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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
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    Header

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  • Ancho igual a 1088
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  • Ancho igual a 1280
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  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
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  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

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    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


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    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


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    EL AÑO 2000 (Edward Bellamy)

    Publicado en febrero 05, 2012

    SOBRE EL AUTOR


    EDWARD BELLAMY, autor de esta tan difundida novela, nació en la Unión Norteamericana, en la localidad de Chicopee Falte, Estado de Massachusetts, el 25 de marzo de 1830. Cursó la carrera de abogado, pero su vocación no era realmente el foro, y abandonó esa profesión para dedicarse al periodismo. Después de dar a la estampa las novelas Seis a uno, La hermana de Miss Ludington y El proceso del doctor Heidenhoff, que no tuvieron mayor resonancia, publicó El año 2000, que alcanzó tan extraordinario éxito editorial que en menos de dos años se agotaron en Estados Unidos varias ediciones por un total de más de 300.000 volúmenes; por otra parte, circuló profusamente por Europa, traducida a los principales idiomas de ese continente. Fue considerada esta obra al principio como una simple novela, pero muy pronto se la tuvo como expresión deliberada de las aspiraciones e ideas socialistas del autor, a cuya defensa dedicó gran parte del resto de su vida. No pocos críticos juzgan a Bellamy como uno de los escritores románticos de más viva imaginación que hayan existido en su patria después de Hawthorne. Murió el autor de esta notable obra en 1898.



    PREFACIO


    Sección Histórica, Colegio de Shawmut, Boston, diciembre 28 del 2000.


    Viviendo como lo estamos en el año final del siglo XX, disfrutando de la felicidad de un orden social tan sencillo y lógico que parece simplemente un triunfo del sentido común, ha de ser difícil comprender, para aquellos cuyos estudios históricos no han sido muy amplios, que la actual organización, en toda su complejidad, tiene menos de un siglo de existencia. Sin embargo, no hay hecho histórico mejor establecido que la creencia general, existente hacia fines de la decimonovena centuria, de que el antiguó sistema industrial, con sus terribles consecuencias sociales, había de perdurar –quizás con alguna pequeña modificación– hasta el fin de los siglos. ¡Cuan extraño y casi increíble resulta que esta maravillosa transformación moral y material se haya producido en tan breve lapso! No podría ser ilustrada más claramente la facilidad con que muchos hombres se acostumbran, como el hecho más natural, a las mejoras de su situación convencidos de momento de que nada más se puede desear. ¡Qué reflexión mejor calculada para moderar el entusiasmo de los reformadores que cuentan ser recompensados con la vehemente gratitud de las generaciones futuras!

    Esta obra se ha escrito con el fin de ayudar a quienes, en el afán de lograr una idea más definida de los contrastes sociales entre los siglos XIX y XX, se hallen intimidados por la apariencia severa de los volúmenes que tratan del tema. El autor ha procurado suavizar la cualidad instructiva del libro desarrollándola en forma de relato novelesco, lo cual no disminuye en absoluto el interés del asunto principal.

    Para el lector que esté al corriente de las modernas instituciones sociales y de sus principios básicos podrán parecer triviales las explicaciones del Dr. Leete, pero debe recordarse que no estaba en condiciones similares su huésped, y que este libro se ha escrito con el propósito determinado de inducir al lector a olvidar, por una vez, sus propios conocimientos. Me parece que no se encontrará mejor terreno para una audaz especulación del desenvolvimiento humano en los próximos mil años que mirando hacia atrás sobre el progreso de la pasada centuria.


    CAPÍTULO PRIMERO


    Fue en el año 1857 cuando vi por primera vez la luz, en la ciudad de Boston. ¿En mil ochocientos cincuenta y siete?, dirán ustedes. Debe haber un error. Indudablemente se trata de mil novecientos cincuenta y siete. Lo siento, pero no existe tal equivocación. A eso de las cuatro de la tarde del 26 de diciembre, al día siguiente de la Navidad de 1857 –no de 1957–, aspiré las primeras brisas marinas de Boston, que, puedo asegurárselo al lector, ya gozaba en aquellos tiempos de las mismas cualidades sobresalientes que lo caracterizan en este año de gracia del 2000.


    A primera vista tales afirmaciones parecen absurdas –y lo son más si añado que soy un joven que representa unos treinta años–, y no podría criticarse a nadie que se negara a seguir leyendo otra línea más de lo que promete ser un desafío a la credulidad. Sin embargo, insisto en asegurar al lector que no es esa mi intención, de lo cual podrá convencerse si quiere acompañarme algunas páginas más. Si no se me niega el hecho de que conozco mejor que el lector la fecha de mi nacimiento, continuaré mi relato.

    Al finalizar el siglo XIX la civilización, en su forma actual o parecida, no existía –y esto lo sabe cualquier colegial–; pero los elementos que contribuyeron a su desarrollo ya se hallaban en fermentación. Nada había sucedido, empero, que modificara la ancestral división de la sociedad en cuatro clases: ricos y pobres, instruidos e ignorantes. Yo era rico y a la vez instruido, y, en consecuencia, estaban a mi alcance todos los elementos que para su bienestar disfrutaba la gente afortunada de aquella época. Viviendo en pleno lujo, ocupado sólo en buscar placeres y refinamientos, dejaba a cargo de otros los medios de sostenerme, sin devolver en cambio ninguna clase de servicios. Mis padres y mis abuelos habían vivido de la misma manera y abrigaba la esperanza de que mis descendientes, si llegaba a tenerlos, gozarían de la misma vida fácil.

    Pero se preguntarán ustedes cómo podía vivir yo sin ser útil de alguna forma a la humanidad. ¿Por qué el mundo debía aguantar a quien, siendo capaz de servir en algo, pasaba su existencia en la más absoluta ociosidad? La respuesta es que mi bisabuelo había acumulado una suma tal de dinero que de ella habían vivido todos sus descendientes. Deducirán, naturalmente, que esa cantidad debió haber sido enorme para no haberse agotado en tres generaciones de ociosos. He aquí, no obstante, donde surge el error. En sus orígenes la fortuna no fue muy grande. En realidad era mucho mayor ahora, después de haber mantenido todas esas generaciones de inútiles, de lo que había sido en sus orígenes. El misterio del uso sin el desgaste, del calor producido por un fuego que no se consume, parece cosa de magia, pero todo se reduce a la aplicación de un arte, que felizmente ha desaparecido en los momentos presentes, pero que fue llevado a la mayor perfección por los antepasados de ustedes mismos, consistiendo dicho arte en descargar el sostenimiento propio en las espaldas de los demás. Se decía de quien había llegado a esto, lo cual ponía punto final a toda preocupación, que vivía de las utilidades producidas por sus inversiones.

    La explicación de la forma en que este hecho era posible merced a viejos métodos industriales, nos llevaría mucho tiempo. Limitaré mis palabras diciendo que ese interés del capital era una especie de tasa perpetua sobre el producto de las inversiones realizadas en la industria, retirado por la persona que poseía o heredaba el dinero correspondiente. No debe suponerse que los antepasados de ustedes dejaran de atacar alguna vez tal sistema, contrario a la naturaleza y a la razón según las nociones modernas. Desde los tiempos primitivos, legisladores y tribunos se esforzaron en suprimir el interés o, por lo menos, en reducir en lo posible su tasa. Fracasaron todos los esfuerzos hechos en tal sentido, ya que la situación debía necesariamente continuar igual mientras prevaleciera la antigua organización social. En la época a que me refiero, o sea hacia las postrimerías del siglo XIX, casi todos los gobiernos habían renunciado a sus intentos de arreglar el asunto.

    A fin de que el lector tenga una impresión general de la forma en que se vivía en aquellos tiempos, especialmente de las relaciones mutuas de ricos y pobres, no se me ocurre nada mejor que comparar la sociedad de entonces a una fantástica diligencia a la cual estaban uncidas masas enormes de seres humanos que la arrastraban penosamente por un camino montañoso y empinado. El conductor era el Hambre y no permitía el menor resuello, aunque el paso era por fuerza muy lento. A pesar de la dificultad para hacer marchar la diligencia por camino tan abrupto, ni siquiera en las pendientes más agudas descendían los pasajeros que se apiñaban en la imperial. Arriba, los asientos eran cómodos y aireados. Apartados del bullicio, sus ocupantes disfrutaban tranquilamente del panorama o comentaban los méritos de aquellos seres agotados que tiraban hacia adelante.

    Tales puestos, como es natural, se solicitaban ardorosamente y, siendo aguda la lucha, cada cual trataba de asegurarse su sitio para toda la vida y dejárselo luego a sus descendientes. La ley de la diligencia establecía que uno podía dejar su sitio a cualquiera; mas, por otra parte, había muchos accidentes a consecuencia de los cuales un viajero podía desaparecer de un momento a otro. Debe observarse, pues, que los asientos, si bien cómodos, eran también inseguros, ya que un repentino barquinazo del vehículo podía enviar a alguien al camino, donde se veía obligado instantáneamente a tirar de la diligencia, en la cual poco antes había viajado en forma tan placentera. Como es lógico, se consideraba una terrible desgracia perder el asiento, y la sospecha de que pudiera acontecerle algo semejante a uno mismo o a sus allegados, era la única pero constante nube que empañaba la felicidad de los afortunados viajeros.

    Ustedes observarán que aquella gente no pensaba más que en sí misma, que su excesivo placer debía tornarse intolerable al compararse con sus hermanos y hermanas agobiados bajo el arnés y sabiendo, además, que su propio peso dificultaba aun más los esfuerzos; que debían sentir compasión por el prójimo de quien sólo se diferenciaban por las riquezas. ¡Así ocurría, naturalmente! Con cierta frecuencia se expresaba la conmiseración de quienes viajaban arriba hacia aquellos que tiraban del vehículo, en particular cuando se llegaba a un tramo malo del camino, lo que ocurría muy a menudo, o a una subida muy empinada. En tales ocasiones, el desesperado esfuerzo de las masas, sus agonizantes caídas y tropiezos bajo el látigo implacable del Hambre, los innumerables seres que soltaban las cuerdas y se revolcaban en el barro, constituían un espectáculo desolador, que lograba impresionantes muestras de sentimiento en la imperial de la diligencia.

    Entonces los viajeros alentaban a voz en cuello a quienes tiraban de las cuerdas, exhortándolos a tener paciencia y haciéndoles concebir la esperanza de un mundo mejor donde serían compensados de las miserias sufridas. Otros contribuían a la compra de ungüentos y pomadas para los lesionados y heridos. Se reconocía, desde luego, que era muy lamentable que la diligencia encontrara tales dificultades para ser arrastrada; pero después se experimentaba un alivio general cuando se había cruzado la parte mala del camino. Pero este alivio, en realidad, no era tanto por los infelices que los arrastraban sino por el peligro corrido por los arrastrados de que hubiera volcado el vehículo, y hubiesen perdido sus asientos todos los favorecidos.

    Para decir la verdad, debe admitirse que el principal efecto del miserable espectáculo que ofrecían quienes tiraban de las cuerdas era el mayor valor que los pasajeros daban a sus asientos, razón por la cual se aferraban a ellos con mayor desesperación que antes.

    Si los viajeros se hubieran sentido seguros de que ni ellos ni sus amigos corrían el peligro de irse al suelo, es probable que, lejos de contribuir al fondo de compra de vendas y remedios, no se hubiesen inquietado en lo más mínimo por aquellos que arrastraban la diligencia.

    Me doy perfecta cuenta de que para los hombres y las mujeres del siglo XX esto semeja una muestra de increíble falta de humanidad; pero hay dos factores, muy curiosos ambos, que lo explican en parte. En primer lugar, se creía firme y sinceramente que no había otra forma de que marchara la sociedad; es decir, que muchos arrastraran y pocos fueran arrastrados. Además, se suponía que no era posible ninguna reforma radical en los arneses, ni tampoco en la diligencia, en el camino o en la distribución del fatigoso trabajo. Siempre había sido así, y así seguiría siempre. Era una lástima… pero tal estado de cosas no podía modificarse, y la filosofía impedía prodigar la compasión allí donde no había remedio.

    El otro hecho, aun más curioso si cabe, consistía en una alucinación singular, compartida por la generalidad de quienes viajaban en la imperial, según la cual ellos no eran exactamente iguales a sus prójimos que tiraban de las cuerdas, sino hechos de una pasta superior, perteneciendo en cierto modo a un orden de seres más elevado, que podía esperar, a justo título, ser arrastrado.

    Esto parece inconcebible; pero debe prestarse fe a mis palabras, ya que desde antaño viajé en esa misma diligencia y participé de esa misma alucinación. Lo más extraño del caso es que quienes habían trepado desde el suelo, caían bajo su influencia antes de que se hubieran borrado las marcas dejadas por la cuerda. En cuanto a aquellos cuyos padres y abuelos habían tenido la suerte de conservar sus asientos en la imperial, era absoluta la convicción que abrigaban de la diferencia esencial entre su clase y la del resto de los mortales. Es evidente el efecto producido, al moderar el sentimiento fraternal por los sufrimientos de las masas populares, transformándolo en una lejana y filosófica compasión. Por otra parte, es la única explicación que encuentro a mi indiferencia en aquella época por la miseria de mis hermanos.

    En 1887 iba a cumplir los treinta años. Aunque continuaba soltero, ya estaba comprometido con Edith Bartlett, que como yo viajaba en la imperial. En aquellos tiempos, cuando el dinero bastaba para conseguir todo lo agradable y refinado que había en la vida, era suficiente que una mujer fuera rica para verse rodeada de festejantes; pero Edith Bartlett era además hermosa y atrayente.

    Estoy seguro de que mis lectoras habrán de protestar. Pase que fuera bonita, les oigo decir, pero nunca atrayente con aquellos vestidos que entonces estaban de moda, con la cabeza cubierta por una armazón de un pie de alto, y con el increíble tamaño de las faldas en su parte posterior merced a ciertos artilugios, deshumanizando las formas más de lo que pudiera hacerlo cualquier modista de ahora con sus rebuscadas creaciones. ¡Como para encontrarla atrayente! La indicación estaría acertada, y mi única réplica es que, si las damas del año dos mil son pruebas encantadoras del efecto producido por vestimentas apropiadas para acentuar las gracias femeninas, el recuerdo que conservo de sus bisabuelas me autoriza a sostener que ninguna deformidad en el vestido podría disfrazarlas totalmente.

    Nuestro casamiento sólo se había postergado porque estábamos esperando la terminación de la futura mansión que se estaba construyendo en uno de los barrios más agradables de la ciudad, es decir, en un barrio habitado por gente rica. Ha de entenderse, por lo tanto, que la mayor o menor atracción de los barrios de Boston dependía, no de sus bellezas naturales, sino de la clase de vecinos que lo poblaban. Cada clase vivía separada en sus propios barrios. Un hombre rico que viviera entre los pobres o una persona instruida entre gente ignorante, era lo mismo que aquel ser humano aislado en medio de una raza desconfiada y extraña.

    Cuando se inició la obra, fue calculada la terminación para el invierno de 1886. Sin embargo, la primavera del año siguiente la encontró a medio hacer, de manera que la fecha de mi casamiento continuaba incierta. La causa de la demora –que parecía hecha para exasperar a un enamorado ardiente– fue una serie de huelgas, es decir, una negativa coordinada a trabajar por parte de albañiles, carpinteros, pintores, plomeros y otros gremios relacionados con la construcción de edificios. No recuerdo la causa específica de esas huelgas; se habían vuelto tan comunes por aquel entonces, que la gente se cansaba de averiguar el motivo particular de cada una. En uno u otro renglón de la industria no habían cesado de ocurrir, desde la gran crisis de 1873. Lo excepcional, en realidad, era encontrar algún gremio de obreros que siguiera trabajando sin interrupción durante algunos meses.

    El lector que se fije en las fechas reconocerá en estas perturbaciones de la industria la faz primaria e incoherente del gran movimiento que culminó con el establecimiento del sistema industrial moderno, con todas sus consecuencias sociales. Visto desde aquí todo parece tan claro que cualquier chico podría entenderlo; pero no siendo profetas los que vivimos aquellos tiempos no teníamos la menor idea de lo que iba a suceder. Veíamos, es verdad, que el país en su aspecto industrial marchaba por mal camino. Parecía que estaban dislocadas de una manera extraña las relaciones entre el obrero y el patrón, entre el capital y el trabajo.

    En forma repentina y casi unánime las clases trabajadoras se sintieron dominadas de un profundo descontento por su situación, y concibieron la idea de que ésta mejoraría grandemente si encontraban la forma de hacerlo.

    Por todas partes, como una sola voz, formulaban pedidos de mayores salarios, menos horas de trabajo, mejores albergues, facilidades para educarse, y una participación en los refinamientos y lujos de la vida; elementos todos imposibles de satisfacer salvo que el mundo adquiriera de golpe una riqueza muchísimo mayor de la que poseía entonces. A pesar de que conocían algo de lo que deseaban, no encontraban el camino para conseguirlo, y con entusiasmo impaciente se amontonaban en torno de cualquiera que pudiera darles alguna luz al respecto, fomentando la reputación de una serie de individuos que se llamaron dirigentes, aunque muchos tenían pocas luces que prestar. Mas, por quiméricas que pudieran ser las aspiraciones de las clases trabajadoras, la dedicación que ponían en ayudarse unos a los otros durante las huelgas –que constituían su arma principal–, sumada a los sacrificios sufridos para llevarlas adelante, no dejaban la menor duda sobre la fuerza de su decisión.

    Las opiniones de la gente de mi categoría, con respecto al resultado final de las perturbaciones obreras, variaban de acuerdo con el temperamento de cada uno. Los sanguíneos argumentaban enfáticamente que en la misma esencia de las cosas radicaba la imposibilidad de poder satisfacer las nuevas aspiraciones de las masas trabajadoras, ya que el mundo no contaba con los medios necesarios para ello. Precisamente la raza humana no había desaparecido ya, vencida por el hambre, gracias a que la mayoría trabajaba duramente y vivía con estrecheces, no siendo posible ninguna mejora de importancia en su situación mientras la humanidad, considerada como un todo, fuera tan pobre. Los trabajadores no estaban luchando precisamente contra los capitalistas, puesto que éstos no hacían más que sostener el círculo de hierro en que se debatía la humanidad. Se trataba sólo de que aquéllos se metieran en la cabeza la idea que debían continuar soportando sus condiciones de vida por la sencilla razón de que la organización social no tenía remedio.

    Las gentes de temperamento menos sanguíneo convenían en principio con todo. Claro que por razones naturales era imposible la realización de las aspiraciones obreras, pero había motivos para temer que no lo comprendieran hasta haber hecho picadillo a la sociedad. Tenían los votos y la fuerza necesaria para hacerlo si se les ocurría, y sus dirigentes bien lo daban a entender. Algunos observadores pesimistas llegaban a predecir un inminente cataclismo social. Declaraban que la humanidad había llegado al punto más alto de la escala social, y estaba ahora a punto de caer de cabeza en el caos, después de lo cual se levantaría, dando vueltas, y comenzaría de nuevo la ascensión. Repetidas experiencias en ese sentido a través de la historia y la prehistoria eran tal vez la causa de las inexplicables deformaciones del cráneo humano.

    La historia de la humanidad, como todos los grandes movimientos, se componía de ciclos en que siempre se volvía al punto de partida. La mejor expresión para ilustrar el circuito de la humanidad era la parábola de un cometa. Tendiendo hacia arriba y hacia la luz desde el afelio de la barbarie, la humanidad llegaba al perihelio de la civilización sólo para caer en el punto de partida inferior, en las oscuras regiones del caos.

    Esto era, naturalmente, una opinión avanzada; pero recuerdo que, entre mis relaciones, había algunas personas serias que empleaban un tono similar al discutir el signo de los tiempos. Era opinión generalizada entre gran número de pensadores que la sociedad se estaba acercando a un período crítico en el que podrían sobrevenir grandes cambios. Tanto en las publicaciones como en los círculos autorizados constituían tema principal los problemas del trabajo, sus causas, variaciones y remedios.

    La tensión nerviosa del público fue llevada al máximo por la alarma que produjeron las palabras de un reducido grupo de individuos, que se denominaban a sí mismos anarquistas, los cuales se proponían aterrorizar al pueblo norteamericano, obligándole mediante amenazas a compenetrarse de sus ideas, como si fuera tan fácil imponer por el miedo un nuevo orden social a una nación poderosa que no hacía mucho había vencido una rebelión de la mitad de sus Estados a fin de conservar su sistema político.

    Como miembro de la clase rica, interesado por razones poderosas en conservar el orden de cosas existente, compartía las aprensiones de los otros potentados. El desagrado particular que sentía contra las clases trabajadoras, aumentado por el efecto de sus huelgas –que se reflejaba en la postergación de mi casamiento–, es indudable que se había transformado en una especial animosidad.


    CAPÍTULO II


    El día treinta de mayo de 1887 cayó en lunes. Era una de las festividades nacionales en el último tercio del siglo XIX, y se la conocía con el nombre de Día de la Condecoración, por estar destinada a rendir honores a la memoria de los soldados del Norte que habían tomado parte en la guerra defendiendo la Unión de los Estados. Los sobrevivientes de la lucha, acompañados por manifestaciones y bandas de música civiles y militares, en ceremonia tan solemne como emotiva, iban entonces a visitar los cementerios y en ellos depositaban ofrendas de flores sobre las tumbas de sus camaradas El hermano mayor de Edith Bartlett había caído en una batalla y yacía en Mount Auburn, adonde la familia había adquirido el hábito de ir en ese día.


    Conseguí permiso para formar parte del grupo y, de regreso a la ciudad, ya atardecido, me quedé a cenar en casa de mi prometida. Después de comer, me enteré en la sala, por un diario de la tarde, de una nueva huelga en los gremios de la construcción, cosa que demoraría aun más la terminación de mi desventurada casa. Recuerdo claramente mi exasperación del momento y las maldiciones, tan violentas como lo permitía la presencia de las damas, que lancé sobre los trabajadores en general y aquellas huelgas en particular. Recogí amplia simpatía a este respecto, y los comentarios hechos sobre la desordenada conducta de los agitadores obreros fueron bastante fuertes como para causar zumbidos en los oídos de tales caballeros. Se convino en que las cosas iban marchando cada vez peor y que poco había que añadir sobre lo que pronto ocurriría.

    –Lo peor de todo –señaló la señora Bartlett– es que las clases obreras del mundo entero parecen haberse contagiado con la misma especie de locura. Y dicen que en Europa el problema es más grave. Estoy segura de que no me animaría a vivir allí. El otro día le pregunté al señor Bartlett adónde tendríamos que emigrar si suceden las cosas terribles con que nos amenazan los socialistas. Me contestó que no conocía ningún lugar donde la sociedad pudiera considerarse segura, salvo en Groenlandia, la Patagonia y el Celeste Imperio.
    –Esos chinos sí que sabían lo que querían –agregó alguien– cuando se negaron a dar entrada a nuestra civilización occidental. Sabían que seguirían mejor como estaban. Vieron lo que ocultaba de explosivo.

    Recuerdo que luego llevé aparte a Edith y traté de convencerla de que sería mejor casarnos en seguida, sin esperar la terminación de la casa, pasando el tiempo en. viajes hasta que nuestro hogar estuviera listo para recibirnos. Aquella noche estaba notablemente elegante, ya que el vestido de luto que llevaba con motivo de la fecha hacía resaltar la pureza de su figura. Ahora mismo, mis ojos vuelven a contemplarla tal como estaba aquella noche. Al retirarme me acompañó hasta el vestíbulo y me besó como de costumbre. No hubo ninguna circunstancia extraordinaria que se destacara en la despedida de las ocasiones anteriores en que nos habíamos separado por una noche o un día. No hubo en mi mente ninguna premonición y menos en la suya, estoy bien seguro, de que aquella fuera otra que una despedida normal.

    ¡Pues bien! La hora en que dejé a mi prometida era más bien temprana para un enamorado, pero tal hecho no influía en mi pasión. Hacía tiempo que sufría de insomnio y, a pesar de que generalmente me encontraba bien, precisamente aquel día estaba extenuado, ya que apenas había dormido en las dos noches anteriores. Edith lo sabía y, en consecuencia, insistió en mandarme a casa a las nueve, ordenándome que me acostara en seguida.

    La casa en que yo vivía había sido ocupada durante tres generaciones por una familia de la cual era el único representante en línea directa. Se trataba de un edificio de madera, muy elegante según la moda de otros tiempos, pero situado en un barrio que hacía tiempo se había tornado imposible como lugar de residencia, desde que fuera invadido por casas de renta y fábricas. No era una casa como para que yo pudiera pensar en llevar a una desposada, mucho menos siendo tan delicada como Edith. Había anunciado que se hallaba en venta y, mientras tanto, la habitaba solamente para dormir, yendo a comer a mi club. Un sirviente, cierto negro fiel que se llamaba Sawyer, vivía también allí y atendía mis escasas necesidades. Había dispuesto que se construyera un dormitorio para mi uso personal debajo de la casa y era éste un detalle que suponía habría de extrañar muchísimo el día que la abandonara. Si me hubiera visto obligado a dormir en otra habitación, nunca podría haber descansado en la ciudad, a causa de sus interminables ruidos nocturnos; pero en aquel cuarto subterráneo no penetraba el menor rumor del mundo exterior. Cuando ya adentro cerraba la puerta, parecía envolverme el silencio de la tumba. A fin de evitar la humedad del subsuelo, las paredes eran muy gruesas y estaban protegidas por cemento hidráulico. Para que la habitación pudiera ser asimismo a prueba de robos y de incendios, el techo había sido protegido con losas de granito herméticamente unidas, y la puerta que comunicaba con el exterior era de hierro con una espesa capa de amianto. La renovación del aire estaba asegurada por un estrecho caño que se comunicaba con un ventilador.

    Debe suponerse que el habitante de un aposento como el que acabo de describir estaría en condiciones de disfrutar del sueño; pero, sin embargo, era difícil que aun allí yo pudiera dormir más de dos noches seguidas. Estaba tan acostumbrado al insomnio que poco me mortificaba la pérdida de una noche de descanso. Pero una segunda noche pasada en mi sillón en vez de hacerlo en la cama me fatigaba, y nunca me animé a pasar más tiempo sin dormir por temor a un desarreglo nervioso. Se deducirá, en consecuencia, que debía tener a mi disposición algún medio artificial para vencer al sueño en última instancia, y ésa es la verdad. Si después de dos noches de insomnio me acercaba a una tercera sin la menor sensación de somnolencia, llamaba al doctor Pillsbury.

    Bueno, esto de calificarle de doctor era sólo por cortesía, ya que en realidad se trataba de lo que entonces se dio en llamar un médico «empírico». El mismo se denominada «profesor de magnetismo animal». Lo conocí en el transcurso de algunas investigaciones que, como aficionado, había efectuado acerca de ese fenómeno. No creo que supiera nada de medicina, pero era ciertamente un notable hipnotizador.

    Siempre que me hallaba frente a una tercera noche de insomnio hacía venir al doctor para que con sus manipulaciones me provocase el sueño. Por grande que pudiera ser mi excitación nerviosa o mi preocupación mental, nunca dejó el doctor Pillsbury, luego de un breve espacio de tiempo, de dejarme en profundo sueño, que se prolongaba hasta que se me despertaba merced a una reversión del proceso hipnótico. El sistema que adoptaba para despertar al paciente era mucho más sencillo y, para mayor comodidad, había conseguido que el doctor Pillsbury se lo enseñara a Sawyer.

    Era mi leal servidor el único que conocía los propósitos y fines de sus visitas. Claro que cuando Edith fuera mi mujer tendría que contarle el secreto. No se lo había dicho hasta entonces porque existía sin duda cierto peligro en el sueño hipnótico, y yo no ignoraba que ella se opondría a su realización. El peligro estaba, naturalmente, en que el sueño llegara a ser demasiado profundo, y se cayese en un trance que el poder del magnetizador no pudiera romper, lo que conduciría a la muerte. Repetidas experiencias me habían convencido de que el peligro era insignificante siempre que se tomaran algunas razonables precauciones, y confiaba en esto, aunque no estaba del todo tranquilo, para convencer a Edith. Al dejarla aquella noche, me fui directamente a casa y mandé en seguida a Sawyer a buscar al doctor Pillsbury. Entretanto bajé a mi dormitorio subterráneo, me vestí una cómoda bata y me puse luego a leer el correo vespertino que Sawyer había dejado encima de una mesa.

    Una de las cartas era del constructor de mi nueva casa, en la que me confirmaba lo que ya había deducido por la lectura del diario. Me decía que la huelga postergaba indefinidamente la terminación de la construcción, pues ni patrones ni obreros cederían en el punto en discusión sin una lucha prolongada. Mis pesarosas meditaciones fueron interrumpidas por el retorno de Sawyer, que venía con el doctor. Este me hizo saber entonces que, desde la última visita hecha, se había enterado de que en cierta lejana población se encontraba disponible una excelente oportunidad para un profesional y había decidido aprovecharla. Ante la inquietud que experimenté por saber quién podría hacerme dormir, me indicó los nombres de varios hipnotizadores de Boston, asegurándome que poseían tanta habilidad como él mismo.

    Algo más tranquilo con sus manifestaciones, le dije a Sawyer que me despertara a las nueve de la mañana y, recostándome en el lecho, siempre con mi bata puesta, adopté una cómoda posición y me entregué a las manipulaciones del hipnotizador. Tal vez a causa de mi extraordinario desasosiego, tardé algo más que de costumbre en quedarme inconsciente, pero finalmente una dulce somnolencia se apoderó de mí.


    CAPÍTULO III


    Está a punto de abrir los ojos. Sería mejor que en el primer momento sólo viera a uno de nosotros.


    –Prométeme, de todas maneras, que no se lo dirás.

    La primera voz era masculina, la segunda de una mujer y ambos hablaban en voz muy tenue.

    –Veremos cómo se encuentra –replicó el hombre.
    –No, no, prométemelo –insistió la otra.
    –Déjale hacer su voluntad– susurró una tercera voz, también de mujer.
    –Bueno, bueno. Te lo prometo –respondió el hombre–. ¡Pronto, vayanse! Está volviendo en sí.

    Escuché un rumor de vestidos y abrí los ojos. Un hombre de aspecto agradable, quizás de sesenta años, estaba inclinado sobre mí, y en sus facciones se reflejaba una expresión de extrema benevolencia mezclada con profunda curiosidad. Por lo demás, era para mí un perfecto desconocido. Traté de enderezarme y miré a mi alrededor. No había nadie más en la habitación. Tenía la seguridad de no haber estado nunca allí, ni tampoco conocía los muebles. Contemplé a mi compañero, el cual mostró una sonrisa.

    –¿Cómo se siente? –me preguntó.
    –¿Dónde estoy?
    –Se encuentra en mi casa –fue la respuesta.
    –Y ¿cómo he llegado hasta aquí?
    –Ya hablaremos de eso cuando se halle más repuesto. Mientras tanto le ruego que no se inquiete en lo más mínimo. Se encuentra entre amigos y en buenas manos. ¿Qué tal se siente?
    –Me noto un poco raro –contesté–, pero creo que en general estoy bien. ¿Querrá explicarme a qué debo el honor de su hospitalidad? ¿Qué me ha sucedido? ¿Cómo he llegado hasta aquí? Cuando me acosté estaba en mi casa.
    –Más tarde tendremos tiempo de sobra para explicarnos –dijo mi desconocido huésped, manteniendo su tranquila sonrisa–. Es preferible evitar una charla que lo agotaría hasta que se encuentre un poco más repuesto. ¿Sería tan amable de tomar un par de tragos de esta bebida? Le hará bien. Yo soy médico.

    Rechacé el vaso y me senté en la cama, aunque con algún esfuerzo, porque sentía medio floja la cabeza.

    –Insisto en saber enseguida dónde me encuentro y qué esta haciendo usted conmigo –le dije.
    –Estimado señor, permítame rogarle que no se agite. Me hubiera agradado que no insistiera tan pronto en pedir explicaciones, pero, ya que lo desea, trataré de satisfacerlo siempre que tome esta poción, que habrá de fortalecerlo.

    En vista de ello, bebí lo que me ofrecía.

    –No es asunto tan sencillo como usted supone explicarle la forma en que llegó aquí. A este respecto tal vez pueda usted decir algo más que yo. Parece que se ha despertado usted de un profundo sueño, o más bien dicho, de un prolongado trance. Es todo lo que puedo decirle. Dijo usted que al dormirse estaba en su casa. ¿Puede decirme cuándo fue eso?
    –¿Cuándo? –repuse–. ¡Vaya! Pues fue anoche, naturalmente, a eso de las diez. Le dije a Sawyer, mi sirviente, que me despertara por la mañana a las nueve. Por cierto, ¿qué se ha hecho de Sawyer?
    –No puedo contestarle con exactitud –respondió mi compañero, contemplándome con expresión de curiosidad–, pero estoy seguro de que disculpará su ausencia. ¿Puede decirme ahora un poco más concretamente cuándo fue que se durmió? Me refiero a la fecha.
    –¡Vaya! Anoche fue, salvo… que me haya quedado dormido un día entero. ¡Cielos! Pero no puede ser, aunque tengo la sensación de haber dormido mucho tiempo. Cuando me acosté era el Día de la Condecoración.
    –¿El Día de la Condecoración?
    –Sí, el lunes.
    –Discúlpeme, ¿de qué mes?
    –De éste, naturalmente, salvo que me haya despertado en junio, pero eso no puede ser.
    –Estamos en setiembre.
    –¿En setiembre? ¡No querrá usted decir que he dormido desde mayo! ¡Esto es increíble!
    –Ya lo veremos –repuso mi compañero–. ¿Dice usted que era el treinta de mayo cuando se durmió?
    –Sí.
    –¿Podría decirme de qué año?

    Lo miré estupefacto sin poder hablar durante algunos instantes.

    –¿De qué año? –pude exclamar finalmente.
    –Hágame el favor de decirme de qué año. Entonces estaré en condiciones de decirle cuánto tiempo ha pasado dormido.
    –Fue en 1887 –declaré.

    Mi compañero insistió en que bebiera otro trago y me tomó el pulso.

    –Estimado señor –dijo–, su apariencia denota que usted es un hombre instruido, lo que no creo fuera muy corriente en aquella época. Por otra parte, he observado que no hay nada en el mundo que pueda ser más maravilloso que cualquier otra cosa, todo lo cual debe considerarse normal. Sin embargo, debería esperar que lo que voy a decirle ha de sorprenderlo, pero tengo la confianza de que usted no permitirá que su espíritu se altere.

    »Su aspecto es el de un joven de unos treinta años, y su estado físico no difiere mucho del esperado en una persona que ha permanecido durmiendo durante tanto tiempo de manera profunda y tranquila, a pesar de todo lo cual, hoy es el día diez de septiembre del año 2000 y usted ha dormido exactamente ciento trece años, tres meses y once días.

    Quedé como aturdido y luego de beber una especie de tisana, a indicación de mi compañero, caí en un sopor que se transformó en tranquilo sueño.

    Cuando recuperé el sentido la luz del día entraba a raudales en la habitación, que había estado iluminada artificialmente cuando me desperté la vez anterior. Mi huésped misterioso estaba sentado a mi lado. Al abrir los ojos observé que no me estaba mirando, lo que aproveché para estudiarlo y meditar sobre mi extraña situación, antes de que notara que había despertado. Mi aturdimiento había desaparecido y recobrado mi mente su claridad. El cuento de que había dormido durante ciento trece años, que acepté sin discutir en mi anterior situación, débil y anormal, apareció de pronto ante mí como una absurda impostura, cuyo móvil era imposible presumir por el momento.

    Claro que algo extraordinario había acontecido para despertarme en una casa ajena y con un compañero desconocido, pero mi imaginación se hallaba en la más absoluta impotencia para sugerir otra cosa que divagaciones sobre lo que podía haber ocurrido. ¿Sería víctima de algún complot? Por lo menos así lo parecía. Pero si los rasgos del semblante reflejan la verdad, evidentemente un hombre de rostro tan sereno y franco, como el que estaba a mi lado, tenía que ser ajeno a cualquier proyecto criminal.

    Se me ocurrió entonces que tal vez se tratase de una broma pesada de mis amigos, que de alguna manera se hubieran enterado del secreto de mi dormitorio bajo tierra y que trataban en esta forma de concluir con el peligro de los experimentos hipnóticos. Esta hipótesis, empero, tenía muchos puntos débiles: Sawyer no sería capaz de traicionarme, ni yo tampoco tenía amigos sospechables de tal empresa; y, sin embargo, esta suposición era la más factible. Medio esperanzado con la idea de ver aparecer tras alguna cortina una cara familiar, miré cuidadosamente por todo el cuarto. Cuando mis ojos volvieron a mi compañero, tenía su vista clavada en mi persona.

    –Ha echado usted una linda siesta de doce horas –me dijo vivamente–, y veo que le ha sentado bien. Tiene mejor aspecto: su color es normal y sus ojos brillantes. ¿Cómo se siente?
    –Nunca me sentí mejor –le contesté, sentándome.
    –Recordará con toda seguridad la primera vez que se despertó –continuó diciendo–, y su sorpresa al decirle la cantidad de tiempo que había pasado durmiendo.
    –Creo que me habló de ciento trece años.
    –Exactamente.
    –Admitirá usted –le dije con irónica sonrisa– que el cuento es algo inverosímil.
    –Reconozco que es extraordinario –contestó–, pero en condiciones adecuadas, dado el conocimiento que tenemos de la catalepsia, no lo considero ni improbable ni inverosímil. Cuando tal estado es absoluto, como en su caso, las fuerzas vitales quedan en suspenso, y no hay desgaste de los tejidos.

    »No puede establecerse un límite a la duración del estado cataléptico cuando las condiciones exteriores impiden que el cuerpo sufra daños físicos. Evidentemente su trance es el de mayor duración que se conoce, y no hay ninguna razón por la cual, de no habérsele encontrado antes y hallándose la cámara donde lo encontramos en condiciones intactas, no hubiera usted continuado en estado de suspensión vital hasta el final indefinido de los siglos, en que el enfriamiento de la tierra habría destruido sus tejidos corpóreos y dado libertad a su alma.

    Debía admitir ese razonamiento, reconociendo a la vez que si era víctima de una broma pesada, sus autores habían elegido el personaje más adecuado para llevar a feliz término su impostura. La conducta impresionante y el verbo elocuente de este hombre le habría prestado la misma seguridad, si hubiera afirmado que la luna estaba hecha de queso. La sonrisa con que lo había estado escuchando, mientras desarrollaba su hipótesis de la catalepsia, no pareció confundirlo en lo más mínimo.

    –Tal vez –le dije– querrá usted continuar su relato dándome amablemente algunos detalles en cuanto a las circunstancias en que descubrieron la cámara de que me habla y de lo que había en su interior. Me encantan los cuentos bien hechos.
    –En tal caso –fue la grave respuesta–, ninguno será más extraño que la verdad. Durante muchos años había estado acariciando la idea de construir un laboratorio en el amplio jardín que rodea esta casa, con el fin de realizar experimentos químicos, por los que tengo especial predilección. Finalmente, el jueves pasado se dio comienzo a la excavación preliminar, la que se concluyó al atardecer, por lo cual los albañiles debían venir al día siguiente, viernes. Pero en la noche del jueves cayó un tremendo diluvio y en la mañana del viernes encontramos la excavación hecha un charco de ranas y los paredones de tierra, que habían cedido, desmoronándose.

    »Mi hija, que salió conmigo a contemplar el desastre, me llamó la atención hacia un cierto trozo de mampostería que había quedado al descubierto en un costado de la excavación. Retirada la tierra que aun quedaba encima, se notó que parecía formar parte de una gran masa, por lo que resolví investigar el asunto. Los obreros dejaron a la vista una especie de cámara oblonga a unos ocho pies debajo de la superficie y situada en la esquina de lo que sin duda habían sido los cimientos de una casa antigua. Una capa de ceniza y restos de carbón, en la parte superior de la cámara, demostraron que la casa había sido destruida por el fuego. La cámara, en si misma, estaba en perfectas condiciones, y el cemento tan firme como el día en que fue colocado. Había una puerta que no logramos violentar, pero pudimos entrar removiendo una de las losas de piedra que constituían el techo. El aire que salió no parecía muy enrarecido, y era puro, seco y no muy frío.
    »Descendí con mi linterna y me encontré en una habitación amueblada como dormitorio al estilo del siglo XIX. En la cama yacía un joven. Debía darse por supuesto que estaba muerto, por lo menos desde hacía un siglo, pero me chocó el extraordinario estado de conservación del cuerpo, lo mismo que a los otros médicos a quienes hice llamar. No podíamos creer que el arte de embalsamar hubiera ido tan lejos, pero allí estaba la prueba evidente de lo que habían logrado nuestros antepasados.
    »Mis colegas, excitada grandemente la curiosidad, querían empezar en el acto los experimentos necesarios para conocer la naturaleza del procedimiento empleado, pero me negué a permitirlo. El motivo de mi oposición, por lo menos el único que puedo mencionar ahora, fue el recuerdo de haber leído algo sobre la amplitud con que sus contemporáneos habían desarrollado el tema del magnetismo animal. Se me ocurrió entonces que probablemente usted se hallara en estado cataléptico, y que el secreto de su integridad física estaba en su propia vida, no en el arte de un embalsamador.

    Aunque el asunto hubiese sido más increíble, los detalles del relato, así como el aspecto impresionante y la personalidad del narrador, habrían hecho vacilar a cualquier oyente, y yo mismo empezaba a sentirme trastornado, cuando, mientras escuchaba las últimas palabras, alcancé a contemplar una parte de mi persona en un espejo colgado en la pared opuesta de la habitación. Me levanté y fui hacia allí.

    El semblante que vi era exactamente el mismo –sin haber envejecido un solo día– que había contemplado mientras me arreglaba la corbata antes de ir a ver a Edith en aquel día de la Condecoración, el cual, si debía creer lo dicho por este hombre, se había celebrado ciento trece años atrás. Vino a mi mente, una vez más, la farsa colosal que se estaba tramando. La indignación me dominó al comprender el inaudito atrevimiento de aquella gente.

    –Probablemente se habrá sorprendido –dijo mi compañero– al ver que, no obstante ser usted un siglo más viejo que cuando se acostó en la cámara subterránea, su aspecto no se ha modificado. Eso no debe asombrarle. Ha sobrevivido ese largo período en virtud de la paralización de las fuerzas vitales, como ya le he dicho. Sí su cuerpo hubiera experimentado el menor cambio durante el trance, hace tiempo que se habría descompuesto.
    –Señor –repuse, volviéndome hacia él–, no me siento en condiciones de adivinar el motivo que lo ha llevado a presentarme de modo tan serio todo este absurdo, pero con seguridad ha de tener la inteligencia suficiente para comprender que sólo un imbécil habría de prestarle fe. Ahórreme el resto de todas estas complicadas tonterías y, de una vez por todas, dígame si se niega a darme una explicación plausible del lugar en que me encuentro y de la forma en que llegué hasta aquí. De lo contrario, procederé por mí mismo a descubrir mis andanzas sin interesarme por lo que pueda haber de oculto.
    –¿No cree, entonces, que estamos en el año 2000?
    –¿Cree usted que es necesario preguntarlo? –repuse.
    –Perfectamente –contestó mi extraordinario interlocutor–. Ya que no he podido convencerlo, se convencerá solo. ¿Se encuentra bastante fuerte como para acompañarme hasta arriba?
    –Me siento más fuerte que nunca –repuse enojado–, y estoy dispuesto a probarlo si este juego sigue adelante.
    –Le ruego, señor –fue la respuesta de mi compañero–, que no se convenza totalmente de que es objeto de una broma, porque la reacción podría ser demasiado grave al comprender la verdad de mis afirmaciones.

    El tono preocupado, a la vez de conmiseración, con que acompañó lo dicho, y la absoluta ausencia de cualquier señal de molestia por mis audaces palabras, me intimidaron de un modo extraño y lo seguí fuera de la habitación con una sorprendente mezcla de emociones en mi espíritu. Subimos dos tramos de escalera y luego uno más corto, llegando a una especie de mirador en la azotea de la casa.

    –Sírvase mirar en torno suyo –me dijo al llegar– y después me dirá si éste es el Boston del siglo XIX.

    A mis pies yacía una gran ciudad que se extendía en todas direcciones. Se alcanzaban a ver millas enteras de calles anchas sombreadas por árboles, con hermosos edificios a ambos lados, la mayor parte separados unos de otros y rodeados por jardines de todos los tamaños. No había barrio en que no se divisaran grandes plazas con arboleda, entre la cual se perfilaban estatuas y fuentes, relumbrantes con los últimos rayos del sol. Edificios públicos de tamaño colosal y de una arquitectura grandiosa, incomparables con los de mi época, se destacaban majestuosamente, imponentes. Estaba seguro de no haber visto nunca ciudad alguna que se le pareciera.

    Por último, levanté mis ojos hasta el horizonte y miré hacia el poniente. ¿No era el sinuoso río Charles aquella cinta azul que ondulaba a lo lejos? Me di vuelta en dirección al este, donde se extendía el puerto de Boston, encerrado por sus promontorios, y no faltaba uno solo de sus verdes islotes. Comprendí entonces la verdad de la prodigiosa aventura en que me hallaba envuelto.


    CAPÍTULO IV


    No me caí al suelo, pero el esfuerzo realizado para comprender mi situación me hizo tambalear, y recuerdo que mi compañero tuvo que sostenerme mientras me llevaba desde la azotea hasta un espacioso aposento en el piso superior del edificio, donde insistió en hacerme tomar un par de copas de un vino muy bueno y participar de una ligera merienda.


    –Creo que ahora ya estará bien del todo –me dijo alegremente–. No debí haber empleado un medio tan brusco de convencerlo de la realidad de su actual situación, pero su actitud, por otra parte perfectamente excusable dadas las circunstancias, me obligó a ello. Le confieso –añadió riendo– que en cierto momento temí que usted me dejara knock down, como se decía en el siglo XIX, por lo que tuve que decidirme de una vez. Recordando que los bostonianos de su época eran excelentes boxeadores, pensé en la prudencia de no perder más tiempo. Por otra parte, espero que ahora retirará la acusación de engaño.
    –Si me dijera usted –repliqué con todo respeto– que en lugar de cien han pasado mil años desde la última vez que contemplé mi ciudad natal, no dudo de que le creería.
    –Sólo ha pasado un siglo –respondióme–, pero muchos milenios en la historia del mundo han visto cambios menos extraordinarios. –Me tendió la mano con gesto de irresistible cordialidad, añadiendo–: Permítame ahora que le dé la bienvenida al Boston del siglo XX y a esta casa. Mi apellido es Leete, pero suelen llamarme el doctor Leete.

    Estrechándole la mano le dije:

    –Mi nombre es Julian West.
    –Tengo el mayor gusto en conocerlo, señor West –contestó–. En vista de que esta casa está construida en el sitio de la suya, espero que no tendrá mayores dificultades en considerarla como propia.

    Después del refrigerio, el doctor Leete me ofreció un baño y alguna ropa para cambiarme, todo lo cual acepté encantado. No me pareció que la indumentaria masculina hubiera sufrido innovaciones de importancia, a pesar de los grandes cambios que mi huésped me había anunciado; de manera que, salvo algunos detalles, mi nuevo traje no me produjo la menor incomodidad.

    Físicamente me encontraba de nuevo en mis cabales, pero mentalmente, con lo que me había pasado, no dudo de que el lector estará intrigado. ¿Cuáles eran mis sensaciones espirituales al encontrarme así de golpe en un mundo nuevo? Permítaseme, en respuesta, que lo haga suponer trasladado, en un abrir y cerrar de ojos, de la tierra al Paraíso o al País de las Hadas, por así decirlo. ¿Qué se imaginaría, en su propio caso? ¿Dejaría que su pensamiento volviera de inmediato a la tierra que acababa de abandonar, o intentaría, después del primer choque, y dejando a un lado su recuerdo de una vida anterior para pensar en ella más tarde, interesarse por las nuevas perspectivas? Todo lo que puedo decir es que, si el caso fuera semejante a la transición que acabo de describir, la última hipótesis sería la correcta. Después de la primera emoción, una impresión de sorpresa y curiosidad ante los acontecimientos sucedidos dominó toda mi mente, excluyendo toda otra idea. Diríase que, por el momento, se había esfumado el recuerdo de mi vida anterior.

    No había terminado de encontrarme repuesto del todo, gracias a los buenos oficios de mi huésped, cuando ya ansiaba volver a la azotea; y allí nos instalamos en cómodos sillones rodeados por la atmósfera urbana. Luego que el doctor Leete hubo respondido a numerosas preguntas que le hice respecto a viejos y nuevos puntos de referencia dentro de la ciudad, me preguntó cuál era la nota que más me llamaba la atención en el contraste entre la vieja y la nueva población.

    –Hablando de cosas pequeñas antes que de las grandes –le contesté–, creo que el detalle que más me ha impresionado ha sido la ausencia total de chimeneas y, por consecuencia, del humo que producían.
    –¡Ah! –exclamó mi intelocutor vivamente interesado–. Hace tanto tiempo que dejaron de emplearse, que me había olvidado de las chimeneas. Hace cerca de un siglo que se consideraron inútiles los medios imperfectos de combustión con que ustedes producían calor.
    –En general –le dije–, lo que me causa mayor admiración en esta ciudad, es que tanta magnificencia significa prosperidad material del pueblo.
    –No sé cuanto daría para poder echar una sola mirada al Boston de su época –replicó el doctor Leete–. Por sus palabras deduzco que las ciudades de entonces no debían valer gran cosa. Si ustedes hubieran tenido el deseo de hacerlas mejores (y no quiero ser descortés al decirlo), habrían carecido de los medios necesarios, a causa de la pobreza general, consecuencia de su extraordinario sistema industrial. Además, el excesivo individualismo que prevalecía entonces no marchaba de acuerdo con un espíritu público mayor. Parece que las pocas riquezas que poseían se derrochaban casi todas en la satisfacción de lujos privados. Por el contrario, en la actualidad nada hay más popular para el destino de la riqueza sobrante que el mejor adorno de la ciudad, de cuyo goce disfrutan todos por igual.

    Al volver a la azotea, el sol ya estaba en el ocaso y, mientras charlábamos, la noche descendió sobre la ciudad.

    –Está obscureciendo –dijo el doctor Leete–. Bajemos, pues deseo presentarle a mi mujer y a mi hija.

    Sus palabras me hicieron recordar las voces femeninas cuyo murmullo había oído mientras retornaba a la vida consciente, por lo cual accedí vivamente a la proposición, muy interesado por saber cómo serían las mujeres del año dos mil.

    El aposento en que encontramos a la esposa y a la hija de mi huésped, así como todo el interior de la casa, estaba iluminado con una luz suave, que me di cuenta era artificial, aunque por el momento no pude establecer la fuente de donde fluía. La señora Leete, mujer de aspecto distinguidísimo, era agradable y estaba bien conservada, pues debía tener la misma edad que su marido; mientras que la hija, en los albores de la juventud, era la joven más hermosa que yo había visto. Por su rostro, tan fascinador como sus profundos ojos azules, su cutis delicadamente coloreado y sus rasgos perfectos, aunque no hubieran sido tales, se habría destacado entre las mujeres del siglo XIX por su porte impecable. La delicadeza y dulzura se combinaban maravillosamente en aquella criatura encantadora con un aspecto de saludable vitalidad, de la que tan a menudo carecían las únicas doncellas con quienes podía compararla. Su nombre era Edith, simple aunque sorprendente coincidencia en aquella situación tan extraña.

    La velada fue verdaderamente excepcional en la historia de las relaciones sociales, pero sería cometer un grave error suponer que nuestra conversación se desenvolvió forzada o difícilmente. Creo que la gente se conduce con mayor naturalidad en circunstancias que podríamos llamar extraordinarias, precisamente porque carecen de todo artificio. Estoy convencido, por otra parte, de que mi charla de aquella noche con representantes de otro siglo puede señalarse por la ingenua sinceridad y franqueza, que pocas veces se encuentra entre viejos conocidos. Claro que en ello tuvo buena parte el exquisito tacto de mis huéspedes. Como es natural, no cabía otro tema que la sorprendente aventura en virtud de la cual me encontraba allí; pero hablaron del asunto con un aire tan ingenuo y sencillo, que lograron diluir gran parte de lo sobrenatural e imprudente que, con tanta facilidad, pudo haber viciado la atmósfera de cordialidad en que nos encontrábamos. Fue tan perfecto su tacto, que cualquiera hubiera creído que estaban acostumbrados a conversar con espíritus de otro siglo.

    Por mi parte, no recuerdo haber tenido nunca mi inteligencia mas despierta ni más aguzada mi sensibilidad cerebral. No quiero significar con esto que el conocimiento de mi sorprendente situación se apartara ni por un instante de mi pensamiento, sino que su efecto máximo fue producir una excitación febril; vale decir, una especie de intoxicación mental1.

    Edith Leete tuvo poca parte en la conversación; pero cuando en varias ocasiones contemplé su rostro –impelido por el magnetismo de su belleza–, encontré sus ojos que se fijaban en mí con intensidad absorbente, casi con fascinación. Sin duda alguna había excitado su interés hasta un grado extraordinario, lo cual nada de curioso tenía en una muchacha con imaginación. Aunque supuse que el motivo principal de su interés era la curiosidad, tal vez no me hubiera afectado de esa manera de haber sido ella menos hermosa.

    Tanto el doctor Leete como las damas se mostraron muy interesados por el relato de la circunstancia en que me había retirado a descansar a mi habitación subterránea. Ni uno solo dejó de emitir su opinión personal en cuanto a la causa de que se me hubiera dejado allí sin acordarse de mi persona; pero la teoría en que finalmente todos coincidieron fue la más plausible, aunque la verdad de sus detalles, de ser exacta, nadie la conocería nunca: cabía la suposición de que la catástrofe hubiera ocurrido la misma noche en que me acosté. Había que presumir que Sawyer perdiera la vida durante el incendio o en un accidente a consecuencia del mismo, y lo demás resultaba entonces bastante lógico.

    Nadie más que él y el doctor Pillsbury conocían la existencia de la cámara y eran los únicos en saber que yo me encontraba en su interior. Probablemente el doctor Pillsbury nunca oyó hablar del incendio. Mis amigos, como el resto de la gente, creyeron seguramente que yo había perecido entre las llamas. La remoción de las ruinas, de no haber sido hecha en forma completa, no habría descubierto en los cimientos el secreto de mi refugio. Claro que si se hubiese edificado de nuevo en el mismo sitio, por lo menos en seguida, habría sido necesaria una excavación; pero aquellas épocas inciertas de huelgas y el carácter poco atrayente del lugar fue la causa sin duda determinante de que no se hiciese otra nueva construcción. El doctor Leete hizo notar que el tamaño de los árboles que ocupaban el sitio en el jardín indicaba que durante más de medio siglo había sido terreno baldío.


    CAPÍTULO V


    Cuando las damas se retiraron y nos dejaron solos, el doctor me preguntó si tenía ganas de acostarme, pues, en tal caso, mi cama estaba preparada; pero si me sentía desvelado nada sería más agradable para él que hacerme compañía.


    –Soy ave nocturna –agregó–, y sin pecar de adulador, puedo asegurarle que difícilmente encontraría un compañero más interesante que usted. La oportunidad de conversar con un representante del siglo XIX no se presenta muy a menudo.

    Entre aquella gente extraña, pero amistosa, estimulado y amparado por su interés pletórico de simpatía, me encontraba en perfectas condiciones para mantener mi equilibrio mental. A pesar de eso, en las pausas de la conversación había tenido algún vislumbre de la soledad horrible que me estaba esperando cuando ya no pudiera distraer mi mente. Sabía de sobra que esa noche no podría dormir y, sin pretender aparecer como un cobarde, confieso que temía quedarme despierto cavilando. Se lo expliqué así francamente a mi huésped, quien me replicó que lo extraño hubiera sido lo contrario; pero no debía inquietarme por la falta de sueño, puesto que, cuando quisiera acostarme, me daría un remedio, asegurándome que descansaría toda la noche con el más profundo de los sueños. No tenía la menor duda de que al despertarme me sentiría como un viejo ciudadano de los tiempos actuales.

    –Antes de apelar a ese recurso –le dije–, quisiera saber algo más sobre el destino del Boston al que acabo de volver. Cuando estábamos en la azotea me dijo usted que, no obstante haber transcurrido solamente un siglo desde que me acosté en mi cuarto, habían ocurrido mayores cambios en el estado de la humanidad que en muchos milenios anteriores. Bien pude creerle al ver ante mí la ciudad, pero estoy ansioso por enterarme de algunos de los cambios sucedidos.

    »Para empezar con algo, aunque el tema es bastante amplio, ¿qué solución, si la hay, han encontrado ustedes para el problema del trabajo? Era el enigma de la esfinge del siglo XIX, y cuando desaparecí, la esfinge estaba amenazando a la sociedad con devorarla, ya que la respuesta no había de tardar. Vale la pena dormir cien años para conocer la verdadera respuesta, si es que la han encontrado.

    –En los tiempos actuales no se conoce ya ese problema del trabajo –contestó el doctor Leete–; y como no hay forma de que se repita, creo que podemos presumir haberlo resuelto. Claro está que la sociedad hubiera merecido ser devorada si no encontraba respuesta a enigma tan sencillo. La solución vino a consecuencia de la evolución industrial, cuyo proceso no podía terminar de otra manera. Todo lo que tuvo que hacer la sociedad fue reconocer y cooperar con esa evolución, cuando su tendencia se puso de manifiesto.
    –Lo único que puedo decir –repuse– es que en la época en que caí dormido tal evolución no había sido reconocida.
    –Creo haberle oído que eso ocurrió en 1887.
    –Sí, el treinta de mayo de 1887.

    Mi interlocutor, pensativo, me contempló breves instantes.

    –¿Y usted insiste –observó después– en que entonces no se reconocía aún el carácter de la crisis que pronto atravesaría la sociedad? Bien; presto entera fe a sus palabras. La singular ceguera de sus contemporáneos ante los signos de los tiempos es un fenómeno comentado por muchos de nuestros historiadores, pero pocos hechos históricos son tan difíciles de comprender para nosotros, viendo desde aquí las señales concretas, como el que ustedes no lograran ver tales indicaciones, tan patentes por cierto, de la transformación que había de suceder a corto plazo. Me interesaría mucho, señor West, que usted me diera una somera idea, si bien concreta, del panorama social de su época, explicándome en pocas palabras cómo era la gente de su nivel intelectual, y cuál el estado y las perspectivas de la sociedad en 1887. No me explico cómo no comprendían ustedes que aquellas vastas perturbaciones industriales y sociales, el descontento latente de todas las clases ante las desigualdades sociales, así como el estado general de miseria de la humanidad, eran presagios siniestros de algún acontecimiento de importancia.
    –Lo comprendíamos muy bien –repliqué–. Sentíamos que la nave de la sociedad estaba perdiendo el ancla y que corríamos el peligro de que fuera a la deriva. Nadie podía decir a dónde iríamos a parar después, pero todos temíamos los arrecifes.

    El doctor Leete me había escuchado con profunda atención y movió pensativo la cabeza al terminar mi declaración.

    –Lo que acaba de decirme –observó– debe considerarse como una justificación muy valiosa de Storiot, cuyas descripciones de aquella época se tildaban generalmente de exageradas y de recargar el cuadro con la obscuridad y confusión de las mentes humanas. Se comprende que un período de transición como aquél estuviera pletórico de agitación; pero viendo claramente cuál era la tendencia de las fuerzas puestas en movimiento, podría suponerse que la esperanza y no el temor era el sentimiento que debía prevalecer en el espíritu popular.
    –No me ha dicho usted todavía cuál fue la solución que ustedes encontraron al enigma –le dije–. Estoy ansioso por saber cómo la paz y prosperidad que parecen disfrutar en estos días pudo ser la consecuencia lógica de un estado de cosas que en mi época se consideraba completamente natural.
    –Discúlpeme –replicó mi huésped–, ¿le agrada fumar?

    No prosiguió hasta que encendimos nuestros cigarros.

    –Ya que tiene usted más ganas de charlar que de dormir, igual que me ocurre a mí, quizás sea mejor que intente hacerle comprender nuestro sistema industrial moderno, a fin de disipar un poco la impresión de que hay algún misterio en el proceso de su evolución. ¿Cuál era para ustedes el rasgo sobresaliente de las perturbaciones obreras de entonces?
    –Las huelgas, indudablemente –repuse.
    –Bien, pero ¿qué las hacía tan formidables?
    –Las grandes organizaciones obreras.
    –¿Y cuál era el motivo de que existieran esas grandes organizaciones?
    –Los obreros pregonaban que tenían que unirse a fin de conseguir que sus derechos fueran reconocidos por las grandes instituciones capitalistas –repliqué.
    –Exactamente –dijo el doctor Leete–. Las organizaciones obreras y las huelgas eran simplemente un efecto de la acumulación del capital en masas enormes, tal como nunca lo había estado. Antes de que comenzara esa acumulación, el comercio y la industria estaban en manos de gran número de pequeñas empresas, en lugar de ser como después pocas firmas de gran capital; y el obrero, considerado individualmente, conservaba cierta importancia e independencia en sus relaciones con el patrón. Además, cualquiera que tuviera un pequeño capital o una idea nueva podía emprender un negocio por su cuenta, de manera que los obreros podían llegar a ser patrones, no existiendo entre ambas clases una línea de separación dura e inflexible. No existían sindicatos ni había motivo para huelgas.

    »Pero todo cambió cuando a la época de los establecimientos reducidos, de poco capital, sucedió la de las grandes concentraciones de dinero. El trabajador individual, que al lado del pequeño patrón tenía su importancia, se vio reducido a la insignificancia y a la impotencia frente a la gran empresa, y vio además que se le cerraba el camino para llegar a ser patrón a su vez. La defensa propia lo llevó a la unión con sus compañeros.
    »Los anales de aquellos tiempos nos muestran cuan furioso fue el clamor contra las acumulaciones del capital. Los hombres creyeron que la sociedad se veía amenazada con un sistema de tiranía más abominable que las soportadas en ninguna otra ocasión. Creyeron que las grandes empresas les estaban preparando un yugo para una servidumbre más indigna que la que nunca soportara la raza humana, servidumbre no a hombres sino a mecanismos sin alma, incapaces de otro sentimiento que el de la más insaciable avidez. No podemos sorprendernos de tal desesperación porque realmente, mirando desde aquí, la humanidad no se había enfrentado nunca con un destino más sórdido y horrible que el que dejaba entrever la tiranía del dinero.
    »La absorción de los negocios por monopolios cada vez mas grandes continuaba, mientras tanto, sin inquietarse en lo mas mínimo por la atmósfera de protesta despertada. Esta tendencia tardó menos en extenderse en los Estados Unidos que en Europa, y desde el comienzo de la última cuarta parte del siglo no hubo la menor oportunidad para que una empresa individual triunfara en cualquier campo de la industria salvo que estuviera respaldada por un gran capital. En el postrer decenio de aquel siglo, los negocios pequeños que aun quedaron eran como débiles restos de una época pasada, siendo meros parásitos de las grandes empresas, o desenvolviendo sus actividades en terrenos demasiado insignificantes como para atraer a los grandes capitalistas.
    »Los ferrocarriles se habían fusionado en unos pocos sindicatos que controlaban en todo el país cada metro de vía férrea. En el campo industrial, cada renglón importante estaba dominado por un sindicato. Bajo el nombre de sindicatos, compañías, trusts, o cualquier otro, fijaban los precios y aplastaban a todo competidor, salvo cuando se formaba un consorcio tan poderoso como el de ellos mismos. Sobrevenía la lucha, que indefectiblemente concluía con una combinación de fuerzas aun mayor.
    »Las grandes tiendas de la ciudad aplastaban mediante sus poderosas sucursales a sus rivales de las poblaciones del interior, y en las grandes ciudades absorbían a sus rivales menores hasta que todo el comercio de un barrio estuvo concentrado bajo un solo techo, utilizando como empleados a los que fueron antes propietarios de los negocios. Y el pequeño capitalista, no pudiendo tener un negocio propio en que colocar su dinero, al mismo tiempo que prestaba sus servicios en la gran empresa, no encontraba mejor inversión para su capital que en la compra de acciones y títulos de aquellas corporaciones, con lo que dependía doblemente de ellas.
    »El hecho de que la desesperada oposición popular a las concentraciones de los negocios en pocas pero poderosas manos no tuviera el menor éxito, prueba que debía haber para ello alguna razón de importancia. Efectivamente, los pequeños capitalistas, con sus innumerables negocios de poca monta, habían cedido el campo a las grandes acumulaciones de capital, porque pertenecían a una era de cosas pequeñas y eran incompetentes, de manera absoluta, para hacer frente a las necesidades de la época del vapor y del telégrafo, y a la gigantesca escala de las empresas consiguientes. Restaurar el antiguo orden de cosas, de ser ello posible, involucraba la vuelta a los días de la diligencia. Por opresivo e intolerable que fuera el régimen de las grandes concentraciones de capital, hasta sus víctimas, sin dejar de maldecirlas, se veían obligadas a reconocer el aumento prodigioso de eficiencia obtenido en las industrias nacionales y las enormes economías efectuadas por la concentración de la dirección y la unidad de la organización, confesando, además, que desde que el nuevo sistema había reemplazado al antiguo, la riqueza del mundo había aumentado en forma nunca soñada.
    »¿No había manera, entonces, de encauzar la utilidad de tan potente principio de producción de riqueza en el capital acumulado sin rendir culto a una plutocracia como la de Cartago? Tan pronto como los hombres se hicieron esta pregunta, hallaron la respuesta. El movimiento hacia la conducción de los negocios por sucesivos y cada vez más grandes amontonamientos de capital, o sea la tendencia hacia los monopolios, que había sido resistida tan desesperada y vanamente, fue reconocida por último, en su verdadero significado, como un proceso que sólo necesitaba completar su evolución lógica para abrir un dorado porvenir a la humanidad.
    »A principios del actual siglo la evolución se completó, con la consolidación de todo el capital de la Nación. La industria y el comercio del país entero dejaron de ser manejados por un grupo de compañías y sindicatos irresponsables, compuestos de personas que actuaban a capricho en su exclusivo beneficio, para confundirse en un solo sindicato, que representaba al pueblo, siendo manejado en interés y beneficio comunes. Es decir, que la Nación se organizó como una gran corporación mercantil que absorbió al resto de las empresas existentes, convirtiéndose en el único capitalista, el único patrón, el único monopolizador de todos los anteriores monopolios que fueron barridos, monopolio de cuyos beneficios y economías participaban por igual todos los ciudadanos.
    »En una palabra, el pueblo de los Estados Unidos se resolvió a tomar la dirección de sus propios negocios, exactamente como en años anteriores había tomado la dirección de su propio gobierno, organizándose ahora para fines comerciales de la misma manera que se había organizado con fines políticos. Finalmente, con notable retardo en la historia del mundo se percibió el hecho evidente de que ningún negocio es tan esencial para la causa pública como el comercio y la industria, de los cuales depende la existencia del pueblo; y que confiarlo a manos privadas, que lo manejaban para su propio beneficio, es una locura similar, aunque de mayor magnitud si cabe, a la de entregar las funciones del gobierno a reyes o dictadores que la utilizarían para su gloria personal.

    –Tal estupenda modificación como la que acaba de describir –le dije–, no se llevaría a cabo, naturalmente, sin gran derramamiento de sangre y terribles perturbaciones…
    –Muy al contrario –replicó el doctor Leete––, no hubo la menor violencia. Había sido largamente prevista. La opinión pública ya estaba madura y todo el pueblo la comprendió. No había probabilidades de oponerse ni de palabra ni por la fuerza. Por otra parte, el sentimiento popular de amargura contra las grandes empresas y sus componentes había cesado al comprenderse su necesidad como vínculo, como período de transición, en la evolución del sistema industrial. Los más violentos enemigos de los grandes monopolios privados se veían obligados a reconocer lo valiosa e indispensable que había sido su actuación para educar al pueblo, llevándolo al estado de poder asumir el control de sus propios negocios.

    »La consolidación de las industrias de todo el país bajo el control nacional habría parecido, cincuenta años antes, una prueba arriesgada hasta para el más optimista; pero mediante una serie de lecciones sobte la materia, oídas y estudiadas por todos, las grandes empresas dieron al pueblo, a este respecto, una cantidad de ideas nuevas. Durante muchos años habían visto manejar a los sindicatos financieros cifras mayores que las de muchos Estados de la Unión, y dirigir el trabajo de centenares de miles de hombres con una eficacia y economía imposibles de lograr en operaciones de menor envergadura. Se había llegado a reconocer como axioma que cuanto más grande es un negocio más sencillos son los principios aplicables; y que, así como la máquina es más exacta que la mano, de la misma manera, el sistema, que en una gran empresa es semejante al ojo del amo en un comercio pequeño, produce resultados más seguros. Sucedió pues que, gracias a las mismas corporaciones, cuando se propuso que la Nación las reemplazara en sus funciones, la sugerencia no presentaba nada que hasta el más timorato pudiera hallar impracticable.
    »Indudablemente nunca se había dado un paso tan avanzado, ni llevado a cabo una generalización tan amplia; pero se vio con toda claridad que el solo hecho de que la Nación fuera la única corporación existente eliminaría muchas dificultades con que habían tropezado los monopolios privados.


    CAPÍTULO VI


    El doctor Leete terminó de hablar y no interrumpí el silencio que se produjo a continuación, esforzándome en trazar una especie de idea general para comprender mejor el ajuste de la sociedad, según los cambios que implicaba la tremenda revolución que me acababa de describir.


    Dije finalmente:

    –Lo menos que se me ocurre es que semejante extensión de las funciones del gobierno ha de ser impresionante.
    –¡Extensión! –repitió–. ¿Dónde está la extensión?
    –En mis tiempos –repliqué– se consideraba que las funciones propias del gobierno se reducían a mantener la paz y defender al pueblo contra los enemigos públicos por medio de las fuerzas militares y policiales.
    –Pero, en nombre del cielo, ¿quiénes son los enemigos públicos? –exclamó el doctor Leete–. ¿Son Francia, Inglaterra, Alemania…, o el hambre, el frío y el desamparo? En sus tiempos, ante la más ligera desavenencia internacional, los gobiernos tenían el hábito de apoderarse de los cuerpos de los ciudadanos y entregarlos por centenares de miles a la muerte y la mutilación, desparramando sus riquezas como si fueran agua, sin obtener con ello el más ínfimo beneficio para las víctimas. Ahora no hay guerra, ni nuestro gobierno tiene poder para declararla, sino que sus funciones estriban en asumir la dirección de la industria nacional, durante un cierto período de años, con el objeto de proteger a todos los ciudadanos contra el hambre, el frío y el desamparo, para lo cual debe proveerlo en todas sus necesidades físicas y espirituales. No, señor West; estoy seguro de que, al reflexionar, se dará perfecta cuenta de que no ahora, sino precisamente entonces era extraordinaria la extensión de las funciones del gobierno. Ni aun para los mejores fines concederían los hombres a sus gobiernos semejantes poderes, que antes sólo fueron utilizados para lo peor.
    –Dejando de lado las comparaciones –dije–, la demagogia y la corrupción de nuestros hombres públicos habrían sido consideradas, en mis tiempos, como obstáculos insuperables para cualquier proyecto del gobierno tendiente a tomar a su cargo las industrias nacionales. Habríamos pensado que nada sería peor que confiar a los políticos el control de la máquina productora de la riqueza del país.
    –No dudo de que tuvieran razón –repuso el doctor Leete–, pero ahora todo eso ha cambiado. No tenemos partidos ni políticos, y en cuanto a la demagogia y la corrupción, son palabras que sólo tienen un significado histórico.
    –La naturaleza humana, en su contenido intrínseco, ha de haber cambiado mucho –dije.
    –Nada de eso. Lo que ha cambiado son las condiciones de la vida humana y con ello los motivos de las acciones de los hombres. La organización de la sociedad ya no ofrece alicientes a la villanía. Pero éstos son asuntos que sólo comprenderá cuando llegue a conocernos mejor, a medida que transcurra el tiempo.
    –Pero no me ha dicho cómo arreglaron el problema del trabajo. Lo que hemos discutido es el problema del capital –le dije–. Después que la nación hubo tomado la dirección de las fábricas, tiendas, ferrocarriles, granjas, minas y, en general, de todo el capital del país quedaría aún pendiente la cuestión del trabajo. Al asumir la representación del capital, la Nación ha asumido las dificultades de la posición del capitalista.
    –Esas dificultades desaparecieron en el mismo momento en que la Nación asumió las responsabilidades del capital –repuso el doctor Leete–. La organización nacional del trabajo bajo una sola dirección era la solución completa de lo que fue considerado, en sus tiempos y bajo los sistemas de ustedes, como el problema insoluble del trabajo. Cuando la Nación se convirtió en el único patrón, todos los ciudadanos, precisamente en virtud de su ciudadanía, se transformaron en sus dependientes, siendo distribuidos de acuerdo con las necesidades de la industria.
    –En resumen –sugerí–, lo que han hecho ustedes es simplemente aplicar el principio del servicio militar obligatorio, como lo entendíamos en nuestros tiempos, a la cuestión del trabajo.
    –Sí –dijo el doctor Leete–, esto fue lo que ocurrió como lógica consecuencia en cuanto la Nación se convirtió en el único capitalista. El pueblo ya estaba acostumbrado a la idea de que era igual y absoluta para todos la obligación de cada ciudadano, salvo los físicamente incapaces, de contribuir con su servicio militar a la defensa de la Nación. Era evidente, asimismo, el deber de cada ciudadano de contribuir con su parte de servicio industrial o intelectual al sostenimiento de la Nación, a pesar de que los ciudadanos no fueron capaces de prestar esta clase de servicio, con alguna idea de obligación o de igualdad, hasta que la Nación llegó a ser el único distribuidor de trabajo. No era posible organizar el trabajo mientras la potencia patronal estuviera dividida entre cientos o miles de individuos y empresas, entre los cuales no eran deseables ni factibles arreglos de ninguna especie. Se había visto constantemente a gran cantidad de gente que deseaba trabajar sin encontrar la oportunidad, mientras que, por otro lado, aquellos que deseaban dejar de cumplir toda o parte de su obligación lo conseguían fácilmente.
    –Supongo que ahora, por encima de todo, el servicio es obligatorio –indiqué.
    –Se consideraría tan poco natural y razonable, que se ha desechado la idea de declararlo obligatorio. Aquel que para esto debiera ser obligado, sería considerado como persona despreciable. De todas maneras, hablar del servicio calificándolo como obligatorio, sería una pobre forma de declarar lo inevitable. Todo nuestro sistema social está basado en ello y, por lo tanto, si pudiera concebirse que alguien tratara de eludirlo, ese hombre carecería de medios para proveer a su subsistencia. Se habría separado del mundo, se habría alejado del género humano… En una palabra, se suicidaría.
    –Este servicio en el ejército industrial, ¿es para toda la vida?
    –¡Oh, no! Empieza después y termina antes de lo que marcaba el período de trabajo de sus tiempos. Las fábricas de entonces estaban llenas de niños y ancianos. Entendemos ahora que la época juvenil debe consagrarse a la educación, y la madurez, cuando las fuerzas físicas comienzan a ser menores, debe igualmente consagrarse a un descanso cómodo y agradable. El período del servicio industrial es de veinticuatro años, empezando al concluir el ciclo de educación a los veintiuno y terminando a los cuarenta y cinco. A esta edad, aunque dispensado del trabajo, el ciudadano debe estar dispuesto, hasta que llega a los cincuenta y cinco años, a concurrir a llamados especiales, en casos de emergencia originados por un repentino aumento en la demanda de trabajadores. Pero tales llamados son muy raros.

    »Al día quince de setiembre de cada año se le llama el Día de la Llamada, porque quienes han cumplido los veintiún años son llamados al servicio industrial y, al mismo tiempo, los que han llegado a la edad de cuarenta y cinco son honorablemente retirados. Es para nosotros la gran fecha, de la cual arrancan todos los otros acontecimientos… como si dijéramos nuestras olimpíadas, salvo que son anuales.


    CAPÍTULO VII


    Supongo –le dije– que después de haber llamado a ese ejército industrial, se presentará la dificultad mayor, ya que en ese mismo momento debe cesar su analogía con un ejército militar. Los soldados tienen que hacer todos lo mismo, lo cual es sencillo, digamos: manejo de armas, marchas, guardias. Pero el ejército industrial debe aprender y seguir doscientos o trescientos oficios y quehaceres distintos. ¿Qué talento administrativo sería capaz de determinar sabiamente en qué comercio o industria debe ser colocado cada miembro de una gran nación?


    –Nada tiene que ver la administración para resolver este punto.
    –¿Quién lo resuelve, entonces? –pregunté.
    –Cada uno lo resuelve por su cuenta, de acuerdo con sus aptitudes naturales. Lo más importante estriba en capacitar al individuo para que descubra su propia vocación. Nuestro ejército industrial está organizado sobre el principio de que las dotes naturales, físicas o mentales, de todo hombre determinan el trabajo que puede realizar con mayor provecho para la Nación y con más satisfacción para él. Si bien es real la faz obligatoria del servicio, pues no puede ser evitado, se cuenta con la elección voluntaria, sujeta a la necesaria regulación, para determinar la clase de servicio que todos han de cumplir.

    »Como la satisfacción individual, mientras dure el servicio, depende de obtener una ocupación de su gusto, padres y maestros vigilan desde la primera infancia las demostraciones de aptitudes especiales en cada uno. La instrucción manual industrial no forma parte de nuestro sistema educativo, el cual está directamente relacionado con la cultura y los estudios generales; pero se enseña el conocimiento teórico de diversas industrias, y se invita constantemente a nuestros jóvenes a visitar las fábricas y talleres, adonde son llevados con frecuencia en largas excursiones para familiarizarlos con determinados oficios.
    »En casi todos los casos, mucho antes de ser llamado al servicio, ya un joven, si tiene vocación para seguir un camino especial, lo ha encontrado y puede que hasta haya obtenido cierta preparación que le será útil. No obstante, si careciera de vocación y no efectuara su elección al serle ofrecida la oportunidad, se le asigna a cualquier ocupación manual en que se puedan necesitar brazos.

    –Con toda seguridad –le dije–, ha de ser difícil que la cantidad de voluntarios para cualquier ocupación sea exactamente igual a la necesitada. La demanda ha de ser, generalmente, mayor o menor.
    –Se espera siempre que los recién llegados satisfagan la demanda –replicó el doctor Leete–. Esa es la tarea de la administración. Se estudia cuidadosamente la cifra de voluntarios que se presentan para cada oficio. Si hay un exceso evidente de voluntarios sobre los hombres necesarios para una determinada vocación, se deduce que ésta debe presentar mayores atractivos que otras. Por el contrario, si el número de voluntarios es inferior a los necesarios se deduce que es mucho más difícil.

    »La tarea de la administración consiste en tratar de igualar siempre los atractivos de todas las ocupaciones, por lo que se refiere a las condiciones de trabajo, de manera que todas sean igualmente atrayentes para quienes sientan especial dedicación para cada una de ellas. Esto se consigue regulando las horas de trabajo en las distintas ocupaciones de acuerdo con sus dificultades. Las tareas livianas, llevadas a cabo en las más agradables condiciones, tienen un horario más prolongado, mientras que los mineros, por ejemplo, en su ardua labor trabajan menos tiempo. No hay teoría ni ley a priori para determinar el grado de atracción de cada industria.
    »La administración, al descargar una clase de obreros para aumentar otra, se limita a seguir las variaciones de la opinión entre los mismos trabajadores, las cuales quedan indicadas por las cifras de voluntarios. El principio básico es que ningún trabajo humano debe ser más difícil que cualquier otro, de manera que los mismos trabajadores son los jueces. No hay límites para aplicar esta norma. En realidad, una disminución moderada de las horas de trabajo, o el agregado de algunas ventajas, es suficiente para conseguir todos los voluntarios necesarios para cualquier ocupación útil a la comunidad.
    »Si aconteciera que las inevitables dificultades y peligros de una ocupación realmente necesaria fueran tan grandes que ninguna clase de compensaciones pudiera vencer la resistencia de la gente, la administración no tendría más que sacarla del nivel normal de los oficios declarándola «peligrosa» y que aquellos que la desempeñen sean considerados merecedores de la gratitud nacional, para que inmediatamente hubiera exceso de voluntarios. Nuestros jóvenes ansian tal honor y no dejan escapar semejantes oportunidades.
    »Comprenderá usted, indudablemente, que esa dependencia en la simple elección voluntaria del trabajo, involucra la supresión absoluta de cualquier clase de condiciones antihigiénicas o que pudieran producir accidentes o poner en peligro la vida. Condiciones comunes a todas las industrias son la salud y la seguridad. La Nación no mutila ni asesina a sus obreros por millares, como lo hacían en otros tiempos las empresas y capitalistas privados.

    –¿Cómo seleccionan a los aspirantes cuando en una determinada ocupación hay excesivo número de voluntarios? –le pregunté.
    –Se elige con preferencia a quienes se han destacado en su período de aprendices o en sus cursos educativos. Sin embargo, no se le niega nunca la oportunidad al hombre que durante años enteros persiste en su deseo de mostrar lo que puede hacer en tal o cual oficio determinado. Con respecto a la remota posibilidad de alguna repentina falta de voluntarios en una determinada tarea, o necesidad inmediata de aumentar una fuerza, debo agregar que la administración, aunque depende de la norma del voluntariado para cubrir las vacantes, disfruta siempre del derecho de convocar voluntarios especiales o transferir brigadas, provenientes de cuaquier otra parte. De todos modos, dificultades de esta especie pueden ser salvadas siempre tomando gente de la clase de los trabajadores no clasificados o aprendices.
    –¿Cómo se recluta esta clase de trabajadores? –pregunté–. Con seguridad que para ésta no se presentarán voluntarios.
    –Se trata de la categoría a la cual pertenecen todos los nuevos reclutas durante los tres primeros años del servicio. A ningún joven se le permite elegir una determinada ocupación hasta que no pase este período de tiempo, durante el cual se le destina a una tarea cualquiera según las resoluciones de sus superiores. Nadie está exceptuado de estos tres años de rigurosa disciplina.
    –Creo que como sistema industrial podría ser verdaderamente eficaz –dije–, pero no veo cómo ha de resultar igual en cuanto se refiere a las clases profesionales, es decir, a los hombres que sirven a la Nación con el cerebro en lugar de hacerlo con las manos. No cabe duda de que ustedes no podrían seguir adelante sin los obreros mentales. ¿Cómo se seleccionan, pues, entre aquellos que tienen que servir como granjeros o mecánicos? Me atrevo a decir que requieren un examen muy minucioso.
    –Así es –replicó el doctor Leete–. En esto es necesario efectuar el examen más delicado posible y, en. consecuencia, dejarnos que el mismo interesado resuelva la cuestión de si habrá de ser un obrero del cerebro o del músculo. Al finalizar el lapso de tres años como trabajador común o no clasificado que, repito, todos los hombres tienen que cumplir, debe elegir de acuerdo con sus naturales inclinaciones entre dedicarse a un arte o profesión o convertirse en un granjero o mecánico, digámoslo así. Si realmente cree que trabajará mejor con su cerebro que con sus músculos, encuentra amplias facilidades para probar la realidad de su vocación supuesta; y, de cultivarla, podrá seguir el camino elegido. Para toda clase de aspirantes están siempre abiertas sin condiciones las escuelas de tecnología, medicina, arte, música o comedia.
    –¿No están llenas esas escuelas de jóvenes que sólo desean evitar el trabajo?

    El doctor Leete sonrió burlonamente.

    –Le aseguro que no es probable que nadie entre en las escuelas profesionales con el fin de esquivar el trabajo –dijo–. Se han abierto para quienes cuenten con aptitudes especiales para las ramas que allí se enseñan y, para cualquiera que careciera de ellas, le sería más fácil cumplir un horario doble en cualquier oficio que tratar de mantenerse a la altura de la clase. Claro que hay quienes se equivocan de vocación, y, al encontrarse incapaces de satisfacer los requerimientos de las escuelas, se borran y retornan al servicio industrial, pero tal hecho no significa deshonor para su persona, porque es norma general estimular a todos aquellos indicados para mostrar su talento, lo cual sólo puede conseguirse mediante las pruebas colegiales.

    »Las escuelas profesionales y científicas de su época vivían a costa de sus alumnos, y parece que era habitual conceder diplomas a gentes que no lo merecían, a pesar de lo cual conseguían abrirse camino en sus respectivas profesiones. Nuestras escuelas son instituciones nacionales, y el haber aprobado sus exámenes es prueba de aptitudes especiales que no se ponen en duda. La educación profesional puede ser iniciada por cualquiera que no haya cumplido treinta y cinco años, después de lo cual pierde la oportunidad, entendiéndose que luego sería demasiado corto el período de servir en su profesión antes de llegar a la época del retiro.
    »En aquellos tiempos, los jóvenes elegían su carrera a edad temprana y, en consecuencia, abundaban los casos en que se erraba la vocación. Se estima, hoy en día, que las aptitudes naturales de una persona pueden tardar en desarrollarse más que en otra, y, por lo tanto, aunque se puede elegir una profesión a los veinticuatro años, queda abierta la inscripción hasta once años más tarde. Debo añadir que también existe, con ciertas restricciones, el derecho de cambiar el oficio que uno haya elegido al principio por otro preferido, hasta esa misma edad de treinta y cinco años.

    Más de una docena de veces había tenido en los labios cierta pregunta, ahora inaguantable, que se refería a un asunto que, en mis días, había sido una primordial dificultad para el arreglo definitivo del problema industrial.

    –Es extraordinario –dije– que no me haya dicho una sola palabra aún sobre el sistema de ajustar los salarios. Puesto que la Nación es el único patrón, el gobierno debe fijar la escala de salarios y determinar lo que ha de ganar todo el mundo, desde los médicos hasta los picapedreros. Todo lo que puedo decirle es que nunca había marchado bien este asunto, y aun ahora no sé cómo lo habrán arreglado, salvo que la naturaleza humana haya cambiado. En mis tiempos, nadie estaba contento con su ganancia o salario. Aunque sintiera que estaba bien pagado, estaba también seguro de que su vecino ganaba de más, lo cual le disgustaba. Si el descontento general a este respecto, en vez de ser desperdiciado con maldiciones y huelgas contra innumerables patrones, pudiera haber sido concentrado contra uno solo, en este caso el gobierno, el régimen más fuerte que pudiera haber existido no habría podido pagar dos veces seguidas.

    El doctor Leete se rió con todas sus ganas.

    –Verdaderamente –dijo– una huelga general habría seguido probablemente al primer día de pago, y una huelga dirigida contra el gobierno es una revolución.
    –¿Cómo evitaron, entonces, una revolución en cada día de pago? –le pregunté–. ¿Proyectó algún prodigioso filósofo un sistema nuevo para calcular, satisfactoriamente para todos, el valor comparativo y exacto de toda clase de tareas, musculares o cerebrales, de mano o de palabras, de oído o de voz? ¿O ha cambiado el espíritu del hombre, de manera que todo ser ya no se cuida de sus propias cosas, sino que «todo hombre cuida las cosas de su vecino»? Una de estas dos proposiciones ha de ser la respuesta.
    –Pues no es ni la una ni la otra –fue la contestación del doctor Leete, sin dejar de reír. Y añadió–: Ahora, señor West, debo recordarle que su calidad de huésped es tanta como la de paciente, por lo cual me permito recetarle un poco de sueño antes de proseguir la conversación. Ya han pasado las tres de la mañana.
    –No hay duda de que la receta es buena –repuse–. Espero que surtirá efecto.
    –No se preocupe, –replicó el médico, y me dio un vaso de cierta bebida que me dejó dormido en cuanto apoyé la cabeza en mi almohada.


    CAPÍTULO VIII


    Me sentí muy mejorado al despertarme, disfrutando de la comodidad que experimentaba mi cuerpo, en una sensación de dulce somnolencia que duró largo rato. Las emociones sufridas el día anterior, mi despertar al encontrarme en el año 2000, el espectáculo del nuevo Boston, mi huésped y su familia y las cosas maravillosas que había escuchado parecían haber abandonado mi mente. Creía que estaba en el dormitorio de mi vieja casa y las imágenes que cruzaban mi cerebro –ya fantasías, ya realidades– me hacían recordar incidentes y emociones de mi vida anterior.


    Recorrí vagamente los incidentes del Día de la Condecoración, mi paseo a Mount Auburn en compañía de Edith y sus padres, y mi cena con ellos al volver a la ciudad. Recordé lo encantadora que había encontrado a Edith, y de ahí pasé a cavilar en nuestra casa nueva…, mas apenas mi imaginación empezó a desenvolver tema tan delicioso, mi ensueño fue barrido por el recuerdo de la carta que la noche anterior me había enviado el constructor, anunciándome que la reciente huelga podía postergar indefinidamente el edificio en cuestión.

    La amargura que me trajo este recuerdo concluyó de despertarme. Me acordé que tenía una entrevista concertada con el constructor para las once con el objeto de discutir el asunto de la huelga, y, abriendo los ojos, miré hacia el reloj que tenía a los pies de la cama para ver la hora. Pero mi mirada no encontró ningún reloj y, lo que era más extraño, me di cuenta que no estaba en mi cuarto. Di un salto en la cama y contemplé el desconocido aposento.

    Creo que estuve bastante tiempo sentado en la cama, mirando a mi alrededor, sin poder darme cuenta de quién era yo. No hay palabras que reflejen la tortura mental que sufrí durante este tanteo a ciegas e indefenso, por un vacío sin límites en busca de mí mismo. No hay otra emoción espiritual que pueda semejarse al sentimiento de una absoluta ausencia intelectual, proveniente de una falta de apoyo cerebral, un punto de arranque para el pensamiento, que sobreviene durante un momentáneo obscurecimiento del sentido de la propia identidad. Confío en que nunca vuelva a sentir eso.

    No sé cuanto tiempo proseguí en tales condiciones –me pareció interminable– pero, como un relámpago, recordé todo de golpe. Salté de la cama y me quedé parado en medio del cuarto, apretando las sienes con toda la fuerza de mis manos para evitar que estallaran. Luego me volví a tirar en la cama y, sepultando mi rostro en la almohada, permanecí inmóvil.

    Había llegado la reacción inevitable, fruto del desconcierto mental, la fiebre del intelecto, efecto primario de mi terrible aventura. La crisis emotiva, que parecía haber aguardado para su arribo el momento del total conocimiento de mi actual situación –con todo lo que ella implicaba–, iba a dominarme, y allí estaba yo, con los dientes apretados, jadeante el pecho, prendido de los barrotes de la cama con fuerza frenética, luchando para salvarme.

    Todo se había perdido en mi cabeza. Hábitos de sentimientos, asociación de ideas, pensamiento de personas y cosas, parecían disolverse, revueltos en un caos aparentemente irreparable. Cualquier esfuerzo para razonar sobre la situación en que me hallaba y comprender sus consecuencias, se transformaba en un insufrible vértigo cerebral. La idea de que yo era dos personas, de que mi identidad era doble, comenzó a fascinarme como la sencilla solución de mi problema.

    Me di cuenta de que estaba a punto de perder el control. Debía distraerme de alguna manera, aunque fuera mera distracción física. Me vestí a toda prisa, salí del cuarto y bajé las escaleras. Era muy temprano, apenas había aclarado y no tardé en hallarme en la planta baja del edificio. Tomé un sombrero en el vestíbulo, abrí la puerta de calle, la cual estaba cerrada de manera tal que indicaba claramente que el robo a domicilio no figuraba entre los peligros del moderno Boston, y me encontré afuera.

    Durante dos horas anduve por las calles de la ciudad, visitando diversos barrios de la parte peninsular. Nadie, salvo un anticuario que conociera algo de la diferencia que hay entre el Boston de hoy y el del siglo XIX, podía apreciar las sucesivas y desconcertantes sorpresas que me dominaron durante todo ese tiempo.

    Vista el día anterior desde la azotea, la ciudad me había parecido cambiada, pero eso fue en su aspecto general. Ahora, caminando por las calles, comprendía qué tan completo era aquel cambio. Los escasos puntos de referencia que aun quedaban de otro tiempo intensificaban ese efecto, ya que sin ellos me habría parecido estar en una ciudad desconocida.

    Un hombre puede abandonar en la infancia su ciudad natal, para volver a ella quizás cincuenta años más tarde, y la encontrará, sin duda, cambiada en muchos aspectos. Quedará sorprendido, pero no desconcertado. Se da cuenta de que ha pasado un largo período de tiempo y que, mientras tanto, hasta en su propia persona han ocurrido cambios. Tiene hasta un vago recuerdo de la ciudad que conoció en su infancia. Pero en mí no existía ninguna sensación de haber transcurrido el menor espacio de tiempo. Por lo que a mi conocimiento respecta, no sólo era ayer, sino pocas horas atrás, cuando había recorrido estas mismas calles, en las que muy pocos detalles habían escapado a la general metamorfosis.

    La imagen mental de la vieja población parecía tan reciente y firme que no cedía ante la impresión de la actual, sino que luchaba con ella, de manera que primero era una y después la otra que aparecían irreales. Lo más aproximado a esta idea es algo así como las imágenes de dos negativos de fotografía superpuestos.

    Finalmente me encontré parado otra vez ante la puerta de la casa de la cual había salido, a pesar de que aquella no tenía más calor de hogar que cualquier otro rincón de esa ciudad de una generación desconocida, ni sus moradores me eran menos profundamente extraños que cualquier hombre o mujer que pudiera encontrar ahora sobre la superficie de la tierra.

    Crucé el vestíbulo con paso vacilante y entré en un cercano aposento. Dejándome caer en una silla, me tapé los ojos con las manos, como para rechazar la visión horrorosa de aquella situación. Mi confusión mental era tan intensa que llegaba a causarme náuseas. ¿Cómo podría describir la angustia de aquellos momentos, en que mi cerebro parecía deshacerse, en mi abyecta situación de abandono? Desesperado, estallé en fuertes sollozos. Y entonces llegó alguien. Me pareció escuchar un frotar de ropas y levanté la vista. Edith Leete estaba parada delante de mí. Su hermoso semblante reflejaba la más profunda simpatía.

    –¡Oh! ¿Qué le pasa, señor West? –me dijo–. Estaba ya aquí cuando entró usted. Vi cuan terriblemente perturbado se encontraba y cuando lo oí sollozar no pude quedarme tranquila. ¿Qué le ha sucedido? ¿Dónde ha estado? ¿No puedo serle de alguna ayuda?

    Mientras hablaba me tendía las manos con un gesto de infinita compasión. Las tomé entre las mías, y las estreché con el impulso instintivo del hombre que se está ahogando y al que se le arroja una cuerda de la que se prende con la desesperación de quien va a hundirse para siempre. Mientras contemplaba su rostro apiadado, sus ojos húmedos, mi cerebro cesó de dar vueltas. La tierna simpatía que vibraba en la suave presión de sus dedos, me trajo el apoyo que necesitaba. Su efecto al calmarme y tranquilizarme era como el de un maravilloso elixir.

    –Que Dios la bendiga –pude decir finalmente–. Debe habérmela enviado Él. Creo que si usted no llega a venir hubiera enloquecido.

    Sus ojos se inundaron de lágrimas.

    –¡Oh, señor West! –exclamó–. ¡Qué habrá pensado de nosotros! ¡Cómo hemos podido dejarlo abandonado tanto tiempo! Pero ahora todo acabó, ¿no es cierto? Seguramente se siente mejor.
    –Sí –le dije–, gracias a usted. Si no me deja solo, creo que pronto me sentiré bien del todo.
    –Claro que no lo dejaré solo –replicó, con un leve estremecimiento de su rostro, que expresó mejor su simpatía de lo que pudo haberlo hecho un volumen entero–. No debe creernos tan despiadados como lo parece, al haberlo dejado abandonado. Apenas he podido dormir, pensando cuánto extrañaría a su despertar; pero mi padre dijo que usted reposaría hasta muy tarde. Nos recomendó que sería mejor no mostrarle demasiada lástima al principio, sino que tratáramos de distraerlo y hacerle sentir que se encuentra entre amigos.
    –Esto último sí que lo han conseguido –repliqué–. Pero ya ve usted que es un salto de cien años y, a pesar de que anoche no parecía sentirlo mucho, esta mañana me levanté con ideas absurdas.

    Mientras tenía sus manos entre las mías y podía contemplarle el rostro, casi me sentía con ganas de bromear ante mi situación.

    –No se le vuelva a ocurrir irse solo a recorrer la ciudad a hora tan temprana –me dijo–. ¡Oh, señor West! ¿Por dónde anduvo?

    Le conté todo lo que me había pasado desde que me desperté hasta el instante en que la vi de pie y a mi lado, en la misma forma que acabo de explicarlo. Durante el relato se vio dominada por sincera aflicción y, a pesar de que yo había abandonado una de sus manos, no intentó retirar la otra, viendo sin duda el bien que me producía apretarla con la mía.

    –Creo que puedo comprender las sensaciones que ha sufrido –me dijo–. Deben haber sido horribles. ¡Y pensar que lo hemos dejado solo en esa lucha! ¿Podrá perdonarnos?
    –Pero ya todo ha concluido –le dije–. Ahora usted ha conseguido tranquilizarme.
    –No se deje dominar más por esos pensamientos –me pidió con ansiedad.
    –No estoy muy seguro de lograrlo –contesté–. Es demasiado pronto para decirlo, teniendo en cuenta las cosas raras que todavía tengo que ver.
    –Pero, por lo menos, trate de no afrontar solo otro estado de ánimo parecido –insistió–. Prométame que nos llamará, y déjenos expresarle nuestra simpatía y nuestro deseo de ayudarle. Tal vez no podamos hacer mucho, pero con toda seguridad siempre será mejor que estar solo.
    –Si me lo permite, acudiré a usted –le dije.
    –¡Oh, sí! Le pido que no deje de hacerlo –exclamó vivamente–. Haré todo lo que pueda para ayudarle.
    –Todo lo que necesita hacer es apiadarse de mí…, como parece estarlo ahora –repliqué.
    –Estamos de acuerdo, entonces –me dijo sonriendo, aunque las lágrimas aun brillaban en sus ojos–. La próxima vez me llamará, en lugar de andar dando vueltas por Boston entre gente extraña.

    Esta idea de que nosotros no éramos extraños el uno al otro ya no parecía rara, tanto nos habían unido en aquellos breves instantes mis penas y sus lágrimas de simpatía.

    –Le prometo que cada vez. que se me acerque –añadió, con expresión de encantadora malicia, que se transformó luego en entusiasmo– pareceré todo lo afligida que usted desee, pero ello no debe hacerle pensar ni por un momento que lo estoy de verdad, ni que usted debe seguir preocupado. Estoy bien segura de que el mundo de ahora es como el cielo, comparado con lo que era en otros tiempos, y que, dentro de poco, la única sensación que experimentará usted sera la de agradecimiento hacia Dios por haberle sacado de su vida anterior transportándolo a ésta.


    CAPÍTULO IX


    Tanto el doctor Leete como su esposa, que entraron en ese momento, quedaron completamente sorprendidos al enterarse de que había recorrido la ciudad sin que me acompañara nadie, y mayor fue su asombro al ver lo poco agitado que me encontraba después de tal aventura.


    –Su paseo no habrá dejado de ser interesante –me dijo la señora Leete, cuando poco después nos sentamos a la mesa–. Debe haber visto unas cuantas cosas nuevas.
    –La verdad es que apenas he visto algo que no fuera nuevo –le contesté–. Pero creo que lo que me ha sorprendido más es no ver ninguna tienda en la calle Washington, y ningún banco en la del Estado. ¿Qué han hecho con los comerciantes y los banqueros? ¿Los han ahorcado, quizás, como era el deseo de los anarquistas de mis tiempos?
    –No tanto como eso –replicó el doctor Leete–. No los necesitamos, eso es todo. En el mundo moderno sus servicios no son útiles.
    –¿Quién vende, entonces, las cosas que ustedes compran? –le pregunté.
    –Hoy en día no existe nada que se pueda comprar ni vender, puesto que la distribución de las mercaderías se hace de otra manera. En cuanto a los banqueros, desde que no existe el dinero, sus funciones carecen de objetivo.
    –Señorita Leete –dije, volviéndome hacia Edith–, temo que su padre se esté riendo de mí. No lo recrimino, porque la tentación ofrecida por mi ingenuidad debe ser extraordinaria. Pero, realmente, hay límites para mi credulidad relacionada con las modificaciones del sistema social.
    –Estoy segura de que mi padre no tiene la menor idea de bromear –me contestó, con tranquilizadora sonrisa.

    La conversación cambió de rumbo y la señora Leete habló sobre las modas femeninas del siglo XIX, y no se volvió al asunto sino hasta después de concluido el desayuno, cuando el doctor me invitó a subir al mirador, su refugio predilecto, al parecer.

    –Se quedó usted sorprendido –me dijo– al decirle que vivimos sin dinero ni comercio, pero un momento de reflexión lo convencerá de lo que le digo: el comercio existió y el dinero fue necesario por la sencilla razón de que el negocio de la producción estaba en manos de particulares, cosa que, en la actualidad, no tiene motivos de existir.
    –No veo bien cómo llegar a esta conclusión –observé.
    –Es muy sencillo –continuó el doctor Leete–. Cuando las cosas necesarias para la vida y la comodidad las producían innumerables personas que no eran parientes ni se conocían, sucedíanse interminables transacciones entre distintos individuos a fin de que cada uno se proveyera de lo que deseaba. Estas transacciones constituían el comercio, y el dinero era necesario para su realización. Pero cuando la Nación llegó a ser el único productor de toda mercadería, no hubo necesidad de transacciones entre los particulares, que podían conseguir fácilmente lo que necesitaban. Todo se obtenía en una sola fuente, y nada podía encontrarse en ninguna otra parte. El comercio fue reemplazado por un sistema de distribución directa mediante los grandes almacenes nacionales, y con él desapareció la moneda por innecesaria.
    –¿Cómo se encara esa distribución? –le pregunté.
    –De la manera más sencilla –contestó el doctor Leete–. Al comenzar el año se abre un crédito, en los libros públicos, a cada ciudadano, que corresponde a su participación en la producción anual de la Nación; al mismo tiempo, se le entrega una tarjeta que le permite retirar todo lo que desee, dentro de ese crédito, en los grandes almacenes públicos, establecidos en todas las localidades. Como puede ver, se elimina totalmente la necesidad de las transacciones mercantiles de cualquier género que sean entre productor y consumidor. Tal vez le interese ver una de nuestras tarjetas de crédito.

    »Observará usted –continuó, mientras yo examinaba curiosamente la cartulina que me enseñaba– que esta tarjeta vale por determinada cantidad de dólares. Hemos conservado el término antiguo, pero no su esencia. En la forma que la usamos, esta palabra no responde a una cosa tangible, sino que nos sirve simplemente como un símbolo algebraico para comparar el valor de los productos entre sí. Con este fin los cotizamos en dólares y centavos, como en su tiempo. El empleado marca en esta tarjeta el valor de lo que retiro, arrancando estas filas de cuadraditos, que representan el precio de lo llevado.

    –¿Podría transferirle a su vecino parte del crédito, a cambio de lo que usted quisiera comprarle? –le pregunté.
    –En primer lugar –respondió el doctor Leete–, nuestros vecinos no tienen nada para vendernos; pero, en todo caso, nuestro crédito no puede ser transferido, puesto que es estrictamente personal. Antes de que el estado pudiera acceder a tal transferencia, sería necesario conocer todos los detalles de la transacción, a fin de garantizar su absoluta equidad. Para abolir el dinero hubiera sido motivo suficiente, de no haber habido otros, el hecho de que su posesión no implicaba el derecho de tenerlo. Valía tanto en manos del hombre que por él había robado o matado, que en las de aquellos que lo habían ganado con su honrado trabajo. En la actualidad, la gente se cambia regalos y favores al amparo de la amistad, pero la compra y la venta se consideran incompatibles con el mutuo desinterés predominante entre los ciudadanos y el espíritu de la comunidad de intereses que sostiene nuestro sistema social.

    »De acuerdo con nuestros principios, el hecho de comprar y vender, bajo cualquiera de sus aspectos, es antisocial. Significa el egoísmo íntimo en perjuicio del prójimo, y ninguna comunidad, cuyos ciudadanos se hayan educado en tal escuela, podrá levantarse del bajo nivel de una civilización inferior.

    –¿Qué sucede si durante el año usted gasta más del valor indicado en su tarjeta? –le pregunté.
    –Es tan amplio el margen, que es difícil se llegue a gastar todo –contestó el doctor Leete–. Pero si hubiera sido agotado por gastos extraordinarios se puede conseguir un adelanto limitado sobre el crédito del año siguiente. Sin embargo, no se aconseja seguir este camino, que se dificulta mediante un descuento importante.
    –¿Debo entender que si no gastan esa asignación acumulan el sobrante?
    –También se permite eso, hasta cierto punto, cuando se prevé un desembolso extraordinario. Pero, salvo aviso en contra, se supone que el ciudadano que no ha agotado su crédito es porque no tiene ocasión de hacerlo y el saldo se vuelca en el sobrante general.
    –Este sistema no estimula el hábito del ahorro entre los ciudadanos –dije.
    –No se pretende que lo haga –fue la respuesta–. El Estado es rico y no desea que el pueblo se prive de nada. En sus tiempos los hombres se veían obligados a ahorrar bienes y dinero para prevenir la falta de medios de sustento, lo mismo para ellos que para sus hijos. Esta necesidad hizo que una virtud se transformara en una rutina. Pero en la actualidad no tiene tan laudable objeto y, habiendo perdido su utilidad, ha dejado de ser considerado como una virtud. Ningún hombre siente preocupaciones por el futuro, ni por sí mismo ni por sus hijos, porque la Nación garantiza, desde la cuna hasta la tumba, el alimento, la educación y el cómodo sostenimiento de cada uno de sus ciudadanos.
    –¡Vaya una arriesgada garantía! –exclamé–. ¿Qué seguridad tiene el Estado de ver compensado el desembolso hecho con el valor del trabajo de cada hombre? La sociedad puede ser capaz de sostener a todos sus miembros, pero algunos pueden ganar menos y otros más de lo que necesitan para vivir, y esto nos trae una vez más al asunto de los salarios, del cual hasta ahora no me ha dicho nada.

    »Una vez más le hago la misma pregunta: ¿cómo pueden ajustar satisfactoriamente los salarios o remuneraciones de tan variada e inconmensurable cantidad de ocupaciones, que son necesarias a la sociedad? En mis tiempos, los precios corrientes en el mercado determinaban tanto el valor del trabajo como el de las mercaderías. El patrón pagaba lo menos que podía y el obrero luchaba para conseguir más. Reconozco que éticamente no era un sistema muy noble; pero, por lo menos, nos facilitaba una fórmula, tosca pero sencilla, para arreglar un asunto que habría de presentarse innumerables veces por día si el mundo tuviera que seguir progresando. Nos parecía ser el único sistema práctico.

    El doctor Leete no contestó hasta después de meditar por breves instantes.

    –Conozco bastante la vieja ordenación de las cosas – dijo por último– para comprender lo que usted quiere decir; pero el sistema actual es tan profundamente distinto a este respecto que para contestarle con exactitud me encontraría con algunas dificultades. Me pregunta usted cómo regulamos los salarios; lo único que puedo contestarle es que en la actual economía social no existe nada que corresponda con lo que ustedes, en aquella época, entendían por salarios.
    –Supongo que se refiere a que no tienen dinero para pagar los salarios –repliqué–. Pero el crédito otorgado al trabajador en los almacenes gubernamentales vendría a significar lo que era el salario para nosotros. ¿Cómo se distribuye el importe del crédito concedido a los trabajadores en las distintas ocupaciones? ¿Con qué derecho reclama cada uno su participación personal? ¿Cuál es la base del reparto?
    –Su derecho –respondió el doctor Leete– es el de su humanidad. La base de su reclamación estriba en el hecho de ser humano.
    –¡El hecho de ser humano! –repetí incrédulo–. ¿Quiere decir usted que todos tienen la misma participación?
    –Exactamente.

    Los lectores de este volumen que no hayan conocido otra organización que la actual, o que no hayan estudiado cuidadosamente los relatos históricos de épocas pretéritas en que prevalecieron sistemas económicos muy distintos, no están en condiciones de comprender la estupefacción en que me vi sumido ante las sencillas declaraciones del doctor Leete.

    –Ya ve usted –me dijo sonriendo– que no sólo carecemos de dinero, sino que, ya se lo he dicho, no tenemos nada que corresponda a su idea del salario.

    Por mi parte logré dominar lo bastante mi sorpresa como para emitir algunos comentarios, puesto que, después de todo, yo era un hombre del siglo XIX.

    –Pero… algunos hombres hacen el trabajo de dos –exclamé–. ¿Están contentos los obreros más capaces de hallarse al nivel de aquellos más despreocupados?
    –No les damos la menor oportunidad para quejarse –repuso el doctor Leete–, pues pedimos a todos que produzcan en la misma escala.
    –Me gustaría saber cómo lo consiguen desde que el rendimiento de dos hombres cualesquiera nunca es parejo.
    –Nada más sencillo –fue la respuesta del doctor Leete–. Pedimos a todos que hagan el mismo esfuerzo; es decir, que rindan el mejor servicio de que son capaces.
    –Supongamos que cada uno rinda el máximo de su eficacia –le dije–. El resultado del esfuerzo será siempre mayor en uno que en otro.
    –Es verdad –repuso el doctor Leete–, pero el resultado del aumento del esfuerzo no tiene nada que ver con el asunto primordial, ya que sólo es cuestión de mérito. El mérito es una cuestión moral y el resultado de la producción una cuestión material. Sería una lógica extraordinaria la que tratara de resolver una cuestión moral con una medida de tipo material. El resultado del esfuerzo, en sí mismo, es una cuestión de mérito. Todos los hombres que llegan a su máximo hacen lo mismo. Las dotes de cada persona, por sobrenaturales que fueran, sólo servirían para fijar el límite de su obligación. El hombre de grandes cualidades que no las despliega en todo lo que puede, a pesar de que haga más que un hombre de cualidades inferiores pero que llega a su máximo, es un trabajador menos digno que este último, y contrae una deuda con sus semejantes. El Creador ha dispuesto las tareas de todo ser humano de acuerdo con las facultades que Él le ha dado; nosotros nos limitamos a exigir su cumplimiento.
    –No cabe duda de que es un brillante principio filosófico –dije–, mas, de todas maneras, parece un poco excesivo esto de que el hombre que produce el doble que otro, aunque ambos trabajen a conciencia, disfrute de la misma participación.
    –¿No le parece bien? –repuso el doctor Leete–. ¿Me permite que le diga a mi vez que eso es muy curioso? Sepa usted que el pensamiento de la gente de hoy en día es que, en lugar de recompensar al hombre que puede producir el doble, en el caso de que no lo haga así debe castigársele. En el siglo XIX, cuando un caballo arrastraba un peso mayor del que podía tirar una cabra, supongo que lo recompensarían. En la actualidad, si dejara de hacerlo, partiendo del mismo principio, es decir que siendo más fuerte puede realizarlo, le daríamos una buenta tunda de latigazos. ¡Es curioso cómo cambian los puntos de vista éticos!

    El médico dijo esto con tal guiñada que no tuve otro remedio que echarme a reír.

    –Pero… ¿qué atractivos –le pregunté– encontrará un hombre en desplegar sus mejores cualidades cuando, sea cual sea el producto obtenido, sus ingresos serán los mismos? No niego que existan caracteres sobresalientes que con esta organización social sean impulsados por su amor al bienestar de la comunidad; pero el término medio de los hombres tiende a echarse atrás, razonando que no hay interés en hacer mayores esfuerzos, ya que por ello no aumentarán ni disminuirán sus entradas.
    –¿Cree usted realmente –repuso mi compañero–, que la naturaleza humana es insensible a todo incentivo que no sea el temor a la necesidad o la pasión del lujo, y que poseyendo la seguridad y la equidad de su existencia no le queda nada que pueda estimularle para redoblar sus esfuerzos? Aunque sus contemporáneos se lo imaginaran, no pensaban realmente así. Cuando se trataba de hacer un esfuerzo supremo, de absoluto renunciamiento a su propio ser, sí que hallaban otros incentivos. No los mayores salarios, sino el honor, la esperanza de la gratitud humana, el patriotismo y la satisfacción del deber cumplido, eran los motivos esgrimidos ante las tropas cuando se trataba de morir por la Patria, y no ha habido ninguna época en la historia del mundo en que tales llamados no hayan encontrado eco en lo más bello y noble que existe en el hombre. No sólo esto; sino que, si se pone a analizar los motivos de la pasión por el dinero, que en sus tiempos era el impulso para un mayor esfuerzo, descubrirá que el terror a pasar hambre y el deseo del lujo no eran más que dos de las muchas razones que impelían a su conquista; otras, y mucho más importantes, eran la ambición del poder, de la posición social, de la notoriedad y del éxito.

    »Ya ve usted que, a pesar de haber suprimido la pobreza y el miedo que despierta, lo mismo que el lujo desorbitado y la esperanza de lograrlo, no hemos tocado para nada la mayor parte de las razones que inducían el amor al dinero en épocas pasadas o que procuraban la obtención de esfuerzos supremos. Los motivos más ruines, que ya no nos preocupan, han sido reemplazados por los más elevados, que les eran desconocidos en su época a quienes sólo se interesaban por el salario o la recompensa metálica.
    »En nuestros tiempos, en que cualquiera que sea la industria no es ya una servidumbre hacia otro, sino que es el servicio de la Nación, el patriotismo y el amor a la humanidad empujan al obrero como antaño arrastraban al soldado. El ejército de la industria no sólo es un ejército en virtud de su perfecta organización, sino también por el amor abnegado que anima a sus componentes.
    »Pero, así como ustedes le agregaban al patriotismo el amor por la gloria, a fin de aumentar el valor de los soldados, nosotros hacemos lo mismo. Estando basado nuestro sistema industrial en el principio de pedir a todos el mismo esfuerzo, es decir, que rindan lo más que puedan, notará usted que los medios utilizados para aguijonear a los trabajadores a fin de llegar al máximo rendimiento constituyen parte esencial del mismo. Destacarse por su mayor actividad en el servicio nacional es, para nosotros, el único camino seguro para merecer el respeto público, llegar a la distinción social y alcanzar el poder oficial.
    »El valor de los servicios prestados por un hombre fija su posición dentro de la sociedad. Comparados con los efectos de nuestra organización social para estimular el celo humano en el trabajo, juzgamos que el repetido fantasma de la desolante miseria y del desorbitado lujo en que se basaban ustedes, era un artificio tan débil e inseguro que parece cosa de bárbaros.

    En este punto fue agradablemente interrumpida nuestra conversación por la entrada de Edith Leete en el mirador en que nos hallábamos sentados. Estaba vestida como para salir y tenía que decirle algo a su padre respecto a un encargo que éste le había hecho.

    –A propósito, Edith –le dijo él, cuando ya la joven se retiraba–, me imagino que el señor West estaría interesado en visitar contigo los almacenes. Le he hablado de nuestro sistema de distribución y quizás le gustaría verlo en la práctica. Mi hija –añadió, encarándose conmigo– es una infatigable compradora, por decirlo así, y podría contarle muchas más cosas que yo de los grandes almacenes.

    Naturalmente, la proposición era muy agradable para mí, y habiendo sido Edith tan amable al expresar que mi compañía le encantaría, salimos juntos de la casa.


    CAPÍTULO X


    Si tengo que explicarle nuestro sistema de conseguir las cosas que necesitamos –dijo mi compañera mientras caminábamos por la calle–, debería explicarme antes el de ustedes. Nunca acabé de entender todo lo que he leído sobre el asunto. Por ejemplo, teniendo tantas tiendas, cada una con un surtido diferente, ¿cómo podía una mujer decidirse a efectuar cualquier compra sin haberlas visitado todas? Porque no haciéndolo así, no podía saber lo que había para elegir.


    –No había otro camino, por lo menos que yo sepa –le contesté.
    –Mi padre me llama infatigable compradora, pero creo que no tardaría en fatigarme si tuviera que hacer eso –fue el comentario risueño de Edith.
    –Es verdad que la pérdida de tiempo en ir de tienda en tienda era motivo de amarga queja por parte de las ocupadas amas de casa –le dije–; pero en lo que respecta a las representantes de la clase ociosa, aunque también se quejaban, creo que el sistema era mandado hacer a propósito para ellas, pues les agradaba matar el tiempo.
    –Pero sabiendo que había un millar de tiendas en la ciudad, de las cuales por lo menos cien eran del mismo estilo, ¿cómo podían aún aquellas más desocupadas hacer todo el recorrido?
    –Claro que en realidad no las visitaban todas –le expliqué–. Aquellas que tenían mucho que comprar aprendían pronto a encontrar los lugares en que se hallaba lo que les era necesario. Esta clase de señoras habían hecho una ciencia de la especialidad de cada tienda y compraban con mayor talento, consiguiendo siempre lo mejor y mas barato. Se requería no obstante, mucha experiencia para llegar a ese rendimiento Aquellas otras que estaban muy ocupadas, o conocían muy pocas cosas, se entregaban al azar, generalmente con poca fortuna, pues se quedaban con lo peor y más caro. Era una simple cuestión de suerte que las personas inexpertas en el arte de comprar recibieran el valor de su dinero en artículos.
    –Pero… ¿cómo podían continuar en tal desconcertante organización, cuando sus defectos resaltaban tan claramente?
    –Sucedía lo mismo que con nuestra organización social –repuse–. Ahora se pueden ver sus defectos con la misma claridad que entonces, pero nosotros no supimos encontrarles remedio.
    –Aquí está el gran almacén de nuestro barrio –me dijo en esto Edith, al encontrarnos ante la amplia entrada de uno de los magníficos edificios públicos que yo había observado en mi paseo matutino.

    En el aspecto exterior del edificio no había nada que hiciera recordar a cualquiera de las tiendas del siglo XIX. No había exhibición de mercaderías en las grandes ventanas, ni tampoco carteles que anunciaran los artículos o atrajeran al cliente. En el frente del edificio no había el menor signo o letrero que indicara el carácter del negocio interior; pero sobre el pórtico se destacaba un majestuoso grupo estatuario de tamaño humano cuya figura central era el ideal femenino de la Abundancia, cuerno en mano. A juzgar por la composición de la gente que entraba y salía, la proporción de los sexos entre los compradores era la misma que en el siglo XIX.

    Edith me explicó, mientras entrábamos, que en cada barrio había uno de estos grandes establecimientos distribuidores, de manera que ninguna casa privada quedaba a más de cinco o diez minutos de distancia.

    Era la primera vez que contemplaba el interior de este nuevo tipo de edificios públicos y el espectáculo, como era de esperarse, me impresionó profundamente. Me encontré en un inmenso local, intensamente iluminado, penetrando la claridad no sólo por numerosos ventanales sino también por la cúpula, cuyo punto más alto estaba a unos treinta metros del suelo. Debajo, en el centro del salón, corría una magnífica fuente, que proporcionaba al ambiente una agradable frescura. Las paredes y el cielorraso estaban pintados con tonos suaves, calculados para atenuar la luz que fluía al interior sin absorberla. Alrededor de la fuente había un espacio ocupado con sillas y sofás, donde estaban charlando muchas personas. Observé en las paredes leyendas que indicaban la clase de mercaderías a que estaban dedicados los mostradores de la parte inferior. Edith dirigió sus pasos hacia uno de éstos, donde había numerosas muestras de infinita variedad de muselina y empezó a revisarlas.

    –¿Dónde está el vendedor? –le pregunté, viendo que detrás del mostrador no había nadie y tampoco nadie parecía venir a atender al cliente.
    –No lo necesito –me explicó Edith–, puesto que aun no he elegido nada.
    –En mis tiempos –repliqué–, la principal tarea de los vendedores era ayudar a la gente a elegir los artículos.
    –¡Es curioso! ¿Para decirle a la gente lo que ésta necesitaba?
    –Claro, y a menudo la convencían de que comprara algo que no le hacía falta.
    –Pero… ¿no encontraban impertinente tal actitud las señoras? –me preguntó sorprendida Edith–. ¿Qué interés podían tener los empleados en que la gente comprara?
    –Era su único interés –le contesté–. Se los había tomado con el fin de vender las mercaderías, y se esperaba que hicieran lo posible, salvo el empleo de la fuerza, para conseguirlo.
    –¡Es verdad! ¡Qué tonta he sido en olvidarme! –dijo Edith–. El dueño de la tienda y sus empleados dependían, en aquellos tiempos, de la venta de las mercaderías para poder vivir. Claro que ahora todo es distinto. Las mercaderías son propiedad de la Nación. Están aquí a disposición de quienes las necesiten, y la ocupación de los empleados es atender al público para que les hagan sus pedidos, pero el Estado no tiene interés en que nadie se lleve ni un metro ni un kilo de nada que no necesite.

    Sonrió y agregó en seguida:

    –¡Qué extraordinario sería que un empleado se empeñara en convencerla a una de que se llevase lo que no le hacía falta, o lo que le parecía dudoso!
    –Pero hasta en el siglo XX podría ser útil un empleado, facilitándole informes sobre las mercaderías aunque no insistiera en que usted se las llevara –sugerí.
    –No –dijo Edith–, no es ésa su tarea. Estas etiquetas impresas, de cuyo contenido son responsables las autoridades, nos facilitan todos los datos que podamos necesitar.

    Me di cuenta, entonces, de que cada muestra tenía sujeta una etiqueta, con la indicación sucinta de todo lo relacionado con la fabricación y materia prima de la mercadería, así como todos los demás detalles, incluso el precio, de manera que no hubiese ninguna duda.

    –Por lo tanto –le dije–, el empleado no tiene nada que decir sobre las mercaderías que vende.
    –Absolutamente nada. No es necesario que las conozca ni que pretenda conocerlas. Todo lo que se requiere de él es cortesía y atención al tomar los pedidos.
    –¡Qué prodigiosa cantidad de mentiras elimina este sistema! –exclamé.
    –¿Quiere decir usted que los comerciantes de su tiempo desnaturalizaban las mercaderías? –me preguntó Edith.
    –¡Dios me libre de querer decir eso! –repuse vivamente–. Había muchos que no lo hacían así, siendo merecedores de respeto; pero había otros que sí, porque la tentación de engañar al cliente, o de que él mismo se engañase, era casi invencible, siendo que dependía el sostenimiento propio, y el de la mujer y los hijos, de la cantidad de mercaderías que se podían vender. Pero… señorita Leete, me parece que con mi charla la estoy distrayendo.
    –No se preocupe; ya he elegido lo que necesitaba.

    Al decir esto apretó un botón y no tardo en aparecer el empleado, el cual anotó el pedido en una boleta por duplicado, le entregó la copia y colocando el original en un pequeño receptáculo lo despachó por un tubo neumático.

    –El duplicado del pedido –me explico Edith, volviéndose hacia mí después que el empleado marcó el importe de su compra en la tarjeta de crédito que ella le dio– se le da al cliente, a fin de que al recibir la mercadería pueda revisarla y rectificar el error si lo hubiera.
    –Veo que ha sido usted muy rápida en su elección –le dije–. ¿Me permite que le pregunte cómo supo que no habría encontrado algo que le conviniera más en algún otro almacén? Pero… tal vez ustedes deben adquirir lo necesario en su propio distrito.
    –¡Oh, no! –replicó–. Compramos donde queremos, pero generalmente lo más cerca posible de casa, puesto que no ganaría nada visitando los otros locales. El surtido es idéntico en todos y está representado en cada caso por las muestras de todas las variedades de artículos producidos o importados por los Estados Unidos. Éste es el motivo por el cual uno puede decidirse rápidamente sin necesidad de ir a otra parte.
    –¿Es éste un simple local de muestras? No veo empleados que separen mercaderías o marquen paquetes.
    –Todos nuestros almacenes son locales de muestras, con excepción de algunos pocos artículos. Las mercaderías no exceptuadas se hallan todas en el gran depósito central de la ciudad, al cual se envían directamente desde los centros de producción. Hacemos el pedido teniendo a la vista la muestra y la declaración escrita de su materia prima, fabricación y cualidades. Los pedidos son enviados al depósito central y desde allí se distribuyen las mercaderías.
    –Esto significa una enorme economía de movimientos –le dije–. De acuerdo con nuestro sistema, el fabricante vendía al mayorista, éste a su vez al minorista, y éste por su parte al consumidor, y en cada transacción las mercaderías tenían que ser movidas de un lado a otro. Evitan ustedes un manipuleo más de los artículos, eliminando al minorista, con sus enormes ganancias y el ejército de empleados que debía sostener. Bueno, señorita Leete, este local no es otra cosa que la sección de pedidos de una casa mayorista, con el personal necesario. Con nuestro sistema de distribuir las mercaderías, convenciendo primero al cliente, luego separándolas y empaquetándolas, diez hombres no alcanzarían para lo que aquí hace uno. La economía debe ser asombrosa.
    –Supongo que será así –dijo Edith–, pues realmente nunca he conocido otro sistema. En todo caso, señor West, no deje de pedirle a mi padre que lo lleve algún día al depósito central, donde se recogen los pedidos desde las distintas casas de muestras de la ciudad entera, empaquetándose y enviándose desde allí las mercaderías a su destino. El sistema es perfecto.

    »Vea, por ejemplo, aquel empleado que está en una especie de cabina. A medida que las distintas secciones del almacén toman los pedidos, se los van enviando por transmisores. Sus ayudantes los clasifican y colocan cada clase separada en un receptáculo. El empleado del despacho tiene delante suyo una docena de tubos neumáticos, que corresponden a los principales grupos de mercaderías, comunicándose cada uno con la sección correspondiente del depósito central. Coloca el receptáculo de los pedidos en el tubo correspondiente y a los pocos instantes cae en el sitio debido del depósito central, junto con todos los pedidos del mismo género que llegan de los otros almacenes de muestras. Los pedidos son leídos, anotados y enviados a la expedición. Las piezas de género son colocadas sobre ejes que giran automáticamente y el cortador, que también trabaja a mano, corta incesantemente una pieza tras otra hasta que cae rendido, siendo reemplazado por otro operario; lo mismo sucede con el cumplimiento de los pedidos en cualquier otro renglón. Los paquetes son enviados por tubos neumáticos más grandes a cada barrio de la ciudad y de allí distribuidos a las casas de los compradores.

    –¿Cómo se las arreglan en los distritos rurales escasamente poblados? –le pregunté.
    –El sistema es el mismo –me explicó Edith–. Los salones de muestras del pueblo están unidos por transmisores con el depósito central del partido o departamento, el cual puede encontrarse a veces a varios kilómetros de distancia. Sin embargo, la transmisión es tan rápida que el tiempo perdido en el viaje es insignificante. Pero, a fin de ahorrar gastos, en muchos departamentos un juego de tubos conecta a varios pueblos con el depósito y entonces se pierde un tiempo algo mayor por la espera de uno u otro. A veces pasan dos o tres horas antes de recibir las mercaderías pedidas. Así ocurría en el lugar donde pasé el último verano, y lo encontré algo inconveniente.
    –En otros aspectos indudablemente los almacenes rurales también serán inferiores a los de la ciudad –le indiqué.
    –No –me contestó Edith–, fuera de lo dicho son exactamente iguales. El salón de muestras del pueblo más insignificante le permite, tal como éste, elegir entre todas las variedades de mercaderías que posee la Nación, porque el depósito rural se surte en la misma fuente que el depósito de la ciudad.

    Mientras veníamos de vuelta, me interesé por la gran variedad de tamaño y costo de las casas.

    –¿Cómo es –pregunté– que pueda existir tal diferencia en la construcción cuando todos los ciudadanos tienen los mismos ingresos?
    –Porque no obstante ser iguales las entradas –me explicó Edith–, el gusto personal determina la forma en que cada persona las gastará. Algunos prefieren lindas casas; muchos, como yo, prefieren hermosos vestidos; otros querrán una mesa refinada. Los alquileres que cobra la Nación por estas casas varían de acuerdo con el tamaño, estilo y ubicación, de manera que cada uno puede encontrar lo que le convenga. Las casas más amplias son ocupadas generalmente por familias numerosas, en las cuales son varios los que contribuyen a pagar el alquiler; mientras que las familias reducidas, como la nuestra, encuentran más convenientes y económicas las casas chicas. Esto es un asunto exclusivamente de gusto y conveniencia. He leído que en tiempos pasados la gente vivía, con mucha frecuencia, en mansiones lujosas y afrontando otros gastos que no podía satisfacer, con el único fin de aparecer más rica de lo que era. ¿Es así, señor West?
    –Debo reconocer que es verdad –respondí.
    –Bueno, pero bien ve usted que ahora no podría suceder, porque los ingresos de cada uno son conocidos y todo el mundo sabe que lo que se gasta por un lado hay que economizarlo por el otro.


    CAPÍTULO XI


    Cuando llegamos a la casa nos encontramos con que el doctor Leete no había regresado y la señora no estaba visible.


    –¿Es usted amante de la música, señor West? –me pregunto Edith.

    Le aseguré que para mí era la mitad de la vida.

    –Le ruego me disculpe la pregunta –dijo ella–. Hoy en día no se hacen preguntas semejantes; pero he leído que en sus tiempos, aun entre la clase culta, no había muchos que se interesaran por la música.
    –Debo reconcer también –repuse– que teníamos algunos géneros de música un tanto absurdos.
    –Sí, ya lo sé. No debí haberme dejado llevar, señor West, pero… ¿le gustaría escuchar algo de la nuestra?
    –Nada me encantaría tanto como escucharla a usted –le dije.
    –¡A mí! –exclamó riendo–. ¿Cree usted acaso que yo misma voy a tocar o cantar?
    –Así lo creía –repuse.

    Viéndome algo confundido, moderó su contento y me dijo:

    –Está de más decir que en la actualidad todos cantamos para educar la voz, y hay quienes aprenden a tocar diversos instrumentos para su distracción personal; pero la música profesional es tan grandiosa y perfecta, así como tan fácil tenerla a nuestra disposición cuando deseamos escucharla, que dejamos de lado nuestro canto o nuestra música de aficionados. Todos aquellos que son verdaderos artistas están en el servicio musical, y los demás nos quedamos tranquilos. Pero, ¿desea usted realmente oír un poco de música?

    Le aseguré una vez más que sería un placer.

    –Vamos entonces al salón de música –me dijo, y la seguí a un aposento todo revestido de madera, sin cortinas, con el piso también de madera lustrada.

    Estaba dispuesto a encontrarme con más novedades en materia de instrumentos musicales, pero no vi nada en aquella habitación que tuviera la menor traza de semejarse a ninguno. Era evidente que mi aspecto intrigado divertía a Edith.

    –Sírvase mirar el programa de hoy –me dijo, entregándome una cartulina– y decirme cuáles son sus preferencias. Recuerde que ahora son las cinco de la tarde.

    La cartulina llevaba la fecha del día –12 de septiembre de 2000– y contenía el programa de música más largo que yo había visto en toda mi vida. Era tan variado como extenso, y encontré una extraordinaria cantidad de solos, duetos y cuartetos vocales e instrumentales, amén de varias composiciones orquestales. Quedé un poco desconcertado ante aquella prodigiosa lista, hasta que la rosada punta del dedo de Edith me señaló una parte del mismo, donde la indicación “5 pm” abarcaba varias selecciones. Observé entonces que aquel fantástico programa servía para todo el día, dividido en veinticuatro secciones que correspondían a todas las horas. En la sección de las 5 pm había algunos números de música y le dije que prefería un solo de órgano.

    –Me alegro de que le guste el órgano –me dijo–. Creo que no hay otro género de música que más se adapte a mi temperamento.

    Me hizo sentar cómodamente, cruzó la habitación y, por lo que pude ver, no hizo más que tocar un par de botones, y en el acto el ambiente fue ocupado por las notas de un himno de gran órgano; y digo ocupado, y no invadido, porque, de alguna manera, el volumen de la melodía había sido perfectamente graduado con el tamaño del aposento. Escuché, apenas sin respirar, hasta el final. No había esperado oír semejante música, de ejecución tan perfecta.

    –¡Maravilloso! –exclamé, cuando la última onda sonora se perdió en el silencio–. Bach mismo ha de haber estado en las llaves del órgano. Pero… ¿dónde está el instrumento?
    –Espérese un momento por favor –me dijo Edith–. Quiero que escuche este vals antes de hacer más preguntas. Me encanta.

    Y mientras hablaba, el sonido de los violines llenó la habitación con el embrujo de una noche estival. Al concluirse me dijo:

    –No hay nada de misterioso en esta música, como usted parece imaginárselo. No ha sido ejecutada por hadas o genios, sino por manos humanas, buenas y sinceras, pero de suprema habilidad. Como en todo lo demás, hemos desarrollado en nuestro servicio musical el principio de la economía del trabajo. En la ciudad hay un cierto número de centros musicales, cuya acústica está adaptada a cualquier género de música. Estas salas están conectadas telefónicamente con todas las casas cuyos habitantes abonan una tarifa reducida… y puedo asegurarle que no hay ninguna que no lo esté. El cuerpo de músicos destinados a cada centro es tan grande que, a pesar de que cada artista, solo o en conjunto, no desempeña más que una pequeña parte, el programa diario se ejecuta durante las veinticuatro horas.

    »En esa cartulina, como podrá verlo usted mismo, hay programas variados de cuatro conciertos, cada uno ajustado a distinto género de música, que son realizados simultáneamente, pudiendo escuchar cualquiera de las cuatro piezas que prefiera oprimiendo simplemente el botón que conecta su casa con el local donde se ejecuta. Los programas se han coordinado de tal manera que ofrecen en cualquier momento gran variedad, no sólo en el terreno musical o instrumental, sino también en sus motivos, que varían de lo grave a lo alegre, de forma que pueden seguirse todos los gustos y temperamentos.

    –Me parece, señorita Leete –le dije– que si nosotros hubiéramos inventado el medio de que todo el mundo tuviera música en su casa, perfecta en calidad, ilimitada en cantidad, adaptable a cada espíritu, y haciéndola durar a voluntad, habríamos creído alcanzar el límite de la felicidad humana y no nos hubiésemos esforzado en la búsqueda de otros progresos.
    –Estoy segura de que jamás llegaré a comprender cómo se conformaba aquella gente amante de la buena música, dependiendo de un sistema tan anticuado –repuso Edith–. Supongo que la verdadera música digna de ser oída debía estar fuera del alcance de las grandes masas de pueblo, siendo conseguida úricamente por los más favorecidos de vez en cuando, merced a grandes molestias, enormes gastos, y aun por breves períodos, debiendo ajustarse a toda clase de arbitrariedades dispuestas por terceros.

    »Fíjese, por ejemplo, en sus conciertos y óperas. ¡Cuan molesto debe haber sido para ustedes soportar horas enteras de música imposible, para deleitarse con una o dos piezas de su agrado! Ahora bien, en una comida se pueden rechazar los platos que no satisfacen. ¿Quién iría a cenar, aunque tuviera apetito, sabiendo que estaría obligado a comer todo lo que le pusieran delante? Estoy segura de que el sentido del oído es tan delicado como el del gusto. Me inclino a pensar que tales dificultades para encontrar música verdaderamente aceptable, llegaron a acostumbrar a tanta gente que sólo conocía rudimentos de arte, a tocar y cantar en su casa.

    –Sí –observé–, ésta era la única música, cuando la había, para muchos de nosotros.
    –Bueno –suspiró Edith–, pensándolo bien, no es extraño que la gente de aquellos tiempos no se interesara por la música. Creo que yo misma la habría detestado.
    –Si he interpretado correctamente sus palabras –le dije–, este programa musical dura las veinticuatro horas del día. También así lo parece según esta cartulina, pero ¿quién está dispuesto a escuchar música, digamos a medianoche o en la madrugada?
    –¡Oh, mucha gente! –replicó Edith–. Para oír música se encuentra gente a cualquier hora; pero aunque no hubiera oyentes, desde medianoche hasta la mañana, sería igualmente útil para los desvelados y enfermos. En todos nuestros dormitorios hay una ficha telefónica a la cabecera de la cama, de manera que cualquiera que sufre de insomnio puede tener música a su placer, del género que corresponda a su estado.
    –¿Sucede lo mismo en la habitación que se me ha destinado?
    –Pero… ¡claro! ¡Qué tonta he sido al no decirle esto anoche! De todos modos, mi padre le enseñará a manejarlo antes de que hoy se vaya a dormir; y, con el receptor en el oído, se podrá reír de todas las ideas fantásticas que puedan volver a molestarlo.

    Por la noche el doctor Leete nos hizo algunas preguntas sobre nuestra visita a los grandes almacenes y en el transcurso de nuestra irregular comparación entre las costumbres de ambos siglos, alguien mencionó la cuestión de la herencia.

    –Supongo que las leyes que regían la herencia de los bienes y propiedades habrán sido suprimidas –comenté.
    –Al contrario –repuso el doctor Leete–, no ha habido la menor intromisión. En realidad, como lo irá notando, señor West, a medida que nos vaya conociendo mejor, en la actualidad hay muchas menos limitaciones que entonces en la libertad personal. Es cierto que la ley exige que toda persona debe servir a la Nación durante un período determinado de tiempo, en vez de darle a elegir como antes entre el trabajo, el robo y el hambre. Exceptuada esta disposición fundamental, que no es otra cosa que la simple reglamentación de la ley de la naturaleza, nuestro sistema no descansa sobre una legislación especial, y da la más amplia libertad para el desarrollo de la vida humana dentro de condiciones racionales.

    »Esta cuestión de la herencia nos viene de perlas para ilustrar el caso. El hecho de que el Estado sea el único capitalista y terrateniente, limita la propiedad del individuo al crédito anual y a los objetos personales y caseros que se ha procurado. Su crédito, como las rentas vitalicias de aquellos tiempos, se extinguen con la muerte, exceptuando una suma fija para los gastos del sepelio. Puede hacer lo que quiera con sus otros bienes.

    –¿Cómo se impide que, con el transcurso del tiempo, tal posible acumulación de bienes y efectos valiosos en manos de una persona pueda chocar con el principio de la igualdad con sus semejantes? –pregunté.
    –Este asunto se arregla por sí mismo en forma muy simple –fue la respuesta–. Dentro de la actual organización de la sociedad, la acumulación de bienes personales resulta onerosa desde el momento en que sobrepasa las necesidades de una verdadera comodidad. En sus tiempos, una persona que tenía su casa abarrotada de vajilla de oro y plata, porcelanas raras, muebles valiosos y cosas parecidas, era considerada rica, puesto que todo eso representaba dinero, y podía deshacerse de ellas en cualquier momento vendiéndolas. En la actualidad, aquella persona que se encontrara en una posición similar, a consecuencia de los legados recibidos de un centenar de parientes que hubieran fallecido al mismo tiempo, sería considerada poco feliz. Tales objetos maravillosos, no pudiendo ser vendidos, dejarían de tener valor, salvo para su empleo personal o para disfrutar de su contemplación.

    »Por otra parte, sus ingresos continuarían siendo los mismos, pero se vería obligada a derrochar su crédito en el alquiler de otras casas para guardar sus bienes, y aun más en el pago de los servicios de gente que se los cuidara. Puede estar seguro de que no tardaría en distribuir tales bienes, que no harían otra cosa que arruinarle, entre sus amistades; y que ninguna de éstas aceptaría más de los que pudiera conservar con tiempo y lugar convenientes. Ya ve, pues, que sería una precaución superflua prohibir la herencia de la propiedad personal a fin de impedir grandes acumulaciones.

    –Me habló usted de pagar los servicios de gente que cuidara su casa –le dije–, lo que me recuerda una pregunta que he estado a punto de hacerle varias veces. ¿Cómo han solucionado el problema del servicio doméstico? ¿Quién querrá desempeñar el papel de criado en una comunidad donde todos son iguales? Nuestras señoras ya tenían dificultades para encontrarlos, cuando todavía no había más que una ligera pretensión de igualdad social.
    –Precisamente porque todos son iguales, igualdad cuya existencia nada puede comprometer, y porque es honorable servir en una sociedad cuyo principio fundamental es que todos a su vez hayan de servir a los demás, encontraría varios fácilmente en el caso de que lo necesitáramos: un cuerpo de servidores domésticos como ustedes nunca lo habrían sonado –respondió el doctor Leete–. Pero no los necesitamos.
    –¿Quién hace entonces el trabajo casero? –pregunté.
    –Hay muy poco que hacer –dijo la señora Leete, a quien había dirigido mi pregunta–. El lavado y planchado se hace en los establecimientos públicos y la comida en las cocinas públicas. Todo el calor y la luz necesaria los obtenemos con la electricidad. Buscamos casas de tamaño adecuado a nuestras necesidades y las amueblamos de manera que su arreglo nos produzca un mínimo esfuerzo. No tendríamos ocupación para los criados.
    –El hecho –agregó el doctor Leete– de que ustedes tuvieran en las clases más pobres una reserva ilimitada de siervos a quienes podían imponer toda clase de tareas penosas y desagradables, los hacía indiferentes hacia las necesidades de ellos. Pero ahora que todos tenemos que trabajar, sin importar la forma que sea, en bien de la sociedad, todos los habitantes de un país tienen un interés común, que por otra, parte es muy personal, en buscar la forma de que la carga sea liviana. Este hecho ha dado un impulso prodigioso a toda clase de inventos para simplificar el trabajo, siendo uno de los primeros resultados obtenidos la combinación de la máxima comodidad con la mínima molestia en el arreglo de la casa. Llegado un momento de emergencia, tal como una limpieza general, una mudanza, o un enfermo en la familia, podemos conseguir siempre la ayuda inmediata proveniente del ejército industrial.
    –Pero, no teniendo dinero, ¿cómo recompensan a estos ayudantes?
    –No les pagamos a ellos, sino al Estado. Se obtienen sus servicios pidiéndolos en la oficina correspondiente, y su valor queda marcado en la tarjeta de crédito del solicitante.
    –¡Qué paraíso debe ser hoy el mundo para la humanidad femenina! –exclamé–. En mis tiempos, ni la salud ni un número ilimitado de sirvientes eximían a las señoras de alcurnia de la atención de la casa, y tanto las mujeres de la clase media, como las pobres, vivían y morían mártires del hogar.
    –Sí –dijo la señora Leete–, algo he leído sobre eso; lo suficiente, por lo menos, para convencerme de que, por mala que fuera la situación de los hombres, mucho más desgraciadas eran sus madres y esposas.
    –Cuando hace falta un médico –pregunté– ¿se limitan a llamar a la oficina correspondiente pidiendo que les manden a uno cualquiera?
    –Esta norma no sería adecuada para los facultativos –respondió el doctor Leete–. Cuanto más conoce el estado y constitución de un enfermo, mejores resultados obtiene un médico. Por consiguiente, el paciente debe estar en condiciones de llamar al médico que le parezca mejor, y así lo hace generalmente, como ustedes mismos lo hacían. La única diferencia es que, en lugar de cobrar los honorarios por su cuenta, lo hace en nombre de la Nación, marcando el importe en la tarjeta de crédito del enfermo, de acuerdo con la escala fijada para la asistencia médica.
    –Me imagino –dije– que si la tarifa es siempre la misma, un facultativo no puede rechazar clientes; por ello supongo que los médicos buenos serán llamados continuamente, dejando sin trabajo a los médicos malos…
    –En primer término, y olvídese por un instante que es un médico retirado el que le habla –dijo, con una sonrisa, el doctor Leete–, no tenemos médicos malos. No ocurre lo de antes, en que cualquier iniciado en términos científicos podía hacer experimentos en los cuerpos de sus semejantes. No se permite la práctica de la profesión a nadie que no haya estudiado la carrera y aprobado los severos exámenes de las escuelas. Por otra parte, en la actualidad, ningún médico desea levantarse un pedestal en perjuicio de sus colegas, ya que ello no le reportaría ninguna ventaja. Finalmente, el médico tiene que presentar informes regulares sobre su labor en la oficina médica, y si no la cumple en forma razonable, se le busca otra ocupación.


    CAPÍTULO XII


    Hubieran sido interminables las preguntas que yo necesitaba hacer antes de llegar a tener aunque sólo fuera un esbozo de las instituciones del siglo XX y, como la buena voluntad del doctor Leete parecía ser del mismo género, continuamos charlando mucho tiempo, después que se hubieron retirado las damas.


    Le expresé mi curiosidad por saber cómo se había arreglado la organización del ejército industrial, en forma de conseguir un estímulo para las actividades del obrero, que reemplazara la falta de preocupaciones por su sustento.

    –Debe comprender usted, en primer lugar –repuso el doctor– que la búsqueda de tales incentivos es sólo uno de los fines perseguidos en la organización que hemos adoptado para el ejército. Otro punto, no menos importante, es conseguir que los jefes de fila y capitanes dirigentes, además de los altos funcionarios del Estado, sean hombres de probadas cualidades, de manera que estén obligados por sus antecedentes a conducir a sus subordinados hasta el más elevado nivel de rendimiento, sin permitir desmayos de ningún tipo. Teniendo en vista estos dos objetos, el conjunto de miembros del ejército industrial se divide en cuatro clases principales.

    »Primera: la división uniforme de los trabajadores comunes, o no clasificados, que se destinan a cualquier género de tareas, generalmente las más ordinarias. A ella pertenecen todos los reclutas durante los tres primeros años.
    »Segunda: la de los aprendices,.que dura un año, a la cual son llamados los hombres que han cumplido los tres años de servicio en la clase anterior, y en donde conocen los primeros elementos de la ocupación elegida.
    »Tercera: el cuerpo principal de obreros completos, en la cual se cuentan las personas de veinticuatro a cuarenta y cinco años.
    »Cuarta: los oficiales, desde el más inferior, que está en contacto con la gente trabajadora, hasta el de la categoría más elevada.
    »Estas cuatro clases no tienen una forma común de disciplina. Los obreros no clasificados, que hacen diversos trabajos, no pueden ser regimentados tan severamente. Se entiende que se hallan en una especie de escuela, adquiriendo hábitos industriales. De todas maneras, se lleva ya el registro de su actuación, y los mejores son objeto de consideración y ayuda en el futuro, algo así como las palmas académicas que daban prestigio a la gente de su tiempo. Viene luego el año de aprendizaje, cuyo primer trimestre se dedica a aprender los rudimentos de su vocación, pero durante los nueve meses restantes se le observa con atención para determinar en qué grado se le alistará cuando se transforme en un obrero completo.
    »Parecerá extraño que el período de aprendizaje sea el mismo para todas las ocupaciones, pero eso se hace para conservar el principio de la uniformidad en el sistema, aunque en la práctica el trabajo durante ese año varíe según las dificultades propias de cada vocación. Porque, en aquellos oficios en que no se puede llegar al dominio completo durante un año, el resultado es que el aprendiz entra en el grado inferior de los obreros especializados, y allí se queda hasta que completa sus conocimientos. Esto es lo que sucede en casi todas las industrias. Los trabajadores especializados se clasifican en tres grados, de acuerdo con su eficiencia, y cada grado en dos clases, de manera que existen seis divisiones a la que pertenece cada cual según sus habilidades.
    »Para facilitar las pruebas de eficiencia, se hacen trabajos especiales, agotando todos los medios, aun los que puedan ser inconvenientes, y no siendo posible hasta se llega a emplear un substituto más adecuado para probar la capacidad. La gente es graduada todos los años, de manera que el mérito no tarda en destacarse, ni nadie puede dormirse sobre los laureles so pena de descender a un grado inferior. Los resultados de cada clasificación anual, dando la posición de cada hombre dentro del ejército, se dan a conocer en los periódicos públicos.
    »Aparte del gran incentivo que resulta del mayor esfuerzo, dado que los puestos superiores de la Nación son ocupados exclusivamente por los trabajadores de primera categoría, se los estimula de otra manera, tal vez de eficacia semejante, la cual consiste en privilegios especiales e inmunidades concernientes a la disciplina, disfrutadas por quienes ocupan los grados superiores. Eso, aunque no sea tan importante, tiene el efecto de mantener constantemente en la mente de cada uno el deseo de alcanzar el grado inmediato superior.
    »Es evidente la importancia de que no sólo los obreros buenos, sino los mediocres y los deficientes, puedan acariciar la esperanza de ascender. Siendo tan grande el número de estos últimos, es aún más importante que el sistema de promoción no funcione de manera que descorazone a unos y estimule a otros. Con este fin, los grados están divididos en clases. Como estas clases son numéricamente iguales, no hay en ningún momento, descontando los grados de oficiales, no clasificados y aprendices, más de la octava parte del ejército industrial en la clase inferior, y muchos de éstos son aprendices novicios, todos los cuales esperan ascender. Para alentar aún más a los menos inteligentes en forma de que hagan su labor lo mejor posible, un hombre que, luego de alcanzar un grado superior, retrocede al inferior, retiene, como si se tratara de una especie de credencial o diploma, su grado anterior. El resultado es que quienes de acuerdo con nuestro sistema de promoción dejan de conquistar algún premio, aquello les sirve de consuelo para su amor propio, permaneciendo durante todo el período de servicio en las clases más inferiores, aunque son una fracción insignificante del ejército industrial los que se vuelven tan insensibles a su posición como su capacidad para mejorarla.
    »No es necesario que un trabajador pase a un grado superior para que llegue a sentir el sabor de la gloria. Mientras el ascenso requiere una actuación general destacada, se recompensa una menor excelencia con menciones honorables y otro género de distinciones, así como también los hechos especiales y aislados en las diversas industrias. Queda bien entendido que ninguna forma de mérito dejará de ser reconocida.
    »En cuanto a la negligencia en el trabajo, malos resultados del mismo, o cualquier otro descuido por parte de hombres incapaces de generosos motivos, la disciplina del ejército industrial es demasiado firme como para no ser reprimidos en seguida. Un hombre capaz de cumplir su deber a conciencia y que se niegue reiteradamente, queda separado de la sociedad.
    »Los nombramientos para el lugar inferior en la jerarquía de los oficiales del ejército industrial, que es el de capataz ayudante o teniente, se reservan para aquellos hombres que han conservado su puesto dos años en la primera clase del primer grado. Donde existe un campo demasiado amplio, la selección se efectúa en el primer grupo de esta clase. De esta manera, nadie llega a tener mando efectivo antes de los treinta años.
    »Cuando ha sido nombrado oficial, su concepto, naturalmente, ya no depende de la eficacia de su propio trabajo, sino del realizado por sus hombres. Los capataces son nombrados entre los ayudantes, siguiendo el mismo sistema de elección, limitado a la menor clase elegible. En los nombramientos de los oficiales superiores se introduce otro método, cuya explicación nos haría perder mucho tiempo.
    »Naturalmente, tal sistema de graduación no hubiera sido de aplicación práctica en las pequeñas industrias de su tiempo, en muchas de las cuales apenas se habría podido obtener un solo empleado por cada división. No debe olvidar que, en la organización nacional del trabajo, el desenvolvimiento de todas las industrias se lleva a cabo con gran número de hombres, de manera que un centenar de chacras o tiendas de entonces estarían reunidas en una sola. Nuestro superintendente viene a ser como coronel, y hasta general, de un ejército de entonces.
    »Y ahora, señor West, dejaré que usted decida, con la observación de los breves detalles que le he proporcionado, si aquellos que necesitan incentivos especiales para cumplir correctamente su deber dejarán de encontrarlos en nuestro sistema.

    Le contesté que los estímulos ofrecidos me parecían, si había de hacer alguna objeción, demasiado fuertes y que el paso marcado para los jóvenes era harto animado, lo cual, en verdad, me permito añadir, continúa siendo mi opinión, ahora que un mayor conocimiento de la organización me ha permitido abarcar ampliamente todo el sistema.

    El doctor Leete, empero, me rogó que reflexionara, y estoy dispuesto a declarar que tal vez sea suficiente réplica a mi objeción el hecho de que el sustento del trabajador ya no depende de su categoría, no pudiendo acosarlo esa ansiedad por las postergaciones que sufriera; que el horario de trabajo es corto, las vacaciones regulares y que toda emulación cesa a los cuarenta y cinco años, al llegar a la edad madura.

    –No se imagine de todos modos que no porque la emulación tenga amplio juego como incentivo en nuestro sistema, la consideramos razón indispensable para actuar sobre los caracteres más nobles y dignos. Estos encuentran sus propios motivos de estímulo en su interior, no afuera, y miden su deber por su propia capacidad, no por la de los otros. Como su rendimiento está de acuerdo con sus fuerzas, considerarían poco razonable esperar aplausos o reproches por la labor efectuada. Para tales caracteres la emulación parece filosóficamente absurda y moralmente despreciable, porque substituye la envidia por la admiración y la alegría por la tristeza, en la actitud de cada uno respecto a los éxitos o fracasos de los demás.

    »Pero aun en el último año del siglo XX, no pertenecen a este orden superior todos los hombres, y los incentivos requeridos para quienes no lo son, deben ser adaptables a sus naturalezas inferiores. Para éstos, pues, la emulación debe ser cuidadosamente aguzada para que actúe como un acicate. Aquellos que lo necesitan no dejarán de sentirlo. Aquellos que están por encima de su influencia, no lo necesitan.
    »No quisiera dejar de indicar –terminó el doctor– que para aquellos cuya debilidad espiritual o física es demasiado grande como para permitirle la entrada en el cuerpo principal de trabajadores, tenemos una especie de cuerpo de inválidos, cuyos miembros se dedican a tareas livianas de acuerdo con su resistencia. Todos nuestros enfermos mentales o físicos, sordos y mudos, defectuosos y ciegos y paralíticos, pertenecen a este cuerpo de inválidos y llevan la insignia que los distingue. Los más sanos casi llegan a realizar el trabajo de un hombre normal; los más débiles, indudablemente, ninguno; pero no hay uno solo entre ellos que, pudiendo hacer algo, deje de mostrar su buena voluntad para realizarlo. Hasta nuestros dementes, en sus intervalos de lucidez, están prontos para hacer lo que puedan.

    –Excelente idea –dije–; hasta un bárbaro del siglo XIX puede comprenderlo. Es un modo agradable de disfrazar la caridad, y debe merecer la gratitud de sus beneficiados.
    –¡Caridad! –repitió el doctor Leete–. ¿Supone usted que consideramos a la clase de los incapaces como objeto de nuestra caridad?
    –Naturalmente –le dije–, puesto que no pueden sostenerse solos.

    Pero el doctor me interrumpió vivamente.

    –¿Quién es capaz de sostenerse solo? –preguntó–. En la sociedad civilizada no puede existir eso. En un estado social tan bárbaro donde no se conociera la cooperación familiar, probablemente cada individuo podría sostenerse solo, aunque nada más que durante una parte de su existencia; pero, desde el momento en que los hombres empiezan a vivir juntos, y constituyen una especie de sociedad, por rudimentaria que sea, es imposible bastarse a sí mismo. A medida que avanza la civilización entre los hombres, con la subdivisión de ocupaciones y servicios, una mutua dependencia compleja se convierte en universal norma. Cada hombre, por solitaria que parezca ser su ocupación, es miembro de una vasta asociación industrial, tan grande como la Nación, tan amplia como la humanidad. La necesidad de la mutua dependencia debería implicar el deber y la garantía del sostenimiento común; y eso, que no sucedía en sus tiempos, constituyó la. esencia cruel y absurda de aquel sistema.

    »Si usted tuviera en su casa a un hermano enfermo –insistió el doctor Leete–, incapaz de trabajar, ¿lo alimentaría con menos delicada comida, lo alojaría y vestiría más pobremente que a usted mismo? Estoy seguro de que le daría la preferencia y no por eso hablaría usted de caridad. Sólo la simple mención de esa palabra le causaría profunda indignación.

    –Es claro –repliqué–; pero los casos no son paralelos. Existe indudablemente la idea según la cual todos los hombres son hermanos; pero esta especie de fraternidad no puede ser comparada, salvo desde un punto de vista retórico, con la fraternidad de la sangre, ni en cuanto a sentimiento ni a obligaciones.
    –¡Por su boca habla el siglo XIX! –exclamó el doctor Leete–. ¡Ah, señor West, no cabe duda de que ha estado usted durmiendo mucho tiempo! Si fuera a darle, en una frase, la clave a la cual responden los misterios de nuestra civilización, al ser comparada con la de su época, le diría que es el hecho de que la solidaridad de la raza y la hermandad del hombre, en las cuales sólo veían ustedes unas palabras bonitas, son lazos tan reales y tan vitales como la fraternidad física, para nuestra manera de pensar y de sentir.

    »Pero aun dejando de lado esta consideración, no veo motivo para su sorpresa de que, a los que no puedan trabajar, se les conceda pleno derecho a la vida con el producto de aquellos que pueden hacerlo. Hasta en sus tiempos el deber del servicio militar para la protección de la Nación, al cual corresponde nuestro servicio industrial, siendo obligatorio en quienes podían cumplirlo, no actuaba en perjuicio de la ciudadanía de quienes eran inhábiles. Se quedaban en sus casas, protegidos por los que luchaban, y a nadie se le ocurría discutir su derecho, ni siquiera menospreciarlos. Lo mismo ocurre ahora. La exigencia del servicio industrial en aquellos que son capaces, no priva de los privilegios de la ciudadanía, que ahora están representados por el sustento del ciudadano, al que no puede trabajar. El obrero no es ciudadano porque trabaja, sino que trabaja porque es ciudadano. Así como ustedes reconocían el deber del fuerte de luchar por el débil, de la misma manera ahora que las luchas han desaparecido, reconocemos el deber de trabajar para él.
    »Una solución que deja un residuo irreductible no es solución. Nuestra solución del problema de la sociedad humana carecería de valor si dejáramos abandonados a sus propias fuerzas, igual que animales, a los inválidos, enfermos y ciegos. Muchísimo mejor sería dejar abandonados a los fuertes, que no tienen que arrastrar su fardo como aquellos por los cuales todo corazón debe sentir piedad, contribuyendo a suplir su debilidad espiritual y física. Además, como ya le he dicho, el derecho de todo hombre, mujer o niño a los medios de vida descansa en una base tan clara, amplia y sencilla, como la de ser representante de la misma raza, es decir, miembro de la familia humana. La única moneda corriente es la imagen de Dios, y todos nosotros la reconocemos.
    »Creo que no hay rasgo de la civilización de su época que repugne más a las ideas modernas que la negligencia con que se trataba a las clases desheredadas. Aunque ustedes carecieran de piedad y de sentimientos fraternales, ¿cómo no veían, al dejarlos desprovistos de lo necesario, que estaban robando a los incapaces su derecho a la vida?

    –Por aquí ya no marchamos de acuerdo –le dije–. Admito el derecho de esta clase a solicitar nuestra piedad, pero ¿cómo aquellos que no producían nada sostenían su derecho a una participación en la distribución?
    –¿Cómo era posible –replicó el doctor Leete– que los trabajadores de entonces estuvieran capacitados para producir más que idéntica cantidad de salvajes? ¿No sería porque ustedes habían encontrado a mano toda la herencia del conocimiento pasado y de los progresos de la especie, toda la maquinaria de la sociedad, que era la contribución de miles de años? ¿Cómo llegaron a ser dueños de este conocimiento y de esta maquinaria, que representaba diez veces el aporte de ustedes en el valor de la producción? ¿No es cierto que la heredaron? ¿No eran también herederos condóminos aquellos otros hermanos infortunados e inválidos que ustedes expulsaron? ¿Qué hicieron con la parte de ellos? ¿No se la robaron, al arrojarles algunas migajas a quienes tenían derecho a estar sentados junto a los herederos, y no añadieron el insulto al robo cuando llamaron caridad a esas migajas?

    »¡Ah, señor West! –continuó el doctor, al ver que yo nada respondía–. Lo que no comprendo, dejando de lado todas las consideraciones de sentimientos justos y fraternales hacia el paralítico y el defectuoso, es cómo los trabajadores de su tiempo podían poner el menor cariño en sus tareas, sabiendo que sus hijos o nietos, si llegaban a encontrarse en aquellas desventuradas condiciones, se verían privados no sólo de las comodidades sino de las cosas imprescindibles para vivir. Es un misterio la razón por la cual los padres de familia podían contribuir a un sistema en el cual eran recompensados a costa de otros menos dotados de fuerza física y vigor mental.
    »En esta misma discriminación en que el padre obtenía su beneficio, el hijo, por quien hubiera dado la vida, podía tal vez ser más débil que los otros, y verse reducido a la pobreza y la mendicidad. No acabo de comprender cómo podían los hombres en esas condiciones dejar hijos en pos de sí.


    CAPÍTULO XIII


    Como me lo había prometido Edith, el doctor Leete me acompañó a mi dormitorio cuando me retiré, para enseñarme el manejo del teléfono musical. Me mostró, haciendo girar un botón, la forma de regular la intensidad de la música, de manera que llenara la habitación o se fuera apagando hasta convertirse en un eco tan lejano y suave que apenas pudiera oírse. Si estando dos personas juntas, una deseara dormir y la otra escuchar música, podíase conseguir que ambas realizaran su voluntad.


    –Me permito insistir en aconsejarle que esta noche duerma todo lo que le sea posible, señor West, con preferencia a escuchar las más bellas armonías del universo –me indicó el doctor Leete, después de darme todas las explicaciones–. El sueño es el mejor tónico para sus nervios en la penosa crisis que está atravesando.

    Teniendo presente en mi memoria lo que había sucedido por la mañana, le prometí seguir su consejo.

    –Muy bien –me dijo–; entonces dejaré puesto el teléfono para las ocho de la mañana.
    –¿Qué quiere decirme con esto? –le pregunté.

    Me explicó que mediante un mecanismo de relojería, la música despertaba a una persona a la hora que se le ocurriera.

    Empezaba a parecerme, como no tardó en probarse, que había perdido mi inclinación al insomnio junto con algunas otras incomodidades del siglo XIX; puesto que, sin tomar ninguna droga, apenas puse la cabeza en la almohada, como en la noche anterior, me quedé profundamente dormido.

    Soñé que estaba sentado en el trono de los Abencerrajes, en el salón de banquetes de la Alhambra, obsequiando a mis caballeros y generales, que al día siguiente habían de seguir a la Media Luna contra los perros cristianos de España. En el ambiente, refrescado por los surtidores de las fuentes, flotaba un perfume de flores. Un grupo de muchachas de Nautch, de ondulantes formas y labios sensuales, bailaban con gracia voluptuosa al compás de la música de instrumentos de cobre y de cuerdas. Al levantar la mirada hasta las enrejadas galerías, uno podía captar de vez en cuando el destello de los ojos de alguna belleza del harén real, contemplando a la flor y nata de la caballería morisca. Cuanto más fuerte retumbaban los címbalos, más crecía el bullicio de la reunión, hasta que la sangre de la raza del desierto no pudo resistir el marcial delirio, y los exaltados nobles saltaron sobre sus pies. Fueron esgrimidas un millar de cimitarras y el grito de Allah il Allah hizo retemblar el salón… y me desperté, para encontrarme en plena luz matinal, resonando en el cuarto los acordes de la música eléctrica de la «Diana Turca».

    Durante el desayuno, al contar a mi huésped lo acontecido, me enteré de que no había sido casual que la pieza de música que me despertó fuera una diana. Siempre eran de carácter animado las armonías que partían de uno de los centros musicales a la hora en que la gente se levantaba.

    –A propósito –dije–, esto me recuerda, hablando de España, que no se me había ocurrido hacerle ninguna pregunta relacionada con Europa. ¿Se han renovado también las comunidades del Viejo Mundo?
    –Sí –respondió el doctor Leete–. Las grandes naciones de Europa, lo mismo que Australia, México y algunas partes de América del Sur, son ahora repúblicas industriales, siguiendo los pasos de los Estados Unidos, que fueron los iniciadores de la evolución. Las relaciones pacíficas de todos estos países se hallan aseguradas por una especie de unión federal de extensión mundial. Un consejo internacional regula el intercambio comercial de sus miembros y su política común respecto de los pueblos más atrasados, que se están transformando gradualmente en instituciones civilizadas. Cada país disfruta de la más absoluta autonomía dentro de sus fronteras.
    –¿Cómo puede desenvolverse el comercio sin dinero? –le pregunté–. Al traficar con otros países, ustedes deben emplear alguna clase de dinero, aunque no lo tengan en cuenta para los negocios internos de la nación.
    –¡Oh, no! El dinero es tan superfluo para los asuntos internos como para los exteriores. Cuando el comercio exterior estaba en manos de empresas privadas, el dinero era necesario teniendo en cuenta la múltiple complejidad de las transacciones; pero en la actualidad cada nación funciona como una unidad independiente. No habiendo más de una docena, por decirlo así, de comerciantes en todo el mundo, basta un sencillo sistema de cuenta corriente para regular sus transacciones. Cada país tiene una oficina de cambio exterior, que dirige las operaciones comerciales. Por ejemplo, la oficina norteamericana, considerando que tales cantidades de productos franceses son necesarios para el consumo interno de su país durante un año determinado, hace el pedido a la oficina francesa, la cual, a su vez, envía las mercaderías a nuestra oficina. Lo mismo se hace con los otros países.
    –Pero ¿cómo se determinan los precios de los productos extranjeros, siendo que no hay competencia?
    –El precio según el cual un país provee a otro de sus productos –replicó el doctor Leete– debe ser el mismo que está marcado para sus propios ciudadanos. Ya ve usted que no hay modo de equivocarse. Claro que, en teoría, ningún país tiene la obligación de facilitar a otro el producto de su propio esfuerzo, pero está en el interés común el intercambio de mercaderías útiles para todos. Y aun más: si un país provee a otro con determinado producto, debe haber un aviso anticipado de cada una de las partes sobre cualquier modificación de importancia en las recíprocas relaciones.
    –Pero si un país que tuviera el monopolio de algún producto natural se negara a facilitarlo a los demás, o a uno solo, ¿qué pasaría?
    –Nunca se ha presentado tal caso, ni podría suceder, sin que la nación que se negara fuera la más perjudicada –replicó el doctor Leete–. De presentarse la situación que usted sugiere, obligaría a todas las naciones del mundo a presentar un frente único, cortando toda clase de relaciones con el país que hubiera adoptado aquella actitud, el cual quedaría aislado. No, esta idea no puede preocuparnos.
    –Supongamos, empero –le dije–, que un país, poseyendo el monopolio natural de algún producto, elevara el precio, consiguiendo así aprovecharse de las necesidades de sus vecinos sin impedir por ello la exportación. Claro que sus habitantes tendrían que pagar ese precio más alto por la mercadería en cuestión, pero siendo la nación un solo cuerpo la ganancia obtenida en las ventas al exterior redundaría en el común beneficio.
    –Cuando esté más al tanto de la forma en que hoy en día se determina el precio de las mercaderías, comprenderá que es imposible que pueda ser modificado, salvo en lo que se refiere a la mayor dificultad para producirlas –fue la respuesta del doctor Leete–. Este principio es una garantía tanto nacional como internacional, pero aun sin ello, se encuentran tan profundamente arraigados en la actualidad el sentido del interés común, que es universal, y la convicción de que el egoísmo es una locura, que no sería posible la realización de acto tan inicuo.

    »Debe comprender usted, por otra parte, que todos tenemos en vista una eventual unificación del mundo en una sola entidad, la cual sería el ideal de la sociedad humana, reportando, además, ciertas ventajas económicas dentro del actual sistema federal de naciones autónomas. El sistema actual, sin embargo, se desenvuelve tan maravillosamente, que dejaremos con agrado a nuestros descendientes la realización de ese proyecto. No es menos cierto que existen quienes sostienen su imposibilidad, alegando que el plan federal es una solución definitiva, no provisoria, del problema universal.

    –¿Cómo se las arreglan cuando las cuentas de dos naciones no dejan saldos iguales? –le pregunté–. Supongamos que importamos de Francia más de lo que exportamos a este país…
    –Al terminar el año –contestó el doctor–, se examinan las cuentas de todas las naciones. En el caso de que seamos deudores de Francia, es probable que seamos acreedores de alguna otra nación que a su vez le deba a Francia, y lo mismo ha de suceder con los otros países. De acuerdo con nuestro sistema, no pueden ser muy grandes las diferencias que muestren las cuentas al ser revisadas por el consejo internacional. De todos modos el consejo exige que sean saldadas a los pocos años, aunque puede pedir su arreglo inmediato si fueran demasiado elevadas, porque no se desea que ninguno figure mucho tiempo como deudor de otro, a fin de no despertar sentimientos contrarios a la amistad. Como una precaución mayor, el consejo internacional inspecciona los productos cambiados entre los distintos Estados, a fin de conservar inalterable su calidad.
    –Pero cuando finalmente hay que saldar las diferencias, ¿cómo se arreglan si el dinero no existe?
    –Con artículos corrientes de producción nacional. Como norma preliminar al establecimiento de las relaciones comerciales, se llega a un acuerdo sobre la clase y cantidad de artículos con que se saldarán las cuentas.
    –Otro punto sobre el que deseaba hablarle es el de la emigración –le dije–. Organizada cada nación como una institución industrial privada, monopolizando todos los medios de producción, aunque la ley le permitiera desembarcar, un emigrante se moriría de hambre. Me parece que ya no debe existir la emigración.
    –Todo lo contrario. Hay una constante emigración, entendiendo por esto el traslado a un país extranjero para residir en él de manera permanente. Veamos el caso de un hombre que a los veintidós años emigrara de Inglaterra a Norteamérica. El primer país perdería todo el desembolso hecho en su sostenimiento y educación, y el segundo conseguiría un obrero que no le ha costado nada. En consecuencia, Norteamérica debe pagar una prima a Inglaterra. Si el hombre está cercano a la edad en que termina su período de trabajo cuando emigra, el país que lo recibe obtiene la indemnización. Respecto a las personas incapaces, de cualquier género que sean, se ha convenido que cada nación sea responsable de sus ciudadanos en tales condiciones, y su traslado puede ser hecho con la absoluta seguridad de que su país de origen garantiza su sostenimiento. Cumpliendo estas normas, no se restringe nunca el derecho a emigrar de cualquier persona.
    –¿Cómo arreglan los viajes de placer o de estudio? ¿Cómo puede viajar un extranjero por un país cuyos habitantes no reciben dinero, puesto que se les provee de todos los recursos para vivir, cosa que no sucede con él? Supongo que su propia tarjeta de crédito no tendrá valor en tierras extrañas. ¿Cómo se paga el viaje, entonces?
    –Una tarjeta de crédito norteamericana –contestó el doctor Leete– es tan buena en Europa como lo era en otros tiempos el dólar, y utilizable en las mismas condiciones; es decir, se puede cambiar por la moneda corriente del país en el que usted esté viajando. Un norteamericano que visite a Berlín presenta su tarjeta de crédito en la oficina local del consejo internacional, y recibe en cambio una tarjeta de crédito alemana por el valor total o parcial de la suma, siendo debitado su importe a los Estados Unidos y acreditado a favor de Alemania en la cuenta corriente internacional.

    Al levantarnos de la mesa dijo Edith:

    –Tal vez al señor West le agradaría cenar esta noche en El Elefante.
    –Ése es el nombre que damos al comedor general de nuestro barrio –me explicó su padre–. No sólo nuestra comida se hace en las cocinas públicas, como ya se lo expliqué anoche, sino que el servicio y calidad de los manjares son más satisfactorios cuando se comen en los restaurantes. Tenemos la costumbre de desayunarnos y almorzar en casa, para no tener la molestia de salir, pero generalmente cenamos afuera. No lo hemos hecho desde que usted se encuentra con nosotros, por la idea de que sería mejor esperar hasta que se haya adaptado más a nuestras costumbres. ¿Qué le parece, cenamos afuera?

    Le respondí que lo haría con mucho agrado. Al rato vino a verme Edith y me dijo sonriendo:

    –Estuve pensando anoche lo que podría hacer para que usted se sintiera más en su casa, hasta que se haya habituado a nuestra presencia y, finalmente, se me ocurrió una idea. ¿Qué diría usted si le pusiera en contacto con ciertas simpáticas personas de su época, con las que seguramente usted ha tenido trato?

    Le contesté sin mucho entusiasmo que eso sería un placer para mí, pero no podía ver claro cómo se las arreglaría para lograrlo.

    –Venga conmigo, entonces –fue su sonriente respuesta–, y vea si cumplo mi palabra.

    Sentía que mi facultad de sorprenderme estaba ya exhausta después de las numerosas emociones que había experimentado, pero no fue sin alguna curiosidad que la seguí a una habitación que no conocía. Era un aposento reducido y cómodo, cuyas paredes estaban revestidas de estanterías llenas de libros.

    –Aquí están sus amigos –dijo Edith, indicándome uno de los estantes.

    Mientras mis ojos recorrían los nombres, en el lomo de los volúmenes –Shakespeare, Milton, Wordsworth, Shelley, Tennyson, Defoe, Thackeray, Hugo, Hawthorne, Irving y una cantidad mayor de grandes escritores de mis tiempos y de todos los tiempos–, comprendí su idea. Había cumplido su palabra, pero de manera tal, que su literaria realización hubiera sido un desengaño. Me había llevado junto a un grupo de amigos que, durante el siglo transcurrido desde que los tuve ante mis ojos, habían envejecido tan poco como yo. Su vigoroso espíritu, su criterio agudo, sus risas y sus lágrimas, eran tan comunicativos como cuando sus sentencias hacían deslizar suavemente las horas de un siglo atrás. Ya no podía sentirme solo en tan buena compañía, por muy profundo que fuera el abismo que los años hubiesen ahondado separándome de mi vida anterior.

    –Ya veo que está satisfecho de que lo haya traído aquí –exclamó Edith, radiante, al leer en mi rostro el éxito de su tentativa–. ¿No es verdad que ha sido una buena idea, señor West? Lo dejaré con ellos, porque sé que ahora cuenta usted con sus viejos compañeros; pero recuerde que no debe permitirles que le hagan olvidar a los nuevos amigos.

    Y se alejó después de hacerme esta amistosa indicación.

    Atraído por el más familiar de los nombres que tenía delante mío, tomé un volumen de Dickens y me senté a leer. Había sido mi autor favorito entre los escritores del siglo –me refiero al decimonoveno– y muy raramente transcurría una semana, en mi anterior existencia, sin que le dedicara alguna hora. Cualquier libro que me hubiera sido conocido, me habría causado extraordinaria impresión al volver a leerlo en las actuales circunstancias; pero mi excepcional familiaridad con las obras de Dickens tuvo la fuerza suficiente, que otros no habrían conseguido, para evocar recuerdos de tiempos idos, intensificando, por contraste, mi apreciación sobre los momentos actuales.

    Por desconcertantes que sean los detalles del ambiente nuevo en que uno se ve envuelto, la tendencia natural es a asimilarse al mismo, tan pronto como se ha perdido el sentimiento de verlos objetivamente, absorbiendo su desconocimiento. Esa tendencia, que casi me había vencido, fue deshecha por las páginas de Dickens, que me transportaron, por las ideas que asociaban, al punto de partida de mi vida anterior. Con una claridad no lograda hasta ese instante, veía ahora el pasado y el presente uno junto al otro, como contrapuestas figuras.

    Durante el par de horas que estuve allí sentado con el libro de Dickens abierto ante mis ojos, no pude leer más que unas pocas páginas. Cada párrafo, cada frase, hacían resaltar algún nuevo aspecto de la transformación mundial que había tenido lugar y desviaban mi imaginación hacia lejanos caminos. Mientras así meditaba en la biblioteca del doctor Leete, llegué gradualmente a tener una idea más clara y concreta del prodigioso espectáculo que me había tocado contemplar, y me invadió profunda emoción ante lo que parecía un capricho del destino, permitiendo, a quien tan poco lo merecía, ser el único de sus contemporáneos que apareciera de nuevo sobre la tierra en años tan avanzados.

    Nunca me había preocupado, ni menos había trabajado, por un mundo nuevo, como tantos otros lo hicieran, indiferentes al desprecio de los locos o a la falta de sentido de los cuerdos. Mucho más de acuerdo con la lógica hubiera sido que llegara a contemplar la realización de lo anhelado una de aquellas almas ardientes y proféticas, como la de aquel, por ejemplo, cuyo recuerdo cruzó mi mente, que lo merecía mil veces más que yo, y que había cantado una y otra vez la visión de un mundo venturoso:

    For I dipt into the future, far as human eye could see,
    Saw the vision of the world, and all the wonder that would be;
    Till the war–drum throbbed no longer, and the battle–flags were furled
    In the Parliament of man, the federation of the world.
    Then the common sense of most shall hold a fretful realm in awe,
    And the kindly earth shall slumber, lapt in universal law.
    For I doubt not through the ages one increasing purpose runs,
    And the thoughts of men are widened with the process of the suns.2


    Aunque en sus viejos tiempos perdiera por momentos la confianza en su propio vaticinio, como lo hacen casi siempre los profetas en sus horas de amarga depresión, habían quedado las palabras como testimonio eterno de la visión del poeta, verdadera recompensa que es dada a la fe.


    CAPÍTULO XIV


    En aquel día cayó una violenta tromba de agua sobre la ciudad, y deduje que las calles habrían quedado en tales condiciones que mis huéspedes cambiarían de idea, quedándose a cenar en su casa, aunque según me parecía haber entendido el salón de comidas no quedaba muy lejos. Llegada la hora quedé sorprendido al ver aparecer a las señoras dispuestas a salir, sin llevar ni impermeable ni paraguas.


    El misterio quedó aclarado en cuanto pisé la calle, porque observé que se había desplegado, a todo lo largo de las aceras, una especie de toldo impermeable, convirtiéndolas en un corredor tan seco como bien. iluminado, por el cual desfilaban damas y caballeros vestidos para la cena. Puentes livianos, igualmente protegidos, permitían cruzar las calles en las esquinas.

    Edith Leete, junto a quien caminaba yo, parecía muy interesada al saber, cosa que parecía una novedad para ella, que el mal tiempo tornaba intransitables las calles del viejo Boston, salvo para quienes se animaban a salir protegidos por paraguas, botas y pesados abrigos.

    –¿No conocían los toldos para las aceras? –me preguntó.

    Le expliqué que ya se usaban, pero en forma irregular y esporádica, siendo de propiedad privada. Me contó, a su vez, que en la actualidad todas las calles estaban protegidas de las inclemencias del tiempo en la forma que yo había visto, y cuando ya no era necesario se enrollaba el aparato, quedando fuera de la vista. Creía ella, en su fuero interno, que debía considerarse locura permitir que el estado del tiempo pudiera influir sobre las actividades sociales del pueblo. Pero el doctor Leete, que caminaba delante de nosotros, habiendo oído algunas palabras de nuestra conversación, se dio vuelta para decir que la diferencia entre la era del individualismo y la de la cooperación se definía claramente por el hecho de que cuando llovía, en el siglo XIX el pueblo de Boston abría trescientos mil paraguas sobre muchas cabezas y en el siglo XX se abría un paraguas sobre todas las cabezas.

    –El paraguas individual –dijo Edith, mientras seguíamos caminando– es la imagen favorita de mi padre para ilustrar los viejos tiempos en que cada uno vivía para sí y para su familia. En la Galería de Arte hay un cuadro del siglo XIX, en el que se ve una cantidad de gente bajo la lluvia, y cada persona sostiene un paraguas que lo resguarda junto con su mujer, dejando que las gotas resbalen sobre el vecino. Mi padre insiste en que la intención del artista fue burlarse de su propia época.

    En esto llegamos a un edificio donde iba entrando muchísima gente. A causa del toldo no pude ver bien el frente, pero debía de ser magnífico si estaba de acuerdo con el interior, que era más hermoso que el gran almacén visitado el día anterior. Mi compañero me explicó que el grupo escultórico que se hallaba sobre la entrada era objeto de mucha admiración. Después de subir una imponente escalera seguimos por un amplio corredor sobre el que se abrían numerosas puertas. Entramos por una de ellas, en cuya parte exterior había visto el nombre de mi huésped, y me encontré en un elegante comedor donde había una mesa preparada para cuatro personas. Las ventanas se abrían sobre un patio donde una fuente elevaba a gran altura su surtidor, y la música parecía vibrar en la atmósfera.

    –Esto da la impresión de que estuviesen ustedes en su propia casa –le dije, mientras nos sentábamos y el doctor Leete tocaba un timbre.
    –Es, en realidad, una parte de nuestra casa aunque separada del resto –replicó–. Todas las familias del barrio, mediante el pago de una pequeña cuota anual, tienen un aposento reservado en este gran edificio para su uso exclusivo y permanente. En otro piso hay comodidades para personas solas y gente que está de paso. Avisamos el día anterior que vendremos a cenar y elegimos los platos de las listas que aparecen todos los días en los periódicos. La comida es preparada de acuerdo con nuestro gusto, aunque siempre resulta mas módica y mejor condimentada que si se prepara en casa. Nada preocupa más a la gente en estos momentos que el mayor refinamiento en la cocina, y confieso que nos sentimos algo vanidosos por el éxito alcanzado en el servicio. ¡Ah, mi estimado señor West, aunque muchos aspectos de la civilización de ustedes fueran trágicos, creo que ninguno sería más desalentador que el de las miserables comidas que tenían, salvo, naturalmente, aquellos que poseían grandes riquezas!
    –Tenga la seguridad de que nadie se atrevería a desmentir su afirmación –le dije.

    En esto apareció el mozo, que resultó ser un joven de excelente aspecto, vestido con un sencillo uniforme. Lo estudié con toda atención, puesto que era la primera vez que tenía la oportunidad de contemplar de cerca a uno de los miembros del ejército industrial en actividad. No ignoraba, por lo que se me había dicho, que este joven estaba perfectamente educado y socialmente se hallaba, desde cualquier punto de vista, a la misma altura de aquellos a quienes servía, lo cual bien pronto se observaba, ya que ni por una ni otra parte la situación era de ninguna manera embarazosa. El doctor Leete le dirigía la palabra, como lo haría cualquier persona educada, en un tono carente de arrogancia pero sin ser tampoco suplicante, mientras que el joven se conducía como una persona que sólo desea cumplir la tarea encomendada, sin familiaridad pero tampoco sin rebajarse. En realidad, tenía todo el aspecto de un soldado en servicio, pero sin el estiramiento militar.

    Después que el joven hubo salido de la habitación dije:

    –No salgo de mi asombro al ver a un joven correcto desempeñando pacientemente tan humildes menesteres.
    –¿Qué quiere decir «humildes menesteres»? –preguntó Edith–. Nunca he oído estas palabras.
    –Es una expresión que ya no se usa –le indicó su padre–. Si no me equivoco se aplicaba a las personas que ejecutaban tareas que desagradaban en extremo a otras, y envolvían un cierto sentido de desprecio. ¿No es así, señor West?
    –Más o menos –le contesté–. Se consideraba que era rebajarse desempeñar tareas como la de servir la mesa, por ejemplo, y en mis tiempos se consideraban despreciables, de manera que personas cultas y refinadas hubieran preferido pasar privaciones antes que llegar a eso.
    –Es una idea completamente absurda –exclamó sorprendida la señora Leete.
    –Y, sin embargo, alguien tenía que prestar esos servicios –dijo Edith.
    –Naturalmente –repliqué–. Pero los imponíamos a los pobres, o a quienes no tenían otra alternativa que morirse de hambre.
    –Y aumentaban esa pesada carga añadiéndole el desprecio –comentó el doctor Leete.
    –No lo acabo de entender –dijo Edith–. ¿Quiere decir usted que permitían a la gente que hiciera cosas por las cuales la despreciaban después y que ustedes aceptaban servicios que no habrían sido capaces de devolver? ¿Es así, señor West?

    Me vi obligado a informar que lo que dijo era exacto. Pero el doctor Leete vino en mi ayuda.

    –Las damas y caballeros de la clase culta de su tiempo hubieran permitido a personas de su alcurnia que les prestaran un servicio que no fueran capaces de retribuir, pero eso lo hacemos nosotros con cualquiera de nuestros semejantes. Consideraban a pobres e ignorantes como representantes de otra raza. La igualdad en la riqueza y en las oportunidades de ilustración, que disfrutan ahora todas las personas en el mismo grado, nos ha hecho simplemente compañeros de una sola clase, que corresponde a la afortunada de su tiempo. Mientras no se lograra esa equidad en la condición de cada cual, no podría haberse tornado en convicción real y en principio práctico de acción, como lo es en nuestros días, la idea de la solidaridad y la hermandad de todos los hombres. En aquella época ya se conocían estas máximas, pero eran meras palabras.
    –¿Son voluntarios, también, los mozos?
    –No –contestó el doctor Leete–. Los mozos son jóvenes de la categoría no clasificada del ejército industrial, siendo destinados a todos aquellos menesteres para cuyo desempeño no se necesita mayor capacidad. Uno de ellos es atender la mesa, y todo joven recluta pasa por eso. Yo mismo serví como mozo en este lugar hace treinta años.

    »Debo hacerle recordar, una vez más, que no se reconoce ninguna diferencia en la dignidad de las distintas formas del trabajo exigido por la Nación. El individuo nunca es considerado, ni se considera a sí mismo, como el sirviente de aquel a quien sirve, ni depende de él en manera alguna. Siempre sirve a la Nación. Tampoco se reconoce ninguna diferencia entre las funciones que desempeña un mozo y la de cualquier otro trabajador, no modificando el punto de vista el hecho de que sea un servicio personal. Lo mismo ocurre con un médico. Tanto debo esperar que nuestro mozo de hoy me mire de arriba abajo porque le he servido como médico, que pensar que debo menospreciarlo a causa de que me ha servido como mozo de comedor.

    Después de cenar, mis anfitriones me mostraron todo el edificio, cuyo tamaño, magnífica arquitectura y riqueza decorativa me colmaron de admiración. Parecía que no era sólo un restaurante sino también un sitio de esparcimiento y de diversión social del barrio, no faltando ningún género de espectáculo.

    –Aquí puede ver, llevado a la práctica –me dijo el doctor al expresarle mi asombro–, lo que le dije en nuestra conversación, cuando contemplábamos la ciudad, al contarle del esplendor de nuestra vida pública comparado a la estrechez de nuestra vida hogareña, y el contraste del siglo XX con el siglo XIX. Para ahorrarnos molestias inútiles no hemos reservado para el hogar más que aquello que nos brinda comodidad; pero el lado social de nuestra vida supera en boato y lujo a lo que nunca haya conocido el mundo. Todos los gremios industriales y profesionales tienen círculos tan espléndidos como este edificio, así como casas en el campo, la montaña y la orilla del mar, para disfrutar en las vacaciones del descanso y los deportes.


    CAPÍTULO XV


    Continuando nuestra visita llegamos a la biblioteca, donde sucumbimos a la tentación de los cómodos sillones de cuero que la amueblaban, y nos colocamos en un rincón, rodeado de estanterías de libros, para descansar y charlar un rato3.


    –Me dice Edith que usted ha estado en la biblioteca de casa toda la mañana –observó la señora Leete–. Me parece, señor West, que es usted el más envidiable de los mortales.
    –Me gustaría saber el motivo –repliqué.
    –Porque todos los libros publicados en los últimos cien años tienen que serle desconocidos –me contestó–. Encontrará tanta literatura absorbente como para entretenerse durante cinco años, de tal manera que apenas le quedará tiempo para comer. ¡Ah, cuánto daría por no haber leído aún las novelas de Berrian!
    –O las de Nesmyth, mamá –añadió Edith.
    –Sí, o los poemas de Oates, o «Pasado y Presente», o «Al Principio», o… Bueno, podría nombrarle una docena de títulos, cada uno de los cuales vale un año de vida –declaró entusiasmada la señora Leete.
    –A juzgar por sus palabras debo suponer que en este siglo se ha creado una brillante literatura.
    –Sí –dijo el doctor Leete–. Ha sido una era de excepcional esplendor intelectual. Es probable que la humanidad no haya sufrido una evolución moral y material, tan vasta en sus fines y tan breve en su duración, como la transición del viejo orden al nuevo en la primera parte de este siglo. Cuando los hombres llegaron a comprender la grandeza de la felicidad que se había volcado sobre ellos, y que el cambio experimentado no era una simple mejora en su condición, sino el arribo de la raza humana a un nuevo nivel de existencia con un horizonte ilimitado de progresos, todas las facultades de su mente fueron estimuladas por un extraordinario aliciente, del cual es sólo pálido reflejo el estallido del antiguo renacimiento medieval. Sucedióle un período de invenciones mecánicas, de descubrimientos científicos, de producciones artísticas, literarias y musicales, de las cuales no encontrarnos punto de comparación en ninguna época de la humanidad.
    –A propósito –le dije–, hablando de literatura, ¿en qué forma se publican ahora los libros? ¿También los edita el Estado?
    –Naturalmente.
    –Pero… ¿cómo se las arreglan? ¿Publica el gobierno en principio todo lo que se le presenta, a costa del público, o ejerce una especie de censura y manda imprimir sólo lo que está aprobado?
    –Ni una cosa ni la otra. El departamento gráfico no tiene funciones censoriales. Imprime todo lo que se le presenta, con la única salvedad de que el autor cubra los primeros gastos con su crédito. Tiene que pagar el privilegio de que el público lo conozca y, si tiene algo que decir que valga la pena, consideramos que estará satisfecho del desembolso efectuado. Naturalmente, si los ingresos fueran desiguales, como en tiempos pasados, esta norma sólo permitiría escribir a los ricos; pero, siendo iguales los recursos de todos los ciudadanos, sirve únicamente para medir la fuerza de la vocación del autor. El costo de la edición de un libro de tamaño común puede ser ahorrado del crédito de un año a fuerza de economías y de algunos sacrificios. Al ser publicado un libro, el Estado se encarga de su venta.
    –¿Debo suponer que el autor recibe un porcentaje sobre la venta, como en mis tiempos? –sugerí.
    –Sí, pero no en la misma forma –contestó el doctor Leete–. El precio de venta del libro se fija de acuerdo con el coste de producirlo, más una prima para el autor. El importe de ese porcentaje se anota en su crédito, y durante el tiempo en que le alcance para su sostenimiento, queda dispensado de cualquier otro servicio. Si la obra llega a tener un éxito regular, disfruta de unas vacaciones que pueden ser de algunos meses, o quizás un par de años; y si en el ínterin publica otro libro que obtenga un éxito similar, se le libra del servicio hasta que los resultados de la venta sean suficientes. Un autor que disfrute de mucha aceptación logra sostenerse a sí mismo gracias a su pluma durante el período completo de servicio. El grado de habilidad literaria de cualquier escritor, determinado por el consenso popular, mide así la oportunidad que se le da para dedicar su tiempo a su vocación.

    »A este respecto, las consecuencias de nuestro sistema no son muy distintas a las de su tiempo, pero existen dos importantes diferencias. En primer lugar, el nivel superior de educación que existe en la actualidad da al veredicto un mérito real de la obra literaria, lo cual antes era distinto. Por otra parte, no existe ninguna clase de censura que pueda interponerse para el reconocimiento fácil del mérito: todos los autores tienen las mismas posibilidades de llevar su producción ante el tribunal popular. A juzgar por las quejas de los escritores de su tiempo, esta absoluta igualdad en las oportunidades hubiera sido grandemente apreciada.

    –Supongo que seguirán un principio similar –dije– para el reconocimiento del mérito en otros aspectos del talento original, como por ejemplo en la música, el arte, las invenciones, los proyectos.
    –Difieren sólo en detalles –repuso–. En arte, como en literatura, el pueblo es el único juez. Se vota la aceptación de estatuas o cuadros para los edificios públicos, y un veredicto favorable libra al artista de cualquier tarea a fin de poder dedicarse a su vocación. En todos estos aspectos del talento el sistema seguido es el mismo, o sea, ofrecer amplio campo a los aspirantes; y, tan pronto como se reconoce el genio excepcional, se le libra de trabas dándole amplia libertad. La exención de los otros servicios no debe considerarse en estos casos como un obsequio o una recompensa, sino como un medio para obtener mayor y mejor producción. Contamos, por otra parte, con varias academias de literatura, arte y ciencia, a las que pertenecen aquellos que han conquistado fama siendo altamente considerados.

    »El más elevado de todos los honores discernidos por la Nación, más importante aún que la presidencia, para la que no se necesita sino sentido común y dedicación al cumplimiento del deber, es la cinta roja otorgada por el voto del pueblo a los grandes escritores, artistas, ingenieros, médicos y técnicos de cada generación. No hay más de cien personas que la llevan al mismo tiempo, a pesar de que toda nuestra brillante juventud pierde innumerables noches de sueño pensando en ellos. Hasta yo mismo caí.

    –¡Como si mamá y yo te hubiéramos querido más por eso! –exclamó Edith–. No quiero decir, naturalmente, que su posesión no sea una gran cosa.
    –Tú no podías elegir, hija mía, sino que debías aceptarme como era, tratando de mejorarme –dijo el doctor Leete–, pero en cuanto a tu madre, nunca hubiera accedido a casarse conmigo si no le hubiera asegurado que algún día conseguiría la preciada cinta.

    El único comentario de la señora Leete fue una sonrisa.

    –¿Qué me dice de los diarios y revistas? –pregunté, interviniendo–. No niego que su sistema editorial es más ventajoso que el nuestro, tanto por su tendencia a alentar las verdaderas vocaciones literarias, como por descorazonar a los escritorzuelos, lo que no es menos importante; pero no veo cómo pueden aplicarlo a revistas y diarios. Es muy fácil conseguir que un hombre pague la edición de su obra, cosa que hará por una vez; pero no existe el hombre que pueda afrontar el costo de publicar un periódico durante todos los días del año. Se necesitarían los profundos bolsillos de nuestros capitalistas privados para conseguirlo, y a menudo quedarían exhaustos antes de haber conseguido reintegrar el capital. Si realmente tienen ustedes diarios, supongo serán publicados por el gobierno a costa del erario público, con directores que dependan del gobierno y que reflejen sus opiniones. Confiese, doctor Leete, que una persona libre con todas sus consecuencias, era una compensación accidental del antiguo sistema, en el cual el capital estaba en manos privadas, y que ustedes han perdido en esto aunque hayan ganado en otras muchas cosas.
    –Temo que ni siquiera le quede este consuelo –replicó el doctor Leete, riendo–. En primer lugar, señor West, la prensa diaria no es de ninguna manera el único vehículo, ni siquiera el mejor, para una crítica seria de los asuntos públicos. Los juicios de los diarios de ustedes sobre este tema nos han parecido amargos y desconsiderados, como inspirados profundamente en prejuicios y rencores. Considerándolos como reflejo de la opinión pública, dan una impresión poco favorable del criterio popular, mientras que, por el contrario, su contribución para formarlo no es para felicitar a la Nación. En nuestros días, cuando un ciudadano desea producir una impresión seria en el ánimo del pueblo, en cualquier aspecto de los asuntos públicos, escribe un libro o un folleto, que ve la luz de la misma manera que las otras obras. Pero esto no quiere decir que nos falten diarios y revistas, ni que carezcan de la más absoluta libertad. La prensa diaria está organizada como para ser una expresión más perfecta de la opinión pública de lo que era posible serlo en sus tiempos, cuando el capital privado la dominaba y la dirigía, primero como negocio que daba utilidades y segundo para tener amordazado al pueblo.
    –Pero –interrumpí–… si el gobierno imprime los diarios a costa del público, ¿cómo pueden llegar a criticar su política? ¿Quién, si no el gobierno, nombra a los directores?
    –El gobierno no paga los gastos de los diarios, ni nombra a los directores, ni ejerce la menor influencia sobre sus opiniones –respondió el doctor Leete–. Los lectores que se interesan por el diario pagan los gastos de su publicación, eligen al director y lo despiden cuando no les satisface. Creo que no se atreverá a negar que, en esas condiciones, la prensa representa la expresión de la opinión pública absoluta.
    –Estoy de acuerdo –aprobé–. Pero ¿cómo se lleva a la práctica?
    –De una manera bien sencilla. Supongamos que yo o alguno de mis vecinos creemos que necesitamos un diario que refleje nuestras opiniones, dedicado especialmente a nuestra localidad, trabajo o profesión. Visitamos a la gente que pueda interesarse hasta que conseguimos una lista de personas cuya suscripción anual alcance para costear el diario, cuyo tamaño estará de acuerdo con la largueza de sus lectores. El importe de las suscripciones, cargadas al crédito de los ciudadanos interesados, garantiza a la Nación contra el peligro de pérdidas en la edición del diario, siendo su intervención, como comprenderá usted, la de un simple impresor, que no puede negarse a cumplir lo que se le pide.

    »Los suscriptores eligen entonces un director, el cual, si acepta el puesto, queda dispensado de cualquier otro trabajo mientras dure en su cargo. En lugar de pagarle un sueldo, como sucedía en otros tiempos, los suscriptores abonan al Estado una indemnización igual al costo de su sostenimiento, por haberlo retirado del servicio general. Dirige el diario en la misma forma que se hacía antes, con la diferencia de que no responde a ningún financista, ni tiene que defender contra el bienestar público los intereses del capital privado. Al terminar el año, los suscriptores reeligen al director o ponen a otro en su lugar. Un director competente, como es lógico, conserva indefinidamente su puesto. A medida que se agranda la lista de suscriptores, aumenta la capacidad del diario, y entonces se va mejorando y buscando mejores redactores, tal como se hacía en su época.

    –Puesto que no se les puede pagar con dinero, ¿cómo se recompensa al cuerpo de redacción?
    –El director conviene con ellos el precio de su colaboración. El importe se transfiere del crédito garantizado del periódico al crédito individual del redactor, y éste queda dispensado del servicio durante el tiempo que corresponda al importe acreditado, exactamente como a los demás escritores. En cuanto a las revistas, el sistema es el mismo. Quienes se muestran interesados por las perspectivas de una nueva revista, reúnen bastantes suscriptores como para cubrir los gastos de un año, eligen al director, que recompensa a los colaboradores como acabo de explicarle y la imprenta oficial, como es natural, provee los materiales para ponerla en letras de molde. Cuando ya no son deseados los servicios de un director, si no consigue la libertad de disponer de su tiempo por medio de otro trabajo literario, vuelve sencillamente a ocupar su puesto en el ejército industrial. Concluiré diciendo que, a pesar de que generalmente el director es elegido a fin de año, y puede seguir años enteros en su puesto, en el caso de que de pronto cambiara de tono el periódico, dejando de reflejar las ideas de los suscriptores, éstos tienen el derecho de despedirlo en cualquier momento.

    Aquella noche, cuando las señoras se retiraron, Edith me trajo un libro diciéndome:

    –Si estuviera desvelado, señor West, tal vez podría distraerse recorriendo estas páginas de Berrian. Se considera este volumen como su obra maestra; le dará una idea de las novelas actuales.

    Me quedé sentado en mi cuarto durante toda la noche leyendo «Penthesilia», hasta que el oriente comenzó a palidecer, pues no pude dejar su lectura hasta haberla concluido. No deseo malquistarme con ningún admirador del gran novelista del siglo XX, al decir que lo que me impresionó más, desde el primer momento, no fue tanto lo que estaba en la obra sino precisamente lo que no había escrito. Los literatos de mi tiempo habrían creído tarea más sencilla hacer fuego sin leña, que crear una novela de la que estuvieran excluidos los efectos que resultan del contraste entre riqueza y miseria, educación e ignorancia, grosería y refinamiento, desnivel social, todos los motivos que surgen de la vanidad y la ambición, el deseo de ser más rico o el temor de ser más pobre, junto a sórdidas inquietudes de todo género por la suerte de uno o de los demás; una novela en la que, indudablemente, hubiera apasionado amor, pero no un amor encerrado tras barreras artificiales levantadas por la diferencia de posición o de fortuna, sino el amor que no reconoce otra ley que el impulso de los corazones. La lectura de «Penthesilia» fue más valiosa para mí que todas las explicaciones que se me hubieran podido dar para tener una impresión general de la situación social en el siglo XX.

    Las informaciones que me había proporcionado el doctor Leete se ajustaban evidentemente a los hechos, pero ellas quedaron en mi mente como impresiones aisladas, que todavía no había concluido de coordinar. Berrian las reunió todas como en un cuadro.


    CAPÍTULO XVI


    Al día siguiente me levanté un poco antes de la hora del desayuno. Cuando llegué al hall, Edith salía de la habitación donde se había desarrollado la entrevista matutina descrita algunos capítulos atrás.


    –¡Ah! –exclamó con encantadora expresión–. ¿Ha creído que podía deslizarse sin ser visto para uno de esos paseos solitarios que tan lindo efecto le producen? Pues ya ve usted que esta vez me he levantado antes y lo he pescado.
    –Menosprecia la eficacia de su propio tratamiento –repliqué– al suponer que otra correría semejante lograría ahora las mismas consecuencias deplorables.
    –Me alegro mucho de escuchar sus palabras –dijo–. Estaba arreglando algunas flores en la mesa del comedor, cuando le oí bajar y me pareció descubrir algo sospechoso en sus pisadas.
    –No me hace usted justicia –le contesté–. No tenía la menor idea de salir.

    A despecho de sus esfuerzos para causar la impresión de que el encuentro había sido casual, se me ocurrió la idea, cuya exactitud pude comprobar después, que aquella encantadora criatura, siguiendo el papel de guardián que ella misma se había asignado, se levantaba muy temprano, a hora extraordinaria, para evitar la posibilidad de que me fuera solo por las calles, para regresar tan afectado como la primera vez. Luego de darme permiso para acompañarla en el arreglo de las flores, la seguí a la habitación de donde acababa de salir.

    –¿Está usted seguro –me preguntó– de haber terminado con las terribles sensaciones que tuvo aquella mañana?
    –No puedo negar que no sienta a veces alguna inquietud –le contesté–, momentos en que mi identidad personal parece que se me escapa. Sería esperar demasiado creer que, después de tal aventura, no tendría sensaciones semejantes de vez en cuando; pero en cuanto a que pierda la cabeza, lo que casi ocurrió aquel día, creo que ha pasado el peligro.
    –Nunca olvidaré su semblante en aquella ocasión –dijo.
    –Si usted no hubiera hecho otra cosa que salvarme la vida –continué–, tal vez podría encontrar palabras para expresarle mi gratitud; pero como lo que me salvó fue la razón, no hay términos que puedan reflejar bastante la deuda contraída.

    Mis palabras eran el eco de mi emocionada sinceridad, y llegaron a humedecer sus ojos.

    –Todo esto me parece excesivo –dijo–, aunque me encanta oír lo que me dice. Lo que he hecho es poca cosa, realmente, pero estaba muy preocupada por usted. Mi padre cree que nunca debe sorprendernos nada que pueda explicarse científicamente, y como tal puede ser considerado su profundo letargo; pero me basta pensar en que si llegara a encontrarme en su lugar, yo sí que perdería la cabeza. Nunca podría haberlo soportado.
    –Eso dependería –repuse– de que apareciera un ángel que la ayudara con su simpatía a cruzar el período agudo de la crisis, como a mí me ha sucedido.

    Si la cara refleja los sentimientos, la mía debía expresar en aquel momento una profunda admiración por aquella dulce y encantadora joven, que había desempeñado verdaderamente tan angelical papel en mi crítica situación. No sé si fue a causa de esta expresión o de mis palabras, o tal vez de ambas, que le inundó el rubor el semblante, haciendo que sus mejillas adquirieran un suave tono de carmín.

    –Por otra parte –agregué–, si la prueba sufrida por usted no ha sido tan desconcertante como la mía, de todos modos debe haberse sentido un poco sorprendida al contemplar cómo volvía a la vida, después de más de cien años de muerte aparente, un hombre perteneciente a otro siglo.
    –Al principio parecía ser algo que sobrepasaba cualquier descripción –me contestó–, pero cuando empezamos a ponernos en su lugar y comprendimos que su asombro tenía que ser mucho mayor, creo que, en buena parte, dejamos de lado nuestros propios sentimientos. Por lo menos, así lo hice yo. No pareció que fuera tan desconcertante como de interés por el carácter extraordinario, que sobrepasaba todo lo que se conocía hasta entonces.
    –Pero… ¿no le parece extraordinario, sabiendo quién soy, encontrarse sentada a la mesa conmigo?
    –Debe recordar que no nos parece tan extraño como debemos serle nosotros. Pertenecemos a un mundo futuro del cual no puede tener usted la menor idea, constituyendo una generación de la cual no sabía una palabra hasta el momento en que nos vio. En cambio, usted pertenece a una generación de la cual formaron parte nuestros antepasados. Conocemos toda su vida, siendo para nosotros familiares los nombres de muchos de ellos. Hemos estudiado su manera de vivir y de pensar, por lo que nada de lo que usted diga o haga nos sorprenderá mucho, mientras que todo lo que digamos o hagamos nosotros habrá de causarle admiración.

    »Ya ve usted, señor West, que si puede creer que con el tiempo se acostumbrará a nosotros, no debe sorprenderse de que, desde el principio, nos haya sido difícil ver en usted a un desconocido.

    –No había pensado en nada de eso –repuse–. En realidad, hay mucha verdad en lo que usted dice. Uno puede ver con más facilidad a través de mil años pasados, que enfrentarse con cincuenta años de futuro. Un siglo no es un período de retroceso muy grande. Podría haber conocido a sus abuelos; tal vez de hecho los conociera. ¿No sería interesante que yo le hablara de alguno de ellos?
    –Muy interesante.
    –¿No conoce bastante su genealogía como para saber cuáles vivían en Boston, en aquella época?
    –¡Oh, sí!
    –Entonces, tal vez quiera decirme cómo se llamaban.

    No me contestó en seguida porque estaba muy entretenida arreglando algún tallo rebelde. En ese mismo momento, un rumor de pisadas en la escalera indicó que los otros miembros de la familia se estaban acercando.

    ––Quizás… algún día –me dijo.

    Terminado el desayuno, el doctor Leete me propuso que fuéramos a visitar el depósito central, para observar de cerca el mecanismo de la distribución de las mercaderías que Edith me había descrito.

    Cuando empezamos a caminar, le dije:

    –Hace varios días que estoy hospedándome en su casa en condiciones excepcionales, por no decir sin condiciones. No le he hablado antes de este aspecto de mi situación porque se han estado presentando cosas extraordinarias. Pero ahora que comienzo a sentir la tierra bajo mis pies comprendo que, habiendo caído aquí, debo continuar aquí y seguir viviendo, por lo cual debemos solucionar este punto.
    –Le ruego que no se inquiete por el hecho de habitar en mi casa –me dijo el doctor Leete–, pues debo advertirle que me he propuesto que continúe mucho tiempo bajo este techo. A pesar de toda su modestia, usted tiene que comprender que un huésped de tal magnitud no es un regalo que se comparta de buena gana.
    –Muchas gracias, doctor –le dije–. Sería verdaderamente cosa absurda permitir que una excesiva sensibilidad me hiciera rechazar la hospitalidad temporaria del hombre a quien debo no encontrarme en una tumba, esperando vivo la llegada del fin del mundo. Pero si tengo que ser un ciudadano permanente del siglo actual, debo merecerlo. Ahora bien, en mi época no se llevaría la cuenta de un hombre de más o de menos, pues pasaría inadvertido entre el conjunto desorganizado de la multitud y podría hacerse de un lugar en cualquier parte siempre que tuviera el vigor suficiente. Pero, en la actualidad, todos y cada uno forman parte de un sistema con sitios y funciones ya determinados. Estoy fuera del sistema y no sé cómo me las arreglaré; parece que no hay manera de entrar, salvo que uno haya nacido dentro o llegue como emigrante desde otro sistema.

    El doctor Leete se rió a carcajadas. Luego me contestó:

    –Admito que nuestro sistema es defectuoso en cuanto que no ha previsto situaciones como la suya, pero nadie puede anticipar que la población del mundo aumente, salvo por el medio natural. De todas maneras, no debe temer que en el momento oportuno seamos incapaces de encontrarle un sitio y una ocupación. Hasta el momento presente sólo ha estado en contacto con mi familia, pero eso no le debe hacer suponer que su presencia ha sido mantenida en secreto. Su caso, por el contrario, ha despertado un profundo interés en toda la Nación, aun antes de su resurrección, digámoslo así, y mucho más después. En vista de su deplorable estado nervioso, se creyó como mejor solución que al principio quedara bajo mi exclusivo cuidado, y que, por intermedio de mí y de mi familia, recibiera algunas explicaciones generales sobre la situación del mundo al que usted ha vuelto, antes de que empezara a tratar a sus habitantes. En cuanto a buscarle una colocación en la sociedad, no ha habido una sola discrepancia: bien escasas son las personas que estén en condiciones de prestar tan grandes servicios a la Nación como usted cuando se decida a dejar mi techo, aunque es natural que durante mucho tiempo no debe usted siquiera pensar en esto.
    –Pero… ¿qué podría hacer yo? –le pregunté–. Tal vez crean ustedes que conozco algún oficio o arte, o que tengo alguna habilidad especial. Le aseguro que no es así. Nunca gané un dólar ni trabajé una sola hora. Soy fuerte y puedo desempeñar las tareas de un trabajador común sin especialización, pero nada más.
    –Si ése fuera el servicio más eficaz que estuviera en condiciones de prestarnos, esa simple ocupación lo hace a usted tan respetable como desempeñando cualquier otro –replicó el doctor Leete–, pero puede hacer algo mejor. No cabe la menor duda de que usted es el maestro de todos nuestros historiadores en lo que concierne al estado de la situación social de la última parte del siglo XIX, que constituye para nosotros uno de los períodos que más nos interesan en la historia de la humanidad. Cuando, a su debido tiempo, usted se haya familiarizado con nuestras instituciones, y esté en condiciones de enseñarnos algo de lo relacionado con las de aquella época, encontrará usted que le está esperando una cátedra de historia.
    –Con la cual quedaré encantado –dije, aliviado con tan práctica solución de un asunto que había empezado a preocuparme–. Si en verdad sus contemporáneos se interesan de veras por el siglo XIX, habrá ciertamente una ocupación para mí. No creo que haya otro medio con que me pueda ganar el pan cotidiano; pero, sin pretender envanecerme, puedo asegurar que para un puesto como el indicado por usted tengo algunas condiciones especiales.


    CAPÍTULO XVII


    Encontré que el mecanismo del depósito central era tan interesante como me lo había anticipado Edith y no tardé en sentirme entusiasmado ante tal notable prueba de la prodigiosa eficiencia multiplicada que puede darse al trabajo mediante una perfecta organización. Era como un gigantesco molino, en cuya tolva fueran echadas en continua sucesión cargas de trenes y vapores, para salir por el extremo transformadas en paquetes de libras y onzas, yardas y pulgadas, pintas y galones, que correspondían a las infinitamente complejas necesidades personales de medio millón de individuos. El doctor Leete, con ayuda de los datos que le di respecto a la forma en que se vendían las mercaderías en mis tiempos, trazó algunas cifras, obteniendo sorprendentes resultados con las economías obtenidas por el sistema moderno.


    Cuando marchábamos de vuelta le dije:

    –Después de lo que acabo de ver, junto con lo que usted me ha contado y lo que pude observar bajo la tutela de su hija en el salón de muestras, me he formado una idea bastante clara del sistema de distribución de ustedes y la manera en como se han liberado de toda una cadena de circulación. Me ha hablado usted de la forma en que se convoca y organiza el ejército industrial, pero ¿quién dirige sus esfuerzos? ¿Cuál es la autoridad suprema que determina lo que ha de hacerse en cada departamento, en forma de producir nada más que lo necesario a fin de que no haya trabajo perdido? Me parece que esa función ha de ser tan compleja como difícil, exigiendo de su titular condiciones poco comunes.
    –¿Lo cree usted así? –me contestó el doctor Leete–. Le aseguro que no hay nada de complicado. Al contrario, es muy sencillo y se basa en principios de aplicación clara y fácil, de manera que los funcionarios de Washington, a quienes está confiada su dirección, no necesitan más que poseer una mediana inteligencia para desempeñarla a entera satisfacción de la Nación. El mecanismo regido por ellos es en verdad muy vasto, pero de principios tan lógicos y de acción tan directa y sencilla, que todo marcha solo, y nadie podría desorganizarlo a no ser que estuviera loco. Para que lo comprenda mejor, agregaré algunas explicaciones.

    »Hasta en sus tiempos, los encargados de llevar las estadísticas eran capaces de decirle la cantidad que consumía el país anualmente de yardas de género de algodón, terciopelo o lana; el número de barriles de harina, papas y manteca; el total de pares de zapatos, sombreros y paraguas. Estas cifras no eran siempre exactas, pero sí aproximadas, porque entonces la producción estaba en manos de particulares y no había manera de conseguir estadísticas veraces de la distribución total. En cambio, ahora, cuando se toma nota de cada alfiler que sale de un depósito nacional, es natural que sean totalmente fieles las cifras del consumo semanal, mensual o anual, que se encuentran en poder del departamento de distribución al final de cada período.
    »Los cálculos, digamos para un año, se basan en estas cifras, que contemplan el movimiento de aumento o disminución del consumo y cualquier otra causa especial que pudiera afectar igualmente a la demanda. Una vez que estos cálculos, con un margen adecuado para seguridad, han sido aceptados por la administración general, cesa la responsabilidad del departamento distribuidor hasta que recibe las mercaderías. Estoy hablando de los cálculos efectuados para un año, sólo en lo que se refiere a los artículos llamados de primera necesidad, cuya demanda se puede considerar como regular.
    »En la mayoría de las industrias más pequeñas, por cuyos productos varía de continuo el gusto popular, requiriendo siempre novedades en los mismos, la producción no se adelanta mucho al consumo, de manera que el departamento de distribución traza frecuentes cifras calculadas sobre el estado semanal de la demanda.
    »Naturalmente, la producción de las mercaderías necesarias para el consumo público actual no exige de ninguna manera el empleo de todo el ejército nacional de trabajadores. Después que los contingentes necesarios han sido distribuidos entre las varias industrias, la suma de trabajo disponible se dedica a crear capital fijo como, por ejemplo, edificios, máquinas, obras de ingeniería y tantas otras.

    –Veo un punto que, a mi juicio, podría ser motivo de duda –dije–. Puesto que no hay lugar para la empresa privada, ¿qué seguridad existe de que sean respetados los deseos de aquella ínfima minoría de ciudadanos que pide se produzcan artículos que necesitan, pero cuya demanda es muy pequeña? Un decreto oficial puede privarles, en cualquier momento, de los medios de satisfacer determinado gusto o placer, por la única y sencilla razón de que la mayoría no los comparte.
    –Eso sería realmente tiranía –repuso el doctor Leete– y puede estar seguro de que no sucederá, puesto que para nosotros la libertad es tan cara como la igualdad y la fraternidad. Cuando llegue a conocer mejor nuestro sistema, verá que nuestros funcionarios son de hecho, y no sólo de nombre, los representantes y servidores de la Nación. La administración carece de atribuciones para suspender la producción de un artículo cualquiera del cual haya una demanda continua.

    »Supóngase que la demanda por una mercadería descendiera tanto que su producción fuera muy costosa. El precio, como es natural, tendería a elevarse en la consiguiente proporción; pero mientras el consumidor lo pagara, la producción continuaría. Supóngase otra cosa: se pide un artículo que nunca se ha producido. Si la administración duda de la seriedad de la demanda, una petición popular, garantizando una cierta base de consumo, obliga a producir el artículo deseado. Un gobierno o una mayoría, que se propusiera ordenar al pueblo lo que debe comer, beber o usar, como creo que algunos gobernantes de Norteamérica lo hicieron en otros tiempos, sería considerado realmente como un curioso anacronismo. Es posible que ustedes tuvieran motivos para tolerar estas violaciones de la libertad personal, pero nosotros no las consideraríamos soportables.
    »Me complace que haya usted traído a colación el asunto, porque me ha dado la oportunidad de mostrarle cuánto más directo y eficaz es el control que actualmente ejerce el ciudadano sobre la producción, de lo que lo era en su época, en que prevalecía la iniciativa privada; aunque la verdadera denominación debiera haber sido iniciativa capitalista, ya que poco tenía que ver en ella el ciudadano independiente.

    –Habló usted de elevar el precio de los artículos costosos –le dije–. ¿Cómo pueden regularse los precios en un país en que no hay competencia ni entre compradores ni entre vendedores?
    –Pues, tal cual lo hacían ustedes –contestó el doctor Leete, y al ver la incredulidad reflejada en mi semblante, añadió–: Usted cree que eso necesita explicación, pero ésta no ha de ser muy larga. La base natural del precio de un artículo, tanto en sus tiempos como en los nuestros, es el costo del trabajo para fabricarlo. En aquella época, la diferencia de los salarios era lo que causaba la diferencia en el costo del trabajo; en la actualidad, la cantidad de horas que constituyen una jornada de trabajo es relativa según las distintas industrias, pero el sostenimiento del obrero cuesta lo mismo en todos los casos.

    »Puede ser tan difícil conseguir la mano de obra para una industria que, para atraer voluntarios, se fije la duración del trabajo en la mitad del empleado en otros oficios donde la gente trabaja ocho horas. El resultado en cuanto al costo del trabajo es como si el hombre que trabaja cuatro horas, de acuerdo con el viejo sistema, cobrara el doble de lo que se le paga al otro. Este cálculo, aplicado a la labor consumida en los diversos procesos de fabricación de un artículo, le da su precio en relación con el de las demás mercaderías.
    »Fuera del costo de fabricación y transporte, la escasez constituye otro factor que puede afectar algunos precios. Este agente de carestía ha sido eliminado en los artículos corrientes, cuya abundancia está continuamente asegurada. Hay siempre una gran reserva de donde echar mano, con lo que se consigue remediar las fluctuaciones de la oferta y la demanda, aun en los casos de malas cosechas. Los precios de estos artículos disminuyen año tras año, pero suben muy rara vez, por no decir nunca.
    »Existen, sin embargo, cierta clase de mercaderías que acusan un desequilibrio en la demanda, de manera temporaria, o en forma permanente, como las obras de superior contextura o algunos materiales raros. Todo lo que se puede hacer es tratar de nivelar los inconvenientes de la escasez, lo cual se logra elevando los precios mientras ésta dure, cuando es temporaria, o dejándolos elevados, si es definitiva. En sus tiempos, los precios elevados que restringían las compras de ciertos artículos, interesaban sólo a los ricos; en la actualidad, como los ingresos de todos son iguales, sólo aquellos apasionados por tales artículos son sus compradores.
    »Bueno, acabo de darle una noción general de nuestro sistema de producción tanto como del de distribución. ¿Cree ahora que es tan complejo?

    Tuve que reconocer que no podía ser más sencillo.

    –Estoy seguro de no equivocarme –continuó el doctor Leete– si sostengo que cualquiera de los dirigentes de las innumerables empresas comerciales de su época, que debía mantener una incesante vigilancia para defenderse de las variaciones del mercado, de las maquinaciones de sus rivales y de la quiebra de sus deudores, tenía una tarea mucho más ímproba que el grupo de hombres que, en nuestro tiempo, dirigen desde Washington todas las industrias del país entero. Todo esto no hace sino demostrar, mi querido amigo, que es más fácil hacer las cosas bien que mal. Es más sencillo para un general subido en un globo, con perfecta visión del campo, conducir un millón de hombres a la victoria, que para un sargento dirigir un pelotón entre un grupo de arbustos.
    –El generalísimo de este ejército, que incluye la flor y nata de la fuerza viril del país, debe ser el primer hombre de la Nación, situado por encima del presidente de los Estados Unidos –observé.
    –Es el presidente de los Estados Unidos en persona –replicó el doctor Leete–, pero, aclarando el punto, debo decir que la función más importante de la presidencia es la jefatura suprema del ejército industrial.
    –¿Cómo lo eligen?
    –Como ya se lo expliqué anteriormente –replicó el doctor Leete– al hablarle de la fuerza del principio de emulación que existe en todos los grados del ejército industrial. La línea de promoción para los dignos de mérito arranca de los tres primeros grados para llegar a la categoría de oficial, pasando de simples tenientes a capitanes o jefes de taller hasta ser superintendentes, que vendrían a equipararse al cargo de coronel.

    »Luego, con autoridad de intervención en las más importantes industrias, viene el general del gremio, bajo cuyo inmediato contralor se efectúan todas las operaciones del ramo. Este funcionario está a la cabeza de la oficina nacional que representa al gremio, y es responsable del desempeño de sus tareas ante la administración. Este jefe de gremio disfruta de una espléndida posición, y con ella queda satisfecha la ambición de muchos hombres; pero por encima de su cargo, que puede ser comparado, continuando con las analogías de carácter militar que le son familiares, con el de general de división, está el de los jefes de los diez departamentos o grupos de industrias similares. Estos dirigentes de las diez grandes divisiones del ejército industiial pueden compararse, a su vez, a los comandantes de cuerpos de ejército o tenientes generales, debiendo atender cada uno a doce o veinte generales directores de gremio que deben presentarle sus informes. Por encima de estos diez oficiales superiores, que forman su consejo, está el general en jefe, que es el presidente de los Estados Unidos. El general en jefe del ejército industrial tiene que haber pasado por todos los grados inferiores, empezando por el de trabajador común o no clasificado. Veamos cómo llega al puesto más alto.
    »Le he dicho ya que es sólo merced a una excelente actuación en su trabajo que uno puede cruzar los grados subalternos y ser candidato a teniente. De ahí puede llegar hasta la posición de superintendente o coronel, siendo los nombramientos efectuados por sus superiores y limitados estrictamente a los candidatos de mejores antecedentes. El general de la industria de que se trata es quien se encarga de llenar todos los puestos inferiores; pero él no es nombrado a su vez, sino elegido por medio del sufragio.

    –¡Por el sufragio! –exclamé–. ¿No es perjudicial para un gremio? ¿No tienta a los candidatos a intrigas, destinadas al logro de los votos de los obreros que están a sus órdenes?
    –Sin duda sería así –respondió el doctor Leete– si los trabajadores tuvieran voz o voto en la elección, pero no tienen nada que ver. Esta es una de las peculiaridades de nuestro sistema. El general del gremio es elegido entre los superintendentes, por el voto de los miembros honorarios del mismo, es decir, de aquellos que cumplieron su servicio en tal gremio y se retiraron en el momento debido. Como usted sabe, a los cuarenta y cinco años terminamos nuestro servicio en el ejército industrial y podemos dedicar el resto de nuestra vida a la cultura o a la distracción.

    »Es natural que las asociaciones mentales y físicas del período más activo de nuestra vida continúen ejerciendo sobre nosotros su poderoso influjo. La camaradería creada entonces continuará hasta el fin de la vida. Continuamos siendo miembros, aunque honorarios, de nuestra vieja corporación, conservando el mayor interés y celoso cuidado en su reputación y prosperidad en las manos de la siguiente generación. En los Círculos, que son mantenidos por los miembros honorarios de los distintos gremios, y en que nos reunimos socialmente, no hay temas de conversación más atrayentes para nosotros que los relacionados con aquellos tópicos; y los jóvenes aspirantes a los puestos directivos que logran pasar indemnes bajo la crítica de sus colegas más viejos, tienen grandes probabilidades de realizar su anhelo.
    »Teniendo en cuenta este hecho, el Estado confía a los miembros honorarios de cada gremio la elección de su general, y me atrevo a sostener que ninguna forma anterior de sociedad en la comunidad humana podría haber creado un colegio electoral tan idealmente dotado para su labor, en lo que se refiere a su imparcialidad absoluta, conocimiento de los antecedentes y méritos de los candidatos, preocupación por obtener el mejor resultado y ausencia total de interés personal.
    »Cada uno de los diez tenientes generales, o jefes de departamento, es elegido entre los generales de los gremios agrupados en su departamento, por el voto de los miembros honorarios de los mismos. Existe una tendencia natural por parte de cada gremio para votar por su propio general, pero ninguno de los que forman el grupo cuenta con suficientes votos para elegir un candidato que no esté apoyado por la mayoría de los otros gremios. Le aseguro que estas elecciones son en extremo animadas.

    –Supongo que al presidente lo elegirán entre los jefes de los grandes departamentos –sugerí.
    –Exactamente; pero no son elegibles para la presidencia hasta que han pasado cierto número de años en situación de retiro. Es raro el caso de un hombre que haya recorrido el escalafón y llegue a la jefatura de un departamento antes de los cuarenta años, y como el período en ese puesto es de cinco años, al terminarlo ya estará en los cuarenta y cinco. Si tiene más, continúa en su cargo hasta cumplir el período indicado y si tiene menos, al concluirlo se le separa del servicio activo, pues no sería correcto que volviera a empezar de nuevo en los grados inferiores. Se da por entendido que el tiempo que ha de transcurrir antes de que pueda ser candidato a la presidencia lo ha de aprovechar para reconocer que ha vuelto a formar parte de la masa general de la población, con la que debe identificarse antes que con el ejército industrial. Se supone, además, que este lapso lo empleará en estudiar asimismo el estado general del ejército, en lugar de hacerlo como hasta entonces con el grupo de gremios cuya jefatura ejerciera. El presidente es elegido entre los antiguos jefes de departamentos que se encuentran en condiciones, por el voto de todos los ciudadanos de la Nación que no están ya en conexión con el ejército industrial.
    –¿Así que el ejército no puede votar al presidente?
    –Claro que no. Sería peligroso para la disciplina, la cual debe ser mantenida en todo momento por el presidente como representante del pueblo. El presidente, al ser elegido, no está generalmente lejos de los cincuenta, y sirve durante cinco años, siendo una honrosa excepción a la ley de retiro forzoso a los cuarenta y cinco. Al finalizar su período se convoca un congreso nacional ante el cual debe presentar un informe de su actuación, el que puede ser aprobado o rechazado. Si se aprueba su conducta, es costumbre que el congreso lo elija para representar al país durante cinco años más en el consejo internacional. Debería agregar que el congreso estudia también los informes de los jefes de departamento que se retiran, y una desaprobación significa que nunca podrá ser candidato a presidente. Pero es muy raro, en verdad, que la Nación tenga oportunidad para demostrar otro sentimiento que no sea el de una merecida gratitud a sus altos funcionarios.

    »En cuanto a la capacidad de cada uno de ellos, debe recordarse que se han ido levantando hasta su elevada posición a través de una serie de variados y severos exámenes, lo cual es prueba definitiva de sus dotes excepcionales; y respecto de su lealtad a la Nación, nuestro sistema social no les deja ningún motivo de ambición que no sea el de conquistar la estima de sus conciudadanos. Es imposible la corruptela en una sociedad donde no hay bolsillos que corromper ni riqueza que corrompa; y las condiciones para la promoción son tales que ponen de lado a la demagogia y intriga para conseguir los puestos superiores.

    –No acabo de entender un punto –le dije–. Los miembros de las llamadas profesiones liberales, ¿son elegibles para la presidencia? Y en caso afirmativo, ¿en qué categoría están clasificados en relacion con quienes se dedican a las industrias propiamente dichas?
    –No se hallan clasificados en la misma manera –respondió el doctor Leete–. Los miembros de las profesiones técnicas, como ingenieros y arquitectos, ocupan una jerarquía dentro de los gremios de la construcción; pero quienes componen las profesiones liberales, digamos médicos y maestros, así como artistas, músicos y literatos, que son exceptuados del servicio, no pertenecen al ejército industrial. Así, pueden votar para presidente, pero no son elegibles. Siendo uno de sus principales deberes el control y la disciplina del ejército industrial, es esencial que el presidente haya pasado a través de todos los grados para compenetrarse de su situación.
    –Es muy razonable –dije–, pero si un médico y un maestro no conocen bastante las cuestiones industriales como para ser presidentes, me atrevería a decir que el presidente tampoco conoce medicina ni educación para intervenir en sus asuntos.
    –Pues no interviene para nada –fue la respuesta–. Salvo en cuanto se refiere al cumplimiento de las leyes generales, de lo cual es responsable, el presidente no tiene nada que ver con las facultades de Medicina y de Educación, que son dirigidas por consejos de regentes de cada sector de profesionales, en los cuales el presidente actúa como un director honorario de los debates, sin intervenir en las deliberaciones y votando sólo en caso de empate. Estos regentes, que, por otra parte, son responsables ante el Congreso, son elegidos por los componentes honorarios de los gremios de educación y de medicina, es decir, por los maestros y médicos retirados de todo el país.
    –¿Sabe usted –le dije– que este sistema de elegir a los dirigentes mediante el voto de los miembros retirados de los gremios no es otra cosa que la aplicación, en una escala nacional, del plan de gobierno por los ex alumnos, que solíamos tener en forma limitada en nuestros institutos de estudios superiores?
    –¿Es verdad eso? –exclamó vivamente el doctor Leete–. Para mí, y para muchos otros, constituye una novedad de excepcional interés. El origen de esta idea ha sido muy discutido y creíamos que por fin había aparecido algo nuevo bajo el sol. ¡Bueno, bueno! ¡Vaya con sus institutos de estudios superiores! ¡Sí que es interesante! Ya me hablará del asunto.


    CAPÍTULO XVIII


    Aquella noche, después que las señoras se retiraron, me quedé conversando un rato con el doctor Leete sobre los resultados del plan de retirar del servicio de la Nación a los hombres que cumplían cuarenta y cinco años, tema suscitado por sus comentarios sobre la intervención en el gobierno de los ciudadanos retirados.


    –A esa edad –le dije–, un ser humano tiene por delante años de buen trabajo manual y el doble de posible servicio intelectual. Ser eliminado, entonces, y puesto de lado, podría considerarse más como una imposición que como un favor.
    –Mi estimado señor West –repuso exaltado Leete–, no puede formarse una idea del efecto chocante que nos producen sus ideas anticuadas, que, asimismo, nos desconciertan. Sepa de una vez por todas, hijo de otra raza, que el trabajo que prestamos, como contribución a que toda la Nación se asegure los medios de una cómoda existencia física, no se considera de ninguna manera como el más importante, digno e interesante empleo de nuestras facultades. Lo miramos como un deber necesario para que se nos permita dedicarnos totalmente al mayor ejercicio de nuestras inclinaciones, cuyos fines y desarrollo intelectual y espiritual significan la plenitud de la vida. Se hace todo lo humanamente posible para una justa distribución de esa carga, tratando por medio de atractivos y alicientes de despojar al trabajo de las fatigas que implica, y salvo en un sentido comparativo, no solamente se consigue ese fin sino que hasta se torna agradable.

    »Claro que no todas las personas, ni siquiera la mayoría, tienen intereses científicos, literarios, artísticos o simplemente instructivos, con lo cual se le da un valor al ocio. Muchos contemplan la segunda mitad de la existencia como un período para otro género de goces: viajes; vida social descansada junto a sus amigos de siempre; época para el cultivo de toda clase de manías personales y gustos especiales, o para la búsqueda de todo medio imaginable de diversión; en una palabra, el momento de empezar a disfrutar tranquila y sosegadamente de las cosas agradables de la vida que se ha contribuido a crear.
    »Mas por diferentes que sean los gustos individuales a que dediquemos nuestro período final de descanso, todos convenimos en mirar la fecha de nuestro retiro como el momento en que empezaremos a disfrutar del derecho a la vida, el período en que llegaremos realmente a nuestra mayoría de edad libres de la disciplina y el control, con las economías de toda la vida invertidas en nuestra propia personalidad. Los años de la época actual contemplan los cuarenta y cinco años con la misma inquietud que los jóvenes de otros tiempos esperaban los veintiuno. La edad madura y aquello que llamaban la vejez se consideran ahora como el período envidiable de la vida, mucho más que la juventud.
    »Debido a las mejores condiciones de la existencia actual, y por encima de todo la libertad individual, virgen de toda preocupación, se ha logrado que la vejez llegue muchos años después, con un aspecto benigno de que careció en los tiempos pasados. Las personas de constitución mediana alcanzan generalmente los ochenta y cinco o noventa años, y creo que a los cuarenta y cinco somos física y mentalmente más jóvenes de lo que lo eran ustedes a los treinta y cinco. Es curioso que, a los cuarenta y cinco, cuando nosotros entramos en el período más grato de la vida, ustedes ya se sintieran viejos y comenzaran a vivir de los recuerdos. Para ustedes la parte brillante de la vida estaba en la mañana; nosotros en cambio preferimos la tarde.

    Nuestra conversación cambió de rumbo y hablamos después de los deportes y diversiones de la actualidad, comparados con los del siglo XIX.

    –Hay una notable diferencia desde cierto punto de vista –me dijo el doctor Leete–. No tenemos nada que se parezca a un deportista profesional, que no dejan de ser una curiosa característica de aquella época, ni nuestros atletas realizan competencias por premios en dinero, como los de ustedes. Ahora se lucha por la gloria. La cordial rivalidad que existe entre los distintos gremios, y la lealtad que cada uno guarda hacia su oficio, son causa de un estímulo constante en toda clase de juegos y concursos de mar y tierra, en los cuales tal vez los jóvenes no demuestran tanto interés como los miembros honorarios. los que en la época respectiva cumplieron el servicio. Las carreras gremiales de yates en Marblehead se realizarán la semana próxima y entonces estará usted en condiciones de juzgar por sí mismo el entusiasmo popular que despiertan estos acontecimientos, comparado con el de su época. El grito de panem et circenses, proferido por el populacho romano, se considera hoy como una expresión enteramente razonable. Si el pan es la primera necesidad de la vida, la segunda es el recreo, y el estado provee los dos. Los norteamericanos del siglo XIX no eran muy felices al carecer de una adecuada provisión para satisfacer tanto una como otra necesidad. Hasta creo que si la gente de entonces hubiera dispuesto de mayor tiempo para descansar no habría sabido pasarlo agradablemente. Por suerte, nunca nos encontraremos en esa situación.


    CAPÍTULO XIX


    En el curso de uno de mis matutinos paseos higiénicos visité Charlestown. Entre los cambios que marcaron el paso de una centuria por aquel suburbio, demasiado numerosos para detallarlos, me fijé en que había desaparecido la vieja prisión estatal.


    En el desayuno no dejé de recordar el asunto.

    –Fue antes de mi nacimiento –dijo el doctor Leete–, pero recuerdo haber oído hablar de ella. Ahora todos los casos de atavismo son tratados en los hospitales.
    –¡Atavismo! –exclamé sorprendido.
    –Claro –repuso el doctor Leete–. Si no me equivoco hace por lo menos cincuenta años, si no más, que se abandonó la idea de castigar a esos infelices.
    –No acabo de comprenderlo –le dije–. En mi tiempo, atavismo era una palabra que se aplicaba a los casos de personas en las cuales se reproducía de manera sobresaliente alguna característica de un remoto ascendiente. ¿Debo interpretar sus palabras en el sentido de que hoy se considera el crimen como la reproducción de un rasgo ancestral?
    –En sus tiempos, el noventa y cinco por ciento de los individuos que caían en la delincuencia, entendiendo abarcar en ellos a todos los autores de atentados contra la ley, eran culpables a causa de la desigualdad de la propiedad individual; le tentaban al pobre deseos de mayores ganancias, o al rico los de conservar y aumentar las suyas. La pasión del dinero, que significaba toda clase de ventajas y placeres, era el motivo de aquellos delitos, la raíz perpendicular de una vegetación venenosa que amenazaba sofocar totalmente a la sociedad, no obstante los desesperados esfuerzos de un engranaje de tribunales y policías. El día en que hicimos de la Nación la única depositaría de la riqueza del pueblo, y garantizamos con abundancia el sustento de todos, aboliendo por un lado la miseria y por el otro impidiendo la acumulación de la fortuna personal, cortamos esa raíz y el árbol venenoso que cubría a la sociedad se secó en un solo día, como la bota de vino de Jonás.

    »En cuanto a los crímenes, relativamente escasos, contra las personas, que no se relacionaban con el afán de lucro, hasta en sus tiempos eran considerados todos como producto de mentes ignorantes o brutales, y como en la actualidad la educación y las buenas costumbres no son monopolio de unos cuantos, sino universal privilegio, apenas se oye hablar de tales atrocidades. Ahora comprenderá usted por qué al referirnos al crimen hablamos de atavismo.
    »Han desaparecido casi todos los móviles que conocieron ustedes para la existencia de los delincuentes y, cuando se presenta alguno, sólo puede explicarse como reflejo de sentimientos ancestrales. Llamaban ustedes cleptómanas a las personas que robaban sin motivo razonable, y en tales casos les parecía absurdo castigarlas como ladrones. La actitud de respeto de ustedes hacia los cleptómanos reales es exactamente la misma respecto del atavismo; es decir, la de un sentimiento compasivo, junto a una represion firme pero a la vez, suave.

    –Los tribunales de ahora han de pasar vida tranquila –observé–. No existiendo la propiedad privada, no hay ciudadanos que pleiteen por asuntos comerciales, no hay herencias que dividir ni deudas que cobrar, de manera que para ellos no existen fueros civiles o comerciales; y no cometiéndose atentados contra la propiedad, y casi sin excusas posibles para asaltos a las personas, me inclino a pensar que se podrían arreglar sin jueces ni abogados.
    –Estos últimos ya no existen –fue la respuesta del doctor Leete–. No podría parecemos lógico que, donde el único interés de la nación está en descubrir la verdad, hubiera personas que tuvieran intervención en los procedimientos con el evidente propósito de ocultarla.
    –¿Quién defiende al acusado, entonces?
    –Si es criminal no necesita defensor, porque en la mayoría de los casos se reconoce culpable –contestó el doctor Leete–. La confesión del acusado no es ahora una simple formalidad, como en otros tiempos. Significa, generalmente, el fin del proceso.
    –No querrá usted decir que el hombre que no se reconoce culpable queda libre de inmediato.
    –No, no quiero decir eso. No se le acusa sin una base seria, y si niega el delito el juicio sigue adelante. Pero los procesos no abundan, porque, repito, en la mayoría de los casos se reconoce culpable. Al hacer una confesión falsa y probarse su culpabilidad, la pena es doble. La falsedad, empero, es tan despreciada que pocos acusados mentirían para salvarse.
    –¡Esto es lo más sorprendente que usted me ha dicho hasta ahora! –exclamé–. Al descartar la mentira han llegado ustedes al mundo que anunció el profeta: «Nuevo cielo y tierra nueva, donde se aposentarán el derecho y la justicia».
    –Tal es, en realidad, la creencia que comparten hoy en día algunas personas –contestó el doctor–. Sostienen que hemos entrado en otro milenio y, desde este punto de vista, la teoría es plausible. Pero su sorpresa al descubrir que la mentira ha desaparecido del mundo no está muy justificada. En sus tiempos la falsedad no era común entre damas y caballeros, socialmente iguales. La mentira por miedo era el refugio del cobarde, y la mentira por el fraude, la artimaña del bribón. La desigualdad entre los hombres y el afán de lucro ofrecían constantes tentaciones a la mentira. Aun en aquel entonces, el hombre que no temía a otro ni deseaba engañarlo, reprobaba la falsedad. Puesto que ahora todos somos socialmente iguales, y no hay nadie que tenga que temer nada de sus semejantes, ni gane nada al pretender estafarlo, el desprecio a la mentira es universal, de manera que muy raramente se encuentra a un criminal que pueda ser acusado también de falsedad, como ya le he dicho.

    »Por lo tanto, cuando el acusado declara que no es culpable, el juez solicita la colaboración de otros dos magistrados para que estudien los aspectos opuestos del caso y den su veredicto. Estos hombres están muy lejos de parecerse a los fiscales y defensores, que por sus sueldos y honorarios estaban decididos a condenar o a absolver; y esta falta de semejanza se confirma en el hecho de que, salvo que los dos magistrados citados convengan en la justicia de la sentencia, el caso se revisa nuevamente, y cualquier prejuicio que pudiera deslizarse en el dictamen de cualquiera de los jueces que entienden en el caso sería un escándalo sorprendente.

    –De manera –dije– que cada uno de los jueces informa de los dos aspectos del juicio y un tercero decide.
    –Exactamente. Los jueces se turnan para informar y para decidir, y se confía en que no perderán su equidad judicial en una u otra forma de actuar. El sistema consiste, pues, en que los tres jueces del proceso tengan diferentes puntos de vista durante el mismo. Creemos que cuando acuerdan un veredicto sin discrepancia hemos establecido la verdad en la forma más precisa dentro de lo humanamente posible.
    –¿Han desechado el juicio por jurados, entonces?
    –Era aceptable como elemento correccional en los días en que actuaban abogados pagados, pero ahora es innecesario. No existe motivo que pueda influir sobre nuestros magistrados salvo el principio inmanente de la justicia.
    –¿Cómo se elige a los jueces?
    –Son ellos una excepción honorable a la norma por la cual los hombres se retiran del servicio público a los cuarenta y cinco años. El presidente de la Nación nombra cada año los jueces necesarios, eligiéndolos entre quienes han alcanzado esa edad. El número es, naturalmente, muy limitado, pero el honor se considera tan grande que se lo estima como una compensación por el servicio adicional prestado, y aunque puede declinarse el cargo, es raro que así suceda. Duran cinco años en el puesto y no pueden ser vueltos a nombrar. Los miembros de la Corte Suprema, guardián de la Constitución, se eligen entre los jueces inferiores. Cuando se presenta una vacante en aquel alto tribunal, los jueces inferiores, cuyo mandato expira en el mismo año, realizan su último acto oficial, eligiendo entre los colegas que continúan en el cargo al que creen más capacitado para ocuparla.
    –No existiendo la carrera legal como base para la formación de los jueces –dije–, habrá sin duda una escuela de derecho, a cuya salida encontrarán su sitio en el tribunal.
    –No tenemos escuelas de derecho –repuso, sonriendo el doctor–. El derecho como ciencia especial no tiene razón de ser. Era un sistema casuístico absolutamente necesario para interpretar el complicado artificio del viejo orden social, pero dentro del estado actual del mundo no se necesitan más que unas cuantas máximas legales, simples y claras en grado sumo. Todo lo concerniente a las relaciones de los hombres entre sí es ahora mucho más sencillo que antes, sin grado alguno de comparación. Ahora no tendrían cabida aquellos especialistas en juegos de palabras que llenaban el antiguo foro.

    »No debe imaginarse, sin embargo, que menospreciamos a aquellas eminencias por el hecho de que ahora no tengan sitio. Por el contrario, sentimos un sincero respeto, que casi llega al temor, por aquellos hombres que eran los únicos en comprender y descifrar la interminable complejidad de los derechos de la propiedad, así como las relaciones de comercial y personal dependencia que encerraba aquel sistema. Lo que puede dar, posiblemente, una impresión más clara de lo intrincado y artificioso que era, es la necesidad en que se hallaban de colocar, aparte de las otras ocupaciones, la crema de la intelectualidad de cada generación, a fin de formar un cuerpo de sabios doctores que lo hiciera inteligible, aunque fuera vagamente, para aquellos cuyo destino estaba en juego. Los textos de sus grandes letrados, las obras de Blackstone y Chitty, de Story y Parsons, yacen en nuestros museos, al lado de los volúmenes de Duns Scoto y sus escolásticos compañeros, como curioso monumento a la sutileza intelectual dedicada a temas igualmente alejados de las preocupaciones de los hombres modernos. Nuestros magistrados son hombres sencillos y discretos, de edad madura y amplia instrucción.
    »Omití hablarle de una función importante de los jueces inferiores –añadió el doctor Leete–, la de entender en todos los casos en que un subalterno del ejército industrial presenta una queja contra un superior. Estas cuestiones son atendidas y resueltas sin apelación por un solo juez, necesitándose tres para resolver casos más graves.

    –Muy necesario debe ser este tribunal con el sistema industrial de ustedes, porque un hombre que sea tratado injustamente no podrá cambiar de ocupación como lo podían hacer antes.
    –Claro que puede hacerlo –replicó el doctor Leete–. No sólo está seguro un hombre de que se le hará justicia si hay fundamento en su recurso, sino que si sus relaciones con el capataz o jefe son molestas puede solicitar el traslado.

    »En sus tiempos, un hombre podía dejar también el trabajo si se disgustaba con el patrón, pero en el mismo instante perdía su medio de vida. Uno de nuestros trabajadores, sin embargo, que se encuentre en situación desagradable, no está obligado a arriesgar la fuente de sus ingresos para trabajar cómodamente. Es cierto que la eficacia de la industria requiere la disciplina más estricta en el ejército del trabajo, pero el derecho del obrero a la justicia y a un trato correcto está respaldado por todo el poder de la nación. El superior manda y el subalterno obedece, pero ningún oficial se halla colocado tan alto que pueda atreverse a tratar de manera autoritaria a un trabajador, aunque éste pertenezca al grado más inferior.
    »Con respecto a la grosería o impertinencia de un funcionario de cualquier categoría, en sus relaciones con el público, puede asegurarse que ninguno de los delitos menores sera reprimido con mayor rapidez que esta falta de consideración. En cualquier situación, los magistrados no sólo hacen cumplir la justicia sino también la cortesía. La grosería o la rudeza no pueden ser disculpadas por grandes que sean los servicios prestados.


    CAPÍTULO XX


    Por la tarde, Edith me preguntó si yo había vuelto a la habitación subterránea del jardín donde fui encontrado.


    –Todavía no –le contesté–. Para ser franco, le diré que he vacilado antes de ir, temiendo que la visita pudiera hacer revivir antiguas ideas que redundaran en perjuicio de mi equilibrio mental.
    –¡Ah, sí! –dijo ella–. Creo que ha hecho muy bien en no acercarse. Debí haberlo pensado antes.
    –No –repuse–, me alegro de que me haya hablado del asunto. El peligro, si es que realmente lo hubo, existió durante los primeros días. Gracias a usted, por encima de todo, siento ahora que mis pies ya se afirman en este mundo nuevo, de manera que si quiere venir conmigo para mantener alejados los fantasmas, me gustaría realmente volver esta misma tarde.

    Edith vaciló, pero viendo que yo hablaba en serio, consintió en acompañarme. A través de los árboles, desde la casa, se podía ver el montón de tierra sacada de la excavación y con pocos pasos estuvimos allí. No se había removido nada desde el momento en que el trabajo fue interrumpido ante el descubrimiento del habitante de aquel aposento, con excepción de la puerta que quedó abierta y de la losa que se había vuelto a colocar. Nos deslizamos por la pendiente de un costado de la excavación y penetramos en el cuarto débilmente iluminado.

    Todo estaba como yo lo había dejado aquella noche antes de cerrar mis ojos para tan prolongado sueño, ciento trece años antes. Durante un rato me quedé parado, silencioso, mirando en torno de mí. Noté que mi compañera me observaba furtivamente con expresión de temerosa y lastimera curiosidad. Le tendí la mano, que ella tomó en la suya, respondiendo sus dedos suaves con tranquilizadora presión a la mía. Por ultimo susurró:

    –¿No sería mejor que nos fuéramos? No debe confiar demasiado en sí mismo. ¡Oh, qué extraño debe parecerle todo esto!
    –Al contrario –repuse–, no extraño nada… y esto es lo mas raro de todo.
    –¿No extraña nada? –repitió ella.
    –Nada absolutamente –insistí–. No siento ninguna de las emociones que usted cree y que yo anticipé. Me doy perfecta cuenta de las sugerencias del ambiente, pero sin una agitación especial. Esto me sorprende más que a usted. Desde aquella terrible mañana en que usted acudió en mi ayuda traté de evitar que mis pensamientos volvieran a la vida anterior, de la misma manera que había evitado venir aquí, ambas cosas por sus posibles efectos perturbadores. Me hallo en la misma situación de un hombre al que se le ha ordenado que mantenga inmóvil uno de sus miembros heridos, porque de lo contrario sentirá agudos dolores, y al tratar de moverlo descubre que se le ha paralizado.
    –¿Quiere decir que ha perdido la memoria?
    –Nada de eso. Recuerdo todo lo relacionado con mi vida anterior, pero con una absoluta falta de vivacidad en las impresiones. Lo recuerdo con lucidez, tal como si hubiera transcurrido un solo día; pero mis sentimientos, en lo que se relaciona con lo pretérito, actúan como si por mi espíritu hubieran pasado, como es la verdad, un centenar de años.

    »Esto tiene su explicación. El efecto del cambio en el ambiente está en relación con el tiempo transcurrido para tornar remoto el pasado. Cuando me desperté de aquel sueño letárgico, mi vida anterior me parecía tan cercana como si fuera de la víspera; pero ahora, cuando ya he aprendido a conocer el nuevo ambiente que me rodea y comprendo los prodigiosos acontecimientos que han transformado al mundo, no encuentro difícil sino muy sencillo que haya estado dormido más de un siglo. ¿Puede comprender usted que se vivan cien años en cuatro días? Pues me parece que es lo que yo he hecho, y que la experiencia sufrida ha tomado un aspecto tan lejano y quimérico como mi otra vida.

    –Puedo comprenderlo –me respondió pensativa Edith– y creo que debemos agradecer que sea así, porque estoy segura de que con ello usted se evitará muchos sufrimientos.
    –Imagínese usted –le dije, esforzándome por explicar, más a mí mismo que a ella, la singularidad de mi estado mental– que un hombre se enterara de una desgracia que le concierne después de muchos, pero muchos años, tal vez la mitad de una vida, de ocurrido el suceso. Creo que sus sensaciones serían bastante parecidas a las mías. Cuando pienso en mis amigos del mundo que ya pasó y en el pesar que deben haber sentido por mí, lo hago con un sentimiento de lástima, más que con profunda angustia, como si fuera una pena extinguida hace ya demasiado tiempo.
    –Nada nos ha contado aún de sus allegados –me dijo Edith–. ¿Tenía muchos que lo extrañaran?
    –Gracias a Dios tenía pocos parientes, solamente algunos primos –le contesté–. Pero había alguien, una mujer, que no era pariente, pero sí más querida que nadie en el mundo. Llevaba el mismo nombreque usted, y no había de tardar en ser mi esposa. ¡Pobre de mí!
    –¡Pobre de mí! –repitió Edith, suspirando–. Piense cómo habrá quedado su pobre corazón.

    Alguna fibra de mi adormecido corazón pareció revivir, como eco de aquella profunda simpatía expresada por la gentil doncella. Mis ojos, antes tan secos, se inundaron de lágrimas que hasta entonces se habían negado a salir. Cuando logré sobreponerme, observé que ella también había dado rienda suelta a su llanto.

    –¡Dios bendiga su tierno corazón! –le dije–. ¿Le gustaría ver su retrato?

    Un pequeño relicario con una miniatura de Edith Bartlett, colgado de mi cuello por una cadenita de oro, había descansado sobre mi pecho durante aquel largo sueño. Lo abrí y se lo mostré a la joven. Lo tomó vivamente y, después de contemplar largo rato aquel rostro encantador, lo acercó a sus labios.

    –Sabía que era tan buena y hechicera como para merecer sus lágrimas –me dijo–, pero no olvide que su corazón sufrió hace mucho tiempo y que ya hace cerca de un siglo que está en el cielo.

    Esto era verdad. Cualquiera que hubiese sido su dolor, hacía casi cien años que había dejado de llorar y, habiendo concluido mi emoción, mis lágrimas desaparecieron. La había amado con pasión, pero… ¡cien años atrás! No sé si alguien encontrará esta confesión falta de sentimiento, pero en todo caso nadie ha pasado por una experiencia como la mía para poder juzgarme.

    Cuando estábamos a punto de abandonar el aposento, mis ojos cayeron en la gran caja de hierro que estaba en un rincón. Llamando la atención de mi compañera le dije:

    –Este era, además de mi dormitorio, un cuarto seguro. En ese cofre hay varios miles de dólares y un montón de títulos. De haber sabido, cuando me acosté aquella noche, que mi sueño duraría tanto, hubiera pensado de todas maneras que el oro sería una reserva para satisfacer mis necesidades en cualquier época y en cualquier país, por lejano que fuera. Hubiera considerado como una de las fantasías mas extrañas la idea de que llegaría el día en que no sirviera para nada. Sin embargo, me desperté para encontrarme entre un pueblo para el cual una carrada de oro no le sirve ni para conseguir una rebanada de pan.

    Todo el mundo creería que con esta notable afirmación habría logrado impresionar a Edith, pero no lo conseguí.

    –¿Por qué habría de ser así? –preguntó.


    CAPÍTULO XXI


    Me había propuesto el doctor Leete que dedicáramos la mañana siguiente a recorrer las escuelas y colegios de la ciudad, con la intención de explicarme sobre el terreno la forma del sistema educativo del siglo XX.


    –Ya verá usted –me dijo cuando salimos, terminado el desayuno– las importantes diferencias que hay entre nuestros métodos de enseñanza y los suyos; pero la más notable es que, hoy en día, todas las personas tienen las mismas oportunidades para seguir una educación superior, mientras que en sus tiempos sólo podían ser aprovechadas por una parte infinitesimal de la población. No creeríamos haber hecho nada digno de mención si, al igualar las comodidades físicas de los hombres, no hubiésemos equiparado su educación.
    –Los gastos deben ser enormes –dije.
    –Si se llevaran la mitad de los ingresos del Estado, nadie protestaría –repuso el doctor Leete–, ni tampoco aunque sólo quedara una miseria. Pero la verdad es que el costo de la educación de diez mil jóvenes, no es diez veces, ni siquiera cinco, mayor que el de la educación de un millar. Se aplica también a la enseñanza el principio de que las cosas hechas en gran escala son proporcionalmente más baratas.
    –En mis tiempos, la educación en los colegios superiores era terriblemente costosa –le dije.
    –Si nuestros historiadores no me han informado mal –replicó el doctor Leete–, no era tan costosa la educación, sino la disipación y la extravagancia que existía en ella. Los gastos reales de aquellas instituciones de enseñanza parecen haber sido muy reducidos, y habrían descendido aún más en relación con el aumento de la población escolar. La enseñanza superior en la actualidad es tan módica como la elemental, puesto que maestros y profesores de toda categoría, al igual del resto de los trabajadores, tienen la misma retribución. No hemos hecho más que añadir al sistema de las escuelas primarias de asistencia obligatoria, que estaban de moda hace cien años, unos cuantos grados superiores, a los que deben asistir los jóvenes hasta que cumplen los veintiún años, capacitándolos para adquirir lo que ustedes llamaban la educación de un «hombre de sociedad», en lugar de dejarlos abandonados al cumplir los catorce o quince, sin otro equipo mental que saber leer, escribir y conocer la tabla de multiplicar.
    –Sin tener en cuenta el costo real de estos años de enseñanza complementaria –observé–, habríamos pensado en que no podríamos recuperar esa pérdida de tiempo en la industria. Los muchachos de las clases humildes empezaban a trabajar a los dieciséis años y aun antes, y conocían ya completamente su oficio a los veinte.
    –No podemos admitir que obtuvieran ustedes ninguna ventaja material con ese sistema –replicó el doctor Leete–. La mayor eficacia que se obtiene en toda clase de trabajos con la enseñanza superior, exceptuados los más rudos, no tarda en compensar el tiempo perdido en adquirirla.
    –También habríamos temido –continué– que una educación superior, al capacitar a todo el mundo para seguir las profesiones liberales, podría predisponerlo contra el desempeño de cualquier género de trabajo manual.
    –He leído que ése era el efecto de la educación superior por aquel entonces –dijo el doctor–, y no es de maravillarse, puesto que las tareas manuales significaban la permanencia al lado de una clase de gente tosca, grosera e ignorante. Esa clase ya no existe. Ese sentimiento era inevitable, además, porque se entendía que todos los hombres que recibían una educación superior estaban destinados a seguir una carrera o disfrutar de afortunada ociosidad y al encontrarse con alguien igualmente educado, que no fuera rico o profesional, se lo tomaba por hombre de ambiciones fracasadas, un derrotado llevando la marca de su inferioridad. En nuestros días, naturalmente, esta idea no tiene razón de ser, por estimarse que la más alta educación es simplemente una condición para que el hombre viva, sin tener ninguna relación con la tarea que pueda desempeñar.
    –Después de todo –recalqué–, ninguna clase de educación puede remediar la natural estolidez u otras deficiencias mentales innatas. Salvo que el promedio de la capacidad del intelecto natural supere en mucho al nivel de mi tiempo, creo que una educación superior obligatoria se desperdiciaría en buena parte de la población. Creíamos que se debía mostrar cierta reacción a las influencias educativas antes de cultivar determinado espíritu, de la misma manera que es necesaria cierta fertilidad natural del suelo para compensar el esfuerzo del labrador.
    –¡Ah! –dijo el doctor Leete–. ¿Dice usted que no debería cultivarse la tierra pobre que no compensara el trabajo de labrarla? Sin embargo, en sus tiempos, como en los nuestros, se trabajaba mucha tierra que no produce resultados hasta que ha sido cultivada. Me refiero a los jardines, parques, espacios abiertos y en general a toda aquella clase de terrenos de naturaleza tal que se tornarían desagradables a la vista e inconvenientes para todos, si se los dejara llenar de inútiles malezas. Son cultivados, a pesar de todo, y aunque su producción es ínfima, no creo que haya otra tierra que, en un sentido más amplio, rinda más. Lo mismo ocurre con hombres y mujeres con quienes nos cruzamos en la vida, cuyas voces retumban continuamente en nuestros oídos, cuya conducta nos choca de mil maneras, pero que pertenecen a nuestra vida tanto como el aire que respiramos o cualquier elemento físico de que dependemos. Si no pudiéramos proveer a la educación de todos en general, deberíamos seleccionar a los más toscos y peor dotados, antes que a las inteligencias brillantes, para recibir sus beneficios. Las personas a quienes la naturaleza ha dado mayor refinación cerebral pueden desempeñarse mejor sin la ayuda de la cultura que aquellos menos afortunados en sus dotes naturales.

    »Usando una frase muy común en sus tiempos, le diría que la vida no vale la pena de ser vivida para estar rodeados de una población de hombres y mujeres ignorantes, groseros, rústicos, incultos, como era la suerte de la poca gente educada de su época. ¿Puede encontrarse contento un hombre entre una multitud maloliente por el solo hecho de haberse perfumado? ¿Podría gozar de amplia satisfacción aquel habitante de una regia mansión cuyas ventanas se abrieran por sus cuatro costados sobre establos y caballerizas? Sin embargo, ésta era la situación de aquellos que se consideraban afortunados en cuanto a cultura y refinamiento. Bien sé que, entonces, los pobres y los ignorantes envidiaban a los ricos y a los ilustrados; pero no podemos tener mejor opinión de estos últimos viviendo en una atmósfera de chillidos y suciedades. La gente culta de aquella época era como un hombre metido hasta el cuello en un pantano nauseabundo, y que se consolara aspirando un frasco de perfume. Ahora tal vez pueda comprender la forma en que encaramos este asunto de la educación superior obligatoria. No hay cosa más importante para todos que tener vecinos inteligentes y sociables; por lo tanto, el Estado no puede hacer nada mejor que contribuir a la felicidad de cada uno educando a sus vecinos. Cuando no sucede así, la propia educación desciende a la mitad y muchos de los gustos se transforman en posibles fuentes de penas.
    »Llevando al más alto grado la educación de algunos y dejando a la muchedumbre en la incultura, lo único que hacían ustedes era ahondar la zanja que los separaba, como sucede entre las diferentes especies animales que carecen de medios para comunicarse entre sí. ¿Podía existir algo más inhumano que las consecuencias de esta desigualdad en la educación? Su ejercicio equitativo y absoluto no elimina, es verdad, las condiciones que la naturaleza ha puesto en el hombre, pero mejora grandemente las de los seres inferiores. Todos sienten la inquietud del mayor conocimiento, alguna apreciación de las cosas del espíritu, y admiran la cultura superior que ellos no han podido alcanzar. Están en situación de disfrutar y hacer disfrutar a los demás, en alguna forma, de los placeres y sensaciones de una refinada vicia social. ¿En qué consistía, después de todo, la sociedad de siglo XIX, sino en unos pocos oasis desparramados con harta escasez en un amplio y continuo desierto? La proporción de los seres capaces de simpatizar intelectualmente, con respecto a la masa de sus contemporáneos, era tan ínfima que nunca llegó a ser digna de mención. Una sola generación del mundo de hoy representa un volumen de vida espiritual superior en cinco veces a toda la que pudo existir antes en cinco siglos juntos.
    »Quisiera señalar otro punto que impediría tolerar un menor grado de educación integral como la existente, y es el interés de que las futuras generaciones tengan padres ilustrados. Para resumir, he aquí los tres puntales en que descansa nuestro sistema educativo:
    »Primero: el derecho que tiene todo ser humano de recibir la educación más completa que pueda darle la Nación para su propio beneficio, tan necesario para la satisfacción personal.
    »Segundo: el derecho de sus conciudadanos para exigir que se eduque a cada uno; algo necesario, asimismo, para la satisfacción de la sociedad.
    »Tercero: el derecho del hombre que aun no ha nacido de que se le garantice una familia inteligente y educada.

    No describiré en detalle lo que vi aquel día visitando los establecimientos de educación. Pocas eran las comparaciones posibles, ya que nunca me habían interesado mucho los temas relacionados con la enseñanza. En cuanto al aspecto integral de la educación, lo que más me sorprendió fue el lugar destacado concedido a la cultura física, y el hecho de que los adelantos obtenidos en deportes y atletismo se computaban a la par de los progresos en las aulas para la clasificación general de la juventud.

    –El departamento de educación –me explicó el doctor Leete– es responsable tanto de los cuerpos como de las mentes de quienes están a su cargo. El doble objeto de un curso de estudios, que se prolonga desde los seis hasta los veintiún años, es conseguir el mejor desarrollo físico y espiritual.

    Me impresionó muchísimo la magnífica salud de los jóvenes que vi en las escuelas. Mis anteriores observaciones, no solo de las notables condiciones personales de la familia de mi huésped, sino también de la gente que había visto en los paseos, ya me había sugerido la idea de que debía haberse efectuado un gran adelanto en las dotes físicas de la raza humana y ahora, al comparar aquellos jóvenes y doncellas, rebosantes de salud y vigor, con la gente menuda vista en las escuelas del siglo XIX, no pude menos de hacer partícipe de mi pensamiento al doctor Leete, el cual escuchó con gran interés todo lo que dije.

    –Sobr este punto su testimonio es invalorable –declaró–. Suponíamos que había existido ese progreso, pero para nosotros, como es natural, se trataba de un asunto teórico. Es éste un aspecto de su extraordinaria y exclusiva posición, que le permite ser la única persona que pueda hablar con autoridad sobre el asunto. Le aseguro que cuando su opinión se haga pública causará profunda sensación.

    »Por lo demás, sería realmente extraño que la raza humana no hubiera adelantado físicamente. En sus tiempos, los ricos echaban a perder su clase social con su mental y física ociosidad, mientras que la pobreza minaba la vitalidad de las masas con trabajos excesivos, comidas malas y hogares insalubres. El trabajo de los niños y la pesada carga de las mujeres debilitaba la vida en sus mismos orígenes. En lugar de estar rodeados de circunstancias perniciosas, todos se encuentran actualmente en las mejores condiciones para su desarrollo físico. Se nutre y se cuida a la infancia; el trabajo se limita al período de mayor vigor corporal, no siendo nunca excesivo; ya no se conoce la ansiedad por uno mismo y por su familia, la inquietud del mañana, el esfuerzo de una incesante lucha por la vida… influencias todas que antaño destrozaban mentes y cuerpos de hombres y mujeres. Es evidente que a tal cambio había de corresponder un mejoramiento de la especie. La locura, por ejemplo, que en el siglo XIX era muy frecuente, como consecuencia de aquella manera de vivir, ha desaparecido casi por completo junto con su alternativa, el suicidio.


    CAPÍTULO XXII


    Teníamos que encontrarnos con las señoras en el restaurante para cenar, después de lo cual, como ellas tuvieran algo que hacer, nos quedamos los dos sentados a la mesa junto a cigarros y licores, discutiendo una cantidad de asuntos.


    –Doctor –le dije en el curso de nuestra charla–, moralmente hablando, parecería insensato que no manifestara mi admiración hacia su sistema social, al compararlo con cualquier otro que haya existido en el mundo, y especialmente con el que estaba de moda en mi desdichada época. Si cayera otra vez en un estado letárgico que durara tanto como el otro, si bien habría de ser en sentido inverso a la marcha del tiempo, para despertarme de nuevo en el siglo XIX, y contara lo que he visto a mis relaciones, tendrían que admitir, sin excepción, que el mundo de ustedes era un paraíso de orden, equidad y dicha. Pero mis contemporáneos eran personas muy prácticas y, luego de expresada su admiración por la belleza moral y el esplendor material del sistema, se pondrían a hacer cifras y a preguntar de dónde sacaron el dinero para hacer tan feliz a la gente y mantener al país entero en un nivel de comodidad y, como lo puedo ver yo mismo, hasta de lujo, ya que todo ello representaría una riqueza inmensamente superior a la que toda la Nación poseía entonces.

    »Ahora bien, podría explicarles con bastante acierto todo lo relacionado con los rasgos sobresalientes del sistema, pero no podría responderles a esa pregunta, por lo cual me dirían, siendo tan positivos como lo eran, que había estado soñando, y no habrían creído una sola palabra de todo lo dicho. En aquellos tiempos, yo conocía el producido anual de la Nación, el cual, de haber podido ser dividido con absoluta equidad, habría quedado reducido a unos trescientos o cuatrocientos dólares por cabeza, apenas lo suficiente para proveer a las necesidades de la vida con muy poca o ninguna comodidad. ¿Cómo es que ustedes tienen mucho más?

    –Esta es una pregunta muy atinada, señor West –replicó el doctor Leete–, y dado el caso que usted supone, no censuraría a sus amigos si declararan que su relato era pura fantasía al no obtener una respuesta satisfactoria. Permítame, entonces, que comience por algunos pequeños rubros de cuya simple comparación surgen economías evidentes.

    »No tenemos deudas nacionales, estatales o municipales, ni pago alguno que hacer por ese concepto. No hacemos ninguna clase de gastos militares o navales, tanto de hombres como de materiales, ni tenemos ejército, escuadra o milicia. No tenemos oficinas fiscales ni multitudes de cobradores, ni técnicos en impuestos. En cuanto a jueces, policías y carceleros, la fuerza que entonces mantenía en pie el Estado de Massachusetts sobraría en la actualidad para todo el territorio de la Nación. No tenemos tampoco una clase criminal que hiciera presa en la riqueza de la sociedad. Una cantidad de personas restadas en forma más o menos absoluta a la fuerza productora a causa de su incapacidad física, como los inválidos, enfermos y débiles, que constituían una carga pesada para el núcleo sano está limitada a muy bajas proporciones, gracias a que todo el mundo vive en condiciones higiénicas y cómodas, eliminándose aún más con cada nueva generación.
    »Logramos también economías con la desaparición del dinero y el millar de ocupaciones conectadas con toda clase de operaciones financieras, que acaparaban un ejército de hombres que hubieran podido emplearse con mayor utilidad. Debe considerarse también que se ha suprimido aquel despilfarro de los poderosos, en su desorbitado lujo personal, a pesar de que ese renglón podría estimarse exagerado. Recuerde una vez más que ya no hay ociosos, pobres o ricos… ni zánganos de ninguna especie.
    »Otra causa muy importante de la pobreza de antaño era la enorme pérdida de trabajo que significaban las tareas caseras, como lavar y cocinar, y por la realización desordenada de otras innumerables labores, a todas las cuales les hemos aplicado el plan cooperativo. Una economía aun mayor, sí, más amplia que todas estas juntas, se efectuó al organizar nuestro sistema de distribución, por el cual, todo el trabajo que en otro tiempo hacían comerciantes, negociantes y tenderos, con su variada graduación de especuladores, mayoristas, minoristas, agentes, corredores e intermediarios de un millar de variedades, con un desgaste excesivo de energías en innecesarios transportes y manipulaciones interminables, se realiza con una décima parte del personal y sin un solo movimiento que no sea imprescindible. Los cálculos hechos por nuestros técnicos en estadística señalan que una octogésima parte de nuestros obreros basta para realizar todos los procedimientos de distribución que en aquellos tiempos requerían una octava parte de la población, retirada por consiguiente de la fuerza ocupada en trabajo productivo.

    –Ya voy viendo –le dije– de dónde consiguieron ustedes su mayor riqueza.
    –Le ruego me disculpe –replicó el doctor Leete–, pero creo que apenas habrá podido formarse alguna idea. Todas las economías que he mencionado hasta ahora, con el agregado del trabajo que se habría ahorrado directa e indirectamente en los materiales empleados, podrían equivaler, posiblemente, al aumento, en aquella producción anual de riqueza, de la mitad de su primitivo valor. Estos rubros, sin embargo, apenas son dignos de mención al compararse con otro prodigioso derroche, ahora evitado, que era resultado inevitable de permitir que las industrias del país estuvieran en manos de particulares.

    »Por grandes que fueran las economías que sus contemporáneos hubieran podido introducir en el consumo de los productos, y maravillosos los progresos de la invención mecánica, nunca podrían haber salido del abismo de miseria en que se encontraban, mientras no dejaran ese sistema. No podía haberse inventado un método más adecuado para desperdiciar la energía…, mas debe recordarse, para honor de la inteligencia humana, que el sistema nunca fue inventado, sino que era simple resabio de los tiempos bárbaros en que la carencia de organización social hacía imposible cualquier intento de cooperación.

    –Estoy dispuesto a admitir –le dije– que nuestro sistema industrial era malo considerado éticamente, pero como máquina de fabricar riqueza nos parecía admirable.
    –Temo –respondió el doctor– que el asunto sea demasiado vasto para discutirlo extensamente ahora, pero si usted se interesa de veras por conocer las principales críticas que le hacemos al viejo sistema industrial, comparándolo con el nuestro, puedo referirme en forma breve a algunas de ellas.

    »Para empezar, fíjese usted en las pérdidas ocasionadas por las empresas que fracasaban. En aquellos tiempos, la producción y distribución de las mercaderías se hacían sin orden ni concierto; no había manera de saber con exactitud la demanda existente en cualquier artículo, ni siquiera el cálculo definitivo de producción. En consecuencia, una empresa comenzada por un capitalista privado era de resultado dudoso. Quien se iniciara, no teniendo como nuestro gobierno una visión general del campo industrial y del mercado consumidor, no podía estar seguro de las necesidades del público o de las disposiciones tomadas por otros capitalistas para satisfacerlas.
    »En vista de esto no ha de sorprendernos saber que había varias probabilidades contra una de que fracasara un negocio dado, siendo muy común que antes de llegar al éxito se pasara más de una vez por el fracaso. Supóngase que un zapatero, por cada par que fabrica, desperdicia el cuero necesario para cuatro o cinco pares; sin contar el tiempo perdido, tendría la misma probabilidad de enriquecerse que los contemporáneos de usted con el sistema de empresas privadas y su promedio de cuatro o cinco fracasos por cada éxito.
    »Otra causa importante de las grandes pérdidas estaba en la competencia. El terreno industrial era un campo de batalla, tan amplio como el mundo entero, en el que los trabajadores, al luchar uno contra otro, desperdiciaban energías que, de haber sido empleadas en un esfuerzo común, que es lo que sucede hoy en día, los habrían enriquecido. En aquellos combates no había que esperar misericordia ni cuartel. Entrar en el campo mercantil, con el deliberado propósito de destruir las empresas de quienes lo ocupaban con anterioridad, a fin de plantar la propia sobre las ruinas de las demás, era una hazaña que nunca dejaba de conseguir la admiración popular. No se hace ningún derroche de fantasía si se compara esta clase de lucha con una guerra de veras, por lo menos en lo que concierne a la agonía mental y los sufrimientos físicos de quienes peleaban, y a la miseria que caía sobre los vencidos y sobre quienes dependían de ellos.
    »Ahora bien, nada hay más insensato en aquella época, para un hombre moderno, que ver a personas ocupadas en la misma industria contemplándose como enemigos y dispuestos a arrojarse unos contra otros, en lugar de fraternizar como camaradas y colaboradores para un mismo fin. Esto realmente parece cosa de locos. Pero, mirando los hechos de cerca, no es así. Sus contemporáneos, con su mutua competencia, sabían muy bien lo que hacían. Los productores del siglo XIX no trabajaban juntos, como los nuestros, para el sostenimiento de la comunidad, sino cada uno separadamente para su propio sostén, a expensas de la comunidad. Era una casualidad si, trabajando con ese fin, aumentaban el caudal público. Lo más común era aumentar el tesoro personal, perjudicando el bienestar general. Los peores enemigos eran los de su propio negocio, porque, bajo aquel plan de hacer de la producción un motivo de particular beneficio, la escasez del artículo producido era lo que deseaba el fabricante. Estaba en su interés que no se produjera más de lo que él podía producir. En cuanto las circunstancias lo permitían, dedicaba todos sus esfuerzos a destrozar y desanimar a sus competidores; logrado eso se dedicaba a entenderse con aquellos que no había podido vencer y luego, acaparando el mercado, como creo que se decía en aquel entonces, subían los precios hasta el punto máximo que podía soportar la gente antes de dejar de comprar el artículo.
    »El sueño dorado de todo productor del siglo XIX era conseguir el control absoluto de cualquier mercadería necesaria para la vida, de manera de peder mantener al público frente al fantasma del hambre y pedir los precios que se le ocurrieran. Esto, señor West, era lo que se llamaba en el siglo XIX un sistema de producción. Dejaré que usted decida si no parece más bien, por algunos de sus aspectos, que se trata de un sistema para impedir la producción. Alguna vez, cuando usted tenga tiempo de sobra, le pediré que se siente a mi lado y trate de hacerme entender, pues hasta ahora no he podido, no obstante haberlo estudiado mucho, cómo siendo tan sagaces sus contemporáneos, cualidad que se nota en muchas otras cosas, pudieron llegar a confiar el abastecimiento de la comunidad a una clase cuyo único interés era hacerla morir de hambre. Le aseguro que nuestra sorpresa no es tanto porque no aumentaran su riqueza, sino porque no llegaron a perecer de inanición. Esta sorpresa va en aumento cuando entramos a considerar alguna otra causa del prodigioso derroche que los caracterizó.
    »Aparte de las pérdidas de trabajo y de capital, como industria mal dirigida, y de las sufridas a causa de aquella lucha constante, el sistema de ustedes estaba sujeto a periódicas convulsiones que envolvían a cuerdos y a locos, al triunfante competidor y a la víctima. Me refiero a las crisis comerciales, que se sucedían con intervalos de algunos años y arruinaban la industria de la Nación, destruyendo las empresas débiles y averiando a las más fuertes, y que eran seguidas por largos períodos, a veces de muchos años, que eran llamados tiempos difíciles, durante los cuales los capitalistas recuperaban lentamente las fuerzas perdidas, mientras las clases obreras vivían entre hambre y revueltas. Luego venía otra breve época de prosperidad, seguida de la consiguiente crisis y de los posteriores años de agotamiento. Al desarrollarse el comercio, haciendo que los países dependieran unos de los otros, estas crisis llegaron a ser mundiales, mientras siguieron la persistencia del ulterior estado de postración, aumentada con el área mayor afectada por las convulsiones y la consiguiente falta de centros de recuperación. En relación a la multiplicación y complejidad de la industria mundial, y a medida que aumentaba el capital invertido, estos cataclismos comerciales se hicieron más frecuentes, hasta que a fines del siglo XIX hubo dos años malos por cada uno bueno, y el sistema industrial, que nunca se había impuesto ni extendido tanto, pareció estar en peligro de caer vencido por su propio peso.
    »Después de interminables discusiones, los economistas de entonces parecieron haber llegado a la desoladora conclusión de que había las mismas probabilidades de prevenir o dominar estas crisis como de evitar las sequías o los huracanes. No quedaba otra cosa que soportarlas como males necesarios y, cuando hubieran pasado, volver a construir la descalabrada estructura de la industria, así como los habitantes de un país sacudido por el terremoto vuelven a edificar sus ciudades en el mismo sitio.
    »Una causa, también inherente a ese sistema, que a menudo producía crisis, y siempre las agravaba, era el mecanismo del dinero y del crédito. El dinero era esencial cuando la producción estaba en muchas manos particulares, y cuando comprar y vender era indispensable para conseguir lo que uno necesitaba. Sin embargo, tenía un visible inconveniente, que era reemplazar los alimentos, los vestidos y otras cosas por una convencional representación de su valor.
    »La confusión mental que se produjo a consecuencia de esta substitución de mercaderías por un valor ficticio, abrió el camino al sistema del crédito y a sus prodigiosas ilusiones. Acostumbrada ya a recibir dinero a cambio de artículos necesarios, la gente no tardó en aceptar promesas en lugar de dinero y se cansó de mirar lo que había detrás del representante de la cosa representada.
    »El dinero era un signo de mercaderías reales, pero el crédito sólo era el signo de un signo. Había un límite natural para el oro y la plata, es decir, para el dinero propiamente dicho, pero tal cosa no existía para el crédito, y el resultado fue que el volumen de este último, es decir, de las promesas del dinero, dejó de tener una adecuada proporción con el mismo, y mucho menor con las mercaderías que realmente había en existencia. Bajo tal sistema ocurrían frecuentes y periódicas crisis, suscitadas por ley tan absoluta como la que hace venirse abajo una construcción que ha perdido su centro de gravedad.
    »Uno de los engaños de ustedes fue creer que sólo el gobierno y los bancos autorizados emitían dinero, pues todo aquel que daba crédito por un dólar emitía dinero por esa misma cantidad; el cual era tan bueno como cualquier otro para aumentar la circulación hasta la crisis siguiente. La gran expansión del sistema del crédito fue una característica del final del siglo XIX, responsable en gran parte de las crisis comerciales casi incesantes que marcaron aquel período. Por peligroso que fuera el crédito, ustedes no podían dejar de usarlo, porque, careciendo de una organización nacional o pública del capital del país, era el único medio que poseían para acumularlo y dirigirlo hacia las empresas privadas. De esta manera se convirtió en el motivo más poderoso para exagerar el principal peligro del sistema de las empresas particulares en la industria, capacitando a las industrias privadas para absorber desproporcionadas fracciones del capital disponible del país, y preparando así el desastre.
    »Las empresas comerciales estaban siempre endeudadas por excesivos adelantos de crédito, tanto en bancos como con capitalistas, y el inmediato retraimiento de este crédito ante la primera señal de las crisis era la causa que las precipitaba. La desgracia de sus contemporáneos fue haber hecho la base de su aparato industrial con un material tal que un accidente en cualquier momento podía convertirlo en explosivo. Estaban en el caso de aquel albañil que pusiera dinamita en la mezcla, ya que el crédito no puede ser comparado con ninguna otra cosa.
    »Si usted observa atentamente la forma en que se desenvuelve nuestro sistema, notará en seguida lo innecesarios que eran esos trastornos comerciales, no siendo otra cosa que la consecuencia de abandonar la industria en manos de una dirección privada y desorganizadora. En la actualidad, es imposible el exceso de producción en ciertos renglones, fantasma de aquella época; porque estando ligadas a la distribución y a la producción, las existencias quedan engranadas con la demanda, como un motor a la palanca que regula su velocidad. Supóngase usted que por un error de apreciación se haya alcanzado una producción excesiva de cualquier artículo. La consecuente escasez o cesación del trabajo en esa misma producción no echa a nadie a la calle. Los obreros suspendidos encuentran en seguida ocupación en cualquiera de las otras secciones de los vastos talleres, y sólo se pierde el tiempo necesario para el traslado.
    »Por lo que se refiere al exceso producido, las finanzas de la Nación son tan fuertes que pueden soportarlo hasta que la demanda lo indique. En un caso semejante, no tenemos, como ustedes, ningún complicado mecanismo que salte del eje y magnifique mil veces el error inicial. Naturalmente, no teniendo dinero, carecemos de crédito. Todas las avaluaciones se hacen directamente con las cosas reales: harina, hierro, madera, lana o trabajo, de las cuales fueron en su tiempo engañosos representantes el dinero y el crédito.
    »En nuestros cálculos de costo no puede haber errores. De la producción anual se toma el monto necesario para el sostenimiento de la población y del trabajo necesario para producir el consumo del año siguiente. El residuo, en materias y trabajo, representa lo que puede ser gastado con tranquilidad en mejoras de perfeccionamiento. No hay fluctuaciones mercantiles, salvo los ocasionales efectos de causas naturales; la prosperidad material de la Nación fluye sin interrupción de una generación a otra, como un río cuyo cauce se ahonda y ensancha eternamente.
    »Aquellas crisis comerciales, señor West –continuó el doctor–, como cada uno de los grandes derroches y pérdidas que acabo de mencionarle, bastaban por sí solas para hacer difícil la vida a cualquiera; pero aun tengo que hablarle de otra causa importante de la miseria existente, que era la falta de actividad de una gran parte del capital y del trabajo..
    »Actualmente, es deber de la Administración mantener en constante empleo cada partícula de capital y de trabajo que existe en el país. En aquellos tiempos no había control alguno del capital o del trabajo y una gran parte de ambos no se empleaba. «El capital es tímido por naturaleza», solían decir ustedes, y en verdad hubiera sido inquietante que fuera de otra manera en una época en que la mayoría de las probabilidades estaban a favor del fracaso en cualquier aventura comercial privada. Si la seguridad hubiera estado garantizada, ya se habría encontrado oportunidad de llevar al máximo el aumento del capital dedicado a la industria productiva.
    »La proporción así utilizada del capital disponible soportaba extraordinarias variaciones de acuerdo con la mayor o menor sensación de inseguridad en la estabilidad de la situación industrial, de manera que el rendimiento de las industrias nacionales variaba muchísimo de un año a otro. Pero, por la misma razón que el total del capital invertido en las épocas de inseguridad era mucho menor que en las épocas de alguna mayor seguridad, una enorme proporción no se tocaba de manera alguna, porque el azar de los negocios era siempre grande aun en el mejor de los tiempos.
    »Hay que observar, también, que el amontonamiento de capitales en constante búsqueda de colocación allí donde podía obtenerse cierta tolerable seguridad, agriaba la competencia entre los capitalistas en cuanto aparecía una ocasión prometedora. La ociosidad del capital, resultado de su timidez, significaba una consiguiente ociosidad de trabajo. Además, cada cambio en la estructura de los negocios, cada ligera alteración en el estado del comercio o la industria, sin hablar de las innumerables empresas que se presentaban cada año en quiebra, aún en los mejores tiempos, arrojaban continuamente de sus ocupaciones a multitudes de hombres durante semanas o meses, y hasta años enteros.
    »Un gran número de estos nuevos buscadores de empleo estaban siempre en movimiento de un lado al otro del país, convirtiéndose primero en vagabundos profesionales y luego en delincuentes. «¡Queremos trabajo!» era el grito de guerra de un ejército de desocupados en casi todos los momentos, mientras que en las épocas de depresión mercantil este ejército aumentaba hasta convertirse en una horda, tan inmensa y desesperada, que parecía amenazar la estabilidad del gobierno.
    »No puede concebirse una demostración más absoluta de lo absurdo del sistema de las empresas privadas, como método para enriquecer un país, que el hecho de que en una era de tal pobreza general y carencia de recursos de toda clase, los capitalistas se atropellaban unos a otros para encontrar una probabilidad segura de invertir su capital, mientras las masas obreras promovían disturbios y se consumían al no poder encontrar trabajo.
    »Ya contaban ustedes con algunos establecimientos textiles bastante grandes para aquella época, aunque sin punto de comparación con los nuestros. No dudo de que habrá visitado alguna de estas fábricas de importancia, que cubrían extensas superficies, ocupaban a millares de obreros, y combinaban, bajo un mismo techo y una sola dirección, los cien distintos procesos que hay, por así decirlo, para transformar un fardo de algodón en un fardo de luciente percal. Admiró usted, naturalmente, la vasta economía de trabajo, como fuerza mecánica que resulta de la perfecta armonía de cada rueda y de cada brazo en la armazón total. Sin duda habrá reflexionado en que la misma cantidad de trabajo hubiera producido mucho menos en el caso de ser disgregado, trabajando cada hombre independientemente.
    »¿Creería que es una exageración si le dijera que el producto resultante del esfuerzo de esos obreros, trabajando así separados, por amistosas que fueran sus relaciones, se vería aumentado no en un porcentaje, sino en forma múltiple, cuando sus esfuerzos fueran organizados bajo un control único? Pues bien, señor West: la organización de la industria de todo el país bajo una sola dirección, de manera de coordinar todos sus procedimientos, ha multiplicado el producto total más allá del máximo alcanzado dentro del antiguo sistema, aun dejando de lado las cuatro grandes causas de derroche anteriormente citadas, en la misma proporción que el producto de aquellas hilanderías fue aumentado por la cooperación.
    »La efectividad de la fuerza trabajadora de la Nación, bajo las innumerables jefaturas del capital privado, aunque sus dirigentes no fueran mutuos enemigos, puede compararse con la alcanzada por la eficacia militar de una horda de salvajes con un millar de caudillejos, frente a la de un ejército disciplinado bajo el comando de un solo general, máquina de guerra, por ejemplo, como el ejército alemán en la época de Von Moltke.

    –Después de todo lo que usted me ha contado –le dije–, no me maravilla tanto que la Nación sea más rica que antes, sino que ustedes no sean Cresos.
    –¡Bah! –repuso el doctor Leete–. Estamos satisfechos. El nivel de vida que llevamos es tan lujoso como podríamos desearlo. La rivalidad en la ostentación, que en sus tiempos conducía a la extravagancia y de ninguna manera a la comodidad, no tiene cabida, naturalmente, en una sociedad cuyos componentes cuentan con recursos iguales, y nuestras ambiciones se reducen a lograr todo aquello que contribuye a disfrutar de la vida. Es cierto que podríamos individualmente disponer de mayores ingresos, si nos resolviéramos a disponer del sobrante de nuestra producción; pero preferimos gastarlo en obras públicas y distracciones que todos compartimos: galerías de arte, puentes, estatuas, medios de movilidad, grandes espectáculos musicales y teatrales, proveyendo, además, en gran escala, a las diversiones populares.

    »Todavía no ha empezado a ver cómo vivimos, señor West. En el hogar sólo tenemos comodidad, pero el esplendor de nuestra vida está, socialmente hablando, en lo que compartimos con nuestros semejantes. Cuando usted conozca algo más, verá “cómo se va el dinero”, según solían decir ustedes, y creo que convendrá en que en esta forma está bien gastado.

    Mientras salíamos del restaurante y nos dirigíamos de vuelta a su casa, el doctor Leete observó:

    –Supongo que ningún comentario habría herido más en lo vivo a los adoradores del vellocino de oro del siglo pasado que la sugestión de que no sabían cómo ganar dinero. Sin embargo, ése ha sido el veredicto de la historia. Su sistema de industrias desorganizadas y antagónicas era tan absurdo económicamente como abominable moralmente. El egoísmo era su única ciencia y, en el terreno de la producción industrial, el egoísmo es suicida. La competencia, que es el instinto del egoísmo, es otra palabra que significa disipación de energía, mientras que la coordinación es el secreto de una eficaz producción; y hasta que la idea de aumentar el tesoro individual no cede el campo a la idea de aumentar el fondo común, no puede realizarse la coordinación individual, no comenzando hasta entonces la adquisición de la riqueza.

    »Aunque el principio de la participación igual para todo el mundo no fuera la única base humana y racional para una comunidad, la sostendríamos aún como un recurso económico, al ver que mientras no se suprima la desintegrante influencia del egoísmo, no hay posibilidad de una verdadera unión en la industria.


    CAPÍTULO XXIII


    Aquella misma noche, mientras estaba sentado junto a Edith en la sala de música escuchando algunas piezas que me habían llamado la atención en el programa del día, aproveché un intervalo para decirle:


    –Deseo hacerle una pregunta, pero temo aparecer indiscreto.
    –Puede estar seguro de que no lo será –me contestó, en tono animador.
    –Me hallo en la situación de una persona que, dedicándose a escuchar tras de las puertas –continué–, hubiera oído algunas palabras que parecieran referirse a ella y tiene la audacia de presentarse ante quien hablaba para conocer el resto de la conversación.
    –¿Escuchar tras de las puertas? –repitió Edith, mirándome intrigada.
    –Sí –le dije–; pero es excusable en este caso, como usted habrá de reconocerlo.
    –Esto es muy misterioso –repuso ella.
    –Sí –insistí–, tan misterioso que a menudo he dudado si realmente oí lo que voy a preguntarle o si no fue más que un sueño. Voy a contárselo. El asunto es el siguiente: cuando me recobré de mi sueño secular, la primera impresión que tuve fue la de un rumor de voces junto a mí, voces que luego pude reconocer como las de sus padres y la suya. Recuerdo que primero la voz de su padre dijo: «Está a punto de abrir los ojos. Sería mejor que en el primer momento sólo viera a uno de nosotros». Entonces, si no he soñado, usted dijo: «Prométeme, de todas maneras, que no se lo dirás». Su padre pareció vacilar, pero ante su insistencia y la intervención de su madre, lo prometió finalmente y, al abrir los ojos sólo lo vi a él.

    Había sido sincero al decir que no estaba seguro de no haber soñado esta conversación, ya que me parecía incomprensible que esta gente supiera algo de mí que yo ignorara, siendo nada menos que contemporáneo de sus bisabuelos. Pero cuando vi en Edith el efecto que le hacían mis palabras, comprendí que no era un sueño sino un misterio más intrigante para mí que todos los conocidos hasta entonces, ya que desde el momento que se hizo visible el objeto de mi pregunta demostró hallarse profundamente turbada. El pánico pareció apoderarse de sus ojos, siempre de mirada límpida y clara en su expresión, mientras que el rubor dominaba su semblante.

    –Perdóneme –le dije, cuando me repuse del asombro ante tan extraordinario resultado de mis palabras–. Parece, pues, que no he estado soñando. Hay algún secreto, algo que ignoro, algo que ustedes me están ocultando. ¿No cree usted un poco duro que a una persona que se encuentra en mi situación no se le diga todo lo que le concierne?
    –No le concierne… es decir, no en forma directa. La verdad es… que no se trata de usted –me contestó, en un tono que apenas llegó a mis oídos.
    –Pero me concierne de alguna manera –insistí–. Debe ser algo que me interesaría.
    –No estoy muy segura de eso –contestó, animándose hasta el punto de dirigirme una mirada. Su rubor aumentó aún más, si bien en sus labios se dibujó, a pesar de su desconcierto, una leve sonrisa, que traicionaba un cierto sentido de humorismo ante la situación.
    –Su padre me lo habría dicho –insistí, con tono de reproche–. Fue usted quien se lo prohibió. Él creía que yo debía saberlo.

    Ella no contestó. Tan encantadora estaba en su turbación, que me sentí inclinado a prolongar aquellos instantes y no en satisfacer mi primera curiosidad.

    –¿Nunca lo sabré? ¿No me lo dirá usted? –le pregunté.
    –Depende –me respondió tras larga pausa.
    –¿De qué? –insistí.
    –¡Ah, pide usted demasiado! –repuso. Luego, levantando hacia mí el semblante cuyos ojos inescrutables, rosadas mejillas y labios sonrientes, lo tornaban hechicero, añadió–: ¿Qué pensaría si le dijera que depende de… usted?
    –¿De mí? –exclamé–. ¿Cómo puede ser?
    –Estamos perdiéndonos una música encantadora, señor West –fue su única respuesta.

    Volviéndose hacia el teléfono, hizo vibrar el aire con el ritmo de un adagio. Procuró después que la música impidiera otra oportunidad para seguir la conversación. Había dejado de mirarme y aparentaba hallarse absorta en las armonías; pero era una mera pretensión, porque el insistente rubor al colorear sus mejillas la delataba.

    Cuando finalmente pareció admitir que yo ya había escuchado bastante música por ese día, y nos levantamos para abandonar la habitación, vino hacia mí y, sin levantar la mirada, me dijo:

    –Señor West, usted dijo que yo he sido bondadosa. Si realmente cree que lo he sido, prométame no insistir en que le conteste sus preguntas de esta noche y que tampoco tratará de descubrirlas por medio de otra persona, por ejemplo, mi padre o mi madre.

    Esta súplica no tenía más que una respuesta.

    –Le ruego me perdone si la he molestado. ¡Claro que se lo prometo! –le dije–. Nunca me habría permitido preguntárselo si me hubiese imaginado que habría de incomodarla. ¿No me reprocha mi curiosidad?
    –No le reprocho absolutamente nada.
    –Y alguna vez –añadí–, si no la contrarío, usted me lo contará por su propia voluntad. ¿No es así?
    –Quizás –murmuró ella.
    –¿Sólo quizás?

    Me dirigió una rápida mirada.

    –Sí –me dijo–, creo que se lo contaré… alguna vez.

    Y así terminó nuestra conversación, pues no me dio oportunidad para decirle nada más.

    Creo que ni el doctor Pillsbury habría conseguido hacerme dormir aquella noche, por lo menos hasta la madrugada. Los enigmas habían sido mi pan cotidiano desde mi llegada al siglo XX, pero no se me había presentado ninguno que fuera tan intrigante y fascinador como éste, cuya solución Edith Leete me había prohibido buscar. Resultaba un misterio doble. En primer lugar, ¿era posible que ella conociera algún secreto mío, siendo yo un extranjero de épocas remotas? En segundo lugar, aunque fuera así, ¿qué significaba toda aquella turbación ante mis palabras?

    Existen misterios cuya solución puede ser sólo conjeturada y, al parecer, éste era uno de tales casos. Por otra parte, soy demasiado práctico para perder el tiempo con tales jeroglíficos; pero la dificultad de resolver un enigma encarnado en tan bella joven, aumentaba su fascinación. Generalmente, como es natural, los rubores de las doncellas pueden achacarse, con seguridad, a la eterna historia contada por los jóvenes de todas las épocas y de todas las razas; pero interpretar de tal manera el carmín brotado en las mejillas de Edith sería una tonta fatuidad, teniendo en cuenta mi situación y el tiempo transcurrido desde que la conocí, y que este secreto parecía remontarse a épocas pasadas. Y, sin embargo, para mí era un ángel y habría dejado de sentirme en plena juventud si hubiera permitido que la razón y el sentido común se interpusiesen ante el barniz de rosado color que coloreó mis ensueños de aquella noche.


    CAPÍTULO XXIV


    Me levanté muy temprano a la mañana siguiente con la esperanza de encontrarme a solas con Edith, pero sufrí un desengaño. Al no encontrarla en la casa, la busqué en el jardín, mas tampoco estaba allí. En el curso de mis andanzas, hice una visita a la cámara subterránea, donde me quedé sentado un rato. Encima de la mesa había varios diarios y revistas, y cuando volví a la casa me llevé conmigo uno de los periódicos, pensando que le interesaría al doctor Leete echar una mirada a una publicación de Boston hecha en 1887.


    Me encontré con Edith a la hora del desayuno. Se ruborizó un poco al saludarme, pero era dueña de sí misma. Cuando nos sentamos a la mesa, el doctor Leete se entretuvo hojeando el periódico. Como en todos los diarios de aquella época, había un montón de noticias sobre las perturbaciones del trabajo, huelgas, lockouts, boicoteos, programas de partidos obreros y las salvajes amenazas de los anarquistas.

    –A propósito –le dije, luego que hubo leído en voz alta algo de aquello–, ¿qué participación tuvieron los amigos de la bandera roja en el establecimiento del nuevo orden de cosas? Lo último que supe de ellos era que estaban armando mucho escándalo.
    –Como es natural, no hicieron otra cosa que tratar de impedirlo –respondió el doctor Leete–. Tuvieron algún éxito al principio, porque sus peroratas asustaban tanto al pueblo que éste, impresionado, se negó a escuchar otros mejores proyectos de reforma social. La subvención de esta gente fue una de las maniobras de los opositores de la reforma.
    –¡Subvención! –exclamé sorprendido.
    –Claro –replicó el doctor Leete–. No hay autoridad histórica que dude en nuestros días de que los anarquistas estaban comprados por los grandes acaparadores, para que agitaran la bandera roja, pronunciando violentos discursos en que hablaban de incendio, saqueo y muerte, a fin de que, alarmando a los tímidos, la gente desechara cualquier reforma seria. Nada me sorprende tanto como que ustedes cayeran tan ingenuamente en esa trampa.
    –¿Qué motivos tienen ustedes para creer que el partido de la bandera roja estaba subvencionado? –le pregunté.
    –La razón es muy sencilla. Debían haberse dado cuenta de que por cada amigo que conseguían con su actuación, se acarreaban un millar de enemigos. Al no suponer que estaban comprados para realizar su obra, debemos entender que su locura era inconcebible4. De todos los países del mundo, Estados Unidos era el menos indicado para que un partido político pudiera creer que realizaría sus fines de otra manera que conquistando con sus ideas a la mayoría del pueblo, como lo consiguió en definitiva el partido nacional.
    –¿El partido nacional? –exclamé–. Debe haber surgido después. Supongo que sería un partido obrero.
    –¡Oh, no! –replicó el doctor–. Los partidos obreros, como tales, no hubieran podido llegar a cumplir nada de carácter amplio o permanente. Con vistas a un objetivo nacional, su programa de simple organización de las clases era muy limitado. No hubo perspectivas de llegar a ninguna parte hasta que se reconoció que un reajuste del sistema industrial y social, sobre bases más éticas, y una producción de riquezas más eficaz, era interés de todas las clases, no de una sola: de ricos y pobres, cultos e ignorantes, jóvenes y viejos, débiles y fuertes, hombres y mujeres. Entonces surgió el partido nacional, para llevarlo a la práctica con métodos políticos. Probablemente se le denominó así, porque su fin era nacionalizar las funciones de la producción y la distribución.

    »No podía haber tenido mejor nombre, ya que su propósito era que la idea de Nación fuera interpretada en forma grandiosa y completa como nunca había ocurrido, dejando de ser una asociación de hombres para determinadas funciones simplemente políticas que afectaban a su felicidad de manera remota y superficial, para convertirse en una familia, una unión eterna, una vida común, un árbol poderoso con una copa que tocara el cielo y cuyas hojas fueran su pueblo, alimentadas por la savia en forma igual. Fue el más patriota de los partidos, que hizo justicia al patriotismo, transformándolo de un instinto en una abnegación racional, haciendo que la tierra nativa fuera verdaderamente la madre tierra, un padre que mantenía a su pueblo en la vida, y no un simple fetiche por el cual sólo cabía esperar la muerte.


    CAPÍTULO XXV


    Es muy natural que la personalidad de Edith Leete me causara profunda impresión desde el momento en que me convertí, de manera tan extraña, en un habitante de su casa paterna, y es de esperar que después de lo acontecido la noche anterior me preocupara aún más. Ya en nuestro primer encuentro me había llamado la atención su aspecto de serena franqueza y precisión espiritual, características más fáciles de encontrar en un joven noble y puro que en cualquier doncella que hubiera conocido. Sentía curiosidad por saber hasta qué punto esas encantadoras cualidades podían ser peculiares en ella, o si respondían, posiblemente, a las alteraciones habidas en la posición social de la mujer desde mis viejos tiempos. Ese día encontré una oportunidad, estando a solas con el doctor Leete, para encaminar la conversación hacia el tema.


    –Supongo –le dije– que en la actualidad las mujeres, liberadas del fardo de las tareas caseras, no tendrán más ocupación que cultivar sus gracias y encantos naturales.
    –Por lo que respecta a nosotros, los hombres –contestó el doctor Leete–, consideraríamos que pagaban con exceso su derecho a la vida, para emplear una expresión de ustedes, si se limitaban a cumplir con esa tarea; pero puede estar seguro de que tienen demasiado amor propio para consentir en ser simples beneficiarías de la sociedad, aunque le retribuyeran con su adorno personal. Aceptaron con los brazos abiertos su liberación de los trabajos domésticos, porque no sólo contribuían a su prematuro desgaste sino que dilapidaban en extremo sus energías; pero teniendo en cuenta, además, que el plan cooperativo podía ofrecerles la oportunidad, reclamaron el poder contribuir por otros medios más efectivos y agradables al bienestar común. Las mujeres, tanto como los hombres, son ahora miembros del ejército industrial, y lo dejan sólo cuando los deberes maternales las reclaman. El resultado es que muchas mujeres, en una u otra época de la vida, sirven industrialmente cinco, diez o quince años, mientras que otras que no tienen hijos cumplen el período de servicio completo.
    –Una mujer, entonces, ¿no abandona necesariamente el servicio industrial al casarse?
    –No más que el hombre –contestó el doctor–. ¿Por qué habría de hacerlo? Ahora las mujeres casadas no tienen responsabilidades domésticas, como usted sabe, y un marido no es un niño al que no puede descuidarse.
    –Se consideraba uno de los rasgos más crueles de nuestra civilización que exigiéramos demasiado trabajo a las mujeres –le dije–; pero me parece que ustedes han logrado obtener más beneficio.

    El doctor Leete se echó a reír.

    –Claro que lo hacemos, lo mismo que con los hombres. Sin embargo, las mujeres de esta centuria son muy felices, mientras que las del siglo XIX, salvo que las referencias contemporáneas nos engañaran, eran desgraciadas. La razón de que las mujeres, en la actualidad, sean mucho más eficaces colaboradoras del hombre y al mismo tiempo tan felices, se debe a que, con respecto a su trabajo, comparado al de los hombres, seguimos el principio de darle a cada mujer el género de ocupación al que más se adapte.

    »Siendo las mujeres menos fuertes que los hombres, aparte de no estar capacitadas por razones especiales para muchas labores industriales, se les reservan determinadas clases de ocupaciones y condiciones de trabajo. En todas partes las tareas más pesadas se destinan a los hombres y las más livianas a las mujeres. No se permite a una mujer, en ninguna circunstancia, que ocupe un empleo que no se adapte perfectamente a su sexo, tanto en clase como en grado de trabajo. Además, el horario de las mujeres es considerablemente mucho más corto que el de los hombres, disfrutan de vacaciones más frecuentes y se adoptan toda clase de previsiones para su descanso cuando es necesario. Tanto reconoce el hombre de hoy que la belleza y gracia de la mujer es su mayor atractivo para vivir y el principal aliciente de su esfuerzo, que sólo le permite trabajar porque reconoce que cierto trabajo regular, de naturaleza que se adapte a sus facultades, es conveniente para el cuerpo y el alma durante el período de máximo vigor físico. Creemos que la magnífica salud que distingue a nuestras mujeres de las de su tiempo, que parecen haber sido en general de naturaleza enfermiza, se debe en gran parte a que todas por igual son destinadas a ocupaciones saludables y alentadoras.

    –Si le he interpretado bien, las mujeres que trabajan pertenecen al ejército de la industria –le dije–. Pero ¿cómo pueden estar en las mismas condiciones de promoción y disciplina que los hombres, cuando la índole de sus trabajos es tan distinta?
    –Están sometidas a una disciplina completamente distinta –contestó el doctor Leete– y constituyen más bien una fuerza aliada que una parte integral del ejército de hombres. Tienen como general en jefe a una mujer y se hallan sometidas a un régimen exclusivamente femenino. Esta generala, tanto como las oficialas superiores, se eligen entre el cuerpo de mujeres que ya han pasado la época de servicio, siguiendo el mismo sistema que se emplea para elegir a los jefes del ejército masculino y al presidente de la Nación. La generala del ejército de mujeres ocupa un asiento en el consejo del presidente y puede vetar las medidas relativas al trabajo femenino, quedando pendientes de apelación ante el Congreso. Al hablar del poder judicial, debiera haberle dicho que tenemos tanto hombres como mujeres en los estrados, nombradas estas últimas por la generala. Las causas en que ambas partes son mujeres se resuelven por jueces femeninos; pero donde hay un pleito entre un hombre y una mujer, el veredicto debe ser dictado por un juez de cada sexo.
    –Parece, entonces, que en el sistema de ustedes la clase femenina está organizada como una especie de imperium in imperio –le dije.
    –Hasta certo punto –replicó el doctor Leete–, pero admitirá usted que el imperium interior no representa un peligro muy grande para la Nación. La falta de reconocimiento de las distintas individualidades de los sexos fue uno de los innumerables defectos de aquella sociedad. La atracción personal entre hombres y mujeres ha impedido con demasiada frecuencia la percepción de las profundas diferencias que hacen que los miembros de cada sexo sean totalmente extraños a los del otro e incapaces de sentir simpatía más que por sus congéneres. Es dando amplia libertad a las diferencias de sexo más bien que ocultándolas, como pretendían en apariencia algunos reformadores de su época, que se consigue aumentar la felicidad de cada parte y la inclinación de la una hacia la otra.

    »En aquellos tiempos, las mujeres no podían abrirse camino salvo rivalizando en forma desigual con el hombre. Les hemos dado un mundo propio con emulaciones, ambiciones y destinos, y le aseguro que se encuentran muy dichosas en él. Nos parece a la distancia que las mujeres, más que nadie, fueron las víctimas de su civilización. A pesar del tiempo transcurrido, todavía hay algo que nos conmueve ante el espectáculo de sus vidas atrofiadas, concretándose al matrimonio, su única y limitada perspectiva, encerradas a menudo, físicamente, entre las cuatro paredes del hogar y, moralmente, dentro de un círculo mezquino de intereses personales. No estoy hablando sólo de las clases obreras, que generalmente trabajaban hasta la muerte, sino también de las acomodadas y ricas. Tanto para los grandes pesares como para las pequeñas molestias de la vida, carecían del consuelo de refugiarse en la vivificante atmósfera del mundo exterior, sin poder dedicarse a otra cosa que no fueran los intereses familiares.
    »Ahora todo ha cambiado. No se encuentra una sola mujer que hubiera querido nacer hombre, ni los padres desean que sus hijos sean varones antes que mujeres. Las jóvenes se muestran tan ambiciosas por sus destinos como los muchachos. El matrimonio, cuando llega, ya no significa una cárcel para ellas, ni las separa de manera alguna de los vastos intereses sociales y la efervescente vida de la humanidad. Sólo cuando la maternidad llena la mente femenina con nuevas preocupaciones, se retira momentáneamente del mundo. Luego, en cualquier momento, puede volver a ocupar su puesto entre sus camaradas, sin necesidad siquiera de haber perdido el contacto con ellas.
    »Para resumir, las mujeres han alcanzado hoy una dicha que no admite comparación con la que disfrutaron en cualquier otro momento de la historia del mundo y, en la misma proporción, han aumentado su poder para darle la felicidad al hombre.

    –Se me ocurre la posibilidad –le dije– de que el interés que las muchachas se toman en sus ocupaciones, como miembros del ejército industrial y candidatas a las distinciones inherentes, podría tener el efecto de apartarlas del casamiento.

    El doctor Leete se sonrió.

    –No se preocupe en cuanto a eso, señor West –replicó–. El Creador ha tenido buen cuidado de que, no obstante cualquier modificación que con el tiempo puedan hombres y mujeres experimentar en su carácter, el atractivo recíproco se mantenga siempre constante. La prueba definitiva de esto es que en una época como la suya, en que la lucha por la existencia debía dejar muy poco tiempo para pensar en otras cosas, y en la que el futuro era tan incierto que asumir responsabilidades paternales parecía un crimen, siempre hubo matrimonios y nacimientos.

    »En cuanto al amor, dice uno de nuestros pensadores que el vacío dejado en las mentes de hombres y mujeres por la ausencia de inquietudes materiales ha sido totalmente ocupado por la ternura apasionada. Sin embargo, le ruego que considere esa afirmación un poco exagerada. Por lo demás, tan lejos está el matrimonio de ser un obstáculo en la carrera de una mujer, que las posiciones más elevadas en el ejército femenino de la industria se confían solamente a mujeres que hayan sido esposas y madres, puesto que de tal manera representan dignamente a su sexo.

    –¿Las mujeres reciben tarjetas de crédito, como los hombres?
    –Naturalmente.
    –Supongo que los créditos de las mujeres serán algo menores, teniendo en cuenta la frecuente suspensión de su trabajo a causa de las responsabilidades familiares.
    –¡Menores! –exclamó el doctor Leete–. ¡Oh, no! Los medios de vida de todo nuestro pueblo son los mismos. No hay excepciones a esa regla; pero si hubiera que hacer alguna diferencia por las interrupciones a que usted se refiere, sería dando a las mujeres un crédito mayor, no menor. ¿Cree usted que puede haber alguna clase de servicio que reclame más que ningún otro la gratitud de la Nación, como el de tener hijos y criarlos para la patria? En nuestra opinión, nadie es más digno de mérito que los buenos padres. No hay acción tan desinteresada, puesto que nada devuelve, salvo que el corazón encuentra en ello su recompensa, como la crianza de los niños que mañana, cuando nosotros ya nos hayamos ido, seguirán ideando mundos mejores para otros.
    –Por todo lo que usted ha dicho, parecería que las mujeres no dependen en modo alguno de sus maridos para vivir.
    –Es claro que no –respondió el doctor Leete–. Ni los hijos de sus padres, es decir, en lo que concierne a su subsistencia, no a la necesidad de su cariño. El trabajo del niño, cuando éste crezca, irá a acrecentar la riqueza de la Nación, no la de sus padres; y, en consecuencia, es lógico que sea criado por cuenta del Estado. Debe usted comprender que toda persona, hombre, mujer o niño, está siempre en relación directa con la Nación sin ninguna clase de intermediarios, con la natural excepción de que los padres, hasta cierto punto, actúan como representantes de sus hijos pequeños. En virtud de su situación como miembros de la Nación, tienen derecho a que ésta los mantenga; y ese derecho no tiene nada que ver ni puede afectar a sus relaciones de parentesco con otras personas que son, asimismo, componentes de la Nación. Sería contrario al sentido moral de las cosas, e indefendible por cualquier teoría social razonable, el que una persona dependa de otra para poder vivir. ¿Dónde iría a parar, en situación semejante, la dignidad y la libertad personal?

    »En cuanto a la dependencia masculina de la mujer para su subsistencia, lo que entonces era usual, hubiera sido soportable por la natural atracción en los casos de matrimonios por amor, aunque de todos modos las mujeres de carácter supongo que siempre se habrían sentido humilladas. ¿Qué sería, entonces, de los casos innumerables en que las mujeres, con o sin la formalidad del casamiento, tenían que venderse para conseguir el pan? Hasta sus contemporáneos, insensibles como lo eran a los más sublevantes aspectos de aquella sociedad, parecían tener una idea de que no debía de ser así, pero deploraban la suerte de la mujer sólo con una sensación de lástima. No se les ocurría que era un despojo y una crueldad que los hombres se apoderaran para ellos solos de todas las riquezas del mundo, dejando que las mujeres suplicaran y llegaran al engaño para conseguir su parte.
    »Pero… señor West, le ruego me perdone el que me haya salido de mis casillas, como si estos despojos, penas y vergüenzas que sufrían aquellas pobres mujeres no hubieran sucedido hace un siglo, o como si usted fuera responsable de lo que no cabe la menor duda deploraría también.

    –Debo asumir mi parte de responsabilidad en lo que el mundo era entonces –repliqué–. Todo lo que puedo alegar en descargo es que mientras la Nación no estuviera madura para el actual sistema de producción y distribución, no sería posible ninguna reforma radical en la situación de la mujer. El origen de su incapacidad, como dice usted, estaba en su personal dependencia del hombre para vivir. No puedo imaginarme otro método de organización social, que no sea el adoptado por ustedes, para libertar a la mujer del hombre y, a la vez, a los hombres entre sí. Y… a propósito, es de suponerse que tan fundamental cambio en la situación de la mujer no habrá podido ocurrir sin afectar de variadas maneras las relaciones sociales de ambos sexos. Sería para mí un estudio muy interesante.
    –Creo que el cambio que más le llamará la atención –dijo el doctor Leete– será la absoluta franqueza y espontaneidad que caracteriza ahora a esas relaciones, comparadas con la hipocresía que las distinguía entonces. Los representantes de ambos sexos se tratan ahora de igual a igual y no se cortejan para otra cosa que no sea el amor. Las mujeres dependían antes del hombre para su sustento, por lo cual era realmente la principal beneficiada con el matrimonio. Juzgando lo escrito por sus contemporáneos, este hecho parece haber sido reconocido bastante brutalmente entre las clases bajas, mientras que la gente más educada lo interpretaba de manera opuesta, ya que una serie de complicados convencionalismos llegaban precisamente a establecer que el hombre era la parte principalmente beneficiada. Para conservar esta fantasía, era esencial que el hombre pareciera ser siempre el cortejante. Nada se consideraba entonces más contrario a las convenciones sociales que una mujer demostrara ternura hacia un hombre antes de que éste le hubiera confesado su propósito de desposarla.

    »En nuestras bibliotecas encontramos libros escritos por autores de aquellos tiempos, sin otra finalidad que la de discutir el asunto de si una mujer, en cualquier circunstancia, podría, sin desacreditar a su sexo, confesar un amor no solicitado. Todo esto nos parece absurdo, no obstante saber muy bien que, dada la situación reinante entonces, el problema podía tener un aspecto serio. En realidad, cuando una mujer le ofrecía su amor a un hombre, lo invitaba a asumir la responsabilidad de su sostenimiento, y se comprende, por lo tanto, que el orgullo y la delicadeza contuvieran más de una vez los impulsos de su corazón.
    »Cuando usted llegue a frecuentar nuestra sociedad, señor West, tendrá que ir preparado para aguantar el diluvio de preguntas que le hará sobre este tema toda la gente joven, la cual naturalmente se muestra muy interesada por este aspecto de las añejas costumbres.

    –¿De manera que en el amor del siglo XX las jóvenes llevan la iniciativa?
    –Si lo prefieren –repuso el doctor Leete–. No hay en ellas más intenciones de ocultar sus sentimientos que por parte de sus pretendientes. La coquetería es tan menospreciada en la mujer como en el hombre. Aquella afectada frialdad, que raramente decepcionaba a un enamorado, ahora lo desengañaría de inmediato, ya que nadie piensa en practicarla.
    –Puedo darme cuenta de una consecuencia de la independencia de la mujer –le dije–. Ahora no debe haber otra clase de casamientos que los efectuados por amor.
    –Esto es innegable –contestó el doctor Leete.
    –¡Un mundo en el que no hay más que uniones de puro amor! ¡Ah, doctor Leete, cuan lejos está usted de comprender la sorpresa que experimenta ante esto un hombre del siglo XIX!
    –No obstante, puedo imaginármelo hasta cierto punto –repuso el doctor–. Pero el hecho que a usted le sorprende de que haya tan sólo uniones por amor, representa algo más quizás de lo que usted comprende a primera vista. Significa que por primera vez en la historia humana el principio de la selección sexual, con su tendencia a conservar y transmitir los mejores tipos de la raza y dejar de lado a los inferiores, puede desarrollarse sin trabas. Las necesidades inherentes a la pobreza, el natural deseo de poseer un hogar, ya no tientan a la mujer para aceptar como padre de sus hijos a quien no puede amar ni respetar. Ya el oro no “relumbra en la estrecha frente de los necios”.

    »Las condiciones personales de la mente y el carácter, tales como belleza, talento, elocuencia, ternura, generosidad, genio, valor, son transmitidas fielmente a la posteridad. Toda generación es depurada por un tamiz aun más fino que la anterior. Se conservan los atributos que admira la naturaleza humana; quedan atrás aquellos que la disgustan. Naturalmente, hay un gran número de mujeres que mezclan la admiración con el amor, y tratan de hacer un gran casamiento; pero no por eso dejan de obedecer a esa misma ley, porque un gran casamiento hoy en día no consiste en desposar a un hombre de título o de fortuna, sino a quien se destaca entre sus semejantes por la solidez o el brillo de los servicios prestados a la humanidad. Esta clase de hombres forma en nuestros días la única aristocracia cuya alianza significa distinción.
    »Hace dos o tres días me hablaba usted de la superioridad física de nuestro pueblo sobre sus contemporáneos, y quizás más importante que cualquiera de las causas que le mencioné entonces tendientes a purificar la raza, ha sido el efecto de la selección sexual sin trabas sobre las cualidades de tres o cuatro generaciones sucesivas. Creo que cuando usted haya efectuado un estudio más completo de nuestro pueblo encontrará no sólo un adelanto físico, sino también un progreso mental y moral. Sería muy extraño que no fuera así, desde que un profundo sentido espiritual ha venido en apoyo de las grandes leyes de la naturaleza, que en la actualidad se desenvuelven libremente para el mejoramiento de la especie.
    »El individualismo, idea que en sus tiempos predominaba en la sociedad, no sólo era fatal para cualquier sentimiento de fraternidad e interés común entre los hombres, sino que impedía asimismo compenetrarse de la responsabilidad ante la vida de las futuras generaciones. Hoy, ese sentido de responsabilidad, prácticamente desconocido en cualquier época anterior, se ha convertido en uno de los grandes puntales éticos de la raza humana, reforzando una intensa convicción de deber, que se observa en el impulso natural de casarse con el mejor y más noble representante del sexo contrario.
    »El resultado obtenido es que ninguno de los estímulos e incentivos que hemos creado para contribuir a desarrollar la industria, el talento, el genio, el mérito de cualquier clase que sea, puede compararse con el efecto producido en nuestros jóvenes por el hecho de que nuestras mujeres se consideran como jueces de la lucha para retribuir a los triunfadores con el regalo de sus propias personas. De todas las palancas y aguijones, recompensas y premios, no hay ninguno que se asemeje al espectáculo de aquellas caras radiantes, que miran a otro lado ante la presencia de los perezosos y retardados.

    Aquella noche, cuando volví a mi habitación, estuve sentado hasta muy tarde leyendo una novela de Berrian, que me había prestado el doctor Leete, cuya trama conducía a una situación que recordaba sus últimas palabras, relativas al punto de vista moderno sobre la responsabilidad paternal. Un asunto parecido hubiera sido tratado por un novelista del siglo XIX en forma de excitar la mórbida simpatía del lector con el egoísmo sentimental de los amantes, conduciéndolos a rebelarse contra la ley no escrita que habían ultrajado. No necesito describir –¿quién no ha leído a Ruth Elton?– cuan distinto es el camino seguido por Berrian y con qué poderoso efecto refuerza el principio al declarar: “Sobre aquellos que no han nacido aún, nuestro poder es el de Dios; y nuestra responsabilidad es semejante a la de Él con respecto a nosotros. De la misma manera en que los tratemos, así Él se conducirá con nosotros».


    CAPÍTULO XXVI


    Creo que si hubiera que disculpar a una persona por haberse olvidado de los días de la semana transcurridos, las circunstancias me indicarían a mí. Ciertamente, si me dijeran que la forma de calcular el tiempo había cambiado, y que ahora los días se contaban en grupos de cinco, diez o quince, en lugar de siete, no me habría sorprendido, después de todo lo visto y oído en el siglo XX. La primera vez que tuve ocasión de conversar sobre los días de la semana, fue a la mañana siguiente de la conversación que relato en el capítulo anterior. Durante el desayuno, el doctor Leete me preguntó si me gustaría escuchar un sermón.


    –Hoy es domingo, entonces –exclamé.
    –Sí –confirmó–. Fue el viernes de la otra semana cuando tuvimos la suerte de descubrir el aposento subterráneo, a lo cual debemos su grata compañía en estos momentos. En la madrugada del sábado, poco después de la medianoche, volvió en sí por primera vez, y ya era el domingo por la tarde cuando se despertó la segunda vez, en el pleno dominio de sí mismo.
    –De manera que ustedes continúan celebrando el domingo y escuchando sermones –dije–. Teníamos profetas que anunciaban que antes de la época actual ya el mundo se habría olvidado de celebrarlos. Me siento un poco intrigado pensando en qué forma los sistemas eclesiásticos se habrán adaptado a estas modificaciones sociales. Supongo que tendrán una especie de iglesia nacional, con clérigos oficiales.

    El doctor Leete se echó a reír y tanto la señora Leete como Edith parecieron muy divertidas ante mis palabras.

    –¡Vaya, señor West –dijo Edith–, qué raros debe encontramos! En el siglo XIX ya no podían más con tantas instituciones religiosas nacionales. ¿Se imagina que hemos vuelto a ellas?
    –Pero ¿cómo pueden conciliarse las iglesias voluntarias y una profesión clerical no oficial con la propiedad nacional de todos los edificios y el servicio industrial exigido por igual a todos los hombres? –pregunté.
    –Las prácticas religiosas del pueblo han sufrido, naturalmente, considerables cambios en el espacio de un siglo –replicó el doctor Leete–; pero suponiendo que hubieran continuado invariables, nuestro sistema social se habría adaptado perfectamente a ellas. La Nación facilita a toda persona o grupo de personas un edificio, por el cual se debe abonar un alquiler, y mientras paguen disfrutan de la posesión del inmueble. En cuanto a los clérigos, si un número de personas desea los servicios de un individuo determinado para cualquier fin especial, fuera del servicio general de la Nación, pueden conseguirlo (con el consentimiento del interesado, naturalmente) en la misma forma que nos procuramos nuestros periodistas, contribuyendo con la tarjeta de crédito a indemnizar a la Nación por la falta de su servicio en la industria general. Esta indemnización viene a ser como el sueldo que le pagaban en otros tiempos. El distinto empleo de este principio deja a la iniciativa privada amplio campo en todos los detalles donde no corresponde el control del Estado. Ahora bien, volviendo al sermón de hoy, si es que usted desea escucharlo, puede ir a la iglesia o quedarse en casa.
    –¿Cómo lo puedo escuchar si me quedo en casa?
    –Basta que nos acompañe a la sala de música a la hora oportuna y elija un cómodo sillón. Hay quienes prefieren escuchar los sermones en los templos; pero muchas de nuestras prédicas, como nuestras funciones musicales, no se realizan en público, sino en habitaciones dispuestas para una mejor acústica, conectadas por cables a las casas de los suscriptores. Si usted prefiere ir a la iglesia, tendré mucho gusto en acompañarlo; pero creo que no escuchará mejor el sermón como quedándose en casa. He leído en el diario que el reverendo Barton hablará esta mañana, pero sólo predica por teléfono, y su auditorio llega a veces a ciento cincuenta mil personas.
    –Si no hubiera otro motivo, la novedad de escuchar un sermón en estas circunstancias me inclinaría a ser uno de los oyentes del reverendo Barton –dije.

    Una o dos horas más tarde, estando sentado en la biblioteca, vino a buscarme Edith y la seguí a la sala de música, donde ya estaban esperando el doctor y la señora Leete. No habíamos hecho más que acomodarnos en nuestros respectivos sillones, cuando vibró el sonido de una campana y, a los pocos momentos, una voz de hombre se dirigió a nosotros en tono de simple conversación, como si procediera de un ocupante invisible del cuarto. Esto fue lo que dijo la voz:

    EL SERMON DEL REVERENDO BARTON


    –Tenemos entre nosotros, desde la semana pasada, un espíritu crítico del siglo XIX, un representante vivo de la época de nuestros bisabuelos. Sería sorprendente que hecho tan extraordinario no hubiera influido vivamente en nuestra imaginación. Quizás algunos de nosotros hayamos hecho un esfuerzo para llegar a comprender la forma en que se habrá desarrollado la vida en la sociedad de hace cien años. Al invitarles ahora a considerar ciertas reflexiones que se me han ocurrido, me parece que en vez de apartarlos, voy a seguir el curso de los pensamientos de cada uno de ustedes.

    En esto Edith susurró algunas palabras a su padre, a las cuales éste asintió volviéndose hacia mí.

    –Señor West –dijo–, me sugiere Edith que tal vez le sea molesto escuchar un tema como el que va a tratar el reverendo Barton y, en ese caso, no por ello ha de quedarse sin sermón. Si usted lo desea, ella nos pondrá en comunicación con el cuarto de audiciones del reverendo Sweetser, y también puedo prometerle una excelente pieza oratoria.
    –No, no –dije–. Créame que preferiría escuchar lo que va a decir el reverendo Barton.
    –Como usted quiera –replicó mi huésped.

    Cuando su padre comenzó a hablarme, Edith había tocado un botón y la voz del reverendo Barton cesó bruscamente. Luego, con otro movimiento, la habitación se llenó una vez más con aquel tono grave y simpático que me había causado tan favorable impresión.

    –Me atrevo a sostener que, como resultado de este esfuerzo de retrospección, nos hemos quedado más asombrados que nunca ante los portentosos cambios que el breve lapso de un siglo ha producido en las condiciones morales y materiales de la humanidad.

    »Sin embargo, el contraste entre la pobreza de la Nación y el mundo entero en el siglo XIX, cuando se compara con la riqueza actual, no es mayor, posiblemente, de lo que se haya visto anteriormente en la historia humana. Quizás no tan grande, por ejemplo, como el existente entre la miseria del primer período colonial de este país en el siglo XVII, y su relativa riqueza alcanzada a fines del XIX, o entre la Inglaterra de Guillermo el Conquistador y la de la Reina Victoria. A pesar de que el conocimiento de las riquezas acumuladas de una nación, como en la actualidad, no sirve para formarse un criterio acertado de las condiciones de las masas de su pueblo, ejemplos como éste contribuyen a trazar paralelos parciales dentro del simple aspecto material del contraste entre los siglos XIX y XX.
    »Es al contemplar el aspecto moral de ese contraste que nos encontramos en presencia de un fenómeno del cual la historia no ofrece ningún precedente, por lejos que podamos volver nuestra mirada. Casi se disculparía a quien exclamara: “¡Al fin hay algo que seguramente es un milagro!”. Sin embargo, cuando repuestos del estupor comenzamos a estudiar el prodigio con ojo crítico, descubrimos que no es ningún prodigio, y mucho menos un milagro.
    »Para darnos cuenta exacta del hecho que analizamos, no es necesario suponer un renacimiento moral de la humanidad o una total destrucción de los malos con entera supervivencia de los buenos. Su explicación se encuentra simplemente en que una forma de sociedad fundada en el interés personal del egoísmo, que atrae únicamente al lado antisocial, brutal de la naturaleza humana, ha sido reemplazada por instituciones basadas en el interés propio de un altruismo racional, que atrae al instinto social y generoso del hombre.
    »Amigos míos, si quisieran que los hombres volviesen a ser las fieras que parecían en el siglo XIX, no tendrían más que restaurar el antiguo sistema social e industrial, que les enseñaba a contemplar a sus semejantes como a su presa natural y a buscar su ganancia en la pérdida de los demás. No dudo que ustedes pensarán que no existe necesidad, por terrible que sea, que pudiera tentarles para despojar a otros, igualmente necesitados, merced a una superioridad mental o física. Pero tienen que pensar que no eran responsables solamente de sus propias vidas. Bien sé que hubo más de un hombre entre nuestros antepasados que, de haberse tratado únicamente de su vida, no habría vacilado en perderla, antes que sacarle el pan a otro.
    »Pero ni eso le estaba permitido. Tenía vidas queridas que dependían de él. Entonces, como ahora, los hombres amaban a sus mujeres. Sólo Dios sabe cómo se atrevían a ser padres de familia; pero la cuestión es que tenían hijos a quienes adoraban, naturalmente, tanto como nosotros a los nuestros, y a los que había que proporcionar alimento, vestido y educación.
    »Los seres más tímidos se embravecen cuando tienen que velar por su descendencia, y en aquella sociedad voraz la lucha por el pan transformaba los más tiernos sentimientos en peculiar desesperación. Para salvar a los suyos, un hombre no podía elegir: tenía que hundirse en la lucha odiosa. Engaño, fraude, suplantar a otro, comprar bajo para vender alto, destrozar el negocio con el cual el vecino alimentaba a sus pequeñuelos, obligar a la gente a comprar lo que no debía y a vender lo que no podía, explotar a sus obreros, apretar a sus deudores, distraer a sus acreedores. A pesar de suspiros y lágrimas era difícil encontrar la forma de conseguir un buen pasar para él y su familia, salvo que se adelantara a un rival más débil y le sacara la comida de la boca.
    »Ni los ministros de la religión estaban exentos de esta cruel necesidad. Al par que prevenían a sus feligreses contra el amor al dinero, el cuidado de su propia familia los obligaba a no descuidar el aspecto precuniario de su labor. ¡Pobre gente! Su tarea era en verdad penosa: predicaban generosidad y desinterés pero ellos, como todos, sabían, dado el estado del orbe, que, al llevar esas virtudes a la práctica caerían en la miseria; sostenían leyes morales que los hombres se veían obligados a quebrantar por la otra ley invencible, la de la propia conservación.
    »¡Oh, amigos míos! Si un destino semejante se ofreciera ante ustedes como la única alternativa de éxito en la acumulación de la riqueza, ¿cuánto tiempo tardarían en hundirse hasta el nivel moral de sus antepasados?
    »Hace dos o tres siglos fue cometido en la India un acto de barbarie, el cual, a pesar del corto número de vidas destrozadas, fue realizado en condiciones tan horrorosas, que su recuerdo perdurará mientras el mundo exista. Cierto número de prisioneros ingleses fue encerrado en un local que no contenía aire suficiente para la décima parte. Aquellos desgraciados eran hombres valientes y leales camaradas, pero cuando empezó la agonía de la asfixia se olvidaron de todo y se enredaron en una lucha horrible, unos contra otros, para encontrar la forma de acercarse a alguno de los agujeros en los cuales se podía conseguir un soplo de aire. Fue un combate desesperado, en el que los hombres se transformaron en fieras; y el relato que de sus horrores hicieron los pocos sobrevivientes impresionó tanto a nuestros antepasados que, durante un siglo, encontramos abundantes referencias en su literatura, como una imagen de la extrema posibilidad de la miseria humana, tan espantosa en sus aspectos moral y físico.
    »Es muy difícil que pudieran haber previsto que el Pozo Negro de Calcuta, con su masa de hombres enloquecidos, destrozándose y trepando uno encima del otro, en la desesperación de conseguir un lugar junto a los respiraderos, quedaría como la imagen típica de la sociedad de su época. Algo le faltaba, empero, para ser total, ya que en el Pozo Negro de Calcuta no había débiles mujeres, ni tiernas criaturas, ni ancianos, ni inválidos. Por lo menos, quienes sufrieron eran todos hombres endurecidos en las batallas.
    »Es verdad que esos males habían sido peores, mucho peores, en épocas anteriores. La diferencia estaba en el constante adelanto de la inteligencia de las masas, obrando así como la aurora al revelar las fealdades de los contornos, que en la obscuridad podrían haber sido tolerables. En aquel período, el tono de la literatura era el de una acentuada compasión para los pobres y desdichados, un clamor indignado contra la impotencia de la maquinaria social para mejorar las miserias de los hombres. Resulta evidente, por estos arrebatos, que el horror moral del panorama era comprendido, por lo menos a ratos, por los hombres mejores de entonces, y que sus intensas simpatías al respecto tornaban casi intolerable la vida de los espíritus sensibles y corazones generosos.
    »A pesar de que la idea de la unidad vital de la familia humana, de la realidad de la fraternidad universal, estuviese lejos de ser considerada como el axioma moral que es hoy para nosotros, sería un error creer que no había ninguna clase de sentimientos que se le parecieran. Podría leerles algunos pasajes de gran belleza escritos por pensadores de aquella época, que demuestran que la amplitud de su concepto había sido totalmente interpretada por unos pocos, pero algo vagamente sin duda por muchos más.
    »No debe olvidarse, además, que el siglo XIX era cristiano, por lo menos de nombre, y que, no obstante estar encuadrado en el marco industrial y comercial de la sociedad el espíritu anticristiano, tal pensamiento debía de haber tenido algún valor, aunque reconozco que muy poco, para los fieles nominales de Jesucristo.
    »Si averiguáramos el motivo por el cual, después de que una gran mayoría de hombres se habían convencido de los lamentables abusos de la organización social existente, los toleraban sin pretender remediar la situación, o se contentaban con hablar de insignificantes reformas, descubriríamos un hecho extraordinario: era la sincera creencia, compartida asimismo por los más selectos caracteres de la época, de que los únicos elementos estables en la naturaleza humana, sobre los cuales podía cimentarse sólidamente un sistema social, eran sus peores inclinaciones. Se les había enseñado (y por lo tanto, estaban convencidos) de que la humanidad se mantenía unida por la avidez y el egoísmo, y que todas las instituciones caerían a pedazos el día que se disminuyera o se trabara la fuerza de su acción.
    »En una palabra, creían, aun aquellos que gustaban de pensamientos selectos, todo lo contrario de lo que nos parece evidente: creían que las cualidades antisociales de los hombres, y no sus cualidades sociales, constituían los elementos de la fuerza cohesiva de la sociedad. Les parecía razonable que los hombres vivieran agrupados sólo con el propósito de engañar y oprimir uno al otro, y de ser engañados y oprimidos a su vez; y que la sociedad podría sostenerse mientras diera amplia libertad a esas inclinaciones, y que había pocas probabilidades de éxito para una que se basara en la idea de la cooperación para el beneficio común.
    »Parece absurdo esperar que alguien crea que convicciones semejantes eran sostenidas por seres humanos; pero no sólo participaban de ellas nuestros bisabuelos, sino que fueron responsables del prolongado retardo en deshacerse del viejo orden, después de haberse convencido de sus intolerables abusos, lo cual está demostrado históricamente.
    »Aquí es donde encuentran ustedes la explicación del profundo pesimismo de la literatura de fines del siglo XIX, de la nota melancólica en su poesía, de su humorismo cínico. Comprendían que la situación del género humano era insoportable, pero no tenían una visión clara de nada mejor. Creían que la evolución de la humanidad la había llevado a un cul de sac, a un callejón sin salida, y que no había forma de seguir adelante.
    »La disposición mental de los hombres de aquel tiempo se refleja, de manera notable, en las obras que han llegado hasta nosotros, las que pueden ser consultadas actualmente en nuestras bibliotecas por los interesados, y en las que se siguen complicados argumentos tendientes a probar que, no obstante la situación deplorable del hombre, cierta ligera preponderancia de consideraciones llevaba a la conclusión de que, probablemente, valía más vivir que morir.
    »Al despreciarse a sí mismos, despreciaban a su Creador. Hubo un decaimiento general del sentido religioso; el caos del mundo sólo estaba iluminado por pálidos y débiles resplandores del cielo, cubierto por la duda y el terror con densos velos. Nos parece, ciertamente, lamentable locura que los hombres dudaran de Aquel cuyo aliento respiraban o temieran las manos que los moldearon; pero debe recordarse que los niños que son valientes de día, sienten a veces temores ridículos llegada la noche. Luego, despuntó el alba: en el siglo XX es muy fácil creer que somos hijos de Dios.
    »Indudablemente, no parece lógico que quien disfrute de los beneficios de la vida en nuestra resplandeciente era pueda llegar a desear otro destino. Sin embargo, he pensado con frecuencia que trocaría mi parte en estos días serenos y gloriosos por un lugar en aquella tormentosa época de transición, en la que hubo héroes que derribaron la recia puerta del futuro y revelaron a la ávida mirada de una raza desesperada, en lugar de una obscura pared que le bloqueaba el paso, un estupendo panorama de progreso cuya lejanía no hemos alcanzado a ver por aquel mismo exceso de fulgor. ¡Ah, amigos míos! ¿Quién se atreverá a decir que haber vivido entonces, cuando la más débil influencia perniciosa era una palanca a cuyo toque temblaban los siglos, no sea digno de participar en esta era de regocijo?
    »Ustedes conocen la historia de esta revolución, la más grande y la más incruenta. En el transcurso de una generación, los hombres dejaron de lado las tradiciones y prácticas sociales de los bárbaros, y adoptaron un orden social digno de seres humanos y racionales. Dejaron sus hábitos destructores, trabajaron al unísono, y encontraron en seguida que la fraternidad era la ciencia de la riqueza y de la felicidad. “Con qué me alimentaré y dónde me vestiré”, significó un problema angustioso e interminable cuyo principio y fin estaba contenido en sí mismo. Pero sus dificultades desaparecieron cuando se abandonó la idea del individuo para adoptar el punto de vista fraternal, declarando: “Con qué nos alimentaremos y dónde nos vestiremos”.
    »La pobreza servil, en la casi totalidad del género humano, había sido el resultado de considerar el problema de la subsistencia desde el punto de vista individual; pero no había concluido la Nación de convertirse en el único capitalista y el único patrón, cuando no sólo la abundancia reemplazaba a la miseria sino que desaparecía de la superficie de la Tierra el último vestigio de la servidumbre de hombre a hombre. La esclavitud humana, tan frecuentemente combatida sin éxito, fue por último aniquilada.
    »Los medios de subsistencia no fueron ya una limosna del hombre a la mujer, del patrón al empleado, del rico al pobre, sino que se distribuyeron de un fondo común, tal como los hijos reciben el alimento en la mesa paterna. No era posible que un hombre siguiera utilizando a sus semejantes como meros instrumentos de su beneficio personal. En adelante, la única utilidad que podía obtener era la de su propia estima. No hubo más arrogancia y servilismo en las mutuas relaciones de los seres humanos. Por primera vez desde el instante de la Creación, el hombre pudo contemplar a Dios con la frente alta.
    »Cuando la abundancia quedó asegurada para todos y la propiedad sin límites quedó lejos del alcance de nadie, dejaron de existir el temor a la necesidad y el afán de lucro. Los diez mandamientos casi estaban de más en un mundo donde no había tentaciones de hurtar; ni ocasión de mentir, tanto por miedo como por mandato; ni pretextos de envidia, donde todos eran iguales; y ningún motivo de violencia, allí donde los hombres carecían de la fuerza para herir a otro. Se había logrado finalmente el antiguo sueño de la humanidad, burlado durante tantos siglos: libertad, igualdad, fraternidad.
    »Las tendencias depravadas, que habían anteriormente dominado y obscurecido a los mejores de manera tan amplia y extensa, perecieron como los hongos de invernáculo trasplantados al aire libre; y las cualidades más nobles despertaron a una súbita florescencia que tornó a los cínicos en panegiristas y, por primera vez en la historia, la humanidad se enamoró de sí misma. No tardó en hacerse totalmente visible, cosa que los teólogos y filósofos del antiguo mundo nunca hubieran creído, que la naturaleza humana en sus cualidades esenciales es buena, no mala, y que los hombres por su natural contextura e inclinación son generosos, no egoístas; piadosos, no crueles; simpáticos, no orgullosos; de aspiraciones elevadas, con divinos impulsos de ternura y sacrificio; imágenes de Dios, realmente, y no su caricatura.
    »Para ilustrar, resumiendo este asunto, permítanme comparar a la humanidad de tiempos pasados con un rosal plantado en medio de un pantano, regado con negra agua estancada, respirando de día las miasmas y empapado de noche con venenoso rocío. Innumerables generaciones de jardineros habían hecho todo lo posible para lograr que floreciera, pero salvo un esporádico capullo, con un gusano en el interior, sus esfuerzos habían sido desdichados.
    »Alegaban muchos que no era un rosal, sino un arbusto dañino, al que había que arrancar y quemar. La mayoría de los jardineros sostenían que pertenecía a la familia de los rosales, pero que debía tener alguna plaga oculta e indestructible que impedía brotar a las rosas, dada su enfermiza condición. Había unos cuantos, sin embargo, que sostenían la bondad de la planta, que el mal estaba en el pantano y que en condiciones más favorables era de esperarse que el arbusto se desarrollara mejor. Pero quienes hablaban así no eran jardineros de oficio, siendo calificados de teóricos y soñadores por los entendidos, opinión compartida por la mayoría del pueblo.
    »Por otra parte, algunos eminentes pensadores iban más lejos, ya que, aun advirtiendo la bondad del argumento por el que se recomendaba el traslado de la planta para florecer mejor fuera del sitio en que se hallaba, indicaban que sería de más valioso resultado para los capullos que trataran de florecer en un pantano y no bajo condiciones favorables. Los capullos que lograran aparecer serían, en verdad, muy raros y las flores pálidas y sin perfume; pero representarían un esfuerzo moral mayor que si hubieran florecido espontáneamente en un jardín.
    »Los jardineros profesionales y los filósofos ganaron la partida. El arbusto continuó arraigado en el pantano y se siguió con el mismo tratamiento. Se aplicaban continuamente nuevas recetas de mezclas a las raíces para robustecerlas y lograr la madurez; y su número sería incontable, proclamándose a cada una por quien la recomendaba como la única eficaz para matar los gusanos y curar el tizón. De vez en cuando alguien insistía en descubrir una ligera mejoría en la apariencia del rosal, pero eran muchos más quienes sostenían que marchaba peor. En suma, no se podía decir que hubiera sufrido ningún cambio visible.
    »Por último, en un período de general desánimo por las perspectivas que tenía el rosal allí donde se hallaba, se volvió a traer a colación la idea de transplantarlo, la que esta vez encontró el apoyo popular. “Vamos a probar”, dijeron todos. “Tal vez se desarrolle en otro sitio, pues aquí es dudoso que valga la pena seguir cuidándolo”. De consiguiente, se transplantó el rosal de la humanidad a una tierra seca, suave, abrigada, donde le daba el sol, lo acariciaban las estrellas y lo mecía el viento del trópico. Entonces sí que pareció un rosal. Desaparecieron los gusanos y el tizón, y el arbusto se cubrió de las rosas más hermosas, cuya fragancia se esparció por el universo.
    »Como prenda de nuestro destino, el Creador ha colocado en nuestros corazones una aspiración infinita de perfeccionamiento, que juzga como insignificantes los progresos del ayer y siempre más lejano el ideal. Si nuestros antepasados hubiesen concebido un estado social en el que los hombres vivieran juntos como hermanos unidos, sin disputas ni envidias, sin violencias ni engaños, logrando con su trabajo realizado sin excesos y a su gusto, vivir libremente sin intranquilidad por el mañana y sin tener ya más preocupaciones por su subsistencia que las del árbol regado por incesante corriente; si hubiesen concebido situación semejante, repito, les habría parecido haber llegado nada menos que al paraíso. Lo habrían identificado con su idea del cielo, sin soñar la posibilidad de que existiera algo más allá que pudiera ser deseado.
    »Mas, ¿pensamos nosotros que estamos en la cima que ellos ambicionaran? Casi hemos olvidado, salvo que nos lo recuerde alguna ocasión extraordinaria, como la presente, que el género humano no ha vivido siempre como ahora. Es necesario un esfuerzo de nuestra imaginación para representarnos la situación social de nuestros inmediatos antecesores. Sin embargo, lo único que hemos logrado ha sido librarnos de una traba, tan poco cómoda como innecesaria, que impedía a nuestros antepasados conocer los verdaderos fines de la existencia. No hemos hecho otra cosa que aligerarnos para la carrera final. Somos como criaturas que acaban de aprender a pararse y a caminar. Quizás piensan que después del progreso alcanzado ya no hay nada más; pero, pasado un año, se olvidan de que no siempre supieron caminar.
    »Al ponerse de pie, el horizonte se ha ensanchado, alejándose a medida que caminan. Es verdad que, en cierto sentido, su primer paso fue un gran acontecimiento; pero sólo como principio, no como fin. Hasta ahora no ha entrado en su verdadero camino. La emancipación de la humanidad en el último siglo, su absorción mental y física en el trabajo y los medios para satisfacer las simples necesidades corporales, puede ser considerada como un nuevo nacimiento de la especie humana, sin que desde el primero hiciera otra cosa que llevar una existencia que era una carga, cuya eternidad hubiera sido injusta, pero de la cual ha sido definitivamente librado. Desde entonces la humanidad se ha colocado sobre una nueva base de espiritual desarrollo, que es una evolución de sus elevadas facultades, cuya existencia fue apenas sospechada por nuestros mayores.
    »En lugar de la espantosa desesperación del siglo XIX, y de su profundo pesimismo respecto a la humanidad futura, la vivificante idea de la centuria presente es la de un entusiasta concepto de las oportunidades que nos ofrece nuestra existencia terrenal y las ilimitadas posibilidades de la naturaleza humana. El mejoramiento del hombre, una generación tras otra, física, moral y mentalmente, es reconocido como la meta suprema, digna de los mayores esfuerzos y sacrificios. Creemos que por primera vez la especie ha entrado en la realización del ideal para el cual estaba llamada por Dios, y es deber de cada nueva generación subir un peldaño más.
    »Si me preguntaran ustedes qué vislumbramos después que hayan pasado innumerables generaciones, les contestaría que el camino se extiende en línea recta delante de nosotros, pero su fin se pierde en la claridad. Porque es doble la forma de volver a Dios, “que es nuestra morada”: el retorno del individuo por el sendero de la muerte, y el retorno de la especie por el total cumplimiento de su evolución, cuando se haya descubierto el divino secreto oculto en el germen. Con una lágrima por el tenebroso pasado, volvámonos hacia el futuro deslumbrante, y, velando nuestra mirada, sigamos adelante. Ha comenzado el estío. La humanidad dejó de ser crisálida. El cielo le abre sus puertas.


    CAPÍTULO XXVII


    El sermón del reverendo Barton, con su constante referencia al ancho abismo moral que separaba el siglo al cual pertenecía yo, de aquel donde me encontraba ahora, acentuó fuertemente mi sensación de aislamiento. Aunque había hablado en forma sensata y filosófica, sus palabras no habían podido menos de causar en mi mente una extraña impresión, mezcla de lástima, curiosidad y aversión, que yo, como representante de una época aborrecida, debía excitar en torno de mí.


    La extraordinaria bondad con que había sido tratado por el doctor Leete y su familia, y especialmente la ternura de Edith, me habían impedido hasta ese momento comprender en forma absoluta que sus verdaderos sentimientos para conmigo debían ser necesariamente los compartidos por toda la generación a la cual pertenecían. Este convencimiento, aunque penoso, podría serme indiferente en cuanto se refiere al doctor Leete y a su amable esposa, pero la idea de que Edith pensara de la misma manera era más de lo que podía soportar.

    El efecto abrumador que me produjo la percepción de un hecho tan evidente, me hizo ver claramente algo que tal vez haya sospechado el lector: yo amaba a Edith.

    ¿Era de extrañar? La ocasión conmovedora en que comenzó nuestra intimidad, cuando sus manos me arrancaron del vértigo de la locura; el hecho de que su simpatía era el aliento vital que me había permitido adaptarme y soportar esta nueva existencia; mi costumbre de mirarla como el intermediario entre mi persona y el mundo exterior, en un sentido que ni su padre había logrado; en fin, todas estas circunstancias me habían conducido a un resultado para el cual ya hubiera bastado con su notable encanto personal y su carácter especial.

    Era casi inevitable que hubiera llegado a aparecer ante mí, en un sentido completamente distinto al dado por los vulgares enamorados, como la única mujer en este mundo. Ahora que repentinamente me había percatado de la inutilidad de las esperanzas que había empezado a acariciar, sufría no sólo como cualquier otro amante, sino que se añadía un desolado aislamiento, un vacío que espantaba, cosa que ningún enamorado, por infortunado que fuera, habría llegado a sentir.

    Al anochecer salí al jardín a caminar un poco, después de haberme quedado encerrado casi toda la tarde en mi cuarto. Era un día nublado y la atmósfera quieta y cálida estaba cargada de un aroma otoñal. Al pasar cerca del aposento subterráneo entré para sentarme un rato.

    “Este”, pensaba para mí, “es el único lugar que tengo; me quedaré aquí y no saldré ya más”. Buscando ayuda en los objetos familiares, traté de encontrar un amargo consuelo en revivir el pasado y representarme las formas y caras que me rodeaban en mi primitiva existencia. Fue en vano. Ya no quedaban rastros de nadie ni de nada. Las estrellas habían pasado un centenar de años contemplando la tumba de Edith Bartlett, y los sepulcros de toda mi generación.

    El pasado había muerto, aplastado bajo el peso de una centuria, y yo me encontraba apartado del presente. En ninguna parte había sitio para mí. Yo no estaba ni muerto, ni vivo…

    –Perdóneme por haberlo seguido.

    Levanté los ojos. Edith estaba parada en la puerta, contemplándome sonriente, pero brillando en sus ojos una profunda aflicción.

    –Si me dice que le interrumpo, me voy –observó–; pero notamos que estaba como desanimado. Me había prometido que me avisaría cuando no se encontrara tranquilo. No ha cumplido su palabra.

    Me levanté, acercándome a la puerta y tratando de sonreír, pero supongo que hice un triste papel, porque al ver su encantadora silueta, se reavivó en mí con mayor crueldad la causa de mi infortunio.

    –Me sentía un poco solitario, nada más –le dije–. ¿No se le ha ocurrido alguna vez que mi situación es de tan absoluto aislamiento como ningún ser humano lo ha experimentado hasta ahora, y que sería necesario inventar una palabra para expresarla?
    –¡Oh, no debe hablar así! ¿Acaso no somos sus amigos? Usted mismo es quien no nos lo permite. No necesita considerarse aislado.
    –Es usted tan buena que no alcanzo a comprenderlo –le dije–, pero yo sé que no es otra cosa que lástima. Debería estar loco para no comprender que delante de usted no puedo aparecer igual a los demás hombres de esta generación, sino como un extraño ser sobrenatural, una criatura naufragada en mares desconocidos, cuyo aislamiento mueve a compasión, no obstante su aspecto grotesco. Fue usted tan bondadosa, que mi demencia me llevó a olvidar que esto no debiera ser así y a pensar que podría naturalizarme, como decíamos antes, en este siglo, y sentirme como uno de ustedes, logrando así que le pareciera uno de los tantos hombres que la rodean. Pero el sermón del reverendo Barton me hizo barrer todas esas fantasías, mostrándome cuan profundo debe parecerle a usted el abismo que nos separa.
    –¡Oh, ese malhadado sermón! –exclamó, llorando con sentida pena–. No quería que usted lo oyera. ¿Qué sabe él? Nada más que lo que ha leído en algunas obras polvorientas. ¿Tanto le importa lo que pueda decir, como para sentirse vejado? ¿No significa nada para usted el que nosotros pensemos de otra manera? ¿Cómo puede interesarle menos lo que sentimos nosotros, ya que él ni lo ha visto? ¡Oh, señor West! ¡No sabe usted, ni lo piensa, lo que yo siento al verlo tan desesperado! ¿Qué puedo decirle? ¿Cómo convencerlo de que nuestros sentimientos hacia usted no son los que se imagina?

    En la misma forma que en la otra crisis de mi destino, cuando ella vino hacia mí, esta vez también me extendió sus manos en gesto de socorro y, como entonces, las sostuve entre las mías; su pecho palpitaba con fuerte emoción, y el temblor de sus dedos, que apretaba yo, acentuaba la intensidad de sus sentimientos. En su rostro se reflejaba la simpatía luchando con una especie de angelical rencor frente a los obstáculos que la reducían a la impotencia. La compasión femenina nunca tuvo una representante más encantadora.

    Tanta belleza y dulzura casi me doblegaron y me pareció que la única respuesta adecuada era decirle la verdad. No tenía la menor esperanza, pero no temía tampoco su enojo. Era demasiado compasiva.

    –Sería muy ingrato si no me contentara con la bondad que usted me ha demostrado y continúa demostrándome ahora mismo. Pero, ¿es usted tan ciega, que no puede ver por qué no me basta eso para sentirme feliz? ¿No ve que he sido bastante loco como para amarla? –exclamé.

    A estas últimas palabras Edith se ruborizó intensamente y sus ojos se apartaron de los míos, pero no hizo el menor esfuerzo para retirar sus manos de las mías. Durante algunos momentos continuó así, anhelante. Luego, enrojeciendo aún más, pero con deslumbradora sonrisa, me miró otra vez.

    –¿Está seguro de no ser usted el ciego? –preguntó.

    No dijo más, pero fue bastante, porque sus palabras, cosa increíble e inexplicable, significaban que esta radiante hija de una edad dorada me había dispensado no sólo su piedad, sino también su amor. Y al tenerla entre mis brazos aun no pude convencerme de no estar bajo alguna bendita alucinación.

    –¡Si me he vuelto loco –exclamé–, ojalá continúe así!
    –Soy yo quien te ha de parecer loca –suspiró, escapando de mis brazos cuando apenas había probado la dulzura de sus labios–. ¡Oh! ¿Qué debes pensar de mí, que casi me arrojo en los brazos de quien hace sólo una semana que conozco? No quería que lo hubieras descubierto tan pronto, pero mi profunda aflicción por ti me hizo olvidar lo que decía. Ahora, señor mío, te disculparás muy humildemente por haber creído, como sé que lo piensas, que me he enamorado demasiado pronto de ti. Cuando sepas quién soy, te verás obligado a confesar que nada menos que mi deber me obligaba a quererte desde el primer momento en que te vi, y que ninguna joven que tuviera de veras corazón, hallándose en mi lugar, habría procedido de otra manera.

    Muy contento me habría quedado sin necesidad de explicaciones, pero Edith insistió en que no habría más besos hasta que ella se hubiera liberado de toda sospecha que indicara precipitación en su cariño, y no tuve más remedio que seguir al encantador enigma hasta la casa. Fuimos a buscar a su madre y, enrojeciendo mientras le susurraba algo al oído, escapó en seguida, dejándonos solos.

    Sucedió entonces que, por extraña que hubiera sido mi aventura, aun me quedaba por conocer su rasgo más sorprendente. Me enteré por la señora Leete que Edith no era otra que la biznieta de mi perdido amor, Edith Bartlett.

    Después de guardarme luto durante catorce años, había realizado un matrimonio de conveniencia, del cual tuvo un hijo que fue el padre de la señora Leete. Esta nunca vio a su abuela, pero oyó hablar mucho de ella y cuando su hija nació le dio el nombre de Edith. Este hecho contribuyó a aumentar el interés que la joven se tomó, a medida que iba creciendo, por todo lo relacionado con su antepasada, y especialmente con la trágica historia de la supuesta muerte de su prometido, cuya esposa esperaba ser de no ocurrir el incendio de la casa.

    Era un relato indicado para impresionar el ánimo de una muchacha romántica, y el hecho de que la sangre de la desventurada heroína circulara por sus propias venas aumentaba naturalmente el interés de Edith. Entre las reliquias de la familia se contaban un retrato de Edith Bartlett y algunos papeles suyos, entre ellos un paquete de mis cartas. El retrato representaba a una joven hermosísima, en torno a cuya figura era fácil imaginar toda suerte de pensamientos de ternura y romanticismo. Mis cartas habían facilitado a Edith la tarea de formarse una idea bastante clara de mi persona y todo ello le bastó para hacer de la vieja y triste historia algo más real. Solía decir a sus padres, como bromeando, que no se casaría hasta no encontrar un novio como Julian West, y que en el siglo XX no había ningún hombre que se le pareciera.

    Ahora bien, todo esto, naturalmente, era el ensueño de una joven, cuya alma no conocía aún el amor, y no habría habido consecuencias serias de no haberse efectuado el descubrimiento de la cámara subterránea en el jardín de su padre, con la posterior revelación de la identidad de su ocupante. Cuando aquel cuerpo fue llevado a la casa, al parecer inanimado, fue reconocido el semblante del relicario que llevaba en el pecho como el de Edith Bartlett, y se dedujo, teniendo en cuenta también otras circunstancias, que yo no era otro que Julian West.

    Aunque no hubiese habido perspectivas de resurrección, como se creyó al principio, me dijo la señora Leete que creía que ese acontecimiento habría afectado a su hija en forma grave y para toda la vida. La presunción de alguna sutil indicación de la voluntad del destino, uniendo su vida a la mía, habría producido una fascinación irresistible, dadas las circunstancias, en cualquier otra mujer.

    Cuando volví a la vida pocas horas después, pareciendo desde el primer momento que tenía una especial inclinación a estar en su compañía, si ella se había apresurado a corresponder a mi amor al primer síntoma de mi parte, según su madre, yo sólo podía ser juez. Si lo creía así, debía recordar yo que, después de todo, estábamos en el siglo XX y no en el XIX, y que ahora, indudablemente, el amor crecía más pronto y se expresaba con mayor sinceridad que antes.

    Dejando a la señora Leete me fui en busca de Edith. Cuando la encontré, lo primero que hice fue tomarle ambas manos y contemplarle largo rato el semblante en mudo éxtasis. Mientras la miraba, el recuerdo de la otra Edith, que había quedado como adormecido por la impresionante aventura que nos había separado, pareció revivir, y mi corazón se sintió invadido por la ternura y la piedad, emociones no menos dichosas, porque la que me hacía sentir el dolor de su pérdida, era la misma que había de curarme en el olvido. Parecía como si por sus ojos la mirada de Edith Bartlett se clavara en los míos, enviándome una sonrisa de consuelo.

    Mi destino no era el más sorprendente sino también el más afortunado que pudiera habérsele presentado a un hombre. No había naufragado en la costa de este mundo desconocido para encontrarme solo y sin compañera. Mi amada, a la que yo creyera perdida, había reencarnado para acudir en mi ayuda. Cuando, finalmente, en un rapto de gratitud y ternura, estreché entre mis brazos a la encantadora doncella, ambas Edith se identificaron en una sola para mi corazón y nunca más pudieron separarse del todo.

    No tardé en observar que por parte de Edith había una semejante confusión de identidades. Con toda seguridad que nunca, entre dos jóvenes recién enamorados, hubo una conversación más extraña que la sostenida aquella tarde. Parecía más ansiosa que yo por hablar de Edith Bartlett, de cómo yo la había amado antes, de cómo la amaba ahora a ella recompensando mis apasionadas palabras a la otra con lágrimas y tiernas sonrisas y apretones de mano.

    –No debes quererme demasiado por mí misma –me dijo–. Seré muy celosa por ella y no permitiré que la olvides. Voy a decirte algo que te parecerá extraño: ¿no crees que algunas veces las almas vuelven a la tierra para cumplir lo que está muy cerca de sus corazones? ¿Qué pensarías si te contara que a veces creo que su alma vive en mí…, que Edith Bartlett es mi verdadero nombre y no Edith Leete? No puedo saberlo con certeza, nadie sabe quién es en realidad; pero yo lo siento. ¿Podrías sorprenderte de saber que, aun antes de llegar a verte, ya me parecía que mi vida sentía el influjo de la suya y la tuya? De manera que no necesitas preocuparte en demostrarme tu amor; basta que le seas fiel. No por eso me mostraré celosa.

    El doctor Leete había salido después de almorzar y no pude verlo hasta más tarde. Al parecer, no desconocía del todo el motivo de mi entrevista y me estrechó cordialmente la mano.

    –En circunstancias normales, señor West, diría que este paso es algo precipitado, pero no es menos cierto que esta situación es realmente extraordinaria. Debo decirle, para ser sincero –añadió sonriendo– que por acceder con todo cariño a sus deseos, no me guarde demasiado agradecimiento, ya que mi consentimiento es una simple formalidad. Sospeché que ocurriría así en cuanto se descubrió el secreto del medallón. Bueno, que Dios me perdone, porque si Edith no hubiera estado aquí para redimir la promesa de su bisabuela, me siento inclinado a creer que la fidelidad de la señora Leete habría sufrido una prueba severa.

    La luna iluminó aquella noche el jardín y fue hasta pasadas las doce que Edith y yo estuvimos dando vueltas de un lado a otro, tratando de acostumbrarnos a nuestra felicidad.

    –¿Qué habría sido de mí si no hubiera llegado a interesarte? –exclamó–. Temía que no fueras a quererme. ¿Qué debería hacer entonces, sintiendo que estaba consagrada a ti? Apenas volviste la la vida, me convencí, tanto como si ella me lo hubiera dicho, que tenía que ser para ti lo que ella no pudo, pero que sólo ocurriría esto si tal era tu voluntad. ¡Oh, cuánto necesitaba aquella mañana, en que te sentiste tan terriblemente solitario, decirte quién era! Pero no me atreví a despegar mis labios, ni a permitir que papá y mamá…
    –¡Eso fue lo que no querías que tu padre me dijera! –exclamé, refiriéndome a la conversación que había sorprendido al salir de mi sueño letárgico.
    –Claro que sí –dijo, riendo–. ¿No te has dado cuenta hasta ahora? Mi padre, siendo hombre, creía que si te decía quiénes éramos te sentirías más tranquilo al encontrarte con amigos. No pensó para nada en mí. Pero mamá sabía lo que yo me proponía y pude hacer mi voluntad. Nunca te habría podido mirar a la cara si hubieras sabido quién era yo. Hubiera sido forzarte impúdicamente hacia mí. Hasta ahora mismo estoy temiendo que lo creas así… Estoy segura de que no me lo propuse, muy al contrario; tenía tanto miedo, sabiendo que en aquella época las jóvenes estaban obligadas a ocultar sus sentimientos… ¡Cuan duro les habría sido esconder su amor, como si al mostrarlo exhibieran un delito! ¿Por qué creían que era una vergüenza amar a alguien sin que se lo hubieran permitido? ¡Parece tan raro que haya que pedir permiso para querer! ¿Era por eso entonces que los hombres se disgustaban cuando las mujeres les confesaban su amor? Estoy segura de que ahora ni hombres ni mujeres podrían pensar de tal manera. No creo que Edith Bartlett fuera tan tonta como las demás.

    Después de haber intentado retirarse varias veces, insistió por último en que nos debíamos despedir. Iba a depositar sobre sus labios el último beso de la noche, cuando me dijo con indescriptible picardía:

    –Hay algo que me preocupa. ¿Estás seguro de que has perdonado a Edith Bartlett el haberse casado con otro? Te lo pregunto, porque en los libros que han llegado hasta nosotros aparecen los amantes más celosos que apasionados. Sería para mí un gran alivio si pudiera asegurarme de que no sientes celos de ningún género porque mi bisabuelo se hubiera casado con tu novia. ¿Puedo decirle al retrato de mi bisabuela, cuando llegue a mi cuarto, que le has perdonado su infidelidad?

    El lector debe creer que, no por ser en broma, esta muestra de coquetería, fuera o no la idea de mi interlocutora, me hirió en lo más vivo, y el dolor me hizo recordar una absurda sensación de algo parecido a los celos que me había hecho estremecer cuando la señora Leete me contó el caso de Edith Bartlett. Tan ilógicos son nuestros sentimientos, que no me di cuenta hasta aquel momento de que, si no hubiera sido por ese casamiento, no habría tenido la dicha de estrechar entre mis brazos a la biznieta de la primitiva Edith. Sonreí mientras la besaba.

    –Puedes darle la seguridad de que está completamente perdonada –le dije–, a pesar de que casándose con otro hombre que no hubiera sido tu bisabuelo el asunto habría sido muy distinto.

    Al llegar a mi habitación no conecté el teléfono como tenía por costumbre para facilitar la venida del sueño con suaves melodías. Aunque sólo fuera por una vez, mi pensamiento se mecía al compás de una música más armoniosa que la de todas las orquestas del siglo XX, la cual me acompañó teniéndome embelesado hasta que me dormí cerca de la madrugada.


    CAPÍTULO XXVIII


    Es un poco más tarde de la hora que me dijo, señor. Me ha costado más despertarlo que otros días.


    La voz era de Sawyer, mi sirviente. Pegué un salto en la cama y miré en torno mío. Me hallaba en mi cuarto subterráneo. La suave lamparita, que estaba siempre encendida cuando yo ocupaba la habitación, iluminaba las paredes y los muebles familiares. Al lado del lecho estaba parado Sawyer, teniendo en la mano el vaso de jerez que el doctor Pillsbury prescribía como primera medida al salir de un sueño hipnótico a fin de activar las funciones vitales adormecidas.

    –Será mejor que se lo tome de golpe, señor –me dijo, mientras yo lo miraba como atontado–. Tal vez no se encuentra bien y esto le hará falta.

    Tragué el vino y me puse a pensar en lo que me había pasado. Evidentemente el asunto era claro. Aquella brillante y tranquila raza del siglo XX, con sus instituciones, tan ingeniosamente sencillas; el maravilloso Boston nuevo con sus cúpulas y torres, sus jardines y fuentes, y su universal reinado de comodidades… todo era un sueño. La amable familiaridad con que había sido tratado por mi genial huésped y mentor, el doctor Leete, su esposa y su hija, la segunda y más bella Edith, mi bienamada, también eran invenciones de mi mente desvaída.

    Durante largo rato continué sentado en la cama, mirando absorto sin ver nada, recordando las escenas e incidencias de mi fantástica visión. Sawyer, alarmado ante mi aspecto, no cesaba de preguntarme qué me pasaba. Fue su insistencia, finalmente, lo que me hizo reconocer de nuevo el lugar en que me hallaba, y luego de un esfuerzo definitivo pude asegurarle a mi leal servidor que me encontraba bien.

    –No fue nada, Sawyer. Tuve un sueño extraordinario, el más extraordinario de los sueños.

    Me vestí mecánicamente, sintiéndome con la cabeza pesada y con una rara inseguridad, y concluí por sentarme ante el café y los bizcochos que Sawyer tenía la costumbre de prepararme antes de que saliera. Al lado del plato estaba el diario de la mañana y, al tomarlo, mi vista cayó en la fecha, que era la del 3 de mayo de 1887. Naturalmente, en cuanto abrí los ojos me di cuenta de que mi incursión por otro siglo, de manera tan prolongada y abundante en detalles, era un sueño, pero sentí un leve sobresalto ante la prueba evidente de que el mundo sólo había envejecido unas cuantas horas desde el momento en que me acosté.

    Al mirar el sumario, en la primera página del periódico, donde se hallaban resumidas las noticias del día, leí lo que va a continuación:

    Asuntos extranjeros. – Guerra inminente entre Francia y Alemania. Se piden créditos militares al parlamento francés para igualar el poderío del ejército alemán. Es probable que toda Europa se vea envuelta en la próxima conflagración. – Reina la miseria entre los desocupados de Londres. Exigen trabajo. Se harán gigantescas manifestaciones. Las autoridades muestran inquietud. – Grandes huelgas en Bélgica. El Gobierno se dispone a reprimir los desórdenes. – Hechos desagradables en el trabajo femenino de las minas de carbón belgas. – Desalojos a granel en Irlanda.

    Noticias del Interior. – Epidemia desenfrenada de fraudes. Medio millón de dólares estafados en New York. – Malversación de un fondo de beneficencia. Huérfanos en la calle. – Hábil robo efectuado por el cajero de un banco: cincuenta mil dólares desaparecidos. – Los magnates del carbón resuelven aumentar el precio y disminuir la producción. – Los especuladores acaparan el mercado de trigo en Chicago. – Monopolio de la tierra por los sindicatos del Oeste. – Escandalosa corrupción entre los funcionarios de Chicago. Sobornos sistemáticos. – Aumentan las quiebras. Temores de una crisis. – Una mujer robada y muerta a sangre fría en New Haven. – Anoche fue asesinado un dueño de casa por un ladrón. – Un desocupado se pegó un tiro en Worcester al no conseguir trabajo. Su numerosa familia queda en la miseria. – Un anciano matrimonio se suicida en New Jersey para no ir al asilo. – Lamentable disminución de los salarios de las mujeres que trabajan en las grandes ciudades. – Sorpresa ante el crecimiento del analfabetismo en Massachusetts. – Se necesitan nuevos manicomios. – Discursos del Día de la Condecoración. Alocución del profesor Brown sobre la grandeza moral de la civilización del siglo XIX.

    Realmente, me había despertado en el siglo XIX… ¡No cabía la menor duda!

    Con una profunda sensación de irreparable pérdida, no menos dolorosa por tratarse de una pérdida que en realidad no había sufrido, abandoné definitivamente mi ensueño y salí al exterior.

    Antes de llegar a la calle Washington tuve que detenerme una docena de veces para sosegarme: tan potente era la visión del Boston futuro, que llegaba a extrañarme del Boston presente. Apenas abandoné mi casa me chocaron la suciedad y el mal olor de la ciudad, como si fuera algo nuevo. Hasta el día anterior, además, no me había parecido extraño que algunos de mis conciudadanos vistieran sedas y otros harapos; que unos parecieran bien comidos y los otros hambrientos. Ahora, en cambio, me impresionaban a cada paso las visibles diferencias en la indumentaria y apariencia de hombres y mujeres que se codeaban en las veredas, y aun más la absoluta indiferencia que el próspero mostraba ante la penosa condición del infortunado. ¿Eran seres humanos estos, que podían contemplar la miseria de sus semejantes sin alterarse en nada la expresión de su rostro? Bien sabía, sin embargo, que era yo quien había cambiado y no mis contemporáneos. Mi sueño se relacionaba con una ciudad cuyos habitantes se nutrían todos igual, como hijos de una misma familia, y se ayudaban mutuamente en todo.

    Otro rasgo del verdadero Boston que se me aparecía con aquel efecto extraordinario de asombro puesto de relieve en las cosas familiares vistas bajo otra luz, era el predominio del anuncio. En el Boston del siglo XX no había anuncios, porque la propaganda no era necesaria; pero aquí las paredes de los edificios, las vidrieras, los avisos de los diarios en todas las manos, el mismo pavimento, en realidad todo lo que atraía la vista, con excepción del cielo, estaba cubierto del llamado de individuos que, bajo innumerables pretextos, trataban de traspasar los ingresos de los demás a sus propios bolsillos. Aunque el palabrerío pudiera variar, el tenor de todos los llamados era el mismo:

    Ayude a Juan Pérez. No se fije en los demás. Son impostores. Yo, Juan Pérez, soy el honrado. Cómpreme a mí. Llámeme. Visíteme. Óigame a mí, Juan Pérez. No se equivoque. Juan Pérez es el hombre recto y nadie más. Deje que los demás se mueran de hambre; pero, por amor de Dios, ¡acuérdese de Juan Pérez!

    No sé si era lástima o repulsión moral el efecto que me producía el espectáculo, pero lo cierto es que de pronto me sentí extranjero en mi ciudad natal. “Miserables”, estuve a punto de gritar, “están obligados a mendigar entre sí, desde el más bajo al más alto, porque no aprendieron nunca a ayudarse uno al otro”. ¡Qué era esta babel de egoísmo impudente y mutuo desprecio; este aturdidor vocerío de jactancias contradictorias, voces y juramentos; este portentoso sistema de mendicidad desvergonzada; sino la indigencia de una sociedad en la cual había que pelear para lograr la oportunidad de servir al mundo según sus medios, en lugar de estar asegurados todos y cada uno, objeto esencial de la organización social!

    Había pasado miles de veces por la calle Washington y había visto de sobra los métodos de los vendedores de mercaderías; pero mi curiosidad actual era como la de quien nunca los hubiera visto. Contemplé asombrado los escaparates de las tiendas, repletos de artículos dispuestos con el mayor cuidado y los más artísticos detalles a fin de llamar la atención. Vi una muchedumbre de señoras detenidas frente a ellos y los dueños de los negocios espiando ávidamente el efecto de su carnada. Entré y observé al inspector de la tienda, de ojo penetrante, cuidando el negocio, vigilando a los empleados, tratando de que éstos cumplieran su tarea de inducir a los clientes a comprar, comprar, comprar, con dinero si lo tenían, con crédito si no lo tenían, a comprar lo que no necesitaban, más de lo necesitado, más de lo que podían adquirir.

    A ratos perdía el hilo y el panorama me perturbaba. ¿A qué venía tal esfuerzo para inducir a la gente a comprar? Con toda seguridad que no tenía nada que ver con el legítimo negocio de distribuir los productos a quienes los necesitaran. No cabía duda de que era el colmo del derroche imponer a la gente lo que no necesitaba, pero que podía serle útil a otro.

    Con tales hazañas, la Nación seguiría empobreciéndose cada vez más. Recordé entonces que no se conducían como distribuidores, semejantes a los que había visto en el soñado Boston. No estaban sirviendo al interés público, sino a su propio interés, sin preocuparles el efecto de su conducta en la prosperidad general, siempre que aumentaran su fortuna personal… porque aquellas mercaderías eran suyas, y cuantas más vendían y cuanto más conseguían por ellas, tanto mayor sería su ganancia. Cuanto más derrochadora fuera la gente y se convenciera más de comprar artículos que no necesitaba, mejor para los vendedores. El objetivo final de los diez mil negocios de Boston era estimular la prodigalidad.

    Un rato después me fui hasta el lado sur de la ciudad y me encontré rodeado de establecimientos fabriles. Había estado un centenar de veces en este barrio de Boston, exactamente como en la calle Washington; pero aquí, tal como allí, observé por primera vez el significado real de lo que veía. En otros tiempos me había enorgullecido el hecho de que Boston contara con cuatro mil fábricas independientes; pero ahora, en esta multiplicidad e independencia, reconocía que estaba el secreto del insignificante total del producto de sus industrias.

    Si la calle Washington me había parecido el corredor de un manicomio, éste era un espectáculo mucho más triste, ya que la producción es una función más importante que la distribución. Porque aquellos cuatro mil establecimientos, al trabajar sin orden ni concierto, no sólo actuaban con prodigiosa desventaja sino que, al significar una desastrosa pérdida de fuerza, estaban empleando sus hábiles cerebros en frustrar los propósitos del vecino, rogando día y noche por la destrucción de las demás empresas.

    Los crujidos y golpes de ruedas y martillos resonaban por todas partes, no como el zumbido de una pacífica industria, sino como el sonido agudo del choque de espadas manejadas por brazos enemigos. Estas fábricas y tiendas eran otros tantos fuertes, cada uno con su propia bandera, enfilada su artillería contra los establecimientos vecinos y tratando sus zapadores de minarlos.

    En el interior de cada uno de estos fuertes se guardaba la más estricta organización industrial; las diversas secciones trabajaban bajo una autoridad central. No se permitían injerencias ni desperdicios en el trabajo. Cada uno tenía su propia tarea, y nadie estaba ocioso. ¿Qué laguna en el razonamiento lógico, qué último eslabón de una mental conexión, explicaban la ausencia del reconocimiento de la necesidad de aplicar el mismo principio a la organización de las industrias nacionales en un solo conglomerado, de ver que si la falta de organización podía debilitar la eficacia del negocio, tendría efectos mucho más desastrosos llevando a la larga a las industrias de la Nación a la quiebra, puesto que estas últimas son más vastas en volumen y complejas en la interdependencia de sus partes?

    La gente siempre estaría dispuesta a ridiculizar un ejército en el cual no hubiera compañías, batallones, regimientos, brigadas, divisiones o cuerpos de ejército; ni unidad de organización superior a la escuadra que dirige el cabo, sin otro oficial de mayor graduación que el cabo, y todos los cabos con la misma autoridad. Sin embargo, ejército semejante era la industria fabril del siglo XIX, un ejército de cuatro mil escuadras independientes, dirigidas por cuatro mil cabos, cada uno con un plan de campaña distinto.

    Aquí y allá, por todas partes, había grupos de hombres ociosos; unos porque no podían encontrar trabajo a ningún precio, otros porque no podían conseguir lo que creían un buen precio.

    Me acerqué a algunos de estos últimos y me contaron sus pesares.

    –Lo siento mucho –les dije–. Los salarios son realmente bajos, pero lo que me asombra no es que esas fábricas les paguen sueldos de hambre, sino que estén en condiciones de pagar cualquier salario.

    En la acera de enfrente estaba el banco en el cual operaba yo y, cruzando la calle, mezclándome con el público, pude encontrar un rincón en donde me quedé observando el ejército de empleados que manejaban el dinero y la fila de los depositantes en las ventanillas de los cajeros. Un señor de edad a quien yo conocía, miembro del directorio del banco, pasó por allí y, al verme en actitud contemplativa, se detuvo un momento.

    –Interesante espectáculo, ¿no es así, señor West? –me dijo–. ¡Maravilloso mecanismo! Algunas veces me paro a mirar como usted lo está haciendo ahora. Es un poema, señor, un poema; así lo llamo yo. ¿Ha notado usted que el banco es el corazón del sistema mercantil? Un ir y venir, un interminable flujo y reflujo, así va la sangre vital. Ahora está fluyendo. ¡Mañana será el reflujo!

    Satisfecho de su pequeña metáfora, el anciano se alejó sonriendo.

    El símil me habría parecido bastante acertado el día anterior, pero desde entonces yo había visitado un mundo incomparablemente más opulento que éste, en el cual el dinero era desconocido sin que se le conociera posible aplicación. Había aprendido que sólo podía utilizarse en el mundo que ahora me rodeaba, porque el trabajo de producir el sustento de la Nación, en lugar de ser considerado como el más público y primordial de los asuntos, y como tal dirigido por la Nación, estaba abandonado a los azarosos esfuerzos de los individuos.

    Este primario error significaba interminables cambios para llegar a una especie de distribución general de los productos. Gracias al dinero podían efectuarse tales cambios –la forma equitativa de hacerlo podía verse de cerca haciendo un paseo desde los barrios de casas de inquilinato hasta Back Bay– y a costa de un ejército de hombres retirados del trabajo productivo, con eternos desperfectos ruinosos en su mecanismo y una influencia general de desaliento en la humanidad, todo lo cual justificaba su descripción, de antigua data, de ser “la raíz de todos los males”.

    ¡Vaya con el pobre viejo director de banco y su poema! Había confundido las punzadas de un tumor con las palpitaciones del corazón. ¡Lo que llamaba “maravilloso mecanismo” era un burdo engaño para remediar un inútil defecto, la torpe muleta de un inválido voluntario!

    Después que los bancos cerraron anduve sin rumbo, de un lado a otro, por el barrio de los negocios, durante un par de horas, y después busqué un asiento cualquiera, dejando vagar la mirada sobre la gente que pasaba, como uno que estudiara la población de un país extranjero, tan raros se habían hecho para mí mis ciudadanos y sus costumbres. Durante treinta años había vivido entre ellos, aunque nunca había visto reflejadas en sus caras, como lo veía ahora, la fatiga y la inquietud, tanto en el rico como en el pobre, en el refinado semblante de la gente culta como en la grosera máscara del hombre ignorante. Y bien podía ser así, porque ahora veía, tan claramente como nunca lo viera, que cada uno caminaba en forma que parecía escuchar constantemente las palabras que susurraba a su oído un fantasma, el fantasma de la incertidumbre. “Nunca trabajarás bastante”, decía. “Levantándote temprano y acostándote tarde, robando astutamente o sirviendo fielmente, jamás conocerás la seguridad. Rico puedes ser ahora y volver a la pobreza mañana. Por muchas riquezas que puedas dejar a tus hijos, nunca podrás comprar la seguridad de que tu hijo no llegue a ser el sirviente de tu sirviente, o que tu hija no tenga que venderse por un pedazo de pan”.

    Un hombre que pasaba me puso un prospecto en la mano, que anunciaba las ventajas de un plan de seguros de vida. Con él se hizo presente el único medio, impresionante por su confesión, de la necesidad universal tan pobremente remediada, ofreciendo una parcial protección contra la incertidumbre a todos aquellos hombres y mujeres fatigados y vencidos. Por este medio, la gente ya acomodada podía comprar una precaria confianza de que, después de su muerte, sus seres queridos no serían aplastados por los pies de los hombres, por lo menos durante cierto tiempo. Pero esto no era todo y sólo servía para quienes estaban en condiciones de pagarlo. ¡Qué idea podían tener estos míseros habitantes de la tierra de Ismael –la mano de un hombre contra la de otro y ambas contra las de todos– de lo que era un verdadero seguro de vida, cuando yo había visto al pueblo de la tierra soñada, del cual cada uno de sus miembros, por el solo hecho de pertenecer a la familia nacional, estaba garantizado contra cualquier clase de necesidades, por una póliza respaldada por cien millones de conciudadanos!

    Ya terminaba la tarde cuando las calles se llenaron de trabajadores que salían de los negocios, las tiendas, las fábricas. Arrastrado por la fuerza de la corriente humana, mientras comenzaba a obscurecer, me encontré en medio de una escena de pobreza y degradación humana como sólo puede ofrecer el barrio de South Cove con sus casas de vecindad. Había visto el insensato derroche de trabajo humano; aquí veía en su aspecto más horrible la miseria que había nacido a consecuencia de ese derroche.

    De las ennegrecidas puertas y ventanas de aquellas covachas, de todas partes, salían bocanadas de aire fétido. Las calles y pasajes exhalaban un vaho sólo comparable con el entrepuente de un barco negrero. Al pasar, vislumbré en sus interiores pálidas criaturas respirando afanosamente infectos olores, mujeres con el semblante deformado por la desesperación producida por las privaciones, que no conservaban rastros de su feminidad salvo la debilidad, mientras desde las ventanas las muchachas hacían guiños desvergonzados. Iguales a las tropas de perros bastardos que infectan las calles de las ciudades del Islam, enjambres de arrapiezos medio vestidos y brutalizados por los golpes llenaban el ambiente con gritos e injurias, mientras se peleaban y se revolcaban entre la inmundicia que alfombraba los patios.

    En todo eso no había nada nuevo para mí. Había cruzado con frecuencia esta parte de la ciudad y, al contemplar aquellos cuadros, mis sentimientos eran de disgusto y repugnancia, mezclados con cierta filosófica admiración de ver hasta qué extremos llega la resistencia de los mortales en su afán de aferrarse a la vida. Pero desde que tuve la visión del otro siglo, la venda había caído de mis ojos no sólo con respecto a las locuras económicas de esta época, sino también en lo que tocaba a sus abominaciones morales. No miré a los desgraciados habitantes de aquel infierno, con insensible curiosidad, tal como si apenas parecieran criaturas humanas. Vi en ellos a mis hermanos y hermanas, padres, hijos, carne de mi carne, sangre de mi sangre. La corrompida masa de aquella miseria humana ya no hería solamente a mis sentidos, sino que me atravesaba el corazón de tal manera que no pude reprimir suspiros y gemidos. No sólo veía, sino que sentía en mi cuerpo todo lo que veía.

    Mientras, lleno de horror, contemplaba aquellas cabezas que parecían muertos vivientes, tuve una alucinación. Como el semblante traslúcido de un fantasma, superponiéndose en cada uno de aquellos rostros brutales, vi el ideal, la cara posible que habría tenido el ser actual si la mente y el alma hubieran vivido junto a su cuerpo. Sólo cuando me di cuenta de estas caras fantásticas y de los reproches clavados en sus ojos, que no podía desmentir, se me reveló el horror total de aquellas ruinas humanas.

    Me conmovió el arrepentimiento con su cruel agonía, porque yo había sido uno de los que contribuyeron a que existieran cosas semejantes. Yo había sido uno de los que, sabiendo bien que allí estaban, no había deseado oír hablar ni ser obligado a pensar mucho en ellos, buscando sólo mi placer y mi provecho. Por eso me parecía ahora que sobre mi ropa estaba la sangre de esta enorme multitud de almas estranguladas de mis prójimos. Desde la misma tierra parecía surgir la voz de la sangre levantándose contra mí. Cada piedra de aquellas calles pestilentes, cada ladrillo de los sudorosos tugurios, pareció encontrar una voz que corría detrás de mí, mientras yo huía, gritándome: “¿Qué has hecho de tu hermano Abel?”

    Después de esto no recuerdo nada más, hasta que me encontré frente a los escalones de piedra tallada de la magnífica residencia de mi prometida, en la avenida Commonwealth. En medio del tumulto de mis pensamientos, apenas había pensado en ella durante aquel día; pero en ese momento, como obedeciendo a un impulso inconsciente, mis pies habían seguido el camino acostumbrado hasta aquella puerta. Se me dijo que la familia estaba cenando, pero que me invitaban a pasar al comedor. Aparte de los habitantes de la casa, encontré a varios convidados, a todos los cuales conocía. La mesa resplandecía con platería y porcelana. Las damas estaban suntuosamente vestidas y llevaban joyas dignas de reinas. Era un cuadro de costosa elegancia y excesivo lujo. La reunión estaba animada y las bromas se sucedían unas a otras.

    Después de haber vagado por el jardín de los suplicios, aquel cuadro fue para mí como el encuentro en un claro con un alegre grupo de paseantes, aunque mi sangre se había transformado en lágrimas y mi espíritu conturbado por la angustia, la lástima y la desesperación. Me senté en silencio hasta que Edith empezó a burlarse de mi aspecto sombrío. ¿Qué me pasaba? Los demás no tardaron en participar de las averiguaciones y no tardé en ser blanco de sus sarcasmos y bromas. ¿Dónde había estado y qué había visto, para traer esa cara de entierro?

    –He estado en el Gólgota –respondí finalmente–. He visto a la humanidad clavada en la cruz. ¿No saben ustedes lo que ven el sol y las estrellas cuando miran a esta ciudad, mientras ustedes piensan y hablan de cosas tan distintas? ¿No saben ustedes que junto a sus puertas hay una enorme multitud de hombres y mujeres, carne de su carne, vidas que son perpetua agonía desde que nacen hasta que mueren? ¡Escuchen! Sus casuchas están muy cerca y, si dejan de reír, oirán sus gritos de dolor, los lamentos desesperados de las criaturas que se nutren de pobreza, las groseras maldiciones de los hombres empapados en la miseria, medio convertidos en bestias, el regateo de un ejército de mujeres vendiéndose para comer. ¿Con qué se han tapado las orejas que no oyen estos lúgubres rumores?

    Mis palabras fueron acogidas en silencio. Mientras hablaba, mi espíritu se estremecía por una apasionada lástima, pero cuando miré a mi alrededor a todos mis oyentes, en lugar de hallarlos conmovidos, sólo vi en sus rostros el reflejo de un asombro duro y frío, mientras en el de Edith se mezclaba con una mortificación extrema y en el de su padre con la más viva cólera. Las damas cambiaban miradas escandalizadas y uno de los caballeros se colocó el monóculo para estudiarme mejor, con aire de curiosidad científica.

    Cuando vi que esas cosas, para mí intolerables, no los habían conmovido en lo más mínimo, que las palabras que al pronunciarlas deshacían mi corazón sólo habían conseguido indisponerlos conmigo, me quedé aturdido por unos instantes, pero luego sentí mi corazón dominado por la repulsión y la pena. ¡Poca esperanza les quedaba a los desdichados, al mundo entero, si hombres inteligentes y mujeres sensibles como aquéllos permanecían impávidos ante cosas semejantes! Se me ocurrió que tal vez yo no había hablado correctamente. Era eso, sin duda; había planteado mal el caso. Estaban disgustados porque creían que yo pretendía ofenderlos, mas Dios sabía que yo sólo pensaba en la parte horrorosa del hecho, sin la menor intención de responsabilizarlos.

    Logré dominar mis impulsos apasionados, y traté de hablar en forma lógica y tranquila a fin de corregir esa impresión. Les dije que no me había propuesto acusarlos, como si ellos, o los ricos en general, fueran los responsables de la miseria del mundo. Era cierto que sus derroches superfluos encaminados por otros rumbos podrían aliviar muchos amargos sufrimientos. Estas costosas comidas, esos exquisitos vinos, esos suntuosos vestidos y esas brillantes joyas, representaban la salvación de muchas vidas. En un país agobiado por el hambre era evidente que había algo de culpabilidad en quienes derrochaban de tal manera. Naturalmente, aunque fuera ahorrado todo el despilfarro de los ricos sólo se conseguiría disminuir en algo la pobreza del mundo. Había tan poco para dividir que, a pesar de que los ricos la compartieran a medias con los pobres, no habría para cada uno sino un mendrugo, aunque sería endulzado por el amor fraternal.

    La causa de la pobreza universal era la locura de los hombres, no la dureza de su corazón. El estado tan mísero de la especie no era el crimen de un hombre, ni de una clase de hombres; sino de un error fantástico y terrible, una falta de comprensión colosal en el mundo entero. Les demostré cómo las cuatro quintas partes del trabajo de los hombres se perdían totalmente en aquella constante lucha de uno contra todos y todos contra uno, por la falta de orden y concierto entre los trabajadores. Para hacerles comprender más claramente el asunto les hice presente, por ejemplo, el caso de las tierras áridas, cuyo suelo no rinde sino con el cuidado o empleo de las corrientes de agua para su irrigación. Les demostré que en esos países se contaba como la función más importante del gobierno la de vigilar que el agua no se desperdiciara por egoísmo o ignorancia de la gente, ya que su descuido significaba la venida del hambre. Con este fin su empleo se regulaba y sistematizaba estrictamente y no se permitía que el capricho de los hombres hiciera que el agua fuera desviada o embalsada.

    Expliqué que el trabajo de los hombres era la única corriente fertilizante que lograba hacer de la tierra un lugar habitable. Aun en su parte mejor, nunca sería más que una débil corriente, de manera que si el mundo debía llegar a la abundancia, tenía que emplearse en forma tal que el sistema implantado obtuviera de cada gota el mayor rendimiento posible. Mas ¡cuan lejos de ese sistema estaban los métodos de entonces! Cada individuo pretendía emplear a su antojo el precioso líquido, animado sólo por la idea, que era propia de todos, de salvar su cosecha y poderla vender mejor, arruinando la de su vecino. Algunos terrenos eran inundados y otros quedaban en seco y, al final, la mitad del agua se perdía sin beneficio para nadie. En una tierra semejante eran pocos los que, gracias a su fuerza o a su astucia, conseguían vivir con lujo, mientras que la gran mayoría quedaba en la pobreza, y los débiles e ignorantes en amarga miseria y hambre continua.

    Dejando que la Nación asumiera la función que había descuidado, de manera que rectificara la corriente creadora de vida hacia el bienestar común, el mundo florecería como un jardín y ninguna de sus criaturas carecería de nada. Descubrí la felicidad física, la claridad mental y la elevación moral que alcanzarían entonces las vidas de todos los hombres. Hablé con fervor de aquel mundo nuevo, bendecido con la abundancia, purificado por la justicia y dulcificado por un fraternal sentimiento, mundo que yo evidentemente había soñado, pero al que tan fácil era darle vida real.

    Pero cuando esperaba que los rostros que tenía en torno mío se iluminaran con emociones similares a las mías, los encontré aun más severos, coléricos y rencorosos. En lugar de entusiasmo, las mujeres demostraban aversión y miedo, mientras que los hombres me interrumpían con gritos de reprobación y descontento.

    –¡Loco!
    –¡Tipo repelente!
    –¡Fanático!
    –¡Enemigo de la sociedad!

    Tales fueron sus exclamaciones, y aquel que se había puesto el monóculo para mirarme dijo:

    –Parece que no tendremos más pobres. ¡Ja! ¡Ja!
    –¡Echen a ese individuo! –gritó el padre de mi prometida, y al oír sus palabras los hombres se levantaron avanzando amenazadores hacia mí.

    Me pareció que el corazón me iba a estallar, angustiado al descubrir que aquello que yo veía tan claro y sencillo resultaba ininteligible para los demás, y no podía en modo alguno convencerlos. En mi corazón ardía una llama que hubiera creído capaz de derretir un témpano de hielo y, sin embargo, el resultado era un desengaño que provocaba en mi espíritu un frío estremecedor.

    No compartía la enemistad que involuntariamente había despertado entre mis oyentes, sino que experimentaba sólo verdadera lástima por ellos y por la humanidad.

    Aunque desesperado, no me di por vencido. Luché todavía. Las lágrimas me brotaban de los ojos. Mi vehemencia me impedía hacerme comprender. Me ahogaba, sollozaba, gemía… y me encontré sentado en la cama de mi cuarto en la casa del doctor Leete, mientras el sol de la mañana, penetrando por la ventana abierta, me daba en los ojos. Estaba agitado. Las lágrimas me corrían por las mejillas y todos mis nervios vibraban.

    Lo mismo que un penado evadido que sueña que habiendo sido capturado de nuevo es encerrado otra vez en obscura y húmeda mazmorra, y al abrir los ojos, se encuentra libre bajo la bóveda del cielo, así me aconteció al comprender que mi retorno al siglo XIX había sido el sueño y mi presencia en el siglo XX, la realidad.

    Aquellos cuadros crueles que en sueños había contemplado, y que en existencia anterior había presenciado yo mismo en más de una ocasión, no volverían jamás a repetirse, ¡gracias a Dios!, y su recuerdo sería eternamente motivo de infinita compasión. Hacía tiempo que el opresor y el oprimido, el profeta y el menospreciador, habían vuelto al polvo. Durante generaciones enteras el rico y el pobre no habían sido más que palabras olvidadas.

    Pero en aquel momento, mientras soñaba con indecible gratitud en la grandeza de la salvación del mundo, y en mi privilegio de disfrutar de ella, sentí como si me atravesara el corazón una sensasión de vergüenza, de remordimiento y de reproche, que me hizo inclinar la cabeza sobre el pecho y desear que la tumba se abriera para ocultarme de la vista de mis semejantes. Yo había sido un hombre de aquella época pasada. ¿Qué hice para contribuir a la liberación cuyos beneficios me disponía a disfrutar? Yo había vivido en aquellos crueles e inciertos días, pero ¿qué hice para que terminaran de una vez? Desde cualquier punto de vista había sido tan indiferente a la miseria de mis hermanos, tan cínicamente incrédulo de tiempos mejores, tan rendido adorador del caos y la obscuridad como cualquiera de mis amigos. En cuanto a mi influencia personal, la había empleado más para impedir que para ayudar al movimiento de la libertad de la raza humana que ya entonces se avecinaba. ¿Qué derecho tenía a ampararme en una salvación que me acusaba de disfrutar de un día cuya aurora había sido objeto de mi burla?

    “Mejor para ti”, parecía decirme una voz interior, “sería que este sueño cruel hubiera sido la realidad y esta agradable realidad aquel sueño; desempeñabas mejor tu papel alegando en favor de una humanidad crucificada ante una generación de cínicos, que aquí, bebiendo en pozos que no abriste y comiendo el fruto de árboles a cuyos plantadores les tiraste piedras”; y mi espíritu contestaba: “Verdaderamente sería mejor”.

    Cuando finalmente levanté la cabeza y miré por la ventana vi que Edith, fresca como la mañana, estaba en el jardín juntando flores. Me apresuré a bajar a su lado. Poniéndome de rodillas ante ella y tocando con mi frente en el suelo le confesé con lágrimas en los ojos que me sentía indigno de respirar el aire de aquella dorada centuria y muchísimo más de prender en mi pecho su más adorable flor.

    ¡Feliz de aquel que en un caso tan desesperado como el mío, encuentra un juez tan misericordioso!

    FIN


    1 Respecto a tal estado de ánimo debe recordarse que, salvo el tema de nuestra conversación, no había nada a mi alrededor que pudiera indicarme que me hallaba fuera de mi lugar. En la misma manzana del viejo Boston donde se encontraba mi hogar podría haber tratado con círculos sociales que me hubieran sido mucho más extraños. La manera de hablar de los bostonianos del siglo XX se diferenciaba menos de sus antecesores del siglo XIX, que la de estos con el lenguaje de Washington y Franklin, aparte de que las variaciones en el estilo de vestidos y muebles de las dos épocas no eran más que las que yo podía haber notado en las modas de una generación entera.
    2 Traducción libre: “Me sumí en lo porvenir, tan lejos como la vista humana puede alcanzar / y contemplé al Nuevo Mundo y todas sus maravillas. / Mudo estaba el tambor guerrero y plegada la bandera de las batallas / en el Parlamento de la humanidad y la Federación del mundo. / Sobre las impaciencias de algunos prevalecía el buen sentido de todos / y la tierra amiga dormitaba en el seno de la justicia universal. / No cabe duda de que una idea suprema va bordando la trama de los siglos / y el pensamiento de los humanos avanza con la órbita de los soles”.
    3 No puedo menos de alabar sinceramente la espléndida libertad que reina en las bibliotecas públicas del siglo XX, si las comparo con el intolerable mecanismo que regía las del siglo XIX, en las cuales los libros estaban celosamente resguardados del alcance público y sólo podían obtenerse después de derrochar tiempo y papeles, calculado todo para descorazonar a quien no tuviera arraigada predilección por la literatura.
    4 Debo admitir la dificultad de explicar la conducta de los anarquistas en otra forma que aceptando la idea de que recibían subsidios de parte de los capitalistas; pero no cabe duda, a la vez, de que esa idea es completamente errónea. Si bien es cierto que en aquel tiempo nadie la sostenía, no lo es menos que ha parecido evidente para la posteridad.

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