BENEFACTOR EN SILLA DE RUEDAS
Publicado en
marzo 11, 2012

Edgar Montoya convirtió su tragedia personal en una vocación de ayuda al prójimo.
Por Geeta DardickLA MAÑANA del 5 de mayo de 1970, en Vietnam, Edgar Montoya, joven costarricense que servía en el ejército de Estados Unidos, penetró con su tanque unos ocho kilómetros dentro del territorio enemigo, como parte de una incursión de 1000 hombres. A mediodía, los tanques formaron un círculo defensivo en torno de la infantería, y dos horas después la tropa recibió órdenes de regresar a la base. Pero antes de que Montoya pudiera mover su vehículo, un proyectil antitanque lo sobrevoló e hizo estallar el tanque que iba a su lado. El joven lanzó 500 andanadas de metralla contra la posición de los atacantes. Luego saltó a tierra para ir en busca de más municiones, pero una bala le destrozó la muñeca derecha. Edgar empezó a gritar de dolor; un compañero suyo corrió a auxiliarlo y le vendó el brazo con un trozo de tela.
Minutos después, un helicóptero aterrizó para recoger a los heridos. Mientras Montoya corría hacia el aparato, una segunda bala lo derribó. El muchacho abrió los ojos y pudo ver el cielo. No sentía ningún dolor; sólo una sensación de vacío. En tanto que el helicóptero zumbaba por encima de su cabeza, Edgar pensó: Me llegó la hora. Voy a morir aquí, y jamás volveré a Costa Rica.EDGAR MONTOYA nació el 16 de noviembre de 1949 en el pueblo de Quepos, a orillas del mar. Un año después, Mary, su madre, que entonces tenía sólo 19 años de edad, dejó a su marido y, con el niño y la hermana de este, Cira, se mudó a Guadalupe, suburbio de San José, la capital de Costa Rica. Mary encontró empleo como afanadora en una guardería del gobierno, pero su salario era tan raquítico que, para comer, sus hijos tenían que acudir todos los días a la puerta trasera de la guardería, a compartir los alimentos de la madre.Pese a la miseria en que vivía, Edgar llegó a la adolescencia siendo un muchacho sano, musculoso y apuesto, de casi 1.90 metros de estatura. En 1964, Mary dejó a sus hijos al cuidado de unos parientes y se fue a Fair Lawn, Nueva Jersey, cerca de la Ciudad de Nueva York, a trabajar de sirvienta. "En un año ahorraré el dinero suficiente para traerlos a Estados Unidos", les prometió a sus hijos. "Allí tendremos una vida mejor".Fiel a su palabra, Mary envió el dinero para los pasajes de avión de sus hijos. La familia vivió seis meses en la Ciudad de Nueva York, y luego se mudó a un apartamento, cerca de la casa donde trabajaba la madre. Edgar estudió con ahínco e hizo planes para llegar a ser piloto de la aerolínea costarricense LACSA. Cuando tenía 19 años lo llamaron a filas. A cambio de servir en el ejército estadunidense, pensó Edgar, obtendría alguna ayuda económica para proseguir sus estudios. "El ejército será el camino que me lleve a convertirme en piloto aviador", le dijo a su madre.Pero la emboscada en Vietnam cambió para siempre la vida de Montoya. La bala del francotirador penetró en el cuerpo de Edgar por la axila derecha, le atravesó el pulmón de ese mismo lado, le lesionó la médula espinal y le fracturó la clavícula izquierda antes de salir. Durante casi tres semanas se debatió entre la vida y la muerte en un hospital militar estadunidense en Japón, paralizado del tórax para abajo, estado que se le complicó con neumonía, malaria y anemia. Incapaz de sentir su cuerpo, Edgar vivía una pesadilla de fiebre e incertidumbre. Deseaba morir, pues no aceptaba lo que le había ocurrido. Cuando le otorgaron el Corazón Púrpura (condecoración que reciben los soldados heridos o muertos en combate), replicó al oficial que se lo entregó: "No necesito su medalla; lo único que deseo es volver a andar y regresar a mi patria, Costa Rica".Después de casi cinco meses transfirieron a Edgar al Centro Médico del Bronx de la Administración de Ex Combatientes (hoy, Centro Médico de la Administración de los Asuntos de Ex Combatientes). Aunque podía usar ambos brazos, jamás recuperó la sensibilidad de las axilas para abajo. Incapaz de avenirse a su paraplejía, Edgar no quiso ir a ninguna de sus citas con el fisioterapeuta, Dick Carter, que quería enseñarle a realizar sin ayuda varias actividades de la vida diaria, nuevas para un parapléjico, tales como vestirse, pasarse de la silla de ruedas al lecho, e incluso bañarse. Una mañana, Carter se acercó a Montoya y le dijo:—Mañana vas a asistir a la terapia, así tenga que llevarte en brazos como si fueras un bebé.Edgar no replicó nada. Sólo pensó: ¡Déjeme en paz! Si no puedo andar, no quiero vivir.Al día siguiente, Carter llevó en brazos a Montoya a la sala de terapia, y lo acostó en un colchón.—Cuando quieras fisioterapia, avísame —le indicó.—Si pudiera yo andar, no me haría usted esto —le gritó Edgar.—Tienes razón —respondió Carter—. Pero no puedes hacerlo, y ya es hora de que te enfrentes a la realidad.Estas palabras sacudieron al chico. Por las noches, mientras todos dormían, Edgar se despertaba, encendía su luz e intentaba trasladarse de la cama a la silla de ruedas. Cuando dominó esto, Carter le preguntó si le gustaría aprender a conducir. "¿Cómo se le ocurre?", replicó. "Usted sabe bien que no puedo mover los pies ".Un instructor del hospital tenía un auto con controles manuales especiales para los minusválidos. En la primera lección, el maestro le indicó a Edgar: "Para acelerar, tira de esa palanca que está a la izquierda del volante, y empújala hacia el piso para enfrenar". El muchacho encendió el motor, asió la palanca y tiró de ella. El auto empezó a deslizarse por la calle. Montoya se regocijó.Media hora después, Edgar era ya un conductor experto. Por primera vez desde que sufrió las heridas, se sintió libre y seguro de sí mismo. Luego compró un Oldsmobile nuevo, modelo 1971, e hizo el pago inicial con los 2000 dólares que le había prestado la Administración de Ex Combatientes. Ahora que también recibía una pensión de 800 dólares mensuales por incapacidad, mudó a su madre a un apartamento cercano al hospital. Cuando el hospital lo autorizó a salir los fines de semana, se quedaba con ella.En junio de 1972, Edgar decidió salir del hospital y conducir su auto hasta Costa Rica. "Es demasiado riesgo", le advirtió Carter. "No vas a llegar vivo". Haciendo caso omiso del consejo del fisioterapeuta, Edgar salió de Nueva York el 6 de junio y, en compañía de su madre, su hermana y los dos pequeños hijos de esta, recorrió más de 7200 kilómetros por las carreteras interestatales de Estados Unidos, y luego por la Carretera Panamericana a través de México, Guatemala, Honduras y Nicaragua. Al décimo día llegó a San José.Pero Edgar no tuvo la cálida acogida que esperaba. La reacción de sus parientes y vecinos empañó la imagen que tenía de sí mismo. Los hombres se le quedaban viendo cuando por las calles transitaba en su silla de ruedas; y cuando iba al cine los acomodadores lo hostigaban: "Esta silla estorba", se quejaban. "Tendrá que sacarla de aquí". Por el contrario, todos los inválidos que reparaban en Edgar le decían que les encantaban su reluciente silla de ruedas y su elegante Oldsmobile.Un día, en el pueblo de Santa María de Dota, un hombre abordó a Edgar. "Conozco a una joven que se pasa los días en cama porque no tiene silla de ruedas", le contó. "¿Quiere conocerla?" Edgar asintió, y escuchó con atención mientras Sylvia, de 30 años, le narraba su historia. Había nacido paralítica, y se había pasado la vida en cama, mirando por la ventana de su recámara."Sylvia", le dijo Edgar con firmeza, "te voy a conseguir una silla de ruedas; te lo prometo".Cuando regresó a Nueva York, Montoya habló con James Peters, director ejecutivo de la Asociación de Ex Combatientes Paralíticos del Este (AECPE). "En Costa Rica hay muchos minusválidos que carecen de silla de ruedas", explicó, "o que andan en unos aparatos de madera que apenas pueden moverse. ¿Sería posible conseguir sillas usadas para llevármelas a Costa Rica?" El director de la AECPE le prometió localizar algunas. En 1974 Edgar regresó en su auto a Costa Rica con 15 sillas de ruedas, una de las cuales estaba destinada para Sylvia. Cuando un primo de Montoya, William Coles, fue a entregársela a Sylvia, esta lo recibió sentada en la cama. La familia rodeó a la joven mientras uno de sus hermanos la acomodaba en la silla. "¿Cómo te sientes?", preguntó William a Sylvia. La joven, con los ojos llenos de lágrimas, sólo atinaba a decir: "¡Muchísimas gracias!"Edgar regresó a Nueva York, y en 1976 volvió a Costa Rica en su auto, arrastrando un remolque con 25 sillas de ruedas donadas por la AECPE. Después de regalar las sillas, Edgar se quedó en San José.En ese tiempo le otorgaron la categoría de residente pensionado y, gracias a su pensión de incapacidad, pudo vivir sin tener que trabajar. Posteriormente alquiló una casa. Al otro lado de la calle vivía una muchacha llamada Marcela. Tenía apenas 15 años, y sus padres no veían con buenos ojos a Montoya, a causa de su invalidez. Pero Marcela le dijo: "Yo creo en ti. Cuando cumpla 18 años, me casaré contigo".En enero de 1979 Edgar regresó a Nueva York, y el 9 de mayo de ese mismo año, el día en que Marcela cumplió 18 años, la chica le anunció por teléfono: "Estoy dispuesta a ir a Nueva York a casarme contigo". Contrajeron matrimonio el 17 de junio, y juntos retornaron a San José. En 1982 nació su primera hija, Priscilla, y tres años después tuvieron un hijo al que llamaron Esteban.
En cierta ocasión, un parapléjico, Francisco Obando, se acercó al auto de Montoya.—¿Cómo puede usted conducir si es incapaz de usar las piernas? —le preguntó.—Me sirvo de esto —explicó Edgar al tiempo que le mostraba un juego de controles manuales que él mismo había diseñado y fabricado.—¿Tendrá tiempo de enseñarme a conducir?Edgar no sólo le enseñó a Francisco a conducir. En el taller de un amigo suyo soldó un par de controles manuales para el auto de Francisco. Al correrse la voz de los flamantes controles entre los minusválidos de San José, le llovieron a Montoya telefonemas. Luego, en 1980, se publicó un artículo sobre él en el periódico costarricense La Nación, y los minusválidos de todo el país lo llamaron para pedirle que les enseñara a conducir y les fabricara controles manuales. "¡Claro que lo ayudaré! Cualquier cosa que yo pueda hacer, usted también podrá hacerla", le aseguraba Montoya a cada uno de ellos.A fines de 1980, Montoya compró un pequeño taller de maquinaria en Moravia, suburbio de San José, y contrató a varios parientes y amigos suyos para trabajar en él. Le puso a su taller el nombre de EDMONT (por Edgar y Montoya) y se dedicó a fabricar controles manuales para autos de trasmisión manual, y a producir sillas más durables que las convencionales. La silla de ruedas Edmont se vendía en 225 dólares, menos de la mitad del costo de un modelo comparable en Estados Unidos.El doctor Federico Montero, especialista en medicina física y rehabilitación del Centro Nacional de Rehabilitación de San José, aprecia mucho el trabajo de Edgar. A sus pacientes les recomienda que se pongan en contacto con él, porque él puede compartir con ellos sus experiencias y conocimientos y ayudarles a resolver sus dudas sobre su vida sexual y sobre cómo relacionarse con los demás. Montoya les dice: "Tengo una bella esposa y dos hijos maravillosos. Usted puede lograr lo mismo, siempre y cuando conserve una actitud positiva". El doctor Montero asegura: "Él ayuda a mis pacientes a integrarse mejor a la comunidad. Es una excelente ayuda".Margarita Penón de Arias, esposa del ex presidente de Costa Rica, opina lo mismo: "Creo que debemos alentar la plena y real incorporación a la sociedad, de las personas con impedimentos", dice. "Estas deben gozar de igualdad de oportunidades en la educación, el trabajo y la atención médica. Lograr esto es responsabilidad de la sociedad entera, y resulta de gran utilidad contar con gente que, como Edgar Montoya, contribuye a crear conciencia sobre la necesidad de que exista justicia social ".En vista de que aumentaban los pedidos de controles manuales y sillas de ruedas, Montoya contrató a siete empleados, uno de ellos minusválido. Ahora compra en Estados Unidos sillas usadas, ligeras o deportivas, las lleva a Costa Rica, las repara y las vende en unos 500 dólares cada una; o sea, en la tercera parte de su costo original. "Algún día, todos nuestros minusválidos tendrán el equipo mecánico que necesitan para llevar una vida productiva" , comenta con sus trabajadores. Y concluye: "Aún hay 10,000 costarricenses que carecen de sillas de ruedas. Tenemos que contribuir a remediar esta situación".* * *
Quien desee donar una silla de ruedas usada, puede enviarla a Edgar Montoya, c/o Controles Edmont, Apartado 70, Moravia, San José, Costa Rica. El envío deberá rotularse "Componentes de silla de ruedas de segunda mano".