EL BOSQUEJO MISTERIOSO (Emile Erckmann & A. Chatrian)
Publicado en
marzo 04, 2012
ERCKMANN-CHATRIAN
(1822-1899) ( 1826-1890)Erckmann y Chatrian se revelaron como discípulos fieles del berlinés Hoffmann en numerosos cuentos fantásticos, antes de escribir las novelas alsacianas a las que deben su fama. Estaban dotados de menor brillo que su maestro, pero llevan aún más lejos que él la preocupación por el detalle observado. El amor por la montaña de los Vosgos o por el valle renano les inspira páginas fervientes y precisas cuya virtud evocadora fija la atención del lector. En cuanto a sus personajes (Elías, el sacrificador, con la cabeza cubierta por un gorro; el Dr. Selsam con el mentón puntiagudo y la nariz como hoja de afeitar; el tabernero Gambrinues, reinando, imponente sentado en su mostrador), subrayan, a la manera de Hoffmann, el relieve pintoresco, caricaturesco u horroroso.
Un mismo realismo realza las visiones sobrenaturales que son evocadas en sus cuentos. Ese patio encajado entre muros decrépitos y repleto de ganchos, ese buey descuartizado, esos torrentes de sangre en las baldosas de ladrillo, ese cobertizo en el que se amontonan hierros viejos y objetos heteróclitos, el protagonista de El bosque misterioso (1860) los fija en la tela para obedecer a las sugerencias entre las manos de un magistrado, así se derrumban los tabiques que hay entre el mundo real y el del sueño; por lo tanto, los acontecimientos más improbables pueden merecer el crédito del lector conquistado.I
Frente a la capilla Saint-Sebalt, en Nuremberg, en la esquina de la calle de los Trabans, se eleva una pequeña posada, angosta y alta, con el hastial dentado, los vidrios empolvados y el techo coronado por una virgen de yeso. Fue allí donde pasé los días más tristes de mi vida. Había ido a Nuremberg para estudiar a los viejos maestros alemanes; pero, a falta de dinero contante y sonante, tuve que hacer retratos... ¡y qué retratos! Comadres gordas, con el gato en las rodillas, concejales con peluca, burgomaestres con tricornio, todo coloreado de abundante ocre y bermellón.
De los retratos descendí a los croquis y de los croquis a las siluetas.Nada más penoso que tener constantemente a las espaldas a un dueño de hotel, de labios repulgados, voz chillona, aire impúdico, que todos los días viene a decir: «¡Eh!, ¿me pagará pronto, señor? ¿Sabe a cuánto asciende su cuenta? No, eso no lo preocupa... El señor come, bebe y duerme tranquilamente... El señor alimenta a los pajaritos. La cuenta del señor asciende a doscientos florines y diez kreutzer... no vale la pena que hablemos de esto».Aquellos que no han oído cantar esta gama, no pueden tener una idea de lo que es; el amor al arte, la imaginación, el entusiasmo sagrado por lo bello se resecan al soplo de semejante pillo... Uno se vuelve torpe, tímido; se pierde toda la energía, tanto como el sentimiento de la dignidad personal, ¡y uno saluda de lejos, respetuosamente, al señor burgomaestre Schneegans!Una noche, sin tener un céntimo, como de costumbre, y amenazado de ir a prisión por ese digno señor Rap, resolví hacer que quebrara cortándome la garganta. En ese agradable pensamiento, sentado en mi camastro frente a la ventana, me entregaba a mil reflexiones filosóficas más o menos regocijantes.«¿Qué es el hombre?, me decía yo. Un animal omnívoro; sus mandíbulas provistas de caninos, de incisivos y de molares, lo prueban suficientemente. Los caninos están hechos para despedazar la carne; los incisivos para comenzar la fruta, y los molares para masticar, destrozar y triturar las substancias animales y vegetales con el gusto y el olfato. Pero cuando no hay nada para masticar, ese ser es un verdadero sin sentido en la naturaleza, una superfetación, la quinta rueda de una carroza».Tales eran mis reflexiones. No me atrevía a abrir mi navaja de afeitar por temor a que la fuerza invencible de mi lógica me inspirara el coraje de terminar con todo. Después de haber argumentado de ese modo, soplé mi vela, aplazando la continuación para el día siguiente.Ese abominable Rap me había embrutecido completamente. De hecho, ya no veía más que siluetas, y mi único deseo, era el de tener dinero para desembarazarme de su odiosa presencia. Pero aquella noche, se produjo una revolución singular en mi mente. Me desperté hacia la una, encendí de nuevo mi lámpara, y envolviéndome en mi blusón gris, arrojé en el papel un rápido bosquejo de estilo holandés... era algo extraño, raro, que no tenía ninguna relación con mis concepciones habituales.Imaginen un patio en sombras, encajado entre altas paredes decrépitas... Esas paredes están repletas de ganchos, a siete u ocho pies del suelo. Con la primera mirada se adivina que es una carnicería.A la izquierda se extiende un armazón de listones; a través de eso se ve un buey descuartizado, suspendido de la bóveda por poleas enormes. Grandes charcos de sangre corren por las baldosas y van a reunirse en una zanja llena de restos sin forma.La luz llega desde arriba entre las chimeneas, cuyas veletas se recortan en un ángulo de cielo grande como la mano, y los techos de las casas vecinas escalan vigorosamente sus sombras de piso en piso.En el fondo de ese reducto hay un cobertizo, debajo del cobertizo una leñera, encima de la leñera, unas escalas, unos haces de paja, paquetes de cuerda, jaulones para gallinas y una vieja conejera fuera de uso.¿Cómo se ofrecían a mi imaginación esos detalles heteróclitos?... Lo ignoro, no tenía ninguna reminiscencia análoga y, sin embargo, cada trazo del lápiz era un hecho de observación fantástica a fuerza de ser verdadero. ¡Nada faltaba!Pero a la derecha, un rincón del bosquejo quedaba en blanco... No sabía qué poner... Algo se agitaba allí, se movía... De pronto, vi un pie, un pie invertido, separado del suelo. A pesar de esa posición improbable, seguí la inspiración sin darme cuenta de mi propio pensamiento. Ese pie terminaba en una pierna... Extendida con esfuerzo, pronto flotó el faldón de un vestido en la pierna... Resumiendo, apareció una mujer vieja, macilenta, deshecha, desmelenada, invertida sucesivamente en el borde de un pozo y luchando contra un puño que le apretaba la garganta.Lo que estaba dibujando era una escena de asesinato. El lápiz se me cayó de la mano.Aquella mujer, en la actitud más audaz, con la cintura doblada en el brocal del pozo, el rostro contraído por el terror, las dos manos crispadas en los brazos del asesino, me daba miedo... No me atrevía a mirarla. Pero no veía al hombre, al personaje de ese brazo... Me era imposible terminarlo.«Estoy cansado, me dije con la frente bañada en sudor, sólo me queda esta figura para hacer, terminaré mañana... Será fácil».Y volví a acostarme, espantado por mi visión. Cinco minutos después, dormía profundamente.Al día siguiente, estaba de pie de madrugada. Acababa de vestirme y me preparaba para retomar la obra interrumpida cuando resonaron en la puerta dos golpecitos.— ¡Entre!La puerta se abrió. Un hombre ya viejo, alto, delgado, vestido de negro, apareció en el umbral. La fisonomía de aquel hombre, sus ojos juntos, su nariz grande como el pico de un águila, coronada por una frente ancha, huesuda, tenía algo de severo. Me saludó gravemente.— ¿El señor Christian Venius, el pintor? -dijo.— Soy yo, señor.Se inclinó nuevamente agregando:— ¡El barón Frederick Van Spreckdal!La aparición en mi pobre tugurio del rico aficionado Van Spreckdal, juez del tribunal criminal, me impresionó vivamente. No pude evitar echar una mirada secreta a mis viejos muebles carcomidos, a mis tapices húmedos y a mi techo polvoriento. Me sentía humillado por tanto deterioro... Pero Van Spreckdal no pareció poner atención en esos detalles y sentándose ante mi mesita, continuó:— Señor Venius, vengo...Pero en ese mismo instante, sus ojos se detuvieron en el bosquejo inacabado... Ni siquiera terminó la frase. Yo me había sentado al borde del camastro, y la atención súbita que ese personaje otorgaba a una de mis producciones hacía que mi corazón latiera con una aprensión indefinible.Al cabo de un minuto, Van Spreckdal, levantando la cabeza, me dijo con la mirada atenta:— ¿Es usted el autor de este bosquejo?— Sí, señor.— ¿Cuál es su precio?— No vendo mis bosquejos... Es el proyecto de un cuadro.— ¡Ah! -dijo, levantando el papel con la punta de sus largos dedos amarillos.Sacó un lente de su chaleco y se puso a estudiar el dibujo en silencio.En ese momento, el sol llegaba a la buhardilla oblicuamente. Van Spreckdal no murmuraba una palabra; su gran nariz se curvaba como un garfio, las cejas se le contraían y el mentón, elevándose como una galocha, hundía mil arruguitas en sus largas mejillas delgadas. El silencio era tan profundo que yo oía claramente el zumbido quejumbroso de una mosca, apresada en una tela de araña.— ¿Y las dimensiones de este cuadro, maestro Venius? —dijo sin mirarme.— Tres pies por cuatro.— ¿El precio?— Cincuenta ducados.Van Spreckdal colocó el dibujo en la mesa y sacó de su bolsillo una bolsa larga de seda verde, alargada en forma de pera; hizo deslizar en ellas sus anillos...— ¡Cincuenta ducados! —dijo— Aquí están.Me sentí deslumbrado.El barón se había levantado, me saludó y oí su gran bastón de puño de marfil resonar en cada peldaño hasta el final de la escalera. Entonces, recuperado de mi estupor, de pronto recordé que no le había agradecido y descendí los cinco pisos como un rayo; pero cuando llegué al umbral, por más que miré a derecha e izquierda, la calle estaba desierta.«¡Bueno, me dije, es extraño!»Y volví a subir la escalera jadeando.II
La manera sorprendente con la que Van Spreckdal acababa de aparecer me sumía en un éxtasis profundo: «Ayer, me decía yo contemplando la pila de ducados resplandeciendo al sol, ayer formaba el deseo culpable de cortarme la garganta por unos florines miserables, y he aquí que hoy la fortuna me cae de las nubes... Decididamente, he hecho bien al no abrir mi navaja y si me vuelve alguna tentación de terminar con todo, pondré cuidado en aplazar la cosa para el día siguiente».
Luego de estas reflexiones juiciosas, me senté para terminar el bosquejo, cuatro trazos con el lápiz y era asunto terminado. Pero aquí me esperaba una decepción incomprensible. Me fue imposible hacer esos cuatro trazos con el lápiz; había perdido el hilo de la inspiración, el personaje misterioso no se desprendía del limbo de mi cerebro. Por más que lo evocara, lo esbozara, lo retomara, no combinaba con el conjunto más que una figura de Rafael en un tugurio de Teniers... Sudaba a chorros.En el mejor momento, Rap abrió la puerta sin golpear, según su loable costumbre, y los ojos se le fijaron en la pila de ducados y con una voz chillona exclamó:— ¡Eh, eh! Lo he pescado. Aún dirá usted, señor pintor que le falta dinero...Y sus dedos ganchudos avanzaron con ese temblor nervioso que la visión del oro produce siempre en los avaros.Durante algunos segundos me quedé estupefacto.El recuerdo de todos los ultrajes que ese individuo me había infligido, su mirada codiciosa, su sonrisa impudente, todo me exasperaba. De un solo salto lo sujeté, empujándolo con las dos manos fuera de la habitación y le aplasté la nariz contra la puerta.Eso ocurrió con el ris ras y la rapidez de una caja de sorpresas.Pero fuera, el viejo usurero pegó unos gritos de águila:— ¡Mi dinero! ¡Ladrón! ¡Mi dinero!Los inquilinos salían de sus habitaciones y preguntaban.— ¿Qué sucede? ¿Qué es lo que pasa?Bruscamente, abrí la puerta y despachando en el espinazo del señor Rap un puntapié que lo hizo rodar más de veinte peldaños, exclamé fuera de mí:— ¡Esto es lo que pasa!Luego, cerré la puerta con doble vuelta de llave, mientras que los estallidos de risa de los vecinos saludaban al señor Rap a su paso.Estaba contento de mí, me frotaba las manos... Esa aventura me había devuelto la inspiración, retomé la obra y estaba por terminar el bosquejo cuando un ruido inusitado golpeó en mis oídos.Unas culatas de fusil chocaban contra el pavimento de la calle. Miré por la ventana y vi a tres gendarmes, con la carabina apoyada en el suelo, el bicornio de costado, que estaban de guardia en la puerta de entrada.El malvado de Rap se habrá roto algo, me dije con terror.Y vean la singular rareza de la mente humana: yo, que por la noche quería cortarme la garganta, me estremecí hasta la médula de los huesos al pensar que podrían colgarme si Rap estaba muerto.La escalera se llenaba con rumores confusos... Era una marea ascendiente de pasos sordos, de tintineos de armas, de palabras breves.De pronto, trataron de abrir mi puerta. ¡Estaba cerrada!Entonces, hubo un clamor general.— ¡Abra, en nombre de la ley!Me levanté temblando, con las piernas tambaleantes.— ¡Abra! —repitió la misma voz.Tuve la idea de escaparme por los techos; pero apenas había pasado la cabeza por la ventanita de techo de la buhardilla, cuando retrocedí, sobrecogido por el vértigo. En un relámpago había visto todas las ventanas de abajo, con sus espejos reverberantes, sus macetas con flores, sus pajareras, sus rejas. Y más abajo, el balcón; más abajo, el farol; más abajo el letrero del Tonelito Rojo, reforzado con ganchos, y luego, finalmente las tres bayonetas que brillaban y no esperaban más que mi caída para atravesarme desde la planta de los pies hasta la nuca. En el techo de la casa de enfrente, un gato rojo, al acecho detrás de una chimenea, esperaba a una banda de gorriones, que piaban y discutían en el alero.Uno podría imaginar qué claridad, qué poder y qué rapidez de perfección puede alcanzar el ojo del hombre cuando está estimulado por el miedo.A la tercera intimidación:— ¡Abra o la hundimos!Al ver que la fuga era imposible, me acerqué a la puerta vacilando e hice correr la llave.Dos manos me agarraron enseguida por el cuello. Un hombre bajito y fuerte que olía a vino, me dijo:— ¡Lo detenemos!Tenía puesta una levita verde botella, abotonada hasta el mentón, una chistera... Tenía unas gruesas patillas castañas... anillos en todos los dedos y se llamaba Passauf...Era el jefe de policía.Cinco cabezas de dogos, con una gorra chata, la nariz como el cañón de una pistola, la mandíbula inferior desbordante de colmillos, me observaban desde fuera.— ¿Qué quiere? —le pregunté a Passauf.— Baje —exclamó bruscamente haciendo la señal a uno de sus hombres de que me agarrara.Éste me arrastró más muerto que vivo, mientras que los demás desordenaban mi cuarto de punta a punta.Descendí, sostenido por los brazos, como un tísico en el tercer período... con los cabellos revueltos sobre la cara, tropezando a cada paso.Me arrojaron en un coche, entre dos mocetones vigorosos que caritativamente me dejaron ver las puntas de dos porras, sostenidas a la muñeca por dos cordones de cuero... luego, el coche partió.Oía detrás de nosotros el paso de todos los chicos de la ciudad.— ¿Qué he hecho? —le pregunté a uno de mis guardias.Miro al otro lado con una sonrisa extraña y dijo:— Hans... ¡pregunta qué es lo que ha hecho!Esa sonrisa me heló la sangre.Pronto una sombra profunda envolvió el coche, los pasos de los caballos resonaron debajo de una bóveda. Entrábamos a las Raspelhaus... Allí es donde se puede decir:Puedo ver bien cómo se entra en este antro
pero no puedo ver cómo se sale.
En este mundo no todo tiene color de rosa: de las garras de Rap caía en un calabozo de donde muy pocos pobres diablos han tenido la suerte de escapar.Había grandes patios oscuros; ventanas alineadas como en el hospital y llenas de cuévanos, ni una mata de verde, ni una guirnalda de hiedras, ni siquiera una veleta en perspectiva... esa era mi nueva vivienda. Tenía razones para arrancarme los pelos de a puñados.Los agentes de policía, acompañados por el carcelero, me introdujeron provisoriamente en un calabozo.El carcelero, hasta donde recuerdo, se llamaba Kasper Schlüssel; con su gorrito de lana gris, la punta de la pipa entre los dientes y el manojo de llaves en la cintura, me producía el efecto del dios Búho de las caribes. Tenía de ellos los grandes ojos redondos y dorados que ven en la noche, la nariz como una coma y el cuello perdido entre los hombros.Schlüssel me encerró tranquilamente, como se meten unos calcetines en un armario pensando en otra cosa. En cuanto a mí, me quedé en el mismo lugar durante más de diez minutos con las manos cruzadas en la espalda y la cabeza inclinada. Al cabo de ese tiempo, hice la reflexión siguiente:«Al caer, Rap exclamó: 'Me han asesinado', pero no dijo quién... diré que fue mi vecino... el viejo vendedor de lentes: lo colgarán en mi lugar.»Esta idea me alivió el corazón y exhalé un largo suspiro. Luego, miré la prisión. Acababan de blanquearla y sus muros aún no mostraban ningún dibujo, excepto una horca ligeramente esbozada por mi predecesor en un rincón. El día llegaba a través de una claraboya situada a nueve o diez pies de altura; el moblaje se componía de una gavilla de paja y de una cubeta.Me senté encima de la paja, con las manos alrededor de las rodillas, con un abatimiento increíble... Apenas podía ver claramente; pero al pensar que, al morir, Rap había podido denunciarme, tuve hormigueos en las piernas y me levanté tosiendo como si la soga de cáñamo ya me hubiera apretado la garganta.Casi en el mismo instante, oí que Schlüssel atravesaba el corredor; abrió el calabozo y me dijo que lo siguiera. Lo seguían asistiendo las dos cachiporras, por eso lo seguí resueltamente.Atravesamos largas galerías iluminadas, de tanto en tanto, por algunas ventanas interiores. Detrás de una reja estaba el famoso Jic-Jack, que iba a ser ejecutado al día siguiente. Tenía puesta la camisa de fuerza y cantaba con una voz ronca:«¡Soy el rey de estas montañas!»Cuando me vio, gritó:— ¡Eh! compañero, te guardo un lugar a mi derecha. Los dos agentes de policía y el dios Búho se miraron sonriendo, mientras que se me puso la piel de gallina por toda la espalda.III
Schlüssel me empujó a una sala alta muy oscura, repleta de bancos en hemiciclo. El aspecto de esa sala desierta, sus dos ventanas enrejadas, el Cristo de viejo roble renegrido, con los brazos extendidos, y la cabeza dolorosamente inclinada sobre el hombro, me inspiró no sé qué temor religioso que estaba de acuerdo con mi situación.
Desaparecieron todas las ideas de falsa acusación que tenía y los labios se me agitaron, murmurando una oración.No había orado desde hacía mucho tiempo, pero la infelicidad siempre nos lleva de nuevo a pensamientos de sumisión... ¡El hombre es tan poca cosa!Enfrente de mí, en un asiento elevado, había dos personajes sentados que le daban la espalda a la luz, de modo que sus rostros quedaban en la sombra.Sin embargo, reconocí a Van Spreckdal por su perfil aguileño iluminado por un reflejo oblicuo del vidrio. El otro personaje era gordo, tenía las mejillas llenas, abultadas, las manos cortas y llevaba puesta una toga de juez, igual que Van Spreckdal.El escribano Conrad estaba sentado arriba; escribía sobre una mesa baja, haciéndose cosquillas en la punta de la oreja con la barba de su pluma. Cuando llegué, se detuvo para mirarme con aire curioso.Me hicieron sentar y Van Spreckdal me dijo levantando la voz:— Christian Venius, ¿de dónde sacó usted este dibujo?Me mostraba el bosquejo nocturno que ahora estaba en su posesión. Me lo hicieron pasar... Después de haberlo examinado, respondí:— Soy el autor.Hubo un silencio bastante largo; el escribano Conrad escribía mi respuesta. Oía cómo su pluma corría en el papel y pensaba: «¿Qué significa la pregunta que acaban de hacerme? Esto no tiene ninguna relación con el puntapié en el espinazo de Rap».— Usted es el autor de esto —retomó Van Spreckdal— ¿Cuál es el tema?— Es un tema de fantasía.— ¿No copió usted estos detalles en algún lugar?— No, señor, los he imaginado a todos.— Acusado Christian —dijo el juez con un tono severo— lo invito a reflexionar. ¡No mienta!Me ruboricé y con un tono exaltado exclamé:— ¡He dicho la verdad!— Escribano, anote —dijo Van Spreckdal.La pluma corrió nuevamente.— Esta mujer —prosiguió el juez— esta mujer que están asesinando al borde de un pozo... ¿también la ha imaginado?— Sin duda.— ¿Nunca la ha visto?— Nunca.Van Spreckdal se levantó como indignado; luego sentándose de nuevo, pareció consultar en voz baja con su colega.Aquellos dos perfiles negros, que se recortaban sobre el fondo iluminado de la ventana y los tres hombres, de pie detrás de mí... el silencio de la sala... todo me hacía estremecer.«¿Qué quieren de mí? ¿Qué he hecho?», murmuré.De pronto, Van Spreckdal le dijo a mis guardias:— Conduzcan de nuevo al prisionero hacia el coche; partimos a la Metzerstrasse.Luego, dirigiéndose a mí, exclamó:— Christian Venius, está usted en un camino deplorable... Recójase y piense que si la justicia de los hombres es inflexible.... aún le queda la misericordia de Dios... ¡Puede merecerla si confiesa su crimen!Esas palabras me atontaron como un golpe de martillo... Me eché hacia atrás con los brazos extendidos exclamando:— ¡Ah! ¡Qué sueño espantoso!Y me desvanecí.Cuando recobré el conocimiento, el coche andaba lentamente por la calle; otro nos precedía. Los dos agentes de seguridad seguían estando allí. Durante el camino, uno de ellos le ofreció polvo de tabaco a su colega; maquinalmente, extendí los dedos hacia la tabaquera, él la retiró vivamente.El rojo de la vergüenza me subió a la cara, y volví la cabeza para esconder mi emoción.— Si mira para fuera —dijo el hombre de la tabaquera— estaremos obligados a ponerle las esposas.— ¡Qué el diablo te estrangule, canalla del infierno! —pensé. Y como el coche acababa de detenerse, uno de ellos bajó mientras que el otro me sostenía por el cuello, luego, al ver que su camarada estaba listo para recibirme, me empujó hacia afuera con rudeza.Esas infinitas precauciones para asegurarse de mi persona no me anunciaban nada bueno; pero estaba lejos de prever toda la gravedad de la acusación que pesaba sobre mi cabeza, cuando una circunstancia espantosa finalmente me abrió los ojos y me sumió en la desesperación.Acababan de empujarme hacia un pasadizo bajo, con el pavimento roto, desigual; a lo largo de las paredes corrían unas gotas amarillentas que exhalaban un olor fétido. Caminaba en medio de las tinieblas, con los dos hombres detrás de mí. Más adelante, se veía el claroscuro de un patio interior.A medida que avanzaba, el terror me penetraba cada vez más. No era un sentimiento natural, era una ansiedad punzante, más allá de la naturaleza, como la pesadilla. Instintivamente, retrocedía a cada paso.— ¡Vamos! —gritaba uno de los agentes de policía apoyándome la mano en el hombro— ¡camine!Pero qué grande fue mi espanto cuando, al final del corredor, vi el patio que había dibujado la noche anterior, con sus muros repletos de ganchos, sus montones de hierros viejos, su jaula para gallinas y su conejera... ¡ningún detalle había sido omitido! ¡Ni un tragaluz grande o pequeño, alto o bajo, ni un vidrio rajado!Quedé fulminado por esa extraña revelación.Cerca del pozo estaban los dos jueces, Van Spreckdal y Richter. A sus pies, yacía la vieja mujer, de espaldas… sus cabellos ampliamente desparramados… la cara azul... los ojos abiertos desmedidamente… y la lengua agarrada entre los dientes.¡Era un espectáculo horrible!— ¡Y bien! —me dijo Van Spreckdal con un acento solemne— ¿qué puede decirme?No respondí.— ¿Reconoce usted haber arrojado a esta mujer, Theresa Becker, a este pozo, después de haberla estrangulado para robarle dinero?— ¡No! — exclamé— ¡No! No conozco a esta mujer, nunca la he visto. ¡Que Dios me ayude!— Es suficiente —replicó con voz seca.Y sin agregar una palabra, salió rápidamente con su colega.Entonces los agentes creyeron que era necesario ponerme las esposas. Me llevaron de nuevo a las Raspelhaus, en un estado de estupidez profunda. Ya no sabía qué pensar... hasta se me turbaba la conciencia; ¡me preguntaba si no habría asesinado a esa vieja!A los ojos de mis guardias, estaba condenado.No les relataré las emociones que sentí esa noche en la Raspelhaus, cuando, sentado en la gavilla de paja, con el tragaluz enfrente de mí y la horca en perspectiva, oía al relojero gritar en el silencio: «¡Duerman, habitantes de Nuremberg, el Señor está velando por ustedes! ¡La una!... ¡las dos!... ¡Han dado las tres!»Cada uno puede hacerse una idea de una noche semejante. Por más que se diga que vale más ser colgado inocente que culpable... Para el alma, sí; pero para el cuerpo, no hay diferencia; por el contrario, respinga, maldice la suerte, trata de escaparse, sabiendo que su papel termina con la cuerda. Agreguen que se arrepiente de no haber gozado lo suficiente de la vida, de haber escuchado al alma que le recomendaba abstinencia...«¡Ah! ¡Si hubiera sabido, exclama, no me habrías manejado a tu antojo con tus grandes palabras, tus bellas frases y tus magníficas sentencias! No me habrías engañado con tus bellas promesas... Habría tenido buenos momentos que ya no volverán... ¡Se acabó! Tú me decías: ¡Doma tus pasiones!... ¡Pues bien! Las he domado... Ahora estoy listo... van a colgarme, y más tarde, a ti te llamarán el alma sublime, el alma estoica, mártir de los errores de la justicia... ¡Ni siquiera se tratará de mí!»Tales eran las tristes reflexiones de mi pobre cuerpo.Llegó el día; al principio pálido, indeciso, iluminó con sus vagos resplandores la claraboya... las barras en cruz..., luego se estrelló contra el muro del fondo. Afuera, la calle se animaba; ese día había mercado: era viernes. Oía pasar las carretas con legumbres, y los buenos campesinos cargados con sus cuévanos. Algunas jaulas de gallinas cacareaban al pasar y las vendedoras de manteca hablaban entre ellas. Enfrente, el mercado se abría... estaban colocando los bancos.Finalmente, llegó el día y el vasto murmullo de la multitud que aumentaba, las mujeres que se reunían con la canasta debajo del brazo, yendo, viniendo, discutiendo, regateando, me anunció que eran las ocho de la mañana.Con la luz, mi corazón volvió a tener un poco de confianza. Algunas de mis ideas negras desaparecieron; sentí el deseo de ver lo que ocurría fuera.Otros presos se habían levantado antes que yo hasta la claraboya; habían hecho agujeros en la pared para poder subir más fácilmente... Escalé la pared a mi vez, y cuando estuve sentado en el vano oval, con la cintura doblada, y la cabeza curvada, cuando pude ver a la gente, la vida, el movimiento... unas lágrimas abundantes me corrieron por las mejillas. Ya no pensaba en el suicidio... Sentía una necesidad de vivir, de respirar verdaderamente extraordinaria.«¡Ah!, me decía yo, ¡vivir, es ser feliz!... Que me hagan arrastrar la carretilla, que me aten una bola de cañón a la pierna... ¡qué me importa! con tal que viva.»El viejo mercado, con el techo en forma de apagador colocado encima de pilares pesados, ofrecía en ese momento una visión soberbia. Las viejas, sentadas enfrente de sus canastas de legumbres, de sus jaulas para aves, de sus cestos para huevos; detrás de ellas, los judíos, vendedores de trastos viejos, con la cara color del buj; los carniceros, con el ancho sombrero plantado en la nuca, calmos y graves, con las manos apoyadas detrás de la espalda, en sus bastones de acero, fumaban tranquilamente la pipa... También el bullicio, el ruido de la gente..., esas voces chillonas, gritonas, graves, agudas, breves.... esos gestos expresivos.... esas actitudes inesperadas que traicionan de lejos la marcha de la discusión y pintan tan bien el carácter del individuo.... en fin, todo eso cautivaba mi mente y a pesar de mi triste posición, me sentía feliz de estar aún en el mundo.Pero mientras estaba mirando de ese modo, pasó un hombre, un carnicero, con la espalda curvada, llevando un enorme cuarto de vaca sobre los hombros, tenía los brazos desnudos, los codos al aire, la cabeza inclinada hacia abajo... La cabellera flotante como la del sicambrio del Salvator me ocultaba su rostro, y sin embargo, con la primera mirada, me estremecí...«¡Es él!», me dije.Toda mi sangre fluyó hacia el corazón... Bajé a la prisión, temblando hasta la punta de mis uñas, sintiendo que se me agitaban las mejillas, que la palidez se extendía sobre mi cara, y murmurando con una voz apagada:— ¡Es él! Está ahí... ahí... y yo voy a morir para expiar su crimen ... ¡Oh, Dios!... ¿Qué hago?..., ¿Qué hago?...Una idea súbita, una inspiración del cielo me atravesó la mente... Llevé la mano hasta el bolsillo de mi traje... ¡La caja de carboncillos estaba ahí!Entonces, lanzándome hacia la pared, me puse a trazar la escena del crimen con una inspiración inusitada. No más incertidumbres, no más tanteos. Conocía al hombre... Lo veía... Estaba posando delante de mí.A las diez, el carcelero entró en mi celda. Su impasibilidad de búho le cedió el lugar a la admiración.— ¿Es posible? —exclamó de pie en el umbral.— Vaya a buscar a los jueces —le dije prosiguiendo con mi trabajo con una exaltación creciente.Schlüsser dijo:— Lo esperan en la sala de instrucción.— Quiero hacer revelaciones —exclamé dando el último toque al personaje misterioso.Vivía; era espantoso de ver. Su rostro, de frente, achicado en la pared, se destacaba sobre el fondo blanco con un vigor prodigioso.El carcelero salió.Unos minutos después, aparecieron los jueces. Se quedaron estupefactos.Les dije con la mano extendida y temblando con todos mis miembros:— ¡Este es el asesino!Después de unos instantes de silencio, Van Spreckdal me preguntó:— ¿Su nombre?— Lo ignoro... pero en este momento, está en el mercado... corta carne en el tercer puesto, a la izquierda, entrando por la calle de los Trabans.— ¿Qué piensa? —dijo inclinándose hacia su colega.— Que busquen a ese hombre —respondió el otro con un tono grave.Varios guardias que se habían quedado en el pasillo obedecieron esa orden. Los jueces quedaron de pie, sin dejar de mirar el bosquejo. Yo me desplomé en la paja con la cabeza entre las rodillas, como aniquilado.Pronto resonaron unos pasos a lo lejos bajo las bóvedas. Aquellos que no hayan esperado la hora de la liberación y contado los minutos, que en ese momento eran largos como los siglos... aquellos que no hayan sentido las emociones punzantes de la espera, el terror, la esperanza, la duda... no podrán concebir el estremecimiento interior que sentí en ese momento. Habría distinguido los pasos del asesino caminando en medio de sus guardias entre otros mil. Se acercaban... Hasta los jueces parecían estar conmovidos. Yo había levantado la cabeza y con el corazón oprimido como por una mano de hierro, miré fijamente la puerta cerrada. Se abrió... El hombre entró... Tenía las mejillas infladas por la sangre, las anchas mandíbulas contraídas hacían que sus músculos sobresalieran hasta las orejas y sus ojitos, inquietos y salvajes como los de un lobo brillaban debajo de unas cejas espesas de un amarillo rojizo.Van Spreckdal le mostró el bosquejo silenciosamente.Entonces, ese hombre sanguíneo, de hombros anchos, miró, palideció... luego, dando un rugido que nos dejó helados de terror a todos, separó sus brazos enormes y dio un salto hacia atrás para derribar a los guardias. Hubo una lucha horrorosa en el pasillo; sólo se oían la respiración jadeante del carnicero, imprecaciones sordas, palabras cortas y los pies de los guardias levantados del piso, volvían a caer sobre las baldosas.Eso duró un minuto.Finalmente, el asesino volvió a entrar, con la cabeza baja, el ojo ensangrentado, y las manos atadas a la espalda. Volvió a fijar la mirada en el cuadro del asesinato... pareció reflexionar y, en voz baja y como hablándose a sí mismo, dijo:— ¿Quién habrá podido verme a medianoche?¡Estaba salvado!Muchos años han transcurrido desde aquella terrible aventura. ¡Gracias a Dios!, ya no hago siluetas, ni siquiera retratos de burgomaestres. A fuerza de trabajo y de perseverancia he conquistado mi lugar bajo el sol y me gano honorablemente la vida haciendo obras de arte, que para mí, es el único objetivo que todo verdadero artista debe tratar de alcanzar. Pero el recuerdo del bosquejo nocturno siempre me ha quedado en la mente. A veces, en la mitad del trabajo, mi pensamiento se traslada hacia allí. Entonces, dejo la paleta, ¡y sueño durante horas enteras!
¿Cómo había podido reproducirse bajo mi lápiz, hasta en los más mínimos detalles un crimen realizado por un hombre que yo no conocía... en una casa que nunca había visto?¿Será una casualidad? ¡No! Y además, después de todo, ¿Qué es la casualidad sino el efecto de una causa que se nos escapa?Schiller tendría razón cuando decía que: «El alma inmortal no participa de la debilidad de la materia; durante el sueño del cuerpo, ¡despliega sus alas radiantes y se va Dios sabe adónde!... Lo que hace entonces, nadie puede decirlo... pero la inspiración a veces traiciona el secreto de las peregrinaciones nocturnas».¿Quién sabe? La naturaleza es más audaz en sus realidades... ¡que la imaginación del hombre en su fantasía!Fin