es cuando el Rogelio les grita: "¿No les da ver­güenza, asesinos, matar a un hombre para robarle?" Los de la partida se sorprenden. O es que se hace el flojo bus­cando que peleen para ensartarlos o el Gramajo ya no tiene las agallas de un caudillo. Y así debe ser porque poco a poco su mirada deja de penetrar hondo y su boca pierde la mueca de furioso que llevaba. Además, baja el brazo y el cuchillo ya no amenaza. Poco hay que andar para encontrar al muerto, desnudo junto a las rocas. Serenado al ver el cadáver de su amigo, el Rogelio se per­signa cuando los demás suponían que iba a mostrarse como un salvaje. Y aunque pongan caras de sorprendi­dos, ordena que lo vistan para enterrarlo en Tama.

    –Pero a pie... –recalca.

    Hay asombro en los paisanos.

    –¡Son como doce leguas!
    –Las que sean.

    Y los mismos paisanos no comprenden por qué en lu­gar de achurarlos ahí mismo, los obliga a transportar por el desierto a un hombre que no tiene vida. Pero obe­decen. La caravana avanza bajo el solazo, en silencio. Sin cóndores, sin buitres, sin palomas. Ningún bicho aguanta o crece en esas salinas de La Rioja. En Tama to­do es asombro cuando al otro día la partida aparecen en la distancia y da pena ver la cabeza del capitán cuando su mujer y sus hijos lo abrazan. Los mismos asesinos deben cavar la fosa, según ordena el Gramajo, y entre llantos, alguna flor y rezos, el muerto queda sepultado. Y ha lle­gado la hora de la venganza, piensan entonces los de Ta­ma. Pero ven cómo el misterio sigue cuando el Gramajo separa a los siete paisanos y les ordena secamente: "¡Que nunca en la vida los vea robando por los llanos!" Y con el pueblo curioseando eso que ve y no puede creer, los siete huyen desesperados, otra vez a pie, rum­bo a los cerros que apenas son nubes bajas hacia el lado de San Juan. Y en esa misma noche, llena de pesadum­bres por los lamentos de las plañideras, comienzan los misterios. Una de las mujeres que vive un poco apartada y que goza de un reparo en un bajo, aparece gimoteando en medio del caserío. Sus gritos son desgarradores: "¡Me han robado la ovejita, me la han llevado!" Con tanto gemido despierta a los tameños, muy poco dis­puestos al sueño con los presentimientos que los intran­quilizan. Es que la ovejita era un tesoro envidiable y en Tama se sabe que desde nacida la mujer la ha amamantado con su propia leche, poniéndola más linda con mo­ños de colores que ataba a los vellones untados con hier­bas aromáticas. Y tan mimada, vivía en paja tibia y lim­pia, llena de zalameos. Pero eso era antes porque ahora, ¡me han robado la ovejita!, es lo que está presente en los gemidos de la mujer. Tanta desesperación y el presagio que viene aleteando desde el mismo momento en que fue sepultado el cuerpo del capitán Lezcano luego de su traslado en cortejo a pie por el desierto, alborota a la gente. Algo está ocurriendo pues si el mismo Rogelio Gramajo perdona a los asesinos y deja que huyan hacia los cerros, el misterio lo está cambiando. Y ahí nomás, por miedo y desesperación, se arman partidas. Unos por aquí, otros por allá, a rastrear montes, salinas y monta­ñas. Pero al amanecer y hasta el mediodía, al regresar con los ojos hundidos de buscar y confesar que la ovejita ni muerta ni viva ha sido vista en toda La Rioja, la de­sesperanza crece. Y es al otro día cuando algo peor se encadena cuando el aguatero corre y avisa consternado con los cacharros vacíos: "¡Se han secado las vertien­tes!" Y, ¿cómo puede ser eso si nunca antes ocurrió? Van todos enloquecidos con el Gramajo inseguro. Que­dan tontos, sin palabras, cuando comprueban que es cierto. Ni gota sale de las piedras que durante siglos bro­taron agua para las necesidades de Tama. El agujero se­co y oscuro; da miedo tocarlo. Y ya no se sabe quién fue el primero en advertirlo, pero todos ya ven con sus pro­pios ojos cómo el monte de espinillos y algarrobos que en años y con tanto trabajo le brotaron al arenal, apare­ce mustio y casi seco. Igual que si una gran llamarada los hubiera fulminado, tan duros antes de nacer que ni los solazos del verano podían marchitar. No hay vuelta que darle, en todo esto anda la cola del diablo o el dis­gusto de Dios, la gente ya tiene miedo. Y hasta los hom­bres, que son valientes para enfrentar a lo que ven con forma, cuerpo y ruidos, se ablandan hasta la cobardía ante un enemigo que se presenta a escondidas, metién­dose en los ranchos aunque las puertas estén cerradas con aldabas. El miedo crece y se agiganta. Los llaneros más bravos con cicatrices de campañas en Tucumán, Córdoba y San Juan, hablan y murmuran con cuidado de levantar la voz por temor a ser escuchados por los fantasmas y las ánimas que deben andar rondando. Los misterios siguen, uno y otro día. Alguno avisa que cru­zando el desierto en un caballo muy blanco con aperos que relucen, ha visto a un extranjero que canta y no se le entiende palabra. El Gramajo apura otra partida que busca y busca, todo para nada. Ni huellas, ni caballos blancos, ni siquiera un sonido de tanta canción que di­cen. Todo va siendo difícil en Tama, antes tan necesita­da y ahora, encima, sin agua, sin montes, con personas que son y no están, robos de ovejas y caballos que se ha­cen humo y viajeros extraños que cruzan de un lado al otro y jamás se hacen ver. Las viejas rezan y no alcanzan las velas para acompañar tanta plegaria. Las noches se hacen largas y antes que se retire el sol, los tameños es­tán encerrados en sus ranchos. De las montañas llegan ruidos; pueden ser tambores indios. O galopes enloque­cidos. O rodar de rocas. O quejidos de gigantes. Cada cual elige el sonido que le llega y todos son distintos. Pe­ro las desgracias no terminan y ni las plegarias ni las proce­siones aplacan las embestidas del enemigo. Porque, un día y el otro, comienzan a desaparecer los jóvenes como si se los tragara la soledad o un monstruo invisible pero inmenso los devorara sin dejar rastros ni esperanzas. Ni un grito, ni una señal, ni un hueso reseco en las salinas ayuda a comprender a medida que las muchachas desa­parecen y Tama va quedando sin hombres. Y la vieja, ¿dónde está que no acude para que su vientre fecunde? La buscan, la reclaman y le ruegan. Escondida o lejana, huyendo de la destrucción que se avecina, ella se niega. Los que claman por su presencia sospechan que está viva porque no ignoran que siempre resucita. Pero, ¿cómo es que no pare hijos antes que la vida acabe en los lla­nos? El misterio se agranda y la impotencia los consume al no poder guerrear contra el enemigo, gigante o mons­truoso, que no muestra el cuerpo, ni la boca, ni sus tri­pas atiborradas de infelices. Nadie duda ya que se los traga enteros, sin olerlos, sin importarle cómo son. Sufi­ciente que sean de allí, de ese país de los llanos. Retor­nan los animales fantasmas pues mugen vacas y nadie logra verlas, deambulan viajeros excéntricos en lujosas carretas, vistiendo trajes planchados, ampulosos y son­rientes, cuando es muy raro que los desconocidos se atrevan a transitar el desierto penetrando esa soledad que es igual desde todos los siglos. Los extraños tienen los ojos ansiosos y el cuerpo altivo. Van seguros a bus­car algo como antes, otros, buscaron oro y plata que arrancaron de los cerros. Y así, por todas partes, apare­cen diligencias que pasan sin hacer ruidos ni dejar mar­ca, al galope de caballos que vuelan y algunos, los más sensibles, quieren que también se escuchen tintineos de cencerros. Las mujeres más viejas juran que han visto vírgenes de piel rosada y otras cuentan que revolotean angelitos batiendo sus alas. Y es tanta la seguridad y el deslumbramiento que apenas obscurece y ya la mayoría espera atenta escuchar el aleteo bajo, casi tocando la paja de los ranchos, haciéndose luego una tregua en el campanario de la capilla, donde dormitan murciélagos. Todo va así hasta que en una tarde, uno de los hombres se anima a dar su opinión:

    –¡Son los asesinos del capitán Lezcano que nos an­dan asustando para robarnos!

    Basta que haya una salida propia de humanos para que los demás se animen. Y con permiso del Rogelio que lucha a muerte dentro de sí mismo porque un lado lo so­mete hacia el respeto a los poderes divinos y el otro le urge furioso para que inicie el arrebato de la rebelión contra tanta anormalidad, se organizan partidas de va­lientes. Para el oeste, donde están los cerros y los valles. Seguramente allí anidan las guaridas y los escondrijos de los farsantes. Hacia los montes rastreros, los otros, yen­do hacia las serranías del este. Pero pasan los días, regre­san los de aquí y los de allá, y todos, muertos de cansan­cio, lo confiesan desanimados: nada sospechoso han vis­to. ¿Es que serán tan fantasmas los bandidos y tendrán tantos arreglos con los demonios, secando vertientes, achicharrando montes y hasta inventando carretas lujo­sas que cruzan el desierto arrojando música al viento? Pero ahora el miedo es cierto porque de madrugada cun­dió la alarma: "¡Han escarbado la tumba del Lezcano!" Y eso ya es mucho para soportarlo. Sujetos a los miste­rios de lo desconocido y respetando sin claudicaciones las gracias y los castigos de Dios, agradeciendo una o dos lluvias por año, contentos con el sol que alimenta la piel y no da tiempo para humedades, los tameños han sobrevivido a todas las desgracias que en torrentes lle­gan de la naturaleza. Pero, ¿cómo no sentirse abandona­dos para siempre cuando se profana hasta lo más sagra­do? Con pasos lentos, asustados, los del pueblo se acer­can a la capilla y de lejos miran la tierra escarbada. La cruz caída, el foso abierto, nadie se anima a comprobar si el cuerpo del capitán Lezcano sigue allí o, quién sabe dónde, estará padeciendo a gritos que lo devuelvan a la paz que merece, haciéndose alma como se hace tierra.

    –¿Lo han llevado...?

    Es la viuda con sus hijos la que pregunta. Quiere avanzar pero la retienen. Ella se resiste y se desprende; los demás quedan esperando. Y entonces, con una ale­gría que le surge tan nueva porque si no lo tienen vivo algo es saberlo muerto, la mujer grita: "¡No se dejó lle­var!" Y es cierto. Allí se ve el cajón y allí estará su hom­bre asesinado. Nadie se explica qué hereje pudo atrever­se a molestar a un muerto y menos ponerse en el pecado de ir por la noche a escarbar un pedazo de tierra queja-más debe ser tocado, a no ser con besos y plegarias. Fal­ta saber, sin embargo, si Joaquín Lezcano está o se ha ido porque, con tantos misterios, a lo oculto ya le temen:

    –¿Estará descansando?

    Y quién se atreve. Con lo guapo que era el capitán, de ojos tan negros, nariz que rompía el viento en los galo­pes que ordenaba el Gramajo, la cara llena de orgullo y la boca ancha, de tan pocas palabras. Nadie se anima porque hace ya dos meses que fue enterrado y en tantos días la carne se ablanda y se deforma y, haciéndose are­na, es sol y es mañana. Hasta que una vieja, muy vieja la pobre, sin pedir siquiera permiso a la viuda, se agazapa y de un solo golpe logra abrir la tapa para meter sus ojos adentro. Y lo avisa sin apuros:

    –No se lo han llevado.

    Abúlico y silencioso, uno más en el montón, Rogelio Gramajo escucha. Y ahí queda cuando se van los demás, luego de retornar la tierra y apuntalar la cruz. Traspasa­do por los desvaríos de la fatalidad que se abalanza so­bre su gente y la acurruca, la demuele y la mete todavía más dentro de esa existencia sin esperanzas, quiere atra­par apenas un poco de tanto misterio para corporizarlo. Entonces, ponerse al frente de sus montoneros y no de­jar que los eliminen como si se entregaran dormidos. Pe­ro es inútil. Los habitantes de Tama se achican y hasta pierden su presencia humana, convirtiéndose en fantas­mas, integrándose a esa irrealidad que no se puede tocar ni ver pero que es prepotente y mandona. Algo los hace sombra o arena o piedras, para que no tengan otra vida que esa lenta y dura del paisaje. Algo los obliga a volver atrás, al comienzo, al tiempo aquel de los quichuas, mu­cho antes que la vieja llegara de los valles de Tafí huyén­dole a la espada colonizadora. Lo piensa el Rogelio en sus tribulaciones. Teme ponerse viejo y soporta el sufri­miento de comprender que ha de morir y en nada ha sabido cambiar su país, maltratado, seco y triste. Y ya en esos días, de pocos que eran, van quedando menos. Es que ahora comienzan a faltar mujeres que desaparecen siempre de noche sin que nadie las vea irse andando, vo­lando o raptadas por demonios cuyas formas descono­cen. Las más jóvenes, aquellas que se preparaban para hacer cría retozona, se acuestan por la noche, agobiadas de trajinar y cuando el alba da forma al rancherío, en los camastros y cojines ni siquiera queda el calor del cuerpo entre las mantas. Y sin la vieja calchaquíe, en cualquiera de sus formas, sin las muchachas dispuestas a ser ma­dres, el Rogelio Gramajo ruge desesperado. Tanto que rompe su miedo con gritos que retumban:

    –¡Salgan a buscar a las mujeres y no dejen rincón sin revisar que ya no aguanto misterios!

    Con los pocos caballos que sobreviven a la sequedad y algunos hasta montados en muías muy hambrientas, parten los jinetes en grupos de cuatro o cinco porque ya no hay gente para formar partidas. Y allí van los hom­bres, tan desanimados como recelosos, flacos y tristes. Sin tener siquiera un trozo de cacto que alivie la sed ya que sin la vieja, nadie conoce el secreto de mezclar men­junjes, yuyos aromáticos y piedras que deben ser elegi­das por sus colores, para crear la sustancia mágica que los mantiene nutridos durante meses y años. Pasan los días y el misterio se agranda pues allá se ve un jinete soli­tario que se acerca. Cuando llega, no sabe explicar qué se han hecho de los otros siendo tres los que salieron. Apenas vacilaciones y vea mi capitán que estábamos cansados y con hambre cuando se nos hizo noche y de ahí que convinimos un alto al costado de un barranco, y tanto sueño de andar leguas me he quedado dormido y para qué si al despertar el sol no estaban ni ellos ni los caballos y ni siquiera una huella para guiarme, como co­sa de otro mundo, crea... Es mucho el desconsuelo de la Juana Peñalba al ver al Rogelio tan enredado en las brujerías de los últimos tiempos. Porque este hombre que ha regresado, tan asustado queda, que pasan los días sin decir palabra. Así que a mirar con ansiedad el horizonte esperando el retorno de los otros. Hasta que una tarde:

    –¡De aquel lado algo se mueve!

    Y eso, para todos, puede ser una esperanza. Tal vez la vieja que acostumbra a renacer de esa manera, volvien­do de algún encierro donde la tenían prisionera. O muerta y resucitada, con sus siglos de sabiduría pueda explicar el misterio de los desaparecidos. El Gramajo, sobre la loma, rodeado de su gente, observa atento. Deja que el bulto se acerque porque puede ser una trampa y hay que tener cuidado. Muchos cuentan que al mal le gusta tomar apariencia humana y unas veces se disfraza de pobre anciana que se arrastra y en otras aparece co­mo una criatura que llora desamparada. Hasta que una mujer reconoce lo que llega: "¡Es de Tama!" Corren a ayudarlo, y cuando lo tienen cerca, el Rogelio reconoce a uno de los desaparecidos que fuera enviado hacia el es­te con otros que no volvieron. Moribundo de hambre y de fatiga, el hombre no está herido pero tiene los ojos aterrados y dice cosas que no pueden ser ciertas: "Lo vi al capitán Lezcano, alejándose, muy decidido... Iba trotando, despacito, erguido y silencioso por un valle muy verde cuando le di el grito y ¡capitán, capitán, ven­go de Tama porque su mujer y sus hijos lo lloran y piden que vuelva! Él, nada. Sigue y sigue andando, sin mirar­me, como si no le importara. Y con el miedo de saberlo muerto y enterrado en el cementerio de la capilla pero viéndolo ahí andando tan vivo, el caballo alimentando, me animé a dar una galopada hasta acercarme y ¡en Ta­ma lo dábamos por muerto por culpa de unos bandidos y qué alegría verlo renacido! Porque tan rosado, las ropas tan limpias y sin cansancio, daba alegría olvidar su muerte y tenerlo allí para decirle que llevaba un camino equivocado... Pero él, nada. Como si yo no estuviera, andando seguro, con los labios apretados y los ojos ade­lante, en un rumbo fijo que él y no otro conocía... ¡Ca­pitán, soy de Tama y su familia no se acostumbra a vivir sin su presencia y le ruego una visita!, volví a gritarle fuerte para que me oyera si es que andaba distraído o so­ñando por recorrer tantas leguas. Y entonces vino lo que no puedo saber... Se movió, eso sí, me miró como si fuera un enemigo que le traía malos recuerdos y ¡chas, chass, chas!, me cruzó con el látigo y me volteó, yéndo­se... Ya era de noche cuando me volvió la vida y ni el capitán Lezcano, ni mi caballo, ni nadie que me explica­ra, solo en medio del valle... Y me largué para Tama creyendo que iba a quedar para siempre en el desier­to..."

    –El sol le ha hecho mal y delira el pobre.

    La voz surge del montón y los demás aprueban. ¿Aca­so la vieja no lo vio en el cajón, tan muerto por desgra­cia? Desahogado de la visión que lo maltrataba, el hom­bre se desvanece de cansancio y cuando se lo atiende pa­ra que explique si al menos preguntó por la viuda y los hijos, no hay caso. Ha quedado muerto, con el corazón reventado de andar leguas y leguas para aumentar la confusión que martiriza a Tama. El llano, por miedo, por muertes o misterio, va quedando despoblado, como si la vida fuera inútil en esa soledad del país. Pero, y qué extraño es todo esto, se duele el Rogelio, vuelven a sur­gir en la distancia personas que aparte de tener ojos, ma­nos, piernas y cuerpos como ellos, en nada se parecen a los hijos de la vieja. El mismo Gramajo escucha los rui­dos, una tarde, y se larga a galopar hasta que a lo lejos descubre a la carreta quejosa, con las ruedas apenas an­dando por el arenal. Y arriba, sonriéndole como un ami­go de años, ahí va un hombre de cara redonda, piel rosa­da y cabellos claros, que viste traje y hasta lleva corbata y sombrero. Sin que se lo diga y no es necesario, sabe que es un extranjero que se atreve a cruzar los llanos, ¿buscando oro, huesos de indios para los museos, vetas de cal en las montañas? El extranjero llega a Tama y se da a conocer: "Soy comerciante y vendo de todo y a quien no puede pagar, lo espero." Y ya nomás atrae a la vecindad con la corneta de bronce que sopla para hacer música y muestra muñecas pintadas, blusas coloridas, aros que tanto gustan las mujeres colgarse de las orejas, colonias que huelen a claveles, polvos y cremas en cajas redondas, platos de porcelana, lámparas de vidrio y es­tatuas y cintas de colores y medias de seda y zapatos de tacos finos y cuchillos de acero sellado y santos de yeso y guitarras y medallas con todos los santos y retratos de señoras muy lindas. De todo tiene en los cajones de ma­dera como si fueran arcones de piratas y lo ofrece a la gente que se acerca curiosa porque eso es una novedad que no conocía Tama. Habla y habla; nunca se cansa. Se mueve, canta y ríe y con tanta alegría de voces y pala­bras hace amigos a los tameños, cautivándolos, y eso también es un milagro pues siempre han desconfiado de los viajeros tan raros. En dos días todos le compran algo y quien no puede pagar, firma un papel y el comerciante da plazos. Para cuando la uva, dice, o las abejas hagan miel o consigan algún cuero de vicuña. O no importa, tan generoso parece, alguna vez tendrán vino del bueno, nueces o aceitunas o alguna manta o un poco de lana. Todo sirve para cambiar cuando existe buena voluntad entre las partes, habla y es simpático el extranjero. Y la gente del llano olvida sus miserias y firma nomás, tan generoso que apareció trayendo por fin un milagro bue­no. Y este y otros ya recorren Chepes, Malanzan, Patquía, Tuizón, Huaja, Mollaco, Nacate y seguro que an­dan por San Juan, se acercan por Catamarca, se inter­nan por Santiago y se llegan hasta San Luis. Y es como las mujeres quedan tan contentas con las pulseras y los espejos, los retratos de "madmosilles" de bucles rubios y las peinetas perladas, las blusas brillosas y los tazones de porcelana, porque eso es lo que mandan la civilización con los extranjeros que va arrimando el progreso. Y por ese tiempo, también, se acerca un cura a Tama y esta vez, aparte de bendiciones, trae ramas de olivos muy cuidadas sobre las alforjas del burro, y en poco, los bro­tes se atreven en terrenos de la capilla. Da esperanza ad­vertir que aparte de espinillos, cactos, tuscas, algarrobos y a veces lapachos, otros árboles hacen vida en los lla­nos. Aceituna entonces alguna vez habrá para pagarle al extranjero tanta lindura de pulseras y collares, de alma­naques y sedas, de hilos coloridos y de chucherías mara­villosas. Y ahora, no sólo voces y personas extrañas lle­gan sino que aparecen carruajes espeluznantes que zum­ban en carreras invisibles para unos y tan evidentes para otros. Y hay angelitos retozones, damas muy rubias em­polvadas y hasta caballos que son luces corriendo leguas sin cansarse. Todos estos misterios van doliendo al Gramajo porque en ellos se resumen las tristezas que lo ha­cen viejo. Aparte de las arrugas que la Juana Peñalba le ha visto de contraluz cuando se queda tan quieto como si esperara a la muerte, se le viene apagando la voz y cuando manda, apenas pide. El tiempo se le ha venido encima y lo lleva hacia atrás porque para agrandar su in­fortunio y el de Tama, en una sola noche, le desaparecen la vieja casi muda que se atrevió a mirar la presencia del capitán Lezcano en la tumba profunda y también, para más desdicha, uno de los hijos de la viuda, el que más lo lloraba, pasándose los días mirando el horizonte donde dicen que lo han visto, serio y decidido, yéndose y sin ganas de volver.


    DE CÓMO UN NIÑO VENDEDOR DE OLIVOS SUEÑA LA REALIDAD DE PASADOS QUE DUELEN POR UNA ABUELA QUE SE OLVIDA AL TENER TANTAS MEMORIAS


    La vieja lo toca, Terencio abre un poco los ojos como asustado y no tarda en comprender que está viviendo otro día, no por el sol que no puede ver con tanta hume­dad que se nota en el cielo, sino por esa claridad que le va derrumbando esas cositas obscuras que forman el sue­ño y le cubren la vida hacia adentro. El frío de la ventoli­na elude el pedazo de papel colocado como tapón en el vidrio roto y le sopla la cara. También en la cara le da la vozarrona de la vieja:



    –¡Vamos, Terencio, vamos que está por llegar Jesús...!

    Y, sumergida en polleras y tricotas, tan friolenta que se ha puesto con los años, la vieja parece animada, tanto que se quejaba anoche por la pobreza que los ahoga. Tan cambiada parece con la esperanza de arreglar todo en ese día, que hasta sonríe cuando se corre hacia la co­cina, diciendo:

    –¡Vamos, que es hora de vender los olivos...!

    Terencio comprende que tiene razón, y aunque el al­manaque diga que es domingo, él no puede permitirse la pereza de quedarse calentito en la cama con esa tibieza que juntó poco a poco en toda la noche y que ahora no deja escapar tapándole las salidas con la manta. Porque, como dice la vieja, Jesús, cabizbajo y cumpliendo con su destino de salvar a los hombres, ya viene bajando una cuesta y desde allí ve el caserío suburbano de Jerusalem, tan lleno de pobres y enfermos. Y entonces la gente, que durante tantos años lo ha esperado, corta ramas de oli­vos y las reparte por aquí y por allá para celebrar la llega­da del salvador que les trae fe y les devuelve la esperanza. Ahí, en el suelo, sobre una arpillera húmeda, están sus ramas, muy lindas y frescas, casi recién cortadas que pa­ra hacerlo tuvo que subirse al árbol, el día anterior, lue­go de caminar por calles alejadas. Luego, trepar por el alambrado, saltar y correr con miedo de los perros, has­ta el parque del caserón abandonado pero que a él le pa­recía habitado por fantasmas que lo espiaban para me­terle las zarpas y llevarlo al sótano donde, seguro, le chuparían la sangre con los dientes afilados. Pero pasó el susto, las ramas están acá y es muy difícil que los de­más tengan tantas y tan brillosas, con las hojas duras y firmes, pero también con hojitas tiernas y verdecitas en la parte de arriba, donde los brotes no terminan de re­ventar.

    –¡No te duermas Terencio que los demás te han de ganar...!

    Claro que la vieja tiene razón. Si los otros llegan an­tes, eligen los mejores lugares en la misma vereda de la iglesia y allí, tal vez preocupadas porque Dios las espía, las mujeres no regatean tanto y hasta dejan el vuelto de propina. Más lejos cuesta vender y aunque diga y repita "¡fresquitas las ramas, verde el olivo, barato lo doy!", las mujeres pasan de largo pues están bastante lejos de los ojos de Dios, con la iglesia escondida detrás de los edificios. Los hombres, brutales y enojados, lo echan y lo miran furiosos si por más flaco o más triste o más criatura, alguna señora lo elige y se acerca, le sonríe y le compra una rama. Entonces le dicen ¡ándate de una vez mocoso de porquería antes que te rompamos el alma! y para que no lo golpeen, debe irse con las ramas al hom­bro y los bolsillos vacíos. Así que a largarse de la cama y a sorber el mate cocido sin pan y enseguida a pasar por el escusado y con cuidado a levantar las ramas que le re­frescan la espalda. La abuela no lo besa porque si nunca lo hizo, ¿para qué lo va a hacer ahora? Siempre rezon­gando con la vida y la desgracia de tener que criar a un Terencio que es su nieto y no sabe cómo si no recordaba hija ni hijo ni nada, sin memoria para mirar hacia atrás, sin adivinar de adonde venía con esa criatura a la rastra, los dos sin pasado y ahora en la ciudad, abandonados, solos, muy solos. Terencio desaparece en la esquina con la bolsa mojándole el hombro. Las varas de olivos salen hacia los costados y algunas le raspan la cabeza, le lagri­mean la cara y le hacen un ruidito amigo sobre las ore­jas. Y doblado bajo el peso, tierra, un charco, cuidado a buscar la orilla sin barro y por fin una vereda con baldo­sas amarillas. Más baldosas coloradas, otra vez que res­bala en el barro, quiere que las cuadras pasen en segui­da, sin verlas y sin contarlas. Entrecierra los ojos y ¡cuánto falta todavía para llegar a la iglesia!, recién se anima a descansar bajando la carga cuando mira hacia adelante, y allá, surgiendo de la bruma, se nota la ciudad con los edificios largos que le hacen cosquillas al cielo. Si por lo menos tuviera un burrito como dicen que tenía Jesús cuando andaba por los caminos curando enfermos y dando pan a los que estaban hambrientos. Pero no lo tiene y hay que seguir, transpirado por el esfuerzo y mo­jado por la llovizna. Si se demora, llegan los otros y no lo dejan ponerse cerca del portal donde también los mendigos se insultan y pelean para ubicarse en la escali­nata y extender el muñón negruzco. O enseñar la pierna cangrenosa o mostrar los ojos quemados, al ofrecer una estampita y rogar ¡por Dios una limosna para este pobre desgraciado! Y a Terencio le da pena cuando las seño­ras, con el tul cubriéndole la cabeza, se hacen las apura­das y ya mueven los labios rezando y siguen de largo sin tomar la estampita ni poner una moneda en la mano ahuecada de los pordioseros. Por lo menos él tiene las piernas sanas y los ojos que ven desde aquí hasta allá le­jos, capaces de perforar la niebla y adivinar si aquello que se mueve en un puntito es un hombre, una mujer, un auto o un perro. Entretenido así, un descanso y a respirar hondo, seguir, viene el empedrado, otra vez baldosas rojas, char­cos, pedregullo en las veredas de una plaza, Terencio lle­ga. Le dan ganas de llorar porque uno, tres, cinco, nueve y quince, los vendedores de olivos y hasta mujeres tam­bién, ya se escalonan a lo largo de la iglesia. Ni un lugarcito siquiera han dejado para que él pueda meter su cuerpo esmirriado, con tanto dolor encima de andar cuadras y cuadras. Y como si fuera un estorbo cuando lo ven doblado por la carga de ramas verdes y platina­das, lo miran con disgusto. Tanto trabajo que le costó largarse del alambrado, con el miedo llenándole el cora­zón y si vienen los perros ¿qué hago?, y encima los fan­tasmas del caserón y el sótano oscuro con ojos que bri­llan, ahora le gritan: "¿Otro más? ¡Ándate lejos que ya somos demasiados y nadie compra un carajo! ¡Si te po­nes por aquí te pateamos las ramas a la mierda!" Y sigue esquivando las pilas de ramas y cuánto olivo que hay. Se podría formar un árbol alto y tan alto que sería como la cruz que allá arriba tiene la iglesia. Hay ramas desgajadas. Seguro que han sido cortadas con apuro, a los tiro­nes, porque ellos también habrán tenido que esconderse de los perros, los fantasmas y los sótanos. Cruza la pri­mera esquina. Terencio no encuentra un lugar para co­locar su atado y ni una mirada que lo invite a quedarse por ahí. Con los ojos hartos de esperar, mal dormidos y desengañados, los demás vendedores lo echan. Por todos lados los hay. Mujeres que nunca paran ¡tengo olivo bendecido, bendecido, bendecido!, hombres bajos, al­tos, gordos, enfermos y despeinados, ocupan una y dos cuadras. Allá, por fin, lejos de la iglesia, da con un lugar. Larga la carga y las ramas caen en desorden. Las acomo­da. Terencio mira ansioso. Busca a personas que necesi­ten el perdón de Jesús para que los salve, recibiéndolo con una ramita de olivo. Pero todos pasan de largo, in­diferentes, con sus manos en los bolsillos, casi tristes. Y están las ramas tan lindas que parecen recién cortadas.

    La llovizna refresca los brotes y pone gotitas en las ho­jas. Los hombres igual pasan de largo, acurrucándose contra la pared. Se nota que no quieren saber nada con las ramas de olivos pues cuando llegan al bulto, lo esqui­van fastidiados. Y ponen caras feas como si estuvieran a punto de largar un insulto. Pero lo ven al Terencio, tan poca cosa, allí, que se tragan las palabras y siguen silen­ciosos. La llegada de Jesús montado sobre el burro no les importa mucho o no están enterados del aconteci­miento ya que nadie exclama ¡bienaventurado tú que has resucitado y llegas en nombre de Dios para salvar­nos! Y será por eso que no tienen necesidad de agitar ra­mas de olivos celebrando como explica la abuela que de­be ocurrir. Espera y espera, el Terencio sabe que se va la mañana y allá junto al portal de la iglesia los mendigos y los vendedores se arremolinan desesperados cuando aparece alguna mujer que se detiene como si estuviera dispuesta a comprar. Ellos estiran los brazos y dicen pa­labras y se mueven y los rengos golpean sus muletas y los ciegos tantean los escalones de piedra. Y los que tie­nen pilas y pilas de ramas no les importa quién llegó pri­mero y ¡mis olivos son bendecidos!, todos apretujan a la mujer que se asusta y corre hacia el portal. Refugiada en el templo, desde allí echa una mirada y esos desdichados sí que necesitan cientos y miles de salvadores, puede que piense. Entonces, temiendo los rezongos de la vieja que lo acusará con esos ojos escondidos entre arrugas y le di­rá que es un inútil y no sirve para nada y que para qué te habrá traído Dios al mundo, Terencio ruega al cielo se produzca el milagro de unos pesitos, siquiera, para com­prar alguna cosa para masticar, siempre mate cocido. Y claro que el Señor no habría de ser tan descariñado por­que enseguida manda a una señora vieja, muy vieja, que camina encorvada y se detiene y él ve que las piernas ña­cas están frente a sus ramas. Y la vieja muy vieja inspec­ciona los olivos y no sabe cómo decirle y es tan llena de arrugas, tan gastada dentro de la pollera gris y el saco de lana negra, que mientras mira y remira el Terencio pue­de volver al tiempo y saber de dónde viene la abuela y de adonde viene él que no tiene historia conocida como otros, con familias y apellidos y retratos que cuelgan de las paredes, las madres y los padres con trajes de novios, tomados de la mano. ¿De adonde vienen, tan solos que están, que la vieja no puede decirlo con tan poca memo­ria que la ayuda y cuál es su madre y qué hace en esta "ciudad tan grande con la humedad que le penetra los huesos y las personas que pasan y apenas miran su des­gracia? Algunas noches, hundido en el camastro, el sue­ño se le mezcla con el pensamiento y se ve habitando un país todo cactos y arenal, todo distancia y sequedad, donde hay ranchos pegados al suelo y muchos Terencios como él que crecen y se hacen hombres, los cuerpos chu­pados, los días muy tristes, bajo un sol que nunca des­cansa.

    –¿Cuánto cuestan?

    Es la anciana que habla y lo despierta y está viva por­que habla la boca y se mueve y señala las ramas en el suelo. "Lo que quiera dar, señora", parece que la abuela se hubiera disfrazado de vieja diferente para que no sufra tanto pero ¿de adonde la abuela esas monedas que saca del bolsillo? Y mientras ella se aleja, los otros se hartan de la llovizna. Han perdido las esperanzas pues las misas se terminan. Entonces comienzan a andar con la carga al hombro, de regreso, tan apenados, y poco a poco la ve­reda queda despoblada. Solamente el ciego quejoso y aquel hombre de la pierna cangrenada que rezonga sen­tado en la escalinata, aguantan el agua que los moja. Y es cuando se queda dormido, tan temprano que se levan­tó y la abuela dijo ¡vamos Terencio, vamos, que Jesús está llegando! y se largó de la cama y camina ya por un país que lo alegra y lo entristece con su desierto de are­na, sus montes espinosos y esos cerros marrones que recorre solo pues la vieja se ha quedado dormida y no la encuentra y van para muchos días que han salido de Tama. Y Terencio tiene hambre pues hace rato que no mastica algo. La tardecita se obscurece cuando anda por el costado de una hondonada y entonces, un balido que llega quién sabe de adonde, lo deja medio atontado. "¿Oveja por aquí?", se pregunta y no es para creerlo, tan desolado que es todo por ese rincón del país. Pero igual el corazón le tiembla de asustado. Huele el aire y espera. No tarda en quedar desengañado porque seguro que es­tá soñando. Incrédulo pues no hay otro balido, llega a la loma rocosa y ¡de adonde bicho vivo si todo está quema­do por el sol!, no vale la pena andar inventado milagros. Torpemente y a las zancadas, de cansado, siguen avan­zando sus piernas flacas. Ya arriba, casi echada sobre una piedra chata, la ve, tan buenita que parece con esos ojos redondos y mansos que lo miran como pidiéndole ayuda. Pero la ovejita se intranquiliza cuando él da otro paso y entonces e quedan quietos para adivinarse la in­tención. Terencio de un lado y ella del otro, no se sacan los ojos de encima. Al ratito, él va sabiendo que la pobre está flaca y casi sin lana. Y tan tonta que se queda con esa mirada tristona, ha de ser la primera vez en muchos días que ve algo moviéndose en la soledad del cerro. El Terencio se emociona porque una oveja es para gente ri­ca y tal vez sea aquella mimada que desapareció de no­che, arreglada con moñitos, luego de tomar la leche de una madre de Tama. Pero no tiene moños ni marcas, siendo tan libre vagando por los cerros. Apurada por masticar, tan muerta de hambre que está, la oveja deja de mirar y rebusca entre las piedras alguna hoja tierna que se le haya escapado al sol. Es un ratito nomás. Muerde y vuelve a ocuparse del Terencio. Y Terencio, con la emoción que lo ahoga, busca dueño hacia todos los lados y no lo halla. Ni rancho, ni corral, ni persona que le avise "¡ni la toques Terencio que esa oveja tiene patrón y es delito llevarse lo ajeno!", para que se le va­yan las ganas. Y es cuando se decide. Recoge una piedra con filo, apunta bien y como si nada, la arroja moviendo apenas el brazo derecho. La piedra zumba dando músi­ca que silba y esta vez la ovejita ya no puede levantar la cabeza porque el golpe le da de lleno entre los ojos y cae atontada. Cuando quiere levantarse para huir, se dobla y otra vez lo intenta pero ahí está el Terencio encima que le hunde el cuchillo una y dos y tres veces, buscándole el corazón. La oveja gime un poquito como si llorara y se desangra dando unos resoplidos que lastiman. Terencio tiembla y claro que no está soñando pues la toca y tiene el cuerpo caliente y también ve cómo la sangre chorrea manchando el pedregal. La sostiene hasta que deja de patalear y ya quieta la arrastra hasta un reparo de rocas y arbustos que lo oculta de la hondonada. Mira hacia todos lados y, otra vez, nada. El sol se va yendo y la no­che pretende hacerse dueña de montes, quebrada y are­nal, más allá del desierto y de los cerros, para terminar quien sabe adonde. Loco de alegría porque un milagro semejante no ocurre ni con toda la gracia del cielo, Teren­cio no sabe si ir corriendo hasta la cueva para despertar a la vieja y cautivarla con la noticia o respetar los gemi­dos del hambre y comer él antes que coman los bichos que seguro brotarán de las piedras. No falta mucho para decidirse pues pronto se vendrá la noche y mejor que la vieja lo busque a lo india, oliendo los yuyos, y ya mismo alza el cuerpo caliente, acomoda leña seca y deja de preocuparse por la ausencia de la vieja y ese misterio de hallar una oveja libre donde ni siquiera se encuentra una planta tierna atreviéndose al sol. Ya a esa hora, a una le­gua y más todavía, Eulalio Gramajo anda desesperado porque su ovejita no aparece siendo que él, su mujer y sus hijos, la cuidaban como si fuera los ojos de la misma cara. Volvía de recorrer el cerro por si conseguía un cuero de animal salvaje o cazaba algún pajarraco de plumas brillantes para cambiar por monedas en la fiesta de la virgen, cuando la Ramira se lo grita: "¡Se ha ido la ovejita...!" No lo puedo creer, jamás esperaba noticia tan tremenda. Y enseguida los tres hijos llaman buscan­do por allá y todos revuelven arbustos por si ha quedado enredada, revisan honduras por si ha caído a un pozo y espían en los recovecos por si ha terminado dormida. Pe­ro nada. Ellos dicen "¡meee...!" y sólo responde el eco que duele y agranda el silencio del arenal. Eulalio ya pu­tea contra esa mala suerte y si su mujer se le pone cerca le zampa un manotazo por las costillas por desgraciada, mire que descuidar de esa manera a la ovejita que guar­dada ha de estar como una reina. Sin bajar de la muía desatiende los gemidos de la Ramira que lloriquea cul­pable y ¡se ha ido por aquel lado! señala, pero Eulalio arranca hacia el cerro, agachado el cuerpo sobre el ani­mal y clavándole las zapatillas con rabia. Husmea como un perro y |vamos guacha! castiga enojado, tanto que lo enfurece no tener la ovejita encerrada en el corral. Ese montón de lana sucia amparando carne flaca es la única riqueza de la familia. En cambio la muía, crecida en el sacrificio, tan sufrida en su destino de hambre, habitua­da a la mezquindad del paisaje, puede aguantarlo todo. Tranco a tranco, el Eulalio sigue olfateando por el sen­dero espinado y hasta se imagina a su ovejita haciendo "¡meeee.. ." por ahí mismo, con miedo de terminar despedazada por los gatos salvajes. Abajo queda la pampa cuando la noche achica al mundo y solamente las ánimas aguantan a esa hora tanto silencio que viene de arriba y viene de abajo y viene de uno mismo. Empeci­nado y casi seguro de su desgracia, con el cuerpo dolori­do y el alma que se le dobla, ya llega al reparito de rocas y arbustos. Piedras y yuyos es apenas lo que ve. Sus ojos de vizcacha miran lejos pero no tanto como para poner­le sol al cerro. Y cuando el otro eructa y el presentimien­to le muerde la idea, se apea. Esa respiración sofocada viene de una persona que padece al digerir y de ahí que le hierve ía sangre cuando prepara el cuchillo para en­sartar cualquier cosa que se mueva. Y con la primera luz de esa luna grandota lo ve durmiendo muy cara al cielo al hijo de puta. Ni siquiera necesita sufrir el esqueleto mutilado chorreando sangre para saber que la ovejita ya no está viva y es una burla eso de tropezar y caer con el cuero mal estaqueado encima de las piedras. "¡Y ahorita la vas a vomitar!", siempre de pocas palabras, el Eulalio tiene ganas de gritar su desesperación. Pero es el pobre Terencio quien padece un despertar muy malo y recién nomás, con la panza que le reventaba pues no está acos­tumbrada a recibir tanto, los sueños le traían diablos de cuernos punzantes y hasta carretas embrujadas arrastra­das por caballos blancos y con ruedas furiosas que casi le pasaban por arriba si no las cuerpeaba echándose a un lado. Y ahora el golpe y la voz que brama ¡guacho, la­drón! y poco más ha de oír ya que Eulalio lo levanta co­mo si fuera un tronco seco y tal vez porque en cincuenta años de vida dura ya tenía preparada su justicia, lo hace todo en silencio, mudo por no llorar y sin apuros para que salga mejor. "¡Y vea que pregunté si tenía dueño!", el Terencio está como tonto, tan sorprendido y sin poder ver la cara de ese hombre que lo va atando a un árbol. Es que Eulalio no está para escuchar y le importa un carajo si es una criatura y si llora o pide perdón o si lo amenaza y grita rogando que venga la vieja y si fuera su propio hi­jo también. Ese es el ladrón y la ovejita despedazada está en sus tripas y por eso lo ata y revisa con cuidado, ajustando el cuerpo y las piernas. Un solo brazo ha quedado libre. ¿Y qué hay con esto?, se pregunta el Terencio, atur­dido por lo que va ocurriendo. Eulalio sigue en lo suyo y va en busca de la muía, como si se fuera. El Terencio re­vive al ver cómo se aleja pero la alegría dura poco ya que regresa con más soga, hilada de aburrido al costado de la pampa, cuando pasan las horas y sueña con la fiesta de la virgen de la Merced para vender plumas y alguna de esas mantas que teje su mujer. Y es cuando le ata el brazo derecho, cuidando que el nudo quede fuerte. El Terencio se da cuenta y grita ¡andaba sólita, como sin dueño, que no soy de robar y pregunte nomás en Tama! Pero qué lo va a escuchar el Eulalio ocupado en anudar el otro extremo de la soga en la montura, casi llorando de triste. Y entonces sí que sube y golpea con rabia en las ancas del animal y sigue clavando las zapatillas para que arranque con más fuerza. La soga se estira como una rama reseca y al pobre Terencio le duele tanto y tan­to que grita al cielo su desgracia antes de quedar desma­yado. Pero al otro no le importa lo que deja atrás y se va loma abajo arrastrando el brazo desgarrado que se hace animal herido al golpear las piedras y luego se convierte en tristeza amarilla al quedar abandonado en el arenal.

    –¿Me vende una rama...?

    Suena tan clara la voz y tan cerca de las orejas que no sabe si le sale de adentro o es una virgencita de los cielos que lo viene a salvar de morir desangrado, tan débil que está. Y asustado abre los ojos. Es una muchacha quien le habla y le sonríe, tan amiga que parece. Y no está ata­do al árbol en el reparo del cerro riojano porque ahí ve la iglesia y los edificios y los mendigos tan grises como las piedras de la escalinata, sin importarles que el agua caiga y caiga. Y ahí están sus ramas de olivo y la mucha­cha que le pide una para ir a celebrar la llegada de Jesús. Entonces el Terencio mira su camisa con manga arrolla­da sobre el hombro derecho y ya tiene una idea de su origen, tan poca memoria que ayuda a la vieja para recor­dar de adonde vienen que ahora se les ha borrado el pa­sado.


    DE CÓMO GRAMAJO ARREMETIÓ CONTRA LAS VÍAS DEL FERROCARRIL CUANDO COMPRENDIÓ QUE EL PROGRESO HACÍA ESCLAVOS A LOS HOMBRES DE SU PAÍS


    Es mucho lo que ha esperado, casi enterrado en Ta­ma, los días y los días, viendo cómo se van sus hombres sin madre que los reemplace, manso, sin hacer nada pa­ra evitarlo. El Rogelio Gramajo recorre los llanos y en tantos años comprueba que todo sigue igual, nada ha cambiado. La misma sequedad, leguas y leguas desola­das, el cielo alto, la luna que viene y va, los montes re­torcidos y lo que es peor, su gente flaca, desnutrida, muy poca cosa moviéndose desganada sin otro destino que mi­rar pasar el tiempo sin vivirlo. Y cada vez son menos los que andan, con los misterios de las ausencias, sin que nadie sepa qué se han hecho los tameños desaparecidos. Y luego, como si fuera poco, las pestes que vienen del hambre y la tristeza. Porque después de aquellos años de fantasmas en carretas doradas y caballos con cencerros de oro y mujeres muy rubias y extranjeros que sonreían al cruzar el desierto y ángeles revoloteando por el tejado de la capilla y los ruidos musicales que llegan quién sabe de adonde y que para unos eran truenos del infierno y para otro rezongos del cielo, hubo enfermedades desco­nocidas. En una noche traían fiebre y en la otra, quejas, llantos y desgarros por la muerte que llegaba. Ni con re­zos, ni yuyos, ni grasas, ni mejunjes, ni palabras, se ahu­yentaban las pestes que dejando ciegos a los niños y va­ciando a bocanadas las venas de los hombres, despobla­ban los llanos. Lo piensa el Rogelio, tan envejecido, blanca la barba, blandos los huesos y con dolores que lo achacan, tan lejano de aquel Gramajo jefe de los monto­neros que se agrandaba en la pelea y barría a los enemi­gos desde Aimogasta, allá arriba, hasta el Totoral, allá abajo. Los riojanos se le mueren o se van. El milagro de las pariciones de la vieja ya no vive. El desengaño de to­dos mira con reproches. El puede quedarse quieto, amontonando años, esperando terminar su vida de viejo y luego ser enterrado en el cementerio de Tama. Pero, ¿y los pobres, miles recuerda, que han dado sus hijos, sus padres y sus hermanos por las promesas de un país sin tantas necesidades? De andar y andar con ellos, de verlos morir sin preguntar por qué perdían la vida, de hacer leguas sin descanso y seguirlo adonde los llevara, los tie­ne dentro de sí mismo. Y los comprende viéndolos tem­blar emocionados cuando se anuncia el regreso de un tameño que trae la boca llena de novedades con los progresos que ha visto. Y es de maravilla todo lo que dice. El pueblo lo rodea y le envidia la camisa con una corbata tan colorida y los pantalones de tela brillosa y los zapa­tos de cuero negro y hasta parece un doctor, tan distinto a sus hermanos. "Cuente que lo escuchamos", él tam­bién está apurado por conocer los misterios que tanto cautivan y por eso ordena. Y el otro habla con nombres que no entienden. Todos están perplejos y claro que vie­ne de la civilización con tanta ropa nueva y ese palabre­río que luce cuando en Tama apenas decía el buen día y cuando andaba con ganas. Y la palabra se llena de vesti­dos escotados y telas vaporosas. Ojos asombrados tratan de imaginar al "maitre" de bigotes empastados como si-fuera el mismo diablo con levita y cuello almidonado, pues el regresado trabajó de peón en una cocina y lo ha visto muy de cerca. Y vuelan los lujos que son joyas y ahí está la gente que come en mesas con manteles borda­dos y qué dicha sería poder revolcarse en los pisos con alfombras que pueden ser rojas o verdes o amarillas pero que siempre son cómodas. Y esas arañas de mil luces y la música del piano y lo romántico de los violines y los mozos apurados y una mujer que reparte flores y las casas altas y el ruido y la gente, todo es deslumbrante. El Gramajo ve a los suyos tan embobados siguiendo con atención las maravillas que desparrama el viajero y co­mienza a sentir miedo. El corazón se le afloja al com­prender que la desaparición de tantos riojanos nada tie­ne que ver con los misterios ya que huyen seducidos ne­cesitados de una vida mejor. Y cuando los curiosos pre­guntan por los idos y ¡claro que los he visto!, el otro entemio, Eulalio y hasta del mismo Terencio Lezcano, des­aparecido con una vieja y cortado un brazo vaya a saber cómo recorre las calles lustrando calzado, vendiendo olivos, distribuyendo diarios o mezclado con los men­digos. Los que escuchan, y es todo Tama, ven entonces a los vecinos acarreando ladrillos, lavando platos, ba­rriendo zaguanes, arando la tierra, arreando vacas, car­gando barcos que salen para el extranjero con las bode­gas desbordando trigo y amasando cal para los edificios.



    Y con la alegría de saberlos vivos y la envidia de verlos sin penas, lejos de los llanos, a los demás se les aparece hasta el capitán Lezcano, resucitado de la tumba con tal de uniformarse de policía, con un traje azul de botones dorados, botas y gorro puntudo. Mañana y tarde no se cansa el regresado de alabar aquello donde también an­dan las desaparecidas que abandonaron Tama para co­locarse de cocineras, mucamas, sirvientas y, las más gua­pas y atrevidas, para entretener hombres por las noches, muy pintarrajeadas, siendo de uno y de otro cuando ter­minan borrachas. Tanta es la admiración que origina el regresado que el Rogelio ya se ve solo con los cactos, el arenal y los montes achaparrados, buscando con quién hablar siquiera dos palabras. Y es fácil adivinar que pronto todos echarán a correr por la llanura, locos de esperanzas, sin importarles el suelo donde han nacido. Y es que el otro no deja de contar historias pues he dormi­do en colchones muy blandos y lindas son las mujeres y he tenido novias rubias, de piel blanca, tan pechugonas, que se ve clarito las ganas que brotan en los hombres de volar ya mismo, con misterios o como humanos, para gozar un poco de lo mucho que hay allá. Tanto es el miedo del Gramajo que se siente abandonado. Lo asus­tan el fervor de las mujeres y la ansiedad de los hombres que son sus soldados. Por eso, sabiendo que los pierde, no aguanta más y pega el grito:

    –¡Ya mismo se me va de Tama!

    Con murmullos, algunos defienden al echado y eso de enfrentarlo, nunca ha ocurrido. De ahí que ruge la ame­naza: "¡Si hay más desaparecidos, los persigo y los de­güello!" Así que esa misma noche, sin dejarlo descansar, el aporteñado toma rumbo y con su traje brilloso, la cor­bata relumbrona y los botines obscurecidos por el polvo, se lleva a muchos que lo siguen con el pensamiento. Pero un tameño que por viejo y duro no teme ser degollado, enfrenta al Gramajo para decirle: "Vea mi capitán, yo también me he de ir y si quiere degollarme, empiece cuando quiera que ya no tengo familia ni ganas de ha­cerla. Los hijos, los nietos, los hermanos y los parientes, han muerto cuando usted pidió pelea o se han ido abu­rridos de esperar que el país cambie. Y como no soy de traicionar le hablo en la cara y sin intermediarios. Díga­me ya que ha dicho muchas veces que debemos pelear para seguir siendo libres... ¿Libres para qué, para mo­rirnos de hambre? Ya tengo más de cien años y nadie ha cambiado esto, siempre arenal, siempre solazos, siempre perdidos en el llano con poco para sembrar y siempre cosechando para otros. ¿Qué defendemos si no tenemos siquiera un pedazo de tierra regada que sirva para sembrar cuatro plantas? Yo me voy con los otros y si no lle­go a destino poco importa ya que así he de terminar tranquilo con mis ganas y si dicen que se vive mejor, ¿por qué no probar esa vida si ya me queda un suspiro?" Dicho lo suyo, ahí nomás, con esa misma ropa que le co­nocen desde veinte, treinta y cincuenta años, todos los tiempos, con polvo y suciedad que viene de lejos, comienza a caminar hacia el este. Nadie se atreve a pararlo y menos el Rogelio Gramajo, tan dolorido por las pala­bras del viejo. Y allá, bajo el sol que achicharra, tranco a tranco se pierde en el arenal porque, de pobre, hace años que no tiene caballo reventado en una pelea dando su coraje cuando lo ordenaba el capitán. Hombres y muje­res miran entristecidos, con ganas de seguirlo porque el viejo Florencio es un pan de bueno, tan lleno de sufrimientos y con el alma repleta de recuerdos penosos ya que tuvo familia y ahora apenas le queda esa rebeldía de buscar a sus hijos, nietos, hermanos y parientes que, se­guro, piensa, han muerto para resucitar con otra vida, muy lejos de los llanos. Está a punto de correrlo y vol­tearlo a la fuerza el Rogelio. Se le ve en la mirada y su Juana Peñalba sufre viéndolo tan destrozado. Pero pre­fiere dar media vuelta, cruzar por la fila de tameños que lo miran con el respeto de siempre mechado por algo de miedo y allá se refugia en la amargura para medir su fra­caso. Tres días lleva de encierro cuando sale y hace tem­blar con la orden:

    –¡A buscar al viejo y ni un hombre se me queda en Tama!

    Monta y los demás corren obedeciendo. El presenti­miento los hiere pues, ¿cómo podrá aguantar tantas le­guas tan viejo que es el Florencio? Y así nomás resulta ya que apenas andan dos horas y unos pajarracos apare­cidos quién sabe de adonde pues poco vive en el desier­to, avisan con revoloteos que hay carne para comer. Y ahí están casi los huesos blanqueando al sol, tan ham­brientos y voraces que han sido los bichos con el pobre anciano. Los tameños miran con arrepentimiento ese montón que no hace mucho fuera el Florencio, siempre dispuesto a dar consejos y a quedarse luego silencioso por tantas penas que le cargaba Dios.

    –Lo entierran al viejo... –le parece mentira al Gra­majo que tan poca cosa haya sido un hombre.

    Los demás no están seguros.

    –¿Acá o en Tama?
    –Ahí mismo donde eligió morir.

    El arenal es blando por arriba y duro por abajo cuan­do con las manos y los cuchillos comienzan a cavar la tumba buscando no molestar el sueño del viejo. En mi­radas, en murmullos y en palabras, los que cavan se van convenciendo de la picardía nacida en la tozudez de Flo­rencio que ha muerto con intenciones de resucitar en otro lado. Y ya malician que esos huesos y lo poco de carne casi negra que han dejado los pajarracos, está ahí, pero, ¿dónde andará el viejo alejándose de Tama? Lo sa­bía de antes, y claro, entusiasmado con las historias del regresado despertando la ambición de todos, ha busca­do la manera de morir para volver a ser otro allá muy le­jos, con sus hijos, sus nietos, sus hermanos y también con sus parientes. Y los alegra la idea y se apuran a ente­rrarlo y ya lo están envidiando y qué pícaro ha sido, van pensando en el remedio para desaparecer sin dejar ras­tros y escaparle a los degüellos.

    –Y ahora, vamos...

    Lo ha visto con sus propios ojos y no tiene dudas el Gramajo que el viejo queda ahí enterrado. Y se vuelven para Tama y en medio del llano la cruz de palos queda como un mojón que indica este es el camino a una vida menos sufrida y así lo miran quienes con sonrisas y gui­ñadas ya van preparando la huida. En esa misma noche se producen los velorios que irán despoblando a Tama. Surge un grito aquí, otro gime por allá y alguno se está muriendo, brotan lamentos que duelen. Las lloronas, y por días, se van quedando sin lágrimas en ese concierto que espanta. Tres velorios en la primera noche demues­tra mucho apuro. Pero cinco y diez, el Rogelio está ate­rrado con tantos hombres que mueren sin llegar a com­prender cuál es la peste que los ataca. "Ha de ser el agua envenenada. O el aire que viene enfermo desde Tucumán con el ferrocarril que lo ensucia con el humo." Muy preocupado escucha el Rogelio a los entendidos pero no lo convencen dudas tan raras. Porque se muere la gente, ¿y por qué no los animales? Ese misterio no le gusta na­da y sospecha que otra vez el enemigo viene a extermi­narlos sin necesidad de matar con fusiles o cuchillos pues algún poder oculto la civilización ha traído. Y por ahí busca su desesperación hallar las causas del abando­no de los riojanos, con tantas cruces en el cementerio que ahora en Tama hay más muertos que personas an­dando. Puede ser el ferrocarril, como dicen, y los mensa­jeros han visto que vienen talando los montes de quebra­cho colorado para acostar los troncos en el suelo y afir­mar los hierros. Y sin montes, antes que poco llovía, ahora ha de llover menos. Las viejas siguen rezando pa­ra ayudar en ese viaje que tendrán hasta el cielo pues por sufridos y resignados los muertos se han ganado el mun­do prometido. Y ya no hay días sin velorio, con las velas que se consumen y las cuadrillas que hasta de noche ca­van para que no falten tumbas, habiendo tanta tierra de­socupada. "¡Y se van sonriendo, los pobres!", los pa­rientes de los muertos se consuelan porque unos y otros, en el cajón, no abandonan a los vivos con esas muecas que dan miedo sino que, muy contentos, dicen adiós con sonrisas, tan felices que parecen. Cuando se terminan los hombres y esto ocurre en pocos días, mueren las mu­jeres, como si la peste eligiera con inteligencia de perso­na. Primero son las más guapas, esas que según el tameño regresado, sirven para dar besos a los hombres con las bocazas pintadas. Y afeado que era el pueblo, queda deshabitado sin la alegría de esos cuerpos que las mu­chachas movían para mostrar la primavera que adentro las derramaba. Una a una, en orden y por la noche, ape­nas dicen que tienen fiebre, hacen gestos de dolor y se ti­ran en el suelo para quedar duras y quietas. Ya no alcan­zan plegarias ni cajones, ni queda lugar en el cementerio con tanta desgracia que Dios o vaya a saber qué mal tre­mendo desparrama sobre Tama, tan abatida en su desti­no que cuando quiere renacer los misterios la asesinan. Y otra vez a hundirse en la naturaleza, en los tiempos del principio cuando sobre la tierra no había hombres, ni animales, ni árboles y las aguas de los mares buscaban regiones bajas para depositar larvas donde muy débil la vida se estremecía.

    Asombrado de estar respirando y sin que la peste diga basta, el Rogelio lo comenta con su mujer: "Debe ser un castigo, está claro." La Juana Peñalba, que no abando­na el telar, siempre ¡traca, traca, traca!, en la noche y en el día, tiene dudas.

    ¿Y por qué se nos castiga?

    –Por flojos, tal vez... Por quedarnos quietos mien­tras los otros vienen y van. Por no saber cambiar la po­breza, por vivir tan desganados... ¡Por algo que no sé pero que nos aplasta! -mucho es el dolor que lo acorrala.
    –La gente nos abandona. Unos y otros mueren y re­sucitan...
    –¿Mueren y resucitan?
    –Así es –la Juana está enterada y lo dice siguiendo con el ¡traca, traca, traca!, que es parte de su vida–. Mueren con ganas, muy contentos de ser enterrados. Se les ve en la cara y en esa sonrisa grande que se llevan al cajón... Están desengañados, ¿no te has dado cuenta, Rogelio? Prefieren morir con la esperanza de resucitar allá lejos pues quieren otra vida y para eso necesitan mo­rir...

    La revelación es muy triste y el silencio del Gramajo dice que mastica su amargura y tal vez su revancha. Y en esa misma noche, cuando duermen o esperan morir los diez o quince que siguen vivos en Tama, la mujer lo ve descolgar las armas, llevarlas al patio y allí, ayudado por la claridad de la luna, iniciar una limpieza que está anunciando más guerras. Y eso mismo sirve para que la vieja, otra vez rechoncha y baja, muy arrugada y muy lenta, reaparezca de la nada y el todo, del aire y el sol, de la soledad y el arenal, en una tarde de angustias cuando parece muerto el poblado de Tama. Sentada en una pie­dra, serena y silenciosa, apenas con una bata sobre las carnes, entreabiertos los hundidos ojos, mira hacia allá, hacia donde las lomas amarillentas comienzan a hinchar­se para reventar en los marrones de la cordillera. Y ella ve un verdor que para otros se ha ido, con las vertientes bajando de las cúspides nevadas y las plantas de hojas frescas, las orquídeas, los helechos y los jazmineros que todo florece en esos valles prodigiosos. Y la ciudad rea­parece ahí mismo, en la propia Tama, con los palacios de los reyes en las terrazas de los cerros, bien altos, más cerca del cielo por divinos y más lejos de las acechanzas enemigas, por sagrados. Y en las calles abarrotadas don­de todos se mueven y un pasito y otro y a no tropezar con las tinajas y ollas de barro cocido con tan buena tie­rra rojiza que abunda hacia el costado de los cerros. Y, ¡toma un diosito pintado que te ha de traer amores y va por un yuro de chicha tan buen gusto que le siento!, está el pueblo de fiesta en el trueque de la feria y unos dan y otros reciben que allí no existe el dinero. Brillan pulseras de plata en los brazos siempre inquietos de las guapas que bailotean balanceando las caderas y haciendo brin­car con ganas los collares de muchas piedras. Y, ¡derrita de toditos los colores!, ofrecidas son para curar enfer­medades y adornan con alegría y te las cambio por un poco de tan lindo dulce que has traído. Vienen bajando los campesinos y los pastores muy apurados por los sen­deros serranos y las alforjas no pesan de quesitos y lico­res pues en el aire retumban los placeres del cantar. La vieja los ve cerquita y tanto que sin estirar los brazos ya los tiene en Tama y allá alto y más arriba y casi tocan las nubes, grandes palacios de piedra con jardines todo el año florecidos. Allí viven y nunca mueren los reyes y las princesas y también los sacerdotes que en cuando se lle­ga el día le hablan al sol y que no falte tu calor y que siempre haya agua y que los males se alejen y que nues­tro rey nunca enferme. Nadie puede mirarlos tan ence­rrados que viven pues los ojos de los pobres deben mirar el camino de los surcos y en la oscuridad de las minas hallar la veta dorada y agachar siempre la envidia que suerte es tener reyes tan buenos y fuertes para estar bien protegidos. Y ellos deben adorarlos por mejores y divi­nos para que sigan dictando leyes, permitiendo risas y mandando castigos para aplacar a los descarriados. Los que siembran el valle y los que se atreven al infierno de la montaña para arrancarle metales y los que amasan el barro y los que vigilan la noche para que el enemigo no ataque, hoy día están de fiesta celebrando la cosecha abundante en este año. Tan contentos que la vieja los mira danzando con mucho ruido, las muchachas tan ai­rosas y los hombres que las persiguen sin tocarlas y es en el roce cuando se dan las caricias. Y en la memoria de la sangre vuelven los gritos y oye el rugido y levantando polvo montados en caballos que entonces eran bestias desconocidas, llegan los extranjeros que ordenan: ¡oro y plata!, y con espadas y lanzas arrasan con las tinajas. Y ya empieza la matanza que impone el conquistador ya que los indios son mansos para caer destripados, tanto a niños como a viejos les llega la espada y ni qué decir de las mujeres que ruedan sangrando ahí mismo donde bai­lan. Es que tan ciegos los otros se muestran ordenando: ¡oro y plata!, que degüellan a las criaturas sin importar­les su llanto y a un grupo de fecundas reunidas en un rin­cón la ensartan en los vientres dando crueles carcajadas. Unos corren y son alcanzados y a la carrera, de un corte que brilla la hoja al sol, caen cabezas porque ellos se di­vierten muy furiosos por no hallar tanto ¡oro y plata!, como reclaman. Agonizan los hombres bajados de las montañas para reír en la feria con permiso del rey por recoger tan buena cosecha y qué destino tan triste ese de levantar el cuerpo del surco para morir degollado en una tarde de fiesta. "¡Que no escape nadie, indios misera­bles!", están empecinados en quitar todo lo que tenga vida y suben por los senderos que conducen al palacio, rompen con odio las puertas y no les importa que esas mujeres sean con sangre del rey ya que las abren de pier­nas y las desnudan muy gozosos al reventarlas. También preparan parrillas donde sin dejar de ordenar ¡oro y pla­ta!, achicharran a las más tiernas sobre el fuego de los le­ños. Las tierritas tan lindas de todos los colores ya no adornan la feria cuando una de las muchachas campesi­nas que se arrastra esquiva las patas de los caballos y se escurre por la pila de ollas de barro cocido y entre los huecos desaparece para llegar al monte donde cae y se desmaya. Y es por suerte ya que tan quieta nadie la halla cuando se hace una recorrida y rematan a los que viven. Gritan los extranjeros cuando encienden fogatas y rapi­ñan collares y piedras y todo aquello que brilla como fie­ras se disputan con tanta codicia que llevan. Después, y a las risotadas y qué miedo hace temblar a la muchacha, prenden fuego y arrasan con las casas, se emborrachan y como si fueran demonios incansables se alejan buscando montañas donde abunde ¡oro y plata!, es tan grande la sed que tienen. La muchacha corre y corre días y años pues de su salvación depende la presencia de la raza y con tanto padecimiento, endurecida de angustias, de hambre, de injusticias y de soledad, ahora está mirando a Tama. Desde los siglos que anda y tan cansada que se ve aquí queda sobre la piedra sentada, tan vieja pero tan joven para que la vida no acabe pues tiene dispuesto el vientre para fecundar hijos, muchos hijos, miles y millo­nes que han de reemplazar a los muertos. Y ya sonríe, muy picara, porque con sólo mirar al Gramajo ocupado en repasar las armas, siente el vientre que se agita sin ne­cesidad de acostarse con un hombre, tantas ganas de poblar a su país con hijos que defiendan la inocencia cuan­do los otros vuelvan siempre ansiosos de oro y plata.

    Asoma el alba riojana cuando el Rogelio Gramajo pe­ga el grito:

    –¡Hay que defender al país! ¿Hay alguno que me siga?

    Y la sorpresa le llega con una respuesta muy clara: ¡Muchos somos, capitán, esperando que usted orde­ne!

    No lo puede creer y, ¿hablan las piedras, los montes, el arenal, los cerros y las quebradas? –¿Quiénes son y dónde están?

    Y con la luz del día aparecen altos, flacos, muy respe­tuosos con esos rostros aindiados.

    –¡Que se presenten! –renace la alegría del viejo Gramajo cuando es testigo del milagro de la resurrección pues ahí están, de carne y hueso:
    –¡Pedro!
    –¡Juan!
    –¡Manuel!
    –¡Nicasio!
    –¡Artemio!
    –¡Francisco!
    –¡Anacleto!
    –¡Eulalio!
    –¡Felipe!

    Y suenan voces pichones porque ¡Andrés, Ricardo, Héctor y Martín! mezclan sus nombres nuevos en el co­raje de siempre. Resucitados más jóvenes, con más valor en la sangre, el Rogelio reconoce a muchos de los desa­parecidos que regresan a su llamado. Y vaya si es día glorioso cuando el ejército se pone en marcha.

    –¡Para el lado de Tucumán! –asombradas están las mujeres cuando ven a la tropa tomar rumbo al norte.

    Los hombres no preguntan. El capitán ha dicho para allá y contentos de seguirlo, se internan por las salinas.

    Por ahí, según se dice, andan los que secan los ríos y ha­cen bramar los cerros sacudiéndolos con explosiones pa­ra alzarse con los minerales de sus entrañas. Ocultos han de estar en los recovecos, con ganas de romper y lle­var y que nada cambie para ellos. Porque ocurre que el Rogelio ha tenido tiempo de pensar y así eliminar tanta confusión que lo aturdía y ya está enterado que los otros construyen vías para el ferrocarril con traviesas de sus montes y el trabajo de peones que son sus hombres. ¿Y es para beneficio nuestro eso que trae el progreso? Sabe que no, muy seguro ahora está. Pasarán de largo por el costado del desierto que poco tiene para interesar al ex­tranjero, y eso nos era progreso, tan clarito que lo en­tiende, sino que el ferrocarril acortará distancias entre lo rico que tiene el país y el puerto para llevarlo. Así que ahora sus enemigos no son soldados con fusiles, lanzas y cañones presentando pelea en la batalla. Parece mentira pero sus hombres tendrán que enfrentar otro peligro, inocente que parece con el disfraz del progreso y tanto daño que hará aislándolos y dejarlos sin montes, sin es­peranzas de una vida mejor, robadas las riquezas de la tierra, arriba o abajo, en los cerros o las pampas. Y siempre, como ha ocurrido, los que trabajan y mueren, los que sufren y revientan, son los pobres que dan la san­gre y la vida para enriquecer a los otros. Y eso no puede permitirlo:

    –¡Nos cortan el país para robarnos más fácil!

    Muchos días con sus noches tranqueando por las que­bradas, de galopes en los llanos y haciendo alto en los montes, en un atardecer ven las luces de los otros, acam­pados. Antes de atacar el Rogelio quiere hacer una reco­rrida y espiarlos y si son muchos salirles de todos lados para que no huyan. Y cuando ve la tierra removida en zanjas muy anchas, rebanadas las lomas y los montes ta­lados para dar paso a la vía, no aguanta la indignación y da la orden: "¡A caerles ya mismo y si resisten a degüello!" Aparecen como ánimas desde las sombras y el campamento se alborota ante el griterío. No sabe el Gramajo si se defenderán los peones, si hay soldados y tienen armas que sirvan más que las suyas y no es mo­mento de achicarse porque ya nunca más le darán la ma­no mansa tendida al extranjero, ni mujeres de regalo, ni lo poco que cosechan como cuenta la vieja que ocurrió hace algunos siglos para terminar igual destripados. Y al grito de ¡a no dejar uno vivo!, se lanza la caballada y los otros, sorprendidos, cansados de trabajar de sol a sol, ahí se quedan asustados. Algunos casi lloran como cria­turas y rodeados, sin tomar armas ni defenderse, el capi­tán ordena que no maten si se entregan sin pelear, pues le da asco asesinar a los indefensos. Y cuando los tiene en el medio, con una luna que hace de la noche el día, ve que son como doscientos los peones acorralados, tan pobres y tristes como los suyos, pero mucho más man­sos, entregados, conformes de ser esclavos por un poco de comida. Sus hombres, dispuestos como venían a pe­lear con soldados fieros, crueles y con armaduras de ace­ro, miran a sus hermanos y claro que los reconocen si muchos de ellos son parientes nacidos en malanzan, en Chepes y Oka. Pero allí, de peones, tan poca cosa con esas caras cansadas, la ropa destrozada, los ojos asusta­dos, se dan cuenta que la civilización que traen los ex­tranjeros los ha deformado, quitándole la arrogancia y ese apego al llano, a los montes, al país que duro y seco, es de ellos. Pero es Rogelio Gramajo el más sorprendido y ya le renace el miedo al verlos tan decaídos, amansa­dos para sirvientes, conformes con el destino de ser aje­nos dentro de su propia tierra. Y es por eso que enojado los gritonea, se pregunta, clama y ordena, ofendido por tanta cobardía.

    –¿Qué les han dado para hacerlos más blandos que las mujeres? ¡Qué carajo de hombres son para aceptar la desgracia sin quejarse! ¡Merecen que los degüelle por tanto asco que dan...! ¿Dónde están los que mandan? –los peones callan; ni abren la boca. Si ha llegado la hora, que los mate y es Dios quien decide. El Gramajo se enfurece: –¿Dónde están los patrones, he pregunta­do...?

    Nadie, de los doscientos, dice palabra. Esto desalienta al Rogelio pues comprende lo peor porque tanto y tanto se han pasado al otro lado que prefieren morir antes que delatar a los patrones. Le duele pero es así, tan cobardes que son allí acurrucados, dejando que los insulte, acep­tando todo, sin rebelarse, como si no les importara na­da. O sí, un poco de comida y las promesas de vivir con los goces conque los rozará la civilización. Decidido a conocer qué misterio los transforma y los convence, lla­ma a uno y le exige explicación, y tanto grita que llega la voz miedosa: "Soy nacido en Santiago, de nueve herma­nos, cinco muertos, unos de las pestes y otros en las pe­leas... De los cuatro vivos, cada uno agarró para su la­do, buscando trabajo, tan pobres que éramos días y días nos faltaba la comida. Y así anduve por Catamarca y nada. Andando y andando talé monte en La Rioja y de ahí me salió el oficio de hachador, pero duró poco. Y pasando los años, sin familia ni lugar fijo para vivir, hambriento y desilusionado, me conchavé de peón cuan­do se me ofreció trabajo. Y yo no sé si será bueno o ma­lo esto del ferrocarril pues no tengo escuela que en mi fa­milia ninguno aprendió a leer, pero me han dado de co­mer y hacho árboles porque este es mi oficio aprendi­do... Usted dirá cuál es mi culpa y por qué se me enoja tanto que quiere degollarme. No soy de pelear y tal vez tenga razón cuando me reta por manso. Pero así soy, con ganas de trabajar como Dios manda, darme algunos gustos, fumar algo de tabaco, un plato de comida, vol­tear alguna mujer y si hay vino, lo tomo..." Lo está mi­rando, los demás escuchan y no le sale palabra. Le tiem­blan los labios y hasta la barba rojiza con el polvo y húmeda con el sudor, sacude al mover la cabeza desenga­ñado de ese hombre en el cual va a los otros y a los que vendrán. Y esa certeza le duele tanto que lo ahoga y si no logra fabricar ideas para retrucarle, el corazón tam­poco lo ayuda contagiado y herido ante explicación tan simple. Pero al fin, ronca sale la protesta:

    –¡Así que por no saber aguantar un poco de sacrifi­cio es preferible quedar como esclavo para toda la vida!

    Es todo lo que puede decir. El otro, con la cabeza ga­cha, espera. Si lo degüella, terminará de una vez. Los pobres como él, desde siempre, han nacido para ser aplastados por los que tienen más riquezas o más aga­llas. Por los ricos o por los caudillos. Y él no tiene de una cosa ni de la otra y ahí lo pregona con su actitud mansa y desalentada. Pero eso no le gusta al Gramajo que lo empuja para sacarle el miedo de las entrañas: "¡Levántese, pelee, diga algo, insulte, mate y putee, pero no se me quede como una oveja poniendo el cogote para que se lo corten!" Caído, el peón se levanta. "¡Y váyase carajo que no lo quiero ver más, váyase con los otros si es eso lo que está buscando!", retumba el grito. Comienza a caminar el hombre y se aleja despacito, sin miedo y sin vergüenza, más vale un poco sorprendido porque así es él en su inocencia y no puede fingir lo que no tiene. Y los de la tropa encimando a los peones miran conmovidos cómo se pierde apenas bulto en la noche y sienten pie­dad cuando comprenden que endereza para lo más fiero de las salinas y ahí seguro que no durará un solo día con el arenal ardiendo abajo y el solazo quemando desde arriba. Para el echado no queda otro camino que ese ele­gido por algo que lleva adentro, pues si nació en Santia­go y es hora de morir, ha de morir en Santiago.

    Y a romper todo y no quiero nada de esto, da la orden el Rogelio convertido en destructor por la rebeldía y sal­vaje que lo invade. Sus hombres y los peones obedecen, rompen durmientes, arrojan a un costado los rieles de acero, desparraman el pedregal, prenden fuego a las he­rramientas. Con fervor enloquecido y más rabioso que nunca, el capitán dirige una batalla que no estaba en sus costumbres y, ¡afuera con esas porquerías y no es pro­greso y es un camino para el robo!, un día y otro, por le­guas, los rieles son desprendidos y quedan sepultados en el arenal.


    DE COMO GRAMAJO DESCUBRIÓ QUE LE CAMBIABAN EL PAÍS Y LA TRISTE HISTORIA DE SU LUCHA CONTRA LA INVASION DE LAS MÁQUINAS AMARILLAS


    Desde la loma, aplastada por el sol de la siesta, Nicasio mira hacia el lado del río Dulce que baja lentamente y sin fuerzas. "Está como ayer y lo mismo que al mediodía", se dice, disgustado. Lo ve flojo y con muy pocas ganas de andar. Las aguas parecen llegar cansadas y tener necesidad de hacer una tregua, recostarse contra la orilla cubierta de troncos caídos y luego, ya con más bríos, se­guir bajando y bajando con el declive del terreno, siem­pre agreste y desolado. Cerca de donde está y porque un árbol caído le cierra el paso, se forma un poco de espu­ma y allí es donde se produce el murmullo ronco al sal­tar las aguas y largarse del otro lado, empujadas desde atrás. Nicasio, dejando de lado eso que tanto sabe, hace una mueca de rabia. Por ahora, el viejo tronco que él mismo había cortado tres meses atrás, deja de interesar­le ya que tiene algo más profundo corriéndole por la sangre y con ganas de ser defendido. Y mira el cielo, hundido bajo el suplicio de ese sol que aplasta la tierra y calienta el aire. Las estrellas, en la noche anterior, le ha­bían dicho a él, a Nicasio Gramajo, que el Dulce traería más agua en los próximos días. "¡Y no es cierto!" La primera vez que lo engañaban. Ahí está, lamiendo ape­nas la orilla, yendo como si también tuviera ganas de caer muerto, secado por el solazo de abril, altivo, dueño y señor de todo lo que la vista abarcaba. Está seguro de lo que sabe, sin libros y sin escuela. Sus ojos habían visto mojadas a las estrellas más grandes y a las demás bas­tante húmedas. La misma luna había corrido cerca de la tierra, enseñando el vapor rojizo que la perseguía, atrapándola y bañándola. Todo eso era anuncio de agua pa­ra sus conocimientos y algo nuevo, algo que nunca antes había ocurrido, ahora mismo se interponía entre él y el cielo, que era lo mismo que decir entre la tierra y Dios. "Algo raro debe andar pasando por el mundo", se dice como para ir atenuando el enojo que le crece en el pe­cho. Además, para tratar de conformar a su amor pro­pio de indio que ama a su tierra aunque esa tierra lo va­ya secando en su mismo polvo. "Han de ser nomás esos inventos modernos que ahora largan por el otro lado del mar", chilla, apretando los puños y mordiéndose los la­bios, gruesos y cuarteados. Se anima, contento: "¡Y cla­ro! Anoche he visto mucha agua. Estaba en las estrellas, en la luna, y casi me mojaba la piel, ya pronta para caer. Tenía que venir en el río, llegarse como diez metros adentro de la orilla y acercarse al rancho. ¡Así debía ser! Pero seguro que han reventado uno de esos inventos y ensuciaron el aire y enojaron a Dios..." Se golpea el pe­cho, cubierto por una camisa de tela gris, sucia. Sus ojos negros brillan más, dichosos de saber que no se pueden equivocar y que siempre Dios es quien manda sobre la tierra, escribe en las estrellas, moja la luna y madura con el sol. Más animado, comienza a bajar; antes echa una ojeada profunda, larga y sin límites. Mide el Dulce y los montes, al otro lado con la majada de chivas que apenas puede ver, y hasta el fin, en dirección a Santiago. Y esa es una mirada especial, como si con ella cerrara un pac­to, refirmara un juramento o volviera a recordar que allí, para defender todo eso, la tierra, la paz, Dios y la vi­da misma, está presente Nicasio Gramajo, sufrido pero sano, pobre pero no amigo de lo ajeno y, además, con tantas vidas encima que ya no puede recordar de adonde viene, pues llega de todos lados. Y alguna vez fue muy viejo y en otra fue muy niño, cuidando olivos, haciendo de peón, talando monte y peleando, eso sí, peleando fie­ro contra los que venían con ganas de robar el país. Comienza a bajar. Con cincuenta años, Nicasio es un hom­bre fuerte. Un hombre dentro de ese medio, encima de esa tierra y según el grado de fortaleza que pueda pre­tenderse en un nativo de los llanos, lejos de los puertos y de la vida fácil y que por eso debe entablar todos los días la lucha primera y esencial de no morirse de hambre. Además tiene familia, ganas de seguir viviendo y mucho amor por todo eso que lo rodea, seco, retorcido y calien­te. Todo eso que lo cubre como una madre desde el mis­mo día de sus nacimientos. Allí, por donde camina, la tierra es rojiza, pero podía ser blancuzca como aquella cerca de Manzupa, o marrón, igual que la de Campo del Cielo. De ninguna manera cambia la vegetación ni la es­peranza ya que por todos lados está demasiado dura o demasiado blanda. El no sabe de inventos modernos, piensa mientras esquiva los arbustos espinosos, pero de su tierra..., "¡la tengo hasta en los huesos!", brama or­gulloso. Y nuevamente, altanero y fortalecido por el convencimiento, se detiene para decirlo al mismo mon­te:



    –¡Tenía que venir agua pero le han metido inventos al cielo y cambiaron todo!

    A paso de liebre llega al rancho, en el bajo. Directa­mente encara a su mujer:

    –¿No te he dicho? El río traía agua pero la han para­do con los ruidos de los inventos... Hasta lluvia venía en el cielo pero, ¡como si sobrara!, la han cortado con los ruidos.

    Cabecea, huele el aire y se queda erguido. María deja de amasar y lo mira de reojo, sin tomarlo en serio. Para tenerlo en cuenta, piensa: "¿Para qué pide más agua si la tiene ahí nomás?" Le vienen sospechas de verlo atonta­do y se pregunta: "¿Será para que nos moje el rancho y nos ahogue las gallinas?" Se convence que no puede ser tal cosa. Pero no se esfuerza mucho más. Gramajo es un hombre y tiene que obedecer.

    –Será que debe ser así –dice, volviendo a meter las manos en la pelota de harina mojada–. Ellos man­dan... –y se encoge de hombros recordándole que de­bían aceptar lo que viniera y no perder el tiempo en bus­car defectos.

    Nicasio arruga la cara. Así hace siempre. Ya no tarda­rá en enojarse por algo, por cualquier cosa. Agacha la cabeza y deja que vaya amontonando rabia. De esa ma­nera hacía desde que lo tenía de patrón y marido, muy poco después que cumpliera los trece años y la entrega­ran los padres para compañera de Gramajo. Sigue espe­rando pero él no dice ni palabra. Y es ella quien le habla para que sepa:

    –Me he quedado sin harina...
    –¿Y la Erminda?
    –Ni un cinco –confiesa, sin miedo–. No han llega­do turistas...
    –¡Se los gasta en el pueblo!
    –Es chica la Erminda...
    –¿Chica? –brama, seguro que su hija es mujer–. Ya nos va a venir con cría, también.

    María no responde. Puede tener razón y así nomás ha de ser. En la tabla tiene la masa no tan grande como su puño. De ahí hay que sacar las empanadas que la Erminda tratará de vender en el pueblo, esperando la pasa­da de los ómnibus que van de Santiago a Tucumán lle­nos de gente que la miran con curiosidad. No necesita comprender lo que ya sabe; saldrán cinco o seis. Ahora mismo le parece estar escuchando la voz de la hija, ya robusta y de piernas musculosas, explicándole: "No las quieren para nada... Las miran, tuercen la boca y dicen no, gracias. No quieren mis empanadas y, ¡roñitas!, le dicen. Imagina a la muchacha en el pueblo, a una hora de allí, esperando acurrucada bajo alguna sombra que la defienda del sol de la siesta, pronta para escuchar los bocinazos que anuncian la proximidad del ómnibus chirriando por encima del puente largo. Luego la corrida y la pelea de los chicos por acercarse a las ventanillas cu­biertas por caras sucias y cansadas. Y el atropello de las súplicas que repiten: "¡Me compra, señor! ¡Empanaditas caseras, linditas y calentitas! ¡Las mías son mejores! ¡De harina blanquita y con todo el relleno de carne!" Ella también lo había hecho y era lo mismo, nada cam­biaba. Ahora, de vieja casi, aprovecha cuando llega el tiempo de los turistas para ir a ayudar a la hija. Aprieta otra vez la masa contra la madera ennegrecida de la me­sa. Por más que la estire no saldrán más de cinco, tal vez seis. Pero la voz de la Erminda, que no tardará en llegar, ya le reprocha: "¡Son muy chiquitas y dicen que también amargas y negras!" Y tiene lástima. De la hija que repite su misma vida, de mañana yendo a vender huevos, y de tarde, otra vez cruzando monte, para ofrecer empana­das. Y de ella misma porque había nacido para ser po­bre y madre de hijas más pobres, todavía. Dios así lo ha­bía querido y estaba resignada a que así nomás fuera. Era de Gramilla, poblado de unas pocas casas, cerca de donde pasaba un tren cada cuatro días llevando leña pa­ra las ciudades grandes. Allí, porque en una tarde loca de verano la encontraron tumbada con un muchacho que iba a la zafra, dijeron que se andaba portando mal. Así debía ser, nomás. Y desde entonces en la casa ha­bían comenzado a mirarla con otra cara, como si fuera un animal apestado. Por ese tiempo llegó Gramajo, que ya tenía la cicatriz encima del ojo derecho y oyó cómo una noche habló con su padre: "¿Hija tuya? ¡Lindita va a salir la muchacha!" Le gustó esa voz que sonaba igual que el viento en los troncos más gruesos y altos. "Mujercita ya", había contestado el padre, "pronto va a necesi­tar hombre..." Y se había quedado tranquilo, demasia­do insinuante, para ver lo que pasaba. "Me gusta, ¿aguanta el monte?", volvió a preguntar Gramajo. Y después lo último: "Aguanta, ¡cría fuerte es la muchacha!" Y desde entonces hasta ahora acompañó al hom­bre. Tuvo muchos hijos. Para decir cuántos, tenía que sacar cuentas con los dedos. La mayoría morían antes de cumplir el año, de flacos y llorones. Uno se había ahogado en tiempo de inundación, junto con las galli­nas. Otro se desnucó al caer de un árbol. Los que vivían y aguantaban, no bien tenían piernas fuertes los varones y un poco de pechuga las mujeres, salían por ahí, a reco­rrer mundo. Se casaban, morían en peleas, desapare­cían. De dos mujeres sabía que andaban una trabajando de sirvienta y la otra usando vestidos escotados, muy as­querosos, para divertir a los hombres. Y así nomás ha­bía de ser la vida, se resignaba. Deja de llevar la cabeza para tiempos que ya no están más y pone leña en el fue­go. Con la mirada busca a Nicasio. Ya no anda por ahí y seguramente recorre el monte, de gusto, para traer algu­na víbora muerta o algún pájaro de plumas brillantes, con el pico abierto como si muriera hablando. Sabía desaparecer como las lagartijas, enderezando hacia el río ya que en los charcos encontraría algún animal sediento para cazar a garrotazos. Pero casi siempre llegaba con una víbora lampalagua, gorda y pesada. Se equivoca, sin embargo. Gramajo está sí en el río, mirando hacia la le­janía, muy raro con su cara de piel obscura y esa boca de labios partidos a cuchillo. No espía el movimiento de las víboras ni tampoco busca en las ramas los aleteos de al­gún pajarraco enamorado. Parece triste y preocupado, casi enfermo. Él quiere al río y quiere al monte. Son co­sas suyas y un hombre puede querer una cosa cualquie­ra, por mala y fiera que sea para los demás, sin saber exactamente por qué. Y él quiere eso que los demás des­deñan. Los arbustos achaparrados, la tierra reseca, el río manso y el sol que arde todo el año quemando sin mira­mientos todo aquello que se atreve a asomar fuera de la tierra. Y allá abajo, también. Todo eso que lleva adentro suyo, en la misma sangre. Allí nace su aflicción. Teme que se atrevan a tocarlo, a cambiarlo, arrancarlo, que sería lo mismo que arrancarle los huesos y vaciarle las venas. O a ese Dios que no ve pero que lo tiene en las uñas y en la saliva. La noticia la trajo Juan, el hijo va­rón, cinco días ya. Antes de desatar la muía, muy con­tento, se atragantó con las palabras: "... y cuentan que pronto se vienen las máquinas nuevas para este lado y van a hacer un dique grande, alto como una montaña de piedra..." Los ojos del muchacho se alegraron pensan­do en los motores, en el ruido de los engranajes y en el movimiento de las ruedas al apretar la tierra hasta po­nerla lisa y oprimida. "¿Un dique?", había replicado Gramajo, sacudido por el miedo de algo que su sangre repelía y venía oliendo en el aire, como si todo el monte lo estuviera advirtiendo. "Sí, una pared grande y alta, más larga que el puente de la ruta y que ataja el río, de una orilla a la otra." Así escuchó la voz del propio hijo. Y luego el agregado: "Juntan el agua y la desparraman cuando quieren y para el lado que necesiten... Así di­cen", habló bajando la voz ante el gesto dolorido del pa­dre. Nicasio vuelve a temblar. Tiene miedo de los inven­tos y de todo aquello que construyen en el pueblo, lle­nándolo de ruidos y peligros. Jamás hubiera esperado que allí, donde no necesitaban de ellos y nadie pensó nunca que vendrían, pudieran hacer una pared para controlar el agua. Imagina al monte talado, las lomas emparejadas y el río cortado como si estuviera mal he­cho. Su tierra es así y así tiene que ser, ¿por qué entonces quieren cambiarla? No lo comprende y tampoco acepta la excusa del hijo, cuando afirma: "Es el progreso, que le dicen. Con el agua podrán regar todo y habrá verduras baratas. No faltará para comer, vacas también. . , di­cen." Pero no cree en esas mentiras. Los que viven en las ciudades, a su juicio, mueren después de robarse y mentirse toda la vida, unos a los otros. Seguro, piensa, que tienen ganas de talar el monte para llevarse la leña.

    Y no por otra cosa. O para construir más vías de ferro­carril. Como ocurrió antes y él lo sabe muy bien. María sigue pensando en él porque ve que cambia y eso tam­bién puede ser una enfermedad. Y si se enferma su hom­bre, todo andará peor. Ya, dos meses antes, había grita­do furioso, en medio del monte, porque los aviones vo­laban demasiado bajo y aturdían el aire. Se detuvo un martes en la misma loma, alzó los puños al cielo y largó roncos insultos como si estuviera borracho. Ella bien sa­bía que no tenía gota de vino encima. Por eso, al verlo después silencioso y todavía extraviado, intentó calmar­lo, diciéndole: "Pasan nada más que dos veces por sema­na y traen turistas con plata." Pero él, igual, lanzó su fu­ria: "¡Ensucian el aire y asustan la tierra!" Su mirada fue de sorpresa y él quizá lo comprendió así y por eso buscó algunas palabras más comprensibles: "Los que vienen en aviones y bajan en Manzupa no usan changa­dor para las valijas y no comen empanadas. ¡No necesi­tan de nosotros!" María vuelve a recordar. Su hombre, al principio, era fuerte, enérgico y trabajador. Ella se sentía orgullosa de atenderlo porque flaco pero de hue­sos duros, hablaba con una voz que llegaba al corazón. "Voz de música", decían de tanto encantamiento. Cuan­do mandaba daba gusto obedecer pues el respeto que originaba no daba lugar a rebeldías y en eso se notaba su pasado de llanista, enhorquetado en el caballo, defen­diendo al país a lanza y cuchillo, como se dice que lo fue el Gramajo aunque él nunca supo hablar de pasados tan guerreros. Y cuando arrullaba su amor, era tan dulce y tierno como los pájaros y hasta sabía cantar zambas muy lindas aprendidas en los tiempos que anduvo de ha­chados por La Rioja o haciendo de peón en las zafras de Tucumán. De allí había traído también la cicatriz que de grandota en la frente lo hacía más hombre, si cabía. Y de esos años o esas vidas tenía esa mirada tan triste. "El mío es con seña de macho y todo", se enorgullecía en los primeros tiempos, cuando las demás mujeres esperaban que sus compañeros regresaran de los obrajes y suspi­rando por no tenerlos allí juntitos, se reunían en los atardeceres a rezar para verlos muy pronto y acostarse con ellos, si no morían en una pelea o se encamotaban con otra. "¡Y qué guapo, también!", ve en el aire a Gra­majo cuando llegaba cortando monte, alto y sonriente, con los bigotes bien recortados y el sombrero negro ca­yéndole como a medida sobre la cabeza redonda y con la bolsa pesada, señal de buena cosecha. Y hecho de piedra tan duro y señor de macho, con algunos pesos en el fon­do del bolsillo. Entonces la sangre se le revolvía y antes que largara las alpargatas para remojarse los pies, lo em­pujaba a pellizcones, riendo y gritando, contenta como una chiva, para meterlo en la pieza en penumbras. Y él decía, jadeando: "Obscurita había sabido estar." Ya mandaba a los hijos al pueblo. "A comprar que llegó Gramajo", era la orden terminante. Y solitos, lo besaba, lo mordía y lo amaba. Le gustaba cuando se enardecía y la apretaba con fuerzas, lo mismo que si se agarrara a un árbol que se volcaba para el otro lado... Cierra los ojos y los vuelve a abrir. Todo aquello ha pasado. Gramajo es ahora el caído, como tronco que se pudre. Ella tam­bién, siempre dando hijos y siempre trabajando. Su hombre ya no cortaba monte y ahora, muy blando, se enoja cuando rompen alguna rama. "Hay que cortarla sin que duela", aconseja tan pesaroso como un cura. Tampoco va al pueblo a buscar changas como al princi­pio, cuando comenzó a sentir los brazos cansados y el corazón flojo. Su hijo Juan ya es crecido y le da el carro para que lo trabaje y también para que lo cuide. "Es lo único que tenemos y hay que saber esquivar los pozos para no estropear las ruedas", indica al muchacho, con miedo que lo arruine contra alguno de los autos que pa­san por el asfalto del pueblo, lleno de hombres con la piel sin sol y mujeres que andan más desnudas que vestidas, riendo por nada. Nicasio no es el mismo de antes y algo le anda pasando porque ya ni le pega cuando se embo­rracha y tiene ganas de sacarse los nervios de encima. Se pone a llorar o va hasta el río o se pierde en el monte y regresa muy tarde y sofocado, con mucho miedo, y es entonces cuando la arrastra a la fuerza hasta la cama pa­ra usarla. "De rabia", dice luego más aliviado.

    Vuelve ahora. Está cerca del rancho y hasta ve a su mujer inclinada sobre la tabla y muy cerca del horno. Camina encorvado y parece darse cuenta que se pone viejo. No siente dolores y seguro que sería un desagrade­cido si se quejara de mala suerte. Entero está y no debe nada a no ser la carne de vaca que compró el domingo último para festejar el santo de un hijo, muerto ya. El rancho es suyo y la tierra de nadie. O del país que era Ío mismo para sus conocimientos que si fuera de él y de to­dos. Pero de nadie de carne y huesos que pudiera recla­marle su propiedad. ¿Y quién podría echarlo de allí? Na­die quería el monte a no ser para cortarlo y venderlo en leña y nadie quería esa tierra dura como piedra que deja­ba que las semillas se aguantaran afuera la quemazón del sol. Sólo él, criado y hecho como las plantas, pegado a la tierra porque la necesita para seguir siendo nombre, no cambia eso por otra cosa. Ni por asfaltos ni por casas de paredes con cal y pintura y ni por bañaderas para refrescarse en medio de una pieza ni por fuegos que salían de cocinas esmaltadas. Tenía toda el agua del río para bañarse cuando quisiera y el horno, mucho mejor que todos los fuegos juntos, para cuando necesita cocinar pan. ¿Y entonces? No reniega de lo suyo, piensa deteni­damente en su sospecha. Puede ser el miedo que lo em­puja a andar rebuscando como loco. Pero tampoco quiere tener miedo pues es muy malo aflojar. Viejo se tiene que poner y morir tiene que morir. Mira hacia atrás, monte y cielo, nomás. La tarde cae cansada de su­dar y de mirarse en el agua del río sin poder refrescarse.

    Ve a María agachada y como desconfiando de un ruido que llega de muy lejos, del lado del pueblo, prefiere ir a su quinta, un recuadro de terreno que mide unos veinte metros de ancho por cincuenta de largo, robado al mon­te y que a fuerza de hachazos ha dejado sin arbustos ni yuyales. Con sólo mirar eso que es obra de su trabajo ya tiene fuerzas para no sentirse tan flojo y ahí queda, re­costado, vigilando por si se acercan los enemigos.

    Erminda llega poco antes del anochecer y María se alegra al verla ya que estaba aburrida de esperar sola y hasta sin perros, huidos al monte. La hija, con apenas doce años, tiene los pechos duros y fuertes haciendo bul­tos en el pulóver de lana roja. Su boca es carnosa como la de Gramajo pero mucho más fresca y húmeda. A Ma­ría le gusta verla cuando la abre para contar lo que ha visto en el pueblo y aunque sabe que sólo se acuerda de aquello que le conviene, igual se siente alegrada al escu­charla hablar tan llena de fe y contenta con la vida que lleva encima. Así, igualita, fue ella hasta aquel día que se dejó tumbar por un peón que siempre reía y comenzó a ser mirada con otros ojos por portarse mal. Erminda ca­mina desganada, como si no quisiera llegar. Primero, por costumbre, se anuncia desde lejos con un grito que suena como ladrido de perro. La madre le contesta con un silbido prolongado y agudo. Es la señal y puede lle­gar sin miedo que todavía están con vida. Abriéndose pass por los matorrales para acortar distancias, ya mis­mo asoma en el patio.

    –¡Me quedaron dos...! –grita, moviendo la canasta vacía con orgullo y enseñando las empanadas que trae en una mano.

    María se tranquiliza ya que alcanzará para comprar harina.

    –¿Cuánto traes?
    –Diez con treinta...

    La mujer suma. No tiene escuela pero con los dedos puede ayudarse para sacar las cuentas. Cuando llega a comprender que falta algo para catorce pesos, chilla: –¿Y lo demás? ¿En revistas, otra vez...? –sospecha, aunque no ve papeles en la canasta.

    Erminda trae la mentira en la punta de la lengua y la larga ofendida por la sospecha:

    –¿Conque revistas? Le di empanadas por monedas al viejo Tortilla que me anduvo todo el día atrás, llorándo­me muerto de hambre.

    Mientras habla, por su linda cabeza de cabellos ne­gros y duros, pasa la verdad como una luz chispeante. Sentía loca atracción por las revistas modernas con mu­jeres bonitas que llenaban las páginas, los trajes de ba­ños tan lindos y la piel blanca tiradas en la arena donde había lonas de colores y barcos que parecían palomas en el mar, fumando las muy felices. Se babeaba mirando a esas rubias de ojos grandes pintados alrededor de azul y que sin vergüenza enseñaban más de la mitad de los pe­chos y tenían las piernas muy largas y unas con zapatos de suela sin usar y otras con las uñas pintadas y todas con las sonrisas de tan contentas. Por una empanada ha­bía canjeado varias hojas y hasta la tapa colorida. Eso era suficiente para ella. Deletreando apenas llegaba a comprender lo que allí se decía pero sus ojos eran sufi­cientes para dejarla maravillada con las figuras como si fueran los ángeles mismos de limpitas esas mujeres. "En el pozo no las ha de encontrar ni Juan", piensa emocio­nada, recordando el agujero entre las raíces de un árbol muy viejo, donde escondió su revista.

    María se traga la mentira y si quiere puede escarbar más pero conoce el corazón bondadoso de su hija que es muy capaz de darle su propia empanada al mendigo y claro que el viejo Tortilla, sucio entre las piernas, cho­rreando orín por los pantalones rotos, descalzo y ense­ñando el brazo con una incurable herida purulenta, da asco y lástima. Acepta la excusa y señala un pequeño bulto.

    –Ahí ténes la ropa. Ándate prontito al río que se ha­ce noche –escucha la Erminda.

    La muchacha deja el dinero cerca de la masa y va has­ta el rincón. Alza una camisa, una media azul, otra ver­de, y dos vestidos con las flores desteñidas.

    –Ahí ténes pan... y carne, también.

    Tiene hambre. Sabe que la carne es de la vizcacha que Gramajo cazó dos noches antes. La otra, es de vaca que venden en el mercado, es mucho más sabrosa pero es la de vizcacha la que puede comer. La pone en el pan sin pensar mucho y comienza a morder con ganas mientras vuelve a subir la loma, ahora en dirección contraria al pueblo. Desde allí se oye el sonido del agua al golpear contra el viejo tronco caído.

    María grita desde abajo:

    –¡Apúrate que se hace oscuro!

    Desde lo alto y entre los quebrachos, se le ocurre dar­se vuelta para mirar a su madre. O al rancho. O a todo. Es como un movimiento necesario. Lo mismo que si tu­viera la obligación de comparar el lugar donde había es­tado toda la tarde con éste donde había nacido y desde entonces vivía. El pueblo, con casas fuertes, bien cons­truidas, gente que se movía de un lado al otro, contenta, hablando o riendo, música de los parlantes, gritos y ór­denes, clamores de los pedigüeños y bocinazos de autos flamantes. Acá todo era distinto. El monte cambiaba las cosas como si estuvieran en otro mundo. Un mundo se­parado de aquel por miles de años. Y sin embargo, ape­nas quedaba una hora de viaje caminando sin mucho apuro y menos todavía si se orillaba el río animándose a esquivar las púas de los arbustos. El rancho, comido por las primeras sombras de la noche, ese silencio raro de la soledad que se metía adentro del cuerpo como si preten­diera formar parte de ella, el monte que todo lo achicaba y oprimía y la tristeza, tan honda y tan interminable que era capaz de hacerla llorar, era todo lo que Erminda veía y sentía, ahora mismo. Ni hombres bien vestidos, ni mu­jeres bonitas, ni motores que roncaban con un rugido lo­co. Tan sólo allá abajo su madre hundida en la oscuri­dad del rancho y medio fantasma con el resplandor del horno que pegaba dentellazos cuando las llamas se agrandaban de golpe y luego, por sí, volvían a empeque­ñecerse como si jugaran a desaparecer. Y nada más. El sol ya cae volcado por el cansancio. De la tierra brota un aburrido vapor caliente que no se muestra mucho pero que ella huele y siente, con perfume a hojas, flores, su­dor y bichos. Algunas corridas entre las ramas le hacen saber que los pájaros y los animales temen los movi­mientos ajenos de la noche y buscan rincones y guaridas para ocultarse. Todos parecen tener miedo, pero ella, no. Y cuando la idea se le abalanza y le trae alegría, co­rre hacia el río y con el vestido puesto que en un ratito se me seca no se ha de notar, se alienta cuando llega a la orilla y las ganas de meterse en el agua para refrescarse aumentan en su cuerpo. Se desnuda encima de una pie­dra, inicia un ágil andar sobre el tronco caído y mete un pie en la espuma. Poco a poco se desliza y por fin se aga­zapa, cuidando de no mojarse la cabeza. Y ya siente que el Dulce le acaricia la carne y casi canturrea de contenta. Se toca la piel como si fuera nueva y la refriega con ga­nas. Pero el río no logra enfriar su alborotada sangre y de ahí que juegue a ser la muchacha de la revista y ensa­ye la misma pose indiferente y sensual, con una pierna fuera del agua y un brazo levantado como si saludara a todos los que quisieran verla, así tan linda. Tanto le gus­ta pero no demora en recordar la advertencia de la ma­dre y entonces el encanto desaparece como asustado. El milagro de ser una mujer como de revista se desvanece y ya mismo atrae la ropa sucia con pie y la hunde en el agua, muy enojada y hasta que se cansa, la hunde y la saca, la hunde y la saca. La luna ha comenzado a reco­rrer el cielo cuando la Erminda se mira en el río y se ve iluminada, blanca y brillante, ahora sí con milagro de revista.

    Oye de pronto un sonido raro que la sobresalta por­que algo así como una lampalagua que se larga a nadar, le da miedo. Y también rompen ramas. Del mismo lado se acerca un ruido apagado y siniestro y es que alguien cava no lejos. Asustada sale del río, se viste con apuro y llena de pronto de todos los misterios que viven en el monte, echa a correr con desesperación, tan arrepentida de haberse entretenido para sentirse mujer de revista. Se detiene en lo alto de la loma y a la vista salvadora del horno, con el fuego que sigue alumbrando la puerta del rancho, encuentra tranquilidad. Desde allá arriba grita:

    –¡Ya he vuelto...!

    Muy pegada al horno, como si viviera en él, se mueve apenas la madre. La Erminda escucha su voz de viento en las ramas:

    –Venite a dormir, nomás.

    Baja con el corazón pendiente de aquellos ruidos y hasta tiene ganas de contarle, para que se entere. Ya en el patio recuerda algo y pregunta:

    –¿Y el Gramajo?

    María no contesta. Hace una seña indicando el mon­te, hacia cualquier lado, total es grande y está oscuro. La hija comprende. Las dos están un momento calladas, sin tener palabras que decirse. El poco viento que se ha le­vantado trae un chirrido raro de metal friccionado y quedan esperando atentas, hasta que la madre es la que avisa que llega el carro conducido por Juan: "Se viene tu hermano. Prepárale agua." Erminda, que también reco­noce ya el sonido reseco de los ejes, se queda pensativa, como adormilada. Sale del trance, huele ansiosa el fres­cor salvaje de su propia piel y se mete en el rancho.

    La madre, al otro día, se levanta canturreando una de esas canciones que escuchaba de muchacha cuando Nicasio la llevaba orgulloso a las fiestas, recién juntados. No sabe de adonde le viene la alegría pero igual la reci­be. "No vaya a ser que se me venga el canto antes de morir", piensa. Puede ser, se entretiene. Tal vez eso que le brota de adentro saliendo en canciones, tenga que ver con el día medio nublado y con el sol que no calienta tanto. O, con mayor razón, porque ya andan por entrar en mayo y no tardarán en llegar los primeros enfermos de reumatismo para curarse en las aguas termales del pueblo. Y esos, aunque mezquinan bastante, comienzan a gastar algo y entonces hasta los mendigos tienen algu­nas monedas. Algo parecido a eso debe ser lo que arran­ca su alegría pues si busca motivos no los encuentra. "Una canta por cantar, nomás. Como si le diera por llo­rar", se dice para terminar.

    El día asoma pesado y una especie de vapor húmedo se prende de los árboles y gotea en los algarrobos más altos. El sol lucha por romper una nube cerrada que cu­bre gran parte del cielo y se adhiere como baba de pega­josa. No anda el viento por ningún lado y todo parece empequeñecido, como aplastado contra el suelo por una mano gigante y muy pesada. La Erminda, que sale dan­do guiñadas, se da cuenta.

    –Raro se viene el día..., como si lloviera pero sin llover –dice a media voz, mirando por sobre los árbo­les.

    La madre deja de limpiar y vuelve a mirar hacia arri­ba.

    –Tiempo de humedad con los aparatos que revientan en el cielo –dice, no muy segura.

    Pero como no sobra mucho para que pasen los ómni­bus por el pueblo y la ve tan mirona frente al pedazo de espejo, la apura: "¡Basta de buscarte linda que ya es tardecito!" La Erminda, que termina de peinarse, se mira el vestido descolorido y el pulóver roto en los codos para agrandar su protesta:

    –Sucia no he de ir. Me miran con asco y tiene miedo de las empanadas de tan mal vestida que ando.

    Y como todos los días, escucha el consuelo:

    –Los pobres son pobres y no tiene por qué dar tantas vueltas para ganarse la vida.

    La muchacha toma la canasta y abre la boca pero no dice palabra, tragándose la queja. Termina el resto de mate cocido y echa a caminar, contenta de irse de allí y poder volver al pueblo donde oirá otras voces, se alegra­rá con las risas ajenas y como si estuviera adornando su cuerpo, podrá mirar los vestidos que lucen las mujeres entretenidas en acariciar ponchos de vicuñas en la calle principal. En un recodo del camino se interna sigilosa­mente hacia un costado, se inclina junto a un árbol y luego de mirar para estar segura, levanta una piedra. La revista, con la mujer que sonríe pícaramente, la mira tan fresca desde la tapa colorida como si la esperara para andar juntas. La recoge y se aleja feliz porque ahora se siente acompañada.

    También Juan, que se levanta una hora después, se asombra del cielo cubierto por la neblina. No sabe si ale­grarse o ponerse triste ya que el tiempo fresco no cansa tanto a la muía y puede andar más suelto llevando vali­jas. Pero también esos días sin mucha luz disgustan a los turistas que se enojan porque ellos han venido a tomar baños de sol y parece como si los engañaran. El tiempo nublado los espanta. Y es cuando otra idea comienza a rondar por su cabeza acordándose de los rezongos de Gramajo cuando asegura: "¡Esos inventos nos están cambiando el cielo! ¡Nos van a romper el sol y vamos a morir helados por tanto frío!" Juan acepta que el tiem­po ya no es tan parejo como antes y en verano o en in­vierno no bien salía al patio a esa misma hora, el sol ya estaba arriba calentando todo. Podía aparecer a veces más flojo en invierno y quemar sin asco en verano pero nunca resultaba fácil mirarlo de frente como lo hace ahora. En la semana pasada asomó muy débil con el cie­lo ennegrecido como si estuviera sucio por el humo de las locomotoras y aparentando ganas de morir. No le hi­zo caso a Gramajo cuando se detuvo en la parte alta de la loma y gritó enloquecido quién sabe a qué persona que veía él solo y golpeándose el pecho largaba puteadas que retumbaban en el monte. Tampoco se preocupó cuando la tierra apareció mojada sin que sintiera llover y son cosas que se le ocurren a Dios porque se le antoja, se dijo entonces sin muchas ganas de andar buscando otros motivos. Pero ahora el cielo aparece otra vez mori­bundo y el aire se viene tan endurecido que cuesta me­terlo por la nariz y empujarlo para que refresque los pulmones.

    –¿Qué te quedas ahí como si miraras al diablo? –lle­ga la madre con el agua que trae del río.

    Y se lo dice:

    –Me ha asustado el cielo. Parece que está por hacerse la noche y recién ha venido el día, ¿lo ha visto?

    María se encoge de hombros y todo eso le da lo mis­mo:

    –¿Y de ahí? Nada ha de cambiar... La tierra sigue siendo tierra y el monte sigue siendo monte. Como antes y como siempre...

    El hijo no se conforma. Mientras ata la muía, insiste: –En el pueblo dicen que se vienen tiempos nuevos y que en una de esas el mundo cambia. Entonces los po­bres también tendrán otras cosas...

    –¡Nada ha de cambiar!

    El hijo está prendido de algo que vive en su cerebro y sigue:

    –Cuando vengan las máquinas nuevas para el dique en semanitas cambiarán todo y los motores, con la fuerza que tienen, harán casas, quintas, caminos, electrici­dad y autos...

    ¡Qué lindo si así fuera! Los dos lo piensan por su lado. Con muchas cosas para todos y no vivir siempre para nada, como dice la María en sus mejores días. Pero per­pleja por tanto atrevimiento, se queda mirando al hijo con ojos curiosos. Es cuando le recuerda:

    –Chicos sos para hablar tanto y prontito te olvidas de lo cierto. Las máquinas trabajan para los dueños ya que las han comprado. Y Gramajo les tiene rabia, hombre hecho como es, ha trabajado mucho y conoce tierras de lejos.

    Es toda la explicación que recibe. Con eso basta y aunque no se atreve a decirlo en voz alta, Juan está segu­ro que lo de su padre no es rabia sino miedo. "Miedo a que las máquinas lo hagan mover más ligero y las cosas cambien para mejor", se dice, buscando coraje para en­frentar el respeto que siente por Gramajo. Y ese valor le viene cuando analiza la costumbre que tiene de andar vagando por el monte, ir a veces a las riñas de gallos en Los Naranjos, espiar el cielo de reojo y cruzar el río en tiempo de bajante para hablar con los otros, como él, que dormían tirados en sus ranchos, esperando quién sa­be qué. Para aburrirse hablando de la vida, de cómo era antes la gente y cómo se vivía ahora. "¡De todo eso que no sirve para nada!", se disgusta. Pero Gramajo es el hombre y es el padre, suspira. Termina de atar y sale a los tumbos por el camino poceado. No deja de pensar. Algo así como una brecha violenta se abre en sus razo­namientos y se anima a dejar establecido, en su intimidad, que él está contento con las máquinas y con el di­que que harán, con los motores y el cambio del tiempo que se venía, con las plantas húmedas por nubes negras y con la tierra mojada sin que lloviera. Está aburrido de lo mismo y prefiere eso que se avecina aunque venga de las atómicas que revientan del otro lado del mundo, como dice Gramajo. "Peor, ¡qué vamos a estar! Con lo mismo de siempre y sol y sol y sol", va repitiendo en esa rebelión que lo envalentona para seguir rompiendo mie­dos heredados.

    Para esa hora Gramajo se mueve muy cerca del río. Anda como enfermo. Con la cara desfigurada, los labios temblándole y moviendo nerviosamente los brazos, pa­rece ya contagiado por la peste de ese tiempo raro que huele. Mira el cielo, el agua del río, el monte y luego busca el sol cubierto por una cerrazón grisácea que lo cubre como si lo ahogara. "¡Lo están cambiando nomás con los inventos!", está enfurecido pero también teme­roso. En la noche anterior, la luna y las estrellas, el vien­to suave y el olor del aire, le avisaron que se venía tiem­po seco y sol fuerte. Las hojas de los guayacanes se lo habían gritado y de todos lados brotaban voces que se lo decían. Pero, ¡lo están cambiando esos locos!, chilla ahora asustado por haberse equivocado. Mete los pies en el barro y sigue cavando una zanja muy poco profun­da que culebrea desde el río. A cada golpe de azada salta un pedazo de tierra. Está furioso y cualquier ruido lo in-, quieta. Los arbustos lo alejan de los alrededores y no puede ver lo que quiere pero igual sabe que le falta mu­cho para acercar el agua a su quinta. Cava insultando a un costado y al otro. Nadie conoce su trabajo porque es suyo y tampoco nadie sabe que él puede ayudar a cam­biar el rumbo natural de las cosas, como lo está hacien­do ahora. En tanto, al llegar a las primeras casas del pueblo, Juan descubre que en un terreno han construido una enorme torre metálica de color amarillo que brilla y enceguece. Un grupo de obreros se mueve rítmicamente y amontonan ladrillos que descargan de un camión que también es amarillo. Los obreros no hablan y trabajan como si ya fueran máquinas. Juan pregunta a otro cu­rioso y escucha: "Son los del dique. Acá van a poner los trasmisores para hablar por radio con todos los países del mundo y en un momentito." Está maravillado: "¿Hablar por radio?" "¡Y claro! Así no gastan en cartas que tardan tanto. Piden ladrillos y máquinas y ya mismo se las mandan. Estos inventos son como de magia...", alardea el otro cuando Juan, pasmado, se empecina en mirar a los obreros buscando en ellos algo importante que los distinga de la gente que él conoce y vive por allí. Pero queda decepcionado. Son hombres como él y como los demás del pueblo y por la piel tostada y la nariz ancha encima de los labios obscuros y gruesos, es fácil saber que hay algunos santiagueños. También cuando dicen algo hablan igual que él. Repara en el que arregla la torre que desciende, da órdenes y luego apunta en un papel. "De­be ser el que hace los inventos", lo analiza con temor buscando detalles que lo hagan diferente. Pero es inútil, por más que busque, encontrar alguna diferencia física como podría ser tres ojos, varios brazos o lamparitas que se prenden y se apagan en la cabeza. Es hombre, así, como todos. Como esos que ve por las calles, acaso de piel menos tostada y con la camisa menos sucia y tam­bién zapatos en lugar de zapatillas. Pero nada más, aparte de los anteojos y el casco pintado de amarillo con que se cubre del solazo. Tampoco ve dónde lleva la sabi­duría que le permite hacer autos, máquinas, bombas atómicas y diques y sin embargo ese ha sido quien cons­truyó esa torre mucho más alta que los árboles del mon­te capaz de hablar a todas partes del mundo. Un silbido lo despierta y es que el tren de pasajeros está anunciando la entrada a la estación, así que da varios golpes con la rama a la muía adormecida y sale a la carrera y a los tumbos por la calle repleta de piedras sueltas. Y mien­tras avanza, tan contento como maravillado, no puede dejar de pensar en Gramajo, allá en el monte, solo y si­lencioso, buscando quién sabe qué cosa y perdiendo el tiempo de la vida en nada. En rezongar y protestar con­tra todo lo que venía de lo moderno. Imagina la cara que va a poner cuando se entere que han levantado esa torre para hablar por radio y no, dirá que no, que no puede ser, que son mentiras y trampas para robarnos el país, como dice siempre.

    El muchacho no se equivoca. Gramajo está en el mon­te, tirado en el suelo y de cara al cielo, con los bigotes húmedos y el pecho casi desnudo, transpirado y sucio. Avanzó unos metros con la zanja y ahora, agotado, con una mano sangrante por las llagas de darle tanto y tan­to, trata de recuperarse para seguir. Está enojado pero íntimamente satisfecho porque no quiere que ningún ajeno cambie su mundo y si es necesario cambiarlo, ahí está él, nacido, criado, sufrido y metido dentro de su propia tierra y sin necesidad de aparatos y de inventos raros que cambiaban todo sin respetarlo, como si juga­ran. Y con el mundo no se podía jugar porque así estaba hecho y así era la cosa, para siempre. Eso mismo le ha­bía dicho, diez años atrás, a un español tozudo que qui­so sembrar porotos en Manzupa, olvidándose que esa tierra era sólo para montes y bichos. Para lo que fue he­cha. El español era atrevido y audaz, prepotente y lleno de energías. "Esta es la mejor tierra del mundo para sembrar garbanzos y porotos y es una lástima que estos indios la desaprovechen", gruñía dando vueltas y ha­ciendo sonar la suela de los botines sobre la tierra rese­ca. Tomaba a veces algunos puñados de polvo de los arenales cercanos, escarbaba con los dedos rojizos y lue­go, como si fuera oro, gritaba entusiasmado: "¡Tiene fósforo y hierro por toneladas! ¡La mejor tierra del mundo!" Gramajo, que andaba por ahí contratado para talar monte, se animó a decirle una tarde: "No hay agua, patrón... No hay herramientas y están los bichos que comen todo..." Pero el hombre, despectivamente, bramó: "¡Bajo tierra hay agua, a diez, a cien, a mil me­tros pero hay agua y toda la que quiera!" Y siguió mo­viendo sus brazos velludos: "Las herramientas las traigo de Europa y en cuanto a los bichos, ¡a tiros los dejaré secos!" Gramajo insistió: "Hay muchas hormigas, patrón. Mata miles y salen millones. Vienen, cortan y se van. Nadie sabe adonde se meten. Y de noche las vizcachas limpian con todo lo que puedan masticar. Y la langos­tas, también. Todos tienen hambre." "¿Hormigas?", rugió el español mirándolo con burla, "ustedes los in­dios las corren a palos pero yo las fulmino con insectici­das, ¿sabe lo que es insecticida?" Gramajo dijo que no. El otro siguió: "¡Yo vengo a trabajar y no a esperar que todo brote solo como en los milagros!" Escupió y remo­vió la tierra con sus botines de cuero: "Tienen la mejor tierra del mundo y se mueren de hambre. ¿Quieren que todo les caiga del cielo?" Ya era agresivo y aunque esta­ba achicado por tanto grito, Gramajo se atrevió a decir­le: "Esta tierra no es para sembrados." El español, har­to, lo echó de allí: "¡Vete al infierno con tu maldita igno­rancia y deja tranquilos a los que trabajan!" Gramajo lo recuerda claramente como si lo tuviera ahora delante de sus ojos legañosos. El español invirtió el dinero que lo­gró con la venta de unas casas y luchó casi dos años. Por el lado de Tierras Blancas, donde eligió, fueron talados los montes y en camiones trajeron herramientas y caños. Los hombres medían el suelo, levantaban polvo con las botas de tanto andar y anotaban en libretas a cada mo­mento. Las cañerías arrimaron agua hirviendo que en­friaban en un lago artificial y vigorosas plantitas de po­rotos y garbanzos rompieron la costra y emergieron au­dazmente. Pero con el sol y los bichos no pudieron pe­lear. Una vez las hormigas, otra las vizcachas o plagas de langostas, o si no el sol quemando los brotes hasta achicharrarlos, las tentativas del furioso español fraca­saron. El hombre, después de revolcarse un día por el suelo como si quisiera matar las hormigas con su cuer­po, huyó abandonando caños y acequias, estanques y herramientas. Gramajo lo recuerda muy bien y desde entonces acepta que el español en algo tenía razón cuan­do decía que el indio es para el monte y no sirve para otra cosa que hachar y quedarse adormilado fundiéndo­se a la tierra. Y así es él que viene de padres hachadores y vivieron talando árboles que eran quebrachos, palo, lanza, guayacán, Jacaranda y tusca, dejando el rancho y yendo con otros y por meses al Chaco, donde la tierra es colorada y caliente o al norte de Santa Fe donde se ha­cen montañas de durmientes para las vías de las ferroca­rriles. Fue engendrado entre los bosques, bajo un cielo sin nubes, encima de hojas que hacían de colchón y de criatura que apenas se tenía en pie y andaba tomado de las polleras de la madre, ya quería volear el hacha y el machete para vencer la corteza que se mostraba dura pero no tanto como el acero afilado. Otumpa, Campo Ga­llo, Quimilí Campo del Cielo, todo eso y mucho más, en invierno o en verano, gateando como un animalito, ta­pado por los arbustos, corriendo víboras y mamando o masticando raíces en los descansos para ayudar a crecer, así había brotado hasta llegar a hombre. Era del monte y no tenía por qué negarlo. Cuando se trajo a la María, bajita y robusta, que se movía siempre de un lado al otro con ganas de ser amansada, anduvo un montón de años cortando por todo Santiago. Volvió a Gramilla, se co­rrió otra vez hasta el Chaco y terminó por regresar y con ganas de quedarse, al costadito del río Dulce. Algunos decían que los gobernantes de su provincia vendían los bosques para leñas y con eso enojaban al cielo que en castigo mezquinaba las lluvias. Pero era joven y vigoroso y no comprendía de cosas tan complicadas. Su gusto era volear el hacha y sentirse fuerte, esperando el anochecer para voltearla también a la María y después dormirse, tan lindo ese cansancio. O a otras que se le cruzaran en el camino y a medida que seguía volteando monte según lo ordenaban los del gobierno. Cada hachazo que daba repercutía en su alma como si fuera música cantándole a la vida. El olor del quebracho y el que salía de los lapa­chos cuando los tenía en el suelo, le llenaban los pulmo­nes de una ardiente fuerza que pasaba por el corazón y le subía a la cabeza. Crecía y aumentaba su orgullo y la sangre se le alborotaba haciéndolo capaz de tumbar a varias mujeres seguidas, sin parar, de tanta savia que lo inundaba. Pero los hachazos fueron muchos y los mon­tes nunca terminaban y crecían y crecían desafiándolo igual que las hormigas que derrotaron al español, pues cuando tiraba cien brotaban mil. Los brazos se le fue­ron poniendo flojos para aguantar la vibración de los golpes y las heridas en los troncos no le daban orgullo y el olor de la savia ya no le fortalecía los pulmones y pa­saba de largo y hasta comenzó a dolerle como si fuera que algo se quejaba y se moría. Y al ir aflojando de a po­co como si se pudriera llegaron las burlas de los otros y con las risas y los gritos vinieron las miradas enojadas del capataz que anotó los hachazos y al fin decidió decir­le que se vaya porque era débil y no servía. Y su María, ya petisa y gorda, no era del gusto de los que mandaban que podían elegir y si les gustaba perdonaban a los peo­nes lerdos cuando respondían con hembras más tiernas y menos sucias. Y cayó en desgracia porque en Gramilla o en Suncho Corral, en Aluhampa o en La Majada, fue­ran urundays o guayacán, ya no lo querían. "¡Es un tra­bajo de machos!", lo despreciaban. Y se fue quedando solo con su monte que lo recibía como a un amigo sin odiarlo a pesar de tantos hachazos y recibiéndolo de bueno para estar juntos y menos tristes.

    El hombre diferente aparece a fines de esa semana cuando hasta los árboles, los bichos y el mismo río, dor­mían la siesta. Primero fue el ruido de una rama maltra­tada. Gramajo, que dormita acostado en la sombra, se da cuenta que algo ajeno anda moviéndose cerca. El do­lor de la rama rota se hace suyo y lo piensa: "¡Turistas que andan cazando!" Del mismo lado llegan voces y un olor desconocido. Clava los ojos allí y espera. Y es cuan­do rubio, con el casco de metal que le cubre la cabeza, | pantalón ajustado sobre las piernas, botas bastante lustrosas y camisa de colores chillones, aparece el hombre. Su cara está recién afeitada como si fuera de fiesta y no hace más que sonreír cuando tanto trabajo le cuesta abrirse camino. Gramajo tiene miedo y el presentimien­to lo acobarda. De ahí que busque con la vista el lugar donde el otro pueda tener escondido un aparato infer­nal. No lo encuentra. Un poco más atrás, haciendo se­ñas, avanza encorvado un peón de cara aplastada y ojos ladinos. Gramajo intenta reconocerlo y se le hace que puede ser el hijo menor de Lisandro, un albañil que vive del otro lado, cerca de Toro Yaco. "¿Cazando sin escopetas?", se asombra al no ver armas en ninguno de ellos. El hombre rubio lleva en cambio un caño alargado y re­dondo que brilla y un rollo de papeles. Camina con difi­cultad, tropieza y sigue. Ya cuando van hacia él, se pone delante sin importarle que se asombren y dispuesto a de­fender su rancho, su tierra y su monte. El peón, tan in­dio como él, también lo ha olido. Y avisa: "¡Un hombre escondido!" El otro, agotado y andando como si le cos­tara mover las botas, sonríe aliviado. Dirige sus ojos cla­ros hacia donde señala el peón y descubre a Gramajo que lo espera, alto, flaco y muy serio. "Agua", murmura el recién llegado, abriendo la boca igual que un pájaro sediento y enseñando la lengua reseca. "Agua que el in­geniero tiene sed", explica el peón, adelantándose. Y pa­ra infundir respeto, explica: "Es el ingeniero del dique." Nicasio tiembla. Se apoya en un tronco y también abre la boca, pero de rabia. Ahora sí que lo ve raro a ese hombre tan joven que parece. Tiene cara de aparato de metal, de máquina que hace ruido, de pólvora que rom­pe todo y hace surgir el pus en la carne. "Quiere agua. . Hace rato que andamos recorriendo el monte", insistid peón, viéndolo callado y sin obedecer. Gramajo señala el río. El peón, que se pone altanero, grita: "¡Para to­mar!" "¡Para tomar sirve la del río!", es seco el voza­rrón de Gramajo ofendido por la postura del otro, tan muchacho y tan arrogante. El peón avanza un poco más y trata de convencerlo: "Quiere agua asentada. Tiene mucha sed y no es hombre de hacer mal..." Confundi­do y nervioso, Gramajo retrocede un poco y como no puede seguir negando, mira hacia el patio donde cerca del horno, a la sombra, hay una lata. "Ahí está, es de hoy", dice. Deja que el peón vaya a buscar el agua y es­tudia al hombre rubio, de arriba abajo. "¿Ingeniero?", piensa mirándolo como si fuera el bicho más desprecia­ble que haya visto en su vida. "Son los que manejan la atómica y quieren cambiar el mundo", lo recela. Se atre­ve a decírselo al peón: "¿Y cómo es que andas con estos que quieren cambiar el mundo con los inventos?", lo di­ce con asco y rabia. El otro lo mira sorprendido. Muy seguro, responde enseguida: "Ando con ellos porque pagan bien y quieren cambiar el mundo para mejor." Gramajo hace una mueca dándole a entender su descrei­miento. "¡Santiagueño vendido sos!", larga su disgusto contra la cara del otro. Se miran enojados y el peón lleva una mano a la cintura como si buscara el machete. Pero herido por la ofensa, prefiere quedarse quieto y tragárse­la. El ingeniero ha bebido con dificultad. Se toca el pe­cho mojado y alzando la cara mugrienta de polvo y su­dor, murmura con voz metálica: "Gracias..." Se prepa­ra para seguir andando. Antes de avanzar arrastrando las botas mira hacia atrás y como para agradecer el agua, indica: "Por acá, dique, lago..." Gramajo sigue la dirección anunciada por el brazo y comprueba que allí está su rancho, su tierra y su monte. El hombre, para confírmalo, mira en sus papeles que son como mapas y, lo mismo que si le diera una noticia que lo llenara de ale­gría, asegura: "Sí, por acá, dique, por casa, lago..." Luego se aleja sonriendo bordeando el río, apartando ramas y dejando tras suyo el alborotado polvo rojizo que levanta al andar torpemente. Gramajo los ve alejar­se y queda paralizado. No muy lejos de allí, con el pelo en desorden, silenciosa y vigilante, María también mira a los hombres que se van por el arenal. Los dos bultos suben fatigosamente una loma y por último desaparecen en un recodo espeso.

    Una luz, una pequeña luz, aparece suspendida de los árboles, del otro lado del río, unos días después. Gramajo la descubre, quieta pero amenazante, en una de sus re­corridas nocturnas. "Una luz mala", tiembla. Sin mo­verse, se acurruca. Se encoge y se arrastra hasta ampa­rarse en el tronco caído. La noche no trae luna y apenas se ven algunas estrellas, casi apagadas. El aire está ca­liente. Y poco a poco se oye un sonido prolongado y zumbón como si una avispa de tremendo tamaño estu­viera perforando la oscuridad por todos lados. Gramajo se pone en guardia pues algo nuevo y que temía, está lle­gando. "¡Vienen con las máquinas!", tartamudea al comprender. Tembloroso por la sospecha, apenas respira, vigilando atentamente. La luz ha desaparecido y eso lo hace desconfiar más porque en una noche así son capa­ces de estar mirándolo con los aparatos que no necesitan la claridad del sol para ver lejos y perforar cerros. Se acurruca. De pronto, más potentes, aparecen dos luces poderosas como los faros del tren cuando se acerca a Manzupa. El bramar también aumenta. El resplandor, provocativamente, se dirige hacia su monte, buscando y buscando por encima de las ramas. Por momentos el ron­quido crece y luego se apacigua como si descansara un momentito. Agazapado, con el corazón que late acelera­do y la sangre apurándose tanto por las venas que casi lo ahoga, Gramajo espera. De golpe, como si se dieran cuenta que él los está espiando, las luces desaparecen y el bramido se apaga. Suspira intranquilo. Agudiza la atención y tan sólo escucha lejanos ladridos de perros, el continuo chirriar de los grillos y los gritos mezclados de los bichos que en lo más tupido del monte se acomo­dan para dormir. Del otro lado del río llega un silencio demasiado raro, como si tuviera oídos y ojos.

    Toda la noche queda en acecho con más miedo que antes cuando lo fascinaban los puntos luminosos. Tiene ganas de correr hasta el rancho para avisarle a la María y pedirle a Juan que se prepare con el machete, pero en una de esas cuando se mueve lo ven del otro lado y quien sabe cómo lo arruinan y le harán algo que no sabe lo que es pero seguro tiene todo lo malo del mundo. Y ahí, in­deciso y silencioso, sin moverse, se queda hasta el alba, intentando aclarar muchas cosas que viven dentro suyo y lo van aturdiendo con mayor furor. Y así, entre dormi­do, se ve hecho un muchacho alto, alegre, travieso y confiado. En los primeros tiempos alternando la tala de montes con mandados a los turistas, de changador o lus­trando zapatos. Comiendo sobras en el mercado del pueblo, acurrucado como estaba ahora pero sin tanto miedo, dejando pasar la noche. Después, cuando fue un poco hombre, yendo con otros a la zafra de Tucumán, viajando en carros lentos entre criaturas, perros, muje­res cansadas, latas vacías y mantas de lana. Y a pelar ca­ña todo el día, sin parar, dándole nomás. Llegaron las noches en el campamento, con guitarras, cantos y vino. También con peleas y discusiones, en medio del cansan­cio. Ahora podía recordar clarito la macheteada que le diera a un boliviano atrevido que había quedado tendi­do con las tripas fuera del vientre y él, como regalo, esa herida encima de los ojos. Y aquel dale que dale, bajo el sol, espiando las idas y venidas del capataz que parecía perro hambriento por lo empecinado. Bosques intermi­nables de cañaverales que lo cubrían hasta ahogarlo. Muchas, amontonadas noches cortitas para descansar y millones de mosquitos que dejaban grandes ronchas y estropeaban el sueño. Las hembras escasas, la comida mezquina y siempre el sol enemigo por tan fuerte que no dejaba ser mirado cara a cara, dando ganas de insultar­lo. Lo ve todo como si ocurriera ahora. Cae otra vez aquel viejo de voz tristona y de piernas muy flacas que en una tarde de octubre quedaba tendido en el suelo con los ojos enrojecidos y la boca dura. Tenía la cara ancha y la nariz chata, como la suya. Los ojos grandes y sufridos, también como los suyos. Al hablar era lento y medido pero sabía protestar sin rencor: "Me estoy poniendo muerto..." Y es cuando la luz le da en la cara y se asus­ta, pero si es el día que ya se ha venido y entonces mira hacia todos lados y ni máquinas, ni luces locas ni viejos que mueren insolados. Se levanta y camina hacia el bajo. Juan va camino del pueblo. A los tumbos, el carro se ale­ja y Gramajo ni siquiera alcanza a oír los chirridos de las ruedas. Por ahí el trecho es bravo, con zanjas desparejas y tierra removida. El animal sufre tirando. Entrando en el llano arenoso aparecen las casas del pueblo, con sus corrales de palos y los techos de paja amarillenta y reca­lentada. También Juan ha sentido en la noche el brami­do de los motores que rezongaban sin descanso y por eso ahora arde de tanta alegría. "¡Seguro ya están trabajan­do los del dique con las máquinas!", repiquetea su impa­ciencia mientras avanza alborotado y viéndose ya volan­do encima de la motocicleta que algún día tendrá de tan­tas y tan baratas que las habrá por todos lados. En la primera calle que cruza encuentra la confirmación que busca y necesita cuando emocionado escucha: "¡Te has perdido lo de anoche! Si vieras las máquinas del dique con los aparatos y los motores que atronaban al pasar. Grandes y con luces que parecían soles rodando sin mie­do a nada. ¡Si vieras qué lindas de tan nuevitas!" Juan no puede contener la alegría que esa noticia le acerca. Todo cambiará, de eso está seguro, porque peor nunca se puede estar. Ya lo dicen en el pueblo: "Siempre he­mos padecido hambre y necesidades, ¿qué mala vida nos pueden dar los del dique que sea tan fiera?" Y escucha contagiado cuando explican que con las máquinas llega­ban las cosas buenas y también las motocicletas, claro está. "Habrá agua para regar todo el año y se terminará la miseria", era la voz que corría y él compartía. Juan vuelve a verse montado sobre la motocicleta flamante porque cuidado no le va a faltar, corriendo por las calles asfaltadas del centro y dejando como tontas a las mu­chachas que encima del carro con una muía tan sucia ni siquiera lo miraban. Y ya no le importa tanto que no ha­ya salido tan bien plantado como el Gramajo, petisón y redondo como la María y la que tuvo suerte fue la her­mana con las piernas tan largas y ese cuerpo de tronco que crece sin torceduras. Pero pronto cambiará todo. El azadón, en tanto, apenas se mueve pues el Gramajo lo mete en la tierra arenosa con golpes blandos y desi­guales, casi desganado. A ratos, receloso, mira hacia el otro lado del río porque tiene muchas ganas de ir, como hacía antes, y ver él mismo, bien de cerca. La crecida no lo deja cruzar, pero más que eso el miedo de toparse con algo malo y monstruoso capaz de quemarlo con fuego que salga de los ojos de las máquinas. A cada mirada es­pera tropezar otra vez con ese ingeniero que sonreía co­mo un chico tonto mientras tomaba notas y miraba en los mapas. El sol, para esa hora, ya quema fuerte. Tiene ganas de tirarse en el suelo y dejar de cavar para siem­pre. Y es cuando su desconfianza ve, del otro lado, un movimiento enemigo porque un enorme pájaro amarillo que nunca vio antes en su vida se corre de aquí para allá, gimiendo y como si estuviera nervioso. Cuando se pone más cerca se convierte en un camión que lleva una cuchi­lla en la parte de atrás y muy filosa debe ser que arranca todo como si no pesara nada. Retrocede y larga el aza­dón, agachándose para que no lo vea. "¡Ese invento no es camión!", descubre las formas de la máquina, muy emocionado por saber que no es uno de esos camiones que pasan por el pueblo llevando carbón a Tucumán. Y claro que no es camión porque tiene ruedas muy grandes y una pala que levanta carradas de tierra y la arroja lo más apurada como si rellenara un pozo. Mirando está cuando aparece otro de esos que con una cuchilla de acero rompe el suelo y alisa las lomas. Como vigilando se acerca un auto colorado que corre igual que un bicho enloquecido, metiéndose entre las máquinas. Hombres muy serios y que no se distraen manejan los inventos controlando las palancas y atentos a los ronquidos de los motores, muy orgullosos de aturdir tanto. No aguan­ta más y aunque lo descubran echa a correr y cuando cae se levanta sin mirar si lo persiguen hasta que llega al pa­tio y:

    –¡Llegaron los del dique! –es su primer alarido–. ¡Están rompiendo el monte y se vienen para este lado!

    Gime desconcertado. María lo ve cómo tropieza y cae, quedándose aturdido, con los ojos agrandados. Quiere ayudarlo, pero presiente que en una de esas la muerde, tan loco que se acurruca con esa cara que llora y tiembla.

    –¿Qué te anda pasando?

    Gramajo, sin contestar, queda demasiado quieto. Mueve un poco la cabeza y por fin dice algo:

    –Del otro lado del río están los ingenieros del dique.

    En poquito recobra la bravura de antes, cuando no es­taba tan derrumbado ni se preocupaba tanto por los cambios en si los días venían nublados o el monte se mo­jaba sin que lloviera. Y al ponerse de pie señala el cami­no que va del rancho al pueblo y asegura:

    –¡Si vienen les meto cuchillo!

    María se queda sin palabras. Él se levanta en silencio y al querer caminar, una pierna se le vence. Tiene miedo de ofrecerle ayuda porque ahora Gramajo se pone muy raro y no conviene estar cerca suyo porque huele a víbo­ra de tan sucio y en una de esas larga un manotazo sin motivo que alguno sepa. Lo ve arrastrarse hacia el mon­te, de adonde ha venido, como si fuera allí lo mejor para encontrar refugio. Ella, resignada, vuelve al horno.

    En esa misma tarde y justo en la siesta, oye el ruido que se acerca. El motor parece forzado y como si estu­viera a punto de explotar. Pero sin detenerse; el rugido crece. María ya también tiene miedo y le asusta no saber qué será de Gramajo que salió gruñendo con el machete preparado como en tiempos de peleas. No tarda el mon­te en aturdirse de ruidos y hasta tiembla la tierra cuando el polvo que anda pesadamente lo ennegrece todo. Los pájaros saltan de árbol en árbol, huyendo hacia la espe­sura. Revolotean muy asustados y como si lo que está pasando anticipara algo cruel, se mueven aturdidos y hasta locos. Por el patio, unas tras otras, pasan varias ví­boras, alejándose del ruido. Algunas vizcachas y hasta una liebre lenta y apestada, mezclan sus caminos y sus chillidos. María sabe que está llegando el fin del mundo porque de esa forma debe ser. Voces de personas se acer­can, a los gritos, y atrás los motores aturden y es cierto que se vienen, termina acurrucándose con el mismo mie­do que lo hace tan débil al Gramajo. Asoma entonces la trompa y es un radiador redondo con agujeros obscuros por donde sale humo y el resto de la máquina, alta y po­tente, ya se adueña del patio. Anda como un enorme pe­ludo de caparazón amarilla, tuerce a un lado y al otro y por último endereza hacia el rancho. Y mientas avanza, la excavadora sigue aplastando árboles que caen deshe­chos y despreciados por el armazón de metal que co­manda un hombre con la camisa desabrochada, los bra­zos aferrados a las palancas y un casco tapándole la ca­beza. Con presencia tan insoportable, María se siente desamparada y sin saber qué hacer busca salvarse y si por lo menos estuviera Gramajo para defenderla. Atina a esconderse detrás del horno de barro, pero el ruido pa­sa de largo tan ensordecedor y al espiar ve cómo la máquina sigue hacia el río triturando árboles y buscando no dejar siquiera uno con vida. Ya mismo aparece un auto pintado de colorado donde varios hombres inspec­cionan con curiosidad y uno de ellos lleva un mapa y mi­ra por aquí y mira por allá. Los otros hablan y hacen se­ñas. Cuando están cerca del rancho se detienen y un mo­mento miran asombrados. Estudian en el plano y es cuando señalan y dicen algo que ella no entiende pero que la asusta mucho más. Se van enseguida por donde la excavadora fue abriendo camino metiéndose por hondo­nadas y arenales. Un rato tarda el ruido en desapa­recer del todo y ya temiendo que alguna cosa mala le haya ocurrido al Gramajo, lo ve llegar corriendo y con el machete en alto.

    –¡Se han venido para romperlo todo! –grita sufrien­do por las plantas que agonizan–. ¡Nos quieren matar, también!– está angustiado. Se cubre la cara con las ma­nos y tanto que le cuesta creerlo, María ve como llora penosamente y jamás lo hubiera pensado que llegara a ser tan flojo. Contagiada, sin poder soportar la angustia de su hombre, también llora porque presiente que está confesando la derrota de toda una vida. Y si él, tan gua­po y fuerte en otros tiempos, se entrega de esa manera, segura está que nadie podrá hacer ni esto para evitar que las máquinas hagan ese dique con que amenazan. Pero Gramajo levanta la cabeza, mezcla las lágrimas con el sudor y casi enojado mira hacia donde se fueron los otros.
    –Tengo que espiarlos ahora que están cansados –decide–. Las máquinas duermen...

    Se aleja sin hacer ruidos, agazapado y al acecho y pronto desaparece dejándola a María otra vez desampa­rada y desconcertada. No entiende porqué hay tantos cambios en Gramajo que llora y ya mismo se vuelve fuerte y viene y va y anda todo revuelto y ha perdido la tranquilidad de antes. La desgracia comienza a rondar el rancho y de eso no hay duda, ya que el progreso que han de traer esas máquinas será para mal de ellos. Los motores vuelven a roncar en la misma tarde, amenazan­do con acercarse y alejándose luego, pero siempre en acecho. Los hombres estarán rompiendo lomas o cor­tando plantas, piensa María. Con miedo de meterse en el rancho, reza para que la Erminda llegue de una vez y allí, en medio del polvo que asfixia y los árboles venci­dos, tan quietos, se da cuenta lo poco que valen y tan poca cosa se siente de triste. Los hombres, es cierto, an­dan cerca del río. Uno de ellos mira hacia la otra orilla utilizando unos catalejos que relucen en la cromadura de los bordes y los demás, moviéndose con ganas, toman medidas, hacen anotaciones y nivelan los postes que han clavado en el suelo. Descansan, comen y beben y ya to­man nuevas medidas, estudian el plano y colocan esta­cas pintadas de rojo. Al caer la tarde retoman el camino hacia el campamento, y otra vez el rugido de la máquina se adueña del monte. Los pájaros reinician el revoloteo desesperado y las víboras huyen sin saber adonde diri­girse. Algunas caen deshechas bajo las ruedas y los hombres se divierten terminando de matarlas aplastán­dolas en la cabeza con los botines de cuero. Cuando se acerca al rancho la máquina lo enfrenta y parece que también lo va a derribar, pero el conductor gira el volan­te y sigue de largo, bufando. El auto rojo con los inge­nieros llega, se detiene en el patio y ellos llaman pero na­die responde. Hasta que María se atreve a salir del es­condite y los mira.

    –Ahí, india... –dice uno de los hombres.

    María está desgreñada, con el vestido mal abrocha­do y los ojos enturbiados. Mueve los labios pero no ha­bla, tiembla. Mira cómo avanza muy sonriente uno de los hombres y no sabe por qué pero se va a defender y es cuando lo reconoce que ahí está el ingeniero rubio que días ante le pidió agua al Gramajo. Se acerca más y dice:

    –Nosotros hacer dique... –intenta explicar mien­tras los demás analizan la pobreza del rancho–. Todo acá agua, grande, mucha agua junta... –extiende los brazos seguro de estar anunciando algo bueno–: Traer agua con dique, electricidad, luz, mejor casa...

    María no sabe si esos hombres son norteamericanos, como dicen los hijos, o qué. Pero le da lo mismo y ya ha comprendido, y como el otro se empecina en señalar el rancho, pregunta con miedo:

    –¿Agua por acá también?
    –¡Sí, mucha agua también por casa...! –el hom­bre se alegra–: Ustedes muy pobres y nosotros traer trabajo, progreso, mejor...

    Mira hacia todos lados. La desolación del monte, la amplitud del cielo y el paisaje árido y recaliente parecen enternecerlo. Analiza a María con lástima, tan poca co­sa, tan penosamente triste y la compara con ese cielo al­to y tan limpio. Vuelve a mirar hacia el monte achapa­rrado y conmovido, quizá pensando que esa mujer había pasado toda su vida en ese medio, queriéndolo y sufrién­dolo, dice en voz baja:

    –Tierra grande y sola.

    María lo ve cuando se van atravesando el monte por el camino abierto por la máquina y cuando desaparecen la cabeza le sigue repitiendo: "Agua, dar mucha agua, traer progreso, agua con dique." Permanece así embaru­llada y el corazón le vuelve a latir con más ganas después de haber pasado por tanto miedo. Y es en ese momento cuando blandiendo el machete y trayendo unos pedazos de estacas pintadas de rojo, aparece Gramajo. Está eno­jado y embarrado, tiene la ropa hecha trapo y los pies descalzos. María comprende que ha estado vadeando el río, pues las hojas de las plantas se le han pegado en los pantalones y el pelo le chorrea agua. Enseña las estacas y grita con orgullo:

    –¡Las saqué! ¡Las clavaron midiendo con mapas, pero yo las rompí!

    Disminuye sus gritos. Mira hacia todos lados y como no ve nada sospechoso, se anima otra vez. Su alegría y su coraje están llenos de miedo. María ve esos palos pin­tados y no comprende por qué se le ocurre a Gramajo que son tan importantes. No atina a nada, sigue confun­dida. Y murmura:

    –¿Para qué sirven?

    Gramajo se lo hace saber.

    –¡Cambian los tiempos metiéndole lluvias, enfrían el sol cuando se les antoja y tiran los montes abajo con su magia! ¡Ellos midieron para ponerlos pero acá están, y rotos!

    No da más de agotado. María sigue desconcertada. Por su hombre, tan desmejorado y enloquecido, por esos palos chorreando pintura, por esas muecas rabiosas de Gramajo y por las palabras del extranjero rubio, pro­metiendo agua hasta tapar el rancho. Vuelve a mirar a su marido y lo nota tan distinto al de antes que hasta siente asco. ¿Y cómo puede ser? No lo sabe pero no pue­de evitarlo. Desde que aparecieron las máquinas, las lu­ces y los ingenieros, se lo han cambiado. Tiene miedo, un miedo grande, de los pies a la cabeza, por fuera y por dentro.

    –Tierra grande y sola...

    Gramajo, de pronto, revive lo que ha escuchado tra­tando de fingir la voz del otro. Y es cuando María se da cuenta que ahora también es cobarde pues se ha escon­dido, viéndolos, hasta que se fueran. Pero lo deja que se haga el fuerte:

    –¡Dicen que está sola para robarla!

    Se golpea el pecho y eso no la convence. Le da mu­cha pena saber que es más fuerte que él. Y lo reta:

    –Ellos son los ricos y los que saben. Tienen los in­ventos y las máquinas. Cuando hablan no enseñan miedo ni vergüenza. Están tranquilos y no parecen enemi­gos, ¡tanto mal no han de hacer!

    Trata de convencerlo y, también, convencerse. El la mira con rabia:

    –¡Quieren cambiarlo todo!

    Otra vez con eso. Lo lleva metido en la cabeza y en el corazón. María mira las estacas y ve muy poca cosa para que su orgullo tenga donde sostenerse. Sin ganas de se­guir pensando que es lo mismo que continuar sufriendo, camina hacia allí porque necesita cobijarse en algo para no sentirse tan débil. Y al darse vuelta, lo ve al Gramajo que anda de un lado al otro, tropezando con las piedras, gritando, agachándose para espiar y tratando de escu­char ruidos lejanos poniendo una oreja contra el suelo arenoso. Entristecida, lo ve cómo se pierde en un recove­co del monte, huidizo, raro y fantasmal.

    Poco antes del anochecer llega la Erminda, tal igual de cansada como todos los días. María la ve cuando ba­ja de una loma pisando despreocupada los cascotes que ha dejado la cuchilla de la máquina lo mismo que si esa tierra despedazada fuera cosa de siempre. No le da im­portancia a los árboles caídos que se amontonan al cos­tado del sendero y es que ha visto tantos desde que salió del pueblo que se ha acostumbrado. Salta sobre los tron­cos, los sube, canturrea y tan tranquila que viene, María corre asombrada de esa indiferencia para avisarle:

    –¡Los del dique han tirado sin asco!

    Erminda, como si nada, aclara:

    –Por todos lados, lo mismo, están limpiando que da gusto. Los hombres tan simpáticos me han saludado así con la mano y me han dicho cómo te va linda...

    Da vuelta la canasta mostrando que ha vendido todo y sonríe, alborotada. María comprende que su hija anda con la sangre en primavera y no puede ser tan tonta para ignorarlo. "Se ha venido muy contenta con los del di­que", no es para enojarse y la muchacha está crecida tanto que no a va tardar en necesitar un hombre para que le calme las ganas que así comienza a ser mujer. En un descuido la Erminda se agacha para tocar las estacas pintadas y da el grito porque seguro tienen alguna bruje­ría encima: "¡Ni las toques que son del dique!", la de­fiende de una desgracia terrible. La muchacha, más asombrada que temerosa, mira donde puede estar el ve­neno, pero sin no son otra cosa que maderas pintadas y como ya también entiende que algo misterioso va cam­biando el comportamiento de la familia, se mete en el rancho. Otras ideas le zumban en la cabeza y le bailan en la sangre de lo lindo. Ya está por tirarse a descansar cuando oye la llegada de Juan entrando al patio y a los gritos, tan desenfrenado. Alocado y sin esperar el resue­llo de la muía, lo anuncia:

    –Están haciendo el camino nuevo, todo lisito! ¡Tie­nen una máquina que corta árboles, abre zanjas, levanta tierra, empareja las lomas y rellena los bajos!

    La madre espera que termine pues no parece Juan de tanta palabra que ahora le sale. Y entonces le dice:

    –En el rancho también harán el dique. Todo agua, mucha agua, ha dicho el ingeniero.

    María ve el agua, la siente fría a pesar del solazo. Pero Juan, en las mismas palabras, ve otras cosas. Imagina el rotar de las máquinas, descubre torres, luces, caminos para andar en motocicleta y alegrías a montones. De ahí que asegure:

    –Ha de ser para mejor. Si lo ahogan, haremos una casa mejor, más grande y limpia... El dique nos ayuda­rá. En el pueblo dicen que estas tierras son salvajes y los ingenieros han venido con permiso del gobierno para arreglarlas. Romper y tirar lo que no sirva. Van a regar leguas y leguas con zanjas que hacen con ladrillos revo­cados. Y con la electricidad, pondrán fábricas.

    María no transige:

    –¡Antes que el agua camine una legua el sol se la co­me!

    Juan está seguro:

    –Los ingenieros han estudiado y saben cómo parar­lo al sol.

    Se entusiasma viendo los campos regados y las chime­neas largando humo. No se acuerda del Gramajo. Tampoco la Erminda se preocupa si vive o ha muerto. Dentro de su vida bullen sensaciones muchos más posesivas y está riendo muy perfumada, con un vestido escotado, pintura azul alrededor de los ojos, música que la hace brincar y los muchachos que la miran y le dicen cosas que tanto le gustan. Sin embargo, Gramajo vive más que nunca pues su sufrimiento llega a ser enfermedad. Se mueve intranquilo junto al tronco caído bañado por el río. Acechando, espera la noche. En la otra orilla ya han comenzado a balancearse las luces y ahora son nutridas y brillantes. Unas altas y otras a ras del suelo como si fueran plantas que se arrastran o suben con los ojos en­cendidos por la maldad. Empiezan los bramidos y el mismo zumbido de otras noches se le mete hasta en los huesos. El aire tiene olor a trapo quemado y es porque lo están ensuciando con los motores y el humo grasoso. La luna ya ilumina los montes y desiertos de todo San­tiago pero no anda con ganas de estudiarla para saber cómo vendrá el día ya que es inútil cuando las máquinas cambian lo que debía ser de otra manera. El agua del río sigue lentamente, resignada a que hagan cualquier cosa con ella y al bajar sin apuro apenas lame el tronco caído. Achacado y receloso, sin poder desprender el resenti­miento por aquellas luces movedizas, Gramajo se interna por el terreno estropeado. Su padecimiento aumenta con el monte herido y la tierra desgarrada. Igual que si la cuchilla de la excavadora hubiera escarbado en sus entrañas, el dolor le punza los huesos y de ahí entiende que la naturaleza, humillada y ofendida, le está suplicando venganza. Tiene que defenderse, no puede ser que los otros lo insulten así, tan manso que se está portando, por más máquinas que ellos tengan. No sabe cómo pues son muchos y él está solo. Hunde los pies en el arenal y anda por la espesura cuando tropieza con una zanja y cae. Y no se queja porque es como un aviso de lo que tie­ne que hacer para echarlos al carajo con todos los ruidos y progresos. "En Tucumán le hundimos el carro a un ca­pataz apestado", recuerda. Y corre ya mismo hasta el camino abierto por la excavadora, y con el cuchillo ya que la tierra blanda lo ayuda comienza a cavar la trampa para que allí se rompa el enemigo. Ávido y entusiasma­do y tan fuerte como aquel que volteaba quebrachos y mujeres, Gramajo cubre antes del amanecer y una rama aquí y otra para disimular, y en esa zanja se romperán las ruedas y los ingenieros no podrán hacerla andar y en­tonces entre la maleza, los bichos, el arenal y él mismo, se encargarán de podrir la máquina para que nunca más haga daño. Deshecho por ese cansancio tan mágico que lo hace joven otra vez, ahí se queda adormecido y los bi­chos carnosos y cascarudos aprovechan para recorrerlo. Y a Gramajo la vida se le agranda en el sueño porque el país vuelve a ser el mismo y él es hachador, inviernos en Campo Gallo, veranos en Quimilí, siempre con las distan­cias por delante, llegar a un poblado, unirse a los otros, iguales, que llegaban de Gramilla o de Silípica, o de todos lados y a tomar vino y a reírse que eso era lindo des­pués de tantas semanas en el monte. Es feliz que sueña. Allá, del otro lado del río, las máquinas ya se mueven y los obreros reciben órdenes de los ingenieros que repa­san los planos. Las suelas de cuero se hunden en el are­nal y el olor del aceite quemado supera a ese aroma so­ñoliento que decide la naturaleza al despertar. Los hom­bres se mueven nerviosos formando parte de las máqui­nas y gritan y lastiman el paisaje con las embestidas que taladran lomas y derriban bosques. Gramajo sueña.

    Una máquina ríe a carcajadas con sus dientes de metal, tirándole dentelladas. Se asusta, claro que sí, y se salva al dar un salto pero queda con la ropa desgarrada. La máquina es cruel. Se burla, sigue riendo, lo persigue y tronando con ese ruido que ensordece, ahuyenta a los pájaros y será tan despiadada que hasta las víboras y la­gartijas se enloquecen buscando dónde ampararse. Y como el ruido crece tanto y el día se ha puesto maduro con el sol quemándole la piel, Gramajo abre los ojos. Y el mundo del sueño es un mundo que también está en la realidad pues ahí nomás, subiendo la loma como si ja­deara, se viene la máquina amarilla con la cuchilla afila­da y las gomas negras y ventrudas rompiendo cascotes. Pega un salto y todavía no sabe si vive aquí o allá, en los inviernos de Campo Gallo, hachando quebrachos y ha­ciendo cosquillas gruesas a las mujeres. Pero una cosa y la otra se juntan y la máquina se viene apurada y él se acurruca para ver cómo la trampa se traga las ruedas y los hombres tan soberbios huyen asustados por la ven­ganza que los derrota. Pero crujen los metales, se inclina el animal de cascarón pintado, ponen muecas disgusta­das los hombres que manejan y con el rugido que au­menta, el motor manda y las ruedas aplastan las ramas, destruyen la zanja, oprimen la tierra arenosa y la cuchi­lla sigue como si nada destrozando árboles y abriendo camino en le monte.

    Las semanas son largas. Las chapas de cinc del cam­pamento, en la otra orilla del Dulce, brillan atrevida­mente. De día y de noche. Gramajo las ve y las siente y a veces, en voz baja, resignado, se dice: "Van a dar vuel­tas, robarán un poco y después se irán." Está casi seguro en su esperanza: "Así hacen los gobernantes." Pero el campamento crece, las luces aumentan y las máquinas rugen sin descanso, así sea día de fiesta. En las noches de luna se esconde cerca del tronco caído y mira hacia el otro lado. Escucha entonces música que seguro sale de los aparatos de radio que andan sin electricidad porque son mágicos con el progreso, como dice Juan. Y tam­bién las canciones que no son santiagueñas y menos ar­gentinas, con tanto ruido que a veces le pregunta a la María si es música o es que ya comenzaron a roncar los motores. En el día las máquinas bufan más y aunque el calor las recalienta, nunca aflojan. Gramajo no puede creer que tengan tanto aguante, alimentadas con líqui­dos y haciéndose más que piedras de resistentes. A ratos admira esa tenacidad, ese andar y andar empecinado, con tanta voluntad de pelearlo al monte. Porque no aflojan, los admira. Pero por muchas cosas, los odia.

    Ahí mismo, en su propia tierra y casi encima del ran­cho, posados un par de meses, los hombres siguen mo­viéndose como si ya fueran dueños de todo y ni el sol ni la soledad del arenal pudieran asustarlos. Los peones in­dios aprenden a manejar las máquinas, al principio con mucho miedo y luego muy contentos con la boca ense­ñando los dientes y los capataces gritan siempre fuerte. El aire se hace amigo del humo quemado y el ruido, po­co a poco se escucha como música del monte y los bi­chos se acostumbran a dormir sin recelos. La tierra cam­bia. La loma no es loma y el bajo deja de juntar hume­dad. Monte desgajado y arenal removido se va haciendo cosa de todos los días. Le hacen otro mundo y destruyen ese que lo rodea y tanto se va sintiendo ajeno a lo suyo que ya no se reconoce en el paisaje, antes él mismo, desde que naciera. Lo van dejando de lado, un día y el otro También durante la noche porque tanta fuerza tiene ese progreso que se da el gusto de reemplazar al solazo con las luces que se atreven a deformar el tiempo iluminando cuando por Dios debía estar oscuro. Y es un dolor muy grande el que va sintiendo al verse extranjero en su pro­pio país, sin que nadie se queje y hasta con la compla­cencia del monte y el río que no se resisten y se entregan mansamente como si les gustara esa otra cara que están haciendo con la muerte del viejo país que es Santiago. Los del dique no tienen tiempo para plegarias ni melan­colías y siguen apurados por destrozar una imagen para poner otra en su lugar, con canales, usinas y murallones de cemento. Hacen caminos, entierran cañerías, eligen postes para convertirlos en sostenes de cables que saltan hondonadas y eluden cerros. Están contentos y cada día que pasa, más dueños son de eso que antes era totalmen­te suyo y todos despreciaban por inútil y salvaje.

    Triste primavera esta de Gramajo, con el monte tala­do, la familia que le rehuye entusiasmada con la amistad de los otros y el río que se le escapa del alma cuando lo tuercen formándole una montaña que no puede esqui­var. Triste porque sólo sabe quejarse y se da cuenta que esa protesta no sirve. Ni Juan ni la Erminda lo atienden cuando se acerca a buscar consuelo, medio herido y hambriento tras de rogar refugio en lo más lejano de su país natural. María también se aleja y él lo comprende porque la ve como ahora se dedica a amasar tortas para los hombres del dique y con ellos se mezcla cuando él se pierde muy lejos para dormir con los bichos ya que ni fa­milia siquiera le va quedando.

    Poco antes del verano llegan más camiones y máqui­nas. Ya no es un zumbido y los ruidos son muchos. El nuevo mundo se instala frente mismo de su rancho y pa­ra llegar a lo que antes fuera suyo, debe esquivar zanjas, caños, motores y cables. Casi hasta pedir permiso, con miedo a molestar. Y ya tampoco es Nicasio Gramajo si­no un flojo cualquiera que se pone tonto espiando cómo se mueven las máquinas que nunca se cansan de aquí pa­ra allá, enloquecidas con el furor que les pica en los en­granajes. Hosco, débil, flaco y avejentado, es un fantas­ma recorriendo distancias este Gramajo que aparece asustadizo y huye espantado ante las risas de los demás. A María le da lástima verlo andar encorvado, escapando del ruido y espiando a las máquinas que le cambian la vida hasta trastornarlo. Los hombres, ajenos a su dolor, viéndolo como un pobre rotoso que deambula con mie­do curioseando los motores, siguen moviendo palancas y haciendo girar los ejes de los camiones orugas que tre­pidan como demonios incansables. De ahí, de esa lásti­ma que le da, María ni le dice palabra cuando nota que la Erminda anda con el vientre lleno y aunque la mucha­cha no sepa explicar cómo ocurrió, fácil es acertar que ya está de unos tres meses, tan grande que viene el crío. Prefiere no mortificarlo con la novedad y seguro lo derrumba del todo si se entera que a la Erminda la ha tum­bado uno de los hombres del dique y ¡vaya con la des­gracia!, eso es capaz de volverlo más loco todavía. Lle­gado el momento, se ha de saber y ella, como lo ha hecho con la cría de otras hijas que ahora andan muy bien co­locadas según dicen, lo haría suyo hasta que se acuerden de venir a recogerlo. "Para el verano la panza le llegará a la boca y entonces el chico saldrá afuera pegando gri­tos", hace cuentas, resignada y advertida de estar partici­pando de un destino que jamás puede ser alterado. Tam­bién un presentimiento le viene avisando que Gramajo ya no estará vivo cuando llegue el crío. La idea le crece más cuando Juan empecinado, busca permiso para po­der trabajar de peón en el dique y dice que quiere apren­der a manejar una de las máquinas y sentirse fuerte y grandote encima del motor que ronca y le gusta cómo arrasa con todo. El muchacho se apura al volver del pueblo y sin desatar corre a mirar de cerca el movimien­to de los camiones que ruedan y se queda atontado como si escuchara música del cielo. Y María que lo vigila, a fuerza de ir viéndolo tan corajudo, hasta llega a olvidar­se del Gramajo, escondido como los bichos en lo más oscuro del monte, lejos del progreso que a ella ya no le mo­lesta tanto. Y es cierto que hecho árbol y hecho tierra, Nicasio Gramajo espía y sufre y ¿qué harán ahora?, le están rompiendo el alma y deambula inofensivo tan manso que se ofrece. Le comen el río, las lomas, el mon­te y hasta lo van dejando sin rancho y huye como una chiva para rezongar, dejando que le cambien nomás el mundo. ¿Y por qué tan fácil? De cobarde, no hay duda, sí, eso es, de cobarde porque ya no puede negar que mucho miedo con respeto le anda cosquilleando cuando ve que se acercan esas máquinas amarillas. Pero, ¿es que ya no es hombre como lo era antes?, y claro que lo es pe­ro los otros son más y vienen con el progreso y la magia de los inventos. Sin embargo, Nicasio cuando el hombre es coraje y defiende lo suyo no piensa tanto y arremete y, ¡fuera hijos de puta!, les da con todo sin miedo a morir. Así que a no buscar excusas y ya que está tan viejo y flojo mejor será que vengan los otros nuevitos y moder­nos y arrasen con todos y si no lo sabes defender ya no sirve. Rumea el Gramajo su desconsuelo. Lo echan, lo insultan, lo dejan de lado y, ¿para qué la tierra quiere un hijo tan poca cosa si lo único que hace es llorar y gruñir escondido como una vizcacha miedosa?

    Es calurosa la tarde, tanto que los ingenieros y los peones andan casi desnudos, mojados por el sudor. El cielo aplasta y se viene el verano con todo. No corre ni gota de aire. Las excavadoras siguen removiendo y apla­nando y el llano que será cauce del lago para el dique se pierde de vista de tan ancho. Los obreros se mueven con desgano y es que el sol los ablanda. Pero igual, empeci­nados y tenaces, siguen como si no pudieran detenerse. Y es cuando aparece el bulto que es hombre y es animal por la forma torpe que hasta a la propia María le cuesta reconocer que eso sea el Gramajo. Más que reconocerlo lo adivina tanto que lo presentía y ¡cuidado que ahí viene! nunca sabrá si es una última alegría que se da verlo correr con el machete en alto, los ojos de loco y la cara retorcida por el sufrimiento.

    –¡Cuidado que está rabioso! Alguno avisa y puede ser. María, los hijos y los peones, más que miedo tienen lástima porque ¿qué puede hacer el pobre tan solo largándose contra la máquina? y ¡afuera hijos de puta! son los gritos que le salen, siempre a los machetazos, aquí y allá, enredándose con la cuchi­lla, sin parar aunque lo atrape y lo deshaga y lo revuel­que, tan duro que es el acero. Y es el asombro y es el miedo porque todavía en pedazos sigue atacando y la máquina lo aplasta con el peón que no comprende lo que pasa y no para y rompe lomas y derriba árboles y no hay nada que detenga a ese progreso. Hasta que el bulto sale despedido y nadie se atreve a mirar ya que el mache­te se mueve y al fin cae y es entones cuando aparecen los bichos surgiendo del montón de carne y son tantos y mi­les y millones que a medida que se internan en el monte, más pequeño, menos que un cuerpo de niño, en eso queda el Gramajo. María es la que se acerca a mirar y alcanza a ver cómo él cierra los ojos sin ayuda pero, ¡qué raro!, si la cara se le ha puesto tan linda y tan joven con esa sonrisa contenta de los tiempos cuando volteaba quebrachales en Campo del Cielo y se llegaba a Gramilla a tomar vino y tumbar muchachas. Cuatro peones po­co tardan en¡ cavar una fosa y es para darle el gusto a María que en le patio se hace el velorio que tan poco du­ra y no hay tiempo que perder y total estaba muy viejo y ya mismo lo cubren con tierra por ahí nomás, donde an­tes con tanta tristeza se enterraban los muertos de la fa­milia. Juan acomoda la cruz y le da lástima claro que es el padre pero ya no tenía remedio y mejor que haya deja­do de sufrir y ahora sí que nadie le dirá que no cuando diga qué tantas ganas tiene de manejar una máquina. La Erminda también llora un rato, vaya si era de hacer esa locura ahora que llegan las cosas lindas. Y en poco el ce­menterio es arrasado y el ingeniero explica que el mapa indica allí agua allí lago allí dique y mucha luz y fábricas y progreso y ustedes pobres y nosotros traer trabajo. Las máquinas siguen rugiendo y los días pasan como si nada

    Igual que los bichos que escaparon de su vida para huir hacia el monte, el Gramajo así tan pronto es olvidado. El dique, según dicen, estará terminado dentro de algu­nos años y regará miles y miles de leguas. Esas mismas que Gramajo, en sus tiempos de hachador, recorría lle­no de sol y de fatigas, dueño de un país que era su marti­rio y su esperanza. Ya sus huesos, pasado el tiempo, es­tarán cubiertos por el agua, allá, en el fondo aplanado por las máquinas. Y seguramente, como dice María, ni gusanos tendrá que lo despierten, de tanto en tanto, pa­ra echar una miradita al cielo. Y tal vez, cuando el pro­greso sea un lago apretado por un muro de cemento, al­guno recuerde:

    –Por ahí andarán los huesos del Gramajo.

    Y si la María vive, es posible que responda con la bo­ca llena de arrugas:

    –Así ha de ser, nomás.


    DE COMO LLEGO EL DÍA EN QUE GRAMAJO SE HIZO ETERNO Y LA VIEJA SIGUIÓ PARIENDO HIJOS PARA DESESPERACIÓN DE TODOS LOS EJÉRCITOS DEL MUNDO


    De todas partes llegan hombres y el campamento de Tama se agita en un hervidero que el sol mantiene gusto­so y donde se mezclan personas, animales y armamen­tos. De San Juan, San Luis, Tucumán, Santiago, Catamarca y los llanos de La Rioja, aparecen grupos de cam­pesinos que han dejado la azada y el arado para ponerse a las órdenes de Rogelio Gramajo que ha reaparecido cuando muchos lo creían muerto en alguna estribación de la cordillera tenaceado por la angustia del exilio o he­cho abono para siempre en un monte del país, comido por los bichos. El caso es que arrieros, peones, hacheros y hasta fantasmas de flacos que surgen de las minas del Velazco, llegan cansados por leguas de viaje pero con una alegría que es difícil saber por qué está presente. Es un asombro esta rebeldía que revienta por madura de padecimientos y está obligada a desbordar por tantos si­glos de resignaciones. El capitán Gramajo arde de entu­siasmo pues nunca, que recuerde y eso que lleva años en ese cuerpo maltratado, tuvo ejército tan nutrido con pai­sanos de la llanura y hasta llegados del borde de la cor­dillera con sus muías mañosas y los sombrerazos roño­sos. Traen sus armas que son pocas y primitivas, apenas machetes, cuchillos y cañas formando lanzas. Brotan puntos obscuros en el arenal y cuando se mueven en el horizonte los centinelas pegan el grito: "¡Cinco del oes­te!" Hay que tener cuidado ya que pueden ser los espías de los otros y se sabe que el ejército de los generales an­da empecinado en terminar con el Gramajo para acabar con tanto fanatismo que los desamparados tienen por él siendo tan analfabeto y tan poco amigo de la civiliza­ción. Hay que eliminar a los ignorantes para que venga a habitar el país gente instruida llegada del extranjero, es lo que dicen para barrer lo que vive. Pero la Juana Peñalba, siempre soldado al lado de su jefe, suele pregun­tar de ingenua: "¿Y no será mejor enseñar a leer a los que están para que sirvan al país?" El Rogelio se le ríe en la cara:



    –¡Tan inocente que sos! Nos toman como bichos apestados y como se viene el progreso, estorbamos po­bres y feos, ¿para qué servimos?

    Su mujer mira a los que llegan y aunque hace años que los tiene cerca, nunca los ha visto tan empobrecidos, la ropa hecha jirones, casi desnudos, algunos descalzos, enfermos de hambre, envejecidos los muchachos y ago­tados los viejos. Y qué decir de los caballos y las muías, las aguadas secas, sin pastos para masticar, las costillas que empujan la piel y los ojos moribundos y opacos. Pe­ro cuántos son y qué entusiasmados arman lanzas, atan fusiles oxidados, tejen mantas las mujeres y arreglan con tientos las monturas. El llano se mueve con tanto traba­jo y a poco, con los que siguen llegando, vibra Tama con esa respiración que da la esperanza. En las fraguas se pone rojo el hierro que con filo templado será machete cortante y al grito de ¡a degüello!, desde lejos hará tem­blar a los otros que para avanzar necesitan banderas y redoble de tambores. Algo está pasando. Se siente aun­que no se comprenda y es que todos, avisados por los misterios que brotan de la naturaleza y se mezclan con lo más íntimo del hombre, se han dicho ¡vamos a empu­jarlo al Gramajo que estamos hartos de tanta miseria y si hay que morir para cambiar, muertos estamos a gus­to!, y se han venido con ese llamado que los contagia, exigiendo con el ruego la rebelión que se avecina. Y es una señal que viene más allá de la inteligencia la fuerza que los grita y los empuja, llevándolos por el desierta, andando noches y días en busca del campamento, tan al­borotado que se muestra Tama. Cuando se los ve llegar, los que miran de tan lejos no saben si son piedras, árbo­les o personas los que se mueven. Nadie puede imaginar y cómo es que surgen de las montañas, vengan de las quebradas y se larguen de los valles, abandonando fami­lia, azada, pico y hacha. Es que la vieja y sus hermanas, sus hijas y sus tías y todas sus parientas porque deben ser miles las que están fecundando, se han propuesto lle­nar el país meta hijos como cactos. La llanura se revuel­ve y la rebelión crece sin que nadie la empuje pues es co­sa natural que por oprimidos que viven salgan a gritar un destino que hacen otros. Y todos aportan algo de lo po­co que tienen y caballos y muías y alimentos, cruzan, ba­jan y suben, acudiendo a ese llamado que es el aire men­sajero. Nunca se ha visto antes movimiento tan embaru­llado y es milagroso este ejército de hombres hambrien­tos, caballos flacos y armas que son piedras y son lanzas.

    –¡Que me sigan los que quieran y a despedirse sin quejas!

    Ha llegado el día y Tama ve partir al Gramajo segui­do por su mujer y unos quinientos montados. Los demás como puedan. Es ya mismo una alegría que marcha y nadie piensa en la muerte. Y aunque los mensajeros in­forman que se avecinan tropas que traen cañones y fusi­les, con generales graduados jurando no dejar ni criatu­ra viva, la noticia no sirve para acobardarlos. Fuertes, invencibles, interminables se sienten con el capitán mar­cando el rumbo y la vieja atrás, en cualquier lugar de Tama, incansable en su afán de seguir pariendo así la maten. Cantan en los descansos y es una alegría que asombra, sacudido el miedo y la mansedumbre, despe­gada la resignación de años, avanzan como si los empu­jaran. Y son más porque de los ranchos, de casuchas mi­serables, de cuevas, de los valles y las montañas, apare­cen hombres y muchachos que piden ser voluntarios y se unen a la algarabía de ir a pelear para que el país cam­bie. No se los puede creer capaces de matar y derramar sangre, contentos como ríen y juegan mientras avanzan al encuentro del enemigo. Habituados a los sacrificios, un día y otro sin comer, es bastante alegría encontrar al­gún riacho para amenguar la sed mezclados los jefes con los soldados no hay disciplina en este ejército sin uniforme y es que no son militares sino arrieros, campe­sinos, pobres sin trabajo, sembradores sin esperanzas y es tan difícil cosechar en el desierto. Corajudos van cuando entran en las serranías y un jinete de avanzada ya lo anuncia: "¡Ahí se vienen, como miles...!" Unos allí entre las rocas y aparezcan a lo indio, metan alaridos que se juegan la vida, otros por allá y a no pelearlos de frente que nos limpian y a no aflojar aunque duela, ór­denes y consejos, gritos y palabras cariñosas, los despide el Gramajo otra vez duro para darle sin asco. Son mu­chos los otros, es cierto, en animales lustrosos los mon­tados, bien juntos para estar más seguros, en orden y con bayoneta calada los infantes. La diferencia se nota pero a ellos no les importa si son millones cuando se dice ¡atacar! y no miden cantidades. Y se largan y viene una confusión de ruidos y los otros se detienen sorprendidos y se aprontan para hacer una descarga. Montoneros sur­gen del costado o nacen o vuelan y se largan contra los cuadros tan bien formados que da lástima deshacerlos. Suenan los estampidos y los insultos también ayudan porque ponen odio que reemplaza a esa alegría que traían los llanistas obligados a sentir desprecio para ma­tar. Y a los ¡tiren guachos de mierda! y ¡no dejen que carguen los asesinos!, los jinetes del Gramajo se abalan­zan, arremeten, cortan y clavan. Pero por disciplina y obligación también los otros son fieros veteranos de mu­chas peleas sangrientas y en la rapidez del ataque caen porteños y también, con el cuerpo desgarrado, boquean­do en el arenal, desorientado el caballo abandonado, quedan montoneros. Y viene una oleada y la otra. Ya no los dejan usar los fusiles y encimados, bayonetas, cuchillos y sables, entran en la carne, tajean, buscan las gar­gantas. Es terrible esta lucha entre hombres hijos de un mismo país que al grito de ¡a matar! matan y mueren sin darse tiempo para miedos. A lanzazos los de Gramajo pasan al galope sobre las filas y hacen estragos aunque algunos ensartados quedan desangrándose en el camino con heridas muy malas. El capitán tiene ojos para todo y también ve que los otros no son fáciles y muchos de sus montoneros ya han sido liberados de las miserias de este mundo y puede saberlo por las ropas rotosas y los pies descalzos. De ahí que ordene:

    –¡Al monte, al monte!

    Viene la desbandada, cada uno por su lado, arrastran­do si se puede a los heridos porque los muertos ahí que­dan lo mismo que los prisioneros con destino de fusila­dos. La montonera vuelve a ser piedra y quebracho, are­nal y alarido que se pierde en los escondrijos del monte, haciéndose humo en la hondonada, fundiéndose en el paisaje. Decae el ruido. El sol sigue empecinado. Los muertos no se entierran ya que el viento se encarga de arrimar polvo y pronto serán sepultados. Desde la dis­tancia se escucha la descarga de los infantes y los del lla­no se miran sin decir palabra pues para qué sirve comen­tar que los prisioneros ya no tienen vida. En lo más tupi­do del monte el Gramajo reagrupa a sus hombres imi­tando a los animales con silbidos o dando graznidos que ellos sólo entienden. Heridos, sangrando, desmontados y algunos trayendo fusiles ganados en la batalla, regre­san los campesinos. Poco hablan y más no hace falta. Ja­deando, el Rogelio mira a su gente. Algunos muchachos están asustados y dan pena los heridos. Los que canta­ban cuando salían de Tama, han enmudecido. Es triste la muerte y ahí la tienen encima. Recuenta y aunque des­de hace años está acostumbrado a ver toda clase de atro­cidades, cada vez le duele más el dolor de los que sufren. Y no aguanta ver a los heridos, pálidos, mirándolo en silencio cuando recorre la fila donde muchos quedarán para siempre. En las miradas y hasta en las sonrisas que intentan como diciéndole me la han dado mi capitán, advierte el desencanto pues mueren para cambiar y todo sigue igual y entonces, ¿para qué el sacrificio? "¡Acomo­den a los heridos y que una partida los lleve a Tama! ¡Los demás a prepararse que esto recién empieza!”, grita poniéndose en guerrero para que no lo invada el hombre y lo ponga flojo. Eso es lo que tiene que hacer. No andar pensando tanto sino meterle para adelante que son mu­chos los que han venido abandonando familia y rancho para que los ayude a salir de una vida tan tristona. Y no puede fallarles pues si él afloja los demás andarán deso­rientados con el desengaño y el dolor metido en los ojos, brotándole del alma y para siempre. Así que a recompo­ner la tropa que si ellos tienen muertos a los otros no les ha ido tan fácil que se diga.

    –Faltan como veinte... Heridos malos, quince. Cor­tados pero sin peligro más de treinta –es breve el parte. –¿Animales y armas?
    –Se han perdido algunos caballos pero se han gana­do otros traídos en el entrevero... ¿Armas? Cinco fusi­les y nueve sables.

    Prisioneros, no. No los quiere el capitán desde aquella vez cuando se convino un canje, él los entregó vivos y los suyos llegaron muertos. Además estorban en la marcha por senderos y ladeando serranías. La comida es poca si se reparte entre muchos y no hay tiempo para contem­plar necesidades. El parte no es tan malo. Y hay que se­guir con lo iniciado porque el país está en armas y quiera o no será esta vez o nunca. Sin embargo no está el Gramajo tan seguro. Adentro, allá donde él sólo se conoce y no tanto, las dudas lo están molestando. Es que por mo­mentos lo aturde la sospecha de estar engañando a esos pobres que lo han elegido jefe para que los saque de una miseria que crece y crece como un animal monstruoso que puede ser herido pero nunca muere. Glotón y defor­mado, traga por mil bocas, acecha, nunca duerme, se arrastra, vuela y desaparece y de pronto cubre los llanos con sus garras tremendas. Y pese al fervor de la vieja calchaquíe que se empecina en nutrir al país de hijos y cactus con tanta inocencia, los irá devorando un día y el otro, sin remedio. Le duele su propia debilidad y es que también, para qué negarlo si los huesos se lo dicen a ca­da momento, se está poniendo viejo. Le cansa esa vida andariega, mal comido, durmiendo de cara al cielo, con el arenal de colchón, un ojo abierto para adivinar som­bras y los oídos prontos para atrapar sonidos traicione­ros. De muchacho, con la sangre nueva y el coraje sin experiencias; las ganas lo desbordaban. La llanura le re­sulta chica para andarla como si tal cosa, metido en revueltas o fiestas donde hubiera polleras. Pero los años duelen en los huesos y en el alma. Y el sacrificio de opo­nerse a un poder que se ha empeñado en destruirlos, a ra­tos le parece un capricho de locos. Animarse a los que mandan por más ricos y que por eso hacen un país a su medida, ¿no será ir contra la misma naturaleza? Se ha quedado triste y pensativo al sospechar que con coraje y sufrimientos, con ganas y necesidades, no basta para conseguir justicia. Pero si se quedan quietos no han de poder soportar sus propios reproches si es que tienen to­davía algo de hombre y puede ser que peleando, pocos ahora, millones algún día, la cosa cambie y los fuertes por ricos sean corridos o ajustados a los demás. Los ge­midos de los que agonizan lo empujan hacia la rebeldía y al mirar a sus hombres espanta los temores. "¡Hay que cansarlos, asustarlos, enloquecerlos!", ruge como pícaro que las sabe todas. Y de ahí que los otros, al atardecer que se hace perezoso con el sol recorriendo tanto cielo, comiencen a temer los misterios de la región. Acampa­dos en un claro del monte, escuchan llantos de viejas o silbidos o susurros y ¿son víboras chilladoras? y me parece que han nacido pajarracos pero de adonde que no hemos visto ni uno con tanta sequedad, están confundi­dos los porteños. Vea allá en los árboles mi jefe que pa­rece un mono ¿o es un rotoso que hace señas? Y allí se ve que son ellos, muy atrevidos los guachos, imitando a los animales, escondidos en los algarrobos y ¡vengan hijos de puta! y por allá hay otros y nos han rodeado los mon­toneros. ¿Qué quieren estos mugrientos? y andemos con cuidado que nos quieren chumbar para que entremos al monte y cocinarnos a puñaladas. Subidos a los árboles los de Gramajo se burlan de los infantes, les hacen ges­tos de ¡toma para tu hermana! y ¡venite si sos valiente! tan cerquita que están y tirar es un desperdicio de balas por lo tupido del monte. Lo que el Rogelio se propone es conseguido y "¡chúmbelos para que se pongan ner­viosos y el miedo los haga cagar!", aconseja pelear como manda la ocasión. Se enojan los oficiales porteños pero están rodeados, y si no presentan pelea, ¿qué buscan es­tos salvajes? Ahí está la cosa y hay que adivinarla por­que ese hostigamiento les hace perder la paciencia y mo­lestos como se ponen por no poder atacarlos, meterse en el matorral es entrar en la trampa. Con la noche, que tarda pero que llega, cansados de andar todo el día y en­cima el entrevero, la claridad les llega de golpe y ya está lo que temían, ¡nos rodean con incendios!, de los cuatro costados surge fuego. Las llamas avanzan y los encierra y ya mismo, ¡aiuuuuu aiooouuuuu!, como animales apa­recen los montoneros, meta barullo y grito y ésta va por los fusilados y tomen asesinos, de poco sirve lo aprendi­do en la escuela militar para enfrentar ataque tan salva­je. Cada pasada es un desgüello y estos montoneros tie­nen ojos de puma y cuerpo de ánima, no los pueden ver para hacer una descarga. Hay que aguantar el chubasco, heridos y muertos caen, la caballada se espanta por las llamas que achicharran y los infantes se asustan, invisi­ble el enemigo como monstruos que despiertan. Una y otra vez las pasadas y los aullidos originan el desbande y toda la gallardía se hace moco con las mañas a lo indio. El fuego recibe ayuda del viento y la confusión crece y, ¡no se enloquezcan, carajo!, y ¿qué hacemos entonces, señor?, el desorden provoca líos en las tropas del ejército porteño y ello es oportuno para que salga un cañón enlazado que se lo traga la noche tan montaraces que se mueven los paisanos. ¡Están desorientados y aprove­chan!; el Rogelio empuja en la fiebre de la pelea y qué fácil resulta echarlos cuando se le busca la vuelta. Toda la noche, corridas, gritos y ensartadas, llega el alba para iluminar un cementerio, pues los que no han sido chamuscados están duros, marcados a tajos, el fusil formando cruz. ¡Larguen a los prisioneros y a cambiar de rum­bo!, es la ocasión para hacerse humo pues seguro llegan más y los que huyeron retornan para presentar combate, tan claro se viene el día. Y se va la caballada, galope, monte y llanura, otra vez esa alegría, y cómo los madru­gamos y la cara que ponían como ratas asustadas, el triunfo inventa esperanzas. El sol quema. Hay que po­ner distancias pues ya se viene el desierto y no se puede perder tiempo con los otros reforzados que furiosos lle­gan de Catamarca y se asoman de Tucumán y muy gran­de dicen que es el ejército que los busca para rodearlos. Malas son las noticias que acercan otros entreveros y nos hicieron muertos en Valle Fértil y por las salinas nos acorralaron y tantos eran en Talamuyuna que nos lleva­ron doscientos prisioneros, los mensajeros galopan y na­da bueno aproximan.

    –Miles y miles nos persiguen.
    –Traen carros, cañones, caballadas de refresco. ¡Si vieran los fogonazos!
    –¿De dónde?
    –De todos lados... Roban en los pueblos, se abusan de las mujeres, maltratan a los viejos, se llevan lo que sirve y después le meten fuego.
    –No respetan nada.

    Para escapar de los fusilamientos, los hombres se es­conden en los cerros esperando que pase el aluvión de odio y fuego. Se hacen silencio en los bosques arrastrán­dose como víboras y se agachan sobre el arado porque yo no sé nada, les juro, y aquí cumplo con mi trabajo sembrando en el reparito, y ¿qué han de comer mis hi­jos?, los otros exigen ¿dónde está el Gramajo? y ¡larga cuál es la cueva de ese viejo salvaje!, y prepotencias por el estilo que no soportan tanta veneración por el jefe montonero, rabiosos por verlos tan fieles siendo tan ig­norantes. Y se ha ido por allá, según me parece, o ya ha­ce como tres días que se metió en las montañas y lo he visto por el matorral haciendo fuego en la noche, son co­sas que se dicen para salir del paso. ¿Cuántos hombres tiene, cómo están los caballos? Vea, eran como quinien­tos sacando pecho, caballos gordos, bien alimentados y vaya a saber de dónde cosechan pastos si van para meses que no llueve. ¿Nadie sabe nada...?, ¡nos engañan, ca-rajo! y claro que de los ranchos, las casuchas, los montes y perdidos en tanta soledad, asoman muy pobres, tanto que no parecen humanos de flacos, tristes y mal vesti­dos, aceptan los insultos en silencio, apenas dicen pala­bra y es que yo no me meto que demasiado ocupado es­toy criando hijos y cabras. "¡Nos hacen dar vueltas para arriba y para abajo así reventamos los caballos, estos pe­rros de mierda!", la rebelión tiene muecas, mentiras, hosquedad y silencios. Recorren desiertos, revisan mon­tes y arrasan pueblos pero ¿dónde está ese asesino?, la obsesión los enferma porque desiertos, montes y pue­blos no hablan y son defensores que lastiman con el hostigamiento. El sol sigue quemando. No es para cualquie­ra tanto fuego y las tropas ya no son disciplinadas al re­doble del tambor. Caen moribundos los caballos. Cansa andar por el arenal. Las botas se hunden y cuesta arran­carlas de esa prisión caliente. Los cactos, erguidos como hombres y con ojos en las mil púas, no permiten sombra para el descanso. Al contrario, desgarran los uniformes, hieren a los desprevenidos y envenenan a los que tocan. Pero los generales están empecinados y, ¡si no me traen al salvaje Gramajo los hago fusilar!, el gobierno es duro con las órdenes y la justicia. ¿Persiguen a un fantasma, existe ese hombre? Lo buscan por leguas y no lo en­cuentran. Y si no es un fantasma es un misterio ver al Rogelio Gramajo, noche y día sin hablar, andando y an­dando como si fuera resignado a la cordillera. Los más envalentonados, aquellos que todavía gozan con la que­mazón del monte y los miedos que gritaban, dan quejas porque mi capitán estamos huyendo como vizcachas cuando los podemos enfrentar y con este sol que los de­rrite poca vida ya les queda. No contesta el Gramajo. Al frente, marca el rumbo, cabizbajo. ¿Está viejo, tiene miedo, qué le pasa?, atrás murmuran sus hombres pero, ¿miedo el Rogelio? Eso nunca. Y, ¿vamos a seguir hu­yendo?, su gente quiere pelear. Se aburren en esa marcha que no conduce a ningún lado mientras sus hijos y muje­res, seguro, reciben malos tratos y la sangre me arde al pensarlo, los pobres muy indefensos y nosotros tan le­jos, ¿para qué a la cordillera? Los caballos andan reventa­dos. Apenas mueven las patas. Gramajo se da vuelta y mira. Lo siguen desganados, lanzas, sables, cuchillos y algún fusil. Es muy poco comparado con carabinas, pistolas y carretas con provisiones. ¿De ahí su aflojada? Quién sabe. Antes, y por años, con menos hizo polvo al enemigo y siempre los barrieron con pocas armas y mu­cho coraje. Otra es la debilidad que le anda escarbando. Es eso mismo que hace tiempo y en sacudidas como si fueran ataques que se adormecen pero vuelven, ahora ha venido para derrumbarlo y entristecerlo. La idea lo muerde: "¡No seas terco, Rogelio! Ya hiciste lo tuyo y fue bastante, ¿qué más andas buscando? Muchos hijos fecundará la vieja pero siempre serán pocos. Ellos rompen y dominan, si no es hoy será mañana. Tienen ayuda de los extranjeros, ejércitos bien pagados y son muchos los que quieren que el país no cambie. ¿No es triste enga­ñar a los que te siguen? Claro, piden pelear pero muertos lo han de pedir con tal de no dejarse aplastar..." Habla solo, piensa, rumea, mientras tranco a tranco, los días sin parar, bordea la cordillera, cruza valles, atraviesa hondonadas y suda desiertos.

    Cuando endereza hacia Tama, todavía a muchas le­guas, florecen los cactos porque es noviembre. Y como ya la tropa no aguanta el disgusto pues quiere ir a San Juan donde se ha hecho fuerte el enemigo, un paisano se le atreve. Descansan en un reparo de arbustos, y cuando da la orden de montar, el hombre lo encara:

    –¿Seguimos huyendo, capitán? Por ese lado regresa­mos a Tama y ya estamos cansados de dar vueltas para desorientar al enemigo. Todos queremos pelear...

    El Rogelio lo mira. Es sincero el hombre pues dice lo que siente. Tiene agallas. Pero él también debe ser fran­co y es la primera vez en años que un paisano se le atreve. Lo suficiente para castigarlo pues los otros escuchan y de ahí en más le perderán el respeto. Despacito, sin eno­jos ni amarguras, responde:

    –Por lo que veo, estoy de más. Y como no me gusta estorbar, me voy...

    Monta despacio y sin apuros. Comienza a trotar. El paisano y los otros quedan mudos pues aunque siempre respetuosos en el trato, este no es el Rogelio Gramajo, tan arrogante que supo ser y parece muy triste, para mí que anda enfermo, ¿lo vamos a dejar solo? y ¡yo lo sigo adonde vaya!, los hombres cambian pocas palabras y ya mismo, doloridos por la soledad del jefe, siguen en ban­dada a ese bulto que se aleja tragado por la llanura. El paisano se arrepiente y, ¿para qué abrí la boca?, paso a paso, no sabiendo cómo hará cuando llegue el momento de pedir disculpas, busca la huella de los otros.

    Y ya están en Olta y que poco falta para Tama, las mujeres que esperan, las criaturas que nos necesitan, los sembrados abandonados y los animales perdidos en los montes, sin pastores ni arrieros. La alegría es para todos porque en las cercanías se huele a la familia y quién sabe si los encontraré vivos, llega siempre el miedo. Está de­solado el pueblo porque se ve que cansados de aguantar miserias casi todos se han largado con destino de peones o de sirvientas, muy tranquilo, con ganas de llegar a Ta­ma y quedarse las horas en el patio, a la sombra de un árbol, mirando que pase el día, el Rogelio ordena esa noche un alto. Ya nadie le discute su gusto, y si dijo vol­ver, basta de palabras. No se habla del enemigo, ni del rumbo que han tomado, ni del porqué tantas leguas an­dadas para regresar a lo mismo. Está muy cerca Tama y mañana en dos trotecitos vaya qué lindo es volver, esta­remos en lo nuestro. Pero el enemigo no descansa ni añoja. Acecha, busca, se emperra y ¿dónde está el Gra­majo?, ¡abrís la boca o te achuro!, sigue las huellas una partida interrogando con empecinamiento a cuanta per­sona se le cruza en el camino. Y ya lo tenemos cerca y hasta lo estoy oliendo y qué ensartada le daremos, la an­siedad crece en los hombres pues ya aseguran que el pro­greso agradecerá con honores a quien degüelle al Gra­majo. Unos por aquí, rendidos y durmiendo confiados como criaturas, otros de fiesta que hace rato no ven mu­jeres, y algunos junto al Rogelio, los montoneros hacen un alto en las afueras de Olta. Todo es silencio y pocos ruidos tienen los llanos cuando lo que vive se duerme. No hay mucho que decir y las miradas bastan para com­prender muchas cosas y a otras imaginarlas. Y así están contagiados con la tranquilidad del jefe cuando se oye el galopar y deben ser de los nuestros que llegan de diver­tirse y apurados vienen los muchachos, tan contentos, no le dan importancia al tropel que se acerca. Pero con furia, renovado el odio porque ahora sí que lo huelen, los de la partida enemiga se largan de los caballos, apa­recen como surgidos de la noche y el sargento que man­da, apuntando con el fusil, cierra el paso gritando:

    –¡Quietos que los tengo!

    Nadie se mueve. Menos el Rogelio que ni sorprendido se muestra pues al fin algo le dice que todos los destinos se cumplen y el suyo no espera milagros. Los de afuera miran como si mordieran y se ve en los ojos que están desesperados por matar. El sargento es quien manda y pregunta:

    –¿Cuál es el Gramajo?

    Son cuatro o cinco los que esperan, el gatillo pronto. Otros rodean el rancho, por las dudas. Los han jodido y ni pensar en resistirse que donde se muevan caen todos fusilados con tantas carabinas que amenazan. Así que a no lamentarse de la mala suerte y ni siquiera adivinar si llegaron por un atajo, si es que los delataron o cómo aparecieron sin que los centinelas dieran alertas. Acá es­tán y quieren lo que tanto han buscado:

    –¿Cuál es el Gramajo, carajo?

    Nervioso se pone el sargento, lo mismo que cuando ha­ce años desperdició cuchilladas para asesinar a la vieja y sólo espantó plumas que eran de águilas, eran de palo­mas y eran de gorriones. Si mirara mejor no tendría tra­bajo en averiguarlo porque ahí está, se destaca tanto en la luz de la lámpara con esos ojos tristes semicerrados, la cara apacible y la barba como vellón de oveja, que no hace falta preguntar.

    –Yo soy el que buscan... El Rogelio habla despaci­to, total, a veces se gana y en otras se pierde.

    El sargento mira como espantado y le cuesta creerlo porque allí ve a un paisano viejo, muy manso y ni pare­cido a ese salvaje que por años lo llenó de miedo, tanto que lo soñaba. Y es cuando ordena:

    –Déme las armas... Lo hago prisionero.

    Entrega su puñal el Rogelio. Es todo lo que lleva encima para defenderse. El sargento duda y revisa:

    –¿Nada más...?
    –Nada más –secas y resignadas son las palabras.

    Los de afuera, curiosos, quieren ver al salvaje porque hace años que sufren mala vida, siempre de campaña por las llanuras y suya es la culpa de un sufrir que nunca acaba. Y ahora lo tienen prisionero y, ¿por esto tantos padecimientos?, lo desprecian y ojalá tuviera aspecto de bestia y los enfrentara con rugidos y a cuchilladas en lu­gar de quedarse ahí, tan manso y quieto. Así están. El Gramajo y los suyos resignados y los otros nerviosos sin saber qué hacer por la fama que tiene el prisionero, cuando se acerca otra partida y resuenan los cascos de la caballada que llega con apuro. Son muchos y esta vez el Rogelio reconoce por el barullo que no es gente de su parte la que viene. Mucho ruido, caballos maltratados y gritos suenan afuera. El sargento ha ordenado que le aten los brazos para evitar huidas y no se ha resistido el hombre para nada. Y así está y así espera cuando llega el coronel Ordóñez que entra enfurecido. Es la misma de­sesperación, el odio más grande, imposible de meter tanto rencor dentro de una sola persona.

    –¿.Dónde está el hijo de puta? –ruge como loco.

    El sargento señala:

    –Ese...

    El coronel, como viene, insultando y a la carrera, le clava la lanza de frente y lo ensarta de lado a lado. El Rogelio cae, balbucea una pregunta porque no esperaba semejante desesperación, tan indefenso que estaba. El otro no queda contento porque mientas respire y se mueva, vive. Y vivo, los suyos jamás podrán dormir tranquilos. Lo vuelve a ensartar y encima da el grito:

    –¡Me lo rematan ya mismo!

    La fusilería resuena en el rancho, se hace pájaro el so­nido en la noche y retumba la explosión en los cerros cuando vuelan plumas de águilas y de palomas y de gorriones. El Rogelio agoniza y ni siquiera ha tenido tiem­po de quejarse pues antes que el dolor viene la muerte. Y después, cuando lo degüellan y por días y días para mie­do de los que se rebelan metan sol y lunas en su cabeza, clavada encima de un poste en el centro de la plaza, ten­drá la misma expresión serena y asombrada de los tiem­pos cuando se preguntaba si valía la pena luchar por un país todo arena, todo monte, todo cerro y con una sole­dad tan ancha. Y a medida que resucita se agranda su sonrisa, porque ya se ve a la vieja pariendo y pariendo hijos que mueren, desaparecen o se agachan sobre el arado, pero siempre vuelven a vivir y es que así que nun­ca han de terminar los Gramajo. Todos los ejércitos del mundo, los más poderosos, los más desalmados, se de­sesperan enloquecidos buscando a la vieja para aniqui­larla y quién sabe dónde está escondida la picara que por los siglos de los siglos sigue pariendo hijos.


    Fin


    Notas


    Novela crítica y mágica. El paisaje, la desolación, la sed y el hambre de sus pobladores son incorpo­rados magistralmente a la problemática humana. Una novela para todos los tiempos, porque las re­laciones de los hombres, desde el clan a las sociedades modernas son las mismas: llenas de egoís­mos, de bajas pasiones y también de grupos idea­listas que luchan por la redención.



    Enrique David Borthiry, marplatense hasta la mé­dula, es descendiente de vascofranceses inmi­grantes. Se inició como novelista a los 21 años con "Un cielo de yeso", a la que siguieron "Hombres de arena y sal" (1961), "El país de los Gramajo" (1973) que Editorial Abril publica por primera vez en Argentina, "El perseguidor de pájaros" (1977), "El alemán que venció a la ruleta" (1979), "Palo­mas tristes tiene la paz" (1982) y "La ciudad donde llueven mariposas" (1983). Obtuvo el Primer Pre­mio de Literatura de la Municipalidad de Mar del Plata. Actualmente es editorialista del diario La Capital de Mar del Plata y un polémico revisionis­ta de la complaciente historia de esa gran ciudad.


    Finalista PRIMER PREMIO INTERNACIONAL DE NOVELA "MEXICO" 1973


    JURADO
    √ Premio Nobel, Miguel Ángel Asturias (Guatemala)
    √ Ángel María de Lera (España)
    √ José Revueltas (México)
    √ Miguel Otero Silva (Venezuela)
    √ Mario Vargas Llosa (Perú)

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