LOS CREADORES DE DIOS (Frank Herbert)
Publicado en
febrero 12, 2012
Título original: The GodmakersDebes comprender que la paz es un asunto íntimo. Debe ser una autodisciplina, tanto para el individuo como para una civilización entera. Debe salir de adentro. Si construyes un poder externo para mantener la paz, este poder exterior crecerá haciéndose cada vez más fuerte. No tiene otra alternativa. El inevitable resultado final será una explosión, un cataclismo caótico. Así funciona nuestro universo. Cuando se crean pares opuestos, uno aventajará al otro, a no ser que se mantenga un equilibrio muy inestable.
Los escritos de DIANA BULLONE
Para llegar a ser un Dios, una criatura viviente debe trascender más allá de lo físico. Las tres etapas de este camino trascendente son conocidas. Primero: debe sobreponerse al temor de una agresión secreta. Segundo: debe superar el discernimiento de propósito en la forma animal. Tercero: debe experimentar la muerte.
Cuando se ha logrado todo esto, el dios naciente debe encontrar su renacimiento en una excepcional y penosa experiencia, mediante la cual pueda descubrir quién le ha conjurado.
La génesis de un dios
El manual de Amel
Lewis Orne no podía encontrar en sus recuerdos un tiempo en que hubiera estado libre de un sueño repetitivo y peculiar, un tiempo en que hubiera podido irse a dormir sin la seguridad de que no entraría en su psique el salvaje sentido de la realidad que tenía aquel sueño.
El sueño empezaba con música, con un perfecto coro invisible: el sonido era tranquilizante, era como una broma celestial. Unas vaporosas figuras salían de la música, añadiéndole una dimensión visual de la misma calidad. Después, una voz se destacaba sobre aquella cosa tonta y hacía declaraciones preocupantes: —¡Los dioses se hacen, pero no nacen! O bien: —¡Decir que eres neutral es otra forma de decir que aceptas la necesidad de que haya guerra! Al mirarle, no se podía sospechar que fuese el tipo de persona propensa a sufrir a causa de semejante sueño. Era un humano corpulento, que poseía los abultados músculos de un nativo de un planeta pesado: Chargon, de Gemma, era su lugar de nacimiento. Tenía una cara que hacía recordar el aspecto de un mofletudo bulldog, y una fijeza en la mirada que con frecuencia hacía que la gente no se sintiera a gusto en su presencia. A pesar de su peculiar sueño, o quizás a causa de éste, Orne rendía obediencia regular a Amel, "el planeta donde moran todas las divinidades". A causa de las declaraciones del sueño, que le acompañaron durante toda su vida despierta, la mañana en que cumplía diecinueve años se alistó en el Servicio de Redescubrimiento y Reeducación, que intentaba volver a reconstruir el imperio galáctico, destrozado por las Guerras de Rim. Después de entrenarle en la Escuela de la Paz, en Marak, el R&R colocó a Orne en el meridiano principal, latitud cuarenta, del recién redescubierto planeta Hamal, del tipo Tierra hasta la octava cifra decimal y cuyos habitantes eran lo bastante próximos al homo, variante genética normal, para permitir cruzamientos genéticos con nativos de los Mundos Terrestres. Diez semanas de Hamal después, cuando estaba en el linde de un pueblecito en las Altiplanicies del Norte Central del Planeta, Orne pulsó el botón de alarma en una pequeña unidad de señales verde que llevaba en el bolsillo de la derecha de su chaqueta. En aquel momento, se daba perfecta cuenta de que era el representante solitario en Hamal de un servicio que, con frecuencia, perdía agentes "por causas desconocidas". Lo que había provocado que su mano buscara la unidad de señales era la visión de unos treinta hamalitas que seguían mirando a un compañero suyo que acababa de sufrir una caída accidental, inocua, en un montón de frutos blandos. No vio que se rieran ni percibió el menor cambio emocional. Añadido a todos los otros aspectos que Orne había catalogado, el incidente de la caída en los frutos completó la sentencia de Hamal. Orne suspiró. Ya estaba hecho. Había mandado una señal al espacio que ponía en movimiento una cadena de acciones capaces de ocasionar la destrucción de Hamal, de él mismo o de ambos. Como descubriría después, también se había liberado de su sueño repetitivo, y lo había sustituido por una serie de sucesos en su estado de vigilia que con el tiempo le harían sospechar que se había introducido en un misterioso mundo nocturno. Una religión requiere muchas relaciones dicotómicas. Necesita creyentes y descreídos. Necesita contar con los que conocen los misterios y con los que sólo los temen. Necesita de los que están dentro y de los que están fuera. Necesita tanto a un dios como a un diablo. Necesita absolutos y relatividad. Necesita de lo que no tiene forma (pero está en vías de formación) y de lo que ya está formado.
Ingeniería religiosa, escritos secretos de Amel
—Estamos a punto de crear un dios —dijo el Abad Halmyrach. Era un hombre menudo, de piel oscura y que llevaba una túnica color naranja pálido que le llegaba hasta los tobillos formando suaves pliegues. Su cara, estrecha y lisa, estaba dominada por una larga nariz que colgaba como de un precipicio sobre una boca ancha, de labios finos. La pulida calvicie de su cabeza era de un color pardo. —No sabemos a partir de qué criatura o cosa va a nacer el dios —dijo el Abad—. Podría ser de uno de vosotros. Hizo un ademán en dirección al cuarto lleno de acólitos sentados en el mismo suelo de una austera habitación iluminada por los mortecinos rayos del sol de media mañana de Amel. La habitación era una fortaleza Psi, protegida por aparatos y conjuros. Medía unos veinte metros de lado, y tres metros del suelo al techo. Once ventanas, cinco en un lado y seis en el otro, permitían mirar por encima de los tejados del complejo central de edificios tipo colmena de Amel. La pared que estaba detrás del Abad, así como la que se hallaba enfrente, tenían el aspecto de piedra blanca surcada por delgadas líneas pardas como huellas de insectos: era una de las configuraciones de una máquina Psi. Las paredes relucían con una luz pálida y blanca tan mate como la leche descremada. El Abad percibió la fuerza que fluía entre aquellas dos paredes y notó el premonitorio escalofrío de culpa-miedo, que sabía que era compartido por los acólitos de la clase. Oficialmente esta clase se llamaba Ingeniería Religiosa, pero los jóvenes acólitos persistían en su impiedad. Para ellos, era creación de Dios. Y estaban lo bastante adelantados para conocer los peligros. —Lo que digo y hago aquí ha sido planeado y medido con precisión —dijo el Abad—. Aquí, la influencia de la casualidad es muy peligrosa. Por este motivo esta habitación está tan desnuda. Una mínima intrusión imprevista podría acarrear diferencias inconmensurables en lo que hacemos. En consecuencia, declaro que ningún demérito alcanzará a quien ahora quiera abandonar esta habitación para no participar en la creación de un dios. Los acólitos sentados se agitaron dentro de sus blancas vestiduras. Pero ninguno aceptó la invitación. El Abad experimentó una ligera sensación de satisfacción. Hasta aquí, las cosas iban desarrollándose de acuerdo con sus predicciones. Dijo: —Como sabéis, cuando creamos un dios, el peligro está en que tengamos éxito. En la ciencia de Psi, un éxito del orden de magnitud de lo que proyectamos aquí comporta un profundo peligro para nosotros. Lo que conseguimos, de hecho, es crear un dios. Y cuando hayamos creado un dios, lo que habremos logrado, paradójicamente, ya no será nuestra creación. Podría muy bien suceder que llegáramos a ser la creación de lo que antes habíamos creado. El Abad asintió a lo que él mismo decía, considerando las creaciones de dioses en la historia del género humano: salvajes, determinados, primitivos, sofisticados..., pero todos imprevisibles. Sin importar el método utilizado, los dioses seguían sus propios derroteros. Los caprichos de los dioses no se podían tomar a la ligera. —El dios resurge siempre del caos —dijo el Abad—. Esto no lo podemos controlar: sólo sabemos cómo se hace un dios. Notó que en su boca iba en aumento la seca electricidad del miedo, reconoció que la tensión necesaria crecía a su alrededor. El dios debía surgir, en parte, del miedo, pero no sólo de él. —Hemos de sentir respeto por nuestra creación —dijo—. Hemos de estar dispuestos a adorar, obedecer, rogar y suplicar. Los acólitos reconocieron su pie de entrada: —Adorar y obedecer —murmuraron, y un respetuoso sentimiento emanaba de ellos. "Pues —pensó el Abad—, hay infinitas posibilidades e infinitos peligros, a esto hemos llegado. La complejidad de nuestro universo se apoya en momentos como éste." Dijo: —Primero, damos el ser a la semiforma, al agente del dios que crearemos. Levantó los brazos, rompiendo así el flujo de fuerzas que iba de pared a pared y mandando remolinos a la deriva por la habitación. A medida que se movía, notó una simultaneidad, una marejada temporal en su universo, con la percepción interior de imágenes de tres cosas que ocurrían a la vez. Llegó a su mente una visión de su propio hermano, Ag. Emolirdo, un humano narigudo y con aspecto de pájaro, de pie a la pálida luz del lejano Marak, y que sollozaba sin motivo. La visión se transformó en la imagen de una mano, con uno de cuyos dedos apretaba un botón de una cajita verde. En el mismo instante se vio a sí mismo, en pie y con los brazos en alto, mientras un Shriggar, el lagarto de la muerte en Chargon, surgía de la pared que estaba detrás de él. Los acólitos jadeaban. Con la exquisita lentitud del terror, el Abad bajó los brazos y se dio la vuelta. Sí, era un verdadero Shriggar, una criatura tan alta que tenía que estar agachada en aquella habitación. Unos grandes espolones emergían de sus cortos brazos. La cabeza estrecha, con el pico curvado que se abría para mostrar una lengua bífida, se doblaba a la derecha y luego a la izquierda. Sus ojos saltones se movían rápidamente y su aliento llenó la habitación de olores cenagosos. De repente, la boca se cerró de golpe: —¡Chunk! Cuando se volvió a abrir, salió una voz, profunda, descarnada, articulada, pero carente de la sincronización de la lengua y los labios del Shriggar. Dijo: —El dios que creáis puede morir en el proceso. Estas cosas requieren su tiempo y su método. Quedo vigilante y estaré dispuesto para intervenir. Habrá un juego de guerra, una ciudad de cristal donde vivirán criaturas de alto potencial. Habrá un tiempo para los políticos y un tiempo para que los clérigos teman las consecuencias de la osadía. Todo esto ha de suceder para conseguir un objetivo desconocido. Lentamente, el Shriggar empezó a disolverse: primero, la cabeza; después, el enorme cuerpo recubierto de escamas amarillas. Un charco de fluido pardo y tibio se formó donde había estado, y se extendió por la habitación, alrededor de los pies del Abad y alrededor de los acólitos sentados. Nadie se atrevió a moverse. Sabían demasiado bien que no debían introducir una fuerza aleatoria en aquel lugar antes de que cesaran las oscilantes corrientes Psi. Cualquiera que haya sentido su piel estremecerse con la electrizante certidumbre de una presencia invisible, conoce la sensación primaria de Psi.
HALMYRACH, ABAD DE AMEL,
Psi y Religión, Prefacio
Lewis Orne cerró fuertemente los puños detrás de la espalda hasta que los nudillos se quedaron blancos. Desde una ventana de un segundo piso, miraba fijamente a lo lejos. Era una mañana de Hamal. El gran sol amarillo cruzaba en el cielo sin nubes por encima de las lejanas montañas. Todo hacía esperar que el día sería demasiado caluroso. Detrás de él se oía el sonido del estilo que rascaba sobre el papel transmisor, mientras el agente de Investigaciones y Arreglos iba tomando notas sobre la entrevista que acababan de sostener. El papel estaba transmitiendo un registro de las palabras al vehículo del operador que se hallaba a la espera. "Quizá me equivoqué cuando decidí pulsar el botón de alarma —pensó Orne—. ¡Esto no ha de dar a este individuo el derecho a portarse conmigo como un déspota! Después de todo, éste es mi primer trabajo. No pueden pretender que la primera vez todo salga a la perfección." Unas arrugas se formaron en la cuadrada frente de Orne. Apoyó la mano izquierda en el rugoso marco de madera de la ventana, mientras con la derecha se acariciaba los hirsutos cabellos de su roja cabellera, cortados muy cortos, el corte suelto de su blanco ropón, que era el uniforme habitual de los agentes del R&R, acentuaba su apariencia maciza. La sangre acudía a su cara mofletuda. Supo que estaba debatiéndose entre la ira y la necesidad de dar salida a los impulsos de rebeldía que normalmente mantenía bajo control. Pensó: "Estoy equivocado en lo de este lugar, me echarán del servicio. Hay demasiada mala voluntad entre el R&R y la sección de Investigaciones y Arreglos. Este burlón del I-A estaría más que contento si nos hiciera parecer estúpidos. Pero ¡por Dios! ¡Aquí se va a armar la gorda, si estoy en lo cierto en lo de Hamal!" Orne meneo la cabeza: "Pero, probablemente, estoy equivocado." Cuanto más pensaba en ello, más convencido estaba de que había cometido una estupidez al llamar al I-A. Probablemente, Hamal no era de naturaleza agresiva. No era muy verosímil que el R&R contribuyera con la base tecnológica para armar a un potencial creador de guerras. "Pero..." Orne suspiró. Notaba una inquietud vaga, como en sueños. Esta sensación le recordaba la fluida percepción antes de despertarse, los momentos de lucidez en que se combinaban la acción, el pensamiento y la emoción. Alguien pateaba bajando los escalones del otro extremo del edificio. El suelo tembló bajo los pies de Orne. La casa de huéspedes del gobierno era un edificio viejo construido con maderos bastos. La habitación conservaba el olor agrio de muchos ocupantes anteriores, debido a unas limpiezas poco frecuentes. Desde su ventana, Orne veía parte de la plaza del mercado, empedrada, de este pueblo de Pitsiben. Podía distinguir, detrás del mercado, el ancho pavimento de la carretera de montaña que ascendía desde los Llanos de Rogga. A lo largo de la carretera se extendía una doble hilera de figuras que se movían: granjeros y cazadores que acudían a Pitsiben el día de mercado. Un polvo ambarino cubría el camino, y suavizaba la imagen, dándole un romántico aspecto desenfocado. Los granjeros empujaban inclinados sobre las varas de sus bajos carros de dos ruedas, y marchaban con un pesado movimiento de vaivén. Llevaban unas largas chaquetas verdes, unas boinas amarillas inclinadas uniformemente sobre la oreja izquierda, pantalones amarillos con las vueltas ensuciadas por el polvo del camino y sandalias abiertas que permitían ver los callosos pies desarrollados como las patas de los animales de tiro. Sus carros estaban cargados con altos montones de vegetales verdes y amarillos, que parecían haber sido dispuestos para que armonizaran con el conjunto general de colores pastel. Los cazadores, que vestían ropas de color oscuro, se desplazaban paralelamente, pero al otro lado, como si fueran guardias de flanco. Marchaban con las cabezas altas, agitando las plumas de sus gorras. Cada uno llevaba un arma de boca acampanada para cazar aves apoyada en su brazo en posición de viaje y un catalejo metido en su funda de cuero sobre el hombro izquierdo. Detrás de los cazadores, trotaban sus aprendices empujando carros de tres ruedas para transportar las piezas de caza, que principalmente eran pequeños gamos de los pantanos, patos pintos y porjos, los roedores con cola de serpiente que los hamalitas consideraban algo exquisito. En un valle distante, Orne podía ver la espiral roja oscura de la nave I-A que había aterrizado, entre llamaradas, un poco antes del amanecer de aquel día, dirigida por su transmisor. También la nave aparecía borrosa como en un sueño, su forma quedaba nublada por los humos azules de las cocinas de las granjas que salpicaban aquel valle. La forma roja de la nave destacaba por encima de las casas, como si estuviera fuera de lugar, como si fuera un adorno que hubiera quedado de unas galas festivas para gigantes. Mientras Orne contemplaba este paisaje, uno de los cazadores se detuvo en la carretera, descolgó su catalejo y estudió la nave I-A. El cazador parecía ser sólo vagamente curioso. Su acción no se adaptaba a lo que cabía suponer: sencillamente, estaba fuera de lugar. El humo y el caliente sol amarillo contribuían a dar al campo un aspecto estival: una exuberancia de color iba apareciendo sobre un cálido tono pastel. Era una escena esencialmente pacífica, que provocaba en Orne un profundo sentimiento de amargura. "¡Maldita sea! No me importa lo que digan los del I-A. Tenía razón cuando les llamé. Estos hamalitas esconden algo. No son pacíficos. ¡El verdadero error lo cometió aquel torpe de Primer Contacto que hablaba como una cotorra sobre la importancia de un lugar que tuviera una historia pacífica!" Orne se percató de que el rasgueo del estilo se había detenido. El hombre del I-A carraspeó. Orne se dio la vuelta y, a través del largo cuarto, miró al operador. El agente del I-A estaba junto a una mesa rústica al lado de la cama de Orne. Papeles y carpetas se hallaban extendidos por la mesa, a su alrededor. Una pequeña grabadora estaba colocada sobre una pila de papeles. El hombre del I-A se repatingó en una voluminosa silla de madera. Tenía una cabeza grande, era desgarbado y desproporcionado de miembros, y su piel era correosa. Su cabello era oscuro y desordenado. Los párpados caídos daban a su cara aquella mirada con las cejas alzadas que era como una marca de origen del I-A. Llevaba un mono azul remendado, sin insignias. Se había presentado a sí mismo como Umbo Stetson, jefe de operaciones del I-A en aquel sector. "El jefe de operaciones —pensó Orne—. ¿Por qué mandan al jefe de operaciones?" Stetson notó que Orne le miraba, y dijo: —Creo que casi lo tenemos todo. Vamos a repasarlo una vez más para estar seguros. Usted aterrizó aquí hace diez semanas, ¿no es verdad? —Sí, me trajo un bote de aterrizaje del transporte R&R, Redescubrimiento de Arneb. —¿Es ésta su primera misión? —Ya se lo he dicho. Me gradué en la Uni-Galáctica, con el curso del 07, y efectué mi aprendizaje en Timurlain. Stetson arrugó el entrecejo. —Entonces, ¿le mandaron a usted directamente a este atrasado planeta acabado de redescubrir? —Así es. —Ya lo veo. Y usted estaba embargado por el antiguo rollo, el antiguo espíritu misional para elevar a la humanidad, y todas esas cosas. Orne enrojeció y torció el gesto. Stetson asintió. —Veo que en la querida y vieja universidad todavía enseñan el bla-bla-bla del "renacimiento cultural". Se puso una mano en el pecho, alzó la voz para hacer una imitación caricaturesca y recitó: —¡Debemos reunir los planetas perdidos con los centros de la cultura y de la industria, y continuar la gloriosa marcha hacia delante de la humanidad, que fue tan brutalmente cortada por las Guerras de Rim! —Escupió en el suelo. —Pienso que podríamos dejar esto aparte —murmuró Orne. —Usted tiene muuucha razón —dijo Stetson—. Pasemos a otra cosa. ¿Qué se trajo usted a este delicioso centro de vacaciones? —Tengo un diccionario compilado por el Primer Contacto, pero es muy esquemático en... —¿Quién fue este Primer Contacto? —En el diccionario dice que Andre Bullone. —Ah... ¿Sabe si es algún pariente del Alto Comisionado Bullone? —Lo ignoro. Stetson escribió algo en sus papeles. —¿Y hace constar este Primer Contacto que éste es un sitio especial, un planeta pacífico que tiene una primitiva economía agrícola y de caza, eh? —Es cierto. —Hum, hum... Y además de esto, ¿qué trajo a este hermoso vergel? —Lo acostumbrado en estos trabajos e informes... Y un transmisor, desde luego. —Y así pues, hace dos días que usted pulsó en el transmisor el botón de alarma, ¿es cierto? ¿Cree usted que hemos venido lo bastante deprisa? Orne miro hacia el suelo. Stetson dijo: —Supongo que usted posee la usual memoria fotográfica atiborrada de información cultural-médica-industrial y tecnológica. —Soy un agente del R&R plenamente cualificado. —En este caso, mantengamos un minuto de reverente silencio —dijo Stetson. Bruscamente, dio un puñetazo sobre la mesa—. ¡Es una completa estupidez! ¡Nada más que un truco político! —¿Qué? —Orne saltó, muy molesto. —Todo este truco del R&R, hijo mío. Es demagogia, esto es perpetuar unas pocas vidas políticas poniéndonos en peligro a todos. Tome nota de mis palabras: ¡Vamos a redescubrir un planeta más de la cuenta; vamos a dar a su pueblo la formación industrial que no se merece; y vamos a tener otra Guerra de Rim para acabar con todas las Guerras de Rim! Orne dio un paso adelante, enfurecido. —¿Por qué diablos supone usted que apreté el botón de alarma? Stetson se volvió a sentar, el estallido de cólera le había devuelto la calma. —Mi querido compañero, esto es lo que tratamos de determinar. Se golpeó rítmicamente los dientes delanteros con el estilo. —Veamos, dígame exactamente por qué nos llamó. —¡Ya se lo dije! Es que... —Agitó una mano en dirección a la ventana. —Se sentía solo y quería que el I-A viniera a sostenerle la mano, ¿no es cierto? —¡Oh, váyase al infierno! —ladró Orne. —A su debido tiempo, hijo, a su debido tiempo. Los caídos párpados de Stetson cayeron todavía más. —Veamos, ¿qué es lo que los fantoches del R&R les enseñan a buscar ahora? Orne se tragó otra réplica airada, y sólo replicó: —Señales de guerra. —¿Y qué más? Pero cuéntelo con detalles. —Buscamos fortificaciones, vemos si los niños juegan a guerras, si hay gente haciendo la instrucción militar y otros signos bélicos de actividades de grupo... —¿Por ejemplo, uniformes? —¡Naturalmente! Y además, buscamos si hay heridas de guerra, heridas en la gente y en los edificios, el nivel de conocimiento de los médicos en el tratamiento de las heridas, señales de destrucción total. En fin, ya sabe usted, cosas como éstas. —La macroevidencia. —Stetson movió la cabeza a derecha e izquierda—. ¿Cree usted que esto es lo adecuado? —¡No, maldita sea, creo que no! —Usted tiene muuuucha razón —dijo Stetson—. ¡Hum! Profundicemos algo más. No llego a comprender qué es lo que le preocupa de los honestos ciudadanos que viven aquí. Orne suspiró y se encogió de hombros. —No tienen alma, no tienen reflejos, no tienen humor. Viven en una perpetua seriedad que raya en la melancolía. —¿Ah, sí? —Sí. Yo..., yo..., hum... —Orne se mojó los labios con la lengua—. Yo..., hum..., dije a los Líderes del Consejo que nuestro pueblo tenía interés en conseguir un suministro permanente de huesos de froolap para la fabricación de platos de porcelana de hueso, de la mano izquierda. Stetson saltó hacia delante. —¿Qué dice usted que hizo? —Pues bien, se lo tomaban tan en serio que aguanté todo lo que pude, y yo..., hum... —¿Qué sucedió? —Me pidieron una descripción detallada del froolap y del método adecuado para preparar los huesos a fin de proceder a su embarque. —¿Y usted, qué les dijo? —Pues, yo..., bien, según la descripción que les di decidieron que en Hamal no existían los froolaps. —Ya lo veo —dijo Stetson—. Lo malo de este lugar es que no hay froolaps. "Pues ahora sí que la he organizado —pensó Orne—. ¿Por que no habré mantenido cerrada la bocaza? Ahora se ha acabado de convencer de que estoy loco." —¿Tienen grandes cementerios, monumentos nacionales y cosas por el estilo? —preguntó Stetson. —Ni uno sólo. Pero tienen la costumbre de plantar verticalmente a sus muertos y poner un árbol de huerta sobre ellos. Y hay huertos muy grandes. —¿Cree usted que esto significa algo? Stetson respiró profundamente y se reclinó en la silla. Golpeó la mesa con el estilo, miró a lo lejos y volvió a preguntar: —¿Cómo se toman lo de la reeducación? —Están muy interesados en la parte industrial. Por esta razón estoy en este pueblo, en Pitsiben. Hemos localizado una mina de volframio muy cerca de aquí y... —¿Y qué hay relativo a sus médicos? —interrumpió Stetson—. ¿Conocimientos sobre heridas y cosas por el estilo? —Es difícil decirlo —contestó Orne—. Ya sabe usted lo que pasa con los médicos. Creen que lo saben todo, y es muy difícil llegar a saber qué es lo que saben en realidad. A pesar de todo, voy haciendo progresos. —¿Cuál es el nivel general médico? —Tienen unos buenos conocimientos básicos de anatomía, cirugía y reducción de dislocaciones. Pero carezco de datos concretos sobre su conocimiento de las heridas. —¿Tiene usted alguna idea de por qué este planeta está tan atrasado? —preguntó Stetson. —Su historia relata que Hamal fue sembrado accidentalmente con dieciséis supervivientes (once mujeres y cinco hombres) de un crucero de Tritsahin, destruido en una batalla que tuvo lugar en la primera parte de las Guerras de Rim. Aterrizaron con una lancha de salvamento, con muy poco equipo y aun menos conocimientos prácticos. Supongo que eran, en gran parte, una oscura pandilla que pudo escapar. —Y estuvieron sentaditos aquí hasta que llegaron los del R&R —dijo Stetson—. Precioso. Precioso de verdad. —Esto ocurrió hace unos quinientos años tipo —dijo Orne. —Y estos caballeros todavía se dedican a cultivar plantas y a cazar —murmuró Stetson—. Oh, precioso. Miró hacia Orne y preguntó: —¿Cuánto tiempo podría tardar este planeta, en el supuesto de que tenga el necesario empuje agresivo, para llegar a ser una amenaza de guerra? Orne contestó: —Bien. En este sistema, hay dos planetas deshabitados que podrían utilizar como fuentes de primeras materias. Oh, yo diría que de veinte a veinticinco años tipo, en cuanto dispongan de los fundamentos científicos en su planeta base. —¿Y cuánto tiempo más habrá de pasar para que el núcleo agresivo tenga los conocimientos necesarios para pasar a la clandestinidad y nos obligue a hacer volar el planeta para llegar hasta ellos? —Cuente usted un año más o menos, tal como van por el momento. —Ahora debe estar usted empezando a ver los problemitas que los fantoches del R&R nos estáis creando. —Stetson apuntó con un dedo acusador hacia Orne—. ¡Dejadnos cometer un pequeño desliz! ¡Dejadnos declarar que un planeta es agresivo y llevar hasta él una fuerza, de ocupación, para que vuestros condenados espías descubran que nos hemos equivocado! Levantó un puño amenazador y concluyó: —¡Aja! —Ya han empezado a edificar las fábricas que habrán de producir las máquinas-herramienta —dijo Orne—. Van bastante aprisa. —Se encogió de hombros—. Parecen esponjas que lo embeben todo. —Muy poético —refunfuñó Stetson. Levantó su largo cuerpo de la silla y dio unos pasos hasta el centro de la habitación: —Vamos a verlo de cerca. Y le advierto, Orne, que el I-A tiene muchas cosas más importantes que hacer que ir por ahí dando el biberón al R&R. —A usted le gusta demasiado hacer que todos parezcamos un rebaño de cabezas locas —dijo Orne. —Tiene usted muuuuuucha razón, hijo. No voy a perder el sueño por eso. —¿Y qué pasa si cometí un error? Sí a la primera vez que... —Veremos, veremos... Vámonos. Usaremos mi cochecito. "Y en total, nada —pensó Orne—. Este majadero no se va a esforzar en buscar nada, porque le resulta más fácil quedarse sentado y reírse del R&R. Ya estoy acabado, antes de que empecemos " Uno de los problemas esenciales en la ingeniería de una religión para cualquier especie es reconocer y abstenerse de inhibir aquellos sistemas autorreguladores de la especie sobre los que se basa la supervivencia de la misma.
Ingeniería religiosa,
Manual de campo.
Ya empezaba a apretar el calor en Pitsiben cuando Orne y Stetson salieron a la calle empedrada. La bandera verde y amarilla pendía lánguidamente del mástil colocado encima de la casa de huéspedes. Toda la actividad parecía haber adquirido un ritmo más lento. Grupos de estólidos hamalitas permanecían de pie junto a los montones de vegetales de colores raros que estaban colocados ante la casa de huéspedes. Miraban melancólicamente hacia el vehículo del I-A, aparcado delante de la puerta. El go-buggy era un vehículo blanco, de dos asientos que tenía forma de lágrima, ventana acristalada todo alrededor y una turbina en la parte trasera. Orne y Stetson montaron en él. Después se ajustaron los cinturones de seguridad. —Esto es lo que quería decir —dijo Orne. Stetson puso en marcha la turbina, revolucionándola hasta tener la velocidad de régimen y embragó. El buggy rebotó algunas veces en los adoquines hasta que el sistema de giróscopo elástico se estabilizó. Pasados los puestos de verduras, hizo un giro perfecto. Stetson habló por encima del ruido de la turbina: —¿Qué es lo que quería decir? —Estos imbéciles de aquí... En cualquier otro sitio del universo habrían estado alrededor del go-buggy agrupados de diez en fondo, manoseando las tomas de aire de la turbina, y agachándose para mirar la suspensión. Estos fulanos no hacían más que quedarse lejos y poner cara de tontos. —No hay froolap —dijo Stetson. —¡Eso es! —¿Por qué cree usted que hacen esto? —Creo que obedecen órdenes. —¿No podría ser que fuesen tímidos? —Olvídese de todo lo que he dicho. —Veo, por sus informes, que en Hamal no hay pueblos amurallados —dijo Stetson. Disminuyó la velocidad del vehículo para maniobrar entre dos lentos carretones. Los granjeros sólo le concedieron al buggy una casual mirada cuando los rebasó. —Ninguno que yo haya visto. —¿No ha visto grupos importantes que hicieran instrucción militar? —Ninguno que yo haya visto. —¿Y no ha visto armas pesadas? —Ninguna que yo haya visto. —¿Qué es este sonsonete de ninguna-que-yo-haya-visto? —preguntó Stetson—. ¿Sospecha usted que nos ocultan algo? —Pues sí, tengo esta sospecha. —¿Por qué? —Porque las cosas no parecen encajar en este planeta. Y cuando las cosas no encajan es que faltan piezas. Stetson dejó de prestar atención a la calle, y lanzó una incisiva mirada a Orne. —O sea, que usted tiene sospechas. Orne se agarró de pronto al asa de la puerta porque el buggy derrapó al dar la vuelta a una esquina y se metió a toda velocidad en la ancha carretera de montaña. —Esto es lo que le dije desde el mismo principio. —Siempre nos complace mucho investigar las más ligeras sospechas del R&R —dijo Stetson. —Es preferible que yo me haya equivocado, a que se equivoque usted —advirtió Orne. —Debe haber observado usted que el tipo de edificación es siempre completamente de madera —dijo Stetson—. En su nivel técnico, la construcción de madera señala más hacia el lado de la paz. —Suponiendo que sepamos lo que significa todo esto... —Orne indicó con un ademán el paisaje— a nivel técnico. —¿Esto es todo lo que les enseñan en la querida Uni-Galáctica? —No. Esta idea es sólo mía. Si disponen de artillería y caballería móvil, las fortalezas de piedra serían inútiles. —¿Y qué pueden usar como caballería? —preguntó Stetson—. Según sus informes, en Hamal no hay animales de monta. —¡Porque no he visto ninguno... todavía! —De acuerdo. Voy a ser razonable. Hablaba usted de armas. ¿De cuáles? No he visto ninguna mayor que las de cazar aves que llevan los cazadores. —Si tuvieran cañones..., esto nos aclararía muchas cosas —dijo Orne. —¿Tales como la falta de fortalezas de piedra? —Está usted en lo cierto. ¡Maldita sea! —Es una teoría muy interesante. A propósito, ¿cómo construyen las armas de cazar aves? —Las producen, de una en una, unos hábiles artesanos que forman una especie de gremio. —¡Una especie de gremio, vaya! Stetson detuvo el go-buggy en un solitario tramo de la carretera y paró la turbina. Orne miró a su alrededor sin decir nada. Hacía calor y se tenía una impresión de paz. Algunos insectos saltarines andaban por las polvorientas huellas de la carretera. Orne tuvo la molesta impresión de haber estado antes en la misma situación y en las mismas circunstancias, de que estaba repitiendo su vida, atrapado en una pista circular de la que no se podía salir. —¿Vio el Primer Contacto alguna señal de cañones? —preguntó Stetson. —Ya sabe usted que no. Stetson asintió: —Hum, hum. —Pero esto podría ser debido a algo accidental o preparado —dijo Orne—. El estúpido majadero se quitó la careta el primer día y contó a esta gente lo importante que era para nosotros que un planeta redescubierto estuviera habitado por una sociedad pacífica. —¿Está usted seguro de esto? —He escuchado la grabación. —En este caso, tiene usted muuucha razón —dijo Stetson—. Por una vez. Se salió del buggy. —Venga. Ayúdeme. Orne se apeo por su lado. —¿Por qué hemos parado? Stetson le pasó el extremo de una cinta métrica. —Sostenga el extremo tonto de esto en el borde de la carretera, allí, como un buen muchacho, por favor. Orne obedeció. El enganche metálico del extremo de la cinta era frío y el polvo empezó a extendérsele por los dedos. Aquel sitio olía a tierra y a cosas enmohecidas. Resultó que la carretera de montaña medía poco menos de unos siete metros de anchura. Stetson anunció el dato mientras lo escribía en su agenda. Refunfuñó algo sobre "líneas de regresión". Volvieron al go-buggy y reemprendieron la marcha. —¿Por qué es importante el ancho de la calzada? —preguntó Orne. —El I-A tiene una filial que vende autobuses —respondió Stetson—. Sólo intentaba ver si nuestros modelos normales podrían ir por aquí. —¡Muy gracioso! —Orne gruñó—. Supongo que cada vez les resulta más difícil a los del I-A poder justificar lo que les destinan en el presupuesto. Stetson se rió. —¡Tiene usted muuuucha razón! Vamos a poner otra filial que venda un tónico para los nervios de los agentes del R&R. Esto nos permitirá salir de los números rojos. Orne se reclinó en su rincón y se puso melancólico. "Estoy acabado —pensaba—. Este bromista Jefe de Operaciones no va a encontrar más de lo que yo baya encontrado. No tenía ningún motivo real para hacer intervenir al I-A, excepto que aquí las cosas no encajan." Stetson desvió el go-buggy cuando la carretera iba a desviarse a la derecha y meterse entre la maleza. —Al fin hemos dejado la carretera —dijo Stetson. —Si hubiéramos continuado, habríamos terminado en un pantano —observó Orne. —¿Cómo? El camino les llevó hasta el fondo de un amplio valle, que tenía hileras de árboles para cortar el viento. Detrás de los árboles, unas columnas de humo ascendían en espiral por el aire encalmado. —¿Qué es ese humo que hay allí? —preguntó Stetson. —Granjas. —¿Las ha visto usted? —¡Sí! ¡Las he visto! —Es usted muy susceptible, ¿no es verdad? El camino les llevó directamente hasta un río que pudieron cruzar por un puente de madera rústica con pilares de piedra. Stetson detuvo el vehículo al final del puente, y se fijó en las líneas paralelas de un angosto camino de carro que seguía el sinuoso margen del río. De nuevo se pusieron en marcha y se dirigieron hacia otra cadena de montañas. Allí vieron vallas con pinchos, detrás de las cunetas que bordeaban el camino. —¿Por qué tienen vallas? —preguntó Stetson. —Para señalar los linderos. —¿Por qué ponen pinchos? —Para que los venados de los pantanos no puedan pasar —dijo Orne—. Creo que es verosímil. —Vallas con pinchos y venados de los pantanos —dijo Stetson—. ¿Son muy grandes esos venados? —Hay abundantes evidencias: libros y ejemplares disecados pueden dar fe de que los ejemplares mayores no miden más de medio metro de altura. —Y son salvajes. —Muy salvajes. —No se puede suponer que sirvan como animales de monta —dijo Stetson. —Podemos descartar por completo semejante posibilidad. —Esto significa que usted ya la había estudiado. —Muy a fondo. El agente del I-A se tiró de una oreja mientras pensaba; después dijo: —Volvamos a lo de su sistema de gobierno. Orne tuvo que elevar el tono de su voz para ser oído sobre el zumbar de la turbina cuando el buggy empezó a ascender por la ladera de otra montaña. —¿Qué quiere usted decir? —Que si es hereditario. —En principio, parece que el derecho a formar parte del Consejo se transmite al hijo mayor. —¿Lo parece? Stetson maniobró el buggy para rematar el ascenso y meterse en un camino que giraba y bajaba por el otro lado de la cresta. Orne se encogió de hombros. —Bien, me soltaron un cuento de que había un procedimiento electoral en el caso de que el hijo mayor falleciera y no quedara otro heredero varón. —O sea que podemos decir que es un sistema patriarcal. —Exactamente. —¿Con qué juega esa gente? —Los niños tienen peonzas, tiradores, carros de juguete; pero no pude ver juguetes bélicos. —¿Y los adultos? —¿Se refiere a sus juegos? —Sí. —Sólo he visto uno que juegan dieciséis hombres, cuatro en cada equipo. Juegan en un terreno cuadrado de unos cincuenta metros de lado. Tienen unas zanjas estrechas, en diagonal, que cruzan de esquina a esquina. Cuatro hombres se ponen uno en cada esquina y por turno juegan con... —Vamos a ver si acierto —dijo Stetson—. Se arrastran luchando ferozmente por estas zanjas unos contra otros. —¡Qué divertido! Nada de eso. Lo que hacen es coger dos pesadas pelotas, agujereadas para poder sostenerlas con los dedos. Una pelota es verde y la otra, amarilla. Esta se tira primero por una zanja diagonal. Se supone que la pelota verde ha de ser tirada de tal forma que alcance a la pelota amarilla en la intersección. —Y nunca puede llegar a tocar a la pelota amarilla. —Algunas veces, sí. La velocidad es variable. —Y cuando llega a tocarla, se oye un griterío enorme. —No hay espectadores —dijo Orne. —¿Ninguno? —Ninguno que yo... —Ya veo —interrumpió Stetson—. De todas maneras, me parece que es un juego pacífico. ¿Lo juegan bien? —Creo que con la máxima torpeza que se pueda imaginar. Pero parece que se divierten. Y ahora que lo pienso, este juego es una de las pocas cosas que yo haya visto que parezca divertirles. —Usted es un misionero frustrado —dijo Stetson—. Las gentes no se divierten: usted quiere ir corriendo a organizarles juegos. —¿Juegos de guerra? ¿Ha pensado usted en eso? —inquirió Orne. —¿Qué? Stetson apartó momentáneamente su mirada del camino. El buggy derrapó y fue hacia la cuneta. Volvió a prestar atención a la conducción. —¿Qué pasaría si algún fulano listo del R&R se estableciera como emperador de este planeta? —preguntó Orne—. Podría encabezar su propia dinastía. La primera noticia que usted tendría sería cuando empezaran a caer las bombas, o cuando su gente empezara a morirse por causas desconocidas. —Esta es la pesadilla más frecuente del personal del I-A —dijo Stetson, y permaneció callado. El sol ascendía en el cielo. El camino iba serpenteando y dejaba atrás muros de contención, de piedra, vistas lejanas de granjas, zonas de poco arbolado y monte bajo, árboles nudosos. En una ocasión, Stetson preguntó: —¿Qué sabe de la religión de Hamal? —Busqué algunas pistas de ese asunto —dijo Orne—. Rezan al Superdiós de Amel, que es monoteísta. Había un libro de rezos ordinarios en el bote salvavidas de Tritsahin. Tienen unos cuantos ermitaños peregrinos, pero me parece que son espías del Consejo. Hace unos trescientos años, un santón empezó a predicar una visión del Superdiós. En la actualidad, existe un culto derivado de este visionario, pero no hay evidencia de que se hayan producido fricciones religiosas. —Todo es dulzura y suavidad —dijo Stetson—. ¿Hay sacerdocio? —La jefatura religiosa procede del Consejo. Nombran a unos devotos "Mantenedores de la Oración". La norma parece ser un ciclo de nueve días de preceptos religiosos, pero hay una variación completa cuando llegan los días santos, a los que suelen llamar "Días de Regocijo"; y también celebran el aniversario de la fecha en que el visionario, que se llamaba Arune, fue transportado en cuerpo y alma al cielo. Los sacerdotes de Amel han mandado una Carta de Dispensa Temporal, y cabe esperar las usuales conferencias, que, estoy seguro de ello, acabarán con la declaración final de que el Superdiós vigila hasta a la más insignificante de sus criaturas. —¿Hay una nota de sarcasmo en sus palabras? —preguntó Stetson. —Lo que usted advierte es una nota de precaución —respondió Orne—. Yo soy nativo de Chargon. Nuestro profeta fue Mahmud, que fue aceptado debidamente por el clero de Amel. Cuando se trata de Amel, me ando con cuidado. —El hombre sabio reza una vez a la semana y estudia el Psi cada día —murmuró Stetson. —¿Qué? —Nada. El camino bajó hasta una pequeña depresión que estaba situada entre las colinas, cruzó un arroyuelo y ascendió por una ladera, y al llegar arriba giró hacia la derecha siguiendo la cresta. En lontananza pudieron ver otro pueblo, en terreno elevado. Pero, desde donde estaban, pudieron ver la bandera amarilla y verde que ondeaba sobre el edificio del gobierno. Stetson hizo alto, abrió su ventana y paró el motor. El ruido fue bajando de tono hasta quedar en silencio. Con la ventana abierta y el aire acondicionado desconectado, notaron que hacía un calor opresivo. Orne empezó a sudar copiosamente. El sudor se acumulaba donde su trasero entraba en contacto con la depresión del asiento de plástico. —¿No hay aviones en Hamal? —preguntó Stetson. —Ni señal de ellos. —Es raro. —En realidad, no. Tienen una superstición acerca de perder el contacto con el suelo. Sin duda se trata de una reminiscencia de lo justo que escaparon del accidente espacial. Son bastante opuestos a la técnica, a excepción de los miembros del Consejo que se interesan mucho por la propensión del hombre a fabricar herramientas. —El síndrome de la oscura cuadrilla —murmuró Stetson. —¿Qué? —La tecnología es peligrosa para las criaturas sabias —dijo Stetson—. Muchas culturas y sub-culturas creen esto. Y hay veces que yo también lo creo. —¿Por qué nos hemos parado aquí? —preguntó Orne. —Para esperar. —¿Y a qué hay que esperar? —A que suceda algo —dijo Stetson—, ¿Qué sienten los hamalitas en relación con la paz? —Creen que es maravillosa. El Consejo está encantado por las actividades pacíficas del R&R. Los ciudadanos de a pie tienen una respuesta en un aforismo. Dicen: "Los hombres encuentran la paz en el Superdiós." Todo es muy congruente. —Orne, ¿puede decirme por qué pulsó el botón de alarma? —preguntó Stetson. La boca de Orne se abrió en silencio y, por fin, respondió: —¡Ya se lo he dicho! —Pero ¿qué fue lo que le puso en el disparador? —preguntó Stetson—. ¿Cuál fue la paja que impidió que el cohete despegara? Orne tragó saliva, y contestó en voz baja: —Un par de cosas. La primera fue que ofrecieron un banquete... —¿Quién ofreció un banquete? —El Consejo. Ofrecieron un banquete en mi honor. Y... Hum... —Y sirvieron froolap —dijo Stetson. —¿Quiere usted que se lo explique, o no? —Mi querido muchacho. Soy todo oídos. Orne miró intencionadamente los oídos de Stetson, y dijo: —Bien. En el banquete del Consejo había un caldo de colas de porjo que... —¿Porjo? —Es un roedor indígena. Aquí, lo consideran un bocado exquisito, de un modo especial, las colas. —O sea, que sirvieron esto en el banquete. —Exacto. Lo que hicieron fue que... bien, el cocinero, un poco antes de servir mi tazón de caldo, amarró un porjo vivo con alguna clase de cordel que se disolvió rápidamente en el caldo caliente. El animal salió como la lava de un volcán y me cayó encima. —¿Y qué pasó? —Los comensales se rieron durante cinco minutos. Es la única vez que he podido ver a los hamalitas reírse de verdad. —¿Quiere usted decir que le gastaron una broma, y que usted se enfadó tanto que apretó el botón de alarma? Me parece que usted decía que esta gente no tenía el menor sentido del humor. —¡Mire, sabiondo! ¿Se ha parado usted a pensar que clase de gente ha de ser la que meta a un animal vivo en un líquido hirviente, sólo para gastar una broma? —Sí, es un poco fuerte, para una broma —reconoció Stetson—. Pero, al fin, era por jugar. ¿Y esto explica el motivo de que llamara al I-A? —En parte, sí. —¿Y el resto? Orne describió el incidente de la caída en el montón de frutos blandos. —O sea, que se quedaron plantados allí, sin reírse, y esto despertó en usted las más profundas sospechas —dijo Stetson. El enfado oscureció la cara de Orne. —¡O sea que me cabreé por el truco del porjo! ¡Pues siga usted! ¡Haga lo que quiera! ¡Pero que conste que tengo razón en lo que opino de este lugar! ¡A ver qué hace usted referente a esto también! —Pues voy a hacerlo —dijo Stetson. Rebuscó debajo del salpicadero del buggy, sacó un micrófono y habló por él: —Aquí, Stetson. "Pues me la he cargado", pensó Orne. Sentía un vacío en el estómago y notó un gusto agrio en la garganta. El zumbido de un transceptor al espacio salió de debajo del panel de instrumentos, y después se oyó una voz que decía: —Aquí, la nave. ¿Qué pasa? La voz tenía el eco monótono de las transmisiones hechas con decodificador. —Tenemos un caso muy grave, Hal —dijo Stetson—. Lanza una llamada de emergencia, prioridad uno, solicitando una fuerza de ocupación. Orne pegó un brinco y se quedó con la vista fija en el agente del I-A. El transceptor emitió unos chasquidos y luego la voz preguntó: —¿Es muy grave, Stet? —Uno de los peores que he visto. Lanza una perquisitoria de Primer Contacto, algún majadero que se llama Bullone. Haz que le despidan. ¡No me importa que sea la madre del Comisionado Bullone! ¡Hay que estar ciego, y además ser estúpido, para poder decir que Hamal es pacífico! —¿Tendrás dificultades para regresar? —preguntaron por el altavoz. —Creo que no. El agente del R&R ha sido muy cauto, y es muy probable que no sepan todavía de qué va. —Dame tus coordenadas, por si acaso. Stetson miró un indicador del panel de instrumentos. —A-Ocho. —Lo tengo. —Haz esa llamada enseguida, Hal —le dijo Stetson—. ¡Mañana mismo quiero tener aquí una fuerza de ocupación completa! —La llamada ya está en camino. El zumbido del transceptor al espacio cesó. Stetson guardo el micrófono, y se volvió hacia Orne. —¿O sea que no hiciste más que seguir una corazonada? Orne meneó la cabeza. —Yo... —Mira detrás de nosotros —ordenó Stetson. Orne se volvió y contempló el camino por donde habían llegado hasta allí. —¿Ves algo que sea curioso? —pregunto Stetson. Orne luchó para librarse de una sensación de vértigo, y contestó: —Veo un granjero que llega tarde y un cazador y su aprendiz que se mueven aprisa. —Me refiero al camino —dijo Stetson—. Puedes considerar esto como una primera lección sobre técnicas del I-A: un camino ancho que sigue las cimas de las montañas es una vía militar. Siempre. Los caminos de las granjas son estrechos, y van siguiendo a nivel del curso del agua. Las rutas militares son más anchas, huyen de los pantanos y cruzan los ríos en ángulo recto. Este mismo cumple todos estos supuestos. —Pero... —Orne no siguió porque el cazador les había alcanzado y pasaba por el lado de su vehículo mirándoles casualmente de soslayo. —¿Qué es este estuche de cuero que lleva a la espalda? —preguntó Stetson. —Un catalejo. —Lección número dos —dijo Stetson—. Los telescopios se desarrollaron como aparatos astronómicos. Los catalejos se han desarrollado como complementos de las armas de largo alcance. Aceptemos que estas armas para matar aves tienen un alcance efectivo de cien metros aproximadamente. De lo que se deduce que puede darse por probado que disponen de artillería. Orne asintió. Aun estaba mareado por la rapidez con que se desarrollaban los acontecimientos y todavía no era capaz de sentirse relajado. —Ahora, consideremos el pueblo que está aquí delante —dijo Stetson—. Fíjate en la bandera. Casi inevitablemente las banderas derivan de los pendones y estandartes que hay que seguir en las batallas. No siempre. Pero, no obstante, puede tomarse esto como una evidencia circunstancial considerando todas las otras cosas. —Ya comprendo. —Hay la docilidad de la gente civil —dijo Stetson—. Es axiomático que esto anda codo con codo con un poderío militar y/o con una aristocracia religiosa que suprime los cambios tecnológicos. El Consejo Rector de Hamal no es nada más que una aristocracia, muy versada en el uso de la religión como un recurso político, y en el empleo de espías, que es otra consecuencia inevitable cuando hay ejércitos y guerras. —Son aristócratas, de acuerdo —corroboró Orne. —Regla primera de nuestro manual —dijo Stetson—. "Siempre que haya una división entre ricos y pobres, habrá posiciones que defender." Esto significa siempre ejércitos, aunque se les llame tropas, o policías, o guardias. Podría apostar, hasta el límite de mi crédito, que estos campos de juego, de las pelotitas amarillas y verdes, no son más que los terrenos para hacer la instrucción militar camuflados. Orne tragó saliva. —Debería haber caído en ello. —Pues lo hiciste —dijo Stetson—. Inconscientemente. Captaste todo lo que estaba mal, inconscientemente. Esto te atormentaba de mala manera. Por esto pulsaste el botón de alarma. —Supongo que tiene usted mucha razón. —Otra lección —dijo Stetson—. El punto más importante en el índice de agresión es la gente pacífica; los tipos pacíficos de verdad nunca discuten sobre la paz. Han desarrollado una dinámica de no-violencia en la que ni tan siquiera entra el concepto de paz. Ni tan sólo pueden pensar en ella. La única manera en que se puede desarrollar un interés casual en la paz, tal como la entendemos nosotros, es a través del recurrente y violento contraste con la guerra. —Desde luego. Orne respiró profundamente, y miró hacia la población que estaba en el terreno alto, delante de él. —Pero ¿qué me dice de la falta de fortificaciones? ¿Y de animales para la caballería? ¿Y...? —Podemos estar seguros de que tienen artillería —dijo Stetson—. ¡Hum! —Se rascó la mejilla—. Bien, esto es suficiente. Sin duda llegaremos a descubrir el sistema que define lo de la caballería, y la ecuación que descarta los fuertes de piedra. —Supongo que sí. —Aquí debe de haber sucedido algo parecido a esto —dijo Stetson—: Primer Contacto, ese majadero, que así se pudra en una prisión militar, se precipitó en tomar una decisión equivocada acerca de Hamal. Explicó nuestro juego. Los hamalitas se enteraron, concedieron una tregua, escondieron o camuflaron todos los indicios de guerra que conocían, dieron instrucciones a los ciudadanos y se dedicaron a ordeñar todo cuanto pudieran sacar de nosotros. ¿Ya han mandado una delegación a Marak? —Sí. —Tendremos que agarrarlos también. —Por descontado —dijo Orne. Empezaba a sentir cierto alivio espiritual, pero con un regusto de inquietud que le perseguía. Su carrera estaba a salvo, pero pensaba en las consecuencias que sufriría Hamal a causa de lo que iba a suceder. ¡Una fuerza de ocupación completa! Una ocupación militar resulta tan repugnante para los ocupantes como para los ocupados. —Creo que serás un agente del I-A muy bueno —dijo Stetson. Orne salto de golpe fuera de su ensueño. —¿Que yo seré un... qué? —Te estoy enrolando —dijo Stetson. Orne le miró fijamente. —¿Puede hacerlo usted? —Todavía quedan en nuestro gobierno algunas cabezas lúcidas —respondió Stetson—. Puedes estar seguro de que tengo este poder en el I-A. Frunció el ceño y prosiguió: —Así es como encontramos a muchos de nuestros agentes: a un paso del desastre. Orne se aclaró la garganta. —Esto es... Se calló cuando el granjero empujó su carrito para pasar por el lado del vehículo del I-A. Desde el go-buggy, los dos hombres observaron el peculiar movimiento oscilante de la espalda del granjero, la seguridad con que sus pies se posaban sobre el polvoriento camino y el suave desplazamiento del alto montón de vegetales que estaba encima del carro. —¡Soy un froolap zurdo! —murmuró Orne. Señaló hacia la espalda que se alejaba. —Aquí está su animal de caballería. El condenado carrito no es más que un vehículo militar. Stetson se golpeó la palma de la mano izquierda con el puño derecho. —¡Maldita sea! ¡Siempre lo hemos tenido delante de nuestras narices! Sonrió inexorablemente. —Cuando mañana llegue nuestra fuerza de ocupación, por aquí habrá muchos hombres sorprendidos y enfadados. Orne asintió silenciosamente, deseando que hubiera otra manera de prevenir las desastrosas excursiones militares por el espacio, y pensó: "Lo que Hamal necesita es una nueva especie de religión que le enseñe a equilibrar felizmente sus vidas en su planeta, y a equilibrar su planeta en el universo." Pero como Amel controlaba el desarrollo de todas las religiones, esto quedaba fuera de la cuestión. No existía una religión con semejantes equilibrios. No existía en Chargon... ni siquiera en Marak. Y mucho menos en Hamal. Toda criatura sapiente necesita una religión de alguna clase.
NOAH ARKWRIGHT
las escrituras básicas de Amel
Umbo Stetson paseaba por el puente de control de aterrizajes de su crucero ligero. Sus pisadas caían sobre un suelo que era la verdadera pared del puente cuando iban en vuelo. Ahora, la nave descansaba en sus aletas de cola los cuatrocientos metros en rojo y negro que medía. Los portillones abiertos del puente miraban hacia el techo de jungla del planeta Gienah III, a unos ciento cincuenta metros por debajo. Un sol color amarillo-manteca estaba colgado sobre el horizonte, quizás una hora antes de su ocaso. Gienah presentaba una situación asquerosa y a él no le gustaba tener que emplear un agente sin experiencia en un lugar como aquél. Le importaba mucho que este agente concreto hubiera sido alistado en el I-A por un jefe de sector llamado Umbo Stetson. "Lo alisto y lo mando para que lo maten", pensó en aquel momento Stetson. Miró a través del puente a Lewis Orne, que era ahora un joven agente de campo del I-A, con un diploma de señorita. Instruido... e inteligente, pero falto de experiencia. —Deberíamos dejar a este planeta limpio de todo bicho viviente —murmuró Stetson—. ¡Tan pelado como un huevo! Hizo una pausa en su paseo alrededor del puente y observó desde el portillo de estribor, que estaba abierto, el círculo ennegrecido por el fuego que el crucero había quemado en un claro de la jungla. El jefe de sector del I-A retiró la cabeza del portillo y se quedó de pie en su habitual posición encorvada. Era una postura que no mejoraba el remendado traje de faena que llevaba, y que parecía un saco. A pesar de que en esta operación su cometido merecía el banderín de almirante, su traje de faena no llevaba ninguna insignia. En general, tenía un aspecto descuidado y desordenado. Orne estaba de pie en un portillo opuesto, estudiando el horizonte de jungla. Algo relucía por allí, tan lejos que no se podía identificar; probablemente, era la ciudad. De vez en cuando, miraba hacia la consola de control del puente, al cronómetro que estaba algo más alto, al enorme mapa de translite donde estaba marcada su posición, y que se había colocado inclinado desde su habitual posición en el mamparo superior. Se sentía algo incómodo, demasiado consciente de sus músculos de planeta pesado que eran excesivamente potentes para un planeta que tenía una gravedad de sólo siete octavos de la normal en la Tierra. Le escocían terriblemente las cicatrices quirúrgicas del cuello, donde le habían implantado el micro-equipo de comunicaciones. Se rascó. —¡Ah! —bostezó Stetson—. ¡Esos políticos! Un diminuto insecto negro entró por el portillo de Orne y se quedó en su pelo rojo cortado como un cepillo. Orne sacó suavemente el insecto de su pelo y lo soltó. De nuevo intentó posarse en su cabellera. Lo apartó. El insecto atravesó volando el puente y salió por el portillo del lado de Stetson. La ropa de faena azul, nueva y almidonada, de Orne no podía ocultar la esbeltez del muchacho. Le proporcionaba un aspecto de revista militar, pero algo relacionado con sus facciones macizas y descentradas sugería un payaso. —Me canso de esperar —dijo Orne. —¡Tú te cansas siempre! ¡Ah! —¿Sabes algo de Hamal? —preguntó Orne. —¡Olvídate de una vez de Hamal! ¡Concéntrate en Gienah! —Era mera curiosidad, para pasar el tiempo. Un viento suave movió las copas del océano verde que estaba debajo de ellos. Aquí y allá, las flores rojas y púrpura destacaban entre el verdor, doblándose y dando cabezadas afirmativas como una audiencia atenta. El fuerte olor de podredumbre y de vegetación en crecimiento entraba por las ventanas. —¡Sólo hay que ver esta maldita jungla! ¡Malditos sean ellos y sus estúpidas órdenes! Orne escuchó tranquilamente las voces de enfado de su jefe. Era evidente que Gienah era un problema muy especial y muy peligroso. Pero, a pesar de todo, los pensamientos de Orne se dirigían a Hamal. Las fuerzas de ocupación se habían apoderado del planeta y los acontecimientos se habían complicado, como cabía esperar. Jamás se había podido hallar la forma de evitar que las tropas de ocupación perdieran su actitud protectora y emprendieran ciertas actividades opresivas, tales como conquistar a las mujeres, especialmente a las más bonitas y a las más dispuestas. Cuando las tropas de ocupación se fueran de Hamal, las gentes de aquel planeta ya serían pacíficas, pero tendrían cicatrices que quinientas generaciones no conseguirían borrar. Una campana de aviso sonó en la consola del puente que estaba sobre Orne. La luz roja del altavoz empezó a parpadear. Stetson lanzó una mirada de enfado hacia el molesto aparato. —¿Sí, Hal? —Hola, Stet. Acaban de llegar las órdenes. Vamos a utilizar el plan C. La Comandancia General dice que ya puedes dar al agente de campo la información reservada, y después desaparecer. —¿Les preguntaste si se podía emplear a otro agente de campo? Orne levantó la vista y puso mucha atención. Secreto sobre secreto, ¿y ahora salía con esto? —Negativo. Es una prioridad de emergencia. De todas maneras, la Comandancia General cree que tendrá que hacer volar el planeta. Stetson miró hacia la rejilla del altavoz. —Estos políticos cabezotas, de trasero gordo, de cerebro de cerdo, de corazón de hiena. —Respiró dos veces—. Está bien, diles que lo haremos. —La confirmación ya está en camino. ¿Quieres que vaya para ayudarte a pasarle la información? —No. Yo..., ¡maldita sea! Pregúntales otra vez si no hay más alternativa que utilizar a éste. —Stet, me han dicho que hay que utilizar a Orne a causa de los informes del Delfín. Stetson suspiró y dijo: —¿Nos van a dar más tiempo para prepararle? —Prioridad de emergencia, Stet. Estamos perdiendo el tiempo. —Si uno no fuera... —¡Stet! —¿Qué quieres ahora? —Acabo de tener la confirmación de un contacto. Stetson se levantó y se balanceó sobre los pies. —¿Dónde? Orne miró por la ventana y después volvió a estar pendiente de Stetson. El electrizante ambiente de urgencia y antagonismo que había en el puente le producía calambres en el estómago. —Contacto..., hace unos diez klicks —roncó el altavoz. —¿Cuántos son? —Una turba. ¿Quieres que los cuente? —No. ¿Qué están haciendo? —Vienen directamente hacia nosotros. Será mejor que te vayas. —De acuerdo. Tenednos informados. —Así lo haremos. Stetson miró hacia su joven e inexperto agente de campo. —Orne, si decides que no quieres aceptar esta misión, no tienes más que decirlo. Te apoyaré con todas mis fuerzas. —¿Por qué habría de renunciar a mi primera misión? —Atiende y lo sabrás. Stetson se acercó a un armario basculante que estaba al lado del mapa de translite, tomó un uniforme blanco, tipo buzo, con insignias de oro, y se lo lanzó a Orne. —Póntelo mientras te lo explico. —Pero esto es un uniforme del R&R, cómo... —¡Ponte este uniforme sobre tu feo cuerpo! —Sí, señor. Almirante Stetson, señor. Enseguida, señor. Pero creía que había acabado con el antiguo asunto del Redescubrimiento & Reeducación cuando usted me alistó en el I-A. Empezó a cambiarse, pasando del azul del I-A al blanco del R&R. Casi antes de que se le olvidara, añadió: —...señor. Una sonrisa de lobo desgarró las facciones de Stetson. —¿Sabes, Orne? Uno de los motivos por los que te enrolé fue la adecuada actitud de obediencia a los designios de la autoridad. Orne cerró la larga cremallera del uniforme. —OH, sí, señor... señor. —Bueno, ya está bien, déjalo y atiende. Stetson hizo un ademán hacia el mapa de translite y a la cuadrícula verde que tenía sobrepuesta. —Estamos aquí. —Y señaló con un dedo en el mapa—. Aquí está la ciudad que sobrevolamos durante nuestro descenso. El dedo se desplazó. —Vas a encaminarte hacia la ciudad, tan pronto como te bajemos al suelo. La ciudad es tan grande que si mantienes un rumbo aproximadamente noreste, no puedes perderte. Vamos a... De nuevo sonó la campana y se encendió la luz. —¿Qué pasa ahora, Hal? —ladró Stetson. —Lo han pasado al plan H, Stet. Hay órdenes nuevas. —¿Cinco días? —Es lo máximo que pueden darnos. —Por todos los santos... —La Comandancia General dice que no podemos retrasar más el dar la información al Alto Comisionado Bullone. —Entonces serán cinco días —suspiró Stetson. Orne se acercó más al mapa y preguntó: —¿Es éste el método usual de echar la cortina de humo al R&R? Stetson sonrió. —Los hay peores, gracias a Bullone y compañía. Sólo estamos a un paso de la catástrofe, pero siguen metiendo en la cabeza de los muchachos el Rah & Rah, allí, en la querida y vieja Uni-Galáctica. —Se trata de ir a redescubrir los planetas perdidos o bien dejar que ellos nos redescubran —dijo Orne—. Prefiero lo primero. —Sí, y es posible que algún día redescubramos un planeta más de la cuenta. Pero este Gienah es una clase diferente de pescado. No es, repito no, un redescubrimiento. Orne advirtió que se le crispaban los músculos. —¿No son humanos? —N O —Stetson lo deletreó—. Una especie y una cultura con las que jamás habíamos tomado contacto. Este idioma que se te ha obligado a aprender no es de origen humano. No es completo, pero es todo lo que sabemos por los minis. Hasta ahora no te habíamos dado la información básica, lo poco que sabemos de los nativos, porque confiábamos en arrasar este sitio, y cuantos menos estuvieran enterados, mejor. —¡Santo cielo! ¿Por qué? —Hace veintiséis días que un investigador de sector del I-A llegó a este planeta, para hacer un rutinario informe de mini-espionaje. Cuando revisaba su red de espías para comprobar sus informes, descubrió por puro milagro a un extraño. —¿Uno de ellos? —No. Uno de los nuestros. Era un mini procedente del Delfín Redescubrimiento. No se había tenido noticias del Delfín durante dieciocho meses patrón. Causa de la desaparición: desconocida. —¿Supone que se estrelló aquí? —No lo sabemos. Si se estrelló en Gienah, no hemos podido encontrarlo. Y créame, muchacho: lo hemos buscado a fondo. Y ahora tenemos algo distinto metido en la cabeza. Es la pequeñez que me hace desear hacer desaparecer este planeta y volverme a casa con el rabo entre las piernas. Tenemos un... La campana volvía a sonar. —¿Y AHORA QUÉ? —vociferó Stetson. —He podido meter un mini en esta turba, Stet. Por lo que me dicen, están hablando de nosotros. Al parecer, se trata de una partida de asalto, y va armada. —¿Con qué clase de armamento? —Allí está demasiado oscuro para poder tener la seguridad de ello. Los haces de infrarrojo de este mini no funcionan. Parecen rifles de munición dura, de alguna clase. Hasta podrían ser del Delfín. —¿Se puede acercar más, para estar seguro? —No vale la pena arriesgarse sin los infrarrojos. Hay muy poca luz. Pero se mueven deprisa. —No los pierdas de vista, pero no te olvides de los otros sectores —dijo Stetson. —¿Acaso crees que nací ayer? En la voz del interlocutor se apreciaba la aspereza del enfado. El sonido desapareció con cierta brusquedad. —Lo que me gusta del I-A —dijo Stetson— es que eligen a tipos con temperamento tranquilo. Miró con tristeza el uniforme blanco de Orne, y se pasó una mano por los labios como si hubiera comido algo sucio. —¿Por qué he de llevar esto? —le preguntó Orne. —Es como si llevaras un disfraz. —¿Y dónde están los bigotes postizos? Stetson sonrió con pocas ganas. —El I-A está desarrollando su respuesta a estos políticos barrigudos. Tenemos nuestro sistema de búsqueda: encontrar los planetas antes que ellos. Hemos logrado colocar espías en los puestos clave del R&R. Si nuestros espías nos comunican que han encontrado algún planeta de interés, nos quedamos con los registros. —¡Oh! —Después, vamos a inspeccionar estos planetas, enviando muchachos listos como tú... disfrazados de R&R. —Estupendo, y ¿qué pasa si el R&R se tropieza conmigo mientras estoy allí haciendo manitas con estos seres? —Diremos que no te conocemos. —¡Mierda! Nunca po... ¡Eh! Usted me ha dicho que una nave I-A encontró este lugar. —Así es. Entonces, uno de nuestros espías en el R&R interceptó una petición rutinaria para que un agente instructor fuera asignado aquí, con equipo completo. La petición estaba firmada por un oficial de Primer Contacto llamado Riso... del Delfín. —Pero si él... —Ya, estaba perdido. La petición rutinaria era una falsificación. Y ahora, ya puedes adivinar por qué quiero convertir todo esto en ruinas. ¿Quién se atrevería a falsificar esta petición, si no estuviera seguro de que el verdadero oficial de P. C. había desaparecido... o muerto? —Stet, ¿qué diablos estamos haciendo aquí? —preguntó Orne—. Los contactos con los no humanos requieren un equipo completo de especialistas con todos los... —Éste requiere una bomba capaz de cargarse a todo el planeta. Hay cinco días. A menos que les des boleta blanca antes de este plazo, el Alto Comisionado Bullone tendrá noticias de este planeta. Si al cabo de cinco días Gienah existe todavía, ¿puede usted imaginarse lo que van a divertirse los políticos? ¡OH, mamma mía! Orne, necesitamos que este planeta esté clasificado para el contacto, o esté muerto, antes de este plazo. —Nos estamos ganando el tener que salir por pies —dijo Orne—. Esto no me gusta. Fíjese en lo que sucedió en... —¡A ti no te gusta esto! —Debe haber otra manera, Stet. Cuando nos aliamos con los Alerinoides, avanzamos unos quinientos años, sólo en lo referente a ciencias físicas; esto sin mencionar... —Los Alerinoides no se habían cargado ninguna de nuestras naves de exploración. —¿Y qué pasaría si el Delfín se hubiera estrellado aquí? Esto es una jungla muy grande, y si los indígenas no hicieron más que encontrarse con... —De esto es de lo que vas a ocuparte, Orne. En esto confío. Tú vas a ser la respuesta a su petición rutinaria: un agente instructor del R&R. Pero, contésteme a esto, señor R&R: ¿cuánto tiempo ha de transcurrir para que una especie que utiliza herramientas pueda representar un peligro para la Galaxia, si puede disponer de la información que lleva usted en la cabeza? —Usted ya ha visto la ciudad, su tamaño. Es posible ponerles al corriente en unos seis meses, y si no hay... —Ya. Orne movió la cabeza. —Pero considere esto: se trata de dos civilizaciones que se han desarrollado en direcciones contrarias. Piense en todos los distintos caminos por los que se pueden haber enfocado problemas similares. Las posibilidades de progreso... —Parece como si estuvieras dando una conferencia en la Uni-Galáctica. ¿Te acordarás de lo de entrar cogidos del brazo en el brumoso futuro? Orne respiró profundamente. Se daba cuenta de que le estaban llevando tan deprisa que no podía tomar decisiones racionales. Preguntó: —¿Y por qué he de ser yo? Usted me está metiendo en esto. ¿Por qué? —Las listas y registros generales del Delfín. Tú todavía debes figurar en ellas como un agente de campo del R&R, con identificación completa, imagen de la retina, todo. Esto es importante si has de pasar por... —¿Pero acaso soy el único con que puede usted contar? Acabo de ingresar en el I-A, pero... —¿Quieres salirte? —No he dicho eso. Sólo quiero saber por qué yo... —Porque los zoquetes del Cuartel General dieron una lista de requisitos a uno de sus monstruos mecánicos. Y tu nombre apareció de pronto. Estaban buscando a alguien que fuera capaz, se pudiera confiar en él y... que se pudiera reemplazar fácilmente. —¡Ay! —Por eso estoy aquí dándote estas explicaciones en vez de estar sentado en la nave insignia. Te metí yo mismo en el I-A. Ahora, atiende cuidadosamente: si aprietas el botón de alarma sin un motivo válido, te despellejaré vivo personalmente. Tanto tú como yo conocemos las ventajas de un contacto con los no-humanos. Pero si te metes en un verdadero atolladero y pides socorro, voy a meter este crucero en la ciudad para sacarte de allí. ¿Está claro? Orne trató de aclarar su seca garganta. —Sí. Y gracias, Stet, pero si... —Estaremos en una órbita muy próxima. Y detrás de nosotros estarán cinco transportes llenos de marines I-A, además de un Monitor clase IX con un revienta-planetas. Tú tendrás que cantar las jugadas. ¡Que Dios te ayude! Primero, hemos de saber si se han apoderado del Delfín, y si fuera así, dónde está. Después, queremos saber cuan guerreros son esos seres. ¿Podemos tratar con ellos? ¿Están demasiado sedientos de sangre? ¿Cuál es su potencial? —¿En cinco días? —Ni un segundo más. —¿Qué sabemos de ellos? —No mucho. Se parecen a un antiguo chimpancé de la Tierra, pero con el pelaje azul. La cara no tiene pelos, y su piel es de color rojo. Stetson tocó un botón de su cinturón. El mapa de translite se convirtió en una pantalla en la que se veía una fotografía fija. —Éste es de tamaño natural. —Se parece al famoso "eslabón perdido" —dijo Orne. —Ya, pero ahora es otra clase muy distinta de eslabón la que hay que buscar. —Sus ojos tienen el agujero de la pupila vertical —comunicó Orne. Estudió detenidamente la figura. El gienahno había sido tomado desde el frente por un mini-espía. Medía, erguido, un metro y medio. Estaba ligeramente inclinado hacia delante, con los brazos colgantes. La nariz era plana y tenía dos aberturas verticales. La boca era un corte sin labios sobre una barbilla remetida. Tenía cuatro dedos en cada mano. Vestía un ancho cinturón del que colgaban unos bolsillos y lo que parecían ser herramientas, aunque su utilización no estaba clara. Podría tratarse de armas. Algo, que podría ser una cola, aparecía por detrás de una de las cortas piernas. La criatura estaba de pie en un césped verde, y detrás de él se podían percibir los contornos de la ciudad que habían visto desde el aire. —¿Colas? —preguntó Orne. —Sí, son arborícolas. No hemos podido encontrar un solo camino en todo el planeta. Pero hay muchas lianas en la jungla. —Las facciones de Stetson se endurecieron—. Y dime como se compagina esto con una ciudad tan avanzada como ésta. —¿Cultura con esclavitud? —Probablemente. —¿Cuántas ciudades tienen? —Hemos encontrado dos. Ésta y otra en el otro extremo. Esta última está en ruinas. —¿Guerra? —Ya nos lo dirás. Aquí hay muchos misterios. —¿Es muy extensa la jungla? —Casi en todas las superficies de tierra. Hay océanos polares, y unos pocos lagos y ríos. Una cadena montañosa, baja, va siguiendo el ecuador, por lo menos en dos terceras partes alrededor del planeta. Las señales de su orografía son muy antiguas. La superficie se ha estabilizado hace mucho tiempo. —Y sólo dos ciudades. ¿Está usted seguro de esto? —Razonablemente, sí. Sería muy difícil dejar de ver algo tan grande como esto. Señaló con un dedo la ciudad que se veía en la pantalla, detrás de la figura. —Medirá unos doscientos kilómetros de longitud, y al menos cincuenta de anchura. Es como un hormiguero de criaturas. Tenemos un buen recuento estimativo por zonas, que nos sitúa la población de esta ciudad en más de treinta millones. En cuanto a población, es la mayor ciudad que conocemos. —¡Caramba! —suspiró Orne—. Mire el tamaño de estos edificios. ¡Lo que estos gienahnos podrían enseñarnos sobre urbanismo! —Nunca podremos aprender lo que nos pueden enseñar, Orne. A menos que les des tu visto bueno, sólo van a quedar cenizas para que las estudien nuestros arqueólogos. —¡Debe haber otra manera! —De acuerdo, pero... La campana sonó. La voz de Stetson parecía cansada. —¿Decías, Hal? —Que la turba se halla a sólo cinco klicks, Stet. El equipo de Orne está afuera, en el planeador camuflado. —Vamos a bajar enseguida. —¿Por qué un planeador camuflado? —preguntó Orne. —Es una idea de Hal. Si los gienahnos creen que es un buggy de tierra, pueden andar descuidados cuando más vas a necesitar una ventaja. Siempre podremos recogerte del aire, ya lo sabes. —¿Sólo cinco días? —Si para entonces no has regresado, daremos el petardazo. —Fácilmente reemplazable. —¿Quieres abandonar esta misión? —No. —Estaba seguro de que dirías eso. Mira, hijo, utiliza la regla de la puerta trasera. Déjate siempre una salida de escape. —Como lo está haciendo usted —observó Orne. Stetson le miró fijamente durante unos latidos, y al fin dijo: —Ya. Vamos a comprobar el equipo que los cirujanos te han colocado en el cuello. —Lo estaba esperando. Stetson se puso una mano en el cuello. Su boca permaneció cerrada, pero Orne podía oír una voz sibilante y fantasmal que salía del transceptor implantado: —¿Me recibes, Orne? —Le recibo. Éste es... —¡No! —susurró la voz—. Toca el contacto del micrófono y mantén la boca cerrada. Sólo has de usar los músculos de hablar, pero sin hacerlo en voz alta. Orne obedeció y se llevó la mano a la garganta. —¿Que tal va ahora? —Mucho mejor —contestó Stetson—. Te recibo alto y con claridad. —¿Puedo transmitir muy lejos? —Siempre habrá un espía relé muy cerca de ti —dijo Stetson—. Además, aunque no aprietes el contacto, este cacharro nos dirá todo lo que se diga y lo que pase a tu alrededor. Estaremos siempre atentos. ¿Lo has entendido? —Espero que sí. Stetson levantó la mano derecha. —Buena suerte, Orne. Cuando hablaba sobre tirarme de cabeza para rescatarte, lo decía de veras. Tú tienes la palabra. —Ya sé qué palabra es —dijo Orne—. Es ¡SOCORRO! Inclínate ante Ullua, la estrella viajera de los Ayrbs. No permitas que la blasfemia exista, no permitas que viva un blasfemo. Que la blasfemia le pudra la boca. Los blasfemos están malditos por Dios y están malditos por los justos. Que esta maldición caiga sobre el blasfemo desde la planta de sus pies hasta la corona de su cabeza, mientras duerma y cuando esté despierto, cuando esté sentado y cuando esté en pie...
Invocación para el Día de Bairam
Un embarrado suelo gris y unos tristes pasillos entre monstruosos troncos azules de árboles: esto era la jungla de Gienah. Sólo una mínima intensidad de luz les llegaba hasta el barro. El camuflado trineo de Orne, con sus unidades paragrávicas desconectadas, daba tumbos y resbalones por entre las raíces elevadas. Los faros oscilaban en absurdos ángulos entre los troncos y entre el barro. Las enredaderas caían desde el alto techo del bosque. Un constante goteo de condensación salpicaba el parabrisas, obligando a Orne a usar los soplantes laminares. En el asiento anatómico de la cabina del trineo, Orne luchaba con los controles al tiempo que intentaba vigilar por todos los lados buscando señales de la partida de asalto de los gienahnos. Se sentía molesto por la vaga impresión de estar flotando a cámara lenta que los nativos de un planeta pesado experimentan siempre que se ven sometidos a una gravedad menor. Le hacía sentirse mal del estómago. Había cosas que cruzaban por el aire alrededor del vehículo que iba dando tumbos, cosas que revoloteaban y se precipitaban encima del trineo, de color azul, rojo, verde o violeta, cosas oscuras. Los insectos gienahnos, con sus alas de pelusa, llegaban formando dos conos gemelos, atraídos por los faros. Un interminable zumbido, crujido, raspado, silbido y campanilleante toc-toc-toqui sonaba detrás de las luces del trineo. De repente, la voz de Stetson sonó suavemente en el altavoz que le habían implantado quirúrgicamente a Orne: —¿Cómo lo ves? —No humano. —¿Hay algún signo le la turba? —Negativo. —De acuerdo. Vamos a despegar. Buena suerte. Por detrás de Orne llegó el profundo rugido de los cohetes de propulsión del crucero de reconocimiento. La conmoción fue disminuyendo. Todos los otros sonidos callaron durante un momento y volvieron a sonar: primero, los más intensos y, luego, los más débiles. Un objeto pesado y oscuro cruzó enfrente de los faros columpiándose en una liana. Desapareció detrás de un árbol. Otro. Y otro. Unas sombras fantasmales, cogidas a unos péndulos de liana, rodeaban ambos lados del trineo. Algo golpeó pesadamente en el capó. Orne frenó hasta quedar parado en seco, lo que hizo desplazar la carga que llevaba atrás. A través del parabrisas pudo ver a un nativo de Gienah que estaba agachado sobre el capó y tenía un rifle Mark XX de balas explosivas que apuntaba a su cabeza. A pesar de la sorpresa que le produjo el encuentro, Orne reconoció el arma, que era de dotación de los guardia marinas de todas las naves de reconocimiento del R&R. El nativo parecía hermano gemelo del que Orne había visto en la pantalla de translite, incluso por el cinturón con todos sus adminículos. La mano de cuatro dedos que parecía entrenada y capaz estaba colocada en la culata del Mark XX. Lentamente, Orne se puso una mano en la garganta para activar el micrófono oculto y movió los músculos de hablar: "Acabo de entablar contacto. Uno de los de la turba está sobre el capó. Con uno de nuestros rifles Mark XX apunta a mi cabeza." La voz sibilante de Stetson llegó por el altavoz subcutáneo. —¿Quieres que regresemos? —Negativo. Quedad a la escucha. Parece ser más curioso que hostil. —Ándate con cuidado. Nunca se puede estar seguro de las reacciones de una especie desconocida. Orne apartó la mano derecha de la garganta, la alzó y la mantuvo con la palma en alto. Lo pensó mejor y levantó también la mano izquierda. Todo el mundo sabe que el símbolo universal de las intenciones pacíficas es mostrar las manos vacías. El cañón del rifle descendió ligeramente. Orne intentó recordar el lenguaje de Gienah que había aprendido hipnóticamente. “¿Ocheero? No, esto significa ‘La Gente’, Ahh...” pensó, y recordó el duro sonido fricativo de bienvenida. —Ffroiragrazzi —dijo. El nativo se puso a la derecha de Orne, y contestó en un perfecto galactés culto y carente de acento: —¿Quién es usted? Orne tuvo que luchar contra un pánico repentino que se apoderó de él. La boca sin labios había tomado una forma rara al articular las palabras que le resultaban tan familiares: La voz de Stetson, murmuró: —¿Este nativo hablaba en galactés? Orne se tocó la garganta. —Usted mismo ha podido oírle. —¿Quién es usted? —volvió a preguntar el gienahno. Orne bajó la mano y respondió: —Soy Lewis Orne, del servicio del Redescubrimiento y Reeducación. Me han destinado aquí a petición del Oficial de Primer Contacto del Delfín Redescubrimiento. —¿Dónde está su nave? —Me depositó aquí y se fue. —¿Por qué? —Iba retrasada, tenía otra misión que cumplir. Por el rabillo del ojo, Orne vio otras sombras que caían en el barro, a su alrededor. El trineo osciló cuando alguien montó sobre la carga, detrás de la cabina. El nativo se subió al escalón lateral del trineo y abrió la puerta del golpe. El rifle seguía apuntando. De nuevo la boca sin labios articuló en galactés: —¿Qué lleva usted en su... vehículo? —El equipo del R&R, las cosas que un agente de campo necesita para ayudar a la gente de un planeta redescubierto a recuperar su civilización y su economía. Orne señaló el rifle. —¿Le importaría apuntar esta arma hacia otro sitio? Me pone nervioso. La boca del rifle se quedó fija en la cintura de Orne. La boca del gienahno se abrió y mostró unos largos caninos y una lengua azul. —¿No le parecemos extraños? —Supongo que en este planeta habrá habido importantes variaciones de mutación de la norma humana —respondió Orne—. ¿Qué las causó? ¿Demasiada radiación dura? El gienahno no contestó. Orne dijo: —En realidad, esto importa muy poco. Estoy aquí para ayudarles, como lo hacemos con todos los planetas redescubiertos. —Soy Tanub, jefe de los Altos Senderos de los Grazzi —dijo el nativo—. Yo seré quien decida a quién hay que ayudar. Orne tragó saliva. —¿Adónde va usted? —preguntó Tanub. —Me dirigía a vuestra ciudad. ¿Está permitido? Tanub permaneció en silencio durante algunos latidos, mientras sus pupilas verticales se dilataban y contraían. Aquellos ojos le recordaban a Orne los de un felino pronto a saltar. Al fin, Tanub contestó: —Está permitido. La voz de Stetson llegó por el altavoz oculto: —¡No hay más apuestas, Orne! Vamos a buscarte. Galactés además de este Mark XX, esto es otro juego. Estoy convencido de que tienen al Delfín. Orne se tocó la garganta. —¡No! Deme un poco más de tiempo. —¿Por qué? —Usted me ha metido en medio de una lucha endiablada. Además, tengo una corazonada en cuanto se refiere a estos gienahnos. —¿Cuál es? —No hay tiempo. Confíe en mí. Hubo una larga pausa, durante la cual Orne y Tanub seguían estudiándose mutuamente. Stetson dijo: —Muy bien. Adelante tal como estaba planeado. Pero encuentre dónde está escondido el Delfín. Si podemos recuperar nuestra nave, les privaremos de algunos dientes. —¿Por qué se toca usted continuamente? —le preguntó Tanub. Orne apartó su mano de la garganta. —Estoy nervioso. Las armas siempre consiguen ponerme nervioso. Tanub bajó ligeramente la boca del rifle. —¿Podemos continuar hasta su ciudad? —preguntó Orne. Se humedeció los labios con la lengua. La luz verde de la cabina confería una apariencia siniestra a la cara del gienhano. —Pronto podremos irnos —respondió Tanub. —¿Quiere usted subir conmigo? —preguntó Orne—. Hay un asiento de pasajero detrás de mí. La mirada de Tanub se movió como la de un felino, a la izquierda, a la derecha. —Sí. Se dio la vuelta, lanzó una orden hacia la oscuridad de la jungla y subió detrás de Orne. El gienahno tenía un olor de piel húmeda con un toque de ácido. —¿Cuándo nos vamos? —preguntó Orne. —El gran sol se ocultará muy pronto —dijo Tanub—. Podremos continuar así que salga Chiranachuruso. —¿Chiranachuruso? —Es nuestro satélite... Nuestra luna. —¡Qué palabra tan bonita! —dijo Orne—. Chiranachuruso. —En nuestro idioma significa "El brazo de la Victoria" —aclaró Tanub—. Su luz nos permitirá continuar. Orne se volvió y miró a Tanub. —¿Dice usted que puede ver con la poca luz que llega hasta aquí a través de los árboles? —¿Acaso usted no puede ver? —preguntó Tanub. —Sin los faros, no. —Nuestros ojos son diferentes —dijo Tanub. Se inclinó hacia Orne y le miró a los ojos. Las pupilas verticales del gienhano se dilataban y se contraían. —Usted, es igual que... los otros. —¡Ah! ¿Los del Delfín? —Sí. Orne hizo un esfuerzo para lograr permanecer callado. Quería preguntar sobre el Delfín, pero se daba cuenta de que andaba sobre la cuerda floja, y con un pequeñísimo margen de tolerancia. Sabían tan poco de los gienahnos... ¿Cómo se reproducían? ¿Qué religión tenían? Le resultaba evidente que Stetson y los demás altos capitostes no confiaban en que su misión tuviera éxito. Esta era una jugada desesperada en la que se arriesgaba un peón del que se podía prescindir. Orne experimentó un repentino sentimiento de simpatía hacia los gienahnos. Tanub y sus congéneres no podían decidir su propio destino. Los desesperados humanos hacían todas las jugadas. Unos humanos desesperados y asustados que habían crecido a la sombra de los terrores de las Guerras de Rim. ¿Acaso esto les concedía el derecho a decidir si toda una especie debía sobrevivir? Los gienahnos eran criaturas racionales. A pesar de que nunca se había considerado muy religioso, Orne elevó una plegaria silenciosa. "Mahmud, ayúdame a salvar a estos... seres." Una calma interior se apoderó de él. Una sensación de fuerza y confianza. Pensó: "¡Soy el que hago las jugadas!" Un frío resplandor se extendió por la jungla, acallando de repente los sonidos salvajes. Después, una conmoción general se hizo patente por los gienahnos que estaban en los árboles y alrededor del trineo. Tanub se agitó y gruñó. Los gienahnos, que se habían subido sobre la carga, se apearon y saltaron hacia la izquierda. —Vámonos ahora —ordenó Tanub—. Lentamente. Vaya detrás de mis... batidores. —Bien. Orne movió el trineo hacia delante esquivando una raíz que estorbaba el paso; a la luz de los faros, observaba las balanceantes figuras de su escolta. El silencio invadió la cabina mientras se arrastraban hacia delante. —Gire un poco a su derecha —dijo Tanub, indicándole un pasillo que había entre los árboles. Orne obedeció. Alrededor de él, las sombras se lanzaban de liana en liana. —Pude admirar su ciudad desde el aire —dijo Orne—. Es muy bonita. —Sí —dijo Tanub—. Su especie también lo sabe apreciar. ¿Por qué descendieron con su nave tan lejos de nuestra ciudad? —No queríamos que, al aterrizar, pudiéramos destruir algo. —No hay nada en la jungla que se pueda destruir, Orne. —¿Por qué sólo tienen una ciudad grande? —preguntó Orne. Silencio. —He preguntado que por qué... —Orne, ignora usted nuestra manera de ser —gruñó Tanub—. Por esto le excuso. La ciudad es para nuestra raza, para siempre más. Nuestros hijos deben nacer a la luz del sol. Hace mucho tiempo, usábamos unas sencillas plataformas situadas en la copa de los árboles. En la actualidad..., sólo lo hacen los salvajes. La voz de Stetson susurró en los oídos de Orne: —No aprietes en el aspecto sexual ni en el de crianza. Estos temas son delicados. Estas criaturas son ovíparas. Al parecer, sus glándulas sexuales están escondidas en el pelo largo que cubre donde deberían tener el mentón. Orne especuló: —¿Y quién es el que decide dónde han de estar los mentones? —Los que controlan el lugar de los nacimientos, son los que controlan nuestro mundo —informó Tanub—. Antes, existió otra ciudad. La destruimos, socavamos sus torres y las hicimos caer en el sucio barro para que se rompieran donde la jungla se hiciera cargo de ellas. —¿Hay muchos... salvajes? —preguntó Orne. —Cada estación hay menos —respondió Tanub; y su voz sonaba jactanciosa y confiada. —Así es cómo consignen sus esclavos —transmitió Orne. —Pronto no quedará ninguno —dijo Tanub. —Habla usted un galactés perfecto —dijo Orne. —El jefe de los Altos Senderos ha de tener los mejores maestros —dijo Tanub—. Y usted, Orne, ¿sabe muchas cosas? —Por este motivo me han mandado aquí. —¿Hay muchos planetas para adiestrar? —preguntó Tanub. —Muchos —respondió Orne—. En su ciudad hay muchos edificios altos. ¿Con qué los construyen? —En el idioma de usted, con cristal —respondió Tanub—. Los ingenieros del Delfín decían que era imposible. Como puede usted ver, estaban equivocados. La voz de Stetson llegó: —¡Una cultura de vidrio soplado! Esto puede explicar muchas cosas. El camuflado trineo de aire se fue arrastrando por los pasillos de la jungla, mientras Orne revisaba todo cuanto había oído y todo cuanto había observado. Sopladores de cristal. Jefe de los Altos Senderos. Ojos con cortes verticales en las pupilas. Una especie arborícola. Cazadores. Belicismo. Cultura con esclavos. Los jóvenes debían nacer a la luz del sol. ¿Era una necesidad cultural o física? Aprendían muy aprisa. Sólo hacía dieciocho meses normales que tenían al Delfín y a su tripulación. Uno de los batidores se plantó delante de los faros y agitó los brazos. Orne detuvo el trineo obedeciendo la orden de Tanub. Esperaron casi diez minutos antes de proseguir. —¿Los salvajes? —preguntó Orne. —Quizá. Pero somos una fuerza demasiado importante para que ellos piensen en atacarnos. Y no poseen buenas armas. No tema, Orne. El resplandor de muchas luces se hizo visible a través de los gigantescos troncos de árbol. Se hizo más intenso cuando el trineo rebasó el borde de la jungla y salió al terreno despejado, y desde allí pudo observar la ciudad a través de dos kilómetros de espacio abierto. Orne miró hacia arriba, maravillado. La ciudad de Gienah se elevaba con pisos y rampas en espiral hacia el cielo iluminado por la luna, mucho más alta que los árboles más altos. Parecía un frágil bordado de puentes, columnas relucientes y parpadeantes puntos de luz. Los puentes se entretejían de columna a columna, formando una red visible que recordaba una tela de araña reluciente por las gotas de rocío. —Y todo está hecho con cristal —murmuró Orne. —¿Qué pasa? —preguntó Stetson. Orne se tocó la garganta. —Acabamos de salir de la jungla y vamos hada los edificios más próximos de la ciudad: son magníficos. —Sería una pena que tuviéramos que destruirlos. Orne se acordó de una maldición usada en Chargon: "¡Así crezcas como una raíz salvaje, con la cabeza metida en la tierra!" Tanub dijo: —Hasta aquí ya es suficiente, Orne. Detenga el vehículo. Orne hizo que el trineo se parara dando una sacudida. Veía, por doquier y a la luz de la luna, gienahnos armados con unos Mark XX de demolición. Un edificio con columnas que llevaban contrafuertes de cristal se destacaba, a la luz lunar, delante mismo de ellos. Parecía ser más alto que el crucero que se había posado en el círculo de aterrizaje de la jungla. Tanub se inclinó sobre el hombro de Orne. —¿Verdad que no le hemos podido engañar, Orne? Este notó que se le contraía el estómago. —¿Qué quiere usted decir? El olor de la piel de gienahno se había hecho opresivo en la cabina. —Ya se ha percatado usted de que no somos mutantes de su raza —dijo Tanub. Orne intentó aclararse la garganta. La voz de Stetson llegó a sus oídos: —Lo mejor es admitirlo. —Es cierto —reconoció Orne. —Me gusta usted, Orne —dijo Tanub—. Será uno de mis esclavos. Le daré cinco hembras escogidas del Delfín, y usted me enseñará muchas cosas. —¿Cómo capturó el Delfín? —preguntó Orne. —¿Cómo se ha enterado de esto? Tanub se echó hacia atrás, y Orne vio que la boca del rifle se levantaba. —Usted tiene un rifle de los suyos —dijo Orne—. No vamos por ahí repartiendo armas. Nuestra meta es reducir el número de armas en todo el... —¡Sois débiles y os arrastráis por el suelo! —dijo Tanub—. No podéis competir con nosotros. Nosotros vamos por los Altos Senderos. Nuestra destreza es grande. Somos más astutos que cualquiera de las demás criaturas. Os dominaremos. —¿Cómo se apoderó usted del Delfín? —insistió Orne. —¡Ah! Pusieron la nave a nuestro alcance porque tenía los tubos de mala calidad. Les dijimos, y no mentíamos, que podíamos mejorarlos. La cerámica que hace vuestra especie es muy mala. Al apagado resplandor de las luces de la cabina, Orne estudió a Tanub. —Tanub, ¿ha oído usted hablar del I-A? —¡El I-A! Investigan y arreglan cuando los demás cometen errores. Su existencia es el reconocimiento de vuestra inferioridad. ¡Cometéis errores! —Mucha gente lo hace —sentenció Orne. Una tensión agresiva se apoderó del gienahno. Abrió la boca para enseñar los caninos. —¿Se apoderó usted del Delfín a traición? —preguntó Orne. La voz de Stetson llegó hasta los oídos de Orne. —¡No le provoques! Tanub contestó: —Los del Delfín eran tontos. Porque nuestra talla es menor que la vuestra, creyeron que éramos más débiles. La boca del rifle se apoyó sobre la boca del estómago de Orne. —Va usted a explicarme una cosa: ¿Por qué habla del I-A? —Soy del I-A —respondió Orne—. He venido aquí para saber dónde ha escondido usted el Delfín. —Usted ha venido aquí para morir —dijo Tanub—. Hemos escondido el Delfín donde nos ha parecido mejor. En toda nuestra historia, nunca hemos tenido un lugar mejor para agazaparnos y esperar el momento de atacar. —¿No ve usted otra alternativa que atacar? —preguntó Orne. —En la jungla, los fuertes destrozan a los débiles hasta que sólo quedan los fuertes —contestó Tanub. —Y después, los fuertes luchan unos contra otros —dijo Orne. —¡Eso no es más que una excusa para los débiles! —O para los que han visto cómo esta manera de pensar convertía mundos enteros en inhabitables para todas las formas de vida, sin dejar nada para los débiles ni para los fuertes. —Dentro de un año de los vuestros, Orne, estaremos a punto. Entonces veremos quién tiene razón. —Es muy malo que usted opine así —dijo Orne—. Cuando se encuentran dos culturas, como lo hacen ahora las nuestras, tienen tendencia a ayudarse mutuamente. Todos salen ganando. ¿Qué ha hecho usted con la tripulación del Delfín? —Son esclavos —respondió Tanub—. Los que todavía están vivos. Algunos se resistieron. Otros tuvieron reparos en enseñarnos lo que debemos saber. Apuntó con el rifle a la cabeza de Orne. —Usted no es tan loco como para poner objeciones, ¿no es verdad? —No hay ninguna necesidad de que me comporte como un loco —contestó Orne—. Nosotros, los del I-A, también somos maestros. Damos lecciones a los que cometen errores. Usted ha cometido un error, Tanub. Usted me ha dicho dónde tiene escondido el Delfín. —¡Anda, chico! —chilló la voz secreta de Stetson—. ¿Dónde está? —¡Imposible! —gruñó Tanub. El cañón del rifle seguía centrado en la cabeza de Orne. —Está en vuestra luna —dijo Orne—. En el lado oscuro. Está en una montaña del lado oscuro de vuestra luna. Los ojos de Tanub se dilataron y se contrajeron. —¿Puede usted leer el pensamiento? —Los del I-A no necesitamos leer el pensamiento —contestó Orne—. Nos apoyamos en nuestra extraordinaria agudeza mental y en los errores de los demás. —Dos monitores de ataque están en camino —susurró la voz de Stetson—. Vamos a buscarte. Quiero saber cómo lo has sabido. —Usted es tan tonto y débil como los demás —rechinó Tanub. —Es una pena que usted se forjara una opinión sobre nosotros, observando a los bajos cargos del R&R —dijo Orne. —Cuidado, cuidado —recomendó Stetson—. No te pongas a luchar con él. Recuerda que es arborícola y probablemente es tan fuerte como un mono. —Tú eres un esclavo que se arrastra por el suelo —dijo despectivamente Tanub—. Puedo matarte aquí mismo antes de que puedas levantarte. —Vas a matar a todo tu planeta, si lo haces —dijo Orne—. No estoy solo. Hay otros seres que están escuchando cada una de las palabras que pronunciamos. Hay una nave encima de nosotros que puede trocear vuestro planeta con una sola bomba, y lavarlo todo con roca fundida. Vuestro planeta se fundirá como el cristal de vuestros edificios. Todo vuestro planeta se convertirá en un bloque de cerámica. —¡Mientes! —Voy a hacerte una oferta —propuso Orne—. No queremos exterminaros. Por lo menos, no queremos a menos que nos obliguéis a hacerlo. Os concederemos la calificación de miembros provisionales de la Federación Galáctica, hasta que nos demostréis que no representáis amenaza alguna para los demás... —Te atreves a insultarme —gruñó Tanub. —Será mejor que me creas —dijo Orne—. Nosotros... La voz de Stetson le interrumpió: —¡Lo tenemos, Orne! Hemos recuperado el Delfín, que estaba en un pequeño valle entre montañas, donde dijiste. Dispara los cohetes y sal de ahí. Vamos a pasar la escoba para recogerte. —Pues esto es lo que hay, Tanub —dijo Orne—. Ya hemos vuelto a capturar el Delfín. Tanub lanzó una mirada hacia el cielo. Y volvió a mirar fijo a Orne. —Es imposible. Tenemos su equipo de comunicaciones y no ha habido señal alguna. Las luces de nuestra ciudad todavía están encendidas, y usted no podrá... —Sólo tenéis el equipo del R&R —dijo Orne—, que es muy inferior al que utiliza el I-A. Los vuestros que estaban allá arriba permanecieron callados hasta que ya fue demasiado tarde. Es su manera de ser, y no como... Stetson preguntó: —¿Cómo puedes saber esto? Orne hizo caso omiso de Stetson, y dijo: —A excepción del armamento capturado, que todavía sostienes, es evidente que no cuentas con armas para enfrentarte a nosotros, Tanub. En caso contrario, no habrías sacado este rifle del Delfín. —Si es así, moriremos como unos valientes —dijo Tanub. —No será necesario —afirmó Orne—. Nosotros no... —No puedo correr el riesgo de que esté usted mintiendo —dijo Tanub—. He de matarle. El pie de Orne que estaba apoyado en el pedal de control del trineo dio una patada hacia abajo. El trineo salió proyectado hacia arriba, y una intensa G apretó a sus pasajeros contra los asientos. El rifle golpeó el regazo de Tanub, que se esforzaba en apuntarlo de nuevo. Para Orne, su peso sólo representaba el doble del que tenía en Chargon. Estiró un brazo, arrancó el rifle que tenía Tanub y cogió cinturones de segundad que utilizó para inmovilizar al gienhano. Después, Orne suavizó la aceleración. Tanub le miraba aterrorizado, y apretaba los dientes. —No necesitamos esclavos —dijo Orne—. Tenemos máquinas que nos hacen la mayor parte del trabajo. Os enviaremos expertos que os adiestrarán para lograr un mejor equilibrio con vuestro planeta: cómo construir buenos transportes, cómo extraer vuestros minerales, cómo... —Y ¿qué tendremos que hacer a cambio? —susurró Tanub, que se sentía dominado por la fuerza de Orne. —Para empezar, podréis enseñarnos cómo fabricáis vuestra cerámica —dijo Orne. Mientras hablaba, una serie de imágenes desfilaban ante él: la función estabilizadora de la paz en un mercado central, el evitar la especialización de las cosas manufacturadas, haciendo que en un pueblo se hiciera el hierro de la azada, y en otro pueblo vecino, el mango de madera, la seguridad psicológica que dan los gremios y las castas... Casi como si fuera colofón dijo: —Espero que aceptaréis nuestra manera de mirar las cosas. Sinceramente, no queremos vernos obligados a hacer limpieza completa de todos. Ahora, ya sabes que podemos hacerlo, pero nos disgustaría profundamente tener que hacer volar por los aires vuestra ciudad, y que tuvierais que volver a la jungla buscando sitios para criar a vuestros hijos. Tanub se estremeció. —La ciudad... —susurró. Después dijo: —Llevadme con mi pueblo. Explicaré lo que he aprendido a... nuestro... Consejo. Miró a Orne; se apreciaba mucho respeto en sus modales. —Ustedes los del I-A son demasiado fuertes... demasiado fuertes. Ni lo sospechábamos. Debido a que las más antiguas sensaciones Psi que influyeron en la humanidad procedían de lo ignoto, las primitivas asociaciones emocionales con Psi fueron las de miedo, las proyecciones maya de falsas realidades, las de íncubos y brujas, las de encantamientos y aquelarres. Estas asociaciones son congénitas y nuestra especie tiene una tendencia muy fuerte a recaer en los antiguos errores.
HALMYRACH, ABAD DE AMEL
Psi y Religión
En la sala de armas del crucero ligero de Stetson, las luces estaban amortiguadas, las confortables sillas se hallaban cerca de la mesa verde-marrón preparada con vasos de cristal y un frasco del oscuro brandy de Hochar. Orne levantó su vaso y bebió. Dijo: —Durante un rato, pensé que nunca más podría saborear algo tan bueno como esto. Stetson llenó un vaso de brandy, lo probó y dijo: —La Comandancia General lo ha escuchado todo por la red del monitor. ¿Sabes que ya eres agente de campo de primera? —Por fin han tenido que reconocer mi valía —dijo Orne. Mientras hablaba, Orne se dio cuenta de que la burlona ligereza de sus propias palabras le molestaba. Intentó volver a recordar algo que se le escapaba: algo sobre la jardinería primitiva, sobre herramientas... Una sonrisa de lobo se extendió sobre las facciones de Stetson. —Los agentes de campo de primera duran la mitad que los agentes de campo principiantes —dijo—. Tienen una mortalidad muy elevada. —Debía haberlo supuesto —reconoció Orne. Tomó otro sorbo de brandy y sus pensamientos se iban hacia la suerte de los gienahnos, de los hamalitas: la ocupación militar. Llámesele necesidad del I-A, llámesele vigilancia preventiva, llámesele como se quiera. Siempre equivale a dominio por la fuerza. Stetson accionó el interruptor del sistema de grabación principal del crucero y dijo: —Vamos a hacer el informe. —¿Por dónde quiere que empiece? —¿Quién te autorizó para ofrecer a los gienahnos el ser miembros provisionales de la Federación Galáctica? —Entonces me pareció que era una buena idea. —Pero los agentes de campo principiantes no pueden hacer estas ofertas. —¿Se opone la Comandancia General? —La Comandancia General me decía que lo autorizara, cuando te abalanzaste sobre el rifle. ¿No estarían en su red de comunicaciones? —No... No lo estaban. —Dime, Orne. ¿Cómo acertaste el lugar donde habían escondido el Delfín? Ya habíamos hecho un barrido de reconocimiento de la luna y parecía imposible que lo ocultaran allí. —Tenía que estar allí. La palabra que Tanub usaba como nombre de su pueblo era Grazzi. Muchos sensibles se llaman a sí mismos algo que significa "La Gente". Pero, en su lenguaje, esto se llama Ocheero. En el diccionario de su idioma no teníamos nada como Grazzi. Empecé por aquí. Tenía que haber una superestructura conceptual en relación directa con la forma animal, con las características animales, igual que nos ocurre a nosotros. Tenía la impresión de que, si lograba conseguir los modelos conceptuales que usaban en sus comunicaciones, lo tendría resuelto. Estaba trabajando bajo una tensión de vida o muerte, y lo más extraordinario era que me preocupaba por sus vidas y por sus muertes. —Sí, sí, sigue —dijo Stetson. —Vayamos paso a paso —le propuso Orne—. Pero vayamos pisando en terreno firme. Entonces, yo ya sabía bastantes cosas de los gienahnos. Tenían enemigos salvajes en la jungla, criaturas muy parecidas a ellos que vivían en lo que podía ser una libertad envidiable. Grazzi. Grazzi. Me preguntaba si podía ser un nombre que derivara de otro idioma. ¿Podría significar "enemigo"? —No veo adonde nos conduce esto —le dijo Stetson. —Nos conduce hasta el Delfín. —¿Eso..., esta palabra te descubrió dónde estaba el Delfín? —No. Pero esta palabra encajaba en el esquema racial de los gienahnos. Desde el primer contacto, tuve la impresión que los gienahnos podían tener una cultura parecida a la de los indios de la antigua Tierra. —¿Quieres decir, una con castas y adoración al diablo, y otras cosas por el estilo? —No me refiero a esos indios. Los amerindios, los aborígenes de la América salvaje. —¿Cómo pudiste sospechar esto? —Se me echaron encima como una partida primitiva de asaltantes. Su jefe saltó sobre la cubierta del motor de mi trineo. Fue un acto de valor, nada menos que un intento de evaluación. —¿De qué evaluación me estás hablando? —Me desafió de una manera que ponía en peligro inmediato al retador. Y que me hacía quedar como un tonto. —No te sigo, Orne. —Tenga paciencia, ya llegaremos. —¿A lo de cómo supiste en dónde habían escondido el Delfín? —Desde luego. Mire, ese jefe, ese Tanub, se identificó enseguida como el jefe de los Altos Senderos. Esto tampoco lo teníamos en el diccionario. Pero era fácil: jefe de los asaltantes. En casi todos los lenguajes que conocemos hay una palabra que significa "asaltante" relacionada o derivada de camino, vial, carretera. —Salteador de caminos —dijo Stetson. —Encontraríamos ejemplos en muchos idiomas —dijo Orne. —Pero a dónde nos lleva esto... —Casi hemos llegado, Stet. Ahora, ¿qué más sabemos? Que existía una cultura de vidrio soplado. Todo parecía apuntar a que hacía poco tiempo que habían dejado de ser primitivos. Veamos si no quedó claro esto cuando me contaron lo vulnerable que era la supervivencia de su especie, que dependía de la alta ciudad adonde llegaba la luz del sol. —Sí, esto ya lo tenemos. Significa que les podíamos controlar. —Controlar no es la palabra adecuada, Stet. Pero dejemos eso de momento. Usted quiere saber lo relativo a las pistas en su forma animal, en su lenguaje y el resto. Muy bien. Tanub dijo que el nombre de la luna era Chiranachuruso, que se traduce por "El Brazo de la Victoria". Cuando supe esto, todo encajó. —No veo cómo. —El agujero vertical de sus pupilas. —Y esto, ¿qué significa? —Significa cazador depredador nocturno, acostumbrado a caer desde arriba sobre sus presas. Ningún otro tipo de criatura ha tenido la abertura vertical en sus sensores de luz. Y Tanub dijo que el Delfín estaba escondido en el mejor lugar que habían tenido en toda su historia. Para esta gente que carecían de caminos, el escondite tenía que ser un lugar elevado, muy elevado. Y además, oscuro. Júntelo todo: un lugar elevado en el lado oscuro de Chiranachuruso, en "El Brazo de la Victoria". —Soy un morroverde de ojos saltones —susurró Stetson. Orne le sonrió. —No puedo estar de acuerdo con usted..., señor. Tal como me siento ahora, si dijese que sí, podría usted convertirse en un morroverde. Y por ahora, y que sea por mucho tiempo, ya he tenido demasiadas asociaciones con no-humanos. "Es por la muerte que podemos conocer la vida —dijo el Abad—. Sin la eterna presencia de la muerte no puede haber percepción ni dominio de la conciencia, ni retirada desde los símbolos encasillados al vacío ilimitado."
Religión para todos, de ROYALI
conversaciones con el Abad
Le asignaron el nombre de Incidente de Sheleb, anotó Stetson, y estuvieron muy contentos de que el I-A sólo tuviera una baja. Se acordó cuando su crucero ligero conducía la baja a Marak. Recordaba continuamente una conversación que había tenido con la baja. "Los agentes de campo de primera clase duran la mitad que los agentes de campo principiantes. Tienen una mortalidad muy elevada." Stetson emitió una rebuscada maldición de Prjado. Los médicos decían que no había ninguna esperanza de salvación para el agente de campo rescatado de Sheleb. El hombre estaba vivo sólo si se aceptaba una muy limitada definición de vida. La vida y su definición dependían por completo de una incubadora con funciones de matriz que efectuaba la mayoría de sus funciones vitales. La nave de Stetson se hallaba varada en la Recepción Médica Central de Marak, la baja aún estaba a bordo aguardando el transporte de recogida del hospital. Una etiqueta colocada en la incubadora identificaba la destrozada carne que contenía como perteneciente a una identidad llamada Lewis Orne. Su fotografía, que estaba en la carpeta adjunta, era la de un macizo pelirrojo de fuertes músculos, con las facciones descentradas y las carnes prietas de los nativos de los planetas pesados. La carne que se encontraba en el recipiente, se parecía muy poco a la foto, pero incluso en el fláccido reposo de la semi-muerte, el cuerpo de Orne, lleno de pomadas, irradiaba un aura extraña. Siempre que se acercaba a la cápsula, Stetson notaba el poder que contenía, y se maldecía a sí mismo por ser tan blando y metafísico. No tenía ninguna teoría que pudiera explicar aquella impresión, por lo que decidió olvidarla de momento, pero haciendo una anotación mental para consultar a la sección Psi del I-A, Sólo por si acaso. No debía ser importante..., pero por si acaso. Debía haber un oficial Psi en el centro médico. Un equipo del centro médico recogió la incubadora y a Orne, tan pronto como tuvieron el permiso de embarque. Stetson, que aún sufría el "shock" y la pena, estaba molesto por la manera cómo trabajaba el equipo médico, con una fría y casual eficiencia. Se veía que sólo aceptaban al paciente como una curiosidad más. El jefe del equipo, al firmar el manifiesto, anotó que Orne había perdido un ojo, todo el pelo de aquel lado de la cabeza (el lado izquierdo, según decía el manifiesto), sufría pérdida completa de la función pulmonar, de la función renal, de trece centímetros del fémur derecho, tres dedos de la mano izquierda, unos cien centímetros cuadrados de piel en la espalda y en los muslos, la rótula izquierda y parte de hueso del maxilar y dientes del lado izquierdo. Los instrumentos de la cápsula registraban que Orne había estado en "shock" terminal algo más de ciento noventa horas. —¿Por qué se preocupa usted por la cápsula? —le preguntó un médico. —¡Porque está vivo! El médico señaló hacia un indicador de la cápsula. —El tono vital de este paciente es demasiado bajo para permitir el trasplante eficaz de los órganos lesionados, ni el consumo de energía para hacerlos crecer de nuevo. Vivirá un poco más gracias a la cápsula, pero... Y el médico se encogió de hombros. —Pero está vivo —insistió Stetson. —Sí, y también podemos rezar para que ocurra un milagro —contestó el médico. Stetson miró echando chispas al médico, preguntándose si aquella respuesta era burlona. Pero el médico estaba mirando dentro de la cápsula a través de la mirilla. Al cabo de unos instantes el médico se enderezó y movió la cabeza. —Vamos a hacer todo lo posible, desde luego —dijo. Trasladaron la cápsula a una ambulancia volante que despegó y se dirigió a uno de los monolitos grises que rodeaban el campo. Stetson regresó a su oficina del crucero. Una mayor caída de hombros acentuaba su habitual postura agachada. En su cara alargada se marcaban las arrugas de la pena. Se dejó caer en la silla de su mesa, y miró por la lumbrera abierta que tenía al lado. Unos cuatrocientos metros debajo, la actividad del puerto, parecida a la de una colmena, producía unos ruidos discordantes. Dos filas de otros cruceros ligeros estaban al borde del Área Médica de Recepción y parecían brillantes agujas rojinegras. Una parte de esta actividad sería el control de tierra que estaba preparando la sustitución de su crucero por otro de los que estaban esperando. "¿Cuantos de ellos se habrán detenido antes en esta área para desembarcar bajas?", especulaba Stetson. Le molestaba no poseer esta información. Miraba a las otras naves sin verlas realmente; sólo veía los colgajos de carne, los rojos agujeros del cuerpo de Orne, tal como era cuando lo recogieron en Sheleb y lo pusieron en la incubadora. Pensó: "Siempre pasa esto en las misiones de rutina. No teníamos más que una mera sospecha sobre Sheleb: el hecho de que únicamente las mujeres ocupaban los cargos importantes. Sólo se presenta un hecho inexplicado como éste, y pierdo a uno de mis mejores agentes." Suspiró y se volvió hacia su mesa para empezar a escribir el informe: "El núcleo militar del planeta Sheleb ha sido eliminado (¡vaya confusión sangrienta!). La fuerza de ocupación está en tierra (Orne tiene razón en lo de las fuerzas de ocupación: por cada cosa que hacen bien, crean muchas cosas malas). No se espera un peligro futuro para la paz de la galaxia procedente de este origen. (¿Qué creen que puede hacer una población tan rota y desmoralizada?) Motivos de la Operación (¡estupidez asesina!): el R&R, después de dos meses de contacto con Sheleb, no pudo encontrar señales de poderío militar. Indicios principales (¡toda la condenada lista!):1) Una casta gobernante, formada sólo por mujeres.2) Desviación importante entre el número y las actividades de los machos y de las hembras, mucho más allá de la regla de Lutig.3) El síndrome completo de silencio / jerarquía / control / seguridad.El agente de campo de primera clase Lewis Orne descubrió que la casta gobernante controlaba el sexo de los nacidos desde su concepción (véanse detalles adjuntos). Así criaban un ejército de esclavos para mantener su sistema de gobierno. Habían conseguido toda la información que tenía el agente del R&R, lo habían sustituido por un doble y lo habían matado. Las armas que pudieron construir a partir de esta traición causaron heridas graves al agente de campo de primera clase Orne. No se tienen esperanzas de que pueda sobrevivir. "Desde aquí, recomiendo que a Orne le sea concedida la Medalla de la Galaxia y que su nombre se añada a los de la Lista de Honor."Stetson dejó el informe a un lado. Esto bastaba para la Comandancia General. El comandante de las Operaciones Galácticas nunca llegaba a los detalles. La letra pequeña era para sus ayudantes, y esto podía esperar hasta después. Stetson marcó la clave para tener el expediente de los servicios de Orne y poder hacer la tarea que más detestaba: la notificación al pariente más próximo. Estudió la ficha. Planeta de origen: Chargon.
En caso de accidente o muerte avisar a: su madre, señora Victoria Orne. Rebuscó por el expediente, intentando retrasar el envío del odioso mensaje. Orne se había alistado en los Marines de la Federación a los diecisiete años (se había escapado de su casa) y su madre había dado el consentimiento después del alistamiento. Al cabo de dos años fue transferido a Uni-Galáctica, la escuela del R&R en Marak. Cinco años de estudios, una misión del R&R en su haber y había sido enrolado en el I-A por su brillante descubrimiento de poder militar en Hamal. Dos años después..., ¡una incubadora! De repente, Stetson lanzó el expediente hacia la pared gris que estaba enfrente de él. Se levantó y devolvió el expediente a su mesa. Había lágrimas en sus ojos. Accionó el adecuado interruptor de comunicaciones, dictó la notificación al Servicio Central de Secretariado y ordenó que se transmitiera con Prioridad Uno. Se fue a popa y se emborrachó con el brandy de Hochar, la bebida favorita de Orne. A la mañana siguiente, había una respuesta procedente de Chargon. "La madre de Lewis Orne está demasiado enferma para recibir la notificación o para viajar. Se ha notificado a la hermana. Por favor, pida a la señora Ipscott Bullone, de Marak, esposa del Alto Comisionado, que represente a la familia." Iba firmado: "Madrena Orne Standish, hermana". Con cierto recelo, Stetson llamó a la residencia de Ipscott Bullone, jefe del partido mayoritario en la Asamblea de la Federación. La señora Bullone atendió la llamada con la pantalla en negro. Se oía el correr del agua como ruido de fondo. Stetson miraba fijamente la oscura pantalla de su mesa de trabajo. Siempre le habían disgustado las pantallas en negro. Le dolía la cabeza a causa del brandy de Hochar, y su estómago seguía insistiendo en hacerle saber que aquella era una llamada idiota. Debía de haber un error. Una voz abaritonada salió del altavoz contiguo a la pantalla: —Soy Polly Bullone. Haciendo lo posible por acallar a su estómago, Stetson se presentó y comunicó el mensaje de Chargon. —¿Que el hijo de Victoria se está muriendo? ¿Aquí? ¡OH, pobrecito! Y Madrena está en Chargon... Claro, las elecciones. OH, sí, desde luego. Inmediatamente iré al hospital. Stetson se despidió dando muchas gracias, y desconectó. Se reclinó en la silla, intrigado. ¡La mujer del Alto Comisionado! Estaba atónito. Había algo que no cuadraba. Recordó entonces: ¡El Primer Contacto!¡Hamal!¡Un atontado llamado Andre Bullone! Usando el codificador, Stetson pidió el informe de Hamal, y encontró que Andre Bullone era sobrino del Alto Comisionado Bullone. El nepotismo empezaba desde arriba, desde luego. Pero no había ninguna influencia aparente en el caso de Orne. Un chico que había huido de su casa. Menor de edad. Brillante. Automotivado. Orne había dicho no tener conocimiento de que hubiera una conexión entre Andre Bullone y el Alto Comisionado. "Había dicho la verdad —pensó Stetson—. Orne no sabía nada de esta conexión familiar." Stetson siguió cribando el informe. ¡Un lío! El sobrino había sido trasladado a un trabajo de oficina, muy abajo en el escalón burocrático: archivador de informes. Al lado de la nota de transferencia había una señal de repaso en verde que indicaba por presión desde arriba. Acababa de descubrir una relación entre Orne y los Bullone. Todavía perplejo, era incapaz de encontrar una vía de solución al problema. Stetson codificó una nota muy confidencial para la Comandancia General, y se dedicó a la lista urgente de su registro de trabajos en curso. Cuando, a partir del repertorio mitológico, se desarrolló nuestra comprensión de Psi, tuvo lugar una transformación. De lo inexorable se pasó a la curiosidad y lo que era temor se convirtió en experimentación. Los hombres se atrevieron a explorar las fronteras del terror con los mecanismos analíticos de la mente.
De estos tanteos, muy sencillos, surgieron los primeros libros pragmáticos de los que hemos desarrollado la Religión Psi.
HALMYRACH, ABAD DE AMEL
Psi y Religión
En el centro médico del I-A, en una habitación privada, la incubadora oval que contenía la carne de Orne pendía de unos ganchos que bajaban del techo. En la penumbra verdosa del cuarto se oían zumbidos y sonidos rítmicos de suspiros de golpes y de máquinas. De vez en cuando, una puerta se abría silenciosamente y entraba una figura vestida de blanco que comprobaba las gráficas de los instrumentos de la incubadora, revisaba las conexiones vitales y se iba. Empleando un eufemismo médico, Orne tardaba. Se había convertido en el principal tema de conversación de los internos en los períodos de descanso. —Este agente que fue herido en Sheleb, todavía está con nosotros. ¡Hombre, estos tíos deben estar hechos de un material distinto del nuestro! Sí. Me han dicho que sólo le quedaba la octava parte de las vísceras: hígado, riñones, estómago, todo había desaparecido... Calculad las posibilidades que debe tener de llegar a fin de mes... Ya sabéis que se puede apostar sobre seguro en este caso. La mañana del día número ochenta y ocho de estancia en la incubadora, la enfermera de día entró en la habitación de Orne para efectuar su primera comprobación rutinaria. Levantó la tapa de inspección y dejó caer la mirada sobre él. La enfermera de día era una profesional, alta y de cara enjuta, que había aprendido a ver milagros y fracasos con la misma inexpresividad. Ella estaba allí sólo para observar. La rutina diaria con los moribundos (o los que ya habían muerto) la había llevado al estado psicológico de no estar preparada para otra cosa que poner el punto final a las fichas. "Cualquiera de estos días, pobre chico...", pensaba. Orne abrió el único ojo que le quedaba y ella pegó un brinco cuando oyó que le preguntaba en un susurro: —¿Les dieron una buena paliza a esas damas de Sheleb? —¡Sí, señor! —tartamudeó la enfermera—. ¡Les dieron una de las buenas, señor! —Otro condenado lío —dijo Orne. Cerró el ojo. El aparato de respiración asistida trabajó con más profundidad porque había aumentado la demanda del corazón. La enfermera llamaba frenéticamente a los doctores. Parte de nuestros problemas tienen su origen en el esfuerzo que hacemos para introducir un control exterior en un sistema-de-sistemas que debería estar mantenido por sus propias fuerzas equilibradoras internas. No intentamos identificar, para abstenernos de inhibirlos, estos sistemas autorreguladores de nuestra especie, de los que depende la misma supervivencia de la especie. No hacemos caso de nuestra realimentación interna de datos.
LEWIS ORNE
de su Informe sobre Hamal
Para Orne había un período indeterminado que había transcurrido dentro de niebla negra; después, una etapa de dolor y el progresivo percatarse de que estaba en una incubadora. Tenía que ser así. Podía recordar la repentina explosión disruptiva, en Sheleb... Una explosión como si una fuerza silenciosa tirara de él, ningún sonido, sólo un estar envuelto en la nada. Querida incubadora. Le hacía sentirse a salvo, resguardado de los peligros exteriores. Pensó que aún había cosas que llegaban hasta dentro de él. Recordaba... ¿Sueños, tal vez? No estaba seguro de que fueran sueños. Había algo relacionado con una azada y con los mangos. Intentó atrapar aquel recuerdo que se le escapaba. Percibía su unión con la incubadora, y antes que esto, una conexión con alguna especie de sistema despiadado que le manipulaba, un efecto masivo que reducía toda su existencia a un nivel básico. "¿Es posible que el hombre haya inventado la guerra y esté atrapado por su propia invención? —discurría Orne—. ¿Quiénes somos los del I-A para establecernos, como un comité de ángeles, para mediar en los asuntos de todas las clases de vida inteligente que se pongan a tiro? "—¿Es posible que estemos influidos por nuestro Universo en una forma que desconozcamos?" Le pareció notar que su cerebro, su mente y sus percepciones se mezclaban violentamente y visualizaba esta actividad como una manera peregrina de simbolizar todas las motivaciones y deseos de todas las clases de vida. Sabía que, en alguna parte, dentro de él, existía una función atávica, algo de las antiguas tendencias que permanecía constante a pesar de las marcas de la evolución por la que había pasado. De repente, se encontró frente a un pensamiento sobrecogedor. "Los esfuerzos peor encaminados de la inteligencia son el intento de alterar el pasado, de eliminar las discrepancias y el insistir en la felicidad de todo el mundo a cualquier precio. El evitar hacer daño a los demás es una cosa; pero planear y ordenar la felicidad de los demás empleando la fuerza para conseguirlo, origina siempre una reacción igual y de signo contrario." Orne se sumió en un profundo sueño, pero este pensamiento daba vueltas y más vueltas en su conciencia. El ser humano opera bajo los dictados de un complejo de superioridad que se autoafirma mediante el ritual, en la necesidad racional de aprender, en el esfuerzo para alcanzar las metas que se autoimpone, en la manipulación de su entorno, mientras niega sus capacidades de adaptación sin quedar satisfecho jamás.
Conferencias de HALMYRACH,
publicación privada de los archivos de Amel
Orne empezó a mostrar pequeñas, pero continuas señales de mejoría. Al cabo de un mes, los médicos se aventuraron a hacer un trasplante de intestinos, que activó su capacidad de recuperación. Dos meses después, lo sometieron a un régimen de atlotl y gibiril que forzaba la transferencia de la energía necesaria para desarrollar de nuevo los dedos y el ojo que había perdido, reponer el cabello y borrar las lesiones internas y externas. Mientras pasaba por todo esto, Orne estuvo luchando con su alma. Se sentía estrangulado por las normas que antes había aceptado, como si hubiera sufrido una profunda transformación que lo hubiera desconectado de su pasado. Todas las asunciones de su existencia anterior adquirieron un carácter de sombras desapasionadas y contrarias a la carne nueva que se estaba desarrollando en él. Tenía la impresión de haber sido sorprendido por su propia muerte y haber aceptado una total negación de su vida. Ahora se estaba reconstruyendo, aceptaba con pleno conocimiento una definición de la existencia que no pasaba del primero párrafo: "Soy un ser —pensó—. Existo. Esto es suficiente. Yo mismo me doy la vida." Este pensamiento se apoderó de él como un fuego que le empujaba hacia delante para que saliera de una cueva ancestral. La rueda de su vida empezaba a girar y sabía que iba a dar una vuelta completa. Sabía que había ido a los intestinos del universo para ver de qué estaba hecho todo. "Se acabaron los viejos tabúes —pensó—. He estado vivo y también he estado muerto." Catorce meses, once días, cinco horas y dos minutos después de que le hubieran recogido en Sheleb "más muerto que vivo", Orne salió del hospital, sobre las dos piernas y acompañado por un excepcionalmente callado Umbo Stetson. Debajo del capote de campo azul oscuro del I-A, el buzo de uniforme de Orne le sentaba a su otrora musculoso cuerpo como un saco vacío. Pero la mirada burlona volvía a estar en sus ojos, incluso en su nuevo ojo, que se había desarrollado a la par que su nueva manera de ser. Excepción hecha de la pérdida de peso, parecía ser el Lewis Orne de siempre. El parecido estaba tan bien logrado que muchos de los que le conocían de antes le podían reconocer después de una ligera vacilación. Las diferencias internas no se podían reconocer con una simple mirada. Fuera del hospital, las nubes oscurecían el verdoso sol de Marak. Era media mañana. Un viento frío de primavera abatía el césped que estaba sembrado muy apiñado en los bordes de las plantaciones de flores exóticas que se habían desarrollado alrededor del campo de aterrizaje del hospital. Orne descansó en los escalones que llevaban hasta allí, y respiró profundamente el gélido aire. —Hermoso día —dijo. Su nueva rótula se le antojaba rara porque ajustaba mejor que la vieja. Era completamente consciente de sus nuevas partes, lo que formaba parte del "síndrome del retoño", que hacía que a los graduados de la incubadora se les atribuyera la etiqueta, y no era broma, de "nacidos dos veces". Stetson alargó una mano para ayudar a Orne a bajar los escalones, dudó y se la volvió a meter en el bolsillo. Detrás de la mirada severa del jefe de sección se escondía una nota de ansiedad. Sus grandes elementos fisonómicos estaban crispados en una mueca de desaprobación. Sus párpados caídos no llegaban a ocultar su aguda mirada indagadora. Orne miró al cielo, hacia el suroeste. —El volante debe llegar pronto —dijo Stetson. Una ráfaga de viento levantó la capa de Orne. Dio un traspié para recuperar el equilibrio. —Me siento bien. —Pareces algo de lo que ha sobrado de un funeral —comentó Stetson. —Será de mi funeral —dijo Orne, y sonrió—. De todas maneras, ya empezaba a cansarme de esto que llaman hospital y que es tan divertido como un depósito de cadáveres. Todas mis enfermeras estaban casadas o ya tenían pareja. —Apostaría mi vida a que puedo confiar en ti —dijo Stetson. Orne le miró, intrigado por esa observación. —¿Qué? —Apostaría mi vida. —No, no, Stet, apostarías la mía. Ya estoy acostumbrado. Stetson movió la cabeza de un lado a otro, como un oso. —¡No quieras hacerte el gracioso! Confío en ti, pero te mereces una convalecencia pacífica. —Suéltalo ya. Desembucha —dijo Orne—. ¿Qué estás tramando? —En estas circunstancias, no tenemos ningún derecho a encargarte una misión —respondió Stetson. La voz de Orne salió baja y divertida: —¿Stet? Éste le miró. —¿Qué? —Ahórrate la función de teatro, de la nobleza, para otro que no te conozca —dijo Orne—. Tienes un trabajo para mí. De acuerdo. Ya has hecho la comedia para tranquilizar tu conciencia. Stetson consiguió iniciar una sonrisa de circunstancias. Dijo: —El problema es que estamos desesperados y no disponemos de mucho tiempo. —Esto me suena a algo conocido —le dijo Orne—. Pero no estoy seguro de querer jugar al juego de siempre. ¿En que estás pensando? Stetson se encogió de hombros. —Bien... Puesto que serás huésped de los Bullone, de todas maneras, hemos pensado... Bueno, sospechamos que Ipscott Bullone encabeza una conspiración para apoderarse del gobierno, y si tú... —¿Qué significa para ti apoderarse del gobierno? —pidió Orne—. El Alto Comisionado Galáctico es el gobierno, sujeto a la Constitución y a los asambleístas que le eligieron. —No es eso lo que yo quería decir. —¿Pues qué es lo que querías decir? —Orne, es posible que tengamos una situación interna que podría explotar y conducirnos a otra Guerra de Rim. Creemos que Bullone está en el centro de esto —dijo Stetson—. Hemos encontrado dieciocho planetas dudosos, todos ellos han estado en la Liga Galáctica durante siglos y tenemos razones para creer que en cada uno de esos condenados planetas hay un atajo de traidores que se han conjurado para derrocar la Liga. Incluso en tu planeta: Chargon. —¿En Chargon? El rostro de Orne expresaba incredulidad. —Esto es lo que he dicho. Orne movió la cabeza. —¿Qué es lo que quieres de mí? ¿Deseas que me vaya a casa para pasar allí mi convalecencia? No he estado allí desde que tenía diecisiete años, Stet. No estoy seguro de que yo pueda... —¡No, maldita sea! Queremos que estés en casa de los Bullone como huésped. Y hablando de esto, ¿te importaría explicarme por que les escogieron para que no te quiten el ojo de encima? —Sí, es algo raro. Verás —dijo Orne quedándose pensativo—. Después de todas las triviales bromitas que hacíamos en el I-A sobre el viejo Upshook Ipscott... y luego me entero de que su mujer fue al instituto con mi madre, que fueron compañeras de habitación. ¡Por todo lo más sagrado! —¿Tu madre nunca te había dicho nada? —No recuerdo que esto saliera a relucir en la conversación. —¿Te has encontrado con él? —Ha traído a su mujer al hospital un par de veces. Me parece muy agradable, pero algo tieso y reservado. Stetson se tiraba del labio de arriba mientras pensaba, miró al suroeste y de nuevo a Orne. Dijo: —Todos los escolares saben que los nathianos y la Liga de los marakianos lucharon en las Guerras de Rim y que la antigua civilización se desmoronó. Ahora todo esto parece muy lejano y la Liga Marakiana se ha convertido en la Liga Galáctica que intentamos aglutinar de nuevo. —Cinco siglos es mucho tiempo —dijo Orne—. Si me permites que haga afirmaciones obvias. —Quizá daría igual que hubiera sido ayer —observó Stetson. Se aclaró la garganta y lanzó su penetrante mirada a Orne. Éste se preguntaba por qué Stetson se movía con tanta precaución. ¿Qué significaba su referencia a los nathianos y a los marakianos? Algo muy hondo debía preocuparle. ¿Por qué hablaba de confianza? Stetson suspiró y desvió la mirada. Orne dijo: —Antes hablabas de confiar en mí. ¿Por qué? ¿Es que esta supuesta conspiración involucra al I-A? —Creemos que sí —afirmó Stetson. —¿Por qué? —Hace un año, un equipo de arqueólogos del R&R estaba metiendo sus narices en unas ruinas de Dabih. El lugar había sido completamente vitrificado durante las Guerras de Rim, pero se había salvado todo un banco de datos que estaba en un puesto avanzado nathiano. Miró de soslayo a Orne. —¿Y qué? —preguntó éste cuando el silencio se prolongó demasiado. Stetson hizo señales afirmativas con la cabeza, como si hablara consigo mismo, y dijo: —Los chicos del Rah-Rah no pudieron sacar nada en claro de su descubrimiento. Esto no ha de sorprendernos. Llamaron a un criptoanalista del I-A. Descifró un código muy complicado con el que se habían cifrado los textos. Cuando lo que estaba descifrando empezaba a tener sentido, pulso el botón de alarma sin que se enteraran los del R&R. —¿Por algo que los nathianos habían escrito quinientos años antes? Los caídos párpados de Stetson se alzaron y abrió los ojos para dirigir una mirada fría e inquisidora. Dijo: —Dabih era una estación de escape para los elementos más selectos de las familias nathianas más poderosas. —¿Una estación de escape? —Para refugiados importantes —aclaró Stetson—. Una antigua escapatoria. Se ha usado desde que... —¡Pero, quinientos años, Stet! —No me importaría, así fueran cinco mil —saltó Stetson—. Este último mes hemos interceptado fragmentos de mensajes que estaban escritos con el mismo código. ¿Quién podía imaginarse esto? ¿No es para preocuparse? Sacudió la cabeza. —¡Y todo cuanto hemos interceptado se refiere a las próximas elecciones! Orne se encontró prendido en el rompecabezas de Stetson; excitado, interpretaba todo aquello aplicando la primera directiva del I-A: evitar otra Guerra de Rim, a toda costa. —Las próximas elecciones son cruciales —dijo Stetson. —¡Pero sólo faltan dos días! —protestó Orne. Stetson tocó el repetidor de tiempo de su sien, esperó a que consiguiera el cronosincronismo y dijo: —Cuarenta y dos horas y cincuenta minutos, para ser exacto. Como plazo máximo no es mucho. —¿Había nombres en esas fichas de Dabih? —preguntó Orne. Stetson asintió. —Nombres de planetas, sí. Y apellidos también, pero éstos habían sido cifrados con otro sistema de código que no hemos roto y que no podremos romper. Demasiado sencillo. —¿Qué significa demasiado sencillo? —Es evidente que son apodos que se refieren a un entendimiento social interno de Nathian. Podemos traducir las fichas de Dabih a palabras, pero la manera como estos nombres se han pasado a apodos no está a nuestro alcance. Por ejemplo, el nombre en código de Chargon era Ganador. ¿Te suena a algo? Orne movió la cabeza de lado a lado. —No. —Ya lo sabía —dijo Stetson. —¿Cuál es el nombre en código de Marak? —preguntó Orne. —La Cabeza —dijo Stetson—. ¿Puedes relacionarlo con Bullone? —Ya comprendo lo que quieres decir. Entonces, ¿cómo podremos...? —De todas maneras, es seguro que ya habrán cambiado los nombres —dijo Stetson. —Puede ser que no —objetó Orne—. No han cambiado el sistema de cifrado. Movió la cabeza, intentando capturar un pensamiento que sabía estaba agazapado en su conciencia. No pudo. Se sentía agotado por el esfuerzo que le exigía seguir las cautelosas revelaciones de Stetson para explicar la conjura. —Tienes razón —murmuró Stetson—. Seguiremos con ello. Algo puede salir de todo esto. —¿Sobre qué pistas estáis trabajando? —preguntó Orne. Sabía que Stetson le ocultaba algo vital. —¿Pistas? Hemos vuelto a nuestros libros de historia. Cuentan que los habitantes de Nathian eran unos expertos de primer orden en estrategia política. Los informes de Dabih nos relatan algunos hechos, que son suficientes para hacernos caer en una frustración. —¿Tales como...? —Los nathianos escogían con diabólico cuidado los escondites para sus refugiados importantes. Cada uno era un planeta tan desgarrado por las guerras que sus habitantes sólo querían reconstruirlo y olvidarse de la violencia. Las instrucciones que recibían las familias nathianas eran bastante explícitas y claras: implantarse, crecer con la cultura de adopción, desarrollar los puntos políticos más débiles, organizar una fuerza clandestina, preparar a sus descendientes para ponerse al frente. —Me parece que estos nathianos tienen mucha paciencia —observó Orne. —Según tu manera de apreciar las cosas, sí. Se dispusieron para escarbar desde dentro, para extraer la victoria de la misma derrota. —Refréscame la memoria —pidió Orne. —La rama original humana procedía de Nathian II. Su mitología los llama Arbs o Ayrbs. Sus costumbres resultan peculiares: son vagabundos del espacio, pero dotados de un fuerte sentido de lealtad para su familia y su gente. Temperamentales, muy volubles, si es que se puede decir así. Si revisases tu historia de séptimo curso, sabrías tanto como yo. —En Chargon —dijo Orne—, nuestros libros de texto de historia se refieren a los nathianos como "una de las facciones que se vieron envueltas en las Guerras de Rim." Saqué la impresión de que compartían equitativamente la culpa con la Liga Marakiana. —Hay sitios en que estas palabras podían sonar como sediciosas —dijo Stetson. —Y a ti, ¿cómo te suenan? —La historia la escriben siempre los vencedores —respondió Stetson. —Quizá Chargon sea una excepción —indicó Orne— ¿Qué es lo que te obliga a correr tras el Alto Comisionado Upshook? Y ya que estamos en esta pregunta, ¿por qué vas soltando la información gota a gota, como un pobre que da dinero a un yerno malgastador? Stetson se mojó los labios con la lengua, y contestó: —Una de las siete hijas de Upshook viene a su casa con frecuencia. Se llama Diana. Es un jefe de campo de las mujeres del I-A. —Me parece que he oído hablar de ella —dijo Orne—. Creo que la señora Bullone mencionó el hecho de que estaba en casa. —Sí, bien... Uno de los mensajes escrito en código nathiano que hemos interceptado tenía su nombre como destinataria. —¡Yupiii! —exclamó Orne, sorprendido—. ¿Quién enviaba el mensaje? ¿Cuál era su contenido? Stetson tosió. —Ya lo sabes, Orne. Nosotros lo comprobamos todo. —O sea, ¿qué hay más? —Ese mensaje era manuscrito e iba firmado por MOS. Como Stetson no proseguía, Orne dijo: —Y tú sabes quién es MOS, ¿no es cierto? —Nuestras comprobaciones nos dieron un MOS en una nota rutinaria de contestación de un "pariente más próximo". Seguimos la pista hasta llegar al original. La escritura era la misma. El nombre es Madrena Orne Standish. Orne se quedó frío. —¿Maddie? Se volvió lentamente para encararse con Stetson. —Así que era eso lo que te roía por dentro. —Estamos seguros de que no has vuelto a tu casa desde que tenías diecisiete años —dijo Stetson—. Podemos dar cuenta de todos los períodos importantes de tiempo de tu vida. Con nosotros, tu ficha está limpia. La cuestión es... —Permíteme —le interrumpió—. La cuestión es: ¿entregaría yo a mi propia hermana, si se diera el caso? Stetson no decía nada, se limitaba a mirar fijamente. —Leo tus pensamientos —dijo Orne—. Recuerdo el juramento que hice, y conozco mi trabajo: procurar que no pueda haber otro estallido como las Guerras de Rim. Pero, ¿está Maddie metida en esto? —No tengo la menor duda —replicó Stetson, rechinando los dientes. Orne se acordaba de su niñez. ¿Maddie? Recordaba la pelirroja chicarrona que siempre estaba dispuesta a ser su compañera de aventuras y de conspiraciones cuando los mayores se acercaban demasiado al mundo secreto de los jóvenes. —¿Y bien? —apremió Stetson. —Mi familia no es uno de esos clanes traidores a los que te referías antes —dijo Orne—. ¿Cómo puede ser que Maddie se haya mezclado en esto? —En política, todas las cosas están siempre enredadas —sentenció Stetson—. Creemos que es a causa de su marido. —Ahhhh... Ya el miembro representante de Chargon —dijo Orne—. Nunca me he encontrado con él, pero he seguido su carrera con interés... Y cuando Maddie se casó, me escribió y me mandó una foto. —A ti te gusta mucho esta hermana, en particular —observó Stetson; era una afirmación, no una pregunta. —Guardo... entrañables recuerdos —dijo Orne—. Me ayudó cuando me escapé de casa. —¿Por qué lo hiciste? —le preguntó Stetson. Orne notó el peso y las implicaciones que llevaba esta pregunta, y luchó para mantener la voz tranquila. —Cosas de familia. Yo sabía lo que quería, y mi familia se oponía a ello. —¿Querías alistarte en los marines? —No. Este no era más que un primer paso para llegar al R&R. No me gusta la violencia. Y tampoco que las mujeres gobiernen mi vida. Stetson miró hacia el suroeste, por donde se acercaba un volante. La luz verdosa se reflejaba en él. Preguntó: —¿Quieres... infiltrarte en la familia Bullone para...? —¡Infiltrarme! —Para descubrir todo lo que puedas referente a esta conspiración que se centra en las próximas elecciones. —¡En cuarenta y dos horas! —O en menos. —¿Quién es mi contacto? —preguntó Orne—. Estaré atrapado en la residencia. —Aquel minitransceptor que te implantamos en el cuello para que llevaras a cabo la misión en Gienah —dijo Stetson—. Los médicos volvieron a implantártelo, porque yo se lo pedí, cuando estaban juntando todas tus piezas. —Fueron muy amables. —Funciona —dijo Stetson—. Oímos todo cuanto sucede a tu alrededor. —Esto mantendrá mi lealtad —dijo Orne. Mientras hablaba, no dejaba de pensar que le bastaba desear que el transceptor saliera de su carne para que el cacharro saliera disparado fuera de su piel, como la semilla estrujada de una fruta madura. Movió la cabeza. ¡Qué idea más loca! —Ese no es el motivo de que esté ahí —protestó Stetson. Asustado por sus alocados pensamientos, Orne tocó el contacto escondido en su cuello y habló interiormente. Sabía que una voz sibilante era captada por un monitor del I-A en alguna parte a una distancia de alcance. —¡Eh, querido oyente! Fíjate cuando camele a esta Diana Bullone, ¿oyes? Puedes aprender algo sobre cómo opera un experto. Stetson le sorprendió cuando le contestó: —No tomes demasiado interés en esta operación y olvides el motivo por el que estás allí. Así, Stetson también llevaba uno de esos malditos chismes. ¿Es que el I-A no se fiaba de nadie? En términos de sistemas humanos, la auto-retroinformación requiere unos procesos inconscientes que son muy complicados, tanto en el sentido individual como en el colectivo o social. Ya hace mucho tiempo que se ha reconocido que los individuos pueden estar influidos por las fuerzas inconscientes. Sin embargo, no se conocen tan bien los procesos a gran escala y lo que puede haberlos influido. En estos últimos tiempos tenemos la tendencia a verlos sólo desde un punto de vista estadístico: por curvas de población, por evolución histórica, por cambios que vienen desde siglos atrás. Con frecuencia, atribuimos estos procesos a las fuerzas religiosas y tendemos a evitar su examen analítico.
Conferencias del ABAD
(difusión restringida)
La señora Bullone se hallaba en el centro de la habitación de huéspedes de su casa. Era obesa, y enlazaba las manos por delante sobre una bata de seda larga y de color apagado. Orne pensó: "Debo recordar que me pidió que la llamase Polly." Tenía unos solemnes ojos grises, una cabellera también gris de abuelita, el pelo estirado hacia atrás y metido en una red negra con pedrería fina, y una sorprendente voz ronca de barítono que surgía de una boca diminuta. El perfil de su cuerpo empezaba por varias papadas, descendía hacia un abundante pecho de matrona, y de allí caía directamente sobre una forma de tonel. El ápice de su cabeza llegaba justo al nivel de las charreteras del traje de Orne. Ella dijo: —Queremos que, aquí, con nosotros, te sientas como en tu casa. Debes considerarte como un miembro más de la familia. Orne repasó visualmente el cuarto de huéspedes de los Bullone: muebles de estilo bajo, tenía un seleccolor clásico para cambiar la combinación de los colores. Una polaventana permitía ver de dentro afuera una piscina de forma ovalada. El cristal (estaba seguro de que era auténtico cristal y no una sofisticada sustancia plástica) se había convertido en azul oscuro. Esto daba a la vista exterior la apariencia de estar a la luz de la luna. Una cama anatómica estaba a la derecha, pegada a la pared, y tenía muchos aparatos incorporados. Más allá de una puerta entreabierta, a la izquierda, se podía ver parte del enlosado de madera del cuarto de baño. Todo parecía tradicional y confortable. Era cierto que se sentía como en casa. Orne dijo: —Aquí ya me siento como en casa, ¿sabe usted? Su casa se parece mucho a la nuestra de Chargon. Tal como la recuerdo. Tuve una verdadera sorpresa en cuanto la vi desde el aire cuando vinimos. A excepción del emplazamiento, es casi idéntica. —Tu madre y yo compartíamos muchas ideas cuando estábamos juntas en el instituto —dijo Polly—. Éramos muy amigas, y todavía lo somos. —Debe usted serlo, a juzgar por lo que hace por mí —observó Orne. Su propia voz le sonaba como absurdamente lejana. ¡Tantas banalidades! ¡Tal hipocresía! Pero las palabras seguían saliendo: —No sé cómo podré agradecérselo... —¡Ah, estáis aquí! Una profunda voz masculina llegó a través de la puerta abierta situada detrás de Orne. Se volvió y vio a Ipscott Bullone, Alto Comisionado de la Liga y supuesto conspirador. Bullone era alto, y su cara, angulosa y de líneas marcadas. Sus ojos oscuros le observaban con mirada de miope. Sus cejas eran muy espesas y el pelo blanco estaba peinado hacia atrás en ondas sucesivas. Irradiaba un aspecto de desmañada torpeza que, probablemente, era una afectación política. "No me parece que tenga tipo de dictador o de conspirador", pensó Orne. Bullone entró en la habitación y la inundó, con su voz. —Me alegro de que hayas llegado bien, hijo. Espero que todo estará a tu gusto. Y si no, no tienes más que decirlo. —Está... muy bien —dijo Orne. —Lewis me estaba contando que nuestra casa se parece mucho a la suya de Chargon —le contó Polly. —Es clásica, pero nos gusta así —dijo Bullone—. No me gustan las tendencias modernas de la arquitectura. Demasiado mecánicas. A mí, que me den siempre el clásico tetrágono montado en un pivote central. —Me parece que estoy oyendo hablar a mi familia —afirmó Orne. —¡Bien! ¡Bien! Generalmente, dejamos el salón principal orientado hacia el noreste. Ya sabes que se ve la capital. Pero si prefieres tener sol, sombra o una brisa en tu habitación, eres muy dueño de girar la casa a tu gusto. —Es usted muy amable —dijo Orne—. En Chargon, tenemos una brisa marina y procuramos que llegue al salón principal. Nos gusta el aire. —A nosotros también. Sí, señor. Cuando podamos sentarnos, podrás explicarme, de hombre a hombre, todo lo referente a Chargon. Me resultará muy interesante conocer tus opiniones sobre las cosas de allí. —Estoy segura de que a Lewis le gustará que le dejemos un rato tranquilo —dijo Polly—. Hoy es el primer día que pasa fuera del hospital y no debemos cansarle. "Lo esta echando fuera —pensó Orne—. Todavía no le ha dicho que no he vuelto a casa desde que tenía diecisiete años." Polly se acercó a la polaventana, la graduó al gris neutro y giró el seleccolor hasta que el color dominante de la habitación viró al verde. —Así estará mejor para que descanses —dijo Polly—. Si necesitas algo, toca el timbre que tienes al lado de la cama. El robocriado sabrá lo que tiene que hacer; y si no lo sabe, nos buscará. —Hasta la hora de comer —dijo Bullone. Y se fueron. Orne se acercó a la ventana, y miró hacia la piscina. La mujer joven aún no había regresado. Cuando el conductor de la limusina volante la posaba en el campo de aterrizaje de la finca, Orne había visto, sobre los azules mosaicos que rodeaban la piscina, una sombrilla y un amplio sombrero que se saludaban mutuamente. El parasol ocultaba a Polly Bullone. El amplio sombrero pertenecía a una bien formada mujer joven en traje de baño. Se había metido en la casa en cuanto vio el volante. Orne pensaba en la mujer joven. No era más alta que Polly, pero sí era mucho más esbelta y llevaba el pelo, de color dorado rojizo, recogido en un moño de nadadora debajo de su sombrero. No era hermosa: su cara era demasiado estrecha y recordaba a la de su padre. Los ojos eran excesivamente grandes. Pero la boca tenía unos labios carnosos y la barbilla era pronunciada. Toda ella exhalaba un aire de exquisita seguridad. El efecto total era el de una sorprendente elegancia, extremadamente femenina. Así pues, este era su objetivo: Diana Bullone. ¿Por qué había tenido tanta prisa en marcharse? Orne levantó la mirada por encima de la piscina: el paisaje que vio era de unas colinas con árboles, y en el horizonte, una quebrada línea de montañas. Los Bullone vivían en un sitio de costoso aislamiento, a pesar de su amor por la simplicidad tradicional..., o quizás a causa de eso. Los centros urbanos no pueden tener esta elegancia de tiempos pasados. Pero allí, en medio de kilómetros de desierto y de un planeado descuido del paisaje, podían ser tal como quisieran. Asimismo, podían estar aislados de los ojos curiosos. "Ya es hora de mandar mi informe", pensó Orne. Apretó el mando de control del transceptor que llevaba en el cuello, se puso en contacto con Stetson y se lo contó todo. —Está bien —dijo Stetson— Encuentra a la hija. Su descripción coincide con la de la mujer que viste al lado de la piscina. —Ya lo sé —contestó Orne. Cortó la comunicación y reflexionó. Le parecía ser varias personas a la vez. Una de ellas seguía el juego de Stetson: otra, sólo sus intereses personales; y al mismo tiempo, había otra que no hacía más que observar y estar en desacuerdo. En medio de todo esto, sentía que algún núcleo esencial de él mismo había regresado de la muerte para estar inmerso en la vida, una vida cálida asociada a la belleza y al movimiento. Su cuerpo realizaba una de aquellas facetas, pero una parte esencial de él, llena de vida y fuerza, flotaba en algún sitio, en algún plano, que interpretaba a la muerte como sólo una parte del tránsito hacia la madurez. Experimentaba una sensación de distorsión y estiramiento. Huyó de ella. Se puso el traje de faena azul claro y salió desde su habitación a un vestíbulo curvado, de color amarillo. Un ligero toque al repetidor de tiempo de su sien le permitió saber que faltaba poco para el mediodía local. Podía espiar un rato antes de que le llamaran para comer. Sabía, gracias a su breve recorrido por la casa, a su llegada, y por la similitud con la de su infancia, que el vestíbulo-pasillo conducía al salón principal. Las habitaciones públicas y las de los hombres debían de estar en el anillo exterior. Las habitaciones privadas y las de las mujeres debían de ocupar el círculo interior. Orne se dirigió al salón. Era un cuarto alargado construido alrededor de dos secciones del tetrágono. Unos divanes bajos ocupaban los espacios que había debajo de las ventanas, que miraban unas hacia dentro y otras hacia afuera. Gruesos montones de alfombras formaban una confusa aglomeración de rojos y marrones por toda la habitación. En el extremo más alejado del salón, una figura en traje de faena azul, muy parecido al que él llevaba, estaba de pie inclinada sobre una mesa metálica. La figura se movió y un campanilleo musical llenó la habitación. Orne se quedó en suspenso por el sonido que le resultaba familiar. Hacía retroceder su memoria hasta su infancia. El instrumento era una kaithra. Sus hermanas habían sido muy hábiles tocando un instrumento como ése. Reconoció a la mujer que estaba tocando la kaithra: el mismo pelo rojo-dorado y la misma planta. Era la joven que había visto al lado de la piscina. Sostenía dos martillos en cada mano para tocar el instrumento que se encontraba en una plataforma de madera negra esculpida sobre la mesa de metal; las cuerdas estaban montadas en seis grupos de a cinco. Orne, melancólico y absorto en sus recuerdos, se colocó detrás de ella y el ruido de sus pasos quedó amortiguado por la gruesa y mullida alfombra. La música tenía un ritmo curioso. Sugería figuras que bailaban salvajemente alrededor de una hoguera; que brincaban, saltaban, caían y golpeaban con los pies. Tocó el ultimo acorde y las cuerdas enmudecieron. —Esto me produce nostalgia —dijo Orne. —¡OH! —dijo la mujer, y se volvió rápidamente—. Me has asustado. Creía que estaba sola. —Lo siento. Disfrutaba escuchando la música. Ella sonrió. —Soy Diana Bullone. Y tú eres Lewis Orne. —Espero que Lew para todos los miembros de la familia Bullone —dijo él. A Orne le había gustado el calor de su sonrisa. —Claro que sí..., Lew. Dejó los martillos encima de las cuerdas de la kaithra. —Este es un instrumento muy antiguo. Mucha gente encuentra que su música es... Bueno, algo rara. La habilidad para manejarlo ha pasado de madre a hija durante generaciones, en nuestra familia. —La kaithra —dijo Orne—. Mi hermana también la toca. Hacía mucho tiempo que no la oía sonar. —Desde luego —dijo—. Tu madre es... Se detuvo y pareció estar confusa, prosiguió: —He de hacerme a la idea que, de hecho, tú eres..., quiero decir que en casa tenemos un hombre extraño, pero que no es exactamente un extraño. De repente, Orne se dio cuenta de que estaba sonriendo y de que se sentía muy halagado en la parte de su ser correspondiente al observador interno. A pesar del corte severo de su traje de faena del I-A y de que llevaba el pelo recogido en un pañuelo anudado, Diana era una mujer elegante. Poseía una presencia electrizante. Orne tuvo que recordarse a sí mismo que aquella era la primera sospechosa de Stetson en la conjuración de los nathianos. ¿Diana y Maddie? Era una situación tan excepcional que no se podía aceptar la casualidad. No podía permitir que esta mujer le gustara, pero no podía evitarlo. Diana era la hija de una familia que se había comportado muy bien con él y que le había acogido bajo su techo como un huésped de honor. ¿Y él por su parte, cómo correspondía a esta hospitalidad?: escarbando y espiando. Tenía muy presente que su primera lealtad pertenecía al I-A y a la paz que representaba. Otra de sus personalidades internas, no obstante, canturreaba burlándose: "Paz como la que ahora reina en Hamaly en Sheleb". Con muy poca convicción, dijo: —Confío en que puedas superar la impresión de que soy un extraño. —Ya lo he hecho —dijo Diana. Dio un paso hacia él, le cogió de un brazo y dijo: —Si te apetece —dijo—, voy a obsequiarte con la excursión turística de lujo. Esta casa es muy misteriosa, pero me gusta. La música representa una parte esencial en muchas experiencias Psi, que están calificadas como religiosas. Mediante la fuerza del éxtasis creada por los sonidos rítmicos, podemos percibir una llamada dirigida a los poderes que están más allá del tiempo y carecen de la amplitud y la longitud propias del limitado ámbito de nuestro rincón material en el reino de las dimensiones sinfín.
NOAH ARKWRIGHT
Las formas de Psi
A la caída de la tarde, Orne se hallaba en un estado de confusión. Había descubierto que Diana no sólo era excitante y fascinadora, sino que, además, era el más confortable compañero hembra que jamás había encontrado. A ella le gustaba nadar, la caza no sangrienta de paloika, el sabor de las manzanas ditar. Al hablar con él, daba muestras de una actitud desdeñosa hacia la generación anterior y hacia la oficialidad del I-A, que le aseguro no haber revelado nunca antes a nadie. Se habían reído como locos por cosas que eran solemnes tonterías. Orne volvió a su habitación para cambiarse de ropa, y se acercó a la polaventana para cambiarla a transmisión diáfana clara. El rápido anochecer de aquellas latitudes había tendido un negro manto sobre el paisaje. El lejano resplandor de la ciudad teñía de amarillo el horizonte en una corta zona, hacia la izquierda. Un halo naranja se veía ya en los picos por donde aparecerían las tres lunas de Marak. "¿Estoy enamorándome de esta mujer?", se preguntaba Orne. Otra vez notaba la fragmentación de su ser, y ahora percibía que las vivencias de su aprendizaje infantil se sumaban a las demás influencias que luchaban dentro de él. Las enseñanzas rituales de Chargon volvían a hacerse presentes en él con todo su misterio. Pensó: "Yo soy esto. Soy la conciencia de mí mismo, que percibe lo Absoluto y conoce la Suprema Sabiduría. Yo soy el impersonal omnímodo Yo, que es Dios." Esto derivaba directamente de los antiguos ritos que traducían los poderes regios a términos religiosos, pero se percataba de que los viejos conceptos habían adquirido un nuevo significado. —Yo soy Dios —susurró. Y notó que había fuerzas que se agitaban dentro de él. Incluso mientras hablaba advirtió que las palabras no se referían a su propia identidad del ego. El Yo de su percepción estaba fuera del alcance de las inquietudes humanas. Sin comprender el alcance de su significado, Orne comprendía que había experimentado un evento religioso. Conocía las definiciones Psi que le habían enseñado en el I-A, pero esta experiencia le sobresaltó. Quería llamar a Stetson, no para informar sino para poder librarse de la confusión que experimentaba acerca del papel que desempeñaba en aquella casa. Este pensamiento le hizo reparar en que Stetson, o algún ayudante, habían escuchado durante todo el tiempo que había pasado en compañía de Diana. El robomayordomo le avisó para comer, consiguiendo con ello hacer desaparecer en Orne la sensación de haber caído en pecado. Se puso apresuradamente un uniforme limpio de calle y atinó con el camino para dirigirse a un saloncito situado al otro lado de la casa. Los Bullone ya estaban sentados alrededor de una mesa antigua puesta con velas auténticas (olían a incienso) y con un servicio shardi de oro. Por la ventana se podían ver dos de las tres lunas de Marak que descollaban sobre las montañas. —Sé bienvenido, y ojalá puedas encontrar la salud en esta casa —dijo Bullone alzándose y esperando en pie a que Orne se hubiese sentado. —Hemos dado una vuelta por la casa —dijo Orne. —Nos gusta ver la salida de las lunas —confesó Polly—. Es muy romántico, ¿no crees? —Y miró a Diana. Ésta miró hacia su plato. Llevaba un traje corto de malla de fuego, que hacía destacar su pelo rojo. En la garganta, brillaban las perlas Reinach de su collar de una sola vuelta. Orne, que había ocupado el asiento que se hallaba enfrente de Diana, pensó: "Señor, esa es una mujer elegante." Polly, a la derecha de Orne, parecía más joven y más ligera porque llevaba un traje largo con una estola verde que difuminaba su silueta de tonel. Bullone, a la izquierda, vestía unos pantalones cortos de etiqueta y una chaqueta kubi, en tela con perlas doradas, que le llegaba a las rodillas. Tanto el ambiente como las personas denotaban riqueza y poder. Por un momento, Orne vio una confirmación de las sospechas de Stetson. Bullone llegaría a cualquier extremo para poder mantener todos aquellos lujos. La llegada de Orne había interrumpido una discusión entre Polly y su marido. Tan pronto como Orne se hubo sentado prosiguieron con ella.. Lejos de ponerle en una posición embarazosa, esta falta de inhibición hizo que Orne se sintiese más aceptado en la intimidad de la familia. La mirada de Diana encontró la de Orne, miró a izquierda y derecha, a sus padres, y le sonrió. —Pero, esta vez, no me presento para el cargo —decía Bullone, con voz grave como si se le acabara la paciencia—. ¿Por qué tenemos que agobiarnos toda la noche con esta gente sólo para...? —Nuestras fiestas de la noche de elecciones son ya una tradición —decía Polly. —Por una vez, preferiría descansar tranquilamente en casa —decía Bullone—. Me gusta sentirme cómodo con mi familia y no tener que... —No es como si fuese una gran fiesta —decía Polly—. He reducido la lista a sólo cincuenta. Bullone gruñó. Diana dijo: —Papaíto, estas elecciones son importantes. ¿Cómo es posible que puedas sentirte cómodo? Hay setenta y tres escaños en juego, y son decisorios. Si las cosas fueran mal tan sólo en el sector de Aikes... pues... podrías encontrarte en el suelo. Perderías tu cargo de... es decir, que otro ocuparía tu lugar y... —Le daría la bienvenida al condenado cargo —dijo Bullone—. Es una gran preocupación. Sonrió a Orne. —Me duele que tengas que aguantar esta inacabable disputa, muchacho, pero las mujeres de mi familia me harían ir de cabeza, si las dejara. Por lo que he oído, también has tenido un día bastante pesado. Espero que no te estemos fatigando. Sonrió paternalmente a Diana. —Además es tu primer día fuera del hospital. —Diana iba a buen paso, pero lo he pasado bien —dijo Orne. —Mañana saldremos con el volante pequeño para ver el área desértica —dijo Diana—. Yo pilotaré, y así Lew podrá descansar. —Aseguraos de que vais a llegar a tiempo a la fiesta —recomendó Polly. Bullone se dirigió a Orne. —¿Ves lo que te decía? —Vamos, Scottie —dijo Polly—. No puedes... Se interrumpió por que había sonado un timbre en una alcoba que estaba detrás de ella. —Debe ser para mí. Excusadme, por favor. No os levantéis. Diana se inclinó hacia Orne y le dijo: —Si quieres, podemos prepararte una comida especial. Lo pregunté en el hospital, y me dijeron que no tenías restricciones en tu dieta. Señaló con la cabeza hacia la cena de Orne, que no había tocado y que había aparecido en la mesa, a su lado, en la trampilla de la burbuja de transporte. —OH, esto está muy bien —dijo Orne. No podía oír lo que Polly hablaba en la alcoba. Estaba seguro de que usaba un cono de seguridad. Se dedicó a su comida: carne con una salsa exótica que no podía identificar, champaña de Sirik, ataloka au semil... lujo tras lujo. Polly regreso a su sitio en la mesa. —¿Era algo importante? —le preguntó Bullone. —Sólo una cancelación para mañana por la noche. El profesor Wingard está enfermo. —Sería preferible que cancelaras lo de nosotros cuatro —dijo Bullone—. Necesito un poco de tiempo para hablar con Lewis. "A menos que esto sea una pose estudiada, no parece que este hombre desee conseguir más poder", pensó Orne. Por primera vez, Orne empezó a pensar si Stetson había mentido, si todo esto no formaba parte de algún elaborado plan de lucha política en cuyo corazón estuvieran Stetson y sus amigos. ¿Por qué no podía suceder que algún cargo importante del I-A estuviera preparando un golpe? ¡No! Sabía que tenía que dejar de buscar fantasmas, y actuar tal como le habían enseñado: dato a dato. Polly miro a su esposo. —Deberías estar más orgulloso de tu cargo, Scottie. Te lo juro. Tú eres un hombre muy importante, y algunas veces te ayudaría el recordarlo. —Si no fuese por ti, querida, yo sería un don nadie, y lo preferiría así —dijo Bullone, sonriendo cariñosamente a su mujer. —¡OH, vaya, Scottie! —dijo ella. Bullone le sonrió a Orne y le confesó: —Comparado con mi mujer, Lewis, soy un político idiota. Nunca he conocido a nadie como ella para dar la vuelta a las cosas. Le viene de familia. Su madre era igual. ¿Y su abuela? Era un verdadero genio en política. Orne se le quedó mirando con el tenedor en el aire. Una idea había explotado en su mente. "¡No podía ser! —pensó—. ¡No podía ser de ninguna de las maneras!" —Tú debes saber algo de esta vida política, Lew —dijo Diana—. ¿Tu padre no era Miembro por Chargon? —Sí —murmuró Orne—. Murió siéndolo. —Lo siento —dijo ella—. No quería abrir antiguas heridas. —Está bien —dijo Orne. Hizo oscilar la cabeza de lado a lado, todavía cautivado por su explosiva idea. "No podía ser, pero... el esquema era casi idéntico. " —¿Te encuentras bien, Lewis? —preguntó Polly—. Te has puesto pálido de repente. —Solo estoy cansado —respondió Orne—. Supongo que no estoy acostumbrado a tanta actividad. Diana soltó el tenedor; en su cara había una expresión avergonzada. —¡OH, Lew! ¡Qué tonta he sido! No te he dejado parar en todo el día, y era el primero que pasabas fuera del hospital. Bullone le dijo: —No te andes con ceremonias en esta casa, Lewis. Polly parecía preocupada, y dijo: —Has estado muy enfermo y nos hacemos cargo de ello. Si estas cansado, Lewis, vete enseguida a la cama. Más tarde te daremos un poco de caldo caliente. Orne miro alrededor de la mesa y vio en todas las caras una ansiosa atención. Estaban muy preocupados por él, no cabía la menor duda. Había estallado una lucha entre su deber y sus sentimientos. En su propio contexto, aquellas personas eran honradas, pero si... Confuso, Orne empujó la silla hacia atrás y dijo: —Señora Bullone... —Entonces recordó que debía llamarla Polly—. Polly, si de verdad no le importa... —¡Importa! —gritó ella—. Tú te acuestas inmediatamente. —¿Necesitas alguna cosa? —le preguntó Bullone. —No, no. De verdad. Orne estaba de pie y notaba mucho el mejor ajuste de su nueva rodilla. —Hasta mañana, Lew, y que descanses —le deseó Diana. Consiguió que sus palabras expresaran tanto la preocupación por un huésped como algo cálido y personal, como un mensaje íntimo. Orne no estaba seguro de si deseaba esa intimidad. —Hasta mañana, gracias —contestó. Se fue, pensando: "¡Señor! ¡Qué mujer más deseable!" Cuando se iba por el pasillo, oyó que Bullone decía con un tono paternal de voz: —Di, quizá sería mejor que mañana no te llevaras a este chico por ahí. A fin de cuentas, ha venido aquí para reponerse de una convalecencia. No pudo enterarse de la respuesta, porque se había cerrado la puerta. En la intimidad de su habitación, Orne apretó el mando del transceptor del cuello y transmitió: —¿Stet? Una voz le silbó en el oído traída por la onda especial. —Aquí., el relevo del señor Stetson. Es Orne, ¿verdad? —Sí, soy Orne. Necesito que se vuelvan a comprobar enseguida esos registros que los arqueólogos recuperaron en Dabih. Busquen si Sheleb fue uno de los planetas que ellos sembraron. —Entendido. Corto. Hubo un largo silencio, y luego: —Lew, soy Stet. ¿Por qué has preguntado lo de Sheleb? —¿Estaba en las listas nathianas? —Negativo. ¿Por qué lo preguntas? —¿Estás seguro? Eso explicaría muchas cosas. —Sheleb no está en las listas..., pero espera un minuto. Silencio, y luego: —Sheleb está en el cono de rumbos a Auriga, y Auriga está en la lista. Tenemos razones para dudar que pusieran a alguien en Auriga. Pero si su nave tuvo dificultades... —Esto es —saltó Orne. —¡No uses la viva voz! —ordenó Stetson—. Sólo subvocaliza. No pueden pinchar este sistema, pero saben que existe. No nos conviene que entren en sospechas porque tú hables solo. —Lo siento —dijo Orne—. Es que sabía que había de ser Sheleb. —¿Por qué? ¿Qué has descubierto? —He tenido una idea que me da escalofríos —explicó Orne—. Recuerda que las mujeres que mandaban en Sheleb podían criar machos o hembras controlando el sexo en el momento de la concepción. De hecho, fue la desnivelación de... —No deberías recordarme algo que sería mejor que estuviera enterrado y olvidado —interrumpió Stetson—. ¿Por qué es tan importante ahora? —Stet, ¿qué pasaría si tu clandestinidad nathiana sólo estuviera compuesta por mujeres engendradas de aquella manera? ¿Y si sus hombres ni siquiera tuvieran conocimiento de ello? ¿Y si Sheleb fuera precisamente un lugar que se hubiera ido de la mano porque las mujeres habían perdido contacto con el resto de la trama? Fueron un descubrimiento del R&R. —¡Por la Santa Madre Marak! —exclamó Stetson—. ¿Tienes evidencia, para...? —No tengo más que una corazonada —contestó Orne—. ¿Podéis tener la lista de los huéspedes invitados a la fiesta de elecciones de los Bullone de mañana? —Sí, podremos conseguirla, ¿Por qué? —Buscad en ella las mujeres que dirigen a sus mandos en la política. Decidme cuántas y quiénes son. —Lew, esto no es suficiente para... —Es todo lo que tenemos hasta aquí —dijo Orne. Hizo una pausa, y se le ocurrió otra idea. —Puede haber otra cosa. No olvides que los nathianos tienen unos antepasados nómadas. Las pistas pueden estar todavía allí. Tenemos un antiguo refrán que reza: "A mayor Dios, mayor demonio; a más carne, más gusanos; a más propiedad, más ansiedad; a más control, más cosas que controlar. "
Los abates de AMEL
Comentarios Psi
La jornada empezó muy pronto para los Bullone. A pesar de ser día de elecciones, el Alto Comisionado se fue a su despacho una hora antes del alba, y al pasar junto al adormilado Orne en el pasillo principal, le saludó con un alegre: —Buenos días, hijo. ¿Has dormido bien? Orne admitió que había dormido muy bien. Veía a Diana y Polly que estaban en la puerta del salón principal. —Debo irme —dijo Bullone—. ¿Ves lo que te decía? ¿Que este condenado trabajo se apodera de uno? Diana y Polly se acercaron para interesarse por la salud de Orne. Todos salieron a despedir a Bullone, que se iba en la limusina volante. El cielo estaba sin nubes, y en el aire flotaba un olor de plantas verdes y un débil aroma de flores. —Hoy vamos a tomarlo con calma, Lew —dijo Diana—. Me lo han ordenado. Le cogió de la mano al subir los escalones, después de la partida de su padre. Orne disfrutaba al tener la mano de ella en la de él; disfrutaba demasiado del contacto de manos, mucho más de lo que requería su ecuanimidad. Al llegar a la puerta, retiró la suya, se apartó a un lado y dijo: —Pasa tu delante. —Primero, vamos a desayunar —dijo Diana—. Has de recuperar las fuerzas. "He de andar con cuidado —pensó Orne—. Toda la familia es demasiado abierta y encantadora." De repente se acordó de cuan encantadoras eran las mujeres de Sheleb, antes de que se volvieran contra él. Su cuerpo lo recordaba con dolor. —Creo que un picnic es lo que tu doctor ha recetado para hoy —dijo Diana—. Muy cerca de aquí hay una laguna con césped en las orillas. Nos llevaremos un televisor y un par de buenas novelas, o lo que quieras leer. Vamos a tener un día perezoso, un día de no hacer nada. Orne vaciló. —¿Y qué pasa con vuestra gran fiesta? —Mamá ya se ocupa de todo. Orne miró a su alrededor. Polly había entrado en la casa con un último: —Daos prisa, vosotros dos; tendréis el desayuno preparado dentro de unos minutos. Orne pensaba en las cosas que podían ocurrir aquel día en aquella casa; cosas que él debía observar. Pero no... Si su estudio de la situación había sido el correcto, Diana representaba un eslabón débil. Además, el tiempo se le estaba acabando. Era posible que, al día siguiente, los nathianos tuvieran el gobierno bajo control. Sabía que debía tomar una decisión inmediata. Dijo: —¡OH, guía de mi destino, mi vida está en tus manos! Y pensó: "Confío en que no voy a resultar profeta." Los que con la esperanza de obtener una recompensa buscan el conocimiento, incluyendo el conocimiento de Psi, repiten los errores de las religiones primitivas. El conocimiento conseguido con el miedo o con la esperanza de recompensa te deja sumido en la ignorancia.
De esta manera, los antiguos aprendieron a falsificar sus vidas.
Dichos de los ABATES
El acercamiento a Psi
Orne se encontraba bien allí, cerca del lago. La temperatura era muy agradable. Unas flores de colores púrpura y amarillo salpicaban el césped de su alrededor. El agua reflejaba una lejana orilla de oscuros arbustos. Algunos animalitos revoloteaban y saltaban por los árboles y la maleza. Un groomis estaba en el cañaveral que había en un extremo del lago y de vez en cuando roncaba como una persona anciana que se aclarara la garganta. Diana yacía en la manta que habían extendido en el suelo para el picnic. Tenía las manos enlazadas detrás de la cabeza y los ojos cerrados. El pelo rojo-dorado estaba suelto alrededor de su cara. —Cuando todas las chicas estábamos en casa, solíamos ir de picnic todos los Octavodía —dijo Diana—. Si el tiempo lo permitía, claro está. Algunas veces, hacían llover más de lo que a mí me gustaba. Orne estaba sentado junto a ella y miraba el lago. Se sentía sumamente incómodo. La trama estaba clara. "Igual que en Sheleh, igual que en casa, igual que aquí", pensó. —Nosotras nos habíamos construido una balsa al otro lado del lago —le informó Diana. Se incorporó y miró más allá del agua. —¿Sabes? Creo que todavía hay restos allí. ¿Los ves? Señaló hacia un montón de maderos. Al hacer el gesto, su mano rozó la de Orne. Algo parecido a una descarga eléctrica saltó entre ellos. Sin saber exactamente cómo sucedió, Orne se encontró con sus brazos alrededor de Diana, con sus labios apretados contra los de ella en un prolongado beso. El pánico afloró en la conciencia de Orne. Se separó. —No tenía intención de que esto sucediera —susurró Diana. —Yo tampoco —contestó Orne—. ¡Señor! ¡A veces, las cosas se enredan de mala manera! Diana parpadeó. —Lew, ¿es que... tú... no me quieres? Él, sin hacer caso del transceptor, se dispuso a decir lo que sentía. "Creerán que esto forma parte de la comedia", pensó. Este era un pensamiento amargo. —¿Que si te quiero? —dijo—. ¡Estoy enamorado de ti! —Entonces, ¿qué hay de malo? No estás casado. Madre hizo mirar tu expediente. Diana sonrió traviesamente, y se echó hacia atrás para mirarle. —Madre tiene mucha vista. Orne notaba en la boca el sabor de la amargura. Lo veía muy claro. Dijo: —Di, me escapé de casa cuando tenía diecisiete años. —Ya lo sé, querido, madre me contó todo lo tuyo. —No lo entiendes. Mi padre murió poco antes de que yo naciera. Él era... —Debe de haber sido muy duro para tu madre —dijo Diana—. Quedarse sola con sus hijos... y con otro hijo en camino. —Hacía mucho tiempo que lo sabían —explicó Orne—. Mi padre padecía la enfermedad de Broach. Se dieron cuenta demasiado tarde. El mal ya había llegado al sistema nervioso central. —¡Qué horrible! —dijo Diana en voz baja—. Es decir, que planearon tu nacimiento para tener un hijo, quiero decir. La mente de Orne se encontraba como pez fuera del agua. Se halló asido a un pensamiento que quería escapársele; al fin era suyo pero todavía luchaba. —Padre era Miembro por Chargon —susurró Orne. Era como si viviera un sueño. Su voz seguía siendo baja. —Desde que empecé a hablar, madre comenzó a prepararme para que pudiera ocupar su puesto en la vida pública. —Y tú te oponías a todos esos proyectos y preparativos —dijo Diana. —¡Los odiaba! En cuanto tuve la primera oportunidad, me escapé. Una de mis hermanas se casó con un tipo que ahora es Miembro por Chargon. ¡Y deseo que le guste! —Debe tratarse de Maddie —dijo Diana. Orne recordó lo que Stetson le había contado acerca de una nota cifrada que se había cruzado entre Diana y Maddie. Al pensarlo, sintió un escalofrío. —¿Conoces bien a Maddie? —preguntó Orne. —La conozco muy bien, Lew. ¿Qué te pasa, algo va mal? —La política —respondió él—. Tú esperas que yo juegue al mismo juego y tu harás las apuestas. Apuesta por lo más alto, corta y baraja, muerde y socava. —Mañana, a estas horas, nada de esto será necesario —dijo Diana. Orne percibió el silbido repentino de la onda portadora en su transceptor, pero no le llegó la voz de quien fuera que estuviera escuchando. —¿Qué va a pasar mañana? —preguntó. —Las elecciones, tonto. Lew, te portas de un modo muy raro. ¿Estás seguro de que te encuentras bien? Le puso una mano en la frente y dijo: —Quizá sería mejor que... —Espera un momento —dijo Orne, apartándole la mano de la frente, pero quedándosela entre las suyas—. En cuanto a nosotros... Ella le apretó la mano. Orne tragó saliva. Diana retiró la mano para tocarle una mejilla. —Creo que mis padres ya lo sospechan. Nuestra familia es propensa a enamorarse a primera vista. Ella le estudiaba cariñosamente. —No tienes fiebre, pero sería preferible que... —¡Qué imbécil que soy! —dijo Orne—. ¡Acabo de darme cuenta de que debo ser nathiano! Diana le miró fijamente. —¿Acabas de darte cuenta? Orne dijo: —Lo sabía... Lo sabía y no quería saberlo. Cuando te das cuenta de una cosa tienes que aceptarla. —Llueve, no te comprendo —dijo ella. Orne percibió una descarga vibrante en el transceptor, que desapareció enseguida. —La manera de ser idéntica en nuestras familias —dijo él—. Incluso en las casas, ¡Por el amor de Dios! Aquí está la verdadera clave. ¡Qué imbécil he sido! Hizo chascar los dedos. —¡La cabeza! ¡Polly¡¡Tu madre es la Primera Dama de todo el tinglado! —Pero querido... desde luego. Ella... Yo creía que tú... —Es mejor que tú y yo vayamos a hablar con ella, y rápido —dijo Orne. Tocó el mando de su cuello, pero Stetson se adelantó: —¡Buen trabajo, Lew! ¡Vamos a transportar una fuerza especial de choque! No podemos correr riesgos con... Orne habló en voz alta, presa del pánico. —¡Stet! ¡Nada de tropas! Deja a los Bullone en paz, y ven aquí tú solo. Diana se puso en pie de un brinco y se apartó de él. —¿Qué quieres decir? —preguntó Stetson. —Intento salvar nuestras cabezas —chilló Orne—. Solo, ¿me oyes? ¡O vamos a tener un conflicto peor que cualquier Guerra de Rim! Diana preguntó: —Lew, ¿con quién estás hablando? —¿Esta chica sabe que estás hablando conmigo? —preguntó Stetson. —¡Claro que lo sabe! Ahora, ven aquí solo. ¡Y nada de tropas! —De acuerdo, Lew. Ignoro cuál es la situación, pero todavía confío en ti a pesar de que has admitido que... Bueno ya sabías que te estaba escuchando. La fuerza de ocupación estará preparada. Llegaré a la residencia de los Bullone dentro de diez minutos. Pero no iré solo. El Comisario Galáctico vendrá conmigo. —Hubo una pausa—. Y dice que es mejor que sepas lo que haces. Hay un demonio en todo lo que no entendemos. El último término del universo aparece negro para los ojos cerrados. Así, percibimos un fondo satánico del que se originan todas las inseguridades. De esta área de amenaza constante nos llega la imagen del infierno. Para vencer a este demonio, luchamos intentando alcanzar el conocimiento total. Frente al inminente universo infinito que está detrás del telón de fondo satánico, el Todo inacabable debe seguir siendo una ilusión y nada más. Si se acepta esto, el telón de fondo desaparece.
El ABAD HALMYRACH
Religión y Psi
Había un grupo de gente muy enfadada en un rincón del salón principal de la casa de los Bullone. El resplandor verde del sol de mediodía quedaba amortiguado por las cortinas y por la graduación de las polaventanas. Se oían los lejanos ruidos del acondicionador de aire y de los robocriados, que preparaban la fiesta de la noche de elecciones. Stetson se apoyó contra la pared, junto al diván, con las manos metidas en los bolsillos de su rugoso y remendado traje de trabajo. Unas marcadas arrugas surcaban su elevada frente. Cerca de Stetson, el almirante Sobat Spencer, el Comandante Galáctico de Operaciones, no cesaba de dar pasos de uno a otro lado de la habitación. Era un hombre calvo, que tenía cuello de toro, ojos azules y una engañosa voz dulce. Andaba como un animal enjaulado: tres pasos hacia aquí, tres pasos hacia allá. Polly Bullone estaba sentada en el diván; sus labios, fuertemente apretados hasta convertirse en una línea, demostraban su enfado y disconformidad. Se oprimía las manos en el regazo, tan fuertemente que los nudillos se le habían quedado blancos. Diana estaba de pie, al lado de su madre, con los puños apretados. Se estremecía de furia. Su mirada permanecía clavada en Orne. —Es decir, suponen que ha sido mi estupidez la que ha organizado esta reunión —dijo Orne. Estaba a cinco pasos de Polly, con las manos apoyadas en las caderas. Los paseos del almirante empezaban a ponerle nervioso. —Pero es mejor que me escuchen... Miró al paseante y acabó la frase: —...todos ustedes. El almirante Spencer dejó de pasear, miró duramente a Orne y dijo: —Todavía espero oír una razón que justifique el que no estemos destrozando este sitio para llegar al fondo de esta situación. —Tú... tú eres un traidor, Lewis —dijo Polly, con voz ronca. —Me inclino a estar de acuerdo con usted, señora —dijo Spencer—. Pero desde un punto de vista diferente. Miró a Stetson. —¿Se sabe algo de Scottie Bullone? —Me llamarán cuando le encuentren —respondió Stetson, y su voz era cauta y triste. —Almirante, usted estaba invitado a la fiesta de esta noche, ¿no es cierto? —preguntó Orne. —¿Qué tiene que ver eso? —preguntó a su vez Spencer. —Almirante, ¿está usted dispuesto a encarcelar a su mujer y a sus hijas bajo la acusación de conspiración? —inquirió Orne. Una reprimida sonrisa bailaba en los labios de Polly. Spencer abrió la boca, pero la cerró sin decir palabra. —La mayor parte de los nathianos son mujeres —dijo Orne—. Las mujeres de su casa lo son, almirante. Este parecía un hombre al que le hubiesen propinado una patada en el estómago. —¿Qué... evidencia tiene usted? —preguntó con voz débil. —Tengo las pruebas —respondió Orne—. Se las daré enseguida. —Es absurdo —fanfarroneó el almirante—. No es posible que pueda usted... —Será mejor que le escuche, almirante —dijo Stetson—. Una de las cosas que se pueden decir de Orne es que siempre vale la pena escucharle. —Entonces, será conveniente que lo que diga tenga sentido —gruñó Spencer. —Pues las cosas son así —dijo Orne—: Casi todos los nathianos son mujeres y hay muy pocos hombres; unos nacieron accidentalmente y otros fueron planeados, como yo. Por esto no pudimos investigar los apellidos; sólo hay una pequeña sociedad femenina, muy cerrada, de mujeres que alcanzan posiciones de poder por medio de sus hombres. Spencer se aclaró la garganta y deglutió. Parecía incapaz de perder de vista la boca de Orne. —Mi análisis —prosiguió éste— deduce que, hace treinta o cuarenta años, al principio, los conspiradores empezaron por engendrar algunos varones, y los prepararon para que alcanzaran las posiciones más elevadas. Otros nathianos varones, los fallos accidentales de la predeterminación del sexo, no se enteraron de la conspiración. Los varones programados, cuando llegaban a la madurez, eran miembros con todos los derechos y responsabilidades. Creo que esto es lo que habían planeado para mí. Polly le miró fijamente, y después volvió a contemplarse las manos. Diana desvió la mirada cuando Orne intentaba captarla. Orne prosiguió diciendo: —Esta parte de su plan tenía que culminar, según su programa, en las elecciones de hoy. Si las ganaban, ya podrían operar con mayor audacia. —Estás desbordado, muchacho —dijo Polly—. Ya es demasiado tarde para que alguien pueda hacer nada contra nosotros. ¡Nadie! ¡Y nada! —¡Eso ya lo veremos! —saltó Spencer. Parece ser que había recuperado el autocontrol. —Algunas detenciones importantes, al airear públicamente todo este asunto... —No —dijo Orne—. Almirante, usted no lo ha pensado bien. Polly tiene razón. Ya es muy tarde para todo eso. Probablemente, ya lo era hace cien años. Las mujeres estaban firmemente atrincheradas incluso entonces. Spencer se cuadró y miró duramente a Orne. —Joven, basta una orden mía para que esto quede arrasado. —Lo sé —dijo Orne—. Otro Hamal. Otro Sheleb. —¡Es que no podemos ignorarlo! —rugió Spencer. —Ignorarlo, no —dijo Orne—. Pero podernos hacer algo parecido. No tenemos elección. Ha llegado el momento de que aprendamos lo de la azada y el mango. —¿Qué? —retumbó la voz de Spencer. —Lo encontrará en el currículo del I-A —dijo Orne—. Las sociedades primitivas descubrieron este modo de vencer la constante y fatal tentación de utilizar la violencia. Una población sólo hacía los hierros de las azadas, y la población vecina sólo hacía los mangos. Ninguno podía pensar en invadir el área especial de manufactura del otro. Polly levantó la vista y estudió la cara de Orne. Diana, al parecer, estaba confusa. —¿Sabe usted lo que pienso? —preguntó Spencer—. Que en su intento de enredar el asunto acaba de probar que si se es nathiano una vez, se es nathiano siempre. —Eso no es cierto —dijo Orne—. Quinientos años de cruzamientos con otros pueblos lo demuestran. Ahora, sólo hay una sociedad secreta de técnicos políticos sumamente astutos. Sonrió irónicamente a Polly, y miró de nuevo a Spencer. —Piense en su esposa, señor. Con toda honestidad, ¿sería usted Comandante Galáctico, si ella no le hubiera guiado en su carrera? La cara de Spencer se oscureció. Proyectó la barbilla hacia delante, intentó hacer bajar la mirada a Orne, en lo que fracasó, y después soltó una risita irónica. —Sobie empieza a recuperar el sentido común, tal como yo esperaba —dijo Polly—. Tú ya has terminado, Lewis. Vamos a tratar con quienes debemos tratar, y tú no eres uno de ellos. —Cuidado, Polly, no subestime a su futuro yerno —dijo Orne. —¡Ah! —chilló Diana—. ¡Te odio, Lewis! —Lo superarás —dijo Orne con voz melosa. —¡Ohhhhh! Diana se estremeció furiosamente. —Pienso que tengo casi todos los triunfos —dijo Spencer dirigiéndose a Polly. —Tiene muy poca cosa si no comprende del todo la situación —dijo Orne. Spencer le lanzó una mirada especulativa. —Explíquese. —El gobernar es una gloria muy dudosa —dijo Orne—. Se ha de pagar por el poder y la riqueza haciendo equilibrios sobre el cortante filo de la navaja. Esta cosa grande y amorfa, el pueblo, se ha levantado y ha devorado muchos gobiernos. Puede hacerlo por medio de una revolución-relámpago. La manera de evitar esto es dándole un buen gobierno: un gobierno que no sea perfecto, pero que sea bueno. Si no es así, tarde o temprano, la institución se derrumba. Este es un punto que un gran genio político, mi madre, me explicaba con mucha frecuencia, y que se me quedó grabado en el cerebro. Arrugó el entrecejo y continuó diciendo: —Mis objeciones a la política se basaban en que no me gustaban los compromisos que había que aceptar para ser elegido... Y en que nunca me gustó que las mujeres dirigieran mi vida. Stetson se separó de la pared y dijo: —Está perfectamente claro. Todas las cabezas se volvieron hacia él. —Para conseguir mantenerse en el poder, los nathianos han de darnos un gobierno bueno y honrado. Lo admito. Es obvio. Por otra parte, si los denunciamos, ofrecemos en bandeja a una bandada de políticos aficionados, fanáticos y hambrientos de poder, demagogos universales, precisamente las armas que necesitan para lograr los cargos. —Y después de esto: el caos —dijo Orné—. O sea que vamos a dejar que los nathianos sigan, pero con dos pequeños cambios. —No cambiaremos nada —afirmó Polly. —Ustedes no se han enterado de la lección de la azada y el mango —dijo Orne. —Y ustedes no han aprendido la lección del verdadero poder político —contraatacó Polly—. Pienso, Lew, que no tienes ningún apoyo. Me tienes a mí, pero de mí nada sacarás. El resto de la organización puede seguir sin mí. No puedes atreverte a denunciarnos porque tendrías que desacreditar a demasiada gente importante. Tenemos el látigo en la mano. —Lo que tienen ustedes es la azada y el mango —dijo Orne—. El I-A puede poner en custodia de protección al noventa por ciento de su organización en un plazo de diez días. —¡No podríais encontrarlos! —rebatió Polly. —¿Cómo lo harías, Lew? —preguntó Stetson. —Nómadas —respondió Orne—. Esta casa es una tienda nómada glorificada. Los hombres, en el exterior; las mujeres, dentro. Fíjense en la construcción del patio interior. Debe de ser instintivo para los de sangre nathiana. —¿Bastaría con esto? —preguntó Spencer. —Añadamos una inclinación hacia los instrumentos raros —dijo Orne—. La kaithara, el tambor, el oboe: todos son instrumentos nómadas. Añadamos aun la dominación de las mujeres dentro de la familia, algo raro dentro de la herencia nómada, pero no es el único caso. Busquemos, en la política, aquellos casos en que las mujeres han guiado a sus hombres hasta el poder. Se iban a escapar muy pocos. Polly le miraba boquiabierta. Spencer dijo: —Las cosas van demasiado deprisa, para mí. Sólo sé una cosa con toda seguridad: me he consagrado a evitar otra Guerra de Rim. Lo he jurado. Aunque tuviera que meter en la cárcel a... —Una hora después de que se conociera esta conspiración, usted no estaría en condiciones de encerrar a nadie en la cárcel —dijo Orne—. ¡El marido de una nathiana! Sería mucho más probable que el que estuviese preso fuese usted, o tal vez muerto a manos del populacho. Spencer palideció. Stetson asintió con la cabeza. Estaba totalmente de acuerdo con Orne. —Explícanos lo de la azada y el mango —pidió Polly—. ¿Cuál sugieres que podría ser el compromiso? —Primero: poder de veto sobre cualquier candidato que ustedes puedan presentar —respondió Orne—. Segundo: ustedes no podrán tener más de la mitad de los cargos importantes. —¿Quién tendría el poder de vetar a nuestros candidatos? —preguntó Polly. —El almirante Spencer, Stet, yo mismo... Cualquiera a quien se juzgue digno de confianza —contestó Orne. —¿Crees que eres Dios, o algo parecido? —le preguntó Polly. —Lo mismo que usted —respondió Orne—. Recuerdo muy bien las enseñanzas de mi madre. Este es un sistema de control y equilibrio. Ustedes cortan el pastel y nosotros escogemos la primera tajada. Un grupo hace el hierro de la azada, el otro hace el mango. Entre todos podremos cavar. Hubo un largo silencio, hasta que Stetson lo rompió: —No me parece justo que... —Ningún compromiso político puede ser nunca completamente justo —dijo Orne. —Por más que remiendes las cosas, siempre quedan agujeros que tapar —aseguró Polly—, Esto es el gobierno. Rió cínicamente y miró a Orne. —De acuerdo, Orne, lo aceptamos. La mujer miró a Spencer, que se encogió de hombros, malhumorado. Polly volvió a dirigirse a Orne, y le dijo: —Lewis, contéstame, por favor, a una sola pregunta: ¿Cómo supiste que yo era la Primera Dama? —Fue fácil saberlo —respondió Orne—. En los registros que encontramos constaba que la familia... nathiana (estuvo a punto de decir traidora) de Marak tenía el nombre en clave de "La cabeza". Su nombre, Polly, contiene el antiguo vocablo Poli, que significa "cabeza". Polly lanzó una mirada inquisidora a Stetson: —¿Es siempre tan agudo? —Siempre —contestó Stetson. —Si quieres dedicarte a la política, Lewis —dijo Polly—, tendré mucho gusto en... —Ya estoy demasiado metido en la política —refunfuñó Lewis—. Lo que quiero es establecerme con Di y recuperar el tiempo de vida que he perdido. Diana se puso rígida y habló hacia la pared que estaba detrás de Orne. —¡Nunca más quiero ver u oír a Lewis Orne, ni que me hablen de él! ¡Jamás! ¡Y esto es definitivo, absolutamente definitivo! Los hombros de Orne se derrumbaron, dio la vuelta, tropezó y cayó al suelo sobre las gruesas alfombras. El grito de Diana fue coreado por los gritos de los demás. Stetson chilló: —¡Llamen a un médico! Ya me dijeron en el hospital que todavía estaba muy débil. A continuación, se oyeron los pesados pasos de Polly que corrían hacia el cuarto de comunicaciones. —¡Lew! Era la voz de Diana, que se había puesto de rodillas a su lado y con sus blancas manos le frotaba el cuello y la cara. —Denle la vuelta y aflójenle el cuello. Denle aire. Suave y cuidadosamente, le pusieron de espaldas. Estaba muy pálido. Diana le aflojó el cuello de la ropa, y se abrazó a él. —OH, Lew, lo siento —sollozaba—. No es verdad, no quería decir eso. ¡Por favor, Lew... por favor, no te mueras, por favor! Orne abrió los ojos, miró a través de la desmelenada cabellera de color rojo-dorado de Diana hacia Spencer y Stetson. Se oía la voz de Polly dando rápidas instrucciones en el centro de comunicaciones. Orne notó en su cuello el calor de la mejilla de Diana y la humedad de sus lágrimas. Lenta y deliberadamente, Orne guiñó un ojo hacia los dos hombres. Diana se agitaba convulsivamente cogida al cuello de Orne. Sus movimientos activaron el transceptor. Orne oyó la onda portadora que silbaba en sus oídos. Este sonido le llenó de enfado, y pensó: "¡Este maldito chisme tenía que ponerse en marcha ahora! ¡Quisiera que estuviera, sin mí, en el más profundo océano de Marak!" En ese preciso momento, mientras pensaba esto, Orne experimentó una sensación de vacío en su carne, donde había estado el transceptor. El silbido de la onda portadora se había apagado de repente. Sintiendo un espanto repentino, Orne se percató de que el diminuto instrumento había desaparecido. Una lenta y desconocida sensación le recorría de pies a cabeza. De repente, pensó: "¡Psi! ¡Por el amor de todo lo que es sagrado! ¡Soy un Psi!" Suavemente, se soltó de Diana y dejó que esta le ayudara a sentarse. —OH, Lew —le susurraba la mujer acariciándole la mejilla. Polly apareció detrás de ellos. —El doctor ya está en camino. Dice que tengamos al paciente caliente y quieto. ¿Por qué está sentado? Orne sólo les escuchaba a medias. Pensaba: "He de ir a Amel. No tengo más remedio." No sabía cómo, pero sabía que tenía que ir. A Amel. La muerte tiene muchos aspectos: el nirvana, la rueda sin fin de la vida, el equilibrio entre el organismo y el pensamiento considerado como una actividad pura, entre tensión y relajación, entre el dolor y placer, entre la propia ambición y la abnegación. La lista es interminable.
NOAH ARKWRIGHT
Aspectos de la Religión
En el preciso instante en que salió de la protección del transporte al calor del sol de Amel, en la rampa de salida, Orne supo que, en aquel lugar, las fuerzas de Psi jugaban un papel preponderante. Era como estar atrapado entre campos magnéticos antagónicos. Se sujetó a la barandilla de la rampa cuando se sintió mareado. Esta sensación pasó y pudo ya mirar hacia abajo, hacia unos doscientos metros más abajo, hacia el vitrificado pavimento tricapa del puerto espacial. De la reluciente superficie subían olas de calor y recalentaban el aire incluso a aquella altura. Ni el menor viento agitaba el aire, pero ocultos torbellinos de fuerza Psi actuaban sobre sus sentidos recién despertados. Desde que le había planteado el asunto de Amel, sus problemas se habían encarrilado, de repente y con una misteriosa fluidez, en esta dirección. Le habían proporcionado detectores de Psi y equipos de amplificación que le fueron implantados en la carne. Nadie había reparado en la desaparición del transceptor de su cuello, y él no había pedido que le pusieran otro. Un técnico de la sección Psi del I-A había instruido y entrenado a Orne en el uso del nuevo equipo, en cómo sintonizar las primeras señales de identificación de Psi, en cómo concentrarse en elementos concretos de esta nueva gama. Se habían dado órdenes, firmadas por Stetson y Spencer, incluso por Scottie Bullone, aunque Orne sabía que no dejaban de ser más que una mera formalidad. Había sido un período de tiempo lleno de actividades: recibir sus nuevas responsabilidades de selección política, preparar su casamiento con Diana, aprender el funcionamiento interno del I-A, que antes tan sólo conocía superficialmente, adaptarse a un nuevo y peculiar tipo de miedo derivado de su propia percepción Psi. En la escalera de la rampa de aterrizaje, sobre el espaciopuerto de Amel, Orne recordaba este miedo. Se estremeció. Amel se hacía patente produciéndole sensaciones de hormigueo en la piel. Impulsos absurdos le atravesaban la mente como relámpagos instantáneos de calor. En un momento dado, quería gruñir como una kiriffa revolcándose, y al siguiente notaba que iba a estallar de risa mientras sofocaba un lamento en la garganta. Pensaba: "Me advirtieron que, al principio, iba a pasarlo mal." El entrenamiento Psi no hacía disminuir este miedo, sólo conseguía hacerlo más patente. Sin ese entrenamiento, su mente podría haber confundido las sensaciones concretas, haciendo una mezcla de todas ellas que podría confundirse con las emociones perfectamente lógicas de un acólito desembarcando en el planeta de los sacerdotes. A su alrededor todo era terreno sagrado, santuario de todas las religiones del universo conocido (y algunos decían que también de las religiones del universo desconocido). Orne se obligó a prestar atención a su foco interior, tal como le habían enseñado a hacer. Lentamente, fue desapareciendo la percepción agobiante hasta quedar muy amortiguada, como un ligero trasunto de la anterior. Hizo una inhalación profunda del aire caliente y seco. No le satisfizo por completo, era como si echara de menos un elemento esencial al que sus pulmones estuvieran acostumbrados. Todavía sujeto a la barandilla, esperó a convencerse de que los impulsos fantasmas habían desaparecido. ¿Quién podía saber lo que estas irresistibles sensaciones podían acarrearle? La brillante superficie de la puerta abierta ante él reflejaba su imagen ligeramente distorsionada, de manera que no se apreciaban mucho sus diferencias con las personas menos corpulentas. Su imagen refleja le confería la apariencia de un semidiós reencarnado del remoto pasado de Amel: cuadrado y sólido, con marcados músculos en el cuello. Una ligera cicatriz marcaba la línea de su pelo cortado muy corto. En cuanto a las otras cicatrices de su cara, las podía ver sólo porque sabía dónde buscarlas. Su memoria le recordaba otras cicatrices que había en su pesado cuerpo, pero se sentía completamente curado desde lo de Sheleb, aunque sabía que Sheleb no se había curado todavía de lo de él. Era una observación humorística en el I-A que los agentes de campo de primera clase se podían reconocer por el numero de cicatrices y remiendos médicos que tenían. Jamás alguien había hecho una observación similar referida a los numerosos mundos que la intercesión del I-A había intentado ayudar. Se preguntaba si Amel podía necesitar ese tratamiento, o si el I-A podía interceder allí. Ninguna de las dos preguntas tenía una respuesta concreta. Orne se fijaba en lo que le rodeaba mientras esperaba pasar el control Psi. Desde la rampa de transporte se tenía una vista panorámica de torres, campanarios, agujas, monolitos, catedrales, zigurats, pagodas, templos, minaretes..., que llenaban una planicie que llegaba hasta el horizonte y parecían bailar debido a las olas de calor. La dorada luz de sol hacía danzar los brillantes colores primarios y los ya deslucidos colores pastel. Había edificios construidos en madera y piedra, en hormigón tricapa, en plásticos y sintéticos de un millar de millares de civilizaciones. El sol amarillo, Dubhe, se hallaba en el meridiano, en un cielo azul sin nubes. Martilleaba a través de la toga de Orne con un calor opresivo. La toga era de un color azul pálido y le molestaba el hecho de que allí no pudiera llevar otra ropa. El color lo identificaba como un estudiante, aunque él no creía que se hallaba allí para estudiar, en el sentido clásico de la palabra. Pero éste había sido un requisito necesario para que le admitieran en Amel. El peso de la vestidura le dejaba el sudor pegado al cuerpo. Un escalón más abajo de la rampa, el campo descensor zumbaba suavemente, preparado para dejarle en el bullicio que había al pie del transporte. Los sacerdotes y los pasajeros se encontraban allí reunidos para la ceremonia de iniciación de los nuevos estudiantes. Orne no sabía si debía cumplir este rito. El agente del espaciopuerto le había dicho que se tomara bastante tiempo para desembarcar. ¿Qué estaban haciendo allí? Alcanzaba a oír unos redobles de tambor y un canto monótono que casi se perdían bajo el estruendo de las máquinas del puerto. Mientras escuchaba, Orne experimentó una brusca sensación de miedo a lo desconocido que le esperaba en las retorcidas calles y el revoltijo de edificios del multitudinario barrio religioso. Los relatos que se habían filtrado de Amel estaban tan cargados de insinuaciones de misterios prohibidos y de poder, que Orne sabía que sus emociones estaban mediatizadas. Pero Orne ya conocía este miedo. Había empezado en Marak. Había estado sentado en su ambiente cotidiano, junto a su mesa de despacho, en las viviendas de los oficiales solteros. Sus ojos se habían dirigido, sin enfocar, hacia el paisaje ajardinado que se veía a través de la ventana: los terrenos de la universidad del I-A. El sol verde de Marak, bajo en el cuadrante de la tarde, había parecido lejano y frío. Amel le había parecido igual de distante: un sitio adonde debía ir después de su boda y de su luna de miel. Tenía un empleo permanente en el colegio antiguerra del I-A, como conferenciante experto en "Indicios exóticos de guerra". De repente, se había apartado de la mesa y pensaba en la rígida normalización de aquella habitación y en que había algo en ella que quedaba fuera del contexto sin que pudiera concretar qué era. Todo parecía igual a lo que cabía esperar: las paredes grises, las esquinas agudas de la litera, la colcha blanca que ostentaba el monograma azul del I-A con la espada y el bolígrafo cruzados, la silla dura cuyo respaldo estaba enfrente de los pies de la cama dejando una separación de tres centímetros para que, por allí, se deslizara la puerta corredera de un armario. Todo estaba en su sitio y de acuerdo con las normas. Pero Orne no podía desechar la premonición de que algo había cambiado allí... peligrosamente. A todo esto, se había abierto ruidosamente la puerta que daba al pasillo y había entrado Stetson. El jefe de sección llevaba su habitual traje de faena remendado. Sus únicas insignias de rango, unos emblemas dorados del I-A en las solapas y en la gorra del uniforme, se veían bastante corroídas. Orne se preguntaba cuándo habría sido la última vez que habían estado cerca del pulimento, pero desterró este pensamiento de la cabeza porque Stetson necesitaba todo el pulimento para su mente. Detrás de Stetson, como un animal casero sujeto por una invisible cadena, rodaba un mecanocarro abarrotado de cintas de estudios acelerados, microrregistros e incluso algunos libros primitivos encuadernados en plástico metalizado. El carro entró por sí mismo en la habitación y sus ruedas chirriaron cuando consiguieron salvar la franja antideslizante de la entrada. Orne se había concentrado en el carro, porque inmediatamente supo que aquello era el objeto de su premonición. Se puso en pie y miró, muy serio, a Stetson. —¿Qué es esto, Stet? Éste cogió la silla que estaba a los pies de la litera, y lanzó la gorra hacia la colcha. Su pelo oscuro estaba completamente despeinado. Sus párpados bajaron, y respondió: —Ya has tenido bastantes misiones para saber lo que son estos cachivaches con sólo verlos. —¿Es que ya no voy a poder decir nada sobre esto? —preguntó Orne. —Pues puede ser que las cosas hayan cambiado un poco aquí, un poco allá, o puede que no hayan cambiado en absoluto —contestó Stetson—. Además, esto se refiere a algo que dijiste que querías. —Me casaré dentro de tres semanas —dijo Orne. —Tu boda se ha tenido que retrasar —informó Stetson. Levantó una mano apaciguadora al ver que la cara de Orne enrojecía, y explicó: —Espera un momento. Retrasar. Nada más. —¿Y por orden de quién? —preguntó Orne. —Bien, Diana estuvo de acuerdo en marcharse esta mañana en una misión que nos había preparado el Alto Comisionado. —¡Teníamos que cenar juntos esta noche! —dijo Orne, molesto. —También esto ha sido aplazado —le comunicó Stetson—. Diana dice que lo siente mucho. Aquí, en el carro, tienes un videocubo: lo siente, te ama y todo eso, pero confía en que comprendas por qué se ha ido tan de repente. La voz de Orne, se parecía más a un aullido: —¿Y por qué se ha ido? —Para no estorbarte. Te irás a Amel dentro de seis días en vez de dentro de seis meses, y hay verdaderas montañas de preparativos que hacer para que estés en condiciones de partir. —Será mejor que me expliques algo más acerca de Diana. —Ella sabe muy bien que te habría hecho perder tiempo, que te habría distraído, que no habrías podido centrar toda tu atención en lo que ahora es absolutamente necesario. Se ha marchado a Franchi Primus para pasar una información personal muy importante, explicando al movimiento clandestino nathiano de allí por qué ya no es clandestino, y por qué el candidato que han seleccionado ha de ser eliminado de la elección tan bruscamente. Se encuentra perfectamente bien y os podréis casar cuando regreses de Amel. —Suponiendo que no se te ocurra otra emergencia —gruñó Orne. —Ambos hicisteis el juramento del I-A –le recordó Stetson—. Diana tiene que aceptar las órdenes como todos nosotros. —Este I-A es muy divertido —masculló Orne—. ¡Lo voy a recomendar siempre que encuentre un amigo que esté buscando empleo! —Amel, ¿recuerdas? —preguntó Stetson. —Pero ¿por qué tan de repente? —Amel... Bien, Lew. Amel no es quizás un sitio ideal para ir de excursión, como quizá te habías imaginado. —¿Que no es...? Pero es el sitio indicado para conseguir una formación avanzada en Psi. Tú mismo cursaste mi solicitud, ¿no es cierto? —Lew, esto no funciona exactamente así. —¿No? —Tú no solicitas ir, sino que eres llamado para ir. —¿Qué se supone que significa esto? —Sólo hay una manera de ir allí, si no estás en la lista aprobada o eres un sacerdote. Es ir como estudiante. Llamado por ellos. —¿Y he sido llamado? —Sí. —¿Y qué pasa si no quiero ir como estudiante? Unas duras líneas aparecieron alrededor de la boca de Stetson. —Se te tomó juramento en el I-A. ¿Recuerdas? —Voy a redactar de nuevo este juramento —gruñó Orne—. A las palabras "Empeño mi vida y mi sagrado honor en buscar y destruir las semillas de guerra, en dondequiera que puedan hallarse", permítasenos añadir: "y lo sacrificaré todo y a todos en caso necesario". —No es una mala coletilla —dijo Stetson—. ¿Por qué no lo propones cuando vuelvas? —Si vuelvo. —Es verdad que existe esa posibilidad —dijo Stetson—. Pero has sido llamado y el I-A quiere desesperadamente que aceptes. —Y por eso nadie se opuso a mi petición. —En parte, sí. Nuestra Sección Psi certificó que tenías verdadero talento... y nuestras esperanzas aumentaron. Queremos que alguien de tu calibre se traslade inmediatamente a Amel. —¿Por qué? ¿Por qué el I-A tiene interés en Amel? Nunca ha habido guerra cerca de allí. Los altos personajes siempre temen ofender a sus dioses. —O a sus sacerdotes. —Nunca había oído decir que nadie tuviera dificultades para ir a Amel —dijo Orne. —Nosotros siempre hemos tenido dificultades. —¿El I-A? —Sí. —Pero los técnicos de nuestra Sección Psi fueron preparados allí. —Fueron asignados a nosotros por Amel, proceden de Amel, no fuimos nosotros. Nunca hemos podido enviar a Amel un verdadero agente investigador, de confianza y abnegado. —¿Piensas que los sacerdotes planean algo? —Si es así, tendremos dificultades. ¿Cómo podremos manejar los poderes Psi? ¿Cómo podríamos confinar a alguien, como ese fulano de Wessel que puede trasladarse a cualquier planeta del universo sin necesitar una nave? ¿Cómo podemos tratar con un hombre que puede sacar nuestros instrumentos de su carne sin hacer una incisión? —Así pues, sabías esto. —Cuando nuestro transceptor dejó de darnos los ruidos de tu alrededor y empezó a mandarnos los gorgoritos de los peces, sí, lo supimos —contestó Stetson—. ¿Cómo lo hiciste? —No lo sé. —Es posible que esto sea verdad —dijo Stetson. —Sólo deseé que sucediera —dijo Orne. —¡Sólo lo deseaste! Quizás es por eso por lo que irás a Amel. Orne asintió, pero estaba preocupado pensando: "Puede ser verdad." Pero aún tenía la premonición, que ahora no estaba enfocada hacia el carro, sino hacia Amel. —¿Estás seguro de que es a mí a quien han llamado? —Estamos seguros y, además, estamos ansiosos. —Todavía no me has explicado esto, Stet. Stetson suspiró. —Lew, hasta esta mañana no hemos recibido la confirmación. En la próxima sesión de la Asamblea se va a presentar una moción para acabar con I-A; todas sus funciones pasarán a Redescubrimiento y Reeducación. —Debes de estar de broma. —No. —¿Bajo el mando de Tyler Gemine y sus muchachos Rah-Rah? —Nada más ni nada menos. —¡No! ¡Ese politicastro! La mitad de nuestros problemas derivan de las estupideces del Rah-Rah. Por lo menos una docena de veces ha faltado un pelo para que nos metieran en otra Guerra de Rim. Estaba convencido de que Gemine era nuestro objetivo número uno, para ser apeado de su cargo. —Hum... Hum... —asintió Stetson—. Y en la siguiente sesión de la Asamblea, a menos de cinco meses vista, va a salir esta moción y tendrá el pleno apoyo de los sacerdotes de Amel. —¿De todos los sacerdotes? —Sí, de todos. —¡Pero esto es una estupidez! Quiero decir, mira el... —¿Te cabe alguna duda de que el apoyo religioso pueda hacer aceptar esta moción? —le preguntó Stetson. Orne movió la cabeza. —Pero en Amel hay miles de sectas religiosas... o millones tal vez. La Tregua Ecuménica no permite que... —La Tregua no prohíbe tirar contra el I-A —observó Stetson. —Pero esto no encaja, Stet, Si los sacerdotes van a por nosotros, ¿por qué me invitan como estudiante al mismo tiempo? —Ahora verás por qué estamos tan ansiosos —dijo Stetson—. Nadie, ¡lo repito, nadie!, ha podido hasta ahora ser capaz de introducir un agente en Amel. Ni el I-A. Ni el antiguo Servicio Secreto Marakiano. Ni siquiera los nathianos. Todos los intentos han acabado en corteses expulsiones. Ningún agente ha podido llegar a más de veinticinco metros de donde había aterrizado. —¿Qué hay en el carro que has traído? —preguntó Orne. —Todo lo que se suponía tenías que estudiar en los próximos seis meses. Ahora, dispones de seis días. —¿Qué previsión habrá para sacarme de Amel, si los asuntos se ponen mal? —Ninguna. Orne le miró, incrédulo. —¿Ninguna? —La mejor información que poseemos indica que tu preparación en Amel —la llaman "La Ordalía", durará unos seis meses. Si después de este plazo no sabemos de ti, haremos indagaciones. —Tales como por ejemplo: "¿Qué han hecho con su cadáver?" —saltó Orne—. ¡Diablos! ¡Incluso puede que no haya ningún I-A para hacer indagaciones, dentro de seis meses! —Por lo menos, habrá unos ciudadanos muy preocupados, tus amigos. —¡Sí, los amigos, los amigos que me habían mandado allí! —Estoy seguro de que comprendes que es necesario. Diana lo vio claro. —¿Sabe ella todo esto? —Sí. Lloró, pero comprendió que era necesario, y fue a Franchi Primus como se le ordenó. —¿Soy vuestra última oportunidad, eh? Stetson asintió. —Hemos de descubrir por qué el centro de todas las religiones se ha vuelto contra nosotros. Ni siquiera tenemos una oración, y perdona la alusión, con que ir allí y dominarles. Podríamos intentarlo, pero esto desencadenaría levantamientos religiosos en toda la Federación. Ante esto, las Guerras de Rim serían como un partido de pelota en una escuela de niñas. —Pero no lo habéis descartado del todo, ¿no es cierto? —Desde luego que no. Pero no creo que encontráramos bastantes voluntarios para hacer el trabajo. Nunca hemos tomado en consideración el aspecto religioso para calificar a la gente. Pero estoy condenadamente seguro de que nos van a calificar en cuanto movamos un dedo contra Amel. Es un terreno muy delicado, Lew. No. ¡Tenemos que saber el porqué! Tal vez podríamos cambiar lo que les incomode, sea lo que sea. Es nuestra única esperanza. Es posible que no comprendan nuestros... —¿Y si tuvieran planes para lanzarse a una conquista mediante guerras, Stet? Entonces, ¿qué? Podría ser que un nuevo partido haya llegado al poder en Amel. ¿Por qué no? Stetson parecía triste. —¡Si pudieras probarlo...! Y los hombros se le hundieron más. —¿Qué es lo primero que hay en la agenda? —preguntó Orne. Con el pulgar, Stetson señaló hacia el carro. —Zambúllete en ese material. Después, iremos a que los médicos te coloquen un amplificador Psi nuevo y más potente. —¿Cuándo he de ir a ver a los médicos? —Ya vendrán ellos tras de ti. —Siempre ha de haber alguien que vaya tras de mí —hizo constar Orne. Un universo sin guerra requiere unos conceptos de masa crítica aplicados a los seres humanos. Cualquier episodio que pueda llevar a la guerra siempre se magnifica por cuestiones de valores personales, por las complicaciones del sinergismo tecnológico, por las cuestiones de naturaleza ético-religiosa, por las áreas que quedan abiertas a una acción contraria, e inevitablemente quedan los imponderables, siempre propensos a una insidiosa complejidad. La situación humana, en lo que se relaciona con la guerra, puede compararse a un sistema de autorretroalimentación multilineal con bucles, en el que nada deja de ser importante.
"Guerra, lo No-posible."
Capítulo IV, Manual I-A
La luz del atardecer creaba unas sombras alargadas en el cuarto de hospital de Orne, en el centro médico del I-A. Era el tiempo tranquilo entre la comida y las horas de visita. La pseudoperspectiva de la habitación se había cerrado para crear un ambiente de seguridad reposada. El decoracol se había dejado en verde suave, y las luces se habían amortiguado. El vendaje inductivo abultaba debajo de la barbilla, pero aún no había empezado el picor característico de la cicatrización acelerada. El hecho de estar en un hospital hacía que Orne se sintiera algo incómodo. Conocía el motivo de ello. Los olores y los sonidos le recordaban los meses que había perdido arrastrándose de vuelta de la muerte, después de estar en Sheleb. Se acordó que Sheleb había sido uno más de los planetas donde la guerra no podía desencadenarse. Como Amel. La puerta de la habitación se corrió hacia un lado para dejar entrar a un oficial técnico, alto, todo piel y huesos, que llevaba la insignia del rayo bifurcado, propia de la Sección Psi, en la solapa. La puerta se volvió a cerrar tras él. Orne estudió al hombre: una cara desconocida, de pájaro, una nariz larga, mentón puntiagudo, boca pequeña. Los ojos hacían movimientos rápidos, parecían dardos. Levantó la mano derecha en un movimiento de saludo y se apoyó en el travesaño que había a los pies de la cama de Orne. —Soy Ag Emolirdo —dijo—, jefe de la Sección Psi. Lo de Ag es por agonía. Incapaz de mover la cabeza a causa del vendaje de inducción, Orne miró a lo largo de su nariz y de la cama a Emolirdo. O sea que éste era el huraño y misterioso jefe del Psi en el I-A. El hombre irradiaba un aura de autoconfianza. A Orne le recordaba a un sacerdote de su planeta, Chargon, que también era un graduado de Amel. Este recuerdo incomodó algo a Orne. Dijo: —He oído hablar de usted. ¿Cómo está? —Ahora vamos a ver cómo estoy —respondió Emolirdo—. He revisado sus fichas. Son fascinantes. ¿Se da usted cuenta de que puede ser un foco Psi? —¿Un qué? Orne probó a sentarse, pero las ligaduras del vendaje se lo impidieron. —Un foco Psi —repitió Emolirdo—. Se lo explicaré enseguida. —Hágalo, por favor. Orne vio que no le gustaba la labia de Emolirdo, ni su pose de saberlo todo. —Puede considerar esto como el principio de su formación avanzada —dijo Emolirdo—. He decidido encargarme yo mismo de ella. Si usted es lo que sospechamos... bien, sería muy raro. —¿Raro? ¿Por qué y en qué grado? —Los otros que hubo se perdieron entre los míticos velos de la antigüedad. —Ya comprendo. Lo del foco Psi, ¿es eso? —Así es como llamamos a este fenómeno. Si usted es un foco Psi, entonces es usted... Bien, es un dios. Orne parpadeo. Se quedó frío. Vio la rueda de su vida que giraba, el sentido de ser una entidad inflamado por una terrible pasión por la existencia. Una conciencia avasalladora formaba remolinos dentro de él, acercándole a todas las antiguas funciones de la vida para que las examinara. Pensó: "No hay nada que pueda ser excluido de la vida. Todo es la misma cosa." —¿Usted no discute eso? —preguntó Emolirdo. Orne tragó saliva y respondió: —Tengo que hacerle preguntas, muchas preguntas. —Empiece. —¿Por qué cree usted que soy eso..., un foco Psi? Emolirdo asintió. —Parece que usted es una isla de orden en un universo desordenado. Cuatro veces, desde que está bajo la atención del I-A, ha hecho lo imposible. Cualquiera de los problemas que usted ha solucionado podrían haber llevado quizás hasta una guerra general. Pero llegó usted, y consiguió poner orden donde no... —Sólo hice lo que me habían enseñado, nada más. —¿Enseñado? ¿Quién le había enseñado? —El I-A, desde luego. Esta es una pregunta tonta. —¿Lo es? Emolirdo cogió una silla, y se sentó al lado de la cama, con lo que su cabeza quedaba al nivel de la de Orne. —Vamos a proceder con orden, empezando por nuestra articulación de la vida. —Yo articulo la vida viviéndola —dijo Orne. —Quizá debería haber dicho qué tomásemos esto desde otro punto de vista, empezando por la definición. La vida, tal como la entendemos, representa un puente entre el Orden y el Caos. Definimos el Caos como una energía salvaje, incontrolada, al alcance de todo lo que pueda dominarlo y convertirlo en alguna forma de Orden. En este sentido, la Vida resulta ser un Caos almacenado. ¿Puede seguirme? —Oigo sus palabras —dijo Orne. —Ahhhh... —Emolirdo se aclaró la garganta—. Volvamos a ello. La vida se alimenta del Caos, pero debe existir dentro del Orden. El Caos representa el telón de fondo sobre el que la Vida se identifica a sí misma. Esto nos lleva a otro trasfondo, la condición que se llama Éxtasis. Esto se puede comparar a un imán. El Éxtasis atrae energía libre hasta que las presiones del no-movimiento y de la no-adaptación, se hacen tan grandes que se produce una explosión. Al explotar, las formas que estaban en Éxtasis regresan al Caos, al no-orden. Uno llega a la inevitable observación de que el Éxtasis conduce siempre al Caos. —Eso es bonito —dijo Orne. Emolirdo hizo una mueca, y prosiguió: —Esta regla es cierta tanto a nivel químico-inanimado, como a nivel químico-animado. El hielo, que es el Éxtasis del agua, explota cuando se pone en contacto con un calor extremo. La sociedad congelada explota cuando se expone al calor brusco de la guerra o al ardiente contacto de una nueva sociedad extraña. La Naturaleza rechaza el Éxtasis. —Igual que rechaza el Vacío —dijo Orne, sólo para ver si podía hacer parar aquella verborrea. ¿Adónde quería ir a parar? ¿Qué era todo este discurso sobre el Caos, el Orden, el Éxtasis? —Pensamos en términos de sistemas de energía —dijo Emolirdo—. Este es el enfoque Psi. ¿Quiere usted preguntarme algo más? —Todavía no me ha explicado nada —dijo Orne—. Palabras, sólo palabras. ¿Qué tiene que ver todo esto con Amel, o su sospecha de que yo sea un... foco Psi? —En lo referente a Amel —dijo Emolirdo—, parece que es un Éxtasis que no explota. —Podría explotar si no fuera estático. —Es usted muy astuto —dijo Emolirdo—. En cuanto a lo del foco Psi, eso nos lleva al problema de los milagros. Ha sido usted llamado a Amel porque hace milagros. Un pinchazo de dolor se clavó en el vendado cuello de Orne cuando éste intentó volver la cabeza. —¿Milagros? —preguntó. —La comprensión de Psi equivale a la comprensión de los milagros —contestó Emolirdo volviendo a su estilo didáctico—. Hay un demonio en todo aquello que no comprendemos, por lo que los milagros nos llenan de un sentimiento de inseguridad. —Como el amigo que se supone puede saltar de planeta en planeta sin necesitar una nave —dijo Orne. —Sí, lo hace —dijo Emolirdo—. Otra forma de milagro es querer que un aparato salga de su carne, y conseguirlo sin que se produzca ninguna herida. —¿Qué pasaría si yo quisiera que usted saliera de mi presencia? —preguntó Orne. Una sonrisa a medias apareció, por un momento, en la boca de Emolirdo; se podría pensar que era como si hubiera sostenido una disputa interior sobre si había que reír o llorar y hubiera habido empate. Respondió: —Podría ser interesante. Sobre todo, si yo contrapusiera mi propio deseo. Orne se quedó confuso, y dijo: —No iba por ese camino. Emolirdo se encogió de hombros. —Solo decía que el estudio de Psi es el estudio de los milagros. Examinamos lo que ocurre fuera de los cauces reconocidos y en contra de las reglas aceptadas. Los religiosos llaman milagros a estas cosas; nosotros decimos que hemos encontrado un fenómeno Psi o la acción de un foco Psi. —Cambiar la etiqueta no cambia necesariamente la cosa —dijo Orne—. Todavía no le sigo. —¿Ha oído usted hablar alguna vez de las cuevas milagrosas que hay en los antiguos planetas? —preguntó Emolirdo. —He oído historias basadas en eso —contestó Orne. —Son más que historias. Permítame que se lo explique de esta manera: tales lugares contienen configuraciones escondidas, convoluciones que se proyectan fuera de nuestro universo aparente. Excepto en estos lugares, las energías primarias y caóticas del universo resisten nuestra aspiración al Orden. Pero, en estos puntos focales, las energías primarias del Caos resultan muy accesibles y pueden ser dominadas. Por el mero hecho de desearlo así, moldeamos esta energía bruta, en forma que puede desafiar a nuestras antiguas reglas. Los ojos de Emolirdo brillaban. Al parecer, luchaba por controlar una gran excitación interna. Orne se humedeció los labios con la lengua. —¿Configuraciones? —Las referencias históricas son muy claras —dijo Emolirdo—. Los hombres han doblado alambres, los han enrollado, han esculpido trozos de plástico, amontonado extraños conjuntos de cosas sin relación aparente... y empiezan a ocurrir cosas milagrosas: una superficie metálica pulida se convierte en pegajosa, como si la hubieran untado con cola. Un hombre pinta un pentagrama en un determinado suelo y unas llamas empiezan a bailar dentro de él. Sale humo de una botella de forma extraña y, de repente, obedece a los deseos del hombre. Todo esto son configuraciones, ¿lo comprende? —Así, así... —Además hay ciertas criaturas, incluyendo a los humanos, que esconden un foco parecido en su interior. Andan hacia... la nada y reaparecen a años luz de distancia. Les basta con mirar a una persona que padezca una enfermedad incurable, y la enfermedad se cura. Despiertan a los muertos. Leen en las mentes. Orne tenía la garganta seca, quiso tragar y no pudo. Emolirdo hablaba con tal aire de seguridad, de convicción, que esto resultaba ser mucho más que una fe ciega. —Pero ¿para qué sirve el llamar Psi a estas cosas? —preguntó Orne. —Para sacar estas cosas del reino del miedo absoluto —respondió Emolirdo. Se inclinó hacia la luz de la cama de Orne e interpuso un puño entre la luz y la pared verde de la cabecera de la cama. —Mire esta pared. —No puedo volver la cabeza ni un centímetro —le recordó Orne. —Lo siento —Emolirdo apartó la mano—. Sólo hacía una sombra. Imagíneselo usted. Digamos que había seres inteligentes confinados en el plano de esta pared que podían ver la sombra de mi puño. ¿Podría, un genio que estuviera entre ellos, imaginar la configuración que producía aquella sombra, una sombra proyectada desde fuera de su dimensión? —Esta es una pregunta muy antigua, pero también muy interesante —dijo Orne. —¿Qué pasaría si uno de los seres del plano de la pared tuviera un dispositivo que se proyectara en nuestra dimensión? —preguntó Emolirdo—. Sería como los legendarios hombres ciegos que estudiaban el elefante. Su dispositivo le contestaría en términos que no encajarían en sus dimensiones. Tendría que hacer suposiciones sobre las formas nuevas, aceptar toda clase de postulados opcionales. Debajo del vendaje, la piel del cuello de Orne empezaba a picarle de una manera enloquecedora. Resistió la tentación de hurgar allí con un dedo. Retazos del folclore de Chargon volvían a su memoria: los magos del bosque, los diminutos personajes eme concedían los deseos de un modo que hacía que aquellos que los habían solicitado se arrepintieran de haberlo hecho, la gruta donde los enfermos se curaban... El escozor de la cura rápida provocaba a su dedo casi de una manera irresistible. Buscó ansiosamente una píldora en la repisa de la cama y se la tragó esperando el alivio. —Está pensando —dijo Emolirdo. —Me han colocado un nuevo amplificador Psi en el cuello —comunicó Orne—. ¿Con qué propósito? —Es un dispositivo mejorado para señalar la presencia de actividad Psi —respondió Emolirdo—. Detecta los campos Psi, la presencia de conformaciones focales. Amplifica las posibilidades latentes que usted tiene. Le proporciona una mayor capacidad para resistir mejor a las emociones Psi inducidas y, asimismo, para descubrir las motivaciones de otras personas mediante la lectura de sus emociones. Le permitirá conocer los peligros que acechan a su persona, aunque estén lejanos en el tiempo; es la presciencia, si es que prefiere llamarla así. Le doy algunos pases parahipnóticos para que pueda comprender mejor estos efectos. Orne notó un hormigueo en el cuello y una sensación de vacío en el estómago que no se relacionaba con el hambre. ¿Peligro, acaso? —Reconocerá usted la sensación presciente —dijo Emolirdo—. La notará como una especie peculiar de miedo, tal vez la confundirá con la de hambre. Sentirá una falta de algo, quizá dentro de usted o en el aire que respire. Es una señal muy fiable de peligro. Orne notó la sensación de vacío en el estómago. Su piel estaba fría y húmeda a causa del sudor. El aire de la habitación le parecía viciado. Quería rechazar las sensaciones y la sugestiva conversación de Emolirdo, pero quedaba un hecho llamado Stetson. Nadie, en todo el I-A, podía ser más escéptico que él, pero Stet le había ordenado que siguiera adelante con todo aquello. Había, además, el asunto del transceptor que había querido que se fuese lejos de su carne. —Está algo pálido —dijo Emolirdo. Orne consiguió sonreír ligeramente. —Creo que ahora percibo el aviso presciente. —Ahhh. Describa sus sensaciones. Orne obedeció. —Es raro que esto suceda tan pronto —dijo Emolirdo—. ¿Puede identificar el origen de este peligro? —Usted —respondió Orne—. Y Amel. Emolirdo se tiró de los labios. —Podría ser que la misma enseñanza del Psi sea peligrosa para usted. Esto es extraño. Especialmente si resulta ser usted un foco Psi. Cuando un hombre sabio no comprende, dice: "No comprendo". El loco y el inculto se avergüenzan de su ignorancia. Se quedan callados cuando una pregunta podría traerles la sabiduría.
Dichos de los ABATES
No había ninguna excusa para poder seguir esperando en la rampa del transporte, se dijo Orne. Había superado el primer impacto de las fuerzas Psi de Amel. Pero la presciente sensación de peligro era tan persistente como un dolor de muelas. Notaba el calor y la pesada toga. Estaba empapado de sudor. Y el estómago le decía: —Espera. Dio un corto paso hacia el descensor y la impresión de vacuidad que experimentaba dentro de él fue en aumento. Su nariz captó el ácido impacto del incienso, un olor tan fuerte que se sobreponía al de aceite-ozono que predominaba en el espaciopuerto. A pesar de su adiestramiento y de su agnosticismo, Orne tuvo una sensación de respeto. Amel exudaba un aura de magia que desafiaba a la incredulidad. "Esto sólo es Psi", se decía. Unos sones agudos y cantarines surgían, como una niebla aural, de la aglomeración religiosa. Algunos recuerdos fragmentarios procedentes de su niñez en Chargon pugnaban por salir a flote: las procesiones religiosas en los días sagrados... La imagen de Mahmud resplandeciente en el kiblah... El azan dando vueltas por la plaza Mayor, el Día de Bairam. Que no exista la blasfemia, no permitáis que el blasfemo viva... Orne movió la cabeza, y pensó: "Ahora es el gran momento para abrazar la religión e inclinarse ante Ullua, la estrella peregrina de los Ayrbs." Las raíces de su miedo le llegaban hasta muy adentro. Se apretó el cinturón y se encaminó hacia el descensor. La sensación de peligro seguía allí, pero no aumentaba. El suave toque del descensor le hizo bajar hasta el suelo, y le dejó al lado de un pasillo cubierto. Hacía más calor en el suelo que en la rampa. Orne se secó el sudor de la frente. Una nube de sacerdotes, con hábitos blancos, y de estudiantes, con togas azul pálido, se apretujaba en la pobre sombra del pasaje cubierto. Cuando llegó Orne, empezaban a separarse, se marchaban en parejas: un sacerdote con cada estudiante. Sólo quedaba un sacerdote: alto, un corpachón, daba la impresión de que el suelo iba a retumbar a su paso. "¿Otro nativo de Chargon?", se preguntó Orne. Llevaba afeitada la cabeza. Unos profundos rasguños le decoraban la cara. Una oscura mirada salía de debajo de unas cejas grises y prominentes. —¿Es usted Orne? —retumbó la voz del sacerdote. Orne entró en el pasaje. —Sí. La piel del sacerdote mostraba una untuosidad amarillenta, en las sombras. —Soy Bakrish —dijo. Apoyó las enormes manos en la cintura, y miró con dureza a Orne. —Se ha perdido usted la ceremonia de recepción. —Me han dicho que bajara cuando me pareciera bien —dijo Orne. —Es uno de éstos, ¿eh? —preguntó Bakrish. Algo de aquella figura pesada, la cara reluciente, le hizo recordar a un sargento de instrucción del I-A de Marak. Este recuerdo devolvió a Orne su sentido de ecuanimidad, e hizo asomar una sonrisa a su cara. —¿Qué es lo que le parece divertido? —preguntó Bakrish. —Esta humilde cara refleja la felicidad de estar en su presencia en Amel —respondió Orne. —¿Sí? —¿Que quiere decir uno de éstos? —preguntó Orne. —Usted es uno de estos talentos que han de conseguir su equilibrio en Amel —dijo Bakrish—. Esto es todo. Vámonos. Se dio la vuelta, y echó a andar por el pasaje sin preocuparse de mirar si Orne le seguía. "¿El equilibrio en Amel?", se preguntaba Orne. Se fue tras de Bakrish, y vio que tenía que ir a medio trote para poderle seguir. "No hay aceras móviles ni transportadores —pensó Orne—. Este es un planeta primitivo." El pasaje cubierto sobresalía como un pico largo de un edificio bajo y sin ventanas, de plastrete gris. Unas dobles puertas daban paso a un vestíbulo que envolvió a Orne en aire frío. Se dio cuenta, no obstante, de que había que abrir las puertas a mano, y que una de ellas rechinaba. Sus pasos resonaron en el vestíbulo. Bakrish marcó el camino a lo largo de filas de celdillas sin puertas, algunas ocupadas por figuras que murmuraban, algunas repletas de aparatos raros, otras vacías. Al fondo del vestíbulo, había otra puerta que se abría a una habitación lo bastante grande para contener una mesita de despacho y dos sillas. Una luz de color rojo llenaba la habitación desde excitadores ocultos. El sitio olía a hongos. Bakrish hizo crujir su cuerpo y la silla que estaba detrás de la mesa, e hizo señal a Orne de que se sentara en la otra silla. Orne obedeció y notó en el estómago que las punzadas del peligro se volvían más agudas. Dijo Bakrish: —Ya sabe que en Amel vivimos bajo la Tregua Ecuménica. El servicio de inteligencia del I-A debe haberle instruido sobre el significado superficial de este hecho. Orne disimuló su sorpresa ante este enfoque de la conversación. Dijo Bakrish: —Lo que debe entender ahora es que no hay nada inusual en mi designación como gurú suyo. —¿Por qué habría de pensar que fuera inusual? —preguntó Orne. —Usted es un seguidor de Mahmud y yo soy un Hynd y un Wali bajo la protección divina. De acuerdo con la Tregua, todos servimos al mismo Dios, que tiene muchos nombres. ¿Lo ve usted? —Pues no, no lo veo. —Hynd y Ayrb tienen una larga tradición de enemistad —comunicó Bakrish—. ¿Lo sabía usted? —Creo que he encontrado alguna referencia de esto en alguna parte —admitió Orne—. Mi propia creencia es que la enemistad conduce a la violencia, y ésta conduce a la guerra. He hecho juramento de evitar esta progresión. —Es encomiable, muy encomiable —dijo Bakrish—. Cuando Emolirdo nos habló de usted, decidimos verle por nosotros mismos. Es por eso que está usted aquí. Orne pensó: "Así pues, Stet tenía razón: la Sección Psi espía en favor de Amel." —Plantea usted un problema fascinante —dijo Bakrish. Mientras éste hablaba, Orne notó que se disipaba la sensación de peligro, y vio que el sacerdote miraba hacia la puerta. Orne se volvió y pudo ver un atisbo de ropa y la visión de algo con ruedas que había sido sacado fuera. Bakrish dijo: —Esto está mejor. Ahora, ya tenemos la fase tensora de su equipo de amplificación. Cuando queramos, podremos anularlo, o destruirle a usted con él. Orne luchó para controlarse y pensó: "¿Qué clase de bomba ordenó Emolirdo que me colocaran los médicos?" Pensó en desear que los dispositivos salieran de su cuerpo, pero se preguntaba si podía hacer eso en Amel. La posibilidad de un fracaso parecía ser mucho más peligrosa que dejar, de momento, las cosas como estaban. Dijo: —Me alegro de que encontrara algo con qué estar ocupado. —No se lo tome a broma —dijo Bakrish—. No tenemos el menor deseo de destruirle. Queremos que use los dispositivos que le dieron. Por esto se los pusieron y se le enseñó el modo de utilizarlos. Orne respiró hondo dos veces. El adiestramiento Psi empezó sin que lo aceptara de un modo consciente. Se concentró en el foco interior para lograr la calma, que le llegó como una ducha de agua helada. Se volvió frío, observador, calmo y sensitivo a cualquier fuerza Psi. Al mismo tiempo, los pensamientos le cruzaban raudos por la mente. Esto no era el plan de sucesos que esperaba. ¿Le tenían acorralado? —¿Quiere preguntar alguna cosa? —inquirió Bakrish. Orne se aclaró la garganta. —Sí. ¿Puede ayudarme para que vea al Abad Halmyrach? Debo saber por qué Amel intenta destruir el... —Todo a su debido tiempo —dijo Bakrish. —¿Dónde puedo encontrar al Abad? —Cuando llegue el momento, podrá verle. Está cerca y espera los acontecimientos con gran curiosidad, se lo aseguro. —¿Qué acontecimientos? —Los de su ordalía, desde luego. —Desde luego. Cuando usted tratará de destruirme. Bakrish parecía estar intrigado. —Créame, mi joven amigo, no tenemos el menor deseo de destruirle. Únicamente hemos tomado las precauciones necesarias. Los asuntos en que se centra nuestra atención son peligrosos. —Usted dijo que podían destruirme. —Sólo en caso de que se produjera la más imperativa necesidad. Debe usted comprender los dos hechos básicos, aquí y ahora: usted quiere saber cosas de nosotros y nosotros queremos saber cosas de usted. La mejor manera de conseguirlo para ambos es que se someta usted a la ordalía. En realidad, no le cabe otra elección. —¡Esto es lo que usted dice! —Se lo aseguro. —Así pues, se supone que voy a dejarme llevar por usted como una grifka al matadero. Esto, o me destruirán. A elegir. —Los pensamientos sanguinarios no son los adecuados —dijo Bakrish—. Enfóquelo igual que yo: es una prueba interesante. —Pero sólo uno de los dos está en peligro. —Difícilmente podría yo decir esto —dijo Bakrish. Orne notó que la ira crecía dentro de él. Para esto había sufrido el retraso de su boda, las intervenciones de los médicos que, muy presumiblemente, habían sido dirigidas por un traidor al I-A, y el demoledor curso Psi. ¡Para esto! —Voy a descubrir qué es lo que le hace latir a usted —chilló Orne aproximándose a Bakrish—. Y cuando lo sepa, voy a destruirle. Bakrish palideció. Su piel amarilla parecía enfermiza. Tragó, movió la cabeza. —Usted debe ser expuesto a los misterios —murmuró—. Es la única manera que conocemos. Orne estaba avergonzado de su impetuoso arranque. Pensó: "¿De qué tiene miedo este payaso? Tiene las riendas en la mano, pero mi amenaza le asustó. ¿Por qué?" —¿Se someterá usted a la ordalía? —aventuró Bakrish. Orne se volvió a sentar. —Usted dijo que no tenía elección. —Es cierto, no la tiene. —En este caso, me someto. Pero el precio es una entrevista con el Abad. —De acuerdo..., si sobrevive usted. Venimos del Todo-Uno y volvemos al Todo-Uno. ¿Cómo podemos guardar algo del Origen que fue y del Fin que es?
Dichos de los ABATES
—Ha llegado, Reverendo Abad —dijo el sacerdote—. Ahora Bakrish está con él. El Abad Halmyrach estaba de pie frente a un pupitre de escriba, sus pies descalzos estaban encima de una alfombra de color naranja, igual al de su largo ropón. La habitación, que tenía las ventanas con cortinas como protección ante la deslumbrante luz del sol de Amel, parecía arcaica y llena de sombras. Una débil luz procedía de unos antiguos globos luminosos que colgaban de los rincones del techo de la habitación. Las paredes eran de madera y había una chimenea con carbones anaranjados detrás del Abad. Su cara estrecha, con la nariz larga y la boca de labios delgados, parecía sosegada, pero el Abad tenía una aguda percepción de todo lo que ocurría en su habitación, de las sombras untuosas de las paredes de madera, del roce de las sandalias de los sacerdotes en el suelo, más allá de la alfombra, de los débiles movimientos del fuego que se extinguía en la chimenea. El sacerdote que acababa de informarle, Macrithy, era uno de los observadores de más confianza, pero su apariencia, con el cabello largo y negro, con unas enormes patillas que encuadraban una cara suavemente redondeada, con un traje que parecía un oscuro tubo de estufa y con el alzacuello blanco vuelto hacia atrás, molestaba al Abad. Macrithy se parecía demasiado a una ilustración histórica de los episodios de la Segunda Inquisición. Desde luego, no se discutían los episodios religiosos pasados, que caían en el ámbito de la Tregua Ecuménica. —He percibido su llegada —dijo el Abad. Regresó al pupitre donde escribía con pluma sobre papel, porque le gustaba mantener siempre vivos los sistemas antiguos. —No parece que haya la menor duda de que sea él. Macrithy dijo: —Ha logrado subir los tres escalones trascendentes, pero no hay la certeza de que sobreviva a su ordalía y pueda descubrirle a usted, que es quien le ha llamado. —Descubrir tiene muchos significados –dijo el Abad—. ¿Ha leído usted el informe de mi hermano? —Lo he leído, Reverendo Abad. Éste alzó la mirada de lo que estaba escribiendo. —Vi la cajita verde, ya lo sabe usted. La vi en una visión, antes de que se nos apareciera el Shriggar. También vi a mi hermano, y sentí la influencia trascendente que tenía aquel instante en sus emociones. Me fascina la manera como la predicción sigue con tanta precisión las palabras del Shriggar. El Abad volvió a ocuparse de sus escritos. —Reverendo Abad —empezó a decir Macrithy—, el juego de la guerra, la ciudad de cristal y el tiempo de los políticos ya han pasado. He estudiado vuestro informe de la génesis del dios. Ha llegado el tiempo de que temamos las consecuencias de nuestro atrevimiento. —Y yo tengo miedo —dijo el Abad, sin levantar la vista. —Todos lo tenemos —afirmó Macrithy. —Pero considera esto —dijo el Abad, poniendo un signo de puntuación en su escrito con un florido ademán—. ¡Este es nuestro primer humano! En el pasado, hemos tratado con una montaña de Talies, con la Piedra Parlante de Krinth, con el Dios Ratón en la Vieja Tierra, siempre con elementos inanimados y algunos animados de esta índole. Ahora, tenemos nuestro primer dios humano. —Ha habido otros —le recordó Macrithy. —Pero no creados por nosotros. —Quizá tengamos que arrepentimos —dijo Macrithy. —Ya me arrepiento ahora —le aseguró el Abad—. Pero ahora ya no se puede cambiar, ¿no es cierto? El día es corto y el trabajo es largo, y los trabajadores son perezosos, pero la recompensa es grande y nuestro Amo nos acucia.
Escritos del ABAD HALMYRACH
—Esto se llama "la celda de la meditación sobre la fe" —dijo Bakrish señalando hacia la puerta que había abierto para que Orne entrara—. Debe yacer de espaldas en el suelo. No se siente ni se ponga de pie hasta que yo le conceda permiso. Sería muy peligroso. Orne se asomó para estudiar la habitación. —¿Por qué? Se trataba de una habitación alta y estrecha. Las paredes, el techo y el suelo parecían ser de piedra blanca con vetas de delgadas líneas pardas como huellas de insectos. Una pálida luz blanca que no se sabía de dónde salía y tan mate como la leche descremada llenaba la habitación. Un olor de piedra mojada y de hongos flotaba en el ambiente. —Esta es una máquina Psi de gran potencia —dijo Bakrish—. Acostado de espaldas, estará usted relativamente a salvo. Acepte mi palabra: he visto los resultados de la incredulidad. Se estremeció. Orne se aclaró la garganta. Sentía frío. El vacío de su estómago era un saco hinchado que le prevenía de un terrible peligro. Preguntó: —¿Qué pasaría si no quisiera pasar por todo esto? —Por favor —respondió Bakrish—. Estoy aquí para ayudarle. Es más peligroso retroceder que seguir. Mucho más. Orne notó que había sinceridad en estas palabras, se volvió y descubrió una mirada suplicante en los oscuros ojos del sacerdote. —Por favor —repitió Bakrish. Orne respiró hondo y entró en la habitación. Notó que la señal de peligro disminuía algo, pero que seguía siendo fuerte e insistente. —De espaldas, al suelo —dijo Bakrish. Orne se estiró en el suelo. La piedra le helaba la espalda a través de la toga. Bakrish dijo: —En cuanto se inicie la ordalía, la única salida es seguir todo el proceso. Recuérdelo. —¿Ha pasado usted por esto? —le preguntó Orne. Le parecía sumamente estúpido estar tendido de esta forma en el suelo. Bakrish, visto desde este ángulo, parecía alto y poderoso en el vano de la puerta. —Desde luego —respondió Bakrish. Si su percepción Psi era de fiar, Orne pensó que descubría una profunda simpatía en la base emotiva del sacerdote. —¿Qué hay al final de esta ordalía? —preguntó Orne. —Cada uno tiene que descubrirlo por sí mismo. —¿De verdad es más peligroso echarse atrás ahora? —preguntó Orne. Se alzó sobre uno de sus codos. —Creo que usted únicamente me está utilizando, quizá en un experimento. Un sentimiento de pesar irradiaba a Bakrish. Dijo: —Cuando un científico ve que su experimento ha fallado, no queda necesariamente incapacitado para seguir experimentando... usando un instrumental nuevo. Usted, ciertamente, no tiene otra opción. Póngase de espaldas, plano. Es más seguro. Orne obedeció y dijo: —En este caso, empecemos. —Como usted mande —dijo Bakrish. Dio un paso hacia atrás y la puerta desapareció sin dejar ninguna señal en la pared. Orne advirtió que la garganta se le quedaba seca y se dedicó a estudiar su celda. Parecía tener cuatro metros de largo, dos de ancho y unos diez de alto. El jaspeado techo de piedra se veía borroso, y pensó que la habitación aún podía ser más alta. Quizá la iluminación fuera tan débil para confundir sus sentidos. El aviso presciente seguía estando presente, como una tensa advertencia de peligro. De repente, la voz de Bakrish llenó el cuarto, sin origen determinado y retumbante. Estaba en todas partes, dentro y fuera de Orne. Bakrish dijo: —Está usted dentro de la máquina Psi. Le rodea por doquier. La ordalía que empieza ahora es antigua y ardua. Sirve para valorar la calidad de su fe. El fracaso significa la pérdida de su vida, la pérdida de su alma... o de ambas cosas a la vez. Orne crispó los puños. Tenía las palmas de las manos llenas de sudor. Notó un brusco aumento en la actividad Psi de fondo. —¿Fe? Se acordaba de su ordalía en la incubadora y del sueño que en tiempos pasados le había obsesionado. Los dioses se hacen, no nacen. En la incubadora había reconstruido su propio ser, regresando de la muerte, desprendiéndose de los antiguos conceptos, de las Viejas pesadillas. ¡Un test sobre la fe! ¿En qué podía tener fe? ¿En sí mismo? Recordó los días de la incubadora y su sensación sobre las preguntas. Entonces, había puesto en duda el I-A, cuando las percepciones danzaban locamente. En algún sitio dentro de él había notado una antigua función, algo de tendencias arcaicas. Recordó entonces su definición de la existencia en un solo párrafo: Soy un ente. Existo. Esto es suficiente. Me doy la vida a mí mismo. En esto había algo que tenía que ser aceptado por la fe. La voz de Bakrish resonó de nuevo en la habitación: —Sumérjase en la corriente mística, Orne. ¿Qué puede causarle miedo? Orne notó que las presiones Psi se enfocaban en él, todos los ocultos y profundos intentos de las fuerzas Psi le resultaban evidentes. Dijo: —Me gustaría saber adonde voy, Bakrish. —Algunas veces sólo vamos por el mero hecho de ir —dijo Bakrish. —¡Narices! —Cuando aprieta el botón que enciende la luz de una habitación, actúa movido por la fe —dijo Bakrish—. Cree que se va a encender la luz. —Tengo fe en mis experiencias pasadas —afirmó Orne. —¿Y qué paso la primera vez, cuando no tenía ninguna experiencia? —Debí de sorprenderme mucho. —¿Tiene conocimiento de todas las experiencias que están al alcance de la humanidad? —preguntó Bakrish. —Supongo que no. —En este caso, prepárese para tener sorpresas. Debo decirle ahora que en este cuarto no hay ningún dispositivo de iluminación. La luz que ve, existe porque usted la desea y no por otra razón. La oscuridad se apoderó de la habitación, una oscuridad de muerte y que excluía los sentidos. La percepción presciente de peligro era clamorosa. Los roncos susurros de Bakrish llenaron la oscuridad. —Tenga fe, estudiante. Orne luchó contra el ansia urgente de saltar a la pared para aporrearla. ¡Allí debía haber una puerta! Pero notó la falta de severidad que había en las palabras del sacerdote, sólo eran lógicas. Si luchaba, había de esperar la Muerte. No podía retroceder. Un humo resplandeciente apareció en lo alto de la celda y descendía en espiral hacia donde estaba Orne. ¿Luz? No encajaba en la definición de luz, más bien parecía tener vida propia, ser una fuente interna de resplandor. Orne se puso una mano delante de los ojos. Sólo podía verla en silueta frente al resplandor. La radiación no creaba ninguna luz en la celda. La sensación de presión aumentaba a cada latido de su corazón. Pensó: "Cuando dudé, se oscureció. ¿Es que la luz lechosa que había en la celda representaba una oposición a la oscuridad, un miedo a la oscuridad?" Una iluminación iba creándose a destellos, pero sin sombras, en la celda. Era más tenue que la de antes, y una nube negra se agitaba cerca del techo. La nube se comportaba como la profunda negrura del espacio más profundo. Orne se quedó mirando fijamente aquella nube, horrorizado por ella. La oscuridad que anulaba los sentidos volvió. Otra vez, el humo resplandeciente apareció cerca del techo. El terror presciente aullaba dentro de Orne. Cerró los ojos intentando dominar este terror para poder concentrarse. Al cerrarlos, el temor disminuyó. Abrió los ojos: ¡Miedo! El resplandor fantasmal se acercaba más. Cerró los ojos: ¡Oscuridad! La sensación de peligro inminente se alejaba. Pensó: "El miedo es iguala la oscuridad. La oscuridad atrae aunque haya luz." Normalizó el ritmo de su respiración, y se concentró en su foco interno. "¿Fe? ¿Eso quería significar fe "ciega"?" El miedo le había traído la oscuridad. ¿Qué era lo que querían de él? "Yo existo. Esto es suficiente." Se esforzó para abrir los ojos, y miró hacia lo alto de la celda, hacia el vacío sin luz. El peligroso resplandor bajó en espiral hacia él. Incluso en la más profunda oscuridad había una luz falsa. No era una luz verdadera porque no podía ver con ella. Era antiluz. Podía notar su presencia, incluso estando en la oscuridad. Orne recordó desde un tiempo muy lejano, durante su infancia en Chargon, un tiempo de oscuridad en su dormitorio. Las sombras lunares se habían transformado en monstruos. Había apretado los ojos con todas sus fuerzas temiendo que pudiera ver cosas demasiado horribles si los abría. "Luz falsa." Orne miró hacia arriba, hacia la radiación que se enroscaba. "¿Equivalía la luz falsa a la fe falsa?" La radiación se enroscó hacia atrás, sobre ella misma. "¿Equivalía la oscuridad absoluta a la absoluta ausencia de fe?" La radiación parpadeó y desapareció. "¿Basta con que tenga fe en mi propia existencia?", se preguntaba Orne. La celda seguía estando oscura y siendo peligrosa. Orne olía la humedad de la piedra. Sonidos reptantes corrompían la oscuridad: de garras que escarbaban, de siseos y rasgueos, de arrastres y de chirridos. Orne atribuía a cada sonido las imágenes aterradoras que su imaginación podía presentar: lagartos venenosos, monstruos locos, serpientes mortales, seres que se arrastraban y tenían colmillos. Extraídos de sus pesadillas. La sensación de peligro le envolvía, estaba pendiente de ella. El áspero susurro de Bakrish se arrastró por la oscuridad: —Orne, ¿tiene los ojos abiertos? Los labios de Orne temblaron por el esfuerzo de poder hablar. —Sí. —¿Qué ve? La pregunta creó una imagen que bailaba en el fondo oscuro que estaba delante de Orne. Vio que era Bakrish envuelto en una horripilante luz roja, con la cara contraída en una expresión de agonía; su cuerpo brincaba y saltaba. —¿Qué ve usted? —repitió Bakrish. —Le veo a usted. Le veo en el infierno de Sadun. —¿En el infierno de Mahmud? —Sí. ¿Por qué veo esto? —¿No prefiere la luz, Orne? El terror se reflejaba en la voz de Bakrish. —¿Por qué le veo en el infierno, Bakrish? —¡Se lo suplico, Orne! ¡Elija la luz! ¡Tenga fe! —Pero ¿por qué le veo a usted en...? Orne se interrumpió porque experimentaba la impresión de que algo había estado mirando dentro de él deliberadamente. Había puesto a prueba sus pensamientos, examinado sus procesos vitales y todos sus deseos ocultos, había pesado su alma, y la había catalogado. Le había quedado una nueva clase de seguridad. Orne se hallaba seguro de que lo había querido así, había querido que Bakrish fuera echado al pozo de tortura más profundo de las pesadillas de Mahmud. Le bastaba con desearlo. "¿Por qué no?", se preguntaba. Y otra vez: "¿Por qué?" ¿Quién era él para tomar semejante decisión? ¿Había merecido Bakrish una eternidad llena del odio de Mahmud? ¿Era Bakrish el que había decidido la destrucción del I-A? "Bakrish era sólo un peón, un simple sacerdote. Sin embargo, el Abad Halmyrach..." Gruñidos y crujidos llenaban la celda. Una lengua de fuego saltó desde las tinieblas por encima de Orne, como una feroz lanza apuntada hacia la pared que empezó a brillar. El aviso presciente clavaba sus garras en el estómago de Orne. ¿Quién era el objetivo más adecuado para la fanática violencia de Mahmud? Si se realizaban los deseos, ¿sería sólo uno el objetivo? ¿Qué le sucedería al que hubiera deseado esto? ¿Era posible que hubiera un rebote? "¿Tendré que estar junto al Abad en el infierno?" Orne estaba plenamente convencido de que, en aquel momento, podía hacer algo peligroso y diabólico. Podía condenar a un ser humano como él a una eterna agonía. "¿A qué humano y por qué?" "El tener la capacidad de hacerlo, ¿representaba una licencia para usar de ella?" Se dio cuenta de que estaba asqueado por la tentación momentánea de hacer aquella cosa. "Ningún humano lo merecía. Nunca un humano lo había merecido." "Yo existo —pensó—. Esto es suficiente. ¿Voy a tener miedo de mí mismo?” La llama danzante se extinguió. Quedaron las tinieblas y los ruidos de garras que escarbaban, de pies que se arrastraban, de silbidos, de chillidos, de gruñidos. Orne percibió que sus uñas temblaban en contacto con el suelo. La comprensión le alcanzó de repente. ¡Garras! Inmovilizó las manos, y empezó a reír a carcajadas cuando cesó el ruido de garras. Notó que sus pies se movían haciendo involuntarios esfuerzos de lucha. Inmovilizó los pies. La sugestión del arrastre se desvaneció. Sólo quedaban los ruidos de silbidos, chillidos y gruñidos. Comprobó que no era más que la lucha que sostenía su respiración para abrirse paso a través de sus apretados dientes. Tuvo convulsiones provocadas por la risa. ¡Luz! Una brillante luz iluminaba la celda. Con repentina perversidad, Orne rechazó la luz y volvieron las tinieblas, pero ahora la oscuridad era cálida y silenciosa. Sabía que la máquina Psi que le rodeaba estaba respondiendo a sus deseos más recónditos, a aquellos deseos que no tenían la censura de una conciencia dubitativa, a aquellos deseos en que él tenía fe. "Yo existo." Para tener la luz le bastaba con desearla, pero había elegido esta oscuridad. Con la súbita liberación de sus tensiones, Orne había hecho caso omiso del aviso de Bakrish y se había puesto en pie. Mientras yacía sobre su espalda, le había resultado más fácil comprender su propia pasividad más profunda, las asunciones y admisiones que nublaban su ser. Las nubes ya habían desaparecido. Orne sonrió en la oscuridad, y llamó: —Bakrish, abra la puerta. Una sonda Psi miró dentro de Orne, lenta y pesada. Reconoció a Bakrish en ella. —Ya puede ver que tengo fe —dijo Orne—. Abra. —Abra usted mismo —dijo Bakrish. Orne deseó: "Quiero ver a Bakrish" Un crepitar arenoso llenó la celda. La luz entró cuando todo el lado de la pared se abrió. Orne vio a Bakrish como una sombra enmarcada por la luz, como una estatua vestida. El Hynd dio un paso adelante, pero se detuvo cuando vio a Orne en pie, en la oscuridad. —¿No prefiere la luz, Orne? —No. —Pero usted está en pie, sin tener miedo a mi advertencia. Ya debe haber comprendido la prueba. —La he comprendido —admitió Orne—. La máquina Psi obedece a mi pensamiento no censurado. Esto es la fe: el pensamiento no censurado. —Lo comprende. ¿Y todavía elige la oscuridad? —¿Le molesta a usted, Bakrish? —Sí. —Por el momento, la encuentro útil —dijo Orne. —Ya lo veo. —Bakrish inclinó su afeitada cabeza—. Le doy las gracias por haberme salvado. —¿Sabe usted esto? Orne estaba sorprendido. —Sentí las llamas y el calor. Olí a quemado. Oí mis propios alaridos de agonía. —Bakrish movió la cabeza—. La vida de un gurú en Amel no es una vida fácil. Aquí pueden pasar muchas cosas. —Usted estaba a salvo —dijo Orne—. Censuré mi deseo. —Precisamente en esto está el más preclaro grado de fe —murmuró Bakrish. Alzó las manos con las palmas juntas y le hizo una reverencia a Orne. Éste salió de la oscura celda. —¿Esta es toda mi ordalía? —OH, esto ha sido tan sólo el paso inicial —dijo Bakrish—. Hay siete pasos: la prueba de la fe, la prueba del milagro con sus dos facetas, la prueba del dogma y ceremonia, la prueba de la ética, la prueba del ideal religioso, la prueba del sentido a la vida y la prueba de la mística personal. No es preciso que estén en este orden y algunas veces no están completamente separadas unas de otras. Orne quería reír, notaba que el presciente conocimiento del peligro había desaparecido. Dijo: —Pues sigamos. Bakrish suspiró y dijo a su vez: —Sagrado Rama, defiéndeme. Y luego: —Muy bien. Las dos facetas del milagro es la siguiente prueba. La sensación de peligro volvió a hacerse manifiesta en Orne. Luchó por hacer caso omiso de ella pensando: "Tengo fe en mí mismo. Puedo vencer a mi miedo." Molesto, Orne dijo: —Cuanto antes acabemos, antes podré ver al Abad. Para esto he venido. —¿Es ésta la única razón? —pregunto Bakrish. Orne dudó un momento y respondió: —Claro que no. Pero él es quien está en contra del I-A; cuando haya resuelto todas las eliminatorias, todavía tendré que resolver la suya. —Él es quien le ha llamado aquí, es cierto —dijo Bakrish. —Pensé meterlo en el infierno —aseguró Orne. Bakrish palideció. —¿Al Abad? —Sí. —¡Rama, protégenos! —Que Lewis Orne te proteja a ti —dijo Orne—. Vamos a continuar con todo esto. La configuración de la violencia letal masiva, este fenómeno que llamamos guerra, se mantiene gracias a un síndrome de culpa-miedo-odio que se transmite por el condicionamiento social igual que una enfermedad. Aunque la falta de inmunidad a esta enfermedad es una cosa muy humana, la enfermedad por sí misma no es una condición natural ni necesaria de la existencia humana. Entre las distintas vías condicionadas de transmisión de esta enfermedad podemos encontrar las siguientes: la justificación de errores pasados, los sentimientos de la propia rectitud y la necesidad de mantener estos sentimientos...
UMBO STETSON
Conferencias en el Instituto Antiguerra
Bakrish se detuvo ante una pesada puerta de bronce, al final de un largo vestíbulo por el que había guiado a Orne. El sacerdote hizo girar el pomo decorado que había sido fundido en forma de sol brillante con largos rayos. Apretó con el hombro contra la puerta, que se abrió rechinando. Dijo: —Por lo general, no venimos por este camino. Estas dos pruebas muy pocas veces van una detrás de otra en la misma ordalía. Orne cruzó la puerta tras Bakrish, y vio que se hallaba en una habitación enormemente grande. Las paredes de piedra y plastrete ascendían curvándose hacia un techo en forma de bóveda, muy alto. Unas ventanas en forma de rendijas situadas en la parte curvada del techo dejaban pasar unos delgados haces de luz que caían a través de un polvo dorado. La mirada de Orne siguió la luz hacia abajo, hasta su foco, que estaba en una pared recta que hacía de barrera y tenía unos veinte metros de alto y unos cuarenta o cincuenta de largo. La pared quedaba cortada por arriba y aparecía incompleta hacia la mitad de la inmensa sala, aparentemente disminuida por todo el espacio que tenía en derredor. Bakrish dio la vuelta alrededor de Orne para cerrar la puerta. Señaló con una inclinación de cabeza hacia la pared que hacía de barrera y dijo: —Vamos allí. Abrió la marcha y Orne le siguió. El golpeteo de sus sandalias producía un eco extraordinariamente retrasado. El olor de la piedra húmeda producía un gusto amargo en las narices de Orne. Miró a su izquierda y vio unas puertas distribuidas regularmente alrededor del perímetro de la sala; las puertas eran de bronce y parecían idénticas a aquella por la que habían entrado. Mirando sobre el hombro intentó localizarla, pero se había perdido en un anillo de cosas iguales. Bakrish se detuvo a unos diez metros del centro de la pared barrera. Orne se detuvo a su lado. La superficie de la pared parecía ser de plastrete gris liso, no tenía nada especial, pero resultaba amenazante. Orne sintió que su presciente miedo aumentaba cuando miraba la pared. El miedo llegaba como el ir y venir de las olas en una playa. Emolirdo habría interpretado esto como Infinitas posibilidades en una situación básicamente peligrosa. ¿Qué podía haber en una pared lisa que provocara aquel aviso? Bakrish miró a Orne. —¿No es verdad, estudiante, que uno debe obedecer las órdenes de sus superiores? La voz del sacerdote tenía un eco vacío en la inmensidad de la sala. Orne tosió para limpiar la rasposa sequedad de su garganta. —Si las órdenes tienen sentido y los que las dan son verdaderamente superiores, creo que sí. ¿Por qué lo pregunta usted? —Orne, le han enviado aquí como un espía, como un agente del I-A. De derecho, lo que le suceda a usted aquí incumbe a sus superiores y no a nosotros. Orne se puso tenso. —¿Dónde quiere ir a parar? En la frente de Bakrish brillaba el sudor. Miró a Orne y sus oscuros ojos brillaban. —Estas máquinas a veces nos causan terror, Orne. Son imprevisibles en cualquier sentido absoluto. Cualquiera que se ponga al alcance de su campo puede quedar sujeto a su poder. —¿Tal como cuando estaba usted suspendido al borde del infierno? —Sí —contestó Bakrish encogiéndose de hombros. —¿Todavía quiere que yo pase por todo esto? —Debe hacerlo. Es la única manera de conseguir lo que hizo que le enviaran aquí. No puede parar, usted no quiere parar. La rueda del Gran Mándala está girando. —A mí no me enviaron —dijo Orne—. El Abad me llamó. Yo sí soy de su incumbencia, Bakrish. En caso contrario, no estaría usted aquí conmigo. ¿Dónde está su propia fe? Bakrish apretó las palmas de sus manos una contra otra, las puso delante de la nariz y se inclinó reverentemente. —El estudiante da lecciones al gurú. —¿Por qué se hace usted eco de estos miedos? —preguntó Orne. Bakrish bajó las manos. —Es porque usted todavía sospecha de nosotros y nos teme. Yo reflejo sus miedos. Esta emoción conduce al odio. Ya lo vio en la primera prueba. Pero en la prueba que está a punto de soportar, el odio representa el peligro supremo. —¿Para quién, Bakrish? —Para usted, para todos a los que usted pueda influir. De esta prueba se puede conocer una rara clase de comprensión, porque es... Se interrumpió porque se produjo un ruido de chatarra detrás de ellos. Orne se volvió y vio dos acólitos que depositaban un pesado sillón de brazos escuadrados en el suelo, enfrente de la pared que hacía de barrera. Lanzaron unas temerosas miradas a Orne y se escabulleron hacia una de las puertas de bronce. —Me temen —afirmó Orne indicando con un movimiento de cabeza la puerta por donde se habían escapado los acólitos—. ¿Significa esto que me odian? —Le tienen miedo a usted —dijo Bakrish—. Están preparados para reverenciarle. Me resultaría muy difícil explicar cómo el temor y la reverencia indican un odio reprimido. —Ya comprendo. Bakrish prosiguió diciendo: —Aquí no hago más que seguir órdenes, Orne. Le ruego que no me odie, ni que odie a nadie. No abrigue odio durante esta prueba. —¿Por qué aquellos dos me temían y estaban dispuestos a reverenciarme? —preguntó Orne, con la mirada todavía fija en la puerta por donde se habían ido los acólitos. —Ha corrido la voz de su presencia —respondió Bakrish—. Ellos conocen esta prueba. La estructura de nuestro universo está tejida en ella. Muchas cosas penden aquí de la balanza cuando se refieren a un potencial foco Psi. Las posibilidades son infinitas. Orne profundizó en busca de los motivos de Bakrish. El sacerdote, obviamente, se percató de ello. Dijo: —Estoy aterrorizado. ¿Es esto lo que quería saber? —¿Porqué? —En mi ordalía, esta prueba casi fue fatal. Había guardado escondido un núcleo de odio. Este lugar se apodera de mí, incluso ahora. Y era cierto, porque temblaba. Orne supo que el miedo del sacerdote le desestabilizaba. Bakrish dijo: —Consideraría un gran favor que quisiera rezar conmigo, ahora. —¿A quién? —preguntó Orne. —A cualquier fuerza en la que tengamos fe —dijo Bakrish—. A nosotros mismos, al Único Dios, cada uno de nosotros al otro. No importa; rezar nos ayudará. Bakrish junto las manos e inclinó la cabeza. Después de un momento de vacilación, Orne le imitó. ¿Qué es mejor: un buen amigo, un buen corazón, un buen ojo, un buen vecino, una buena esposa o la comprensión de las consecuencias? Ninguna de estas cosas. Un alma cálida y sensitiva que conoce lo que vale el compañerismo y el precio de la dignidad individual: esto es mejor.
BAKRISH como estudiante a su gurú
—¿Por qué escogió usted a Bakrish para que guiara a Orne por la ordalía? —le preguntó Macrithy al Abad. Se encontraban en el cuarto de trabajo del Abad, adonde Macrithy había ido a informar que Orne había pasado la primera prueba. Había un olor a azufre en la habitación que a Macrithy le parecía opresivamente caliente a pesar de que habían apagado el fuego de la chimenea. El Abad inclinó la cabeza sobre el pupitre elevado, y habló sin volverse y sin observar que Macrithy había deseado ser quien tuviera aquel honor. —Escogí a Bakrish a causa de lo que dijo cuando era mi alumno —murmuró el Abad—: "Hay tiempos, ¿sabe usted?, en que hasta un dios necesita un amigo". —¿Qué es ese olor que hay aquí? —preguntó Macrithy—. ¿Ha quemado usted algo raro en la chimenea, Reverendo Abad? —He puesto a prueba mi propia alma en el fuego del infierno —le respondió el Abad. Advirtió que el tono de su voz traicionaba el desagrado que sentía por Macrithy. Para suavizarlo, añadió: —Ruega por mí, querido amigo, ruega por mí. El maestro que no aprende nada de sus alumnos, no es un buen maestro. El discípulo que se burla del conocimiento verdadero de su maestro es como el que escoge las uvas verdes y desecha el fruto dulce de la parra que se ha dejado madurar a su tiempo.
Dichos de los ABATES
—Debe sentarse usted en esta silla —dijo Bakrish cuando hubieron acabado de rezar. Indicó el armatoste bajo y feo que estaba delante de la pared barrera. Orne miró la silla y vio una especie de cuenco puesto al revés y montado de manera que se pudiera colocar por encima del asiento. Había una tensión premonitoria en aquella silla. Orne notó que los latidos de su corazón aumentaban de presión. "Algunas veces, sólo vamos por el mero hecho de ir." Estas palabras acudían a su memoria y se preguntaba quién las había pronunciado. La gran rueda giraba. Orne se acercó a la silla y se sentó en ella. En el momento en que se sentó, notó que su premonición de peligro se hacía mucho más intensa. Unas bandas metálicas saltaron desde sus escondrijos en la silla, le atenazaron los brazos y le rodearon el pecho y las piernas. Se retorció intentando liberarse. —No luche —le advirtió Bakrish—. No puede escapar. —¿Por qué no me ha avisado usted de que me iban a amarrar aquí? —No lo sabía, de verdad. Esta silla es parte de la máquina Psi y, a través suyo, tiene una vida propia. Por favor, Orne, se lo pido como amigo: no luche, no nos odie. El odio multiplica muchas veces el riesgo que corre y puede hacerle fracasar. —¿Arrastrándole también a usted conmigo? —Sería muy posible —replicó Bakrish—. Nadie puede escapar a las consecuencias de su odio. Suspiró, se puso detrás de la silla y cambió de posición el cuenco invertido hasta dejarlo en alto, sobre la cabeza de Orne. —No haga movimientos bruscos ni trate de sacudir la cabeza. Si lo hiciera, las sondas de microfilamento que contiene este cuenco le causarían un intenso dolor. Bakrish hizo descender el cuenco. Orne notó que algo tocaba en muchos sitios de su cuero cabelludo; tenía la sensación de que algo corría por allí haciéndole cosquillas. —¿Qué es esto? —preguntó. Su voz retumbaba de un modo raro en sus oídos. De repente discurrió: "¿Por qué he de aguantar todo esto? ¿Por qué he de creer todo lo que me dicen?" —Esta es una de las mayores máquinas Psi —contestó Bakrish. Ajustó algo detrás de la silla y se oyó un ruido metálico. —¿Ve la pared que está delante de usted? Orne miró hacia delante, por debajo del borde del cuenco. —Sí —respondió. —Observe la pared —ordenó Bakrish—. Puede poner de manifiesto sus más recónditas voliciones. Con esta máquina, puede conseguir hacer milagros. Puede hacer volver a los muertos, y otras muchas maravillas. Está en el umbral de una profunda experiencia mística. Orne intentó tragar saliva. —¿Si quisiera que se apareciera mi padre, lo haría? —¿Ha muerto ya? —Sí. —Entonces, podría ser que sí. —¿Sería mi padre, vivo..., él mismo? —Sí, pero permítame que le prevenga. Las cosas que verá aquí no son alucinaciones. Si tiene éxito en su invocación a los muertos, estará invocando a esta persona muerta y... algo más. A Orne, le picaba y escocía la parte posterior del brazo derecho. Se moría de ganas de rascarse allí. —¿Qué significa este "algo más"? —Es una paradoja viviente —contestó Bakrish—. Cualquier criatura que se manifieste aquí por medio de usted quedará investida con la psique de usted además de la suya propia. Su contenido puede influir en el contenido de la suya, de modo que no se puede prever. Todos sus recuerdos estarán a la disposición de cualquier carne viva que invoque. —¿Mis recuerdos? Pero... —Atienda, Orne. Esto es importante. En algunos casos, los aparecidos pueden conocer su dualidad. Otros pueden rechazar la mitad propia de usted, o ser incapaces de asumirla. Algunos pueden llegar incluso a no percibirla. Orne experimentó la impresión de que el miedo provocaba las palabras de Bakrish; estaba convencido de su sinceridad, y pensó: "Éste se lo cree." Lo que no hacía que todo ello fuera verdad, pero daba un peso adicional a las palabras del sacerdote. —¿Por qué me han amarrado a esta silla? —preguntó Orne. —No estoy seguro de saberlo. Es posible que fuera muy importante que no pudiera escaparse de usted mismo. Bakrish puso una mano sobre un hombro de Orne, y se lo oprimió suavemente. —Ahora debo irme, pero rezaré por usted. Que la gracia y la fe le guíen. Orne oyó el crujido del hábito cuando el sacerdote se retiró. Una puerta batió con un golpe cuyos ecos se fueron amortiguando. Una infinita soledad invadió a Orne. Luego, un ronroneo como el que produce una abeja lejana fue haciéndose perceptible. El amplificador Psi que Orne llevaba en el cuello daba dolorosos tirones, y pudo sentir las descargas de las fuerzas Psi a su alrededor. La pared que hacía de barrera estaba viva, había tomado un color verde vivo y pulido. Unas líneas de púrpura tornasolada empezaban a reptar por ella. Se movían y retorcían como si fueran gusanos encerrados en una pecera de agua viscosa y verde. Orne inhaló entrecortadamente. El miedo le golpeaba. Las líneas reptantes de color púrpura producían una fascinación hipnótica. Algunas parecían salirse de la pared y saltar hacia él. La forma de la cara de Diana relució momentáneamente entre las líneas. Intentó retener la imagen, pero desapareció en un fundido. "No quiero que ella esté en este sitio tan peligroso", pensó. Unas formas contrahechas pululaban por la pared. Se aglutinaron de repente formando la silueta de un Shriggar, el lagarto con dientes de sierra, de Chargon, que las madres llamaban para asustar a los niños desobedientes. La imagen fue aumentando en consistencia cuando desarrolló unas placas amarillas y escamosas y unos ojos acechantes. El tiempo, para Orne, transcurría muy lentamente. Recordó su niñez en Chargon y actualizó sus terrores de entonces. Se decía: "Incluso en aquel tiempo, los Shriggar se habían extinguido. Mi tataratataraabuelo vio el último ejemplar." Los recuerdos se hacían persistentes, le llevaban por un largo corredor lleno de ecos vacíos que sugerían la locura o un galimatías de drogado. Hacia atrás... más hacia atrás..., más. Recordaba sus risas infantiles, una cocina, su madre que era muy joven. Sus hermanas estaban chillando y burlándose mientras él se acurrucaba avergonzado. Tenía tres años y había entrado en la casa para balbucear, aterrorizado, que había visto un Shriggar en las profundas sombras del barranco del río. "¡Niñas que se reían! Odiosas niñas: "¡Dice que ha visto un Shriggar!" "¡Basta ya, vosotras dos!" Diversión, incluso la había en la voz de su madre. Ahora lo sabía”. En la pared verde, la silueta del Shriggar se abombó hacia fuera. Una pata con espolones se extendió hasta el suelo. El Shriggar dio un paso y salió por completo de la pared. Era el doble de alto que un hombre y sus acechantes ojos miraban de izquierda a derecha y de derecha a izquierda sin cesar... Orne quiso alejar estas vivencias de su memoria sacudiendo la cabeza, pero sintió unas dolorosas palpitaciones causadas por los microfilamentos de las sondas. Los espolones rascaron el suelo cuando el Shriggar dio tres pasos alejándose de la pared para investigar. Orne notó en la boca el ácido gusto del terror. Pensó: "Mis antepasados fueron acosados por criaturas como ésta." El pánico estaba en sus genes. Se percató de esto a medida que sus sentidos se concentraban en el lagarto de pesadilla. Las escamas chirriaban a cada bocanada de aire que inhalaba el monstruo. Tenía una cabeza pequeña, como de pájaro; la dobló hacia un lado y luego la agachó. Su pico-boca se abrió y mostró una lengua bífida y unos dientes de sierra. Un instinto primordial hizo que Orne apretara la espalda contra la silla. Le alcanzó el hedor que exhalaba aquella criatura. Era un hedor pegajoso y dulzón con regustos de leche agria y de pantano. El Shriggar movió la cabeza y tosió: —¡Chunk! Sus ojos se movieron y enfocaron a Orne. Una pata con sus espolones se alzó y se puso en movimiento hacia el hombre que se hallaba inmovilizado en la silla. Se detuvo a unos cuatro metros de distancia. El lagarto torció la cabeza hacia un lado y examinó a Orne. La peste que desprendía embargaba los sentidos de Orne, quien miraba fijamente, de abajo arriba, hacia los ojos de la bestia a pesar del dolor que sentía en el pecho por culpa de las ataduras. En la pared verde que estaba detrás del lagarto continuaba el bullir de las líneas púrpura irisadas. El movimiento era un borroso plano de fondo en la visión de Orne. No podía apartar sus ojos del lagarto. El Shriggar se acercó más. Orne olió el pútrido hedor que lanzaba cuando respiraba. "Esto ha de ser una alucinación —se decía Orne—. No me importa lo que haya dicho Bakrish. Esto es una alucinación. Los Shriggar son animales extintos." Otro pensamiento se hizo patente cuando vio el balanceo del terrible pico del lagarto: "Los sacerdotes de Amel pueden haber criado ejemplares para el zoo. ¿Cómo puede alguien saber lo que aquí se ha hecho en nombre de la religión?" El Shiggar dobló la cabeza hacia el otro lado, movió los ojos saltones hasta un metro de la cara de Orne. Algo se materializó en la pared verde. Orne movió sólo los ojos para descubrir lo que representaba aquel nuevo movimiento. Dos niñas vestidas con unos pequeños delantales de tomar el sol, saltaron al suelo de piedra. Sus pasos despertaban ecos. Unas risitas infantiles sonaron en la vacía inmensidad de aquel recinto abovedado. Una de las niñas aparentaba tener unos cinco años, la otra era algo mayor, posiblemente de unos ocho años de edad. No podían ocultar la pesadez de cuerpo de los que habían nacido en Chargon. La niña mayor llevaba consigo un pequeño cubo y una pala de juguete. Se pararon y miraron a su alrededor en silencio, un silencio repentino y confuso. La menor preguntó: —Maddie, ¿dónde estamos? Al oír esto, el Shriggar giró rápidamente, sus espolones rascaron el suelo hasta que salieron lanzados en un amplio arco para herir. Experimentando un gran horror, Orne reconoció a las niñas: eran sus dos hermanas, las que antes se habían reído de sus gritos de miedo aquel día tan lejano. Era como si hubiera actualizado aquel incidente con el solo propósito de desahogar su odio, haciéndoles pasar por aquello que les había causado risa. —¡Corred! —gritó—. ¡Corred! Pero las niñas estaban inmóviles, paralizadas por el terror. El Shiggar se abalanzó sobre las niñas, impidiendo con su cuerpo que Orne las viera. Se oyó un alarido infantil que se quedó ahogado enseguida, bruscamente. Incapaz de detenerse, el lagarto golpeó contra la pared verde, se fundió en ella y se descompuso en líneas serpenteantes. La niña mayor yacía en el suelo apretando todavía su cubo y su pala de juguete. Una mancha roja marcaba las piedras que estaban junto a ella. Miró fijamente a Orne a través de la habitación y lentamente se puso en pie. "Esto no puede ser real —pensó Orne—. No importa lo que Bakrish diga." Miraba atentamente a la pared, esperando la reaparición del Shiggar, pero advirtió que la bestia ya había cumplido su propósito. Le había hablado sin palabras. Vio que aquello había sido una parte de él mismo. Esto es lo que había querido decir Bakrish. Aquello era su propia bestia. La niña empezó a andar hacia Orne balanceando su cubo. En la mano derecha sostenía la pala. Miró fijamente a Orne. "Es Maddie —pensó—. Es Maddie tal como era. Pero ahora es una mujer mayor, casada y con hijos. ¿Qué es lo que he creado aquí?" En las piernas y en las mejillas de la niña había salpicaduras de arena. Una de sus trenzas rojas pendía medio deshecha. Se veía que estaba enfadada, su furia infantil la hacía temblar.—Se detuvo a unos dos metros de Orne. —¡Tú lo has hecho! —le acusó. Orne se estremeció bajo el efecto de la furia que sacudía la voz infantil. —¡Tú has matado a Laurie! —le acusaba—. Has sido tú. —No, Maddie, no —susurró Orne. La niña levantó el cubo y le arrojó su contenido. Orne cerró los ojos y notó que la arena llegaba a su cara y al cuenco de su cabeza. Le corría por las mejillas, le cayó en los brazos, en el pecho, en el regazo. Movió la cabeza para hacer caer la arena de su cara, y el dolor le atravesó el cuerpo cuando el movimiento desconectó los filamentos conectados a su cuero cabelludo. Con los ojos medio cerrados, Orne vio que las líneas que bailaban en la pared verde adquirían un movimiento desordenado, se doblaban, se retorcían, se enlazaban. Orne contemplaba aquel frenesí verde y púrpura, a través de un rojo velo de dolor. Recordó la advertencia del sacerdote de que cualquier vida que evocara tendría la psique de él además de la propia. —Maddie —dijo—. Intenta comprender... —¡Has intentado meterte en mi cabeza! —chilló ella—. ¡Pero yo te he echado fuera y no podrás volver a entrar! Bakrish se lo había dicho: "Otros pueden rechazar la mitad propia de usted". La Maddie niña le había rechazado porque su mente de ocho años no podía aceptar aquella experiencia. Al interpretarlo así, Orne reconocía implícitamente que aceptaba este suceso como una realidad y no como una alucinación. Pensó: "¿Qué puedo decirle? ¿Cómo puedo deshacer esto?" —¡Voy a matarte! —chilló Maddie. Se abalanzó sobre él, esgrimiendo la pala de juguete. La luz brilló en la delgada hoja. Le hizo una sajadura en el brazo derecho y allí tuvo una explosión de dolor. La sangre le oscureció la manga de la toga. Orne se encontró atrapado en aquella pesadilla. Unas palabras afloraron a sus labios: —¡Maddie, detente o Dios te castigará! La niña retrocedió y se preparó para atacar de nuevo. Un nuevo movimiento en la pared llamó la atención de Orne. Una figura con vestidura blanca y turbante rojo salió a grandes zancadas de la pared: era un hombre alto que tenía ojos relucientes y la cara de un asceta torturado con una larga barba gris partida, al estilo de los Sufí. Orne pronunció en voz baja el nombre: —¡Mahmud! Una gigantesca imagen tridimensional de esta cara y figura había dominado la pared del fondo de la mezquita donde Orne había ido regularmente en Chargon. “Dios te castigará” Orne recordaba haber estado al lado de un tío suyo, mirando aquella imagen, inclinándose ante ella. Mahmud se colocó detrás de la niña y le cogió el brazo cuando intentaba dar otro golpe con la pala. Ella se retorció, luchando, pero Mahmud la tenía bien sujeta y fue doblándole lenta y metódicamente el brazo. El hueso se rompió. La niña chillaba y chillaba y... —¡No lo haga! —protestó Orne. Mahmud tenía una voz baja y retumbante. Dijo: —No se puede ordenar al agente de Dios que interrumpa sus justos castigos. Izó a la niña tirando de sus cabellos, recogió la pala que se había caído y le cortó la garganta con ella. Los chillidos habían cesado. La sangre salpicaba la vestidura de Mahmud. Dejó caer la ahora fláccida figura al suelo, dejó caer la pala y se encaró con Orne. "Pesadilla —pensó Orne—. Esto ha de ser una pesadilla." —Tú crees que esto es una pesadilla —retumbó Mahmud. Orne recordó lo que había dicho Bakrish: si esta criatura era real, podía pensar con sus memorias. Rechazó este pensamiento. —Tú eres una pesadilla. —Tu creación ha cumplido su misión –dijo Mahmud—. Tenía que ser eliminada, ya lo sabes. Había tomado cuerpo por el odio y no por el amor. Habías sido advertido de esto. Orne se sintió culpable, enfermo y airado. Recordó que aquella prueba exigía la comprensión de los milagros. —¿Había que suponer que esto era un milagro? —preguntó—. Esto era una experiencia mística profunda. —Deberías haber hablado con el Shriggar —le dijo Mahmud—. Habríais discutido acerca de ciudades de cristal, del significado de la guerra, de la política, de todas estas cosas. Yo voy a ser más exigente. Vamos a ver quiero saber lo que crees que constituye un milagro. Un aire de incertidumbre rodeaba a Orne. El miedo premonitorio devoraba sus adentros. —¿Qué es un milagro? —inquirió Mahmud. Orne sintió el fuerte palpitar de su corazón. Tenía dificultades para enfocar la pregunta, y tartamudeó: —¿De verdad eres un agente de Dios? —¡Sofismas y etiquetas! —ladró Mahmud—. ¿Todavía no has aprendido lo que son las etiquetas? ¡El universo es una cosa! No podemos cortarlo en piezas a nuestra conveniencia. El universo existe más allá de las etiquetas. Un punzante sentimiento de locura se apoderó de Orne. Se veía a sí mismo en equilibrio al mismo borde del Caos. "¿Qué es un milagro?", consideraba. Recordó las palabras didácticas de Emolirdo: "Caos... Orden... Energía. Psi es igual a milagros." "Palabras, más palabras." ¿Dónde estaba su fe? "Yo existo —pensó—. Esto es suficiente." —Yo soy un milagro —dijo. —Ohhh, muy bien —dijo Mahmud—. Un foco Psi, ¿eh? Energía del Caos transformada en duración. Pero ¿es un milagro bueno o demoníaco? Orne respiró entrecortadamente. —Siempre he oído decir que los milagros son buenos, pero que, en realidad, no tienen que ser buenos ni malos. Tanto lo bueno como lo malo se refiere a los motivos. Los milagros únicamente son. —Los hombres tienen motivos —dijo Mahmud. —Los hombres pueden ser buenos o malos según cualquier definición que ellos quieran dar —dijo Orne—. ¿Dónde está el milagro en esto? Mahmud miró desde lo alto de su nariz a Orne. —¿Tú eres bueno o malo? Orne le devolvió la mirada. El haber ganado a través de esta prueba había tenido un profundo significado para él. Aceptó ahora que aquel Mahmud era real. ¿Qué era lo que el profeta intentaba hacerle decir? —¿Cómo puedo ser bueno o malo para mí mismo? —¿Es esta tu respuesta? Orne, que presentía peligro en esta pregunta, contestó: —¡Estás intentando hacerme decir que los hombres crean dioses para reforzar sus definiciones de bueno y malo! —¡Ah! ¿Es éste el origen de la divinidad? Vamos, amigo mío. Conozco tu mente, tienes que dar tu respuesta. "¿Soy bueno o malo?", se preguntaba Orne. Concentró la atención en esta pregunta, pero eso era como vadear a contracorriente un río rápido. Sus pensamientos daban vueltas y más vueltas, tenían una tendencia a desbocarse. Dijo: —Yo soy... Yo soy uno con todo el universo, luego soy Dios. Yo soy Creación. Yo soy el milagro. ¿Cómo puede ser esto bueno o malo? —¿Qué es eso de la creación? —exigió Mahmud—. ¡Responde a esto! ¡Para de intentar evadirte! Orne tragó, recordó la secuencia de la pesadilla de esta prueba. ¿Creación? Y especulaba pensando si la gran máquina Psi amplificaba la energía que los humanos llaman religión. Pensó: "Bakrish dijo que podía volver los muertos a la vida, aquí. Se supone que la religión tiene el monopolio Para hacer esto. Pero ¿cómo puedo separar Psi de la religión y de la creación? El Mahmud original ha estado muerto durante siglos, si lo he vuelto a crear, ¿cómo sus preguntas pueden referirse a mí?" Y siempre cabía la posibilidad de que todo fuera una forma de alucinación, a pesar del peculiar sentido de la realidad que tenía. —Tú sabes la respuesta —insistió Mahmud. Acosado hasta su límite, Orne dijo: —Por definición, una creación puede actuar con independencia de su creador. Tú eres independiente de mí, a pesar de que participes de mí. Te he creado libre, te he dado tu libertad. Entonces ¿cómo puedo juzgarte? Tú no puedes ser bueno o malo excepto frente a tus propios ojos. ¡Ni yo! Exultante, preguntó: —¿Soy bueno o malo, Mahmud? —Tú lo has dicho por ti mismo y, por tanto, has vuelto a nacer inocente —respondió Mahmud—. Tú has aprendido tu lección y te bendigo por esto. La figura tunicada se inclinó y alzo a la niña muerta. Había una ternura insospechada en los movimientos de Mahmud. Se dio la vuelta, y se fue por la pared verde. El silencio se hizo en la sala. Las danzantes líneas de color púrpura se volvieron casi estáticas, se movían con cierto viscoso sopor. Orne se dio cuenta de que tenía el cuerpo bañado en sudor. Le dolía la cabeza. Sentía punzadas en el brazo donde Maddie le había herido. Respiraba entrecortadamente como si hubiera corrido. Un estruendo de bronce sonó despertando ecos detrás de él. La pared verde recuperó su amorfo color gris anterior. Unas pisadas golpearon el suelo. Unas manos manipularon el cuenco que llevaba Orne en la cabeza y lo levantaron cuidadosamente. Las ligaduras que le habían inmovilizado se soltaron. Bakrish se acercó y se quedó frente a Orne. —Ya me había dicho usted que sería una ordalía —jadeó Orne. —Y le previne contra el odio —dijo Bakrish—. Pero usted está vivo y en posesión de su alma. —¿Cómo sabe que todavía tengo mi alma? —Esto se advierte por defecto, cuando está ausente —murmuró Bakrish. Miró el brazo herido de Orne. —Hemos de vendar esto. Ahora ya es de noche y debemos dar el paso siguiente. —¿De noche? Orne dirigió la mirada hasta las estrechas ventanas de la cúpula. Vio una negrura tachonada de estrellas. Miró alrededor del gigantesco salón y advirtió que la luz inducida por los globos brillantes, sin sombras, había reemplazado a la luz diurna. Dijo: —Aquí el tiempo transcurre deprisa. —Para algunos, sí —suspiró ahora Bakrish—. Pero para otros, no. Le hizo una seña a Orne para que se levantara. —Venga conmigo. —Déjeme descansar un momento. Estoy agotado. —Le daremos una píldora de energía cuando le vendemos el brazo. ¡Dése prisa ahora! —¿Por qué tanta prisa? ¿Qué se supone que tengo que hacer ahora? —Ya se ve que usted comprende los dos aspectos de un milagro —dijo Bakrish—. Observo que tiene una mística personal, una ética en el servicio de la vida, pero hay mucho más que hacer en su ordalía y el tiempo es corto. El silencio es el guardián de la sabiduría, pero las bromas pesadas y la frivolidad llevan al hombre a su propia ignorancia.
Donde hay ignorancia no puede haber el conocimiento de Dios.
Dichos de los ABATES
—Demuestra una encomiable moderación —dijo el Abad—. Lo observo en él: una encomiable moderación. No juega con sus poderes. El Abad se hallaba sentado en un taburete delante de su chimenea y Macrithy estaba de pie, detrás de él, con el último informe sobre Orne. A pesar de las palabras esperanzadoras, había tristeza en la voz del Abad. Macrithy, que había percibido este tono triste, dijo: —Yo también he observado que no ha llamado a aquella mujer a su lado, ni por otra parte ha hecho experimentos con la Gran Máquina. Dígame, Reverendo Abad, ¿por qué no está satisfecho por esta conducta? —Orne reflexionará por sí mismo, si se le da tiempo. Verá que no necesita la máquina para hacer lo que quiera. ¿Y entonces, qué, querido amigo? —¿No duda usted de que él sea el dios que había llamado? —Ni la menor duda, en absoluto. Y cuando descubra sus enormes poderes... —Vendrá a buscarle a usted, Reverendo Abad. —No se le puede detener. Ni quiero que se intente. Sólo hay otro reto por el que rezo para que pueda superarlo. —Hemos eliminado la Piedra que Habla —aventuró Macrithy. —¿De verdad? ¿O fue él, que se rió divertido, viendo que detrás había otro propósito? Macrithy se llevó las manos a la cara. —Reverendo Abad, ¿cuándo se acabarán estas terribles exploraciones en regiones a cuyo acceso no tenemos ningún derecho? —¿Ningún derecho? ¿Cuándo acabaremos? Macrithy bajó las manos y dejó ver rastros de lágrimas en sus mejillas. —Nunca acabaremos, a menos que ocurra nuestra total extinción —respondió el Abad. —¿Por qué? ¿Por qué? —Porque lo empezamos así, querido amigo. Esto ha empezado. Tuvo un principio. Este es el otro significado del descubrimiento. Significa poner a la vista lo que siempre había existido, lo que no tiene ni principio ni fin. Nos engañamos nosotros mismos, ¿lo ve? Cortamos un trozo del siempre y decimos: "¡Mira! ¡Aquí es donde empieza y aquí es donde acaba! Pero sólo es nuestro limitado punto de vista el que lo dice. El orden implica ley. Por medio de esto indicamos la forma que ayuda a nuestra comprensión del orden, capacitándonos para predecir y, por otra parte, para tratar con el orden. Sigamos diciendo, no obstante, que la ley presupone intención; este es otro asunto, que no se deriva necesariamente de la existencia de la ley. De hecho, el concepto de eternidad abre otra manera opuesta de verlo. La intención requiere un principio, luego la intención y luego la ley. La esencia de la eternidad es que no hay principio ni fin. Sin principio, no hay intención, no hay un motivo eterno. Sin fin, no hay una meta final, no hay juicio. A partir de estas observaciones, postulamos que el pecado y la culpa, que son productos de la intención, no son unos derivados fijos de la eternidad. En último extremo, tales conceptos como pecado-culpa-juicio requieren unos inicios, tienen entidad si son fragmentos de eternidad. Tales conceptos son maneras de tratar con la ley finita, y sólo incidentalmente con los asuntos eternos. Es así como podemos comprender lo limitadas y limitantes que son nuestras proyecciones a la divinidad.
ABAD HALMYRACH
El reto de la Eternidad
El aire de la noche era de un frío cortante y hacía que Orne agradeciera el grosor de su toga. Bakrish le había llevado a una gran área cerrada de parque dentro del barrio religioso. Los pájaros se arrullaban en las oscuras sombras de los árboles. Aquel sitio olía a hierba recién cortada. No había luces artificiales en las proximidades, pero Bakrish iba por una senda escabrosa como si pudiera ver, y Orne seguía la débil silueta del hábito del sacerdote. Delante de ellos, había una colina que se destacaba sobre el fondo estrellado. Colina arriba subía una serpiente de luces que se movían. A Orne aún le dolía el brazo herido, pero una tableta de energía había eliminado su cansancio. Bakrish habló por encima del hombro. —Las luces las llevan los estudiantes, y cada uno va acompañado por un sacerdote. Cada estudiante tiene un palo de dos metros con una caja iluminada en el extremo. La caja tiene cuatro caras translúcidas, cada una de diferente color, como puede ver: rojo, azul, amarillo y verde. Orne observó las luces que titilaban en la colina, como si fueran insectos fosforescentes. —¿Por qué hacen todo esto? —Demuestran así su devoción. —¿Por qué hay estos cuatro colores? —Ahh... Rojo por la sangre que usted ha ofrecido, azul por la verdad, amarillo por la riqueza de la experiencia religiosa y verde por el crecimiento de la vida. —¿De qué manera el ir por la montaña denota devoción? —Porque ellos la sienten. Bakrish recuperó el ritmo de su marcha y abandonó la senda para cruzar una extensión de prado. Orne, sorprendido, tuvo que darse prisa para poderle alcanzar. Se preguntaba otra vez por qué se sometía a aquella ordalía. ¿Acaso porque podía llevarle hasta el Abad? ¿Porque Stetson le había ordenado que cumpliera aquella misión? ¿A causa de su juramento al I-A? Ninguna de estas razones le parecía la correcta. Se sabía atrapado en una pista estrecha que podía abandonar tan fácilmente como Bakrish había hecho con la senda que quedaba atrás. El sacerdote se detuvo frente a una estrecha puerta que había en una pared de piedra, y Orne se dio cuenta de que una hilera de gente silenciosa pasaba por ella. Sus manos se tendían para coger unos palos largos que estaban en una estantería, al lado de la puerta. Las luces empezaban a lucir detrás de la pared. Podía oler la transpiración humana, oír el arrastre de los pies, el roce de los hábitos. De vez en cuando se oía una tos, pero ninguna conversación. Bakrish cogió un palo de la estantería y dobló su parte final. La luz empezó a brillar en la caja que había en la parte alta del palo. Puso el lado rojo hacia la procesión que pasaba por la puerta. Ponía un reflejo rojo en la gente, estudiante y sacerdote, que andaban con los ojos bajos y con expresiones sobrias e intensas. —Tenga esto. Bakrish puso el palo en las manos de Orne. A Orne le pareció que era liso y oleoso. Quería preguntar qué se suponía debía hacer con él, aparte de sostenerlo, y si en realidad había que hacer algo más, pero el silencio de la procesión le intimidaba. Encontraba tonto sostener aquello. ¿Qué era lo que realmente hacían allí? ¿Y por qué ahora estaban esperando? Bakrish le cogió el brazo y le dijo en voz baja: —Éste es el final de la procesión. Póngase detrás. Yo le seguiré. Lleve su luz en alto. Alguno de los que tomaban parte en la procesión hizo: —¡Shhhhhh! Orne vio la figura que iba al final de todo, y se puso detrás de ella. Inmediatamente la premonición le drenó la energía. Vaciló, tropezó. Bakrish susurró: —¡Aguante! ¡Aguante! Orne recuperó el paso, pero aún sentía por dentro los bocinazos del vacío. Su luz teñía de un apagado color verde la figura del sacerdote que le precedía. Muy lejos, un murmullo rítmico empezó a sonar desde la cabeza de la procesión, fue haciéndose más fuerte a medida que se acercaba, a lo largo de toda la hilera, llegó a dominar sobre el ruido de las vestiduras, y ahogó el ruido de los insectos que había en la crecida hierba que brotaba al lado del camino. Era un sonido sin palabras: —¡Ahhh-ah-uhh! ¡Ahhh-ah-uhh! La cuesta del camino se hizo más empinada, y la procesión daba vueltas serpenteando para poder subir: luces vacilantes, sombras borrosas, cánticos, tropezones con las raíces que se encontraban al paso, piedras, sitios resbaladizos, aire frío. Bakrish le dijo al oído: —¡Usted no canta! El sentido del peligro y sus sentimientos de estar fuera de lugar se combinaron para llenar a Orne de rebeldía. Contestó: —¡Esta noche no tengo buena voz! —¡Ahhh-ah-huh! ¡Qué tonterías! Tenía ganas de tirar la luz colina abajo y desaparecer en la noche. La procesión y el cántico se pararon tan de repente que faltó poco para que Orne tropezara con el sacerdote que le precedía. Orne dio un traspié, recuperó el equilibrio y puso enhiesto su palo para evitar herir a alguien. La concurrencia se iba aglomerando a su alrededor, saliéndose del camino. El siguió marchando, abriéndose paso hasta un matorral bajo. Detrás se encontraba un anfiteatro poco profundo, y en él había una muela de piedra que se elevaba hasta una altura doble a la de un hombre. Los sacerdotes se separaron de los estudiantes, que formaron un semicírculo en pendiente hacia la piedra. Sus luces arrancaban multicolores reflexiones a las piedras. "¿Dónde estaba Bakrish?" Orne miró a su alrededor y comprobó que le habían separado de Bakrish. ¿Qué se suponía que tenía que hacer ahora? ¿Cómo podía esto demostrar devoción? Un sacerdote barbudo salió de detrás de la piedra y se plantó delante de ella. Llevaba una vestidura negra y un sombrero de tres picos rojo. Sus ojos brillaban a la luz. Los estudiantes permanecían en completo silencio. Orne, que estaba en el anillo exterior, se preguntaba cómo esto podía formar parte de una ordalía. ¿Que iban a hacer ahora? El sacerdote del tricornio rojo extendió por completo los brazos y los bajó. Habló con una resonante voz de bajo: —Estáis delante del trono de la Pureza y de la Ley. Ambas son inseparables en toda creencia verdadera. Pureza y Ley. He aquí la clave del Gran Misterio que nos ha de llevar al paraíso. Orne sintió la tensión del aviso premonitorio y, además, un enorme aumento de la fuerza Psi. Esta Psi era diferente, en alguna manera, de la que había experimentado en ocasiones anteriores. Batía, como un metrónomo con la cadencia de las palabras del sacerdote de la barba, floreciendo y ampliándose a medida que la pasión de la prédica aumentaba. Orne se concentró en las palabras: —...La divinidad inmortal y la pureza de todos los grandes profetas. ¡El soplo de la eternidad dado para nuestra salvación! Concebido en la pureza, nacido en la pureza, sus pensamientos siempre impregnados de pureza! ¡Jamás mancillados por la baja naturaleza en todos sus aspectos, nos muestran el camino! Experimentando una conmoción íntima, Orne reconoció que la fuerza Psi que le rodeaba ahora no procedía de ninguna máquina, sino de la aglutinación de las emociones que brotaban de las masas de oyentes. Captó el contenido emocional, sutiles armónicos en el predominante campo Psi. El sacerdote barbudo dominaba a su audiencia como un músico que tocara un instrumento. —Tened fe en la verdad eterna de este divino dogma —chillaba el sacerdote. Ráfagas de olor a incienso llegaban hasta Orne. Un oculto instrumento empezó a emitir notas bajas de órgano, una melodía llena de redobles y pasajes sonoros que llegaba con la voz del sacerdote, pero que nunca la ahogaba. Orne vio que la masa de gente se desplazaba hacia la derecha, donde los sacerdotes agitaban los incensarios. Un humo azul se expandía sobre los oyentes y formaba remolinos fantasmales. Una campanilla tocaba, con abrupta cadencia, cada vez que el sacerdote hacía una pausa. Tocó siete veces. Como si estuviera hipnotizado, Orne absorbía toda la escena, y pensaba: "¡Las emociones masificadas actúan como una fuerza Psi! ¿Qué es este poder?" El sacerdote que estaba en la muela de piedra elevó los dos brazos; y con los puños apretados, gritaba: —¡El paraíso eterno para los verdaderos creyentes! ¡La condenación eterna para los descreídos! El tono de su voz descendió: —Tú, que buscas la verdad eterna, híncate de rodillas y ruega para que te llegue la luz. Ruega para que se alce el velo que hay delante de tus ojos. Ruega para alcanzar la pureza que trae la santa comprensión. Ruega para salvarte. Ruega para que el Todo-Uno te imprima su bendición. Un ruido de pies y vestiduras siguió a esta prédica cuando los estudiantes se arrodillaron alrededor de Orne. Pero éste se quedó de pie, expuesto a todas las miradas, abstraído en lo que acababa de descubrir: "¡Las emociones de las masas producen una fuerza Psi!" Se sentía alegre, limpio, al borde de una gran revelación. Quería llamar a Bakrish para gritarle su descubrimiento. Unos murmullos de enfado surgían de las bocas de los estudiantes arrodillados, pero apenas si captaban la atención de Orne. Miradas de protesta se posaban en él. Los murmullos fueron en aumento. La percepción presciente rugía dentro de Orne. Salió de su abstracción para percatarse del peligro que le rodeaba. En un extremo del grupo de estudiantes arrodillados, un estudiante levantó un brazo y señaló a Orne. —¿Qué pasa con ése? ¡Es un estudiante! ¿Por qué no se arrodilla como nosotros? Orne lanzó miradas escudriñadoras a todas partes. ¿Dónde estaba Bakrish? Alguien tiró de la toga de Orne para que se arrodillara, pero Orne se apartó. El camino quedaba precisamente detrás de él, a través del matorral. Alguien, de entre la masa de estudiantes, chilló: —¡Incrédulo! Orne notó la fuerza de esta palabra como si una red Psi hubiera sido lanzada hacia él, disminuyera su percepción y le bloqueara la razón. Algunos otros empezaron a repetir la palabra en un canto estúpido: —¡Incrédulo! ¡Incrédulo! ¡Incrédulo! Orne se retiró poco a poco, hacia atrás, a través del matorral, experimentando mucho miedo. La tensión de la masa era algo tangible, una mecha que echaba humo y buscaba su camino hacia una explosión masiva. El sacerdote barbudo lanzó una mirada feroz a Orne; su oscura cara aparecía contrahecha bajo las luces calidoscópicas de los estudiantes. De repente, el anfiteatro se convirtió en una escena de pesadilla, para Orne, un lugar demoníaco, y se dio cuenta de que todavía llevaba su antorcha, que era como un faro para que le localizaran. Su luz le mostró el sendero que detrás de él le llevaría hacia la oscuridad. De pronto, el sacerdote predicador elevó la voz hasta convertirla en un alarido de loco: —¡Traedme la cabeza de ese blasfemo! Orne lanzó la antorcha a modo de lanza cuando los estudiantes se pusieron en pie rugiendo. Giró velozmente, y salió a toda prisa por el sendero, oyendo los gritos atronantes de sus perseguidores. Los ojos de Orne se habituaron a la luz de las estrellas y podía ver el sendero que era una línea negra sobre negro. Olvidando las precauciones, echó a correr. El rabioso aullido de sus perseguidores se oyó en la noche. El sendero torcía hacia la izquierda, y un bloque de una negrura más profunda se veía a la vuelta. ¿Bosques? Las ramas le azotaban la cara. El sendero bajaba, giró a la derecha, luego a la izquierda. Tropezó en una raíz y estuvo a punto de caerse. Su túnica se enganchó en un arbusto y perdió unos segundos para liberarse. Sus perseguidores, que chillaban y agitaban los faroles, casi le alcanzaron. Orne se lanzó fuera del camino, colina abajo hacia la derecha y paralelo a una línea de árboles. La túnica se le enredó en unos matorrales. Echó mano a su cinturón, y dejó allí la túnica. Alguien que estaba más arriba que él gritó: —¡Le oigo! ¡Allí abajo! Los perseguidores se detuvieron en seco, y durante un instante guardaron silencio. Todos los otros ruidos fueron dominados por los de la desenfrenada huida de Orne. —¡Va por allí! ¡Hacia abajo! Estaban detrás de él. Les oyó cuando atravesaban la maleza, oyó sus gritos y maldiciones. —¡Aquí está su túnica! ¡Tengo su túnica! —¡Su cabeza! ¡Arrancadle la cabeza! Orne se agachó para salvar una rama, tropezó y resbaló colina abajo, se lanzó a través de una senda y se abrió camino entre los matorrales. Tenía frío y estaba desnudo, sólo llevaba las sandalias y unos calzoncillos que había llevado debajo de la túnica. Las ramas se le clavaban en la piel. Oyó a sus perseguidores, una avalancha humana que estaba en la colina por encima de él y que chillaba y maldecía. Las figuras tunicadas saltaban y corrían alocadamente. De nuevo, Orne encontró un sendero. Iba hacia abajo y a su derecha. Se metió por él, jadeando y tropezando. Le dolían las piernas. Sentía una fuerte opresión en el pecho. Le dolían los flancos. La senda le llevó a una negrura más intensa y perdió el camino. Miró hacia arriba para ver los árboles contra las estrellas. La turba desenfrenada levantaba un clamor confuso detrás de él. Orne se detuvo y se apoyó en un árbol para escuchar. —¡Una parte de vosotros id por aquí! —gritó alguien—. Los demás, seguidme! Orne respiraba desesperadamente, jadeaba. ¡Estaba acosado como un animal feroz porque había abandonado momentáneamente su cautela! Recordó las palabras de Bakrish: "La cautela es la hermana del miedo..." Casi encima de Orne, y no más lejos de cincuenta metros, alguien gritó: —¿Le oís? Más lejos, a la izquierda, una voz dio la respuesta: —¡No! Orne empujó para apartarse del árbol, se deslizo hacia abajo, con sumo cuidado, tanteando cada paso. Oyó que alguien corría, algo más arriba que él, y unos pasos que se alejaban, a la izquierda. El ruido se fue apagando. Gritos confusos, luego silencio, y luego más gritos llegaron desde la mitad de la distancia a la colina, hacia la izquierda. Finalmente, éstos también se apagaron. Algunas veces arrastrándose, siempre tanteando cada avance, Orne hacía camino aprovechando la oscuridad que había debajo de los árboles. Una vez tuvo que estar tendido en el suelo mientras cinco figuras pasaron muy cerca de él. Cuando se hubieron ido se dejó resbalar por la pendiente de la colina hasta otro bucle del sendero. La herida del brazo le daba punzadas de dolor y advirtió que había perdido el vendaje. El dolor le recordaba la sensación de picor que había experimentado cuando estuvo atado a la silla de Bakrish. Había sido como el picor que había experimentado cuando se curaba una herida, pero antes de haber herida. Orne experimentó la impresión de que había descubierto otra clave de Amel, pero su significado se le escapaba. Cayó en un ritmo de escapatoria: bajo los matojos, evitar las hojas, lanzarse a través de los sitios oscuros donde los árboles tapaban a las estrellas. Pero los árboles fueron haciéndose escasos y los arbustos estaban cada vez más distanciados. Notó el césped bajo los pies, y se dio cuenta de que había bajado ya la ultima cuesta de la colina y estaba en el área del parque. Había una pared. Orne se acurrucó para calmar su temblor. Bakrish había dicho que el Abad Halmyrach se encontraba cerca. Cuando se acordó del Abad, Orne sintió que la sensación que le roía por dentro se aliviaba momentáneamente, pero luego se hacía más fuerte. ¿Qué significaba aquello? ¿Qué estaba a salvo... pero no salvado? Experimentó el irresistible deseo de encontrar al Abad para poder arrancar la verdad del reconocido jefe de todo Amel. "¿Para qué molestarse con los escalones de abajo? ¿Dónde estaba Bakrish cuando le necesitaba? ¿Es así como debe actuar un agente del I-A?" Orne supo que había sido liberado de un sueño. ¡Dogma y ceremonia! ¡Vaya tontería! Una sonrisa astuta apareció en los labios de Orne. Pensó: "¡Me proclamo graduado en esta ordalía! ¡Se ha acabado! He pasado las pruebas!" Unos pasos sonaron a su izquierda. Orne se escondió detrás de un árbol y miró a su alrededor. A la débil luz de las estrellas que se filtraba entre los ya escasos árboles, vio a un sacerdote vestido de blanco que avanzaba hacia él por el sendero que pasaba por delante del árbol que le ocultaba. Orne se apretó contra el tronco y esperó. Los pájaros aleteaban y hacían débiles ruidos en las ramas que estaban encima de él. Olía la fragancia de las flores que se abrían por la noche. Los pasos se acercaron más, y siguieron más allá de donde él estaba. Orne salió de detrás del árbol. Corrió cuatro pasos por la hierba blanda del borde del sendero. Puso una mano alrededor del cuello del sacerdote y presionó en un nervio. El sacerdote resopló una vez, se aflojó y cayó inerte en los brazos de Orne. La envidia, el deseo y la ambición limitan al hombre al Universo de Maya. ¿Y qué es este Universo? Es sólo la proyección de su envidia, de su deseo y de su ambición.
NOAH ARKRIGHT
La sabiduría de Amel
—¡Qué locura! —dijo el Abad—. Usted deliberadamente dijo a su amigo que azuzara a las masas contra él. Y después de que yo lo hubiera prohibido. Ahhhh, Macrithy... Este se hallaba de pie con los hombros gachos, en el estudio del Abad. Y el Abad estaba en la postura del loto sobre una mesa baja y de cara al sacerdote. Con dos dedos alzados como si fueran antenas, y las rodillas que sobresalían a causa de la postura, el Abad miraba fijamente a Macrithy. —Yo sólo pensaba en usted —protestó Macrithy. —¡Usted no pensaba! ¡Punto! —El Abad era terrible en su enjuiciamiento tan lacónico como penoso—. Usted no pensaba en los seres humanos que se habían convertido en una chusma. Orne podía haberlos mandado al infierno eterno. Podrá hacerlo, incluso, cuando adquiera sus plenos poderes. —He venido aquí para avisarle a usted tan pronto he sabido que se había escapado —dijo Macrithy. —¿Y de qué sirve este aviso? —preguntó el Abad—. Ahhh, mi querido amigo, ¿cómo es posible que haya incurrido en semejante error? Como puede ver, lo que está sucediendo ahora mismo es la consecuencia, que era fácilmente previsible, de su acción. Debo suponer que esta situación es, realmente, lo que usted quería. —¡OH, no! Macrithy estaba horrorizado. —Cuando la boca y la acción no están de acuerdo, cree en la acción —dijo el Abad—. Macrithy, ¿por qué quiere destruirnos? —¡No es verdad! ¡No es verdad! Macrithy se apartó del Abad haciendo gestos defensivos con las manos. Se detuvo al llegar a la pared. —Pero usted lo ha hecho —dijo el Abad, con voz apesadumbrada—. Quizá lo ha hecho porque le encargué a Bakrish y no a usted que acompañara a Orne. Pero esto no podía ser, amigo mío. Usted habría querido destruir a Orne... y a usted mismo. Yo no podía permitirlo. Macrithy se cubrió la cara con las manos. —Nos destruirá a todos —sollozó. —Rece para que no lo haga —dijo el Abad con voz suave—. Hágale llegar el amor y el interés que siente por él. Así, puede que tenga un afortunado despertar. —Y ahora, ¿de qué va a servirnos el amor? —preguntó Macrithy—. Él viene a buscarle a usted. —Desde luego —murmuró el Abad—. Porque yo le llamé. Abandone su violencia, Macrithy. Rece por usted. Rece para que su espíritu quede limpio. Yo también rezaré por usted. Macrithy movió la cabeza de lado a lado. —Es demasiado tarde para rezar. —¡Y que sea usted quien diga tal cosa! —se lamentó el Abad. —¡Perdóneme! ¡Perdóneme! —le suplicó Macrithy. —Váyase, con mi bendición —dijo el Abad—. Sería mejor que pidiera perdón a Dios. Debe de haberle ofendido gravemente. El uso generalizado del poder puede destruir a un ángel. Esta es la lección de la paz. No basta con amar la paz e ir en pos de ella. Además hay que amar al prójimo. Así podremos comprender el conflicto entre el amor y la dinámica, al que llamamos Vida.
NOAH ARKWRIGHT
La sabiduría de Amel
Orne bajó por una calle estrecha del centro del barrio religioso. Se pegaba a las paredes y evitaba las luces, pero no hacía movimientos furtivos. El hábito del sacerdote le venía grande y largo. Metió un pliegue debajo del cinturón, confiando en que alguien encontraría al sacerdote, pero no demasiado pronto. El hombre estaba atado y amordazado con su misma ropa interior, y escondido entre los arbustos. "Ahora, a buscar al Abad", pensó Orne. Procurando que su paso fuera regular y reposado, cruzó por un callejón. Un olor acre de comida atrasada llenaba el estrecho pasaje. El clap-clap de las sandalias de Orne producía un doble eco en las paredes de piedra. Se veía luz procedente de otro callejón que estaba directamente delante de él. Orne oyó voces. Se paró cuando vio que unas sombras se proyectaban fuera del callejón y en el cruce de dos calles. Dos sacerdotes se acercaban. Eran delgados, rubios y benignos. Se volvieron hacia Orne. —Que vuestro dios os dé la paz —dijo Orne. La pareja se detuvo; sus caras estaban en la sombra porque la luz les llegaba desde atrás. El de la izquierda dijo: —Ruego para que sigas el camino de la guía divina. El otro dijo: —Si vives en tiempos importantes, rezo para que el hecho no te alarme —tosió y prosiguió—: ¿Podemos servirte en algo? —He sido llamado por el Abad —dijo Orne—. Me parece que no encuentro el camino. Esperó, atento a cualquier movimiento de los dos sacerdotes. —Estas callejas son un laberinto —dijo el sacerdote de la izquierda—. Pero estás cerca. Se volvió, mostrando el perfil largo y ganchudo de su nariz que destacaba contra el fondo de luz. —Coge la primera a la derecha, sigue este camino hasta la tercera intersección y gira a la izquierda. Sigue recto y llegarás al patio del Abad. No tienes pérdida. —Os estoy muy agradecido —murmuró Orne. El sacerdote que le había explicado el camino se volvió hacia Orne y le dijo: —Sentimos tu gran poder, bienaventurado. Te rogamos que nos des tu bendición. —Yo os bendigo —dijo Orne de veras. Ambos se enderezaron y luego le hicieron una reverencia. Aun en posición inclinada, el de la derecha preguntó: —¿Serás tú el nuevo Abad, bienaventurado? Orne contuvo su sorpresa y dijo: —¿Es sabio especular sobre estas cosas? Los dos sacerdotes se enderezaron, se retiraron y dijeron a dúo: —No teníamos mala intención. ¡Perdónanos! —Desde luego —dijo Orne—. Gracias por indicarme el camino. —Servir al prójimo es servir a Dios —dijeron—. Que encuentres la sabiduría. Había una curiosa resonancia en sus voces; una adelantaba ligeramente a la otra. Saludaron de nuevo inclinándose, rodearon a Orne y siguieron su camino. Orne se quedó viendo cómo se alejaban hasta que se perdieron en la oscuridad. "Qué curioso —pensó—. ¿A qué vendrá todo esto?" Pero ahora ya sabía qué tenía que hacer para encontrar al Abad. Construir una barrera alrededor de tu señor no es necesariamente una atención amorosa. ¿Cómo podrá observar a sus siervos y ver si le obedecen sin ánimo de obtener recompensa? No, hijo mío, muchas veces, una barrera es el fruto del temor y un depósito de polvo.
Dichos de los ABATES
La calle donde vivía el Abad resultó ser todavía más estrecha que las otras. Orne pasaba por ella y veía que, si extendía los brazos, podría tocar ambas paredes, que eran de piedra sin pulir y estaban iluminadas por unos muy espaciados globos luminosos, de antiguo diseño. Al final de la calle se veía una puerta gris débilmente iluminada. Aquel lugar olía a tierra acabada de labrar y a moho. La superficie de plastrete del suelo estaba erosionada por el paso de los viandantes. Resultó que la puerta de la casa del Abad estaba cerrada. Orne pensó: "¿Una puerta cerrada? ¿No podría ser todo pureza y dulzura, en Amel?" Dio un paso hacia atrás y miró cuidadosamente la pared. Tenía unas oscuras irregularidades en la parte superior que muy bien podían ser pinchos, u otra barrera similar. Los pensamientos de Orne se volvieron cínicos: "¡Vaya citas civilizadas las de este "pacífico" planeta!" Había violencia allí, detrás del salvajismo de las turbas. Las calles estrechas eran más fáciles de defender. Los hombres que sabían dar órdenes concisas, sabían, asimismo, cómo dar órdenes militares. Las fiorituras del Psi y el constante hablar de la paz delataban una preocupación e interés por la violencia de las masas. Un interés por la guerra. Orne miró hacia atrás por el callejón. Seguía vacío. Percibió dentro de él el apremio del miedo. Quería abandonar aquel lugar tan de prisa como se lo permitieran las piernas. Pero este deseo no alivió en lo más mínimo la intensidad de la señal interior. Cualquier sitio era tan peligroso como cualquier otro, en este planeta. No había otra salida más que ir haciendo frente a los peligros, sin titubeos. Respiró profundamente, se despojó del hábito sacerdotal, balanceo una de las puntas con dobladillo por encima del borde de la pared, y tiró. El hábito resbaló, pero al final quedó prendido. Lo probó tirando con fuerza; se oyó un ruido ligero de desgarro, pero la tela aguantó. Orne probó si resistía su peso. Se estiró, pero el hábito estaba firmemente sujeto a la parte alta de la valla. Logró pasar por encima de las piedras que le arañaban. Evitó los pinchos del borde, donde se detuvo para examinar los alrededores. En el piso de arriba, el segundo, de la casa que tenía delante había una ventana iluminada con una luz rosada muy tenue tras unas cortinas sueltas. Orne miró hacia abajo y vio un patio en el que había filas de arriates llenos de flores. Volvió a mirar hacia la ventana y notó la punzada de rechazo. ¡Allí estaba el peligro! Un ambiente tenso se adueñó del patio. Las sombras podían esconder a un ejército de guardias, pero su sentido le decía que el peligro vendría de algún otro lado. ¡Detrás de aquella ventana! Orne desenganchó la vestidura y se dejó caer en el patio; agazapado en las sombras se volvió a poner el hábito y se apretó el cinturón. Anduvo por el patio, pegado a sus paredes, por la izquierda; y evitando los tiestos, procuraba aprovechar las zonas sumidas en la sombra. Unas enredaderas llegaban hasta una balconada que estaba debajo de la ventana iluminada. Probó tirando de una, pero se le quebró en las manos. Era demasiado frágil. Fue siguiendo la pared de la casa. Una corriente de aire dio en su mejilla izquierda. Se detuvo, se esforzó por ver en una oscuridad más negra todavía: había una puerta abierta. Los avisos del miedo le corrían por los nervios. Se sobrepuso, y entró por la puerta hasta llegar a una escalera. ¡Y en la escalera se encendió la luz! Orne se quedó petrificado, pero tuvo que contener la risa cuando vio el interruptor de rayo sensor al lado del vano de la puerta. Dio un paso atrás: la oscuridad. Un paso adelante: la luz. La escalera ascendía en curva hacia la izquierda. Orne subió por ella, deslizándose silenciosamente. Encontró una puerta al final con una sola inicial de oro: A. "¿El Abad?" El tirador de la puerta era una simple barra corta montada en un pivote. No había ningún cerrojo de código palmar ni otro dispositivo de cierre. Cualquiera podía abrir aquella puerta. Orne tenía la garganta seca cuando, poniendo una mano sobre la barra, la hizo bajar. Sonó un click final. Orne abrió la puerta, se lanzó dentro, y la cerró de golpe. —Ahhhh, le estaba esperando. La voz era débil, de hombre, de tenor, ligeramente temblorosa. Orne vio una amplia cama con dosel. Aislado en ella, como una muñeca de piel oscura, se hallaba sentado un hombre que llevaba una camisa de dormir blanca. Estaba apoyado en una montaña de almohadones, y su cara le resultaba ligeramente familiar. Era una cara estrecha y tenía una nariz asomada a un precipicio sobre una amplia boca. La calva pulida, de color oscuro, relucía a la débil luz de un solitario globo que estaba al lado de la cama. La amplia boca se movió y la temblorosa voz de tenor dijo: —Soy el Abad Halmyrach. Le doy la bienvenida y le bendigo. Un olor de vetustez y polvo dominaba en la habitación. Orne oyó el tictac de un reloj antiguo que debía de estar en las sombras. Dio dos pasos hacia la figura que se encontraba en la cama. Su sentido premonitorio incrementó la presión. Orne se detuvo intentando recordar a quién se parecía el Abad. —Usted se parece a un hombre que conozco con el nombre de Emolirdo. —Es mi hermano, es más joven que yo —dijo el Abad—. ¿Sigue empeñado en explicar que la inicial de su nombre corresponde a la palabra agonía? Orne asintió. —Esto es un intento de bromear, ¿sabe? —dijo el Abad—. Su nombre verdadero es Aggadah, y se refiere a las máximas y a todo el Talmud, que es un libro religioso muy antiguo. —Ha dicho usted que me estaba esperando —dijo Orne. —Normalmente, espero a aquellos que he llamado —dijo el Abad. Sus ojos parecían penetrar en el interior de Orne, buscar y calificar. Alzó un brazo esquelético e hizo un gesto en dirección a una sencilla silla que estaba al lado de la cama. —Siéntese por favor, y perdóneme por recibirle de esta manera; pero velo mucho por mi descanso en estos últimos años. ¿Encontró a mi hermano con buena salud, la ultima vez que le vio? —Sí, parecía estar muy bien. Orne se acercó a la silla reflexionando sobre el Abad. Algo que había en aquel anciano, aparentemente flaco y frágil, denotaba mayores poderes que todos los que había encontrado antes. Unas fuerzas mortales estaban latentes en aquella habitación. Orne miró a su alrededor, vio cosas oscuras colgadas en las paredes; había formas sobrenaturales labradas en ellas, curvas y cuadrados, pirámides, esvásticas, un repetitivo signo como un ancla de la suerte. El suelo era duro y frío. Orne miró hacia él y vio ladrillos blancos y negros tallados en grandes piezas pentagonales, de por lo menos un metro de largo. Unos muebles de madera pulida estaban en los rincones, en sombra. Identificó un pupitre, una mesa baja, sillas, una estantería con videodiscos que tenía los lados en forma de lira. —¿Ha llamado usted a sus guardias? —preguntó Orne, volviéndose a ocupar del Abad. —¿Qué necesidad tengo de los guardias? —respondió el Abad—. Cuando una cosa está guardada, eso crea la necesidad de los guardias. El brazo esquelético volvió a señalar en dirección a la silla. —Siéntese, por favor. Me desagrada ver que no está usted cómodo. Orne estudió la silla. Tenía forma de huso, y carecía de brazos que pudieran ocultar ligaduras secretas. —Es una simple silla —dijo el Abad. Orne se sentó como el que se tira al agua fría, tensó los músculos para saltar. No pasó nada. El Abad sonrió. —¿Lo ve usted? Orne se mojó los labios. El aire de la habitación le preocupaba. Notaba que era insuficiente para sus pulmones. Había allí algo completamente fuera de lugar. Aquella entrevista no se desarrollaba como él había supuesto que se iba a desarrollar, aunque, cuando reflexionó sobre ello, no podía precisar cómo se había imaginado que sería aquel encuentro. Algo no estaba bien. —Ha pasado usted por unos trances muy fatigosos —dijo el Abad—. Casi siempre era necesario, pero, por favor, comparta mi sentimiento de compañerismo. Recuerdo muy bien cómo lo pasé. —¿OH? ¿Usted también vino aquí para descubrir algunas cosas? —En cierto sentido, sí —respondió el Abad—. En un sentido muy real. —¿Por qué intenta usted destruir el I-A? —le soltó Orne—. Esto es lo que quiero descubrir. —Un reto no implica necesariamente el deseo de destruir —precisó el Abad—. ¿Ha descifrado la intención que se ocultaba detrás de su ordalía? ¿Sabe usted por qué ha cooperado con nosotros en unas pruebas tan peligrosas? Los grandes ojos, oscuros y relucientes, miraban inocentemente a Orne. —¿Qué otra cosa podía hacer yo? —Muchas cosas, como nos lo ha demostrado. —De acuerdo... Sentía curiosidad. —¿Acerca de qué, concretamente? Orne sintió que se agitaba dentro de él y bajó la mirada. Cuando reaccionó se preguntó: "¿Qué intento ocultar?" El Abad le preguntó: —¿Es usted honrado consigo mismo? Orne tragó saliva. Se sentía como el escolar llamado a rendir cuentas a su maestro. Contestó: —Intento serlo... Creo que continué porque sospechaba que usted iba a enseñarme cosas acerca de mí mismo que... todavía no conozco. —Magnífico —dijo el Abad—. Pero usted es un producto de las civilizaciones marakianas que... —Y de las nathianas —le interrumpió Orne. —Más a mi favor —dijo el Abad—. Y esta civilización presume de tener muchas técnicas para que los humanos puedan conocerse a sí mismos: recondicionamientos, métodos de microcirugía muy sofisticados, la aplicación forzada de tono cultural. ¿Cómo puede haber algo relacionado con usted que todavía necesite descubrir? —Pues, sencillamente, sabía que lo había. —¿Porqué? ¿Cómo? —Siempre hay algo más que necesitamos saber sobre cualquier cosa. Esto es así, en un universo infinito. —Es una rara intuición —observó el Abad—. ¿Alguna vez ha tenido miedo sin saber exactamente de qué? —¿Y quién no? —Desde luego —confirmó el Abad—. Usted dice las palabras, pero no creo que obre según su intuición. ¡Ah, si tuviéramos tiempo para hacerle estudiar la psiquiatría taumatúrgica y a los antiguos cristianos! —¿Estudiar, qué cosa? —Ya existían ciencias mentales mucho antes de las técnicas desarrolladas por su civilización —dijo el Abad—. La religión de los Christeros conserva algunos fragmentos de esas técnicas. Su estudio sería muy valioso para usted. Orne hizo oscilar la cabeza. Las cosas no iban como deberían ir. Se notaba a la defensiva, manipulado. Sí, delante de él no había más que un humano esquelético, vestido con un ridículo camisón. No... Orne se corrigió a sí mismo. Se enfrentaba a mucho más. La impresión de poder que allí había no podía ser pasada por alto. El Abad preguntó: —¿De verdad cree usted que ha venido aquí para proteger a su querido I-A, y descubrir si estamos fomentando la guerra? —Esto debe ser parte de los motivos —respondió Orne. —¿Y qué pasaría si descubriera usted que estamos planeando una guerra? Entonces, ¿qué? ¿Es usted cirujano? ¿Está usted preparado para cortar la infección y dejar a la sociedad en su anterior estado de salud? Orne tuvo un acceso de ira, que desapareció tan aprisa como había venido. ¿Salud? Este concepto le preocupaba. ¿Qué era la salud? —Por todas partes, a nuestro alrededor —dijo el Abad—, existen las fuerzas de las tinieblas. De vez en cuando, rompen las dimensiones que las encierran y se actualizan en formas lo suficientemente tangibles para que las podamos percibir. Usted las está percibiendo ahora mismo. Si las consideramos desde el punto de vista de la vida, algunas de estas fuerzas son saludables y otras no lo son. Hay maneras de hacer que la vida pueda hablar a estas formas, pero nuestra comunicación no siempre obtiene los resultados que os habíamos propuesto. En silencio, Orne miraba al Abad y sabía, por el sentido de vacuidad interior que experimentaba, que se había embarcado en una empresa peligrosa. Percibió que, dentro de él, surgían unas fuerzas salvajes y terribles. El Abad preguntó: —¿No ve usted paralelos entre las cosas que hemos discutido hasta ahora? —Yo... —Orne deglutió—. Tal vez. —Lo mejor de una sociedad científica y mecanicista le sopesó a usted, Orne, y le asignó una casilla en su esquema de las cosas. Pero ¿es esta casilla de su medida? —Usted sabe que no lo es. —Algo quedó en usted que su civilización no pudo tocar, tal como siempre queda algo que su I-A no toca. Orne notó que se le hacía un nudo en la garganta, se acordó de Gienah, de Hamal, de Sheleb. Dijo: —Algunas veces, tocamos demasiado. —Desde luego —asintió el Abad—. Pero la parte mayor de un iceberg queda por debajo del mar. Lo mismo sucede con Amel. Lo mismo sucede con usted, con el I-A y con todas las manifestaciones que podamos considerar. Orne volvió a sentir que la ira estaba de nuevo a punto de aflorar. —Todo esto sólo son palabras —dijo—. ¡Nada más que palabras! El Abad cerró los ojos y suspiró. Habló en voz baja: —El gurú Pasawan, que acaudilló a los Ramakrishnanas en la Gran Unificación, que ahora conocemos como la Tregua Ecuménica, enseñó la divinidad del alma, la unidad de todo lo existente, la unidad de Dios, la armonía de todas las religiones, el inexorable transcurrir de la eternidad... —¡Ya he aguantado bastante monserga religiosa! —estalló Orne—. Parece haber olvidado usted que he pasado por algunas de sus máquinas. Sé que manipula el... —Tómese esto como si fuera una lección de historia —dijo el Abad, y abriendo los ojos de par en par para mirar severamente a Orne. Este se quedó en silencio, avergonzado de su arranque emotivo. "¿Por qué lo había hecho? ¿Qué presiones estaban ocultas allí?" —El descubrimiento y la interpretación del Psi tienden a confirmar lo que decía el gurú Pasawan —dijo el Abad—. Hasta aquí, nuestros postulados siguen siendo ciertos. —¿Ah, sí? Y Orne reflexionó sobre esto; ¡probablemente, el Abad no iba a proponer una prueba científica de la religión! El Abad siguió diciendo: —Cuando todo el género humano actúa unido, representa una gran fuerza Psi, un sistema de energía. Las palabras actuales carecen de importancia porque los hechos que se pueden observar hablan por ellos mismos. Algunas veces, a esta fuerza la llamamos religión. Otras veces, le atribuimos un foco de acción independiente y lo llamamos Dios. —¡El foco Psi! —exclamó Orne—. Emolirdo creía que yo podía ser... Bien dijo que yo... —¿Un dios? —preguntó el Abad. Orne vio que las manos del anciano temblaban como hojas sobre la colcha. El miedo premonitorio había desaparecido, pero pensaba que no le gustaban los embates de las fuerzas internas que habían quedado en su lugar. —Eso es lo que dijo —asintió Orne. —Hemos aprendido —dijo el Abad— que un dios que no tenga disciplina se enfrenta con el mismo destino, en nuestras dimensiones, que el humano más corriente en las mismas circunstancias. Es una desgracia que la humanidad se haya sentido siempre tan atraída por los absolutos, incluso en lo que se refiere a nuestros dioses. Orne recordaba su experiencia con Bakrish en la ladera de la colina, las turbas, las fuerzas Psi que brotaban de aquel organismo masificado de humanidad. El Abad prosiguió diciendo: —Usted habla con cierta falta de convicción acerca de la eternidad de los absolutos. Vayamos a la existencia finita y será mejor. Consideremos un sistema finito, en el que un determinado ser, incluso un dios, agote todas las fuentes de conocimiento y lo sepa todo, los comos y los porqués. Orne, que se imaginó la imagen pintada por las palabras del Abad, le interrumpió: —¡Eso sería peor que la muerte! —Un ser que se encontrara en estas condiciones se enfrentaría a un aburrimiento mortal e inenarrable —corroboró el Abad—. El futuro sería para él una repetición sin fin, sería como tocar siempre los mismos discos. Sería, como bien dice usted, un aburrimiento peor que la extinción. —Pero el aburrimiento es una especie de éxtasis —dijo Orne—. Esto tendría que romperse por alguna parte, explotar y convertirse en Caos. —¿Y en dónde tenemos nosotros, pobres criaturas finitas, que pasar nuestra existencia? —preguntó el Abad. —Rodeados por el Caos —dijo Orne. —Sumergidos en él —dijo el Abad, pestañeando por culpa de sus cansados párpados—. Vivimos en un sistema infinito, donde cualquier cosa puede suceder, un sitio de cambios constantes. Nuestra única afirmación absoluta es: "Las cosas cambian." —Si todo puede suceder —dijo Orne—, ¿su hipotético ser puede extinguirse? ¿Incluso si fuera un dios? —Hay todo un precio que pagar, para huir del aburrimiento, ¿no es verdad? —inquirió el Abad. —No es posible que sea tan sencillo —protestó Orne. —Y muy probablemente no lo es —asintió el Abad—. En nosotros existe otra conciencia que niega la extinción. Se la ha llamado con nombres tales como el subconsciente colectivo, la paramatman, el Urgrund, el Sanatana Darma, el ober palliat. Se la ha llamado de muchas maneras. —Más palabras, otra vez —objetó Orne—. El hecho de que exista un nombre para algo no certifica que esta cosa exista. —Bien —dijo el Abad—. Usted no confunde un razonamiento claro con un razonamiento correcto. Usted es empírico. ¿Ha oído alguna vez la leyenda de Tomás el dubitativo? —No. —Ah —dijo el Abad—, pues ahora un mortal va a instruir a un dios. Tomás es uno de mis personajes predilectos. Rehúsa aceptar los hechos cruciales como cosas de fe. —Pues me parece que es un hombre sabio. —Yo siempre le he tenido por tal —dijo el Abad—. Preguntaba mucho, pero no llegó lo suficientemente lejos con sus preguntas. Nunca preguntó a quién adoraban los dioses. Orne se percató de que su ser interior había cambiado, pero siguiendo una evolución lenta. Percibía que las fuerzas se ponían donde debían estar, conceptos, orden, Caos, nuevas relaciones. Era una explosión de conocimientos, una luz potentísima que iluminaba, para él, lo infinito. Cuando esto hubo pasado, Orne dijo: —Ustedes no instruyeron a Mahmud. —No, no lo hicimos —reconoció el Abad en voz baja y contrita—. Mahmud se nos escapó. Podemos generar dioses..., profetas, pero no siempre quedamos en buenas relaciones con ellos. Cuando nos señalan el camino hacia la degeneración y el fracaso, podemos no escucharles. Cuando nos señalan el camino para que abandonemos nuestra ceguera, unos tupidos velos se nos ponen ante los ojos. Los resultados son siempre los mismos. Orne habló, y oía cómo el eco de su propia voz resonaba terriblemente en la habitación del Abad: —Incluso cuando ustedes siguen el camino, sólo pueden conseguir un orden perecedero. Trepan hacia el poder y caen y se estrellan contra las circunstancias. Una luz interior brillaba en los ojos del Abad. Dijo: —Se lo ruego, Orne, ¿puede echar usted la cuenta del número de inocentes desamparados que han sido torturados y maltratados en nombre de la religión, en nuestra sangrienta historia? —El número no tiene demasiada importancia —contestó Orne. —¿Por qué las religiones se desmandan? —preguntó el Abad. —¿Está usted enterado de lo que me ha ocurrido esta noche? —preguntó Orne, a su vez. —Lo supe pocos minutos después de que pudiera escapar —respondió el Abad—. Le ruego que no esté enfadado. Recuerde que yo fui quien le llamó. Orne miró al Abad, pero no veía la carne sino las fuerzas que se concentraban allí, como si fueran apareciendo por el desgarrón de una cortina negra. —Usted quería que yo sufriera y aprendiera la explosiva energía que tiene la religión —dijo—. Es verdad: un mortal puede instruir a un dios... Dudó: —...o a un profeta. Me gusta usted, Abad Halmyrach. De los ojos del Abad brotaron lágrimas. Preguntó: —¿Qué es usted, Orne: dios o profeta? Orne acalló la percepción sensorial para examinar la nueva relación, y luego contestó: —Cualquier cosa de las dos, o las dos a la vez, o ninguna. La Unidad tiene una opción. Acepto vuestro desafío. No quiero empezar una nueva religión que se desmande. —Entonces, ¿que hará usted? —inquirió el Abad. Orne se volvió, y agitó una mano. Una espada de fuego oscilante se hizo visible a unos dos metros de la mano. La dirigió hacia la cabeza del Abad y vio el miedo reflejado en sus viejos ojos. —¿Qué le sucedió al primer humano solitario que controló esta forma de energía? —preguntó Orne. —Lo quemaron vivo, por brujo —respondió con voz ronca el Abad—. No sabía cómo emplear la fuerza después de haberla hecho aparecer. —Entonces, resulta que es peligroso hacer que exista una fuerza que no se sepa emplear —dijo Orne—. ¿Sabe usted cómo se llama esta fuerza particular? —Una salamandra —musitó el Abad. —Los hombres creyeron que era un demonio dotado de vida propia —dijo Orne—. Pero usted sabe de esto mucho más que ellos, ¿no es cierto, Reverendo Abad? —Es energía sin domar —dijo en voz baja el Abad. Dio un suspiro y se hundió en los almohadones. Orne respetó la pausa, que infundió nueva energía al Abad. —Gracias —dijo éste—. Algunas veces, me olvido de mis años, pero mis años no se olvidan de mí. —Usted me obligó a aceptar las cosas que yo ya podía hacer —dijo Orne—. Yo dudaba de la existencia de una conciencia superior que algunas veces se manifiesta en los hombres, en los dioses, en los profetas y en las máquinas. Pero usted me hizo pasar por la prueba de la fe, y me obligó a tener fe en mí mismo. —Y es así como se hacen los dioses —se atrevió a decir el Abad. Orne recordó su antigua pesadilla: "Los dioses se hacen, no nacen." Dijo: —Usted debía haber hecho caso de Tomás: los dioses pueden adorar y adoran. Invoqué a Mahmud, y Mahmud no había sido hecho por ustedes. Provoqué dolor y sufrimiento. En un universo infinito, un dios puede odiar. El anciano se tapó la cara con las manos, y sollozó: —¡Ah! ¿Que hemos hecho? ¿Qué hemos hecho? —Psi debe ser combatido con Psi —dijo Orne. Sólo empleando el esfuerzo de su voluntad, Orne se proyectó al espacio de otras dimensiones, encontró un sitio donde las fuerzas Psi no le podían confundir. En alguna parte, se oía un clamor casi inaudible, pero pudo hacer caso omiso de él. El pensamiento de unos segundos que daban un tictac deslumbrante en su interior. ¡EL TIEMPO! Hacía juegos malabares con los símbolos como si fueran bloques de energía; manipulaba la energía como si fueran señales discretas. Tiempo y tensión: la tensión es igual a la fuente de la energía. Energía más oposición son iguales a la creación de la energía. Para reforzar una cosa, oponte a ella. El crecimiento de la energía más la oposición producen (tiempo/tiempo), producen nuevas identidades. Orne hablaba, sin palabras, con el TIEMPO: "Uno se convierte en lo peor de aquello a lo que se opone." El TIEMPO desarrolló el tema para él: —Lo grande degenera y es pequeño, el sacerdote se convierte en demonio... En algún sitio, detrás de él, Orne percibió el flujo de la energía caótica. Se veía a sí mismo en la cima de una montaña, y allí había otra cima de montaña detrás de él. Apretó la tierra viva con las palmas abiertas. "Luego, tengo forma", pensó. Le llegó una voz que venía de detrás de las montañas. Se sentía atraído montaña abajo, distorsionado, retorcido. Orne se opuso a la distorsión, y consintió en ir hacia la voz. —Bendito sea Orne; bendito sea Orne... Era un cántico persistente, se oía la voz del Abad. Había otros: Diana, Stetson... una multitud. —Bendito sea Orne... Orne lo vio mediante sentidos que había creado a propósito y en dimensiones que él mismo había hecho. Aún percibía el flujo del Caos, pero sabía que ni tan sólo esto podía detenerle. No tenía que hacer más que crear su propia percepción y los velos caerían. —Bendito sea Orne —rezaba el Abad. Orne sintió un impulso de simpatía hacia el anciano al advertir su temor reverencial. Era como la demostración frustrada de Emolirdo: una sombra tridimensional en un universo de dos dimensiones. El Abad existía en un estrato muy tenue de tiempo. La Vida proyectaba la materia del Abad a lo largo de esta tenue dimensión. El Abad rezaba a su dios Orne, y éste le contestaba; llegaba a él desde la cima de la montaña, borraba los rezos de las multitudes, venía a reposar como una forma con las piernas cruzadas y sentado sobre la cama. —Me ha vuelto a llamar —dijo Orne. —No me ha dicho usted lo que elige —le recordó el Abad—. ¿Dios, profeta..., o qué? —Es interesante —observó Orne—. Uno existe dentro de estas dimensiones, pero también existe fuera de ellas. He visto que sus pensamientos recorrían toda su vida, sin emplear más que un segundo en todo el viaje. Cuando uno es amenazado, su conocimiento se refugia en el no-tiempo; obliga al tiempo a que casi se detenga. El Abad seguía sentado, respaldado por la cama, pero ahora tenía las manos extendidas para rezar. Dijo: —Le ruego que conteste a mi pregunta. —Usted ya conoce la respuesta —dijo Orne. —¿Yo? Los ojos del Abad se abrieron de par en par, a causa de la sorpresa. Sus viejos huesos temblaban sobre la cama. —Lo ha sabido durante miles de años —dijo Orne—. Lo he visto. Antes de que los hombres se aventuraran a ir al espacio, algunos miraron al universo del modo correcto y aprendieron la respuesta a esta pregunta. La llamaron Maya, y el idioma era el sánscrito. —Maya —susurro el Abad—. Proyecto mi conciencia sobre el universo. —La vida crea sus propias causas —dijo Orne—. Proyectamos nuestra propia razón de ser. Y siempre por delante de nosotros: el gran cataclismo y el gran despertar. Siempre por delante de nosotros va el infinito tiempo que abrasa y del que sale el fénix. La fe que tenemos es la fe que hemos creado. —¿Y esto contesta a mi pregunta? —suplicó el Abad. —Escojo lo que cualquier dios escogería —dijo Orne. Y desapareció del dormitorio del Abad. Tal como indicó Orne, el profeta, que hace alzarse a los muertos en realidad lo que hace es hacer volver la materia corporal a un tiempo en que estaba viva. El hombre que va de planeta en planeta ve el tiempo como una localización específica; si no hubiera tiempo que dejar transcurrir, no habría espacio. Orne ha creado nuestro universo como un balón en expansión, de dimensiones irregulares. Por ello aceptó mi desafío y contestó a mis plegarias. Podemos seguir contemplando nuestro universo a través del enrejado de símbolos que construimos nosotros mismos. Podemos seguir leyendo nuestro universo como un anciano, con la nariz pegada a la página.
Informe privado del ABAD HALMYRACH
En su despacho de Marak, Tyler Gemine, director del R&R estaba enfrente de su visitante y separado por una inmensa mesa de madera negra. El mueble olía a pulimento perfumado. En su amplia superficie superior había una proyección holográfica de la familia de Gemine y una consola de comunicaciones. Detrás de Gemine, una simulventana permitía mirar hacia los escalones piramidales del Gobierno Central de Marak, una línea descendente de parques y estructuras angulosas que brillaban bajo la luz verde del sol de mediodía. El director aparecía como una redondeada silueta sobre el fondo iluminado de la ventana; tenía un aspecto gordo y genial, una boca sonriente y unos ojos penetrantes. Unas arrugas de preocupación le surcaban la frente. —Permítame dejar esto bien claro, almirante Stetson —dijo Gemine—. ¿Me está usted diciendo que Orne apareció en su oficina, saliendo de ninguna parte? Stetson se arrellanó en el sillón anatómico que estaba delante de Gemine, y sus ojos quedaron casi al nivel de la superficie de la mesa. Se fijó en que la pulida superficie de la mesa creaba una ilusión de ondas de calor que danzaban frente al pecho de Gemine. —Esto es lo que le estoy diciendo, señor: Orne apareció ante mí, no entró por ninguna parte, me sonrió y me entregó este mensaje. —No me parece que esto sea un cumplido —protestó Gemine. Sus ojos parecían querer taladrar a Stetson. Éste escondió su sonrisa bajo una máscara de preocupación. —Pues bien, señor. Hay muchos de los nuestros, del I-A, que necesitan un nuevo trabajo, ahora que usted se ha hecho cargo del suyo. —Lo comprendo —dijo Gemine, y su mirada era fría y escudriñadora—. Pero me molesta, me molesta profundamente, la sugerencia, de que el R&R ha estado cometiendo peligrosos errores... —Hubo el infortunado asunto de Hamal, señor —dijo Stetson—. Y no hablemos de Gienah y... —No quiero dar a suponer que seamos perfectos, almirante —dijo Gemine—. Pero nuestras posiciones están ahora muy claras. El voto de la Asamblea fue decisivo. El I-A ya no existe y nosotros somos... —Nada es del todo decisivo, en su último sentido —dijo Stetson—. Sería mejor, señor, que volviera a repasar lo que Orne dice en su mensaje. —El mensaje es bastante claro —dijo Gemine—. Y puedo decir que va demasiado lejos al sugerir que debo tomarlo como cosa de fe y... Digo, ¿no hace demasiado calor aquí? Gemine hizo correr un dedo por el cuello de la camisa. Sin desviar el cuerpo, Stetson señaló hacia la zona que estaba encima de la oreja izquierda de Gemine. El director del R&R se volvió, y sus ojos casi se desorbitaron cuando su mirada encontró un punto de fuego que danzaba suspendido en el aire. Por su piel corrían sensaciones de quemazón y picor. De repente, la llama aumentó hasta convertirse en una bola de un metro de diámetro. De un salto, Gemine se puso de pie, y al echarse hacia atrás derribó la silla en que había estado sentado. El calor le dio en la cara. —¿Y ahora, qué? —preguntó Stetson. Gemine esquivó lanzándose hacia la derecha y la llama llegó antes que él, cortándole el paso y arrinconándole. —Está bien —chilló Gemine—. ¡Estoy de acuerdo! ¡Estoy de acuerdo! La llama se redujo a una chispita y desapareció por fin. —Tal como lo explica Orne —dijo Stetson—, no hay lugar en el universo donde no haya existido alguna vez la llama. Es sólo cuestión de ir cambiando el espacio y el tiempo hasta que el espacio coincida con el tiempo de fuego. Ya que nos hemos puesto de acuerdo, puede usted sentarse, señor. No creo que vuelva a molestarle, a no ser que... Gemine puso bien la silla y se hundió en ella. El sudor le corría por la cara. Miró a Stetson y dijo: —¡Pero usted dijo que yo me quedaría a cargo de este departamento! A Stetson le tocaba ahora ponerse ceñudo: —¡Esa condenada tontería sobre azadas y mangos! —¿Qué? —Dice que vivimos en un universo en que puede suceder cualquier cosa, y esto significa que la guerra ha de ser una posibilidad. —Stetson se creció—. ¡Usted ha leído el informe! No nos atrevamos a suprimir nada de este mensaje. Gemine miró lleno de miedo el espacio que estaba sobre su oreja izquierda, y luego a Stetson otra vez. —Naturalmente. Se aclaró la garganta, se apoyó en el respaldo y puso las manos delante de él. Stetson dijo: —Estaré adjunto a su oficina como ayudante ejecutivo especial. Mis deberes serán los necesarios para facilitar la absorción del I-A dentro del... —dudó y casi se atragantó— R&R. —Sí... Desde luego. Gemine se inclinó hacia delante y, adoptando un tono confidencial, preguntó: —¿Tiene alguna idea de dónde está ahora Orne? —Ha dicho que se iba de luna de miel —respondió Stetson. —Pero... —Gemine se encogió de hombros—. Quiero decir, con su poder, con las cosas que parece que puede hacer... Me refiero a eso del Psi y todo lo demás... —Sólo se lo que me ha contado —dijo Stetson—. Que se va de luna de miel. Dijo que esto es lo que cualquier hombre normal y de sangre roja debería hacer en estas circunstancias.Si una vez se es Psi, siempre se es Psi. Si una vez eres dios, puedes ser lo que quieras. Le tributo mi homenaje, Reverendo Abad, por su amabilidad y sus enseñanzas. Los humanos están tan condicionados a mirar el universo en términos de piececitas etiquetadas, que tienen tendencia a actuar como si el universo fuese realmente estas piececitas. La matriz con la que percibimos el universo ha de ser una función directa de este universo.
Si distorsionamos la matriz, no cambiamos el universo; sólo cambiamos la manera de verlo. Tal como le dije a Stet, es como un hábito de droga. Si defiendes algo, aunque sea la paz, necesitas cada vez más y más de este algo para satisfacerte. Con la paz hay una terrible paradoja: se necesita el contraste de la violencia cada vez más y más. La paz llega a los que han desarrollado el sentido de percibirla. Como señal de gratitud, mantendré la promesa que le he hecho: la humanidad tiene una cuenta comente abierta en el Banco del Tiempo. Todo puede suceder.
LEWIS ORNE al ABAD HALMYRACH
P.S. Por favor, tome nota de que quiero esta inscripción en mi tumba: "Escogió la eternidad, pero un paso finito cada vez". Nuestro hijo se llamará Hal y le dejaremos que invente su propio chiste sobre su significado. Estoy seguro de que Ag le va a ayudar.FIN