Publicado en
febrero 26, 2012
La solución fue sorprendente; el motivo..., ¡escalofriante!
Por Donald Dale Jackson
AQUEL 11 DE JUNIO DE 1986, Sue Snow, mujer de 40 años, gerente de un banco en Auburn, suburbio de Seattle, Washington, se levantó de la cama poco después de las 6 de la mañana. Como tenía una punzante jaqueca, fue a la cocina y se tomó dos cápsulas de Extra-Strength Excedrin (nombre comercial del analgésico acetaminofén que se vende sin receta_médica). Después de dar los buenos días a Hayley, su hija de 15 años, se metió en el baño y conectó el rizador eléctrico.
A las 6:40, advirtiendo que su madre tardaba mucho en salir, Hayley la llamó, pero no obtuvo respuesta. Sólo oyó correr el agua. Al entrar en el baño, la muchacha encontró a su madre tendida en el piso, inconsciente, con los ojos abiertos pero inertes, y los dedos extendidos sobre el pecho. Estaba jadeando. Aunque fue trasladada a toda prisa a un hospital, Sue Snow ya no volvió en sí; falleció al cabo de unas horas.
Los médicos sospechaban que la causa de defunción había sido un aneurisma cerebral, pero no encontraron indicios de hemorragia intracraneal. Por otra parte, los síntomas también sugerían posibles efectos de sobredosis de alguna droga, aunque Hayley aseguró que su madre ni siquiera fumaba ni bebía alcohol. Ante la imposibilidad de determinar la causa del deceso, se ordenó practicarle la autopsia.
Al efectuarla, uno de los ayudantes del anatomopatólogo notó que del cadáver emanaba un leve olor a almendras amargas, signo revelador de la presencia de cianuro. ¿Se habría envenenado Sue Snow? El resultado de los análisis de laboratorio fue positivo.
La policía interrogó a la trastornada familia sobre la posibilidad de que Sue hubiera querido envenenarse. "¡Por supuesto que no!", respondieron; pero, ante el recuerdo de aquella horrible mañana, se preguntaron si habrían estado contaminadas las cápsulas. Otro análisis lo confirmó: las cápsulas contenían cianuro.
El cianuro impide a las células absorber oxígeno. Semejante a la sal de mesa, basta una pequeña dosis para matar a una persona en un dos por tres. Es el veneno perfecto para los homicidas.
El 16 de junio, la Dirección de Alimentos y Medicinas de Estados Unidos (FDA), boletinó el número del lote de las cápsulas contaminadas con cianuro. El fabricante, Bristol-Myers, cablegrafió a las farmacias y tiendas de todo el país para pedirles que retiraran esas cápsulas de los anaqueles. Entre tanto, la policía halló otros dos frascos de analgésicos contaminados: uno en Auburn, y otro en Kent, suburbio contiguo a Auburn.
La histeria cundió por el estado de Washington. La policía retiró de los anaqueles de las farmacias todas las cápsulas que se podían adquirir sin prescripción médica. La oficina del Médico Forense del condado de King empezó a investigar defunciones inexplicables recientes para ver si alguna de ellas había sido provocada por el cianuro, y se declaró un estado de emergencia en todo el condado.
HABILIDAD PARA DETECTAR DETALLES
Se asignaron al caso Snow 60 agentes de la Oficina Federal de Investigaciones (FBI). Uno de los que iban a desempeñar un papel importante era Jack Cusack. A sus 43 años —con 16 de experiencia en estas actividades—, el sagaz veterano, encanecido prematuramente, sabía leer la mente de un asesino. Su simpatía natural y trato agradable hacían que los sospechosos y los testigos le comunicaran datos de capital importancia.
Al principio, Cusack pensó que el homicida acaso fuera un terrorista político o un trabajador resentido; pero nadie telefoneó para acreditarse aquella muerte ni para reclamar.
En eso, el 17 de junio llamó a la policía una mujer de 42 años, llamada Stella Nickell, quien informó que 12 días antes su esposo Bruce, de 52 años, había muerto de pronto después de tomar unas cápsulas de Extra-Strength Excedrin.
Bruce Nickell ya había sido sepultado. Luego de practicarle la autopsia se había dictaminado que la causa del deceso había sido enfisema pulmonar. No obstante, como Bruce se había ofrecído de donador de órganos, se conservaba todavía una muestra de su sangre. El análisis del suero, practicado el 19 de junio, reveló la presencia de cianuro. Para entonces, la policía ya había encontrado en el hogar de los Nickell dos frascos de cápsulas que estaban contaminadas.
El público, cada día más inquieto, empezó a pensar que andaba suelto un homicida loco que mataba al azar. Un policía de Auburn expresó el temor de muchas personas: "Nos estamos enfrentando a un maniaco".
Cusack buscó alguna relación entre Bruce Nickell, operador de maquinaria pesada que trabajaba en obras públicas del estado, y la gerente de banco Sue Snow; pero no descubrió nada.
Luego, un joven y perspicaz químico del laboratorio de criminología de la FBI en Washington, D.C., advirtió algo extraño en el cianuro de los cinco frascos contaminados: en cada uno había unas manchitas verdes, como de diminutos cristales. El joven descompuso químicamente las partículas e identificó la sustancia: era un alguicida que se emplea en los acuarios caseros. Averiguó incluso su marca comercial: Algae Destroyer.
Alguien debió haber mezclado el cianuro con el acetaminofén en un recipiente que se había usado para triturar el alguicida.
Día tras día engrosaba el expediente del homicida. Era preciso recurrir a un agente capaz de encontrar pistas en aquel enredo. Eligieron para ello a Ron Nichols, detective famoso por su habilidad para los detalles.
Mientras revisaba el expediente, a Nichols le preocupaba una circunstancia: la FDA había examinado más de 740,000 cápsulas vendidas sin receta en cuatro estados norteamericanos. Sólo las de cinco frascos habían resultado contaminadas con el cianuro... y dos de ellos se habían localizado en casa de Stella Nickell.
Si Stella hubiera comprado los dos frascos al mismo tiempo, se habría tratado de un sencillo caso de mala suerte. El problema residía en que, según Stella, ella los había adquirido en distintas ocasiones y en farmacias diferentes. Eran infinitesimales las probabilidades de una coincidencia.
LA MUJER QUE TINTINEABA
Considerar sospechosa a Stella Nickell era absurdo. Ya era abuela, tenía dos hijas y trabajaba de guardia de seguridad en el aeropuerto SeattleTacoma. A juzgar por las apariencias, ella y Bruce habían formado una pareja feliz. Vivían en un remolque estacionado en un amplio lote arbolado. Los vecinos la tenían por persona alegre y trabajadora. Al morir Bruce, se mostró sinceramente apesadumbrada.
Luego, un agente investigador recordó un detalle al parecer insignificante: "Stella Níckell tiene un acuario en su remolque", informó a Cusack, ya para entonces supervisor del caso.
Varios hombres de la FBI recorrieron las tiendas que vendían mascotas y artículos para animales, y preguntaron si alguien recordaba haberle vendido Algae Destroyer a la señora Nickell. El 25 de agosto se hizo la luz: el dependiente de una tienda de Kent identificó a Stella en un fotomontaje. La recordaba porque la mujer llevaba una campanita colgada de su bolsa de mano. Se refirió a ella como "la mujer que tintineaba".
Aquel dato que había recordado el dependiente, aunque proporcionaba cierta luz, no justificaba una orden de aprehensión ni bastaba para convencer a Cusack de que aquella abuela fuese una asesina.
No obstante, empezó a aflorar otra faceta de Stella Nickell: la verificación de sus antecedentes por parte de la FBI sacó a relucir que, entre 1968 y 1971, los tribunales de California la habían declarado culpable de fraude con cheques, falsificación y maltrato a menores. Los Nickell vivían en eterna estrechez económica. Apenas se sostenían al borde de la bancarrota y, antes de que Bruce muriera, el banco se disponía a confiscarle el remolque familiar.
A fines del verano, los agentes se dieron a investigar los expedientes de seguros de los Nickell. La póliza del seguro de vida de Bruce, como empleado del estado, debía pagar 31,000 dólares a Stella en caso de muerte natural, y 136,000 si la muerte era ocasionada por un accidente. Y no paraba todo ahí: en el año anterior a la muerte de Bruce, Stella había contratado otras dos pólizas de seguro de vida a nombre de su esposo, por 20,000 dólares cada una.
Stella esperaba recibir en total 176,000 dólares si la muerte de su marido se declaraba oficialmente accidental. (En Estados Unidos, para el pago de un seguro de vida, el envenenamiento con cianuro se considera un accidente.) Pero el médico que examinó el cadáver de Bruce no detectó el cianuro. Y sucedió algo extraño: Stella le había telefoneado varias veces al doctor para objetar la opinión de que sumarido había fallecido a causa del enfisema.
En ese momento, una idea escalofriante se incrustó en la mente de Cusack. Por más que intentaba desecharla, seguía dándole vueltas en la cabeza. Cabía la atroz posibilidad de que Sue Snow hubiera sido asesinada —y, junto con ella, otras muchas personas— para que Stella hiciera aparecer la muerte de su esposo como un accidente.
LA MENTIRA
El 18 de noviembre, Cusack y Nichols entrevistaron por primera vez a Stella Nickell en el cuartel general de la FBI en Seattle. Cusack observó atentamente a la mujer de mediana edad y pelo oscuro que entró en la oficina. Llevaba un abrigo de piel gris. Al sentarse la sospechosa, la campanita de su bolsa emitió un tenue tintineo.
Cusack deseaba hacer creer a Stella que se trataba de una entrevista rutinaria; le hizo varias preguntas triviales, como en una conversación intrascendente. Evocó los detalles de la muerte del marido y le pidió que le dijera dónde y cuándo había comprado los frascos contaminados. A la pregunta de si alguna vez había comprado Algae Destroyer, Stella respondió que no. Luego, Cusack le preguntó si había contratado algún seguro de vida a nombre de su esposo, y nuevamente la respuesta fue negativa. Esa mentira confirmó las sospechas del agente federal.
Por último, Cusack quiso saber si Stella estaba dispuesta a someterse a una prueba con el polígrafo o detector de mentiras. La mujer se negó y, sollozando, declaró que no soportaría más preguntas.
Durante varios días Cusack se limitó a darle tiempo al tiempo, con la esperanza de que las dudas de la mujer minaran su resistencia. Explicaba que así funcionaba su táctica de hacer oír pasos en la azotea. "El sospechoso tiene la impresión de que interrogamos a todos los que lo conocen. Empieza a pensar que estamos al tanto de todos los errores que ha cometido. Es como si, por las noches, al irse quedando dormido, volviera a oír esos pasos en la azotea". Cuatro días después, Stella telefoneó a Cusack para decirle que aceptaba someterse a la prueba del polígrafo.
Durante la sesión con el polígrafo, Cusack y Nichols observaron atentamente a Stella. Cuando Cusack le preguntó si había puesto cianuro en las cápsulas de Excedrin, ella lo negó con aparente calma, pero la súbita variación de la frecuencia del pulso y de la respiración convencieron a los agentes de que mentía.
Creer que ella había cometido el homicidio y demostrarlo eran dos cosas muy distintas, por supuesto. Los agentes sabían que los datos obtenidos mediante el polígrafo, en general, no eran probatorios en los tribunales estadunidenses. Tenían que acosar a la sospechosa y presionarla hasta que confesara.
Cusack apagó la máquina.
—Escúcheme, Stella —le dijo, con voz suave—: a juzgar por sus reacciones fisiológicas, estoy convencido de que usted causó la muerte de Bruce.
Stella palideció. Luego miró fríamente a Cusack y espetó:
—Quiero consultar a mi abogado.
RELATO ESPELUZNANTE
Cusack advirtió que, si deseaba resolver el caso, tendría que hacerlo sin la confesión de Stella. Entonces telefoneó otra vez a los testigos para ver si querían agregar algún dato más a sus declaraciones.
Seis semanas después telefonearon a Cusack unas amistades de Cindy Hamilton, hija de Stella. Cindy, entonces de 27 años, había defendido meses antes a su madre, cuando Cusack la interrogó; pero tras el resultado de la prueba del polígrafo había cavilado en el asunto. Y en un segundo interrogatorio que le hizo Cusack salió a relucir un relato espeluznante. Cindy declaró que, durante años, su madre había hablado de matar a su padrastro. Stella estaba harta; pero no quería divorciarse porque perdería la mitad de sus propiedades.
Stella hablaba incluso de contratar a un asesino profesional para que le disparara a Bruce o echara el auto a un precipicio. Una vez intentó envenenarlo con semillas tóxicas, pero sólo lo adormilaron. Pocos meses antes del deceso, Stella mencionó por primera vez el cianuro.
Cindy agregó que, cuando su madre le informó de la muerte de Bruce, le dirigió una mirada severa y aclaró: "Sé en qué estás pensando, y mi respuesta es: no". Por eso descartó Cindy sus sospechas hasta que las revivió el resultado de la prueba del polígrafo.
La declaración de Cindy se prolongó durante nueve horas seguidas. Cusack procuró conservar la calma, pero su mente era un torbellino. Si bien aquello podría servir para condenar a Stella, Cindy no había visto a su madre llenar las cápsulas de cianuro ni colocar los frascos en los anaqueles de las tiendas. El suyo no sería un testimonio concluyente.
Cindy aceptó presentarse como testigo a condición de que no ejecutaran a su madre. Cusack le aseguró que la sentencia más severa por el delito federal de adulterar cualquier producto era la cadena perpetua. De pronto, una luz de alerta centelleó en su mente: ¿Qué pasaría si sólo se tratara de un conflicto entre madre e hija? ¿Y si cambiaba de opinión y lo negaba todo en el tribunal?
Una parte de la conversación con Cindy atormentaba a Cusack. "Sabía que mi madre era capaz de hacer esto", le había confiado la joven, con lágrimas en los ojos. "Simplemente, me negaba a creerlo". Entonces Cusack advirtió la enormidad de lo que Stella había hecho: había matado a una víctima inocente para que la muerte de su esposo pareciera accidental y ella pudiera cobrar más dinero de los seguros. ¡Hasta había entablado una demanda contra, Bristol-Myers acusándolos de homicidio involuntario, por "contribuir" a la muerte de su esposo!
Cusack se preguntó: ¿Qué habría pasado sí Hayley, la hija de Sue Snow, también hubiera tomado unas cápsulas aquella mañana? ¿Y si los otros dos frascos hubieran llegado a las casas de otras personas? ¿A cuántas habría matado deliberadamente Stella Nickell, con tal de cobrar 105,000 dólares más?
En febrero de 1987, el equipo de la FBI ya se había reducido a Cusack el entrevistador, Nichols el analizador y un enérgico novato llamado Marshall Stone. Lo que necesitaban era encontrar el último eslabón de la cadena de pruebas contra Stella Nickell; no obstante, la mayor parte de las pistas resultó infructuosa.
Enterados de que a Stella le gustaba que le leyeran el tarot y le adivinaran el porvenir, visitaron muchos establecimientos de magia y ocultismo, en busca de un dato relacionado con el cianuro; pero no descubrieron nada nuevo.
En eso, Cusack recordó algo que Cindy le había dicho. En los meses anteriores a la muerte de su padrastro, la madre de ella había indagado sobre el empleo del cianuro en varias bibliotecas. Stone se ofreció a investigar las bibliotecas de la localidad. Una de las primeras que visitó estaba en Auburn, donde vivía Stella.
—¿Tiene usted entre sus consultantes a una persona llamada Stella Nickell? —le preguntó Stone a la bibliotecaria.
La mujer revisó los archivos de la biblioteca y regresó con una hoja de papel que le entregó a Stone. Era el aviso del plazo vencido para la entrega de un libro que Stella había solicitado y que no había devuelto. Su título: Human Poisoning ("Envenenamiento humano").
Armado con el número de la tarjeta de Stella, Stone recorrió los pasillos buscando todos los otros libros que la señora Nickell había solicitado. Cuando el agente abrió una obra referente a plantas tóxicas llamada Deadly Harvest ("Cosecha mortal"), encontró dos veces el número de Stella estampado en la papeleta de préstamos a domicilio: ambas fechas eran anteriores a la muerte de Bruce.
Empaquetó el libro y los volúmenes de tres enciclopedias donde había textos sobre el cianuro, y lo envió todo al laboratorio de criminología de la FBI. El estudio dactiloscópico reveló 84 huellas digitales de Stella en Deadly Harvest: la mayor concentración aparecía en las páginas donde se aludía al cianuro.
STELLA NICKELL se declaró inocente en el juicio que se le abrió en abril de 1988 en un tribunal federal de Estados Unidos. Hubo que llamar a declarar a 31 testigos para completar el retrato hablado de una mujer infeliz en su matrimonio y desesperada por su situación económica, que buscó en el homicidio la solución de sus problemas. El fiscal la caracterizó como "un ser humano frío, sin conciencia social ni moral".
El jurado la declaró culpable el 9 de mayo. El juez William Dwyer, alegando que había cometido "crímenes de insensibilidad y crueldad excepcionales", la sentenció a 90 años de cárcel, sin derecho a libertad condicional durante 30 años.
Ahora, cuando piensa en este caso, Cusack se pregunta lo que habría podido ocurrir si el curioso químico de la FBI no hubiera detectado las minúsculas manchas verdes de las algas. De haber sido así Stella Nickell hubiera cometido el crimen perfecto. Pero no fue así. La sola tenacidad de los detectives permitió echarle el guante.
"Es la vieja lección de siempre", comenta Cusack: "Se busca hasta debajo de los ladrillos, sin dejar nada al acaso. Esta vez tuvimos éxito".