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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
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  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    T 10 (20 seg)


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    EL GRAN MEAULNES (Alain-Fournier)

    Publicado en febrero 05, 2012

    A mi hermana Isabelle


    PRIMERA PARTE

    Capítulo Primero
    EL NUEVO PENSIONISTA


    Llegó a casa un domingo de noviembre, en 189...



    Sigo llamándola "mi casa", a pesar de que ya no lo sea. Pronto hará quince años que abandonamos el pueblo y probablemente no volvamos nunca.

    Vivíamos en los edificios del Curso Superior de SainteAgathe.

    Mi padre, el "señor Seurel", como yo lo llamaba, igual que los demás alumnos,–'era', allí director del curso superior preparatorio para la carrera de maestro, y allí también del curso medio. Mi madre dictaba clase para los más pequeños.

    Una espaciosa casa roja, ubicada en el límite del lugar, vestida de enredadera y con cinco enormes puertas de vidrio; un patio inmenso, con lavadero y sitios especiales para recreo, que se abría al pueblo por un gran portal; por el extremo norte, una cancela daba a la carretera que llevaba a La tare, a tres kilómetros de allí; por detrás, al sur, campos, prados, jardines que se extendían hasta los suburbios... ésa es la imagen de la mansión donde transcurrieron los momentos más preciosos e inquietos de mi vida; mansión de la que se marcharon y donde volvieron a golpear nuestras aventuras, como lo hacen las olas que se enfrentan a un peñasco árido. El azar de los traslados, la decisión de un inspector o de un prefecto, nos había instalado allí. Hace ya mucho tiempo, al concluir nuestras vacaciones, un rústico carruaje al que seguía el equipaje nos había dejado, a mi madre y a mi, frente a la herrumbrada verja. Al vernos, unos chiquillos que estaban robando duraznos del jardín escaparon en silencio por los huecos del cerco... Mi madre, a quien llamábamos Millie, y que era la más metódica ama de casa que pueda haber conocido, entró rápidamente en los cuartos repletos de paja polvorienta y comprobó, –desesperada –como le sucedía en cada mudanza– que los muebles que llevábamos nunca podrían ubicarse en una casa tan mal construida como ésa... Salió para contarme el motivo de su tristeza, limpiándome mientras tanto la cara infantil ennegrecida por el largo viaje, con toda su suavidad en el pañuelo. Luego entró nuevamente, decidida a analizar cuántas aberturas tendríamos que sacrificar para que la vivienda pudiera ser habitable. Yo me quedé afuera, tapado por mi encintado y gran sombrero de paja, sobre el piso de granza de aquel extraño patio, y observando tímidamente, mientras esperaba, los alrededores del pozo y los bajos upa cobertizo.

    Así fue nuestra llegada, o. al menos, así puedo imaginarla hoy. Y cuando quiero evocar el recuerdo ya lejano de la primera tarde de espera en el patio d: SaínteAgathe, son otras las esperas que llegan a mi memoria y me veo con las manos apretadas a los barrotes del portón, observando ansiosamente a alguien que se acerca por la calle Mayor.

    Y si deseo evocar la primera noche que tuve que pasar en el desván, entre los graneros del primer piso, me siento invadido por el recuerdo Ce, otras noches; y no puedo verme solo en ese aposento: una enorme sombra, amiga y movediza, se paseaba a lo largo de las paredes. Todo aquel tranquilo paisaje –la escuela, el campo de tío Martín y sus tres nogales, y el jardín, invadido desde las cuatro de la tarde por las mujeres que llegaban de visita– vive para siempre en mi de una manera inquietante, alterada por la presencia de ese alguien que trastornó nuestra adolescencia, que no volvió al reposo ni siquiera después de su fuga.

    Y sin embargo, cuando llegó Meaulnes hacía más de diez años que vivíamos en ese lugar.

    Yo tenía quince años; era uno de esos domingos de noviembre, tan fríos que por primera vez nos obligan a pensar en el invierno. Mulle estuvo todo el día esperando un coche de La Gare que debía traerle un sombrero de abrigo. Por ese motivo perdió la misa de mañana; hasta el momento de empezar el sermón, sentado con los demás niños en el coro, estuve observando con ansiedad hacia donde estaba el campanario, para verla entrar con el sombrero nuevo.

    Luego del almuerzo, tuve que salir solo para la oración de vísperas.

    –De cualquier forma –me dijo para consolarme, mientras sacudía con la mano mi pequeño traje–, aunque hubiera recibido el sombrero tendría que haber pasado todo el domingo arreglándolo.

    Nuestros domingos de invierno frecuentemente transcurrían de esa manera. Mi padre se marchaba por la mañana a alguna orilla lejana, a pescar carpas desde un bote, mientras mi madre, en su cuarto casi a oscuras, pasaba largas horas hasta la noche preparando humildes ropas. Y prefería ese encierro a que sus amigas, tan altivas como lo era ella, la descubrieran en esa tarea. Al te ,pinar mis oraciones, yo tenía que esperar, leyendo en el helado comedor, que ella saliera de la pieza para saber cómo le quedaban.

    Aquel domingo, atraído por cierta animación frente a la iglesia, me quedé afuera después de los oficios. Se trataba de un bautizo, que había reunido a los muchachos bajo un portal. En la plaza, vestidos con uniforme de bomberos, formaban unos cuantos hombres del lugar que, distribuidos los destacamentos, marcando el paso, escuchaban las improvisadas teorías del Sargento Boujardon...

    Repentinamente dejaron de oírse las campanas del bautizo, como si se hubieran dado cuenta de que se trataba de una fiesta equivocada en un lugar equivocado. Boujardon y sus hombres se apresuraron en llevarse la bomba, cargando también las armas al hombro; y los vi esfumarse en la primera esquina, seguidos de cuatro silenciosos chiquillos, que caminaban aplastando con las gruesas suelas de sus zapatitos las ramas de la carretera helada, que no me animé a seguir.

    Entonces el único entretenimiento que quedó en el pueblo fue el café "Daniel", donde me divertía escuchando cómo crecían y se apagaban las discusiones de los parroquianos. Y casi rozando la tapia baja del enorme patio que separaba nuestra casa del pueblo, llegué, un poco inquieto por el retraso, hasta el portal, que estaba entreabierto. Noté inmediatamente que estaba sucediendo algo insólito.

    En la puerta del comedor –la más próxima a los cinco ventanales que se abrían al patio– una mujer de pelo gris, inclinada, trataba de mirar a través de los visillos. Era pequeña, vestida a la moda antigua con una capa de terciopelo negro. Su cara era fina y lánguida, pero se la notaba muy inquieta. Al verla, frenado por un extraño impulso, me quedé sin moverme frente a la verja.

    –¿Dónde se habrá ido, Dios mío? –se preguntaba a media voz–. Estaba al lado mío hace un momento. Ya habrá dado vuelta a la casa. Ya habrá escapado...

    Entre frase y frase, daba en el cristal suavemente tres golpecitos. Pero nadie salía a abrir a la desconocida. Pensé que Millíe habría recibido el sombrero de La Gare y, sin darse cuenta de nada, en el fondo del dormitorio rojo, al lado de una cama cubierta de cintas viejas y plumas lacias, cosía, descosía, recomponía su mediocre sombrero... Efectivamente, apenas entré al comedor, con la mujer detrás, apareció mi madre, con las manos sobre la cabeza, tratando de hacer equilibrar un conjunto de alambres, cintas y plumas. Me sonrió, y sus ojos azules delataron la fatiga por haber trabajado a la luz del atardecer y me dijo:

    –¡Mira! Estaba esperándote para que vieras...

    Pero, al comprobar la presencia de la visitante sentada en el sillón grande, en el fondo de la sala, se detuvo turbada. Con extrema velocidad se quitó el sombrero y, durante toda la escena siguiente, lo mantuvo vuelto hacia arriba a la altura del pecho, como sí fuese un nido, sobre su brazo derecho doblado. La mujer comenzó a dar explicaciones, mientras sujetaba entre sus rodillas un paraguas y una cartera de cuero, y balanceaba la cabeza, y hablaba con la misma, soltura de una persona de visita. Había recuperado su aplomo y en cuanto comenzó a hablar de su hijo adquirió un aire misterioso y superior que nos intrigó.

    Habían llegado en coche de La Ferté d'Angillon, a catorce kilómetros de Sainte–Agathe. Era viuda, y por lo que nos dio a entender, muy rica, había perdido al menor de sus dos hijos, Antoine, que murió después de bañarse con su hermano en un tanque infectado, una tarde al regresar del colegio. Había decidido hacer ingresar en nuestra casa al hijo mayor, Agustín, como interno para que pudiese seguir el Curso Superior.

    Inmediatamente comenzó a elogiar los méritos del nuevo pensionista.

    En ese momento me parecía desconocer a la extraña de pelo gris que se había inclinado frente a la puerta unos instantes antes, y que se transformaba entonces mostrando la misma actitud huraña y suplicante de una clueca que ha perdido su pollito.

    Sin embargo, lo que nos contaba acerca de su hijo era realmente sorprendente. El muchacho se esforzaba por complacerla siempre, y para lograrlo andaba a veces kilómetros y kilómetros por la margen del río, con las piernas desnudas, para llevarle huevos de perdiz y de pato silvestre que encontraba perdidos entre los juncos; también tendía redes; una noche había descubierto un faisán preso en un lazo...

    Yo, que a causa de un desgarrón en la blusa no me había atrevido a regresar, miraba en ese momento a Millie con asombro.

    Pero ella no estaba escuchando; hizo una seña a la. mujer para que dejara de hablar, dejó el sombrero sobre la mesa y se levantó cuidadosamente como si fuera` a sorprender a alguien.

    En efecto, en una pequeña sala del piso superior que. usábamos como reducto para los fuegos de artificio del último 14 de julio, se oía un paso desconocido, que iba,` y venía con firmeza, haciendo temblar el piso; caminaba. por los inmensos graneros del primer piso e iba desapareciendo por los cuartos abandonados donde poníamos: a secar el tilo y a madurar manzanas.

    –Hace un instante escuché ese mismo ruido en las piezas de abajo –decía Millie en voz baja– y creía que – ya habrías vuelto, François...

    Permanecimos todos en silencio, de pie, con el corazón sobreexcitado, cuando de pronto se abrió la puerta de los graneros y unos pasos bajaron los escalones, cruzaron la cocina y se instalaron en la entrada oscura del comedor.

    –¿Eres tú, Agustín? –preguntó la mujer.

    Era un muchacho de unos diecisiete años. La escasa luz del anochecer no me permitió ver de él más que su sombrero de fieltro, un sombrero de labriego echado hacia atrás, y su blusa negra de colegial ajustada con un cinturón. También me permitió ver que sonreía.

    Me miró, y sin dejar que ninguno de nosotros pidiera alguna explicación, me dijo:

    –¿Vamos al patio?

    Por un segundo no supe qué hacer, pero al no ver ningún signo de reprobación por parte de Millie, tomé mi gorra y me acerqué a su lado. –Nos dirigimos hacia el patio de recreo, atravesando la puerta de la cocina. Rodeado de tinieblas que empezaban a cubrirlo, mientras caminábamos, con la penumbra brillante del crepúsculo pude observar su rostro anguloso, su nariz recta, el escaso vello que contorneaba sus labios.

    –Toma –me dijo– encontré esto en el granelo. Evidentemente tú jamás lo revolviste.

    Y me mostró en la mano una ennegrecida ruedecilla de madera con un cordón de cohetes rotos alrededor, que debió haber sido la luna o el sol en los fuegos artificiales del 14 de julio.

    –Hay dos que están sanos; vamos a encenderlos –dijo serenamente, mostrando la expresión de quien quiere esmerarse.

    Al sacarse el sombrero para dejarlo en el suelo vi que llevaba el pelo cortado íntegramente al rape, como si fuese un campesino. Me mostró los dos cohetes, que tenían los cabos de mecha de papel acortados y chamuscados por la llama. Introdujo en la arena el eje de la rueda, sacó del bolsillo –para mi asombro, pues eso nos estaba prohibido– una caja de fósforos, se agachó con cuidado y encendió la mecha. Después de un momento apareció Millie con la madre de Meaulnes en el umbral de la puerta del comedor, luego de haber discutido el precio de la pensión, y pudo ver brotar desde el patio de recreo, haciendo ruido de fuelle, dos pares de estrellas rojas y blancas, y pudo también entreverme, asombrado, a través del extraño resplandor, de pie y tomado de la mano del visitante. Entonces mi madre tampoco se atrevió a decirme nada. Y durante la cena, ocupó la mesa familiar un compañero silencioso, que comía distraídamente con la cabeza sobre el plato, sin notar ni preocuparse por nuestras tres miradas que se mantenían fijas en él.


    Capítulo II
    DESPUÉS DE LAS CUATRO...


    Pocas veces hasta entonces había salido a correr por las calles junto con los chicos del pueblo. Una renguera que sufrí hasta poco antes de aquel año de 189... me había transformado en desgraciado y medroso. Recuerdo todavía cuando seguía a los colegiales por las callejuelas que rodeaban nuestra casa, saltando lastimosamente sobre una sola pierna...



    Esa era la causa por la que no me permitían salir. Y me acuerdo de Millie, siempre orgullosa de mi, llevándome a casa más de una vez, manoteando sobre mi cabeza por haberme encontrado de aquel modo, brincando sobre una pierna junto a los muchachos del lugar.

    El comienzo de mi nueva vida se vio remarcado por la llegada de Agustín Meaulnes, que coincidió con mi curación.

    Antes de que él viniese, al terminar las clases, a las cuatro, comenzaba para mi una larga tarde llena de soledad. Mi padre trasladaba el calor de la estufa del aula a la chimenea de nuestro comedor; mientras lentamente los últimos alumnos dejaban la escuela ya fría por donde giraba atropelladamente el humo. Después de despedirse del patio con algún juego y carreras, los dos chicos que habían barrido la clase buscaban sus capuchones en el galpón y se marchaban apresuradamente, con la canasta en el brazo, y dejaban abierto el portón...

    Luego, hasta que llegaba la oscuridad de la noche, me quedaba en el fondo del Ayuntamiento, encerrado en el Archivo cubierto de moscas muertas y de carteles arrugados al viento, y allí pasaba horas leyendo, sentado sobre una báscula muy vieja, junto a una ventana que se abría al jardín.

    Recién cuando caía la noche, cuando comenzaban a ladrar los perros de la granja vecina y se encendía la luz de nuestra cocina, regresaba a casa.

    Mi madre había ya empezado a preparar la cena. Yo me sentaba en el tercer peldaño de la escalera del granero, en silencio, y con la cara pegada a los helados barrotes de la baranda observaba mientras ella encendía el fuego en la estrecha cocina en que ardía una vela, de tenue y ondulante llama...

    Pero todo lo que constituía mi vida hasta entonces. esos pequeños placeres de niño apaciguado, desapareció de pronto, fue robado por alguien que sopló la vela que iluminaba sólo para mí el suave rostro de mi madre inclinada sobre la cena, por alguien que rompió la lámpara que rodeábamos por la noche y que se unía con nosotros en una familia feliz, cuando mí padre había colocado los postigos a las puertas de vidrio. Y ese alguien fue Augustin Meaulnes, que pronto fue reconocido por todos como "el gran Meaulnes".

    Desde los primeros días de diciembre, cuando entró en casa como pensionista, la escuela ya no quedaba desierta después de las cuatro. A pesar del frío que entraba por la puerta batiente, a pesar de las quejas de los barredores y de sus baldes de agua, terminada la clase siempre se retrasaban en el aula una veintena de alumnos, los mayores, del campo y del pueblo, que formaban una apretada rueda dejando a Meaulnes en el medio. Y se sucedían largas discusiones, interminables peleas, en medio de las cuales me encontraba yo, deslizándome en extrema turbación.

    Meaulnes se mantenía en silencio, pero los demás se esforzaban en contarle increíbles historias de ladrones, las cuales eran aprobadas ruidosamente. Meaulnes escuchaba, pensativo, meciendo las piernas sobre un pupitre. Compartía la risa en los momentos buenos, pero moderadamente, como reservándose la carcajada para una historia mejor, que sólo él conocía. Al llegar la noche, cuando ya no podían ser iluminados por el resplandor en los cristales, Meaulnes se levantaba apresurado y rompiendo la rueda exclamaba:

    –¡Vamos, en marcha!

    Todos marchaban detrás de él, y desparramaban sus gritos por la parte alta del pueblo hasta que cerraba la noche.

    Entonces yo también marchaba con ellos. Nos deteníamos con Meaulnes a la entrada de los tambos de los suburbios, a la hora en que se ordeña a las vacas. Entrábamos en las tiendas, a oscuras, y escuchábamos al tejedor que se quejaba, entre dos chasquidos del telar.

    –¡Ya están los estudiantes!

    A la hora de cenar, generalmente nos hallábamos muy cerca del pensionado, en casa de Desnoues, un herrero y carretero, cuyo taller era una posada antigua, con enormes puertas de dos hojas que siempre dejaba abiertas. Desde la calle se podía oír el rechinar del fuelle de la fragua. En ese lugar tan oscuro y ruidoso, el resplandor de las brasas iluminaba a veces la figura de algunos campesinos que habían detenido allí sus carruajes para conversar un rato, y otras veces a algún colegial como nosotros que observaba hacia adentro, arrimado a la puerta, en silencio.

    Allí comenzó, todo, unos ocho días antes de Navidad.


    Capítulo III
    VISITABA YO LA TIENDA DE UN CESTERO...


    Durante todo el día estuvo lloviendo, y recién al anochecer se detuvo la lluvia. Había sido una jornada tremendamente aburrida; en los recreos todos permanecían en el aula, y a cada rato oíamos los gritos de mi padre:



    –¡Dejen de patear así, muchachos!

    Al terminar el último recreo, el último "cuarto de hora", como lo llamábamos nosotros, el señor Seurel, que estaba caminando de un lado a otro pensativo desde hacía unos minutos, se detuvo, golpeó la regla en la mesa, para terminar de una buena vez con los monótonos murmullos de los tediosos finales de clase, y preguntó, rodeado de un silencio expectante:

    –¿Quién irá mañana en coche a La ~are, con François, a traer a los señores de Charpentier?

    Esos señores eran mis abuelos. El abuelo Charpentier, el señor de enorme albornoz de lana gris, el viejo guardabosque retirado, con gorro de piel de conejo, que él llamaba su quepis. Los chicos lo conocían muy bien. Al lavarse la cara, por la mañana, nos recordaba a un soldado de otro tiempo, por su manera de chapotear en su cubo de agua, frotándose ligeramente la perilla. Mientras hacía esto, la curiosidad atraía a un grupo de colegiales, que lo miraban con las manos en la espalda, respetuosamente. Conocían también a la abuela Charpentier, la diminuta aldeana con esclavina de punto, porque Millie la había llevado. una vez al aula de los más pequeños.

    Todos los años, unos pocos días antes de Navidad, íbamos a buscarlos a la estación. Llegaban en el tren de las cuatro y dos minutos. Para encontrarnos, atravesaban toda la provincia repletos de bultos de castañas y de comestibles pascuales envueltos en servilletas. En cuanto cruzaban el umbral de la casa, bien vestidos, sonrientes, un poco cohibidos, clausurábamos todas las puertas y comenzaba una semana de gran alborozo. Necesitábamos que me acompañase alguien formal para manejar el coche desde la estación, para no correr el riesgo de volcar en una cuneta, y que tuviera a la vez un carácter benéfico, porque el abuelo Charpentier blasfemaba con mucha facilidad y a la abuela le agradaba hablar constantemente. Diez gritos al unísono contestaron la pregunta del señor Seurel:

    –¡El gran Meaulnes! ¡El gran Meaulnes!

    Pero el señor Seurel simuló no escuchar. Entonces corearon:

    –¡Fromentin!

    Y otros:

    –¡Jazmín Delouche!

    El más pequeño de los Roy, a quien veíamos muy a menudo cruzar los campos a la carrera montado en un cerdo, gritaba en tono agudo:

    –¡Yo! ¡Yo!

    Dutremblay y Moucheboeuf se resignaban a levanta¡ la mano tímidamente.

    En realidad yo hubiese deseado que fuera' Meaulnes porque así el corto viaje en un carro, tirado por un asno se podía haber transformado en un acontecimiento muy importante. A él también le habría gustado ir, pero se mantenía en silencio, como sí no le interesara. Los chicos mayores estaban sentados, igual que él, sobre el pupitre, de espaldas a la tarima y con los pies apoyados en el asiento, como lo hacíamos en los minutos de descanso. Coffin, con la blusa levantada y arrollada alrededor de la cintura, enredaba sus brazos en la columna de hierro que sostenía la viga del aula, y demostraba su alegría trepándose despreocupadamente por ella. Pero el señor Seurel calmó nuestra exaltación diciendo:

    –Será Moucheboeuf –y todos se vieron obligados a volver a sus lugares, silenciosamente.

    A las cuatro, Meaulnes y yo mirábamos desde el inmenso patio helado y lleno de pequeños caminos abiertos por la lluvia, al pueblo que relucía mientras el viento lo secaba de la tormenta. Después de un rato, salió de su casa el pequeño Coffin, cubierto por su capuchón y con un pedazo de pan en la mano, y, rastreando la pared, llegó silbando a la puerta del herrero. Al verlo, Meaulnes abrió el portón y lo llamó; luego nos instalamos los tres en el fondo de la herrería, roja y cálida, invadida por inesperadas y frías ráfagas de viento; Coffin y yo nos sentamos junto a la fragua, hundimos los píes repletos de lodo en las blancas virutas, y Meaulnes se arrimo al postigo de la puerta de entrada, con las manos buscando protección en los bolsillos. De vez en cuando pasaba por la calle alguna mujer del pueblo, regresando de la carnicería, con la cabeza gacha por el huracán, y entonces los tres sacábamos la nariz para curiosear de quién san trataba. Todos estábamos calados. El herrero y su ayudante, mientras movía uno el fuelle de la fragua y el otro machacaba el hierro, se veían transportados a la pared por dos sombras grandes y bruscas. Esa tarde significó una de las más felices de mi adolescencia; era una rara mezcla de inquietud y satisfacción: tenía miedo de que Meaulnes me quítase el absurdo placer de ir a La (fiare en carro; y, a pesar de todo, sin animarme a confesárselo, esperaba de él una hazaña extraordinaria que pudiera transformar todo. Por momentos cesaba el trabajo rítmico y tranquilo de la fragua; el herrero dejaba caer el martillo sobre el yunque, con golpes duros y espaciados. Observaba detenidamente el pedazo de hierro candente, acercándolo a su delantal de cuero; levantaba la cabeza y aprovechando la pausa para respirar pirar tranquilo nos preguntaba:

    –Y bien, ¿qué tal anda la juventud?

    Mientras el ayudante sujetaba la cadena del soplete con una mano en alto, apoyaba en la cadera el puño izquierdo, y nos miraba sonriendo.

    Después, comenzaban nuevamente el trabajo con un murmullo imperceptible. Durante una de aquellas pausas vimos pasar a Millie, a través de la puerta abierta de par en par, castigada por el huracán, cargada de minúsculos paquetes y envuelta en su pañoleta. El herrero dijo:

    –¿Es verdad que el señor Charpentier va a venir pronto?
    –Mañana, con mi abuela –respondí–. Iré a buscarlos a la estación en coche, al tren de las cuatro y dos minutos.
    –¿En el coche de Fromentin?
    –No, en el del tío Martin –contesté enseguida.
    –¡Ah! Así no llegarán nunca...

    Los dos hombres comenzaron a reír, y el ayudante, por decir algo, dilo pausadamente:

    –Con la yegua de Fromentin habría podido ir a buscarlos hasta Vierzon. El tren para allí una hora. Está a quince kilómetros. Y se puede volver antes de que el burro de Martin haya sido uncido.
    –Es una yegua caminadora –comentó el herrero.
    –Y estoy seguro de que Fromentin la prestaría sin ningún problema.

    La conversación terminó así. La herrería recobró su aspecto lleno de chispas y de ruido, " en donde cada cual pensaba solamente en sí. Cuando llegó el momento de irnos, me levanté para hacerle una seña a Meaulnes, pero él no se dio cuenta. Parado junto a la puerta, con la cabeza gacha, parecía estar meditando profundamente en lo que acababa de oír. Al verlo envuelto en sus pensamientos, observando el trabajo de aquella gente como sí los separaran leguas de niebla, lo comparé con el muchacho inglés que se ve en la lámina de Robinson Crusoe, antes de partir hacia su emocionante viaje "visitando la tienda de un sestero".

    Desde entonces he vuelto a hacer esa comparación a menudo.


    Capítulo IV
    LA EVASION


    Alrededor de las dos de la tarde del día siguiente, en medio del paisaje helado, el aula clara del Curso Superior se destaca como una lancha solitaria en medio del océano. Se diferencia del barco pesquero en que no huele a sebo y a salmuera, sino que despide el aroma de los arenques asados a la sartén y el olor a lana chamuscada por el calor de la estufa, de los que acaban de entrar.



    Se acerca el fin del año; han distribuido ya los cuadernos de composición, y el señor Seurel no consigue un silencio perfecto mientras escribe en el pizarrón el enunciado de los problemas, pues oye una serie de conversaciones en voz baja, mezcladas con rumores extraños y frases de las que se dicen solamente las primeras palabras para intimidar al compañero de al lado:

    –Señor Seurel, Fulano me...

    Pero el señor Seurel, envuelto en otros pensamientos, copiando sus problemas, se da vuelta de vez en cuando y los mira a todos con un aire que es severo y ausente al mismo tiempo, logrando así que por un instante de–, saparezca el alboroto secreto, para aparecer nuevamente al poco rato, calmo al comienzo, como un ronroneo.

    En medio del bullicio me encuentro solo y sin poder hablar, sentado al final de una de las mesas del grupo de los más chicos, al lado de los ventanales, y desde donde, al enderezarme un poco, puedo ver el jardín, el arroyo y los campos.

    De vez en cuando, en punta de pie, observo con ansiedad hacia el lado de la granja "La Buena Estrella". Apenas comenzó la clase comprobé que Meaulnes no había regresado desde que terminó el recreo de mediodía. Con seguridad su compañero de mesa también se ha dado cuenta, pero no dijo nada todavía, ocupado con su composición. En cuanto levante la cabeza, toda la clase se enterará, y como siempre alguien gritará las mismas palabras:

    –Señor Seurel: Meaulnes...

    Yo sé que Meaulnes se ha ido; más precisamente, creo que se ha fugado. Al terminar el almuerzo, debió cruzar por encima de la tapia y correr a través del campo, pasando al otro lado del arroyo por el viejo puente, hasta "La Buena Estrella". Habrá pedido la yegua para ir a la estación a esperar a los Charpentier. Ahora ha de estar enganchando...

    La Buena Estrella está ahí, pasando el arroyo, en la vertiente del repecho; es una granja importante, ocultada en verano por los olmos y las encinas del patio y los setos vivos; se encuentra en medio de un camino que conduce, por un lado, a la carretera de La Ciare, y por el otro, a los suburbios del pueblo. El inmenso caserón feudal, cercado con altas paredes sostenidas por contrafuertes cuya base se entierra en el estiércol, está en junio hundido entre el follaje, y solamente al atardecer se puede escuchar desde el colegio el rodar de los carros y los gritos de los vaqueros. Pero hoy puedo distinguir, entre los árboles desnudos, la alta pared grisácea del patio, la puerta de entrada y después, escondida entre unos pedazos de cerco, una cinta de camino, blanca por la escarcha, paralela al arroyo que conduce a la carretera de La Gare.

    Nada es movimiento en medio de ese paisaje invernal. Nada ha variado todavía. El señor Seurel, mientras tanto, está terminando de copiar el segundo problema; generalmente da tres, pero hoy estamos todos deseando que nos dé sólo dos. Al terminar volvería a su asiento y comprobaría la ausencia de Meaulnes, entonces mandaría a dos muchachos a buscarlo por el lugar, dos muchachos que lo encontrarían seguramente, antes de que pudiera ensillar la yegua...

    El señor Seurel ya está copiando el segundo problema, y por un momento deja descansar su brazo extenuado. Luego, y para mi tranquilidad, hace punto y aparte y comienza a escribir otra vez, y nos dice:

    –¡Bueno, esto no es más que un juego de niños!

    ...Desaparecieron de pronto dos rayitas negras que sobrepasaban la pared de "La Buena Estrella", y que serían las varas en alto de un coche. Estoy seguro de que en este instante están preparando allí la partida de Meaulnes. Allí está la yegua asomando la cabeza y el pecho a través de las columnas de la entrada; se queda inmóvil mientras instalan en la parte trasera del coche un asiento de más para cargar a los viajeros que Meaulnes intenta traer.

    Al fin, coche y cochero se marchan del patio, lentamente; por un momento desaparecen detrás del cerco y vuelven a pasan con la misma lentitud por el trecho del camino blanco que se percibe entre dos pedazos de cerco; por la manera campesina de apoyarse desagradablemente en uno de los costados del coche, y de sostener las riendas, puedo reconocer a mi compañero Agustín Meaulnes..

    En un instante todo se esfuma detrás del cerco. Los dos hombres que se quedaron en la puerta de "La Buena Estrella" hablan entre ellos con gran interés. Al fin se decide uno de ellos a llamar a Meaulnes, haciendo un ruido de bocina con la boca. Corre por el camino unos pocos pasos hacia él. Pero ya no debe verse desde allí, porque ha llegado a la carretera de La Ciare; entonces la actitud de Meaulnes cambia imprevistamente, se pone de pie, firme como un auriga romano, tira con ambas manos de las riendas, apura el animal hasta su máxima fuerza y desaparece por el otro lado del repecho, en un abrir y cerrar de ojos. El hombre que lo llamaba desde el camino ha comenzado a correr nuevamente, y su compañero se aproxima hacia donde estamos nosotros, a través del campo.

    Al poco rato, exactamente cuando el señor Seurel se está frotando las manos para limpiarlas del polvo de la tiza, tres voces gritan a coro, desde el fondo del aula: "¡Señor Seurel! ¡El gran Meaulnes se ha ido!" Y se abre la puerta de par en par, y es el hombre de la blusa azul que, quitándose el sombrero, pregunta desde el umbral:

    –Perdone, señor. ¿Ha sido usted quien permitió a ese alumno que nos pida el coche para ir a Vierzon en busca de sus padres? Tenemos algunas sospechas...
    –¡De ningún modo! –responde el señor Seurel.

    En ese instante se produce en la clase una tremenda confusión. Los tres que están más cerca de la puerta, los encargados de perseguir a pedradas a las cabras o a los cerdos que se adueñan de las plantas del patio, se lanzan a la salida. Se sucede entonces primero un precipitado golpetear de sus zuecos llenos de clavos contra las baldosas de la escuela, y luego el ruido opaco de sus pasos apurados, que aplastan la arena del patio y resbalan al girar por la cancela que conduce a la carretera. La curiosidad hace amontonar junto a la ventana al resto de la clase; para poder ver mejor, algunos se han trepado a las mesas.

    Lamentablemente es demasiado tarde: ¡el gran Meaulnes se ha fugado!

    –No importa; irás tú a la estación con Moucheboeuf –me dice el señor Seurel–. Meaulnes desconoce el camino de Vierzon, de manera que se perderá en los cruces y no podrá llegar a tiempo al tren de las tres.

    Desde el umbral del aula de los más pequeños, Millie estira su cuello para averiguar:

    'Pero, ¿qué pasa aquí?

    Por las calles del pueblo empiezan a formarse grupos. El campesino permanece inmóvil, obstinado y con el sombrero apretado en la mano, como quien pide justicia.


    Capítulo V
    EL REGRESO DEL COCHE


    Después de cenar y ya con la presencia de mis abuelos frente a la alta chimenea, empezó el relato de todos los acontecimientos de sus vidas desde las últimas vacaciones, y comprendí enseguida que no los estaba escuchando. Me sobresaltaba el chirrido que hacía, al abrir–,! se, la cancela del patio, muy cercana al comedor. Anteriormente, en nuestras veladas campesinas, yo acostumbraba esperar desde que anochecía, el chirriar de esa cancela, al que seguía el golpeteo de un zueco o el ruido que producía al rozar el umbral, y, algunas veces, un murmullo como de gente disponiéndose a entrar; luego llamaban, un vecino, una maestra, cualquiera era bienvenido a acortar nuestra velada.



    Peno en ese momento no podía esperar nada que llegase de afuera, ya que todos mis seres queridos estaban a mi lado; a pesar de eso trataba de atrapar los ruidos nocturnos y de continuar esperando en secreto que alguien abriera la verja. Muy cerca de mí se encontraba el abuelo, luciendo su tosca apariencia de gran pastor gascón, mirándose los pies sólidamente instalados frente a su cabeza, con el bastón sostenido entre las piernas e inclinado sobre un hombro, para poder castigar su pipa con la suela del zapato. Aprobaba con los ojos húmedos y repletos de bondad lo que la abuela relataba acerca del viaje, de las gallinas, de los vecinos y de los aldeanos que no les habían pagado aún el arriendo. Pero yo ya no los podía oír. Pensaba en el rodar del coche que se acercaba y súbitamente se detenía frente al portón. Meaulnes pegaba un salto desde el coche y entraba como si no hubiera pasado nada. O tal vez habría devuelto primero la yegua a "La Buena Estrella" y no tardaría mucho en escuchar el ruido de sus pasos por el camino, y el chirriar del portal, al abrirse. Pero nada. El abuelo mantenía la mirada fija frente a sí, y entornaba largo rato sus párpados al moverlos, como cuando está por llegar el sueño, mientras la abuela repetía trabajosamente su última frase, que ninguno escuchaba.

    –¿Es ese muchacho el que los tiene inquietos? –preguntó al fin.

    En La Ciare habíamos intentado encontrarlo, en vano. Los abuelos no habían visto a nadie que se pareciera al gran Meaulnes en la parada de Vierzon; nos demoramos en el camino buscándolo. Al regresar, mientras mi abuela conversaba con Moucheboeuf, me sentí decepcionado, a la vez que en el camino blanco de escarcha revoloteaban los pájaros, arremolinándose alrededor de las patas del asno, que marchaba al trote. De tanto en tanto, la rigurosa calma de la tarde de invierno se sacudía por el grito lejano de una pastora o de un niño, que llamaban, de un bosque de pinos al otro, a su compañero. Y cada vez que escuchaba ese grito prolongarse sobre las lomas desiertas, me sobresaltaba confundiéndolo, a lo lejos, con la voz de Meaulnes que me invitaba a seguirlo.

    Y así, mientras todo esto atrapaba mis pensamientos, llegó la hora de acostarnos. El abuelo había penetrado ya en el cuarto rojo, que también cumplía las funciones de sala, y que era muy húmedo y frío por haber estado cerrado desde el último invierno. Para que pudiese dormir allí, se habían sacado los adornos de encaje de los sillones, las alfombras y los objetos frágiles. El abuelo había colocado su bastón sobre una silla y los zapatos debajo del sillón. Terminaba de apagar la vela y estábamos dándonos las buenas noches, de pie, para despedirnos hasta el día siguiente, cuando el repentino ruido de unos carruajes nos hizo callar. Parecían dos coches siguiéndose lentamente. Su paso se fue amenguando hasta detenerse al fin bajo la ventana del comedor que daba al camino y que entonces estaba tapiada. Mi padre tomó la lámpara y, sin perder un minuto, abrió la puerta que estaba ya cerrada con llave; abrió también la verja, se adelantó hasta el borde de los peldaños y levantó la luz sobre su cabeza para ver qué sucedía. Eran dos, realmente, los coches que se habían detenido, y el caballo de uno iba atado detrás del otro. Un hombre había desmontado y esperaba, vacilante.

    –¿Es aquí el Ayuntamiento? –preguntó acercándose– ¿Podrían informarme quién es el señor Fromentin, colono de "La Buena Estrella"? He encontrado su coche y su yegua, perdidos en un camino, cerca de la carretera de Saint–Loup des Bois. Pude ver su nombre con la luz del farol y también la dirección anotada en la placa. Como me venía de paso, lo traje hasta aquí, para evitar accidentes; pero, así y todo, me demoré bastante.

    No sabíamos cómo reaccionar; mi padre se acercó e iluminó el carruaje con su lámpara.

    –Y no hay señal de nadie –continuó el hombre–, ni siquiera una manta. Este animal está cansado, renguea un poco.

    Me aproximé y pude ver, como los demás, ese coche y esa yegua perdidos, que eran devueltos como los restos de un naufragio por alta mar, y que eran tal vez el primer y último rezago de la aventura de Meaulnes.

    –Si la casa de Fromentin está demasiado lejos –agregó el hombre–, voy a dejarles a ustedes el carruaje. Perdí ya demasiado tiempo y en mi casa deben estar intranquilos por mí.

    Mi padre asintió; de esa manera podríamos devolver el carruaje a "La Buena Estrella" esa misma noche sin necesidad de darles explicaciones acerca de lo que había ocurrido. Después decidiríamos lo que íbamos a decir a la gente del pueblo y lo que íbamos a escribirle a la madre de Meaulnes. El hombre azotó su animal y se marchó, sin aceptar el vaso de vino que le ofrecíamos. Desde el fondo de su dormitorio, luego de encender otra vez la vela, mientras entrábamos sin hablar y mi padre conducía el coche a la granja, el abuelo preguntó:

    –Qué, ¿ha vuelto ese muchacho?

    Las mujeres, lanzándose una mirada cómplice, contestaron inmediatamente:

    –¡Claro que sí! Ha estado en casa de su madre, así que duérmete y no te preocupes.
    –¡Vaya! Más vale así. Lo que yo imaginaba –dijo el abuelo.

    Y, satisfecho, apagó la luz y regresó a la cama para dormir. Decidimos darle a la gente del pueblo la misma explicación que a él. En cuanto a la madre de Meaulnes, preferimos esperar y, no escribirle tan pronto. Y encerramos en casa nuestra preocupación, que se prolongó durante tres enormes días. Y todavía estoy viendo a mi padre regresando de la granja, alrededor de las once, con toda la humedad de la noche en el bigote, discutiendo con Millie en un tono muy bajo, entristecido y enfadado.


    Capítulo VI
    LLAMAN A LA VENTANA


    El cuarto día fue uno de los más fríos de aquel invierno. Los alumnos que llegaban al patio durante las primeras horas se entretenían patinando alrededor del pozo para poder entrar en calor, y recién corrían hacia las aulas cuando la estufa estaba encendida.



    Dentrás del portón nos quedábamos algunos aguardando la llegada de los chicos del campo, que venían ,todavía admirando los paisajes de escarcha cruzados, los estanques helados, los bosques por donde se esconden las liebres. Transportaban en las blusas su familiar olor a heno y a caballeriza que se condensaba en el aire del aula cuando se apretujaban en torno a la estufa encendida. Aquella mañana, uno de ellos trajo en una cesta a una ardilla muerta de frío que había encontrado en el camino, e intentó colgarla por las garras en el poste de la sala de recreo.

    Al rato comenzó la pesada clase de invierno.

    Repentinamente, un áspero golpe en los vidrios dei ventanal nos hizo alzar la cabeza, y sorprendernos al ver de pie y junto a la puerta al gran Meaulnes. Se sacudió la escarcha de la blusa antes de entrar, y lucía la cabeza en alto y una expresión enceguecida.

    Los dos muchachos sentados en el banco más cercano a la puerta se lanzaron a abrirle, y mantuvieron con él al principio una especie de conversación reservada que no pudimos escuchar hasta que al fin se decidió a entrar.

    El aire fresco que llegaba desde el patio desierto, los filamentos de paja que el gran Meaulnes traía pegados en la ropa y, sobre todo, su aspecto de viajero hambriento y extenuado, nos proporcionaba una rara sensación de curiosidad y placer.

    El señor Seurel bajó los dos escalones de la tarima desde donde pos había estado dictando, mientras Meaulnes caminaba hacia él con gesto agresivo. Y todavía puedo verlo como lo vi en aquel momento, hermoso a pesar de su apariencia exhausta y sus ojos enrojecidos seguramente por las noches que había tenido que pasar afuera.

    Se acercó al pupitre y dijo, con el tono seguro de quien se complace en dar una noticia: –Ya estoy de vuelta, señor.

    –Ya veo –respondió el señor Seurel, contemplándolo curiosamente–. Vaya y siéntese en su lugar.

    Meaulnes se dio vuelta hacia nosotros. Tenía la espalda un poco encorvada y sonreía con aire burlón, como los estudiantes mayores cuando son rebeldes y los castigan; se apoyó en la punta de la mesa con una mano y se dejó resbalar sobre su banco.

    –Tomará usted el libro que le voy a indicar –dijo el maestro–, mientras sus compañeros terminan el dictado.

    Entonces todas las cabezas apuntaron hacia Meaulnes, y la clase continuó como antes de que llegara. De vez en cuando se daba vuelta y me miraba; luego dirigía su vista hacia las ventanas, desde donde se veía el jardín blanco, inmóvil, algodonoso, y los campos solitarios, en los que a veces descansaba un cuervo. Al lado de la estufa se sentía un calor sofocante. Mi compañero escondió la cabeza entre las manos para leer, y creí que se dormiría al verlo cerrar los párpados por dos veces.

    –Quisiera acostarme, señor Seurel –dijo finalmente, levantando apenas el brazo–. Hace ya tres noches que no duermo.
    –Vaya –respondió el maestro, deseando, antes que nada, evitar un problema. Todas las cabezas se levantaron y se inmovilizaron las lapiceras, para verlo marcharse, con la blusa arrugada en la espalda y los zapatos repletos de barro.

    Aquella mañana se nos hizo tremendamente larga. Cerca del mediodía oímos en el desván al viajero alistándose para bajar. A la hora del almuerzo lo volví a encontrar: estaba sentado al lado del fuego, junto a mis sorprendidos abuelos, mientras el reloj marcaba las doce y la totalidad de los alumnos, grandes y chicos, perdidos en el patio blanco por la nieve, pasaban como sombras por la puerta del comedor.

    El único recuerdo que me ha dejado esa comida es el de un espantoso silencio y un gran encogimiento. Todo estaba helado, hasta el hule sin mantel, el vino en los vasos, el ladrillo rojo sobre el que poníamos los pies. Habíamos decidido no preguntar nada al viajero, para no hacerlo sentir obligado a rebelarse, lo que aprovechó para no despegar los labios. Al fin, al terminar el postre, conseguimos huir ambos hacia el patio, patio de la escuela, tan singular después del mediodía, sin nieve, pisoteado por les zuecos, ennegrecido, poblado de juegos y de ensordecedores gritos: una a una iban invadiéndolo las gotas que, con el deshielo, caían de las tejas de la sala de recreo. Meaulnes y yo corrimos detrás de los edificios. Al vernos, dos o tres amigos del pueblo dejaron sus juegos y se precipitaron hacia nosotros lanzando gritos de alegría y levantaban, bajo los zuecos, salpicaduras de barro, con las manos en los bolsillos y una bufanda al ' aire. Pero Meaulnes corrió al aula grande –yo lo seguí– y cerró la puerta de vidrio para aislar a nuestros perseguidores.

    Debido a ello se produjo un violento ruido de cristales sacudidos, de suecos golpeando en el umbral. Un gran golpe dobló la varilla de hierro que sostenía las dos hojas de la puerta; a pesar del riesgo de lastimarse con el aro roto de la llave, Meaulnes le dio vuelta y le echó el cerrojo.

    Esa conducta nos resultaba intolerable. En verano, los que permanecían de aquella manera junto a la puerta, comenzaban a correr por el jardín hasta que conseguían subirse por una ventana antes de que lográramos cerrarlas todas; pero todo estaba ya cerrado, ya que estábamos en diciembre.

    Por un largo rato los de afuera se mantuvieron dando empellones contra la puerta; luego nos gritaron, insultándonos, para después, uno a uno, volvernos la espalda y retirarse con la cabeza gacha, ciñéndose las bufandas.

    En el aula, que emanaba un particular olor a castañas y a vino ordinario, solamente quedaban los dos barrenderos, separando las mesas. Me quedé junto a la estufa para apartar el frío, perezosamente, esperando que llegara la hora de regresar a clase, mientras Meaulnes revolvía el escritorio del maestro y los pupitres. Pronto descubrió un diminuto atlas que se quedó a estudiar minuciosamente, sobre la tarima, con los codos sobre la mesa y la cabeza entre las manos.

    Me decidía a ir junto a él en ese instante, para ponerle la mano en su hombro y seguir juntos el trayecto que estaba realizando sobre el mapa. Pero de pronto se abrió la puerta que comunicaba con el aula de los pequeños y se mantuvo vibrando por el brusco empujón, a la vez que aparecían, lanzando un grito de triunfo, Jazmín Delouche, seguido por un muchacho del pueblo y por otros tres del campo. Con seguridad estaría mal cerrada una de las ventanas de aquella aula, y al comprobarlo debieron abrirla y saltar por allí.

    A pesar de tener una estatura muy baja, Jazmín Delouche ara uno de los mayores del Curso Superior; si bien aparentaba ser amigo del gran Meaulnes, le tenía una gran envidia, pues antes de que llegara nuestro pensionista era él, Jazmín, el gallito de la clase. Usaba una cara pálida, bastante inexpresiva, y el pelo untado con pomadas. Al ser hijo único de la viuda Delouche, la fondista, se sentía ya hombre; repetía con vanidad todo lo que escuchaba a los jugadores de billar y a los bebedores de vermut.

    Cuando vio entrar a Jazmín, Meaulnes alzó la cabeza y, frunciendo las cejas, gritó a los alumnos que se atropellaban hacia la estufa:

    –¡,De manera que no podemos estar aquí un minuto tranquilos!
    ––Si no te gusta, podrías haberte quedado donde estabas –le respondió Jazmín Delouche sin levantar la cabeza, sintiéndose respaldado por sus compañeros. Supongo que el estado de agotamiento de Agustín era el mismo de cuando nos alcanza la cólera y no podemos impedirla.
    –Tú –exclamó, algo pálido, al tiempo que se enderezaba y cerraba el libro–, tú vas a empezar por irte ahora mismo.

    Jazmín se rió con sarcasmo, respondiendo:

    –Vamos, hombre, ¿crees que porque estuviste prófugo tres días vas a ser ahora el amo?

    Y con la intención de desencadenar la pelea, agregó:

    –No serás tú quien me haga salir, ¿sabes?

    Pero ya Meaulnes se lanzaba sobre él. Hubo una serie de empellones, y de crujidos que producían las mangas de las camisas al descoserse. Solamente Martín, uno de los chicos del campo que habían entrado con Jazmín a la clase, se interpuso en la pelea.

    –¡Vas a dejarlo tranquilo! –dijo, dilatando las narices y meneando la cabeza como un carnero.

    De un violento empujón, Meaulnes lo arrojó en medio del aula, tambaleándose y con los brazos abiertos; luego con una mano tomó a Delouche por el cuello y con la otra abrió la puerta, intentando echarlo fuera. Pero Jazmín se aferraba a las mesas y clavaba los pies en las baldosas, haciendo rechinar sus zapatos claveteados, mientras Martín, parándose, regresaba pausadamente con la cabeza gacha y con furia. Meaulnes soltó a Delouche para quitarlo del medió. Pero Martín se salvó del mal rato al entreabrirse en ese instante la puerta que conducía a los pisos, por donde surgió el señor Seurel, con la cara vuelta hacia la cocina, como si estuviera terminando una conversación.

    Bruscamente concluyó la batalla. Unos rodearon la estufa, sin levantar la cabeza; no habían tomado partido por ninguno. Meaulnes se sentó en su mesa. Los hombros de la blusa estaban descosidos y caídos. Durante los segundos que precedieron al palmetazo con que comenzaba la clase, Jazmín exclamó, excitado:

    –Ya no puede aguantar nada ahora. Se las da de astuto. ¡Quizás cree que no sabemos dónde estuvo!
    –¡Estúpido! Ni yo mismo lo sé –contestó Meaulnes, en medio de un profundo silencio.

    Luego se encogió de hombros, rodeó la cabeza con las manos y se puso a estudiar la lección.


    Capítulo VII
    EL CHALECO DE SEDA


    Nuestro cuarto era un espacioso desván. Todos los dormitorios de los ayudantes tenían ventanas, pero en el nuestro, y no sé por qué, la luz entraba a través de una claraboya. Era imposible cerrar totalmente la puerta, puesto que se atrancaba en el suelo. Cuando subíamos cada noche, protegiendo con una mano la llama de la vela de las continuas corrientes de aire de–la inmensa casa, tratábamos de cerrar esa puerta y nunca lo conseguíamos. Y durante toda la noche penetraba por ella el silencio ¢e los tres graneros.



    En ese sitio, la noche de aquel mismo día de invierno. Agustín Meaulnes y yo nos encontramos nuevamente. Mientras yo, con mi máxima velocidad, me quitaba la ropa y la apilaba sobre una silla que estaba a la cabe–era de la cama, Agustín, sin despegar los labios, comenzaba a desnudarse con gran lentitud. Lo observaba desde mi cama de hierro con cortinas de cretona con dibujos de pámpanos. Mientras se quitaba la ropa, se sentaba en la cama para luego pararse y pasear de un lado a otro. La vela, que él había puesto sobre una de esas mesitas de mimbre que trenzan los gitanos, trasladaba a la pared su sombra gigantesca e inquieta. Contrariamente a lo que yo hacía, Agustin doblaba y arreglaba sus ropas de colegial, con aire distraído y amargo. Lo imagino todavía apoyando en una silla su grueso cinturón, colgando en el respaldo su blusa negra, sucia y arrugada, sacándose una especie de chaqueta de soldado azul oscuro que llevaba debajo, y agachándose, de espaldas a mí, para extenderla a los pies de su cama. Cuando se levantó y se dio vuelta, vi que usaba debajo de la chaqueta, en vez de la chaquetilla reglamentaria con botones de cobre, un raro chaleco de seda, muy escotado, que se abrochaba por la parte de abajo con una apretada hilera de botoncitos de nácar. Era una de esas hermosas prendas de fantasía que usarían los jóvenes que bailaban con nuestras abuelas en los minués de 1830.

    Hoy puedo recordar todavía a aquel delgado estudian–te aldeano, con la cabeza desnuda ya que había dejado ¡ su gorra cuidadosamente sobre el resto de sus ropas,.+ y puedo ver también su cara, tan joven, tan resuelta,; tan endurecida a pesar de su corta edad. Otra vez estaba paseando por la pieza; comenzó a desabrochar el sugestivo chaleco de una vestimenta que no le pertenecía. Me parecía extraño verlo así, sin mangas de camisa, con' los pantalones muy cortos y los zapatos sucios de barro, sujetando aquella ropa de marqués. Repentinamente volvió a la realidad, se dio vuelta y me observó con sus ojos inquietos. Yo estaba a punto de reír; él sonrió al mismo tiempo que yo y se le iluminó la cara.

    –Pero, ¿qué es eso? –pregunté en voz baja–. ¿Del dónde lo sacaste?

    Su sonrisa se borró muy pronto; pasó la mano por sus rapados cabellos y, de repente, con el gesto de quien ` se sobresalta por un deseo, se puso nuevamente la guerrera azul sobre el delicado chaleco, la abrochó de arriba abajo y se volvió a poner la arrugada blusa. Luego dudó, ;; mirándome, hasta que finalmente se sentó en el borde la cama, se sacó los zapatos, que golpearon con estruendo do sobre el piso, y vestido, como el soldado de guardia de una guarnición, se tiró en la cama y apagó la vela. Al despertarme a medianoche, lo sorprendí en el centro del dormitorio, de pie, con la gorra casi clavada en la cabeza, buscando algo en la percha; sacó una esclavina y la colocó sobre los hombros. La pieza estaba a oscuras, ni siquiera iluminada por el reflejo de la nieve. En el jardín se agitaba un viento negro y frío, que también corría sobre el tejado. Me levanté un poco y le dije en voz muy baja:

    –Meaulnes, ¿te vas otra vez?

    No me respondió, y entonces, enojado, exclamé:

    –Muy bien, ¡voy contigo! Debes llevarme.

    Y salté de la cama; pero él se acercó a mí, me sujetó del brazo, obligándome a sentarme, y me dijo:

    –No puedo llevarte, François. Si conociera bien el camino, vendrías conmigo, pero necesito encontrarlo en el plano antes, y no lo logro.
    –Sí es así, tú tampoco te puedes ir.
    –Es verdad, sería totalmente inútil –asintió, desalentado–. Vamos, acuéstate. Te doy mi palabra de que no me iré sin ti.

    Y comenzó otra vez a dar vueltas por el dormitorio. Yo no me animé a hablarle, y lo miraba pasear, detenerse, reanudar el paso con más impulso, con el gesto de quien revuelve los recuerdos en su memoria, los compara y los rechaza, haciendo cálculos y de pronto cree haber hallado lo que buscaba, y abandona luego el hilo de sus pensamientos para comenzar inmediatamente una nueva búsqueda.

    Pero aquella no fue la única noche en que me despertó el ruido de sus pasos, alrededor de la una de la madrugada, recorriendo la pieza y los graneros, como los marinos que no pueden olvidar las guardias de a bordo, y, ya inundados de su tierra, se levantan y se visten a la hora reglamentaria para vigilar la noche campesina; dos o tres veces más, durante el mes de enero y en la primera quincena de febrero me sobresalté en mi sueño para descubrirlo, de pie, vestido, con la esclavina en los hombros, dispuesto a salir, y al llegar a las puertas de aquel misterioso país al que un día escapara, se quedaba inmóvil, titubeaba. En el preciso instante de levantar el cerrojo de la puerta de la escalera y salir por la de la cocina, que hubiera podido abrir con facilidad, sin ser oído, retrocedía, para luego, durante las largas horas que precedían al amanecer, invadir los graneros, enfermizo y pensativo.

    Hasta que una noche, a mediados de febrero, fue él mismo quien me despertó, tocándome suavemente el hombro. Había sido un día muy fatigoso. Meaulnes permaneció durante el último recreo de la tarde en su banco, ya que no intervenía más en los juegos de sus antiguos camaradas. dibujando afanosamente un misterioso croquis, realizando cantidades de cálculos y siguiendo con' la punta del dedo un mapa de la provincia del Cher. Entre el patio y la clase se deslizaba un ininterrumpido ir y venir de los estudiantes; los zuecos golpeteaban el suelo y los chicos se perseguían de mesa en mesa, saltando sobre la tarima y los bancos. Todos sabían que se arriesgaban al aproximarse a Meaulnes cuando se encerraba de esa manera; pero como el recreo se extendía, dos o tres niños del pueblo, chistosamente, fueron hacia su lado sin hacer ruido y comenzaron a curiosear sobre sus hombros.

    Uno de ellos empujó a los demás contra Meaulnes, quien cerró torpemente el mapa, se guardó la hoja de papel y sujetó al último de los tres muchachos, mientras los otros escapaban. Era el huraño Giraudat, que comenzó a lloriquear y trató de defenderse a puntapiés. Finalmente, Meaulnes lo echó del aula, y Giraudat le gritó con furia:

    –¡Cobarde! ¡No me extraña que todos estén en tu contra, que todos quieran pegarte!

    Y agregó una serie de insultos, que devolvimos sin terminar de entender lo que había querido decir. Yo era el que gritaba más alto, ya que me había puesto de parte del gran Meaulnes. En ese momento existía entre él y yo una especie de pacto; me sentía ligado a él para siempre por su promesa de llevarme, sin decirme como todos que "no podía andar", y pensaba constantemente en su extraño viaje. Estaba seguro de que había conocido a alguna muchacha, mucho más hermosa sin duda que todas las del pueblo; más linda que Juana. a quien observábamos, en el jardín de las monjas, a través del ojo de la cerradura; más linda que Magdalena, la hija del panadero, tan blanca y tan rubia; y más linda aun que Jenny, la hija de la señora de la quinta, que era una belleza, pero que estaba loca y la dejaban siempre encerrada. Seguramente en sus noches de insomnios Meaulnea pensaba en una muchacha, como lo hacen los héroes de novela. Yo había decidido hablarle de ella la primera vez que volviera e despertarme. En la misma tarde en que se produjo la pelea, después de las cuatro, estábamos sacando algunas herramientas del jardín, palas y picos con que habíamos cavado unos fosos, cuando oímos gritos en el camino. Un grupo de niños avanzaba a paso gimnástico, formados en columnas de a cuatro, como una compañía perfectamente coordinada, dirigidos por Delouche, Daniel, Giraudat y otro a quien desconocíamos. Nos habían visto y nos insultaban a gritos, de manera que teníamos ya a todo el pueblo en contra, y se estaba preparando un extraño juego bélico del que nos habían excluido. Meaulnes guardó en el cobertizo la pala y el azadón que cargaba sobre el hombro, sin decir nada. En la medianoche de ese día su mano me despertó, sobresaltándome, y me dijo:

    –Levántate, nos vamos.
    –¿Conoces ya el camino hasta el final?
    –¡Conozco una buena parte, y será difícil que encontremos el resto! –respondió, apretando los dientes.
    –Escucha, Meaulnes –le dije, incorporándome en la cama–. Tenemos sólo una cosa que hacer: buscar los dos de día, aprovechando tu croquis, el trecho que nos falta.
    –Pero está muy 'lejos.
    –¿Y qué? Iremos en coche, este verano, cuando los días sean más largos.

    Comprendí que Meaulnes aceptaba, a través de su prolongado silencio.

    –Y trataremos juntos de hallar a la chica que amas –agregué finalmente–, cuéntame algo de ella, dime quién es.

    Entonces se sentó a los pies de mi cama. En la oscuridad yo percibía su frente inclinada, sus brazos cruzados, sus rodillas. Aspiró intensamente el aire, como quien ha sufrido una larga pena y se dispone, al fin, a confiar su secreto.


    Capítulo VIII
    LA AVENTURA


    Pero Meaulnes no me contó esa noche todo lo que le había sucedido por el ;camino; ése fue el gran secreto de nuestra adolescencia, aun cuando; en los días angustiosos que ya contaré, se decidió a confiármelo, y hoy que todo ha pasado puedo explicar su misteriosa aventura, hoy que "de tanto mal, de tanto bien" sólo queda un poco de polvo.



    Por el camino de Vierzon, a la una y media de la tarde y en medio de aquel tiempo tan frío, Meaulnes acicateó a su animal, ya que sabía que no le sobraban los minutos. Lo que lo divertía era pensar en la sorpresa que nos llevaríamos todos al verlo en el coche, a las cuatro de la tarde, junto a los abuelos Charpentier, ya que, con seguridad, en ese momento no intentaba hacer otra cosa.

    Entumecido por el frío, se envolvió las piernas con una manta que había rechazado al principio pero que afortunadamente los de "La Buena Estrella" le habían dejado por la fuerza dentro del coche.

    A las dos pasó por el pueblo de La Motte. Era la primera vez que atravesaba una villa durante las horas de clase y le resultó gracioso verla, tan dormida, tan desierta. De tanto en tanto se levantaba una cortina y aparecía la cabeza curiosa de alguna mujer. Después de pasar la escuela, a la salida de La Motte, dudó entre dos caminos y le pareció recordar que para ir a Vierzon debía doblar a la izquierda. Como allí no había nadie para orientarlo, hizo trotar a la yegua por la carretera, que en ese trecho se volvía más estrecha y mal empedrada. Se mantuvo bordeando un monte de abetos durante un rato, hasta que al fin encontró a un carretero a quien le preguntó, rodeando la boca con las manos como si fuera una corneta, si el camino que estaba siguiendo era realmente el de Vierzon, mientras la yegua, tirando de las riendas, seguía trotando. El carretero no debió oír bien lo que le decía, ya que gritó algo, con un incomprensible ademán, y Meaulnes prosiguió por ese camino.

    Nuevamente se vio en medio del enorme campo helado, sin nada que lo pudiera distraer; sólo una urraca alzaba el vuelo a veces, atemorizada por el coche, para posarse más lejos, sobre un olmo roto. Meaulnes se había envuelto los hombros con la inmensa manta, como si fuera una capa; estiró las piernas, se arrinconó en uno de los lados del coche, y se adormeció un buen rato.

    Cuando se despertó por el gran frío que ya atravesaba la manta, el paisaje había cambiado totalmente. Ya no podía perder la vista en aquellos horizontes lejanos, ni en el enorme cielo blanco, sino que estaba rodeado por unos pequeños jardines aún verdes; el agua de las cunetas se desparramaba bajo el hielo, hacia ambos lados. Todo hacía intuir la proximidad de un arroyo. Y la ruta, rodeada de altos cercos, era nada más que un estrecho camino repleto de baches.

    La yegua ya no trotaba. Dándole un latigazo, Meaulnes intentó hacerle recobrar su paso anterior pero el animal siguió andando con lentitud. Apoyó las manos en la delantera del coche, y se dio cuenta de que la yegua estaba cojeando de una de las patas traseras. Se bajó, inquieto.

    –No alcanzaremos nunca el tren de Vierzon –dijo a media voz.

    Y no quería delatar el pensamiento que lo estaba amenazando, el sentir que ése no era el camino correcto.

    Al examinar minuciosamente el pie del animal, no halló ningún rastro de herida. La yegua levantaba la pata apenas Meaulnes se disponía a tocársela, y escarbaba el suelo con su casco pesado y torpe. Finalmente Agustín descubrió que se trataba de alguna piedra en el casco; sabía cómo se debía tratar a los animales de manera que se agachó, y trató de sujetar con su mano izquierda el pie derecho de la yegua y ponérselo entre las rodillas, pero el coche lo molestaba. Aquélla se le escapó dos veces, adelantándose unos pocos metros; el estribo golpeó la cabeza de Meaulnes y la rueda le lastimó la rodilla. Al fin consiguió vencer la resistencia del animal, pero para poder quitarle la piedra tuvo que emplear su cuchillo de labriego.

    Cuando terminó la tarea, y al levantar la cabeza, aturdido, comprobó asombrado que ya estaba anocheciendo.

    En su lugar, cualquier otro hubiera decidido retroceder para no seguir perdiéndose. Pero Meaulnes no lo hizo, al calcular que debía estar demasiado lejos de La Motte, y además la yegua podía haber seguido por un atajo mientras él estaba durmiendo. A la larga, aquel camino lo llevaría a algún pueblo. A estas razones puede agregarse, además, que Meaulnes, con el pie en el estribo, manejando con impaciencia al animal, cosechaba interiormente unas enormes ganas de lograr algo y de llegar a algún lugar a pesar de los problemas que se le interponían. Azoto a la yegua, que volvió a andar al trote. La noche se hacía cada vez más oscura. En el camino, transformado en un barrancal, sólo quedaba paso apenas para el coche. Oía de vez en cuando un ruido seco, al quebrarse en la rueda alguna rama del cerco. Al anochecer totalmente Meaulnes pensó, entristecido, en el comedor de Sainte–Agathe y en todos nosotros reunidos allí dentro en esos momentos. Luego se enfadó, para sentirse más tarde orgulloso y feliz de haberse escapado de esa manera, sin proponérselo.


    Capítulo IX
    UN ALTO EN EL CAMINO


    Sorpresivamente, la yegua disminuyó el paso, como si hubiera tropezado con algo en medio de la sombra; agachaba y levantaba dos veces la cabeza y frenaba luego arrastrando las narices como si olfatease algo. Alrededor de sus pies se oía un chapoteo de agua; era un arroyo que cortaba el camino y que debía ser un vado en verano, pero en aquella época la corriente era demasiado fuerte y el hielo no había podido endurecerse, de manera que hubiera resultado peligroso seguir adelante.



    Meaulnes tiró de las riendas para retroceder unos pasos y se puso de pie en el coche. En ese momento pudo ver una luz que hacía guiños a través del ramaje, separada del camino por sólo dos o tres prados.

    Meaulnes descendió del coche e hizo retroceder la yegua, mientras le hablaba para calmar los cabeceos bruscos.

    –Hala, querida, hala, ¡ya no seguimos muy lejos! ;Muy pronto sabremos dónde estamos!

    Empujó la cerca entreabierta de un pequeño prado que desembocaba en el camino, y entró allí con el coche. Sus pies se perdían dentro de la blanda hierba; el noche se movía en silencio. Con la cabeza pegada a la de la yegua, Agustin recibía su calor y el fuerte soplo de su aliento. La llevó hasta el fondo del prado y le puso la manta sobre el lomo. Luego apartó unas ramas y . pudo ver nuevamente la luz, que provenía de una casa solitaria.

    Atravesó tres grandes prados y saltó un arroyuelo traidor en el que estuvo a punto de caer con los dos pies juntos. Al fin llegó al patio de una casa de campo, después de un último salto desde un talud. Se oía el gruñir de un cerdo desde su pocilga y los ladridos de un perro, furioso al percibir sus pasos sobre la tierra helada.

    El cerrojo de la puerta estaba abierto, y la luz que Meaulnes había visto era la de una fogata de leña que ardía en la chimenea. El fuego era lo único que iluminaba el ambiente. Una mujer se levantó en el interior de la casa y se dirigió hacia la puerta, sin mostrarse asombrada. En ese instante, el reloj de pesas daba las siete y melia.

    –Usted me disculpará, buena señora, pero temo haber . pisado sus crisantemos.

    La mujer se había detenido, con un bol en la mano, y lo observaba.

    –Es verdad –dijo– que el patio está oscuro como para perderse.

    Se produjo entonces un silencio, que Meaulnes aprovechó para contemplar las paredes de la estancia, empapeladas con diarios ilustrados como en las posadas, y la mesa, sobre la que descansaba un sombrero de hombre.

    –¿No está el señor? –preguntó, sentándose.
    –Enseguida va a regresar –contestó la mujer, cuya confianza se había conquistado–. Fue a buscar un fardo de leña.
    –No es que lo necesite –prosiguió el colegial, acercando su silla al fuego–, pero estamos varios por ahí en plena cacería. He venido a pedirles que– nos cedan un poco de pan.

    El gran Meaulnes sabía que entre la gente del campo, especialmente en una granja solitaria, era necesario ser discreto, hasta buen político a veces, y no decir nunca que uno no es del lugar.

    –¿Pan? –preguntó la mujer–. El panadero que pasa todos los martes hoy no ha venido, así que poco les podremos dar.

    Al oír esto, Agustín, que por un Instante había tenido la esperanza de estar cerca de un pueblo, se asustó.

    –¿El panadero de qué lugar?
    –Pues, ¡el de Vieux–Nançay! –respondió la mujer, asombrada.
    –¿A qué distancia estamos, exactamente, de VieuxNançay? –continuó Meaulnes, ya muy inquieto.
    –Por la carretera, no sabría decírselo con seguridad; pero por el atajo deben ser tres leguas y media

    Y comenzó a contarle que allí trabajaba una hija suya, y que el primer domingo de cada mes iba a pie a verla, y que sus patrones...

    Pero Meaulnes, ya totalmente desorientado, la interrumpió:

    –Vieux–Nançay es el pueblo más cercano, ¿verdad?
    –No. El más próximo es Les Laudes, que está a cinco kilómetros, pero no tiene tiendas ni panaderos, solamente un pequeño mercado todos los años, en el día de San Martín.

    Era la primera vez que Meaulnes oía hablar de Les Laudes, y se vio tan perdido que casi le resultó gracioso. Pero la mujer, que estaba junto a la pileta lavando el bol, se dio vuelca, ton curiosidad, y le preguntó pausadamente, mientras lo miraba con fijeza.

    –¿Acaso es usted forastero?

    En ese momento llegó a la puerta de la casa un campesino algo viejo, que cargaba leña bajo el brazo. Entró y la arrojó al suelo. En voz muy alta, como si estuviera s sordo, la mujer le explicó lo que aquel muchacho quería.

    –Bueno, es cosa fácil –dijo el campesino–. Pero va– – ya junto al fuego, señor, ¿no tiene frío?

    Después de un momento los dos estaban instalados junto a la chimenea; el hombre iba partiendo la leña para arrojarla al fuego, y Meaulnes tomaba el vaso de leche con pan que le habían servido. El viajero planeaba ; ya volver y visitarlos con sus compañeros, convencido de que su fantástica aventura había llegado a su fin, y encantado de estar en esa humilde casa luego de todos los problemas por los que había pasado. No sospechaba que ése era nada más que un alto en el camino y que su andanza continuaría enseguida.

    Al rato pidió que se lo guiara al camino a La Motte, y., tratando de volver a la verdad, confesó que estaba totalmente perdido, ya que su coche se había separado de los otros cazadores.

    Entonces, los campesinos comenzaron a insistirle para que se quedara a dormir y se marchara con la luz del día, hasta que Meaulnes aceptó y salió a buscar la yegua para dejarla en la caballeriza.

    –Tenga cuidado con los pozos del sendero –le dijo el hombre.

    Pero Meaulnes no se animó a confesar que no había llegado hasta allí por el sendero, y ya en el umbral de la puerta, dudó en pedirle que lo acompañara, tambaleándose casi por la indecisión. Luego salió al patio oscuro.


    Capítulo X
    EL REDIL


    Subió al talud que había saltado antes, para ubicarse donde estaba. Y así, pasando entre los sauces de las vallas, lentamente y con dificultad, como a la ida, orientándose por las hierbas y los charcos, se dirigió hacia el prado donde había dejado a la yegua. Pero para su sorpresa, el coche no estaba allí. Las sienes le temblaban; se quedó quieto, esforzándose en recibir todos los ruidos de la noche, creyendo oír a cada momento, muy cerca, la presencia del animal. No oyó nada. Recorrió el prado. La cerca de la entrada estaba un poco abierta y derribada, como si le hubiese pasado por encima la rueda de un coche, como si por allí hubiese escapado la yegua. Meaulnes caminó por la carretera, cuesta arriba, y a los pocos metros algo se le enredó en los pies: era la manta, que seguramente había resbalado del lomo del animal. Supuso entonces que había escapado en esa dirección, y comenzó a correr.



    Corría y corría, con la febril voluntad de recuperar el coche como único pensamiento, con la sangre agolpándole la cara, perforado por ese angustioso deseo, tan parecido al miedo. De vez en cuando sus pies tropezaban con las piedras del camino; en las curvas, dominado por la total oscuridad, chocaba contra las cercas y ya demasiado cansado como para frenar a tiempo, caía sobre los espinos, con los brazos extendidos, hiriéndose las manos al querer protegerse la cara. De a ratos sé detenía para prestar atención a los ruidos, y nuevamente comenzaba a andar. En un momento le pareció percibir el rumor de un coche, pero se trataba del traqueteo de un carro que pasaba muy lejos, a su izquierda, por una carretera. Después tuvo que detenerse con la pierna rígida, dolorido por la rodilla que le había lastimado el estribo, y pensó que podría haber alcanzado hacía rato a la yegua si ésta no se hubiese escapado al galope. También pensó que como un coche no se pierde así porque sí, ya lo iba a encontrar alguien.

    Y finalmente, ya agotado y furioso, caminó hacia atrás, arrastrándose lastimosamente, y tras un rato largo de marcha creyó estar en los lugares que terminaba de abandonar. Pronto pudo ver la luz de la casa que estaba buscando. En el cerco se abría una vereda ancha.

    –Este es el sendero de que me habló ese viejo –reflexionó, y caminó contento. Ya no tendría que atravesar cercos ni repechos.

    Al desviarse el camino a la izquierda, la luz pareció moverse a la derecha, y cuando llegó a una encrucijada, sin pensarlo, apurado por llegar nuevamente a la humilde casa, siguió por un sendero que creyó lo llevaría directamente a ella. Apenas caminó diez pasos, la luz desapareció, ya fuera porque un árbol la tapaba o porque los campesinos, cansados de esperarlo, la hubieran apagado. Pero animosamente siguió saltando a través del campo en dirección a donde provenía el resplandor. Al atravesar otro cerco, entró en otro sendero. Y de esa manera se iba complicando cada vez más su pista, rompiéndose el nexo que lo unía a la gente que buscaba. Ya rendido, perdido el ánimo, resolvió seguir esa ; vereda hasta el final. A cien pasos de allí, el sendero desemboca en una pradera gris, en donde se desparramaban unas sombras que debían ser enebros, y se distinguía una oscura barraca en un desnivel del terreno. Meaulnes se acercó a la casa. Era algo semejante a un redil abandonado o una choza. Abrió la puerta, que lanzó un gemido. En el interior flotaba un fuerte olor a moho, y cuando el viento apartaba las nubes, la luna se filtraba a través de las rendijas de los tabiques. Sin investigar más, Meaulnes se acostó sobre la paja húmeda, con un codo en el suelo y la cabeza apoyada en la mano. Se sacó el cinturón y se acurrucó, envuelto en la blusa con las rodillas junto al estómago, y sintió deseos de llorar al acordarse de la manta que había abandonado en el camino. Trató de pensar en otras cosas. Congelado hasta la médula, recordó un sueño, más que nada una visión, que había tenido en su niñez, y que nunca había contado a nadie; era la visión de una mañana, ciando, en vez de despertar en su habitación, frente a sus pantalones y a sus prendas de abrigo, lo había hecho en un enorme edificio verde, cubierto de colgantes que parecían ser follaje, y emanaba de allí una luz tan dulce que la hubiera podido saborear. Junto a la primera ventana, vuelta de espaldas, una joven cosía, como esperando que él despertara. Pero Meaulnes no había tenido fuerzas para levantarse y laminar por ese lugar encantado, y entonces juró que la vez siguiente lo haría. Tal vez después de esa noche.


    Capítulo XI
    LA MANSION MISTERIOSA


    Al amanecer, comenzó a caminar otra vez. Pero debía detenerse y sentarse a cada rato, dolorido por la hinchazón en la pierna. El lugar en donde se hallaba era el más desierto de la Sologne. Durante toda la mañana vio solamente una pastora, a lo lejos, que volvía con su rebaño, y que desapareció sin oír sus desesperados gritos.



    Siguió andando en su dirección, con gran lentitud, sin ver un techo, ni un alma, ni siquiera un chorlo gritando entre las cañas de los pantanos. Sobre esa total soledad brillaba un sol de diciembre, claro y glacial.

    Serían aproximadamente las tres de la tarde cuando al fin pudo ver, sobre la línea de un monte de abetos, la aguja de una torrecilla gris.

    –Algún viejo castillo deshabitado –pensó–. ¡Algún palomar desierto!

    Y prosiguió su camino, sin apurarse. Llegó al final del puente, y entró en una alameda que desembocaba entre dos. postes blancos. Caminó unos pocos pasos y se detuvo, sorprendido y turbado por una extraña emoción. Pero siguió con su paso cansado. A pesar del viento helado que le tajeaba los labios, y por momentos lo ahogaba, se sentía animado por una inmensa alegría, dentro de una paz absoluta, casi embriagadora, que significaba la seguridad de que al fin había llegado a destino y que todo marcharía en adelante muy bien. Se sentía desfallecer como en otros tiempos, en la víspera de las grandes fiestas del verano, cuando al caer la noche plantaban abetos en las calles del pueblo y la ventana de su dormitorio quedaba obstruida por las ramas.

    –¡Tanta alegría –se dijo–, porque llego a este viejo palomar repleto de lechuzas y de corrientes de aire!

    Se detuvo, enfadado consigo mismo, preguntándose si no sería conveniente retroceder y seguir hasta el pueblo más cercano. Lo estaba pensando hacía un buen rato, con la cabeza gacha, cuando comprobó de pronto que la alameda había sido cortada a grandes círculos iguales, como se hacía en las fiestas de su pueblo. Ese camino le recordaba la calle principal de La Ferté, durante la mañana de la Asunción. De haber visto en la curva un grupo de gente festiva, levantando polvareda como en el mes de junio, no se hubiera asombrado.

    –¿Habrá una fiesta en medio de esta soledad? –se preguntó.

    Caminó hacia la primera curva, y escuchó un rumor de voces que se aproximaban. Se apartó del camino, acurrucándose junto a los espesos abetos, conteniendo el aliento. Eran voces infantiles. Un grupo de niños pasó muy cerca de donde él se escondía. Uno de ellos, tal vez . una niña, hablaba en un tono tan sensato y firme que Meaulnes no pudo evitar sonreír.

    –Solo _ una cosa me tiene preocupada –decía–. Se trata de los caballos. ¿No podrán evitar que Daniel, por ejemplo, monte la gran jaca isabelina?
    –Nunca me lo impedirán –respondió una voz burlona de muchachito–. Pero ¿es que acaso no contamos con todos los permisos, inclusive el de hacernos daño, si queremos?

    En el momento en que se acercaba otro grupo de niños, las voces se alejaron.

    –Si el hielo se ha deshecho –agregó la niña–, mañana por la mañana saldremos en barco.
    –Pero, ¿van a dejarnos? –preguntó otra.
    –Sabes muy bien que organizamos la fiesta a nuestro antojo.
    –¿Y si Frantz regresara esta misma tarde, con su novia?
    –¡Pues hará lo que nosotros queramos!
    –Indudablemente se trata de un casamiento –pensó Meaulnes–. Pero, ¿son los niños quienes mandan aquí? Es una extraña mansión.

    Quiso salir al camino para averiguar dónde podía calmar su apetito y su sed. Se levantó y vio alejarse al último de los grupos. Eran tres niñas, con vestidos muy almidonados que les llegaban a media rodilla, hermosos sombreros con cintas y plumas blancas rozándoles la garganta. Una de ellas, un poco dada vuelta e inclinada, escuchaba a su compañera que le daba grandes explicaciones, con el dedo en alto.

    –Tendrían miedo al verme –pensó Meaulnes, mirándose la blusa campesina, rota, y el cinturón barroco de colegial de Sainte–Agathe.

    Prosiguió su camino a través de los abetos en dirección al palomar, con temor de que los niños se encontrasen con él al regresar por la alameda, y sin preocuparse demasiado por lo que preguntaría allí. En el límite del bosque, una pared cubierta de musgo lo detuvo. Entre la pared y las dependencias de la casa, del otro lado, había un largo y angosto patio cubierto de carruajes, como si fuese un patio de fonda en los días de feria. Había todo tipo de formas y clases: delicados cochecitos de cuatro asientos, con las varas levantadas; carros de banqueta; borbonesas anticuadas, con sus molduras, y hasta viejas berlinas con los cristales en alto.

    Meaulnes, oculto tras los abetos, con temor a que lo vieran, observaba el desorden del lugar, cuando vio una ventana de las dependencias entreabierta, del otro lado del patio, encima de un alto carro de banqueta. Con seguridad el tiempo había destruido los dos barrotes que suelen asegurar las ventanas de las fincas rústicas.

    –Voy a entrar allí –pensó–. Dormiré sobre °1 heno, y me iré a la madrugada, sin asustar a esas preciosas niñas.

    Saltó la pared, dificultosamente a causa de la rodilla lastimada, y pasando de un coche a otro, del pescante del carro de banqueta al techo de una berlina, llegó hasta la ventana. La abrió sin hacer ruido, como si fuera una puerta. Con gran sorpresa no se encontró en un depósito de heno, como había supuesto, sino en un cuarto, de techos bajos, que debía ser un dormitorio. En medio de la semioscuridad de la tarde de invierno se entreveía que la mesa, la chimenea y hasta los sillones estaban cubiertos de enormes vasijas, de objetos preciosos y armas antiguas. Al fondo del cuarto colgaban unas cortinas que debían esconder una alcoba.

    Cerró la ventana, tanto por el frío como por miedo a que lo vieran desde afuera. Corrió la cortina del fondo y descubrió una cama grande y baja, sobre la que estaban desparramados una cantidad de libros dorados. ,andes de cuerdas rotas y candelabros. Llevó todo a un rincón de la alcoba y se acostó para descansar y meditar un poco acerca de la misteriosa aventura que estaba viviendo.

    El silencio penetraba por todas partes, y a ratos se oía solamente el viento de diciembre. Desde la casa, Meaulnes se preguntaba si, pese a los raros encuentros, a las voces de niños en la alameda, a esa aglomeración de coches, ése sería tan sólo un viejo caserón abandonado en la dureza del invierno, como supuso al principio.

    De pronto le pareció que el viento arrastraba el sonido de una música perdida, que era como un recuerdo colmado de encanto y sentimiento. Se acordó de su madre, cuando era joven, sentada al piano en el salón por la tarde, mientras él, en silencio, escuchaba hasta la noche detrás de la puerta que daba al jardín.

    –Se diría que alguien está tocando el piano en algún lugar –pensó. Pero no tardó en dormirse, dejando en el aire su pregunta, agotado.


    Capítulo XII
    EL CUARTO DE WElLINGTON


    Era de noche cuando despertó, muerto de trío, dando vueltas y vueltas en la cama, arrugando y arrollando la blusa negra bajo su cuerpo. Las cortinas de la alcoba se empapaban de una débil luz verdosa.



    Se sentó en la cama y deslizó la cabeza entre las cortinas, y descubrió que alguien había abierto la ventana para colgar del marco dos farolitos venecianos verdes.

    Inmediatamente escuchó un rumor apagado de pasos y de conversaciones en voz baja, que llegaba desde la i escalera. Entró otra vez en la alcoba, y sus zapatos claveteados hicieron vibrar uno de los objetos de bronce que había colocado junto a la pared. Nervioso, contuvo un instante la respiración. Los pasos se estaban aproximando y dos sombras penetraron en el cuarto.

    –No hagas ruido –decía una de ellas.
    –¡Ah! –contestaba la otra–. ¡Ya es hora de que despierte! –¿Has adornado su habitación?
    –Por supuesto, como la de los demás.

    El viento hizo golpear la ventana abierta.

    –Vaya –dijo la primera– ¡ni siquiera cerraste la ventana! El viento ya apagó uno de los faroles, y habrá que encenderlo nuevamente.
    –¡Bah! –respondió la otra, como invadida por un desaliento y una pereza repentinos–. ¿Para qué estas luces en el campo, que es lo mismo que decir en el desierto? Nadie va a verlas.
    –¿Nadie? ¡Pero si llega la gente por la noche, desde la carretera, con sus coches, se pondrán muy contentos al ver nuestras luces!

    Meaulnes oyó el ruido de un fósforo. La sombra que había hablado última y que parecía ser el jefe, siguió con una voz tan monótona como la de un sepulturero de Shakespeare:

    –Pones faroles verdes en el cuarto de Wellington, así como los pondrías rojos. ¡Entiendes de eso tanto como yo!

    Se produjo un silencio.

    –... Wellington, ¿no era americano? Entonces, ¿acaso es el verde un color americano? Tú, titiritero que has viajado, tendrías que saber de eso.
    –¡Vaya, vaya! –respondió el titiritero–. ¿Así que he viajado? ¡Sí, sí! Pero no he visto nada. ¿Qué se puede ver, metido en un furgón?

    Meaulnes atisbó con precaución por entre las cortinas.

    El jefe era un hombrón envuelto en un abrigo inmenso, con la cabeza descubierta. Tenía en la mano una larga vara llena de farolitos multicolores y con una pierna cruzada sobre la otra miraba, tranquilo, cómo trabajaba su compañero.

    El otro, en cambio, daba lástima con su cuerpo flaco, alto, temblando de frío, con los ojos verdosos y bizcos y el bigote que parecía un tobogán sobre la boca sin –dientes. Parecía la cara de un náufrago empapado goteando sobre una baldosa. Estaba en mangas de camisa y temblaba de frío. Con sus ademanes y sus palabras demostraba un total desprecio hacia su propia persona. Después de un momento de reflexión, que se hacía larga y cómica a la vez, se aproximó a su compañero y 2e dijo, abriendo los brazos, como en secreto:

    –¿Quieres que te diga una cosa? ¡No puedo comprender por qué fueron a buscar a un par de andrajosos como nosotros para trabajar en semejante fiesta!

    A pesar del arranque sentimental, el hombrón siguió observando, con las piernas cruzadas, cómo trabajaba el otro. Bostezó, resopló con la nariz y se marchó, con la vara al hombro, diciendo:

    –¡En marcha, compañero! Ya es hora de vestirse para la cena.

    El tirititero fue tras él; al pasar frente a la alcoba dijo, haciendo reverencias y burlescas inflexiones de voz:

    –Señor dormilón, no tiene usted más que despertarse y vestirse de marqués, aunque no sea más que un desgraciado como yo; y luego bajará a la fiesta disfrazado, para darles el gusto a esos señoritos y señoritas.

    Y añadió con una última reverencia, en tono de charlatán de feria:

    –Nuestro compañero Maloyau, adscripto a la cocina, le presentará el personaje de Arlequín, y yo, servidor, el del gran Pierrot.


    Capítulo XIII
    LA EXTRAÑA FIESTA


    En cuanto se fueron, Meaulnes salió de la alcoba, con los pies congelados, las articulaciones, entumecidas; se sentía ya descansado y, al parecer, su rodilla se había curado. Pensó:



    –Lo de bajar a comer, no dejaré de hacerlo. Seré nada más que un invitado de quien se ha olvidado todo el mundo. Aparte de eso, ya no soy un intruso aquí; el señor Maloyau y su compañero me esperan.

    Ya en el cuarto de los Faroles verdes, al salir de la oscuridad total de la alcoba, pudo contemplar lo que lo rodeaba. El titiritero había "adornado" la habitación: unas capas colgaban de las perchas; sobre una sólida mesa de tocador de mármol roto había lo necesario para convertir a un muchacho que hubiera pasado la noche anterior en un redil abandonado, en un petimetre; y encima de la chimenea, junto e un enorme candelabro, se hallaba una caja de fósforos. Pero no habían limpiado el piso, y pisaba tierra y escombros. Nuevamente le pareció encontrarse en una mansión desocupada desde hacía mucho tiempo. Al querer aproximarse a la chimenea, estuvo a punto de llevarse por delante una pila de cajas de cartón de distintos tamaños. Estiró el brazo, encendió la vela y levantó las tapas de las cajas, agachándose para poder mirar en su interior. Había vestidos de jóvenes de otras épocas: levitas con altos cuellos de terciopelo, elegantes chalecos muy escotados, una gran cantidad de corbatas blancas y zapatos de charol de principios de siglo. No se animaba a tocar nada su siquiera con las puntas de los dedos. Pero, después de limpiarse las manos temblando de frío, se puso sobre su blusa de colegial una de esas holgadas capas, levantándose el plisado cuello. Después se sacó los zapatos claveteados y se puso unos delicados escarpines de charol. Vestido de esa manera, y con la cabeza descubierta, se decidió a bajar.

    Llegó hasta el pie de la escalera de madera, sin encontrar a nadie, y se vio en el oscuro rincón de un patio.

    El helado viento le castigó la cara y levantó uno de los pliegues de su capa. Caminó un trecho, y ayudada por la tenue claridad del cielo se dio cuenta de la estructura del lugar. El patio donde se hallaba estaba formado por los edificios de las dependencias; desde allí todo se veía viejo y ruinoso. Al final de cada escalera, las entradas estaban indefectiblemente abiertas ya que las puertas de madera habían sido destruidas largo tiempo atrás, y las ventanas, sin vidrios, formaban negros agujeros en las paredes. A pesar de todo los edificios guardaban un extraño clima festivo. Por los cuartos de la planta baja, donde también estarían encendidos los faroles por el lado del campo, flotaba y se dispersaba un resplandor de colores. El piso del patio estaba limpio, sin hierbas. A la distancia, por donde se levantaba la confusa masa de edificios y el viento agitaba las ramas junto a los huecos rosados, verdes y azules de las ventanas, Meaulnes creyó oír un canto entonado por niños y muchachas. En ese momento, cuando él estaba allí envuelto en su amplia capa, un poco encorvado como un cazador preparando su oído, ,salió de la casa de al lado, al parecer desierta, un misterioso muchacho. Usaba un sombrero de copa muy inclinado, que brillaba en la oscuridad como si fuese de plata, un frac de cuello alto que le rozaba el pelo, un chaleco muy escotado y un pantalón de trabilla. El elegante joven, que tendría unos quince años, caminaba en puntas de pie como si lo estuvieran alzando por las tiras elásticas del pantalón y a gran velocidad. Al pasar junto a Meaulnes, y sin detenerse, lo saludó con un ademán automático y profundo, y desapareció en medio de la penumbra, camino al caserón principal, o la granja, abadía o castillo cuya torre había conducido a Meaulnes hasta allí después del mediodía.

    Dudó un segundo, y luego caminó tras el extraño personaje. Cruzaron un ancho patio, convertido en jardín, pasaron a través de grupos espesos de plantas, bordearon un acuario cercado por una empalizada, rebasaron un pozo y finalmente llegaron a la entrada de la casa principal. La pesada puerta de madera, con el dintel formando un arco y claveteada como la de una iglesia, estaba entreabierta. El muchacho se esfumó a través de la abertura, y Meaulnes siguió detrás de sus pasos. Caminó unos metros por el corredor, sin poder ver a nadie, y sorpresivamente se sintió rodeado de canciones, de carcajadas, de gritos, de carreras. Al fondo de ese pasillo se cruzaba otro, y vacilaba entre ir hasta allí o abrir una de las puertas que encerraban las voces, cuando vio correr por el cruce de los corredores a dos niñas que se perseguían. Se apuró para alcanzarlas, cautelosamente, silenciados sus pasos por los escarpines. Dos rostros de quince años, bajo enormes sombreros con cintas, se perdieron entre ruidos de puertas que se abren y el fresco resplandor de la noche. Mientras jugaban, por un instante, giraron sobre sus pies, de modo que las vaporosas polleras se levantaron e inflaron, mostrando los encajes i de sus largos y graciosos pantalones, para después saltar dentro de un cuarto y cerrar la puerta. Meaulnes permaneció un momento en el pasillo, deslumbrado, y dubitativo, a oscuras. Tenía miedo de que lo descubrieran, ya que por su actitud torpe y vacilante podrían tomarlo por un ladrón. Se disponía a regresar hacia la salida, cuando oyó nuevamente un rumor de pasos y de voces infantiles al final del corredor. Dos niños se aproximaban conversando.

    –¿Cenaremos pronto? –les preguntó Meaulnes, decidido y sereno.
    –Ven con nosotros –le respondió el mayor– vamos a llevarte.

    Y con la confianza y las ganas de amistad que tienen los chicos antes de una gran fiesta. lo tomaron de la mano. Parecían ser hijos de campesinos; los habían vestido con sus mejores ropas: pantalón cortado a media pierna que dejaba ver los gruesos calcetines de lana y los zuecos de madera, jubones de felpa. azul, gorra del mismo color, y un lazo blanco a modo de corbata.

    –¿Tú la conoces? –le preguntó uno de ellos.

    Y el más pequeño, que tenía la cabeza redonda y los ojos brillantes, añadió:

    –Me ha contado mamá que ella llevaba un vestido negro y un cuello de adorno, que parecía un hermoso Pierrot.
    –¿De _ quién hablan? –preguntó Meaulnes.
    –¿Y de quién va a ser? De la novia que Frantz ha ido a buscar.

    Antes de que Meaulnes pudiera agregar palabra, llegaron los tres a la puerta de un salón, iluminado por un estupendo fuego. A modo de mesa, habían colocado tablas sobre unos caballetes, cubriéndolas con blancos manteles. Alrededor de ella cenaba gente de toda clase, ceremoniosamente.


    Capítulo XIV
    LA EXTRAÑA FIESTA
    (Continuación)


    Era una cena como las que reúnen, el día anterior a una boda campesina, a los parientes llegados desde muy lejos, dentro de una enorme sala de techo bajo. Los dos niños soltaron la mano de Meaulnes y se dirigieron a un cuarto contiguo donde se escuchaban voces infantiles y el ruido que producen las cucharas al golpearse en los platos. Meaulnes, con gran calma, se sentó en un banco, junto a dos viejas aldeanas, y comenzó a comer con voraz apetito. Recién después de un rato alzó su cabeza para observar a los compañeros de mesa y oír lo que decían.



    En realidad hablaban muy poco, como si apenas se conociesen. Seguramente provendrían algunos de la campiña y otros de ciudades lejanas. Había entre ellos unos ancianos patilludos y otros totalmente afeitados, tal vez antiguos marinos, y muy cerca más viejos de aspecto similar; con la misma cara curtida, la misma mirada viva, cubierta de enmarañadas cejas, las mismas corbatas angostas como cordones de zapatos. Era evidente que ninguno había salido nunca de su región, y los peligros que pudieron haber corrido los encontraron en el camino desde el–surco hasta la punta del campo, donde daban vuelta al arado. Se veían pocas mujeres, sólo unas campesinas, de cara arrugada y alta cofia.

    Meaulnes sólo podía sentirse a gusto y en confianza con aquellos invitados, lo que explicó, más tarde, de la siguiente manera:

    –Cuando uno ha cometido una falta grave e imperdonable, piensa a menudo, envuelto en la mayor amargura, que hay sin embargo en el mundo alguien capaz de perdonarnos. Uno piensa en ancianos, en abuelos indulgentes, convencidos de antemano de que todo lo que uno haga está bien hecho. Seguramente los invitados de aquel salón fueron elegidos entre esa buena gente. El resto, eran adolescentes y niños.

    Mientras tanto, las dos viejas sentadas junto a Meaulnes hablaban:

    –En el mejor de los casos –decía la más anciana, con una voz chillona y ridícula que trataba en vano de suavizar––, ni mañana a las tres estarán los novios por aquí.
    –¡Calla, que me voy a enojar! –respondía en un tono más calmo la otra, que lucía sobre la frente una capelina tejida.
    –Contemos –replicó la primera–. Una hora y media de ferrocarril de Bourges a Vierzon y siete leguas en coche de Vierzon hasta aquí.

    La discusión prosiguió. Gracias a ella, la situación se iba aclarando un poco para Meaulnes: Frantz de Galais, el hijo de la casa –que no logró entender con precisión si era estudiante, o marino, o aspirante de marina–, había ido a Bourges a buscar a una joven para casarse con ella. Lo extraño era que aquél, que debía ser muy j joven y especial, era quien decidía todo en el lugar. Había dispuesto que la casa donde iba a llevar a su prometida tendría que ser un palacio de fiesta. Y para hacer su recibimiento, él mismo había invitado a los niños y a los generosos ancianos. Esos eran los puntos que le habían aclarado las mujeres en su discusión, y el resto seguía siendo un gran misterio. Las viejas insistían en la llegada de los novios; una sostenía que se produciría a la mañana siguiente, y la otra que no estarían allí hasta la tarde.

    –Pobre Moinelle, ¡estás tan loca como siempre! –le decía la más joven.
    –Y tú, pobre Adéle, tan testaruda como de costumbre. Hacía cuatro años que no te encontraba, y no cambiaste nada –replicó la otra, encogiéndose de hombros, con gran tranquilidad.

    Y siguieron discutiendo, de esa manera, dulcemente. Meaulnes intervino, esperando enterarse de más cosas.

    –¿Es tan bonita como dicen, la novia de Frantz?

    Las ancianas lo miraron con sorpresa, pues el único . que la había visto era Frantz, quien la encontró una tarde, al volver de Toulon, solitaria en uno de esos jardines que en Bourges llamaban "Las huertas". El padre de la muchacha, que era tejedor, la había echado de su casa. Era muy bella y Frantz decidió inmediatamente ' casarse con ella. Todo aquello era en realidad extraño, pero el señor de Galais e Ivonne, la hermana del joven, siempre se lo habían consentido todo.

    Meaulnes, cauteloso, se disponía a hacer otras preguntas, cuando apareció en la puerta de la sala una pareja encantadora: una muchacha de dieciséis años, con un corpiño de terciopelo y polera de grandes volados, y un joven vestido con un traje de cuello alto y pantalón con tiradores. Atravesaron la sala con un paso de danza, imitado por algunos, y otros pasaron después, corriendo. Iban lanzando fuertes voces, seguidos por un Pierrot alto y pálido, de mangas muy anchas, con un bonete negro y una risa desdentada, que corría torpemente, dando grandes zancadas, como si a cada paso tuviese que saltar sobre algo, y hacía mover sus largas y vacías mangas. Atemorizaba un poco a las chicas, pero los jóvenes le estrechaban la mano y parecía poner muy contentos a los niños, que iban tras él, dando chillidos. Al pasar junto a Meaulnes lo miró con los ojos vidriosos, y a Agustín le pareció ver en él al compañero del señor Maloyau, ahora totalmente afeitado, antes aquel vagabundo que colgaba los farolitos.

    Al terminar la cena, todos los invitados se levantaron de sus sillas.

    Eh los corredores se formaban rondas y farándulas, y en algún otro lugar se oía la música de un paso de minué.

    Meaulnes se sentía distinto, con la cabeza casi escondida en la gorguera de su capa, y dejándose llevar por la alegría se puso a perseguir al largo Pierrot por los corredores de la casa como entre los bastidores de un teatro donde la función se realizase en el local entero. Hasta la madrugada siguió mezclado con aquel grupo de gente extravagantemente vestida. Al abrir una puerta algunas veces se encontraba con un cuarto lleno de niños que aplaudían estruendosamente ante una linterna mágica. En un rincón de la sala de baile, otras veces, comenzaba a hablar con algún elegante y se enteraba de la vestimenta de los días siguientes.

    Luego, un poco perturbado por tanta animosidad y temiendo a cada momento que por entre su capa se delatara la blusa de colegial, fue hacia la parte más oscura y tranquila de la casa, donde se oía nada más que la suave música de un piano.

    Después entró en una sala silenciosa, un comedor iluminado por una lámpara pendiente del techo. Allí también estaban de fiesta, pero los niños. Algunos, sentados sobre los almohadones, revisaban álbumes que tenían abiertos sobre las rodillas. Otros se desparramaban ;an el suelo, junto a una 'silla, y desplegaban sobre el asiento una colección entera de cromos. Y otros, pegados a la luz, permanecían quietos, sin hablar, escuchando a lo lejos el rumor de la fiesta.

    Una de las puertas de la sala estaba abierta de par en par, y se oía la música de un piano en la pieza contigua. Meaulnes asomó la cabeza por la puerta, con curiosidad, y vio una especie de salita de estar. Una mujer,

    sentada de espaldas a él, con un gran abrigo marrón sobre los hombros, interpretaba dulcemente rondas o cancioncillas. Junto al piano, en el diván, escuchaban las canciones seis o siete niños o niñas, alineados correctamente, buenos como son todos cuando se hace tarde. Muy de vez en cuando alguno de ellos pasaba al comedor apoyándose en las muñecas para levantarse y deslizándose por el suelo. Entonces uno de los que habían terminado de ver los cromos iba a ocupar su lugar.

    Después d€ la fiesta, espléndida en sus menores detalles, pero alocada y sin calma, en la que el mismo Meaulnes había perseguido impacientemente al largo Pierrot, se sentía raramente envuelto en una enorme alegría.

    Mientras la joven seguía tocando el piano, sin hacer el menor ruido, pasó al comedor, se sentó, abrió distraído uno de los gruesos libros rojos dispersos sobre la mesa y empezó a leer. En ese instante, uno de los niños sentados en el suelo lo sujetó por el brazo para treparse a sus rodillas y poder leer con él. Otro lo imitó por el otro lado, y así volvió a vivir un sueño como los de antes. No le costó ningún esfuerzo imaginar que se hallaba en su propia casa, ya casado; era una hermosa noche y la persona deliciosa y desconocida que tocaba el piano, era su esposa...


    Capítulo XV
    EL ENCUENTRO


    Al día siguiente, Meaulnes fue uno de los primeros en estar listo: se puso, como se lo aconsejaron, un traje negro muy simple y antiguo, una chaqueta ajustada al talle, chaleco cruzado, pantalón acampanado que cubría los finos zapatos, y un sombrero de copa.



    No había nadie en el patio cuando bajó. Anduvo un poco y le pareció estar viviendo un día de primavera. Esa fue la mañana más cálida de todo el invierno; el sol brillaba como en los primeros días de abril; la escarcha se derretía y la hierba todavía húmeda brillaba como si estuviese cubierta por el rocío; los árboles se aturdían con el canto de los pájaros, y un leve y tibio viento rozaba de vez en cuando la cara del paseante. Como los invitados que se levantan antes que el dueño de casa, Meaulnes salió al patio imaginando una voz cordial y alegre que le gritaba a sus espaldas:

    –¿Levantado ya, Agustín?

    Pero por un largo rato paseó a solas por el patio y el jardín. No había señales de vida ni en el edificio principal, ni en la torre, ni en las ventanas, a pesar de que estaban abiertas las dos hojas de la puerta grande. Arriba, sobre un cristal, se reflejaba un rayo de sol, como en las primeras horas de la mañana de verano. Los restos de un muro aislaban el descuidado jardín del patio; recién enarenado y rastrillado. Al final del albergue donde había pasado la noche estaban las cuadras, construídas con extraño desorden, que remarcaban los rincones plagados de arbustos silvestres y de parrales. Por primera vez observaba Meaulnes el interior de la mansión, alumbrado por la luz del día. Los bosques de abetos la invadían, envolviéndola, impidiendo la vista de las llanuras, aunque por el Este se podía ver unas lomas azules cubiertas de abetos y peñascales.

    En el jardín, se asomó sobre la destrozada valla de madera que cercaba el acuario; en los bordes quedaban aún restos de hielo ondeado y fino como una espuma. Se vio reflejado en el agua, como curioseando desde el cielo, con sus ropas de colegial romántico. Y le pareció contemplar otro Meaulnes, no el escolar que había huido en el coche de un labrador, sino una figura novelesca y deliciosa, como las que graban algún hermoso libro de cuentos.

    Luego se dirigió con paso decidido hacia la mansión, pues tenía hambre. En la espaciosa sala donde había comido la noche anterior, una campesina estaba poniendo los cubiertos sobre la mesa. Meaulnes se sentó frente a unos de los tazones alineados en el mantel, y la mujer le sirvió café, diciéndole:

    –Usted es el primero, señor.

    Agustín no quiso responderle; tenía miedo 'de que descubrieran que era un extraño. Solamente preguntó a qué hora saldría el barco para el programado paseo.

    –Tardará más de media hora: todavía no bajó nadie –contestó la mujer.

    Continuó rondando la enorme casa de alas irregulares como las de una iglesia. Al pasar el cuerpo sur del edificio, vio sorpresivamente los cañaverales que se prolongaban hasta perderse de vista y eran el único paisaje.

    Por ese lado, el agua del estanque empapaba la base de los muros, y, suspendidos sobre el manso oleaje, había algunos balconcitos de madera frente a unas puertas. Largo rato Meaulnes caminó por aquella arenosa orilla. Miraba con curiosidad las enormes puertas de, vidrio cubiertas de polvo, por donde se veían habitaciones abandonadas o destruidas y depósitos de utensilios fuera de uso, atravesados por carretillas, herramientas oxidadas y tiestos rotos. De pronto, desde la otra punta de los edificios, oyó el ruido de unos pasos en la arena; eran dos mujeres, una muy vieja y encorvada, y la otra joven, rubia, esbelta y vestida de una forma tan sencilla y encantadora que causó extrañeza a Meaulnes, después de haber visto tantos disfraces. Se detuvieron un momento a observar el panorama, mientras el muchacho se decía, con una sorpresa que después le pareció el colmo de la tosquedad:

    –Aquí está lo que se dice una joven excéntrica; tal vez se trata de una actriz que han traído para la fiesta.

    Las mujeres pasaron a su lado, y él, sin poder moverse contempló a la joven. Un tiempo más tarde, al dormirse después de haber intentado desesperadamente traer a su memoria ese hermoso rostro, veía desfilar °n sueños una procesión de muchachas parecidas: una usaba un sombrero igual al de ella; otra poseía sus mismos ademanes melancólicos; otra, su mirada tan pura; y otra su pequeño talle y sus ojos azules. Pero ninguna de ellas conseguía ser aquella muchacha. Bajo su abundante cabellera, Meaulnes pudo ver un rostro de rasgos menudos, pero de contorno tan delicado que casi llegaba a hacer daño. Cuando ella ya estaba de espaldas, él miró sus ropas, tan sencillas y discretas, y se preguntaba si podría acompañarlas, cuando la joven, acercándose muy levemente hacia él, dijo a su compañera:

    –Supongo que el barco ya no debe tardar...

    Meaulnes caminó tras ellas. La anciana, temblorosa y enferma, no dejaba de reír y de hablar entusiastamente. La muchacha le contestaba con gran dulzura, y mientras descendían hacia el embarcadero, miró a Meaulnes otra vez de una manera profunda e ingenua, con la cual parecía preguntarle:

    ¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? No lo conozco, y sin embargo, me parece conocerlo.

    Otros invitados esperaban, desparramados entre la arboleda. Tres barcos de excursión estaban ya atracando, listos para recibir a los paseantes. Las dos mujeres, que parecían ser la dueña de casa y la hija, recibían al pasar el saludo reverente de los jóvenes y las muchachas. Aquella era en realidad una extraña excursión en medio de una sorprendente mañana.

    Hacía frío a pesar del sol, y las mujeres envolvían alrededor de su cuello unas boas de plumas que estaban de moda. La anciana se quedó en la orilla, y sin poder explicarse cómo, Meaulnes se encontró en el mismo yate en que estaba la joven. Se apoyó en el puente, protegiendo con una mano el sombrero amenazado por el viento y desde allí pudo observar detenidamente a la joven, sentada resguardándose del vendaval. Ella también lo miraba.

    Hablaba con sus compañeras, sonreía, y luego, mordiéndose un poco los labios, fijaba en él sus ojos azules. Un profundo silencio rodeaba al barco, que avanzaba con un tranquilo rumor de máquinas golpeteando el agua. Parecía un día de mediados de verano, en que se iba a descender en el hermoso jardín de una casa de campo; la joven se pasearía por allí bajo la sombra de una blanca sombrilla, j se escucharía el arrullo de las tórtolas hasta el anochecer. Pero, repentinamente, un viento helado hacía recordar el mes de diciembre a los invitados de aquella rara fiesta.

    Atracaron frente a un bosque de abetos. Los pasajeros debieron esperar que uno de los barqueros sacara el candado de la barrera para poder descender, apretujados en el fondeadero. Más tarde, Meaulnes recordaría emocionado aquel momento junto al lago, en que el rostro de la muchacha, después dibujado, había estado tan cerca del suyo. La miró profundamente, hasta que emocionado por aquel puro perfil estuvo a punto de llorar.

    Y recordaba también haber descubierto una pinta de polvo sobre su mejilla, como un exquisito secreto que ella le hubiera confiado.

    Ya en tierra, todo transcurrió como si fuese un sueño. Mientras los niños correteaban lanzando gritos de alegría y se formaban grupos que iban a perderse en el bosque, Meaulnes recorrió una alameda por donde paseaba la joven, a diez pasos de distancia. La alcanzó y, sin haber tenido tiempo para reflexionar, le dijo:

    ¡Qué hermosa es usted!

    Sin responderle, ella apresuró el paso y tomó por una alameda transversal. Otros invitados jugaban y corrían por los caminos, guiándose en sus movimientos por su liberada fantasía. Meaulnes se reprochó severamente por lo que había hecho, calificándolo de grosería, de estupidez, de necedad. Caminaba por cualquier parte, con la seguridad de que no volvería a encontrar a la joven, cuando la vio acercarse a él, obligada a pasar a su lado por ti angosto sendero. Ella apartaba con sus manos desnudas los pliegue,¡ del amplio abrigo. Usaba unos zapatos negros muy abiertos, ' y sus tobillos eran tan fines que parecían quebrarse a veces. Meaulnes le saludó, diciendo en voz suave:

    –¿Me perdona usted?
    –Lo perdono –contestó ella firmemente–. Ahora debo reunirme con los niños, ya que hoy son ellos los que mandan. Adiós.

    Meaulnes le pidió que se quedase un momento más. Le hablaba torpemente, pero en un tono conmovido, tan turbado, que ella acortó su paso para oírlo.

    –Ni siquiera sé quién es usted –dijo la muchacha, después de una pausa.

    Pronunciaba cada palabra uniformemente, y acentuaba todas del mismo modo, salvo la última, que decía más dulcemente.

    –Yo tampoco sé su nombre –repuso Meaulnes.

    Pasaban por un camino descubierto y se divisaban a cierta distancia los invitados, apiñándose en torno a una casa aislada en pleno campo.

    –Esa es "la casa de Frantz" –dijo la muchachaTengo que dejarlo.

    Dudó un instante, lo miró sonriendo y agregó: –,mi nombre? Soy la señorita Ivonne de Galais. Y se marchó.

    La "casa de Frantz" estaba deshabitada, pero en ese momento repleta de gente, ya que los invitados habían invadido hasta los graneros. Casi no tuvo tiempo de observar el lugar en que estaba. Almorzaren rápidamente la comida fría que habían transportado en los barcos y que desentonaba con el invierno, pera indudablemente los niños lo habían dispuesto de ese modo. Al poco rato se marcharon. En cuanto vio salir a la señorita de Galais, Meaulnes se aproximó a ella y le dijo, refiriéndose a lo que ella le había expresado antes:

    –El nombre que yo le daba era más lindo.
    –¿Cómo? ¿Qué nombre? –preguntó ella, con la misma franqueza de siempre.

    Meaulnes temió haber dicho una tontería y no respondió.

    –Mi nombre es Agustín Meaulnes –continuó– y soy estudiante.
    –¡Ah! ¿Estudia usted? –comentó ella.

    Y charlaron un rato, despacio, amistosamente, contentos. Rápidamente cambió la actitud de la joven, se mostró menos altiva, menos firme, pero más nerviosa, como temiendo asustarse por anticipado por lo que Meaulnes iba a decirle. Se quedó junto a él, temblorosa, igual que una golondrina deseosa de alzar vuelo nuevamente después de haberse posado por un momento sobre el suelo.

    –¿Por qué? ¿Para qué? –contestaba a las palabras de Meaulnes, con gran dulzura.

    Finalmente, él se atrevió a pedirle permiso para regresar un día a la hermosa casa.

    –Lo voy a esperar –respondió la muchacha, con timidez.

    Ya se divisaba el fondeadero, cuando, deteniéndose sorpresivamente, pensativa, le dijo:

    –Somos dos chiquilines, cometimos tina locura. No debemos subir a la misma embarcación. Adiós, y–no vaya tras de mí.

    Meaulnes se quedó un momento desconcertado. Luego prosiguió su camino, cuando de pronto. a lo lejos, en el instante mismo de desaparecer entre los invitados, la muchacha se detuvo, y lo miró largamente por primera vez, sin que Agustín lograra entender si era un último ademán de despedida, o la prohibición de que la acompañase, o algo más que había olvidado decirle.

    Apenas llegaron a la mansión empezó la carrera de poneys, en una pradera en declive detrás de la granja. Era el último juego de la fiesta; y de acuerdo con todos los cálculos, los novios llegaran a tiempo para presenciarlo, y lo dirigiría Frantz. Pero tuvo que comenzar sin él. Entre los gritos, las risas de los niños, las apuestas y los continuos toques de campana, los niños montaban veloces jacas, vestidos de jinetes, y las niñas, viejos y dóciles caballos, vestidas con ropas de amazona. Meaulnes reconoció a Daniel y a las niñas de sombreros con cintas a quienes había oído, el día anterior, desde la alameda del bosque. Ansioso por encontrar entre la gente el gracioso sombrero con rosas y el abrigo marrón, no vio el espectáculo. Pero la señorita de Galais no apareció. Todavía la estaba buscando cuando un repiqueteo de campanas y las voces de alegría dieron fin a las carreras. Una niña que montaba una vieja yegua blanca había sido la ganadora; andaba victoriosamente sobre su montura y el viento agitaba la pluma de su sombrero. Los juegos habían terminado con la ausencia de Frantz. Por un momento todos vacilaron, para después resolver marcharse a sus aposentos a esperar, silenciosos e inquietos, la llegada de los novios.


    Capítulo XVI
    FRANTZ DE GALAIS


    La carrera había finalizado demasiado temprano. De día aún, a las cuatro y media, Meaulnes estaba nuevamente en su habitación, turbado todavía por los acontecimientos. Se sentó frente a la mesa, sin saber qué hacer, aguardando la hora de la cena y la fiesta que vendría después. Como en la noche anterior, el viento ya soplaba, bramando como un torrente o silbando insistente como una catarata. La plancha de metal de la chimenea sonaba constantemente. Por primera vez, Meaulnes sintió esa rara tristeza que aplaca los ánimos al terminar un día demasiado feliz. Intentó encender el fuego, pero no pudo levantar el herrumbroso cierre de la chimenea. Entonces comenzó a ordenar el cuarto; colgó sus pintorescos trajes de la percha y arrimó las sillas a las paredes, como si estuviera listo para permanecer allí largo tiempo. Sin embargo, pensando que debía estar siempre preparado para retirarse, dobló con cuidado sobre el respaldo de una silla, como si fueran prendas de viaje, la blusa y toda su ropa de colegial; debajo de la silla puso sus claveteados zapatos, llenos de tierra. Ya más calmado, se sentó y observó su trabajo. De tanto en tanto una gota de lluvia resbalaba por el vidrio de la ventana que daba al patio de los coches y al bosque de abetos. Ordenar el cuarto le había devuelto la tranquilidad, y se sentía muy contento; extranjero en ese mundo desconocido, ocupaba la habitación elegida por él mismo. Lo que había conseguido superaba todas sus esperanzas, y en ese momento, se sentía feliz recordando simplemente la cara de la joven mirándolo, mientras soplaba el viento.



    Anocheció durante sus divagaciones, sin que se acordara de encender los candelabros. Una ráfaga de aire hizo golpear la puerta de la sala vecina. Al ir a cerrarla un resplandor como de una vela encendida sobre la mesa llamó la atención de Meaulnes, quien asomó la cabeza por la puerta entornada. Alguien había entrado allí, seguramente por la ventana, y se paseaba en silencio de un lado a otro. Por lo que podía verse, era un hombre muy joven. Caminaba sin detenerse, como enloquecido por algún dolor inaguantable, sin sombrero y con una esclavina de, viaje sobre los hombros. Por la ventana, de par en par, penetraba el viento y hacía volar su esclavina, y los botones dorados de su elegante levita brillaban cada vez que pasaba Cerca de la luz. Silbaba entre dientes una especie de canción de mar, como esas que cantan las mujerzuelas y los marineros en las tabernas de puerto, para alegrarse el corazón. Su inquieto paseo se detuvo un instante; se inclinó sobre la mesa, revolvió dentro de una cala y sacó varias hojas de papel. La luz de la vela le permitió ver a Meaulnes un perfil muy fino, aguileño y sin bigote, bajo una abundante cabellera partida hacia un lado por la raya. Ya no silbaba. Muy pálido y con la boca entreabierta, parecía estar agotado, como si le hubieran dado un brusco golpe en el pecho. Meaulnes vaciló entre marcharse discretamente o entrar y hablarle . como a un amigo, con la mano en su espalda. Pero el joven alzó la cabeza y lo vio. Lo observó por un momento y luego le dijo, con naturalidad, acercándosele:

    –Caballero, no sé quién es usted, pero me alegro de verlo. Y ya que está aquí, le voy a explicar a usted ...

    Se veía totalmente desamparado. Al pronunciar la última palabra, sujetó a Meaulnes por la solapa como queriendo retener así su atención. Luego, tal vez para recapacitar en lo que iba a decir, volvió la cabeza hacia la ventana. Al verlo parpadear, Meaulnes entendió que estaba a punto de llorar; pero se. tragó de un golpe todo su dolor, y, sin dejar de mirar fijamente a la ventana. siguió con tono alterado:

    –Y bien, eso es: ¡se terminó! Se terminó la fiesta. Puede usted bajar y decírselo a todos. He regresado solo. Mi novia no vendrá. Por escrúpulos, por temor, por falta de confianza. –Se lo voy a contar, caballero...

    Pero no pudo continuar; se le contrajo el rostro y no explicó nada. Se apartó de pronto de Meaulnes y se dirigió hacia un rincón oscuro a abrir y cerrar cajones repletos de ropas y de libros.

    –Me voy a preparar para irme otra vez. Que no me moleste nadie.

    Puso varias cosas sobre la mesa: un estuche de tocador, un revólver. Meaulnes salió sin hablarle y sin estrecharle la mano. Abajo, todos los invitados parecían haber presentido algo. Casi todas las muchachas se habían cambiado de vestido. En el edificio principal había comenzado la cena, con más apuro y desorden que cuando se está por partir. Entre la enorme cocina–comedor, las habitaciones de arriba y los establos, no cesaba un apresurado ir y venir. Los que habían terminado formaban grupos en los que se oían palabras de despedida.

    –¿Qué pasa? –preguntó Meaulnes a un campesino que, con el sombrero de fieltro puesto y la servilleta prendida del chaleco, se apresuraba para concluir su cena.
    –Que nos vamos –contestó–. Lo decidimos de repente. Todos los invitados a la vez, a las cinco de la tarde, nos hemos sentido solos. Estuvimos esperando hasta el último momento. Ya no era posible que llegaran los novios. Alguien propuso: "¿Y si nos vamos?" Y todos se prepararon para retirarse.

    Meaulnes no le respondió. Ya no le preocupaba marcharse, puesto que su aventura había concluido y había conseguido cuanto quería. Tuvo tiempo apenas para revisar en su memoria, íntimamente, la hermosa conversación de la mañana. En ese momento lo fundamental era partir. Pero regresaría pronto, muy pronto, y sin engaños.

    –Si quiere, puede venir con nosotros –continuó el campesino, un joven de su misma edad–. Prepárese pronto... Nos iremos enseguida.

    Corrió hacia su cuarto, sin terminar la cena ni preocuparse por contar a los invitados lo que sabía. El parque, el jardín y el patio estaban envueltos en una intensa oscuridad. Esa noche no había faroles e,¡ las ventanas. Como a pesar de todo la cena era similar al banquete con que se da por concluida la fiesta de casamiento, los huéspedes menos atentos, tal vez borrachos, cantaban a coro. A medida que se alejaba por el parque que durante dos días había sido el marco de tanta alegría y tantas maravillas, Meaulnes oía entonarse canciones de taberna. Era el comienzo del desorden y del alboroto. Pasó junto al acuario donde se contemplara la mañana del día anterior. Todo se le hacía diferente al escuchar esa canción que le llegaba alterada, repetida por muchas voces:

    ¿De dónde vienes, bribonzuela?
    Te rompieron la cofia y bien despeinada vas.
    Mis zapatos son rojos,


    Y luego:

    mi linda, mi pequeña.
    Mis zapatos son rojos,
    ¡adiós, mi amor!


    Al llegar al borde de la escalinata de su solitaria habitación, en la sombra tropezó con alguien que bajaba y que le dijo:

    –¡Adiós, caballero!

    Y envolviéndose en su corta capa como si sintiera frío, desapareció.

    Se trataba de Frantz de Galais.

    Todavía ardía la vela que Frantz había dejado en el cuarto. Todo estaba en orden. En una hoja de papel de – carta, puesta en un sitio bien visible, había dejado escritas estas palabras:

    Mi novia me abandonó, diciéndome que no podía ser mi mujer, que ella es una costurera y no una princesa. No sé qué será de mí. Me marcho. Ya no tengo ganas de vivir. Que Ivonne me perdone por no decirle adiós, pero nada podría hacer por mí...

    La vela se apagaba y su llama vaciló, se avivó por un momento y se extinguió. Meaulnes pasó a su habitación y cerró la puerta. A pesar de que estaba todo oscuro, reconoció las cosas que había ordenado a la luz del día, unas horas antes. Encontró su vieja y humilde vestimenta, intacta, prenda por prenda, desde los borceguíes hasta el cinturón con hebilla de bronce. Se cambió de ropa distraídamente, con gran velocidad, y dejó en una silla el traje que no era suyo, confundiéndose de chaleco. Bajo las ventanas, en el patio de los coches había comenzado un ruidoso movimiento. Forcejeaban, llamaban, empujaban, intentando todos a la vez, sacar su carruaje de aquel atascamiento. De tanto en tanto un hombre subía al pescante de un carro o a la capota de un coche y alumbraba con su linterna. El resplandor iluminaba la ventana, y por un instante, el cuarto que ya le era familiar, en el que todas las cosas habían sido tan amigas, palpitaba, cobraba nueva vida alrededor de Meaulnes. Cerró cuidadosamente la puerta, y con esa sensación dejó el extraño lugar, que sin duda no volvería a ver nunca más.


    Capítulo XVII
    LA EXTRAÑA FIESTA
    (Fin)


    En mitad de la noche, una fila de coches se dirigía lentamente hacia el cerco del bosque. A la cabeza, un hombre cubierto con una piel de cabra y un farol en la mano llevaba las riendas del caballo del primer tiro.



    Meaulnes tenía urgencia por hallar a alguien que lo pudiera llevar. Sentía unas locas ganas de irse. Interiormente le daba miedo saberse solo en la casa y que fuese descubierto su engaño.

    Cuando llegó al edificio principal, los conductores dividían el cargamento de los últimos coches. Hacían levantar a los pasajeros para juntar o separar los asientos, y las muchachas, envueltas en sus pañoletas, se paraban contrariadas y se les deslizaban las mantas hasta los pies y se podían ver las caras inquietas de laS que inclinaban la cabeza hacia el lado de los faroles.

    Meaulnes reconoció en uno de los cocheros al campesino que minutos antes se había ofrecido a llevarlo.

    –¿Puedo subir? –le gritó.
    –¿Dónde vas? –preguntó el otro, que ya no se acordaba de él.

    Hacia Sainte–Agathe.

    –Entonces, pídele lugar a Maritain.

    Meaulnes comenzó entonces a buscar entre los viajeros al desconocido Maritain. Se lo señalaron en medio de unos bebedores que cantaban en la cocina.

    –A éste le gusta la jarana –le dijeron–. A las tres de la madrugada seguirá allí todavía.

    Por un instante Agustín pensó en la muchacha inquieta, llena de dolor, que estaría escuchando los cantos en la mansión, hasta muy tarde, de aquellos campesinos borrachos, y se preguntó en qué habitación estaría, cuál sería su ventana, en aquellos extraños edificios. Pero no le servía de nada distraerse, tenía que partir. Todo iba a aclararse en Sainte–Agathe, dejaría de ser el estudiante que ha escapado, podría volver a pensar en ella.

    Los coches se retiraban uno a uno; sus ruedas chirriaban sobre la arena de la alameda principal. Se les veía dar la vuelta y esfumarse, cargados de mujeres bien abrigadas y de niños con pañoletas durmiéndose.

    Pasó un gran carro de banqueta en el que las muje– res iban amontonadas, espalda contra espalda, dejando a Meaulnes impresionado en él umbral de la casa. Muy pronto quedaría solamente una vieja berlina, manejada por un aldeano en blusa.

    –Puedes subir –respondió a las explicaciones de Meaulnes–. Nosotros vamos para ese lado.

    Agustín abrió la portezuela de la vieja galera con gran dificultad, haciendo temblar al vidrio y chirriar los goznes. Al fondo del coche, dos pequeños dormían sobre la banqueta. El ruido y el frío los despertaron. Se desperezaron, se hundieron otra vez en su rincón para seguir durmiendo.

    Ya el viejo coche se marchaba. Meaulnes cerró la puerta suavemente y se ubicó con cuidado en el rincón desocupado. Esforzándose por distinguir a través de los cristales los lugares que iba a dejar y el sendero por donde había llegado, a pesar de la oscuridad adivinó que el coche estaba cruzando el patio y el jardín, frente a la escalera de su habitación, para cruzar la verja y salir de la mansión para penetrar en los bosques. Como escapándose por los costados del coche se veían los troncos de los viejos abetos.

    Tal vez encontremos a Frantz de Galais, pensaba Meaulnes, y le palpitaba con violencia el corazón.

    Por el angosto camino, el coche dio un tumbo para evitar llevarse por delante un obstáculo. A Juzgar por la forma maciza que podía imaginarse en la oscuridad, se trataba de un furgón estacionado casi en el medio del camino, abandonado allí seguramente las días anteriores a la fiesta.

    Superado el problema y habiendo retomado el trote los caballos, Meaulnes comenzaba a aburrirse de mirar por la ventanilla, esforzándose en vano por penetrar las sombras" que lo rodeaban, cuando, repentinamente, en el medio del bosque brilló un ,relámpago, seguido de una detonación. Los caballos se precipitaron al galope y, al principio, Meaulnes no supo si el cochero de blusa quería hacerlos frenar o' si los incitaba a correr. Intentó abrir la puerta, pero el picaporte estaba en la parte de afuera, y sacudió el vidrio.

    Los niños se despertaron llenos de miedo y sin hablar se apretaban entre sí. Con la cara pegada al vidrio, Meaulnes iba sacudiéndolo, cuando en una curva del camino, pudo ver una figura blanca que corría. Era el gran Pierrot de la fiesta, el andrajoso titiritero, con su ropa carnavalesca, cargando en los brazos un cuerpo humano que apretaba contra su pecho. No tardó en desaparecer.

    Mientras, en el coche que avanzaba velozmente a través de la oscuridad, los dos niños se habían dormido otra vez. No había nadie con quien pudiera conversar de los extraños sucesos de aquellos dos días. Después de haber hecho pasear por su memoria todo lo que había visto y oído, agotado, se fue durmiendo, como un niño triste.

    Todavía no había aclarado el día cuando unos golpes en la ventanilla despertaron a Meaulnes. El cochero abrió con dificultad la puerta y gritó al colegial, helado por el viento frío de la noche:

    –Tendrá que bajar aquí. Ya está amaneciendo. Vamos a ir por el atajo. Está muy cerca de Sainte–Agathe.

    Meaulnes le hizo caso; buscó inconscientemente la gorra que se había deslizado a los pies de los niños dormidos, en el rincón más oscuro del coche y salió agachándose.

    –Bueno, hasta la vista –dijo el hombre, volviendo a subir a su asiento–. Sólo tendrá que caminar seis kilómetros. Mire, aquí está el mojón, al borde del camino.

    Meaulnes, que todavía no se había desprendido de su sueño, caminó inclinándose hacia adelante, con el paso pesado, hasta el mojón. Y allí se sentó, con los brazos cruzados y la cabeza baja, como si fuese a dormir otra vez.

    –¡Ah! ¡No haga eso! –le gritó el cochero–. No debe dormirse aquí, hace demasiado frío. Vamos, levántese.

    Como un borracho, a los tumbos, con las manos en los bolsillos y los hombros encogidos, se marchó lentamente el joven por el camino de Sainte–Agathe.

    Como último indicio de la extraña fiesta, la vieja berlina se alejaba del camino mencionado, bamboleándose silenciosamente sobre la hierba del atajo, mientras el sombrero del cochero bailaba por encima de los setos.



    SEGUNDA PARTE

    Capítulo I
    EL ABORDAJE


    El viento y el frío, la lluvia o la nieve, la imposibilidad de hacer investigaciones durante mucho tiempo, hicieron que Meaulnes y yo no habláramos del País Perdido en el resto del invierno. No podíamos dedicarnos a nada serio en el transcurso de las cortas jornadas de febrero, .durante aquellos jueves amenazados por temporales que, generalmente a eso de las cinco, se veían atacados por una lluvia continua y helada.



    Ya habíamos olvidado la aventura de Meaulnes, y sólo nos aproximaba a ella el hecho extraño de que no tuviésemos amigos desde la tarde de su retorno. En los recreos jugaba como antes, pero Jazmín nunca le hablaba a Meaulnes. Por la tarde, después de que el aula estuviera barrida, el patio quedaba desierto, como cuando yo estaba solo, y veía a mi compañero caminar sin rumbo del jardín al galpón y del patio al comedor.

    Los jueves por la mañana, ubicados cada uno en una clase, leíamos obras de Rousseau y de Paul–Louis Courier, que habíamos hallado en las alacenas, entre unos libros de inglés y unos cuadernos de música finalmente recopiados. Por la tarde, siempre alguna visita nos hacia huir de aquel lugar. Regresábamos a la escuela. A veces oíamos a los grupos de los mayores que se paraban un rato, como sin querer, junto al portón, rozaban sus cuerpos contra él, ensayando incomprensibles juegos militares, y luego se iban. Esa vida tan triste prosiguió hasta fines de febrero. Yo ya comenzaba a pensar que Meaulnes no recordaba nada, cuando una aventura, todavía más rara que las otras, me probó que estaba equivocado y que, dentro de aquella vida invernal, se desenvolvería un violento cambio.

    Y fue justamente un jueves por la noche, a fines de mes, cuando nos llegó la primera noticia de la misteriosa mansión, el primer rumor de la aventura que habíamos callado. Estábamos en plena velada; mis abuelos ya se habían retirado, y sólo estaban con nosotros Millie y mi padre, que no sospechaban el conflicto que dividía a la clase en dos bandos.

    A las ocho, Millie, que había abierto la puerta para arrojar afuera los residuos de la comida, lanzó una exclamación de sorpresa, con un tono tan, claro que nos hizo acercar para ver lo que sucedía. El' umbral estaba cubierto por una capa de nieve. Como estaba muy oscuro, penetré un poco en el patio para comprobar si la capa era profunda. Sentí patinar por mi cara unos pequeños copos que se deshacían muy pronto. Me llamaron, tuve que entrar corriendo y Millie, con mucho frío, cerró la puerta.

    A las nueve estábamos listos para acostarnos; mi madre llevaba ya la vela, cuando escuchamos claramente dos fuertes golpes contra el portón, del otro lado del patio. Millie volvió a colocar la vela sobre la mesa y nos quedamos de pie, esperando, con el oído atento.

    No debíamos intentar salir para ver lo que sucedía, ya que antes de que pudiésemos llegar a la mitad del patio se nos apagaría la vela en la mano, o se nos rompería la pantalla. Hubo un instante de silencio, que mi padre aprovechó para insinuar que "se trataba sin duda de ...", cuando, bajo la ventana del comedor que daba a la carretera de La fiare salió un silbido prolongado y agudo, que debió escucharse hasta en la calle de la iglesia. Inmediatamente, detrás de la ventana, estallaron unos gritos penetrantes, aplacados apenas por los vidrios y emitidos por gente que debía haberse trepado al antepecho:

    –¡Que lo traigan! ¡Que lo traigan!

    Del otro lado del edificio, respondieron idénticos gritos. Quienes los lanzaban habrían pasado por el campo del tío Martín y subido a la pared baja que lo aislaba del patio del colegio.

    Después, proferidos en cada lugar por ocho o diez personas que disimulaban la voz, estallaron los gritos de: "¡Que lo traigan! ¡Que lo traigan!", sucesivamente en el techo de la bodega, a la que habrían llegado escalando un montón de haces de leña adheridos a la pared, por fuera, sobre una pequeña tapia que– Unía el galpón al portón y cuyo borde redondo dejaba que uno lo montase tranquilamente a caballo, sobre la pared con venia de la carretera de La Gare, a la que se podía subir con facilidad. Por último, por detrás, llegó al jardín otro grupo que armó el mismo escándalo, gritando:

    –¡Al abordaje!

    El eco de sus gritos resonaba en las aulas vacías, cuyas ventanas habían abierto.

    Meaulnes y yo conocíamos tan perfectamente los pasos y los rincones de la casa, que imaginábamos como en un plano los puntos atacados por los desconocidos. Nuestro sobresalto duró apenas un momento. El silbido nos hizo pensar a todos en un asalto de vagabundos o de gitanos. Hacía quince días que habían aparecido en la plaza, detrás de la iglesia, un malandrín muy alto y un muchacho con la cabeza vendada, y además había trabajadores extranjeros en las herrerías y en las carreterías.

    En cuanto escuchamos los gritos de los invasores, comprendimos que se trataba de gente del lugar, seguramente joven. Las voces chillonas delataban muchachos en la banda que se arrojaba al asalto de nuestra casa como al abordaje de un barco.

    –Esta sí que es buena... –dijo mi padre.

    Millie preguntó en voz baja:

    –Pero, ¿qué significa esto?

    Entonces se silenciaron las voces del portón y la pared. y luego las de la ventana. Dos silbidos salieron detrás de los vidrios. Los gritos de los que se habían apoderado del granero y los del jardín, se calmaron lentamente, para desaparecer luego, y a lo largo de la pared del comedor se escuchó el barullo de la pandilla al marcharse apresuradamente, y sus pasos calados por la nieve.

    Sin duda algo los había molestado. Con seguridad pensaron que a esa hora, cuando todo estaba quieto y dormido, podrían realizar tranquilamente su asalto contra esa casa aislada del pueblo. Pero su plan de campaña fracasó. Apenas habíamos tenido tiempo de reaccionar, pues el ataque fue repentino como un abordaje bien conducido, y estábamos listos para salir, cuando escuchamos una voz conocida que llamaba desde la puerta:

    –¡Señor Seurel! ¡Señor Seurel!

    Era la voz del señor Pasquier, el gordo carnicero. Frotó los zuecos en el umbral, se sacudió la blusa corta y salpicada de nieve y entró. Tenía el aspecto ladino y atemorizado de quien ha sorprendido todo el secreto de un asunto misterioso:

    –Estaba en mi patio, que da a la plaza de los Cuatro Caminos. Iba a cerrar el corral de los cabritos cuando inmediatamente, de pie sobre la nieve, me sorprendió la presencia de dos muchachos que parecían estar vigilando algo. Caminaban cerca de la cruz. Yo me aproximé hacia ellos, di apenas dos pasos y escaparon a galope tendido en dirección a la casa de ustedes. Y sin perder 'un instante, tomé mi farol y dije: voy a contárselo al señor Seurel.

    Y allí comenzó otra vez con la historia:

    –Estaba en casa, en el patio trasero ...

    Y al llegar a ese punto le convidaron una copita, que aceptó, y le pidieron unos detalles que no pudo dar. No había visto nada al llegar a la casa. Los grupos, alertados por los dos centinelas, desaparecieron rápidamente. En cuanto a si pudieran ser...

    –Perfectamente podría ser cosa de los titiriteros. Pronto hará un mes que están en la plaza, esperando que el tiempo mejore para dar sus representaciones y, mientras tanto, no habrán dejado de preparar alguna canallada.

    Con eso no adelantábamos nada. Estábamos todavía de pie, llenos de asombro, mientras el hombre sorbía el licor y representaba otra vez, haciendo gestos, su historia, cuando Meaulnes, que había estado oyendo atentamente hasta entonces, alzó el farol del carnicero y dijo, decidido:

    –¡Hay que ir a ver!

    Abrió la puerta y fuimos tras él, el señor Seurel, el señor Pasquier y yo. Calmada ya, puesto que los ladrones se habían ido, y como era muy poco curiosa, igual que toda persona minuciosa y ordenada, Millie exclamó:

    –Vayan, si quieren. Pero cierren la puerta y lleven la llave. Yo me voy a acostar. Dejaré la lámpara encendida.


    Capítulo II
    CAEMOS EN UNA EMBOSCADA


    Comenzamos a andar sobre la nieve, rodeados por el total silencio de la noche. Meaulnes marchaba adelante y proyectaba en abanico la luz del farol. Al pasar junto al portón de detrás de la báscula del Municipio, pegada al muro del patio de recreo, dos personas encapuchadas salieron como perdices sorprendidas. Mientras corrían, lanzaron dos o tres frases entrecortadas por la risa, ya fuera en son de burla, por el gozo que les brindaba el raro juego que estaban llevando a cabo, o bien por la excitación nerviosa y el miedo a ser capturados. Meaulnes arrojó la linterna sobre la nieve, gritándome:



    –¡Sígueme, François!

    Y, abandonando allí al señor Seurel y al carnicero, incapacitados por sus años a soportar tal carrera, partimos en pos de las dos sombras. Luego de recorrer por un rato la parte baja del pueblo por el camino de la Pasarela Vieja, los dos prófugos subieron otra vez, intencionadamente, hacia la iglesia, corriendo a ritmo acompasado, sin apuro, y pudimos seguirlos sin esfuerzo. Cruzaron la calle de la iglesia, silenciosa y dormida, y entraron, por detrás del cementerio, en un laberinto de callejones sin salida y callejuelas angostas. Era un barrio de jornaleros, costureras y tejedores, conocido como Los Rinconcitos. No lo conocíamos bien y nunca lo habíamos recorrido de noche. Durante el día era un paraje desierto, ya que los jornaleros estaban ausentes y los tejedores encerrados. En el absoluto silencio de la noche, parecía más deshabitado, 1 más dormido que los otros barrios del pueblo. Por aquella– I casas que parecían ser cajas de cartón, dispersadas arbitrariamente, yo conocía nada más que un camino, el que 1 conducía a la casa de una costurera, apodada la Muda. I, Primero había que descender por una escarpada pendiente, empedrada por partes, y después de doblar dos o tres Á veces entre atrios de tejedores y cuadras vacías, se llegaba a un ancho callejón sin salida, cerrado por el corral b de una granja desierta desde hacía largo tiempo. Ya en casa de la Muda, mientras ella conversaba silenciosamente con mi madre, moviendo vivazmente los dedos, solamente interrumpida por el chillido de enferma de su :l garganta, yo observaba a través de la ventana la alta pared de la granja desierta, la última casa del pueblo, y la puerta siempre cerrada del corral seco y sin paja, en el que no quedaba rastro de vida. Ese fue el mismo camino por el que fueron los dos desconocidos. Temíamos perderlos de vista en cada esquina, pero, para mi sorpresa, llegábamos una y otra vez a la esquina de la calle siguiente antes de que pudieran desaparecer. Y digo para mi sorpresa porque esas calles eran tan cortas que eso no hubiera podido suceder si los perseguidos no acortaran el paso cada vez que dejábamos de verlos. Finalmente, sin vacilar, entraron en la calle que llevaba a la casa de la Muda, y le grité a Meaulnes:

    –¡Los tenemos! ¡Es un callejón sin salida!

    La realidad era que nosotros estábamos en poder de ellos; nos habían conducido donde querían. Cuando llegaron a la pared que cerraba el callejón, se encararon con nosotros resueltamente y uno de ellos lanzó el silbido extraño que ya habíamos oído dos veces esa noche. Entonces, una decena de muchachos apareció desde el corral de la granja desierta, donde aparentemente nos aguardaban ocultos. Todos estaban encapuchados, con la cara tapada por sus bufandas. De antemano nos dimos cuenta quiénes eran, pero decidimos no decir nada al señor Seurel, que nada tenía que ver con nuestros problemas. Frente a nosotros estaban Delouche, Denis, Giraudat y toda su pandilla. En la pelea reconocimos su forma de luchar y sus voces entrecortadas. Sin embargo, quedaba allí algo importante que casi intimidaba a Meaulnes: la presencia de un desconocido que aparentaba ser el jefe, y que no lo atacaba; sin moverse, contemplaba los movimientos de sus compañeros, dedicados a una ruda labor, sucios y rotosos de pies a cabeza, revolcándose sobre la nieve en su agitada pelea con mi agotado amigo. Dos de la pandilla se habían dedicado a mí, aunque con gran dificultad, porque me escurría como un demonio, pero consiguieron reducirme. Me tenían en el suelo, con las rodillas dobladas y sentado encima de los talones; me sostenían por los brazos en la espalda, y en esa posición observaba la escena con curiosidad y un poco de temor. Meaulnes se había librado de cuatro escolares, desprendiéndolos de su blusa al girar con rapidez sobre si mismo, arrojándolos violentamente sobre la nieve. Bien plantado sobre sus piernas, el desconocido seguía con interés, pero muy calmo, los pasos de la lucha, y, de vez en cuando, con voz muy clara, repetía:

    –¡Vamos! ¡Animo! No le den tregua... Go on, my boys...

    Era evidente que mandaba él. Y seguía siendo para nosotros un misterio, de dónde vendría y dónde y cómo los había llevado a la pelea. Igual que los demás, tenía la cara envuelta en una bufanda; pero cuando Meaulnes, ya libre de sus enemigos, se lanzó sobre él, amenazante, el ademán que hizo para poder ver bien y enfrentar la situación, descubrió un pedazo de tela blanca que le rodeaba la cabeza como un vendaje. En ese momento, le grité a Meaulnes:

    –¡Ten cuidado por detrás! Viene otro...

    Antes de que alcanzara a volverse, apareció desde la barrera, a sus espaldas, un muchachote que le enredó hábilmente la bufanda en el cuello y lo derribó. Entonces, los cuatro que habían sido arrojados sobre la nieve por Meaulnes volvieron a la carga para inmovilizarle brazos y piernas, atándole las muñecas con una soga y los tobillos con una bufanda, y el de la venda comenzó a revisarle los bolsillos. El muchachote de la bufanda encendió una vela, protegiendo la llama con la mano, y cada vez que hallaba un papel, el jefe se aproximaba a la luz para examinar su contenido. Finalmente abrió esa especie de mapa lleno de anotaciones en que Meaulnes había trabajado desde su vuelta, y gritó con alegría:

    –¡Ya lo tenemos! ¡Aquí está el plano! ¡Aquí está el camino! Vamos a ver si este joven estuvo, efectivamente, donde yo imagino.

    Su secuaz apagó la vela. Cada cual 'recogió su gorra o cinturón, y todos se esfumaron en silencio, como habían llegado, dejándome libre para desatar a mi compañero.

    –No irá muy lejos con ese plano –dijo Meaulnes, levantándose.

    Volvimos lentamente, pues él rengueaba un poco. En el camino de la iglesia nos encontramos con mi padre y el señor Pasquier.

    –¿Han visto a alguien? –preguntaron–. Nosotros tampoco.

    Gracias a la oscuridad de la noche, no se dieron cuenta de nada. El carnicero se despidió y el señor Seurel se fue enseguida a dormir. Pero nosotros dos, arriba, en nuestra habitación, alumbrados por la lámpara que Millie s nos había dejado, nos quedamos un buen rato remendando las blusas descosidas, discutiendo en voz baja lo que nos había ocurrido, como dos compañeros de armas en la noche de una batalla perdida.


    Capítulo III
    EL TITIRITERO EN LA ESCUELA


    Nos costó levantarnos a la mañana siguiente. En el mismo momento en que el señor Seurel iba a dar la señal para entrar, a las ocho y media, llegamos, 'extenuados, y nos pusimos en la fila. Como estábamos retrasados nos ubicamos en un lugar cualquiera, aunque generalmente el gran Meaulnes era el primero en la larga fila de alumnos, que eran controlados por mi padre, tocándose con los codos, cargados de libros, cuadernos y portaplumas. Me sorprendió la amabilidad silenciosa con que nos hicieron sitio en medio de la fila. Mientras el señor Seurel, demorando por unos instantes la entrada a clase, examinaba a Meaulnes, yo observaba con curiosidad de un lado 't otro, para ver las caras de nuestros enemigos de la noche anterior. El primero que reconocí fue aquel en quien no habíamos dejado de pensar ni un minuto, pero a quien jamás podía imaginar que hallaría en ese lugar. Ocupaba el lugar habitual de Meaulnes, el primero de todos, con un píe sobre el escalón de piedra. Descansaba un hombro y la punta de la valija que llevaba a la espalda en el quicio de la puerta. Su cara fina, muy pálida, un poco pecosa, estaba inclinada y vuelta hacia nosotros con una especie de curiosidad irónica y despectiva. Tenia la cabeza y una parte de la cara vendadas con una tela blanca. Era realmente el jefe de la pandilla, el joven titiritero que nos había asaltado la noche anterior.



    Entramos en la clase y cada cual se sentó en su lugar. El nuevo estudiante se situó al lado de la columna, a la izquierda del largo banco donde Meaulnes ocupaba el primer lugar de la derecha. Gíraudat, Delouche y los otros tres del primer banco se habían apretado unos contra otros para dejarle espacio, como si lo hubieran arreglado de antemano.

    A veces, en invierno, llegaban aves de paso como aquélla: marineros detenidos por los hielos en el canal, aprendices, viajeros bloqueados por la nieve. Se quedaban en el colegio dos días, un mes, casi nunca más tiempo. Cuando los veíamos por primera vez los observábamos con curiosidad, pero enseguida dejábamos de reparar en ellos y los confundíamos en el resto de los estudiantes.

    A éste, en cambio, no lo olvidaríamos con tanta facilidad. Todavía recuerdo su persona singular y los raros tesoros que traía en la valija, colgada a su espalda. Primero fueron los lápices "con paisajes" que sacó para escribir su dictado. Por un agujerito en el mango, cerrando un ojo, se veía aparecer, opaca y con aumento, la basílica de Lourdes o algún monumento desconocido. Se quedó él con una, y el resto pasó de mano en mano. Después fue una cajita china para guardar plumas, repleta de compases y de divertidos instrumentos que llegaron hasta el banco de la izquierda para deslizarse silenciosa y disimuladamente, de unos a otros, bajo los cuadernos, para evitar que el señor Seurel se diese cuenta.

    También circularon unos libros nuevos, cuyos títulos había descubierto yo, afanosamente, en la contratapa de los pocos volúmenes de nuestra biblioteca: "La loma de los mirlos", "La roca de las Gaviotas", "Mi amigo Benoíst"... Con una mano, sobre las rodillas, algunos hojeaban aquellos libros cuya procedencia ignorábamos. Tal vez eran robados. Con la otra mano iban escribiendo su dictado. Otros en el fondo de sus bancos, hacían girar los compases, y otros, mientras el señor Seurel continuaba dictando, paseándose entre la mesa y la ventana, rápidamente cerraban un ojo y pegaban el otro a la vista verdosa y acribillada de Nuestra Señora de París. En tanto que el alumno nuevo, con la pluma en la mano, con su _. fino perfil pegado a la columna gris, guiñaba los ojos, naturalmente satisfecho por todo ese juego secreto que se – desenvolvía a su alrededor.

    Sin embargo, poco a poco la clase se fue inquietando: los objetos, después de circular, llegaban, uno tras el otro, a las manos del gran Meaulnes, quien, al descuido y sin mirarlos, los dejaba a su lado. Al poco rato formaron un montón, matemático y colorido, como los que en las –1 composicíoncs alegóricas se ponen a los píes de la mujer ; que representa La Ciencia. Muy pronto el señor Seurel descubriría el alboroto y se daría cuenta de la maniobra.? Además, debía estar decidiendo informar acerca de los sucesos de la noche anterior. La presencia del tirititero le facilitaría el trabajo.

    Efectivamente, no tardó en detenerse, sorprendido, frente al gran Meaulnes.

    –¿De quién es todo esto? –preguntó, señalando "todo esto" con el lomo 'de un libro que llevaba en la mano, cerrado sobre su índice.
    –No sé –respondió Meaulnes, con desgano y sin levantar la cabeza.

    Pero el estudiante desconocido intervino:

    –Es mío –dijo.

    Y agregó en seguida, con amplío y elegante ademán de señorito, que desorientó al maestro:

    –Pero está a su disposición, sí quiere usted verlo.

    Entonces, con gran velocidad, sin ruido, como para no perturbar la situación creada, toda la clase se ubicó curiosamente alrededor del maestro, que inclinaba su cabeza un tanto calva y rizada sobre aquel tesoro, mientras el pálido personaje proporcionaba las explicaciones necesarias, con apacible aíre de victoria.

    En tanto, en su banco, silencioso y abandonado por todos, el gran Meaulnes abría su cuaderno borrador y, frunciendo el entrecejo, se envolvía en un problema difícil.

    El dictado no había terminado todavía y la clase era un gran desorden, cuando nos sorprendió el recreo, que, a decir verdad, había comenzado al principio de la mañana.

    A las diez y medía, cuando el sombrío y embarrado patío se llenó nuevamente de alumnos, se notó en seguida que había otro nuevo jefe en los juegos. De todos los entretenimientos nuevos que el tirititero llevó a la escuela, desde esa mañana, sólo puedo recordar el más cruel. Una especie de competencia en que los caballos eran los muchachos mayores, quienes cargaban a los más pequeños sobre sus hombros.

    Repartidos en dos grupos que partían de los dos extremos' del patio, caían unos sobre otros, procurando cada cual voltear al contrincante por la violencia del choque, y los jinetes, usando sus bufandas como si fuesen lazos y sus brazos estirados como si fuesen lanzas, se esforzaban en desmontar a sus adversarios. Algunos, cuando les esquivaban la embestida, perdían el equilibrio y .rodaban, jinete y caballo, sobre el barro. Hubo alumnos un poco desmontados a quienes el caballo sujetaba nuevamente por las piernas y, en el medio de la lucha, volvían a subir hasta sus hombros. Montado sobre Delage, de miembros desproporcionados, pelo rojo y enormes orejas, el jinete de la cabeza vendada excitaba a los dos bandos rivales y conducía cruelmente su cabalgadura, riendo con gran furia.

    Meaulnes, de pie en el umbral del aula, miraba con malhumor, al principio, cómo se preparaban esos juegos. Y yo me quedaba a su lado, indeciso.

    –¡Qué astuto es! –dijo entre dientes, con las manos en los bolsillos–. ¡Llegar aquí esta misma mañana era la única forma de no infundir sospechas, y el señor Seurel ha caído en la trampa!

    Se mantuvo un largo rato con la cabeza rapada al viento, insultando a aquel payaso, por cuya culpa iban a aporrearlo los mismos a quienes él antes capitaneaba. Y yo, pacífico como era, no podía menos de estar de acuerdo con él.

    En todos los rincones, por todos lados, en ausencia del maestro proseguía la pelea: los más chicos habían terminado montándose unos encima de otros; corrían, daban la vuelta, inclusive antes de recibir el choque del rival. Muy pronto quedó en pie únicamente un grupo embravecido y hormigueante del que sobresalía, a ratos, la venda blanca del nuevo caudillo.

    Entonces, el gran Meaulnes no pudo contenerse más, agachó la cabeza, puso las manos sobre su cintura y me gritó:

    –¡Vamos allá, François!

    A pegar de que la rápida e inesperada decisión me sorprendió, salté sin dudas sobre sus hombros, y en un instante nos hallamos en el centro del combate, mientras la mayoría de los combatientes, asustados, huían, gritando:

    ––¡Que viene Meaulnes! ¡Que viene el gran Meaulnes!

    En medio de los que se quedaron, Agustín comenzó a girar sobre sí mismo, diciéndome:

    –Estira los brazos, sujétalos, como hice yo anoche.

    Y yo, enceguecido por la pelea, seguro de la victoria, aferraba al pasar a los chicos que forcejeaban y, tras tambalearse un instante sobre los hombros de los mayores, terminaban rodando sobre el barro. En un momento quedó en pie sólo uno: el caballero de Delage; pero éste, que tenía muy pocas ganas de pelear contra Agustín, se levantó dando un salto de carnero e hizo desmontar a su blanco jinete.

    Con la mano en el hombro de su cabalgadura, como un capitán que le aguanta el bocado a su caballo, el muchacho, de pie en tierra, miró a Meaulnes con respeto y le dijo:

    –¡Felicitaciones!

    Pero en seguida sonó la campana, que hizo alejarse a los estudiantes que nos habían rodeado esperando una escena curiosa. Y Meaulnes, furioso por no haber podido voltear al enemigo, se alejó diciendo, malhumorado:

    –¡Otra vez será!

    La clase continuó hasta el mediodía, interrumpida –ya que estábamos en vísperas de vacaciones– por entretenidos recreos y conversaciones acerca de nuestro cómico de la región, quien contaba cómo habían decidido que él concurriera a clase para pasar el rato, clavados en la plaza por P1 frío, sin proyectar representaciones nocturnas a las que nadie iría, mientras su compañero cuidaba de los pájaros d_– las Islas y de la cabrita sabia. Luego contaba sus viajes por la comarca, cuando el aguacero arrasaba el pobre techo de cinc del furgón y debían bajar en las

    pendientes para empujar las ruedas. Los alumnos del fondo abandonaban sus mesas para oír desde más cerca.

    Los menos sentimentales aprovechaban la oportunidad para calentarse junto a la estufa. Pero la curiosidad no tardaba en apoderarse también de ellos y se aproximaban al grupo que estaba conversando, aunque sin apartar la mano de la tapadera de la estufa para no perder el lugar.

    –¿Y de qué viven? –preguntó el señor Seurel, que a todo atendía con su curiosidad un tanto pueril de maestro de escuela y hacía siempre muchas preguntas.

    El muchacho vaciló un instante, como si nunca se hubiera preocupado por aquel detalle.

    –De lo que hemos ganado en otoño, me parece. Ganache es quien lleva las cuentas –dijo.

    Nadie quiso averiguar quién era Ganache. Pero yo pensaba en el muchachón que la noche anterior había atacado a Meaulnes a traición por la espalda, derribándolo.


    Capítulo IV
    ACERCA DE LA MANSION MISTERIOSA


    Por la tarde tuvimos las mismas diversiones, y durante la clase, el mismo desorden y el mismo engaño. El titiritero había traído otros objetos preciosos, caracoles, juegos, canciones e incluso su pequeño mono que arañaba en silencio el interior de su morral. A cada rato el señor Seurel interrumpía la clase para observar lo que el muchacho extraía de su bolsa.



    Al dar las cuatro era Meaulnes el único que había finalizado sus problemas. Nadie se apuró a la salida. Ya no había, aparentemente, entre las horas de clase y las de recreo la dura línea divisoria que distribuía la vida escolar como la sucesión del día y de la noche. Incluso nos olvidamos de dar al señor Seurel, como acostumbrábamos, los nombres de los dos alumnos que se quedarían a barrer el aula. Y era extraño porque nunca dejábamos de hacerlo, ya que era una manera de anunciar y apurar la salida de clase.

    La suerte quiso que aquel día tuviese que barrer el gran Meaulnes; y durante la mañana, hablando con el titiritero, yo le había advertido que correspondía a los nuevos alumnos hacer de segundos en la limpieza el día de su llegada.

    Meaulnes regresó al aula después de buscar el pan de su merienda. El titiritero se hizo esperar un buen rato y llegó el último, corriendo, cuando comenzaba a anochecer.

    –Quédate en el aula –me había dicho Meaulnes– y mientras yo lo sujeto tú le sacas el plano que me robó.

    Yo permanecí sentado en una mesita, ¡unto a la ventana, leyendo iluminado por la última claridad del día, y los miraba apartar en silencio los bancos de la escuela, el gran Meaulnes, rígido y pensativo, con la blusa negra abrochada en la espalda con tres botones y ajustada la cintura, y el otro, delicado, inquieto, con la cabeza vendada como un herido. Llevaba un abrigo humilde, desgarrado en partes que yo no había observado antes. Con un impulso casi salvaje, levantaba y empujaba las mesas con una fuerza alocada, sonriendo levemente. Parecía estar iniciando un misterioso juego cuyo secreto ignorábamos

    Así llegaron al rincón más oscuro del aula, para cambiar de lugar la última mesa.

    En un segundo, podía Meaulnes derribar a su enemigo en ese sitio, sin posibilidad de ser visto u oído por nadie, desde afuera, por las ventanas.

    No lograba comprender por qué estaba dejando escapar tal oportunidad. El otro, que había regresado junte a la puerta, con el pretexto de que el trabajo estaba terminado, se escaparía de un momento a otro y no lo veríamos más. Tendríamos que despedirnos del plano y del resto de las indicaciones de Meaulnes, cuyo sentido había llegado a descifrar, tras largos esfuerzos.

    Constantemente esperaba de mi compañero una señal, un movimiento que anunciara el principio de la pelea, pero el muchacho se mantenía quieto. Sólo de vez en cuando miraba con rara fijeza, con aire de interrogación, la venda del titiritero que desde la oscuridad del anochecer se veía poblada de negros manchones.

    Corrieron la última mesa, y no sucedió nada.

    Pero en el instante en que se disponían a dar la última escobada al umbral, volviendo los dos al otro extremo del aula, Meaulnes le dijo, agachando la frente y sin mirarlo:

    –Tiene usted la venda manchada de sangre y el traje desgarrado.

    El otro lo contempló un momento, no porque lo asombrara lo que terminaba de decirle, sino profundamente emocionado de oírselo decir.

    –Hace un rato –respondió–, en la plaza, quisieron sacarme su plano. Al enterarse de que quería regresar para limpiar el aula, se dieron cuenta de que iba a hacer las paces con ustedes y se me han sublevado. Pero, a pesar de todo, pude salvarlo –agregó orgullosamente, ofreciéndole a Meaulnes el importante papel doblado.

    Meaulnes se volvió hacia mí:

    ¿Oíste? –dijo–. Acaba de pelearse y hacerse lastimar por causa nuestra, mientras nosotros hacíamos planes contra él.

    Después, dejando de emplear aquel "usted" poco habitual entre estudiantes, le dijo:

    –Eres un compañero de verdad.

    Y le alargó la mano.

    El titiritero se la tomó y permaneció mudo por espacio de un segundo, conmovidísimo, con la voz cortada. Pero no tardó en continuar, con gran curiosidad:

    –¿De manera que me tendían un 'lazo? GEsto sí que me gusta! Ya lo imaginaba y pensaba para mí: cómo van a asombrarse cuando al recuperar el plano vean que lo he completado.
    –¿Completado?
    –¡Oh, esperen! No del todo.

    Dejando el tono alegre, agrega, con voz lenta y firme, acercándose a nosotros:

    –Meaulnes, ya es hora de que se lo confiese: yo también estuve allí. Presencié esa fiesta maravillosa. Cuando los chicos de la escuela me hablaron de su aventura extraña, supuse que se trataba de la vieja mansión perdida. Para asegurarme, le robé el mapa. Pero a mí me pasa lo que a usted; no conozco el nombre de aquel castillo, no sabría cómo regresar a él ya que no sé bien cuál es el camino que lleva de Sainte–Agathe hasta allí.

    Nos apretamos contra él con un inmenso entusiasmo, con intensa curiosidad y amistad. Meaulnes le hacía preguntas. Creíamos que si insistíamos fogosamente ante el nuevo amigo, le haríamos decir hasta lo que intentaba ignorar.

    –Ya lo verán, ya lo verán –contestaba el muchacho, fastidiado e inquieto–; he agregado en el plano algunas indicaciones que faltaban. Es todo lo que pude hacer.

    Luego, al vernos colmados de admiración y entusiasmo, nos dijo con pena y orgullo:

    –Oh, prefiero advertírselo: yo no soy un chico como los demás. Hace tres meses intenté pegarme un tiro en la cabeza y ése es el motivo por el cual llevo la frente vendada, como un miliciano del Sena, en 1870...
    –Y esta tarde, con la pelea, se le abrió nuevamente la herida –le dijo Meaulnes, amistosamente.

    Pero el otro, sin hacerle caso, continuó en un tono un tanto enfático:

    –Quería morirme. Y ya que no lo conseguí, el resto de vida que me queda lo usaré para divertirme, como un niño, como un titiritero. Lo abandoné todo. Ya no me queda padre, ni hermana, ni casa, ni amor. Lo único que tengo son compañeros de juego.
    –Unos compañeros que ya lo han traicionado –le dije.
    –Sí –respondió airado–. Un tal Delouche fue el culpable; adivinó que los tres haríamos causa común. Corrompió a mi gente, que estaba tan bien entrenada. ¿Vieron qué bien dirigido estuvo el abordaje de anoche? Desde que era niño no organizaba nada tan perfecto.

    Se quedó un momento pensativo y, como para desengafiarnos sobre él, nos dijo:

    –Si me acerqué a ustedes esta tarde fue porque esta mañana me di cuenta de que puedo divertirme más con ustedes que con los otros. Delouche, especialmente, me gusta muy poco. Es una idea valiente hacerse el hombrecito a los diecisiete años, y no hay nada que me moleste tanto como eso. ¿Les parece que podríamos darle un –escarmiento?
    ––,Claro que sí –respondió Meaulnes–. Pero, ¿va a quedarse mucho tiempo con nosotros?
    –No sé. Me gustaría hacerlo. Estoy tremendamente solo. No tengo más que a Ganache....

    De repente desapareció toda su jovialidad. Por un instante se envolvió en la misma desesperación que, sin duda, lo había atacado el día en que se le ocurrió matarse.

    –Sean ustedes mis amigos –dijo de pronto–. Ya lo ven, conozco su secreto y lo he defendido contra todos. Puedo ponerlos nuevamente sobre la pista perdida.

    Y agregó, solemnemente:

    –Sean mis amigos para el momento en que me vuelva a encontrar, como otra vez, a dos dedos del infierno. Prométanme que me responderán cuando los llame, cuando los llame así –y lanzó una especie de grito extraño–: ¡Juuuu! Usted, Meaulnes, ¡jure usted primero!

    Y nosotros juramos, ya que siendo como éramos unas criaturas, todo lo que aparentaba ser más serio que la realidad nos atraía.

    –A cambio de eso –dijo– lo único que puedo decirles ahora es que yo les indicaré la casa de París donde la joven del castillo pasaba las fiestas, la Pascua de Resurrección, la de Pentecostés, el mes de junio y a veces parte del invierno.

    En ese momento una voz desconocida llamó desde el portón, varias veces. Adivinamos que sería Ganache, el titiritero que no se animaba a atravesar el patio o no sabía cómo hacerlo. En un tono precipitado y ansioso, llamaba, en voz a veces alta y a veces suave:

    –¡Juuuu!... ¡Juuuu!...
    –¡Diga! ¡Diga pronto! –gritó Meaulnes al joven titiritero, que se arreglaba la ropa para marcharse.

    El joven nos dio, velozmente, una dirección de París, que repetimos en voz baja. Luego corrió entre la sombra hasta el portón, para reunirse con su amigo, dejándonos inexplicablemente turbados.


    Capítulo V
    EL HOMBRE DE LAS ALPARGATAS


    Alrededor de las tres de la madrugada de esa misma noche, la viuda de Delouche, la posadera que vivía en el centro del pueblo, se levantó para encender el fuego. Su cuñado, Dumas, que vivía con ella, debía marcharse a las cuatro, y la pobre mujer, con su mano derecha arrugada y deforme a causa de una antigua quemadura, se apuraba en preparar el café en la oscura cocina. Hacía frío. Se puso una vieja pañoleta encima del jubón, y luego, con la vela encendida en una mano y protegiendo la llama con la otra –la quemada–, que levantaba el delantal, atravesó el corral repleto de botellas vacías y de cajas de jabón, y abrió la puerta de la leñera que hacía las veces de gallinero para llevar unas astillas. Pero en cuanto terminó de empujar la puerta, un individuo apareció dentro de la oscuridad y la golpeó fuertemente con la gorra, haciendo zumbar el aire, apagó la vela, volteé a la buena mujer, y escapó a toda velocidad, mientras los gallos y las gallinas, enloquecidos, armaban un tremendo escándalo. La viuda de Delouche pudo darse cuenta un instante más tarde, al reaccionar, que el hombre se llevaba en un saco una docena de los mejores pollos.



    Dumas se dirigió hacia donde provenían los gritos de la cuñada. Comprobó que el ladrón, para poder entrar, había tenido que abrir con una ganzúa la puerta del pequeño corral, y que había escapado por el mismo lugar, dejándola abierta. Inmediatamente, con su experiencia sobre ladrones y merodeadores, encendió el farol de su coche, lo sujetó con una mano y, cargando en la otra su escopeta, intentó perseguir la huella del hombre –rastro muy impreciso ya que debía calzar alpargatas–, que lo llevó hasta la carretera de La Gare, donde se extraviaba frente al cerco de un prado. Forzado a concluir en ese ,¡tío su búsqueda, levantó su cabeza y se detuvo, y a lo lejos, con la misma carretera, escuchó el rumor de un coche que huía al galope. El hijo de la viuda, Jazmín Delouche, también se había levantado, y poniéndose el capuchón sobre los hombros rápidamente, había salido en zapatillas a recorrer el pueblo. Todo dormía, envuelto en la oscuridad y en el profundo silencio que antecedía a los primeros rastros del amanecer. Al llegar a los Cuatro Caminos, escuchó solamente, igual que su tío, a lo lejos, por el monte de los Riaudes, el ruido de un coche cuyo caballo debía galopar con los cuatro cascos en el aire. El maligno y fanfarrón muchacho se dijo entonces, y lo repitió en la escuela más tarde, con el inaguantable acento propio de la gente del arrabal de Montluçon:

    –Esos bandidos se fueron hacia La Gare; pero esto no significa que yo no "caliente" a otros aquí, al otro lado del pueblo.

    Para regresar, Jazmín Delouche tomó el camino de la iglesia, rodeado por el mismo silencio nocturno. En la "roulotte" de los titiriteros; en la plaza, brillaba una luz. Indudablemente alguien estaba enfermo. Al dirigirse hacia allí para averiguar qué sucedía, una sombra callada, una sombra que calzaba alpargatas, llegó a "Los Rinconcitos" y corrió a gran velocidad, sin fijarse en nada, hacia el estribo del vehículo. Jazmín, que había reconocido el paso de Ganache, se introdujo en el círculo luminoso y preguntó en voz baja:

    –¿Qué pasa?

    Ganache se detuvo, retraído, desalineado y sin dientes, lo miró con una triste mueca de terror y agotamiento, y les respondió con la respiración entrecortada:

    –El compañero, que está enfermo, se peleó ayer a la tarde y la herida se le volvió a abrir. Vengo de buscar a una Hermana.

    Efectivamente, mientras Jazmín Delouche, muy intrigado, volvía a su casa para dormir otra vez, se cruzó en el camino en mitad del pueblo, con una monja que avanzaba con prisa.

    Por la mañana, varios habitantes de Sainte–Agathe aparecieron en el umbral de sus puertas con los párpados hinchados, desgreñados por una noche de insomnio En todas las casas se escuchó un grito de indignación, que 3e dispersó por todo el pueblo como un reguero de pólvora. En casa de los Giraudat, alrededor de las dos de la madrugada habían oído detenerse un coche, en el que alguien cargaba de prisa ':.pos bultos que caían con un ruido blando. Había dos mujeres en la casa solamente, y ni siquiera se animaron a moverse. Con la luz del día abrieron el corral, y comprobaron que los bultos transportados eran las aves y los conejos. Millie, durante el primer recreo, encontró unos fósforos un poco consumidos frente a la puerta del lavadero, por lo que supusimos que no estarían bien informados acerca de nuestra casa y por eso no habían logrado entrar. En las casas de los Perreux, los Boujardon y los Clément, creyeron que también les habían robado los cerdos, pero los hallaron a media mañana perdidos por los huertos vecinos, comiéndose las verduras; la piara entera había sacado provecho de la oportunidad y de la puerta abierta para dar un breve paseo nocturno. En casi todos lados se habían llevado las aves de corral, aunque los ladrones no se habían limitado a eso. La señora Pignot, la panadera, que no criaba aves, estuvo el día entero contando que le habían robado la pala de lavandera y media libra de añil, pero esto no pudo probarse ni constó en el sumario. La inquietud, los temores y habladurías continuaron toda la mañana. Jazmín Delouche contó en la escuela su hazaña de la noche:

    –Son muy listos –decía–. Pero si mi tío llegaba a encontrar a uno, ya lo dijo. ¡lo habría matado como a un conejo!

    Y agregó, mirándonos:

    –Fue una suerte que no tropezara con Ganache. Hubiera sido capaz de dispararle. Todos son de la misma especie, como dice mi tío. Dessaigne también lo decía.

    A pesar de todo, nadie intentaba molestar a nuestros nuevos amigos. Recién al día siguiente, por la tarde, Jazmín hizo notar a su tío que Ganache, al igual que el ladrón, usaba alpargatas. Los dos decidieron que era necesario contárselo a los policías; en cuanto pudieran irían al pueblo en el mayor secreto, para avisar al jefe de la gendarmería.

    En los días siguientes no volvimos a ver al joven titiritero, enfermo por causa de la herida abierta nuevamente. . Por las tardes recorríamos la plaza de la iglesia con el único objetivo de descubrir su lámpara tras los visillos encarnados del coche. Angustiados e inquietos, nos quedábamos en ese lugar sin animarnos a llegar. junto al modesto albergue ambulante, que nos hacía imaginar el extraño pasaje y la antecámara del país cuyo camino habíamos perdido.


    Capítulo VI
    UNA PELEA ENTE BASTIDORES


    Tantas angustias y dificultades de todo orden durante los días anteriores hicieron que no nos diésemos cuenta de la llegada de marzo y de la disminución del viento. Pero al tercer día de aquella aventura, al bajar al patio por la mañana, comprendí de pronto que ya estábamos en primavera. Sobre la tapia patinaba una brisa encantadora como un agua tibia. Durante la noche, una lluvia muda había mojado las hojas de las peonías. En todo el jardín se sentía un fuerte aroma a tierra removida y en un árbol que rozaba la ventana, un pájaro intentaba memorizar melodías.



    En el primer recreo, Meaulnes propuso probar en seguida el rumbo fijado por el titiritero. Tras gran esfuerzo conseguí convencerlo de que era necesario esperar a volver a ver a nuestro amigo, a que el tiempo fuera realmente bueno y estuvieran ya floridos todos los ciruelos de Sainte–Agathe. Pegados a la pared de la calle, con las manos dentro de los bolsillos y la cabeza desnuda, íbamos charlando y en cuanto el viento nos hacía temblar de frío regresaba a nosotros, con tibias bocanadas, un viejo y profundo entusiasmo. Los dos estábamos persuadidos de que la felicidad rondaba cerca y que la capturaríamos con sólo echar a andar.

    A las doce y media, mientras comíamos, escuchamos un redoble de tambor en la plaza de los Cuatro Caminos. Velozmente nos paramos sobre el umbral de la puerta cancel, con la servilleta en la mano. Se trataba de Ganache, que, "en vista del buen tiempo", anunciaba para las ocho una función en la plaza de la iglesia; para prevenirse de la lluvia tendería una carpa. Seguía un largo programa de espectáculos que se esfumó con el viento, pero pudimos distinguir, vagamente "pantomimas..., canciones..., fantasías ecuestres", e interrumpían regularmente la información nuevos redobles de tambor. Durante la cena retumbó en nuestras ventanas el bombo para anunciar el espectáculo. Los vidrios temblaron. Después de un rato, con un murmullo de charlas, pasó la gente de los caseríos, dividida en grupos, en dirección de la plaza de la iglesia, mientras nosotros pataleábamos de impaciencia, sin poder irnos de la mesa.

    Alrededor de las nueve, por fin, escuchamos un rumor de pisadas y risas, en la puerta cancel. Eran las maestras, que venían a buscarnos. Salimos todos juntos, en medio de las tinieblas, hacia el sitio de la función. A lo lejos distinguíamos la pared de la iglesia, iluminada como por una gran lámpara. Dos quinqués ardían frente a la puerta de la vivienda, y sus llamas flameaban con el viento.

    Adentro habían colocado una gradas, como en el circo. El señor Seurel, las maestras, Meaulnes y yo nos ubicarnos en los bancos de más abajo. Ese lugar, tal vez insuficiente, lo estoy viendo en este momento como si fuese un circo auténtico, con grandes partes oscuras donde se instalaban la señora Pignot, la panadera, y Fernanda, la tendera, las muchachas del pueblo y los peones de las herrerías, niños, labriegos y más gente todavía.

    Nosotros llegamos cuando la función ya estaba bastante adelantada. Se veía en la pista una cabrita sabia, que, dócilmente, ponía las patas sobre cuatro vasos, luego sobre dos, sobre uno después. Ganache la dirigía con suavidad, dándole golpecitos con una varita, mientras miraba hacia nuestro lado con expresión inquieta, la boca abierta y los ojos sin vida.

    Sentado en un taburete, al lado de otros dos quinqués, en el lugar en que la pista comunicaba con el furgón, vimos al director de la función, a nuestro amigo, vistiendo una fina malla negra y con la frente vendada.

    Recién terminábamos de ubicarnos, cuando saltó a la pista un poney enjaezado al que el joven titiritero hizo girar y detener, siempre delante de uno de nosotros, cada vez que se trataba de resaltar a la persona más amable o más generosa del público. Pero, infaltablemente lo hacía frente a la señora Pignot cuando delataba a la más mentirosa, e avara, o "enamorada". Y alrededor de ella todos reían, gritaban y graznaban, como cuando un podenco persigue una bandada de gansos.

    Durante el intervalo, el director se acercó a conversar un rato con el señor Seurel, que no se habría sentido más orgulloso de hacerlo con Talma o Leotard; y nosotros escuchábamos con profundo interés sus palabras cobre su herida, que ya se le había vuelto a cerrar; o sobre el espectáculo, organizado durante los largos días de invierno; o sobre su partida, que no la haría antes de fin de mes, ya que programaban nuevas y diversas funciones hasta aquella fecha.

    El espectáculo terminaría con una gran pantomima.

    Finalizado el intervalo, el titiritero se marchó y para regresar hasta la entrada del furgón debió pasar entre un grupo que había ocupado la pista, en medio del que vimos aparecer de pronto a Jazmín Delouche. Las mujeres y las chicas se apartaron. Aquel traje negro, aquella expresión lastimosa. extraña y amable, las había seducido. En cuanto a Jazmín, que aparentaba haber llegado recién de un viaje y que charlaba amistosamente con la señora Pignot, resultaba evidente que se habría dejado conquistar más fácilmente por una corbata de cordón, un cuello bajo y unos pantalones acampanados. Permanecía con los pulgares dentro de las solapas, en una actitud muy necia y cohibida a la vez. Cuando pasó Junto a él el titiritero, y en un rapto de menosprecio, Jazmín le dijo a la señora Pignot, en voz alta, algo que no pude escuchar, pero que seguramente sería un insulto, una frase provocadora referente a nuestro amigo. Sin duda era una seña e inesperada amenaza, porque el titiritero se dio vuelta y lo miró, y Jazmín, para disimular, reía burlonamente y daba codazos a los que lo acompañaban, como incitándolos a que lo imitaran. Creo haber sido el único de mi banco que se dio cuenta de lo ocurrido.

    El director de la función se juntó con su compañero detrás de la cortina que ocultaba la entrada del furgón. Cada espectador volvió a sentarse en su lugar en las gradas, suponiendo que en seguida empezaría la segunda parte del espectáculo. Se hizo un profundo silencio, dentro del que se escuchó el rumor de una discusión, detrás de la cortina. No oíamos lo que decían, pero reconocimos las dos voces, la del muchacho y la del joven: la primera dando explicaciones, justificándose; la otra, reprochándole, con indignación y tristeza al mismo tiempo.

    –Pero, desgraciado –decía la segunda voz–. ¿Por qué no me lo dijiste?

    Y no entendíamos lo que seguía, por mucho que esforzáramos el oído. Luego todo calló repentinamente. La disputa continuó en voz baja, y los niños de las gradas superiores comenzaron a gritar:

    –¡Las candilejas! ¡El telón! –y a golpear el suelo con los pies.


    Capítulo VII
    EL TITIRITERO SE QUITA LA VENDA


    Apareció, finalmente, con lentitud, entre las cortinas, la cara cubierta de arrugas, dilatada tan pronto por la alegría como por la angustia, de un largo Pierrot, vestido con tres ropas que no concordaban, retorciéndose como si le doliera el vientre. Caminaba en puntas de pie, como por un exceso de miedo y prudencia, y se le quedaban las manos apresadas en unas mangas tan largas que barrían la pista.



    En este momento yo ya no podría reconstruir el argumento de su pantomima. Apenas recuerdo que en cuanto llegó al circo, se cayó, no sin haber tratado en vano y con gran desesperación de sostenerse en pie. Por más que se levantara, la cosa era más fuerte que él, y caía otra vez. Caía sin cesar. Se aprisionaba entre cuatro sillas, arrastraba en su caída una enorme mesa que habían colocado en la plata. Terminó cayendo sobre la valla, a los pies de los espectadores. Dos ayudantes conseguidos a duras penas entre el público, le tiraban de las piernas, y, después de interminables esfuerzos, lograban ponerlo nuevamente en pie. Y cada vez que caía, daba un gritito diferente, insoportable, en el que se mezclaban parejamente la tristeza y el gozo. En el instante del desenlace, trepado a una montaña de sillas, dio una caída enorme, lentísima, y su chillido de victoria, estridente y lastimoso, duró hasta la caída, coreado por los gritos de terror de las mujeres.

    Durante la segunda parte de la pantomima, estoy viendo otra vez, sin poder –recordar la causa, al "pobre Pierrot de las caídas" extrayendo de una de sus mangas una muñequita llena de salvado con la que representaba toda una escena trágica. En resumen, terminaba haciéndole salir por la boca todo el salvado que le llenaba la barriga. Después, con unos tremendos gritos, la cubría de golpes y, en el instante de la máxima atención, cuando todos los espectadores, boquiabiertos, tenían los ojos fijos en la pegajosa y despanzurrada hija del pobre Pierrot, éste la sujetó de pronto por el brazo y la arrojó, con toda su furia, a través de los espectadores, a la cara de Jazmín Delouche, rozando una de sus orejas, para ir a aplastarse luego contra el pecho de la señora Pignot, debajo de su barbilla. La panadera lanzó un espantoso grito, se echó atrás con violencia y todas sus vecinas la imitaron tan bien que el banco 3e rompió y la panadera, con Fernanda y la pobre viuda Delouche y otras veinte más cayeron con las piernas al aire, entre carcajadas, gritos y aplausos, mientras el gran payaso se levantaba para saludar y decir:

    –Tenemos el placer, señoras y caballeros, de darles a ustedes las más expresivas gracias.

    Pero, en ese mismo instante y en medio del más fantástico bochinche, el gran Meaulnes, que se había mantenido en silencio desde el comienzo de la pantomima y que parecía cada 'vez más absorto, se incorporó bruscamente, me sujetó el brazo, como si no pudiera contenerse, y me gritó:

    –¡Mira el titiritero! ¡Míralo! ¡Al fin lo he reconocido!

    No necesité mirar: ya antes lo había adivinado, como si desde mucho tiempo atrás, inconscientemente, esa idea se hubiese engendrado en mi interior, esperando sólo el momento de salir. De pie, junto a un quinqué, a la entrada del furgón, el joven personaje se había quitado la venda, poniéndose una esclavina sobre los hombros. Se veía, dentro –de la claridad humeante, como otra vez a la luz de la bujía, en su habitación del castillo, una cara aguileña y finísima, sin bigote. Pálido, con la boca entreabierta, hojeaba velozmente una especie de álbum, pequeño y colorado, que debía ser un atlas de bolsillo. Agregando una cicatriz que le atravesaba la sien y se extinguía bajo el pelo, ya tenía frente a mis ojos, igual a como lo describiese Meaulnes, al novio de la mansión perdida.

    Era evidente que si se había sacado el vendaje era para que nosotros pudiésemos reconocerlo. Pero en cuanto el gran Meaulnes hizo aquel movimiento y gritó, el joven entró otra vez en el furgón, después de mirarnos inteligentemente y de sonreírnos, como acostumbraba hacerlo, con una tenue tristeza.

    ¡Y el otro! –decía Meaulnes acaloradamente–. ¿Cómo no lo reconocí en seguida? Es el que hacía de Pierrot en la fiesta.

    Y descendió por las gradas para dirigirse hacia él. Pero Ganache ya había interrumpido todos loa caminos a la pista; uno a uno, apagaba los cuatro quinqués del circo y nosotros nos vimos obligados a seguir a la multitud que se marchaba, canalizada por los bancos paralelos, en la penumbra donde pataleábamos impacientes.

    Cuando consiguió salir, Meaulnes se precipitó hacia el furgón, subió al estribo, llamó a la puerta, pero todo estaba cerrado ya. Sin duda se había acostado y comenzaban a dormirse tanto en el coche de los visillos, como en el del pone y, la cabra y los pájaros sabios..


    Capítulo VIII
    ¡LOS GENDARMES!


    Tuvimos que unirnos al grupo de hombres y mujeres que volvían hacia el Curso Superior a través de las calles oscuras. En ese momento comprendíamos todo. Aquella alta figura blanca que Meaulnes vio correr entre los árboles, la última noche de la fiesta, era Ganache, que alzaba al novio desesperado y escapaba con él. El otro había aceptado aquella existencia salvaje, plena de riesgos, juegos y aventuras. Le había parecido que iba a volver a su infancia.



    Frantz de Galais nos había ocultado. hasta entonces su nombre y había fingido no conocer el camino del castillo, por temor, sin duda, a que lo obligaran a regresar con sus padres, pero lo extraño era su actitud de esa noche, al dejar que lo reconociéramos y descubriéramos la verdad.

    El gran Meaulnes hizo cantidad de proyectos, mientras los espectadores se dispersaban lentamente a través del pueblo. Decidió que, sin falta, a la mañana del día siguiente, un jueves, iría a buscar a Frantz para marcharse con él hacia el castillo. Frantz se lo contaría todo, todo se solucionaría y la extraordinaria aventura iba a proseguir en el mismo punto en que se había cortado.

    Mientras, yo caminaba en la oscuridad con una alegría inexplicable. Todo, resolviéndose, contribuía a mi felicidad: el relativo gozo que me traía la espera del jueves, el trascendental descubrimiento que terminábamos de hacer, la enorme suerte que habíamos tenido. Y recuerdo que, en un arranque de amabilidad repentina, me aproximé a la más fea de las hijas del notario, a la que, para mi tortura, más de una vez me había forzado a ofrecerle el brazo, y le di la mano, con la mayor espontaneidad.

    Al día –,siguiente, al dar las ocho, llegamos los dos a la plaza de la iglesia, con los zapatos lustrosos, la chapa del cinturón brillante y la gorra nueva. Meaulnes, que hasta ese momento había estado evitando sonreír al mirarme, dio un grito y se dirigió hacia la plaza vacía. En el emplazamiento de la vivienda y de los coches, sólo quedaba un jarro roto y unos trapos. Los titiriteros se habían ido.

    Soplaba un viento que nos pareció helado. Parecía que a cada paso íbamos a tropezar con el duro y pedregoso suelo de la plaza, para caer. Meaulnes, fuera de sí, por dos veces hizo ademán de lanzarse a correr, primero por el camino del Vieux–Nançay, y, después por el de SaintLoup–des–Boas. Se puso la mano sobre los ojo§, con la esperanza, enseguida desvanecida, de que nuestra gente recién terminase de partir. Pero no podíamos hacer nada. Las huellas de diez carruajes se mezclaban en la plaza, para desvanecerse después de la dura carretera. Nos quedamos inmóviles, clavados en el mismo sitio.

    Y, mientras volvíamos a través del pueblo, donde estaba comenzando la mañana del jueves, cuatro gendarmes a caballo, a quienes Delouche había avisado la tarde anterior, llegaron a la plaza al galope y se dispersaron entre las calles para cerrar las salidas, como los dragones cuando reconocen una aldea. Pero era demasiado tarde.

    Ganache, ladrón de corrales, había escapado con su compañero. Los gendarmes no encontraron a nadie, ni a él, ni a los. que llevaban en los carros los capones por él estrangulados. Prevenido a tiempo por la imprudente frase de Jazmín, Frantz se daría cuenta de qué trabajo vivían él y su compañero cuando la caja del furgón estaba vacía. Avergonzado y furioso, fijaría en seguida un rumbo y decidiría poner tierra de por medio antes de que llegasen los gendarmes. Pero, ya sin el miedo de que trataran de hacerlo regresar a la mansión de su padre, el muchacho, antes de huir, había querido mostrársenos sin vendas.

    Una sola cosa quedó siempre oscura: cómo había podido Ganache, al mismo tiempo, asaltar los corrales e ir a buscar a la monja para que cuidara la fiebre de su amigo. Pero aquélla era, toda la historia del pobre diablo: ladrón y trotamundos por un lado, y por el otro, un buen sujeto.


    Capítulo IX
    EN BUSCA DEL CAMINO PERDIDO


    Cuando llegamos a la escuela, el sol ahuyentaba la leve bruma matinal. Las mujeres, en la puerta de sus casas, sacudían las alfombras o conversaban; y por campos y bosques, en las afueras del pueblo, tenía principio la mañana de primavera más radiante que pueda recordar. Aquel jueves a las ocho, todos los alumnos debían ir a la escuela, unos para preparar el Certificado de Estudios Superiores y otros, el Concurso de la Escuela Normal. Al llegar nosotros –Meaulnes, entristecido y tan cansado que no podía mantenerse tranquilo, yo desalentado– hallamos la escuela desierta. Por encima del polvo de un banco carcomido y el agrietado barniz de un planisferio, resbalaba un frío rayo de sol. No perseguíamos permanecer allí, frente a un libro, sufriendo nuestra desilusión; todo nos llamaba afuera, el saltar de los pájaros, junto a las ventanas, persiguiéndose de rama en rama, la huida de los demás alumnos a los jardines y al bosque, y, especialmente, el obsesivo deseo de probar cuanto antes el rumbo incompleto controlado por el titiritero, que era el último recurso de nuestra bolsa casi exhausta, la última llave del llavero que nos restaba probar.



    Estar allí en el colegio, sin poder movernos, resultaba superior a nuestras fuerzas. Meaulnes se paseaba de un lado a otro, se aproximaba a las ventanas, observaba el jardín, y luego volvía a asomarse y miraba el pueblo, como si aguardara a alguien que, en realidad, no habría de llegar.

    –Creo –dijo, por fin– que aquello no está tal vez tan lejos como, suponemos. Frantz eliminó del plano un pedazo de camino que yo había señalado, y esto quizás quiere decir que la yegua, mientras yo dormía, dio una larga e inútil vuelta.

    Un tanto sentado en el extremo de la mesa, con un pie en el suelo y el otro agitándose en el aire, yo permanecía cabizbajo, en–una––&~d de pereza y desaliento.

    –Sin embargo –le dije–, tu viaje de regreso en la berlina duró toda una noche.
    –Partimos a medianoche –me respondió. A las cuatro de la madrugada me dejaron a unos seis kilómetros de Sainte–Agathe. A la ida, en cambio, marché por el Este, por la carretera de La Gare. Por consiguiente hay que rebajar esos seis kilómetros entre Sainte–Agathe y el lugar perdido. En verdad, creo que una vez fuera del bosque del Concejo no se debe estar muy lejos de lo que estamos buscando.
    –Esas dos leguas, justamente, son las que faltan en tu mapa.
    –Es verdad. Y el bosque termina a legua y media de aquí; pero, con buenas piernas, se puede hacer el recorrido en una mañana.

    En ese instante llegó Moucheboeuf. Tenia la molesta costumbre de hacerse pasar por un buen alumno, no porque fuese más inteligente que los otros, sino sobresaliendo en ocasiones como las de aquel día.

    –Ya sabía que los encontrarías a ustedes dos, nada de más –dijo en tono triunfal–. Los otros se fueron al bosque del Concejo. Jazmín Delouche, que sabe dónde hay nidos, los dirige.

    Y, haciéndose el virtuoso, comenzó a contarnos todo lo que los chicos, al proponer la excursión, habían comentado de las clases, del señor Seurel y de nosotros.

    –Si se han ido al bosque, los veré al pasar –dijo Meaulnes–. Yo también me voy. Estaré de vuelta alrededor–de las doce y media.

    Moucheboeuf se quedó asombrado.

    –¿No vienes? –me preguntó Agustín, deteniéndose un instante en el umbral de la puerta entreabierta; y en la sala gris, con un soplo de aire soleado. entró un ruido de voces, de gritos y píos, de un cubo en el brocal del pozo, el restallar de un látigo a lo lejos.
    –No –le respondí, a pesar de que la tentación era muy grande–, no puedo por el señor Seurel. Pero apúrate. Te esperaré impaciente.

    Hizo una mueca incierta y se marchó velozmente, lleno de esperanza. El señor Seurel llegó a eso de las diez. Se había sacado la chaqueta de alpaca y vestía su abrigo de pescador, de grandes bolsillos con botones, un sombrero de paja y unas polainas charoladas y cortas que le sostenían los bajos del pantalón. No aparentó asombrarse mucho de no encontrar a nadie, ni quiso escuchar a Moucheboeuf, que repitió tres veces lo, que habían dicho del señor Seurel los demás alumnos:

    –¡Si nos necesita, que venga a buscarnos!

    Mi padre ordenó:

    –¿Ordenen sus cosas, pónganse las gorras y vamos nosotros a echarlos de su nido. ¿Podrás llegar, François?

    Le contesté afirmativamente y nos marchamos. Moucheboeuf guiaría al señor Seurel, ya que conocía las espesuras en que se habían internado los cazadores de nidos. De vez en cuando tenía que llamarlos a gritos:

    –¡Eeeh! ¡Hola! ¡Giraudat, Delouche! ¿Dónde están? ¿Hay nidos? ¿Los encontraron? Para mi enorme satisfacción, se me encomendó que siguiera el extremo oriental del bosque, por si los alumnos fugitivos escogían aquel sector para huir. Pero en el plano corregido por el titiritero, que tantas veces habíamos analizado con Meaulnes, una parte del camino de tierra partía de esa parte del bosque en dirección al castillo, y comencé a imaginar que antes del mediodía encontraría el sendero de la perdida mansión.

    Fue un paseo estupendo. Apenas pasamos el Glacis y bordeamos el Molino, dejé a mis compañeros, al señor Seurel, que parecía estar marchando a la guerra y que hasta creo que se había metido una vieja pistola en el bolsillo, y al traidor de Moucheboeuf. Caminé por una cortada y llegué muy pronto al límite del bosque, solo por el campo por primera vez en mi vida, como una patrulla que ha extraviado al jefe. Me veía cerca dé la extraña felicidad que Meaulnes había experimentado un día. Mientras él, mi hermano mayor, estaba en plena búsqueda, yo era el dueño de toda la mañana para registrar la orilla del bosque, el paraje más oloroso. y escondido del pueblo. El lugar se semejaba al cauce de un viejo arroyo, y yo pasaba rozando las ramas bajas de unos árboles, cuyo nombre desconocía, pero que debían ser alisos. Al final del camino, salté un seto vivo, y penetré en la gran avenida de hierba verde que se esparcía bajo las frondas. Al pasar, partía las altas valerianas y de tanto en tanto pisaba las matas de ortigas. Mis pies pisaban a veces, sólo algunos pasos, un trecho de fina arena. Y en medio de la quietud se oía trinar a un pájaro. Supongo que era un ruiseñor, aunque sin duda me equivoco, ya que los ruiseñores cantan solamente por las tardes. Era un pájaro que repetía con insistencia las mismas notas: voz de la mañana, palabra pronunciada bajo la enramada, espléndida invitación al viajé entre los alisos. El pájaro parecía acompañarme por la arboleda, invisible y obstinado. Igualmente, por primera vez, yo también me encontraba en el camino de la aventura. Ya no buscaba, bajo la conducción del señor Seurel, conchas abandonadas por el agua, ni orquídeas desconocidas para el maestro de escuela, y ni siquiera buscaba en el huerto del tío Martin, como acostumbrábamos hacer, la fuente enrejada, profunda y seca, enterrada bajo tan frondosos matorrales, que cada vez nos llevaba más tiempo hallar. Buscaba algo más misterioso todavía: el paso de que hablan los libros, el viejo camino perdido, aquel sendero que no pudo encontrar el príncipe extenuado, camino que se descubre en la hora más incierta de la mañana, cuando se ha olvidado hace largo tiempo que van a ser las once, que va a ser el mediodía. Y entonces, sorpresivamente, entre el tupido follaje, al apartar las ramas a la altura de la cara y de una forma desigual, con un ademán vacilante en las manos, el camino llega como una larga avenida sombría, con un pequeño círculo luminoso como salida.

    Mientras esperaba y me dejaba llevar por el ensueño, inesperadamente fui a parar 2. un claro de la arboleda, que resultó ser un prado. Sin darme cuenta, había llegado al lindero del bosque del Concejo, que siempre supuse que estaba muchísimo más lejos. A mi derecha, entre dos piras de leña, como un rumor en la oscuridad, se encontraba la casa del guardabosque. Dos pares de medias se secaban en el antepecho de la ventana. Años atrás, cuando arribábamos a la entrada del bosque, señalábamos un punto luminoso en el fondo de la interminable alameda negra, y jamás dejábamos de decir:

    –Allá abajo está la casa del guarda, la casa de Baladier.

    Pero nunca habíamos llegado hasta allí. Y algunas veces, escuchábamos exclamar, como si se tratase de una aventura extraordinaria:

    –¡Ha llegado a la casa del guarda!

    Esa vez yo llegué a casa de Baladier sin encontrar nada.

    Mi pierna agotada y el calor, que no había sentido hasta ese momento, empezaban a fastidiarme, y sentía miedo de tener que regresar solo. Pero escuché cerca la voz del señor Seurel, de Moucheboeuf, y después otras voces que me llamaban. Me aproximé al grupo, compuesto por seis compañeros, entre los que sólo Moucheboeuf tenía un gesto alegre. Eran Giraudat, Auberger, Delage y otros. La trampa de Moucheboeuf había hecho sorprender a unos montados a un solitario cerezo silvestre y a otros en un calvero, sacando nidos de picoverdes. Giraudat, con su cara de tonto, sus párpados hinchados y su blusa sucia, se había escondido los pichones en el pecho, entre la camisa y la piel. Dos de sus compinches, seguramente Delouche y el pequeño Coffin, habían escapado al acercarse el señor Seurel. Primero habían respondido a "Mouchevache" con frases despectivas, que los ecos del bosque devolvían, y el torpe de Moucheboeuf1 herido en su amor propio y creyendo tenerlos atrapados, había gritado:

    –Tienen que bajar. El señor Seurel está aquí.

    Entonces, todo quedó repentinamente en silencio. Huyeron calladamente a través del bosque, sin que nadie intentara alcanzarlos, pues la arboleda no guarda secretos para ellos. Tampoco se sabía dónde estaba el gran Meaulnes. Su voz no se había escuchado, y hubo que desistir de buscarlo. Ya era más de mediodía cuando nuevamente, despacio, cabizbajos, cansados y sucios de tierra, volvimos por el camino de Sainte–Agathe.

    Al salir del bosque raspamos o sacudimos el barro de nuestras botas, y a esa hora el sol comenzó a hervir. Ya no se trataba de la mañana de primavera tan fresca y brillante; se hacía notar la tarde. De vez en cuando un gallo lanzaba un desolado grito en las granjas desiertas, a ambos lados del camino. Al bajar del Glacis, nos detuvimos un instante con unos peones que habían retomado su trabajo después de la comida. Estaban apoyados sobre un cerco, y el señor Seurel les dijo:

    –¡Estos son los que se creen pillos! Mírenlo a Giraudat, se ha escondido los pichones en el pecho y allí le han hecho lo que han querido. ¡Qué porquería!

    Imaginaba que la carcajada de los peones también estaba festejando mi derrota. Se reían, moviendo ¿la cabeza. pero no podía ser demasiado rudos con los chicos aquellos que conocían bien. Y cuando el señor Seurel encabezó otra vez el grupo, llegaron inclusive a contarme:

    –Ha pasado otro, uno alto, ya saben_ quién. A la vuelta debió encontrar el coche de los Granges y lo dejaron subir. Se ha apeado aquí, a la entrada del camino de los Granges. Venía lleno de tierra y de desgarrones. Le dijimos que ustedes .habían pasado esta mañana, que todavía no habían regresado, y siguió sin apuro hasta Sainte–Agathe.

    Efectivamente, sentado en un costado del puente de los Glacis, el gran Meaulnes nos estaba esperando, con aire extenuado. A las preguntas del señor Seurel contestó que él también había ido a buscar a los que habían faltado a clase, y a la que yo le hice en voz baja, con un gesto de desánimo, respondió únicamente:

    –¡No, nada, nada que se parezca!

    Después de almorzar, en el aula cerrada, desierta y oscura en medio de un paisaje brillante, el gran Meaulnes se sentó frente a una de las mesas grandes y durmió un largo rato su sueño pesado y triste.

    Luego de una prolongada meditación, al atardecer, escribió una carta a su madre. Y esto es todo lo que puedo recordar de la melancólica puesta de sol de aquel radiante día de derrota.


    Capítulo X
    LA COLADA


    Nos habíamos apresurado, al anunciar la llegada de la primavera. El lunes por la tarde intentamos hacer nuestros deberes inmediatamente después de las cuatro, como lo hacemos en verano, y, para ver mejor, sacamos al patio' dos. grandes mesas. Peto rápidamente oscureció, y unas gotas de lluvia se deslizaron sobre el cuaderno. En seguida, volvimos a entrar, y desde la gran sala sin luz, a través de las anchas ventanas observábamos en silencio, en el cielo gris, la catástrofe de las nubes.



    Entonces Meaulnes, que–estaba mirando igual que no sotros, sotros, con la mano apoyada– sobre el picaporte de una ventana, no pudo frenarse y exclamó, como si se sintiese enfadado por tanta tristeza:

    –¡Ah, las nubes no .corrían de esta manera cuando yo iba por la carretera en el coche de "La Buena Estrella"!
    –¿Por qué carretera? –preguntó Jazmín.

    Pero Meaulnes no le respondió.

    Y yo añadí, bromeando:

    –A mí lo que me gustaría es viajar en coche, en medio de una lluvia tremenda y escondido debajo de un gran paraguas.
    –Y leer a lo largo del camino, como si estuvieses en una casa –agregó otro.
    –Ni llovía, ni quería leer –dijo Meaulnes–. Sólo pensaba en mirar el panorama.

    Como Giraudat preguntó de qué panorama se trataba. Meaulnes volvió a enmudecer y entonces Jazmín exclamó:

    –Ya sé. ¡Es aquella famosa aventura!

    Había dicho estas palabras en tono condescendiente y dándose importancia, como si estuviera un poco en el secreto. Pero no sirvió de nada, tuvo que guardarse sus insinuaciones. Al anochecer, se fueron todos corriendo, cubriéndose la cabeza con la blusa, bajo el frío aguacero.

    El tiempo continuó lluvioso hasta el jueves siguiente. Y éste fue todavía mas triste que el anterior. Todo el campo se envolvía en una especie de bruma helada, como en los peores días de invierno.

    Millie, engañada por el hermoso sol de la semana anterior, preparó la colada, pero no pudo tender la ropa en los cercos del jardín, ni siquiera en unas cuerdas del granero, por causa del aire tan frío y húmedo. Hablando con el señor Seurel tuvo la idea de tenderla en las aulas, ya que era jueves, calentando la estufa al rojo vivo. Para ahorrarnos los fuegos de la cocina y del comedor, se cocerían las comidas en la estufa y nosotros nos quedaríamos el día entero en la sala grande de la escuela.

    En el primer momento, y tan joven como era, consideré esta novedad como una fiesta. Pero fue una triste fiesta, ya que todo el calor de la estufa lo absorbía la colada. Hacía mucho frío. En el patio caía una lluvia invernal, blanda e interminable. A pesar de ello, allí fue donde, desde las nueve de la mañana, aburrido, me encontré nuevamente al gran Meaulnes. Por los barrotes del portón en que apoyábamos en silencio la cabeza veíamos llegar a la parte alta del pueblo, por los Cuatro Caminos, desde el fondo del campo, un cortejo fúnebre. Descargaban el ataúd, que traían en una carreta de bueyes, y lo colocaban sobre una losa, al pie de la gran cruz donde el carnicero viera, no hacía mucho, a los vigías del titiritero desaparecido, que con tanta pericia había dirigido el abordaje. El cura y los cantores se ubicaron, como se acostumbra, frente al ataúd, y los cantos fúnebres llegaron hasta nosotros. Ya sabíamos que aquél sería el único entretenimiento del día, un día que se escurriría 'fasta la última gota, como la lluvia amarillenta que iba resbalando sobre la canaleta.

    –Y ahora –dijo Meaulnes de pronto– voy a preparar las valijas. Debo decírtelo, Seurel: el jueves pasado escribí a mi madre para pedirle que me permita terminar mis estudios en París. Yo parto hoy.

    Continuaba mirando en dirección al pueblo, con las manos aferradas a los barrotes, a la altura de la cabeza. De nada servía preguntarle si su madre, rica y que le consentía todos sus deseos, lo había hecho con aquél, como tampoco preguntarle por qué quería, de pronto, irse a París.

    Pero él sentía y temía, estoy seguro. abandonar aquel querido pueblo de Sainte–Agathe, desde donde partiera para su aventura. Por mi parte, sentía agitarse dentro de mí asna violenta desolación, que experimentaba por primera vez.

    –¡Se acerca Pascua! –exclamó, a modo de explicación, suspirando.
    –Apenas llegues allá me escribirás, ¿no es cierto? –le pregunté.
    –Te lo prometo, por supuesto. ¿Acaso no eres mi amigo y mi hermano?

    Y me puso la mano en el hombro.

    Poco a poco me iba dando cuenta de que todo había terminado, ya que Meaulnes quería terminar sus estudios en París, y nunca más tendría a mi lado al gran compañero.

    No existía ninguna posibilidad de que nos encontráramos, salvo en aquella casa de París. en que iba a buscar su perdida aventura. Al verlo tan abatido, comprendí que tal esperanza era muy escasa.

    Mis padres fueron avisados; el señor Seurel se mostró muy asombrado, pero pronto aceptó las razones de Agustín; Millie se angustió en especial al pensar que la madre de Meaulnes hallaría nuestra casa en un desorden desacostumbrado. La maleta estuvo lista en seguida. Buscamos bajo la escalera, en el armario, sus zapatos de fiesta y un poco de ropa blanca, luego sus papeles y libros de estudio, todo lo, que un muchacho de dieciocho años tiene en el mundo.

    La señora Meaulnes llegó al mediodía, en coche. Comió junto con su hijo en el café "Daniel", y se lo llevó casi sin dar explicaciones apenas terminamos de ensillar y dar de comer al caballo. Los despedimos desde el umbral, y el coche desapareció por la curva de los Cuatro Caminos.

    Millie se sacudió los zapatos frente a la puerta y entró en el helado comedor, para poner en orden lo desarreglado. Y yo, por primera vez después de largos meses, me quedé solo ante una larga tarde de Jueves, con la impresión de que en aquel viejo coche se marchaba para siempre mi adolescencia.


    Capítulo XI
    MI TRAICION


    No sabía qué hacer. Ya estaba aclarando un poco; parecía que el sol iba a aparecer.



    En el caserón, se oía un portazo; luego todo volvía a ser silencio. De vez en cuando, mi padre cruzaba el patio en busca de un balde con carbón para la estufa. Y yo, al ver la ropa blanca colgando de las sogas, perdía las ganas de regresar al triste lugar transformado en secadero, para encontrarme allí frente a frente con el examen de fin de curso, con el concurso de la Normal que, a partir de entonces, debía ser mi única preocupación.

    Lo extraño era que comencé a sentir una especie de sensación de libertad, mezclada con la angustia que me devoraba. Al marcharse Meaulnes, y perdida su aventura, me parecía, al menos, haberme liberado de aquella extraña inquietud, de aquella misteriosa preocupación que no me dejaba comportarme como todos. Al partir Meaulnes, yo había dejado de ser su compañero de aventuras el hermano del investigador de rastros. Volvía a ser un chico de pueblo, como todos. Y la cosa era sencilla; lo suficiente era seguir mis inclinaciones más naturales.

    El más pequeño de los Roy pasó por la calle embarrada haciendo dar vueltas en la punta de un hilo, que luego largaba al aire, tres castañas atadas que cayeron al patio. Tan ocioso estaba yo que me entretuve en devolverle las castañas, dos o tres veces, por encima de la pared.

    De pronto vi que dejaba aquel juego infantil para correr hacia un carrito que avanzaba por el camino de la pasarela vieja. En un instante subió a la zaga del carro, sin que éste se detuviera. Era el carrito de Delouche. con su caballo. Jazmín iba conduciéndolo; el gordo Boujardon, de pie. Regresaba del prado.

    –¡Ven con nosotros, François! –me gritó Jazmín, enterado ya sin duda de la partida de Meaulnes.

    Sin decir nada a nadie, me trepé al bamboleante coche y me quedé de pie, como los demás, apoyado en uno de los montantes. Fuimos a casa de la viuda de Delouche.

    Ya en la trastienda de la casa de la buena mujer, tenderá y fondista a la vez. Un blanco rayo de sol se filtraba por la baja ventana, sobre latas y toneles de vinagre. El gordo Boujardon se sentó en el antepecho de aquélla y, vuelto hacia nosotros, con, una risotada de glotón, comía los bizcochos que halló dentro de una caja abierta y ya empezada, al alcance de la mano, encima de un tonel. El chico Roy chillaba de gusto. Se estableció entre nosotros una especie de intimidad de mala ley, y ya estaba previendo que Jazmín y Boujardon serían mis amigos. Ya cambiado el curso de mi vida, me parecía que Meaulnes se había marchado largo tiempo antes, y que su aventura era una historia vieja y triste, pero ya concluida.

    En un rincón, el pequeño Roy enContró una botella de licor empezada. Delouche nos invitó a todos a tomar una capa, pero teníamos un solo vaso y bebimos del mismo. Me sirvieron primero, con cierta condescendencia, como si no estuviera acostumbrado a esos hábitos de cazadores y labriegos, lo que me molestaba un poco. Y cuando se pusieron a hablar de Meaulnes, me desvanecía en esa molestia y recuperé mi fuerza para contarles que conocía algunos pormenores de la aventura, pensando que no podía hacerle ningún daño, ya que sus hazañas hablan terminado para siempre.

    Tal vez contaba mal lo que había sucedido; no producía el efecto que esperaba.

    Mis compañeros, como buenos aldeanos, a quienes nada sorprende, no se admiraban por tan poca cosa.

    –¡Era un casamiento, vamos! –exclamó Boujardon. Delouche había. visto uno, en Preveranges, más extraño todavía. En cuanto al castillo, seguramente se en contraría en el lugar gente que hubiera oído hablar de él.

    En cuanto a la muchacha, Meaulnes se – casaría. con ella apenas concluyera su servicio militar.

    –Tenía 'que habérnoslo contado –agregó uno– y mostrarnos el plano, en vez de complicarse con un titiritero.

    Desorientado por mi fracaso, quise aprovechar la oportunidad para excitar la curiosidad de los chicos:, me dispuse a contarles quién era el titiritero, de dónde venía su extraño destino. Boujardon y Delouche no quisieron escuchar más:

    –Ese es el causante de todo. El volvió a Meaulnes intratable.., ¡A Meaulnes, que era un compañero tan bueno! El fue quien inventó todas esas estupideces de abordajes y ataques nocturnos, después de habernos organizado como ejército escolar.
    –Sabes –dijo Jazmín, mirando a Boujardon y moviendo lentamente la cabeza–, hice muy bien en–denunciarlo a los gendarmes, por el daño que hizo en el pueblo y el que habría podido hacer.

    Y yo casi estaba compartiendo sus opiniones. Todo habría resultado de otra forma, indudablemente, si no hubiéramos tomado la cuestión tan a lo misterioso y a lo tremendo. Fue la influencia de ese Frantz la que lo echó todo a perder.

    Repentinamente, mientras estaba envuelto en estos pensamientos, escuchamos un rumor en la tienda. Jazmín Delouche se apresuró a ocultar la botella de licor tras el tonel; el gordo Boujardon saltó desde la ventana, y al pisar una botella vacía y polvorienta,, haciéndola 'rodar, estuvo a punto de caer. El pequeño Roy lo empujó por detrás, para salir más rápido, casi ahogado de tanto reír.

    Sin –terminar de entender lo que estaba sucediendo, escapé, con ellos, cruzando el patio, y, por una escalera, subimos a un depósito de heno. Escuché una voz de mujer tratándonos de vagos.

    –¿Cómo iba a suponer que volvería tan pronto? –dijo Jazmín en voz muy baja. Recién entonces comprendí que estábamos allí sin permiso robando bizcochos y licor. Sentí la desilusión del náufrago que, creyendo estar hablando con un hombre, advierte de pronto que se trata de un mono. Mi único pensamiento fue dejar el granero, ya que me desagradaba esa clase de hazañas. Además, ya anochecía. Me hicieron pasar por detrás; crucé dos huertos, di la vuelta a un charco, me encontré otra vez en la calle mojada, en la que se reflejaban las luces del café "Daniel".

    Me sentía muy poco orgulloso de la tarde que había pasado. Ya caminaba por los Cuatro Caminos. Sin darme cuenta, de repente, vi de nuevo en la esquina la cara seria y fraternal que me sonreía, la última seña con la mano y el coche que se esfumaba.

    Un viento frío hizo temblar mi blusa, parecido al viento del último invierno, tan trágico y tan bello. Ya todo me parecía más difícil. En el aula grande, donde me esperaban para cenar, fuertes corrientes de aire atenuaban el débil calor que proporcionaba la chimenea. Yo tiritaba, mientras me reprochaba la tarde de vagabundo que había pasado. Ni siquiera me quedaba, para regresar a la vida tranquila de antes, el consuelo de sentarme a la mesa en el lugar de costumbre. Esa noche no había mesa; cada cual apoyaba la cena sobre sus rodillas, donde pudiera, en el aula oscura. Ya comía silenciosamente la torta cocida sobre la estufa, que era el premio de ese jueves pasado en la escuela y se había quemado sobre las enrojecidas planchas.

    A la noche, solo en mi habitación, me acosté velozmente para aplastar el remordimiento que sentía crecer desde el fondo de mi pena. Desperté dos veces en. medio de la noche, imaginando, la primera vez, el ruido de la cama de al lado, en la que Meaulnes acostumbraba darse vuelta bruscamente, y la otra vez, su suave paso de cazador al acecho atravesando los graneros del fondo...


    Capítulo XII
    TRES CARTAS DE MEAULNES


    En toda mi vida he recibido solamente tres cartas de Meaulnes. Aún las conservo en casa, en un cajón de la cómoda. Cada vez que las repaso experimento la misma aflicción de antes. La primera llegó a mis manos dos días después de su partida.



    –Mi querido François: Hoy, recién llegado a París, he ido a instalarme frente a la casa que sabes. No he visto nada. No había nadie. La casa de la que nos habló Frantz es un hotelito de planta baja y un solo piso. La habitación de la señorita de Galais debe estar arriba. Las ventanas del piso son las más ocultas por los árboles. Pero, cruzando a la vereda de enfrente, se ven muy bien. Tienen abiertas todas las cortinas y haría falta estar loco para pensar que un día, a través de uno de los visillos descorridos, va a asomarse la cara de Ivonne de Galais. La casa está en un boulevard. Cuando fui, lloviznaba sobre los árboles, que ya están reverdeciendo, y se escuchaba el nítido campanilleo de los tranvías que pasaban sin cesar. Por dos horas me he paseado, de un lado a otro, bajo las ventanas. Cerca hay una taberna en la que entré a beber, para que, no me confundieran con un ladrón que está tramando una fechoría. Después he vuelto a mi acecho, sin esperanzas.. Ya de. noche, aquí y allí, un poco por todos lados, se iluminaron las ventanas; pero no en esta casa. Seguramente no hay nadie. Y, a pesar de eso, la Pascua está próxima.

    Cuando me disponía a marcharme, una muchacha o una mujer joven, no lo sé, se sentó en uno de los bancos mojados de lluvia. Llevaba un traje negro con cuello blanco. Y, al marcharme, seguía quieta allí, contra el frío de la noche, esperando no sé qué, esperando a no sé quién. Ya ves que París está lleno de locos como yo.

    Agustín"

    Pasó el tiempo. Inútilmente esperé unas líneas de Meaulnes el lunes de Pascua y los días siguientes tan tranquilos después de la euforia de las fiestas, que dan la sensación de que resta una sola cosa por hacer: esperar el verano. Con ¡unto llegó la época de los exámenes y un calor insoportable, cuyo vaho sofocante atacaba al poblado sin que llegara a disiparlo un poco de brisa. La noche no traía ningún frescor, y por lo tanto, aquel infierno no tenía tregua. Y en aquel inaguantable mes de junio recibí la segunda carta del gran Meaulnes.

    Junio de 189...
    Mi querido amigo: Ahora sí que he perdido todas mis esperanzas. Lo comprobé anoche. El dolor, que casi no llegué a sentir, repentinamente fue incrementando a partir de ese instante. Todas las noches iba a sentarme en aquel banco, y, a pesar de todo, acechaba, pensaba, esperaba. Ayer, después de la cena, la noche era negra y calurosa. Algunas personas conversaban en la vereda bajo los árboles. Por encima del oscuro follaje, al que las luces devolvían .los tonos verdes, los pisos segundos y terceros estaban iluminados. En todos lados, una ventana estaba abierta de par en par por el verano. Se veía una lámpara encendida sobre la mesa, que apenas conseguía apagar a su alrededor las cálidas sombras de la noche de junio, y se veía casi hasta el fondo de la habitación. Si el sombrío cuarto de Ivonne de Galais se hubiera iluminado también, yo me habría animado, estoy seguro, a subir la escalera, a llamar, a entrar.
    La muchacha de quien te hablé estaba allí otra vez, esperando igual que yo. Pensé que ella conocería la casa y le pregunté. Sé, me dijo, que, una muchacha y su hermano, hace tiempo, venían a esta casa a pasar las vacaciones. Pero he' sabido más tarde que el hermano se ha fugado de la mansión de sus padres sin que nunca hayan conseguido localizarlo. Y he sabido que la muchacha se casó. Por eso ha sido cerrada esta casa.
    Me fui. A los diez pasos mis pies tropezaron en la vereda y estuve a punto de caer. Por la noche, ayer, cuando al fin se callaron los niños y las mujeres en los patios, y yo hubiera logrado dormirme, comencé a escuchar el rumor por las calles de los coches de alquiler. Pasaban de vez en cuando. Pero contra mi voluntad, en cuanto terminaba de pasas uno me ponía a esperar el siguiente: el cascabel, el golpear de los cascos del caballo en el pavimento. Y esos ruidos me repetían: es la ciudad desierta, tu amor perdido, la noche interminable, el verano, la fiebre.
    Seurel, amigo mío, ¡qué grande es mi desdicha!
    Agustín


    A pesar de sus apariencias, las cartas eran poco confidenciales. Meaulnes no me contaba por qué había permanecido sin dar noticias tanto tiempo ni lo que planeaba hacer en adelante. Tuve la sensación de que rom– pía conmigo, una vez finalizada su aventura, como hacía con su pasado. Y por más que le escribí, no recibí ninguna respuesta, solamente unas líneas de felicitación cuando conseguí mi certificado de promoción. En sep– tiembre, por un compañero del colegio, supe q ido a pasar las vacaciones a la Ferté d'Angillon, a casa d su madre. Pero nosotros aquel año las pasamos en Vieux–Nancay, en casa del tío Florentin, que nos ha' bía invitado. Y Meaulnes volvió a París sin que nos vié– sernos. A fines de noviembre, al comenzar el otro curso cuando con melancólico entusiasmo me preparaba para obtener el título superior, con la esperanza de ser designado maestro al año siguiente sin necesidad de pasar por la Normal de Bourges, recibí la última de las tres únicas cartas de Agustín. En ella me decía:

    Todavía paso por debajo de aquella ventana. Todavía espero, como un loco, sin la menor esperanza. Al terminar estos fríos domingos de otoño, en el momento en que va a anochecer, no sé decidirme a entrar en casa y cerrar los postigos de mi habitación, sin regresar allí, a la helada calle. Soy igual que aquella loca de SainteAgathe, que a cada instante ,salía al umbral de su puerta y miraba, poniéndose las manos sobre los ojos como una visera, hacia La Gare, para ver si por allí volvía el hijo que se había muerto. Sentado en el banco, tiritando de frío, hecho un miserable, me satisfago en imaginar que alguien va a tomarme dulcemente el brazo. Me daría vuelta. Y sería ella... Me he retrasado un poco, me diría solamente. La pena y la locura desaparecen. Entramos en casa. Las pieles que lleva están heladas, su velo mojado. Trae el olor de la niebla de la calle, y mientras se aproxima al fuego, veo sus cabellos rubios repletos de escarcha y su hermoso perfil, de tan suave dibujo, inclinándose sobre las llamas. Pero el cristal de la ventana sigue teniendo la blancura del visillo que está atrás. Y aunque la dama de la heredad perdida lo descorriera, ya nada sabría decirle ahora. Nuestra aventura ha concluido. Este invierno es inmóvil como una tumba. Tal vez nuestra muerte, tal vez sólo la muerte, nos dé la clave y la prolongación de esta aventura. Seurel, te pedía el otro día que pensaras en mí. Ahora, por el contrario, más vale que me olvides. Sería mejor olvidarlo todo.
    A. M.


    Y llegó otro invierno, tan muerto como había sido vivo de extraña vida el anterior: la plaza de la iglesia sin titiriteros, el patio del colegio abandonado a las cuatro por los chicos, la sala del aula en que yo estudiaba con rabia Y a solas. En febrero, por primera vez en aquel invierno, nevó, y esa nieve enterró definitivamente nuestra novela de aventuras del año pasado, confundió todos los rastros, hizo desaparecer las últimas huellas. Haciendo caso a lo que Meaulnes me había pedido en su carta, me esforcé por olvidarme de todo.



    TERCERA PARTE

    Capítulo primero
    EL BAÑO


    Fumar cigarrillos, rizarse el cabello con agua azucarada, abrazar en el camino a las muchachas del Curso Complementario y ocultarse en los cercos para gritar "abajo la de la papalina" burlándose de una monja que pasaba, eran las diversiones de todos los pillos del lugar. Es verdad que esa clase de pillos bien puede corregirse a los { veinte años, convirtiéndose incluso en jóvenes muy sensatos. Más grave es la cosa cuando el granuja en cuestión tiene el rostro avejentado y marchito, cuando se ocupa de habladurías turbias sobre las mujeres de la aldea, cuando dice mil tonterías acerca de Gilberte Poquelin para que los demás se rían. Pero no siempre es un caso desesperado...



    Así era, precisamente, el caso de Jazmín Delouche, quien, no sé por qué, pero de todos modos sin ninguna intención de recibirse, continuaba en el Curso Superior, del cual todos habrían querido verlo fuera. Mientras tanto, su tío Dumas le enseñaba el oficio de yesero. Y aquel Jazmín Delouche, junto con Boujardon y otro jovencito muy reposado, llamado Denis, hijo del subalcalde, no tardó en ser uno de los pocos alumnos mayores con quienes me agradaba estar sólo por ser "de la época de Meaulnes".

    Además, Delouche deseaba sinceramente ser mi amigo. Para decirlo todo, sería necesario explicar que al antiguo enemigo del gran Meaulnes le había gustado pasar a ser el gran Meaulnes del colegio; acaso lamentara no haber sido su lugarteniente. Creo que Jazmín, menos torpe que Boujardon, había llegado a darse cuenta de todo lo extraordinario que Meaulnes trajo a nuestras vidas. Y yo le oía repetir con frecuencia:

    –Cuánta razón tenia el gran Meaulnes, cuando decía...

    O bien:

    –¡Ah!, como decía el gran Meaulnes...

    Aquel muchacho avejentado, ademán de ser más hombre que nosotros, poseía tesoros de diversiones que establecían su superioridad: un perro mestizo, de pelaje largo y blanco, que respondía al irritante nombre de Becalí y que, sin tener aptitudes definidas para otro deporte, iba en busca de las piedras que arrojábamos lejos; una vieja bicicleta, comprada de ocasión, donde a veces nos hacía subir por la tarde, al terminar las clases, pero en la cual prefería entrenar a las muchachas del pueblo, y por último, sobre todo, un asno blanco y ciego, que podía ser uncido a toda clase de vehículos.

    Dicho asno pertenecía a Dumas, pero éste lo prestaba a Jazmín cuando, en verano, íbamos a bañarnos en el Cher. Entonces la madre del muchacho nos daba una botella de limonada, que guardábamos debajo del pescante, entre los trajes de baño secos. Eramos ocho o diez alumnos mayores del curso los que íbamos en compañía del señor Seurel; unos a pie,. otros sobre el carrito del cual tiraba el burro, y que dejábamos en la granja de Grand Fonds cuando el camino hacia el Cher se convertío en un lodazal.

    Recuerdo en todo detalle una de esas excursiones, en la cual el burrito de Jazmín llevó hasta el Cher nuestros trajes de baño, nuestros aparejos, la limonada y al señor Seurel, mientras nosotros lo seguíamos e pie Estábamos en agosto y acabábamos de sufrir los exámenes. Ya sin esa preocupación, nos parecía que todo el verano nos pertenecía, y sin saber por qué cantábamos por el camino, en las primeras horas de una magnífica tarde de jueves.

    Una sola mancha ensombreció aquel inocente cuadro. Vimos que más adelante caminaba Gilberte Poquelin: la cintura ajustada, la pollera un poco larga, los zapatos altos, tenía el aire suave y descarado de una muchacha que se está haciendo mujer. Saliendo dei camino, tomó por un sendero, sin duda en busca de leche. Entonces el pequeño Coffin, dirigiéndose a Jazmín, le propuso seguirla.

    –No sería el primer abrazo que le doy –fue la respuesta del segundo.

    Y comenzó a relatar unas historias picarescas sobre la joven y sus amigos, mientras que toda la pandilla, por pura jactancia, se internaba por el sendero y el señor Seurel seguía solo por el camino, en el carrito. Entonces, sin embargo, el grupo pareció dispersarse. Ni siquiera Delouche parecía muy decidido a acometer en presencia nuestra a la jovencita, que escapaba a la carrera. En ningún momento nos acercamos a ella a más de cincuenta metros de distancia. Después de unos cuantos quiquiriquíes y cacareos, y algunos silbidos insinuantes, retrocedimos un poco avergonzados, abandonando el intento. Tuvimos que correr por el camino a pleno sol, ya sin cantar.

    Entre los áridos sauzales que bordean el río Cher nos desnudamos y volvimos a vestir. Los sauces nos protegían de las miradas, pero no del sol. Con los pies hundidos en la arena y el barro seco, no dejábamos de pensar en la botella de limonada de la viuda Delouche, que habíamos dejado al fresco en la fuente de Grand Fonds, excavada en la orilla misma del río. En el fondo se veían siempre unas hierbas verdosas y algunos renacuajos, pero el agua era tan clara y transparente, que los pescadores no vacilaban en arrodillarse y beber allí, afirmados en la orilla.

    !Pero en esta ocasión ocurrió lo de siempre. Cuando, vestidos, nos sentamos en rueda, con las piernas cruzadas a la turca, para bebernos la limonada fresca con grandes vasos, resultó que después de dar su parte al señor Seurel, apenas si nos tocaba a cada uno un poco i de espuma, que nos hacía escocer la garganta y no conseguía otra cosa que darnos más sed. Entonces nos dirigíamos por turno a la fuente que antes desdeñáramos, y allí acercábamos lentamente la cara a la límpida superficie del agua. Sin embargo, no todos estaban habituados a estas costumbres campestres. Había muchos, y yo entre ellos, que no lograban saciar su sed: algunos por no gustarles el agua; otros, porque el temor de tragarse alguna basura les cerraba la garganta; otros porque, engañados por la gran transparencia del agua quieta, y no sabiendo calcular exactamente su superficie, introducían en ella al mismo tiempo media cara y la boca, aspirando así por la nariz un líquido que les parecía hirviente; otros, en fin, por todas estas razones al mismo tiempo... ¡No ¡mportaba! Al hallarnos en esas áridas riberas del Cher, ese lugar nos parecía el centro de todas las frescuras terrestres. Incluso ahora, el sólo oír mencionar, en cualquier parte, la palabra "fuente", me hace pensar durante largo rato en aquella fuente concreta.

    Regresamos al oscurecer, al principio con tranquilidad, como a la ida. El camino de Grand Fons, que subía hasta la carretera, era en invierno un arroyo y en verano un barranco intransitable, obstruido por pozos y largas raíces, que en medio de la sombra ascendían entre largas hileras de árboles. Por allí se internó, entre bromas, una parte de los bañistas.

    Nosotros, en cambio, seguimos con el señor Seurel, Jazmín y varios compañeros un caminito liso y arenoso, paralelo al otro, que iba bordeando las tierras vecinas. A nuestro lado, pero más abajo, oíamos charlar y reír a los demás, invisibles entre la sombra, mientras Delouche contaba sus relatos de hombres... En la copa de los árboles del gran cercado zumbaban los insectos nocturnos, que veíamos agitarse entre el follaje. De vez en cuando uno de ellos bajaba bruscamente, y lo oíamos de pronto. ¡Qué placentera y hermosa aquella tarde de verano! Sin esperanzas, pero también sin anhelos, regresábamos de una salida cualquiera al campo... Y fue Jazmín quien, una vez más, sin proponérselo, vino a turbar la quietud.

    Cuando llegábamos al final de la cuesta, donde se hallaban dos grandes piedras antiguas –restos, según se decía, de un castillo fortificado–, Jazmín se puso a hablar de las residencias palaciegas que había visitado y y en especial de una medio abandonada, en las cercanías de Vieux–Nançay: el castillo de los Arenales. Con ese acento peculiar de los pobladores de la región de Allier, que redondea vanidosamente algunas palabras mientras abrevia otras con afectación, explicaba que años atrás había visto, en la capilla en ruinas de aquella antigua propiedad, una lápida con estas palabras grabadas:

    Yace aquí el caballero Galois,
    fiel a su Dios, a su Rey y a su dama.


    –¡Ah, bueno, bueno! –exclamaba el señor Seurel, encogiéndose un poco de hombros, algo cohibido por el giro que tomaba la conversación, aunque deseoso de oírnos hablar como hombres.

    Entonces Jazmín siguió describiendo aquel palacio, como si hubiera vivido en él toda su vida.

    Varias veces, al volver de Vieux–Nançay, les había intrigado a Dumas y a él la antigua torrecilla gris que se alcanzaba a divisar por encima de los abetos. En medio del bosque existía un laberinto de construcciones en ruinas, que se podía visitar en ausencia de los propietarios. Un día, un guarda del lugar, a quien levantaron en el coche, los había conducido a la extraña finca. Pero' después todo fue destruido; según decían, sólo quedaba la granja y una casita de descanso. Sus habitantes seguían siendo los mismos: un anciano militar retirado, medio arruinado, y su hija.

    Jazmín hablaba y hablaba... Por mi parte, lo escuchaba con atención, sintiendo, sin darme cuenta, que" se trataba de algo muy conocido por mí. En ese momento, del modo más sencillo, como suele ocurrir con todo lo extraordinario, Jazmín se encaró conmigo y tomándome por el brazo, asaltado por una idea que se le ocurría por primera vez, me dijo:

    –Pero... oye, ahora me doy cuenta: es allí donde debe haber ido Meaulnes... el gran Meaulnes, ¿sabes? Sí, sí –insistió al ver que no le contestaba–; y yo recuerdo que el guarda habló del hijo de la casa, un excéntrico de ocurrencias extrañas...

    Yo no lo escuchaba más, pues acababa de comprender, de improviso, que Jazmín acertaba. Ante mí, lejos de Meaulnes y de toda esperanza, acababa de abrirse –tan claro y simple como un sendero conocido– el camino de la mansión sin nombre.


    Capítulo II
    EN CASA DE FLORENTIN


    Al comprender que de mí dependía el desenlace de aquella grave aventura me volví tan resuelto y arrojado como desdichado, soñador y abstraído había sido en mi niñez.



    Creo que fue desde aquella tarde cuando dejó definitivamente de dolerme la rodilla.

    En el Vieux–Nançay –a cuya jurisdicción pertenecía el castillo de los Arenales– habitaba toda la familia del señor Seurel, y en especial mi tío Florentin, un comerciante en cuya casa solíamos pasar los últimos días de setiembre. Como no tenía que rendir ningún examen, no quise esperar a mi familia y logré que me permitieran ir a j ver inmediatamente a mi tío. Sin embargo. decidí no decir nada a Meaulnes mientras no tuviera la seguridad de poder darle una buena noticia. ¿Qué ganaba con arrancarlo de su desesperación, si iba a tener que sumirlo de nuevo en ella, y acaso más profundamente que antes?

    Durante mucho tiempo el Vieux–Nançay fue mi sitio preferido, donde pasaba los finales de mis vacaciones, pero al que íbamos muy de vez en cuando, siempre que pudiéramos disponer de un coche de alquiler. En otra época habíamos tenido ciertas diferencias con esa rama de la familia, y sin duda era por esto que Millie se hacia rogar tanto para subir al coche en cada ocasión. Pero ¡qué me importaban a mí esos disgustos! En cuanto llegaba me confundía, gozoso, entre mis tíos y primos, en una existencia constituida por mil entretenimientos y diversiones que me deleitaban.

    Nos alojábamos en casa de tío Florentin y tía Julie, quienes tenían un hijo de mi edad, el primo Fermín, y ocho hijas, de las cuales las mayores: Marie–Louise y Charlotte tendrían respectivamente diecisiete y quince años. Eran dueños de un almacén muy importante en una de las entradas de aquel pueblo de Solonge, frente a la iglesia; un negocio de ramos generales donde se aprovisionaban todos los cazadores de la región, aislados en aquellas tierras perdidas, a treinta kilómetros de la estación ferroviaria más cercana.

    Ese almacén, con sus mostradores de comestibles y de vestimentas, daba a la ruta por varias ventanas y a la vasta plaza de la iglesia por una puerta vidriera. Pero lo extraño, aunque bastante habitual en aquel pobre paraje, es que la tierra apisonada servía de embaldosado en todo el interior del negocio.

    Al fondo había seis salones, colmados cada uno de una mercadería distinta: el cuarto de los sombreros, el de los artículos para jardín, el de las lámparas, en fin. Cuando era niño, al pasar por aquel bazar, creía que jamás podría agotar con la mirada todas sus maravillas. Y en aquella época pensaba aún que las únicas vacaciones dignas de tal nombre eran las que pasaba en ese sitio.

    La familia ocupaba una espaciosa cocina, cuya puerta comunicaba con el almacén. En la chimenea de esa cocina ardían, a fines de setiembre, grandes fogatas; allí llegaban, de madrugada, los cazadores para vender su caza a Florentin, y se les servía bebida, en tanto que las niñas, ya levantadas, se pasaban unas a otras un poco de "agua perfumada" por los alisados cabellos. En las paredes, unas viejas fotografías amarillentas de grupos de colegiales mostraban a mi padre –a quien me costaba mucho reconocer, de uniforme– entre sus compañeros de la Escuela Normal...

    Pasábamos nuestras mañanas allí y en el patio, donde Florentin cultivaba sus dalias y criaba sus gallinas de Guinea; donde, sentado en unos cajones de jabón, tostaba el café; donde nosotros desembalábamos otros cajones, llenos de objetos delicadamente envueltos, cuyos nombres no siembre conocíamos...

    Durante todo el día, los labriegos y cocheros de las residencias vecinas invadían el almacén. Chorreando agua. en medio de la neblina de setiembre, se detenían frente a la puerta vidriera las carretas llegadas desde el fondo de la campiña. Desde la cocina, escuchábamos cuanto se decían las campesinas, con la curiosidad que todos sus relatos suscitaban en nosotros...

    Pero después de las ocho de la noche, cuando alumbrándonos con un farol llevábamos heno a los caballos, cuya piel humeaba en las caballerizas, todo el almacén nos pertenecía.

    Marie–Louise, que aunque la mayor de mis primas era una de las más menudas, terminaba de doblar y acomodar las pilas de tela y nos instaba a que la distrajéramos. Entonces Fermín y yo, junto con todas las niñas, irrumpíamos en el gran almacén, bajo las campanas de hostería, hacíamos girar los molinillos de café y trazábamos filigranas sobre los mostradores. A veces Fermín subía al granero en busca de un viejo trombón todo enmohecido, porque la tierra apisonada nos alentaba a bailar...

    Me ruborizo aún pensando que, en años anteriores, la señorita de Galais podía haber llegado en un momento semejante, y sorprendernos en aquellas niñerías... Pero fue un poco antes del anochecer, en una tarde de aquel mes de agosto, mientras conversábamos tranquilamente con Marie–Louise y Fermín, cuando la vi por primera vez.

    La tarde misma en que llegué al Vieux–Nançay, pregunté a mi tío Florentin por la mansión de los Arenales.

    –Ya no es un castillo –fue su respuesta–. Lo vendieron todo, y los compradores, unos cazadores, hicieron derribar las antiguas construcciones para ampliar sus cotos de caza. Ahora el patio de honor no es más que un terreno baldío, lleno de matas. Los antiguos dueños sólo se quedaron con una casita de un piso y la granja. Ya tendrás oportunidad de ver por aquí a la señorita de Galais, porque viene en persona a buscar sus provisiones, a veces a caballo y otras en coche, pero siempre con el mismo animal, el viejo Belisario... ¡Qué extraño grupo!

    Yo estaba tan perplejo, que ya no sabía qué preguntar a mi tío para averiguar más.

    –¿No eran ricos acaso?
    –El señor de Galais ofrecía fiestas para distraer a su hijo, un muchacho raro, lleno de ideas insólitas. Para divertirlo imaginaba todo lo que era posible. Hacía venir gente joven de París y de otros sitios... Los Arenales se venían abajo, la señora de Galais casi agonizaba y todavía procuraban distraer a ese jovencito, consintiéndole todos sus caprichos. Fue durante el último invierno... no, el anterior, cuando dieron la más importante fiesta de disfraz. La mitad de los invitados venían de París; los demás eran labriegos. Compraron o alquilaron gran cantidad de maravillosos vestidos, juegos, caballos, embarcaciones... todo para entretener a Frantz de Galais. Según se decía, se estaba por casar, y lo que se celebraba era su compromiso... Pero era demasiado niño, y todo se derrumbo de golpe. El escapo, sin que se lo volviera a ver nunca más... Al morir la señora, la hija se ha quedado de pronto sola con su padre, el ex capitán de barco.
    –¿No está casada? –pregunté por fin.
    –No... no he oído decir tal cosa. ¿Acaso quieres cortejarla?

    Muy turbado, le confesé, en pocas palabras y con toda la discreción posible, que acaso mi mejor amigo, Agustín Meaulnes, fuera un pretendiente.

    –Pues si no le preocupan los bienes de fortuna, buen partido es –sonrió Florentin–. Tendré que hablar con el señor de Galais... Algunas veces suele venir aún a comprar sus perdigones, y entonces siempre lo invito a beber una copita de aguardiente añejo.

    Pero yo me apresuré a pedirle que no hiciera nada; había que esperar. Tampoco yo me di mucha prisa en avisar a Meaulnes; semejante cúmulo de perspectivas felices me causaba cierta intranquilidad. Y esa inquietud me aconsejaba no decirle nada sin haber visto, por lo menos, a esa joven.

    No tuve que esperar mucho. Fue al día siguiente, un poco antes de la cena; comenzaba a anochecer, y una niebla fresca, más propia de setiembre que de agosto, caía con la noche. Pensando que el almacén quedaría libre de clientes por un rato, Fermín y yo habíamos ido a ver a Marie–Louise y Charlotte, a quienes aya habíamos revelado el secreto que me llevaba tan pronto a VieuxNançay. Apoyados en el mostrador o sentados sobre él, con las palmas de la; manos reposando sobre la madera lustrosa, nos contábamos unos a otros torio lo que sabíamos acerca de esa misteriosa muchacha –que era bien poco– cuando un ruido de ruedas nos hizo volver la cabeza.

    –Aquí está, es ella –comentaron todos en voz baja.

    Instantes más tarde se detenía frente a la puerta vidriera aquel extraño grupo. Un antiguo carruaje de granja, de paneles redondeados y con unas molduritas desconocidas en aquella zona; un viejo caballo blanco, que parecía ir mordisqueando siempre alguna hierba de la carretera, tanto agachaba la cabeza al andar; y en el pescante –lo digo con toda el alma, pero a plena conciencia– la joven más hermosa que tal vez haya existido en el mundo.

    Nunca vi tanta gracia unida a tanta seriedad. El vestido que lucía le afinaba tanto la cintura que parecía quebradiza. Llevaba echado a los hombros un gran abrigo pardo, que se sacó al entrar. Era la más grave de las muchachas, la más delicada de las mujeres. Una abundante cabellera rubia prestaba marco a su frente y su rostro, delicadamente delineado, finamente modelado. En su tez purísima había puesto el verano dos pinceladas encarnadas... No encontré en tanta belleza más que un defecto: en los momentos de tristeza, de desaliento o incluso de meditación profunda, aquel rostro tan puro se teñía levemente de rojo, como les sucede a ciertos enfermos que están graves sin que nadie lo sepa. Entonces toda la admiración cíe quien la contemplaba cedía ante una especie de compasión, tanto más desgarradora cuanto más sorprendida.

    Al menos eso fue lo que descubrí y mientras ella descendía lentamente del coche, y más tarde cuando MarieLouise, presentándola –¡por fin!––– con desenvoltura, me obligó a dirigirle la palabra.

    Le ofrecieron una silla reluciente donde ella se sentó, acercándola al mostrador. mientras nosotros permanecíamos de pie. Aparentemente conocía la tienda, y le agradaba. Puesta sobre aviso enseguida, llegó tía Julie, y todo el rato en que ella estuvo hablando, discreta, con las manos unidas sobre el regazo, meneando suavemente su cabeza de campesina y de tendera cubierta por una blanca cofia, retrasó el momento –que me atemorizaba un tanto– de trabar conversación con ella...

    Fue sencillísimo.

    –¿De manera que pronto será usted maestro? –inquirió la señorita de Galais.

    Por sobre nuestras cabezas, mi tía encendía la lámpara de porcelana, que iluminaba débilmente la tienda. Yo contemplaba el rostro infantil de la joven, sus ojos azules, tan ingenuos, y por ello me sorprendía más su voz tan precisa y formal. Cuando callaba, volvía la mirada a otro lado, a la espera de la respuesta, y se mordía levemente los labios.

    –También yo me dedicaría a la enseñanza, si me lo permitiera el señor de Galais –agregó–. Enseñaría a los niños, como su madre...

    Y sonrío, queriendo decir que mis primos le habían hablado de mí.

    –Es que los aldeanos son siempre tan corteses conmigo, tan afectuosos y serviciales... –continuó–. Yo los quiero mucho, pero ¿qué mérito hay en quererlos? Con la maestra, en cambio, son mezquinos y quisquillosos. Siempre están hablando de lapiceras perdidas, de cuadernos demasiado caros o niños que no aprenden... Pues bien, aunque me peleara con ellos, me querrían. Sería mucho más difícil...

    Y sin sonreír, adoptó de nuevo su actitud infantil y soñadora, con esa mirada azul, inmóvil.

    A los tres nos turbaba tanta facilidad para referirse a cosas delicadas, sutilezas y secretos, que solamente en los libros son tratados como es debido. Tras un instante de silencio, se inició lentamente una discusión...

    Pero ella, con una especie de pesar y de hostilidad contra no sé qué elemento oculto en su vida, prosiguió:

    –Además, yo les enseñaría a los niños a ser buenos, con una bondad que yo conozco. No los incitaría a correr mundo, como seguramente 19 hará usted, señor Seurel, cuando sea maestro. Les enseñaría a encontrar la felicidad que tienen tan cerca, aunque no lo parezca...

    Maríe–Louise y Fermín se hallaban tan cohibidos como yo; no pronunciábamos palabra. Al advertir nuestra turbación, ella calló, mordiéndose los labios. Inclinó la frente y, como burlándose de nosotros, sonrió:

    –Así. tal vez algún muchacho alocado me esté buscando por el extremo opuesto de la tierra, mientras yo estoy aquí, en la tienda de la señora de Florentín, bajo esta lámpara, mientras el caballo me espera a la puerta. Si aquel joven me viera, no podría creerlo, ¿verdad?

    Al verla sonreír, cobré valor y sentí que era el momento oportuno para decirle, sonriendo también:

    –¿Y cómo sabe usted que yo no conozco a ese muchacho alocado?

    Me miró con viveza. En ese momento se oyó llamar a la puerta, y entraron dos mujeres, munidas de cestas. Mi tía, abriendo la puerta de la cocina, nos indicó:

    –Pasen al comedor, allí estarán más tranquilos... El señor de Galais está conversando con Florentin, Junto al fuego –agregó, al ver que la visitante rehusaba, queriendo marcharse enseguida.

    Siempre, incluso en agosto, ardía en la espaciosa cocina un eterno haz de leña de abeto. Brillaba también allí una lámpara de porcelana. Junto a Florentin, frente a dos vasos de aguardiente, se hallaba sentado un anciano de rostro afeitado y liso, cubierto de arrugas, silencioso casi siempre, como abrumado por el peso de los años y los recuerdos.

    Florentin nos saludó con su vozarrón de vendedor de feria:

    –¡François! Acabo de organizar un paseo por las orillas del Cher para el próximo jueves por la tarde... Se podrá cazar y pescar, y los que lo prefieran, bailar o bañarse... Señorita, usted vendrá a caballo, lo hemos convenido con el señor de Galais. Todo está dispuesto... Y tu, François –agregó, como si fuera sólo idea suya–, podrás traer a tu amigo, el señor Meaulnes... ¿No se llama Meaulnes?

    La señorita de Galais se incorporó bruscamente, palidísima. En aquel preciso instante recordé que Meaulnes, en otra época, en el extraño castillo, junto al estanque, le había revelado su nombre ...

    Cuando, al marcharse, ella me tendió la mano, existía entre nosotros, con más exactitud que si nos hubiéramos dicho muchas cosas, un entendimiento secreto, que solamente la muerte podía quebrar, y una amistad más patética que un gran amor.

    A las cuatro de la madrugada del día siguiente, Fermin llamó a la puerta de la piecita donde yo dormía, en el patio de las gallinas de Guinea. Como aún era de noche, me costó encontrar mis fósforos, elegidos en el almacén para adornar mi habitación el día anterior a mi llegada. En el patio se oía cómo Fermin inflaba mi bicicleta, y en la cocina, cómo mi tía atizaba el fuego. Recién amanecía cuando partí, pero el viaje iba a ser largo: primero debía ir a comer a Sainte–Agathe para explicar mi prolongada ausencia; luego, continuando mi ruta, llegaría antes del anochecer a La Ferté d'Angillon, a casa de mi amigo Meaulnes.


    Capítulo III
    UN FANTASMA


    Era la primera vez que hacía un viaje tan largo en bicicleta. Pero hacía mucho que Jazmín, pese a mi rodilla enferma, me había enseñado a manejarla. Si para cualquier joven la bicicleta es una máquina tan divertida, ¿qué no sería para mí, pobre muchacho que poco antes arrastraba todavía miserablemente la pierna, bañado en sudor apenas recorría cuatro kilómetros? Lanzarse desde lo alto de las pendientes, internarse en las profundidades del paisaje; descubrir, como en un aleteo, las lejanías del sendero que se abren y florecen al acercarse; cruzar en un abrir y cerrar de ojos una aldea, llevándosela entera en una mirada ... Únicamente en sueños había conocido hasta entonces una marcha tan veloz, tan fascinante. Y así, bebiéndome la ruta que me llevaba hasta Meaulnes, me atrevía a abordar animosamente incluso las cuestas.



    Mucho tiempo atrás, Meaulnes me lo había descripto así:

    –Poco antes de llegar al pueblo se ve una gran rueda, cuyas aspas giran con el viento...

    El ignoraba para qué servía, o acaso lo fingiera para intrigarme más. Pero en aquel atardecer de fines de agosto vi la enorme rueda, que giraba impulsada por el viento en medio de una inmensa pradera, y que sin duda debía subir el agua de una granja vecina. Más allá de los árboles del prado se divisaban ya los primeros caseríos, y al avanzar por la amplia curva de la carretera, bordeando el río, el paisaje se ensanchaba y se abría. Llegado al puente me encontré por fin en la calle principal del pueblo. Ocultas entre los cañaverales de la pradera pastaban unas vacas, el sonido de cuyas campanillas llegaba a mis oídos mientras que, con los pies en la tierra y las manos apoyadas en el manubrio, contemplaba la aldea adonde llevaba tan importante noticia. Las casas, donde se podía llegar por una pasarela de madera, estaban todas alineadas a orillas de una zanja abierta a lo largo de la calle, y parecían barcas con el velamen recogido, amarradas en la calma del atardecer. Era la hora en que en cada cocina se enciende un fuego. Y entonces el temor de ir a turbar esa tranquilidad, mezclado con no sé qué oscuro pesar, comenzó a quitarme el valor

    Para aumentar más aún mi súbita vacilación, recordé que en ese mismo pueblo, en una plazoleta de la Ferté d'Angillon, vivía mi tía Moinel, una de mis tías abuelas. Habían muerto todos sus hijos, a uno de los cuales, Ernesto, el menor, que pensaba ser maestro, yo había conocido. Mi tío abuelo Moinel, un viejo escribano, murió poco después que Ernesto, quedando mi tía sola en su extraña y reducida casa, con alfombras hechas de retazos cosidos, mesas colmadas de gallos, gallinas y gatos de papel, y paredes cubiertas por viejos diplomas, fotografías de difuntos y medallones con rizos de cabellos muertos.

    Pese a tanto duelo y tantos recuerdos, mi tía era la extravagancia y el buen humor personificados. Una vez que encontré la plazoleta donde estaba situada su casa, la llamé a gritos por la abertura de la puerta entornada, y allá dentro, al fondo de las tres habitaciones contiguas, oí su estridente respuesta:

    –¡Ya va! ¡Dios me valga! ...

    Se le volcó el café en el fuego (¿cómo se le ocurriría preparar café a esas horas?) y poco después apareció en el vano. Sobre su frente enorme y abultada, que la hacía parecer a una mujer mongol o negra, en la coronilla y muy echado hacia atrás, llevaba puesto un adefesio de i sombrero, capota y capelina al mismo tiempo. Su risa entrecortada permitía ver los restos de sus afilados dientes. Y mientras yo la saludaba besándola, ella, torpe y apresuradamente, me tomó la mano que tenia a la espalda y con un misterio inútil –ya que estábamos solos– me deslizó una moneda que no me atreví a mirar: de un franco, sin duda. Luego, como yo puse cara de pedirle explicaciones o agradecerle, me empujó exclamando:

    –¡Vamos, vamos! ¡Yo sé bien lo que pasa!

    Siempre había sido pobre, pedigüeña y dadivosa.

    –Toda mi vida he sido tonta y desgraciada –solía decir sin amargura, con su voz de falsete.

    Convencida de que el dinero me preocupaba tanto como a ella, y sin darme tiempo a abrir la boca, la buena mujer me ponía en las manos sus míseros ahorros del día. Siempre me recibía así, invariablemente. La cena fue tan singular –rara y triste al mismo tiempo– como la bienvenida. Tenia siempre al alcance de la mano una vela, que tan pronto se llevaba, dejándome a oscuras, como la ponía sobre la mesa colmada de fuentes, platos y vasijas mellados y agrietados.

    –A ésta le rompieron las asas los prusianos, en el año setenta, al no poder llevársela –comentaba.

    En ese instante, viendo ese gran jarrón de tan dramática historia, recordé otra ocasión en que había cenado y dormido allí. Mi padre me llevaba a un médico especíalista de la región del Yonne, que iba a curarme la rodilla, y debíamos tomar un tren antes del amanecer. Yo recordaba la melancólica cena de aquel día, y todos los relatos del viejo escribano, acodado en la mesa ante su botella de vino clarete. Y recordaba también mis temores. Después de cenar, sentados ante el fuego de la chimenea, mi tía abuela se empeñó en contar a mi padre una historia de aparecidos.

    –Me vuelvo y, ¡ah, mi querido Louis!, ¿qué crees que vi? Una mujer gris ...

    Era bien sabido que mi tía tenía la cabeza llena de relatos terroríficos. Y esa noche, ya concluida la cena, cuando con un camisón a cuadros del tío Moinel, me disponía a dormir en el mejor dormitorio, mi tía fue a sentarse a la cabecera de mi lecho y, con su acento más misterioso y tenue, comenzó a decirme:

    –Querido François, debo contarte algo que nunca dije a nadie ...

    Buena la he hecho, pensé. "Voy a pasar toda la noche aterrado, lo mismo que hace diez años..."

    Y la escuché. Mi tía Moinel movía la cabeza, mirando de frente sin pestañear, como si se estuviera contando aquella historia a sí misma.

    –Yo volvía de una fiesta, con mi esposo... Era la primera boda a la que concurríamos desde la muerte de nuestro pobre Ernesto. Allí encontré a mi hermana Adéle, a quien no veía hacia cuatro años. Un antiguo amigo de Moinel, muy rico, nos había invitado para el casamiento de su hijo, en su residencia de los Arenales. Alquilamos un coche, que nos costó carísimo... Alrededor de las siete de la mañana, en pleno invierno, volvíamos por la carretera. Salía el sol, no se veía absolutamente a nadie... Y de pronto, ¿qué veo en medio del camino? A un hombrecillo, un muchacho, bello como un sol, que estaba de pie y nos veía acercarnos sin moverse. Al aproximarnos veíamos mejor su linda cara, tan blanca y hermosa, ¡que daba miedo! Tomé a Moinel par el brazo y me eché a temblar como una hoja... ¡creía que era Nuestro Señor! Y le dije a mi marido: "Mira, una aparición". Pero él me contestó, furioso, y en voz baja: "Ya lo veo... pero ¡cállate, vieja chismosa!" Moinel no sabía qué hacer. Y en ese momento se detuvo nuestro caballo. Visto de cerca, el aparecido venía el rostro pálido y la frente empapada en sudor. Llevaba puesta una boina sucia y unos pantalones largos. Oímos que nos decía con dulce voz: "No soy un hombre, sino una muchacha. Me escapé y estoy agotada... Señora, señor, ¿quieren ustedes llevarme en su coche? La hicimos subir enseguida y apenas se hubo sentado, se desvaneció. ¿Adivinas quién era? ¡Nada menos que la novia del muchacho de los Arenales, la novia de Frantz de Galaís, en cuya casa habíamos estado invitados Para la boda!
    –Pero... ¡si la novia huyó, no hubo boda! –exclamé.
    –Claro que no –repuso mí tía, mirándome, confusaNo hubo boda... Porque resulta que' a aquella pobre enferma se le metieron en la cabeza mil locuras que nos contó. Era la hija de un humilde tejedor, y estaba convencida de que tanta felicidad era imposible. El novio resultaba demasiado joven para ella; todas las maravillas que él le describía eran pura imaginación. En definitiva, cuando Frantz fue en su busca, a Valentine le dio miedo. Valentíne y una de sus hermanas se paseaban con Frantz, pese al frío y al viento, por el jardín del Arzobispado, en Bourges. El muchacho, por delicadeza, claro está, y porque estaba enamorado de la más joven, colmaba de atenciones a la mayor. Pero la novia, ¡pobre loca!, no sé qué se habrá imaginado. Dijo que iba a su casa en busca de una pañoleta y una vez allí, para asegurarse mejor de que no la seguirían, se puso ropas de hombre y escapó a pie por la carretera de París. Su novio recibió una carta suya donde le decía que se marchaba para reunirse con un joven a quien amaba. Y no era verdad... Valentine nos contaba: "Soy más feliz con mi sacrificio, que sí fuera su esposa". Sí, pobre tonta... Pero lo cierto es que a él ni siquiera se le había ocurrido casarse con la hermana: y también es verdad que se pegó un tiro; vieron la sangre en el bosque, aunque nunca fue hallado su cadáver.
    –¿Y qué hicieron ustedes con la desdichada muchacha?
    –Primero, le dimos a beber una copita... Después, le dimos de comer. Y cuando estuvimos de regreso en casa, se durmió junto al fuego. Se quedó con nosotros durante buena parte del invierno... Todo el día, mientras había luz, cortaba y cosía vestídos, reformaba sombreros y límpiaba la casa como sí en ello le fuera la vida. Desde que estuvo aquí, las golondrinas hacen sus nidos afuera...

    Pero por la tarde, al anochecer, concluidos sus quehaceres, buscaba siempre un pretexto para irse al corral o al huerto, aunque hiciera un frío glacial, y allí la encontrábamos, de píe, llorando a lágrima viva. Nosotros le preguntábamos: "Vamos, ¿qué te pasa ahora?" Y ella nos contestaba: "Nada" ... Después entraba. Los vecinos me decían: "Esa sírvientita que ha encontrado usted es una joya, señora Moinel". Pese a nuestros ruegos, en marzo quiso irse a París... Le di unas ropas, que ella se arregló, y Moinel la llevó a la estación, le sacó el pasaje y le dio algo de dinero. No nos ha olvidado... Trabaja de costurera en París, cerca de la iglesia de Nôtre Dame, y todavía nos escribe preguntándonos sí sabemos algo de los Arenales. Una vez, para librarla de esa obsesión, le contesté que la propiedad había sido vendida, y demolidos los edificios; que Frantz había desaparecido para siempre y que la muchacha se había casado. Y yo creo que todo esto debe ser verdad. Desde entonces, mi Valentine me escribe con menos frecuencia...

    No era un cuento de fantasmas lo que me contaba mi tía Moínel con su vocecilla estridente, tan adecuada para esa clase de relatos. Y yo, escuchándola, estaba en el colmo de la ansiedad. Habíamos jurado al volatinero Frantz servirle como hermanos, y allí se me presentaba la oportunidad de hacerlo... Pero ¿era el momento de estropear la alegría que iba a darle a Meaulnes a la mañana síguíente, contándole cuanto acababa de saber por boca de mí tía? ¿Para qué impulsarlo a una aventura mil veces imposible? Es verdad que teníamos la dirección de la muchacha en París, pero... ¿dónde hallar al volatinero que vagaba por el mundo? Dejemos a los locos con sus locos, me decía yo. Delouche y Boujardon acertaban... ¡Cuánto daño nos había hecho aquel novelesco Frantz! Y decidí guardar silencio hasta que viera casados a Agustín Meaulnes e Ivonne de Galais. Ya resuelto, persistía aún en mí la penosa sensación de un mal presentimiento, sensación absurda, que deseché enseguida. La vela ya se había consumido casi por entero; zumbaba un mosquito. Pero mí tía Moinel, con la cabeza inclinada bajo su cacapota de terciopelo –que no se quitaba sino para acostarse– y los codos apoyados en las rodillas, recomenzaba su relato. A veces levantaba bruscamente la cabeza para mirarme, tratando de sorprender mis impresiones, o acaso para ver sí me vencía el sueño. Por fin, cansado, apoyé con disimulo la cabeza en la almohada, cerré los ojos y fingí adormecerme...

    –Ah, te duermas... –exclamó ella, en tono menos agudo, un poco desilusionada.
    –Pero no, tía, se lo aseguro –protesté, compadecido de ella.
    –¡Pero sí! –insistió ella–. Comprendo que todo esto te interesa muy poco. Claro, te hablo de gente que no conoces...

    Y esta vez, guardé silencio cobardemente.


    Capítulo IV
    LA GRAN NOTICIA


    Cuando llegué a la calle principal, a la mañana del día siguiente, reinaba un tiempo tan hermoso, tan grande era la tranquilidad y recorrían el pueblo rumores tan apacibles y familiares, que recuperé la alegre confianza en si mismo de quien lleva una buena noticia...



    Agustín y su madre vivían en el edificio que había pertenecido a la escuela. Al morir el padre, jubilado desde tiempo atrás y enriquecido por una herencia, Meaulnes quiso que compraran la escuela donde el viejo maestro había ejercido durante veinte años, y donde él mismo aprendiera a leer. Y no porque la casa tuviera un aspecto muy atrayente; no era más que un caserón cuadrado como un Ayuntamiento (que también había sido) ; las ventanas de la planta baja que daban a la calle quedaban tan altas, que,, nadie miraba nunca por ellas, y el patio del fondo, sin un solo árbol y con su vista al campo cerrada por una elevada sala de recreo, era sin duda el más árido y desolado patio de escuela que haya visto en mi vida...

    En el intrincado pasillo, al que daban cuatro puertas, encontré a la madre de Meaulnes. Traía del jardín un gran montón de ropa, que sin duda habría puesto a secar temprano, aquella mañana de vacaciones. Iba con el cabello gris 'un tanto desgreñado, los mechones sobre la cara. Su rostro, de facciones regulares, mostraba, bajo el tocado antiguo, la hinchazón y el cansancio de una noche en vela; e inclinaba la cabeza tristemente, con aire abstraído.

    Sin embargo, al verme de pronto, me sonrió diciendo:

    –Llega a tiempo... Ya ve; aquí tengo tendida la ropa de Meaulnes, que se nos marcha. Pasé la noche arreglando sus cuentas y preparando sus cosas. El tren parte a las cinco, pero habrá tiempo para todo...

    Tanta seguridad demostraba, que la decisión parecía, tomada por ella, aunque sin duda ignoraba hasta el nombre de la población adonde se dirigía Meaulnes.

    –Suba usted –agregó–. Lo encontrará escribiendo en la Alcaldía...

    Subí la escalera con rapidez; abrí la puerta de la derecha, donde aun colgaba el rotulo de "Alcaldía", y me encontré en un salón con cuatro ventanas, de las cuales dos daban al pueblo y otras dos al campo, y con las paredes adornadas por amarillentos retratos de Grévy y Carnot. Sobre una larga plataforma, que ocupaba todo el fondo de la sala, se conservaban aún las sillas de los concejales. En el medio, sentado en el antiguo sillón del alcalde, Meaulnes escribía, mojando la pluma en un anticuado tintero de loza en forma de corazón. En aquel sitio, que parecía hecho para un rentista pueblerino, se refugiaba Meaulnes cuando no andaba de correrías por la comarca, durante las largas vacaciones...

    Al reconocerme, se puso de pie, aunque no con la precipitación que yo esperaba.

    –¡Seurel! –se limitó a exclamar, en tono extrañado.

    Era el mismo de siempre: rostro huesudo, cabeza rapada; un bigote descuidado comenzaba a cubrirle el labio. La misma mirada franca... Sin embargo, parecía velar su ardor de años anteriores una especie de bruma, que antes su ímpetu disipaba a veces.

    Mi presencia lo dejó turbadísimo. Yo subía a la plataforma de un brinco, pero, aunque resulte raro decirlo, ni siquiera se le ocurrió tenderme la mano. Se había vuelto hacia mí, con las manos a la espalda, apoyado en la mesa, con el cuerpo echado atrás y un aire de profunda turbación. Mirándome sin verme, ya estaba abstraído en lo que iba a decirme. Igual que en otros tiempos, y lo mismo que siempre, con esa lentitud para comenzar a hablar que es propia de los solitarios, cazadores y aventureros, Meaulnes había adoptado una decisión sin preocuparse por las palabras necesarias para explicarla. Y recién ahora, al tenerme delante, empezaba a rumiar laboriosamente las palabras precisas.

    Yo, entre tanto, le contaba animadamente cómo había llegado, dónde había pasado la noche, y cuánto me había sorprendido ver a la señora Meaulnes preparando la partida de su hijo...

    –Ah, ¿te lo dijo? –preguntó.
    –Sí... Supongo que no se tratará de un viaje largo, ¿verdad?
    –Sí, muy largo.

    Desconcertado, pero pensando que en un instante me bastaría una palabra para anular aquella incomprensible decisión, no me atrevía a abrir la boca, ni sabía por dónde iniciar la misión que me había impuesto.

    Pero fue él, finalmente, quien habló, como para justificarse:

    –Seurel, tú ya sabes lo que significó para mí la extraña aventura de Sainte–Agathe. Era la razón de mi vida y de mis esperanzas. Perdida la esperanza, ¿qué iba a ser de mi? ¿Vivir como todos? Y bien; cuando me convencí de que todo había concluido y de que ya no valía la pena buscar la mansión perdida, probé vivir en París... Pero, cuando se ha vislumbrado el Paraíso, ¿cómo contentarse con la vida de todos? Lo que para los demás es la dicha, a mí me resultaba irrisorio. Y cuando, sincera y deliberadamente, decidí un día hacer como todos, coseché remordimientos para rato...

    Sentado en una de las sillas de la plataforma, escuchándolo sin mirarlo, con la cabeza gacha, yo no sabía qué pensar de aquellas confusas explicaciones.

    –Terminemos, Meaulnes –le pedí–. Explícate mejor... ¿Para qué este largo viaje? ¿Acaso debes reparar alguna falta, cumplir alguna promesa?
    –Y bien, sí –me contestó–. ¿Recuerdas la promesa que le hice a Frantz?
    –Ah, sólo se trata de eso –exclamé con gran alivio.
    –De eso... Y también, tal vez, de una falta que reparar. Las dos cosas al mismo tiempo...

    A esto siguió un instante de silencio, en cuyo transcurso me decidí a hablar y ensayé mis palabras. El añadió:

    –Sólo en una explicación tengo fe. Es verdad que hubiera querido volver a ver a la señorita de Galais, volver a verla, nada más... Pero ahora me convenzo: cuando descubrí el castillo sin nombre, me encontraba en una cima, en un grado de perfección y pureza que jamas recobraré. Quizá sólo en la muerte, como te escribí una vez, vuelva a encontrar la belleza de aquellos tiempos... –Cambió de tono para continuar, con extraña anima– –, ción, acercándose a mí.– Pero, ¡escucha; Seurel! Esta nueva intriga y este gran viaje, esta falta cometida que debo reparar, son, en cierto sentido, la continuación de r mi antigua aventura...

    Hubo una pausa, en cuyo transcurso intentó, penosamente, retomar el hilo de sus pensamientos. Yo, que ya había dejado escapar una ocasión, por nada del mundo iba a desaprovechar la presente. De modo que hablé, y por cierto con demasiada prisa. Más tarde lamenté amargamente no haber esperado la confesión de Meaulnes.

    Pronuncié, pues, la frase que tenía preparada para momento anterior, pero que ya no era oportuna. Sin gesto, sin levantar siquiera la cabeza, dije:

    –¿Y si yo viniera a anunciarte que no todas las esperanzas están perdidas?

    Me miró y luego, apartando bruscamente la mirada, enrojeció como no he visto enrojecer a nadie: fue una oleada de sangre, que debía latir con fuerza en sus sienes.. .

    –¿Qué quieres decir? –preguntó por último, de manera apenas inteligible.

    Entonces, de un tirón, le conté todo lo que sabía, todo lo que había hecho, y cómo, cambiada la situación, casi parecía ser Ivonne de Galais quien me enviaba en su busca.

    Agustín estaba ahora terriblemente pálido.

    Durante mi relato, me escuchó en silencio, con la cabeza un poco gacha, en la actitud de quien, habiendo sido sorprendido, no sabe cómo defenderse, ocultarse ni escapar; recuerdo que me interrumpió una sola vez. Fue cuando le conté, accidentalmente, que la mansión de los Arenales había sido objeto de una demolición total, y que el castillo de otrora ya no existía.

    –Ah, ¿lo ves? –exclamó entonces, como si hubiera estado al acecho de algo que justificara su conducta y la desesperación que lo dominaba–. ¿Lo ves? ¡Ya no queda nada! ...

    Para terminar, seguro de que tanta, aventura le quitaría todo vestigio de dolor, le conté que mi tío Florentin había organizado una salida al campo, que la señorita de Galais concurría a ella a caballo, y que él también estaba invitado... Pero Meaulnes parecía totalmente desamparado y seguía sin contestar.

    –Hay que anular tu viaje –le dije con impacienciaVamos a decírselo a tu madre...

    Mientras bajábamos, me preguntó con vacilación:

    –¿Así que, de veras, es necesario que vaya a esa excursión campestre?
    –Vamos, hombre, eso ni se pregunta –le contesté.

    Parecía como si lo sostuvieran, empujándolo por detrás,

    Abajo, Agustín advirtió a la señora Meaulnes que yo almorzaría y cenaría con ellos, que me quedaría a dormir y que, al día siguiente, él alquilaría una bicicleta para acompañarme a Vieux–Nançay.

    –Ah, muy bien –aprobó ella, moviendo la cabeza, como si todas aquellas noticias no hicieran más que confirmar sus previsiones.

    Me senté en el comedor, bajo los calendarios ilustrados, los puñales ornamentados y las cantimploras sudanesas que un hermano del señor Meaulnes –que en otros tiempos fuera infante de marina– trajera de sus largos viajes.

    Agustín me dejó allí un instante solo, antes de comer, y oí que en el cuarto de al lado, donde su madre le había preparado el equipaje, le decía bajando un poco la voz que no deshiciera la valija, pues acaso se tratara de una simple postergación...


    Capítulo V
    LA EXCURSIÓN


    Bastante me costó seguir a Meaulnes por la carretera de Vieux–Nançay. Volaba como un corredor ciclista. Nunca se apeaba en las cuestas. Reemplazaba a su inexplicable vacilación de la víspera una fiebre, un nerviosismo, un anhelo por llegar cuanto antes, que no dejaban de causarme cierto temor. En casa de mi tío demostró la misma impaciencia. Se le habría creído incapaz de interesarse por nada hasta el momento en que, instalados en el coche, a las diez de la mañana del día siguiente, nos preparamos para partir hacia la costa del río.



    Estábamos a fines de agosto, cuando declina el verano. Ya los vacíos frutos de los castaños comenzaban a alfombrar las pálidas carreteras. No era largo el trayecto: la granja de los Aubiers, cerca del Cher, donde íbamos, debía estar a poco más de dos kilómetros, más allá de los Arenales. De vez en cuando nos encontrábamos con otros invitados en coche, y hasta con jóvenes a caballo, a quienes Florentin se había atrevido a invitar en nombre del señor de Galais. Como en otros tiempos, se procuró reunir pobres y ricos, hidalgos y labriegos. Fue así como vimos llegar en bicicleta a Jazmín Delouche, quien, por intermedio del guarda Baladier, había trabado conocímiento–con mi tío poco tiempo antes.

    Al verlo dijo Meaulnes:

    –Ahí está el que poseía el secreto de todo, mientras yo me iba a París a buscarla. ¡Es para desesperarse!

    Cada vez que lo miraba, aumentaba su rencor. El otro, que, por el contrario, se consideraba acreedor a toda nuestra gratitud, escoltó nuestro coche desde muy cerca, hasta el final. Era evidente que había invertido no poco dinero en asearse, aunque de poco le valía al pobre, y los faldones de su raída chaqueta chocaban contra el guardabarros de su velocípedo...

    Pese a cuanto se esforzaba por mostrarse amable, su rostro ajado no acababa de convencernos. A mí me inspiraba más bien una vaga compasión. Pero, ¿a quién no habría compadecido yo aquel día?...

    Cada vez que recuerdo aquel paseo, lo hago con un oscuro pesar, como con una especie de vergüenza. ¡Me lo había prometido tan feliz! ¡Todo me parecía tan perfectamente combinado para nuestra dicha! Y sin embargo, ¡qué poco dichosos fuimos!

    De todos modos, las orillas del Cher estaban preciosas. En la margen donde nos detuvimos, el ribazo concluía en suave pendiente, y la tierra se dividía en prados verdes, sauzales separados por cercos, como otros tantos minúsculos jardines. Del otro lado del río, las riberas estaban formadas por colinas grises, abruptas y pedregosas, y en la cima de las más lejanas se distinguían, entre los abetos, pequeños castillos románticos, con sus torrecillas. De vez en cuando se oían a lo lejos los ladridos de la jauría del palacio de Preveranges.

    Hasta allí habíamos llegado por un laberinto de senderos, tan pronto erizados de guijarros blancos como llenos de arena, senderos que en las cercanías del río las aguas vivas transformaban en arroyos. A nuestro paso, las ramas de los groselleros silvestres nos enganchaban las mangas. A veces nos encontrábamos sumidos en la fresca sombra de los hondos barrancos; otras, al contrario, nos inundaba la clara luz del valle entero. A lo lejos, en la orilla opuesta, vimos al acercarnos a un hombre que pegado a las rocas, tendía parsimoniosamente sus espineles. Y ¡qué tiempo, Dios mío!

    Nos instalamos en el césped, en el reparo formado por un bosquecillo de abedules, en medio de un vasto prado.

    Los coches fueron desenganchados, y los caballos conducidos a la granja de los Aubiers. En el bosque comenzaron a sacar provisiones, disponiendo en la pradera unas mesitas plegables, llevadas por mi tío.

    Entonces hizo falta gente bien dispuesta para que aguardara a la entrada del camino la llegada de los rezagados y les indicara dónde se hallaban los demás. Yo me ofrecía enseguida; Meaulnes me acompañó, y fuimos a apostarnos junto al puente colgante, en el cruce de varios senderos con el camino que comunicaba con los Arenales.

    Allí esperábamos, caminando de un lado a otro, conversando sobre el pasado, procurando distraernos de cualquier manera. Llegó otro coche de Vieux–Nançay, ocupado por unos campesinos desconocidos, con una muchacha llena de moños; luego, nada más. Si: tres niños en un carrito tirado por un asno, los hijos del antiguo jardinero de los Arenales.

    –Me parece reconocerlos –dijo Meaulnes–. Diría que son los que la otra vez me tomaron de la mano, la primera noche de la fiesta, y me llevaron a cenar...

    Pero en ese momento, como el animal no quiso seguir andando, los niños se apearon para –aguijonearlo, tirar de, él, golpearlo a más no poder. Meaulnes, decepcionado, pretendió entonces haber sufrido una equivocación.

    Yo les pregunté si habían visto por la carretera al señor' de Galais y su hija. Uno contestó que no sabía; el otro:'

    –Me parece que sí, señor.

    Con lo cual no sacamos nada en limpio.

    Por fin bajaron a la pradera; unos tirando del burrito. por las riendas, otros empujando el carrito por detrás, y nosotros volvimos a montar la guardia. Meaulnes no apartaba la vista del recodo del camino que conducía a los Arenales, acechando con una especie de terror la aparición de la muchacha a quien con tanto ahínco buscara en otras ocasiones. Se había apoderado de él una irritación extravagante, casi cómica, que descargaba contra Jazmín. Desde lo alto del pequeño talud donde nos subimos para dominar un mayor trecho de camino, divisamos en el césped, más abajo, a un grupo de invitados, entre quienes Delouche procuraba hacer buen papel.

    –Mira ese tonto, cómo discursea –me decía Meaulnes.
    –Déjalo, hombre –le decía yo–. El pobre hace lo que puede...

    Agustín no se dio por vencido. Allá abajo, una liebre o una ardilla debieron surgir de' la espesura. Haciendo gala de serenidad, Delouche hizo ademán de perseguirla. –¡Vaya, qué me dices! Ahora corre... –exclamó Meaulnes, como si realmente fuera el colmo de la audacia. Esta vez no pude contener la risa. Tampoco Meaulnes, aunque duró lo que dura un relámpago. Transcurrido otro cuarto de hora, dijo: ––¿Y si no viene?

    –¡Lo prometió! Ten un poco de paciencia...

    Se dispuso a esperar de nuevo. Pero, incapaz de soportar por más tiempo aquella espera intolerable, acabó por decirme:

    –Óye, yo me voy abajo, con los demás. En estos momentos se me opone algo, no sé qué. Si me quedo, es seguro que no vendrá; imposible que pueda verla apare–' cer ahora por el extremo del camino.

    Y se marchó dejándome solo. Yo, para pasar el rato, avancé un centenar de metros por el caminito... Y en el primer recodo vi a Ivonne de Galais, montada en su viejo caballo blanco, tan fogoso aquella mañana, que se veía obligada a tirar de las riendas para que no trotara. Delante del caballo, penosamente y en silencio, caminaba el señor de Galais. Sin duda padre e hija se habrían relevado por el camino, sirviéndose por turno de la vieja cabalgadura.

    Al verme solo, ella me sonrió, se apeó con agilidad y, confiando a su padre las riendas del animal, se dirigió hacia mí, que corría a su encuentro.

    –Cuánto me alegro de encontrarlo a usted solo –exclamó–. Porque no quiero que nadie, salvo usted, vea al viejo Belisario, ni tampoco deseo dejarlo junto con los demás caballos. Primero, porque es demasiado viejo y feo, y luego, porque siempre temo que otro caballo me lo lastime. Pero es el único que me atrevo a montar, y cuando muera, no volveré a ir a caballo.

    Al igual que en Meaulnes, notaba en la señorita de Galais, bajo esa encantadora animación, esa gracia tan apacible en apariencia, cierta impaciencia rayana en la ansiedad. Hablaba más de prisa que de costumbre. Pese al rubor –de sus mejillas y pómulos, rodeaba sus ojos y su frente una palidez violenta, que delataba toda su turbación.

    Resolvimos atar a Belisario a un árbol, en un bosquecillo no lejos del camino. Sin decir palabra, como de costumbre, el anciano señor de Galais sacó el cabestro y ató al animal; un poco bajo, a mi parecer. Les prometí traer sin tardanza, de la granja, heno, avena y paja.

    Así llegó la señorita de Galais al prado, como en otros días habría bajado a la orilla del río, donde Meaulnes la vio por primera vez.

    Del brazo de su padre, sosteniendo con la mano izquierda el vuelo de la capa amplia y ligera que la cubría, se iba acercando a los invitados, con ese aire suyo, tan formal y tan infantil a la vez. Yo caminaba a su lado. Todos los invitados que se habían dispersado, o que estaban jugando más lejos, se incorporaron para recibirla reunidos. Hubo unos instantes de silencio, durante los cuales todos la contemplaron acercarse.

    Meaulnes se había unido al grupo de los jóvenes, de quienes nada, salvo su gran estatura, podía distinguirlo; y aun así, había otros tan altos como él. No hizo nada para llamar la atención: ni un gesto, ni un paso adelante. Yo lo veía vestido de gris, mirando de frente, como los demás, a esa muchacha tan hermosa que se acercaba a ellos. Después, sin embargo, con un movimiento inconsciente y cohibido, se pasó la mano por la desnuda cabeza, como si entre sus compañeros tan bien peinados quisiera ocultar su rapada cabeza de rudo aldeano.

    Enseguida, todo el grupo rodeo a la señorita de Galais, a quien le fueron presentados los muchachos y muchachas que no conocía... Iba a tocarle el turno a mi amigo, y yo, tan ansioso como él, me disponía a ser quien lo presentara.

    Pero ella, sin dejarme abrir los labios, se adelantó hacia él con una decisión y una calma asombrosas.

    –Usted es Agustín Meaulnes –dijo, y le tendió la mano.


    Capítulo VI
    LA EXCURSIÓN
    (Fin)


    En ese momento se acercaron unos recién llegados para saludar a Ivonne, y los dos jóvenes tuvieron que separarse. Durante la merienda, una casualidad adversa les impidió sentarse a la misma mesa. Pero ya Meaulnes parecía haber recobrado valor y confianza en sí mismo. Mientras comía a solas con Delouche y el señor de Galais, lo vi que varias veces, desde lejos, me hacía señas amistosas con la mano.



    Recién al declinar la tarde, cuando todos estaban entretenidos en jugar, bañarse en el río, recorrer el estanque en barca o conversar, pudo Meaulnes verse de nuevo ante la muchacha. Sentados en unas sillas de jardín que habíamos llevado, hablábamos con Delouche, y la señorita de Galais, separándose deliberadamente de un grupo de adolescentes entre quienes parecía aburrirse, se aproximó a nosotros. Recuerdo que nos preguntó por qué no paseábamos en lancha, como los demás.

    –Ya dimos unas vueltas después de comer –le respondí–. Pero resulta muy monótono, de modo que nos aburrimos enseguida.
    –¿Y por qué no van por el río? –sugirió ella.
    –La corriente es demasiado fuerte, se corre el peligro de verse arrastrado.
    –Haría falta una canoa a petróleo, o una embarcación a vapor, como la de la otra vez –intervino Meaulnes.
    –Ya no la tenemos –pronunció ella, casi en voz bajaLa vendimos.

    Hubo un silencio embarazoso, que Jazmín Delouche aprovechó para anunciar que iba a reunirse con el señor de Galais.

    –Sé dónde está –agregó.

    ¡Caprichos del destino! Aquellos dos seres, tan absolutamente distintos, habían simpatizado. En las primeras horas de la tarde, el señor de Galais me había dicho, en un aparte, que tenía yo en Delouche un amigo discreto, abnegado y provisto de toda clase de cualidades. Acaso el anciano caballero hubiera llegado a confiarle el secreto de la existencia de Belisario, y el sitio donde se hallaba oculto. Yo .también pensé en alejarme de Meaulnes e Ivonne, pero los vi a los dos tan cohibidos y angustiados, que creí prudente quedarme. De bien poco sirvieron la discreción de Jazmín y mis precauciones... A medida que Agustín y la joven hablaban, Meaulnes, con una obstinación que no advertía, insistía invariablemente en recordar todas las maravillas del pasado. Y ella, sometida a ese suplicio, se veía obligada a repetirle una y otra vez que todo aquello ya no existía: la antigua mansión, tan intrincada y extraña, estaba demolida; el gran estanque, ahora seco, era un terraplén; los niños de encantadores trajes se habían dispersado.

    –¡Ah! –se limitaba a exclamar Meaulnes, desesperado, como si cada una de aquellas pérdidas le diera la razón contra la muchacha o contra mí.

    Los tres echamos a caminar juntos, uno al lado del otro, y yo me esforzaba en vano por distraerlos de la tristeza que iba dominándonos. Con una nueva pregunta brusca e hiriente, Meaulnes volvía a su idea fija. Pedía detalles de todo lo visto la vez anterior: las niñas, el cochero de la vetusta berlina, las jacas de la carrera. "¿También había vendido las jacas? ¿No quedaban caballos en la finca?" Sin mencionar a Belisario, ella replicó que no. Meaulnes evocó entonces los objetos de su habitación: los candelabros, el gran espejo, el viejo laúd roto. De todo se informaba, con un empeño insólito, como queriendo persuadirse de que nada quedaba de su hermosa aventura, como si se quisiera asegurar de que la muchacha no le traía, de aquel naufragio, ni un vestigio siquiera que pudiera demostrarle que no era todo un sueño de ambos, como el nadador que se sumerge para sacar del fondo de las aguas un guijarro y un puñado de algas. La señorita de Galais y yo no pudimos contener una triste sonrisa, y ella se decidió a explicarle:

    –Ya no volverá a ver el hermoso "castillo" que mi padre y yo hablamos preparado para el pobre Frantz. Nos pasábamos la vida haciendo lo que él nos pedía... ¡Era un ser tan especial, tan cautivante! Pero todo se esfumó con él, la noche de su malograda boda. Sin que nosotros lo supiéramos, mi padre ya estaba arruinado. Frantz había contraído deudas, cuyo pago nos reclamaron sus antiguos compañeros, al enterarse de su desaparición. Ahora somos pobres. Mi madre murió y en pocos días perdimos todos nuestros amigos. Que regrese Frantz, si no ha muerto; que encuentre de nuevo a sus amistades, y a su novia; que tenga lugar la boda interrumpida, y acaso todo vuelva a ser como antes... Pero, ¿acaso puede renacer el pasado?
    –¡Quién sabe! –murmuró Meaulnes, pensativo:

    Y ya no preguntó nada más. Los tres caminábamos sin ruido pisando la corta hierba, ya amarillenta. A la derecha de Agustín. iba la muchacha a quien creyera perdida para siempre. Cuando él formulaba una de aquellas duras preguntas, ella volvía hacia él, para contestarle, su rostro delicioso e inquieto; y una vez, al hablarle, le apo– yó suavemente una mano en el brazo, en un ademán pleno de confianza y abandono. ¿Por qué el gran Meaulnes insistía en aparecer como un extraño, en la actitud de quien no ha encontrado lo que busca y que ya no se interesa en nada? Tres años antes no habría podido soportar sin terror, sin locura, esa felicidad. ¿Cuál era, entonces, la causa de ese aire ausente, de esa lejanía, de esa impotencia para ser dichoso que lo dominaba en aquel instante? Nos aproximábamos al bosquecillo donde, por la mañana, el señor de Galais había atado a Belisario. El sol, ya en el ocaso, alargaba nuestras sombras sobre la hierba. Amortiguado por la distancia, nos llegaba desde el fondo de la pradera un alegre murmullo: gritos de los que se divertían, voces de las niñas. En medio de aquella calma admirable, nosotros permanecíamos silenciosos.

    De pronto, al otro lado del bosque, y en dirección a los Aubiers, la granja que se levantaba a orillas del agua, oímos un cantar. Era la voz lejana y juvenil del mocetón que llevaba su rebaño al abrevadero; una tonada rítmica, un compás de baile, que el muchacho prolongaba, dándole así el tono lánguido de una vieja y plañidera balada:

    Mis zapatos son rojos,
    mi linda, mi pequeña;
    mis zapatos son rojos,
    ¡adiós, mi amor!


    Con la cabeza erguida, Meaulnes escuchaba. Era una .; copla de las que cantaban, la última noche de la fiesta, cuando ya todo se había desmoronado, los campesinos rezagados de la mansión sin nombre. Tan sólo un recuerdo, el más mísero, de aquellos días que ya no volverían.

    –Pero... ¿no oyen acaso? –exclamó a media voz Meaulnes–. Oh, tengo que ver quién canta...

    Y acto seguido se internó en el bosquecillo. Pero no tardó en callar la voz, y poco después oímos que el hombre, alejándose, silbaba a sus animales. Luego, nada. Miré a la joven: abstraída y abrumada, no quitaba los ojos de la espesura por donde acababa de desaparecer Meaulnes. ¡Cuántas veces, tiempo después, iba a mirar de igual modo pensativamente, el punto por donde el gran Meaulnes se marcharía para siempre!

    Se encaró conmigo y con acento dolorido, me dijo:

    –No es feliz... –Y añadió:– ¿Acaso puedo hacer algo por él?

    Yo vacilaba en responderle, pues temía que Meaulnes, que habría llegado a la granja en un momento, sorprendiera nuestra conversación al regresar por el bosque. Me disponía, no obstante, a darle ánimos; iba a decirle que no temiera hablar a Meaulnes con dureza y brusquedad, pues lo desesperaba algún secreto, que no iba a confiar a ella ni a nadie de manera espontánea. Pero en ese momento se oyó en el bosque un grito, seguido del resollar de un caballo impaciente y el rumor entrecortado de una discusión. Comprendiendo enseguida que le había pasado algo al viejo Belisario, eché a correr hacia el lugar del tumulto, seguido muy atrás por la señorita de Galais. Abajo, en la pradera, advirtieron sin duda nuestros movimientos, ya que al internarme en la maleza oí voces de algunas personas que acudían. Al viejo caballo, atado demasiado bajo, se le había enredado en el ronzal una de las patas delanteras, y así se había quedado, sin moverse, hasta que el señor de Galais y Delouche se acercaron a él durante un paseo. Asustado entonces, y alterado por la ración inusitada de avena con que se lo había agasajado, se debatió con furia. A riesgo de recibir alguna de sus peligrosas coces, los dos hombres intentaron librarlo, pero con tal torpeza que lo trabaron peor aún. Meaulnes, que regresaba de los Aubiers, vio por casualidad lo que ocurría en ese momento. Irritado por aquel espectáculo, intervino empujando a Delouche y al señor de Galais con tal brusquedad que casi los derribó sobre los matorrales. Luego, con cuidado, aunque con suma rapidez, desligó a Belisario, aunque demasiado tarde, pues el daño ya estaba hecho; el animal debía haberse herido un nervio, o acaso sufriera alguna fractura. Lástima daba verlo con la cabeza gacha, la montura a medio descinchar sobre el lomo y una temblorosa pata replegada sobre el vientre. Agachado, Meaulnes lo acariciaba en silencio, examinándolo. Cuando levantó la cabeza, casi todos se habían reunido a su alrededor, pero él, rojo de cólera, no veía a nadie.

    –Me gustaría saber quién fue el que lo ató de esta manera –gritó–. ¡Y quién le dejó puesta todo el día la montura! Quién ha tenido el coraje de ensillar este caballo, que apenas sirve para tirar de un carricoche...

    Delouche quiso decir algo, atribuirse todas las culpas.

    –¡Cállate! ... Tenías que ser tú... Ya te vi tirar estúpidamente del ronzal para soltarlo...

    E inclinándose de nuevo, volvió a frotar con la palma de la mano el corvejón del caballo. El señor de Galais, que no había abierto la boca, tuvo la mala ocurrencia de abandonar su mutismo, tartamudeando:

    –Es costumbre de los oficiales de marina... Mi caballo .. .
    –Ah, ¿el caballo es suyo? –exclamó Meaulnes, un tanto apaciguado, con el rostro vivamente enrojecido y volviendo la cabeza hacia el anciano, para mirarlo de reojo.

    Creí que iba a cambiar de tono, disculparse. Pero al contrario; lo vi complacerse amarga, desesperadamente, al agravar la situación, en desbaratarlo todo para siempre diciendo con insolencia:

    –Pues no puedo felicitarlo...

    Alguien intervino para sugerir:

    –Tal vez con agua fría... Un baño en el vado…
    –Hay que llevarse enseguida a este viejo caballo –afirmó Meaulnes, sin escuchar lo que le decían–. Todavía anda y hay que aprovechar el tiempo... Y que lo dejen en la cuadra y no lo vuelvan a tocar nunca más.

    Varios jóvenes se apresuraron a ofrecerse, pero la señorita de Galais rechazó el favor, aunque agradeciéndolo vivamente. Con el rostro enrojecido, a punto de estallar en lágrimas, se despidió de todos, incluso de Meaulnes, tan desconcertado que ni siquiera se atrevió a mirarla. La joven tomó después al animal por las riendas tal como se da la mano a alguien, más para acercarlo a ella que para conducirlo. Tan tibio era el viento de aquel fin de verano, en el camino de los Arenales, que recordaba al mes de mayo; y en los setos se agitaban las hojas, al soplo de las brisas sureñas. Así la vimos alejarse... Llevaba el brazo fuera de la capa, y sostenía con su delicada mano las gruesas riendas de cuero. A su lado caminaba fatigosamente su padre...

    ¡Con qué tristeza finalizó la tarde! Poco a poco, cada uno recogió sus pertrechos y cubiertos; doblamos las sillas, desarmamos las mesas. Y uno por uno, cargados de bártulos y de gentes que saludaban con los sombreros y agitaban sus pañuelos, fueron partiendo los coches. Nosotros fuimos los últimos en abandonar la pradera. Igual que nosotros, mi tío Florentin rumiaba en silencio su pesar y su gran decepción. Pero también nosotros partimos, en nuestro cómodo carruaje, del cual tiraba con brío un hermoso alazán. La arena del sendero crujía bajo las ruedas, y Meaulnes y yo, sentados en el asiento posterior, vimos desaparecer la entrada del camino por donde se habían alejado el señor de Galais, su hija Ivonne y el viejo caballo Belisario. Y entonces mi amigo, el ser más incapaz de llorar que he conocido, volvió de pronto hacia mí su cara, alterada por unas ganas repentinas de llorar.

    –Hágame el favor de parar –pidió, poniendo una mano en el hombro de Florentin––. No se inquieten por mi... Volveré solo, a pie.

    Y apoyándose en el guardabarros, se apeó de un salto. Estupefactos lo vimos alejarse, desandar camino y correr, correr hasta llegar a la senda que acabábamos de pasar, y que era el sendero de los Arenales.

    Sin duda llegó a la finca por la avenida bordeada de abetos que siguiera la primera vez, y en la cual había escuchado, como un vagabundo oculto entre la maleza, la misteriosa conversación de los hermosos y desconocidos niños. Y aquella misma noche, entre sollozos, Agustín Meaulnes pidió la mano de la señorita de Galais.


    Capítulo VII
    EL DIA DE LA BODA


    Es un jueves de principios de febrero, una tarde fría y hermosa. Sopla el vendaval; son las tres y media, las cuatro. En los cercos próximos a la aldea fue tendida a, mediodía la colada, que la borrasca está secando. En cada casa, el fuego del comedor ilumina un montón de juguetes barnizados. Harto ya de jugar, el niño se ha sentado junto a su madre y le pide que le cuente los recuerdos del día de su boda...



    Para quienes no quieren ser felices, allí está el granero. Les basta subir a él para oír hasta la noche el silbar y gemir de los naufragios. Allí está la carretera; si salen a ella, el viento les echará a la boca el pañuelo de seda, cómo un beso ardiente y repentino, que los hará llorar. Pero los que anhelan ser dichosos tienen, al borde de un camino barroso, la casa de los Arenales, donde ha vuelto mi amigo Meaulnes en compañía de Ivonne de Galais, que desde el mediodía es su esposa.

    Cinco meses duró el noviazgo, que fue apacible, tanto como agitada había sido la primera entrevista. Meaulnes visitó con frecuencia los Arenales, en bicicleta o en coche. Más de dos veces por semana, la señorita de Galais, que cosía o lela junto a la ventana que da al baldío y los abetos, vio de pronto su silueta alta y rápida que cruzaba por detrás de los visillos, pues siempre llegaba por la apartada senda que tomó en otra época. Pero ésta es la única alusión –tácita– que Meaulnes se permite hacer al pasado. La felicidad parece haber adormecido su extraño tormento.

    En estos cinco meses de paz se han destacado algunos pequeños acontecimientos. He sido designado maestro de un lugar denominado Saint–Benoist–des–Champs. SaintBenoist no es una población, sino unas granjas diseminadas en el campo. El edificio de la escuela se halla completamente aislado en una cuesta, a la vera del camino. Llevo allí una vida muy solitaria; pero cruzando el campo, puedo llegar en tres cuartos de hora a los Arenales.

    Delouche vive ahora en casa de su tío, que es constructor en Vieux–Nançay. El negocio será pronto suyo. Viene a verme con frecuencia, y Meaulnes, a pedido de la señorita de Galais, se muestra ahora muy amable con él.

    Eso explica por qué los dos merodeamos aún por allí, a eso de las cuatro de la tarde, cuando ya se han marchado todos los invitados a la boda.

    Esta tuvo lugar a mediodía, con todo el silencio posible, en la antigua capilla de los Arenales, que no fue demolida, y que los abetos ocultan a medias en la ladera de la cuesta cercana. Después de una rápida comida, la madre de Meaulnes, el señor Seurel, Millie, Florentin y los demás volvieron a subir a los coches; solamente quedamos Jazmín y yo.

    Nos paseamos por los linderos de los bosques situados detrás de la caza de los Arenales, bordeando un vasto terreno baldío, antiguo solar del castillo ahora derribado. Sin querer confesarlo y sin saber por qué, nos sentimos llenos de inquietud. En vano procuramos distraer nuestros pensamientos y engañar nuestra angustia, señalándonos durante nuestro paseo, sin objeto, las madrigueras de liebres y los pequeños surcos de arena recién labrados por los –conejos, la huella de un cazador furtivo... Pero volvemos una y otra vez a ese lado del monte desde donde se divisa la casa cerrada y silenciosa.

    Bajo el ventanal situado frente a los abetos hay un balcón de madera, invadido por la maleza que el viento doblega. En sus cristales se refleja un resplandor como de hoguera; de vez en cuando pasa una sombra. En los campos vecinos, en el huerto, en la casa de campo, único resto de las antiguas dependencias, todo en torno es silencio y soledad. Los colonos se han ido al pueblo a festejar la dicha de sus amos.

    De tanto en tanto el viento, cargado de un vaho que casi llega a ser lluvia, nos moja la cara y nos trae la frase perdida de un piano que alguien toca en la casa cerrada. Me detengo un instante a escuchar en silencio. Primero es como una voz trémula que, desde muy lejos, ni se atreve casi a cantar su alegría. Es como la risa de una niña en su cuarto que ha ido en busca de todos sus juguetea y los presenta a su amigo... Pienso también en la alegría, temerosa aún, de una mujer que ha ido a ponerse un lindo vestido y no sabe si gustará. Esta melodía que no conozco, es también una plegaria,, un ruego a la felicidad, para que no se muestre demasiado cruel; es un saludo y un posternarse ante la felicidad.

    Por fin son felices, pienso. "Allí está Meaulnes junto a ella..."

    Y al saberlo, al estar seguro de ello, rebosa de alegría el buen muchacho que soy.

    En ese momento, cuando más abstraído me encuentro, con el rostro mojado por el viento de la llanura, que se asemeja al rocío del mar, siento que me tocan el hombro.

    –Escucha –me dice Jazmín con voz muy queda.

    Lo miro y él, con una seña, me indica que no me mueva. Y él también se queda escuchando, cabizbajo, el entrecejo fruncido...


    Capítulo VIII
    LA LLAMADA DE FRANTZ


    ¡Juuuuuuuu! ...



    Ahora lo he oído. Es una señal, una llamada en dos notas, una aguda y otra grave, que ya he oído en otra ocasión. ¡Ah!, ya lo recuerdo: es el grito que lanzaba el actor alto, llamando a su joven compañero desde la puerta cancel del colegio. Es la llamada que Frantz nos hizo jurar que atenderíamos, en cualquier momento y lugar que la oyéramos. Pero... ¿qué se le ha perdido a ése aquí, hoy?

    –Viene del bosque grande de abetos, a la izquierda –dije a media voz–. Sin duda será un cazador furtivo...
    –Tú sabes bien que no –replicó Jazmín, meneando la cabeza, y luego, más quedo–: Los dos andan por 'el pueblo desde la mañana... A las once sorprendí a Ganache en un campo, acechando, cerca de la capilla. Al verme echó a correr... Deben venir de lejos en bicicleta, ya que tenía la espalda embarrada hasta la mitad.
    –Pero, ¿qué buscan?
    –¡Qué sé yo! De lo que estoy convencido es de que hay que echarlos. Es necesario que dejen de rondar por los alrededores; si no, volveremos a las andadas...

    Yo, aunque no lo confiese, opino lo mismo.

    –Lo mejor –sugiero– sería dar con ellos, ver lo que quieren y hacerlos entrar en razón...

    Lentamente y en silencio, pues, agachándonos, nos deslizamos por el monte hasta el "bosque, de donde parte a intervalos regulares aquel grito prolongado que, sin ser particularmente triste por sí mismo, nos parece a los dos un augurio siniestro.

    En esa parte del bosque en que la mirada se pierde entre los troncos que se elevan a trechos iguales, resulta difícil sorprender a alguien y avanzar sin ser visto. Ni siquiera lo intentamos. Yo me sitúo en un ángulo del bosque; Jazmín lo hace en el opuesto, a fin de poder dominar desde afuera, como yo, dos de los lados del rectángulo, y para que ninguno de los dos titiriteros pueda escapar sin que lo detengamos. Una vez tomadas estas disposiciones, comienzo a representar mi papel de explorador pacífico, llamando:

    –¡Frantz! ¡Frantz! No tema, soy yo, Seurel, debo hablarle...

    Un instante de silencio; estoy por gritar de nuevo cuando, en el mismo corazón del bosque, donde mi vista no logra penetrar del todo, una voz ordena:

    –Quédese quieto... Frantz va a su encuentro.

    Poco a poco, entre los altos abetos que la distancia nos hace creer espesos, distingo la silueta del joven que se acerca. Parece embarrado y mal vestido; lleva en las puntas de los pantalones unos broches de bicicleta, una vieja gorra marinera sobre su larga melena; ahora veo su rostro enflaquecido... Aparentemente ha estado llorando.

    Acercándose con decisión, me pregunta con un aire lleno de insolencia:

    –¿Qué quiere?
    –Y usted, Frantz, ¿qué hace por aquí? ¿Por qué viene a turbar a quienes son felices? ¿Busca acaso algo? Dígalo.

    Así interpelado directamente, se ruboriza un poco y se limita a contestar, balbuceando:

    –Soy un desgraciado, un desgraciado...

    Y entonces, apoyando la cabeza en los brazos y éstos en un árbol, rompe a llorar con amargura. Damos unos pasos por el bosque, en completo silencio. Ni siquiera se oye la voz del viento, detenida por los abetos del lindero. Entre los troncos simétricos se repite y apaga el rumor de los sollozos contenidos del muchacho. Aguarde a que se le pase la crisis y poniéndole una mano sobre el hombro, le digo:

    –Venga conmigo, Frantz; vamos a verlos. Lo recibirán como al hijo perdido y recobrado, y no se hablará más del asunto.

    Pero él se niega a escuchar. Con voz apagada por las lágrimas, desdichado, terco, furioso, insiste:

    –¿Así que Meaulnes ya no se ocupa de mí? ¿Por qué no contesta cuando lo llamo? ¿Por qué no cumple su promesa?
    –Vamos, Frantz –le contesto–; se acabó el tiempo de las fantasmagorías y de las chiquilladas... No turbe con sus locuras la felicidad de aquellos a quienes ama: su hermana y Agustín Meaulnes.
    –Pero es que sólo él puede salvarme, usted lo sabe. Solamente él puede hallar la pista que busco. Pronto harán tres años que Ganache y yo recorremos toda Francia sin resultado alguno... Sólo en su amigo confiaba aún. Y ahora él deja de contestarme... Ya encontró su amor, ¿por qué no piensa ahora en mí? Es preciso que se ponga en camino. Ivonne lo dejará partir, nunca me ha negado nada...

    Y me mostraba un rostro en el cual, sobre el polvo y el lodo, habían trazado sus lágrimas unos surcos sucios. Era el rostro de un niño envejecido, extenuado, deshecho. Tenía unas ojeras rojizas; llevaba la barba mal afeitada y el cabello, demasiado largo, le caía sobre el cuello sucio. Con las manos en los bolsillos, tiritaba de frío. Ya no era aquel príncipe harapiento de años atrás... Sin duda alguna, en su fuero íntimo era más niño que nunca: imperioso, fantástico y, al cabo de un momento, desesperado. Pero resultaba difícil soportar tanto infantilismo en aquel muchacho, un poco ajado ya... Antes, poseía tanta juventud orgullosa que parecían estarle permitidas todas las locuras del mundo. Ahora, se sentía uno inclinado a compadecerle por el fracaso de su vida; pero al cabo de un rato no había más remedio que reprocharle aquel papel absurdo del joven héroe romántico en que pretendía parapetarse... Y por último, aun sin quererlo, no podía dejar de pensar que el bello Frantz de los bellos amores había tenido que dedicarse a robar paró vivir, ni más ni menos que su compinche, Ganache... ¡Tanto orgullo para acabar así !

    Finalmente, después de pensarlo bien, le dije:

    –¿Y si yo le prometiera que dentro de unos días Meaulnes se pondrá en campaña para usted y sólo para usted? –Meaulnes lo conseguirá, ¿no es verdad? ¿Está seguro? –inquirió, castañeando de frío.
    –Eso creo... Tratándose de él, nada hay imposible. –¿Y cómo voy a saberlo? ¿Quién me lo dirá?
    –Vuelva usted a este sitio, dentro de un año y a esta misma hora; aquí encontrará a la mujer a quien ama. Al decir esto, no pensaba yo en importunar a los recién casados; con los datos que pudiera proporcionarme mi tía Moinel, ya me las arreglaría yo para encontrar a esa joven.

    El titiritero me miraba de frente, con unas ganas admirables de confiar en mí. ¡Quince años! Pese a todo, Frantz seguía teniendo quince años, la edad que teníamos en Sainte–Agathe, la tarde del barrido de las aulas, cuando los tres habíamos pronunciado aquel terrible juramento infantil...

    La desesperación volvió a dominarlo cuando se vio obligado a decir:

    –Está bien, nos iremos...

    Con el corazón sin duda lleno de pesar, contempló aquellos bosques que nos rodeaban, y que se disponía a abandonar una vez más.

    Alemania –declaró–. Hemos dejado nuestros coches lejos de aquí, y hace treinta horas que andamos sin descanso... Pensábamos llegar a tiempo para llevarnos a Meaulnes antes de la boda, y con él buscar a mi prometida, del mismo modo que él buscó el castillo de los Arenales.

    Y luego, reincidiendo en su terrible puerilidad, me dijo al irse:

    –Llame usted a su Delouche, porque si me lo encuentro al paso, no respondo de mí.

    Poco a poco vi desaparecer entre los abetos la gris silueta de Frantz. Entonces llamé a Jazmín y ambos volvimos a montar la guardia. Pero casi enseguida divisamos, allá lejos, a Agustín, que cerraba los postigos de la casa, y su actitud extraña nos llamó la atención.


    Capítulo IX
    LAS PERSONAS FELICES


    Más tarde supe lo ocurrido, con todo detalle. Al promediar el día, Meaulnes y su esposa –a quien yo sigo llamando señorita de Galais– se quedaron solos en el jardín de los Arenales. Cuando los invitados se marcharon, el señor de Galais abrió la puerta y, durante unos. segundos, dejó que el viento corriera y gimiera por la casa. Después se marchó al Vieux–Nançay, de donde no regresaría hasta la hora de la cena, cuando cerraría todo con llave y daría instrucciones a los colonos. Desde que se han quedado solos, no llega hasta los jóvenes ningún ruido exterior, salvo el de la desnuda rama de un rosal, que golpea la ventana que da al páramo. Y como dos pasajeros de una embarcación a la deriva, en aquella casa azotada por el vendaval, son dos amantes que se han encerrado en compañía de la felicidad.



    –El fuego se está por apagar –comentó la señorita de Galais, intentando alzar un leño de la carbonera.

    Pero Meaulnes se le adelantó y echó el tronco al fuego. Luego tomó la mano que la joven le ofrecía y ambos permanecieron junto a la chimenea, de pie, frente a frente, como ahogados por una gran noticia que no se podía mencionar. Afuera bramaba el viento con el fragor de un río desbordado. De vez en cuando, como en la ventanilla de un tren, una gota de agua cruzaba en diagonal el vidrio de la ventana. Entonces la muchacha se apartó, abrió la puerta que daba al pasillo y desapareció con una sonrisa misteriosa. Agustín se quedó un instante solo, en la penumbra. El tic–tac de un pequeño péndulo le recordaba, sin duda, el comedor de Sainte–Agathe. Sin duda pensaría:

    –Esta es la casa que tasto busqué, el pasillo antes poblado de susurros y pasos extraños...

    Y en ese instante oyó muy cerca de la casa –días más tarde la señorita de Galais me contó que ella también lo había oído– el primer llamado de Frantz. Al regresar, la joven comenzó a mostrarle todas las cosas maravillosas que traía consigo: sus juguetes de niña y todas sus fotografías infantiles; ella vestida de cantinera, ella y Frantz en el regazo de su madre, que era tan hermosa. Y luego, lo que le quedaba de sus discretas ropas pretéritas.

    –..Y mira este vestido, que yo usaba poco tiempo antes de que tú me conocieras, creo que cuando llegaste a la escuela de Sainte–Agathe.

    Pero Meaulnes nada veía, nada oía. Sin embargo, por espacio de un instante pareció reaccionar, al pensar en su extraordinaria, su fantástica felicidad.

    –Estás aquí –murmuró con voz apagada, como si el solo decirlo le diera vértigo–; pasas junto a la mesa, y apoyas en ella un instante tu mano... –Y añadió:También mi madre, cuando joven, doblaba así el busto sobre la cintura para hablarme. Y cuando se sentaba al piano...

    La señorita de Galais le propuso tocar antes de que anocheciera. Pero como aquel rincón del salón se hallaba a oscuras, tuvieron que encender una vela. Sobre el rostro de la joven, la pantalla rosada acentuaba aquel arrebol que le teñía los pómulos y que indicaba una gran ansiedad. Fue en ese momento cuando yo empecé a oír, desde el lindero del bosque, la trémula canción que nos traía el viento, interrumpida de pronto por el grito de los volatineros, que se acercaban a Delouche y a mí por el bosque. Meaulnes, que miraba en silencio por la ventana, escuchó largo rato a su esposa, volviéndose varias veces para contemplar aquel dulce rostro femenino, desfallecido y – angustiado, que tenía al lado. Se acercó a Ivonne y le apoyó levemente la mano en el hombro. Ella, sin saber cómo corresponder, sintió el dulce peso de aquella caricia junto a su cuello.

    Anochece –dijo, por fin, Agustín–. Voy a cerrar los postigos. Pero no dejes de tocar...

    ¿Qué pasó en ese instante por el fondo dé aquel corazón oscuro y salvaje? Después me lo pregunté con frecuencia, y lo supe recién cuando ya era demasiado tarde. ¿Remordimientos secretos? ¿Penas inexplicables? ¿Temor de ver disiparse de pronto, entre sus manos, aquella insólita felicidad que con tanta fuerza procuraba retener? Y si no era nada de todo eso, ¿qué era? ¿La terrible tentación de destruir, inmediatamente y sin remedio, la maravilla lograda? Después de mirar una vez más a su joven esposa, salió, despacioso y taciturno. Desde el linde del bosque, nosotros lo vimos primero cerrar un postigo, indeciso; después mirar vagamente en nuestra dirección, cerrar otro postigo y, de pronto, echar a. correr hacia el bosque. Llegó a nuestro –lado sin darnos tiempo a pensar en ocultarnos mejor, y cuando iba a cruzar un cerco recién plantado que cruzaba un jardín, nos vio y se desvió. Recuerdo su expresión huraña, su aire de bestia acorralada. Hizo ademán de retroceder para tranquear el cerco por el lado del arroyo. Entonces lo llamé:

    –¡Meaulnes! ¡Agustín!

    Ni siquiera volvió la cabeza. Convencido de que era lo único que podía detenerlo, grité:

    –¡Detente! ¡Frantz está aquí!

    Por fin se detuvo, y jadeante, sin darme tiempo a preparar lo que podía decirle, me preguntó:

    –¿Está aquí? ¿Qué quiere?
    –Se siente desdichado –le contesté–. Venía a pedirte ayuda para encontrar lo que perdió...

    ¡Ah! Me lo imaginaba –exclamó él, inclinando la cabeza–. Y por más que me empeño en acallar esta idea... Pero ¿dónde está? ¡Dímelo de una vez!

    Le expliqué que Frantz acababa de marcharse, y que ya no sería posible dar con él. Meaulnes sufrió una gran decepción. Vaciló, dio dos o tres pasos,– se detuvo; parecía haber llegado al colmo de la incertidumbre y el pesar. Le conté lo que, en su nombre, había prometido a Frantz, y añadí que lo había citado para encontrarnos un año más tarde, en aquel mismo sitio. Agustín, tan sereno, se hallaba en un insólito estado de impaciencia Y nerviosidad.

    –¡Ah! ¿Por qué hiciste eso? –prorrumpió–. Clara que puedo salvarlo... Pero debo hacerlo ahora mismo. Tengo que verlo y hablarlo, para que me perdone y poder remediarlo todo.:. De lo contrario, no podría volver a presentarme allí –concluyó, mirando hacia la casa de los Arenales.

    Yo le dije:

    –¿De modo que por una mera promesa infantil, por la promesa de la escuela, vas a destruir tu felicidad?
    –¡No se trata sólo de aquella promesa!

    Así me enteré de que algo más unía a los dos muchachos, aunque no logré adivinar qué era.

    –En todo caso, de nada vale que corras –le advertí–. Se han ido rumbo a Alemania.

    Iba a contestarme, pero se interpuso entre nosotros una figura despeinada, desgarbada y melancólica: la señorita de Galais. Sin duda había corrido, ya que el sudor le bañaba el rostro. Además, debía haberse caído, pues presentaba coágulos de sangre en los cabellos y un rasguño en la frente, sobre el ojo derecho. Seguro estoy de que, aunque todos sus amigos, todo un pueblo o el mundo entero la hubieran estado mirando, la señorita de Galais no habría dejado de acudir corriendo hacia nosotros, que no habría dejado de presentarse así, despeinada, llorosa y sucia. Pero al comprender que Meaulnes se quedaba allí y que, por lo menos en esa ocasión, no la abandonaría, sonrió como una niña y pasó su brazo por debajo del de Agustín. Ninguno de los dos habló; ella sacó un pañuelo, que Meaulnes le tomó de las manos, para limpiarle con exquisito cuidado la sangre que había salpicado su cabellera.

    ––Ahora hay que volver –dijo él.

    Bajo el soplo del hermoso viento de la tarde invernal, que les azotaba el rostro, los dejé volver solos y juntos hacia la casa de donde habían salido instantes atrás; él la ayudaba con la mano en los pasos difíciles, y ella sonreía y se apresuraba.


    Capítulo X
    LA "CASA DE FRANTZ"


    No del todo tranquilo, presa de una vaga inquietud que el feliz desenlace de lo sucedido la víspera no había alcanzado a disipar, tuve que encerrarme en la escuela todo el día siguiente. Apenas terminada la hora de "estudio" que sigue a la clase de la tarde, me encaminé hacia los Arenales. Anochecía ya cuando llegué a la calle de abetos que conducía hasta la casa. Ya habían cerrado los postigos. Temí importunar presentándome a esa hora, al día siguiente a una boda. Hasta muy tarde me demoré paseándome por el fondo del jardín y los campos– cercanos, esperando a cada instante ver salir alguien de la casa cerrada. Pero mis esperanzas quedaron frustradas, y tuve que regresar a mi casa, atormentándome con las más sombrías conjeturas.



    Al día siguiente –sábado– la misma incertidumbre. Por la tarde, tomé a toda prisa la bufanda, el bastón y un trozo de pan, para comerlo por el camino, y llegué al anochecer. Encontré la casa de los Arenales completamente cerrada, igual que el día anterior... Un poco de luz en el primer piso, pero ni un ruido, ni un movimiento... Sin embargo esta vez vi, desde el patio de la casa de campo, abierta, la puerta de la granja y encendido el fuego en la espaciosa cocina, y oí un rumor de voces y de pasos como el que suele indicar la hora de la cena. Eso, si bien me tranquilizó, no me sacó de dudas; nada podía decir ni preguntar a esa gente. Y otra vez me puse a atisbar y aguardar en vano, pensando siempre en que la puerta se abriría y por ella se asomaría al fin la alta silueta de Agustín.

    Hasta la tarde del domingo, no me atreví a llamar a la puerta de la casa de los Arenales. Mientras trepaba por los desiertos ribazos ola a lo lejos las campanas de aquel domingo de invierno. Me dominaba la soledad y la desolación; me iba invadiendo no sé qué triste presentimiento. Por eso no me sorprendí demasiado cuando, después de llamar, vi aparecer al señor de Galais, quien me anunció casi en voz baja que Ivonne se hallaba en cama, con mucha fiebre. Meaulnes había tenido que emprender un largo viaje, el viernes por la mañana, y nadie sabia cuándo regresaría...

    Como el anciano, muy confuso y triste, no me invitaba a pasar, me despedí de él enseguida. Una vez cerrada la puerta, me quedé un momento en la escalera, lleno de inquietud y congoja, mirando sin saber por qué una rama seca de glicina que el viento agitaba –tristemente en medio de un rayo de sol.

    De modo que el secreto remordimiento que Meaulnes experimentaba desde su estadía en París había terminado por dominarlo... Finalmente, mi amigo tuvo que escapar a su dicha tenaz...

    Todos los jueves y domingos iba a preguntar por la salud de Ivonne. Un día, ya convaleciente, pidió que me hicieran pasar. La encontré sentada junto al fuego, en el salón cuyo ventanal bajo daba al campo y los bosques. No estaba pálida, como yo imaginaba; al contrario, toda febril, con vivas manchas purpúreas bajo los ojos y en un estado de extrema agitación. Aunque me pareció estar muy débil todavía, se había vestido como para salir. Hablaba poco, pero pronunciando cada frase con una animación extraordinaria, como si buscara convencerse de que su felicidad no había desaparecido todavía.... No recuerdo qué nos dijimos. Sólo sé que durante nuestra conversación le pregunté, no sin vacilar, cuándo regresaría Meaulnes.

    –No sé cuándo volverá –repuso vivamente.

    Al notar el ruego que expresaba su mirada, me abstuve de preguntarle nada más.

    Fui a verla con frecuencia. A menudo conversábamos junto al fuego, en aquel. salón bajo, donde la noche llegaba antes que a ningún otro sitio. Nunca me hablaba de sí misma ni de su dolor oculto, pero, en cambio, no se cansaba de hacerme relatar los pormenores de nuestra vida estudiantil en Sainte–Agathe.

    Tierna y seria, con un interés casi maternal, escuchaba el relato de nuestras tribulaciones de niños grandes. Aparentemente fiada le extrañaba, ni siquiera nuestras chiquillerías más audaces y riesgosas. Conservaba, intacta esa ternura atenta, heredada del señor de Galais, incluso, después de las deplorables andanzas de su hermano. Según creo, el único pesar que le infundía el pasado era el de no haber logrado ser, para su hermano, una confidente lo bastante íntima, ya que en el momento de su– gran desastre tampoco se atrevió Frantz a revelarle lo que no dijo a otros, creyéndose irremediablemente perdido. Y cuando lo pienso, comprendo qué pesada era la tarea de esa muchacha; tarea peligrosa, la de servir de apoyo a un espíritu alocadamente quimérico, : como el de su hermano; tarea abrumadora, cuando se trataba de entenderse con aquel corazón aventurero que era el de, mi amigo, el gran Meaulnes.

    Un día Ivonne me dio la prueba más conmovedora, casi diría la más misteriosa, de aquella fe que aún tenía en los sueños infantiles de su hermano; del cuidado que ponía de conservarle los restos, por lo menos, de aquel ensueño en que viviera hasta los veinte años.

    Fue una tarde de abril, una tarde desolada, como la de los fines de otoño. Casi un mes hacía que gozábamos de una primavera suave y prematura, y la joven había reanudado, acompañada por el señor de Galais, aquellos largos paseos que tanto le agradaban. Pero como ese día el anciano estaba cansado, y yo libre, Ivonne me rogó que la acompañara, pese a que el tiempo amenazaba. A más de media legua de los Arenales, a orillas del estanque, nos sorprendió un temporal de lluvia y granizo. Bajo el cobertizo donde nos guarecíamos del interminable aguacero, nos helaba el viento. Permanecíamos juntos, de pie, pensativos, ante el paisaje ensombrecido. Todavía me parece verla, con su vestido fino y severo, llena de palidez y tormento.

    –Tenemos que volver a casa –decía–. Hace tanto que salimos... ¡Quién sabe qué puede haber pasado!

    Pero cuando por fin pudimos abandonar nuestro refugio, advertí con asombro que la joven, en lugar de encaminarse hacia los Arenales, proseguía su camino, rogándome que la siguiera. Después de recorrer un buen trecho, llegamos a una casa, a la vera de un camino que debía llegar hasta Preveranges. Era una casita burguesa, con techo de pizarra, que no se distinguía en nada del tipa habitual en aquella región, salvo en su alejamiento y soledad.

    Mirando a Ivonne de Galais, se habría dicho que aquella era nuestra casa, abandonada a causa de un largo viaje. Se inclinó para abrir una pequeña verja y se apresuró a ¡inspeccionar con inquietud el desolado lugar. Un patio grande, donde crecía la hierba y en el cual sin duda habían jugado, algunos niños durante esas tardes, largas y lentas, de fines de invierno, aparecía estropeado por la tormenta. En un charco flotaba un arco. En los jardincillos donde los niños habían sembrado flores y guisantes perfumados, el aguacero había dejado solamente unos regueros de arena blanca. Y por último descubrimos, acurrucada contra el umbral de una de las mojadas puertas, una pollada entera, empapada por la lluvia. Casi todos los polluelos estaban muertos bajo las alas estiradas y las plumas lacias de la clueca.

    Al ver tan lastimoso espectáculo, la joven ahogó un grito. Se agachó y, sin pensar en el agua ni el barro, se dedicó a separar los pollitos vivos de los muertos, protegiendo a los primeros entre los pliegues de su abrigo. Después entramos en la casa, cuya llave ella tenía. Cuatro puertas daban a un estrecho pasillo, por donde se filtraba, silbando, el viento. Ivonne de Galais abrió la primera puerta a la derecha y me hizo pasar a un aposento sombrío, donde tras un momento de duda distinguí un espejo grande y una camita cubierta con una cobija de seda colorada, a la moda campesina. Mientras tanto Ivonne, después de buscar un momento en las demás habitaciones, regresó trayendo consigo la pollada enferma en un cesto lleno de plumón, que como un tesoro deslizó bajo la cobija. Y en tanto que un rayo de sol, primero y último del día, empalidecía más aún nuestras caras y ensombrecía más el atardecer, permanecimos allí de pie, en la extraña mansión, atormentados y ateridos.

    Ivonne iba a cada rato a observar el nido enfermo, de donde retiraba otro polluelo muerto para que no causara la muerte de los demás. En cada ocasión nos parecia que por los vidrios rotos del granero, algo así como un vendaval o como el dolor misterioso de unos niños desconocidos, se lamentaba en el silencio.

    Por fin dijo mi compañera:

    –Aquí vivía Frantz cuando niño. Quería una casa para él solo, lejos de todos, adonde pudiera ir a jugar, divertirse y vivir como quisiera. Tan extraordinario y fantástico le resultó a mi padre ese capricho, que no se lo negó... Y en cualquier momento, cuando se le ocurría, un jueves, un domingo, Frantz se venía a vivir a su casa, como un hombrecito. Los niños de las casas de labranza de los alrededores venían a jugar con él, lo ayudaban a limpiar, labraban el jardín. ¡Era un juego maravilloso! Y llegada la noche, no temía para nada acostarse solo. Nosotros lo admirábamos de tal manera, que ni siquiera se nos ocurría inquietarnos por él. Ahora –continuó con un suspiro–, hace ya mucho tiempo que la casa está vacía. El señor de Galais, abatido por el dolor y por la edad, nunca hizo nada por dar con el paradero de mi hermano, ni llamarlo. Y ¿qué podría intentar...? Yo paso por aquí con mucha frecuencia. Los aldeanitos de los alrededores vienen , al patio a jugar, como en otros tiempos. Y yo me complazco imaginándome que se trata de los antiguos amigos de Frantz, que él es todavía un chiquillo y pronto va a volver con la novia elegida. Soy muy amiga de ellos, juego con ellos. La pollada era nuestra...

    Tuvieron que sobrevenir aquel aguacero y aquella catástrofe infantil para que Ivonne me confiara la pena de la que nunca me había hablado, y el hondo sentimiento del hermano perdido, tan loco, tan delicioso y admirado. Y yo la escuchaba sin responder, pero con el corazón henchido de llanto.

    Una vez cerradas de nuevo las puertas, y depositado% los polluelos en un galpón de madera situado al fondo de la casa, la señorita de Galais me tomó del brazo con tristeza, y yo me dispuse a acompañarla en su regreso.

    Así transcurrieron semanas y meses. ¡Época pretérita! ¡Felicidad perdida! Aquella era el hada, la princesa y el amor misterioso de toda nuestra adolescencia; a mi me tocaba darle el brazo y decirle lo necesario para mitigar su pena. Mi amigo, en cambio, había huido. De esa época, de aquellas conversaciones por la tarde, una vez terminadas las clases que yo dictaba en la cuesta de Saint–Benoist–des–Chames; de esos paseos durante los cuales el único tema del cual habríamos podido hablar era el único al cual estábamos decididos a no referirnos; ¿qué podría decirles ahora? No me queda más que el recuerdo, y aún éste semíborrado ya, de un bello rostro enjuto, de dos ojos cuyos párpados descienden lentamente al mirarme, como si ya sólo quisieran contemplar un mundo interior.

    Y seguí siendo su fiel compañero –compañero de una tácita espera– durante toda una primavera y todo un verano que no volverán más. Varias tardes regresamos a la casa de Frantz. Ella abría las puertas para airear los cuartos, para que nada estuviera enmohecido al regresar la pareja. Se ocupaba de las aves semisalvajes que yacían en el corral, y el jueves o el domingo alentábamos en sus juegos a los pequeños campesinos de los alrededores, cuyos gritos y risas, en aquel paraje solitario, hacían aún más desierta y vacía la casita abandonada.


    Capítulo XI
    CONVERSACION BAJO LA LLUVIA


    En el mes de agosto, las vacaciones me alejaron de los Arenales y de Ivonne, pues tuve que ir a pasar en Saínte–Agathe mis dos meses de descanso. Volví a ver el gran patio árido, la sala de recreo, el aula vacía... Todo me hablaba del gran Meaulnes; todo lo colmaban los recuerdos de nuestra pasada adolescencia. Durante aquellas largas y descoloridas jornadas, me encerraba, como lo hacía en otra época, antes de que él llegara, en el Archivo o en las aulas desiertas. Allí leía, escribía o recordaba. Mi padre se iba lejos, a pescar. En el salón, Millie cosía o tocaba el piano, como antaño... Y en el silencio total del aula donde todo: las coronas desgarradas de papel verde, las cubiertas de los libros de premio, las pizarras limpias, proclamaban que el curso había concluido y las recompensas habían sido distribuidas, y donde todo esperaba el otoño y el curso siguiente con su nuevo esfuerzo, yo pensaba también que nuestra juventud había terminado, y que la felicidad se nos había escapado. También yo esperaba la vuelta a los Arenales y' el. regreso de Meaulnes... pero ¡quién sabe si éste volvería alguna vez!



    Hubo, sin embargo, una buena noticia, que transmití a Millie cuando se decidió a preguntarme por la recién casada. Yo temía las preguntas de mi madre, su manera ,tan inocente y maliciosa a la vez de turbarnos, llegando a a nuestros pensamientos más ocultos. Todo lo impedí anunciándole que la joven esposa de mi amigo Meaulnes sería madre en octubre.

    Yo recordaba para mi fuero interno el día en que Ivonne de Galais me insinuó la gran novedad. Se produjo entonces un silencio, que en cuanto a mí respecta respondía a un leve desasosiego de hombre joven. Y le dije de manera mesurada, para reaccionar contra mi timidez, advirtiendo demasiado tarde el drama que avivaba así:

    –¡Qué feliz debe sentirse!

    Pero ella, sin pensar, sin reservas, remordimiento ni rencor, había respondido con una bella sonrisa de dicha: –Sí, soy muy feliz.

    Durante aquella última semana de vacaciones –que es, en general, la más deliciosa y romántica semana de grandes lluvias, en la cual comienzan a arder las chimeneas, y que en otros años solía pasar cazando entre abetos negros y mojados de Vieux–Nançay hice mis preparativos para volver directamente a Saint–Benoist–desChampa. Fermín, tía Julie y mis primas de Vieux–Nançay me habrían hecho demasiadas preguntas, a las que yo no quería contestar. Por una vez renuncié a esos ocho días embriagadores de vida de campesino cazador, y regresé a mi escuela cuatro días antes de iniciarse las clases.

    No había anochecido aún cuando llegué al patio, alfombrado ya de hojas amarillentas. El cochero se había marchado, y yo, en el comedor sonoro que olía a moho, desenvolvía tristemente el paquete de provisiones preparado por mi padre... Apenas comí un bocado; luego, lleno de impaciencia y ansiedad, me puse ja bufanda y salí a dar un paseo febril, que me condujo directamente a las cercanías de los Arenales.

    No quise aparecer como un intruso, en la primera tarde de mi llegada. Sin embargo, más atrevido que en febrero, después de dar una vuelta completa alrededor de, la casa –donde sólo aparecía iluminada la ventana de la joven– crucé por detrás el cerco del jardín y me senté en un banco, junto al cerco, entre la sombra incipiente, satisfecho con sólo estar allí, tan cerca de lo que más me apasionaba e inquietaba en el mundo.

    Llegaba la noche, y comenzaba a caer una fina llovizna. Con la cabeza gacha, sin darme cuenta, miraba brillar el agua, y mis zapatos que se iban mojando poco a poco. Me rodeaba lentamente la oscuridad, y la frescura se apoderaba de mí sin turbar mi ensueño. Tierna y tristemente volvía a ver los caminos enlodados de Sainte–Agathe, en una tarde como aquella de fines de setiembre. Imaginaba la plaza cubierta por la niebla, el empleado del carnicero que silbaba dirigiéndose hacia la bomba; el café iluminado, la alegre reunión de carros con su caparazón de paraguas abiertos, al llegar a casa de, tío Florentin antes de concluir –las vacaciones. Y entristecido, pensaba: ¿qué me importa tanta felicidad, si ni mi amigo Meaulnes, ni su mujer, pueden compartirla?

    Fue entonces cuando, al levantar la cabeza, vi a dos pasos de distancia a Ivonne. Sus zapatos producían sobre la arena un leve rumor, que yo había confundido con el gotear del agua sobre el cerco. Tenía la cabeza y los hombros cubiertos por un negro pañolón de lana, y la llovizna le pegaba los cabellos a la frente. Sin duda me había visto desde su habitación, por la ventana que daba al jardín, y venía en mi busca. Así, en otros tiempos, mi madre me buscaba, inquieta, para decirme: "Tendrás que entrar" ... Pero, cuando me habitué a esos paseos nocturnos bajo la lluvia, se limitaba a decirme con suavidad: "Tomarás frío", y se quedaba a acompañarme, y conversábamos largo rato ...

    Ivonne de Galais me tendió una mano que ardía y, renunciando a hacerme entrar en la casa, se sentó en el banco cubierto de musgo, del lado menos mojado, mientras yo, de pie y apoyando la rodilla en el mismo banco, me inclinaba hacia ella para oírla.

    Primero me regañó amistosamente por haber abreviado así mis vacaciones.

    –Debía volver cuanto antes para hacerle compañía –aduje.
    –Es verdad –exclamó en voz baja, con un suspiro–. Todavía estoy sola... Agustín no ha vuelto.

    Creyendo ver en aquel suspiro un pesar, un reproche contenido, comencé a decirle con lentitud:

    –¡Tantas locuras en una cabeza tan noble! Quizá su afición por las aventuras, más fuerte que todo.. .

    Pero ella me interrumpió, y fue allí, aquella tarde, cuando por primera y última vez me habló de Meaulnes.

    –No hable así, François Seurel, amigo mío –me dijo con suavidad–. Sólo nosotros, sólo yo, tengo la culpa. Piense en lo que hicimos... Le dijimos: "Esta es la felicidad, lo que buscaste durante toda tu juventud. Esta es la mujer que aparecía al final de todos tus sueños". ¿Cómo quiere usted que aquel a quien empujábamos por los hombros no se vea asaltado primero por la duda, después por el terror y el espanto, y que no ceda a la tentación de huir?

    Yo le dije en voz baja:

    –Ivonne, bien sabe que era usted esa felicidad y esa mujer.
    –¡Ah! ¿Cómo pude, por un instante, concebir tan vanidosa idea? –suspiró–. Esta idea fue la causa de todo. Yo le decía a usted: "Acaso no pueda hacer nada por él". Y en mi fuero íntimo pensaba: "Si tanto me ha buscado, y si lo amo, es necesario que lo haga feliz". Pero cuando lo vi de cerca, con toda su fiebre, con su inquietud, con su misterioso remordimiento, comprendí que yo era una pobre mujer–como todas... "No soy digno de ti", repetía Agustín cuando finalizó, con la madrugada, nuestra noche de novios. Y yo intentaba consolarlo, tranquilizarlo. Nada calmaba su angustia ... Entonces le dije: "Si debes partir, si he venido hacia ti en un momento en que no podía hacerte feliz, si es necesario que me abandones por un tiempo para después volver calmado, yo soy quien te ruego que te marches...".

    En la penumbra vi cómo ella elevaba hacia mí sus ojos. Lo que me decía era casi una confesión, y por ello esperaba ansiosa que yo la absolviera o condenara. Pero ¿qué podía decirle yo? Lo cierto es que, en el fondo de mi mismo, volvía a ver al gran Meaulnes de otrora, torpe y salvaje, que siempre prefería recibir su castigo antes que disculparse o pedir un permiso que, sin discusión, le habrían otorgado. No cabían dudas; lo que debía haber hecho Ivonne era dominarlo y decirle, tomándole la cabeza entre las manos: "¡Qué importa lo que hayas hecho! Te quiero. ¿Acaso no pecan todos los hombres?". Sin – duda alguna, Ivonne se había equivocado, por generosidad, por espíritu de sacrificio, al encaminarlo así nuevamente por el sendero de las aventuras. Pero ¡cómo iba a reprocharle yo tanta bondad y tanto amor!

    Hubo un largo rato de silencio, en cuyo transcurso ambos, turbados hasta el fondo de nuestras almas, oíamos gotear la lluvia en los setos y bajo el follaje.

    –De modo que, por la mañana siguiente, partió –continuó ella–. Desde ese momento, ya nada nos separó.. . Me besó simplemente, como un marido que se despide de su mujer al emprender un largo viaje ...

    Dicho esto, se puso de pie. Yo tomé en la mía su mano febril, luego su brazo, y así volvimos a subir por la alameda, en medio de una densa oscuridad.

    –Sin embargo, ¿él nunca le ha escrito? –quise saber.
    –Nunca –repuso.

    E imaginándonos la vida aventurera que estaría llevando Meaulnes en aquellos momentos, por senderos de Francia o de Alemania, comenzamos a hablar de él como jamás lo habíamos hecho. Detalles olvidados, antiguas impresiones, volvían a nuestra memoria, mientras lentamente regresábamos a la casa, deteniéndonos largo rato a cada instante, para mejor intercambiar recuerdos... Hasta que llegamos a la empalizada del jardín escuché en las sombras la voz preciosa y apagada de la joven. Y yo, de nuevo dominado por mi antiguo entusiasmo, no me cansaba de hablarle, con profunda amistad, de aquel que nos había abandonado ...


    Capítulo XII
    LA DOLOROSA CARGA


    Las clases debían reiniciarse el lunes. Dos días antes, el sábado por la tarde, alrededor de las cinco, una mujer de la finca del señor de Galais entró en el patio d, –la escuela, donde yo me ocupaba de cortar leña para el invierno. Venía a anunciarme el nacimiento de una niña en los Arenales. El parto había sido trabajoso. A las nueve de la noche tuvieron que ir en busca de la partera de Preveranges, y a medianoche debieron enganchar de nuevo a Belisario para ir a buscar al médico de Vierzon, quien se vio obligado a recurrir a los fórceps. La niña tenía la cabeza lastimada y lloraba mucho, pero parecía llena de vida. Ivonne de Galais, que estaba muy abatida, lo había soportado todo con valentía excepcional. Inmediatamente dejé mi tarea y corrí a ponerme otro abrigo.



    Y contento con aquellas noticias, seguí a esa buena mujer hasta dos Arenales. Con mucha precaución, por si acaso dormían la madre o la recién nacida, subí la angosta escalera de madera que conducía a la planta alta. Allí el señor de Galais, con rostro fatigado y expresión feliz, me hizo pasar a la habitación donde habían instalado provisoriamente la cuna, rodeada de cortinas. Jamás había estado yo en una casa donde hubiera nacido un niño el mismo día ... ¡Qué extraño, misterioso y agradable me resultaba! La tarde era tan serena y templada –una verdadera tarde estival– que el señor de Galais no había tenido reparos en abrir la ventana que daba al patio. Acodado en el antepecho a mi lado, exhausto y feliz, me contaba el drama de aquella noche. Y yo, escuchándolo, tenía la vaga sensación de la presencia de un extraño en la pieza. La niña se puso a gritar entre las cortinas, con un grito débil, agudo y prolongado.

    –Llora por la herida de la cabeza ...

    Y de modo maquinal –se notaba que lo venía haciendo desde la mañana y que ya estaba habituado– se puso a mecer la cuna.

    –Ya sonríe y aferra los dedos declaró–. Pero ¿no la vio todavía?

    Descorrió las cortinas, y entonces vi una carita roja e hinchada, y un menudo cráneo, alargado y deformado por los fórceps.

    –Eso no es nada –afirmó al anciano–; ya nos dijo el médico que todo esto se arregla solo. Dele un dedo, verá cómo se lo toma...

    En aquella cuna descubría yo un mundo ignorado, y advertía que el corazón se me colmaba con una alegría extraña, jamás sentida. El señor de Galais entreabrió con cautela la puerta del dormitorio de Ivonne, que no dormía.

    –Pase usted –me dijo entonces.

    Ivonne de Galais se hallaba tendida de espaldas sobre su rubia cabellera dispersa, con el rostro enfebrecido. Sonriendo con gesto de fatiga, me tendió la mano. Yo le dije que su hija era muy hermosa, y ella, con la voz un tanto ronca y una rudeza insólita –la de alguien que vuelve al combate– exclamó, sin dejar de sonreír: Pero me la han lastimado ...

    Tuve que irme enseguida, para no fatigarla.

    Al día siguiente, domingo, por la tarde, me dirigí a los Arenales con una premura casi gozosa. Iba a llamar a la puerta, cuando un cartel prendido con alfileres me detuvo: "Se ruega no llamar". Sin poder comprender de qué podía tratarse, llamé con bastante fuerza. Oí en el interior unos pasos quedos que se acercaban, y alguien a quien no conocía me abrió la puerta. Era el médico de Vierzon.

    –Bueno, ¿qué pasa? –pregunté con vivacidad.
    –¡Chist! ... ¡Chist!... –me contestó en voz muy baja, y con aire de disgusto–. Anoche la niña estuvo a punto de morir... Y la madre está muy mal.

    Completamente desconcertado, lo seguí en puntas de pie hasta la planta alta. Dormida en su cuna, la niña tenía la palidez blanquecina de una criatura muerta. El médico confiaba –en salvarla, pero no podía decir lo mismo respecto de la madre. Como yo era el único amigo de la familia, me ofreció largas explicaciones, hablándome de congestión pulmonar, de embolia. Dudaba, no estaba seguro.

    En ese momento entró, tembloroso y huraño, el señor de Galais, que en esos dos días había envejecido de manera increíble. Sin saber bien lo que hacía, me condujo al dormitorio, murmurando:

    –No hay que asustarla ... Es preciso hacerle creer que todo marcha mejor. Así lo indicó el médico...

    Ivonne estaba acostada con el rostro congestionado, la cabeza echada atrás, como el día' anterior. Con la frente y las mejillas teñidas de rojo oscuro, las pupilas a veces extraviadas como si se ahogara, luchaba contra la muerte con un valor y 'una dulzura indescriptibles. No podía hablar, pero me tendió su mano calenturienta con ademán tan amistoso, que estuve por romper en sollozos.

    –Bueno, bueno –exclamó el señor de Galais, en tono muy fuerte y con una jovialidad espantosa, que tenía matices de locura–. ¡Para ser la de una enferma, ya ve usted que no tiene mala cara!

    Yo, sin saber qué contestar, retenía entre mis manos la de la muchacha, que quemaba. Ella intentó decirme algo, preguntarme no sé qué; clavó en mí sus ojos y luego miró la ventana, como indicándome que saliera en busca de "alguien"... Pero entonces, la acometió una crisis atroz de asfixia. Sus hermosas pupilas azules, que por un instante me dirigieron una invocación tan patética, se extraviaron, se le ennegrecieron las mejillas y la frente, y todo su cuerpo se sacudió suavemente, esforzándose por contener hasta el fin su terror y desesperación. El médico y las mujeres se precipitaron en el cuarto con una bolsa de oxígeno, botellas y servilletas, en tanto el anciano señor de Galais, encorvado sobre su hija y como si ésta se hallara ya muy lejos, clamaba con voz áspera y temblorosa:

    –¡No temas, Invonne! ¡No será nada! ¿Por qué vas a tener miedo? ...

    Por fin se calmó la crisis. Ivonne de Galais respiró un poco, aunque siguió ahogándose a intervalos, con los ojos en blanco, la cabeza echada atrás, sin cejar en su lucha, aunque sin poder mirarme y hablarme siquiera un instante, indefensa en el abismo en que se hallaba sumida. Yo, como mi presencia era inútil, resolví marcharme. Sin duda habría podido quedarme un rato más; y al pensarlo me conmueve un doloroso remordimiento. Pero ¿qué podía hacer? No había perdido la esperanza, ni creía que el desenlace estuviera tan cercano. Al llegar al lindero del bosque de abetos, detrás de la casa, y recordar la mirada de Ivonne fija en la ventana, escruté con la atención de un centinela o de un perseguidor de hombres las profundidades de aquella arboleda, por la que cuatro años atrás llegara a los Arenales Agustín Meaulnes, y por donde el invierno anterior se había alejado. ¡Ay! Nada se movía. Ni una sombra sospechosa, ni el temblor de una rama. Luego oí a lo lejos, hacia el camino de Preveranges, un tenue campanilleo, y al cabo de un rato, por el recodo del sendero, apareció un niño de solideo rojo y blusa de colegial, seguido por un cura. Al verlos me marché tragándome las lágrimas.

    Las clases debían reiniciarse al día siguiente. A las siete de la mañana, ya había en el patio dos o tres niños. Vacilé largo rato antes de bajar y dejar que me vieran. Por fin aparecí, y cuando hacía girar la llave para abrir la puerta del aula enrarecida, cerrada desde dos meses atrás, ocurrió lo que tanto temía: el mayor de mis alumnos se alejó del grupo de muchachos que jugaban en la sala de recreo, para decirme que "la joven señora de los Arenales había muerto la noche anterior".

    Todo en mí se mezcla y confunde con este dolor. Tengo ahora la sensación de que jamás tendré ánimo para reanudar las clases. El solo cruzar el patio desierto de la escuela me produce tal fatiga, que siento como si se me fueran a quebrar las rodillas. Todo es pesadumbre, todo es amargura, porque ella ha muerto. El mundo ha quedado vacío; las vacaciones han concluido. Se han terminado ya los largos paseos en coche, a la ventura. Todo vuelve a ser penoso, como antes. Los niños, a quienes ya avisé que esta mañana no habrá clases, se marchan en pequeños grupos, a campo traviesa, para llevar la noticia a los demás. Yo recojo mi sombrero negro, me pongo mi chaqueta ribeteada y me dirijo tristemente hacia los Arenales.

    Y aquí estoy ahora, ante la casa que tanto buscamos durante tres años... En esa casa ha muerto anoche Ivonne de Galais, la mujer de Agustín Meaulnes. Un recién llegado la confundiría con una capilla, tanto es el silencio que desde ayer aísla a este desolado lugar. Eso era lo que nos reservaba aquella hermosa mañana de principios de curso, aquel pérfido sol otoñal que se filtraba por entre las enramadas. ¿Cómo defenderse de la horrorizada protesta, del agobiador embate de las lágrimas? Habíamos encontrado de nuevo a la hermosa muchacha... la habíamos conquistado. Era la mujer de mi amigo, y yo –la amaba con ese afecto profundo y oculto, del que jamás se habla. Me bastaba mirarla para alegrarme como un niño. Y si un día me hubiera casado con otra muchacha, habría sido ella la primera a quien confiara el secreto de la gran noticia.

    En el quicio de la puerta, junto a la campanilla, ha quedado el cartel colocado ayer. Ya han traído el ataúd, que está abajo, en el zaguán. En la habitación de la planta alta me recibe la nodriza de la niña, que me cuenta el desenlace y entreabre la puerta con suavidad... Ahí está ella, sin más fiebres ni más luchas, más rubores ni más esperas. Nada más que el silencio, y ese marmóreo semblante, insensible y blanco, envuelto en algodón, y esa frente muerta, de la cual brotan los copiosos y tiesos cabellos. De espaldas a nosotros, acurrucado en un rincón, con las medias puestas y sin zapatos, el señor de Galais busca algo con dramática obstinación en los revueltos cajones que ha retirado de un armario. De vez en cuando, conmovido por una crisis de llanto que le sacude los hombros como un acceso de risa, saca un antiguo retrato de su hija, ya amarillento.

    El entierro tendrá lugar a mediodía, pues el médico teme la rápida descomposición que suele ser consecuencia de las embolias. Por eso le han envuelto la cara y el cuerpo entero con algodón empapado en fenol. La han amortajado con su encantador vestido de raso azul oscuro, moteado de tanto en tanto por diminutas estrellas plateadas, al cual ha sido necesario aplastar y arrugar las hermosas y anticuadas mangas de charol. Cuando iban a subir el ataúd, se han dado cuenta de que será imposible hacerlo pasar por la curva del corredor, demasiado angosto. Habría que izarlo desde afuera con una soga y entrarlo por la ventana, para luego bajarlo de igual manera. Pero el señor de Galais, encorvado sobre aquellos viejos objetos entre los cuales busca vaya a saber qué recuerdos perdidos, interviene entonces con terrible vehemencia, diciendo con voz entrecortada por el llanto y la cólera:

    –Antes que permitir algo tan horrible, la tomaré yo mismo en mis brazos y la bajaré...

    ¡Estaba dispuesto a hacerlo, aunque arriesgara desfallecer a mitad de camino y desplomarse con ella! En ese instante, yo me adelanto y tomo la única decisión posible. Con ayuda del médico y de la mujer, paso un brazo por la espalda y otro por debajo de las piernas de la muerta tendida en la cama, y la levanto en vilo, apoyándola en mi pecho. Reclinada en mi brazo izquierdo, bajo mi barbilla, su cabeza caída y ladeada me oprime terriblemente el corazón. Lentamente, escalón por escalón, desciendo la larga y empinada escalera; mientras tanto, en el zaguán lo preparan todo. Enseguida los brazos–se me parten de cansancio. La carga me abruma el pecho, y a cada escalón pierdo un poco más de aliento. Aferrado a ese cuerpo inerte y pesado, inclino mi cabeza sobre la suya, respiro con fuerza y, al aspirar, me entran en la boca sus cabellos rubios, cabellos muertos con sabor a tierra. Ese gusto a tierra y a muerte, ese peso que me agobia el corazón, es todo cuanto me queda de la gran aventura y de ti, Ivonne de Galais, muchacha tan buscada, muchacha tan amada...


    Capítulo XIII
    EL CUADERNO DE TAREAS MENSUALES


    En la casa llena de tristes recuerdos, donde durante el día entero unas mujeres acunaban y consolaban a una niñita enferma, el señor de Galais no tardó en caer en cama. Y al llegar los primeros fríos invernales rigurosos, se extinguió apaciblemente, y yo no pude contener las lágrimas a la cabecera del lecho de aquel anciano encantador, cuyo indulgente pensamiento y fantasía, aliada con la de su hijo, habían sido la causa de toda nuestra aventura. Para suerte suya, murió en una total incomprensión de todo lo ocurrido, y además, en un casi absoluto silencio. Puesto que en aquella zona de Francia no le quedaban ya, desde hacía tiempo, parientes ni amigos, me instituyó mediante su testamento en heredero universal, hasta el regreso de Meaulnes, a quien debía dar cuenta de todo, si alguna vez volvía... Desde entonces habité en los Arenales. Ya no iba a Saint–Benoist sino en horas de clase; salía de mañana temprano; a mediodía comía lo que me preparaban en el castillo, y que yo ponía a calentar en la estufa, y regresaba por la tarde, apenas terminaban las clases. Así podía conservar conmigo a la niña, de quien cuidaban las criadas de la casa de campo. Y sobre todo, tenía más probabilidades de encontrar a Agustín, si éste volvía alguna vez a los Arenales.



    Por otro lado, no desesperaba de hallar en los muebles, en los cajones de la casa, algún documento o indicio que me permitiera descubrir cómo había ocupado su tiempo Agustín durante su prolongado silencio de los años anteriores, y acaso comprender así las razones de su fuga, o al menos dar con su pista... Ya había registrado, siempre sin resultado, no sé cuántos armarios y alacenas, y abierto en las piezas del fondo innumerables cajas de cartón, antiguas y de todas formas, que unas veces resultaban estar llenas de fajos de antiguas cartas y amarillentas fotografías de la familia de Galais, y otras repletas de flores artificiales, plumas, airones y pájaros pasados de moda. Aquellas cajas despedían no sé qué olor marchito, no sé qué extinto perfume que de pronto despertaba en mí, durante todo un día, penas y recuerdos, interrumpiendo mis investigaciones...

    Finalmente, un día de asueto, descubrí en el granero un viejo maletín de piel de cerdo, largo y plano, algo raído, en el cual reconocí el que Meaulnes llevaba el colegio. Lamentando no haber comenzado a averiguar por allí, hice saltar sin dificultad alguna su enmohecida cerradura. El maletín estaba lleno hasta el tope con los cuadernos y libros de Sainte–Agathe. Aritmética, literatura, cuadernos de problemas, ¡qué sé yo! Más con ternura que por curiosidad, me puse a revisarlo todo, releyendo los dictados que aún me sabía de memoria, tantas veces los habíamos escrito. "El acueducto", de Rousseau; "Una aventura en Calabria", de Courier; "Carta de Jorge Sand a su hijo" ...

    Había, además, un "Cuaderno de tareas mensuales". Eso me sorprendió, ya que esa clase de cuadernos quedaban en el aula, y los alumnos nunca los retiraban. Era un cuaderno verde, de bordes amarillentos, en cuya tapa figuraba el nombre del alumno, Agustín Meaulnes, escrito con magnífica letra redondilla. Lo. abrí... La fecha de los deberes, abril de 189..., me indicó que Meaulnes lo había iniciado poco antes de abandonar Sainte–Agathe. Las primeras páginas estaban llevadas con religioso esmero, obligatorio cuando se trabajaba en aquel cuaderno de composiciones. Pero las páginas escritas no eran más de tres; el resto aparecía en blanco, y era seguramente por eso que Meaulnes se lo llevó.

    Arrodillado en el suelo, y mientras pensaba en aquellos preceptos y costumbres pueriles tan importantes en nuestra adolescencia, hojeaba las páginas del cuaderno inconcluso. Fue así como descubrí otras hojas utilizadas; después de cuatro páginas en blanco, aparecían más anotaciones.

    Esta era también letra de Meaulnes, pero una letra rápida, mal hecha, casi ilegible; unos párrafos de extensión desigual, separados por líneas en blanco. A veces no era más que una frase inconclusa; otras, unas fecha. A partir de la primera línea, me pareció que ese cuaderno podía contener informaciones sobre la vida pasada de Meaulnes en París, indicios sobre la pista que yo buscaba, y bajé al comedor para recorrer a mis anchas y a la luz del día aquel extraño documento. Era un día invernal, claro y agitado. Tan pronto un sol vivo dibujaba la cruz de los listones sobre las blancas cortinillas de la ventana, como una brusca ráfaga lanzaba contra los vidrios un aguacero helado. Y ante aquella ventana, junto al fuego, leí aquellos renglones, que me explicaron tantas cosas y cuya copia textual transcribo a continuación...


    Capítulo XIV
    EL SECRETO


    De nuevo pasé bajo su ventana. El cristal sigue polvoriento, blanqueado por detrás con una doble cortina. Aunque que Ivonne de Galais se asomara por ella, nada podría decirle, ya que se casó... _ ¿Qué hacer ahora? ¿Cómo vivir? ...



    Sábado 13 de febrero. En el muelle encontré a esa muchacha que me informó en junio, y que, igual que yo, esperaba frente a la casa cerrada. Le hablé, y mientras caminaba, observaba de reojo los leves defectos de su rostro: una arruguilla en la comisura de los labios, las mejillas un tanto demacradas, polvos acumulados en las alas de la nariz. De pronto se volvió y mirándome bien de frente –tal vez porque es más bella de frente que de perfil– me dijo con una vocecita seca:

    –Me hace usted mucha gracia. Me recuerda a un joven que en otra época me cortejaba, en Bourges. Hasta fue mi novio...

    Sin embargo, en plena noche, en la calle desierta y mojada donde se refleja la luz de un mechero de gas, se me acercó súbitamente para pedirme que la llevara al teatro esta noche con su hermana. Por primera vez noto que viste de luto; luce un sombrero demasiado viejo para su joven rostro, y un paraguas alto, fino como un bastón. Y como la tengo muy cerca, al hacer un ademán, mis uñas rozan el crespón de su blusa... Pongo objeciones a lo que me pide. Ella, enojada, se quiere marchar enseguida. Y ahora soy yo quien la retiene y le ruega. Entonces un obrero que pasa en la oscuridad dice a media voz, bromeando:

    –¡No vayas, muchacha, te hará daño!

    Y los dos nos quedamos desconcertados.

    En el teatro. Las dos jóvenes: mi amiga, que se llama Valentine Blondeau, y su hermana, han llegado con unos pobres chales.

    Tengo delante a Valentine, que a cada rato se vuelve, inquieta, como reprochándome algo. Y yo, a su lado, me siento casi feliz; cada vez le respondo con una sonrisa.

    Junto a nosotros había unas mujeres demasiado escotadas, y nosotros bromeábamos. Al principio, ella sonreía; luego dijo:

    –No está bien que me burle... También yo estoy demasiado escotada.

    Y se arropó en su chal. En efecto: bajo el escote de encaje negro, se notaba que, en su prisa al cambiar de vestido, había tenido que doblar el borde superior de su 'encalla enagua cerrada.

    Hay en ella un no sé qué de pobre y de infantil; y en su mirada cierta expresión doliente y resuelta que me atrae. Junto a ella, única persona en el mundo que haya podido informarme sobre la gente del castillo, no hago más que pensar en mi extraña aventura de otrora... Quise interrogarla otra vez acerca del hotelito del bulevar, pero ella, a su vez, me dirigió unas preguntas tan embarazosas, que no supe qué contestarle. Ya veo que, en adelante, ambos seremos mudos al respecto. Y, sin embargo, sé que volveré a verla.

    ¿Para qué, por qué? ¿Estaré ahora condenado a seguir los pasos de todo ser que lleve consigo el más vago y lejano recuerdo de mi frustrada aventura?

    Solo a medianoche, en la calle desierta, me pregunto qué es lo que quiere de mí esta nueva y extraña historia. Camino junto a las casas, que se me antojan cajas de cartón alineadas, dentro de las cuales duerme un pueblo entero. Y de pronto recuerdo una decisión que adopté el mes pasado: había resuelto ir allá en plena noche, a eso de la una de la madrugada; dar la vuelta al hotel, abrir la puerta del jardín, entrar como un ladrón y buscar un indicio cualquiera que me permitiera hallar el castillo perdido, para volver a verla a ella, sólo para volver a verla... Pero estoy cansado y tengo hambre. También yo me cambié a toda prisa el traje para ir al teatro, y me quedé sin cenar..'. Sin embargo, agitado e inquieto, me quedo largo rato sentado en el borde de la cama, antes de acostarme, presa de un vago remordimiento. ¿Por qué?

    Además anotaré esto: no quisieron que las acompañara a su casa, ni decirme dónde viven. Pero las seguí hasta donde pude, y sé que habitan en una calleja que serpentea por los alrededores de la iglesia de Nôtre Dame. Pero ¿en qué número? ... He adivinado que son modistas, o acaso costureras.

    Sin que lo supiera su hermana, Valentine me citó para el jueves a las cuatro, frente al mismo teatro.

    –Si mañana no estoy aquí –me dijo– vuelva el viernes nes a la misma hora, después el sábado, y así sucesivamente, todos los días.

    Jueves 18 de febrero. Fui a esperarla en medio de uno de esos vendavales que son portadores de lluvia. A cada rato se decía uno: terminará por llover...

    Camino en la semioscuridad de las calles, con el corazón acongojado. Cae una gota de agua. Me causa temor que llueva; un chaparrón puede impedir que ella venga. Pero el viento comienza de nuevo a soplar, alejando otra vez la lluvia. Allí, en la tarde gris del cielo –gris un momento, deslumbrante el otro– un nubarrón cedió ante el viento. Y aquí estoy, clavado en tierra, en una espera miserable...

    Frene al teatro. Transcurrido un cuarto de hora, ya estoy seguro de que no vendrá. Desde el muelle en que me encuentro, sigo de lejos, por' el puente que ella habría tenido que tomar, el desfile de la gente que pasa. Mis ojos acompañan a todas las jóvenes de luto que veo llegar, y estoy a punto de sentir gratitud por las que, durante más tiempo y hasta más cerca de mí, se le parecían y me han infundido esperanzas...

    Una hora de espera; estoy cansado. Al anochecer, un policía arrastra hacia la comisaría más cercana a un pillo que, con voz ahogada, le va soltando todos los insultos e indecencias de su repertorio. El agente está furioso, pálido, silencioso... En el pasillo mismo comienza ya a golpearlo, y luego cierra la puerta al pasar, para poder castigar al miserable a sus anchas... Me domina la espantosa idea de que, habiendo renunciado al paraíso, estoy marcando el paso en la entrada del infierno...

    Harto de luchar, abandono aquel sitio y me dirijo a esa callejuela angosta y baja, entre el Sena y Nôtre Dame, donde conozco la ubicación aproximada de la casa. Solo, voy y vengo. De vez en cuando, una criada o una ama de casa salen de compras bajo la llovizna, antes de que anochezca. Nada hay aquí para mí; me marcho... Entre la lluvia cuya claridad retrasa la noche, vuelvo a cruzar la plaza donde teníamos que encontrarnos. Hay más gente que antes, una densa multitud...

    Suposiciones, desesperación, cansancio. Me aferro a esta idea: mañana. Mañana a la misma hora volveré a esperarla en aquel mismo sitio. ¡Y cuánto apuro tengo de que llegue mañana! Hastiado, imagino la tarde de hoy, y después la mañana siguiente, que pasaré sin hacer nada. Pero, ¿no ha concluido ya, casi el día de hoy? De regreso en casa, junto al fuego, oigo anunciar los diarios de la noche. Sin duda, desde su casa perdida, no sé dónde, en la ciudad, cerca de Nôtre Dame, ella también lo oye.

    Ella... es decir, Valentine.

    Este anochecer que había querido escamotear me pesa de manera extraña. Mientras pasan las horas y el día está por morir, y yo lo quisiera ya muerto, hay hombres que han cifrado en él todas sus esperanzas, todo su amor, sus últimas fuerzas. Hay hombres moribundos; otros que esperan un vencimiento y no querrían que nunca llegara mañana. Hay otros para quienes mañana asomará como un remordimiento. Otros, en cambio, se sienten fatigados, y esta noche no será nunca lo bastante larga como para proporcionarles el descanso que necesitan. Y yo, yo que he desperdiciado el día; ¿con qué derecho me atrevo a invocar el día de mañana?

    Viernes por la tarde. Pensaba escribir a continuación: "No la volví *a ver más", y todo habría concluido.

    Pero esta tarde, al llegar a la esquina del teatro, la vi. Fina y seria, vestida de negro, pero con la cara empolvada y un cuellito que le da el aspecto de un Pierrot culpable: Un aspecto doloroso y malicioso a la vez.

    Vino para decirme que me dejará enseguida, que ya no volverá...

    Y sin embargo, al anochecer, aquí estamos los dos, caminando de nuevo lentamente, juntos, por la arena de las Tullerías. Ella me cuenta su historia, pero con tantas vaguedades y reservas, que no la entiendo bien. Al referirse a ese novio con quien no se casó, dice "mi amante". Lo hace de intento, me parece, para producirme mala impresión y evitar que le tome afecto.

    Me cuesta transcribir ciertas frases suyas:

    –No ponga en mi ninguna confianza, pues no hago más que locuras –me dice.
    –Anduve sola por los caminos...
    –Llevé a mi novio a la desesperación. Lo abandoné porque me admiraba demasiado; me veía según su fantasía, y no tal como yo era. En realidad, estoy llena de defectos; habríamos sido muy desdichados.

    A cada instante la sorprendo presentándose como peor de lo que es. Pienso que quiere convencerse de que obró bien en otro tiempo, al cometer esa tontería a la que se refiere. Parece decirse que no debe experimentar ningún remordimiento, pues no merecía la dicha que le ofrecían.

    En otra ocasión:

    –Lo que me atrae en usted –me ha dicho, mirándome lentamente–, lo que me atrae en usted. sin que sepa por qué, son mis recuerdos...

    En otra:

    –Todavía lo amo más de lo que usted se imagina –me dice.

    Y luego, de pronto, brusca, brutal y tristemente: –Vamos a ver, ¿qué quiere usted? ¿Acaso también me ama? ¿También usted va a pedirme mi mano?

    Tartamudeé, no sé qué le contesté. Tal vez le ha dicho:

    –Sí.

    Aquí quedaba interrumpido esa especie de diario, y comenzaban unos borradores de cartas, ilegibles, informes, llenos de tachaduras. ¡Vacilante noviazgo! A ruegos de Meaulnes, la muchacha abandonó su oficio. El se había estado ocupando en los preparativos de la boda, pero dominado sin cesar por el deseo de seguir buscando, de volver a partir tras los pasos de su amor perdido, desapareció sin duda varias veces; y en aquellas cartas, con trágica inquietud, procuraba justificarse ante Valentine.


    Capítulo XV
    EL SECRETO
    (Continuación)


    Después continuaba el diario, con unos recuerdos anotados por Agustín acerca de unos días que habían pasado en el campo, no sé dónde. Pero, cosa extraña, a partir de esa fecha –y acaso por un íntimo sentimiento de pudor– el diario estaba redactado de una manera tan fragmentada y confusa, garrapateado tan de prisa, que tuve que completar y reconstruir toda esa parte del relato.



    14 de junio. De madrugada, cuando Meaulnes despertaba en su pieza del hotel, el sol iluminaba los rojos dibujos de la cortina negra. En la sala de abajo, unos peones rurales conversaban a gritos mientras bebían el café del desayuno, y en sus frases, rudas y tranquilas, expresaban indignación contra uno de sus patrones. Hacía rato que Meaulnes oía, entre sueños, aquel rumor. Primero no le prestó atención. Pero todo se confundía en la inconfundible sensación de un despertar en el campo, al comienzo de unas deliciosas vacaciones estivales: la cortina bordada de racimos que el sol enrojecía y las voces mañaneras que subían hasta el silencioso dormitorio. Meaulnes se levantó y llamó con suavidad a la puerta contigua. Al no obtener respuesta, la entreabrió sin ruido Al ver a Valentine, comprendió de dónde provenía tan apacible bienestar. La joven dormía en una quietud total, tan callada que ni siquiera se la oía respirar, tal como deben dormir los pájaros. Largo rato contempló Augustin aquel rostro infantil, que tenía los párpados cerrados, y en las facciones tanta quietud, que se anhelaba no despertarlo, ni turbarlo jamás. Para demostrarle que ya no estaba dormida, ella, sin hacer movimiento alguno, se limitó a abrir los ojos y mirarlo.

    Una vez que se vistió, Meaulnes volvió junto a la joven, que le dijo:

    –Estamos un poco retrasados.

    Dicho esto, se puso a actuar enseguida como una mujer en su propio hogar. Acomodó las habitaciones, cepilló las ropas que Meaulnes había vestido el día anterior. Al llegar al pantalón, quedó consternada, ya que tenía las botamangas cubiertas de un barro espeso. Vaciló primero un instante, y luego, con esmero y precaución, antes de cepallarlo, raspó con un cuchillo la capa de tierra seca.

    Meaulnes comentó:

    –Así hacían, cuando se metían en el barro, los muchachos de Sainte–Agathe.
    –Así me enseñó mi madre –explicó ella.

    Y ésa era la compañera ideal que habría deseado el gran Meaulnes –cazador y campesino– antes de su misteriosa aventura.

    15 de junio. Los invitaron a cenar en una granja, debido a que unos amigos los habían presentado como marido y mujer. Aunque muy contrariados, ellos habían aceptado, y Valentine, durante la comida, se condujo con la timidez de una recién casada. Dos candelabros brillaban en las puntas de la mesa, cubierta con un blanco mantel, como en un apacible banquete campesino de bodas. Bajo la débil claridad, las caras quedaban sumidas en la sombra apenas se inclinaban. Meaulnes y Valentine se sentaron a la derecha de Patrice, el hijo del granjero.

    Pese a que le dirigían continuamente la palabra, Meaulnes permanecía en silencio. Desde el momento en que decidiera, en aquella aldea remota –y con el solo fin de evitar murmuraciones– hacer pasar a Valentine por su esposa, lo angustiaba un pesar y un remordimiento que tenían igual origen. Y mientras Patrice presidía la cena a la manera de un señor rural, Meaulnes pensaba:

    Esta noche, en una sala de planta baja como ésta, una hermosa sala que recuerdo muy bien, debería yo presidir mi banquete de bodas.

    Junto a él, Valentine rechazaba con timidez todo lo que le ofrecían. Parecía una joven aldeana... Y a cada nueva cortesía miraba a su acompañante, como si buscara refugio en él. Desde hacía un buen rato, Patrice insistía en vano para que ella vaciara su vaso de vino, hasta que Meaulnes, inclinándose hacia ella, le dijo con dulzura:

    –Bébelo, Valentine...

    Dócil, ella bebió. Con una sonrisa, Patrice felicitó al joven por tener una esposa tan obediente. Pero ambos, Valentine y Meaulnes, permanecían callados y pensativos. Estaban cansados. Durante su paseo habían caminado por el barro, y ahora, sobre las limpias baldosas de la cocina, tenían los pies húmedos y fríos. De vez en cuando Meaulnes se veía obligado a decir:

    –Ml esposa ... Valentine, mi esposa.

    Y una y otra vez, en aquella sala oscura, ante aquellos labriegos desconocidos, al pronunciar con voz apagada aquellas palabras lo asaltaba la impresión de estar cometiendo un delito.

    17 de junio. La tarde de este último día comenzó mal. Patrice y su mujer los acompañaron a dar un paseo. Poco a poco, por la pendiente irregular cubierta de brezos, ambas parejas fueron separándose. Meaulnes y Valentine se sentaron entre los enebros, en un soto. El cielo estaba cubierto de nubes bajas, y el viento arrastraba gotas de lluvia. La lluvia parecía tener un sabor amargo, el de una melancolía tan profunda, que ni siquiera el amor podía endulzarla. Largo rato permanecieron en su escondite, protegidos bajo las ramas, hablando apenas. Por fin se despejó el tiempo, y la tarde fue hermosa. Los dos pensaron que eso les alegraría el espíritu, y se pusieron a conversar. Valentine hablaba y hablaba...

    –Ya verás lo que me prometía mi novio, lo niño que era –decía–. Íbamos a tener inmediatamente una casa, una especie de calaña, aislada en el campo. Una casa que, según él, ya estaba preparada. Alrededor de esta hora, al anochecer, la tarde de nuestra boda, habríamos llegado a esa casa como si regresáramos de un largo viaje. Por los caminos en los corrales, ocultos en el bosque, unos niños desconocidos nos habrían saludado con exclamaciones de júbilo: "¡Viva la novia!" Qué locura, ¿verdad?

    Meaulnes la escuchaba turbado e inquieto, ya que hallaba en su relato algo que era como el eco de una voz conocida. Además, en el tono con que la joven relataba su historia temblaba un vago pesar. Pero ella temió haberlo ofendido y, con dulce vehemencia, se encaró con él, exclamando:

    –Quiero darte cuanto poseo, algo que para mí ha sido lo más valioso en el mundo... Tú lo quemarás.

    Entonces, mirándolo con fijeza y expresión de ansiedad, sacó del bolsillo un pequeño envoltorio de cartas, que le ofreció; eran las cartas de su novio. ¡Ah! Meaulnes reconoció enseguida aquella fina escritura... ¡Y cómo no se le había ocurrido antes! Era la letra del volatinero Frantz, la que viera una noche lejana en la desesperada esquela que el muchacho había dejado en su pieza del "castillo". Iban los dos por un estrecho sendero, entre las margaritas y el heno, que el sol del atardecer iluminaba oblicuamente. En su estupor, Meaulnes no alcanzaba a captar la desgracia que para él significaba todo aquello. Leía las cartas porque ella se lo había pedido: frases infantiles, sentimentales, patéticas. En la última carta decía: "Ah, perdiste tu corazoncito, mi pequeña e imperdonable Valentine... ¿Qué será ahora de nosotros? No es que sea supersticioso... Cegado a medias por el dolor y la cólera, Meaulnes leía, con el rostro inmóvil, pálido y estremecido. Ella, inquieta al verlo así, buscó lo que él leía, para averiguar qué lo alteraba de esa manera.

    Se apresuró a explicar:

    –Se refiere a una coya que él me había regalado, haciéndome jurar que la conservaría para siempre. ¡Otra de sus locas ocurrencias!

    Con esto no logró sino enfurecer más a Meaulnes, que guardándose las cartas en un bolsillo, exclamó:

    –¡Locas! ¿Por qué repetir esa palabra? ¿Por qué haberse negado siempre a creer en él? Yo lo conocí, y era el muchacho más maravilloso de la tierra...
    –¿Lo conociste? –preguntó ella, en el colmo de la emoción–. ¿Conociste a Frantz de Galais?
    –Era mi mejor amigo, mi hermano de aventuras... ¡y yo le he quitado su novia! Ah, ¡cuánto daño nos ha hecho tu ciega incredulidad! ¡Tú fuiste quien lo echó a perder todo, todo!

    Ella quiso hablarle, tomarle la mano, pero él la rechazó con brutalidad:

    –Vete, déjame...
    –Está bien. Si así lo quieres, me iré –tartamudeó ella, con un rubor de fuego en el rostro, y conteniendo el llanto–. Volveré a mi casa, a Bourges, con mi hermana. Y si no vas a buscarme, ya sabes tú que mi padre es demasiado pobre para tenerme a su lado... Me iré de nuevo a París, trotaré por los caminos como la otra vez. Ya no tengo oficio y seré una mujerzuela...

    Y fue en busca de su maleta para ir luego a tomar el tren, mientras Meaulnes, sin siquiera verla alejarse, seguía vagando a la ventura.

    Aquí volvía a interrumpirse el diario. Seguían los borradores de otras cartas, expresión de un hombre indeciso, desorientado. Meaulnes había regresado a la Ferté d'Angillon y desde allí escribía a Valentine, aparentemente para ratificar su decisión de no volverla a ver, y explicarle de manera precisa los motivos; pero en el fondo, quizás, a la espera de una respuesta. En una de esas cartas le formulaba la pregunta que, al principio, su angustia le había hecho olvidar: si sabía dónde se encontraba el "castillo' tan buscado. En otra le rogaba que se reconciliara con Frantz de Galais, a quien él mismo se encargaría de hallar. Sin duda, no todos estos mensajes, cuyos borradores contenía el cuaderno, habrían sido enviados. Pero debió escribir dos o tres veces, sien que ella le contestara nunca. Para Meaulnes había sido un período de luchas tremendas y lamentables, conducidas en la mayor soledad. Disipada del todo su esperanza de volver a ver a Ivonne de Galais, habrá sentido debilitarse poco a poco su firme decisión. Y a juzgar por las páginas subsiguientes –las últimas del diario– me imagino que una hermosa mañana, al comienzo de las vacaciones, habrá alquilado una bicicleta para ir a Bourges, a visitar la catedral. Partió al amanecer, tomando la magnífica ruta que cruza los bosques en línea recta. Durante el trayecto iba pensando mil pretextos para presentarse con dignidad, sin pedir reconciliación, ante la mujer a quien había abandonado. Las cuatro páginas finales, que logré reconstruir, describían ese viaje y la última falta...


    Capítulo XVI
    EL SECRETO
    (Fin)


    25 de agosto. Del otro lado de Bourges, al final de los barrios nuevos, encontró, al cabo de prolongadas averiguaciones, la casa de Valentine Blondeau. En el umbral de la puerta parecía esperarlo una mujer: la madre de Valentine. Tenía buen aspecto de mujer de su casa, robusta y ajada, pero aún hermosa. Lo vio llegar con curiosidad, y al preguntarle él si se encontraban allí las señoritas Blondeau, le contestó ella, con dulzura y deferencia, que habían vuelto a París después del 15 de agosto. Y agregó:



    –Me prohibieron que diga dónde se alojan, pero si usted escribe a la dirección anterior, les enviarán las cartas.

    Al desandar sus pasos, llevando de la mano la bicicleta para cruzar el jardín, se decía Meaulnes:

    Se fue... Todo terminó como yo deseaba. Fui yo quien la obligó... “Seré una perdida”, me decía. ¡Y soy yo quien ha hundido y ha perdido a la novia de Frantz!

    –¡Mejor, mejor! –se repetía como enloquecido, con voz muy queda, seguro de que, por el contrario, era "peor", y de que en presencia de aquella mujer, antes de llegar a la puerta cancel, iba a tropezar con ambos pies y caer de rodillas...

    Sin pensar en comer, se detuvo en un café, donde escribió largamente a Valentine, sólo para poder desahogarse, para librarse del grito desesperado que lo ahogaba. Su carta no hacía más que repetir:

    ¿Cómo pudiste resignarte a eso? ¿Cómo has podido perderte así?

    Cerca de él bebían unos oficiales, uno de los cuales relataba ruidosamente una historia de polleras. Se captaban palabras sueltas:

    –Le dije... sin duda me reconocerá usted ... jugamos todas las noches a las cartas con su marido...

    Los demás reían, volviendo las cabezas para escupir detrás de los bancos. Meaulnes, demacrado y cubierto de polvo, los miraba como un pordiosero, imaginando a Valentine en sus rodillas.

    Vagó largo rato en bicicleta, en torno de la catedral, diciéndose oscuramente:

    –En definitiva, vine por la catedral...

    La veía aparecer, enorme e insensible, al fondo de todas las calles, en la plaza desierta. Esas calles eran estrechas y sucias, como los callejones que rodean las iglesias de pueblo. Aquí y allá se advertía el anuncio de un prostíbulo: un farol rojo... En aquel barrio asqueroso, vicioso, guarecido como en otra época bajo los arbotantes de la catedral, Meaulnes sentía desvanecerse su dolor. Experimentaba un temor 'de campesino, una repulsión hacia aquella iglesia ciudadana, en cuyos recovecos se habían esculpido todos los vicios; una iglesia que se levantaba entre los barrios bajos y no ofrecía remedios para las penas de amor más puras.

    En ese momento pasaron dos prostitutas que iban tomadas de la cintura y lo miraron con descaro. Por hastío o diversión, para vengarse de su amor o para destrozarlo, Meaulnes las siguió lentamente en bicicleta, y una de ellas, una mujerzuela miserable que recogía hacia atrás, en un falso moño, su escaso cabello rubio, lo citó a las seis en el jardín del Arzobispo... ¡el jardín donde Frantz había citado a Valentine, en una de sus cartas!

    Meaulnes no se negó, aunque sabía que a esa hora ya habría salido de la ciudad. Y desde la ventana baja, en la calle en pendiente, la mujer pasó largo rato haciéndole señas ambiguas.

    Tenía prisa por seguir su camino.

    Antes de marcharse, no resistió al lúgubre deseo de pasar, por última vez, frente a la casa de Valentine. Abrió bien los ojos y. pudo hacer acopio de tristeza. Era una de las últimas casas del barrio, a partir de las cuales la calle se convertía en carretera. Enfrente, una especie de baldío formaba una plazoleta. No había nadie en las ventanas, ni en el patio, ni en ninguna otra parte. Solamente pasó, a lo largo de un muro, arrastrando a dos chiquillos harapientos, una mujerzuela sucia y empolvada.

    Allí era donde había transcurrido la niñez de Valentine; allí donde había empezado a contemplar el mundo con sus ojos confiados y prudentes. Detrás de aquellas ventanas había trajinado, cosido. Y Frantz había pasado por esa calle de suburbio, para verla y sonreírle. Ahora, en cambio, ya no quedaba nada, nada... El triste atardecer se hacía lento, y Meaulnes sólo sabía que Valentine, extraviada en otros andurriales, vería pasar por su memoria, esa misma .tarde, una lóbrega plaza donde ya no volvería nunca más.

    El largo viaje que necesitaba hacer para regresar a casa sería su último recurso contra el dolor; su última y obligada distracción que le impediría sumergirse por entero en él.

    Partió... En el valle, cerca de la carretera, se alzaban deliciosas casas de campo, que entre los árboles, a orillas del agua, mostraban sus puntiagudos aguijones, guarnecidos por verdes enrejados. Allí, sin duda, sobre el césped, unas muchachas delicadas hablaban de amor. Se creía ver allí almas, deliciosas almas...

    Pero en aquel momento, para Meaulnes, no existía sino un solo amor, aquel amor insatisfecho que acababan de ultrajar de manera tan cruel, y la muchacha que entre todas él habría debido proteger y salvaguardar, y que era precisamente la que acababa de enviar a la perdición.

    Unas. rápidas líneas de aquel diario me comunicaban, además, el proyecto concebido por Meaulnes, de volver a dar con Valentine costara lo que costara, antes de que fuera demasiado tarde. Una fecha en un ángulo de una página me hacía pensar que era ése el largo viaje para el cual hacía los preparativos de la señora Meaulnes, cuando yo llegué a La Ferté d'Angillon y lo alteré todo. En la Alcaldía abandonada, una bella mañana de fines de agosto, Meaulnes anotaba recuerdos y proyectos cuando yo abrí la puerta y le di la inesperada y sensacional noticia. Su antigua aventura volvía a sobrecogerlo, inmovilizándolo: nada se atrevía a hacer ni confesar. Entonces comenzaron el remordimiento, la pena y el dolor, –tan pronto ahogados como triunfantes, hasta que llegó el día de la boda y el grito del titiritero, por entre los abetos, le recordó de manera teatral su primer juramento de muchacho.

    En aquel mismo cuaderno de tareas mensuales había garabateado todavía unas palabras, apresuradamente, antes de abandonar, con su permiso pero para siempre, a Ivonne de Galais, su esposa desde la víspera:

    'Parto. Debo dar con la pista de los dos titiriteros que ayer llegaron por el monte de abetos y se marcharon hacia el este, en bicicleta. No volveré al lado de Ivonne hasta que pueda traer, para instalarlos en la 'casa de Frantz', a Frantz y Valentine, ya casados.

    Este manuscrito, que comencé en forma de diario secreto x que se ha convertido en mi confesión, pasará a ser, en caso de que yo no vuelva, propiedad de mi amigo François Seurel.

    Sin duda deslizó apresuradamente el cuaderno debajo de los demás, antes de cerrar con ¡lave su viejo maletín de estudiante y desaparecer.



    EPÍLOGO


    Pasó el tiempo. Yo perdía las esperanzas de volver a ver a mi amigo, y los días transcurrían con monotonía en la escuela campestre, con tristeza en la casa desierta. Frantz no se presentó a la cita que yo le había dado; y tía Moinel ignoraba desde hacía rato el paradero de Valentine.



    Muy pronto la niña, a quien logramos salvar de la muerte, fue la única alegría de los Arenales. A fines de setiembre se anunciaba ya lomo una personita fuerte y linda. Íba a cumplir un año. Se asía a los barrotes de las sillas, que empujaba sola, procurando caminar, sin preocuparse por las caídas; y su algazara despertaba ecos en la mansión abandonada. Cuando yo la tomaba en brazos, nunca permitía que la besara. De manera encantadora y salvaje a la vez, se movía y me apartaba la cara con la palma de la manita, entre carcajadas. Con toda su alegría y su violencia infantil, parecía que iba a desalojar de esa casa la pesadumbre que la abrumaba desde su nacimiento. Yo me decía a veces:

    "Sin duda, pese a ser tan arisca; será un poco mi hija."

    Pero una vez más, la Providencia dispuso las cosas de modo distinto.

    Un domingo por la mañana, a fines de setiembre, me levanté de madrugada, más temprano que la mujer del lugar que cuidaba a la niña. Iba a ir a pescar al río Cher, en compañía de Jazmín Delouche y dos aldeanos de Saint–Benoist. Con los campesinos de los alrededores, solíamos organizar grandes partidas de pesca furtiva: pesca a mano, durante la noche, y pesca con esparavel, que estaba prohibida. Durante todo el verano, en los días festivos, partíamos al amanecer para no regresar hasta mediodía. La mayoría de esos hombres se ganaban así su sustento. Para mí constituía el único entretenimiento, la única aventura que me recordaba las correrías de otra época. Había terminado por aficionarme a esas excursiones, a esas prolongadas partidas de pesca a lo largo del río o entre los cañaverales del estanque.

    De modo que esa mañana, a las cinco y media, me hallaba ya en pie frente a la casa, bajo un pequeño cobertizo pegado al muro que separaba del huerto de la granja el jardín inglés de los Arenales. Me ocupaba, mientras tanto, desenredando las redes que había dejado amontonadas el jueves anterior.

    Clareaba la madrugada de una hermosa mañana de setiembre, y el cobertizo donde yo me afanaba en desenmarañar mis aparejos de pesca estaba todavía sumido en la penumbra. Estaba así, entregado en silencio a mi labor, cuando de pronto oí chirriar la verja, y unos pasos hicieron crujir la arena del jardín.

    –Aquí llega mi gente, antes de lo que yo suponía –me dije–. ¡Y yo no estoy preparado todavía!

    Pero el hombre que entraba en el patio me resultó desconocido. A juzgar por lo que logré distinguir, era alto y robusto, vestía ropas de cazador y lucía barba. En vez de reunirse conmigo en el cobertizo, donde los demás sabían que los esperaba siempre a la hora convenida, se encaminó directamente hacia la puerta de entrada.

    Bueno, pensé. "Será algún amigo, al que habrán invitado sin avisarme, y que llega primero..."

    Sin ruido, el visitante hizo girar el picaporte. Pero yo, al salir, había cerrado la puerta con llave. Ante la entrada de la cocina, el desconocido hizo lo mismo. Por fin, vacilando un instante, volvió hacia mí, bajo la luz mortecina, su rostro inquieto; y recién entonces reconocí al gran Meaulnes.

    Largo rato permanecí intimidado, desesperado, de nuevo prisionero de todo el dolor que en mí, bruscamente, despertaba su regreso. Desapareció detrás de la casa, y después de dar la vuelta regresó, indeciso.

    Fui a su encuentro y. sin pronunciar palabra, lo abracé sollozando. El me comprendió enseguida.

    –¡Ah! –exclamó en tono penetrante–. Ella murió, ¿verdad?

    Se quedó de pie, inmóvil, sordo, terrible. Yo lo tomé del brazo para conducirlo suavemente hacia la casa. Ya era día claro. Para enterarlo sin rodeos de lo más doloroso, le hice subir la escalera que conducía al dormitorio de la muerta. En cuanto entró, cayó de rodillas ante la cama, y largo rato permaneció con la cabeza, hundida entre los brazos.

    Por fin se levantó, con la mirada extraviada, tambaleándose, sin saber dónde estaba. Yo, conduciéndolo siempre del brazo, abrí la puerta que comunicaba con la pieza de la niña. La pequeña se había despertado sin que la llamaran (su nodriza se encontraba aún abato) y estaba ' sentada en la cama. No se distinguía sino su carita asombrada; vuelta hacia nosotros.

    –Es tu hija.

    Tuvo un sobresalto; me miró. Luego se acercó y la tomó en brazos. Al principio no pudo verla bien, pues se lo impedían las lágrimas... Y entonces, para disimular su inmensa ternura y el llanto que lo ahogaba, sentando a la niña sobre su brazo derecho y estrechándola con fuerza, se encaró conmigo, cabizbajo, y me dijo:

    –Los traje a los dos. Los verás en su casa...

    Y en efecto; cuando me marché, pensativo y casi feliz, aún temprano, rumbo a la "casa de Frantz" que un día Ivonne de Galais me había mostrado desierta, distinguí a lo lejos una mujer joven, con aires de ama de casa, que barría el umbral de la casa, provocando la curiosidad y simpatía de varios pastores endomingados, que iban a misa.

    En el dormitorio, entretanto, la niña empezaba a cansarse de que la abrazaran así, y como Agustín, con la cabeza gacha y desviada, para ocultar y secar sus lágrimas, seguía sin mirarla, ella le golpeó fuertemente con su manita la boca barbuda y molada. Esta vez el padre levantó muy alto a su hija, la hizo saltar en sus brazos y la contempló con una mueca sonriente. Ella palmoteó satisfecha.

    Yo me había apartado un poco para verlos mejor. Un poco desengañado, y sin embargo maravillado, comprendía que la niña había hallado por fin al compañero que esperaba, presintiéndolo oscuramente. Advertía también que el gran Meaulnes, al regresar, me quitaba la única alegría que me había dejado.

    Y ya me lo imaginaba, alguna noche, envolviendo a su hija en una capa y marchándose con ella en busca de nuevas aventuras.


    Fin


    1 juego de palabras con vache (vaca) y boeuf (buey).

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