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A veces nos resistimos a ellas, como si aprenderlas fuese a empeorar nuestra situación. Pero una vida bien llevada permite experimentar multitud de cosas. Es un viejo privilegio de los seres humanos.
Hace unos días cayó por casualidad en mis manos un libro sobre embarazo y parto. Era de una autora británica y mientras lo leía por encima no pude reprimir una sonrisa: eran tantas las cosas por aprender, tanto lo que había que prever y cambiar en la casa y en la vida, tanto lo que había que tener en cuenta y tantas las probabilidades de que algo surgiera mal, que quizá nadie en su sano juicio tendría un hijo después de leer ese libro. Sin embargo, aquí estamos, más de 6.000 millones de personas en el mundo, incluido yo. Y si algo relativamente sencillo como venir al mundo, pues ha sido guiado por el instinto y la experiencia familiar hasta hace bien poco, requiere de tanto aprendizaje, ¿qué decir de la vida? ¿Cómo será el libro de instrucciones que necesitamos para manejarnos en ella?
Pero cometer errores, equivocarte y volverte a equivocar, como acertar, forma parte del proceso de aprendizaje de la vida. Son experiencias que vas adquiriendo y, junto a otras de las que obtienes conocimiento, se convierten en auténticas lecciones de vida. No son tan claras seguramente como un manual que se puede seguir paso a paso, pero es que la vida tampoco es ese rio acanalado que algunos imaginan. Siempre puede sorprendernos. Lo raro, de hecho, es que no lo haga.
Mientras eres joven, las pasiones te arrastran y los grandes ideales te guían. La plenitud física te hace ignorar tu propio cuerpo y das por sentado que siempre será así. Eres como un barco que navega con las velas desplegadas en un mar azotado por los vientos. Vas pegando saltos y bandazos. Ignoras las cosas concretas, las sensaciones concretas, los sentimientos concretos. En la juventud tiende uno a ver el mundo exterior a través de la vaguedad, de lo informulado, de lo irreal. Pero la vida va haciendo su trabajo, en un proceso de decantación lento con el que vas adquiriendo el sentido de lo real y sus recompensas. Lo que comes, el aire que respiras, la naturaleza que te inspira, la persona a la que amas, los sentimientos que te embargan... dejas de percibirlos a través del estereotipo, de la convención, y les vas dando tu sentido, tu marchamo. Cada instante gana su importancia. La juventud es maravillosa, sí. Pero he apreciado más la madurez, cuando cada rio ha tenido su nombre, cada ciudad su recuerdo, cada amigo su recompensa...
Cuando eres joven no cesas de preguntarte ¿quién soy?, buscando en ti unas esencias que se supone debes tener. Pero esa pregunta es de difícil respuesta, porque ¿qué significa conocerse? Verte tal cual eres, sin duda; no hacer trampas, también. Pero la capacidad de autoengañarse que tiene el ser humano es muy grande, superior seguramente a la capacidad de observarse tal cual es. Y más cuando solo se manejan conceptos, ideas, muchas de ellas vaporosas. Con la edad descubres que hay algo mejor para saber quién eres realmente: tus días. Lo que haces, lo que vives, es lo que mejor te explica y lo que puede convertirse en la palanca de cambio cuando lo necesites.
La vida te da otra lección con la edad: ¡qué fácil es caer en la tentación de juzgar o en la tentación de la indiferencia! Basculas de una a otra como si no hubiera opción. Pero la hay, claro. Como sustituir el juicio de las personas por algo más humano como la comprensión.
Como prefiero inmiscuirme en lo que me rodea. Ese es un atributo de la adolescencia que he conservado. Me interesa lo que pasa cerca y lejos, y en la medida de lo posible procuro aportar mi grano de arena para mejorarlo, aunque nuestra vida cada vez parece más pequeña, menos trascendente, cuando se la compara con los grandes desafíos del mundo. La respuesta fácil es decir: ¡para qué tomarse la molestia si todo va a continuar igual! Pero, como dijo el filósofo Femando Savater,
El riesgo, muy evidente, es creerte omnipotente; pensar que todo depende de ti; algo muy alejado de la realidad, porque todas las vidas están entrelazadas. Pero si toda vida es una narración que nos vamos contando, quiero participar en el argumento y su desarrollo. No quiero que me lo den todo hecho.
Tal vez, como tiene dicho el filósofo Pascal Bruckner, lo que llamamos hoy felicidad es lo mismo que lo que los antiguos, los clásicos, llamaban
Michel de Montaigne hizo de su vida un ejercicio de introspección sin igual lleno de lecciones vitales que no han cesado de iluminar el camino de generaciones de lectores. Para Montaigne, el arte más sublime al que puede dedicarse cualquier persona es seguir siendo uno mismo. No niega el cambio porque como escribió al principio de sus Ensayos, lo único que me propongo aquí es mostrarme a mi mismo, que seré tal vez distinto mañana si un nuevo aprendizaje me modifica. Es preciso prestarse a los otros, dijo, pero no darse sino a uno mismo. Preservar siempre un rincón inviolable que puede ir creciendo o modificándose con el tiempo, pero en el que nos reconocemos a nosotros y a nadie más. Un ancla en momentos turbulentos, un oasis siempre.
Nacemos sin un manual, pero con una condición innata para ir modificando la conducta conforme vamos adquiriendo experiencias. Pero llega un momento, al acceder a la madurez, en que perdemos esa frescura y, al igual que el cuerpo suele volverse más rígido con el tiempo, la mente también. Preservamos de esa manera lo que somos, lo que hemos conseguido y nos volvemos conservadores. Sin embargo, la vida sigue cambiando alrededor y los retos no cesan. Si no mantenemos abiertas nuestras opciones y capacidades, el riesgo es la alienación: sentirse fuera del mundo y de uno mismo.