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febrero 19, 2012
CONDENSADO DE "ALEX, THE LIFE OF A CHILD” ©1983 POR FRANK DEFORD. REIMPRESO CON LA AUTORIZACIÓN DE LA INTERCONTINENTAL LITERARY AGENCY, DE LONDRESCuando nació Alexandra Deford, los médicos dijeron que estaba sana. Pero no lo estaba. Padecía de fibrosis quística, enfermedad progresiva y mortal que desafía a todo tratamiento. La vida de Alex fue breve, y estuvo llena de dolor. Sin embargo, su valor y alegría iluminaron el mundo de quienes la conocieron, convivieron con ella y trataron de seguir su ejemplo. En este conmovedor recuerdo de su hija, Frank Deford nos da nueva luz sobre el significado del amor, de la fe y de las plegarias escuchadas.
Condensado del libro de Frank DefordALEX VIVIÓ apenas ocho años. No fue mucho. En retrospectiva, me parece que tan sólo su agonía duró mucho más. Pero a pesar de todo el tiempo del que dispuse para prepararme, cuando sobrevino el fin no me resigné a que Alex muriera. Sabía yo que eso sucedería; que era inevitable e, incluso, lo mejor. Sin embargo, me dije que acaso faltaran otras dos semanas para el fatal desenlace.
Carol y yo estábamos sentados en la planta baja, hablando de esto antes de irnos a acostar, y lo hacíamos con toda sinceridad, en actitud de adultos, precisamente en el momento en que nuestra hija comenzó a agonizar de verdad.–Dos semanas –comenté–. Creo que le quedan todavía dos semanas de vida.–Sí, eso creo yo también –dijo Carol–. Ocurrirá probablemente cualquier día de febrero.Y en aquel instante Alex gritó de dolor, pues ya no podía respirar: "¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!" Carol se puso en pie de un salto y corrió por las escaleras.¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme! Para entonces, ese llamado de la niña formaba parte de nuestra existencia. Pero, en esta ocasión, también fue diferente. Supe de inmediato que ya no faltaban dos semanas…No faltaba ni siquiera un día. Alex murió la tarde siguiente, en su cama y en mis brazos, mientras le sostenía las manos su madre. Poco después, llegó un médico y firmó el certificado de defunción; y luego, acudieron los empleados de la funeraria. Carol les pidió que esperasen en otra parte de la casa, en tanto que yo alzaba a mi hija de su cama para sacarla de su cuarto y bajar con ella las escaleras por última vez.Aquella noche, salí de casa solo. Hacía un frío que calaba, y el cielo estaba increíblemente brillante, sin una sola nube que ocultara a las estrellas. Vagué sin rumbo fijo y contemplé el firmamento estrellado. De pronto, recordé uno de los fragmentos de poesía predilectos de mí padre. Es de Shakespeare; Julieta habla de su amor a Romeo:...y cuando expire,
cógelo y divídelo en pequeñas estrellitas.
¡Y hará él tan bella la cara de los cielos,
que el mundo entero se prendará de la noche
y dejará de dar culto al sol deslumbrador!
Aunque había oído a mi padre recitar estos versos con frecuencia, realmente nunca pude visualizar aquella imagen hasta la noche en que logré ver a Alex allá arriba, repartida en todas aquellas estrellas. Les di las buenas noches a las estrellas, y regresé a casa.DURANTE varios meses después del nacimiento de Alex, creí que tenía todo lo que un hombre podría anhelar: un empleo que me fascinaba, una casa en los suburbios elegantes, una bella esposa, un hijo guapo e inteligente; Alex venía a colmar aquella felicidad.Fue el 30 de octubre de 1971, poco después de romper el alba, cuando salieron de la sala de partos para informarme que tenía una hija primorosa y saludable.Pero no estaba sana.Desde el principio, Alex estuvo enferma todo el tiempo. Comía con voracidad, pero no lograba aumentar de peso. Siempre parecía tener resfriados e infecciones del oído. No le di mucha importancia a esto; según lo entendía, probablemente Alex sólo se retrasaba en aprender a estar sana, así como algunos niños se retrasan en aprender a hablar o a andar.Carol, en cambio, se inquietaba más cada día. Al trascurrir las semanas, no podía pasar por alto que la bebé no parecía estar del todo bien. Un día, cuando Alex casi tenía cuatro meses, sí nos preocupamos de verdad. Se puso espantosamente pálida, con los ojos en blanco; aun para mí, era obvio que estaba muy enferma. Carol la llevó al pediatra, quien diagnosticó un caso grave de pulmonía doble y ordenó que ingresara en el hospital más cercano.Mientras se recuperaba, uno de los médicos advirtió que nuestra hija presentaba los síntomas clásicos de la fibrosis quística, y mandó hacerle los análisis pertinentes. Me alegré mucho cuando el resultado de los análisis fue negativo, porque había leído que la fibrosis quística es mortal.Sin embargo, algo no andaba bien, y en el hospital hicieron a Alex otros estudios: un día de los riñones; otro, del cerebro. Muy pronto, resultó obvio que los médicos daban palos de ciego. Resolvimos llevarla al sitio que todos recomendaban: el Hospital Infantil de Boston, Massachusetts. Allí se aclararía todo. Se diagnosticaría el mal de Alex, recibiría los medicamentos necesarios para lo que tuviera, y estaría sana para siempre.En la ambulancia del departamento de bomberos voluntarios de Redding, Connecticut, la pequeña población donde vivíamos, trasladaron a Alex y a Carol hasta Boston. Yo fui en mi auto, pero me detuve en Rhode Island para dejar con la tía Gail a Chris, mi hijo de tres años. Cuando llegué al Hospital Infantil, ya habían hecho el diagnóstico: Alex padecía de fibrosis quística; no cabía la menor duda.El médico nos llamó a su consultorio y nos habló con toda franqueza. Se lo agradecí. Nos dijo que lo lamentaba, pero que Alex seguramente no sobreviviría más de unos cuantos días. Carol preguntó:–¿No hay remedio?–Si, por casualidad, la bebé logra sobrevivir a esta crisis –respondió–, temo que la lesión pulmonar ha sido tan extensa, que no podremos esperar jamás una verdadera recuperación. Aun en las mejores circunstancias, no creo que viva más de dos años.Tal era la situación.DOLOROSO TRATAMIENTO
EN Los dos días siguientes, Alex no cumplió el pronóstico: no murió. Siguió siendo un espantapájaros, con poco más de tres kilos de huesos, que entraba en el quinto mes de vida. Pero, por primera vez, parecía haber la sombra de una expresión en su carita. No era sólo una máscara de dolor e incertidumbre.
Alex fue mejorando y poniéndose más hermosa; subió de peso. En el otoño de 1972, la bautizamos, vestida con un largo ropón blanco, adornado con encaje. Sus ojos, antes azules, se habían vuelto de color castaño, lo cual le sentaba mejor, por corresponder al de su pelo. Y embelleció más aún durante los dos años siguientes. ¡Ah! ¡Cómo desearía que la hubieran visto ustedes entonces, antes de que la enfermedad hiciera sus estragos!Yo no era un ignorante en ese terreno. Me habían elegido al Consejo de la Fundación Norteamericana contra la Fibrosis Quística, y sabía que era una enfermedad progresiva y mortal. Sabía que no existía ningún médico anciano y bondadoso, con bata blanca y todo, que mezclara soluciones en frascos y retortas, y estuviera a punto de exclamar: "¡Eureka!" Pero, pese a todo lo que sabía, jamás podría resignarme a que aquella hermosa niña se deteriorara y muriera, mientras sus coetáneas florecían.La fibrosis quística desafía a todo tratamiento. Es un mal genético, cuyos portadores son casi exclusivamente de raza caucásica. Los portadores no ostentan ninguna clase de marca. Ninguno de ellos tiene la mínima posibilidad de saber que es portador de la anomalía, hasta que se casa con otro portador y ambos engendran un bebé al que se le diagnostica la fibrosis quística. Cada hijo que procree una pareja de portadores tendrá 25 por ciento de probabilidades de heredar la enfermedad; 25 por ciento de estar libre de este gen defectuoso; y 50 por ciento de ser portador. Carol y yo no pensamos siquiera en tener otro hijo.A pesar de su nombre, la fibrosis quística no tiene nada que ver con los quistes. Esta enfermedad ataca en especial a los pulmones, pero también al páncreas (órgano importantísimo para la digestión) y, en los varones, a los testículos. Por tanto, interfiere con la respiración, la alimentación y la reproducción… ¡con toda la vida misma!En todos los casos, el agente común es la mucosidad. El organismo de la víctima produce demasiado moco, o el moco es demasiado espeso; o bien se dan ambos factores a la vez. La mucosidad obstruye el paso del aire a los pulmones y congestiona el páncreas y los testículos. Algunos pacientes presentan casos tan leves, que pasan años sin que se adviertan síntomas. En el otro extremo de la escala, algunos niños nacen muertos; ni siquiera logran empezar a respirar.Ciertas enfermedades no imponen demasiadas penalidades a la familia del paciente; pero la fibrosis quística es una tirana que esclaviza a todos los integrantes de la familia. Aunque podemos entender que esta enfermedad sea dolorosa, incurable, deprimente, costosa y horrible, sólo cuando se ha convivido con un enfermo que la sufre se puede comprender cabalmente hasta qué grado resulta insoportable. Y los hermanos sanos del enfermo, igual que los padres, suelen tener trastornos emocionales graves.PARA ALEX, cada día empezaba con tratamiento de inhalaciones. Aspiraba un potente vapor descongestionante para desalojar la mucosidad que se le había acumulado en los pulmones. Luego, durante media hora o más, le aplicábamos el drenaje postural, para completar el mismo efecto por medios físicos. Alex tenía que soportar 11 posturas diferentes: cada una correspondía a un segmento de los pulmones. Entretanto, Carol y yo le dábamos palmadas en el pecho, en la espalda y en los costados, con las palmas de las manos ahuecadas, para desalojar mejor la mucosidad. Después de cada postura, le apretábamos con fuerza todo el contorno de los pulmones, con los dedos, y presionábamos tanto que esta maniobra solía resultar más molesta para nuestra hija que las palmadas.Alex podía adoptar algunas posturas sentada, otras acostada de plano sobre nuestras piernas; pero cuatro de aquellas once posturas tenía que resistirlas casi de cabeza, mientras la sangre se le agolpaba en la cabeza, y yo le golpeaba el pechito, en un intento por desprenderle la dañina mucosidad. Una de las primeras frases completas que pronunció, fue una doliente súplica: "¡No! ¡Abajo no, papacito!" Imagine el lector que todos los días de la vida de su hija le exigieran volverla de cabeza, golpearla, y hacerla sufrir, y que la nena suplicara a gritos: "¡No! ¡Abajo no, papacito!"Al terminar esta terapia, teníamos que empezar a darle las medicinas. En general, tomaba dos antibióticos al día e, inexorablemente, una preparación de enzimas animales, llamada Viokase, que necesitaba la niña porque su páncreas era incapaz de elaborar suficientes enzimas. Durante la mayor parte de su vida, antes de aprender a deglutir las píldoras, tomó esta preparación pulverizada, disuelta en compota de manzana. Siempre, antes de cada alimento que tomara, Alex ingirió un plato de compota de manzana, con aquel polvo de mal sabor. ¡Era una amarga penitencia! "¡Uy! ¡Mi compota de manzana!", se quejaba.De muy pequeña, Alex aceptaba de muy buen grado todo lo que se le exigía. Suponía que las inhalaciones, las palmadas en la espalda y la compota de manzana eran cosas que todos los bebés debían soportar. Al jugar con sus muñecas, les aplicaba la terapia, pero les perdonaba las "palmadas boca abajo" si se portaban bien. Sólo poco a poco fue dándose cuenta de que todo eso le estaba reservado a ella.Un día de primavera, cuando ya tenía cuatro años, Alex entró en mi despacho y dijo que deseaba hacerme una pregunta; sólo una.–Muy bien –le respondí–. ¿Cuál?–Cuando sea una señora, no tendré que recibir terapia, ¿verdad?Era una pregunta capciosa. La niña sabía exactamente adónde quería acorralarme.–No, Alex –contesté, lo más directamente posible; y no fue porque le mintiera descaradamente, sino porque sabía que Alex no llegaría a ser señora, si antes no se descubría el remedio para su mal.BRINDIS CON CHAMPAÑA
EN EL verano de 1974, cuando mi pequeña iba a cumplir tres años, nos habíamos mudado de Redding a Westport, cerca del canal de Long Island. Alex todavía parecía estar bien. A pesar de todo lo que yo sabía de la fibrosis quística, y del tormento de los tratamientos diarios, era tan obvio el buen resultado, que mi fe irracional en el futuro se convirtió en confianza.
Sin embargo, un día de diciembre, al regresar de la clínica especializada en fibrosis quística, en el Hospital Yale New Haven, adonde la llevaba para someterla a reconocimientos médicos periódicos, Carol me informó que el médico había dicho que Alex tenía algo nuevo en los pulmones: seudomonas. También me explicó algo de lo que yo ya me había enterado en una asamblea de la Fundación: quizá lo peor de la fibrosis quística sea que la mucosidad excesiva atrae a unas bacterias llamadas seudomonas, las cuales forman colonias en los pulmones. Pese a todas las investigaciones que se han realizado en este campo, no existe un antibiótico eficaz contra las seudomonas; en cuanto empiezan a invadir los pulmones, se multiplican impunemente.Yo sabía que la seudomoniasis era un presagio de muerte. Al parecer, el médico había minimizado la noticia, y le seguí el juego. No tenía objeto desasosegar a mi esposa más de lo necesario. Muy pronto, ella también se enteraría del significado de la seudomoniasis.A los pocos días, cumplía yo 36 años, y planeábamos una fiesta familiar. Estaba en mi despacho, atendiendo asuntos triviales, cuando entró Alex, muy contenta, saltando, muy bien arreglada. A nadie le han gustado tanto como a mi hija las prendas frívolas, cuanto más vaporosas mejor. Cuando empezaba a dejar los pañales, ya le entusiasmaban los cosméticos, y en general podíamos oír cómo iba y venía, tintineando como el fantasma de Marley, con toda la joyería falsa prendida de sus vestidos.Estaba tan feliz, tan bonita... y eso me consternó, porque de repente sólo pude fijarme en sus dedos. No lo había notado antes: empezaban a deformarse por la enfermedad: no les llegaba suficiente oxígeno a las puntas. Y así, el día de mi cumpleaños empecé a llorar, la estreché contra mi pecho y le dije que eran lágrimas de felicidad. Entonces era suficientemente pequeña para no dudar de mis palabras.PERO POR aquel tiempo Alex empezó a captar nuestros temores; no sé cómo, pero comenzó a darse cuenta de que podría morir pronto. Tenía periodos de melancolía, cuando surgía en la conversación el tema de la muerte. En esas circunstancias, cuando jugaba sola, sus muñecas se enfrentaban de pronto a una muerte inminente, o se iban al cielo. Era una simulación; pero, a su manera infantil, Alex comenzaba a encarar la muerte. Sabía que, aunque debía habérselas con ella, no debía nunca permitir que la dominara.Los periodos de melancolía no le duraban mucho; cuanto más, uno o dos días. Y nunca se entristecía del todo; lo que hizo especialmente ardua su enfermedad para nosotros fue que era una niña muy feliz y daba gran alegría a quienes la rodeábamos. Además, enferma como estaba, tenía la maravillosa capacidad de responder a los agasajos. En los pocos años siguientes, al ir empeorando su mal, presenció espectáculos teatrales en Broadway, a las Rockettes del Music Hall de Radio City, juegos de beisbol y el ballet Cascanueces en la época navideña, y visitó el rascacielos Empire State. Fuimos a la restaurada ciudad colonial de Williamsburg, a la playa de Atlantic City, al Caribe y a California. A la postre, había visto y viajado mucho, para una niñita que tuvo apenas ocho años de vida.Pero no se le concedió ir a Hawai. Alex siempre soñó con el exótico Hawai. En sus épocas más dichosas, al jugar sola, con sus muñecas, ellas iban a Hawai o regresaban de allí todas bronceadas. Solía decir: "Cuando haya un remedio para mi enfermedad, cuando yo sea libre, tal vez me vaya a vivir a Hawai".Hawai, por supuesto, estaba muy lejos de Connecticut, y el viaje era muy costoso; por eso no le di falsas esperanzas cuando hablaba de ir allá. Sin embargo, le prometí que, cuando encontraran el remedio, llevaría a toda la familia a Honolulú y en la playa de Waikikí brindaríamos con champaña.–Entonces, ¿podría yo beber champaña, aunque no fuera todavía una señora?–Alex, el día que descubran el remedio podrás tomar champaña donde tú quieras.Y Alex le decía a la gente que ya tenía muchas más ilusiones.DURANTE 1975 y 1976, a sus cuatro y cinco años de edad, Alex asistió con regularidad a la escuela maternal y al jardín de niños. En su primera boleta de calificaciones, la educadora de Alex la calificó de "cooperativa, concienzuda y de buenos modales". Había algunas noticias buenas, y otras malas: "Alex ha estado trabajando en un programa de educación física de adaptación. Se esfuerza mucho, y adelanta".Era una manera cortés, por parte de las educadoras, de informar que la coordinación de Alex era muy deficiente. Y, en efecto, tardó una eternidad en aprender a sostener el lápiz en la mano. La primera vez que montó en un triciclo, pronto cayó al suelo y en varios meses no se atrevió a montar de nuevo.Carol la inscribió en clases de baile, y el baile (al que Alex caracterizó autoritariamente como ballet) era su mayor deleite. Además, era relativamente hábil en eso; por primera vez descubrió que podía obligar a su cuerpo a obedecerla, y eso le fascinó. Lo disfrutaba más cuando la maestra incluía algo de utilería coreográfica, como bufandas que ondeaban u objetos brillantes. Incluso cuando la obligaban a descansar, en vez de quejarse, sonreía y contemplaba cómo danzaban sus afortunadas compañeras.Cuando preguntaban a Alex qué le gustaría ser cuando fuera mayor, siempre escribía "bailarina" en primer lugar. Creo que soñaba con que, si llegaba a ser mayor, podría bailar grácilmente sin parar, sin disculparse por tener que sentarse a toser y a recobrar el aliento.ENFERMEDAD INFERNAL
APENAS al mes de subir Alex por primera vez al autobús escolar que la llevó al jardín de niños, a los cinco años, sufrió su primera hospitalización desde aquella crisis de sus primeros meses. El programa sería muy sencillo: se internaría cada seis meses para diez días de tratamiento. Lo único que hacían los médicos, en esencia, era administrarle antibióticos por vía intravenosa, en vez de oralmente, como los tomaba normalmente en casa. Esas dosis constantes, concentradas, combatían más eficazmente a las seudomonas; y todos esperábamos que fortalecerían a mi hija.
En cuanto le introducían la cánula en la vena, la existencia de Alex en el hospital era bastante rutinaria. Cada domingo nos permitían llevar a Chris a que visitara a su hermanita, y esto era siempre el momento culminante de sus estancias en el hospital. "¡Oh, Chrich!", exclamaba al verlo entrar (y siempre pronunciaba así su nombre), mientras se le iluminaba la carita. ¡Estaba tan orgullosa de su hermano mayor! Aunque se sintiera muy enojada o frustrada, jamás le reprochó a su hermano que ella tuviera la fibrosis quística y él no.Al regresar del hospital a casa, yo me detestaba y detestaba a todos nosotros, que podíamos estar en nuestro hogar, juntos y sanos, mientras Alex permanecía allá, sola y enferma. "Bueno", se consolaba Carol, "al menos, no tendremos que aplicarle el tratamiento mañana". Y asentíamos con tristeza, pues nos considerábamos mucho más culpables aún por no tener que hacerlo.Carol y yo necesitábamos con desesperación el consuelo mutuo, pero éramos incapaces de proporcionárnoslo. ¿Cómo podía pedirle a mi esposa, la madre de mi hija, que me confortara, cuando ella era la madre de aquella hija moribunda, y cuando necesitaba lo mismo que yo? ¿Cómo se puede dar precisamente lo que uno mismo necesita más? Sentía que estaba defraudando a Carol; que era yo incapaz de ayudarla y consolarla. Pero, al mismo tiempo, también me dolía que ella no pudiera ayudarme, aunque yo comprendía.La gente elogiaba mi entereza, y yo agradecía el interés que se mostraba. Pero no era yo quien estaba muriendo, ni sufría dolores. Era a mi hija a quien había legado yo esas cosas. Muy a menudo, creo que me habría derrumbado, de no haber sido por Alex y su ejemplo. Y, conforme crecía y disminuían sus perspectivas de sobrevivir, se convertía en un ser humano cada vez más valioso y fuerte.Así vivimos... y también mi hija. Cuando salía del hospital, volvíamos a los tratamientos, frente al televisor. Pero, con frecuencia, durante la terapia, Alex y yo sólo charlábamos. Me imagino que dedicamos más tiempo a platicar que el que muchos padres y pequeñas hijas jamás dedican.Alex regresó a la escuela. A princípios de 1978, cuando estaba a la mitad del primer año de primaria, escribí:Todo el tiempo de su enfermedad hemos sabido que podría presentársele a Alex una grave complicación. Esta vez, el problema se ha manifestado en hemorragias internas, causadas por la terapia. El sangrado no ha sido muy copioso, en realidad: sólo se le reventaron unos pequeños vasos sanguíneos, de tanto golpetearla. Sin embargo, Alex se asustó mucho. Y, para que sanaran los vasos sanguíneos, tuvimos que suspender la terapia. Al no poder aplicarle el tratamiento, la mucosidad se acumulará más y las seudomonas se propagarán. ¡Está maldita enfermedad es infernal!
Para el Día de San Valentín, Carol le compró a Alex un vestido nuevo, blanco con la orla roja. Le encantó a Alex. Luego, hace dos días, andaba por toda la casa con un micrófono de baterías, de juguete, cantando y bailando. Entonces, volvió a vomitar sangre. Nos llamó con un grito horrible. Salí corriendo de mi despacho, pero Carol ya estaba allí. Había sangre por todas partes. Alex había soltado su micrófono y trataba de contenerse la sangre con las manos. Lloraba y se estremecía.
Carol se mantuvo muy calmada, como una enfermera profesional. Tranquilizó a la niña, le puso otro vestido, le limpió la sangre y la puso a jugar con las muñecas. Luego, Carol entró en mi despacho. Yo sólo miraba la blanca nieve por la ventana. Ella estaba a punto de llorar, más de ira que de tristeza.
–¡Mi nenita linda! –estalló-. ¡Mi primorosa hija con su vestido de fiesta... escupiendo sangre!
–Sí; también a mí me duele. – No recuerdo lo que hice; sólo me acuerdo de que no sabía qué hacer. Tampoco sabía cómo consolar a Carol. Y, si no pude ayudarla entonces, en ese momento, ¿cómo seré capaz, alguna vez, de confortar a alguien? Pero... ¡qué remedio! Lo único que puedo hacer es seguir pensando en mi hijita, y en su valor y majestuosidad.
LAS GAVIOTAS
LA ÚLTIMA gran fiesta de cumpleaños que gozó Alex fue cuando llegó a los siete años. Alex estaba realmente encantadora con un vestido de color castaño con orla blanca, y con el cabello recogido en un moño; todo muy refinado. Su carita lucía elegantemente delgada, pero también bastante hermosa. Chaucer, nuestro terrier ratonero, andaba por ahí, y lo hicimos posar con Alex, en medio de las gloriosas hojas muertas del otoño. En eso, cuando me disponía a apretar el disparador de la cámara, Alex me dijo: " ¡Un momento, papacito! Primero, tengo que toser".
Y se entretuvo largo rato en carraspear, porque la mucosidad le impedía respirar bien; estaba muy avergonzada por el alboroto que causaba. Tosió mucho durante la fiesta de aquel día, porque rió mucho. Esa fue la más diabólica ironía de todas: que los máximos goces pudieran provocarle tales molestias.Pocos meses después, el empeoramiento final ya se había presentado en definitiva. En mayo de 1979, Alex tuvo que regresar al hospital. Esta vez, aunque se quedó por lo menos una semana adicional, había tenido tantas complicaciones, que ya era imposible la recuperación. Junto con todos los padecimientos habituales que le afectaban los pulmones y el páncreas, había empezado a mostrar síntomas de corazón debilitado, trastornos hepáticos, artritis y pulmonía.Cierta noche, al visitarla, hablamos del maravilloso verano que pasaríamos cuando saliera del hospital. Chris estaría dos semanas en un campamento y, por consiguiente, le prometí a Alex que su madre y yo la llevaríamos entonces de paseo; los tres. Sonrió al oír esto. Me pareció especialmente adorable, porque ya se le habían caído los dos dientes de enfrente, como a cualquier niña de siete años. Pero, de pronto, se puso muy seria.–¿Qué te pasa? –le pregunté.–Eso no molestará a Chrich, ¿verdad, papacito?–¡Claro que no! –respondí y, para infundirle confianza, seguí hablándole de todas las cosas maravillosas que haríamos en aquel paseo.Desde luego, todo aquel rato, en lo más recóndito de mi mente, no dejé de pensar en que muy pronto sólo estaríamos juntos Chris, Carol y yo, todo el tiempo.Aquella noche, cuando regresé a casa, me dirigí hacia la máquina de escribir y anoté:Mi pobre y querida Alex está mucho peor. Cuando venga a casa, tendrá que dormir con un aparato de oxígeno y unas horquillas insertadas en la nariz. Ya lo único que espero es un milagro.
Alex y yo hablamos esta noche del Ratón de los Dientes. A pesar de todo, sigue creyendo en las cosas bellas de la vida. ¿De qué estará hecha esta niña, a la que se le puede robar todo, salvo el dolor, y no obstante, se ríe conmigo por el Ratón de los Dientes? Sólo sé de fijo algo: hemos tenido con nosotros a esta criaturita extraordinaria para disfrutar de siete años de júbilo.
Alex salió del hospital y pudo concluir el segundo año de enseñanza primaría. Como se lo había prometido, salimos de paseo los tres, hasta la costa de Maine. Pero, conforme avanzaba el verano, los dolores de la niña se intensificaban. Era tanto lo que debíamos negarle, que hasta ella se desanimó. "¿Cuál es la peor enfermedad del mundo, papacito?", me preguntó un día. Discutimos el asunto un rato. Por una parte, yo no quería minimizar lo que ella sufría; por la otra, tampoco deseaba hacer que la fibrosis quística pareciera tan mala que la deprimiera. Por último, opiné que la peor de las enfermedades podría ser la que deja a la víctima del todo paralítica. Alex lo pensó un poco, y asintió. Pero inmediatamente me miró con intensidad a los ojos.–¿Y cuál es la segunda de las peores? –preguntó.Ya no podía sostenerme más en la cuerda floja aquel día.–Pues, ¿qué opinas tú, Princesa? –le dije.–¡Oh! Creo que lo sé –contestó, y se limitó a sonreírme, tratando de ser amable.Cuando le informamos que debía hospitalizarse otra vez, al día siguiente de iniciarse los cursos del tercer año de primaria, Alex se deprimió más aún. Probablemente fue la peor época de su vida. Creo que, por fin, lo comprendió todo.No obstante, asistió a la escuela aquel primer día, y yo la esperaba en casa cuando bajó del autobús y comenzó a subir penosamente por el sendero para el coche. Corrí a recibirla y, con el pretexto de abrazarla, la alcé y la llevé hasta dentro de la casa. Luego, nos sentamos y le hice todas las preguntas que cualquier padre haría el primer día de clases: ¿En dónde está tu pupitre? ¿Hiciste nuevos amigos?... Y Alex respondió con la más asombrosa emoción y entusiasmo. Y hablamos de todo un año escolar y de una primavera que probablemente jamás llegaría para ella.–Papacito –dijo, al fin–, ¿realmente debo ir mañana al hospital?–Sí, Princesa; es necesario.Asintió y se acercó para sentarse en mis piernas. Nos abrazamos durante largo rato. Cuando se apartó de mí, preguntó:–Papacito: ¿recuerdas el día que hablamos de la peor enfermedad?–Sí, hijita.–Es la fibrosis quística, ¿verdad, papacito?–Sí; creo que sí.–Eso pensé –afirmó, y luego agregó–: Moriré.Fue la primera vez que le oía decir algo así. Además, la niña estaba exponiendo el tema; no me preguntaba.–Pues... sí, claro –reconocí, con el tono más indiferente posible–. Morirás algún día, pero también yo moriré. Si hay algo que todos haremos, es morir.–Pero tú estarás muy viejo.–No necesariamente. Es decir, podría morir en cualquier momento; en un accidente, por ejemplo.Alex me rodeó el cuello con los brazos.–¡Oh, papito mío, eso sería muy injusto!–¿Injusto?Sí, eso había dicho ella: Injusto... Y luego, me abrazó con todas sus fuerzas.Mientras la estrechaba entre mis brazos, mi memoria se remontó a varias semanas atrás, cuando Carol, Alex y yo estábamos en Maine. Una noche, fuimos en el auto a un lugar llamado Spouting Rock, donde el agua se precipita al interior de una caverna y luego hace un estruendo al salir y elevarse por un agujero que hay en la cima. Llevé a Alex en brazos al sitio para que pudiera ver de cerca. Había estado despejado, pero una niebla entró de repente y apenas divisábamos Spouting Rock. Alex me pidió que la bajara al suelo; permaneció cerca del agua, mientras yo trepaba adonde Carol nos esperaba.Por encima de las rocas, vimos a la niña. Tenía puestos unos pantaloncitos de color de rosa y una blusa; las rodillitas abultaban en las delgadas piernas y tenía el cabello peinado en trenzas, con un listón para sujetar cada una. Correteaba de un lado a otro, agitaba la mano para saludarnos y reía feliz, excepto cuando necesitaba hacer una pausa para toser. Al contemplarla, Carol empezó a sollozar suavemente.A los pocos minutos, la niebla ocultó el paisaje. Ya no había cielo, ni árboles, ni agua. Lo único que podíamos ver era a Alex, que andaba lentamente entre las rocas.–¡Dios mío! ¡Mírala! –susurró Carol.De repente, como salidas de la nada, surgieron tres o cuatro gaviotas. Descendieron en picado, y luego se alejaron de nuevo, planeando hacia el mar. En eso, la niebla las envolvió y se desvanecieron en un santiamén. Alex caminó hacia nosotros, y preguntó:–¿Vieron las gaviotas? ¿Las viste tú, mamá?Y Carol asintió, mientras procuraba ocultar las lágrimas.La niña siguió moviendo la cabeza, sin dejar de ver por donde las aves se habían perdido de vista.–¿No fue algo precioso? –comentó–. Irse así, tan fácilmente... Parecía que sólo se dejaban llevar por el viento, ¿verdad? Fue como si se alejaran flotando.Lo que Carol y yo pensamos juntos en aquella ocasión, y lo que pensé nuevamente, al abrazar a mi hija, fue que lo mejor sería que así se fuera ella.Alex a los seis años: le brillaba la cara de alegría; su risa daba esperanzas a su muy amada familia.UNA VENTANA AL CIELO
AFORTUNADAMENTE, Alex pudo regresar a la escuela a tiempo para aparecer en la fotografía de su grupo, que tomaron a fines de septiembre. Su maestra la acomodó en el centro de la primera fila. Aquel día, Alex llevaba zapatos azules, mallas rojas y vestido rojo; los dos dientes del frente ya le habían salido casi por completo, y la niña sacó a relucir en la foto la sonrisa más amplia y brillante del mundo.
El 11 de octubre, tuvo colapso de un pulmón. Carol la llevó a toda prisa al Hospital Yale New Haven. Los médicos hicieron una incisión en el tórax de la niña y le introdujeron una sonda. Esto no constituye una crisis para la mayoría de la gente; sólo se trata, poco más o menos, de inflar otra vez el pulmón con una bomba. Pero, para Alex, significó que jamás podríamos aplicarle de nuevo el tratamiento postural, mientras viviera, por el temor a que ambos pulmones sufrieran de colapso.El pulmón tardó mucho en sanar. Cuando Alex pudo regresar a casa, a fines de octubre, celebramos una apacible fiesta de cumpleaños en familia. Ya tenía ocho años. Ese viernes fuimos los cuatro a Nueva York a ver Peter Pan en Broadway; a Alex le encantó. No obstante, se fatigó mucho y, como no pudimos conseguir un taxi al salir del teatro, tuve que llevarla en brazos durante varias calles. Me echó los bracitos al cuello y me dijo:–Gracias por llevarme en brazos, papacito. Discúlpame.–¡Bah! No es nada, Princesa. A todo el mundo lo llevan así en su cumpleaños. Hasta es posible que, en su día, cargue yo con el grandullón de Chris.Rió, y me dio un beso.Al día siguiente, Alex y sus amigas Wendy y Robin montaron su propia obra teatral. Todas las demás niñitas querían representar a personajes dulzones, pero Alex descubrió uno que le permitiría "robar cámara": el de bruja. Apareció toda encorvada en el escenario y se frotaba las manos, al decir: "¡Je, je, je! ¡Ah, mis preciosas nenitas!"... ¡Y el teatro se venía abajo de aplausos!Aquel otoño, todavía estuvo en condiciones de asistir dos veces a las reuniones de las niñas exploradoras. Allí hizo un informe de las cosas que prefería: declaró que su color favorito era el rosado; su canción favorita, Hopelessly Devoted to You ("Desesperadamente fiel a ti"), y la película, Vaselina; su animal de felpa predilecto era Tink, un gran cordero que le había regalado su tía abuela Juliet.Pero luego, demasiado pronto, Alex tuvo que regresar al hospital. Sin la terapia, los pulmones se deterioraban rápidamente, y necesitaba con urgencia los antibióticos por vía intravenosa. "Temo que falte ya muy poco, realmente", escribí a principios de noviembre:Mi mayor temor es que siga teniendo colapsos pulmonares, y que nunca salga del hospital, y muera allí de tristeza. Lo único que deseo ahora es que pueda venir a casa; que pase con nosotros la Navidad y muera aquí, en su cama.
¡Qué pronto cambian nuestros tontos sueños! Tenerla en casa, aunque sea un día más, es lo único que me atrevo a desear ahora.
Alex comprendió que se le estaba agotando el tiempo, y sabía que necesitaba resolver algunas cosas. A fines de septiembre, poco antes del colapso del pulmón, habíamos ido a Maryland a casa de mis padres. Fue un gran acontecimiento para la familia. Allí estaba mi hermano Mac, padrino de Alex, con su esposa Zehra. Esto hizo más notable la ocasión, porque Mac era entonces funcionario del Servicio Diplomático, y generalmente él y su esposa estaban en el extranjero.Alex siempre había sentido un afecto especial por Zehra, mujer exótica y tierna. En aquel viaje, arrinconó a Zehra en la alcoba, en casa de mis padres, mientras mi cuñada arreglaba la habitación. Al parecer, creyó que podría hacerle a Zehra las preguntas que no se atrevía a plantearnos a Carol y a mí. Y empezó así:–¿Existe Dios?Zehra se quedó de una pieza. Entre otras cosas, ella es musulmana. Por eso, lo que menos deseaba era confundir a aquella cristianita.–Pues, eso creo..–¿Cómo lo sabes? –prosiguió Alex.–No lo sé. Sólo siento que existe. Hablo con Él cuando lo necesito, al orar...Zehra empezó a buscar algo que hacer, nerviosa. Alex se sentó en el suelo y la observó un rato. Poco después, tomó de nuevo la palabra.–¿Cómo se muere uno, Zehra?Mi cuñada interrumpió su labor y se volvió a ver a la niña.–Es como dormirse –explicó–. De repente, ya no estás en esta casa, sino en la casa de Dios; en el cielo.Alex reflexionó y añadió:–Pero debe uno sentirse solo sin su familia, ¿no?Por la forma de decir aquello, era indudable que sabía que ella moriría primero.–¡Oh, no! –repuso Zehra–. Todos estaremos allá muy pronto, y desde antes de que lleguen los demás, siempre es posible asomarse por una ventana en el cielo y ver, acá abajo, a todos los que uno ama y extraña.–¿Es posible eso?–¡Claro que sí, Alex! Si no, no sería el cielo.La niña reflexionó un momento; luego, se puso de pie, le dio las gracias a Zehra y la dejó sola para que terminara de arreglar la alcoba.EL TOQUE DE UN ANGEL
A FINES de noviembre, mientras Alex estaba hospitalizada, volvió a sufrir otro colapso pulmonar. Poco más de una semana después, tras haberle retirado las sondas del tórax, habían programado que volviera a casa, pero ocurrió el tercer colapso. Aquello fue desalentador para la niña. Ya había pasado casi seis de las últimas ocho semanas en el hospital; tenía intensos dolores, y no quería morir allí. Y, luego, ¡sucederle eso!... Cuando llegué al Hospital Yale New Haven, nos abrazamos. Después, se apartó y me miró. Nunca le había visto una desesperación tan profunda en la carita. Me preguntó:
–¿Por qué me odia Dios, papacito? ¿Por qué?Como ya estaba allí, tenían todo dispuesto para practicarle de nuevo la incisión en el tórax e insertarle la sonda. La primera vez que se le colapsó el pulmón le administraron una fuerte dosis de analgésico, que la dejó inconsciente. Después, le asustaba pensar que, si eso volvía a ocurrir, tal vez no despertaría jamás; por tanto, pidió a los médicos que le aplicaran sólo anestesia local.La llevé a la sala de terapia; se había preparado bastante bien, pero al ver la rígida mesa donde iban a inyectarla para practicarle la incisión, se puso tiesa y gritó: "¡No! ¡Todavía no!" Y se aferró a mí con más fuerza que nunca.Después, cuando ya se había serenado, anunció: "¡Muy bien! Ya estoy lista". Empecé a bajarla adonde la abrirían y, en ese momento, ya no pude dominarme: cayó una lágrima, de todas las que me anegaban los ojos. Alex la vio y observó mi cara, al agacharme para posarla en la mesa. Con suavidad, pero también con apresuramiento, exclamó: "¡Esperen!"Todos creímos que sólo quería retrasar nuevamente la operación pero, en vez de eso, alzó la manecita y, con el toque de un ángel, suave y cariñosamente, me enjugó aquella lágrima. Jamás, en lo que me queda de vida, volveré a conocer tanta dulzura. "¡Ay, papacito, perdóname!", suplicó.Una enfermera se volvió y comenzó a llorar. La otra ni siquiera soportó permanecer en la sala. Largo rato transcurrió antes de que pudiéramos seguir adelante.Después de aquello, Alex no volvió a eludir el tema de la muerte. Un día, le preguntó a la enfermera:–¿Moriré, Bárbara?–Hoy, no, nena. ¿Por qué lo preguntas?–Tengo miedo de que, cuando me vaya, mi mamá y mi papá se pongan tristes. Y siento miedo especialmente por Chrich, porque se quedará solo; no tendrá hermanos ni hermanas.Bárbara nos informó que le preocupaba cada día más que su hermano mayor se sintiera solo. Además, temía no salir ya del hospital.–Papacito –me dijo una noche–, tengo muchas ganas de irme a casa. He pasado tanto tiempo aquí, que no recuerdo cómo es.Creo que le daba más miedo morir en el hospital, que la muerte misma. Desde entonces, Carol y yo dormíamos por turnos en el cuarto de Alex. Era necesario que supiera que la acompañaba alguien a quien amaba, por si se iniciaba su agonía. A los pocos días de esto, Alex expuso directamente el tema de la muerte en presencia de la familia.–¿Por qué me ha tocado a mí, mamá? –preguntó.No protestó porque tuviera que ser ella; simplemente quería saber por qué suponíamos que le ocurría aquello. No sé cómo, pero Carol estaba preparada para la pregunta, y contestó:–Pues... Dios debe tener alguna razón, Alex, y yo creo que El sabe que tú sirves más que nada para enseñar a otras personas cómo se debe vivir y ser valiente.Alex asintió con la cabeza; la explicación la satisfizo.Me fue necesario ausentarme de la ciudad varios días, en viaje de negocios, a partir del 11 de diciembre; por eso, fui al hospital a ver a Alex, antes de partir. La situación de mi hija no era nada buena; parecía que nunca saldría con vida de allí. Y sin embargo, cuando llegué, la encontré sonriente, con toda la cara pintada como la de un payaso: fue una labor completamente profesional. Un experto en maquillaje había pasado por allí y había pintado a los niños. Nos reímos y bromeamos; Alex actuó como payaso y hablamos de nuestros deseos, esperanzas y plegarias. En eso, Carol llegó inesperadamente, y Alex se alegró tanto de que su madre la viera disfrazada de payaso, que aplaudió y exclamó: "¡Ah! ¡Vino mamá! ¡Mi deseo se cumplió!"Y, ciertamente, algunos deseos se realizan y algunas esperanzas se cumplen. En esa ocasión, sin saber por qué, los pulmones de la niña funcionaron bien después de retirársele las sondas.Carol y mi suegra fueron a visitar a Alex cierto día, y le llevaron un resplandeciente tutú (atuendo corto, de bailarina), tachonado de lentejuelas. Alex se lo puso y recorrió el pasillo del pabellón infantil entre giros y risas, sin apartarse del poste con la solución intravenosa, al cual estaba conectada. ¡Lo empleaba como pareja de baile, mientras los padres de familia y las enfermeras salían de las habitaciones a verla!–¡Fue algo increíble! –me comentó Carol, después–. Lo aprovechó al máximo. Comprendió que esa era su última actuación como bailarina, en público, y quiso darnos un gran espectáculo. Sí; eso fue lo que hizo.A los pocos días, el 15 de diciembre de 1979, la dieron de alta por última vez en el Hospital Yale New Haven. "Ya no podemos hacer más por ella", me informó el médico. "Y ella también lo sabe".Antes, cada vez que salía del hospital, Alex le decía a Bárbara algo como: "Te veré la próxima vez que me hagan venir a este horrible y viejo lugar". Pero, en aquella ocasión, sólo le dijo adiós, y la abrazó. A otra enfermera, le aclaró: "Ahora me voy a casa, a morirme, pero no se lo digas a mi mamá ni a mi papá, porque se afligirían".Carol y Chris llevaron a Alex a casa, y fingieron que no me habían dado la buena noticia. Aquella noche, cuando regresé del viaje, Alex se escondió en un armario y yo anuncié a propósito en voz muy alta: "Bueno, permítanme comer rápidamente, porque luego iré al hospital a ver a Alex". Y en ese momento, por supuesto, ella salió del armario y gritó: "¡Te quiero mucho!" Y atravesó corriendo la habitación, para ir a mi encuentro con los brazos abiertos.Todavía puedo revivir esa escena con toda claridad: Alex corriendo…¡ corriendo!... con la cara resplandeciente de alegría y aquella risa que materializaba la esperanza, los anhelos, una plegaria... ¡y todo junto! Y yo la tomé en mis brazos, la besé, la alcé lo más alto que pude, como si ella pudiera ser, en realidad, una gaviota que se alejaba, planeando, hasta desaparecer en la niebla.¡SER LIBRE SOLO UNA VEZ!
CHAUCER, nuestro perrito, había sido en otro tiempo juguetón y capaz de pasar varios minutos erguido sobre las patas traseras, pero ya tenía doce años y estaba volviéndose cada vez más letárgico e indiferente. En la tienda de mascotas más cercana, Chris había descubierto un cachorrito de raza tibetana, muy blanco, vivaz, de orejas colgantes y sediento de afecto. Mi hijo le habló de este perrito a Alex, y el resultado fue que la niña le escribió esta carta especial a Santa Claus: "Me gustaría tener un pequeño y peludo perro tibetano, blanco. Sé que pido mucho, pero esto haría más fácil mi vida, por mi enfermedad, Santa Claus. ¡Oh, Santa Claus, tenerlo significa muchísimo para mí, de verdad! Con todo mi amor, Alex Deford".
Chris y yo fuimos a la tienda de animales a comprar el cachorro y arreglamos que lo conservaran allí hasta la Navidad. Entretanto, Alex contaba con Tink, el gran cordero de felpa que ella abrazaba con cariño. Alex necesitaba dormir gran parte del tiempo sentada, cada vez más erguida y sostenida por montones de cojines, e inclinada hacia adelante sobre Tink. Al parecer, esta postura ayudaba a despejarle el pecho para aspirar una pizca más de aire.Chris, Carol y yo nos rotábamos para pasar la noche a su lado. Su respiración era tan laboriosa, que yo estaba seguro de que el simple acto de inhalar le causaba dolor. Tenía las rodillas inflamadas por la artritis y, cuando le frotaba yo la espalda, le veía tan protuberante la espina dorsal que temía los huesos le perforaran pronto la piel. El hígado había empeorado, y sólo Dios sabía qué más le aquejaba.Lo peor era que, a veces, Alex no podía aspirar aire; entonces, se incorporaba en la cama y gritaba: "¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!" En realidad, cuando eso ocurría no podíamos hacer nada. Sólo nos limitabámos a consolarla.–¿Qué puedo hacer por ti, mi vida?–Sólo abrázame fuerte, cuando termine de toser.Cuando faltaban cuatro días para la Navidad, Carol sugirió: "Creo que será mejor traer hoy mismo el cachorrito". Me negué, al principio. En varias ocasiones, había visto en los diarios las fotografías de algunos árboles de Navidad, adornados en pleno verano, para los niños que no vivirían hasta diciembre. Pero dormir junto a Alex aquella noche fue una experiencia más horripilante aún.A la mañana siguiente, al levantarme, le escribí un recado de Santa Claus para explicarle que el cachorro se sentía tan solo en el polo norte, que él y su esposa consideraban conveniente llevárselo a Westport con pocos días de anticipación, para que pudiera estar con una niñita especialmente buena.Valió la pena. Le pusimos Buffalo al perrito y, aunque daba vueltas y la mordía, al estar en sus piernas, y a pesar de que toda esa actividad la hacía toser, pensamos que bien valía la pena.En la Nochebuena, asistimos a la ceremonia de nuestra iglesia, donde los niños cantaron villancicos. Alex estrenó una vistosa falda roja y una blusa blanca con corbata roja. Su ropa era muy elegante, muy femenina, y le encantó. Se fatigó mucho durante el canto de los villancicos, pero se reanimó para lo que más le gustaba. Cerca del altar, había un nacimiento, y cada año, el ayudante del cura llamaba a los niños de la feligresía, uno a uno, para que colocaran en su lugar las figurillas navideñas. Comenzaban con los personajes secundarios: los asnos y los pastores, e iban subiendo, hasta las estrellas.Cuando el padre Shipman pidió voluntarios, Alex me cuchicheó al oído: "No voy a levantar la mano, papacito. He faltado tanto al catecismo, por estar en el hospital que no sería justo participar ahora". No la alenté, y permanecimos sentados en silencio, mientras veíamos avanzar a otros niños que sí levantaban la mano. Sin embargo, al final, cuando llegaron a la última figura, el ángel (después del propio Niño Jesús), el padre Shipman no prestó atención a los demás candidatos y pronunció el nombre de Alex.Al momento desaparecieron las reservas de mi hija. Sonrió, se puso en pie, avanzó contenta hasta el Nacimiento, tomó el ángel de manos del padre Shipman y lo acomodó en el lugar respectivo. Al regresar a su asiento, me lo explicó todo:–Es como un ángel de la guarda, papacito. Creo que estuvo bien que yo me ocupara del ángel de la guarda, ¿verdad?–¡Sí, muy bien!Regresamos a casa y tocamos más villancicos en el tocadiscos estereofónico; pero Alex se había cansado tanto en la iglesia, que no fue necesaria ninguna estratagema para lograr que se acostara temprano. Cuando concluyó su habitual rutina de oraciones, agregó libremente algunas plegarias por todos los niños de los países pobres, para que tuvieran una Navidad tan bonita como la suya. Siempre hacía cosas como esta.Luego, se acomodó en los cojines y pronto quedó dormida.¡FELIZ Navidad 1979! Carol y yo echamos la casa por la ventana, para que esa Navidad resultara superespecial. Hasta los perros recíbieron regalos magníficos. Lo que más anhelábamos mi esposa y yo era que Alex estuviera con nosotros; lo demás nos parecía superfluo.Pasamos juntos una mañana muy agradable y, cuando abrimos todos los regalos, Alex estaba tan cansada que ni siquiera se molestó en subir a su cuarto a dormir la siesta. Todavía llevaba puesta su bata azul acolchada, y se recostó en el sofá de la sala, donde se quedó profundamente dormida de inmediato, acurrucada junto a Tink. La contemplamos allí. ¡Qué hermosa nos pareció, a pesar de los estragos de su enfermedad!Cuando despertó, fue al encuentro de Carol, en otra habitación. Le dijo:–Mamá, ha sido una maravillosa Navidad para mí. Recibí todo lo que deseaba. Tener esta enfermedad es horrible, pero Buffalo hará que todo cambie. Ya lo verás. ¡Fue un regalo maravilloso!–Me alegra que te guste, hijita.–¿Sabes en qué he pensado mucho, mamá?–No, dime, ¿en qué has pensado, querida?–En cómo se sentirá no tener una enfermedad. He pensado mucho en eso, mamita. No lo pediría para siempre, sólo por un día. Me gustaría despertar una mañana y no sentir dolor, ni malestar. Imagínate: ¡ser libre, sólo una vez!REPARTIDA EN ESTRELLAS
ALGO CAMBIÓ cuando Alex logró llegar viva a la Navidad. Se le recrudecieron los dolores, pero también se manifestó en ella cierta paz. En efecto, al dormir con ella en la noche de Navidad, hubo dos momentos en que de pronto se quedó quieta y sin respirar; pensé que ya debería de haber muerto. Sin embargo, todavía no estaba dispuesta a irse. Ambas veces, tras el silencio, comenzó de repente a toser y a gritar: "¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!" Y, al mejorar, se disculpó: "Siento haberte despertado, papacito".
Y, así, Alex vivió un poco más. Estaba demasiado débil aun para jugar con Buffalo, pero todavía se reía de los chistes que Chris le traía de la escuela, y percibía el buen humor que la rodeaba. Después, una de sus condiscípulas escribió: "Creo que todavía se puede oír la risa de Alex. Siempre me gustó cómo se reía. Me telefoneaba continuamente y fingía ser otra persona, pero su risa nerviosa la traicionaba. ¡Eso me hacía feliz!" VARIAS semanas después de Navidad, Carol y yo hablábamos, sentados en la planta baja. Estimábamos que a Alex le quedaban unas dos semanas de vida. Fue en aquel momento cuando Alex gritó: "¡Ayúdenme! ¡Ayúdenme!" Carol y yo subimos a toda carrera por las escaleras. Era después de la medianoche, al iniciarse el 19 de enero, y consideré que tal hora sería tan apropiada como cualquiera otra para que Alex descubriera lo que era sentirse libre.Aquella noche me correspondía dormir con Alex, pero Carol sugirió que nos quedáramos los dos con ella, en la cama de la niña. Esta idea le encantó a mi hija; nos amontonamos los tres juntos. Nadie durmió mucho, desde luego. Los dolores de Alex eran muy intensos, y las píldoras que le dimos al parecer no surtían efecto. Por último, a eso de las 3:30 de la madrugada, llamamos al pediatra, que acudió en seguida para aplicarle una inyección de morfina. La bendita sustancia surtió rápido efecto, y la hizo dormir pronto.Chris estaba de visita en casa de un amigo. Carol y yo habíamos resuelto que no lo llamaríamos durante la noche; pero, en la madrugada, mientras Alex empezaba a agitarse, telefoneamos para pedir que lo llevaran inmediatamente.–¿Tendremos que llevar de nuevo a Alex al hospital, papá? –me preguntó al llegar.Negué con la cabeza:–No, Chris. Esta vez es algo peor. Temo que Alex va a morir hoy, en cualquier momento.El niño sacudió la cabeza, sin dar crédito a mis palabras; luego se arrojó a mis brazos, y lloró. Cuando se repuso, le indiqué:–¡Ánimo! Serénate, Alex quiere verte.¡Cómo se regocijó la niña, cuando él entró a verla!–¡Oh, Chrich, hermanito!Charlaron un rato. Entonces, Alex percibió lo penoso que le resultaba aquello a Chris, y le sugirió que se fuera a jugar. Carol y yo le indicamos que jugara cerca, y que regresara cada hora a ver cómo seguía su hermana.Alex dormitaba de vez en cuando. Y, al paso de las horas, conforme se iba apagando su vida, hablaba cada vez menos. Como tenía que esforzarse mucho para hablar, se limitaba principalmente a escuchar.Carol tomó la iniciativa. Empezó a repasar la vida de Alex. Yo hice lo mismo. No lo habíamos proyectado: surgió en forma natural. Hablamos de gente a la que Alex conocía y a la que amaba, y de todas las alegrías que ella les había dado; de todos los sitios que había visitado y de las cosas maravillosas que habíamos hecho juntos. Charlamos sobre su escuela y su casa, de Chaucer y de Buffalo, del hospital, y de todos los amigos que tenía allí. Nos referimos a las canciones que le gustaban, a las obras de teatro que había visto en Broadway y a su bienamado ballet. Bueno... de lo que hablamos en realidad, fue del amor, y de más amor; de nuestra hija. Y repetíamos sin cesar cuánto la amábamos.Y luego hablamos un poco del cielo, también, y de Dios, del alma y de los ángeles. Carol explicó a Alex que los ángeles no sufrían de fibrosis quística, y por eso podían bailar y jugar entre las nubes del cielo, todo el día y todos los días. Alex sonrió al oírlo.–¿Y qué me dices de las alas, mamá?–Pues... todos los ángeles tienen alas.–Pero, ¿me darán las mías en seguida?–Desde el primer día –contestó Carol–. Entonces podrás ser nuestro ángel de la guarda, y nos cuidarás.Alex nos sonrió nuevamente. Poco después, se volvió casi completamente pasiva. Cuando entró su hermano a verla, a eso de las 2, ella abrió los ojos con mucho trabajo, y le dijo, por última vez:–Te quiero mucho, Chrich.Sin embargo, ese leve esfuerzo le costó tanto que, al poco rato, cuando quiso un sorbo de refresco, sólo pudo volver la cabeza hacia el vaso, y señalarlo con la mirada para pedirlo. Carol le acomodó la pajilla en los labios y Alex logró sorber un poco de líquido. Y, para agradecerlo, una sonrisa. Fue la última. Todo aquel esfuerzo habría de afectarle la respiración. Carol y yo la sostuvimos, por turno, y seguimos hablándole de nuestro amor.Poco antes de las 3, Alex se incorporó de pronto. Esta vez no hubo gritos, porque ya no le quedaban fuerzas; en cambio, había en su carita tal expresión de angustia, que Carol y yo consideramos que había llegado el final. No obstante, algo retuvo un poco más a Alex con nosotros. El mal le había robado tanta vida que, según creo, había resuelto observar, hasta donde fuera posible, cómo sería morir. Y descubrió que sería así: se recostó en mi pecho y Carol la tomó de las manos y le dijo cuánto la amábamos y cuánto la amaríamos siempre.Entonces, así es como muero: en los brazos de mi padre, y mi madre me sostiene las manos. Así es.Alex lo sabía, al fin. Luego, volvió a apoyarse en Tink.Pasaron unos cuantos minutos. Carol y yo permanecimos callados. De repente, Alex se incorporó de nuevo, con violencia. Supe, sin lugar a dudas, que la muerte llegaba con todo su poder. Alex cayó sobre mi pecho, y su cuerpecito se derrumbó sobre la pierna que tenía yo doblada encima de la cama. Carol volvió a tomarla de las manos y, exactamente igual que antes, le repitió cuánto la amábamos. Y en aquel momento, Alex se levantó; pero no lo hizo impulsada por un espasmo de dolor, sino lenta y deliberadamente, hasta quedar erguida por completo, sostenida por no sé qué, y clavó la mirada en nosotros. Sus ojos oscilaron entre su madre y su padre, hasta que ambos sentimos que penetraba en nuestro interior.Lo siento, pero así es como muere una niña.Todavía ahora puedo ver aquellos ojos. Los tenía muy abiertos, para que pudiera entrar un poco de luz, aun al llegar la muerte; y parecían decirnos: ¿Puedes creerlo, papacito? ¿Puedes creerlo, mamita? En este instante, me muero. ¡Ah! ¡Y cómo parecían llamarnos, con tan increíble amor!Y, en eso, sin cerrarse, quedaron en blanco. La vida se había alejado flotando, ya libre. El cuerpo de Alex permaneció erguido un momento, pero ella había quedado ya repartida en estrellas.Así falleció mi nenita, tras una prolongada enfermedad, una tarde de enero de 1980, a los ocho años de edad. Fue amable y noble, y nada la sometió jamás.UNA PLEGARIA ESCUCHADA
SEPULTAMOS a Alex tres días después. En el templo hubo muchos niños, y todos cantamos Entono la canción del santo de Dios y Ha despuntado la mañana. Al concluir la breve ceremonia, y ya camino del cementerio, unas plumas de nieve empezaron a esparcirse por el aire. Ante la fosa, se convirtieron en enormes copos, tan voluminosos que parecían de encaje. Así nevó durante todo el funeral, hasta que arrojé una rosada rosa encima del ataúd de Alex, y cesó de pronto. Fue como si Dios hubiera llorado por todos nosotros; al menos, eso pensé.
Después, vivimos como pudimos. Los días más difíciles fueron los festivos y los aniversarios. Y, cada vez que pasaba el autobús escolar. El Día de San Valentín, las condiscípulas de Alex recibieron las tarjetas que ella les había escrito, y todas nos enviaron preciosas cartas acerca de nuestra hija. "Esto es lo que yo recuerdo de Alex", escribió Carrie Wanamaker. "Alex siempre sonreía, aunque siempre le doliera algo. Significaba mucho para mí, y ya se ha ido. Se ha ido, hasta que muramos nosotros. Cada día que ella vivió fue una bendición".Unos cinco meses después del fallecimiento de Alex, Carol me preguntó si me gustaría que adoptáramos a una niña. Le respondí que no había pensado en eso, pero que lo tomaría en cuenta. A decir verdad, sólo quise llevarle la corriente. Creí que muy pronto lo olvidaría, pero no fue así. Insistió. Incluso le pidió a Chris su opinión al respecto, y él contestó que le parecía de perlas.Procuré descubrir por qué me sentía tan renuente a aceptar aquella adopción y, por fin, lo comprendí cierto día, cuándo estaba ante la tumba de Alex, hablando de esto con mi hijita: no creía que eso fuera justo para Alex. Era ella quien había nacido para crecer en nuestro hogar, en el seno de nuestra familia. ¿No había sido bastante que enfermara y muriera? ¿Acaso debíamos acoger a una extraña para que ocupara su lugar? Para mí, esto sería la injusticia suprema. No; yo no podía aceptar que otra niña suplantara el lugar de mi hijita. Por último, le dije esto con toda franqueza a Carol.Mi esposa me escuchó; nada más. Sucedió una encantadora noche de verano, mientras disfrutábamos de una bebida, sentados afuera, en el patio. Chris andaba por ahí cerca, jugando a la pelota. Así había sido siempre. Chris se marchaba, pero Alex se acicalaba con las galas de verano, se adornaba con gran cantidad de pesadas joyas falsas y salía a tomar un refresco con nosotros. Muy pronto pasaría la hora de la terapia nocturna y probablemente no tosería, si no surgía algo que la hiciera reír mucho.–Lo siento –le dije esa noche a Carol–. ¿Comprendes? ¡No puedo hacerle esto a Alex!–Tú sabes –replicó mi esposa–, que si quisiéramos conseguir una niña, es probable que jamás lo lográramos aquí, en Estados Unidos. Tendría que ser de otro país, quizá muy lejano.–Lo sé, querida –contesté–. Ahora, muchos huérfanos vienen de Sudamérica.–Sí; de países muy pobres –completó Carol, y yo asentí.De repente, mi esposa estiró los brazos y me tomó de las manos.–¿Recuerdas la oración de Alex, esa parte que ella inventó y que repetía cada noche?–¡Claro que sí!–¡Dios mío, cuida por favor nuestra Patria y trae algunos de los pobres a nuestro país...!Antes de concluir Carol, ya tenía yo lágrimas en los ojos. Una niña sería la respuesta a la oración de Alex, y también sería nuestra nueva hija.En esa época, mi hermano Mac y su esposa Zehra vivían en Manila, y resolvimos aprovechar sus relaciones. Les pedimos que, si era posible, nos consiguieran una nenita en Filipinas. Contestaron que sí; sería una tarea fácil. Pero no fue así. Había muchísimos niños huérfanos, pero los filipinos no son nada afectos a permitir que esos niños salgan de su país. Pasaron semanas y, luego, meses. Según supimos después, Mac y Zehra pensaron incluso en telefonearnos para explicarnos que jamás podrían conseguirnos la pequeña.Y, al cabo, encontraron a nuestra nenita. Una madre soltera la había dado a luz el 7 de septiembre. La mujer era de Manila, y el padre, de Japón. Le pusimos Scarlet; porque este nombre era bonito y exótico, como la niña misma; como segundo nombre, escogimos Faith (Fe) ), lo cual fue en honor de Alex, por supuesto.Scarlet Faith DefordPor desgracia, legalizar la adopción de Scarlet Faith y sacarla del país resultaron trámites más complicados que haberla encontrado. Pasó el cumpleaños de Alex y, luego, todo noviembre, mientras en Manila se complicaba el papeleo. Ya se acercaba la Navidad. Esa primera Navidad sin Alex sería muy triste... ¿Por qué no escapábamos de casa? Los tres optamos por ir a Manila para recoger a la nena en esa fecha.Así, tuvimos que pasar por Hawai, adonde Alex siempre había querido ir. Aunque no me lo dijo, Carol había tomado algunas rositas rosadas de la tumba de mi hija y las había metido entre las hojas de un libro. Las llevó consigo y salió sola a la playa de Waikikí, para arrojarlas a los cuatro vientos, como se esparcen las cenizas de una persona. Y de esta manera, Alex llegó por fin a Hawai.Al llegar a Manila, tropezamos todavía con muchísimos obstáculos, y fue necesario que Chris regresara conmigo en avión, a Westport, para asistir, él a la escuela y yo al trabajo. El 19 de enero compramos otras rosas y fuimos a depositarlas en la tumba de Alex. Luego retrocedimos un poco y contemplamos la tumba.–¿Sabes qué he descubierto, Chris?–No, ¿qué?–Después de haber comprendido que iba a morir en realidad, lo que más le preocupaba eras tú. Alex le dijo a alguien que le apenaba mucho dejarte solo, sin hermanas ni hermanos.Chris me abrazó y sacudió la cabeza asombrado.–No lo sabía, papá.–¡Alex te quería tanto, hijo! –Creo que habría querido igual a Scarlet.–Sí. Y si la quiere, me gustaría que discutiera el asunto con los ángeles filipinos para hacer que ellos resuelvan todo ese enredo allá, en Manila.Al otro día, inesperadamente, Carol telefoneó para informar que todo se había resuelto. El jueves 22 de enero autorizaron su viaje con Scarlet. El avión llegó a tiempo. Aquella noche, Scarlet Faith durmió por primera vez en la habitación de Alex, exactamente un año después de que sepultamos a mi hija. Éramos cuatro otra vez, pero creo que completábamos algo más que la suma de las partes que podían verse.A los dos días, envolví en frazadas a Scarlet y la llevé al cementerio. Le dije (y también le pedí a Alex que escuchara) que jamás le pediría que ella fuera Alex; jamás lo esperaría. Sin embargo, le hablaría todo lo posible de Alex, con la esperanza de que Scarlet procurara vivir como ella, tal como su madre, su hermano y yo viviríamos siempre, tratando de ser dignos de Alex.Concluí con estas palabras: "Y por afortunados que seamos al tenerte con nosotros, Scarlet, tú también eres afortunada por estar aquí. Mucha gente maravillosa hizo posible esto, pero su propia bondad es su única recompensa. La única persona con quien debes sentirte agradecida es con tu hermana, porque ella es tu ángel de la guarda. ¿Sabes una cosa, Scarlet? En realidad, Alex logró que su plegaria fuera escuchada... y la respuesta has sido tú".Obviamente, Scarlet era una niña resistente, pero ya era hora de regresar a casa. Di media vuelta y empecé a andar con dificultad en la nieve. De pronto, tuve que detenerme. Volví la mirada a la tumba de Alex y dije: "¿No es fantástico, Alex? ¿Puedes creer que todo esto haya sucedido realmente?"¡Ah!, entonces pude oírla reír, y reír fuerte de verdad, esta vez sin necesidad de toser una sola vez. Me pareció oírle decir: ¡Oh, papacito... mi papacito!"¡Bien!", agregué. "Tendremos que empezar de nuevo y seguir adelante desde aquí. Pero... ¡Gracias, muchas gracias, Alex, porque tenemos muchísimo por qué trabajar, desde que tú llegaste a nuestra senda!"