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    Heart Beat


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    Jello


    Light Speed In


    Pulse


    Roll In


    Rotate In


    Rotate In Down Left


    Rotate In Down Right


    Rotate In Up Left


    Rotate In Up Right


    Rubber Band


    Shake


    Slide In Up


    Slide In Down


    Slide In Left


    Slide In Right


    Swing


    Tada


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    ÍNDICE
  • MÚSICA SELECCIONADA
  • Instrumental
  • 1. 12 Mornings - Audionautix - 2:33
  • 2. Allegro (Autumn. Concerto F Major Rv 293) - Antonio Vivaldi - 3:35
  • 3. Allegro (Winter. Concerto F Minor Rv 297) - Antonio Vivaldi - 3:52
  • 4. Americana Suite - Mantovani - 7:58
  • 5. An Der Schonen Blauen Donau, Walzer, Op. 314 (The Blue Danube) (Csr Symphony Orchestra) - Johann Strauss - 9:26
  • 6. Annen. Polka, Op. 117 (Polish State Po) - Johann Strauss Jr - 4:30
  • 7. Autumn Day - Kevin Macleod - 3:05
  • 8. Bolereando - Quincas Moreira - 3:21
  • 9. Ersatz Bossa - John Deley And The 41 Players - 2:53
  • 10. España - Mantovani - 3:22
  • 11. Fireflies And Stardust - Kevin Macleod - 4:15
  • 12. Floaters - Jimmy Fontanez & Media Right Productions - 1:50
  • 13. Fresh Fallen Snow - Chris Haugen - 3:33
  • 14. Gentle Sex (Dulce Sexo) - Esoteric - 9:46
  • 15. Green Leaves - Audionautix - 3:40
  • 16. Hills Behind - Silent Partner - 2:01
  • 17. Island Dream - Chris Haugen - 2:30
  • 18. Love Or Lust - Quincas Moreira - 3:39
  • 19. Nostalgia - Del - 3:26
  • 20. One Fine Day - Audionautix - 1:43
  • 21. Osaka Rain - Albis - 1:48
  • 22. Read All Over - Nathan Moore - 2:54
  • 23. Si Señorita - Chris Haugen.mp3 - 2:18
  • 24. Snowy Peaks II - Chris Haugen - 1:52
  • 25. Sunset Dream - Cheel - 2:41
  • 26. Swedish Rhapsody - Mantovani - 2:10
  • 27. Travel The World - Del - 3:56
  • 28. Tucson Tease - John Deley And The 41 Players - 2:30
  • 29. Walk In The Park - Audionautix - 2:44
  • Naturaleza
  • 30. Afternoon Stream - 30:12
  • 31. Big Surf (Ocean Waves) - 8:03
  • 32. Bobwhite, Doves & Cardinals (Morning Songbirds) - 8:58
  • 33. Brookside Birds (Morning Songbirds) - 6:54
  • 34. Cicadas (American Wilds) - 5:27
  • 35. Crickets & Wolves (American Wilds) - 8:56
  • 36. Deep Woods (American Wilds) - 4:08
  • 37. Duet (Frog Chorus) - 2:24
  • 38. Echoes Of Nature (Beluga Whales) - 1h00:23
  • 39. Evening Thunder - 30:01
  • 40. Exotische Reise - 30:30
  • 41. Frog Chorus (American Wilds) - 7:36
  • 42. Frog Chorus (Frog Chorus) - 44:28
  • 43. Jamboree (Thundestorm) - 16:44
  • 44. Low Tide (Ocean Waves) - 10:11
  • 45. Magicmoods - Ocean Surf - 26:09
  • 46. Marsh (Morning Songbirds) - 3:03
  • 47. Midnight Serenade (American Wilds) - 2:57
  • 48. Morning Rain - 30:11
  • 49. Noche En El Bosque (Brainwave Lab) - 2h20:31
  • 50. Pacific Surf & Songbirds (Morning Songbirds) - 4:55
  • 51. Pebble Beach (Ocean Waves) - 12:49
  • 52. Pleasant Beach (Ocean Waves) - 19:32
  • 53. Predawn (Morning Songbirds) - 16:35
  • 54. Rain With Pygmy Owl (Morning Songbirds) - 3:21
  • 55. Showers (Thundestorm) - 3:00
  • 56. Songbirds (American Wilds) - 3:36
  • 57. Sparkling Water (Morning Songbirds) - 3:02
  • 58. Thunder & Rain (Thundestorm) - 25:52
  • 59. Verano En El Campo (Brainwave Lab) - 2h43:44
  • 60. Vertraumter Bach - 30:29
  • 61. Water Frogs (Frog Chorus) - 3:36
  • 62. Wilderness Rainshower (American Wilds) - 14:54
  • 63. Wind Song - 30:03
  • Relajación
  • 64. Concerning Hobbits - 2:55
  • 65. Constant Billy My Love To My - Kobialka - 5:45
  • 66. Dance Of The Blackfoot - Big Sky - 4:32
  • 67. Emerald Pools - Kobialka - 3:56
  • 68. Gypsy Bride - Big Sky - 4:39
  • 69. Interlude No.2 - Natural Dr - 2:27
  • 70. Interlude No.3 - Natural Dr - 3:33
  • 71. Kapha Evening - Bec Var - Bruce Brian - 18:50
  • 72. Kapha Morning - Bec Var - Bruce Brian - 18:38
  • 73. Misterio - Alan Paluch - 19:06
  • 74. Natural Dreams - Cades Cove - 7:10
  • 75. Oh, Why Left I My Hame - Kobialka - 4:09
  • 76. Sunday In Bozeman - Big Sky - 5:40
  • 77. The Road To Durbam Longford - Kobialka - 3:15
  • 78. Timberline Two Step - Natural Dr - 5:19
  • 79. Waltz Of The Winter Solace - 5:33
  • 80. You Smile On Me - Hufeisen - 2:50
  • 81. You Throw Your Head Back In Laughter When I Think Of Getting Angry - Hufeisen - 3:43
  • Halloween-Suspenso
  • 82. A Night In A Haunted Cemetery - Immersive Halloween Ambience - Rainrider Ambience - 13:13
  • 83. A Sinister Power Rising Epic Dark Gothic Soundtrack - 1:13
  • 84. Acecho - 4:34
  • 85. Alone With The Darkness - 5:06
  • 86. Atmosfera De Suspenso - 3:08
  • 87. Awoke - 0:54
  • 88. Best Halloween Playlist 2023 - Cozy Cottage - 1h17:43
  • 89. Black Sunrise Dark Ambient Soundscape - 4:00
  • 90. Cinematic Horror Climax - 0:59
  • 91. Creepy Halloween Night - 1:56
  • 92. Creepy Music Box Halloween Scary Spooky Dark Ambient - 1:05
  • 93. Dark Ambient Horror Cinematic Halloween Atmosphere Scary - 1:58
  • 94. Dark Mountain Haze - 1:44
  • 95. Dark Mysterious Halloween Night Scary Creepy Spooky Horror Music - 1:35
  • 96. Darkest Hour - 4:00
  • 97. Dead Home - 0:36
  • 98. Deep Relaxing Horror Music - Aleksandar Zavisin - 1h01:52
  • 99. Everything You Know Is Wrong - 0:49
  • 100. Geisterstimmen - 1:39
  • 101. Halloween Background Music - 1:01
  • 102. Halloween Spooky Horror Scary Creepy Funny Monsters And Zombies - 1:21
  • 103. Halloween Spooky Trap - 1:05
  • 104. Halloween Time - 0:57
  • 105. Horrible - 1:36
  • 106. Horror Background Atmosphere - Pixabay-Universfield - 1:05
  • 107. Horror Background Music Ig Version 60s - 1:04
  • 108. Horror Music Scary Creepy Dark Ambient Cinematic Lullaby - 1:52
  • 109. Horror Sound Mk Sound Fx - 13:39
  • 110. Inside Serial Killer 39s Cove Dark Thriller Horror Soundtrack Loopable - 0:29
  • 111. Intense Horror Music - Pixabay - 1:41
  • 112. Long Thriller Theme - 8:00
  • 113. Melancholia Music Box Sad-Creepy Song - 3:46
  • 114. Mix Halloween-1 - 33:58
  • 115. Mix Halloween-2 - 33:34
  • 116. Mix Halloween-3 - 58:53
  • 117. Mix-Halloween - Spooky-2022 - 1h19:23
  • 118. Movie Theme - A Nightmare On Elm Street - 1984 - 4:06
  • 119. Movie Theme - Children Of The Corn - 3:03
  • 120. Movie Theme - Dead Silence - 2:56
  • 121. Movie Theme - Friday The 13th - 11:11
  • 122. Movie Theme - Halloween - John Carpenter - 2:25
  • 123. Movie Theme - Halloween II - John Carpenter - 4:30
  • 124. Movie Theme - Halloween III - 6:16
  • 125. Movie Theme - Insidious - 3:31
  • 126. Movie Theme - Prometheus - 1:34
  • 127. Movie Theme - Psycho - 1960 - 1:06
  • 128. Movie Theme - Sinister - 6:56
  • 129. Movie Theme - The Omen - 2:35
  • 130. Movie Theme - The Omen II - 5:05
  • 131. Música De Suspenso - Bosque Siniestro - Tony Adixx - 3:21
  • 132. Música De Suspenso - El Cementerio - Tony Adixx - 3:33
  • 133. Música De Suspenso - El Pantano - Tony Adixx - 4:21
  • 134. Música De Suspenso - Fantasmas De Halloween - Tony Adixx - 4:01
  • 135. Música De Suspenso - Muñeca Macabra - Tony Adixx - 3:03
  • 136. Música De Suspenso - Payasos Asesinos - Tony Adixx - 3:38
  • 137. Música De Suspenso - Trampa Oscura - Tony Adixx - 2:42
  • 138. Música Instrumental De Suspenso - 1h31:32
  • 139. Mysterios Horror Intro - 0:39
  • 140. Mysterious Celesta - 1:04
  • 141. Nightmare - 2:32
  • 142. Old Cosmic Entity - 2:15
  • 143. One-Two Freddys Coming For You - 0:29
  • 144. Out Of The Dark Creepy And Scary Voices - 0:59
  • 145. Pandoras Music Box - 3:07
  • 146. Peques - 5 Calaveras Saltando En La Cama - Educa Baby TV - 2:18
  • 147. Peques - A Mi Zombie Le Duele La Cabeza - Educa Baby TV - 2:49
  • 148. Peques - El Extraño Mundo De Jack - Esto Es Halloween - 3:08
  • 149. Peques - Halloween Scary Horror And Creepy Spooky Funny Children Music - 2:53
  • 150. Peques - Join Us - Horror Music With Children Singing - 1:59
  • 151. Peques - La Familia Dedo De Monstruo - Educa Baby TV - 3:31
  • 152. Peques - Las Calaveras Salen De Su Tumba Chumbala Cachumbala - 3:19
  • 153. Peques - Monstruos Por La Ciudad - Educa Baby TV - 3:17
  • 154. Peques - Tumbas Por Aquí, Tumbas Por Allá - Luli Pampin - 3:17
  • 155. Scary Forest - 2:41
  • 156. Scary Spooky Creepy Horror Ambient Dark Piano Cinematic - 2:06
  • 157. Slut - 0:48
  • 158. Sonidos - A Growing Hit For Spooky Moments - Pixabay-Universfield - 0:05
  • 159. Sonidos - A Short Horror With A Build Up - Pixabay-Universfield - 0:13
  • 160. Sonidos - Castillo Embrujado - Creando Emociones - 1:05
  • 161. Sonidos - Cinematic Impact Climax Intro - Pixabay - 0:28
  • 162. Sonidos - Creepy Horror Sound Possessed Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:04
  • 163. Sonidos - Creepy Soundscape - Pixabay - 0:50
  • 164. Sonidos - Creepy Whispering - Pixabay - 0:03
  • 165. Sonidos - Cueva De Los Espiritus - The Girl Of The Super Sounds - 3:47
  • 166. Sonidos - Disturbing Horror Sound Creepy Laughter - Pixabay-Alesiadavina - 0:05
  • 167. Sonidos - Ghost Sigh - Pixabay - 0:05
  • 168. Sonidos - Ghost Whispers - Pixabay - 0:23
  • 169. Sonidos - Ghosts-Whispering-Screaming - Lara's Horror Sounds - 2h03:40
  • 170. Sonidos - Horror - Pixabay - 1:36
  • 171. Sonidos - Horror Demonic Sound - Pixabay-Alesiadavina - 0:18
  • 172. Sonidos - Horror Sfx - Pixabay - 0:04
  • 173. Sonidos - Horror Voice Flashback - Pixabay - 0:10
  • 174. Sonidos - Maniac In The Dark - Pixabay-Universfield - 0:15
  • 175. Sonidos - Miedo-Suspenso - Live Better Media - 8:05
  • 176. Sonidos - Para Recorrido De Casa Del Terror - Dangerous Tape Avi - 1:16
  • 177. Sonidos - Posesiones - Horror Movie Dj's - 1:35
  • 178. Sonidos - Scary Creaking Knocking Wood - Pixabay - 0:26
  • 179. Sonidos - Scream With Echo - Pixabay - 0:05
  • 180. Sonidos - Terror - Ronwizlee - 6:33
  • 181. Suspense Dark Ambient - 2:34
  • 182. Tense Cinematic - 3:14
  • 183. Terror Ambience - Pixabay - 2:01
  • 184. The Spell Dark Magic Background Music Ob Lix - 3:26
  • 185. This Is Halloween - Marilyn Manson - 3:20
  • 186. Trailer Agresivo - 0:49
  • 187. Welcome To The Dark On Halloween - 2:25
  • 188. 20 Villancicos Tradicionales - Los Niños Cantores De Navidad Vol.1 (1999) - 53:21
  • 189. 30 Mejores Villancicos De Navidad - Mundo Canticuentos - 1h11:57
  • 190. Blanca Navidad - Coros de Amor - 3:00
  • 191. Christmas Ambience - Rainrider Ambience - 3h00:00
  • 192. Christmas Time - Alma Cogan - 2:48
  • 193. Christmas Village - Aaron Kenny - 1:32
  • 194. Clásicos De Navidad - Orquesta Sinfónica De Londres - 51:44
  • 195. Deck The Hall With Boughs Of Holly - Anre Rieu - 1:33
  • 196. Deck The Halls - Jingle Punks - 2:12
  • 197. Deck The Halls - Nat King Cole - 1:08
  • 198. Frosty The Snowman - Nat King Cole-1950 - 2:18
  • 199. Frosty The Snowman - The Ventures - 2:01
  • 200. I Wish You A Merry Christmas - Bing Crosby - 1:53
  • 201. It's A Small World - Disney Children's - 2:04
  • 202. It's The Most Wonderful Time Of The Year - Andy Williams - 2:32
  • 203. Jingle Bells - 1957 - Bobby Helms - 2:11
  • 204. Jingle Bells - Am Classical - 1:36
  • 205. Jingle Bells - Frank Sinatra - 2:05
  • 206. Jingle Bells - Jim Reeves - 1:47
  • 207. Jingle Bells - Les Paul - 1:36
  • 208. Jingle Bells - Original Lyrics - 2:30
  • 209. La Pandilla Navideña - A Belen Pastores - 2:24
  • 210. La Pandilla Navideña - Ángeles Y Querubines - 2:33
  • 211. La Pandilla Navideña - Anton - 2:54
  • 212. La Pandilla Navideña - Campanitas Navideñas - 2:50
  • 213. La Pandilla Navideña - Cantad Cantad - 2:39
  • 214. La Pandilla Navideña - Donde Será Pastores - 2:35
  • 215. La Pandilla Navideña - El Amor De Los Amores - 2:56
  • 216. La Pandilla Navideña - Ha Nacido Dios - 2:29
  • 217. La Pandilla Navideña - La Nanita Nana - 2:30
  • 218. La Pandilla Navideña - La Pandilla - 2:29
  • 219. La Pandilla Navideña - Pastores Venid - 2:20
  • 220. La Pandilla Navideña - Pedacito De Luna - 2:13
  • 221. La Pandilla Navideña - Salve Reina Y Madre - 2:05
  • 222. La Pandilla Navideña - Tutaina - 2:09
  • 223. La Pandilla Navideña - Vamos, Vamos Pastorcitos - 2:29
  • 224. La Pandilla Navideña - Venid, Venid, Venid - 2:15
  • 225. La Pandilla Navideña - Zagalillo - 2:16
  • 226. Let It Snow! Let It Snow! - Dean Martin - 1:55
  • 227. Let It Snow! Let It Snow! - Frank Sinatra - 2:35
  • 228. Los Peces En El Río - Los Niños Cantores de Navidad - 2:15
  • 229. Navidad - Himnos Adventistas - 35:35
  • 230. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 1 - 58:29
  • 231. Navidad - Instrumental Relajante - Villancicos - 2 - 2h00:43
  • 232. Navidad - Jazz Instrumental - Canciones Y Villancicos - 1h08:52
  • 233. Navidad - Piano Relajante Para Descansar - 1h00:00
  • 234. Noche De Paz - 3:40
  • 235. Rocking Around The Chirstmas - Mel & Kim - 3:32
  • 236. Rodolfo El Reno - Grupo Nueva América - Orquesta y Coros - 2:40
  • 237. Rudolph The Red-Nosed Reindeer - The Cadillacs - 2:18
  • 238. Santa Claus Is Comin To Town - Frank Sinatra Y Seal - 2:18
  • 239. Santa Claus Is Coming To Town - Coros De Niños - 1:19
  • 240. Santa Claus Is Coming To Town - Frank Sinatra - 2:36
  • 241. Sleigh Ride - Ferrante And Teicher - 2:16
  • 242. The First Noel - Am Classical - 2:18
  • 243. Walking In A Winter Wonderland - Dean Martin - 1:52
  • 244. We Wish You A Merry Christmas - Rajshri Kids - 2:07
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  • CON RELLENO

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  • SIN RELLENO

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  • ▪ Bungee Shade: H25-V56

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  • ▪ Moirai One: H34-V64

  • ▪ Rampart One: H31-V63

  • ▪ Rubik Burned: H29-V64

  • ▪ Rubik Doodle Shadow: H29-V65

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  • ▪ Ewert: H27-V62

  • ▪ Londrina Shadow: H41-V67

  • ▪ Londrina Sketch: H41-V67

  • ▪ Miltonian: H31-V67

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  • ▪ Rubik Vinyl: H29-V64

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    H
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    IMÁGENES PERSONALES

    Esta opción permite colocar de fondo, en cualquier sección de la página, imágenes de internet, empleando el link o url de la misma. Su manejo es sencillo y práctico.

    Ahora se puede elegir un fondo diferente para cada ventana del slide, del sidebar y del downbar, en la página de INICIO; y el sidebar y la publicación en el Salón de Lectura. A más de eso, el Body, Main e Info, incluido las secciones +Categoría y Listas.

    Cada vez que eliges dónde se coloca la imagen de fondo, la misma se guarda y se mantiene cuando regreses al blog. Así como el resto de las opciones que te ofrece el mismo, es independiente por estilo, y a su vez, por usuario.

    FUNCIONAMIENTO

  • Recuadro en blanco: Es donde se colocará la url o link de la imagen.

  • Aceptar Url: Permite aceptar la dirección de la imagen que colocas en el recuadro.

  • Borrar Url: Deja vacío el recuadro en blanco para que coloques otra url.

  • Quitar imagen: Permite eliminar la imagen colocada. Cuando eliminas una imagen y deseas colocarla en otra parte, simplemente la eliminas, y para que puedas usarla en otra sección, presionas nuevamente "Aceptar Url"; siempre y cuando el link siga en el recuadro blanco.

  • Guardar Imagen: Permite guardar la imagen, para emplearla posteriormente. La misma se almacena en el banco de imágenes para el Header.

  • Imágenes Guardadas: Abre la ventana que permite ver las imágenes que has guardado.

  • Forma 1 a 5: Esta opción permite colocar de cinco formas diferente las imágenes.

  • Bottom, Top, Left, Right, Center: Esta opción, en conjunto con la anterior, permite mover la imagen para que se vea desde la parte de abajo, de arriba, desde la izquierda, desde la derecha o centrarla. Si al activar alguna de estas opciones, la imagen desaparece, debes aceptar nuevamente la Url y elegir una de las 5 formas, para que vuelva a aparecer.


  • Una vez que has empleado una de las opciones arriba mencionadas, en la parte inferior aparecerán las secciones que puedes agregar de fondo la imagen.

    Cada vez que quieras cambiar de Forma, o emplear Bottom, Top, etc., debes seleccionar la opción y seleccionar nuevamente la sección que colocaste la imagen.

    Habiendo empleado el botón "Aceptar Url", das click en cualquier sección que desees, y a cuantas quieras, sin necesidad de volver a ingresar la misma url, y el cambio es instantáneo.

    Las ventanas (widget) del sidebar, desde la quinta a la décima, pueden ser vistas cambiando la sección de "Últimas Publicaciones" con la opción "De 5 en 5 con texto" (la encuentras en el PANEL/MINIATURAS/ESTILOS), reduciendo el slide y eliminando los títulos de las ventanas del sidebar.

    La sección INFO, es la ventana que se abre cuando das click en .

    La sección DOWNBAR, son los tres widgets que se encuentran en la parte última en la página de Inicio.

    La sección POST, es donde está situada la publicación.

    Si deseas eliminar la imagen del fondo de esa sección, da click en el botón "Quitar imagen", y sigues el mismo procedimiento. Con un solo click a ese botón, puedes ir eliminando la imagen de cada seccion que hayas colocado.

    Para guardar una imagen, simplemente das click en "Guardar Imagen", siempre y cuando hayas empleado el botón "Aceptar Url".

    Para colocar una imagen de las guardadas, presionas el botón "Imágenes Guardadas", das click en la imagen deseada, y por último, click en la sección o secciones a colocar la misma.

    Para eliminar una o las imágenes que quieras de las guardadas, te vas a "Mi Librería".
    MÁS COLORES

    Esta opción permite obtener más tonalidades de los colores, para cambiar los mismos a determinadas bloques de las secciones que conforman el blog.

    Con esta opción puedes cambiar, también, los colores en la sección "Mi Librería" y "Navega Directo 1", cada uno con sus colores propios. No es necesario activar el PANEL para estas dos secciones.

    Así como el resto de las opciones que te permite el blog, es independiente por "Estilo" y a su vez por "Usuario". A excepción de "Mi Librería" y "Navega Directo 1".

    FUNCIONAMIENTO

    En la parte izquierda de la ventana de "Más Colores" se encuentra el cuadro que muestra las tonalidades del color y la barra con los colores disponibles. En la parte superior del mismo, se encuentra "Código Hex", que es donde se verá el código del color que estás seleccionando. A mano derecha del mismo hay un cuadro, el cual te permite ingresar o copiar un código de color. Seguido está la "C", que permite aceptar ese código. Luego la "G", que permite guardar un color. Y por último, el caracter "►", el cual permite ver la ventana de las opciones para los "Colores Guardados".

    En la parte derecha se encuentran los bloques y qué partes de ese bloque permite cambiar el color; así como borrar el mismo.

    Cambiemos, por ejemplo, el color del body de esta página. Damos click en "Body", una opción aparece en la parte de abajo indicando qué puedes cambiar de ese bloque. En este caso da la opción de solo el "Fondo". Damos click en la misma, seguido elegimos, en la barra vertical de colores, el color deseado, y, en la ventana grande, desplazamos la ruedita a la intensidad o tonalidad de ese color. Haciendo esto, el body empieza a cambiar de color. Donde dice "Código Hex", se cambia por el código del color que seleccionas al desplazar la ruedita. El mismo procedimiento harás para el resto de los bloques y sus complementos.

    ELIMINAR EL COLOR CAMBIADO

    Para eliminar el nuevo color elegido y poder restablecer el original o el que tenía anteriormente, en la parte derecha de esta ventana te desplazas hacia abajo donde dice "Borrar Color" y das click en "Restablecer o Borrar Color". Eliges el bloque y el complemento a eliminar el color dado y mueves la ruedita, de la ventana izquierda, a cualquier posición. Mientras tengas elegida la opción de "Restablecer o Borrar Color", puedes eliminar el color dado de cualquier bloque.
    Cuando eliges "Restablecer o Borrar Color", aparece la opción "Dar Color". Cuando ya no quieras eliminar el color dado, eliges esta opción y puedes seguir dando color normalmente.

    ELIMINAR TODOS LOS CAMBIOS

    Para eliminar todos los cambios hechos, abres el PANEL, ESTILOS, Borrar Cambios, y buscas la opción "Borrar Más Colores". Se hace un refresco de pantalla y todo tendrá los colores anteriores o los originales.

    COPIAR UN COLOR

    Cuando eliges un color, por ejemplo para "Body", a mano derecha de la opción "Fondo" aparece el código de ese color. Para copiarlo, por ejemplo al "Post" en "Texto General Fondo", das click en ese código y el mismo aparece en el recuadro blanco que está en la parte superior izquierda de esta ventana. Para que el color sea aceptado, das click en la "C" y el recuadro blanco y la "C" se cambian por "No Copiar". Ahora sí, eliges "Post", luego das click en "Texto General Fondo" y desplazas la ruedita a cualquier posición. Puedes hacer el mismo procedimiento para copiarlo a cualquier bloque y complemento del mismo. Cuando ya no quieras copiar el color, das click en "No Copiar", y puedes seguir dando color normalmente.

    COLOR MANUAL

    Para dar un color que no sea de la barra de colores de esta opción, escribe el código del color, anteponiendo el "#", en el recuadro blanco que está sobre la barra de colores y presiona "C". Por ejemplo: #000000. Ahora sí, puedes elegir el bloque y su respectivo complemento a dar el color deseado. Para emplear el mismo color en otro bloque, simplemente elige el bloque y su complemento.

    GUARDAR COLORES

    Permite guardar hasta 21 colores. Pueden ser utilizados para activar la carga de los mismos de forma Ordenada o Aleatoria.

    El proceso es similiar al de copiar un color, solo que, en lugar de presionar la "C", presionas la "G".

    Para ver los colores que están guardados, da click en "►". Al hacerlo, la ventana de los "Bloques a cambiar color" se cambia por la ventana de "Banco de Colores", donde podrás ver los colores guardados y otras opciones. El signo "►" se cambia por "◄", el cual permite regresar a la ventana anterior.

    Si quieres seguir guardando más colores, o agregar a los que tienes guardado, debes desactivar, primero, todo lo que hayas activado previamente, en esta ventana, como es: Carga Aleatoria u Ordenada, Cargar Estilo Slide y Aplicar a todo el blog; y procedes a guardar otros colores.

    A manera de sugerencia, para ver los colores que desees guardar, puedes ir probando en la sección MAIN con la opción FONDO. Una vez que has guardado los colores necesarios, puedes borrar el color del MAIN. No afecta a los colores guardados.

    ACTIVAR LOS COLORES GUARDADOS

    Para activar los colores que has guardado, debes primero seleccionar el bloque y su complemento. Si no se sigue ese proceso, no funcionará. Una vez hecho esto, das click en "►", y eliges si quieres que cargue "Ordenado, Aleatorio, Ordenado Incluido Cabecera y Aleatorio Incluido Cabecera".

    Funciona solo para un complemento de cada bloque. A excepción del Slide, Sidebar y Downbar, que cada uno tiene la opción de que cambie el color en todos los widgets, o que cada uno tenga un color diferente.

    Cargar Estilo Slide. Permite hacer un slide de los colores guardados con la selección hecha. Cuando lo activas, automáticamente cambia de color cada cierto tiempo. No es necesario reiniciar la página. Esta opción se graba.
    Si has seleccionado "Aplicar a todo el Blog", puedes activar y desactivar esta opción en cualquier momento y en cualquier sección del blog.
    Si quieres cambiar el bloque con su respectivo complemento, sin desactivar "Estilo Slide", haces la selección y vuelves a marcar si es aleatorio u ordenado (con o sin cabecera). Por cada cambio de bloque, es el mismo proceso.
    Cuando desactivas esta opción, el bloque mantiene el color con que se quedó.

    No Cargar Estilo Slide. Desactiva la opción anterior.

    Cuando eliges "Carga Ordenada", cada vez que entres a esa página, el bloque y el complemento que elegiste tomará el color según el orden que se muestra en "Colores Guardados". Si eliges "Carga Ordenada Incluido Cabecera", es igual que "Carga Ordenada", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia. Si eliges "Carga Aleatoria", el color que toma será cualquiera, y habrá veces que se repita el mismo. Si eliges "Carga Aleatoria Incluido Cabecera", es igual que "Aleatorio", solo que se agrega el Header o Cabecera, con el mismo color, con un grado bajo de transparencia.

    Puedes desactivar la Carga Ordenada o Aleatoria dando click en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria".

    Si quieres un nuevo grupo de colores, das click primero en "Desactivar Carga Ordenada o Aleatoria", luego eliminas los actuales dando click en "Eliminar Colores Guardados" y por último seleccionas el nuevo set de colores.

    Aplicar a todo el Blog. Tienes la opción de aplicar lo anterior para que se cargue en todo el blog. Esta opción funciona solo con los bloques "Body, Main, Header, Menú" y "Panel y Otros".
    Para activar esta opción, debes primero seleccionar el bloque y su complemento deseado, luego seleccionas si la carga es aleatoria, ordenada, con o sin cabecera, y procedes a dar click en esta opción.
    Cuando se activa esta opción, los colores guardados aparecerán en las otras secciones del blog, y puede ser desactivado desde cualquiera de ellas. Cuando desactivas esta opción en otra sección, los colores guardados desaparecen cuando reinicias la página, y la página desde donde activaste la opción, mantiene el efecto.
    Si has seleccionado, previamente, colores en alguna sección del blog, por ejemplo en INICIO, y activas esta opción en otra sección, por ejemplo NAVEGA DIRECTO 1, INICIO tomará los colores de NAVEGA DIRECTO 1, que se verán también en todo el blog, y cuando la desactivas, en cualquier sección del blog, INICIO retomará los colores que tenía previamente.
    Cuando seleccionas la sección del "Menú", al aplicar para todo el blog, cada sección del submenú tomará un color diferente, según la cantidad de colores elegidos.

    No plicar a todo el Blog. Desactiva la opción anterior.

    Tiempo a cambiar el color. Permite cambiar los segundos que transcurren entre cada color, si has aplicado "Cargar Estilo Slide". El tiempo estándar es el T3. A la derecha de esta opción indica el tiempo a transcurrir. Esta opción se graba.

    SETS PREDEFINIDOS DE COLORES

    Se encuentra en la sección "Banco de Colores", casi en la parte última, y permite elegir entre cuatro sets de colores predefinidos. Sirven para ser empleados en "Cargar Estilo Slide".
    Para emplear cualquiera de ellos, debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; luego das click en el Set deseado, y sigues el proceso explicado anteriormente para activar los "Colores Guardados".
    Cuando seleccionas alguno de los "Sets predefinidos", los colores que contienen se mostrarán en la sección "Colores Guardados".

    SETS PERSONAL DE COLORES

    Se encuentra seguido de "Sets predefinidos de Colores", y permite guardar cuatro sets de colores personales.
    Para guardar en estos sets, los colores deben estar en "Colores Guardados". De esa forma, puedes armar tus colores, o copiar cualquiera de los "Sets predefinidos de Colores", o si te gusta algún set de otra sección del blog y tienes aplicado "Aplicar a todo el Blog".
    Para usar uno de los "Sets Personales", debes primero, tener vacío "Colores Guardados"; y luego das click en "Usar". Cuando aplicas "Usar", el set de colores aparece en "Colores Guardados", y se almacenan en el mismo. Cuando entras nuevamente al blog, a esa sección, el set de colores permanece.
    Cada sección del blog tiene sus propios cuatro "Sets personal de colores", cada uno independiente del restoi.

    Tip

    Si vas a emplear esta método y quieres que se vea en toda la página, debes primero dar transparencia a todos los bloques de la sección del blog, y de ahí aplicas la opción al bloque BODY y su complemento FONDO.

    Nota

    - No puedes seguir guardando más colores o eliminarlos mientras esté activo la "Carga Ordenada o Aleatoria".
    - Cuando activas la "Carga Aleatoria" habiendo elegido primero una de las siguientes opciones: Sidebar (Fondo los 10 Widgets), Downbar (Fondo los 3 Widgets), Slide (Fondo de las 4 imágenes) o Sidebar en el Salón de Lectura (Fondo los 7 Widgets), los colores serán diferentes para cada widget.

    OBSERVACIONES

    - En "Navega Directo + Panel", lo que es la publicación, sólo funciona el fondo y el texto de la publicación.

    - En "Navega Directo + Panel", el sidebar vendría a ser el Widget 7.

    - Estos colores están por encima de los colores normales que encuentras en el "Panel', pero no de los "Predefinidos".

    - Cada sección del blog es independiente. Lo que se guarda en Inicio, es solo para Inicio. Y así con las otras secciones.

    - No permite copiar de un estilo o usuario a otro.

    - El color de la ventana donde escribes las NOTAS, no se cambia con este método.

    - Cuando borras el color dado a la sección "Menú" las opciones "Texto indicador Sección" y "Fondo indicador Sección", el código que está a la derecha no se elimina, sino que se cambia por el original de cada uno.
    3 2 1 E 1 2 3
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    Para guardar, elige dónde, y seguido da click en la o las imágenes deseadas.
    Para dar Zoom o Fijar,
    selecciona la opción y luego la imagen.
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    Slide 1     Slide 2     Slide 3




















    Header

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    H

    OPCIONES GENERALES
    ● Activar Slide 1
    ● Activar Slide 2
    ● Activar Slide 3
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    ● Ampliar o Reducir el Blog
  • Ancho igual a 1088
  • Ancho igual a 1152
  • Ancho igual a 1176
  • Ancho igual a 1280
  • Ancho igual a 1360
  • Ancho igual a 1366
  • Ancho igual a 1440
  • Ancho igual a 1600
  • Ancho igual a 1680
  • Normal 1024
  • ------------MANUAL-----------
  • + -

  • Transición (aprox.)

  • T 1 (1.6 seg)


    T 2 (3.3 seg)


    T 3 (4.9 seg)


    T 4 (s) (6.6 seg)


    T 5 (8.3 seg)


    T 6 (9.9 seg)


    T 7 (11.4 seg)


    T 8 13.3 seg)


    T 9 (15.0 seg)


    T 10 (20 seg)


    T 11 (30 seg)


    T 12 (40 seg)


    T 13 (50 seg)


    T 14 (60 seg)


    T 15 (90 seg)


    ---------- C A T E G O R I A S ----------

    ----------------- GENERAL -------------------


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    Widget 7














































































































    CARNE (Philip Joseph Farmer)

    Publicado en enero 15, 2012

    Diseño portada: Enrique Torres
    Título original: Flesh
    © 1960 by Galaxy Publishing Corp.
    Traducción de Genoveva Madoz
    © EDICIONES DRONTE ARGENTINA S.R.L.
    1976 - Bermúdez 739 - Bs. As. - Argentina
    Impreso en la Argentina
    Hecho el depósito que marca la Ley 11.723



    PRELUDIO


    La multitud que se agolpaba frente a la Casa Blanca era tan ruidosa como lo han sido siempre todas las multitudes. Se echaba de menos un peculiar tono agudo entre aquellos múltiples sonidos, porque los niños se habían quedado en casa al cuidado de sus hermanos y hermanas mayores todavía impúberes. No resultaba adecuado que vieran lo que iba a suceder aquella noche. Aquella noche iba a realizarse uno de los más sagrados ritos de la Gran Madre Blanca. Los pequeños no lo entenderían.



    Al principio, pero de eso hacía ya varios siglos (corría el año 2860, Viejo Estilo), habían llevado a los niños para que asistieran y muchos de ellos murieron en medio de aquel frenesí. Fueron literalmente despedazados.

    Ya era suficientemente malo para los adultos. Siempre había mujeres que eran horriblemente apaleadas y algunas encontraban allí la muerte. Y siempre había hombres que eran asaltados por una multitud de mujeres provistas de largas uñas y afilados dientes, que les arrancaban de cuajo aquello que hace a los hombres hombres, y que después corrían gritando por las calles a depositar sus trofeos en el altar de la Gran Madre Blanca.

    Al día siguiente, desde luego, los agresores serían reprendidos. Pero sabían que lo peor que les iba a pasar es que les dijeran unas duras palabras. Después de todo, lo que habían hecho no era más que el resultado de un exceso de celo religioso.

    Y, además, las víctimas tenían muy poco de qué quejarse. Serían quemadas en un altar. Se dirían oraciones por su alma y se les harían sacrificios para que sus espíritus pudieran beber la sangre.

    La multitud se iba apaciguando a medida que moría la noche y los representantes de las grandes hermandades iban formando filas en la Pennsylvania Avenue. Estalló una violenta disputa entre el jefe de la hermandad de los Alces y el jefe de la de los Antas. Ambos sostenían que era su hermandad la que debía encabezar la parada: ¿Acaso no estaban compuestas ambas de hombres astados? ¿Y no era ese año el Héroe Solar un astado?

    El organizador de los ritos eran John Granodecebada. Intentó poner fin a la disputa. Pero como era habitual, estaba demasiado borracho a esas horas de la noche como para hablar con claridad. Lo único que logró fue enfurecer mucho más a ambos jefes, cosa por otra parte en extremo fácil de lograr, ya que ellos mismos estaban ya algo más que un poco bebidos. Llegaron incluso a poner las manos en los mangos de sus navajas.

    Afortunadamente, un destacamento de la Guardia de Honor de la Casa Blanca dejó su puesto para acabar con el incidente. Aquellas jóvenes de elevada estatura salieron del vestíbulo, donde se encontraban, con sus elevados cascos de forma cónica que brillaban a la luz de las antorchas, su largo cabello cayéndoles sobre la espalda y sus blancas ropas resplandecientes como inmaculada virginidad. Llevaban el arco en una mano y una flecha en la otra. A diferencia del resto de las vírgenes de la ciudad de Washington, llevaban al descubierto uno solo de sus senos, el izquierdo. La ropa les ocultaba el otro... o, mejor dicho, la falta del otro. Tradicionalmente, una joven que llegaba a convertirse en arquero de la Casa Blanca permitía gustosa que le amputaran su seno derecho para que no fuera un obstáculo al disparar el arco. Su falta no constituía una desventaja para encontrar marido cuando abandonaban el cuerpo. Aquella noche, cuando el Héroe Solar plantase en ellas la semilla de la divinidad, podrían elegir marido. Un hombre cuya mujer hubiera sido Guardia de Honor podía sentirse orgulloso de ello.

    La capitana de la Guardia de Honor preguntó ásperamente el motivo de aquel jaleo. Tras escuchar a ambos jefes, dijo:

    —Esta es la primera vez que todo está mal preparado. ¡Creo que estamos necesitando un nuevo John Granodecebada!

    Señaló con la flecha que sostenía en la mano al jefe de la hermandad de los Alces.

    —Tú irás al frente de la parada. Y tú y tus hermanos tendréis el honor de conducir al Héroe Solar.

    El jefe de la hermandad de los Antas era un hombre valiente, o un loco, porque protestó.

    —¡Estuve bebiendo anoche con Granodecebada y me dijo que los Antas tendríamos ese honor! ¡Exijo saber por qué los Alces han sido elegidos en vez de nosotros!

    La capitana le miró fríamente, y después ajustó la muesca de su flecha en la cuerda del arco. Pero estaba suficientemente bien educada políticamente como para disparar contra uno de los miembros más poderosos del gremio de los Moose.

    —Granodecebada debió de estar poseído por otros espíritus en vez de por la Divinidad —dijo—. Estaba decidido desde hacía tiempo que serían los Alces los que escoltarían al Héroe Solar hasta el Capitolio. ¿Acaso no es el Héroe Solar un ciervo? ¿Acaso no se llama Stagg*? Tu sabes que un Alce macho es un ciervo, y que, en cambio, el Anta macho es un toro.
    —Eso es verdad —dijo el jefe Anta, que había palidecido en el momento en que vio la flecha acoplarse al arco—. No debí haber escuchado a John Granodecebada. Pero nos tocaba el turno a los Antas. El año pasado fueron los Leones y el anterior, los Corderos. Nosotros deberíamos haber sido los siguientes.
    —Y así hubiera sido... de no haber sucedido eso.

    Señaló tras él, hacia la Pennsylvania Avenue. El Anta se volvió a mirar. La calle partía de la Casa Blanca y acababa bruscamente, tras seis manzanas de casas, en un estadio de béisbol en forma de torre. Pero, asomando por encima de él, se veía la brillante silueta de una nave, algo que nadie había visto desde hacía setecientos sesenta años. Hacía un mes que había llegado, rugiendo y relampagueando, desde los cielos de Noviembre y se había establecido en pleno campo de béisbol.

    —Tienes razón —dijo el jefe Anta—. Nunca antes había descendido el Héroe Solar hasta nosotros desde los cielos, enviado por la propia Gran Madre Blanca. Y, ciertamente, dejó bien claro a qué hermandad le concedía el honor de incluirse entre sus hermanos cuando le llamó Stagg.

    Se fue para encabezar la marcha de sus hombres, justo a tiempo.

    Sonó un grito, procedente del Capitolio, situado a seis manzanas de la Casa Blanca. El grito tuvo la virtud de enmudecer a la multitud; la paralizó e hizo que los hombres palidecieran. Las mujeres abrieron los ojos, pero al contrario que ellos parecían impacientes, espectantes. Algunas cayeron al suelo, retorciéndose. Sonó otro grito, pero esta vez procedía de las gargantas de un buen número de mujeres jóvenes que descendían por las escaleras del Congreso.

    Eran sacerdotisas, recientemente graduadas en el divino Colegio de Vassar. Llevaban altos sombreros cónicos negros, de alas estrechas y su cabello, suelto, les llegaba hasta las caderas; sus senos estaban desnudos como los de las demás vírgenes; pero aún debían servir durante cinco años más antes de que pudieran pasar a la situación de matronas. La semilla del Héroe Solar no sería para ellas aquella noche; su participación quedaba limitada a ser la iniciación de las ceremonias. Llevaban unas resplandecientes faldas acampanadas y, bajo ellas, muchas enaguas; algunas llevaban serpientes cascabel vivas ceñidas a la cintura, las demás mortíferas culebras sobre sus hombros; en las manos sostenían látigos de diez puntas hechos de piel de serpiente, y con ellos azotaban a la multitud para evitar que se les acercaran demasiado.

    Los tambores comenzaron a sonar; una trompeta destacó sobre los tambores; los címbalos atronaron; las trompetas aullaron.

    Gritando y con los ojos enloquecidos, las jóvenes sacerdotisas corrieron por la Pennsylvania Avenue, abriéndose camino con sus látigos. Enseguida llegaron a la puerta del patio que rodea la Casa Blanca. Hubo un breve simulacro de lucha cuando la Guardia de Honor hizo como si resistiera la invasión. Sin embargo, aquello no era tan inocente, porque tanto las arqueras como las sacerdotisas tenían una bien merecida reputación de pequeñas zorras viciosas. Hubo algunos tirones de pelo, arañazos y retorcimiento de pechos, pero la sacerdotisa de más edad aplicó su látigo sobre las desnudas espaldas de las más entusiastas. Aullando, las jóvenes se fueron retirando y recordando lo que las había llevado allí.

    Extrajeron de sus cinturones pequeñas hoces doradas, y las blandieron con un aire amenazador, pero, al mismo tiempo, obviamente ritual. Súbitamente, como si hubiera ensayado una dramática entrada en escena —y, efectivamente, lo había hecho—John Granodecebada apareció en la entrada de la Casa Blanca. En una mano llevaba una botella de whisky semi vacía. No había la menor duda de adonde había ido la parte de su contenido que faltaba. Se inclinó hacia delante y hacia atrás mientras buscaba a tientas la cuerda que pendía de su cuello, hasta lograr dar finalmente con el silbato anudado a su extremo. Después se colocó el silbato en la boca y pitó de una forma estridente.

    Inmediatamente después brotó un aullido procedente de la calle donde se habían reunido los Alces.

    Una buena cantidad de ellos se abrió paso entre la Guardia y corrieron al interior del porche. Aquellos hombres llevaban gorros de piel de gamuza con pequeños cuernos a ambos lados, capas de piel de gamuza y cinturones de los que pendían rabos también de gamuza. Sus calzones tenían protuberancias en formas fálicas. No corrían ni andaban; en realidad hacían cabriolas sobre la punta de sus pies, como bailarines de ballet, imitando la forma de marchar de los ciervos. Amenazaron a las sacerdotisas; las sacerdotisas se mostraron temblorosas como si les tuvieran miedo y se apartaron a un lado para permitir la entrada de los Alces en la Casa Blanca.

    Una vez allí, en el gran salón de recepción, John Granodecebada hizo sonar de nuevo su silbato y colocó a cada uno en el puesto que le correspondía según su rango en el gremio. Después comenzó a subir, tambaleante, por las escaleras de caracol que conducían al segundo piso.

    Desafortunadamente, perdió el equilibrio y cayó oprobiosamente en los brazos del jefe Alce.

    El jefe tomó a Granodecebada y lo empujó a un lado. En circunstancias ordinarias no hubiera tratado de una forma tan brusca al portavoz de la Casa, pero saber que aquel hombre había caído en desgracia le hizo envalentonarse. Granodecebada se tambaleó, perdió el equilibrio y, finalmente, cayó por un borde de la escalera, yendo a dar de cabeza contra el suelo de mármol del salón de recepción. Allí quedó inmóvil, con el cuello colocado en un extraño ángulo. Una joven sacerdotisa se dirigió hacia él, le tomó el pulso, contempló sus ojos vidriosos y luego extrajo de su cintura la pequeña hoz de oro.

    En aquel instante, un látigo le cruzó sus desnudos hombros y el pecho, dejando una línea marcada dé la que brotó sangre.

    —¿Qué es lo que pretendes hacer? —le gritó la sacerdotisa de más edad.

    La joven se agachó, apartando la cabeza, pero no hizo ademán alguno con sus manos para protegerse del látigo.

    —Estaba ejerciendo mi derecho —sollozó—. El Gran John Granodecebada está muerto. Yo soy una encarnación de la Gran Madre Blanca; iba a segarle el vientre.
    —Yo no te detendría —repuso la sacerdotisa de mayor edad—. Estarías en tu derecho de castrarle... si no fuera por una cosa. El ha muerto por accidente, no durante los ritos de Plantación. Tú lo sabes.
    —Columbia, perdóname —sollozó la sacerdotisa—. No pude contenerme. Es el ambiente de esta noche; la encarnación del Hijo, el coronamiento del Rey Astado, la desfloración de las mascotas.

    En el rostro inflexible de la sacerdotisa de mayor edad se dibujó una sonrisa.

    —Estoy segura de que Columbia te perdonará. Después de todo, hay algo en el aire esta noche que nos enloquece. Es la divina presencia de la Gran Madre Blanca, bajo su aspecto de Virginia, la novia del Héroe Solar y el gran Ciervo. Yo lo siento también, y...

    En aquel momento se oyó un bramido. Las dos mujeres levantaron la vista. En las escaleras se había concentrado una multitud de Alces y sobre sus hombros y sus manos llevaban al Héroe Solar.

    El Héroe Solar era un hombre desnudo magníficamente constituido en todos los aspectos. Aunque iba sentado sobre los hombros de dos Alces se veía claramente que era muy alto. Su cara, con los arcos supraorbitales prominentes, nariz larga y ganchuda y fuerte barbilla, podía haber sido la de un bien parecido campeón de pesos pesados. Pero en aquel momento todo lo que podía evocar cosas como «belleza» o «fealdad» había desaparecido de su rostro. Tenía un aspecto que solo podía ser descrito como de «poseído». Era éste exactamente el término que cualquiera en la ciudad de Washington de la nación de Deecee habría utilizado. Su largo pelo, entre rojizo y dorado, le caía sobre los hombros. Por encima de la ensortijada masa de su cabello, justo encima de la frente, asomaban un par de astas.

    No eran cuernos artificiales como los que llevaban los Alces. Los del Héroe eran órganos vivos.

    No se trataba de una cornamenta enorme. Debían sobresalir unos treinta centímetros por encima de la cabeza, y entre los extremos de ambos deberían haber unos cincuenta. Estaban cubiertos con una piel lustrosa de un tono pálido, surcada de venas azules. En la base de ambos una gran arteria palpitaba al ritmo del corazón del Héroe Solar. Resultaba obvio que habían sido insertados muy recientemente en la cabeza del hombre, porque había restos de sangre seca en la base.

    La cara de aquel hombre de los cuernos hubiera destacado inmediatamente entre la multitud. Los rostros de los Alces estaban bien individualizados, pero todos ellos poseían los rasgos propios de su era y podía describirse como de aspecto cervino. Triangulares, con grandes ojos oscuros y largas pestañas, altos pómulos, bocas pequeñas pero carnosas, y barbillas afiladas, estaban fundidos en el molde de su tiempo. Pero cualquier observador podría darse cuenta a primera vista de que aquel hombre que iba a hombros de los cervinos, aquel hombre con el rostro vaciado de inteligencia, pertenecía a una era anterior. Cualquier estudioso que, contemplando un retrato, pudiera decir «pertenece al mundo antiguo», o «este hombre ha nacido durante el Renacimiento», o «ese hombre vivió en la edad industrial», ante este rostro hubiera dicho: «Este hombre nació cuando la Tierra bullía de humanidad. Recuerda vagamente a los insectos. Sin embargo, existe una diferencia. Tiene también el aspecto del originario de esos tiempos, el hombre que intentaba ser un, individuo entre los insectos».

    Descendieron las escaleras hacia el gran porche de la Casa Blanca.

    Cuando apareció en la calle, la multitud profirió un tremendo aullido que parecía proceder de la garganta de un gigante. Los tambores tronaban, las trompas sonaban como la de Gabriel, las trompetas chillaban. Las sacerdotisas, en el porche, blandían las hoces contra los hombres vestidos de ciervos, pero no cortaban, salvo por accidente. Los Alces empujaban a las sacerdotisas, que perdían el equilibrio y llegaban a caer de espaldas. Y allí permanecían, con las piernas al aire, gritando y retorciéndose.

    Sacaron al hombre astado por las puertas de hierro y le llevaron por el medio de la Pennsylvania Avenue. Iba sentado a lomos de un ciervo de enloquecidos ojos negros. El ciervo intentaba encabritarse; pero los hombres lo sujetaban por los cuernos y por el largo pelaje de sus flancos, impidiéndole echar a correr calle abajo. El hombre que montaba al animal se cogía a sus cuernos para no ser arrojado. Su espalda se hallaba encorvada. Los músculos se le marcaban fuertemente en los brazos mientras intentaba mantener erguido el cuello del animal. El ciervo bramaba y el blanco de sus ojos brillaba a la luz de las antorchas. Súbitamente, cuando parecía que su cuello iba a romperse ante la fuerza de los brazos del hombre, cesó de oponer resistencia y se puso a temblar. Babeaba y sus ojos, todavía desencajados, decían a las claras que estaba asustado. Su actitud demostraba que reconocía en el jinete a su amo.

    Los Alces formaban en filas de doce tras el ciervo y su jinete. Detrás de ellos iba una banda de músicos, perteneciente también a la hermandad de los Alces. Y detrás, la hermandad de los Antas y sus músicos. Después iba un grupo de Leones, con cráneos de pantera a modo de cascos y capas de piel del mismo animal, con las largas colas arrastrando por el cemento. Sujeto con cuerdas llevaban un globo que sobresalía cuatro metros sobre sus cabezas. Tenía la forma de una larga salchicha y una abultada nariz redonda. Debajo colgaban dos góndolas redondas, en cada una de las cuales iban sentadas mujeres embarazadas que arrojaban flores y arroz sobre la multitud que llenaba la calle. A continuación iban los representantes de la hermandad de los Gallos llevando su tótem: una elevada pértiga al final de la cual había una enorme cabeza de gallo con una cresta roja y elevada y un largo pico lleno de bultos.

    Tras éstos, los jefes de otras hermandades de la nación: las de los Elefantas, los Mulos, los Conejos, las Truchas, las Cabras y muchas otras. A continuación, las representantes de las grandes hermandades de mujeres: las Gamas Salvajes, las Abejas Reina, las Gatas Montesas, las Leonas y todas las demás.

    El Héroe Solar no prestaba atención a los que venían tras él. Miraba al frente, a lo que había en la calle. A ambos lados se agolpaban multitudes, que, evidentemente, no se agrupaban al azar. Estaban organizadas en infinitos rangos. En primera fila estaban las muchachas jóvenes, entre catorce y dieciocho años. Llevaban blusas de cuello alto y largas mangas, abiertas por delante de forma que dejaban los senos al descubierto. Sus piernas estaban ocultas por faldas blancas acampanadas, bajo las cuales llevaban infinidad de enaguas, y en los pies, cuyas uñas iban pintadas de rojo, llevaban sandalias blancas. Sus largos cabellos estaban sueltos y les llegaban hasta las caderas. Cada una llevaba en la mano derecha un ramo de rosas blancas. Tenían los ojos muy abiertos y se mostraban anhelantes; gritaban, una y otra vez, , ¡Héroe Solar! ¡Rey astado! ¡Ciervo poderoso! ¡Gran Hijo y Amante!

    Detrás estaban las matronas que parecían sus madres a juzgar por los consejos que les daban. Estas llevaban blusas de cuello alto y largas mangas también, pero tenían el pecho cubierto. Las faldas carecían de las enaguas que les daban la forma acampanada; caían rectas hasta el suelo excepto por delante, donde se habían puesto unos polizones para darles la apariencia de estar embarazadas. Tenían el cabello recogido en un moño con lazos del que colgaban rosas rojas, una por cada hijo que habían tenido.

    Tras las matronas se encontraban los padres, cada uno vestido con las ropas de su hermandad correspondiente y llevando en una mano el tótem de aquella. En la otra llevaban una botella, de la que bebían frecuentemente y que pasaban a veces a su mujer.

    Todos ellos gritaban y aullaban y empujaban hacia delante como si quisieran invadir la calzada, cosa que no llegarían a hacer porque sabían que debían dejar vía libre a la parada. Las Guardias de Honor y las graduadas en Vassar marchaban precipitadamente al frente del ciervo y su jinete. La Guardia golpeaba con sus flechas a los que se atrevían a cruzar una línea blanca marcada en el bordillo de la acera, y las sacerdotisas les azotaban con sus látigos. Las vírgenes de primera fila no gritaban ni se horrorizaban a la vista de su sangre; mas bien parecía que les gustase.

    Se produjo un súbito silencio. Tambores, trompas y flautas cesaron de sonar.

    Enseguida pudo verse la razón de aquella interrupción. De la Casa Blanca salieron unas doncellas llevando a hombros una silla en la que yacía el cuerpo de John Granodecebada. Las doncellas vestían los atuendos de su hermandad: largas vestiduras de un verde pálido que parecían las hojas del trigo y, sobre sus cabezas, altas coronas amarillas que recordaban la forma de las espigas. Pertenecían a la hermandad del Trigo y transportaban al único miembro masculino de la hermandad. Estaba muerto, pero la multitud no pareció darse cuenta de ello, pues estallaron en carcajadas cuando vieron el cuerpo. No era la primera vez que aparecía así en público, y nadie, excepto las doncellas del Trigo, notó la diferencia. Ocuparon el lugar que tenían asignado en la procesión junto a la Guardia y las sacerdotisas, justo delante del Héroe Solar.

    Los tambores sonaron de nuevo; las trompetas gritaron, las flautas lanzaron sus agudas notas, los hombres aullaron, las mujeres gritaron.

    Y el ciervo siguió su camino con su jinete.

    Había que impedir constantemente al hombre que lo montaba que se bajase y se lanzara sobre las adolescentes alineadas en el borde de la acera. Estas le gritaban cosas que hubieran ruborizado a un marinero, y las respuestas del Héroe no se quedaban atrás. Su cara, de la que había desaparecido todo rasgo de inteligencia desde que descendiera las escaleras, estaba ahora animada por un espíritu que podía ser definido únicamente como demoníaco. Pugnaba por apearse del animal. Cuando lo conseguía, los Alces volvían a montarlo de nuevo. Entonces él los golpeaba con los puños hasta hacerlos caer de espaldas, con las narices rotas y sangrantes, y una vez en el suelo eran pisoteados por la multitud. Pero otros tomaban su lugar y agarraban al Héroe Solar.

    —¡Sigue montado, Gran Ciervo! —le gritaban—. ¡Espera a que lleguemos a las cúpulas! ¡Allí te soltaremos y podrás hacer lo que deseas! ¡Allí espera la Gran Sacerdotisa Virginia, bajo el aspecto de Gran Madre Blanca doncella! ¡Y allí aguardan también las mascotas más bellas de Washington, tiernas doncellas, embebidas por la divina presencia de Columbia y de América, su hermana! ¡Esperan ser colmadas con la divina semilla del Hijo!

    El hombre astado parecía no escucharlos o no entenderlos, lo cual en parte podía ser explicado por el hecho de que su lenguaje, aunque también americano, era una variante del de ellos, y en parte también por lo que le poseía, que le hacía insensible a todo lo que no fueran los gritos y la sangre.

    Aunque los que participaban en el desfile hacían esfuerzos por mantener un paso lento, no pudieron evitar acelerarlo cuando se aproximaron a su destino. Quizá los insultos y las amenazas que les gritaban las jóvenes, en el sentido de que los despedazarían si no se apresuraban, influyeran en ello. Los látigos y las flechas hicieron brotar más sangre, pero las jóvenes continuaban pugnando por acercarse e, incluso, una vez una de ellas dio un fantástico salto en el aire y cayó sobre una sacerdotisa. Se levantó y saltó de nuevo sobre las espaldas de un Alce. Pero perdió el pie y cayó de cabeza en medio del grupo. Allí el trato que recibió fue más bien salvaje; los hombres le quitaron la ropa y la pellizcaron y la arañaron por todas partes hasta hacerle brotar la sangre. Un hombre intentó anticiparse al Héroe Solar, pero los demás impidieron que cometiera tal blasfemia: le golpearon en la cabeza y llevaron a la joven de nuevo a la fila.

    —¡Espera tu turno, dulzura! —le gritaron. Se echaron a reír y uno le dijo—: ¡Si el Gran Ciervo no te basta, los cervatillos nos ocuparemos de ti después, nena!

    Mientras esto sucedía, la procesión se había detenido a los pies de la escalera del edificio del Capitolio. Aquí se produjo una momentánea confusión, mientras las Guardias y las sacerdotisas intentaban contener a las doncellas. Los Alces bajaron al Héroe Solar del ciervo y comenzaron a subirle por las escaleras.

    —¡Espera un minuto, Gran Ciervo! —decían—. Espera a que subamos las escaleras. ¡Después te soltaremos!

    El Héroe Solar les miraba enfurecido, pero les dejó hacer. Miró la estatua de la Gran Madre Blanca que había en lo alto de las escaleras, en la entrada al edificio. Labrada en mármol, era la imagen de una mujer de cinco metros de alto, con anos enormes senos, que amamantaba a su hijo. Con los pies aplastaba un dragón barbado.

    La multitud comenzó a gritar: «¡Virginia! ¡Virginia!»

    La gran sacerdotisa de Washington salió de las sombras entre las grandes columnas del inmenso porche que recorría el Capitolio.

    La luz de las antorchas arrancó blancos destellos de su larga falda y de sus hombros y senos desnudos. Oscureció sus cabellos color de miel que le caían por la espalda. Oscureció su boca, que a la luz del día era roja como una herida. Oscureció sus ojos, que con el sol eran de un azul profundo.

    El Héroe Solar bramaba como un ciervo en época de celo que ha olfateado una hembra. Entonces gritó:

    —¡Virginia! ¡Ya no podrás apartarme de ti! ¡Nada podrá detenerme ahora!

    La oscura boca se abrió y los dientes brillaron de blancura a la luz de las antorchas. Un brazo blanco, largo y delgado se tendió hacia él, que se libró de las manos que le sujetaban y corrió escaleras arriba. El solo se daba cuenta de que los tambores, las trompetas y las flautas tras él iban subiendo el tono y que la muchedumbre de jóvenes gritaba cada vez más fuerte, hasta llegar a su punto álgido. Apenas se daba cuenta de ello... pero no era consciente en absoluto de que su cuerpo de guardia luchaba por defender su vida de las largas y agudas uñas de las vírgenes. Ni vio que mezclados con los cuerpos caídos de los hombres estaban las faldas y las blusas blancas de las jóvenes.

    Solo una cosa le hizo detenerse por un segundo. Fue la súbita aparición de una joven encerrada en una jaula de hierro que estaba colocada en la base de la estatua de la Gran Madre. Era una mujer joven también, pero vestida de forma diferente a las demás. Llevaba un sombrero picudo, como el de un jugador de béisbol, una amplia camisa con algunos signos que no se veían muy bien, unos amplios pantalones, calcetines finos y zapatos planos. Sobre la jaula había un letrero:

    MASCOTA
    Capturada en una incursión en Caseyland


    La joven le dirigió una aterrorizada mirada, después se cubrió los ojos con las manos y le volvió la espalda.

    La expresión de asombro desapareció de su cara y corrió hacia la gran sacerdotisa. Estaba frente a él, con los brazos extendidos, como si le estuviera bendiciendo. Pero su espalda encorvada y la posición de sus caderas dejaban bien claro que su larga espera había finalizado. Ella no resistiría.

    Lanzó un gruñido tan profundo que parecía proceder de las raíces de su espina dorsal. Le agarró la ropa y se la quitó.

    Tras él, la multitud de gargantas prorrumpieron en aullidos enloquecedores y bruscamente, rodeado de carne, desapareció de la vista de las madres y los padres agolpados al pie de las escaleras.


    I


    La nave espacial giraba velozmente en torno a la Tierra.



    Giraba donde acaba la atmósfera y comienza el espacio, del polo norte al polo sur, una y otra vez.

    Finalmente, el capitán Peter Stagg apartó la vista de la pantalla.

    —La Tierra ha cambiado mucho, desde que estuvimos aquí hace 800 años. ¿Cómo interpretas lo que estás viendo?

    El doctor Calthorp se rascó su larga y blanca barba y después giró un mando del panel que había junto a la pantalla. Bruscamente, los campos, los ríos y los bosques se dilataron y desaparecieron de la vista. Ahora el amplificador mostraba una ciudad que se extendía a ambos lados de un río, presumiblemente el Potomac. La ciudad tenía unos cincuenta kilómetros cuadrados de extensión, y podía apreciarse en la pantalla con el mismo detalle que si la nave estuviera a cien metros sobre ella.

    —¿Cómo interpreto lo que veo? —repitió Calthrop—. Me temo que tus apreciaciones iban a ser tan buenas como las mías. En mi calidad de antropólogo más viejo de la Tierra debería ser capaz de llevar a cabo un completo análisis de los datos presentes... quizá, incluso, de explicar cómo han llegado a producirse algunas de esas cosas. Pero no puedo. Ni tan siquiera estoy seguro de que eso sea Washington. Si lo es, ha sido reconstruida sin tener demasiado en cuenta la vieja ciudad. No lo sé; ni tú tampoco. De modo que ¿por qué no bajamos y echamos una mirada?
    —No tenemos muchas más alternativas —dijo Peter Stagg—. Nos hemos quedado casi sin combustible.

    De pronto, se golpeó la palma de la mano con el puño cerrado.

    —Y una vez aterricemos, ¿qué? No he visto ni un solo edificio en ningún lugar de la Tierra que parezca ser adecuado para albergar un reactor. Ni máquinas como las que conocemos. ¿A dónde ha ido la tecnología? Ha retrocedido al tiempo de la carreta tirada por caballos... y ni tan siquiera eso, porque no hemos visto ni un solo caballo. Parecen haberse extinguido y haber sido sustituidos por una especie de ciervos sin cuernos.
    —Para ser exactos, los ciervos tienen astas, no cuernos —dijo Calthorp—. Han criado ciervos o alces, o ambas especies, no solamente para que ocupen el lugar de los caballos, sino también del ganado. Si te has fijado te habrás dado cuenta de que hay una gran variedad de cérvidos. Los más grandes, como animales de tiro o para carne, algunos criados como los caballos de raza. Los hay a millones.
    —Dudó—. Pero estoy preocupado. Incluso la aparente carencia de combustible radiactivo no me preocupa tanto como...
    —¿Como qué?
    —Como el recibimiento que se nos dispensará cuando aterricemos. Por lo que puedo ver a través de la pantalla, la mayor parte de la Tierra se ha convertido en un desierto. La erosión ha azotado la faz del planeta. Mira lo que antes era la vieja USA: ¡Una cadena de volcanes, escupiendo fuego y polvo volcánico a lo largo de las costas del Pacífico! Todas las costas de este océano, tanto las americanas como las asiáticas, las de Australia y las de las islas del Pacífico, están cubiertas de volcanes en actividad. Todo este dióxido de carbono y polvo que expulsan a la atmósfera ha tenido un efecto radical sobre el clima terrestre. Los casquetes de hielo árticos y antárticos se están derritiendo. Los océanos han subido de nivel unos dos metros como mínimo, y continuarán subiendo. En Pennsylvania crecen las palmeras. Los en otro tiempo dulcificados desiertos del sudoeste americano parece como si hubieran sido castigados por el ardiente aliento del sol. El medio oeste se ha convertido en un tazón de polvo. Y...
    —¿Qué tiene esto que ver con el recibimiento que se nos dispense? —preguntó Peter Stagg.
    —Mucho. El litoral central atlántico parece ir camino de su restablecimiento. Por eso recomiendo que aterricemos allí. Pero el nivel tecnológico y social parece ser el de una sociedad agrícola. Has podido ver que la costa parece un enjambre de abejas. Cuadrillas de hombres plantando árboles, construyendo canales de irrigación, presas, carreteras. Casi toda su actividad, al menos en lo que hemos podido apreciar, está dirigida a la tarea de reconstruir el suelo.

    »Y las ceremonias que hemos visto a través de la pantalla son, sin lugar a dudas, ritos de fertilidad. La ausencia de una tecnología avanzada puede indicar varias cosas. Una, que la ciencia, tal como nosotros la conocemos, se ha perdido. Dos, que existe un sentimiento de repulsión contra la ciencia y los científicos, considerada maldita por el holocausto que ha azotado a la Tierra.

    —¿Entonces?
    —Entonces esa gente probablemente ha olvidado que una vez la Tierra envió una nave para explorar el espacio interestelar y localizar planetas vírgenes. Pueden considerarnos como demonios o mostruos, especialmente si representamos para ellos la ciencia que han aprendido a despreciar como espíritu del mal. Sabes que no estoy haciendo conjeturas sobre la base de la pura imaginación. Las imágenes representadas en los muros de su templo y las estatuas que hemos visto, y esos espectáculos públicos que hemos presenciado, muestran claramente un odio hacia el pasado. Si nos presentamos ante ellos con la ciencia de ese pasado es muy probable que seamos rechazados. Y ello resultaría fatal para nosotros.

    Stagg comenzó a caminar de un lado a otro.

    —Hace ochocientos años que dejamos la Tierra —murmuró—. ¿De qué ha servido? Nuestra generación, nuestros amigos, nuestros enemigos, nuestras mujeres, novias, hijos, sus hijos y los hijos de sus hijos... todos criando hierba. Y esa hierba se convirtió en polvo. El polvo que cubre el planeta es el polvo de los diez mil millones de personas que vivieron cuando nosotros vivíamos allí. Y el polvo de Dios sabe cuántos millones más. Había una mujer con la que no llegué a casarme porque preferí esta gran aventura...
    —Tú estás vivo —dijo Calthorp—. Y tienes ochocientos treinta y dos años, tiempo terrestre.
    —Pero solo treinta y dos años en tiempo psicológico —respondió Stagg—. ¿Cómo vamos a explicarles a esas gentes sencillas que mientras nuestra nave se dirigía a las estrellas nosotros dormíamos congelados como trozos de pescado? ¿Acaso saben algo acerca de técnicas de animación suspendida? Lo dudo. Así que ¿cómo van a comprender que permanecimos en animación suspendida el tiempo suficiente que nos permitiría llegar a las estrellas y buscar planetas del tipo terrestre? ¿Y que descubrimos diez con esas características, uno de los cuales está preparado para ser colonizado?
    —Podemos dar dos vueltas a la Tierra mientras tú preparas un discurso —bromeó Calthorp—. ¿Por qué no haces bajar de una vez este cacharro y podremos así saber a qué habremos de enfrentarnos? Y así podrás tener una mujer que ocupe el lugar de la que tuviste que abandonar.
    —¡Mujeres! —gritó Stagg, olvidando sus preocupaciones.
    —¿Qué? —preguntó Calthorp, sorprendido por la repentina violencia del capitán.
    —¡Mujeres! ¡Ochocientos años sin ver una única, solitaria, sola, abandonada mujer! He tomado ya mil noventa y cinco pastillas, las suficientes como para convertir a un toro en un capón. ¡Pero están perdiendo su efecto! ¡He generado defensas contra ellas! Con píldoras o sin ellas, necesito una mujer. Podría hacer el amor incluso con mi desdentada y ciega tatarabuela. Me siento como Walt Whitman cuando alardeaba de haber echado los cimientos de las futuras repúblicas. ¡Yo tengo una docena de repúblicas dentro de mí!
    —Me agrada ver lo rápido que ha desaparecido en ti el nostálgico poeta para volver a ser el de siempre —dijo Calthorp—. Pero deja de dar patadas en el suelo. Enseguida podrás darte tu atracón de mujer. Por lo que he visto en la pantalla, parece que son las mujeres las que llevan la iniciativa, y tú sabes que no podrás resistir a una mujer dominante.

    Stagg, imitando a los gorilas, ensanchó su ancho y poderoso pecho.

    —¡Cualquier mujer que se me acerque va a saber lo que es bueno! Luego se echó a reír y dijo:
    —En realidad, estoy asustado. Hace tanto tiempo que no he hablado con una mujer que no sabría qué decir.
    —Lo único que tienes que hacer es recordar que las mujeres no cambian. Ya sea en la Edad de la Piedra o en la Atómica, la mujer del coronel y Judy O'Grady son siempre la misma.

    Stagg se echó a reír de nuevo y le dio una palmada afectuosa a Calthorp en la espalda. Luego dio las órdenes para el aterrizaje. Pero, mientras descendían, dijo:

    —¿Crees que hay alguna posibilidad de que nos dispensen una acogida decente? Calthorp se encogió de hombros.
    —Pueden ahorcarnos, o pueden hacernos reyes. Y así sucedió. Dos semanas después de su entrada triunfal en Washington, Stagg fue coronado.


    II


    Peter, estás hecho todo un rey de la cabeza a los pies —dijo Calthorp—. ¡Salve, Pedro VI!



    Pese a su tono irónico, sabía el alcance que tenía lo que estaba diciendo.

    Stagg medía más de uno noventa de estatura, pesaba noventa kilos, tenía más de un metro veinte de contorno, ochenta centímetros de cintura y noventa de cadera. Su cabello dorado con tonalidades rojizas había crecido mucho porque en la nave no había barberos y la tripulación se había dejado crecer el pelo. Su rostro era hermoso como podía serlo el de un águila. Precisamente en ese momento parecía un águila en su jaula, paseándose de arriba abajo, con las manos en la espalda como si fueran las alas plegadas, la cabeza erguida y sus ojos azul oscuro fieros y absortos. De vez en cuando miraba a Calthorp con el ceño fruncido.

    El antropólogo se hallaba sentado en una silla chapada en oro, con una preciosa boquilla con diamantes bailándole en los labios. Al igual que Stagg, se había ido dejando crecer la barba. Al día siguiente del aterrizaje le habían bañado, enjabonado y dado un masaje. Los sirvientes los habían afeitado aplicándoles simplemente una crema en la cara y limpiándosela después con una toalla. Al principio pensaron que era una forma maravillosamente fácil de afeitado, hasta que descubrieron que aquella crema les había privado para siempre de su derecho a dejarse crecer la barba.

    Calthorp estimaba mucho la suya pero no puso ninguna objeción a aquel afeitado definitivo, porque los nativos le hicieron saber claramente que consideraban las barbas como una cosa abominable, algo totalmente hediondo para la nariz de la Gran Madre Blanca. Ahora lamentaba su desaparición. No solamente había perdido con la barba su patriarcal aspecto, sino que había quedado al descubierto su barbilla enclenque.

    Súbitamente, Stagg se detuvo ante el espejo que cubría una de las paredes de la enorme habitación. Contempló hoscamente su figura, con aquella corona sobre la cabeza. Era de oro y estaba adornada con catorce enormes diamantes. Contempló severamente el abultado cuello de terciopelo verde que le habían puesto y su vigoroso torso sobre el que estaba pintado un flamígero sol. Miró con repugnancia el cinturón de piel de jaguar que rodeaba su cintura, el faldellín escarlata, el enorme símbolo fálico negro cosido en la parte delantera del faldellín y las brillantes y blancas botas de cuero que le llegaban a la rodillas. Contemplaba al rey de Deecee en todo su esplendor. Lanzó un gruñido. Se quitó la corona y la arrojó violentamente contra el suelo. Esta fue a chocar contra la pared opuesta y regresó rodando a sus pies.

    —¡De modo que he sido coronado monarca de Deecee! —gritó—. Rey de las Hijas de Columbia. O, como ellos dicen en su degenerado idioma, Re d'hijas C'lumpia.

    ¿Qué especie de monarca soy yo? No se me permite ejercer ninguno de los poderes y privilegios que se espera ha de tener un rey. He sido rey de esta tierra gobernada por mujeres durante dos semanas, y han organizado todo tipo de fiestas en mi honor. Me han entonado alabanzas, literalmente, en todas partes por donde he ido, seguido siempre de mi Guardia de Honor del único pecho. He sido iniciado en la hermandad tótem de los Alces... y, permíteme que lo repita, eran los ritos más extraños que jamás haya conocido. Y fui elegido Gran Alce del Año...

    —Naturalmente, con un nombre como el tuyo, Stagg, habías de pertenecer a los Alces —dijo Calthorp—. Has tenido suerte de que no hayan llegado a saber que tu segundo nombre es Leo. Hubieran perdido el diablo sabe la cantidad de tiempo en decidir si habías de pertenecer a los Alces o a los Leones. Únicamente...

    Frunció el entrecejo. Stagg no se dio cuenta y continuó hablando, furioso.

    —Ellos dicen que soy el Padre de Mi País. Si lo soy ¿por qué no me dan la oportunidad de ser padre? ¡Nunca han permitido que una mujer estuviera a solas conmigo! Cuando me quejo de ello, esa adorable bruja, la Sacerdotisa Suprema, me dice que yo no debo hacer discriminaciones en favor de una sola mujer. Yo soy padre, amante e hijo ¡de todas las mujeres de Deecee!

    La mirada de Calthorp se hacía cada vez más sombría. Se levantó de su asiento y se dirigió hacia las enormes ventanas de aquella Casa Blanca que vivía una segunda historia. Los nativos creían que la real mansión se llamaba así en honor de la Gran Madre Blanca. Calthorp fue lo suficientemente inteligente como para no discutírselo.

    Se dirigió hacia Stagg y le obligó a que mirara fuera.

    Stagg lo hizo, pero a su nariz llegó un olor que le hizo contraer el gesto.

    Calthorp señaló hacia una de las calles. Había un enorme carro allí detenido y unos hombres estaban metiendo un enorme barril en la parte de atrás.

    —«Los que hurgan en la miel» era el nombre que les daban entonces —dijo Calthorp—. Llegaban todos los días y recogían los desperdicios para los campos. Este es un mundo en el que hasta el más mínimo suspiro es para la gloria de la nación y el enriquecimiento del suelo.
    —Estás pensando que nosotros estamos siendo utilizados para eso —dijo Stagg—. Pero el olor parece que cada día es más fuerte.
    —Bueno, no es este un olor nuevo en los alrededores de Washington, si bien antes era menos de persona y más de vaca.

    Stagg suspiró y dijo:

    —¿Quién iba a pensar que América, el país de las casas con dos cuartos de baño, se convertiría algún día en una casita con la media luna en la puerta? A excepción de que las casitas no tienen puertas. Y no será porque no sepan nada de fontanería. Nosotros tenemos agua corriente en nuestro departamento.
    —Todo lo que sale de la tierra ha de volver a la tierra.

    Ellos no pecan contra la naturaleza arrojando millones de toneladas de fosfatos y otros productos químicos, que el suelo necesita, al océano. Ellos no son como éramos nosotros, locos ciegos y estúpidos que matábamos nuestra tierra en nombre de la sanidad.

    —Pero éste no era el motivo por lo que me has traído a la ventana —dijo Stagg.
    —Sí, lo era. Deseaba explicarte las raíces de esta cultura. O intentarlo, al menos. No lograba hacerlo porque estaba perdiendo la mayor parte del tiempo estudiando el lenguaje.

    »Es básicamente inglés. Un derivado del americano, como éste lo era del anglosajón.

    »Ha degenerado, en el sentido lingüístico del término, mucho más de lo que se podía suponer. Probablemente a causa del aislamiento en pequeños grupos a que se han visto reducidos tras la Desolación. Y también porque la gran masa del pueblo es analfabeta. Los conocimientos son patrimonio casi exclusivo de los sacerdotes y del diradah.

    —¿Diradah?
    —Los aristócratas. Creo que la palabra debe proceder de deer-riders.* Solo los privilegiados podían montar en venados. Diradah. Análogo al caballero español o al cavalier francés. Es decir, los que «montan a caballo».
    —Tengo varias cosas que mostrarte —continuó Calthorp—, pero antes veamos de nuevo aquel mural.

    Se dirigieron hacia el extremo opuesto de la larga habitación y se detuvieron ante un enorme mural, brillantemente coloreado.

    —Esta pintura —dijo Calthorp—describe el gran mito básico de Deecee. Como puedes ver —dijo señalando la figura de la Gran Madre Blanca, que se elevaba sobre pequeñas llanuras y montañas y sobre una gente aún más pequeña—está muy enojada. Está ayudando a su hijo, el Sol, a acabar con las criaturas de la Tierra y, para ello, enrolla el escudo azul que una vez ella colocara alrededor de la Tierra para protegerla de los rayos destructores de su hijo.

    »El hombre, con su ceguera, su codicia y su arrogancia, ha ensuciado el regalo que le diera la Diosa: la tierra. Sus populosas ciudades arrojaron sus desperdicios en los ríos y los mares, convirtiéndolos en inmensas alcantarillas.

    Y envenenó el aire con vapores mortíferos. Supongo que esos humos no son solo producto de la industria, sino de la radiactividad. Ahora bien, Deecee no sabe nada acerca de bombas atómicas.

    «Después, Columbia, incapaz de permitir por más tiempo el envenenamiento que de la Tierra estaba llevando a cabo el hombre y cansada de que ya no le tributara el culto que le debía, quitó el escudo protector que había colocado alrededor de la Tierra... y dejó que el Sol abrasara con toda la fuerza de sus rayos a todos los seres vivientes.

    —Veo hombres y animales caídos por tierra —dijo Stagg—. En las calles, en los campos, en el mar y en el aire. Los árboles y la hierba se secaron. Solamente los seres humanos y los animales que tuvieron la suerte de ser protegidos de los dardos del Sol sobrevivieron.
    —No fueron tan afortunados —dijo Calthorp—. Lograron escapar al fuego del Sol, pero tenían que comer. Los animales devoraban carroña y se devoraban entre sí. Los hombres, cuando acabaron las conservas alimenticias, comieron animales. Y más tarde, el hombre comió al hombre.

    «Afortunadamente, los rayos mortíferos actuaron durante poco tiempo, quizá menos de una semana. Luego la Diosa se calmó y volvió a colocar el escudo protector.

    —¿Pero qué fue la Desolación? —preguntó Stagg.
    —Solo puedo hacer conjeturas. ¿Recuerdas que, justo antes de que dejáramos la Tierra, el Gobierno había encargado a una compañía de investigación que desarrollara un sistema que emitiera energía sobre toda la superficie del planeta? Había que clavar un tubo en el interior de la tierra, tan profundo que llegara al calor que irradia el núcleo. El calor había de ser convertido en electricidad y transmitido por todo el mundo, utilizando la ionosfera como medio de conducción.

    «Teóricamente, todos los sistemas eléctricos del planeta podrían aprovecharse de esta energía. Ello significaría que, por ejemplo, la ciudad de Manhattan podría extraer de la ionosfera toda la energía que necesitaba para alumbrar y calentar sus edificios, encender todas las televisiones y, después que hubieron comenzado a utilizarse los motores eléctricos, mover todos los vehículos.

    «Me parece que la idea debió llevarse a la práctica unos veinticinco años después de que abandonásemos la Tierra. Y también creo que las advertencias de algunos científicos, especialmente las de Cardón, estaban justificadas.

    Cardón predijo que la primera capa de energía irradiada acabaría con una parte del manto de ozono.

    —¡Dios mío! —exclamó Stagg—. ¡Si una buena parte del ozono de la atmósfera quedaba destruido...!
    —Las ondas más cortas del espectro ultravioleta no serían ya absorbidas por el ozono y caerían sobre todos y cada uno de los seres vivos expuestos a los rayos solares. Los animales, incluido el hombre, morirían a causa de las quemaduras producidas por el sol. Supongo que las plantas se fortalecerían. Pero, pese a ello, los efectos debieron ser lo suficientemente devastadores como para convertir una gran extensión de la superficie terrestre en todos esos desiertos que hemos visto.

    »Y por si todo esto fuera poco, la naturaleza (o la Diosa, si así lo prefieres) volvió a golpear al hombre precisamente cuando volvía a incorporarse trémulamente sobre sus pies. El desequilibrio del ozono debió mantenerse durante muy poco tiempo. Luego, el proceso natural restableció la cantidad normal. Pero unos veinticinco años después, precisamente cuando el hombre estaba comenzando a formar pequeñas sociedades aisladas aquí y allá (la población debió quedar reducida de diez mil millones de seres a un millón en cosa de un año, los volcanes extintos en toda la tierra entraron en erupción.

    »No sé, quizás las sondas que el hombre había introducido en el interior de la tierra fueran las causantes de este segundo cataclismo. El hecho de que se produjera veinticinco años después es porque la Tierra actúa con lentitud, pero actúa.

    »La mayor parte del Japón se hundió. Krakatoa desapareció. Hawaii voló. Sicilia se partió en dos. Manhattan se hundió en el mar algunos metros para salir después hasta una altura de quince metros sobre su superficie. El Pacífico se pobló de volcanes en erupción. El Meterráneo fue también un infierno. Y olas de cientos de metros de altura penetraron profundamente tierra adentro, sin detenerse hasta topar con las montañas. Las montañas fueron sacudidas, y todos aquellos que habían logrado escapar de las olas gigantes quedaron enterrados bajo las avalanchas de tierra y rocas.

    Resultado: el hombre retrocedió al nivel de la Edad de la Piedra, la atmósfera se llenó con el polvo y el dióxido de carbono que logra estas magníficas puestas de sol y este clima subtropical de Nueva York, derritió los casquetes polares...

    —No dudo que debieron haber muy pocos elementos de continuidad entre nuestra sociedad y la de los supervivientes de la Desolación —dijo Stagg—. Sin embargo, podrían haber redescubierto la pólvora.
    —¿Por qué? —preguntó Calthorp.
    —¿Por qué? Porque hacer pólvora negra es una cosa en extremo simple y obvia.
    —Seguro —respondió Calthorp—. Tan simple y tan obvia que la humanidad no tardó más que la pequeña cantidad de cien mil años en aprender que mezclando carbón de leña, azufre y nitrato de potasio en las proporciones adecuadas, el resultado era una mezcla explosiva. Así de sencillo.

    «Ahora bien, piensa en un doble cataclismo como la Desolación. Casi todos los libros quedaron destruidos. Hubo un período de unos cien años durante el cual los escasísimos supervivientes —que, además, debían estar sufriendo a causa del shock—estarían tan ocupados en sobrevivir que no tuvieron tiempo de enseñar a las jóvenes generaciones ni tan siquiera a leer. ¿El resultado? Una ignorancia abismal, la más completa pérdida de su historia. Para esa gente, el mundo había sido creado de nuevo en el año 2100. Es decir, el año 1 después de la Desolación, su era. Sus mitos nos hablan de ello.

    »Te daré un ejemplo. El cultivo del algodón. Cuando abandonamos la Tierra ya no se cultivaba el algodón porque había sido sustituido por el plástico como fibra textil. ¿Sabías que la planta del algodón ha sido redescubierta hace solamente doscientos años? El trigo y el tabaco no desaparecieron. Pero hasta hace trescientos años, la gente se vestía con pieles de animales, o con nada. Más frecuentemente con nada.

    Calthorp condujo de nuevo a Stagg hasta la ventana abierta y prosiguió:

    —Estoy haciendo conjeturas, pero es que muy poco más podría hacer. Mira allí, Pete. Estás contemplando Washington, o Wazhtin como ahora la llaman. La ciudad ha sido arrasada por dos veces desde que nosotros partimos, y la ciudad actual fue construida hace doscientos años en el mismo lugar de las otras dos. Ha existido la intención de construirla siguiendo el trazado de la metrópolis anterior. Pero un Zeitgeist diferente poseía a los constructores. La construyeron de acuerdo con lo que les dictaban sus creencias y sus mitos.

    Señaló hacia el Capitolio. En algunos aspectos recordaba al que ellos habían conocido. Pero tenía dos cúpulas en vez de una, y sobre cada una de ellas habían levantado sendas torrecillas rojas.

    —Está diseñada inspirándose en los pechos de la Gran Madre Blanca —dijo Calthorp. Luego señaló hacia el monumento a Washington, situado ahora a unos cien metros a la izquierda del Capitolio. No era el original. Era una torre de cien metros de alto, construida en acero y hormigón, pintada como el anuncio de una barbería, a rayas rojas, blancas y azules, y coronada por una estructura redonda en rojo.
    —No necesito decirte qué es lo que quiere representar. El mito habla de que pertenece al Padre de Su País. Se cree que el propio Washington está enterrado debajo. El propio John Granodecebada me contó esta historia anoche.

    Stagg salió al balcón que corría a lo largo del segundo piso, donde se encontraba su apartamento. Calthorp salió también y caminó hasta el primer recodo. Stagg le siguió y se dio cuenta de que contemplaba con atención la barandilla. Estaba formada por pequeñas cariátides de mármol que soportaban grandes bandejas sobre sus cabezas. Calthorp señaló por encima del huerto que crecía en torno a la Casa Blanca.

    —¿Ves aquel edificio con una estatua enorme de una mujer en lo alto? Es Columbia, la Gran Madre Blanca, que vigila y protege a su pueblo. Para nosotros no es más que una figura de una religión pagana. Pero para su pueblo (nuestros descendientes), es una fuerza viva y vital que dirige la nación hacia su destino. Y lo hace utilizando medios auténticamente crueles. Cualquiera que se interponga en su camino es aplastado... de una forma o de otra.
    —Vi el templo cuando llegamos a Washington —dijo Stagg—. Pasamos junto a él cuando vinimos a la Casa Blanca. Recuerda que Sarvant casi se muere de vergüenza al ver las figuras esculpidas en sus muros.
    —¿Qué opinaste tú cuando las viste? Stagg enrojeció y gruñó:
    —Yo creía que era un hombre curtido, ¡pero esas estatuas! Desagradables, obscenas, absolutamente pornográficas! ¡Y decoran un lugar destinado al culto!

    Calthorp sacudió la cabeza.

    —En absoluto. Están realizadas con gran dignidad y belleza. La religión estatal es un culto a la fertilidad, y esas figuras son la representación de diversos mitos. Cuentan historias cuya clara enseñanza es que el hombre llegó a destruir la tierra a causa de su terrible avaricia. El, con su ciencia y su arrogancia, destrozó el equilibrio de la naturaleza. Ahora que ha sido restablecido, el hombre se ha visto obligado a mostrarse humilde y a colaborar con la Naturaleza, a la que consideran una diosa viviente, cuyas hijas se desposan con héroes. Si te has dado cuenta, las diosas y los héroes representados en su muros resaltan mediante sus posturas la importancia del culto a la naturaleza y a la fertilidad.
    —¿Sí? Pues yo diría que algunas de las posiciones que allí he visto no van a fertilizar nada. Calthorp sonrió.
    —Columbia es también la diosa del amor erótico.
    —Tengo la sensación —dijo Stagg—de que estás intentando decirme algo, pero estás haciéndolo de una forma muy indirecta. Y tengo igualmente la sensación de que no me va a gustar lo que estás intentando decirme.

    En aquel momento oyeron el sonido de un gong en la habitación que acababan de abandonar. Se apresuraron a volver a ella para ver lo que pasaba.

    Llegaron a tiempo de ser saludados por un griterío de trompetas y un redoble de tambores. En la estancia penetraba una banda de sacerdotes músicos de la cercana Universidad de Georgetown. Se trataba de individuos que se habían castrado a sí mismos en honor de la Diosa... y también, de paso, para conseguir posiciones vitalicias de prestigio y seguridad. Como las mujeres, vestían blusas de cuello alto y mangas largas y faldas hasta los tobillos.

    Tras ellos iba un hombre conocido con el nombre de John Granodecebada. Stagg no sabía cual era su auténtico nombre: era evidente que «John Granodecebada« era un tituló. Tampoco tenía Stagg una idea exacta de cuál era su posición en el Gobierno de Deecee. Vivía en la Casa Blanca, en el tercer piso, y parecía tener mucho que ver con la administración del país. Su función era, probablemente, similar a la del Primer Ministro de la antigua Gran Bretaña.

    Los héroes solares, al igual que el monarca de aquel país, debían ser más bien figuras nominales, representantes de lealtades y tradiciones, que auténticos gobernantes. O, al menos, eso le parecía a Stagg, que había sido obligado a sufrir y contemplar toda una serie de extraños fenómenos mientras estuvo prisionero.

    John Granodecebada era un hombre muy alto y delgado de unos treinta y cinco años. Tenía el cabello largo y teñido de un verde brillante. Llevaba unas gafas igualmente verdes. Su nariz ganchuda era roja, como el resto de su cara. Cara y nariz estaban cubiertas de venas rojas y rotas. Sobre la cabeza, un alto sombrero verde. De su cuello pendía un collar de espigas de trigo. Llevaba el torso desnudo, una falda verde y de su cinturón colgaban cosas que tenían la forma de las hojas del trigo. Sus sandalias eran amarillas.

    En la mano derecha llevaba su emblema oficial, una gran botella de rayo blanco.

    —¡Salve, hombre y mito! —saludó a Stagg—. ¡Saludos al Héroe Solar! ¡Saludos al ciervo saltarín y resoplante del tótem de los Alces! ¡Saludos al Padre de Su País y al Hijo y Amante de la Gran Madre Blanca.

    Tomó un largo trago de la botella, se pasó la lengua por los labios y luego se la entregó.

    —Lo necesito —dijo el capitán, y bebió un largo trago. Un minuto después, tras atragantarse, toser y derramar gruesas lágrimas, le devolvió la botella.

    Granodecebada estaba exaltado.

    —¡Lo ha hecho espléndidamente, Noble Alce! Ha de haber sido asistido por la potencia especial de la propia Columbia para ser afectado de esa forma por el rayo blanco. ¡Verdaderamente, eres divino! Ahora arrebátame. No soy más que un pobre mortal, y cuando bebí por primera vez rayo blanco quedé impresionado. Debo confesar que cuando entré por primera vez al servicio de la divinidad, siendo aún un muchacho, era capaz de sentir la santa presencia de la Diosa en la botella y de sentirme afectado tanto como tú. Pero un hombre puede llegar a endurecerse incluso ante la divinidad. Ella me perdone por lo que estoy diciendo. ¿Te he contado alguna vez la historia de cómo Columbia licuó por primera vez un rayo y lo embotelló? ¿Y de cómo se lo entregó al primer hombre, que no era otro sino el mismísimo Washington? ¿Y que éste obró de forma vergonzosa y atrajo sobre sí la cólera de la Diosa?

    »¿Lo hice? Bueno, a lo que veníamos, pues. He precedido a la Sacerdotisa Jefe para darte un mensaje. Mañana se celebra el nacimiento del Hijo de la Gran Madre Blanca. Y tú, el Hijo de Columbia, nacerás mañana. Y después, lo que ha de ser, será.

    Bebió otro trago, se inclinó hacia Stagg y estuvo a punto de caer sobre él; pero logró mantener el equilibrio y salió de la habitación tambaleándose.

    Stagg le llamó.

    —¡Un momento! Quiero saber qué ha sido de mi tripulación. Granodecebada parpadeó.
    —Te dije que estaban en un edificio situado en el campus de la universidad de Georgetown.
    —¡Quiero saber dónde están ahora, en este momento!
    —Están siendo muy bien tratados. Tienen todo lo que desean, excepto su libertad. Y ésta la obtendrán también pasado mañana.
    —¿Por qué precisamente entonces?
    —Porque también tú serás liberado. Claro que tú no podrás verlos entonces. Tú estarás en la Gran Carretera.
    —¿Qué es eso?
    —Te será revelado a su debido tiempo.

    Granodecebada inició de nuevo la salida, pero Stag dijo:

    —Dime por qué tenéis a esa mujer en una jaula. Ya sabes, la que tiene un letrero encima que dice: «Mascota, capturada en una incursión en Caseyland».
    —Eso también te será revelado, Héroe Solar. Ahora, permíteme indicarte que es impropio de un hombre de tu importancia rebajarse a hacer preguntas. La Gran Madre Blanca te lo explicará todo a su debido tiempo.

    Una vez Granodecebada hubo salido, Stagg le preguntó a Calthorp:

    —¿Qué insensatez está tratando de ocultar? El hombrecillo se encogió de hombros.
    — Me gustaría saberlo. Después de todo, mis posibilidades de examen de los mecanismos sociales de esta cultura han sido más bien limitadas. Pero, precisamente hay una cosa...
    —¿Qué? —preguntó Stagg ansiosamente. La mirada de Calthorp era más bien lúgubre.
    —Mañana es el solsticio de invierno. La mitad del invierno, cuando el sol es más débil en el hemisferio norte y ha alcanzado su posición más al sur. En el calendario que nosotros conocemos sería el 21 ó 22 de diciembre. Si no recuerdo mal, esta era una fecha muy importante en las épocas prehistóricas, e incluso en las históricas. Había todo tipo de ceremonias relacionadas con ella, tales como... ¡ahhh!

    Fue más un gemido que una exclamación de quien recuerda súbitamente algo.

    Stagg se sentía cada vez más alarmado. Estaba a punto de preguntarle qué era lo que sucedía cuando fue interrumpido por otro trompeteo de la banda de músicos. Los músicos miraron a la puerta y cayeron de rodillas. Entonces gritaron a! unísono:

    —¡Sacerdotisa, carne viviente de Virginia, Hija de Columbia! ¡Santa doncella! ¡Virginia la bella! Virginia, pronto ofrecerás al vigoroso ciervo, macho salvaje y atolondrado, tu santo y tierno abrazo. ¡Santa y juiciosa Virginia!

    Una joven alta, de dieciocho años, penetró con paso altivo en el departamento. Era bella, pese a tener una nariz algo grande y el rostro muy blanco. Sus labios, carnosos, eran rojos como la sangre. Sus ojos azules tenían las pupilas de un gato. El cabello, color de miel, le caía hasta las caderas. Ella era Virginia, graduada en el Colegio Vassar para sacerdotisas oraculares y la hija encarnada de Columbia.

    —Salve, mortales —dijo con una voz alta y clara.

    Luego miró a Stagg.

    —Salve, inmortal.
    —Salve, Virginia —respondió él. Sintió que la sangre le hervía en la carne y que un dolor crecía en su pecho y cada vez que se encontraba con ella sentía aquel deseo irreprimible. Sabía que si le dejaban a solas con aquella mujer la tomaría, sin importarle las consecuencias.

    Virginia no daba ninguna muestra de haber comprendido el efecto que ejercía sobre él. Le miraba con la fría expresión de una leona.

    Virginia, como todas las mascotas, iba vestida con unas ropas de cuello alto y largas hasta los tobillos. Pero sus vestiduras estaban cubiertas de perlas enormes. Una generosa abertura triangular dejaba al descubierto sus abundantes pero firmes senos. Los pezones estaban pintados de rojo y rodeados por dos círculos en azul y blanco.

    —Mañana, inmortal, te convertirán en Hijo y Amante de la Madre. Por ello es necesario que te prepares.
    —¿Y qué es lo que debo hacer para prepararme? —preguntó Stagg—. ¿Y por qué debo hacerlo?

    La miró y sintió un enorme dolor que le recorría todo el cuerpo, de tanto como la deseaba.

    Ella hizo un ademán con una mano. Al instante, John Granodecebada, que debía haber estado esperando tras un recodo, apareció, Ahora llevaba dos botellas, la de rayo y otra de un licor de color oscuro. Uno de los sacerdotes eunucos le ofreció una copa. Granodecebada la llenó con el licor oscuro y se la tendió a la sacerdotisa.

    —Solamente tú, Padre de Tu País, puedes beber esto —dijo, ofreciéndole la copa Stagg— . Es el mejor. Hecho de las aguas de los tallos.

    Stagg tomó la copa. La miró dubitativamente, pero intentó mostrar indiferencia.

    —Bien, allá vamos. Nadie dirá que Peter Stagg no puede beber su mejor licor de tiernos tallos. ¡Ajáaaaaauoog!

    Las trompetas sonaron, los tambores repicaron, los asistentes aplaudieron y prorrumpieron en gritos.

    Fue entonces cuando Stagg oyó las protestas de Calthorp.

    —Capitán ¡Has entendido mal! ¡No ha dicho agua de los tallos, sino agua de la Estigia! ¡E-S-T-I-G-I A! ¿Lo entiendes? *

    Stagg lo había entendido, pero ya no podía hacer nada. La habitación giró a su alrededor y la oscuridad cayó sobre él como un gran murciélago negro.

    Sintió, en medio de trompetas y gritos, que caía el suelo cuan largo era.


    III


    —¡Qué mareo! —gruñó Stagg.



    —Me temo que lo han hecho —dijo una voz que Stagg reconoció enseguida como la de Calthorp.

    Stagg se incorporó y lanzó un alarido de dolor y sorpresa. Saltó de la cama y cayó de rodillas, presa de una gran debilidad; luchó por ponerse en pie, y finalmente logró cruzar tambaleándose la habitación hasta el espejo que ocupaba una de las paredes. Se dio cuenta de que estaba desnudo, pero en aquel momento su mente no estaba como para preocuparse por cosas como esa, ni por ninguna otra, a excepción de aquellas cosas horribles que vio que le salían de la frente.

    —¡Cuernos! ¿Qué es lo que han hecho ésos? ¿Qué han puesto ahí? Por Dios que si llego a poner mis manos sobre el bromista que ha hecho esto... —e intentó arrancarse aquellas cosas de la cabeza. Aulló de dolor y apartó las manos mientras se contemplaba en el espejo. Había una mancha de sangre en la base de uno de los cuernos.
    —No son cuernos—dijo Calthorp-. Son astas. Me gusta ser específico. Astas, y no son duras ni mortíferas, sino suaves, cálidas y aterciopeladas. Si pones el dedo aquí podrás notar el pulso de la arteria, justo bajo la superficie. Puede que lleguen algún día a ser las astas duras y mortíferas de —no te ofendas por la palabras—una cabra adulta. No lo sé.

    El capitán estaba alterado y buscaba algo sobre lo que descargar su furia.

    —¡Muy bien, Calthorp! —rugió—. Ahora me vas a decir si has tenido algo que ver con este asunto. Porque, si es así, ¡voy a despedazarte!
    —No solo tienes el aspecto de una bestia, sino que comienzas a comportarte como si lo fueras —murmuró Calthorp.

    Stagg estuvo a punto de agredir al hombrecillo por su comentario, creyendo ver en él un humor de pésimo gusto. Pero vio que las manos de Calthorp temblaban. Estaba pálido y su actitud era la de un hombre realmente asustado.

    —Muy bien —dijo Stagg, tranquilizándose un poco—. ¿Qué es lo que ha pasado?

    Con voz temblorosa, Calthorp le contó que los sacerdotes habían intentado trasladar su cuerpo inconsciente a su habitación. Pero que, en aquel momento, había aparecido un tropel de sacerdotisas que se había abalanzado sobre él con el propósito de arrebatárselo a aquéllos. Por un angustioso momento, Calthorp había temido que fueran a partirle en dos. No obstante, luego resultó que aquella lucha era pura comedia, es decir, un simple ritual; estaba convenido que las sacerdotisas lograran apoderarse de su cuerpo.

    Calthorp había intentado seguirlas a la habitación don de se lo habían llevado, pero fue brutalmente derribado por el suelo.

    —Enseguida me di cuenta de lo que sucedía. Ellas no deseaban la presencia de ningún hombre en la habitación, excepto, naturalmente, tú. Incluso los cirujanos eran mujeres. Créeme, cuando vi que entraban en tu habitación llevando sierras, trépanos, vendajes y todo tipo de instrumentos, pensé volverme loco. Especialmente, cuando me di cuenta de que los cirujanos estaban borrachos. Bueno, de hecho, todas aquellas mujeres lo estaban. ¡Qué manada de salvajes! John Granodecebada me hizo salir de allí. Me dijo que, en aquellos momentos, esas mujeres eran capaces de despedazar literalmente a cualquier hombre con el que toparan. Me insinuó, además, que algunos de los músicos no se habían presentado voluntariamente como candidatos a sacerdotes cas trados; simplemente, no habían sido lo suficientemente ágiles para apartarse del camino de aquellas damas la noche del solsticio de invierno.

    «Granodecebada me preguntó si yo era un Alce. Únicamente los hermanos totémicos del Gran Stagg estaban comparativamente a salvo en aquellos momentos. Le respondí que no era un Alce, pero que era miembro del Club de los Leones... si bien mis cuotas hacía mucho tiempo que no habían sido pagadas. Me contestó que, en ese caso, habría estado a salvo el año anterior, en que el Héroe Solar fue un León. Pero que en esta ocasión me encontraba en grave peligro, e insistió en que dejara la Casa Blanca hasta que el Hijo —se refería a ti—hubiera nacido. Y eso fue lo que hice. Estuve dando vueltas de un lado para otro hasta que todo el mundo salió, excepto tú. Luego permanecí a tu lado hasta que te despertaste.

    Sacudió la cabeza y le sonrió con simpatía.

    —¿Sabes? —dijo Stag—, parece que me voy acordando de algo. Retazos vagos y confusos, pero puedo recordar lo que pasó después de tomar aquella bebida. Me sentía débil e indefenso como un niño. Hacían mucho ruido a mi alrededor. Había mujeres gritando como si estuvieran a punto de dar a luz...
    —Tú eras el niño —dijo Calthorp.
    —Sí. ¿Cómo lo sabes?
    —Las cosas comienzan a no resultarme ya tan poco familiares.
    —No me dejes sumido en la oscuridad cuando tú puedes ver la luz —le rogó Stagg—. Bueno, como te iba diciendo, estuve solo semiinconsciente la mayoría del tiempo. Intenté resistirme cuando me colocaron sobre una mesa y me pusieron un corderito blanco sobre la cabeza. No tenía la menor idea de lo que planeaban... hasta que le cortaron la garganta. Quedé cubierto de sangre de los pies a la cabeza.

    »Luego me quitaron el cordero de encima y me obligaron a pasar a través de una estrecha abertura triangular. La abertura debía tener un armazón de metal, pero estaba i forrada de un material esponjoso rosado. Había dos sacerdotisas empujándome por los hombros a fin de obligarme a pasar por la abertura. Las demás aullaban como trasgos. Estaba drogado y sentía la sangre helada. ¡No has oído en tu vida tales chillidos, que asustarían al mismísimo Dios!

    —Sí, los oí —dijo Calthorp—. Todo Washington los escuchó, porque todo el mundo se encontraba agolpado ante las puertas de la Casa Blanca.
    —Me quedé atascado en aquella maldita abertura y las sacerdotisas empujaban con violencia. Mis hombros no pasaban. De pronto noté que un chorro de agua corría por mi espalda; alguien debía estar enchufándome con una manguera. Recuerdo que pensé que debía de haber algún tipo de bomba en la casa, porque el agua salía a una presión espantosa.

    «Finalmente logré atravesar la abertura, pero no caí al suelo. Dos de las sacerdotisas me cogieron por las piernas y me sostuvieron así, cabeza abajo. Luego me propinaron unos azotes, unos fuertes azotes. Estaba tan sorprendido que grité.

    —Que es lo que ellas deseaban que hicieras.
    —Luego me colocaron en otra mesa. Me limpiaron la nariz, la boca y los ojos. Es curioso, pero no me había dado cuenta de que mi boca y mis narices estaban cubiertas de una sustancia mucosa. Ello debió de haberme creado dificultades para respirar, pero no fui consciente de ello. Luego... luego...
    —¿Luego? Stagg enrojeció.
    —Luego me llevaron junto a una sacerdotisa enormemente gorda que se hallaba tumbada sobre mi cama, entre almohadones. Nunca la había visto antes.
    —Quizá proceda de Manhattan —dijo Calthorp—. Granodecebada me dijo que allí la suma sacerdotisa era una enorme matrona.
    —Enorme es la palabra adecuada para esta de la que te hablo —siguió relatando Stagg—. Era la mujer más grande que jamás haya visto. Estaba seguro de que, de pie, sería de mi estatura. Y debía pesar unos ciento cincuenta kilos. Tenía todo el cuerpo empolvado... para lo cual debieron necesitar todo un barril de polvos. Era blanda, redonda y blanca. Una auténtica abeja reina humana, nacida para no hacer otra cosa en su vida que poner millones de huevos y...
    —¿Y qué? —preguntó Calthorp, al ver que Stagg permanecía callado.
    —Me colocaron de tal forma que mi cabeza estaba sobre uno de sus pechos. Era el pecho más enorme del mundo, puedo jurarlo. Parecía tan grande como la mismísima curva de la Tierra. Luego tomó mi cabeza y la giró. Intenté resistirme, pero me sentía tan débil que no pude lograrlo. No podía hacer nada.

    »De repente, me sentí como un bebé. No era un hombre maduro. Era el Pete Stagg recién nacido. Debía ser por el efecto de la droga. Se trata de un agente hipnótico, podría jurarlo. Sea como fuere, yo estaba... estaba...

    —¿Hambriento? —preguntó Calthorp en voz baja. Stagg asintió con la cabeza.

    Después Stagg, en un evidente esfuerzo por eludir el tema, se llevó las manos a las astas y dijo:

    —Hmmm. Los cuernos están sólidamente enraizados.
    —Astas —corrigió Calthorp—. Pero puedes seguir llamándolos así, aunque sea inadecuado. He notado que los habitantes de Deecee utilizan esta inexacta palabra también. Pero bueno, distingan o no entre astas y cuernos en el lenguaje común, el hecho es que sus científicos son unos biólogos maravillosos. Quizá no estén muy fuertes en física y en el electrónica, pero son unos soberbios artistas en lo referente a la carne. Por cierto, esas astas son algo más que algo simbólico u ornamental. Poseen una función, Apuesto mil contra uno a que contienen glándulas que están bombeando todo tipo de hormonas en tus venas.

    Stagg se estremeció.

    —¿Qué es lo que te hace decir eso?
    —En primer lugar, porque Granodecebada me hizo algunas insinuaciones acerca de lo que se proponía. En segundo lugar, me hace pensar eso tu asombrosamente rápida recuperación de una operación de tal envergadura. No hay que olvidar que para ella ha sido necesario abrir dos agujeros en tu cráneo, implantar las astas, cortar venas, conectarlas a los canales sanguíneos de las astas y quién sabe cuantas cosas más.

    Stagg lanzó un gruñido y dijo:

    —Alguien va a lamentar esto. ¡Esa Virginia está detrás de todo esto! Voy a despedazarla la próxima vez que la vea. Estoy cansado de que me utilicen de esta forma tan salvaje.

    Calthorp le miraba angustiado. Le preguntó:

    —¿Te sientes bien ahora?

    Stagg abrió las ventanas de su nariz e hinchó el pecho.

    —Antes no. Pero ahora me siento como si pudiera partir en dos el mundo. Solo me sucede una cosa: estoy hambriento como un oso que acaba de despertar de la hibernación. ¿Cuánto tiempo estuve sin sentido?
    —Unas treinta horas. Como puedes ver, está oscureciendo —Calthorp puso su mano sobre la frente de Stagg—, Tienes fiebre. pero no es de extrañar. Tu cuerpo brama como un horno, generando nuevas células, bombeando hormonas como un loco en tu sangre. Necesitas combustible para el horno. Stagg golpeó la mesa con el puño.
    —¡Y necesito beber también! ¡Me estoy abrasando!

    Golpeó con el puño el gong repetidas veces, hasta que sus notas llegaron al último rincón del palacio. Súbitamente, corno si hubieran estado esperando la señal, unos criados aparecieron en la puerta. Llevaban mesas transportables llenas de platos y copas, repletos de comida y licores.

    Stagg, olvidando hasta el más mínimo resto de buenas maneras, arrebató una bandeja de manos de un sirviente y comenzó a engullir carne y patatas y trigo y tomates, y pan y mantequilla, sin dar el menor respiro a sus mandíbulas, excepto para beber enormes tragos de cerveza. Tenía ya el pecho y las piernas manchados de comida y líquido, pero aunque el siempre había sido un correcto comensal, ahora no le prestó la más mínima atención.

    Tras un formidable eructo, que casi dejó fuera de combate a uno de los criados, bramó:

    —Puedo seguir comiendo, bebiendo...

    Otro eructo gigante le interrumpió, y siguió comiendo igual que un cerdo en su pocilga.

    Enfermo, no solo por lo que veía sino también por las implicaciones de todo aquello, Calthorp se dio la vuelta. Evidentemente, las hormonas habían barrido las inhibiciones del capitán, dejando al descubierto la parte puramente animal de aquel ser humano. ¿Qué era lo que iba a pasar después?

    Finalmente, con el estómago hinchado como el de un gorila, Stagg se levantó. Hinchó el pecho y gritó:

    —¡Me siento grande, grande! Eh, Calthorp, ¡tú también deberías tener un par de cuernos! —Y añadió—: Pero, ¿qué digo? Olvidaba que ya te pusieron unos. Fue por eso por lo que abandonaste la Tierra, ¿no es cierto, Calthorp? ¡Ja, ja!

    El menudo antropólogo, con el rostro encarnado y desencajado, lanzó un aullido y se abalanzó contra Stagg. Este se echó a reír, lo cogió por la camisa y lo mantuvo así, con el brazo extendido, de forma que aunque Calthorp intentaba golpearle, sus cortos bracitos no llegaban a tocar a Stagg. Súbitamente, Calthorp se sintió arrojado con violencia y cayó con gran estrépito dentro de algo. Se oyó un sonido metálico y se dio cuenta vagamente, pese a estar semiinconsciente en el suelo, de que había sido arrojado contra el gong.

    Luego notó que una poderosa mano le atenazaba la muñeca y tiraba de él, obligándole a ponerse en pie. Temiendo que Stagg fuera a matarle, se dispuso a lanzarle un valiente, aunque inútil, puñetazo.

    Sin embargo, en el último instante, detuvo su puño.

    Stagg estaba llorando.

    —Gran Dios, ¿qué me sucede? —dijo Stagg—. ¡Debo estar completamente fuera de mí para hacerte esto a ti, mi mejor amigo! Es horrible. ¿Cómo he podido hacer esto?

    Atrajo a Calthorp hacia sí y lo estrechó afectuosamente. Entonces Calthorp temió por sus costillas. Stagg, dándose cuenta de que le hacía daño, le soltó.

    —Está bien, te perdono —dijo Calthorp, retrocediendo cautelosamente. Se daba cuenta de que Stagg no era responsable de lo que hacía. En algunos aspectos se había convertido en un niño. Pero un niño no es nunca completamente egoísta; posee también un corazón tierno. Stagg estaba auténticamente apenado y dolorido.

    Calthorp no podía seguir enfadado por lo que Stagg había dicho y hecho. Se dirigió hacia los ventanales y miró fuera.

    —La calle está llena de gente y resplandeciente por la luz de miles de antorchas —dijo—. Deben de tener otra fiesta hoy.

    A él mismo, aquello le sonó falso. Sabía suficientemente bien que el pueblo de Deecee estaba allí reunido para llevar a cabo una ceremonia en la que su capitán iba a ser el invitado de honor.

    —Querrás decir otra orgía —corrigió Stagg—. Esta gente no se detiene ante nada cuando organiza sus diversiones. Se despojan de sus inhibiciones como las culebras de su pie. Y no reparan en que alguien pueda salir dañado.

    Luego hizo una afirmación que sorprendió a Calthorp.

    —Espero que la fiesta comience pronto. Cuanto antes, mejor.
    —En nombre del Cielo, ¿por qué? —preguntó Calthorp—. ¿No has visto ya suficientes cosas como para estar asustado?
    —No sé. Pero hay algo en mí que no estaba antes. Puedo sentir una violencia y un poder, un poder real, como nunca antes había conocido. Me siento... me siento... ¡como un dios! ¡Reviento de poder, de todo el poder del mundo! ¡Quiero explotar! Tu no puedes comprender cómo me siento. ¡Ningún hombre común podría!

    Fuera, las sacerdotisas gritaban corriendo por las calles.

    Ambos dejaron de hablar y escucharon. Permanecieron inmóviles como estatuas de piedra mientras escuchaban el simulacro de combate entre las sacerdotisas y la Guardia de Honor. Luego el enfrentamiento entre los Alces y las sacerdotisas.

    Después oyeron el ruido de pasos en el salón contiguo a su apartamento, el crujir de la puerta que estaba siendo echada abajo a fuerza de golpes: los Alces la golpeaban con sus cuerpos de forma tan violenta que acabó saltando de sus goznes.

    Y Stagg fue izado a hombros y sacado fuera.

    Por un instante, Stagg pareció recuperar su personalidad normal. Se volvió y gritó:

    —¡Ayúdame, Doc! ¡Ayúdame!

    Pero Calthorp no podía hacer otra cosa que lamentarse.


    IV


    Ocho de ellos estaban allí: Churchill, Sarvant, Lin, Yastz-hembski, Al-Masyuni, Steinborg, Gbwe-hun y Chandra.



    Ellos, junto con los ausentes Stagg y Calthorp, eran los diez supervivientes de los treinta hombres que habían dejado la Tierra hacía cientos de años. Se encontraban reunidos en una amplia habitación del edificio en donde habían estado prisioneros hacía ya seis semanas. En aquel momento, escuchaban lo que les decía Tom Tabaco.

    Tom Tabaco no era el verdadero nombre de aquel sujeto, pero era el nombre por el que le conocían. Se lo habían preguntado en una ocasión, pero Tom Tabaco había replicado que no pensaba decírselo. Pero sí les había dicho que desde el día en que había llegado a ser Tom Tabaco había dejado de ser un hombre para convertirse en un dim. Parecía ser que dim venía a significar algo así como semidiós.

    —Si todo hubiera transcurrido con normalidad —les estaba diciendo—no sería yo la persona que os estaría hablando en estos momentos, sino John Granodecebada. Pero la Madre Blanca creyó conveniente poner fin a su vida antes de los Ritos de Plantación. Tras una votación se ha decidido que yo, como jefe de la gran hermandad del Tabaco, tomara su lugar como gobernante de Deecee. Y estare en este cargo hasta que sea demasiado viejo y débil y después, lo que sea, será.

    Ninguno le comprendió del todo, en parte a causa de su falta de conocimiento de la cultura de Deecee, y en parte por la dificultad que tenían en entender su lenguaje Tom Tabaco había nacido y se había educado en Norfolk, Virginia, la ciudad más al sur de Deecee. El lenguaje Nafek, o norfolkino, se diferenciaba tanto del Wahztin, o washingtoniano, como el español del portugués. No se trataba simplemente de que hubiera diferencias en algunas palabras. El norfolkino no tenía la misma estructura del washingtoniano.

    Tom Tabaco, al igual que su predecesor John Granodecebada, era un hombre alto y delgado. Llevaba un sombrero marrón con forma de puro, un peto hecho de un género rígido de color igualmente marrón que imitaba la forma de puro, un peto hecho de un género rígido de color igualmente marrón que imitaba la forma de las hojas del tabaco, una capa marrón, una falda verdosa de la que pendían dos largos cigarros, y botas marrones de piel. Sus largos cabellos eran castaños; llevaba unas gafas, puramente decorativas, teñidas de marrón, y sus dientes, amarillentos por la nicotina, aprisionaban un largo cigarro. Mientras hablaba, fue sacando cigarros de un bolsillo de su falda y se los fue ofreciendo a los prisioneros. Todos, a excepción de Sarvant, los aceptaron y los encontraron excelentes.

    Tom Tabaco dejó escapar una densa nube de humo verde, y dijo:

    —Seréis liberados tan pronto como yo me vaya, cosa que haré en breve. Soy un hombre ocupado. Tengo pendientes muchas decisiones que tomar, muchos papeles que firmar, muchas funciones que atender. Mi tiempo no me pertenece; pertenece a mi nación y a la Gran Madre Blanca.

    Churchill aspiró una profunda bocanada de humo para darse tiempo de pensar lo que iba a decir. Los otros hablaban al mismo tiempo, pero cuando Churchill hablaba, ellos guardaban silencio. Ahora que Stagg no se encontraba allí, no solo llevaba él la voz cantante por ser el oficial de mayor graduación del Terra, sino por la fuerza de su personalidad.

    Era un hombre bajo y rechoncho, con un cuello macizo y unos brazos y unas piernas gruesos. Su rostro era al mismo tiempo infantil y firme. Sus cabellos eran rojos y ensortijados y, como es común en los pelirrojos, tenía abundantes pecas. Sus ojos eran redondos y de un azul claro semejantes a los de un niño; su nariz, corta y redonda. Y aunque a primera vista tenía toda la indefensa apariencia de un niño, poseía también la habilidad de los niños de mandar a todos los que están a su alrededor. En cambio su voz no cuadraba en absoluto con su apariencia. Más bien bramaba.

    —Puede que usted sea un hombre ocupado, señor Tabaco, pero seguro que no tanto como para no poder decirnos, al menos, qué es lo que está pasando. Nos han mantenido encerrados aquí en contra de nuestra voluntad durante semanas. No hemos podido comunicarnos ni con nuestro capitán ni con el doctor Calthorp. Tenemos sobradas razones para sospechar que puedan estar implicados en algo desagradable. Sin embargo, cuando preguntamos por ellos lo único que se nos dice es que lo que ha de ser, será. ¡Magnífico! ¡Muy reconfortante!

    «Ahora, señor Tabaco, exijo que se responda a nuestras preguntas. No creo que el hecho de que haya guardias estacionados al otro lado de la puerta nos impida despedazarle ahora mismo, si nos lo proponemos. ¡Queremos las respuestas, y las queremos ahora!

    —Tome un cigarro y tranquilícese —dijo Tom Tabaco—. Está usted realmente confundido y acalorado. Pero no me hable de derechos. Ustedes no son ciudadanos de Deecee; y, además, se encuentran en una situación extremadamente precaria.

    »No obstante, voy a darles algunas respuestas; para eso he venido aquí. En primer lugar, van a ser liberados. En segundo lugar, se les otorga un plazo de un mes para adaptarse a la vida de Deecee. En tercero, si finalizado el mes se ve con claridad que ustedes no van a llegar a convertirse nunca en unos buenos ciudadanos, los mataremos. No los vamos a exiliar, los vamos a matar. Si les expulsáramos a otro país, podríamos incrementar la población de nuestros estados enemigos. Y no tenemos ninguna intención de que eso suceda.

    —Bien, al menos sabemos ya a qué atenernos —dijo Churchill—, aunque, también es verdad, de una forma un tanto vaga. ¿Tendremos acceso al Terra? Los resultados de diez años de valiosos e insustituibles estudios están en esa nave.
    —No, no podrán. Sin embargo, sus propiedades personales les serán devueltas.
    —Gracias —ironizó Churchill—. ¿Se da cuenta de que, aparte de unos pocos libros, no tenemos propiedades personales? ¿Con qué dinero contaremos mientras encontramos trabajo? ¿Y qué clase de trabajos podremos hacer nosotros en una sociedad tan primitiva como ésta?
    —La verdad es que no puedo responderles a eso —replicó Tom Tabaco—. Después de todo, han de agradecer que les hayamos dejado con vida. Hay quienes no querían que les dejáramos ni tan siquiera eso.

    Se metió dos dedos en la boca y lanzó un silbido. Apareció un hombre con un saquito en la mano.

    —Ahora, caballeros, debo irme. Asuntos oficiales me reclaman. Sin embargo, para que no puedan, por ignorancia, transgredir las leyes de esta santa nación, y también para quitarles cualquier tentación de hacerlo, este hombre les instruirá acerca de nuestras leyes y les entregará dinero suficiente para comer durante una semana, dinero que habrán de devolver cuando hayan encontrado trabajo... si es que lo encuentran. Columbia les bendiga.

    Una hora más tarde, los ocho hombres se encontraban frente al edificio hasta el que les habían escoltado. Lejos de sentirse alegres, tenían más bien un aspecto ofuscado y casi de indefensión.

    Churchill los miró a todos, y aunque se sentía como ellos, les dijo:

    —En nombre del Cielo, ¡ánimo! Hemos pasado por situaciones peores que ésta. ¿Os acordáis de cuando estábamos en Wolf 69 III, atravesando aquel gran pantano jurásico en una balsa? ¿Os acordáis de que teníamos sobre nuestras cabezas a aquel ser-globo y de que se nos habían caído al agua nuestras armas y tuvimos que regresar a la nave desarmados? Estábamos mucho peor que ahora y no teníamos este aire tan angustiado. ¿Qué ha pasado? ¿Es que ya no sois los mismos de antes?
    —Yo no estoy asustado —dijo Steinborg—. No es que hayamos perdido el valor. Es que esperábamos demasiado. Cuando aterrizábamos en planetas desconocidos, esperábamos lo inesperado y lo desastroso. Incluso lo buscábamos. Pero aquí, no sé, habíamos puesto demasiadas esperanzas... Aparte del hecho de encontrarnos indefensos. Estamos desarmados, y si nos encontramos ante una situación difícil no podremos tan siquiera tener la esperanza de poder regresar a nuestra nave y escapar.
    —¿Y por eso estáis dispuestos a dejar que las cosas marchen al azar, esperando que todo vaya bien? —dijo Churchill—. ¡En nombre de Dios! Sois unos hombres escogidos entre miles de candidatos por vuestra inteligencia, vuestra educación, vuestro ingenio y valor físico, la flor y nata de la Tierra. ¡Estáis a merced de una gente cuyos conocimientos caben de sobra en vuestro dedo meñique! ¡Deberíais ser dioses y no sois más que ratones!
    —Deja de decirnos esas cosas —dijo Lin—. Sabes muy bien que todavía estamos traumatizados. No sabemos qué hacer, y es eso lo que nos desconcierta.
    —Bueno, yo no pienso seguir dando vueltas hasta que venga algún espíritu de lo alto a iluminarme —dijo Churchill—. ¡Voy a hacer algo ahora mismo!
    —¿Y qué es exactamente lo que vas a hacer? —preguntó Yastzhembski.
    —Voy a pasearme por Washington hasta que vea algo que requiera acción. Si queréis venir conmigo, podéis hacerlo. Pero si preferís seguir vuestro camino, allá vosotros. Puedo ser vuestro jefe, pero no vuestro pastor.
    —Tú no entiendes —dijo Yastzhembski—. Seis de nosotros no somos de este continente. Yo desearía regresar a Siberia. Gbwe-hun quiere regresar a Dahomey. Chandra, a la India. Al-Masyuni a la Meca. Lin a Shanghai. Pero ello nos parece imposible. Steinborg desearía volver al Brasil. Pero si lo hiciera no encontraría más que desiertos, junglas y salvajes primitivos. De modo que...
    —De modo que habréis de permanecer aquí y hacer lo que Tabaco quiere: que nos integremos. Bien, pues eso es lo que yo pienso hacer. ¿Alguno viene conmigo?

    Churchill no se quedó a discutir más. Echó a andar por la calle sin volver ni una sola vez la vista atrás. Sin embargo, cuando llegó a la primera esquina se detuvo a mirar a un grupo de chicas y chicos desnudos que jugaban a la pelota en la calle.

    Estuvo mirándolos durante unos cinco minutos y luego prosiguió su camino. Aparentemente, ninguno le había seguido.

    Pero se equivocaba. En el momento en que se volvía para seguir andando, oyó que alguien le llamaba.

    —Espera un momento, Churchill. Era Sarvant.
    —¿Dónde están los demás? —preguntó Churchill.
    —Los asiáticos han decidido intentar regresar a sus lugares de origen. Cuando los dejé estaban todavía discutiendo si robar un barco y cruzar el Atlántico, o robar ciervos y cabalgar hasta el estrecho de Bering, desde donde cruzarían en barco hasta Siberia.
    —No sé si pensar de ellos que son los más valientes del mundo... o los más estúpidos. ¿Pueden creer en realidad que lo lograrán? ¿Y se creen que allí encontrarán mejores condiciones que aquí.
    —No saben lo que van a encontrar, pero están desesperados.
    —Me gustaría, volver y desearles buena suerte —dijo Churchill—. Pero acabaría intentando convencerles de que abandonasen la idea. Son unos hombres valerosos. Nunca lo he dudado, a pesar de haberles llamado ratones, lo hice porque intentaba animarlos. Y me temo que lo he conseguido demasiado bien.
    —Les he dado mi bendición, aunque muchos de ellos son agnósticos —dijo Sarvant—. Pero me temo que sus huesos se pudrirán en este continente.
    —¿Tú qué piensas hacer? ¿Intentarás llegar a Arizona?
    —Por lo que he podido ver de Arizona mientras girábamos en torno a la Tierra, diría que no solamente no hay allí ningún gobierno organizado, sino que no hay ni tan siquiera gente. Me gustaría ir a Utah, pero su aspecto no era mucho mejor. Incluso el Lago Salado se ha secado. No queda más que una capa de sal. Nada me impulsa, por lo tanto, a regresar allí. Y, además, aquí hay trabajo que hacer para toda una vida.
    —¿Trabajo? ¿No querrás decir rezando?

    Churchill miró incrédulo a Sarvant, como si viera por primera vez su verdadero carácter.

    Nephi Sarvant era un hombre bajo, huesudo y de piel oscura, de unos cuarenta años. La barbilla le sobresalía tanto que daba la impresión de que se curvaba hacia arriba en la punta. Sus labios eran tan finos que parecían un hilo y la nariz, al igual que la barbilla, estaba extraordinariamente desarrollada y se curvaba hacia abajo como si pretendiera encontrarse con aquélla. Sus compañeros de tripulación decían que de perfil parecía un cascanueces humano.

    Sus grandes ojos castaños eran muy expresivos, y en aquel momento parecían encendidos por una luz interior. Se le habían encendido con frecuencia durante el viaje por las estrellas, cuando ensalzaba los méritos de su iglesia como la única verdadera de la Tierra. Pertenecía á una secta conocida con el nombre de los Últimos Fieles, el núcleo estrictamente ortodoxo de una iglesia que no había sucumbido a la trivialización que habían experimentado la mayoría de las iglesias. Creencia en otro tiempo de una gente peculiar, los miembros de esta secta podían distinguirse solamente por el hecho de que los demás cristianos todavía esperaban el adviento de su iglesia. Pero el fuego espiritual había muerto.

    Sin embargo, no había sucedido esto con el grupo al que Sarvant pertenecía. Los Últimos Fieles se habían negado a adoptar los así denominados vicios de sus vecinos. Se habían reunido en un grupo en la ciudad Fourth of July, de Arizona, y desde allí habían enviado misioneros a un mundo indiferente o hedonista.

    Sarvant había sido elegido como miembro de la tripulación del Terra por ser la mayor autoridad de su tiempo en el campo de la geología. Pero había sido aceptado bajo la condición de que no hiciera proselitismo. El nunca había hecho ningún intento explícito de convertir a nadie. Pero había repartido entre sus compañeros de la tripulación el Libro de su iglesia, rogándoles únicamente que lo leyeran. Y había discutido con ellos la autenticidad del libro.

    —¡Por supuesto que me refiero a la oración! —dijo—. Este país está tan preparado para recibir el Evangelio como cuando desembarcó Colón. Te confesaré, Rud, que cuando vi la desolación que había abatido el sudoeste me sentí presa de la desesperación. Parecía que mi iglesia había sido borrada de la faz de la Tierra. De haber sido así, era muestra de que mi iglesia era falsa, porque estábamos seguros de que sería eterna. Pero oré, y una vez más la verdad llegó a mí. Quiero decir que... ¡yo todavía existo! Y por mi mediación, la iglesia puede crecer de nuevo.. crecer como nunca lo hiciera, porque esas mentes paganas, una vez convencidas de la Verdad, se convertirán en los Primeros Discípulos. El Libro se propagara como el fuego. ¿Te das cuenta? Los Últimos Fieles llevarnos algo de ventaja a los demás cristianos, porque ellos pensaban que la verdadera iglesia la poseían ya. Pero la verdadera iglesia significaba para ellos poco más que un club social. No era un camino de verdad y de vida. Era...
    —Respeto tu punto de vista —dijo Churchill—. Pero no me impliques a mí. Las cosas ya se presentan suficientemente difíciles. Bueno, vamos.
    —¿Ir? ¿Adonde?
    —A algún lugar en donde podamos cambiar los trajes que llevamos por ropas del país.

    Se encontraban en una calle llamada Conch. Iba de norte a sur, por lo que Churchill pensó que si se dirigían hacia el sur era muy probable que llegaran a la zona portuaria. Allí, a menos que las cosas hubieran cambiado mucho, habría más de una tienda en la que cambiar sus ropas y, quizás, ganar un poco de dinero con el cambio. La calle Conch, a aquella altura, era una mezcla de zona residencial y de edificios del gobierno. Las residencias se hallaban rodeadas de bellos jardines y estaban construidas con ladrillo o cemento. Eran de diversas formas y estaban pintadas de varios colores. De un solo piso, presentaban una amplia fachada, y la mayoría de ellas tenían dos alas en los ángulos derechos de las fachadas. Y, en la parte delantera, todas tenían un grueso mástil totémico, la mayoría hechos de piedra, porque la madera la reservaban para construir barcos, carros, armas y como combustible.

    Los edificios del gobierno no estaban rodeados de jardines y eran de ladrillo o mármol. Los muros eran curvos y estaban circundados por porches de altas columnas. Sobre cada una de las cúpulas se elevaba una estatua.

    Churchill y Sarvant caminaban sobre el asfaltado pavimento (no existían aceras) y de vez en cuando habían de pegarse a los edificios para no ser arrollados por los ciervos o los carros conducidos por hombres frenéticos. Los jinetes parecían ser aristócratas, porque estaban ricamente vestidos y obviamente esperaban que los viandantes se retiraran de su camino, pues en caso contrario serían pisoteados. Los conductores de carros semejaban algún tipo de correo.

    Abruptamente el aspecto de la calle se deterioró.

    Los edificios presentaban una apariencia sólida, separados por alguna que otra callejuela. Eran, evidentemente, edificios del gobierno alquilados a agentes privados, y se habían convertido en pequeñas tiendas o en viviendas. Frente a ellos jugaban niños desnudos.

    Pero no estaban tan limpios como los que habían visto antes.

    En ese momento, Churchill dio con la tienda que había andado buscando. Entró en ella, con Sarvant a sus talones. El interior de la tienda era una pequeña habitación repleta de ropas de toda especie. Tanto el escaparate como el suelo, de cemento, estaban sucios y el olor a excremento de perro inundaba la tienda. Dos perros de raza indefinida intentaron ponerse de patas sobre ambos hombres.

    El propietario era un hombre bajo, barrigudo y calvo, y llevaba dos enormes pendientes de latón. Se parecía mucho a los tenderos de cualquier otro siglo, excepto por aquel indefinido aspecto cervino peculiar de la gente de aquella era.

    —Deseamos vender nuestros vestidos —dijo Churchill.
    —¿Poseen algún valor? —preguntó el propietario.
    —Como vestidos, no mucho —contestó Churchill—. Como objetos curiosos, pueden valer mucho. Somos de la tripulación de la nave interestelar.

    Los ojillos del propietario se agrandaron.

    —¡Ah, hermanos del Héroe Solar!

    Churchill no conocía todas las implicaciones de aquella exclamación. Sabía solamente lo que Tom Tabaco había mencionado casualmente. Que el capitán Stagg se había convertido en el Héroe Solar.

    —Estoy seguro de que usted podrá vender cada una de las piezas de nuestras ropas por una buena suma. Estas ropas han estado en las estrellas, en lugares tan lejanos que si ustedes tuvieran que caminar hasta allí sin detenerse a comer o a descansar, habrían recorrido medio camino hacia la eternidad. La luz de soles lejanos y el aire de mundos exóticos están pegados en las fibras de estos trajes. Y los zapatos aún conservan restos de la tierra en donde monstruos mayores que este edificio caminaban produciendo auténticos terremotos.

    Al dueño de la tienda aquello no le impresionó.

    —Pero bueno, ¿ha tocado el Héroe Solar estas ropas? —preguntó.
    —Muchas veces. En una ocasión llevó puesta esta chaqueta.
    —¡Ahhh!

    Fue una muy significativa exclamación. Pero enseguida se dio cuenta de que su exclamación le había traicionado, mostrando a las claras su interés por aquellos objetos. Bajó los ojos y puso cara de humildad.

    —Todo eso está muy bien, pero yo soy un hombre pobre. Los marineros que frecuentan esta tienda no tienen mucho dinero. Después de pasar por las tabernas, no tienen más remedio que venir aquí a vender sus ropas.
    —Eso es probablemente cierto. Pero estoy seguro de que usted tiene contactos con gentes que pueden vender esto a patrones más ricos.

    El dueño sacó del bolsillo de su falda algunas monedas.

    —Le doy cuatro columbias por el lote.

    Churchill hizo un gesto a Sarvant y comenzó a caminar hacia la puerta. Pero antes de llegar a ella se encontró con que el dueño de la tienda le cerraba el paso.

    —Quizá pueda ofrecerle cinco columbias. Churchill señaló una falda y unas sandalias.
    —¿Cuánto vale eso? Quiero decir, ¿por cuánto lo vendería usted—Por tres peces.

    Churchill reflexionó. Una columbia debía equivaler más o menos a un billete de cinco dólares de su tiempo. Un pez era un cuarto de dólar.

    —Usted sabe tan bien como yo que va a sacar un cien por cien de beneficio. Quiero veinte columbias por todo.

    El dueño levanto las manos en un gesto de desesperación.

    —Aún sale ganando —dijo Churchill—Podría ir casa por casa por la avenida de los millonarios vendiendo esto. Pero no tengo tiempo. ¿Va a darnos veinte columbias o no? Es mi última oferta.
    —Les está quitando el pan de la boca a mis pobres hijos... pero acepto su oferta.

    Diez minutos después, los dos astronautas salían de la tienda. Llevaban sandalias y faldellines y sombreros redondos de ala. De sus anchos cinturones de cuero pendían fundas que contenían sendas navajas de acero, y cada uno tenía ocho columbias en sus bolsillos. Cada uno llevaba un saco que contenía un poncho para protegerse de la lluvia.

    —El próximo paso, los muelles —dijo Churchill—Acostumbraba a pilotar yates para los ricos durante el verano cuando estudiaba.
    —Ya sé que sabes pilotar yates —dijo Sarvant—. ¿Has olvidado que fuiste tú quien gobernaba aquella nave que robamos cuando escapamos de la prisión en el planeta Vixa?
    —Lo había olvidado —dijo Churchill—. Quiero ver qué oportunidades hay de encontrar un trabajo. Después iremos a echar una mirada por ahí. Quizá podamos saber qué ha pasado con Stagg y Calthorp.
    —Rud —le dijo Sarvant a Churchill—, ha de haber muchas más formas de encontrar trabajo además de ésa. ¿Por qué intentarlo en los barcos precisamente? Sé muy bien que posees conocimientos a más de un nivel.
    —Está bien. Ya sé que no eres un chismoso. Si encuentro un barco apropiado, podemos entregárselo a los muchachos de Yastzhembski para que puedan llegar a Asia, vía Europa.
    —Estoy muy contento de oírte decir eso —dijo Sarvant—. Llegué a pensar que te habías desentendido de ellos, que no te importaban nada. Pero, ¿cómo harás para encontrarlos?
    —¿Bromeas? —río Churchill—. Todo lo que tenemos que hacer es preguntar en el templo más cercano.
    —¿Templo?
    —Seguro. Es evidente que el gobierno va a tenernos vigilados. De hecho, los hemos tenido pegados a los talones desde que salimos de la prisión.
    —¿Dónde están?
    —No mires ahora. Hay uno, pero te lo señalaré más tarde. Sigue caminando.

    Churchill se detuvo bruscamente. Su paso se vio cortado por un círculo de hombres arrodillados sobre la carretera. Nada le impedía a Churchill dar un rodeo y seguir su camino, pero prefirió enterarse de qué hacían.

    —¿Qué están haciendo? —preguntó Sarvant.
    —Están jugando a una versión del siglo XXIX de los dados.
    —Va en contra de mis principios incluso mirar cómo juegan —dijo Sarvant—. Espero que no estés pensando en unirte a ellos.
    —Pues sí, es eso exactamente lo que voy a hacer.
    —No lo hagas, Rud —le rogó Sarvant tomando a Churchill por un brazo—. No sale nada bueno de estos juegos.
    —Capellán, no soy un miembro de tu feligresía. Probablemente estos hombres se atengan a las reglas del juego. Eso es todo lo que deseo. —Dicho y hecho, Churchill sacó tres columbias de su bolsillo y preguntó con voz profunda—: ¿Puedo participar en esta tirada?
    —Seguro —le respondió un hombre de piel oscura que llevaba un parche sobre su ojo—. Puedes jugar cuanto quieras mientras te quede dinero. ¿Acabas de desembarcar?
    —No hace mucho —dijo Churchill. Se arrodilló y puso una columbia en el suelo—. Me toca a mí, ¿eh? Vamos, pequeños. Poppa necesita un bolsillo lleno de centeno.

    Treinta minutos más tarde, un Churchill sonriente se acercaba a Sarvant con un puñado de monedas de plata.

    —El premio al pecado —dijo.

    La sonrisa desapareció de su rostro cuando oyó un ronco griterío a su espalda. Se volvió y vio que los jugadores de dados avanzaban hacia él.

    El tuerto le gritaba:

    —Espera un momento, amigo, que vamos a arreglar contigo un par de asuntos.
    —¡Eh! —le previno con disimulo a Sarvant—. Prepárate a correr. Todos esos muchachos son malos perdedores.
    — No les has hecho trampas, ¿verdad? — preguntó Sarvant nervioso.
    — ¡Por supuesto que no! Deberías conocerme mejor para pensar eso de mí. Además, difícilmente hubiera podido con ese puñado de brutos.
    — Escucha, amigo — dijo el tuerto— . Hablas de una forma muy curiosa. ¿De dónde eres? ¿De Albany?
    — De Manitowoc, Wisconsin — respondió Churchill.
    — Nunca oí hablar de ese lugar. ¿Es alguna ciudad pequeña del norte?
    — Del noroeste — dijo Churchill— . ¿Por qué quieres saberlo?
    — No nos gustan los extranjeros que ni siquiera pueden hablar correctamente en Deecee. A los extranjeros les suelen suceder cosas curiosas, especialmente cuando hacen trampas jugando a los dados. Hace solo una semana, cogimos a un marinero procedente de Norfolk que usaba la magia para controlar los dados. Le rompimos los dientes, le llevamos al puerto, y le arrojamos al agua con una piedra atada al cuello. Nadie le ha vuelto a ver.
    — Si pensabais que os estaba haciendo trampas, podíais habérmelo dicho mientras estaba jugando, ¿no?

    El marinero tuerto ignoró la respuesta de Churchill y dijo:

    — No veo que lleves ningún símbolo de ninguna hermandad. ¿A qué hermanandad perteneces?
    — Kapa Alfa Ro — dijo Churchill, al tiempo que se llevaba la mano a la funda de su cuchillo.
    — ¿Qué clase de jerga es esa? ¿Quieres decir la hermandad del Cordero?

    Churchill podía ver claramente que tanto él como Sarvant podían considerarse corderos, pero corderos para el matadero a menos que pudieran demostrar que se encontraban bajo la protección de alguna hermandad poderosa. No pensaba, en una situación como aquélla, provocar mayores problemas. Pero un resentimiento que había ido creciendo dentro de él durante las últimas seis semanas estalló con repentina furia.

    — ¡Pertenezco a la raza humana! — gritó— . ¡Y eso es mucho más de lo que puede decirse de ti!

    El marinero tuerto enrojeció. Luego comenzó a lanzar juramentos y amenazas:

    — ¡Por los pechos de Columbia, voy a arrancarte el corazón! Ningún sucio extranjero va a hablarme de esa forma!
    — ¡Atreveos a eso, ladrones! — aulló Churchill. Sacó el cuchillo de la funda, al tiempo que le gritaba a Sarvant— : ¡Corre con todas tus fuerzas!

    El tuerto había sacado también su navaja y amenazaba a Churchill con la hoja. Churchill arrojó un puñado de monedas de plata al ojo de aquel hombre, dando al tiempo un paso adelante. La palma de su mano izquierda se dirigió veloz hacia la muñeca de la mano del otro hombre que sujetaba la navaja hasta obligarle a soltarla. Luego, Churchill hundió su cuchillo en la abultada barriga del marinero.

    Sacó la navaja del cuerpo de su contrario y dio un paso atrás, preparándose para hacerles frente a los demás. Pero aquellos hombres sabían luchar suciamente como cualquier marinero. Uno de ellos extrajo un ladrillo de un montón de escombros y se lo arrojó a Churchill a la cabeza. En aquel instante, el mundo se volvió negro en torno a él, y solo fue vagamente consciente de que la sangre que brotaba de la herida de su frente le caía sobre los ojos. Cuando recobró el sentido, vio que le habían despojado de la navaja y que dos fuertes marinos le sujetaban las manos.

    Un tercer hombre, bajo y delgado, que gruñía a través de sus dientes rotos, avanzó hacia Churchill y dirigió la hoja de su cuchillo al vientre.


    V


    Peter Stagg se despertó. Se hallaba tendido sobre algo mullido y encima de él se proyectaban las ramas de un grueso roble. A través de las ramas podía ver un cielo luminoso y despejado. En las ramas del árbol había pájaros: un gorrión, un tordo... y un enorme arrendajo, que estaba sentado columpiando sus piernas desnudas y humanas.



    Las piernas eran morenas, delgadas y bellamente curvadas. El resto del cuerpo estaba cubierto con las plumas de un arrendajo gigante. Pero poco después de que Stagg abriera los ojos, el arrendajo se quitó la máscara y apareció el bello rostro de una joven morena que le miraba con sus grandes ojos. Echó las manos hacia atrás y se quitó de la espalda una trompeta que le colgaba sujeta por una cuerda. Antes de que Stagg pudiera impedírselo, ella sopló produciendo un sonido ondulante que no era otra cosa más que una llamada convenida.

    Inmediatamente, escuchó tras él un gran alboroto.

    Stagg se sentó y volvió la cabeza en dirección a donde procedía el ruido. Procedía de una multitud de gente que se concentraba al otro lado de la carretera. La carretera era una ancha vía de cemento que atravesaba campos de labranza. Stagg se encontraba a unos pocos metros del borde, sobre un montón de mantas sobre las que alguien le había depositado.

    No tenia la menor idea de cuándo o cómo había sido llevado a aquel lugar ni dónde se encontraba. Solo recordaba, y muy vívidamente, los acontecimientos anteriores a las cuatro de la madrugada; después, nada. La posición del sol indicaba que deberían ser aproximadamente las once de la mañana.

    La joven arrendajo descendió de la rama donde estaba situada; se colgó de ella durante un momento y luego saltó el par de metros que la separaban del suelo. Se incorporó y dijo:

    — Buenos días, Noble Ciervo. ¿Cómo te encuentras? Stagg gruñó y dijo:
    — Tengo todos los músculos de mi cuerpo ateridos y dolorido. Y además, un espantoso dolor de cabeza.
    — Te encontrarás bien en cuanto hayas desayunado. ¿Puedo añadir que te portaste magníficamente anoche? Nunca vi un Héroe Solar como tú. Bueno, ahora debo irme. Tu amigo, Calthorp, dijo que cuando despertaras desearías estar a solas con él durante un tiempo.
    —¡Calthorp! — exclamó Stagg. Luego gruñó de nuevo— . Es la última persona a quien desearía ver — pero la joven había cruzado ya corriendo la carretera, uniéndose al grupo de gente que estaba al otro lado.

    La blanca cabeza de Calthorp apareció tras un árbol, llevando en sus manos una gran bandeja cubierta. Sonreía, pero era obvio que trataba desesperadamente de ocultar su inquietud.

    — ¿Cómo te sientes? — preguntó.

    Stagg le preguntó lo mismo que a la joven arrendajo:

    — ¿Dónde estamos?
    — Yo diría que en el lugar que llamábamos ruta nacional U.S. 1 y que ahora llaman la Carretera de Mary. Nos encontramos a unos quince kilómetros de los actuales límites de Washington. A tres kilómetros de aquí, siguiendo la carretera hay pequeño pueblo llamado Fair Grace. Normalmente, su población es de dos mil personas, pero ahora hay unas quince mil. Las campesinas y las hijas de las campesinas de varios kilómetros a la redonda se han concentrado allí y todas están ansiosas, esperándote. Pero tú no has de hacer caso a sus llamadas. Tu eres el Héroe Solar y puedes seguir descansando o hacer lo que te plazca. Al menos, hasta la puesta del sol. Entonces habrás de hacer lo mismo que hiciste la noche pasada.

    Stagg bajó la vista y por primera vez se dio cuenta de que estaba desnudo.

    — ¿Tú me viste anoche? — miró como excusándose a su compañero.

    Fue entonces Calthorp el que bajó la vista al suelo. Luego dijo:

    — En asiento de preferencia... pero solo durante un momento. Luego me escabullí entre la multitud y me metí en una casa. Una vez allí, contemplé la orgía desde un balcón.
    — ¿Es que no tienes decencia? — dijo Stagg amargamente— . Ya fue suficientemente horrible que no pudiera ser dueño de mí mismo. No hacía falta que fueras testigo de mi humillación.
    — ¡Humillación! Sí, te vi. Soy antropólogo y ha sido la primera vez que he tenido la oportunidad de presenciar un rito de la fertilidad. Como amigo, me preocupaba por ti. Pero era innecesario; tú te cuidabas de ti mismo, y los demás también.

    Stagg le miró.

    — ¿Te estás burlando de mí?
    — ¡No lo quiera Dios! Desde luego que no. No es humor, sino asombro. Y quizás algo de envidia. Desde luego, son las astas las que te han proporcionado el impulso y la capacidad que mostraste. Me quedaría maravillado si a mí me proporcionaran una pequeña parte de lo que esas astas producen.

    Calthorp depositó la bandeja de Stagg y le quitó la tapa que la cubría.

    — He aquí un desayuno como jamás tuviste. Stagg apartó la cabeza.
    — Llévatelo. Me siento enfermo. Enfermo de cuerpo y alma por lo que hice anoche.
    — Parecía que te divertías — dijo Calthorp. Stagg lanzó un furioso gruñido y Calthorp hizo un gesto de defensa con la mano.
    — No, no he querido ofenderte. Es lo que vi, y no puedo contenerme. Anda, hombre, come. ¡Mira lo que te hemos preparado! Pan reciente, mantequilla fresca y mermelada. Miel, huevos, bacon, jamón, trucha, venado... y un tanque de cerveza helada. Y puedes repetir de todo ello, o pedir otra cosa, si lo deseas.
    — ¡Te digo que me encuentro enfermo! No podría comer nada.

    Stagg se sentó en silencio durante unos minutos, mirando hacia el otro lado de la carretera a las tiendas multicolores y a la gente que pululaba en torno a ellas. Calthorp se sentó junto a él y comenzó a fumar un gran cigarro verde.

    Repentinamente, Stagg tomó la gran jarra de cerveza y bebió un largo trago. Luego puso la jarra en el suelo, se limpió los labios de espuma con el dorso de la mano, se inclinó y tomó un tenedor y un cuchillo.

    Comenzó a comer como si fuera la primera vez que lo hacía en su vida... o la última.

    — Tengo que comer — exclamó entre bocado y bocado— . Me siento débil como un polluelo recién nacido. Mira cómo me tiemblan las manos.
    — Has de ingerir comida como para veinte hombres — dijo Calthorp— . Al fin y al cabo, te portaste como veinte hombres juntos.

    Stag se llevó una mano a las astas.

    — ¡Todavía están ahí! Pero ya no están tiesas y duras como anoche. ¡Están débiles! A lo mejor se arrugan y se secan.

    Calthorp movió la cabeza.

    — No. Cuando recobres la fuerza y aumente tu presión sanguínea volverán a estar erguidas. No son verdaderas astas. Las de los ciervos son de hueso, sin cubierta de queratina. Las tuyas parecen ser de hueso en la base, pero la parte superior es un cartílago rodeado de piel y venas.

    »No es extraño que se haya reblandecido, pues. Lo extraño es que no te hayas roto ninguna vena. O cualquier otra cosa.

    — Sean lo que sean los cuernos que me han metido en la cabeza — dijo Stagg—han de desaparecer. Aparte de sentirme débil y lacerado, me noto normal. ¡Si pudiera librarme de estos cuernos! Doc, ¿no puedes tú cortármelos?

    Calthorp agitó negativamente la cabeza, apenado.

    Stagg palideció.

    — Entonces, ¿volveré a hacerlo otra vez?
    — Me temo que sí, muchacho.
    — ¿Esta noche, en Fair Grace? ¿Y la noche siguiente en cualquier otra ciudad? Y eso... ¿Hasta cuándo?
    — Peter, lo siento. No tengo manera de saber hasta cuándo.

    Repentinamente, Calthorp aulló de dolor cuando una mano fuerte como una garra comenzó a aplastar los huesos de su muñeca.

    Stagg le soltó.

    — Lo siento, Doc. Estoy muy nervioso.
    — Bueno, sin embargo — dijo Calthorp, acariciándose tiernamente su muñeca—existe una posibilidad. Supongo que si todo este asunto ha comenzado en el solsticio de invierno, acabará en el solsticio de verano. Esto es, el 21 o 22 de junio. Tú eres el símbolo del sol. De hecho, esta gente debe considerarte como el mismísimo sol... especialmente teniendo en cuenta que apareciste un día en el cielo como una bola de fuego.

    Stagg hundió la cabeza entre las manos. Le corrían lágrimas entre los dedos y sus hombros desnudos se estremedían. Calthorp le acarició la dorada cabeza, al tiempo que las lágrimas asomaban también a sus ojos. Sabía lo terriblemente afectado que había de estar su capitán, que llegaba hasta el punto de echarse a llorar rompiendo la armadura de sus inhibiciones.

    Finalmente, Stagg se levantó y comenzó a caminar en dirección a un riachuelo cercano.

    — Voy a tomar un baño — murmuró— . Estoy lleno de inmundicia. Si he de ser un Héroe Solar, al menos seré uno limpio.
    — Ahí vienen — dijo Calthorp, señalando al numeroso grupo de gente que había estado esperando algunos metros más allá— . Tus devotos adoradores y guardianes.

    Stagg hizo un gesto.

    — Ahora me detesto. Pero anoche me gustaba lo que estaba haciendo. No tenía inhibiciones. Me encontraba viviendo el sueño secreto de todo hombre: la oportunidad ilimitada y la potencia inagotable. ¡Yo era un dios!

    Se detuvo y tomó de nuevo a Calthorp por las muñecas.

    — ¡Regresa a la nave! Si logras entrar sin que te vean los guardianes toma un arma. Regresa y dispárame en la cabeza. ¡Es la única forma de librarme de hacerlo de nuevo!
    — Lo siento. En primer lugar, no sabría donde hallar la pistola. Tom Tabaco me dijo que habían sacado todas las armas de la nave y que las habían guardado en un lugar secreto. En segundo lugar, no puedo matarte. Mientras hay vida, hay esperanza. Lograremos salir de este lío.
    — Ya me dirás cómo — dijo Stagg.

    No tuvieron tiempo de seguir con la conversación, porque la multitud había llegado junto a ellos y los rodeaba. Se hace difícil mantener una conversación cuando trompetas y tambores atruenan en los oídos, las flautas aúllan, hombres y mujeres gritan con todas sus fuerzas y un grupo de bellas jóvenes insisten en bañarle a uno, secarle y perfumarle. En poco tiempo, la multitud logró separarles.

    Las hábiles manos de las jóvenes habían logrado, mediante masajes, desentumecer sus miembros, y al mismo tiempo que el sol se dirigía hacia su cenit, Stagg recobraba sus fuerzas. Hacia las dos había recobrado su vitalidad. Deseaba hacer algo.

    Desafortunadamente, era la hora de la siesta. La multitud comenzó a dispersarse buscando una sombra bajo la cual tumbarse.

    Unos pocos adoradores permanecieron junto a Stagg, pero, por su expresión somnolienta, Stagg se dio cuenta de que también ellos deseaban echar su siesta. Pero no podían. Eran su guardia. Eran hombres delgados y fuertes, armados de flechas y cuchillos. Unos metros más allá había algunos arqueros. Llevaban unas extrañas flechas. En vez de fuertes y anchas puntas de acero, los dardos acababan en largas agujas. No cabía la menor duda de que las puntas contenían una droga con el poder de paralizar temporalmente a cualquier Héroe Solar que pretendiera darse a la fuga.

    Stagg pensó que era una insensatez por su parte colocar una guardia. Ahora que se sentía mejor no tenía el menor deseo de escapar. Sin embargo, se preguntaba por qué hacía escasamente una hora había podido tener tan estúpida idea.

    ¿Por qué habría deseado correr y arriesgarse a ser muerto... cuando allí se le ofrecían tantas cosas para hacer?

    Comenzó a caminar por el campo, con su guardia siguiéndole a una respetuosa distancia. Había unas cuarenta tiendas levantadas sobre una pradera y mas de cien personas dormían por allí. Por el momento, Stagg no estaba interesado en ellos.

    Quena hablar con la chica encerrada en la jaula. Desde que había sido llevado a la Casa Blanca había estado preguntando quién era y por qué la tenían prisionera. Sus preguntas habían sido invariablemente contestadas con aquel irritante Lo que ha de ser será. Recordaba haberla visto mientras se aproximaba a Virginia, la Gran Sacerdotisa. Aquel recuerdo le hizo sentir una punzada de vergüenza, la que había sentido poco antes. Pero desapareció rápidamente.

    La jaula, montada sobre unas ruedas, estaba a la sombra de un plátano, y por allí cerca pastaba el ciervo que la arrastraba. No había guardias que pudieran oírles.

    La joven estaba sentada en un taburete en uno de los rincones de la jaula. Llevaba la misma gorra de jockey de la noche anterior, amplia camisa y calcetines. Tenía la cabeza baja, como si estuviera dormitando o pensando, de forma que Stagg pudo observar la jaula a su gusto.

    Había una hamaca que pendía del techo, una escoba en un rincón, y en el extremo opuesto un armario clavado en el suelo. Debía contener artículos de aseo, porque en uno de los lados había un lavabo y toallas; junto a él, un orinal.

    Stagg dedujo por su aspecto limpio y bien alimentado que no tenía necesidades físicas. Pero debía estar sufriendo mentalmente por estar expuesta a la mirada pública en todos y cada uno de los detalles de su vida.

    Volvió a leer el letrero que había sobre la jaula. «Mascota, capturada en una incursión en Caseyland». ¿Qué significaba aquello?

    Sabía que «mascota» era la palabra con que los habitantes de Deecee designaban a las vírgenes. El término «virgen» estaba reservado a las diosas doncellas. Pero había muchas cosas que no comprendía.

    — Hola — le dijo.

    La joven abrió los ojos como si hubiera despertado en aquel momento. Alzó la cabeza y le miró. Tenía unos grandes ojos negros. Su piel era blanca, y se hizo todavía más blanca cuando le vio.

    Inmediatamente volvió la cabeza.

    — Hola — repitió Stagg— . ¿Puedo hablar contigo? No deseo hacerte daño.
    — Yo no quiero hablar contigo, animal — le replicó con voz trémula— . Vete.
    — ¡Animal! ¿Yo qué te he hecho?

    Había dado unos pasos hacia la jaula, pero se detuvo.

    No había la menor duda de que ella había sido uno de los testigos de la noche, anterior. Pero aunque mantenía la cabeza vuelta y los ojos bajos, aquello no podía impedir que le escuchara. Y la curiosidad haría que, inevitablemente, abriera los ojos, al menos durante breves instantes.

    — No soy culpable de lo que sucedió — dijo Stagg— . Los culpables son ellos, no yo — dijo tocándose las astas— . Ellos hacen de alguna forma que yo no sea consciente de lo que hago ni pueda dominarme.
    — Vete — dijo ella— . No quiero hablar contigo. Eres un demonio.
    — ¿Lo dices porque no estoy vestido? — preguntó— . Pues me pondré una falda.
    — ¡Vete!

    Uno de los guardianes se dirigió hacia él.

    — Gran Ciervo, ¿deseas a esa mujer? La tendrás, no lo dudes. Pero no ahora. No antes de que finalice el viaje. Después la Gran Madre Blanca te la entregará.
    — Solo quiero hablar con ella. El guardia sonrió.
    — Un poco de fuego aplicado a su lindo rostro podría hacerla hablar. Pero, desafortunadamente, no se nos permite torturarla... todavía.

    Stagg se volvió.

    — Ya encontraré yo la forma de hacerla hablar. Pero más tarde. Ahora quiero más cerveza helada.
    — Enseguida, Señor.

    El guardián, sin preocuparse de que iba a despertar a todo el campamento, sopló insistentemente su silbato. Una joven salió corriendo hacia ellos desde una de las tiendas.

    — ¡Cerveza fría! — gritó el guardia.

    La joven corrió de nuevo hacia la tienda y regresó rápidamente con una bandeja en la que había una inmensa jarra de cerveza, empañada por lo frío de su contenido.

    Stagg cogió la jarra sin darle las gracias a la joven y se la llevó a la boca. No la bajó hasta que estuvo vacía.

    — ¡Ahhhh! Estaba buena — dijo roncamente— . Pero la cerveza le hincha a uno el estómago. ¿No tienes un poco de rayo con hielo?
    — Por supuesto, Señor.

    La muchacha volvió de la tienda con una copa de plata llena de trozos de hielo y otra con un claro whisky. Vertió el rayo en la copa de los hielos y luego se la ofreció a Stagg.

    Este bebió la mitad de su contenido antes de depositar la copa de nuevo sobre la bandeja.

    El guardián comenzó a alarmarse.

    — ¡Gran Ciervo, si continúas así tendremos que llevarte a Fair Grace!
    — Un Héroe Solar puede beber como diez hombres juntos — dijo la muchacha—y, sin que ello sea impedimento, satisfacer a diez mascotas en una noche.

    Stagg soltó una sonora carcajada.

    — Pues claro, mortal, ¿no sabías eso? Además, ¿de qué me sirve ser el Gran Ciervo si no puedo hacer exactamente lo que quiero?
    — Perdóname, Señor — suplicó el guardián— . Lo dije solo porque sé lo ansioso que está el pueblo de Fair Grace de recibirte. El año anterior, como ya sabes, el Héroe Solar era un Macho Cabrío. Este tomó otra carretera que partía de Washington. La gente de Fair Grace no pudo acudir a las ceremonias. Por ello, se sentirían muy mal si no aparecieras por alguna razón, por allí.
    — No seas loco — dijo la joven— . No deberías hablarle así al Héroe Solar, ¿Y si enloquece y decide matarte? Ya sabes que eso ha pasado antes.

    El guardián palideció.

    — Con tu permiso, Señor, voy a regresar junto a mis compañeros.
    — ¡Anda, ve! — dijo Stagg soltando una carcajada. El guardián se dirigió a buen paso hacia un grupo que se encontraba unos metros más allá.
    — Me siento de nuevo hambriento — dijo Stagg— . Tráeme comida. Mucha comida.
    — Sí, Señor.

    Stagg se sentía travieso. Comenzó a dar vueltas por el campamento. Entonces se encontró con un hombre grueso de pelo gris, roncando en una hamaca tendida entre dos trípodes. Stagg le dio la vuelta a la hamaca y el hombre gordo fue a parar con todo su volumen al suelo. Rugiendo de risa, comenzó a recorrer a grandes zancadas el campamento, gritando en los oídos de todos los durmientes con que topaba a su paso. Todos ellos se incorporaron con los ojos desorbitados y el corazón latiéndoles aceleradamente por el susto. Riendo a mandíbula batiente, Stagg agarró la pierna de una joven y comenzó a hacerle cosquillas en la planta del pie. Esta comenzó a lanzar risotadas y a llorar al mismo tiempo, rogándole que la dejara. Su novio se hallaba junto a ella, pero no hizo nada por ayudarla. Obviamente hubiera deseado hacer algo, porque sus puños estaban crispados. Pero hubiera sido una blasfemia interferir con el Héroe Solar.

    Stagg levantó la vista y le vio. Frunció el ceño, dejó a la muchacha y se puso de pie. En aquel momento, la joven a la que había enviado a buscarle más comida llegó con la bandeja. Sobre ella había dos jarras de cerveza. Stagg tomó una de ellas y la vació tranquilamente sobre la cabeza del muchacho. Las dos chicas se echaron a reír, lo cual pareció constituir una señal para todo el campamento. Todo el mundo comenzó a gritar.

    La muchacha que había traído la bandeja tomó la otra jarra y la derramó sobre el hombre gordo que poco antes había sido arrojado de su hamaca. El frío líquido le chorreó hasta los pies. Corrió hacia su tienda y regresó con un pequeño barrilito de cerveza. Lo levantó y roció a la joven con su contenido.

    La fiesta del baño de cerveza se extendió por todo el campamento. No había una sola persona en la pradera que no estuviera empapada de cerveza o de whisky, a excepción de la mujer de la jaula. Incluso el propio Héroe Solar estaba mojado. Se rió cuando sintió el frío líquido por su cuerpo y corrió para buscar más. Pero mientras lo hacía se le ocurrió una nueva idea. Comenzó a derribar las tiendas de forma que caían aprisionando a sus ocupantes. Gritos de angustia surgieron del interior de las tiendas derribadas. Los demás comenzaron a imitar a Stagg, y en poco tiempo no quedó una sola tienda en pie en toda la pradera.

    Stagg miró a la joven que le servía y a la que había hecho cosquillas.

    — Vosotras habéis de ser mascotas — dijo— , de lo contrario no iríais semidesnudas. ¿Cómo es que no os hice caso anoche?
    — No éramos lo suficientemente bellas para la primera noche — dijo una de ellas.
    — Los jueces deben estar ciegos — gruñó Stagg— . ¡Pienso que sois las mujeres más bellas y deseables que jamás haya visto!
    — Agradecemos tus palabras — dijo la otra— . Pero no solo es la belleza lo que permite a una mujer ser elegida como novia del Héroe Solar, Señor. Temo decir esto por miedo a lo que puede suceder si una sacerdotisa llega a oírme, pero la verdad es que si tu padre es rico y bien relacionado, las oportunidades de ser escogida son mucho mayores.
    — Entonces, ¿por qué habéis sido elegidas para estar a mi alrededor?
    — Somos las segundas ganadoras, Señor. Estar cerca de ti ahora no es un honor tan grande como estarlo la primera noche en Washington. Sin embargo, es un gran honor. Tenemos la esperanza de que esta noche, en Fair Grace... Ambas le miraron con los ojos muy abiertos. Los fuertes latidos de su corazón habían hecho enrojecer sus mejillas.
    — ¿Por qué esperar hasta la noche? — preguntó Stagg.
    — La costumbre es no hacer nada hasta que comienzan los ritos, Señor. Por otra parte, la mayoría de los Héroes Solares no se recobran de la noche anterior hasta el siguiente atardecer...

    Stagg tomó otro trago. Luego tiró la jarra vacía al aire, tan alto como pudo, y se echó a reír.

    — ¡Yo soy un Héroe Solar como nunca habéis tenido! ¡Soy un auténtico Stagg!

    Tomó a ambas jóvenes por la cintura y, una en cada brazo, las llevó al interior de la tienda.


    VI


    Churchill se levantó de nuevo e intentó tumbarle los pocos dientes que le quedaban al marinero que le había agredido. Pero la herida producida por el ladrillo había sido más grave de lo que pensaba. Apenas podía sostenerse en pie.



    — ¿Aún no tienes bastante? — chilló Snaggle-Tooth.

    Había dado un salto atrás ante el movimiento amenazador de Churchill. Pero cuando vio su debilidad, avanzó confiadamente apuntando con su navaja el pecho de Churchill.

    Se oyó un grito y un hombrecillo dio un salto y e interpuso su brazo en el camino de la hoja. Sobre la palma abierta de la mano apareció un punto rojo, que se repitió en el reverso de ésta.

    Era Sarvant, que había tomado torpes pero efectivas medidas para salvar a su amigo de la muerte.

    La navaja se detuvo solo por un instante. Otro de los marineros empujó a Sarvant tan violentamente que le hizo caer de espaldas, con la navaja aún clavada en su mano. Luego, el marinero se dirigió hacia su objetivo original.

    Pero se detuvo, porque un silbato llegó casi hiriente a sus oídos. El que lo había hecho sonar blandió una garrota de pastor y puso su extremo curvo en torno al cuello esquelético del marinero.

    El hombre del silbato iba vestido de azul vivo, y tenía unos combativos y luminosos ojos azules. Pero estos ojos eran también gélidos.

    — Estos hombres están protegidos por Columbia — dijo— . Vosotros dispersaos, o de lo contrario seréis colgados por el cuello en diez minutos. Y no intentéis vengaros más tarde de ellos. ¿Comprendido?

    La curtida piel del rostro de los marineros palideció. Asintieron y luego echaron a correr.

    — Le debo la vida — dijo Churchill agradecido— . ¿Cómo podría agradecérselo?
    — Se la debes a la Gran Madre Blanca — respondió el hombre vestido de azul— . Ella te lo cobrará si así lo desea. Yo soy simplemente Su sirviente. Durante las próximas cuatro semanas, estaréis bajo Su protección. Espero que demostréis ser dignos de ella.

    Miró la mano herida de Sarvant.

    — Creo que le debes también a ese hombre la vida. Aunque ha sido solo el instrumento de Columbia, ha sido un buen instrumento. Ven conmigo. Te curaremos la mano.

    Comenzaron a caminar tras él a lo largo de la calle. Churchill sostenía a Sarvant, que se quejaba de dolor.

    — Este es el hombre que nos estaba siguiendo — dijo Churchill— .. Afortunadamente para nosotros. Y... gracias.

    La cara de Sarvant perdió su gesto de dolor y adquirió otro de éxtasis.

    — Estaba contento de hacer eso por ti, Rud. Es algo que haría de nuevo, aun sabiendo que resultaría otra vez herido. Me siento justificado con ello.

    Churchill no supo qué responder a aquellas palabras, y no dijo nada.

    Caminaron en silencio hasta que salieron de la zona del puerto y llegaron a un templo situado en el extremo opuesto de la calle. Su guía les introdujo en el frío interior. Allí, se dirigió a una sacerdotisa ataviada con un largo vestido blanco y le dijo algunas palabras; la mujer los condujo a una habitación pequeña. Se le dijo a Churchill que esperara mientras se llevaban a Sarvant.

    Churchill no se opuso. Estaba seguro de que no tenían malas intenciones con respecto a Sarvant... por el momento.

    Caminó arriba y abajo durante una hora. La habitación estaba fresca y oscura; y había un gran reloj de arena sobre una mesa.

    Estaba dándole la vuelta al reloj de arena cuando reapareció Sarvant.

    — ¿Qué tal la mano? — preguntó Churchill.

    Sarvant la levantó para que el otro la viera. No llevaba vendas. El agujero estaba cerrado, y una película transparente cubría la herida.

    — Me han dicho que puedo usarla ya para cualquier tipo de tarea — dijo Sarvant con tono asombrado— . Rud, puede que esta gente esté atrasada en muchos aspectos, pero por lo que respecta a la biología no tienen rival. La sacerdotisa me ha dicho que esta fina película es una seudocarne que regenerará la herida como si nunca hubiera existido. Me hicieron una transfusión sanguínea, y me dieron unos alimentos que me han llenado de energía. Pero no ha sido gratis — concluyó— . Me han dicho que me pasarán la cuenta.
    — Tengo la impresión de que esta cultura no tolera a los desarraigados — dijo Churchill— . Será mejor que nos busquemos algún tipo de trabajo, y pronto.

    Dejaron el templo y reemprendieron su interrumpido viaje hacia los muelles. Esta vez pasaron sin incidente por el río Potomac.

    Los muelles se extendían por al menos dos kilómetros. Había numerosas naves, muchas ancladas en el mismo río.

    — Parece un cuadro de un puerto de principios del diecinueve — dijo Churchill— . Embarcaciones de todo tipo y tamaño. No creo que haya buques a vapor, aunque la verdad es que nada nos autoriza a presuponer que esta gente no sepa construirlos.
    — Las reservas de carbón y petróleo estaban agotadas mucho antes de que dejáramos la Tierra — dijo Sarvant— . Podrían quemar madera, pero tengo la impresión de que, aunque no hay escasez de árboles, solo los cortan lo indispensable. Y es evidente que han olvidado las técnicas termonucleares, o tal vez hayan suprimido ese conocimiento.
    — El viento no es un medio de propulsión muy rápido — dijo Churchill—pero es gratis y te puede llevar a tu destino en un tiempo razonable. ¡Mira, ahí llega un bonito barco!

    Señaló un yate de un solo mástil, de blanca quilla y vela roja. Estaba entrando en un embarcadero, precisamente en el dique sobre el que ellos se hallaban.

    Churchill descendió los largos escalones hacia el embarcadero. Le gustaba charlar con los marineros, y la gente de aquel yate parecía del tipo de personas para las que había trabajado durante sus vacaciones escolares.

    Al timón había un hombre fornido y de cabello gris, de unos cincuenta y cinco años. Los otros dos, un chico y una chica, parecían sus hijos. El hijo era alto y bien parecido, rubio y de unos veinte años; su hermana era una joven de busto desarrollado, largas piernas, y un rostro muy hermoso enmarcado en largo cabello de color miel. Podía tener de dieciséis a dieciocho años. Llevaba pantalones acampanados y una corta chaquetilla azul. Iba descalza.

    La joven estaba de pie en la proa del barco, y al ver a los dos hombres esperando en el embarcadero sonrió y dijo:

    — ¡Coge esta cuerda, marinero!

    Luego rebuscó en su bolsillo y le lanzó a Churchill una moneda.

    — Tenga, amigo, por su ayuda.

    Churchill examinó la moneda. Era una columbia. Si aquella gente daba tan generosas propinas por un servicio tan pequeño, valía la pena trabar amistad con ellos.

    Lanzó de nuevo la moneda a la joven, que, sorprendida, la cogió al vuelo diestramente con una sola mano.

    — Gracias — dijo Churchill— , pero no soy un sirviente. La chica agrandó los ojos, y Churchill vio que eran de un oscuro azul grisáceo.
    — No queríamos ofenderle — dijo. Tenía una hermosa voz aterciopelada.
    — No me han ofendido en absoluto — aseguró Churchill.
    — Veo por su acento que no es usted de aquí — dijo ella— . ¿Le molestaría que le preguntara de dónde es?
    — Por supuesto que no. Nací en Manitowoc, una ciudad que ya no existe desde hace varios siglos. Mi nombre es Rudyard Churchill, y mi amigo es Nephi Sarvant. Nació en Mesa, Arizona. Tenemos ochocientos años, aunque estamos bastante bien conservados para nuestra edad.
    — ¡Oh, los hermanos del Héroe Solar!
    — De la tripulación de la nave del Capitán Stagg; sí — Churchill estaba encantado de causar tan fuerte impresión.

    El padre les saludó con la mano, y por este gesto Churchill se dio cuenta de que Sarvant y él habían sido aceptados como iguales, al menos por el momento.

    — Yo soy Res Whitrow. Este es mi hijo Bob, y ella mi hija, Robin.
    — Posee un bonito barco — dijo Churchill, que sabía que aquélla era la mejor forma de estimular la conversación.

    Res Whitrow comenzó entonces, efectivamente, a explicar las virtudes de su navío, mientras su hijo añadía comentarios entusiásticos. Tras un rato de conversación se produjo una pausa, pausa que aprovechó Robin para decir casi sin aliento:

    — Oh, deben de haber visto ustedes tantas cosas, cosas maravillosas, si es cierto que han estado en las estrellas. ¡Me gustaría mucho que me hablaran de ellas!
    — Sí, — dijo Whitrow— , a mí también me gustaría mucho escucharles. ¿Por qué no aceptan ambos ser mis huéspedes esta noche? A no ser, claro está, que ya tengan algún compromiso.
    — Nos sentimos muy honrados — dijo Churchill— . Pero me temo que no estamos adecuadamente vestidos para sentarnos a su mesa.
    — No se preocupen por eso — dijo sinceramente Whitrow— . Yo me encargaré de que vistan como corresponde a los hermanos del Héroe Solar.
    — Quizá usted pueda decirme qué le ha pasado a Stagg — dijo Churchill.
    — ¿Quiere decir que no lo sabe? Ah, claro, supongo que no. Podremos hablar de ello esta noche. Evidentemente, hay algunas cosas que ustedes desconocen acerca de esa Tierra que ustedes abandonaron hace tanto tiempo. ¡Parece mentira! ¡Ochocientos años! ¡Columbia nos proteja!

    Robin se había quitado la chaqueta y estaba desnuda de cintura para arriba. Poseía un busto magnífico, pero no parecía más orgullosa de ello que de cualquiera de sus otros atributos. Es decir, sabía que era atractiva, pero no permitía que aquel conocimiento interfiriera con su gracia de movimientos ni exhibía ningún tipo de coquetería.

    Sarvant parecía estar muy afectado, porque no quería dirigir su mirada hacia ella, si no era durante muy breves intervalos. A Churchill le extrañó. Sarvant, pese a que condenaba la forma de vestir de las vírgenes de Deecee, no parecía azorado cuando caminaban por las calles de la ciudad. Quizás fuera que podía mirar a las otras muchachas de forma impersonal, como si fueran salvajes nativas de un país extranjero. Pero aquella situación era demasiado personal.

    Ascendieron por las escaleras del muelle, al final de las cuales les aguardaba un carruaje. Estaba tirado por dos grandes ciervos rojizos, y junto al conductor había dos hombres armados sobre una pequeña plataforma.

    Whitrow y su hijo se sentaron e invitaron a Sarvant a que se sentara junto a ellos. Robin se sentó sin vacilar junto a Churchill, y muy cerca de él. Uno de sus pechos estaba junto a su brazo. Churchill sintió que un calor le subía desde el brazo a la cara, y se maldijo a sí mismo por exteriorizar lo mucho que la joven le impresionaba.

    La marcha del carruaje atravesando las calles era rápida, importándole muy poco al conductor que los peatones tuvieran tiempo de apartarse o sufrieran las consecuencias de su poca agilidad. En quince minutos habían dejado atrás los edificios de gobierno y se hallaron en un distrito reservado a los ricos y poderosos. Luego doblaron para tomar un sendero de guijarros y se detuvieron ante una enorme casa blanca.

    Churchill saltó del carro y le tendió una mano a Robin para ayudarla. Ella sonrió y dijo:

    — Gracias. — Pero él estaba contemplando el enorme palo totémico que se levantaba en el jardín. Tenía cabezas estilizadas de varios animales, pero la que más se repetía era la del gato.

    Whitrow se dio cuenta de lo que estaba haciendo Churchill y dijo:

    — Yo soy un León. Mi mujer y mis hijas pertenecen a la hermandad de los Gatos Monteses.
    — Precisamente me lo estaba preguntando — dijo Churchill— . Sé que el tótem es un factor poderoso en su sociedad. Pero es una idea que me resulta extraña.
    — Me he dado cuenta de que no llevan nada que les identifique con alguna hermandad — dijo Whitrow— . Pensaba que quizás pudiera hacer algo para introducirles en la mía. Es mejor pertenecer a alguna. De hecho, no conozco a nadie, a excepción de ustedes, que no pertenezca a ninguna.

    Fueron interrumpidos por cinco muchachos que salieron de la entrada principal y se precipitaron, afectuosamente hacia su padre. Whitrow hizo las presentaciones de aquellos chicos y chicas desnudos, y a continuación, cuando llegaron al porche, les presentó a su mujer, una mujer gruesa, de mediana edad, que debía haber sido en otro tiempo muy hermosa.

    Pasaron a una pequeña antesala y luego se introdujeron en una habitación que tenía la longitud de toda la casa. Era una mezcla de living, salón de juegos y comedor.

    Whitrow encargó a su hijo Bob de que se cuidara de que los huéspedes se bañaran. Ambos penetraron en el interior de la casa, donde tomaron una ducha, y luego se vistieron con las finas ropas que Bob insistió en regalarles.

    A continuación regresaron de nuevo a la gran habitación, donde Robin les ofreció dos vasos de vino. Churchill se anticipó al rechazo por parte de Sarvant de la bebida.

    — Sé que va en contra de tus principios — le susurró— , pero olvídalos por una vez para no ofenderlos. Toma al menos un sorbito.
    — Si me permito pequeñas debilidades, luego caeré en las grandes — dijo Sarvant.
    — Está bien, compórtate como un necio — le susurró Churchill con rabia— . Pero sabes muy bien que no puedes emborracharte con un solo vaso.
    — Tocaré la copa con los labios — dijo Sarvant— . Es lo más que puedo hacer.

    Churchill estaba hambriento, pero no tanto como para no apreciar el exquisito bouquet del vino. Cuando estaba a punto de acabar el contenido de su copa, fueron llamados a la mesa. Allí Whitrow les invitó a sentarse a su derecha, el lugar de honor. A Churchill le situó junto a él .

    Robin estaba sentada enfrente de Churchill. Este se sintió feliz, porque era un verdadero placer mirarla.

    Angela, la esposa, se sentó en el otro extremo de la mesa. Whitrow dijo unas oraciones, tomó la comida y se la pasó a sus huéspedes y familia. Angela habló mucho, pero nunca interrumpía a su marido. Los chicos, aunque cuchicheaban entre sí, tuvieron buen cuidado de no molestar a su padre. Incluso la veintena larga de gatos que se paseaban por la habitación se mostraron bien educados.

    La mesa no correspondía, por cierto, a un lugar donde la comida estaba estrictamente racionada. Además de los habituales frutas y vegetales, había venado y filetes de cabra, pollo y pavo, jamón, langosta y hormigas. Los criados iban llenando constantemente las copas vacías de vino y cerveza.

    — Estoy muy interesado en escuchar el relato de su viaje por las estrellas — dijo cortésmente Whitrow— . Pero hablaremos de ello más tarde. Durante la comida voy a hablarles de nosotros, para que nos conozcan y se sientan a gusto.

    Whitrow introducía en su boca grandes trozos de comida y, mientras masticaba, iba hablando. Había nacido en una pequeña granja situada al sur de Virginia, no lejos de Norfolk. Su padre era un hombre honorable, porque criaba cerdos, y como todos sabían, a excepción, quizás, de los hombres de las estrellas, un hombre que posee cerdos es muy respetado en Deecee.

    Sin embargo. Whitrow no se ocupaba de cerdos. A él le gustaban los barcos, y tan pronto como acabó sus estudios dejó la granja y se fue a Norfolk. Los estudios de Whitrow debieron costarle a su padre una suma muy considerable, porque la educación no era ni obligatoria ni gratuita. La gran masa del pueblo eran analfabetos.

    Whitrow hizo su aprendizaje como marino en un barco pesquero. A los pocos años había ahorrado el dinero suficiente para regresar al colegio. Pero esta vez en Norfolk, y se dedicó a enseñar náutica. Por las anécdotas que contó de su estancia allí Churchill averiguó que utilizaban aún la brújula y el sextante.

    Whitrow, aunque era un hombre dedicado a la navegación, no se había iniciado en ninguna hermandad de marineros. Desde su juventud había puesto su mirada en metas superiores. Sabía que la hermandad más poderosa de Washington era la de los Leones. No era fácil pertenecer a esa hermandad siendo un joven relativamente pobre, pero tuvo un golpe de suerte.

    — La propia Columbia me puso bajo su protección — dijo. Luego golpeó la mesa tres veces— . No me estoy vanagloriando, Columbia; únicamente me propongo demostrar a estos hombres Tu poder.

    »Sí, no era más que un marino vulgar, pese a estar graduado en Matemáticas en el Norkfolk College. Necesitaba el aval de un hombre rico para conseguir un nombramiento como profesor oficial. Y logré un protector. Sucedió cuando estaba en el mercante Petrel, rumbo a Miami, en Florida. Los floridenses acababan de perder una batalla naval y estaban negociando la paz. Nuestro barco era el primero de Deecee que llevaba mercancías a Florida en diez años. Los floridenses deberían recibir con alegría nuestros productos, aunque les repugnaran nuestras caras. Sin embargo, durante el viaje fuimos atacados por piratas karelianos.

    Churchill creyó en un principio que los karelianos debían ser los habitantes de las Carolinas, pero, por los detalles que Whitrow le estaba dando, hubo de desechar tal hipótesis. Tuvo entonces la impresión de que eran gentes venidas del otro lado de los mares. Si ello era cierto, entonces los americanos no estaban tan aislados como había supuesto.

    Las naves karelianas rodearon el bergantín mercante y lo abordaron. Durante el combate que siguió, Whitrow tuvo la oportunidad de salvar a un rico pasajero de ser partido en dos por la espada de un kareliano. Los piratas fueron rechazados, aunque con graves pérdidas por parte del mercante. Todos los oficiales habían muerto y Whitrow tomó el mando de la nave. En lugar de regresar, llevó el barco a Miami y vendió la carga con saneados beneficios.

    A partir de ese momento, su ascensión fue rápida.

    Se le entregó un barco. Como capitán tenía muchas posibilidades de hacer una buena fortuna. Pero, además, el hombre cuya vida había salvado estaba en el mundo de los negocios de Washington y Manhattan, y le concedió diversas oportunidades financieras a Whitrow.

    — Visitaba frecuentemente su casa — dijo Whitrow—y fue allí donde conocí a Angela. Cuando me casé con ella me convertí en el socio de su padre. Y aquí me ve, dueño de quince grandes barcos mercantes y una buena cantidad de granjas, y padre amante de unos muchachos sanos y hermosos; puede que Columbia desee seguir haciéndome más próspero.
    — Brindo porque sea así — dijo Churchill, y bebió otro vaso de vino. Era el décimo. Había hecho un esfuerzo por controlarse, ya que deseaba mantener su ingenio despierto. Pero su anfitrión insistía constantemente en que bebiera y el huésped bebió. Sarvant se había negado a ello. Whitrow no dijo nada, pero ya no le dirigió más la palabra, salvo cuando Sarvant le hablaba directamente.

    Por entonces la mesa se había convertido ya en un hervidero de voces. Los hijos bebían vino y cerveza, incluso el más pequeño, que no tenía más de seis años. Ya no hablaban entre susurros, sino que reían ruidosamente, especialmente cuando Whitrow se puso a contar unos chistes que hubieran hecho las delicias de Rabelais. Incluso los sirvientes, que permanecían de pie detrás de las sillas, reían hasta el punto de correrles las lágrimas por las mejillas y dolerles los costados.

    Aquella gente tenía pocas inhibiciones visibles. Comían ruidosamente y no les importaba hablar con la boca llena. Cuando el padre eructaba ruidosamente, los hijos se esforzaban por superarle.

    Al principio, ver a la encantadora Robin comer como un cerdo había desagradado a Churchill. Se dio cuenta del abismo que los separaba, un abismo que no era solo de años. Pero tras su quinto vaso de vino pareció perder su repulsión. Se dijo que la actitud de aquella gente hacia la comida era mucho más sana que la de su tiempo. Además, las actitudes en la mesa no eran intrínsecamente buenas ni malas. Eran las costumbres de los países las que determinaban lo que era aceptable y lo que no lo era.

    Sarvant no parecía pensar del mismo modo. A lo largo de la comida se fue quedando cada vez más silencioso, y al final ni siquiera levantaba los ojos de su plato.

    Whitrow era cada vez más ruidoso. Cuando su mujer pasó junto a él mientras se dirigía a la cocina a ordenar unas cosas, le propinó un fuerte, aunque afectuoso, azote en su inmenso trasero. Se echó a reír y dijo que se estaba acordando de la noche en que Robin había sido concebida, y a continuación procedió a entrar en detalles acerca de lo sucedido aquella noche.

    Bruscamente, en medio del relato, Sarvant se levantó y salió de la casa. Tras él dejó un silencio absoluto.

    Finalmente, Whitrow dijo:

    — ¿Está enfermo su amigo?
    — En cierto modo, sí — respondió Churchill— . Procede de un lugar donde hablar del sexo es tabú. Whitrow estaba sorprendido.
    — Pero... ¿cómo es posible? ¡Qué costumbre tan curiosa!
    — Supongo que ustedes tienen sus propios tabúes — dijo Churchill—que deben resultarle a él igualmente curiosos. Si me excusa, voy a preguntarle qué es lo que intenta hacer; yo volveré después.
    — Dígale que vuelva. Me gustaría observar de nuevo a un hombre que piensa de una forma tan extraña.

    Churchill encontró a Sarvant en una situación muy peculiar. Estaba encaramado aproximadamente en el centro del matil totémico, agarrado a la cabeza de uno de los animales para no caerse.

    Churchill vio la escena a la luz de la luna e inmediatamente regresó al interior de la casa.

    — ¡Ahí fuera hay una leona! ¡Está atacando a Sarvant!
    — Oh, debe ser Alice — dijo Whitrow— . La soltamos cuando anochece para asustar a los ladrones. Le pediré a Robin que se ocupe de ella. Robin y su madre dominan a los grandes felinos mucho mejor que yo. Robin, ¿quieres encerrar a Alice en su cubil?
    — Prefiero que se quede conmigo — dijo Robin. Luego añadió, dirigiéndose a su padre— : ¿Qué te parece si el señor Churchill me acompaña al concierto ahora? Puede hablar contigo después. Estoy segura de que aceptará tu invitación de que sea nuestro huésped por tiempo indefinido.

    Parecía que algo pasaba entre el padre y la hija. Whitrow sonrió maliciosamente y dijo:

    — Por supuesto. Señor Churchill, ¿aceptaría ser mi huésped? Estaremos encantados de tenerle con nosotros hasta que desee partir.
    — Es para mí un honor — respondió Churchill— . ¿La invitación incluye a Sarvant?
    — Si él lo desea. Pero no estoy seguro de que se encuentre a gusto entre nosotros.

    Churchill abrió la puerta y dejó paso a Robin. Ella salió sin vacilación y cogió a la leona del collar.

    — Sarvant, baja — llamó Churchill— . No es el momento de arrojar a un cristiano a los leones. Con desconfianza, Sarvan bajó del tótem.
    — Me cogió por sorpresa. Era lo último que esperaba encontrarme.
    — Nadie te acusa de intentar ponerte a salvo — dijo Churchill— . Yo hubiera hecho lo mismo. Un león es algo con lo que no puede uno andarse con contemplaciones.
    — Aguarde un minuto — dijo Robin— . Voy a coger una correa para llevar a Alice.

    Acarició la cabeza de la leona y la rascó bajo la barbilla. El enorme felino ronroneó tan fuerte como si una tormenta se estuviera acercando, y luego, a una orden de su dueña, la siguió en su camino hacia la casa.

    — Muy bien, Sarvant — dijo Churchill— . ¿Por qué te escapaste como el pájaro del proverbio? ¿No sabes que podías haber ofendido seriamente a nuestros anfitriones? Afortunadamente, no parece que haya sido así. Has podido echar por tierra la oportunidad más afortunada que podamos tener en mucho tiempo.

    Sarvant le miró malhumorado.

    — ¿No esperarías que iba a permanecer allí sentado tolerando una conducta tan bestial? ¿Y esas obscenas descripciones de sus cohabitaciones con su mujer?
    — Eso no tiene nada de malo en este tiempo y lugar — replicó Churchill— . Esta gente es... bueno... muy basta. Pero nada más. Les divierte una buena sesión de cama, y les ¡divierte también recordarlo en una conversación.
    — Buen Dios, ¿no los estarás defendiendo? — dijo Sarvant.
    — Sarvant, no te entiendo. Viste centenares de costumbres más desagradables, incluso repulsivas, cuando estábamos en Vixa. Sin embargo, nunca te mostraste indignado.
    — Era distinto. Los vixanos no son humanos.
    — Son humanoides. Y aunque esta gente sea humana, no puedes juzgarla según nuestros puntos de vista.
    — ¿Quieres decir que te divierten sus anécdotas sobre su conducta sexual?
    — Me disgustó oírle hablar sobre la concepción de Robin.

    Pero supongo que fue porque ella estaba delante. Sin embargo, es evidente que Robin no estaba molesta en absoluto; se reía...

    — ¡Esta gente está degenerada! ¡Merecen un castigo!
    — Creía que eras un ministro del Príncipe de la Paz.
    — ¿Qué? — dijo Sarvant, obviamente sorprendido. Quedó en silencio durante un momento, y luego dijo en un tono más tranquilo:
    — Tienes razón. He reaccionado con odio en vez de con amor. Pero, después de todo, no soy más que un ser humano. Sin embargo, incluso un pagano como tú hace bien en reprocharme que hable de castigo.
    — Whitrow te invitó a volver. Sarvant movió la cabeza.
    — No, no tengo estómago para ello. Solo Dios sabe lo que podría ocurrir si paso la noche allí. No me sorprendería que me enviara a su mujer.

    Churchill se echó a reír y dijo:

    — No lo creo. Whitrow no es un esquimal. Y no creo que porque diga ciertas cosas en sus conversaciones, ello signifique que no tengan un código sexual más estricto que el que teníamos nosotros en nuestro tiempo. ¿Qué vas a hacer?
    — Voy a buscar un motel o algo parecido para pasar la noche. ¿Qué es lo que piensas hacer tú?
    — Ahora creo que Robin quiere llevarme a algún lugar fuera de la ciudad. Más tarde, pasaré la noche aquí. No quiero perder esta oportunidad. Whitrow puede ayudarnos a lograr una buena posición en Deecee. Washington no ha cambiado nada en algunos aspectos; todavía es interesante conocer a alguien influyente.

    Sarvant levantó la mano. Su rostro de cascanueces, con su enorme nariz y su barbilla curvada hacia arriba, estaba serio.

    — Dios sea contigo — dijo, y desapareció en la oscuridad de la calle.

    En aquel momento regresó Robin. Llevaba la correa en una mano, y en la otra un amplio bolso de piel. Evidentemente, en todo aquel tiempo había hecho algo más que coger una correa para el collar de la leona. Incluso a la luz de la luna, Churchill pudo darse cuenta de que se había cambiado de ropa y se había maquillado de nuevo. La joven había cambiado también sus sandalias por unos zapatos de tacón alto.

    — ¿Dónde ha ido su amigo? — preguntó.
    — A buscar algún lugar donde pasar la noche.
    — ¡Estupendo! La verdad es que no me gusta mucho. Y temía ser poco correcta si no le invitaba a venir con nosotros.
    — No puedo imaginarla siendo poco correcta... y no hace falta que derroche demasiada simpatía con él. Creo que le gusta sufrir. ¿Dónde vamos?
    — Pensaba ir al concierto, en el parque. Pero ello significaría permanecer sentados demasiado tiempo. Podríamos ir al parque de atracciones. ¿Tenían cosas así en su época?
    — Sí. Me parece interesante ver si han cambiado mucho. Pero no me importa dónde vayamos. Lo único que me importa es estar con usted.
    — Me imaginaba que yo le gustaba — dijo ella sonriendo.
    — ¿Y a qué hombre no? Pero debo admitir que estoy sorprendido de que usted parezca corresponderme. No soy ninguna maravilla; no soy mas que un pelirrojo con cara de niño.
    — Me gustan los niños — dijo ella riendo— . Pero no debería mostrarse sorprendido. Apuesto a que ha estado con cientos de chicas.

    Churchill se estremeció. No era tan insensible al lenguaje directo de los de Deecee como Sarvant creía.

    Fue lo suficientemente astuto como para no alardear de ello.

    — Puedo asegurarle — dijo—que usted es la primera mujer que he tocado en ochocientos años.
    — ¡Gran Columbia! Resulta asombroso que no haya explotado.

    La joven se echó a reír, y Churchill enrojeció. Se alegró de no estar en un lugar bien iluminado.

    — Tengo una idea — dijo ella— . ¿Por qué no salimos a navegar esta noche? Hay luna llena, y el Potomac estará bellísimo, y además así nos libraremos de este calor. Allí soplará la brisa.
    — Magnífico. Pero es un largo paseo.
    — ¡Virginia nos proteja! ¿Creyó usted que íbamos a ir andando? El carruaje nos está esperando.

    La joven buscó en un bolsillo de su falda y extrajo de él un pequeño silbato. Inmediatamente se oyó el sonido de unas pezuñas y de ruedas sobre la grava del sendero. Churchill la ayudó a subir al carruaje. La leona subió tras ellos y se echó en el suelo a sus pies.

    A una voz del cochero, el carruaje inició una veloz carrera a lo largo de la calle iluminada por la luna. Churchill se preguntaba por qué ella había querido llevar consigo a la leona, ya que los dos servidores armados continuaban sobre la plataforma trasera del carruaje. Pensó que llevando a Alice se sentiría doblemente, protegida. En caso de pelea, el animal debía valer por diez hombres.

    Los tres bajaron del carruaje. Robin ordenó a los sirvientes que esperaran hasta que regresara del paseo en barco.

    Mientras caminaban hacia el embarcadero, Churchill dijo: — ¿No se aburrirán de esperarnos?

    — No lo creo. Tienen una botella de rayo blanco y un par de dados.

    Alice subió la primera al barco y se instaló en la pequeña cabina, donde probablemente esperaba que el agua no la salpicara. Churchill soltó amarras, dio un empujón y saltó a la embarcación. Luego Robin y él se ocuparon de desplegar las velas y poner a punto todo lo necesario para la navegación.

    Tuvieron una travesía deliciosa. La luna llena les proporcionaba toda la luz que necesitaban o que deseaban, y la brisa era lo suficientemente fuerte como para hinchar las velas. La ciudad era un monstruo blanco con un centenar de ojos centelleantes: las antorchas de la gente que estaba en las calles. Churchill se sentó sujetando el timón y Robin junto a él. El le contó el aspecto que tenía Washington en su tiempo.

    — Había muchas torres unidas por el aire mediante puentes y bajo tierra por multitud de túneles. Las torres se elevaban a más de un kilómetro, y profundizaban otro tanto. Por la noche, no era de noche de tan brillantes que eran las luces.
    — Y ahora todo ha desaparecido, destruido y cubierto por el polvo — dijo Robin.

    La joven se estremeció como si el pensamiento de todo aquel esplendor de piedra y acero y de los millones de personas desaparecidas le produjeran frío. Churchill la rodeó con su brazo, y como ella no se resistiera, la besó.

    Ella tampoco se resistió a esto último.

    Churchill creyó llegado el momento de arriar las velas y echar el ancla. Se preguntaba si la leona subiría a cubierta, pero pensó que Robin debía saber cómo actuar en tales circunstancias. Podía incluso suceder que él y Robin se metieran en la pequeña cabina, aunque prefería permanecer en cubierta. Era posible que ella no opusiera objeción alguna si se encerraban en la cabina.

    Pero no sucedió nada. Cuando él le explicó llanamente por qué deseaba arriar las velas, se enteró de que aquella noche no iba a suceder. De ninguna manera.

    Robin le hablaba con suavidad y le sonreía. Le dijo incluso que lo sentía.

    — No tienes idea de lo que me has hecho, Rud — dijo ella— . Creo que me he enamorado de ti. Pero no estoy segura de si a quien quiero es a ti o al hermano del Héroe Solar. Tú eres algo más que un hombre para mí; eres un semidiós, en cierto modo. Has nacido hace ochocientos años y has viajado a lugares tan lejanos que apenas me atrevo a pensar en ello. Para mí hay una luz en torno a tu persona que resplandece incluso cuando es de día. Pero yo soy una buena chica. No puedo permitirme hacer eso contigo... Pero sé cómo has de sentirte. ¿Por qué no vas al templo de Gotw mañana?

    Churchill no sabía de qué estaba habiéndole. Lo único que le importaba era haberla ofendido tanto que no pudiera verla de nuevo. No era solo sensualidad lo que le arrastraba hacia ella. Estaba seguro. Amaba a aquella bella joven; la hubiera deseado aunque hubiera tenido una docena de mujeres.

    — Volvamos — dijo ella— . Temo que esto pueda matar en ti tu buena disposición. Es culpa mía. No debía haberte besado. Pero deseaba besarte.
    — Entonces, ¿no te has enfadado conmigo?
    — ¿Por qué habría de hacerlo?
    — Por ninguna razón. Pero soy feliz de nuevo. Pero después de que amarraran el barco al muelle, y cuando comenzaban a subir las escaleras, él la detuvo.
    — Robin, ¿cuánto tiempo crees que pasará antes de que estés segura?
    — Mañana iré al templo. Podré decírtelo cuando regrese.
    — ¿Irás allí a pedir consejo o a algo parecido?
    — Iré a rezar. Pero no voy principalmente para eso. Deseo que una sacerdotisa me haga una prueba.
    — ¿Y después de esa prueba sabrás si deseas o no casarte conmigo?
    — ¡Por Dios, no! Tengo que conocerte mucho mejor antes de pensar en casarme contigo. No. Tengo que hacer esta prueba para saber si debo o no acostarme contigo.
    — ¿Cuál es esa prueba?
    — Si no la conoces, no debes preocuparte por ella. Pero estaré segura mañana.
    — ¿Segura de qué? — preguntó él anhelante.
    — Sabré si debo dejar de actuar como una virgen. El rostro de la joven se iluminó cuando prosiguió:
    — Sabré si llevo dentro de mí al hijo del Héroe Solar.


    VII


    Llovió durante toda la mañana en la que preparaban la fiesta en Baltimore. Stagg y Calthorp se sentaron bajo un entoldado bebiendo rayo con hielo. Stagg permaneció en silencio durante mucho tiempo y Calthorp, contrariamente a lo habitual, no hizo ningún intento por animarle.



    Finalmente, Stagg dijo:

    — ¿Sabes, Doc? Han pasado diez días desde que dejamos Fair Grace. Diez días y diez ciudades. Deberíamos haber elaborado ya un plan de huida. De hecho, si fuéramos los mismos que antes éramos, estaríamos ya muy lejos. Pero el único momento que tengo para pensar es por la mañana, y entonces estoy demasiado exhausto y magullado como para hacer nada constructivo. Por la noche no soy dueño de mí mismo. ¡Me gusta ser como soy!
    — Y yo no he hecho mucho por ayudarte, ¿verdad? — dijo Calthorp— . Me emborracho tanto como tú y por la mañana me encuentro terriblemente mal.
    — ¿Qué diablos está pasando? — exclamó Stagg— . ¿Te das cuenta de que incluso ignoro a dónde voy o qué es lo que me va a pasar cuando llego a algún sitio? ¡Realmente ignoro incluso lo que es un Héroe Solar!
    — En gran parte es culpa mía — dijo Calthorp. Hizo un gesto y tomó otro sorbo de su bebida— . No puedo ordenar mis ideas.

    Stagg miró a uno de sus guardianes, que se encontraba a la entrada de una tienda cercana.

    — ¿Supones que si le amenazo con cortarle el cuello me dirá todo lo que quiero saber?
    — Puedes intentarlo.

    Stagg se levantó de su asiento.

    — Dame aquel poncho, ¿quieres? No creo que pongan ninguna objeción a que lo lleve mientras está lloviendo.

    Se estaba refiriendo a un incidente sucedido el día anterior, cuando se puso un faldellín para ir a hablar con la chica de la jaula. Unas personas que lo vieron quedaron perplejas y luego avisaron a los guardianes. Estos rodearon a Stagg y antes de que pudiera darse cuenta de lo que intentaban, un hombre que se encontraba tras él le arrebató el faldellín. Luego el hombre corrió, perdiéndose entre los bosques.

    No volvió a aparecer en todo el día, temiendo, al parecer, la ira de Stagg, pero la lección había sido aprendida. El Héroe Solar había de mostrar su desnuda gloria a sus adoradores.

    Stagg deslizó el poncho por su cuello y caminó con los pies desnudos sobre la hierba mojada. Los guardianes salieron de sus tiendas y le siguieron, pero no se le acercaron.

    Stagg se detuvo ante la jaula. La joven, que estaba sentada, le miró y luego volvió la cabeza hacia otro lado.

    — Ahora no tienes por qué avergonzarte de mirarme — dijo— . Estoy tapado. Hubo un silencio. Después, Stagg dijo:
    — ¡En nombre del cielo, háblame! ¡Yo también soy un prisionero, y tú lo sabes! De hecho, me encuentro como si estuviera en una jaula igual que tú.

    La joven le miró con sus ojos oscuros. Se aproximó a los barrotes y pegó su rostro contra ellos.

    — Has dicho «en nombre del cielo». ¿Qué significa eso? ¿Que eres de Caseyland, como yo? ¡No puede ser! No hablas como mis compatriotas. Aunque tampoco hablas como los de Deecee... o al menos nunca he oído hablar a ninguno de ellos como lo haces tú. Dime, ¿eres un fiel de Columbia?
    — Si dejas de hablar por un momento, te lo explicaré — dijo Stagg— . Gracias a Dios que te has decidido a prestarme atención.
    — Lo has vuelto a decir — dijo ella— . No es posible que seas uno de los adoradores de esa repulsiva diosa pagana. Pero si no lo eres, ¿por qué te has convertido en un Rey Astado?
    — Esperaba que tú pudieras decírmelo. Pero si no puedes, al menos me dirás algunas otras cosas que quiero saber. Le pasó la botella.
    — ¿Quieres beber?
    — Me gustaría, sí; pero no quiero aceptar nada de un enemigo. Y no estoy segura de que no lo seas.

    Stagg apenas la comprendía. Utilizaba unas palabras similares a las de los de Deecee, pero no podía captar el sentido global de sus frases. Pero encontraba ciertas diferencias en su pronunciación, y el tono no era el de los de Deecee.

    — ¿Puedes hablar en el idioma de Deecee? — dijo— . No puedo entenderte si hablas la lengua de Caseyland.
    — Hablo el idioma de Deecee correctamente—dijo ella— . ¿Cuál es tu lengua natal?
    — Americano del siglo XXI.

    La joven dio un respingo e hizo un gesto de asombro.

    — ¿Cómo es eso?
    — Yo nací en el siglo XXI. Para ser exactos, el 30 de junio de 2030. Eso hace... espera...
    — No necesitas decírmelo — le contestó ella en su lengua de origen— . Significaría que... huy... eso es: el año 1. Después de la Desolación es el 2100, de modo que, según el cómputo de los años a la manera de Deecee, has nacido en el año 70 Antes de la Desolación. Antes de la Desolación. Pero, ¿qué importa? Los de Caseyland utilizamos la forma antigua de contar los años.

    De pronto, Stagg casi se puso bizco y exclamó:

    — ¡Tú hablas americano del siglo XXI!
    — Sí. Normalmente solo pueden hablarlo los sacerdotes, Pero mi padre es un hombre rico. Me envió a la Universidad de Boston y allí aprendí americano de Iglesia.
    — ¿Quieres decir que se ha convertido en un lenguaje litúrgico?
    — Sí. El latín se perdió durante la Desolación.
    — Creo que necesito un trago — dijo Stagg— . ¿Tú primero? Ella sonrió y dijo:
    — No he comprendido la mayor parte de lo que has dicho, pero tomaré un trago. Stagg le pasó la botella a través de los barrotes y dijo:
    — Al menos conozco tu nombre. Es Mary Voy-con-destino al-Paraíso-de-Little Casey. Pero es todo lo que he podido sonsacarles a mis guardianes.

    Mary le devolvió la botella.

    — ¡Maravilloso! Has hecho un buen deletreo. Pero has hablado de guardianes. ¿Para qué necesitas un guardián? Creí que todos los Héroes Solares eran voluntarios.

    Stagg le contó lo que le había sucedido. No tuvo tiempo de entrar en detalles, y además adivinaba por la expresión del rostro de Mary que ésta no había comprendido más que la mitad de lo que la estaba contando. Algunas veces, incluso, tuvo que esforzarse en decir algunas cosas en lenguaje de Deecee porque era evidente que Mary, aunque había estudiado Americano de Iglesia en la Universidad, no lo dominaba.

    — De modo que ya ves — concluyó—que yo soy víctima de esos cuernos. No soy responsable de lo que hago. Mary enrojeció.
    — No deseo hablar de eso. Me enferma el alma.
    — A mí también — dijo Stagg— . Por la mañana, todo va bien. Pero después...
    — ¿No podrías escaparte?
    — Seguro. Pero siempre regresaré por la noche.
    — ¡Oh, estos malditos deeceeanos! ¡Deben de haberte embrujado! Han debido introducirte un demonio que te posee hasta impedirte ser dueño de ti mismo. Si pudiéramos huir a Caseyland, un sacerdote podría exorcizarte.

    Stagg miró tras de sí.

    — Comienzan a levantar el campamento — dijo— . Nos pondremos en marcha en un minuto. Después, Baltimore. ¡Escucha! Te he contado muchas cosas de mí mismo, pero aún no conozco nada acerca de ti, ni de dónde vienes, ni cómo fue que te hicieron prisionera. Y, además, hay cosas que tú puedes aclarar de mí mismo, hablarme de lo que es un Héroe Solar.
    — Pero no entiendo por qué Cal... Ella se llevó una mano a la boca.
    — ¡Cal! ¡Te refieres a Calthorp! ¿Qué tiene que ver él con esto? ¡No me digas que ha estado hablando contigo! ¡Me dijo que no sabía nada de este asunto!
    — El ha estado hablando conmigo. Creí que te lo habría dicho.
    — ¡No me ha dicho una sola palabra! — rugió Stagg— . Por el contrario, me aseguró que no sabía de todo este asunto más que yo mismo. ¿Cómo es que ese...?

    No pudo seguir hablando. Se dio la vuelta y echó a correr.

    A medida que corría por el campo iba recobrando el habla; comenzó a gritar el nombre del pequeño antropólogo.

    La gente se apartaba a su paso, creyendo que el Gran Ciervo había enloquecido de nuevo. Calthorp salió de la tienda. Al ver que Stagg corría hacia él, echó a correr a su vez hacia la carretera. Se encontró con una pequeña valla de piedra que le interceptaba el paso, pero la atravesó de un salto. Una vez estuvo al otro lado corrió tan rápido como sus cortas piernas le permitían a través del campo, dando un rodeo a una granja que se hallaba en aquel lugar.

    Detrás de él, Stagg gritaba:

    — ¡Si te agarro, Calthorp, voy a triturarte todos los huesos del cuerpo! ¿Cómo has podido hacerme esto a mí?

    Se detuvo un momento, paralizado por su propia rabia Luego se dio la vuelta, murmurando para sí:

    — ¿Por qué? ¿Por qué?

    En aquel momento dejó de llover. Unos pocos minutos más tarde las nubes se disiparon y la luz de la luna iluminó el paisaje.

    Stagg se quitó el poncho y lo arrojó contra el suelo.

    — ¡Al diablo con Calthorp! ¡No le necesito, y nunca le he necesitado! ¡Traidor! ¡Que se vaya al diablo!

    Llamó a Sylvia, una de sus asistentes, encargada de proporcionarle la comida y la bebida. Comió y bebió como siempre lo hacía por las noches, y cuando hubo terminado, lanzó una mirada salvaje a su alrededor. Las astas, hasta aquel momento flácidas y desmayadas, se irguieron y endurecieron.

    — ¿Cuántos kilómetros hay hasta Baltimore? — preguntó hoscamente.
    — Dos kilómetros y medio, Señor — dijo Sylvia— . ¿Debo llamar a tu carruaje?
    — ¡Al diablo con el carruaje! ¡No quiero ir tan lento como él me lleva! ¡Iré corriendo hasta allí! ¡Voy a tomar la ciudad por sorpresa! ¡Estaré allí antes de que se den cuenta de ello! ¡Van a creer que el Abuelo de todos los Ciervos les está atacando! ¡Voy a causarles verdaderos estragos, voy a envilecerlos a todos! ¡Esta vez no me conformaré con las mascotas que me ofrezcan! ¡No me voy a limitar a lo que me pongan al alcance de la mano! ¡No quiero solo Miss Américas para mí! ¡Esta noche quiero a toda la ciudad!

    Sylvia estaba horrorizada.

    — Pero, Señor, las cosas no... ¡no han de hacerse así! Desde tiempo inmemorial...
    — Yo soy un Héroe Solar, ¿no? El Rey Astado, ¿verdad? ¡Pues entonces haré lo que me plazca!

    Tomó una botella de la bandeja que la joven sostenía en sus manos y comenzó a correr por la carretera.

    Al principio se mantuvo sobre el cemento. Pero aunque las plantas de sus pies se habían hecho duras como el acero, encontró demasiado áspero el pavimento y pasó a correr sobre la suave hierba junto a la carretera.

    — Es mejor así — se dijo— . Cuanto más cerca me encuentre de la Tierra Madre, mejor para mí y para lo que yo deseo. Puede que sea una absurda superstición eso de que el hombre se vivifica mediante el contacto directo con la Tierra. Pero me inclino a creer en los de Deecee. Puedo sentir la corriente que mana del corazón de la Madre Tierra, como una corriente eléctrica que recargara mi cuerpo. Y puedo sentir llegar la corriente con tal poder, con un poder tan arrollador que mi cuerpo no es lo suficientemente grande para darle cabida. Y el sobrante brota a chorros desde mi corazón, lanzándose hacia el cielo como una llamarada. Lo siento perfectamente.

    Detuvo un momento su carrera para abrir la botella y echar un trago. Se dio cuenta de que los guardianes corrían tras él, pero les llevaba por lo menos unos doscientos metros de ventaja. No poseían su velocidad y su potencia. Además de su fuerza natural poseía la que le añadían las astas. Pensó que él era, probablemente, el ser humano más fuerte que jamás había existido.

    Tomó otro sorbo. Los guardianes se aproximaban, pero estaban agotándose; su ritmo era cada vez más lento. Llevaban los arcos preparados, pero no esperaba que los disparasen mientras él se mantuviera sobre la carretera de Baltimore. Y no tenía la intención de abandonarla. Lo único que deseaba era correr sobre el curvado pecho de la Tierra y sentir la fuerza que emanaba de ella circular por su cuerpo, y sentir el éxtasis de sus pensamientos.

    Comenzó a correr de nuevo dando grandes saltos en el aire y lanzando extraños gritos. Eran gritos de puro placer, de exuberancia, de anhelos sin nombre. Hablaban el mismo lenguaje de los primeros hombres sobre la Tierra, el discurso entrecortado, caótico y compulsivo que los monos superiores debían haber formado con sus torpes lenguas cuando intentaban dar un nombre a las cosas que les rodeaban. Stagg no pretendía dar nombre a cosas. Pretendía dar nombre a sentimientos. Y estaba obteniendo un éxito tan pequeño como sus antepasados de hacía cien mil años.

    Pero, como ellos, se divertía en el esfuerzo. Y tenía conciencia de algo nunca antes experimentado, algo nuevo para él y posiblemente para todos los seres del mundo.

    Corrió hacia una mujer que iba con un hombre y un niño caminando por la carretera. Se detuvieron al verle y cuando le reconocieron se pusieron de rodillas.

    Stagg no se detuvo y comenzó a gritar:

    — Parece que estoy solo, pero no es así. La Tierra viene conmigo, que es vuestra Madre y la mía. Es mi Prometida y viene conmigo a donde yo voy. No puedo separarme de Ella. Incluso cuando viajaba a través del espacio rumbo a lugares lejanísimos, tan lejanos que se necesitaban años-luz para llegar a ellos, ella estaba conmigo. ¡Y la prueba es que he regresado para cumplir la promesa que le hice hace ochocientos años de casarme con Ella!

    Cuando acabó de hablar estaba ya lejos del grupo, pero no se preocupó de si le habían escuchado o no. Todo lo que deseaba era hablar, hablar, hablar; Y gritar, gritar y gritar. Reventar los pulmones si era preciso, pero no dejar de gritar la verdad.

    Súbitamente se detuvo. Un gran ciervo rojo que pastaba en el prado tras una valla captó su atención. Era el único macho de todo un rebaño de ciervas, y como todos los ciervos criados para carne y leche, poseía una cualidad claramente bovina. Era corpulento, de piernas cortas, cuello poderoso, y ojos estúpidos y lujuriosos. Probablemente era un purasangre, muy apreciado como semental.

    Stagg saltó la valla, pese a tener metro y medio de alto y estar hecha de piedras llenas de aristas que le habrían herido de haber fallado el salto. Cayó de pie y echó a correr hacia el ciervo. Este lanzó un bramido y pateó el suelo. Las ciervas corrieron hacia un rincón del campo y desde allí se dispusieron a presenciar lo que iba a pasar. Estaban tan asustadas que ladraban como perros, levantando tal clamor que el dueño acudió corriendo desde la granja cercana.

    Stagg corrió hacia el enorme macho. La bestia esperó hasta que el hombre estuvo a unos veinte metros. Luego bajó las astas, lanzó un bramido de amenaza y embistió.

    Stagg soltó una alegre carcajada y siguió acercándose. Midiendo con exactitud sus pasos saltó en el preciso instante en que los cuernos atacaban hacia el lugar que él acababa de ocupar. Dobló las rodillas para eludir los cuernos del animal y luego extendió las piernas de forma que sus pies aterrizaron en la base de las astas y en la parte de atrás de cuello. Una décima de segundo después el ciervo levantaba la cabeza con la intención de coger al hombre con los cuernos y lanzarlo al aire. Lo único que logró fue impulsar al hombre a lo largo de su espalda. Se detuvo en el lomo del animal. Allí, en vez de saltar al suelo, deshizo su camino con la intención de llegar al cuello del ciervo. Sin embargo, sus pies resbalaron y cayó al suelo junto a la bestia.

    El ciervo lanzó otro bramido amenazador y bajó las astas para embestir de nuevo. Pero Stagg estaba ya de pie. Al tiempo que el animal atacaba, él saltó hacia un lado, cogió con su mano una de las enormes orejas del ciervo y se le subió de nuevo a la espalda.

    El perplejo granjero vio durante los siguientes cinco minutos cómo un hombre desnudo cabalgaba sobre un semental que echaba marcha atrás, daba vueltas, resoplaba y bramaba, manteniéndose sobre su lomo pese a sus furiosas maniobras. Bruscamente, el ciervo se detuvo. Tenía los ojos desorbitados, le chorreaba saliva de su boca abierta y respiraba cansado, agitando angustiosamente sus costados en busca de más aire.

    — ¡Abre la puerta! — le gritó Stagg al granjero— . ¡Voy a montar a esta bestia hasta Baltimore como corresponde a un Rey Astado!

    El granjero abrió la puerta sin decir palabra. No iba a poner ninguna objeción a que el Héroe Solar se apropiara de su costoso ciervo. Tampoco hubiera objetado nada si el Héroe Solar hubiera querido su casa, su mujer, su hija o su propia vida.

    Stagg avanzó hacia la carretera en dirección a Baltimore. A lo lejos divisó un carruaje que se dirigía hacia la ciudad. Incluso a aquella distancia pudo percibir que se trataba de Sylvia, que se había adelantado para advertir al pueblo de Baltimore de que el Rey Astado llegaba antes de lo previsto... y sin duda para transmitir la bravata del Rey Astado de que iba a arrasar toda la ciudad.

    Stagg hubiera querido correr tras ella. Pero el ciervo respiraba aún pesadamente y tuvo que permitirle ir al paso hasta que recobrara el aliento.

    A medio kilómetro de Baltimore, Stagg golpeó al animal en los flancos con sus talones desnudos y gritó en sus orejas. Pareció comprenderle, porque comenzó a trotar y, más tarde, ante la insistencia de su jinete, a galopar. Pasó entre dos bajas colinas y súbitamente se encontró en la calle principal de Baltimore. Habría doce manzanas hasta llegar a la plaza principal donde se había congregado una gran multitud. En cuanto Stagg cruzó los límites de la ciudad, una banda de música entonó el Columbia, Gema del Océano, y un grupo de sacerdotisas se dirigió hacia el Héroe Solar.

    Junto a ellas, las mascotas que habían tenido la suficiente fortuna de ser elegidas novias del Héroe Solar se agruparon compactamente. Estaban muy bellas porque llevaban sus blancas faldas acampanadas, blancos velos de encaje y sus pechos estaban bordeados de encaje blanco. Cada una de ellas portaba un ramo de rosas blancas.

    Stagg obligó al ciervo a aminorar su carrera y a ponerse al trote para que pudiera reservar su potencia para el esfuerzo final. Se inclinó y saludó con la mano a los hombres y mujeres que llenaban la calle y gritaban fervorosamente. Se dirigió a las jóvenes que se alineaban junto a sus padres, las chicas que no habían conseguido el primer lugar en la competición para Miss América.

    — ¡No gritéis! ¡No voy a despreciaros esta noche!

    Luego el gritar de las trompetas, el tronar de los tambores y el aullar de las flautas inundó la calle. Las sacerdotisas caminaban hacia él. Llevaban túnicas de un azul brillante, el color reservado a la diosa Mary, patrona de Maryland. Según el mito, Mary era la nieta de Columbia y la hija de Virginia. Les había tomado afecto a los nativos de aquella región y les había tomado bajo su protección.

    Las sacerdotisas, unas cincuenta, caminaban alrededor de Stagg. Cantaban y arrojaban claveles delante de él, y de vez en cuando lanzaban inesperados y prolongados gritos.

    Stagg esperó hasta estar a unos cincuenta metros de ellas. Entonces golpeó al animal en los flancos con fuerza, al tiempo que le daba puñetazos en la cabeza. El ciervo bramó y luego comenzó a galopar hacia el grupo de sacerdotisas. Estas dejaron de cantar y permanecieron, atónitas, en silencio. Entonces se dieron cuenta de que el Héroe Solar no tenía la intención de detener su cabalgadura, sino que, por el contrario, aumentaba su velocidad. Entonces comenzaron a gritar y a intentar apartarse lo más rápido posible. Pero la masa compacta de la multitud se lo impedía. Y cuando intentaron huir por otro lado, adelantándose a la llegada del animal, comenzaron a entrechocar entre sí, tropezando unas con otras.

    Solo una de las sacerdotisas no huyó. Se trataba de la Suma Sacerdotisa, una mujer de unos cincuenta años que había mantenido su virginidad en honor a su diosa patrona. Estaba allí, parada, como si su coraje la hubiera pegado al suelo. Tenía una mano levantada en actitud de bendecir a Stagg, que es lo que hubiera hecho si éste hubiese llegado normalmente. Le arrojó su ramo de claveles y con la otra mano, en la que sostenía una hoz dorada, describió un símbolo religioso.

    Los claveles quedaron pisoteados bajo los cascos del ciervo. La sacerdotisa fue arrollada y cayó al suelo con la cabeza abierta.

    El choque con el cuerpo de la sacerdotisa apenas inmutó al ciervo, que pesaba como mínima una tonelada. Hundió su cabeza en una multitud sólidamente compacta de mujeres que pugnaban por salvar su vida.

    Bruscamente, el animal se detuvo como si tuviera ante él un muro de piedra; pero Stagg continuó.

    Pasó por encima del cuello y las astas del ciervo y flotó en el aire. Por un momento pareció que quedaba suspendido. Debajo de él había un grupo de sacerdotisas, tratando de salir huyendo en todas direcciones para evitar ser aplastadas por el enorme cuerpo suspendido sobre sus cabezas. Encima de él giraba una cabeza seccionada del cuerpo de su dueña; le había entrado un cuerno por la barbilla y había sido lanzada por los aires.

    Había pasado aquella ruina de color azul y estaba descendiendo sobre un campo de velos blancos, de bocas rojas tras esos velos, de blancas faldas acampanadas y desnudos pechos virginales.

    Luego cayó en aquella trampa de puntillas y carne y desapareció de la vista.


    VIII


    Peter Stagg no despertó hasta la noche del día siguiente. Con todo, fue el primero de su grupo en despertarse, a excepción de uno. Este era el doctor Calthorp, que se hallaba sentado junto a su capitán.



    — ¿Cuánto tiempo hace que estás aquí? — preguntó Stagg.
    — ¿En Baltimore? Te seguí de cerca. Vi tu carga montado en el ciervo contra la sacerdotisa... y todo lo que sucedió después.

    Stagg se sentó y lanzó un gemido.

    — Me siento como si me hubieran estirado todos los músculos del cuerpo.
    — En efecto, así ha sido. No te dormiste hasta aproximadamente las diez de la mañana. Pero has de sentir algo más que dolor muscular. ¿No te duele mucho la espalda?
    — Un poco. Siento como si algo me quemara en su parte inferior.
    — ¿Nada más? — las blancas cejas de Calthorp se enarcaron— . Bien, entonces no me queda más remedio que afirmar que las astas sirven para algo más que para segregar hormonas filoprogenitivas en tu sangre. También sirven para reparar células.
    — ¿Qué significa todo eso?
    — Significa que la noche pasada un hombre te clavó una navaja en la espalda. Sin embargo, parece ser que no te afectó demasiado, y ahora la herida esta totalmente curada. Desde luego, la navaja no penetró en tu cuerpo más de una pulgada. Debes tener unos músculos increíblemente sólidos.
    — Tengo un vago recuerdo de eso — dijo Stagg. Hizo un gesto— . Y de lo que le sucedió después al hombre.
    — Las mujeres lo despedazaron.
    — Pero, ¿por qué me atacó?
    — Parece ser que estaba mentalmente desequilibrado. No le gustó el enorme interés que mostraste por su mujer y te clavó una navaja. Por supuesto, cometió una horrible blasfemia. Las mujeres utilizaron uñas y dientes para castigarle.
    — ¿Por qué dices que estaba perturbado?
    — Porque lo estaba; al menos, desde el punto de vista de su cultura. Nadie en su sano juicio se opondría a que su mujer cohabitara con el Héroe Solar. Por el contrario, sería un gran honor, porque el Héroe Solar normalmente dedica su tiempo solamente a las vírgenes. Sin embargo, convertiste la noche anterior en algo excepcional. Te dedicaste a toda la ciudad... o lo intentaste, por lo menos.

    Stagg suspiró y dijo:

    — Anoche fue peor que nunca. ¿No hubo más personas despedazadas de lo habitual?
    — No puedes acusar de crueldad a los baltimoreanos. Fuiste tú quien empezó a hacer grandes bestialidades cuando arrollaste a aquella sacerdotisa. A propósito, ¿qué fue lo que te inspiró aquella acción?
    — No lo sé. Solo puedo decir que en aquel momento me pareció una buena idea. Creo que pudo ser mi subconsciente que me impulsaba a tomar venganza contra los responsables de esto.

    Y se tocó las astas con la mano. Luego clavó la mirada en Calthorp.

    — ¡Judas! ¿Por qué has estado ocultándome cosas?
    — ¿Quién te lo dijo? ¿Esa chica?
    — Sí. Pero no importa. Vamos, Doc, suéltalo. Aunque duela. No voy a hacerte daño. Mis astas son el signo visible de si estoy en mi juicio o no. Y ya puedes ver lo fláccidas que están.
    — Comencé a sospechar la verdadera dimensión de los acontecimientos en cuanto llegué a comprender el lenguaje — dijo Calthorp— . Sin embargo, no estuve seguro hasta que te insertaron esas astas en la cabeza. No deseaba decírtelo hasta no haber planeado algún modo de escapar. Pensé que podríamos intentar romper el cerco y salir rápidamente. Pero enseguida me di cuenta de que, aunque escaparas por la mañana, regresarías por la noche... si no lo hacías antes: Ese mecanismo biológico instalado en tu frente te proporciona una capacidad casi inagotable para generar tu semen. Y también te proporciona una compulsión irresistible a hacerlo. Te posee completamente. Eres el caso mayor de satiriasis conocido en la historia.
    — Ya sé de sobras lo que me produce — dijo Stagg impaciente— . Lo que quiero saber es qué papel estoy jugando yo, cuál es la finalidad de todo esto y por qué es necesaria toda esta rutina del Héroe Solar.
    — ¿No quieres tomar antes un trago?
    — ¡No! No voy a ahogar mis penas en alcohol. Voy a hacer algo hoy mismo. Preferiría un gran vaso de agua bien fría. Y me muero por tomar un baño, quitarme de encima todo este sudor. Pero todo ello puede esperar. Adelante con tu relato, por favor. ¡Y hazlo de una maldita vez!
    — No tengo tiempo ahora de entrar en detalles acerca del mito y la historia de Deecee — dijo Calthorp— . Eso puedo hacerlo mañana. Pero puedo dejarte perfectamente clara cuál es la posición de dudoso honor que ocupas.

    »En pocas palabras, en ti se mezclan varios papeles religiosos, el del Héroe Solar y el del Rey-Ciervo. El Héroe Solar es un hombre que se elige cada año para representar, de forma simbólica, el paso del Sol en torno a la Tierra. Sí, ya sé que la Tierra es la que gira alrededor del Sol, y también lo saben las sacerdotisas y las masas iletradas de Deecee. Pero para propósitos prácticos, es el Sol el que rodea a la Tierra, y es eso lo que piensan incluso los científicos cuando no piensan científicamente.

    »Pues bien, el Héroe Solar es elegido y nace simbólicamente durante una ceremonia que tiene lugar aproximadamente el 21 de diciembre. ¿Por qué precisamente esa fecha? Porque es cuando empieza el solsticio de invierno, el momento en que el Sol es más débil y ha alcanzado su posición más al sur.

    «Por eso aquella escena del nacimiento. »

    Y también por eso estás siguiendo un camino hacia el norte. Estás destinado a viajar hacia donde el Sol viaja tras el solsticio de invierno, hacia el norte. Y como el Sol, cada vez te harás más fuerte. Te habrás dado cuenta de que el efecto de las astas se ha ido haciendo cada vez más poderoso; prueba de ello es la demencial historia del robo del ciervo y la muerte de la sacerdotisa.

    — ¿Y qué sucederá cuando haya alcanzado la posición más al norte? — dijo Stagg. Su voz era tranquila y controlada, pero su piel se había vuelto pálida.
    — El lugar será la ciudad que nosotros llamábamos Albany, Nueva York. Es el límite más septentrional del país de Deecee. Y es también allí donde vive Alba, la Diosa-Cerda. Alba es Columbia en su aspecto de Diosa de la Muerte. Se le ha consagrado el cerdo porque, al igual que la muerte, es omnívoro. Alba es también la Diosa Blanca Luna, otro símbolo de la muerte.

    Calthorp se detuvo. Parecía como si no pudiera continuar la conversación; sus ojos estaban húmedos.

    — Continúa — dijo Stagg— . Deseo saberlo. Calthorp respiró profundamente y dijo.
    — El norte, de acuerdo con el mito de Deecee, es el lugar donde la diosa luna hace prisionero al Héroe Solar. Una forma eufemística de decir que el Héroe Solar...
    — Muere — acabó Stagg por él. Calthorp tragó saliva.
    — Sí. Está dispuesto que el Héroe Solar acabe su viaje cuando comienza el solsticio de verano. Hacia el 22 de junio.
    — ¿Y qué hay acerca de la faceta de Gran Ciervo, de Rey Astado?
    — Los de Deecee son, por encima de todas las cosas, económicos. Combinan el papel de Héroe Solar con el de Rey-Ciervo. Este es un símbolo del hombre. Nace como un niño débil e indefenso, va creciendo y haciéndose un varón fuerte y viril, amante y padre. Pero también él lleva a término la Gran Ruta y debe, sin escapatoria, hacer frente a la Muerte. En el momento en que la encuentra se halla ciego, calvo, débil, asexuado. Y... lucha hasta el último aliento, pero... Alba le ahoga.
    — No utilices un lenguaje simbólico, Doc — dijo Stagg— . Cuéntame los hechos en claro inglés.
    — Habrá una tremenda ceremonia en Albany; será el final. Allí te unirás, no a tiernas y juveniles vírgenes, sino a viejas sacerdotisas de cabellos blancos y senos hundidos, sacerdotisas de la Diosa Cerda. Y tu natural repulsión por las mujeres viejas te harán vencerla encerrándote en una jaula hasta que tu deseo sea tan enorme que aceptes a cualquier mujer, incluso a una bisabuela de cien años. A continuación...
    — ¿A continuación?
    — A continuación te dejarán ciego, calvo, castrado y, finalmente, serás ahorcado. Habrá una semana de luto nacional por ti. Luego te enterrarán en posición fetal bajo un dolmen, que es una construcción hecha a base de grandes losas de piedra. Se dirán oraciones por ti y se sacrificarán ciervos sobre tu tumba.
    — Eso es casi un consuelo — dijo Stagg amargamente— . Dime, Doc, ¿por qué he sido escogido yo para hacer este papel? ¿No es cierto que los Héroes Solares suelen ser voluntarios? — Los hombres luchan por alcanzar el honor, lo mismo que lo hacen las vírgenes para llegar a ser novias del Héroe Solar. El hombre elegido es el joven más fuerte, bello y viril de la nación. No solamente has tenido la desgracia de reunir esas características, sino que además eres el capitán de irnos hombres que han ascendido realmente a los cielos y luego han regresado. Tienen un mito acerca de un Héroe Solar que hizo eso. Supongo que el gobierno de Deecee pensó que si se desembarazaban de ti desorganizarían a toda la tripulación. Y de esta forma desaparecería todo asomo de peligro de que volviéramos a traerles toda la vieja y abominada ciencia.

    «Estoy viendo a Mary Casey llamándote desde la jaula. Creo que quiere hablar contigo.


    IX


    Peter Stagg preguntó:



    — ¿Por qué miras hacia otro lado cuando hablas conmigo?
    — Porque — respondió Mary Casey—me resulta difícil separaros a los dos.
    — ¿A qué dos?
    — Al Peter de por la mañana y al Peter de por la noche. Lo siento, pero no puedo evitarlo. Dejo que mis ojos se pierdan en la noche e intento pensar en otra cosa, pero no puedo apagar mis oídos. Y aunque sé que no puedes evitar lo que haces, te desprecio. Lo siento. No puedo evitarlo.
    — Entonces, ¿por qué me has hecho señas para que viniera a hablar contigo?
    — Porque sé que no actúo caritativamente. Porque sé que a ti te gustaría liberarte de tu jaula de carne tanto como yo deseo librarme de mi jaula de hierro. Porque deseo que lleguemos a planear algún modo de escapar.
    — Calthorp y yo hemos trazado algunos planes para huir, pero no sabemos cómo impedir que yo regrese después. En cuanto los cuernos comiencen a ejercer su influencia sobre mí, volveré a las mujeres.
    — ¿No puedes utilizar el poder de tu voluntad?
    — Ni un santo sería capaz de resistirse al poder de estos cuernos.
    — Entonces no hay esperanza — dijo ella, tristemente.
    — No es del todo desesperada la situación. No pienso seguir todo el camino que me lleva a Albany. Huiré al desierto. Es mejor morir en el intento que ir como un cordero al matadero.

    Cambió de tema bruscamente.

    — Háblame de ti y de tu pueblo. Una de las cosas que actúan en mi contra es mi ignorancia. Quiero conocer lo suficiente para indicarte una forma de escapar.
    — Me encantará hacerlo — dijo Mary Casey— . Necesito a alguien con quien hablar, aunque sea... Lo siento.

    Durante la hora siguiente Stagg permaneció junto a la jaula mientras ella, con los ojos clavados en el suelo, le contaba cosas de sí misma y de Caseyland. El la interrumpía de vez en cuando para formularle preguntas, porque ella tenía la tendencia a dar por sentado que el tenía conocimientos acerca de cosas que eran fundamentales.

    Según le contó, Caseyland era un país que ocupaba el área donde en otro tiempo estuviera Nueva Inglaterra. No estaba tan densamente poblado como Deecee ni poseía un suelo tan rico. Su pueblo estaba fundamentalmente dedicado a la tarea de reconstruir el suelo, pero dependían en gran manera del ganado porcino y de los ciervos y de la pesca para su alimentación. Pese a estar en guerra con Deecee, con los karelianos, situados al norte, y con los iroquois, al noroeste, mantenían el comercio con sus enemigos. Poseían una peculiar institución conocida con el nombre de Tratado de Guerra. Tal institución limitaba, por mutuo acuerdo, el número de guerreros que podían ser enviados a las expediciones bélicas en el término de un año, y también tenían reguladas ciertas normas para hacer la guerra. Los deeceeanos y los iroquois cumplían las reglas, pero cada cierto tiempo, los karelianos las quebrantaban.

    — ¿Cómo pueden los bandos contendientes esperar vencer? — preguntó Stagg, confuso.
    — En realidad, ninguno lo espera — respondió ella— . Supongo que el Tratado de Guerra fue adoptado por nuestros antepasados por una razón. Que supusiera una espita para dar escape a las energías de los hombres belicosos, mientras mantenían a la mayoría de la población ocupada en la tarea de reconstruir la tierra. Supongo que cuando la población de alguno de los países aumente excesivamente, veremos desencadenarse una guerra sin ningún tipo de reglas. Pero entretanto, ninguna se siente lo suficientemente poderosa como para llevar a cabo una guerra sin limitaciones. Los karelianos rompen de vez en cuando los tratados porque poseen una economía de guerra.

    Siguió con un breve resumen de los orígenes de su nación. Había dos mitos que explicaban el por qué se le había dado al país el nombre de Caseyland. Uno decía que, tras la Desolación, una organización conocida como los Caballeros de Columbus había logrado fundar una ciudad-estado cerca de Boston. Esta, como la pequeña ciudad inicial de Roma, se había expandido hasta absorber a sus vecinos. Esta ciudad estado fue llamada K.C., y, tras un cierto período de tiempo, las iniciales se convirtieron en el nombre de un epónimo y mítico ancestro, Casey.

    El otro mito contaba que había existido en realidad una familia llamada Casey que había fundado la ciudad y de la cual había ésta tomado su nombre. Y ellos habían sido el origen del actual sistema de clan, por el que todo el mundo en el país se llamaba Casey.

    Había una tercera versión, no demasiado aceptada, que era una combinación de los dos mitos anteriores. Había existido un hombre llamado Casey que había sido el jefe de los Caballeros de Columbus.

    — Quizás ninguno de esos mitos sea la verdadera historia — dijo Stagg.

    A Mary no pareció gustarle tal sugerencia. Pero era esencialmente una persona de mente abierta. Dijo que era posible.

    — ¿Y qué hay acerca de lo que afirman los de Deecee? — preguntó Stagg— . Dicen que adoráis a un dios padre llamado Columbus y que habéis tomado el nombre de la diosa Columbia. Que habéis masculinizado a todas sus diosas y sus nombres. ¿No es cierto que vuestro dios posee dos nombres, Jehovah y Columbus?
    — ¡Eso no es cierto! — respondió ella irritada— . Los de Deecee han confundido el nombre de nuestro dios con el de San Columbus. Es cierto que rezamos con frecuencia a San Columbus para que interceda por nosotros ante Jehovah. Pero no le adoramos.
    — ¿Y quién era San Columbus?
    — Todo el mundo sabe que llegó procedente del este, del otro lado del océano, y que se estableció en Caseyland. Fue él quien convirtió a los ciudadanos de la primitiva ciudad de Casey a la verdadera religión y fue el fundador de los Caballeros de Columbus. Si no hubiera sido por San Columbus, seguiríamos siendo paganos.

    Stagg comenzaba a estar fatigado, pero le hizo todavía otra pregunta antes de marcharse.

    — Sé que mascota es la palabra utilizada para denominar a las vírgenes. ¿Tienes alguna idea de por qué esta palabra ha venido a ser utilizada en este sentido?
    — Siempre ha tenido el mismo — contestó ella, mirándole directamente por primera vez— . Ya sabes que una mascota da buena suerte. Quizá hayas observado que los de Deecee tocan el cabello de una mascota joven siempre que tienen la oportunidad de hacerlo. Esto a veces trae buena suerte. Y, por supuesto, en las expediciones guerreras los hombres llevan siempre consigo a una mascota para que les de buena suerte. Yo iba con una de estas expediciones contra Pough-keepsie cuando fui capturada. El letrero miente al decir, que fui capturada en una incursión de Deecee contra Caseyland. Es totalmente lo contrario. Pero, naturalmente, no se puede esperar la verdad de un pueblo que adora a la Madre de los Mentirosos.

    Stagg sacó la conclusión de que los habitantes de Caseyland poseían unos mitos tan falsos como los de Deecee. Pero sería inútil discutírselo o intentar reconstruir la verdadera historia de los hechos a través de los mitos. Aparentemente, la Desolación había destruido la civilización de una forma tan total que los supervivientes habían perdido todo conocimiento del pasado.

    Las grandes arterias situadas en la base de sus astas comenzaron a palpitar con violencia, al tiempo que las propias astas se erguían.

    — Ahora tengo que irme — dijo Stagg— . Hasta mañana.

    Se volvió y comenzó a alejarse despacio. Tuvo que hacer un gran esfuerzo para no echar a correr.

    Y así pasaron los días y las noches. Por las mañanas todo era debilidad y discusiones de los planes de huida, las tardes se pasaban comiendo, bebiendo, gastando salvajes, y a veces bestiales, bromas. Las noches... las noches eran visiones espantosas de carne blanca gritando mientras su pulso palpitaba al unísono del corazón de la propia tierra, transformándose de un individuo en una fuerza de la naturaleza. Éxtasis irracionales, mientras el cuerpo obedecía la voluntad de un Principio. Era un agente sin capacidad de elección, que no podía hacer otra cosa sino obedecer a aquello que le poseía.

    La Gran Ruta le llevó de Washington a Columbia Pike, por lo que en otro tiempo fuera la carretera nacional 1, a través de Baltimore, donde pasaron a lo que también en otro tiempo fuera la carretera nacional 40, y que ahora se conocía con el nombre de Camino de Mary. Dejaron el Camino de Mary a las afueras de Wimlin (Wilmington, Delaware) para seguir la que antes fuera carretera de Nueva Jersey y ahora Turnpike. Esta carretera se llamaba también N´Juhzi, nombre de una de las hijas de Columbia.

    Stagg pasó una semana en Campt (Camden) y constató el gran número de soldados que había en la ciudad. Se le dijo que se debía a que Philadelphia, al otro lado del no Delway (Delaware) era la capital de la nación hostil de Pants-Elf (al este de Pennsylvania).

    Los soldados acompañaron a Stagg a su salida de Camden por la anteriormente carretera 30, hasta que se encontró lo suficientemente al interior del país para estar a salvo. Se retiraron una vez allí, y entonces él y su séquito se dirigieron a la ciudad de Berlin.

    Tras las consabidas orgías, Stagg siguió por la ex carretera 30 hasta Talant (Atlantic City).

    En Atlantic City permaneció durante dos semanas. Era una metrópolis de 30.000 habitantes, pero cuya población se quintuplicó cuando la gente de los alrededores llegó a esperar los ritos del Héroe Solar. Desde aquí Stagg siguió por la antigua Carden State Parkway, para girar luego por la que había sido la State Highway 72. De la 72 pasó a la 70, y de allí a la ex carretera nacional 206, que le llevó a Trint (Trenton), donde se encontró de nuevo con una numerosa guarnición.

    Cuando dejó Trenton se encontró una vez más en la Columbia´s Pike, ex nacional 1. Tras efectuar su habitual paseo por las relativamente grandes ciudades de Elizabeth, Newark, y Jersey City, tomó un ferry que le llevaría a la isla de Manhattan. Permaneció mucho tiempo en el área de Nueva York, porque Manhattan tenía 50.000 habitantes y las ciudades de los alrededores tenían una magnitud aproximada.

    Además, este fue el comienzo de las Grandes Series.

    Stagg no solamente hubo de abrir el primer partido de béisbol de la temporada, sino que tuvo que asistir a todos los juegos. Por primera vez se dio cuenta de lo mucho que había cambiado. El juego se desarrollaba ahora de tal forma que era rara la partida en la que ambos equipos no sufrían numerosos daños e infortunios.

    La primera parte de las Grandes Series se jugaba entre los campeones de las diversas ligas de los estados. El encuentro final del campeonato nacional era entre el Manhattan Yanks y el Washington Sentahs. Ganaron los Yanks, pero perdieron tantos hombres que se vieron obligados a utilizar a la mitad de los hombres del equipo de los Sentahs como reservas en los campeonatos, internacionales que siguieron.

    Los torneos internacionales de las Grandes Series se celebraban entre los campeones nacionales de Deecee, Pants-Elf, Caseyland, la Liga Iroquois, y los piratas Karelianos, Florida y Buffalo. Esta última nación ocupaba un territorio que incluía parte de las costas de los lagos Ontario y Erie.

    El juego final de las Grandes Series fue una lucha sangrienta entre el equipo de Deecee y el de Caseyland. Los caseylandenses llevaban polainas rojas como parte de su uniforme, pero, hacia el final del juego, los jugadores estaban rojos de pies a cabeza. Los ánimos estaban muy enconados, no solo entre los jugadores, sino también entre los hinchas. Los caseylandeses habían reservado una sección del Yank Stadium para ellos, y estaban separados de las otras secciones por una alta valla de alambre de púas. Además, la policía de Manhattan había estacionado hombres cerca para protegerlos si los ánimos se exaltaban demasiado.

    Desafortunadamente, el arbitro, un kareliano a quien se suponía neutral, puesto que odiaba por igual a ambos bandos, tomó una decisión que tuvo efectos desastrosos.

    Era el noveno turno, y el marcador estaba 7-7. Les tocaba batear a los Yanks. Había un hombre en la tercera base y, aunque tenía un corte en el cuello, era lo suficientemente fuerte para correr a casa si tenía oportunidad de ello. Había dos hombres fuera de juego (literalmente fuera de juego). Uno de ellos, cubierto por una manta, yacía en el lugar en que había sido derribado, entre la segunda y la tercera base. El otro estaba sentado en la trinchera y se quejaba mientras un médico le curaba las heridas de la cabeza.

    El bateador era el mejor de Deecee y se enfrentaba al mejor tirador de pelota de Caseyland. Llevaba un uniforme que no había cambiado mucho desde el siglo XIX y su carrillo estaba hinchado por un gran rollo de tabaco. Balanceaba su bate adelante y atrás. La luz del sol arrancaba destellos a sus bordes de metal, porque la mitad superior del bate estaba cubierto por finas láminas de latón. Esperó a que el arbitro gritara ¡Pelota!, pero cuando oyó el grito no dio un paso fuera de la plataforma.

    En lugar de hacer eso, se volvió y esperó a que la mascota Yank corriera desde la trinchera hasta donde él se encontraba.

    La mascota era una bella morenita vestida con el uniforme de los jugadores de béisbol. La única diferencia con los antiguos trajes era la abertura triangular de su blusa, que dejaba al descubierto sus pequeños pero firmes senos.

    Gran Bill Manzano, el bateador, lanzó sus manos hacia los negros cabellos de la mascota, la besó en la frente y luego le dio un azote juguetón mientras corría de vuelta a la trinchera. Dio un paso dentro de la caja, un cuadrado pintado con yeso sobre el suelo, y adoptó la antigua postura del bateador dispuesto a recibir la pelota.

    El larguirucho John Sobre-La-Colina-Y-Sobre-El-Río-Jordán-Está-La-Poderosa-Casey escupió tabaco y resopló. Tenía en la mano derecha una pelota de medidas reglamentarias. Cuatro clavos de acero de una longitud de un centímetro sobresalían de la pelota, una de cada polo de la esfera y dos de su ecuador. John Casey tenía que sostener la pelota de forma que no pudiera cortarse los dedos al lanzarla. Esto suponía un impedimento para él desde el punto de vista de un antiguo lanzador de pelota. Pero se encontraba seis metros más cerca del bateador, lo cual subsanaba la torpeza con que por fuerza había de lanzar la pelota.

    Esperó a que la mascota del caseylandés hubiera llegado junto a él para tocarle la cabeza. Entonces agitó el brazo y lanzó la pelota.

    La agresiva pelota pasó silbando a un centímetro de la cara de Gran Bill Manzano. Manzano pestañeó, pero no vaciló.

    La multitud lanzó un rugido de admiración ante su muestra de coraje.

    — ¡Pelota uno! — gritó el arbitro.

    La multitud lanzó un sonoro abucheo. Desde donde estaban sentados les había parecido ver que la pelota, aunque cerca del rostro de Manzano, había ido exactamente en línea con la marca de tiza de la caja. Por ello, el tiro no podía haber sido un pelota. Manzano golpeó la siguiente y falló.

    — ¡Golpe uno!

    Al tercer lanzamiento, Manzano se balanceó y golpeó. La pelota, sin embargo, se desvió hacia la izquierda. La pelota fue fuera de las líneas de cuadro.

    — ¡Segundo golpe!

    Al siguiente lanzamiento la pelota fue directamente al vientre de Manzano. Este dio un rápido salto atrás, suficiente para evitar ser herido, pero volvió a fallar. Se le gritó un nuevo lanzamiento.

    En éste, Manzano falló. Pero la pelota no. Y Manzano cayó al suelo con el clavo de la pelota todavía clavado en su cuerpo.

    La multitud gritó y después quedó comparativamente en silencio mientras el arbitro comenzaba a contar.

    Manzano tenía diez segundos para levantarse y batear, o de lo contrario se le marcaría otro lanzamiento.

    La mascota de los deeceeanos se dirigió hacia él corriendo y le tocó la cara para darle suerte y pasarle algo de su fuerza virginal. Era la única a quien se permitía tocarle.

    A la cuenta de ocho, Manzano se incorporó. La multitud aullaba. Incluso los caseylandeses le tributaron una ovación, porque todos honraban la valentía en un jugador.

    Manzano sé extrajo el clavo, tomó el vendaje que le había llevado la mascota y se lo aplicó sobre la herida. El vendaje se adhirió sin necesidad de cintas, porque su seudo-carne lanzaba unos pequeños zarzillos que lo sujetaban.

    Hizo un gesto al arbitro para indicar que estaba preparado.

    — ¡Pelota!

    Ahora le tocaba el turno a Manzano de lanzar la pelota. Se le permitía un intento para derribar al lanzador. Si lo lograba, podría ir a la primera base.

    Lanzó la pelota. John Casey estaba sobre el estrecho cuadrado utilizado para tal ocasión. Si daba un paso fuera de él cometía una falta y Manzano podría ir a la segunda base.

    Se mantenía firme en pie, pero con las rodillas dobladas de forma que pudiera inclinar el cuerpo a ambos lados.

    La pelota fue un fallo técnico, pese a que la punta de uno de los clavos le hizo un corte en la cadera derecha.

    Luego Casey tomó la pelota y comenzó a balancearla.

    Los hinchas de Deecee oraban en silencio, cruzando los dedos o tocando los cabellos de la mascota más cercana. Los caseylandeses gritaban hasta quedarse roncos. Los demás, Pants-Elf, Iroquois, Floridanos y Buffalianos aullaban insultos contra el equipo que odiasen más.

    El jugador del equipo de Deecee estaba sobre la tercera base, dispuesto a correr a casa si se le ofrecía la oportunidad. Casey no le perdía de vista, pero no hizo ningún movimiento amenazador.

    Lanzó con toda su fuerza la pelota, prefiriendo herir a Manzano que fallar y que le marcasen otra pelota. Cuatro pelotas y Manzano llegaría a la primera base.

    El mejor bateador de Deecee golpeó la pelota. Pero, como con frecuencia sucedía, uno de los lanzadores también fue golpeado. La pelota pasó por lo alto, entre casa y la primera base, y luego cayó en un punto intermedio entre ambas.

    Manzano lanzó el bate al pitcher, como era su derecho, y corrió hacia la primera base. Cuando estaba a mitad de camino, la pelota le hirió en la cabeza. El primer baseman corrió hacia él y le empujó. Manzano se dio un fuerte golpe contra el suelo, pero rebotó como una pelota y se volvió a poner de pie, corrió algunos pasos y dio un patinazo hacia la primera base.

    Sin embargo, el primer baseman, todavía en el suelo, había tomado la pelota y había hecho un pase con ella a Manzano. Inmediatamente después dio un salto y llegó a casa. La pelota golpeó contra el amplio y grueso guante del catcher justo antes de que el hombre que estaba en la tercera resbalara dentro de la plataforma.

    El arbitro hizo salir al jugador de Deecee, sin discusión. Pero el primer baseman fue hacia el arbitro y con voz ronca le dijo que él había tocado a Manzano mientras corría. No obstante, la decisión del arbitro quedó en pie.

    Manzano negó haber sido tocado.

    El primer baseman dijo que podía probarlo. Había hecho un corte en el tobillo derecho de jugador con uno de los clavos de la pelota.

    El arbitro ordenó a Manzano que se quitara el calcetín.

    — Tienes una herida reciente ahí. Aún sangra — dijo— . Estás fuera de juego.
    — ¡No lo estoy! — rugió Manzano, escupiéndole a la cara del arbitro jugo de tabaco— . Estoy sangrando también por otros dos cortes, y me los había hecho antes. ¡Ese adorador de un dios-padre es un embustero!
    — ¿Entonces como podía saber que tenías una herida en el tobillo, si no te la había hecho él? — aulló el arbitro a su vez a Manzano— . ¡Yo soy el arbitro y te digo que estás fuera de juego!

    Se lo deletreó en la fonética de Deecee:

    — ¡F-U-E-R-A! iFuera!

    La decisión no les sentó nada bien a los hinchas de Deecee. Le abuchearon y le gritaron el tradicional ¡A matar al arbitro!

    El kareliano palideció, pero se mantuvo firme. Desafortunadamente, su valentía e integridad no le sirvieron para nada. La multitud se arrojó al estadio y le colgaron de una viga. Y no paró ahí la cosa. Comenzaron también a golpear a los miembros del equipo caseylandés. Estos estuvieron a punto de morir bajo tan salvaje agresión, de no haber sido por la acción de la policía de Manhattan, que rodeó a los hinchas agresores y les golpeó con la parte plana de sus espadas. También lograron cortar la cuerda de la que pendía el kareliano, antes de que el nudo corredizo cumpliera su misión.

    Entretanto, los hinchas caseylandeses habían intentado acudir en ayuda de su equipo. No llegaron junto a los jugadores, pero se cebaron en los fans del equipo de Deecee. Stagg estuvo contemplando el tumulto durante un rato. Al principio pensó saltar dentro de aquella masa de cuerpos que luchaban furiosamente y comenzar a darles golpes a diestro y siniestro con sus grandes puños. La lascivia que las glándulas vertían en su sangre comenzó a crecer. Cuando estaba a punto de saltar en medio de aquella turba, un grupo de mujeres comenzó a descender hacia él, no para luchar, sino para unos fines bien diferentes.


    X


    Churchill no durmió bien aquella noche. No podía apartar de su mente la expresión extática que había visto en el rostro de Robin cuando le dijo que esperaba llevar dentro de sí al hijo del Héroe Solar.



    En primer lugar, se maldecía por no haber sospechado que ella tenía que haber sido una de los cien vírgenes escogidas para hacer su debut durante los ritos. Era demasiado bella, y su padre demasiado importante, como para haber sido rechazada.

    Pero luego se excusaba a sí mismo partiendo del razonamiento de que, en realidad, conocía muy pocas cosas dé la cultura de Deecee. El seguía comportándose como lo había hecho en el siglo XXI. La había tratado como si fuera una chica de aquella época, sin tener en cuenta que las jóvenes de aquella época no perdían su virginidad en ceremonias públicas de masas.

    Se maldecía por haberse enamorado de Robin. Se había comportado como un jovenzuelo de veinte años en vez de como un hombre de treinta y dos... no, como un hombre de ochocientos treinta y dos años. Un hombre que había viajado miles de millones de kilómetros y que había hecho del espacio interestelar su dominio. ¡Enamorarse de una chica de dieciocho años, que no conocía más que una pequeña sección de la Tierra, una pequeña sección del tiempo! Pero Churchill era un hombre práctico. Los hechos eran los hechos. Y los hechos eran que deseaba hacer de Robin Whitrow su mujer... o lo había deseado, al menos, hasta que le dejó atónito con su declaración.

    Por un momento odió a Peter Stagg. Ya en otras ocasiones había tenido resentimientos contra su capitán: Stagg era alto y apuesto y estaba en una posición que Churchill sabía que era capaz de detentar. Le agradaba Stagg y le respetaba. Pero, para ser honestos, había de confesarse a sí mismo que le tenía envidia.

    Le resultaba intolerable pensar que Stagg, como era normal, le había vencido. Stagg era siempre el primero. Intolerable.

    Como no podía dormir, Churchill se levantó de la cama, encendió un cigarro y comenzó a dar vueltas por la habitación; se obligó a ser franco consigo mismo.

    Lo que había pasado no era culpa de Stagg ni de Robin. Y Robin no estaba en absoluto enamorada de Stagg. Stagg, pobre diablo, estaba sentenciado a una vida corta, por muy extática que fuera.

    El problema inmediato que se le planteaba a Churchill era si deseaba casarse con una mujer que iba a tener un hijo de otro hombre. Que ni ella ni su padre podían ser culpados, estaba fuera de toda duda. El problema era si deseaba casarse con Robin y criar al niño como si fuera suyo.

    Luego se tumbó de nuevo en su lecho y, relajándose mediante técnicas de neo-yoga, logró conciliar el sueño.

    Despertó aproximadamente una hora después y salió de su habitación. Un criado le informó de que Whitrow había ido a la ciudad a ocuparse de sus negocios y que Robin y su madre habían ido al templo. Las mujeres regresarían en dos horas, o quizás antes.

    Churchill preguntó por Sarvant, pero éste aún no había aparecido.

    Desayunó con algunos de los niños. Le pidieron que les relatara la historia de su viaje a las estrellas. El les contó lo sucedido en Wolf, cuando la tripulación, mientras atravesaba un pantano en una balsa huyendo de los Lupines, había sido atacada por un globo-pulpo. Se trataba de un ser enorme que flotaba en el aire mediante una bolsa interior que tenía llena de gas y que atrapaba a sus presas mediante sus largos tentáculos. Los tentáculos tenían el poder de lanzar una descarga eléctrica que paralizaba o mataba a sus víctimas, tras lo cual, el globo-pulpo despedazaba el cadáver con unas afiladas garras que tenía en la punta de sus ocho tentáculos musculares.

    Los niños estaban en silencio y con los ojos muy abiertos mientras él les contaba la historia, y al final le miraron como si se tratara de un semidiós. Cuando terminó su desayuno se encontró de mejor humor, especialmente al recordar que había sido Stagg quien había salvado su vida, cortando un tentáculo que le aprisionaba.

    Cuando se levantó de la mesa, los niños le rogaron que les contara más historias. Solo mediante la promesa de contarles más aventuras por la noche pudo librarse de ellos.

    Dio órdenes a los criados de que le dijeran a Sarvant que le esperase y que informaran a Robin de que había ido en busca de sus compañeros de tripulación. Los criados insistieron en que se llevara un carruaje. No deseaba estar en deuda con Whitrow más de lo que ya estaba, pero pensó que si rechazaba el ofrecimiento podía ofenderle. Conduciendo el carruaje, se dirigió por la Conch Avenue hacia el estadio donde se encontraba el Terra.

    Churchill tuvo dificultades para encontrar a las autoridades adecuadas. Pero Washington no había cambiado en ciertos aspectos. Con un poco de dinero aquí y allá obtuvo la información correcta, y en aquel momento se encontraba en el despacho del hombre que tenía el Terra a su cargo.

    — También me gustaría saber dónde está la tripulación — dijo.

    El oficial se excusó. Estuvo ausente unos quince minutos, al parecer consultando los expedientes de los ex miembros del Terra. Al volver, le dijo a Churchill que todos excepto uno estaban en el Motel de las Almas Perdidas. Le explicó que era un local que suministraba alojamiento y comida a forasteros y viajeros que no podían encontrar un motel administrado por miembros de su propia hermandad.

    — Si usted fuera el Héroe Solar, podría alojarse en el centro social de los Antas — le dijo el oficial— . Pero hasta que sea iniciado en una hermandad, debe alojarse donde buenamente pueda. No siempre es fácil encontrar un sitio.

    Churchill le dio las gracias y se marchó. Siguiendo las instrucciones del oficial, condujo su carruaje al Motel de las Almas Perdidas.

    Allí encontró a sus compañeros. Como él, iban vestidos con ropas nativas. Como él, habían vendido su anterior indumentaria.

    Cambiaron noticias sobre lo que les había ocurrido hasta el día anterior. Churchill preguntó dónde estaba Sarvant.

    — No hemos sabido nada de él — dijo Gbwe-hun— . Y todavía no sabemos lo que vamos a hacer.
    — Si tenéis paciencia — dijo Churchill—tal vez podáis embarcaros hacia casa.

    Les explicó lo que sabía sobre la industria marítima de Deecee y las posibilidades de conseguir un barco.

    — Si consigo una embarcación — terminó— , tendréis un puesto en ella. Pero primero tenéis que alcanzar una posición de hombres de mar. Eso significa que habréis de iniciaros en una hermandad náutica, y luego tendréis que hacer prácticas de navegación. El plan completo llevará tiempo. Si no os gusta la idea, siempre podéis intentarlo por tierra.

    Discutieron las diversas posibilidades y luego, tras un par de horas, decidieron seguir a Churchill.

    Finalmente, éste se levantó de la mesa.

    — De acuerdo. Ya sabéis dónde localizarme. Hasta la vista y buena suerte.

    Churchill permitió al tiro de su carruaje que caminara a su gusto, a paso lento. Tenía miedo de lo que pudiera hallar a su vuelta a la mansión de Whitrow, y todavía no sabía cómo reaccionaría.

    Al fin, el carruaje se detuvo ante la casa. Los criados desengancharon a los animales, y Churchill se obligó a entrar. Encontró a Robin y a su madre sentadas a la mesa, charlando como un par de alegres cotorras.

    Robin saltó de su asiento y corrió hacia él. Sus ojos brillaban y su sonrisa era de puro éxtasis.

    — ¡Oh, Rud, ha ocurrido! Llevo dentro de mí al hijo del Héroe Solar. ¡Y la sacerdotisa ha dicho que será un niño!

    Churchill intentó sonreír, pero no lo consiguió. Aun cuando Robin puso los brazos alrededor de su cuello, le besó y luego se puso a bailar alegremente alrededor de la habitación, Churchill no pudo sonreír.

    — Tómese una cerveza fría — le dijo la madre de Robin— . Tiene usted el aspecto de haber recibido una mala noticia. Espero que no sea así. Hoy ha de ser un día de júbilo. Yo soy hija de un Héroe Solar, y mi hija es la hija de un Héroe Solar, y mi nieto será también el hijo de un Héroe Solar. Esta casa ha sido triplemente bendecida por Columbia. Hemos de darle las gracias con nuestra alegría.

    Churchill se sentó y dio un largo trago de la oscura y fría cerveza. Se limpió la espuma de los labios y dijo:

    — Deben perdonarme. He estado con mis hombres y me han contado sus problemas. Aunque esto no les concierne a ustedes. Lo que quisiera saber es qué hará Robin ahora.
    — Naturalmente, aceptará a algún afortunado joven como marido. No le será fácil decidirse, pues tiene al menos diez pretendientes.
    — ¿Prefiere ella a alguno en especial? — preguntó Churchill con lo que esperó que fuera un tono casual.
    — No me ha contado nada de eso — contestó la madre de Robin— . Pero si yo fuera usted, señor Churchill, se lo pediría ahora mismo, antes de que los otros se adelanten.

    Churchill estaba alterado, pero adoptó una expresión de naturalidad.

    — ¿Cómo sabía usted que yo tenía eso en mente?
    — Usted es un hombre, ¿no? Y sé que a Robin le gusta usted. Pienso que será usted el mejor de los maridos.
    — Gracias — farfulló él. Permaneció sentado por un momento, tamborileando con los dedos sobre la mesa. Luego se levantó, caminó hasta donde Robin estaba acariciando uno de sus gatos y la cogió por los hombros.
    — Robin, ¿quieres casarte conmigo?
    — ¡Oh, sí! — respondió ella sin aliento, y se echó entre sus brazos.

    Así de simple.

    Churchill, una vez lo hubo meditado, pensó que no tenía motivos de resentimiento hacia el hijo de Stagg o hacia Robin por haberlo concebido. Después de todo, se dijo, si Robin hubiera estado casada con Stagg y hubiere tenido un hijo suyo, y luego Stagg se hubiera muerto, él, Churchill, no habría tenido motivos de resentimiento. Y la situación venía a ser similar. Por una noche, Robin había estado casada con su antiguo capitán.

    Y aunque Stagg aún no estaba muerto, lo estaría pronto.

    Este último factor le había hecho reaccionar contra una serie de consideraciones que en aquella peculiar situación no eran aplicables. A Churchill le hubiera gustado que su novia fuera virgen. Pero no lo era, y eso era todo.

    Sin embargo, en más de una ocasión tuvo la sensación de que, de algún modo, había sido traicionado.

    No había mucho tiempo para pensar. Whitrow fue avisado y regresó de su oficina. Besó y abrazó a su hija y a su futuro yerno, y acto seguido se emborrachó. Mientras tanto, las sirvientes se llevaron a Churchill para peinarlo y bañarlo. Luego fue masajeado, untado y perfumado. Cuando volvió de los baños, encontró a Angela Whitrow ocupada con algunos amigos en preparar una fiesta para aquella noche.

    Después de la cena, los invitados empezaron a beber. Para entonces, los esposos Whitrow y el novio de su hija estaban totalmente borrachos, lo cual no preocupaba en absoluto a los invitados, que, de hecho, parecían esperar precisamente aquello, e intentaron ponerse a la altura.

    Fue una noche de charlas y risas. Solo hubo un incidente desagradable. Uno de los antiguos cortejadores de Robin hizo una alusión al acento extranjero de Churchill, y luego lo desafió a duelo. Se batirían a cuchillo al pie del tótem, atados al poste por la cintura, y el vencedor tendría a Robin.

    Churchill le dio al joven un puñetazo en la mandíbula, y sus amigos se lo llevaron inconsciente a su carruaje, sin parar de reír.

    Hacia medianoche. Robin dejó a sus amigos y tomó a Churchill de la mano.

    — Vamos a la cama — le susurró.
    — ¿Dónde? ¿Ahora?
    — En mi habitación, tonto. Y ahora, por supuesto.
    — Pero, Robin, aún no estamos casados. ¿O estaba tan borracho que no me he enterado?
    — No, la boda tendrá lugar en el templo el próximo fin de semana. ¿Pero que tiene eso que ver con que nos vayamos a la cama?
    — Nada — dijo él alzándose de hombros— . Otros tiempos, otras costumbres. Vamos.
    — ¿En qué estás pensando? — preguntó ella.
    — ¿Qué harías si me echara para atrás antes de que nos casáramos?
    — Estás bromeando, supongo.
    — Por supuesto. Pero has de darte cuenta, Robin, querida, de que yo no sé mucho sobre las costumbres de Deecee. Es solo curiosidad.
    — Bueno, yo no haría nada. Pero sería una terrible afrenta para mi padre y mi hermano. Ellos tendrían que matarte.
    — Solo quería saberlo.

    La semana siguiente estuvo muy ocupado. Además de los preparativos de la boda, Churchill tenía que decidir a qué hermandad quería pertenecer. Era inconcebible que Robin se casara con un hombre sin tótem.

    — Yo me atrevería a sugerir — dijo Whitrow—mi propio tótem, el León. Pero sería mejor para ti estar en una hermandad directamente relacionada con tu trabajo, bendecida por el espíritu tutelar del animal ligado a tus negocios.
    — ¿Quieres decir una de las hermandades de los peces, o tal vez la de la Marsopa?
    — ¿Qué? ¡No, claro que no! Me refiero al tótem del Cerdo. No sería razonable estar criando cerdos y al mismo tiempo tener como tótem el León, un animal que persigue a los cerdos.
    — Pero — protestó Churchill—¿qué tengo yo que ver con los cerdos? Ahora fue Whitrow el sorprendido.
    — Entonces, ¿no lo has hablado con Robin? No me extraña. Habéis tenido tan poco tiempo para hablar. Aunque habéis estado solos cada noche, desde la medianoche hasta por la mañana. Pero supongo que entonces estaríais demasiado ocupados en otras cosas... ¡Ah, quién fuera joven de nuevo! Bueno, muchacho, la situación es ésta: yo heredé algunas granjas de mi padre, y necesito que tú dirijas esas granjas para mí por varias razones.

    «Primera, no confío en el actual encargado. Creo que me está estafando, y tu primera tarea puede ser demostrármelo.

    «Segunda, los karelianos han estado haciendo incursiones en mis granjas, llevándose lo mejor de mis piaras y a las mujeres más hermosas. Si no lo han arrasado todo es porque no quieren matar la gallina de los huevos de oro. Tú detendrás estas incursiones.

    «Tercera, tú eres un geneticista, y tal vez puedas mejorar mi ganado.

    «Cuarta, cuando yo regrese al seno de la Gran Madre Blanca, tú heredarás algunas de las granjas. La flota mercante la dejaré a mis hijos.

    Churchill se levantó.

    — Tendré que hablar con Robin de todo esto — dijo.
    — Hazlo, hijo. Pero ya verás como está de acuerdo conmigo.

    Whitrow tenía razón. Robin no quería que su marido fuera un navegante. No quería estar separada de él tan a menudo.

    Churchill objetó que ella podía acompañarle en sus viajes.

    Robin replicó que eso no era posible. Las mujeres de los marinos no podían acompañarles. Constituían un estorbo, gastos extra, y, lo peor de todo, daban mala suerte al barco. Incluso cuando las embarcaciones llevaban mujeres como pasajeros de pago, debían recibir una bendición especial de un sacerdote capacitado para conjurar el infortunio.

    Churchill dijo que si ella realmente le amaba, superaría sus largas ausencias.

    A lo que ella replicó que si él la amaba realmente no querría dejarla por tanto tiempo. Además, ¿y los niños? Era bien sabido que los niños que crecían en una casa de la que el padre faltaba o estaba a menudo ausente solían tener problemas psicológicos. Los niños necesitaban un padre fuerte siempre disponible para impartir amor o disciplina.

    Churchill se tomó diez minutos para reflexionar.

    Si se volvía atrás de su promesa de casarse con ella, debería enfrentarse con Whitrow y su hijo. Alguien resultaría muerto, y Churchill tenía la convicción de que ese alguien sería él. Y aunque matara al padre y al hermano, tendría que enfrentarse con el siguiente pariente varón. Y eran muy numerosos.

    Por supuesto, podía mantenerse en su postura y obligar a Robin a rechazarle. Pero no quería perderla.

    Finalmente, dijo:

    — De acuerdo, querida, seré un criador de cerdos. Solo pido una cosa. Quiero hacer un último viaje por mar antes de eso. ¿Podemos tomar un barco a Norfolk y luego viajar por tierra hasta las granjas?

    Robin secó sus lágrimas, sonrió y le besó, y dijo que sería realmente una desalmada si le negara eso.

    Churchill dijo a sus compañeros de astronave que debían tomar pasaje en el barco en el que viajarían Robin y él. Lo arregló para que .tuvieran dinero para los pasajes. Después de perder la costa de vista, se apoderarían de la nave y cruzarían el Atlántico hacia el este. Era lamentable que no hubieran tenido oportunidad de aprender a navegar. Deberían aprender sobre la marcha.

    — ¿No se enfadará tu mujer? — preguntó Yatzhembsky.
    — Más que eso — respondió Churchill— . Pero si realmente me ama, vendrá conmigo. Si no, la dejaremos en tierra, junto con la tripulación, antes de partir.

    Tal como fueron las cosas, la tripulación del Terra nunca tuvo oportunidad de apoderarse de la nave. El segundo día de viaje fueron atacados por piratas karelianos.


    XI


    El ataque de los Pant-Elf cogió totalmente por sorpresa al Colegio Vassar para Sacerdotisas Pitonisas. De algún modo, los atacantes habían conseguido la información de que el Héroe Solar participaría en una ceremonia privada a medianoche en el campus del Vassar. Se había advertido a la gente de Poughkeespie que permaneciera alejada. El único varón en los terrenos del Colegio era Stagg, y había unas cien sacerdotisas.



    Cuando el grupo de atacantes salió de la oscuridad a la luz de las antorchas, encontraron a las sacerdotisas desprevenidas. Las mujeres estaban demasiado ocupadas cantando y contemplando a Stagg con una joven novia, por lo que solo se apercibieron del ataque de los Pants-Elf cuando éstos empezaron a cortar las cabezas de las sacerdotisas situadas en el círculo exterior.

    Stagg no recordaba lo que había ocurrido inmediatamente después. Había levantado la cabeza justo a tiempo de ver a un hombre abalanzándose contra él para asestarle un golpe de espada en la cabeza.

    Se despertó colgado de un palo que era transportado a hombros por dos individuos. Sus brazos y piernas estaban entumecidos a causa de las ligaduras, que le cortaban la circulación. Le parecía como si su cabeza estuviera ardiendo, pues no solo le dolía por el golpe, sino también por el exceso de sangre vertida a causa de su posición colgante.

    La luna llena estaba alta en el cielo. A su brillante luz vio los pies y los torsos desnudos de los hombres tras él. Volviendo la cabeza, vio el brillo de la luna sobre la oscura piel de los hombres y los blancos ropajes de una sacerdotisa.

    Bruscamente, fue dejado sobre el duro suelo.

    — Nuestro amiguito cornudo se ha despertado — dijo una profunda voz de hombre.
    — ¿Cortamos las ligaduras del gran bastardo, para que pueda caminar por sí mismo? — preguntó otra voz— . Estoy harto de cargar su inútil mole. Este poste me ha hecho un hoyo de una pulgada en el hombro.
    — De acuerdo — dijo una tercera voz, obviamente la de un jefe— . Cortad sus ligaduras, pero atadle las manos a la espalda y ponedle un lazo alrededor del cuello. Si intenta escapar, se ahogará. Y tened cuidado. ¡Parece fuerte como un toro!
    — ¡Oh, es tan fuerte, tan magníficamente constituido!
    — exclamó una cuarta voz, más aguda que las otras— . ¡Menudo amante!
    — ¿Estás intentando ponerme celoso? — preguntó uno de los hombres que había hablado previamente— . Porque si es así, lo estás consiguiendo. Mira, no me exasperes, o te sacaré el hígado y se lo daré a comer a tu madre.
    — ¡No te atrevas a mencionar a mi madre, maldita cosa peluda! — gritó el de la voz aguda— . ¡Estoy empezando a hartarme de ti!
    — ¡En el nombre de Columbia, nuestra Bendita Madre!
    — exclamó el jefe— . Basta ya con estas peleas de amantes. Esta es una expedición guerrera, no una fiesta alrededor de un tótem. Vamos, soltadlo, pero cuidado con él.
    — No podría dejar de cuidarme de él — dijo la voz aguda en un susurro.
    — ¿Intentas poner sus cuernos en mi frente? — dijo el que había hablado anteriormente de sacarle el hígado— . Inténtalo, y te dejaré la cara de tal forma que ningún hombre volverá a mirarte.
    — ¡Por última vez, callaos! — espetó el jefe— . La próxima vez, rajaré la garganta del primero que provoque, ¿entendido? Vámonos. Tenemos un largo camino que hacer antes de salir de territorio enemigo, y ellos no tardarán en seguirnos la pista.

    Stagg podía seguir la conversación bastante bien. El lenguaje de aquellos hombres era similar al de Deecee, probablemente más parecido aun que el alemán al holandés. Lo había oído hablar anteriormente, en Cadmen. Un grupo de Pants-Elf prisioneros, capturados en una incursión, habían sido degollados en una ceremonia en su honor. Algunos de ellos habían sido hombres muy valerosos, que increparon a Stagg con todo tipo de obscenidades hasta que el cuchillo les seccionó las gargantas.

    En aquel momento Stagg deseaba que todos los Pants-Elf hubieran sido degollados, pues sus brazos y piernas empezaban a dolerle terriblemente. Sentía impulsos de gritar, pero sabía que probablemente los Pants-Elf le golpearían de nuevo para mantenerlo tranquilo. Y no quería darles la satisfacción de reconocer que le habían lastimado.

    Le ataron las manos a la espalda, le pusieron un lazo alrededor del cuello y le advirtieron que le hundirían un cuchillo en la espalda al menor movimiento sospechoso. Luego lo empujaron hacia adelante.

    Al principió Stagg no fue capaz de caminar. Pero tras un momento, cuando la sangre comenzó a circular normalmente y el dolor cedió, pudo seguir el paso de los otros. Afortunadamente, pensó, pues cada vez que vacilaba el lazo se tensaba alrededor de su cuello, cortándole la respiración.

    Iban colina abajo, por un terreno boscoso. Los agresores eran alrededor de catorce, y avanzaban en doble fila. Llevaban alfanjes, mazas, arcos y flechas. No vestían ningún tipo de armadura, probablemente para tener mayor movilidad. No llevaban el pelo largo, como los hombres de Deecee, sino muy corto. Sus rostros tenían una extraña apariencia, pues todos llevaban negros mostachos. Eran los primeros hombres con vello en el rostro que veía desde su regreso a la Tierra.

    Dejaron el área boscosa y se aproximaron a la ribera del Hudson. Pudo ver mejor a los Pants-Elf y se dio cuenta de que los mostachos estaban pintados o tatuados.

    Además, todos tenían tatuada sobre su pecho desnudo y en grandes letras la palabra Madre.

    Había otros seis prisioneros además de él: cinco sacerdotisas y — su corazón dio un vuelco—Mary Casey. Ellas también tenían las manos atadas a la espalda. Stagg intentó aproximarse a Mary Casey para cuchichear con ella, pero la cuerda alrededor de su cuello se lo impedía.

    El grupo se detuvo. Alguno de los hombres apartaron unos arbustos que ocultaban unas canoas apiladas en un hoyo, y las arrastraron a la orilla del río.

    Los prisioneros fueron obligados a subir a las canoas, uno en cada una, y los hombres remaron hacia la otra orilla.

    Cuando llegaron al otro lado empujaron las canoas río adentro para que la corriente las arrastrara, y el grupo comenzó a caminar a paso rápido a través del bosque. Ocasionalmente, uno de los prisioneros trastabillaba y caía sobre sus rodillas o de bruces. Los Pants-Elf los golpeaban y amenazaban con cortarles el cuello si no dejaban de portarse como torpes vacas.

    Una vez, Mary Casey cayó. Uno de los hombres la pateó en las costillas y ella gimió agónicamente. Stagg se revolvió furioso y dijo:

    — ¡Si alguna vez logro librarme, Pants-Elf, os arrancaré los brazos y os los anudaré alrededor del cuello! El hombre rió y dijo:
    — Hazlo, tesoro, sería un placer ser manipulado por alguien como tú.
    — ¡Basta ya, por la Madre! — exclamó el jefe— . ¿Qué es esto, una acción de guerra o un devaneo?

    Casi no se volvió a hablar durante el resto de la noche. A ratos corrían y a ratos caminaban.

    Cuando por el este empezaba a clarear, el jefe ordenó detenerse.

    — Nos esconderemos y dormiremos hasta el mediodía. Luego, si los alrededores están lo suficientemente desiertos, proseguiremos. Viajaremos más rápido de día, aunque las posibilidades de ser vistos sean mayores.

    Encontraron una especie de cueva formada por el saliente de una gran roca. Allí los hombres desplegaron sus mantas y a los pocos minutos todos dormían, excepto los cuatro centinelas encargados de vigilar a los prisioneros y prevenir la posible llegada de deeceeanos.

    Stagg tampoco dormía. Le dijo suavemente a uno de los guardianes:

    — Hey, no puedo dormir. Estoy demasiado hambriento.
    — Comerás cuando los demás lo hagamos. Es decir, si consigues algo para comer.
    — No entiendes — dijo Stagg— . Yo no tengo las normales necesidades de comida. He de comer cada cuatro horas, y el doble que cualquier persona. Son estos cuernos. Afectan a mi organismo de forma que he de comer como un alce para seguir vivo.
    — Te daré un poco de heno — dijo e! guardia riendo. Alguien detrás de Stagg susurró:
    — No te preocupes, tesoro, yo te daré algo de comer. No puedo permitir que un ejemplar tan magnífico como tú muera de hambre. Serla un terrible desperdicio.

    Hubo un crujido tras él al abrirse una bolsa. Los guardias miraron con curiosidad y luego se pusieron a reír.

    — Parece que le has causado una fuerte impresión a Abner — dijo uno— . Pero a su amigo Luke no le va a gustar cuando despierte. Otro bromeó:
    — Menos mal que no es Abner el que tiene hambre. Si no se te comería, ¡ñam, ñam!

    El tipo que se había ofrecido a alimentarlo apareció en el campo visual de Stagg. Era el hombrecillo que se había mostrado tan admirativo la noche anterior. Llevaba media hogaza de pan, dos gruesas lonchas de jamón y un pellejo de vino.

    — Siéntate, guapo. Mamá va a alimentar a su pequeño cuernecitos.

    Los guardias rieron, aunque no demasiado fuerte. Stagg enrojeció, pero estaba demasiado hambriento para rechazar la comida.

    El hombrecillo era un joven de unos veinte años, bajo y muy delgado. Al contrario de los otros Pants-Elf, no llevaba el pelo cortado a cepillo. Su cabello era castaño y muy rizado. Su rostro era bello, aunque el mostacho pintado le confería una extraña apariencia. Sus grandes ojos marrones estaban enmarcados por largas y oscuras pestañas. Sus dientes eran tan blancos que parecían artificiales, y su lengua era muy roja, posiblemente porque había estado masticando alguna substancia gomosa.

    Stagg odiaba deberle algo a un tipo como Abner, pero su boca parecía abrirse automáticamente para engullir los alimentos.

    Pasando sus delgados dedos por el cabello de Stagg, Abner le dijo:

    — ¿Se siente mejor, mi cornudito? ¿Verdad que ahora el cornudito mostrará su agradecimiento con un gran beso?
    — El cornudito te hará pedazos como te acerques un centímetro más — dijo Stagg.

    Los grandes ojos de Abner se agrandaron aun más. Dio un paso atrás, con una mueca de resentimiento.

    — ¿Es esa la forma de tratar a un amigo que te ha salvado de morir de hombre? — preguntó con tono agrio.
    — Admito que no — respondió Stagg— . Pero quería que supieras que si intentas lo que tienes en mente, puedes darte por muerto.

    Abner sonrió y agitó sus largas pestañas.

    — Oh, ya apartarás esos absurdos prejuicios, muñeco. Además, tengo entendido que vosotros los hombres cornudos tenéis la sexualidad exacerbada, y una vez en marcha no hay quien os pare. ¿Qué harás si no tienes mujeres a mano?

    Sus labios se curvaron con desdén al aludir a las mujeres. «Mujeres» es un eufemismo de la palabra que empleó, una palabra que en tiempos de Stagg solo se usaba en un muy despectivo sentido anatómico. Posteriormente, Stagg comprobó que los Pants-Elf varones siempre empleaban esa palabra, entre ellos, para referirse a las mujeres, aunque en presencia de sus hembras las llamaban «ángeles».

    — Deja que el futuro se ocupe de sí mismo — dijo Stagg, y cerró los ojos y se puso a dormir.

    Le pareció que solo había transcurrido un minuto cuando le despertaron, pero el sol estaba ya en su cenit. Parpadeó, se incorporó y miró a su alrededor en busca de Mary Casey. Tenía las manos desatadas y estaba comiendo, con un hombre armado con una espada de guardia junto a ella.

    El jefe resultó llamarse Raf. Era un hombre alto, de anchos hombros y cintura estrecha, un robusto atleta de rostro frío y cabello rubio. Sus ojos azules eran muy pálidos y fríos. Se acercó a Stagg y dijo:

    — Esa Mary Casey me ha contado que no eres de Deecee. Dice que llegaste de los cielos en una nave de metal, y que dejaste la Tierra hace más de ochocientos años para explorar las estrellas. ¿Es eso cierto?

    Stagg contó su historia, contemplando atentamente a Raf mientras lo hacía. Tenía la esperanza de que Raf decidiera no darle el tratamiento que usualmente dedicaban a los de Deecee que caían en poder de los Pants-Elf.

    — ¡Fantástico! — exclamó Raf con entusiasmo, aunque sus ojos siguieron igual de fríos— . Y esos cuernos son increíbles. Te dan un aspecto realmente masculino. Tengo entendido que cuando vosotros los Reyes Cornudos os ponéis en acción, valéis por cincuenta.
    — Eso es algo bien sabido — dijo Stagg secamente— . Lo que me gustaría saber es qué va a pasar con nosotros.
    — Decidiremos eso cuando hayamos salido del territorio de Deecee y crucemos el río Delaware. Tenemos dos días de dura marcha ante nosotros, aunque estaremos prácticamente a salvo cuando hayamos cruzado los montes Shawan-gunk. Al otro lado hay una tierra de nadie donde la única gente con que podemos encontrarnos son grupos de incursión, ya sean amistosos u hostiles.
    — ¿Y si me desatarais? — dijo Stagg— . No puedo regresar a Deecee, y mi suerte está ligada a la vuestra.
    — ¿Estás bromeando? — dijo Raf— . ¡Dejar suelto a un alce loco es lo último que haría en mi vida! Soy un tipo condenadamente fuerte, muñeco, pero no querría vérmelas contigo... es decir, no en un combate. No, seguirás atado.

    El grupo siguió adelante con paso rápido. Dos exploradores corrían en cabeza para asegurarse de que no caerían en ninguna trampa. Cuando llegaron a los montes Shawangunk, avanzaron cautelosamente, ocultándose hasta que los exploradores daban la señal de seguir adelante. A media noche el grupo se tendió a descansar tras una elevada prominencia rocosa.

    Stagg intentó hablar con Mary Casey para infundirle ánimos. Tenía un aspecto muy fatigado y abatido. Además, Abner se mostraba especialmente duro con ella; parecía odiarla.

    La razón no era difícil de ver. Sabía que Stagg se interesaba por ella.

    La tarde del tercer día cruzaron el río Delaware por una zona poco profunda. Durmieron, se alzaron al alba y prosiguieron. A las ocho de la mañana hicieron una entrada triunfal en la pequeña ciudad fronteriza de High Queen.

    High Queen tenía una población de unas cincuenta mil personas, amontonadas en cúbicos edificios de piedra circundados por un muro de unos ocho metros de altura. Los edificios no tenían ventanas en el lado que daba a la calle, y sus accesos se adentraban profundamente en los muros. Las ventanas estaban en las paredes interiores y daban a un patio.

    Las casas no tenían patios delanteros, pues daban directamente a la calle. Sin embargo, estaban separadas unas de otras por zonas de terreno herboso en el que las cabras pacían, las gallinas picoteaban y los niños, sucios y desnudos, jugaban.

    La multitud que agasajó a los guerrilleros estaba compuesta principalmente por hombres; las pocas mujeres presentes pronto se marcharon a las órdenes de sus maridos. Las mujeres llevaban velos y ropas que no permitían apreciar las formas de sus cuerpos. Evidentemente, las mujeres ocupaban un rango inferior entre los Pants-Elf, a pesar de que el único ídolo en la ciudad era una estatua de granito de la Gran Madre Blanca.

    Posteriormente, Stagg se enteró de que los Pants-Elf también adoraban a Columbia, pero eran considerados por los de Deecee como una secta herética. Según la teología de los Pants-Elf, cada mujer era una encarnación viviente de Columbia, y por tanto una sagrada vasija de maternidad.

    Pero los Pants-Elf sabían también que la carne era débil, y se aseguraban de que sus mujeres no tuvieran oportunidad de mancillar su pureza.

    Su función era la de ser buenas siervas y buenas madres, nada más, por lo que eran apartadas de la vida pública lo más posible, y también de la tentación. Los varones solo tenían relaciones sexuales con sus mujeres para tener hijos, y todo tipo de relaciones sociales y familiares con ellas estaban reducidas al mínimo. Eran polígamos, porque la poligamia era una excelente institución para repoblar un país dispersamente colonizado.

    De este modo, las mujeres, apartadas de los hombres y confinadas a la compañía de las de su sexo, se volvían a menudo lesbianas. Incluso eran alentadas por los hombres a ello; pero se acostaban con los hombres al menos tres veces por semana. Era un deber sagrado entre marido y mujer, aunque fuera desagradable para uno o ambos. El resultado era una casi continua preñez, lo cual constituía una situación deseable para el hombre. Según su secta herética, una mujer preñada estaba ritualmente impura. No debía ser tocada, excepto por otra mujer impura o por los sacerdotes.

    Los prisioneros fueron encerrados en uno de los más grandes edificios de piedra. Las mujeres les llevaron comida, aunque antes a Stagg le hicieron ponerse un faldellín para que no las impresionara. Los guerrilleros y los hombres del poblado celebraron la hazaña emborrachándose.

    Aproximadamente a las nueve de la noche, irrumpieron en la celda y llevaron a Stagg, Mary Casey y las sacerdotisas a la plaza central de la ciudad. Allí se erguía la estatua de Columbia, y a su alrededor había un círculo de montones de leña. En el centro de cada montón se alzaba un poste.

    Y a cada poste fue atada una sacerdotisa.

    Stagg y Mary no fueron atados a postes, pero les obligaron a quedarse y mirar.

    — Es necesario purificar a estas brujas del diablo mediante el fuego — dijo Raf— . Por eso las hemos traído hasta aquí. Nos compadecemos de ellas. Las que matamos con la espada están perdidas para siempre, almas condenadas que vagarán por la eternidad. Pero éstas serán purificadas por el fuego e irán al país de las almas felices.

    »Es una lástima — añadió—que en High Queen no haya osos sagrados, para que devoren a las brujas. Los osos son un instrumento de salvación mucho mejor que el fuego, ¿sabes? Por último, Raf dijo:

    — No te preocupes, no te pasará nada aquí. No queremos desperdiciarte en esta pequeña población. Irás a Feelee, donde el gobierno se encargará de ti.
    — ¿Feelee? ¿Filadelfia, la Ciudad del Amor Fraterno? — dijo Stagg con el último toque de humor de que fue capaz aquella noche.

    Las hogueras fueron encendidas, y el ritual de purificación comenzó.

    Stagg miró por un momento; luego cerró los ojos. Afortunadamente, las sacerdotisas no podían gritar, pues estaban amordazadas. Las sacerdotisas que eran quemadas vivas tenían la costumbre de lanzar maldiciones sobre los Pants-Elf; de ahí las mordazas.

    Pero el olor a carne quemada no podía ser ignorado. Stagg y Mary se marearon, y encima tuvieron que soportar las burlas de sus captores.

    Finalmente las hogueras se extinguieron y los dos prisioneros fueron devueltos a la celda. Allí Mary fue sometida a otro desagradable episodio. La desnudaron, le pusieron un cinturón de castidad de hierro y luego una falda para cubrirlo.

    Stagg protestó. Los hombres lo miraron sorprendidos.

    — ¿Qué? — exclamó Raf—¿Dejarla abierta a la tentación? ¿Permitir que la pura vasija de Columbia sea mancillada? ¡Debes de estar loco! Si la dejáramos contigo, un Rey Cornudo, sin protección, el resultado sería inevitable... y, probablemente, conociendo tu capacidad, fatal para ella. Deberías darnos las gracias por esto. ¡Sabes lo que harías, si no!
    — Si no me dais más de comer — replicó Stagg—no podría hacer nada. Estoy muy débil por falta de alimento.

    Por una parte, Stagg no quería comer. Su exigua dieta había disminuido notablemente la actividad de sus astas. Todavía estaba abochornado por una erección que había sido embarazosamente evidente y que había sido objeto de divertidos y admirativos comentarios por parte de sus captores; pero aquello no era nada comparado con la satiriasis de que había sido presa en Deecee.

    Ahora tenía miedo de que, si comía, atacaría a Mary Casey, con o sin cinturón de castidad. Pero también tenía miedo de estar muerto por la mañana si no comía.

    Tal vez, pensó, podía comer lo suficiente para alimentar su cuerpo y sus astas, pero no lo suficiente para que su compulsión se volviera incontrolable.

    — Si estáis tan seguros de que voy a atacarla, ¿por qué no me encerráis en otra habitación? — preguntó.

    Raf se mostró sorprendido. Pero lo hizo tan teatralmente que Stagg comprendió que había estado manipulándolo para que le hiciera precisamente aquella sugerencia.

    — ¡Por supuesto! Estoy tan cansado que no pienso con claridad — dijo Raf— . Te encerraremos en otra habitación.

    Pero le dejaron puesto a la chica el cinturón de castidad.

    La otra habitación estaba en el mismo edificio, al otro lado del patio interior. Desde su ventana Stagg podía ver la del cuarto de Mary. Ella no tenía luz en su habitación, pero la luna iluminaba pálidamente su rostro, apretado contra los barrotes de hierro.

    Stagg esperó durante veinte minutos; luego se produjo el sonido esperado: el de una llave girando en la cerradura de la puerta de hierro.

    La puerta se abrió con el chirrido de las bisagras mal engrasadas. Abner entró con una gran bandeja. La apoyó sobre la mesa y le dijo al guardia que le llamaría cuando lo necesitara. El guardia abrió la boca para objetar, pero al ver la expresión de Abner volvió a cerrarla. Era un lugareño y, por tanto, aquel guerillero de Filadelfia le imponía un gran respeto.

    — Mira, cuernecitos — dijo Abner— , cuánta buena comida para ti. ¿No crees que me debes algo por todo esto?
    — Seguro — dijo Stagg, que habría hecho casi cualquier cosa por una comida— . Has traído más que suficiente. Pero en el caso de que luego necesite más, ¿puedes conseguirla fácilmente?
    — Por supuesto. La cocina está aquí mismo. Las mujeres se han ido a sus aposentos, pero a mí me ha encantado hacer un trabajo de mujer para ti. ¿Y si me dieras un besito de gratitud?
    — No podría poner entusiasmo sin antes haber comido — dijo Stagg, obligándose a sonreír a Abner— . Luego ya veremos.
    — No seas recatado, cuernecitos. Y, por favor, come deprisa. No tenemos mucho tiempo. Sospecho que ese mal bicho de Raf está planeando venir aquí esta noche. Y también estoy nervioso por mi amigo, Luke. ¡Si se entera de que he estado a solas contigo aquí...!
    — No puedo comer con las manos atadas a la espalda.
    — No sé si debo desatarte — dijo Abner, dudando— . Eres tan grande y fuerte. Podrías despedazarme con tus manos...
    — Sería una estupidez — replicó Stagg— . Entonces no tendría a nadie que me alimentara y moriría de hambre.
    — Eso es cierto. Además, tú no me harías daño, ¿verdad? Soy tan pequeño e indefenso. Y además yo te gusto un poco, ¿no es cierto? ¿Verdad que no pensabas realmente lo que me dijiste durante el viaje?
    — Por supuesto que no — respondió Stagg, tragando pan con jamón y mantequilla— . Lo dije para que Luke no sospechara de nosotros.
    — No solo eres terriblemente apuesto, sino también astuto — dijo Abner, con los ojos brillantes— . ¿Te sientes más fuerte ahora?

    Stagg estaba a punto de decir que necesitaba comer todo lo que había allí para recuperar las fuerzas, pero no tuvo que decir nada, pues se oyó una conmoción justo al otro lado de la puerta. Apoyó la oreja contra el hierro para escuchar.

    — Es Luke — le dijo a Abner— . Le está diciendo al guardia que sabe que estás aquí conmigo, y quiere que le deje entrar.

    Abner se puso pálido.

    — ¡Madre mía! ¡Nos matará a los dos! ¡Es tan celoso!
    — Hazle entrar. Yo me encargaré de él. No voy a matarlo, solo zarandearlo un poco. Que se entere de cómo están las cosas entre tú y yo.

    Abner se estremeció de placer.

    — ¡Eso es divino!

    Palpó los brazos de Stagg y adoptó una expresión de éxtasis.

    — ¡Madre mía, qué bíceps! ¡Tan grandes, tan fuertes! Stagg golpeó la puerta y llamó al guardia.
    — Abner dice que le dejes entrar.
    — Sí — dijo Abner tras él— . Es cierto. Deja entrar a Luke. Besó a Stagg en la parte de atrás del cuello.
    — Puedo imaginarme la expresión de su cara cuando le hables de nosotros. Ya estaba cansado de sus malditos celos, de todos modos.

    La puerta se abrió y Luke irrumpió en el cuarto, con la espada en la mano. El guardia cerró la puerta tras él, con lo que los tres quedaron encerrados.

    Stagg no perdió el tiempo. Con el canto de la mano, golpeo el cuello de Luke, que se derrumbó dejando caer su espada.

    Abner emitió un leve gemido. Luego abrió la boca para gritar cuando Stagg se abalanzó sobre él, pero antes de poder hacerlo yacía en el suelo.

    Su cabeza formaba un grotesco ángulo con el cuerpo, pues el puño de Stagg le había golpeado tan fuerte que le había roto el cuello.

    Stagg arrastró los cuerpos a un lado, para que no fueran visibles desde la puerta. Cogió la espada de Luke y con un fuerte tajo cortó la cabeza de éste.

    Luego se acercó a la puerta y gritó, con lo que esperó fuera una aceptable imitación de la voz de Abner:

    — ¡Guardia! ¡Ven, Luke está abusando del prisionero! Giró la llave en la cerradura y el guardia entró. Llevaba la espada en la mano, pero Stagg atacó desde detrás de la puerta. La cabeza del guardia cayó de su cuerpo, mientras del cuello cercenado brotaba un chorro de sangre.

    Stagg se puso al cinto el cuchillo del guardia y salió a la estancia contigua, débilmente iluminada por una antorcha en el lado opuesto. Esperó que la cocina estuviera allí. Tuvo suerte. La puerta en el lado opuesto daba a una amplia habitación bien provista de comida. Encontró un saco de tela y lo llenó de alimentos y botellas de vino.

    Al volver sobre sus pasos, se encontró con Raf, que entraba en aquel momento en el edificio.

    Se movía furtivamente, y en su nerviosismo no se había percatado de que el guardia no estaba. Iba desarmado, a excepción de un cuchillo que colgaba de su cinturón.

    Stagg se abalanzó hacia él. Raf volvió los ojos y vio al hombre astado que se le acercaba corriendo, con una espada ensangrentada en una mano y un gran saco sobre su hombro.

    Raf se volvió e intentó huir por la puerta. No llegó a alcanzarla.

    La espada de Stagg le cortó el cuello.

    Stagg pasó sobre el cuerpo, del que aún manaba sangre a borbotones, y salió al patio. Encontró a dos hombres durmiendo sobre el suelo. Como la mayoría de los habitantes de High Queen, habían llegado más allá de la borrachera. Stagg no quiso darles la oportunidad de perseguirle más tarde, y además quería matar a todos los Pants-Elf con los que se encontrara. Hizo dos rápidos tajos en sus cuellos y prosiguió.

    Cruzó el patio y entró en una estancia exactamente igual a la que había dejado. Había un guardia apostado junto a la celda de Mary, bebiendo de una botella.

    No vio a Stagg hasta que estuvo prácticamente sobre él, y por un instante quedó paralizado de estupor. Era todo lo que Stagg necesitaba. Le lanzó una estocada.

    La punta de la espada alcanzó al guardia exactamente en la «a» del «Madre» tatuado en su torso. El guardia se tambaleó hacia atrás debido al impacto, agarrando la hoja con la mano. Curiosamente, su otra mano no soltó la botella.

    La punta no se había clavado profundamente, pero Stagg soltó su saco, saltó tras la espada, la agarró y empujó fuerte. La hoja se abrió camino entre las costillas y atravesó los pulmones.

    Mary Casey se llevó un sobresalto cuando la puerta se abrió y vio al hombre cornudo y ensangrentado en el vano.

    — ¡Peter Stagg! ¿Cómo...? — balbuceó.
    — ¡Rápido! — la atajó él— . Tenemos que alejarnos de High Queen antes de que descubran esos cuerpos.

    Corrieron juntos, amparándose en las sombras, de un edificio a otro, hasta que llegaron a la alta puerta en el muro por la que habían entrado en la ciudadela. Había dos centinelas al pie de la puerta y otros dos en sendas torretas, sobre ella.

    Afortunadamente, los cuatro hombres estaban durmiendo la borrachera. Stagg no tuvo dificultad en hundir sus cuchillos en los tórax de los dos hombres de abajo. Luego subió sigilosamente por los escalones de las torretas e hizo lo mismo con los otros dos. Tampoco tuvo dificultad en apartar el pesado tablón de roble que mantenía juntas las dos puertas.

    Tomaron el mismo camino por el que habían llegado. Se alejaron corriendo a ratos y a ratos caminando.

    Llegaron al Delaware y lo cruzaron por el mismo vado poco profundo. Mary quería descansar, pero Stagg dijo que debían seguir a toda costa.

    — Cuando despierten y encuentren todos esos cuerpos decapitados, nos perseguirán sin tregua. No pararán hasta encontrarnos, a no ser que logremos llegar al territorio de Deecee antes de que nos alcancen. Y entonces tendremos que guardarnos de los de Deecee. Intentaremos ligar a Caseyland.

    Llegó un momento en que tuvieron que aflojar el paso, pues Mary no aguantaba el ritmo, A las nueve de la mañana, se sentó.

    — No puedo dar ni un paso más si antes no duermo un poco.

    Encontraron una oquedad a unos cien metros. Mary quedó dormida en el acto, pero Stagg comió y bebió antes de tumbarse. Luego también se durmió. Hubiera querido quedarse de guardia, pero sabía que necesitaba descansar para poder proseguir. Necesitaba todas sus energías, pues tal vez tuviera que llevar a Mary a cuestas.

    Se despertó antes que Mary, y comió de nuevo.

    Cuando ella abrió los ojos unos minutos después, vio a Stagg inclinado sobre ella.

    — ¿Qué haces? — preguntó.
    — Cállate. Estoy intentando quitarte el cinturón de castidad.


    XII


    El rostro de Nephi Sarvant expresaba claramente su carácter. De perfil parecía un cascanueces o las curvadas pinzas de un par de alicates. Y era consecuente con su rostro: cuando se agarraba a algo, no lo soltaba.



    Tras dejar la casa de Whitrow, juró no volver a poner sus pies en un lugar de tal iniquidad. Y también juró dedicar su vida a mostrar la Verdad a aquellos idólatras.

    Caminó los cinco kilómetros que le separaban del Motel de las Almas Perdidas y pasó allí una noche de intranquilo sueño. Poco después del alba, dejó su habitación y salió a la calle.

    Aunque era muy temprano, la calle ya estaba viva con el ajetreo de carruajes llenos de mercancías, marineros, mercaderes, mujeres haciendo la compra. Miró en algunos locales de comidas, los encontró demasiado sucios, y decidió desayunar con fruta comprada en un puesto callejero. Charló con el vendedor sobre sus posibilidades de conseguir un trabajo, y éste le dijo que había vacante un puesto de portero en el templo de la diosa Gotew. El vendedor lo sabía porque su cuñado había sido despedido del puesto la tarde anterior.

    — No pagan mucho, pero te dan comida y alojamiento. Y hay otras compensaciones, puesto que puedes apadrinar a muchos niños — dijo el mercader, guiñándole un ojo a Sarvant— . Mi cuñado fue despedido por aprovecharse demasiado de estas ventajas y descuidar sus tareas de limpieza.

    Sarvant no le preguntó qué quería decir. Le pidió la dirección del templo y se fue.

    Aquel empleo, si lo lograba, sería un magnífico puesto de observación para conocer la religión de Deecee. Y sería su primer terreno de batalla para el proselitismo. Resultaría peligroso, desde luego, pero ¿qué misionero convencido de su tarea se arredra ante el peligro?

    La dirección era complicada, y Sarvan se perdió. Se halló en un rico distrito residencial, sin nadie a quien preguntar la dirección excepto unos pocos que iban en carruajes o a lomos de ciervos. Y éstos no tenían aspecto de ir a detenerse para hablar con un hombre modestamente vestido.

    Decidió volver sobre sus pasos y empezar de nuevo la búsqueda. Pero a los pocos metros vio a una mujer que acababa de salir de una gran casa. Estaba vestida de un modo extraño, cubierta de la cabeza a los pies con una vestidura con capucha. Al principio, Sarvant pensó que era una criada, pues los aristócratas nunca iban a pie. Pero al acercarse a ella vio que la ropa era de un tejido demasiado costoso para pertenecer a una persona de clase baja.

    La siguió unas cuantas manzanas calle abajo hasta encontrar el momento de abordarla con naturalidad. Finalmente, se decidió a hablarle:

    — Señora, ¿puedo hacerle una pregunta?

    Ella se volvió y le miró altivamente. Era una mujer alta, de unos veintidós años, cuyo rostro habría sido hermoso de ser menos adusto. Sus grandes ojos eran de un azul profundo, y la parte de su cabello que no estaba cubierta por la capucha mostraba un hermoso color dorado. Por la forma de colgarle las ropas, se adivinaba que era muy delgada.

    Sarvant repitió la pregunta y ella asintió con la cabeza. Entonces le pidió la dirección del templo de Gotew.

    Ella pareció enfadarse y dijo:

    — ¿Acaso se está burlando de mí?
    — No, no — protestó Sarvant— . ¿Por qué habría de hacerlo? No entiendo.
    — Tal vez sea cierto — dijo ella— . Parece usted forastero, y, desde luego, sería absurdo que intentara ofenderme deliberadamente. Mi gente le mataría... aunque yo mereciera el insulto.
    — Créame, no tenía tal intención. Si la he ofendido, le pido disculpas. Ella sonrió y dijo:
    — Acepto sus disculpas, extranjero. Y ahora, dígame, ¿por qué desea ir al templo de Gotew? ¿Acaso su mujer está maldita como yo?
    — Ella murió hace mucho — respondió Sarvant— . Y no entiendo por qué dice usted que está maldita. Busco el templo para pedir el puesto de portero. Soy uno de los que llegaron del cielo... — y le contó su historia, do la forma más escueta posible.
    — Entonces — dijo ella—puede usted hablarme de igual a igual, supongo, aunque es difícil imaginarse a un diradah fregando suelos. Un verdadero diradah preferiría morir de hambre. Veo que no lleva usted ningún símbolo totémico. Si estuviera bajo la protección de uno de los grandes tótems, podría encontrar un trabajo digno de usted. ¿O necesita usted a alguien que le avale?
    — ¡Los tótems son superstición e idolatría! — dijo él— . Yo nunca me uniré a uno de ellos. Ella enarcó las cejas.
    — ¡Es usted realmente extraño! No sé cómo clasificarle. Como hermano del Héroe Solar, es usted un diradah. Pero desde luego no lo parece ni actúa como tal. Mi consejo es que se comporte usted como corresponde a su rango, para que la gente sepa cómo debe comportarse con usted.
    — Gracias — dijo él— . Pero debo ser lo que soy. Y ahora, ¿podría indicarme cómo llegar hasta el templo?
    — No tiene más que seguirme — respondió ella, y comenzó a caminar. Perplejo, él la siguió a unos pasos de distancia. Hubiera querido aclarar alguno de los puntos mencionados por ella, pero había algo en la actitud de la mujer que no invitaba a la conversación.

    El templo de Gotew estaba en el límite entre la zona portuaria y un rico barrio residencial. Era un imponente edificio de hormigón con la forma de una enorme concha de ostra semiabierta, pintado a rayas rojas y blancas. Anchos escalones de granito conducían al borde de la concha inferior, y el interior era fresco y penumbroso. La valva superior de la concha estaba apoyada sobre esbeltos pilares de piedra esculpidos con la imagen de la diosa Gotew, una estática figura de rostro triste y con una oquedad donde debería haber estado el estómago. En dicho hueco había una reproducción en piedra de una clueca rodeada de huevos.

    En la base de cada cariátide había mujeres sentadas.

    Todas llevaban ropas similares a las de la mujer que le había guiado. Algunas de las ropas eran modestas y otras finas, pero no había separación de clases bajo aquel techo. Ricas y pobres se sentaban juntas.

    La mujer caminó resueltamente hacia un grupo del interior. Había alrededor de doce mujeres sentadas alrededor de la cariátide, y debían de estar esperando a la rubia, pues había un sitio reservado para ella.

    Sarvant halló a un sacerdote de cabello blanco al fondo del templo, junto a una hilera de cubículos de piedra, y le preguntó por el puesto de portero. Para su sorpresa, se enteró de que estaba hablando con el jefe oficial del templo; esperaba que hubiera una sacerdotisa ocupando aquel cargo.

    El sacerdote, Obispo Andi, sintió curiosidad por su acento extranjero y le hizo el mismo tipo de preguntas que los demás. Sarvant contestó con total sinceridad, pero suspiró de alivio al ver que el obispo no le preguntaba si era seguidor de Columbia. El obispo lo presentó a un sacerdote, que le dijo cuáles serían sus deberes, cuánto cobraría, y dónde y cuándo comería y dormiría. Terminó preguntándole:

    — ¿Es usted padre de muchos hijos?
    — Siete — respondió Sarvant, sin añadir que habían muerto hacía ocho siglos. Cabía dentro de lo posible que el propio sacerdote fuera un descendiente de Sarvant; era incluso concebible que todos los que estaban bajo aquel techo tuvieran en él a un antepasado de treinta generaciones atrás.
    — ¿Siete? ¡Excelente! — dijo el sacerdote— . En ese caso, tendrá los mismos privilegios que cualquier otro hombre de probada fertilidad. De todos modos, tendrá que pasar por un examen médico. No podemos aceptar la simple palabra de un hombre en una cuestión de tanta trascendencia. Pero debo advertirle de que no abuse del privilegio. Su predecesor fue despedido por no atender debidamente sus tareas de limpieza.

    Sarvant tomó la gran escoba que le tendían y comenzó a barrer. Al llegar junto a la columna donde estaba sentada la mujer rubia, vio a un hombre hablando con una de las que estaban sentadas junto a ella. No pudo oír lo que decían, pero la mujer enrojeció y abrió sus vestiduras.

    Bajo la encapuchada capa, estaba desnuda.

    Al parecer, al hombre le gustó lo que vio, pues asintió con la cabeza. La mujer le tomó de la mano y se encaminaron a uno de los cubículos del fondo del templo. Entraron, y la mujer corrió una cortina frente a la puerta.

    Sarvant se quedó mudo de asombro. Pasaron minutos antes de que pudiera dedicarse de nuevo a su escoba. Para entonces se había dado cuenta de que por todo el templo se repetían episodios similares.

    Su primer impulso fue soltar la escoba y echar a correr lejos del templo para no volver jamás. Pero se dijo que a cualquier lugar de Deecee que fuera encontraría la misma perversión. Era mejor quedarse allí e intentar hacer algo al servicio de la Verdad.

    Entonces se vio obligado a presenciar algo que casi le hizo vomitar. Un corpulento marinero se acercó a la delgada rubia y empezó a hablar con ella. La mujer enrojeció y apartó sus ropas, y luego ambos fueron a un cubículo.

    Sarvant se estremeció de rabia. Ya le había trastornado bastante verlo hacer a las otras, pero que ella, ¡ella...!

    Se obligó a recapacitar.

    ¿Por qué los actos de ella le molestaban más que los de las otras? Porque — tuvo que admitir—ella le atraía mucho. Había sentido por ella lo que no había sentido por ninguna mujer desde que había conocido a su esposa.

    Dejó su escoba, se dirigió a la oficina del sacerdote que le había atendido y le pidió que le explicara que pasaba allí.

    El sacerdote estaba perplejo.

    — ¿Tan nuevo es usted en nuestra religión que no sabe que Gotew es la patrona de las mujeres estériles?
    — No, no lo sabía — respondió Sarvant con voz temblorosa— . ¿Pero qué tiene eso que ver con la prostitución que tiene lugar en el templo?
    — ¡Claro que tiene que ver! Son mujeres desgraciadas, maldecidas con un regazo estéril. Vienen a nosotros tras intentar durante un año, sin resultado, concebir con sus maridos, y aquí las sometemos a exámenes fisiológicos. Algunas tienen trastornos que se pueden diagnosticar y curar, pero no todas. Con ésas no hay nada que nosotros podamos hacer.

    »Así, donde la ciencia falla, la fe puede triunfar. Esas desventuradas mujeres vienen aquí cada día — excepto los días sagrados, en que hay alguna ceremonia—y ruegan a Gotew que les envíe un hombre que ponga vida en sus regazos muertos. Si en un plazo de un año no son bendecidas con un niño, generalmente entran en una orden para dedicar su vida al servicio de su diosa y su pueblo.

    — ¿Y Arva Linkon? — dijo Sarvant, mencionando a la rubia— . ¡Se hace difícil concebir a una mujer de su refinamiento ofreciéndose al primero que llega!
    — Alto, mi querido amigo. No al primero que llega. Tal vez no haya observado usted que esos varones pasan antes por una estancia lateral, donde mis buenos hermanos los examinan para asegurarse de que son portadores de esperma adecuado. Así, cualquier hombre que padezca una enfermedad o que de algún modo sea inadecuado para ser padre, es rechazado. En cuanto a la belleza o fealdad de los candidatos, no nos fijamos en eso; lo que interesa aquí es la fecundación. Las personalidades y los gustos personales no cuentan.

    «Pero, ya que estamos hablando de ello, ¿por qué no se hace examinar usted también? No hay razón para que reserve su fuerza generatriz a una sola mujer. Tiene usted una deuda con Gotew, como con cualquier otra manifestación de la Gran Madre Blanca.

    — He de volver a barrer — musitó Sarvant, y salió rápidamente.

    Se las arregló para terminar de limpiar el suelo, pero solo lo logró con un enorme esfuerzo de voluntad. No pudo evitar mirar hacia Arva Linkon de vez en cuando. Ella se marchó al mediodía y no volvió por la tarde. Gracias a ello Sarvant se sintió menos conturbado.

    No durmió bien aquella noche. Soñó con Arva entrando en el cubículo con todos aquellos hombres... diez, en total; los había contado. Y. aunque sabía que debía detestar el pecado pero amar al pecador, en el fondo de su ser detestaba a cada uno de aquellos diez hombres.

    Por la mañana, juró no odiar a los hombres que fueran con ella aquel día. Pero sabía que no podría cumplir su juramento.

    Aquel día contó siete hombres. Cuando el séptimo salía del cubículo, tuvo que retirarse a su aposento, para evitar correr tras el hombre y agarrarlo por el cuello.

    La tercera noche, rezó pidiendo consejo.

    ¿Debía dejar el templo y buscar trabajo en algún otro sitio? Si permanecía allí, estaría aprobando indirectamente y colaborando directamente con aquella abominación .Por otra parte, podría tener sobre su conciencia el terrible pecado de dar muerte a un hombre, la sangre de un hombre manchando sus manos. No quería que sucediera eso. ¡Sí, si lo quería! ¡Pero no debía desearlo, no debía!

    Pero si se marchaba no habría hecho nada para combatir la maldad; huiría como un cobarde. Además, si huía no podría hacerle ver a Arva que estaba escupiendo al rostro de Dios con aquella prostitución disfrazada de rito religioso. Y deseaba apartarla del templo más de lo que había deseado ninguna otra cosa en su vida... incluso más de lo que había deseado viajar en el Terra para llevar la Palabra a otros planetas.

    No había logrado una sola conversión durante aquellos ochocientos años. Pero lo había intentado. Había hecho todo lo que había podido; no tenía la culpa si los oídos estaban sordos a la Palabra y los ojos ciegos a la luz de la Verdad.

    Al día siguiente, esperó hasta que Arva salió del templo a mediodía. Entonces apoyó su escoba en la pared y la siguió fuera, a la luz y al bullicio de las calles de Deecee.

    — ¡Señora Arva! — la llamó— . Tengo que hablar con usted.

    Ella se detuvo. Su rostro quedaba velado por la sombra de la capucha, pero le pareció como si estuviera profundamente avergonzada y dolorida. ¿O se lo parecía porque deseaba que fuera de ese modo?

    — ¿Puedo acompañarla a casa? — preguntó.

    Ella estaba asombrada.

    — ¿Por qué?
    — Porque enloqueceré si no lo hago.
    — No sé — dijo ella— . Por una parte, es usted hermano del Héroe Solar, por lo que no supone ninguna pérdida de dignidad caminar a su lado. Pero, por otra, no tiene usted tótem, y hace usted las tareas propias del más bajo de los criados.
    — ¿Y quién es usted, precisamente usted, para hablar de bajezas? Usted, pecadora. Ella parpadeó asombrada.
    — ¿Qué he hecho yo de malo? ¿Cómo se atreve a hablarle a una Linkon de esa manera?
    — jEs usted una puta! — exclamó él.
    — ¿Qué significa eso?

    Pasaron unos instantes antes de que él pudiera seguir hablando. No sabía que aquella palabra hubiera desaparecido.

    — ¡Una prostituta! — dijo, hablando aún en tono elevado.
    — Tampoco conozco esa palabra. Si ha de insultarme, hágalo con palabras que pueda entender.

    Sarvant intentó calmarse. Habló en voz baja aunque excitada.

    — Arva Linkon, solo quiero hablar con usted. Tengo algo que decirle, algo que es lo más importante que habrá oído en su vida. De hecho, la única cosa importante.
    — No sé. Creo que está usted algo loco.
    — Le juro que no tengo el menor deseo de hacerle daño alguno.
    — ¿Lo jura por el sagrado nombre de Columbia?
    — No, no puedo hacer eso. Pero le juro por mi Dios que no le haré el menor daño.
    — ¡Dios! — exclamó ella alarmada— . ¿Usted sirve al Dios de Caseyland?
    — ¡No, no a ése! ¡Al mío, el verdadero Dios!
    — ¡Ahora estoy segura de que está usted completamente loco! De lo contrario, no se atrevería a hablar de Dios en este país, especialmente conmigo. No quiero oír ni un momento más las blasfemias que salen de su boca envenenada.

    La mujer se alejó rápidamente.

    Sarvant dio unos pasos tras ella. Luego, dándose cuenta de que no era el momento de hablar con ella, y de que no se había portado acertadamente, regresó. Tenía los puños crispados y apretados los dientes. Caminaba como un ciego, tropezando a menudo con la gente. Los que tropezaban con él le imprecaban, pero él no les prestaba atención.

    Volvió al templo y recogió su escoba.

    Tampoco pudo dormir aquella noche. Planeó un centenar de veces la forma de hablarle suave y convincentemente a Arva. Le mostraría los errores de sus creencias de forma irrefutable. Y eventualmente ella sería su primera conversa.

    Juntos, emprenderían la tarea de limpiar de pecado aquella ciudad, igual que los primitivos cristianos habían hecho con la antigua Roma.

    Al día siguiente, sin embargo, Arva no fue al templo. Sarvant se sintió desesperado. Tal vez nunca volviera.

    Luego se dio cuenta de que era una de las cosas que deseaba que ella hiciera. Tal vez había hecho más progresos de lo que pensaba.

    ¿Pero cómo podría verla de nuevo?

    La mañana del siguiente día, Arva, aún vestida con las ropas de las mujeres estériles, entró en el templo. Apartó los ojos y permaneció en silencio cuando él la saludó. Tras rezar al pie de la cariátide junto a la que se sentaba normalmente, fue al fondo del templo y se puso a hablar con el obispo.

    Sarvant temió que estuviera denunciándole. ¿Era razonable pensar que guardaría silencio? Después de todo, a los ojos de ella constituía una blasfemia el mero hecho de que él se encontrara en aquel lugar que para ella era sagrado.

    Arva volvió a su puesto a los pies de la cariátide. El obispo hizo una seña a Sarvant.

    Este dejó su escoba y se dirigió hacia él. La ansiedad hacía que le temblaran las piernas. ¿Estaba destinado a quedarse allí, en aquel momento, antes de haber plantado la semilla de la fe para que pudiera multiplicarse cuando él se hubiera ido? Sí le sucedía algo ahora, la Palabra se perdería para siempre, porque él era el último de su secta.

    — Hijo mío — dijo el obispo — acabo de saber que todavía no eres un creyente. Debes recordar que has recibido un gran privilegio, puesto que eres uno de los hermanos del Héroe Solar. De no ser así, haría tiempo que te hubieran ahorcado. Pero se te ha concedido un mes para que comprendieras el error de tus creencias y reconocieras la verdad. El plazo todavía no ha concluido, pero te advierto que debes mantener la boca cerrada y no hablar de tus falsas creencias. De lo contrario, el plazo quedará anulado. Me ha afectado esto, porque esperaba que tu aplicación en el trabajo significaba que estabas a punto de declarar tu deseo de sacrificarte a nuestra Madre.
    — ¿Entonces Arva te lo ha contado?
    — Bendita sea esa mujer auténticamente devota. Sí, lo ha hecho. Ahora, ¿me prometes que no se repetirá el incidente de ayer?
    — Lo prometo — dijo Sarvant. El obispo no le había pedido que se abstuviera de hacer proselitismo. Lo único que le había pedido era no repetir el incidente. A partir de ahora habría de ser desconfiado como un pájaro, astuto como una serpiente.

    Cinco minutos después había olvidado su resolución.

    Un hombre alto y bien parecido, por cuyas ropas se adivinaba que era un aristócrata, se aproximó a Arva. Esta le sonrió, se levantó y le condujo al cubículo.

    La culpable de todo fue aquella sonrisa.

    Antes, ella nunca había sonreído a los hombres que se le acercaban. Su rostro se había mantenido inexpresivo, como esculpido en mármol. Pero ahora, viendo aquella sonrisa, Sarvant sintió que algo se revolvía en su interior. Algo que nacía en sus riñones, corría por su pecho, le abrasaba la garganta y le cortaba el aliento. Finalmente, explotó. En torno a él todo se hizo oscuro y no pudo oír nada.

    No supo durante cuanto tiempo había permanecido en aquel estado, pero cuando recuperó parcialmente sus sentidos se dio cuenta de que se encontraba en el despacho del sacerdote médico.

    — Inclínate para que pueda dar un masaje a tu próstata y aplicarte algún medicamento — estaba diciendo el sacerdote.

    Automáticamente, Sarvant obedeció. Mientras el sacerdote examinaba algo a través de un microscopio, Sarvant se estuvo quieto como un bloque de hielo. En su interior ardía un fuego. Estaba animado por una fiereza que jamás había conocido; sabía lo que iba a hacer, pero no le preocupaba. En aquel momento hubiera desafiado a cualquier ser, o Ser, que hubiera intentado detenerle.

    Después de algunos minutos, salía del despacho. Sin vacilar, se dirigió hacia Arva, que acababa de regresar del cubículo, y se disponía a sentarse.

    — ¡Quiero que vengas conmigo! — dijo con una voz clara y profunda.
    — ¿A dónde? — preguntó ella. Luego, viendo la expresión de su rostro, comprendió— . ¿Qué es lo que me llamaste el otro día? — preguntó desdeñosamente.
    — El otro día no es hoy.

    La tomó de la mano y la arrastró hacia el cubículo. Ella no se resistió, pero cuando estuvieron dentro y él hubo corrido la cortina, dijo:

    — ¡Ahora me doy cuenta! ¡Has decidido sacrificarte a la Diosa!

    Ella se quitó la ropa y sonrió extáticamente, pero estaba mirando hacia arriba, no a él.

    — ¡Gran Diosa, te doy las gracias por haber hecho de mí el instrumento de conversión de este hombre a la verdadera fe!
    — ¡No! — dijo roncamente Sarvant— . ¡No digas eso! Yo no creo en tu ídolo! Lo que pasa, Dios me ayude, es que te quiero. No puedo soportar verte ahí dentro con cada hombre que te lo pide. ¡Arva, te amo!

    Por un momento ella le miró con horror. Luego recogió su ropa y se tapó con ella.

    — ¿Crees que voy a permitir que me toques? ¡Tú, un pagano! ¡Y bajo este techo sagrado!

    Ella se volvió para marcharse pero el se interpuso en su camino. Arva abrió la boca para gritar, pero él le tapó la boca con su propia ropa y le enrolló el resto alrededor de la cabeza; la empujó hacia atrás y cayó sobre la cama, y él encima.

    Ella se debatió y retorció para escapar a su presa, pero él la sujetaba con una fuerza terrible. Entonces ella intentó mantener sus rodillas juntas, pero él se zambulló como un gran pez, embistiendo con las caderas, con lo que logró separar sus piernas.

    Ella intentó reptar hacia atrás sobre su espalda. Pero su cabeza topó con la pared. Súbitamente dejó de debatirse.

    Sarvant acarició su espalda con sus manos, presionando su rostro contra la ropa que envolvía el de ella. Quería sentir sus labios sobre los de la mujer, pero había un doble pliegue de topa cubriéndolos y no pudo sentir nada. Hubo un ramalazo de lucidez, el pensamiento de que él siempre había odiado la violencia, y especialmente la violación, y ahora estaba forzando a la mujer a la que amaba. Y lo que era mucho peor, ella se había entregado voluntariamente a un centenar de hombres en los últimos diez días, hombres que no sentían por ella el menor cariño, sino que solo querían desahogar su lujuria con ella. Sin embargo, ella se le resistía como una virgen mártir de la vieja Roma en manos de un emperador pagano. Aquello no tenía sentido.

    Gritó al liberarse súbitamente de ochocientos años de represión.

    No se dio cuenta de que estaba gritando. No era en absoluto consciente. Así, cuando el obispo y el sacerdote irrumpieron en el cubículo, y Arva, gimiendo y llorando, les contó lo sucedido, Sarvant no comprendía nada. Hasta que el templo estuvo atestado de gente furiosa y alguien apareció con una cuerda, no entendió lo que sucedía.

    Y entonces era demasiado tarde.

    Demasiado tarde para intentar explicarles lo que le había impulsado. Demasiado tarde, incluso suponiendo que ellos hubieran sabido de qué estaba hablando. Y demasiado tarde aunque no le hubieran pateado y golpeado hasta arrancarle los dientes y dejarle los labios demasiado tumefactos para poder hablar.

    El obispo intentó intervenir. Pero fue empujado a un lado y Sarvant fue sacado a la calle. Allí le arrastraron por las piernas hasta que llegaron a una plaza donde se elevaba un patíbulo. Estaba hecho a imagen de una horrible y vieja deidad, Alba, la que corta el aliento de los hombres. Sus manos de hierro, pintadas de un blanco mortecino, se cernían como si fueran a agarrar a los viandantes.

    La cuerda fue pasada sobre una de las manos del ídolo, y su extremo atado alrededor de la muñeca. Unos hombres sacaron una mesa de una casa y la pusieron bajo la cuerda colgante. Subieron a Sarvan encima y le ataron las manos a la espalda. Dos hombres le sujetaron mientras un tercero le ponía la soga al cuello.

    Se produjo un momento de silencio cuando los gritos de los enfurecidos hombres cesaron, así como sus intentos de despedazar con sus manos la carne de aquel blasfemo.

    Sarvant miró a su alrededor. No podía ver claramente, pues tenía los ojos hinchados y cubiertos de sangre que manaba de las heridas de su cabeza. Murmuró algo.

    — ¿Qué dices? — preguntó uno de los hombres que lo sujetaban.

    Sarvant no pudo repetirlo. Estaba pensando que siempre había querido ser un mártir. Era un terrible pecado de orgullo aquel deseo. Pero, realmente lo había deseado, aunque nunca se lo había admitido a sí mismo. Y siempre se había imaginado yendo hacia la muerte con dignidad y con el valor suministrado por el conocimiento de que sus discípulos seguirían adelante y acabarían triunfando.

    Pero no iba a ser así. Iban a colgarle como a un criminal de la peor especie, no por difundir la Palabra, sino por violación.

    No había convertido a una sola persona. Moriría sin dejar rastro, prácticamente sin nombre. Su cuerpo sería arrojado a los cerdos. Y lo peor no era lo de su cuerpo, sino el pensamiento de que su nombre y sus ideas morirían también. Esto le hacía clamar al cielo.

    Pensó. Ninguna religión nueva logra arraigo si la vieja no se ha debilitado. Y aquella gente creía sin una sombra de duda, con la ciega intensidad de la convicción. Creían con una fuerza que la gente de su tiempo no había tenido.

    De nuevo dijo algo entre dientes. Ahora se encontraba solo sobre la mesa, temblando, pero dispuesto a no dejar traslucir su terror.

    — Demasiado pronto — dijo en un lenguaje que los que le escuchaban no podían haber comprendido aunque lo hubiera pronunciado con toda claridad— . He vuelto a la Tierra demasiado pronto. Debería haber esperado otros ochocientos años, cuando los hombres hubieran comenzado a perder su falsa fe y a burlarse de ella en secreto. ¡Demasiado pronto! Entonces la mesa fue arrancada de debajo de sus pies.


    XIII


    Dos goletas de altos mástiles navegaban entre la bruma. Estuvieron sobre el bergantín de Deecee antes de que el vigía tuviera tiempo de dar la alarma. Los marineros del The Divine Dolphin, de todos modos, no tuvieron dudas acerca de la identidad de los atacantes.



    «¡Los Karelianos!», se oyó gritar a coro. Luego todo fue confusión.

    Uno de los bajeles piratas se acercó navegando paralelamente al The Divine Dolphin. Los karelianos lanzaron garfios para sujetar la nave, y, con increíble rapidez, estuvieron a bordo.

    Eran hombres altos que no vestían más que calzones cortos de brillantes colores, con anchos cinturones de cuero de los que colgaban diversas armas. Estaban tatuados de la cabeza a los pies y blandían hachas y grandes mazas erizadas de púas. Increpaban ferozmente en su finlandés nativo y golpeaban con tal furia que a menudo alcanzaban a sus propios hombres.

    Los deeceeanos fueron cogidos por sorpresa, pero lucharon valientemente. No tenían la menor intención de rendirse; ello hubiera significado ser vendidos como esclavos, por lo que luchaban a muerte. La tripulación del Terra estaba entre los defensores. Aunque no sabían manejar espadas, luchaban lo mejor que podían. Incluso Robin cogió una espada y luchó junto a Churchill.

    El desenlace era inevitable, pues la segunda nave pirata los abordó por el otro lado. Los karelianos de la segunda nave irrumpieron en la escena del combate y atacaron por detrás a los de Deecee antes de que pudieran darse la vuelta.

    Gbwe-hum, el dahomeyano, fue el primero de los astronautas en caer. Había matado a un pirata con un golpe afortunado y había herido a otro, pero un hachazo desde atrás le cercenó un brazo, y luego la cabeza. Yastzhembski fue el siguiente, de una cuchillada que le abrió la frente.

    Súbitamente, Robin y Churchill se vieron atrapados bajo una red lanzada desde el peñol de la verga, y les golpearon a puñetazos hasta dejarlos inconscientes.

    Cuando Churchill despertó, vio que le habían atado las manos a la espalda. Robin estaba junto a él, también atada. El ruido de las armas había cesado, y ni siquiera se escuchaban los gemidos de los heridos. Los deeceeanos que resultaron malheridos habían sido arrojados por la borda, y los malheridos karelianos se negaban a gritar.

    El capitán pirata, un tal Kirsti Anundila, se detuvo frente a los prisioneros. Era un hombre alto y moreno, con un parche sobre un ojo y una cicatriz en la mejilla izquierda. Hablaba deeceeano con un marcado acento.

    — Me he enterado — dijo—de quiénes sois vosotros. A mí no se me engaña. Vosotros dos — dijo señalando a Churchill y a Robin—me vais a proporcionar un buen rescate. Estoy seguro de que Whitrow pagará mucho a cambio de que se le devuelvan sanos y salvos a su hija y a su yerno. Con los demás espero sacar un buen precio cuando lleguemos a Aino.

    Churchill sabía que Aino era una ciudad kareliana situada en la costa de lo que en otro tiempo fuera Carolina del Norte.

    Kirsti ordenó que encadenaran a los prisioneros. Yastz-hembski se encontraba entre ellos, pues los piratas habían considerado que se recuperaría de sus heridas.

    Tras haber sido encadenados, y una vez que los piratas se hubieron ido, Lin les habló:

    — Ahora me doy cuenta de que fue una locura pensar que podríamos regresar a nuestros países. No estaremos mejor allí que aquí. Encontraremos a nuestros descendientes tan ajenos a nosotros y tan hostiles como Churchill ha encontrado a los suyos.

    «Ahora bien, desde hace algún tiempo he venido pensando en una cosa que habíamos olvidado en nuestro deseo por volver a la Tierra. ¿Qué sucedería con los terrestres que colonizaron Marte?

    — No lo sé — dijo Churchill— . Pero pienso que si los colonos de Marte, por una razón u otra, no hubieran sido destruidos, habrían enviado naves espaciales a la Tierra hace ya mucho tiempo. Después de todo, ellos eran autosuficientes y poseían sus propias naves.
    — Quizás no hayan querido venir — dijo Chandra— . Pero, sea como fuere, creo que sé lo que Lin ha querido decirnos. Hay minerales radiactivos en Marte. Y los medios para extraerlos han de seguir allí, aun en el caso de que el planeta se encuentre ahora deshabitado.
    — Eh, un momento — dijo Churchill— . ¿Estáis proponiendo que llevemos allí al Terra? Tenemos combustible suficiente para ir, pero no para volver. ¿O estás sugiriendo que utilicemos el equipo para producir más combustible y luego dirigirnos de nuevo a las estrellas?
    — Encontramos un planeta en el que los aborígenes no estaban lo suficientemente avanzados, tecnológicamente, como para combatirnos — dijo Lin— . Me refiero al segundo planeta de Vega. Posee cuatro grandes continentes, más o menos del tamaño de Australia cada uno, separados por amplias extensiones de agua. Uno de estos continentes está habitado por humanoides que están, tecnológicamente hablando, al nivel de los antiguos griegos. Otros dos están habitados por neolíticos. El cuarto se halla deshabitado. Podríamos ir a Vega y colonizar el cuarto continente.

    Durante un momento, todos permanecieron en silencio.

    Churchill reconocía que la proposición de Lin tenía muchas cosas a su favor. Solo tenía una pega, y era que no tenían forma de llevarla a cabo. En primer lugar, tendrían que recuperar su libertad. Luego, habría que apoderarse del Terra, y estaba tan bien guardado que los astronautas, que ya lo habían discutido antes de abandonar su prisión de Washington, habían descartado la idea.

    — Aun en el caso de que pudiéramos apoderarnos de la nave — dijo— , y se trata de un caso muy hipotético, deberíamos ir a Marte. Y este es el riesgo mayor de todos. ¿Qué pasará si las condiciones allí son tales que no logramos obtener más combustible?
    — Entonces nos establecemos allí y comenzamos a preparar el equipo necesario — dijo Al-Masyuni.
    — Sí, pero aceptando que Marte nos proporcione lo que necesitamos, y que logramos llegar a Vega, hemos de tener mujeres. Si no, la raza se extinguiría. Ello significa que me tendría que llevar, de buen grado o por la fuerza a Robin. Y también significa que tendríamos que llevarnos a otras mujeres de Deecee.
    — Una vez que lleguemos a Vega, no les quedaría más remedio que contentarse — dijo Steinborg.
    — Violencia, rapto, violación — dijo Churchill— . ¡Bonita manera de comenzar un nuevo mundo!
    — ¿Existe otro modo? — dijo Wang.
    — Recuerda el rapto de las mujeres Sabinas — dijo Steinborg.

    Churchill no replicó nada a esto, pero añadió una nueva objeción.

    — Además, somos tan pocos que al cabo de algún tiempo nuestros descendientes se habrían degenerado. No queremos formar una raza de idiotas.
    — Podríamos raptar también niños.

    Churchill lanzó un gruñido. Parecía que no había más medios para lograr su proyecto que la violencia. Claro que violencia había sido toda la historia del hombre.

    — Pero si nos llevamos niños lo suficientemente pequeños que todavía no hablen y que no puedan recordar después la Tierra, nos veríamos obligados a llevar un buen número de mujeres para que los cuidaran. Y ello nos aporta otro problema. Poligamia. No sé cuál será la opinión de las otras mujeres, pero conozco la de Robin y sé que se opondría rotundamente.
    — Explícale que se trataría solo de una cosa temporal — dijo Yastzhembski— . Además, se podría hacer con ella una excepción. Haremos algo divertido. Propongo que hagamos una incursión en una ciudad de los Pant-Elf. Allí las mujeres están acostumbradas a la poligamia y, además, les gustará tener maridos que les presten alguna atención. Las podríamos liberar así de una esclavitud que no creo que les haga mucha gracia.
    — Muy bien — dijo Churchill— . Estoy de acuerdo. Pero hay una cosa que habéis pasado por alto hasta ahora.
    — ¿De qué se trata?
    — ¿Cómo vamos a salir del lío en que nos encontramos ahora metidos?

    De nuevo se hizo un silencio, muy profundo. Después, Yastzhembski dijo:

    — ¿No crees que Whitrow dará el dinero suficiente para redimirnos a todos?
    — No. No soltará pasta más que para librarnos a Robin y a mí de las manos de estos piratas.
    — Bueno — dijo Steinborg— . Al menos tú saldrás. ¿Qué pasará con nosotros?

    Churchill se levantó, y comenzó a entrechocar sus cadenas llamando a voces al capitán.

    — ¿Por qué haces eso? — preguntó Robin. Esta no había comprendido más que algunas palabras de la conversación, porque se había desarrollado en americano del siglo XXI.
    — Intento hablar con el capitán para proponerle una especie de trato — contestó en deeceeano— . Creo que tenemos una posibilidad, pero depende de la soltura con que sea capaz de hablar con él y de lo receptivo que sea.

    Apareció la cabeza de un marinero y preguntó qué diablos sucedía.

    — Dile a tu capitán que sé cómo puede obtener mil veces más dinero de lo que espera — dijo Churchill— . Y la suficiente gloria como hara convertirse en un héroe. La cabeza desapareció. Al cabo de cinco minutos, dos marineros entraron y desencadenaron a Churchill.
    — Hasta la vista — dijo a los que se quedaban— . Pero no me esperéis despiertos.

    No sabía lo ciertas que iban a ser sus palabras.

    Pasó el día y no regresó. Robin estaba al borde de la histeria. Especulaba con la posibilidad de que el capitán se hubiera enfadado con su marido y le hubiera matado. Los demás intentaban calmarla con argumentos razonables, tales como que un buen hombre de negocios como el kareliano no destruiría una tan magnífica inversión. Sin embargo, pese a estos razonamientos, todos estaban preocupados. Podía haber sucedido que Churchill hubiera insultado sin querer al kareliano y que éste se hubiera visto obligado a matarle para salvar su prestigio. O podían haberle alcanzado intentando escapar.

    Algunos comenzaron a adormilarse, pero Robin se mantuvo despierta. Una y otra vez murmuraba oraciones dedicadas a Columbia.

    Finalmente, la puerta se abrió. Churchill descendió las escaleras acompañado de dos marineros. Se tambaleaba e hipaba violentamente. Cuando volvieron a encadenarle, los otros comprendieron lo que le había pasado. Su aliento olía a cerveza y arrastraba las palabras al hablar.

    — He bebido como un camello antes de salir con su caravana — dijo— . Todo el día y toda la noche. Hablé mucho con Kirsti, pero creo que él me emborrachó a mí. Conozco un montón de cosas acerca de esos finlandeses. Durante la desolación tuvieron más suerte que el resto de la gente, y luego se dedicaron a explorar Europa, como los antiguos vikingos. Ocuparon lo que antes era de los escandinavos, los germanos y los bálticos. Ahora poseen también el noroeste de Rusia, el este de Inglaterra, la mayor parte del norte de Francia, las regiones costeras de España y el norte de África, Sicilia, Sudáfrica, Islandia, Groenlandia, Nueva Escocia, Labrador y Carolina del Norte. Y Dios sabe qué más, porque han enviado expediciones a China y la India.
    — Muy interesante, pero ya hablaremos de ello en otro momento — dijo Steinborg— . ¿Cómo te ha ido con el capitán? ¿Ha aceptado el negocio?
    — Es un tipo muy desconfiado y cauteloso. Me ha costado un montón de tiempo convencerle.
    — ¿Qué ha pasado? — preguntó Robin.

    Churchill le contó en deeceeano, para no tenerla preocupada, lo que había sucedido. Luego lo repitió en su lengua natal.

    — ¿Habéis intentado explicar alguna vez lo que son generadores antigravitatorios y propulsión iónica a alguien que ni siquiera sabe que existen cosas como moléculas y electrones? Entre otras cosas, otras muchas cosas, le tuve que dar una lección de teoría atómica básica, y...

    Su voz se fue apagando, inclinó la cabeza y se quedó dormido.

    Exasperada, Robin le sacudió hasta hacerle despertar de su atontamiento.

    — Oh, eres tú, Robin — murmuró torpemente— . Robin, no te va a gustar la pequeña trampa que he urdido. Vas a odiarme...

    Volvió a dormirse. Esta vez, todos los esfuerzos de la mujer fueron en vano.


    XIV


    — Desearía poder quitarme el cinturón — dijo Mary Casey— . Es incómodo e irritante. Me roza la piel y apenas puedo andar. Y además no es muy higiénico. Tiene dos pequeños orificios, pero necesito echarme agua para lavarme.



    — Ya lo sé — dijo Stagg impaciente— . No es eso lo que me preocupa. Mary le miró y dijo:
    — ¡Oh, no!

    Sus astas habían perdido su flacidez y comenzaban su erección.

    — Peter — dijo la joven, intentando hablar con voz calmada— . Por favor, no. No debes... Vas a matarme.
    — No, no quiero — le respondió él, casi en un sollozo... pero ella no hubiera podido decir si era a causa del deseo o de la agonía que significaba no poder controlarse— . Seré tan cuidadoso como me sea posible. Te prometo que no será demasiado para ti.
    — ¡Una vez es demasiado! — dijo ella— . No estamos casados por un sacerdote. Puede ser pecado.
    — No hay pecado si tú no lo haces voluntariamente — replicó él ásperamente— . Y no tienes otra elección. ¡Créeme, no la tienes!
    — ¡No quiero hacerlo! — dijo ella— . ¡No quiero! ¡No quiero!

    Siguió protestando, pero él no le hizo caso. Estaba demasiado atareado intentando abrir el cinturón. Presentaba un problema que solo una llave o una ganzúa podía resolver; como no tenía ninguna de las dos cosas, era inevitable fracasar en el intento.

    Pero se encontraba bajo la presión de algo irracional.

    El cinturón se componía de tres partes. Las dos que rodeaban la cadera estaban hechas de acero, diseñadas con las medidas exactas de la mujer. En la parte de atrás tenía una bisagra, de forma que pudiera abrirse cuando se abría la cerradura situada en la parte delantera. La tercera parte estaba formada por anillos de metal. Nacía en la espalda, pasaba entre las piernas y se unía de nuevo al cinturón mediante otra cerradura. El hecho de que fuera una especie de malla le proporcionaba una cierta elasticidad. Las tres partes estaban forradas de tela para evitar cortes. Sin embargo, aquella armadura había de estar necesariamente apretada, de lo contrario podía ser arrancada con un poco de fuerza y la pérdida de otro poco de piel. Concretamente aquel cinturón era tan ajustado que Mary se quejaba de dificultades para respirar.

    Stagg manipulaba en la parte delantera del cinturón, pese a las protestas de Mary, que se quejaba de que la hacía mucho daño. El no la respondió y comenzó a mover hacia un lado y hacia otro los dos extremos del cinturón con la intención de retorcerlos y sacarlos de la cerradura.

    — ¡Oh, Dios mío! — grito Mary—¡No lo hagas! ¡No lo hagas! ¡Me vas a matar! ¡No lo hagas!

    Bruscamente, él la dejó. Por un momento pareció que había recuperado el control de sí mismo. Respiraba profundamente.

    — ¡Lo siento, Mary! — dijo— . No sé lo que hago. Quizá debería echar a correr tan deprisa como pueda... hasta que esto se me pase, y luego volver a buscarte.
    — No podríamos encontrarnos de nuevo nunca — dijo la joven. Parecía apenada y hablaba suavemente— . Te echaría de menos, Peter. Te quiero mucho cuando no estás bajo la influencia de las astas. Pero es inútil. Aunque lograras dominarte esta noche, volvería a suceder mañana.
    — Quizá sería mejor que me fuera ahora que aún tengo un cierto control sobre mí mismo. ¡Qué dilema! ¡Dejarte aquí, expuesta a morir, porque si me quedo puedes morir!
    — No puedes hacer otra cosa — dijo ella.
    — Solo hay una solución — dijo él con voz lenta y vacilante—Este cinturón no asegura en absoluto que yo no logre lo que necesito. Hay más de una forma...

    Ella palideció y gritó:

    — ¡No! ¡No!

    El dio la vuelta y corrió lo más veloz que pudo por el sendero.

    Luego pensó que ella seguiría el mismo camino. Dejó el sendero y se internó en el bosque. Aquello no tenía mucho de bosque, porque aquel país era todavía una tierra árida en proceso de recuperación de la Desolación. Su tierra no había sido sembrada y regada como lo había sido la de Deecee. Los árboles eran relativamente escasos; la mayor parte del bosque estaba compuesto por matorrales y yerbas altas. Sin embargo, allí donde había agua en todas las épocas del año el bosque se hacía más espeso. No había corrido mucho cuando se encontró con un arroyo. Se zambulló dentro, esperando que la impresión del agua apagaría su fuego interior, pero el agua estaba templada.

    Se incorporó, atravesó el arroyo y comenzó a correr de nuevo. Al pasar junto a un árbol se topó con un oso.

    Desde que Mary y él dejaron High Queen había estado esperando encontrarse un animal así.

    Sabía que eran relativamente numerosos en aquel área, porque los Pant-Elf acostumbraban a atar las mujeres que habían hecho prisioneras o a las que se rebelaban, y las llevaban a que se las comieran los osos sagrados. Estos estaban acostumbrados a la carne humana. Y, a aquellas alturas, la familiaridad hacía que les fuera imposible distinguir entre un humano atado y otro suelto.

    El oso era un enorme macho negro. Podía estar hambriento, o podía no estarlo. Quizá se había asustado ante la súbita aparición de Stagg tanto como éste lo estaba ante la suya. Si hubiera tenido la oportunidad, posiblemente habría huido. Pero la aparición de Stagg había sido tan súbita que debió parecerle un ataque, y ser atacado significaba que él debía atacar a su vez.

    Se incorporó sobre sus patas traseras, como acostumbraba hacer cuando se apoderaba de una presa humana, y lanzó su poderosa zarpa derecha a la cabeza de Stagg. Si hubiera alcanzado su objetivo habría destrozado el cráneo del hombre, lo habría hecho añicos.

    Erró el blanco, pero sus enormes uñas desgarraron el cuero cabelludo de Stagg. Este cayó el suelo, en parte por la fuerza del golpe y en parte porque su propio ímpetu le había desequilibrado.

    El oso se puso a cuatro patas y se dispuso a atacar de nuevo. Stagg giró y sacó su puñal, gritando al oso. El animal, enloquecido por el ruido, atacó de nuevo. Stagg agitó el cuchillo y su borde se introdujo en la garra.

    El oso, aunque aullando de dolor, siguió avanzando. Stagg movió de nuevo el cuchillo. Esta vez la garra se movió con tal fuerza contra la hoja que el cuchillo saltó por los aires yendo a caer entre las hierbas.

    Stagg se lanzó tras él, se agachó para cogerlo... y quedó enterrado bajo el enorme peso del oso. La cabeza se le hundió en la tierra y sintió como si sobre su cuerpo hubiera caído una enorme plancha de hierro.

    Hubo un momento en el que incluso el oso estaba confuso. El hombre había quedado bajo sus cuartos traseros. Rápidamente, se dio la vuelta. Pero Stagg saltó e intentó correr. Antes de que pudiera dar dos pasos, el oso le había rodeado con sus poderosas patas delanteras.

    Stagg sabía que no era verdad que el oso abrazara a sus víctimas hasta que morían, pero en aquel momento pensó que podía haber topado con un oso que no conocía su historia natural. El oso estaba intentando sujetar a Stagg mientras arañaba con sus garras su pecho descubierto.

    No obstante no lo logró, porque Stagg consiguió librarse de aquel abrazo. No tuvo tiempo de asustarse al darse cuenta de la hercúlea fuerza que tenía que haber desarrollado para lograr separar las patas del animal. Si lo hubiera tenido se habría dado cuenta de que de aquella fuerza sobrehumana eran responsables sus astas.

    Dio un salto y rodó con rapidez porque, aunque estaba lejos del animal, no podría escapar al ataque del oso. En una distancia de cincuenta metros, un oso le podría incluso a un campeón olímpico.

    El oso estaba encima de él. Stagg solo pudo hacer una cosa. Golpeó al animal con su puño tan fuerte como pudo en el negro hocico.

    El impacto hubiera roto la mandíbula a un hombre. El oso dijo «¡Oof!», y se detuvo. Sangraba por la nariz y sus ojos bizquearon.

    Stagg no se detuvo a admirar su obra. Corrió, pasando junto a la atontada bestia, e intentó recoger el puñal. Pero su mano derecha no podía cerrarse en torno a la empuñadura. Le colgaba sin fuerza, paralizada por el golpe que acababa de propinar.

    Logró cogerlo con la izquierda y darse la vuelta. Tuvo el tiempo justo. El oso se había recobrado lo suficiente como para iniciar un nuevo ataque, aunque había perdido parte de su velocidad inicial.

    Con cuidado, Stagg levantó el cuchillo y luego, en el preciso instante en que el oso llegaba junto a él, dirigió la hoja hacia el corto pero poderoso cuello del animal.

    Lo último que vio fue como se hundía la hoja en la negra piel y el chorro escarlata que manó a continuación.

    Se despertó algún tiempo después, y se encontró profundamente dolorido; el oso yacía muerto a su lado y Mary se inclinaba sobre él.

    Luego el dolor se hizo insoportable y se desmayó.

    Cuando recobró el sentido, su cabeza descansaba sobre el regazo de Mary, la cual trataba de hacerle beber agua de una cantimplora. La cabeza le dolía todavía de una forma horrorosa. Se dio cuenta de que la tenía vendada. Su asta derecha había desaparecido. Mary dijo:

    — El oso debe de habértela arrancado. Oí el ruido de la lucha desde lejos. Pude oír los gruñidos del oso y tus gritos. Vine lo más pronto que pude, aunque estaba aterrada.
    — Si no lo hubieras hecho — dijo él—habría muerto.
    — Me temo que sí. Sangrabas terriblemente por el orificio de la base del asta izquierda. Arranqué tiras de mi falda y legré contener la hemorragia.

    Súbitamente, gruesas lágrimas aparecieron en sus ojos.

    — Ahora que ya ha pasado — dijo él—puedes gritar todo lo que quieras. Pero agradezco tu valentía. No hubiera podido culparte en el caso de que te hubieras alejado en vez de venir en mi auxilio.
    — No hubiera podido hacerlo — sollozó ella— . Yo... creo que te amo. Desde luego, no hubiera podido dejar morir así a nadie. Además tenía miedo de quedarme sola.
    — He oído lo que has dicho en primer lugar — contestó él— . No puedo entender cómo puedes querer a un monstruo como yo. Pero si ello puede hacerte sentirte mejor, y no peor, te diré que yo también te quiero... aunque hace un rato no lo pareciera.

    Se tocó la parte rota de la base de las astas y preguntó:

    — ¿Crees que esto reducirá mi compulsión... a la mitad?
    — No lo sé. Desearía que fuera así. Pero... Creo que si te hubiera quitado las dos astas... habrías muerto del golpe.
    — Yo también lo creo. Quizá las sacerdotisas mintieron. O quizá todo haya de ser arrancado antes del golpe final. Después de todo, la base ósea está intacta y una de las astas aún funciona. No sé.
    — No pienses más en ello — dijo ella— . ¿No querrías comer algo? He preparado unos filetes de oso.
    — ¿Es eso lo que huelo? — dijo él, olfateando— . ¿Cuánto tiempo he estado inconsciente?
    — Has estado inconsciente todo un día, la noche y parte de la mañana. Y no te preocupes por el humo que pueda hacer el fuego. Sé cómo hacer pequeñas hogueras sin humo.
    — Todo está perfecto — dijo él— . Los cuernos poseen grandes poderes de regeneración. No me sorprendería que crecieran de nuevo.
    — Rezaré para que no suceda así — respondió ella. Se dirigió hacia la hoguera y sacó, valiéndose de unas maderitas, dos filetes de oso.
    — Voy sintiéndome mejor — dijo él— . Me siento con hambre suficiente como para comerme un oso.

    A los dos días recordó riéndose lo que había dicho, porque, efectivamente, se había comido el oso. No quedaba más que piel, huesos y entrañas. Incluso los sesos habían sido cocinados y devorados.

    Por entonces se sentía mejor y podía caminar de nuevo. Se había quitado el vendaje, quedando al descubierto una limpia cicatriz.

    — Al menos no va a crecerme de nuevo — dijo, y luego miró a Mary— . Bien, ya empezamos otra vez. Estoy igual que cuando yo corrí para alejarme de ti. Comienzo a sentir lo mismo.
    — ¿Significa eso que debemos separarnos de nuevo? — preguntó la mujer. Por el tono de su voz era imposible descifrar si deseaba dejarle o no.
    — He estado pensando mucho durante mi convalecencia. Hay un detalle muy importante: cuando los Pant-Elf nos llevaron a High Queen, sentí una disminución definitiva del impulso. Creo que sucedió porque estaba infraalimentado. Te voy a proponer que sigamos juntos, pero siguiendo, por mi parte, una dieta estricta. Voy a comer lo justo para mantenerme, pero no lo suficiente como para estimular este... este deseo. Será duro, pero puedo hacerlo.
    — Eso es maravilloso — dijo ella. Vaciló un instante, y luego añadió:
    — Tenemos que hacer algo. Ya no aguanto este cinturón. No, no es por lo que crees. Me está volviendo loca. Me corta y me magulla, y me oprime tan fuerte que apenas puedo respirar.
    — Tan pronto como lleguemos al territorio de Deecee y encontremos una granja — dijo él— , te quitaré ese maldito artefacto.
    — De acuerdo. Pero no malinterpretes mis motivos.
    — Está claro que eres una santa — dijo él.

    Ella no replicó. El tomó el saco y echaron a andar.

    Caminaron lo más rápido que pudieron, teniendo en cuenta el engorro que para Mary suponía el cinturón. Fueron muy cautelosos, poniéndose alerta a cada ruido extraño. No solo existía el peligro de caer en manos de la inevitable expedición de High Queen que los andaría buscando, sino también de encontrarse con deeceeanos hostiles. Cruzaron los montes Shawangunk. Fue entonces cuando vieron a los hombres que habían salido de High Queen para vengar la muerte de sus compañeros. Debían de haber estado tan absortos en su persecución de los dos fugitivos que se habían dejado sorprender por los de Deecee. Ahora colgaban de los troncos de los árboles donde habían sido atados antes de que les cortaran la garganta, o bien sus huesos yacían al pie de los árboles. Lo que los osos no habían devorado, se lo habían comido los zorros; y lo que habían dejado los zorros, ahora se lo estaban comiendo los cuervos.

    — Debemos ser más cautelosos que nunca — dijo Stagg— . Probablemente los de Deecee nos estén buscando.

    Stagg no hablaba con su acostumbrado vigor. Había perdido peso y sus ojos estaban ojerosos. Su cuerno se balanceaba con cada movimiento de su cabeza. Cuando se sentó a comer, terminó su escueta ración y luego contempló fijamente la de Mary. A veces se apartaba y se tumbaba donde no pudiera verla mientras estaba comiendo.

    Lo peor de todo era que no podía olvidar la comida ni siquiera mientras dormía. Soñaba con mesas llenas de cientos de sabrosos platos y grandes jarras rebosantes de oscura y fría cerveza. Y cuando no era acuciado por estas visiones, soñaba de nuevo con las doncellas que había encontrado durante la Gran Ruta. Pues, aunque su empuje estaba considerablemente mermado por la falta de comida, era todavía más vigoroso que la mayoría de los hombres. Había veces en que, cuando Mary se dormía, tenía que adentrarse en el bosque para relajar la terrible tensión. Se sentía sumamente avergonzado, pero era preferible que tomar a Mary por la fuerza.

    No se atrevía a besar a Mary. Ella parecía comprenderlo, pues tampoco hacía el menor amago de besarle. Ni siquiera volvió a mencionar que le amaba. Tal vez, pensó él, en realidad ella no le amaba. Había sido desbordada por la emoción al ver que él no había muerto, y aquellas palabras habían sido una manifestación de alivio.

    Tras pasar sobre los huesos de los Pant-Elf dejaron el camino y cortaron recto a través del bosque. Su marcha se hizo más lenta, pero se sentían más seguros.

    Y, por fin, alcanzaron las riberas del Hudson.

    Aquella noche, Stagg entró en una granja y encontró una lima. Tuvo que matar al perro guardián, pero los granjeros no le molestaron. No estaban en casa.

    Le llevó cuatro horas cortar el cinturón con la lima, pues el acero era resistente y tenía que ir con mucho cuidado para no hacer daño a Mary. Luego le dio un ungüento que había encontrado en la granja, y ella se adentró en el bosque para aplicárselo en las zonas lastimadas e infectadas. Stagg se alzó de hombros ante este incongruente pudor. Se habían visto el uno al otro desnudos muchas veces. Pero, por supuesto, habían sido situaciones que ella no había podido evitar.

    Cuando ella volvió, caminaron a lo largo de la ribera hasta que encontraron una barca atada a un embarcadero de madera. Desataron la embarcación y cruzaron el río. Stagg dejó que la corriente arrastrara la embarcación, y luego empezaron a caminar hacia el este.

    Durante dos noches caminaron, escondiéndose y durmiendo durante el día. Stagg tomó comida de una granja de las afueras de la ciudad de Poughkeepsie. Cuando volvió junto a Mary en el bosque se sentó y devoró el triple de lo que se suponía que tenía que comer. Mary estaba alarmada, pero él le dijo que tenía que hacerlo, pues sentía que sus células empezaban a autodevorarse. Tras comer la mitad de la comida que había robado, y bebido una botella entera de vino, se sentó tranquilamente por un momento. Luego dijo:

    — Lo siento, pero ya no puedo aguantar más. Tengo que volver a esa granja.
    — ¿Por qué? — preguntó ella, alarmada.
    — Porque los hombres de la granja no están, probablemente han ido a la ciudad. Y hay allí tres mujeres, dos de ellas atractivas. Mary, ¿puedes comprenderlo?


    XV


    — ¡No! — exclamó ella— . No puedo. Y aunque pudiera, ¿no te das cuenta que nos pondrías en peligro volviendo allí? Esas mujeres se lo dirán a sus hombres cuando vuelvan, y la sacerdotisa de Vassar será informada. Y entonces los tendremos tras nuestra pista. Puedes estar seguro de que nos capturarán si saben que estamos en esta zona.



    — Tienes razón — admitió él— . Pero no puedo aguantar. He comido demasiado. Se trata de esas dos mujeres o de ti.

    Mary enrojeció de la cabeza a los pies. Parecía como si estuviera a punto de hacer algo que detestaba pero que debía ser hecho.

    — Si te das la vuelta un momento — dijo ella—creo que podré resolver tu problema. Estáticamente, él dijo:
    — Mary, ¿realmente...? ¡No sabes lo que esto significa para mí!

    El se volvió, y, a pesar de su casi insoportable placer anticipado, tuvo que sonreír. Cuán propio de ella ser tan pudorosa con respecto a desnudarse, incluso antes de ir a acostarse con él.

    La oía moverse tras él.

    — ¿Puedo volverme ya?
    — Todavía no — respondió ella— . Aún no estoy lista. El la oyó aproximarse y preguntó impaciente:
    — ¿Ya estás lista? ¿Puedo volverme ya?
    — Todavía no — contestó ella justo detrás de él.
    — No puedo esperar mucho más...

    Algo le golpeó con fuerza en la nuca. Perdió el conocimiento.

    Cuando se despertó encontró sus brazos y piernas atados fuertemente. La cabeza le dolía. Evidentemente, ella le había golpeado con una gran piedra.

    Al verle abrir los ojos, ella dijo:

    — Lo siento muchísimo, Peter. He tenido que hacerlo. Si hubieras puesto a los deeceeanos tras nuestra pista no hubiéramos podido escapar.
    — Hay dos botellas de whisky en el saco — dijo él— . Apóyame contra un tronco de árbol y pon una botella en mis labios. Quiero bebérmela entera. En primer lugar, porque necesito algo para mitigar este dolor de cabeza. En segundo lugar, porque si no bebo hasta quedar inconsciente me volveré loco de frustración. Y en tercer lugar, porque quiero olvidar la clase de ser desalmado que eres.

    Ella no replicó, pero hizo lo que le pedía, manteniendo la botella junto a su boca, y apartándola de vez en cuando para que no se atragantara.

    — Lo siento, Peter.
    — ¡Al infierno contigo! — exclamó él— . ¿Por qué he tenido que tropezar con alguien como tú? ¿Por qué no podría haber huido con una mujer de verdad? Sigue dándome whisky.

    En un par de horas se había bebido dos tercios de su provisión. Permaneció sentado tranquilo durante unos segundos, con los ojos fijos al frente, y luego se quedó dormido.

    A la mañana siguiente, al despertarse, vio que estaba desatado. No hizo comentario alguno. Se limitó a mirar como ella ponía su ración delante de él, y después del desayuno, durante el cual bebió mucha agua, empezaron a caminar hacia el este en silencio.

    Hacia media mañana Mary habló:

    — No hemos visto ninguna granja en las últimas dos horas. Y el bosque se está aclarando y la tierra volviéndose más rocosa. Estamos en los páramos que hay entre Deecee y Caseyland. Hemos de tener más cuidado que nunca, pues podríamos encontrarnos con grupos de guerrilleros de algunas de las dos naciones.
    — ¿Qué hay de malo en encontrarse con tu gente? — preguntó Stagg— . ¿Acaso no es a ellos a quienes estamos buscando?
    — Podrían atacar primero e identificarnos después — dijo Mary con nerviosismo.
    — De acuerdo — dijo él— . Pero dime, Mary, ¿estás segura de que no me tratarán como a un cautivo de Deecee? Después de todo, este cuerno los pondrá en mi contra.
    — No después de que les cuente que has salvado mi vida y que no eres un Héroe Solar por tu voluntad. Aunque, por supuesto...
    — Por supuesto, ¿qué?
    — Tendrás que someterte a una operación. No sé si mi pueblo tiene la experiencia médica suficiente para quitarte el cuerno sin matarte, pero tendrás que correr ese riesgo. De lo contrario, no habría más remedio que encerrarte, y eso te volvería loco. No se te puede dejar suelto en estas condiciones. Y, naturalmente, yo no podría casarme contigo mientras tuvieras ese cuerno. Y, además, tendrás que ser bautizado según nuestro ritual. Yo no me casaría con un infiel. No podría hacerlo aunque quisiera, ya que matamos a los infieles.

    Stagg no sabía si rugir de rabia, echarse a reír o llorar de pena. En consecuencia, no expresó emoción alguna. En lugar de ello, habló con suavidad.

    — No recuerdo haberte pedido que te cases conmigo.
    — Oh, pero eso no es necesario — replicó ella— . Es suficiente que hayamos pasado una noche juntos y solos. En mi país eso significa que un hombre y una mujer deben casarse. De hecho, suele ser una de las formas de anunciar un compromiso.
    — Pero no hemos hecho nada que justifique un casamiento forzoso — replicó él— . Tú eres todavía virgen, al menos que yo sepa.
    — ¡Por supuesto que lo soy! — exclamó ella— . Pero eso no cambia las cosas. Se da por hecho que un hombre y una mujer que pasan la noche juntos han de sucumbir a la debilidad de la carne, por fuerte que sea su voluntad. Es decir, a no ser que sean santos. Y si fueran santos, no habrían permitido que se produjera una tal situación.
    — Entonces, ¿por qué maldita razón has puesto tanto empeño en ser una buena chica? — exclamó él— . Si de todas formas van a pensar que lo hiciste, ¿por qué lo has evitado?
    — Porque no me importa lo que piense la gente. Lo que cuenta es lo que la Madre ve.
    — A veces eres tan gazmoña que me dan ganas de apretar tu lindo cuellecito. He estado sufriendo agonías de frustración hasta un punto que no puedes ni imaginar, mientras que tú podrías haber aliviado mi sufrimiento sin detrimento moral para ti.
    — No tienes por qué enfadarte — dijo ella— . Después de todo, no hubiera sido como en casa, donde nos habríamos casado al poco tiempo. Dadas las circunstancias, no puedo estar segura de que no vayas a morir antes de que podamos casarnos. Y en ese caso, yo habría pecado. Además, no estás en condiciones normales. Tienes ese cuerno. Eso le da al caso un giro especial. Estoy segura de que hará falta un experto sacerdote para aclarar todas las complejidades del caso.

    Stagg se agitó con rabia.

    — ¡Todavía no hemos llegado a Caseyland! — dijo. Llegó la mañana. Stagg comió mucho más de lo normal.

    Mary no dijo nada, pero se mantuvo alerta. Cada vez que él se acercaba, ella se apartaba. Recogieron sus bártulos y prosiguieron su camino. Evidentemente, Stagg estaba empezando a sentir el efecto de la comida. La parte carnosa del asta empezó a ponerse erecta. Sus ojos brillaban, a la vez que emitía gruñiditos de placer.

    Mary empezó a quedarse atrás. El estaba tan afectado por la oleada de deseo que le iba invadiendo que no se dio cuenta. Cuando estuvo a unos veinte metros tras él, Mary corrió a ocultarse entre la maleza. Stagg caminó otros veinte metros antes de volverse y darse cuenta de que se había ido. Entonces rugió y corrió en pos de ella a través del bosque, perdiendo toda precaución y gritando su nombre.

    Encontró su rastro en una capa de hojas aplastadas, la siguió por una pequeña ensenada, cruzó la ensenada y entró en un robledal. Allí perdió el rastro. Al otro lado había un ancho prado.

    Ante él aparecieron una docena, o más, de espadas, tras cada una de las cuales había un caseylandés de hosca cara. Y tras ellos una joven de unos veinte años.

    La joven iba vestida con ropas semejantes a las que llevaba Mary cuando estaba en la jaula. Era una mascota. Los hombres vestían el mismo uniforme rojo del campeón caseylandés de béisbol. Había un algo incongruente en sus trajes. En vez de altos gorros, llevaban sombreros de plumas como el de un almirante.

    Tras ellos, veinte ciervos, para el grupo, para la mascota y para transportar los víveres y el equipo.

    Su jefe, que ostentaba el título de «Poderoso», como todos los capitanes de Caseyland, era un hombre alto de rostro alargado, con una mejilla abultada por un buen bocado de tabaco.

    Le gritó salvajemente a Stagg.

    — ¡Así que aquí tenemos al Viejo Cornudo! ¿Esperabas encontrar carne joven? Pues en vez de eso has topado con el amargo filo de una espada. ¿Disgustado, monstruo? No lo estés. Te vamos a proporcionar el abrazo de una mujer... solo que sus brazos son delgados y huesudos y sus pechos flácidos y arrugados, y su aliento huele a tumba abierta.
    — No seas tan condenadamente melodramático, Poderoso — gruñó uno de los hombres— . Colguémosle aquí mismo. Hay que llegar a Poughkeepsie para el partido.

    Fue entonces cuando Stagg comprendió qué estaban haciendo allí. No era una partida de guerra, sino un club de béisbol que había sido invitado a competir en Deecee. Como tal, poseían un salvoconducto que les salvaría del peligro de caer en una emboscada.

    Además, el salvoconducto implicaba la promesa de no agredir a ningún deeceeano con el que pudieran encontrarse.

    — Dejaos de linchamientos — dijo Stagg al capitán— . De acuerdo con las normas, no podéis dañar a ningún habitante de Deecee a menos que sea en defensa propia.
    — Eso es cierto — dijo el capitán— . Pero sucede que nos hemos enterado de cosas por nuestros espías. Nos hemos enterado de que tú no eres nativo de Deecee; por ello, la promesa que implica nuestro salvoconducto no reza contigo.
    — Pero entonces, ¿por qué colgarme? — preguntó Stagg— . Si no soy de Deecee tampoco soy vuestro enemigo. Dime, ¿no has visto a una mujer que corría delante de mí? Su nombre es Mary Casey. Ella te dirá que debo ser tratado como un amigo.
    — Vaya cuento — dijo el hombre que había propuesto colgar a Stagg— . ¡Tú eres uno de esos hombres con cuernos poseídos por el diablo! Eso es suficiente para nosotros.
    — ¡Cállate, Lonzo! — dijo Poderoso— . Aquí el capitán soy yo. Luego, dirigiéndose a Stagg, dijo:
    — Ahora desearía haber acabado contigo antes de que abrieras la boca. No hubiera habido ningún problema. Pero me gustaría oír algo más acerca de esa Mary Casey. — Súbitamente preguntó— : ¿Cuál es su apellido completo?
    — Voy-Con-Destino-Al-Paraíso — respondió Stagg.
    — Sí, es el nombre de mi prima. Pero el hecho de que conozcas su nombre no prueba nada. A ella la han llevado contigo a lo largo de la Gran Ruta. Tenemos un buen sistema de espionaje, y sabemos que tú y ella desaparecisteis juntos. Y también que esas brujas te sustituyeron por otro Rey Astado y luego enviaron partidas secretas para buscarte.
    — Mary se encuentra por aquí cerca, en estos bosques — dijo Stagg— . Búscala y ella verificará que la ayudé a escapar a su país.
    — ¿Y qué hacíais los dos separados? — preguntó Poderoso suspicazmente— . ¿Por qué corríais? Stagg no respondió. Poderoso dijo:
    — Lo que pensaba. No hace falta más que mirarte para saber que la estabas persiguiendo. Te diré una cosa, Rey Astado. Voy a hacerte un favor. En otras circunstancias, primero te hubiera asado a fuego lento, luego te hubiera arrancado los ojos y te los hubiera hecho tragar. Pero tenemos un partido pendiente y no hay tiempo que perder, de modo que tendrás una muerte rápida. ¡Atadle las manos, muchachos, y ahorcadle!

    Lanzaron una soga sobre la rama de un roble y le pasaron un nudo corredizo por la garganta. Dos hombres le sujetaban por los brazos mientras un tercero le ataba las manos. No opuso resistencia, aunque hubiera podido deshacerse de ambos con facilidad.

    — ¡Esperad! — dijo— . Os desafío a jugar un juego siguiendo las reglas de Uno contra Cinco, ¡y pongo a Dios por testigo de que os he desafiado!
    — ¿Qué? — exclamó Poderoso asombrado— . ¡Por amor de Columbus, estamos retrasados! Además, ¿por qué habríamos de aceptar el reto? No sabemos si eres de nuestra alcurnia. Nosotros somos diradah, tu lo sabes, y no aceptaríamos un reto de un shethed. Es impensable.
    — No soy un shethed — replicó Stagg, utilizando su mismo terminología— . ¿Has oído alguna vez que un Héroe Solar no sea un aristócrata?
    — Cierto — respondió Poderoso. Luego, dirigiéndose a sus compañeros, dijo— : Está bien, muchachos. Desatadle. Esperemos que el juego no se prolongue demasiado.

    Aquel reto le imposibilitó para ahorcar a Stagg. Era un caballero, y, como tal, arrogante, que no vacilaría en arrollar a cuantos shetheds se pusieran en su camino mientras cabalgaba. Pero poseía un código de honor y no pensaría ni remotamente en romperlo. Especialmente tras haber puesto Stagg a su Dios por testigo.

    Los primeros cinco jugadores que intervendrían se quitaron sus emplumados gorros de almirante y los sustituyeron por gorros picudos. Sacaron su equipo de unas bolsas que colgaban de sus cabalgaduras y comenzaron a desplegar un rombo sobre el cercano prado. De una bolsa de cuero extrajeron un polvo blanco que vertieron para marcar los senderos entre plataforma y plataforma, y entre éstas a la plataforma donde estaba el recinto del lanzador. Dibujaron un estrecho cuadrado en torno a cada plataforma para que, según las muy alteradas normas del Uno contra Cinco, Stagg pudiera batear desde cualquiera de las bases a lo largo del juego. Dibujaron un cuadrado algo más grande para el lanzador.

    — ¿Estás de acuerdo en que nuestra mascota sea el árbitro? — preguntó Poderoso— . Puede jurar ante la Madre que no se pondrá de nuestra parte. Si incumple las reglas, será golpeada... o algo peor. La dejaremos estéril.
    — No tengo mucho donde elegir — respondió Stagg, levantando el bate de latón que le habían dado— . Por lo que a mí respecta, estoy preparado.

    Su deseo salvaje de mujeres había desaparecido, sublimado en el deseo de derramar la sangre de aquellos hombres.

    La mascota, con una máscara de hierro y un uniforme acolchado, ocupó su lugar tras el lanzador.

    — ¡Preparado el lanzador!

    Stagg aguardó a que Poderoso lanzara la pelota. Poderoso estaba solo a treinta y nueve metros de distancia, sosteniendo la fuerte pelota de cuero con los cuatro clavos de hierro. Echó una ojeada a Stagg, agitó el brazo y lanzó la pelota.

    La pelota se enfiló rápida como una bala de cañón hacia la cabeza de Stagg. Iba tan derecha que parecía imposible que un hombre de reflejos normales pudiera eludirla. Stagg, sin embargo, flexionó las rodillas. La pelota pasó a una pulgada de su cabeza.

    — ¡Pelota uno! — gritó la mascota en voz alta y clara.

    El «catcher» no hizo esfuerzo alguno por coger la pelota. En este juego su labor consistía en devolverle la pelota al lanzador. Por supuesto, también guardaba la casa e intentaría atrapar la pelota con su inmenso guante acolchado si Stagg intentara correr a casa.

    Casey agitó de nuevo el brazo, apuntando esta vez al tórax de Stagg.

    Stagg blandió el bate y se oyó un ruido metálico que contrastaba de forma extraña con el golpe seco que se hubiera esperado.

    — ¡Golpe uno!

    El «catcher» devolvió la pelota. El lanzador hizo una finta y súbitamente lanzó la pelota.

    Stagg estuvo a punto de ser alcanzado. Apenas tuvo el tiempo justo de golpear la pelota con su bate. La pelota quedó unos instantes pegada a él, con uno de los clavos incrustado en el latón.

    Stagg corrió hacia la primera base, sosteniendo el bate, de acuerdo con las reglas, que lo permitían en el caso de que la pelota quedara clavada en el bate. Casey corrió tras él, esperando que la pelota se desprendiera en algún momento. De lo contrario, en el caso de que Stagg alcanzara la segunda base llevando la pelota consigo, pasaría a ser el lanzador y Casey el bateador.

    Cuando estaba a mitad de camino de la primera base, la pelota cayó.

    Stagg corrió como el ciervo que parecía, resbalando en la hierba al llegar a la plataforma. El bate que sostenía en la mano hirió al hombre que estaba en la primera base en la espinilla, haciéndole caer a sus pies.

    Algo golpeó a Stagg en la espalda. Aulló de dolor al sentir el clavo dentro de su carne. Pero dio un salto, se llevó las manos a la espalda y se arrancó el clavo, sin hacer caso del cálido borbotón que resbaló por su espalda.

    Ahora, de acuerdo con las reglas, si sobrevivía al impacto de la pelota y le quedaba fuerza suficiente, podía arrojarla o contra el lanzador o contra el primer baseman.

    El primer baseman intentó huir, pero había quedado tan malherido por el golpe que le diera Stagg en la espinilla que no pudo dar un paso. De modo que recogió su propio bate y se preparó para golpear la pelota en el caso de que Stagg se la lanzara a él.

    Stagg lo hizo; y el primer baseman, con la cara contraída por el dolor que le producía la herida de la pierna, intentó golpear la pelota.

    Se oyó un sordo impacto. El primer baseman se balanceó y finalmente cayó con la pelota hundida en la garganta.

    Stagg podía elegir entre quedarse en la primera base, donde se encontraría seguro, o intentar alcanzar la segunda. Optó por correr. El segundo baseman, al contrario que el primero, se corrió hacia un lado. Tan grande fue el ímpetu de Stagg que se pasó la plataforma. Rápidamente se volvió y tocó la segunda base.

    Se oyó un fuerte ruido cuando la pelota fue atrapada por el enorme guante acolchado del segundo baseman.

    Stagg estaba — al menos teóricamente—seguro en la segunda base. Pero permaneció alerta al ver la rabia reflejada en el rostro del segundo baseman. Dio un salto y enarboló el bate, dispuesto a golpearle con él en la cabeza si el segundo olvidaba las reglas y trataba de golpearle con la pelota.

    El segundo, viendo la actitud de Stagg, depositó la pelota en el suelo. Tenía los dedos manchados de sangre a causa de las heridas producidas con los clavos, de tan apresuradamente que se quitó la pelota del guante.

    Se detuvo el juego mientras se procedía a llevar a cabo con el primer baseman algunos ritos y se le cubría con una manta.

    Stagg pidió más comida y agua, pues comenzaba a sentirse débil por el hambre. Tenía derecho a pedirlo si los contrarios detenían el juego.

    Comió. Justo en el momento en que terminó, la mascota gritó:

    — ¡Juego!

    Inmediatamente, Stagg, manteniéndose dentro del estrecho cuadrado marcado en torno a la segunda base, tomó el bate entre sus manos. Poderoso agitó el brazo y lanzó la pelota. Stagg golpeó la pelota hacia la izquierda. Comenzó a correr, pero esta vez el tipo que había reemplazado al primer baseman muerto tomó la pelota al vuelo y quedó clavado en el suelo. Stagg detuvo su carrera una décima de segundo, sin saber si volverse a la segunda base o seguir intentando llegar a la tercera.

    El primero lanzó la pelota con un movimiento solapado a Poderoso, el cual se hallaba en ese momento agachado cerca del sendero que unía la segunda y la tercera base, prácticamente en el camino de Stagg. Si continuaba, Stagg quedaría desprotegido por la espalda. Se dio la vuelta; sus pies desnudos resbalaron en la hierba y cayó de espaldas.

    Por un terrible segundo se creyó perdido. Poderoso estaba muy cerca y se disponía a arrojar la pelota contra su postrado blanco.

    Pero Stagg se había pegado a su bate. Desesperadamente, lo levantó ante él. La pelota golpeó el bate oblicuamente, arrancándoselo de las manos, rebotando unos pasos más allá.

    Stagg aulló ante su triunfo, se puso en pie de un salto, recogió el bate y se mantuvo allí, agitándolo amenazadoramente. Si hubiera sido golpeado por la pelota mientras se encontraba entre las dos bases, no hubiera podido cogerla y arrojársela a sus oponentes. Tampoco hubiera podido salirse de la marca blanca que señalaba el sendero para defenderse de quien intentara tomarla, ni atacarle. Pero en el caso de que la pelota hubiera caído al suelo lo suficientemente cerca como para golpear al que intentara, entonces sí podía hacerlo.

    La femenina voz del arbitro resonaba sobre el terreno mientras comenzaba la cuenta de diez. Los oponentes de Stagg tenían diez segundos para decidir si iban a intentar coger la pelota o le dejarían llegar a la tercera base indemne.

    — ¡Diez! — gritó la mascota, y Poderoso dio la vuelta, alejándose del bate amenazador.

    Poderoso lanzó de nuevo. Stagg movió el bate y falló. Poderoso sonrió y lanzó otra vez apuntando a la cabeza de Stagg. Stagg no alcanzó la pelota, pero la pelota tampoco le alcanzó a él.

    En el rostro de Poderoso se dibujó una siniestra sonrisa. Si Stagg volvía a fallar debería arrojar el bate y permanecer inmóvil mientras. Poderoso intentaría golpearle entre los ojos con la pelota.

    Sin embargo, si Stagg lograba llegar a casa, sería él el lanzador. Bien es verdad que estaría, con todo, en desventaja, porque carecía de un equipo que le ayudara; pero, por otra parte, su mayor velocidad y fortaleza le convertían en un equipo de un solo hombre.

    Se produjo un pesado silencio, roto únicamente por las oraciones de los Caseys. Luego Poderoso lanzó la pelota con gran violencia.

    La pelota salió directamente contra el pecho de Stagg; podía elegir entre golpearla o retirarse a un lado, teniendo cuidado de no dar un paso fuera del estrecho cuadrado. Si lo hacía, o caía fuera, sería un punto contra él.

    Stagg prefirió retirarse a un lado.

    La pelota alcanzó su contraída piel. La sangre brotó de su estómago.

    — ¡Pelota uno!

    Poderoso lanzó de nuevo contra el estómago. A Stagg le pareció que la pelota se inflaba enormemente, cargada de malos presagios, acercándosele como un planeta sobre el que estuviera cayendo.

    La pelota chocó con el bate de forma tal que le hizo vibrar. El bate se rompió en dos y la pelota volvió de nuevo a Poderoso.

    Le cogió desprevenido. Nunca hubiera podido creer que aquella pesada pelota pudiera llegar tan lejos. Luego, mientras Stagg corría hacia la meta, Poderoso corrió tras él y cogió la pelota con el guante. Al mismo tiempo, los otros jugadores, saliendo de su paralizador atontamiento, fueron a su encuentro.

    Había dos hombres entre Stagg y la casa, uno a cada lado de las líneas blancas del sendero. Ambos rogaban por que Poderoso les arrojara la pelota. Pero éste prefirió tener el honor de ser él quien golpeara a Stagg.

    Desesperadamente, Stagg golpeó la pelota con la punta de su bate, la parte de madera que se había separado del borde de metal. La pelota no rebotó, sino que cayó al suelo, a sus pies.

    Un Casey se lanzó hacia ella.

    Stagg le hundió el bate en el gorro... y en el cráneo que había debajo.

    Los demás detuvieron su carrera.

    La mascota se llevó las manos a la máscara para apartar la visión del hombre muerto de sus ojos. Pero un momento después las apartaba para mirar suplicante a Poderoso. Poderoso dudó por un momento, como si fuera a dar la señal de acometer a Stagg y deshacerse de él, mandando al diablo las normas.

    Luego, respiró profundamente y gritó:

    — Está bien, Katie. Comienza la cuenta. Somos diradah. No unos tramposos.
    — ¡Uno! — dijo con voz temblorosa la mascota.

    Los otros jugadores miraron a Poderoso. El sonrió y dijo:

    — Está bien. Todo el mundo en línea detrás de mí. Yo lo intentaré el primero. No voy a pediros que hagáis lo que yo debo hacer.

    Uno de los hombres dijo:

    — Podríamos dejarle ir a casa.
    — ¿Qué? — gritó Poderoso— . ¿Y dejar que todos esos calzonazos, falderos y adoradores de ídolos de Deecee se rían de nosotros? ¡No! ¡Si tenemos que morir — y es algo que tendremos que hacer algún día—moriremos como hombres!
    — ¡No tenemos otra salida! — aulló un Casey— . Es dos veces más fuerte que cualquiera de nosotros. Intentarlo sería ser el cordero que va al matadero.
    — ¡Yo no soy un cordero! — aulló Poderoso— . ¡Soy un Casey! ¡No tengo miedo a la muerte! ¡Yo iré al cielo, mientras que ese tipo irá al infierno!
    — ¡Siete!
    — ¡Vamos! — animó Stagg, balanceando su bate roto— . ¡Animo, caballeros, probad vuestra suerte!
    — ¡Ocho! Poderoso se preparó para saltar, mientras sus labios se movían en una silenciosa oración.
    — ¡Nueve!
    — ¡DETENEOS!


    XVI


    Mary Casey salió corriendo de entre los árboles, con las manos levantadas. Al llegar junto a Poderoso le echó los brazos al cuello y comenzó a besarle, llorando.



    — ¡Oh, primo, creí que nunca volvería a verte!
    — ¡Gracias a la Madre, estás salva! — dijo él— . De modo que todo lo que nos contó este cornudo era verdad, ¿eh? — La separó, mirándola atentamente— . ¿O te ha hecho algún daño?
    — ¡No, no! No me ha tocado. Se ha comportado como un verdadero diradah todo el tiempo. Y no es un adorador de Columbia. Jura por Dios y por su Hijo. Lo he oído muchas veces. Y tú sabes que ningún deeceeano haría eso.
    — Hubiera deseado saber eso antes — dijo Poderoso— . Hubiera podido evitarse que dos hombres murieran por nada.

    Se volvió hacia Stagg.

    — Si lo que ella dice es cierto, amigo, no hay razón para que continuemos el juego. Aunque si insistes en ello, lo haremos.

    Stagg arrojó lo que quedaba de su bate al suelo y dijo:

    — Mi intención era ir a Caseyland y pasar allí el resto de mi vida.
    — ¡No hay tiempo para hablar! — dijo Mary— . ¡Tenemos que irnos de aquí! ¡Rápido! Me subí a un árbol para ver mejor el lugar donde me encontraba y he visto una jauría de perros del diablo y a un grupo de hombres y mujeres montados sobre ciervos tras ellos. Y junto a los jinetes, cerdos de la muerte.

    Los Casey palidecieron.

    — ¡Cerdos de la muerte! — dijo Poderoso— . Alba está entre ellos. Pero, ¿qué es lo que está haciendo aquí? Mary señaló a Stagg.
    — Deben saber que él se encuentra en este área y están siguiéndole la pista. Se acercan muy deprisa.
    — Nos hemos metido en un buen lío — dijo Poderoso— . En teoría no deberían hacernos daño, puesto que llevamos un salvoconducto. Pero con Alba nunca se sabe. Ella está por encima de cosas tales como tratados.
    — Sí — dijo Mary—pero, aun en el caso de que a vosotros no os hagan nada, ¿qué pasará con Peter... y conmigo? Yo no estoy incluida en el salvoconducto.
    — Puedo daros un par de ciervos para que os dirijáis hacia el río Housatonic; si lográis cruzarlo, estaréis salvados. Allí hay una fortaleza. Pero Alba os daría alcance.

    En su rostro apareció una mueca de intensa concentración. Luego dijo:

    — Solo podemos hacer una cosa honrosa. No vamos a dejar que dos creyentes caigan en manos de Alba. ¡Especialmente cuando uno de ellos es mi prima!

    »¡Muy bien, muchachos! ¿Qué decís vosotros? ¿Nos olvidamos del salvoconducto y luchamos por estos dos? ¿O nos escondemos como cobardes en el bosque?

    — ¡Vivimos como Caseys y moriremos como Caseys! — dijo al unísono todo el equipo.
    — De acuerdo, lucharemos — dijo Poderoso— . Pero antes daremos una carrera. ¡Les costará conseguir nuestra sangre!

    En aquel momento se escucharon los ladridos de la jauría.

    — ¡A vuestras monturas! ¡Vamos!

    Mary y Stagg desataron los bultos que sostenían sus ciervos, subieron a los desnudos lomos de las bestias y tomaron las riendas.

    — Las mujeres que vayan delante — dijo Stagg— . Nosotros iremos un poco más atrás. Mary miró con desesperación a Stagg.
    — Si él se queda detrás, yo me quedaré con él.
    — No hay tiempo para discusiones — dijo Poderoso— . Iremos juntos.

    Comenzaron a galopar por el abrupto sendero. Tras ellos, los ladridos sonaban cada vez más cerca. Los fugitivos apenas habían dejado la pradera cuando el primero de los sabuesos salió de entre los árboles. Stagg, al mirar atrás, vio un gran perro que parecía una mezcla de galgo y lobo. Su cuerpo era blanco como la nieve y sus lobunas orejas, rojizas. Tras él venía una jauría de unos veinte perros semejantes. Después estuvo bastante ocupado en guiar al ciervo sobre el abrupto sendero como para echar muchas más miradas atrás. No le hizo falta obligar al animal a desarrollar el máximo de su velocidad: el ciervo estaba tan aterrorizado que ya lo hacía por su propia voluntad.

    Medio kilómetro más adelante volvió a lanzar otra rápida mirada atrás. Entonces vio a una veintena de jinetes. A la cabeza de todos ellos, sobre un ciervo blanco con las astas pintadas de color escarlata, iba una vieja mujer desnuda. Llevaba solamente un alto sombrero cónico de color negro y una serpiente viva en tomo a su cuello. Sus blancos y largos cabellos flotaban tras ella, y sus pechos, fláccidos y colgantes, se agitaban a cada movimiento de su montura.

    Sólo aquella mujer bastaba asustar a cualquier hombre. Pero, además, junto a los jinetes corría una piara de cerdos. No eran los gruesos animales que se crían para carne. Eran altos, de patas esbeltas, aptos para correr. Eran negros, con los colmillos pintados de escarlata, y lanzaban agudos chillidos mientras corrían.

    Stagg volvió la cabeza al oír un golpe, seguido del grito de dolor de un ciervo frente a él.

    Había dos ciervos por el suelo, y junto a ellos estaban sus jinetes. Lo peor había sucedido. El animal que montaba la mascota había caído dentro de un hoyo.

    Y Mary, que iba justamente tras ella, no había sido suficientemente rápida para esquivarlo.

    Stagg frenó su ciervo y saltó al suelo.

    — Mary, ¿estás bien? — gritó.
    — Un poco contusionada — le respondió ella— . Pero creo que el ciervo de Katie se ha roto una pata. Y el mío ha escapado.
    — Súbete a la grupa del mío — dijo— . Otro puede llevar a Katie. Poderoso, que estaba junto a Katie, se dirigió a Stagg.
    — No puede mover las piernas. Creo que se ha roto la espalda. Katie debió oírle, porque comenzó a gritar:
    — ¡Qué alguien me mate! ¡No deseo cometer el pecado de hacerlo yo misma! Pero si alguien me mata, estoy segura de que será perdonado. ¡Incluso la Madre preferiría eso a que cayera en manos de Alba!
    — Nadie va a matarte, Katie — dijo Poderoso— . Al menos, mientras alguno de nosotros esté vivo para defenderte. Dio unas órdenes y el resto de los jinetes desmontaron.
    — Formad dos filas — les dijo— . Los perros nos atacarán primero. Utilizad las espadas contra ellos. Luego vuestros venablos contra los que vengan después, sean animales o personas.

    Sus hombres tuvieron el tiempo justo de situarse frente a las dos mujeres cuando aquellos diablos de perros se les echaron encima. Los perros eran unas bestias entrenadas para matar. Saltaron en el aire para lanzarse sobre las gargantas de los defensores.

    Durante un momento se produjo una gran confusión, cuando los perros cayeron sobre los hombres. Pero a los dos minutos, todo había pasado. Cuatro de los perros, heridos de muerte, huyeron a esconderse entre los árboles para morir. El resto había muerto, con las cabezas medio separadas del tronco o las piernas cortadas.

    Uno de los Casey, con la garganta destrozada, había muerto. Otros cinco habían sufrido mordeduras, pero podían manejar todavía sus armas.

    — ¡Ahí llegan los otros! — gritó Casey— . Reorganizad las filas y preparaos para lanzar las flechas.

    Pero los jinetes estaban conteniendo sus cabalgaduras. La bruja del pelo blanco que iba a la cabeza, gritó con voz fina y clara:

    — ¡Hombres de Caseyland! ¡No venimos por vosotros! ¡Entregadnos al Rey Astado, y todos los demás, incluida la joven que era nuestra prisionera, podréis volver sanos y salvo a vuestro país! ¡Si no lo hacéis, lanzaré contra vosotros a mis cerdos mortíferos... y todos moriréis!
    — ¡Vete al diablo! — rugió Poderoso— . ¡Estoy seguro de que eres la única que podría encontrarlo, vieja cabra seca y maloliente!

    Alba aulló de rabia. Se volvió hacia sus sacerdotes y sacerdotisas e hizo una señal con la mano.

    Ellos soltaron las correas de los enormes cerdos.

    — ¡Utilizad las flechas contra ellos! — gritó Poderoso— . ¡Habéis cazado cerdos salvajes desde que tuvisteis edad de sostener un arco! ¡No permitáis que el pánico se apodere de vosotros!

    A Stagg le dijo:

    — Tú usa la espada. He visto cómo luchaste contra los perros. Eres más fuerte y veloz que nosotros... lo suficientemente fuerte como para utilizar la espada incluso contra un jabalí .. ¡Bien, muchachos, preparados! ¡Ahí llegan!

    Poderoso clavó su venablo en la garganta de un enorme jabalí. El jabalí cayó por tierra. Pero una cerda enorme que estaba junto a él cargó contra Poderoso. Stagg saltó sobre el cadáver del cerdo muerto y asestó a la cerda un golpe de espada con tal fuerza que le cortó la espina dorsal justo a la altura del cuello.

    Después repitió lo mismo sobre otra cerda que había golpeado a un hombre y estaba destrozando sus piernas con los colmillos.

    Oyó a Mary gritar. Le había clavado una jabalina a un cerdo en el costado. El cerdo no estaba mal herido, pero sí encolerizado, y se disponía a cargar contra ella. La joven estaba agarrada al venablo. El cerdo y ella daban vueltas en círculo; el juego iba a acabar cuando ello no pudiera seguir sujetándolo y cayera al suelo.

    Stagg gritó y dio un salto en el aire. Cayó con los dos pies en el lomo del animal, cuyas patas se doblaron con el impacto. Luego Stagg rodó hasta el suelo. El cerdo se recobró con extraordinaria rapidez y se lanzó contra Stagg. Este le clavó la espada en la boca hasta la garganta.

    Se incorporó y se aseguró de que Mary, aunque aterrorizada, no estaba herida. Entonces vio que otro cerdo estaba atacando a Katie. El Casey encargado de protegerla estaba por los suelos, gritando a causa de sus piernas destrozadas y sus costillas que le salían por su carne rasgada.

    Stagg llegó demasiado tarde para ayudar a Katie. Cuando cortó con su espada la yugular de la bestia, Katie ya estaba muerta.

    Hizo un rápido examen de la situación.

    Era mala. Los dieciséis caseylandeses que habían sobrevivido al ataque de los perros habían quedado reducidos a diez. Y de los diez, solo cinco se mantenían en pie.

    Stagg ayudó a los Caseys a acabar con tres cerdos más. Lo que quedaba de las veinte bestias, cuatro cerdos heridos, corrían tambaleándose hacia los árboles.

    Poderoso gritó:

    — Ahora cargará Alba. Y estamos perdidos. Pero deseo decir, Stagg, que ésta es una lucha que se recordará por mucho tiempo en Caseyland.
    — ¡Ellos no van a matar a Mary! — gritó Stagg. Sus ojos tenían una expresión salvaje, de su rostro había desaparecido todo rastro de humanidad. Estaba poseído. Pero no eran mujeres lo que deseaba, sino sangre.

    Se volvió hacia el grupo de Alba. Se estaban situando en filas de seis, con sus largos venablos destellando a la luz del sol.

    — ¡Alba! — aulló, y corrió hacia ella.

    Al principio, ella no le vio, pero cuando los que la rodeaban le advirtieron de su presencia, espoleó su ciervo blanco para enfrentársele.

    — ¡Te voy a matar, vieja bruja! — gritó. Agitaba su espada en grandes círculos sobre su cabeza— . ¡Voy a mataros a todos!

    Y a continuación sucedió algo extraño.

    Los sacerdotes y las sacerdotisas habían sido imbuidos desde la infancia a considerar al Héroe Solar como a un semidiós. Ahora se encontraban en una situación anormal. Estaban siendo conducidos por la Diosa-Muerte, que era invencible. Pero también se les pedía que atacaran a un hombre acerca del cual su religión les decía que era invencible. Todos los mitos relativos al Héroe Solar subrayaban su seguro triunfo sobre sus enemigos. Uno de los mitos relataba incluso su victoria sobre la muerte.

    Además, habían presenciado cómo había dado muerte a los perros del diablo y a los cerdos de la muerte, animales sagrados para Alba, y habían comprobado su habilidad sobrehumana y su terrible ataque con la espada. Así pues, cuando la encarnación de la Diosa-Muerte ordenó que tomaran la espada y cargaran contra el Rey Astado, dudaron.

    Su duda no les inmovilizó más que unos segundos; pero fue el tiempo suficiente para que Stagg alcanzara a Alba.

    Lanzó un tajo contra el venablo de Alba y lo cortó por la mitad, de forma que la parte metálica cayó al suelo. Al mismo tiempo, el ciervo que ella montaba dio un respingo.

    Alba cayó de espaldas.

    Cayó de pie, como un gato. Por un momento tuvo la oportunidad de correr a refugiarse entre sus compañeros, porque su ciervo se interponía entre ella y Stagg.

    Luego, él agitó la espada y el ciervo huyó.

    Durante un segundo, Stagg se quedó mirando sus pálidos ojos azules. Vio una mujer alta, vieja, vieja, vieja. Parecía como si tuviera doscientos años, de lo arrugado y seco que era su rostro. Tenía largos cabellos blancos, y en su barbilla y en su labio superior el vello blanco parecía leche. Sus ojos parecían haber visto pasar generaciones de hombres y su aspecto pétreo decía que vería aún más. ¡Era la Propia Muerte!

    Stagg sintió frío, como si se estuviera enfrentando al inevitable destructor.

    El reptil, retorciéndose en torno al cuello de la vieja, añadía una nota adicional de fatalidad.

    Luego se sobrepuso, pensando que, al fin y al cabo, no era más que un ser humano. Cargó contra ella.

    No llegó a alcanzarla.

    La cara de ella se contrajo de dolor. Se llevó las manos al pecho y cayó fulminada por un ataque al corazón.

    Corrió el pánico entre sus seguidores, un pánico del cual Stagg sacó ventaja. Corrió a situarse entre ellos y comenzó a golpear a diestro y siniestro. Iba ciego, sin inmutarse por los tajos que le daban con las puntas de sus lanzas. Se lanzó contra jinetes y animales. Los ciervos se encabritaban y echaban por tierra a sus jinetes, y entonces Stagg acababa con ellos antes de que pudieran ponerse en pie.

    Por un momento pareció como si fuera a acabar con todo el grupo. Había matado o herido por lo menos a diez. Luego, uno de los jinetes dirigió su cabalgadura directamente hacia Stagg. La vio en el momento en que se encontró junto a él.

    Vic el adorable rostro de Virginia, la que en otro tiempo fuera la virgen mayor de Washington, la mujer del cabello color de miel, la nariz delicadamente curvada, los labios rojos como la sangre y los senos firmes. Ahora estaban cubiertos, porque llevaba en su seno a su hijo; solo faltaban cuatro meses para que naciera y todavía montaba en ciervo.

    Stagg había levantado su espada para golpearla.

    Luego, al reconocerla, y ver que llevaba en su seno a su hijo, quedó paralizado.

    Ella tuvo el tiempo suficiente. Manteniendo su bello rostro frío y sin expresión extrajo su espada. El filo cortó el aire y luego seccionó el asta de Stagg. Ese fue el fin para Peter Stagg.


    XVII


    El plan requería meses de cuidadosa preparación.



    En primer lugar, espías, vestidos como ciudadanos de Deecee, entraron en Washington. Investigaron todas las fuentes que pudieran proporcionarles información acerca del estado del equipo que había quedado en el Terra. También utilizaron múltiples medios para saber lo que había pasado con el Héroe Solar. Durante sus investigaciones descubrieron que el doctor Calthorp había regresado a Washington.

    Pocos días después de que le encontraran, este embarcó en un barco que navegaba por el río Potomac hacia la bahía de Chesapeake y luego se adentraba en el océano. Allí un navío Kareliano le hizo prisionero y fue llevado a Aino.

    Ahí tuvo lugar su feliz reunión con Churchill y los otros, oscurecida solo por la noticia de la muerte de Sarvant y de Gbwe-hun y las dudas acerca del paradero de Stagg.

    Churchill le explicó el trato que habían hecho con los karelianos. Calthorp río con satisfacción y dijo que había que ponerse manos a la obra. Si no lo lograban, al menos debían intentarlo. El mismo era la fuente más provechosa de información sobre las condiciones en que se hallaba el Terra. Sabía exactamente lo que encontrarían y lo que necesitarían para llevar a cabo su proyecto.

    Finalmente, estuvieron preparados.

    Abandonaron Aino junto con el capitán Kirsti Ainundila y tres karelianos por cada uno de la tripulación del Terra. Al menor movimiento sospechoso tendrían un cuchillo clavado en la espalda.

    Navegaban en un bergantín que iba en cabeza de una copiosa flota. Esta estaba compuesta por bajeles gobernados por karelianos procedentes de las colonias del sur de Deecee, y de las colonias de lo que en otro tiempo se había llamado Nueva Escocia y Labrador.

    El bergantín se dirigió a la bahía Chesapeake y dejó una pequeña partida de invasores en la desembocadura del Potomac. Se quedaron con un barco camuflado como si fuera un bajel de pesca de Deecee. Por la noche arribó a unos muelles cerca de Washington.

    A media noche, la partida se introducía en el edificio donde se hallaban almacenadas las armas que habían sido sacadas del Terra.

    Algunos guardias cayeron en silencio con la garganta seccionada. Los astronautas tomaron rifles automáticos y pasaron el resto a los karelianos. Estos jamás habían tenido entre sus manos tales armas, pero en Aino se habían entrenado con unas imitaciones que a tal efecto construyera Churchill.

    Este armó también a los astronautas con grandes auto-propulsoras.

    Se dirigieron sin vacilar al gran estadio de béisbol, ahora convertido en templo dedicado al Héroe Solar. Dentro, el Terra todavía apuntaba con su morro hacia las estrellas que un día abandonara.

    El grupo tuvo que enfrentarse a los centinelas. Treinta arqueros murieron bajo las balas de los rifles automáticos, y cuarenta quedaron malheridos. Los invasores, sin más impedimento, echaron abajo la puerta del estadio.

    Los astronautas habían designado a cada uno una misión. Churchill ocupó el asiento del piloto. Tras él se situaron Kirsti y dos karelianos, cuchillo en mano.

    — Vas a ver lo que puede hacer esta nave — dijo Churchill— . Puede destruir Washington simplemente pasando con su masa sobre los edificios. Tu flota no tendrá ningún problema para saquear la ciudad. Y podemos navegar igualmente sobre Camden, Baltimore y Nueva York, para que podáis hacer allí lo mismo. Si no hubiéramos sido apresados dentro por los Deeceeanos, jamás nos hubieran capturado. Pero les dejamos entrar cuando hicieron rey a Stagg.

    Comenzó a comprobar los controles y observar los indicadores, y vio que todo funcionaba. Cerró la puerta central y después miró al reloj del panel de instrumentos.

    — Ha llegado el momento de entrar en acción — dijo.

    Todos los astronautas contuvieron el aliento.

    Churchill pulsó un botón. Seis segundos más tarde, los karelianos se hallaban por el suelo. Churchill presionó otro botón y el aire exterior expulsó el gas.

    Era una estratagema que habían utilizado contra los aviántropos del planeta Vixa, en una situación similar.

    — ¿Los congelamos? — preguntó Steinborg.
    — Por el momento — respondió Churchill— . Luego podemos dejarlos en tierra. Si los llevamos a Vega II podrían mordernos.

    Manipuló los controles y el Terra se elevó del suelo, levantando con facilidad, gracias a los antigravitacionales, sus cincuenta mil toneladas.

    — Debido a la resistencia atmosférica — dijo Churchill— tardaremos cinco minutos en llegar a Aino. Recogeremos a vuestras mujeres y a la mía... ¡y luego a Poughkeepsie!

    Las mujeres a las que se refería eran las de Yatszhembski y Al-Masyuni, que se habían casado con unas karelianas durante su estancia en Aino.

    — No se esperan esto. ¿Qué harán una vez que estén a bordo?
    — Les soltaremos el gas y las pondremos en hibernación — dijo Churchill— . Es una sucia maniobra, pero no tenemos tiempo de discutir con ellas.
    — Odio pensar lo que dirán cuando despierten en Vega.
    — No creo que puedan hacer ya mucho — dijo Churchill. Pero sintió un escalofrío, recordando lo dura que podía ser la lengua de Robin.

    Sin embargo, al menos por el momento, no hubo problemas. Robin y las otras dos mujeres entraron en la nave y ésta despegó. Los karelianos descubrieron la trampa demasiado tarde y les dijeron cosas terribles. No duró aquello mucho tiempo. El gas funcionó de nuevo. Las mujeres fueron colocadas dentro de los tanques.

    De camino hacia Poughkeepsie, Churchill le dijo a Calthorp:

    — De acuerdo con las informaciones de los espías, Stagg fue visto en una pequeña ciudad de la orilla este del Hudson hace algunos días. Eso significa que escapó de los Pant-Elf. Pero no sé dónde puede encontrarse ahora.
    — Debe estar intentando llegar a Caseyland — dijo Calthorp— . Pero me temo que va a escapar de una para caer en otra peor. Lo que no entiendo es cómo va a tener la voluntad suficiente para no regresar a la Gran Ruta. Este hombre está poseído por algo a lo que ningún hombre diría que no.
    — Vamos a aterrizar en las afueras de Poughkeepsie — dijo Churchill— . Cerca de Vassar. Allí hay un enorme orfanato mantenido por sacerdotisas. Los huérfanos viven allí hasta que alguna familia los adopta. Nos llevaremos algunos niños y los congelaremos. Y también nos llevaremos a algunas sacerdotisas; mediante hipnotismo las obligaremos a revelarnos todo lo que sepan acerca de Stagg.

    Aquella noche se mantuvieron suspendidos sobre el orfanato. Soplaba un ligero viento. Desde la nave lanzaron un anestésico.

    Les llevó una hora colocar a treinta niños dormidos en congelación. Luego despertaron a la directora del orfanato, una sacerdotisa de unos cincuenta años.

    No intentaron siquiera ver si hablaba por su propia voluntad. Le inyectaron una droga. En pocos minutos sabían que Alba había salido la noche anterior con una partida de caza tras las huellas de Stagg.

    Se la llevaron de nuevo a la casa y la depositaron en su cama.

    — Cuando amanezca — dijo Churchill—volaremos sobre el lugar donde debe de estar. Podemos utilizar luz negra, pero nuestras posibilidades de encontrar a alguien que se oculte entre los árboles es muy remota.

    Poco después, la nave salió del pequeño valle en el que se había ocultado. Iba a una altura de treinta metros sobre el suelo. Cuando llegaron al río Housatonic, Churchill se dirigió hacia el oeste. Calculó que Stagg no podía haber llegado todavía al río, de forma que tenía que estar todavía en las tierras desérticas.

    Perdieron mucho tiempo porque, en cuanto veían gente, descendían a investigar. Una de las veces vieron a un hombre y a una mujer que desaparecieron en una cueva. Los astronautas fueron tras ellos. Tuvieron dificultades en encontrarlos, debido a la gran cantidad de túneles de la cueva, que no era otra cosa que una mina abandonada. Cuando finalmente pudieron hablar con ellos, habían perdido varias horas. Y ellos no sabían nada.

    Volvieron al Hudson y entonces se dirigieron hacia el este.

    — Si Stagg ve el Terra saldrá de su escondrijo — dijo Calthorp.
    — Ascenderemos unos metros más y pondremos a toda su potencia el amplificador — dijo Churchill— . ¡Tenemos que encontrarle!

    Se hallaban a unos cinco kilómetros del río Housatonic cuando vieron a unos hombres montados sobre ciervos que seguían una pista. Descendieron, pero al ver una figura solitaria a pie, llevando a un ciervo de la brida, a un kilómetro aproximadamente detrás de los otros, decidieron interrogarla a ella.

    Era Virginia, la ex jefe de las sacerdotisas vírgenes de Washington. Impedida por su embarazo, incapaz de seguir cabalgando con el grupo, había descendido de su montura. Intentó escapar por el bosque, pero la nave echó sobre ella una nube de gas invisible y perdió el conocimiento. Despertada poco después mediante una inyección de antídoto, se mostró bastante dispuesta a hablar.

    — Sí, sé dónde se encuentra aquel al que llaman Héroe Solar — dijo en un tono maligno— . Yace en el sendero, a unos dos kilómetros y medio de aquí. Pero no es preciso que os apresuréis. El va a esperaros. Está muerto.
    — ¡Muerto! — exclamó Churchill. Pensó: Hemos estado tan cerca de lograrlo. ¡Media hora antes y hubiéramos podido salvarle!
    — ¡Si, muerto! — le espetó Virginia— . Yo lo he matado. Le he cortado el asta que le quedaba, y se ha desangrado. ¡Me siento orgullosa de ello! No era un verdadero Héroe Solar. Era un traidor y un blasfemo. Y mató a Alba.

    Luego miró suplicante a Churchill y dijo:

    — Dame un cuchillo. ¡Quiero matarme! Antes estaba orgullosa, porque llevaba dentro de mí al hijo del Rey Cornudo. ¡Pero no quiero parir un falso dios! No quiero pasar por esa vergüenza.
    — ¿Quieres decir que si te dejamos partir te darás muerte, dándosela al hijo que llevas dentro?
    — ¡Juro por el sagrado nombre de Columbia que lo haré!

    Churchill hizo una seña a Calthorp, y Calthorp le puso una inyección en el brazo. Ella se desmayó y los dos hombres la llevaron al tanque de congelación.

    — No podemos permitir que mate al hijo de Stagg — dijo Calthorp— . Si él ha muerto, su hijo vivirá.
    — Si yo fuera tú no me preocuparía por la descendencia de Stagg — dijo Churchill. Estaba pensando en Robin, congelada en el tanque. Al cabo de unos cincuenta años daría a luz a un hijo de Stagg.
    — Está bien, no hay nada que podamos hacer para cambiar las cosas. Lo que ahora debe preocuparnos es Stagg.

    La nave se elevó y se dirigió hacia el este. Pasó sobre una montaña, luego sobre una colina, otra y otra. Finalmente dieron con el lugar de la batalla.

    Cadáveres de perros, ciervos y cerdos. Unas pocas figuras humanas. ¿Dónde se hallaban los numerosos muertos de los que les habían hablado?

    La nave tocó tierra destrozando los árboles que crecían junto al sendero. Los hombres, armados con rifles, salieron de la nave y contemplaron la escena. Steinborg se quedó en el asiento del piloto.

    — Creo — dijo Churchill—que los cadáveres de los caseylandeses han debido ser arrastrados entre los árboles. Probablemente han sido enterrados. Fíjate en que todos los cadáveres que hay aquí van vestidos a la manera de Deecee.
    — Puede que hayan enterrado a Stagg — dijo Calthorp.
    — Espero que no — contestó Churchill. Estaba triste. Su capitán, aquél que le había conducido con éxito en medio de innumerables peligros, se había ido. Sabía que tenía razones para no entristecerse por su muerte. Si Stagg estaba vivo, ¿no surgirían complicaciones cuando llegaran a Vega? Stagg no podría evitar interesarse por el hijo de Robin. Desearía interferir con todo lo que Churchill hiciera por el niño. Y a él, Churchill, le quedaría siempre la duda de si Robin consideraría a Stagg como algo más que un ser humano.

    ¿Qué sucedería si ella deseaba mantener su religión?

    En aquel momento se oyó un silbido. No podía ser escuchado por los caseys porque estaba emitido a una frecuencia demasiado alta. Los astronautas llevaban en un oído un aparato que disminuía la frecuencia a la de un ruido audible, sin interferir en los sonidos normales.

    Se acercaron, silenciosa pero rápidamente, a Al-Masyuni, que era quien había echo sonar el silbato. Allí, en medio de los árboles, vieron lo peor: una joven y cuatro hombres, allanando la tierra sobre lo que evidentemente era una fosa común. Churchill salió de entre los árboles y dijo:

    — No se asusten. Somos amigos de Stagg.

    Los caseylandeses se pusieron tensos, pero cuando Churchill repitió quiénes eran, se relajaron un poco. Sin embargo, mantuvieron sus manos sobre las armas.

    Churchill avanzó unos pasos. Luego se detuvo y explicó quien era y el motivo por el que estaban allí.

    Los ojos de la joven estaban enrojecidos y tenía el rostro cubierto de lágrimas. Cuando oyó a Churchill preguntar por Stagg, comenzó a llorar de nuevo.

    — ¡Está muerto! — sollozó— . ¡Si hubierais llegado un poco antes!
    — ¿Cuánto tiempo hace que ha muerto? — preguntó Churchill. Uno de los caseylandeses miró al sol.
    — Hace casi una hora. Estuvo sangrando mucho largo tiempo.
    — Está bien, Steinborg — dijo Churchill por su intercomunicador— . Envíanos un par de palas. Vamos a desenterrar a Stagg. Calthorp, ¿crees que existe alguna esperanza?
    — ¿De que podamos resucitarle? Es casi absolutamente seguro. ¿De que podamos hacerlo sin que sufra su cerebro? De eso no hay ninguna posibilidad. Pero podemos reconstruir los tejidos dañados y ver qué pasa.

    No les dijeron a los Caseys la verdadera razón de exhumar a Stagg. Sabían algo acerca del amor que Mary sentía por él y no deseaban despertar falsas esperanzas. Les dijeron que deseaban llevar a su capitán a las estrellas, donde él hubiera deseado ser enterrado.

    Dejaron en la tumba los demás cadáveres. Se hallaban muy destrozados y hacía ya mucho tiempo que habían muerto.

    Ya dentro de la nave, Calthorp, dirigiendo al delicado cirujano-robot, separó la base ósea de las astas del cráneo de Stagg y le levantó la tapa del cráneo.

    Le abrieron el tórax y le implantaron electrodos en el corazón y en el cerebro. Le aplicaron una bomba de sangre a su sistema circulatorio. Después el cuerpo fue levantado por la máquina y colocado en un tanque lázaro.

    El tanque fue inundado con biogel, una materia semejante a la jalea compuesta de células artificiales vivas. Estas procederían, en primer lugar, eliminando las células dañadas o descompuestas del cadáver, y remplazarían todo lo que hubiera sido deteriorado.

    El corazón de Stagg comenzó a bombear bajo los estímulos eléctricos. La temperatura de su cuerpo comenzó a elevarse. Gradualmente, el color grisáceo de su piel se convirtió en su rosáceo saludable.

    Habían transcurrido cuatro horas desde que el biogel comenzara a actuar. Calthorp estudió por centésima vez las indicaciones de los medidores y las ondas de los oscilóscopos.

    Finalmente dijo:

    — Ya no es preciso mantenerle aquí por más tiempo.

    Hizo girar un disco del panel de los instrumentos del cirujano robot y Stagg fue lentamente sacado del tanque. Se le depositó sobre una mesa, donde fue lavado. Le quitaron los electrodos del cerebro y del corazón, le cerraron el tórax, se le ajustó un casco de metal, sobre el que se insertó el cuero cabelludo, y se le cosió la piel.

    A partir de entonces fueron los hombres los que se encargaron de él. Le llevaron a la cama y le acostaron. Durmió como un recién nacido.

    Churchill salió fuera, donde aguardaban los caseylandeses. Se habían negado a entrar en la nave, poseídos por un temor supersticioso.

    Los hombres hablaban en voz baja. Mary Casey se hallaba recostada contra el tronco de un árbol. Su rostro era una auténtica máscara griega de la tragedia.

    Al oír a Churchill aproximarse levantó la cabeza y dijo en un tono inexpresivo:

    — ¿Podemos irnos ahora? Desearía volver a estar con mi pueblo.
    — Mary — dijo Churchill—puedes ir a donde desees. Pero antes querría decirte por qué te pedí que esperaras todas estas horas.

    Mary escuchó sus planes de ir a Marte, aprovisionarse de combustible y luego dirigirse hacia Vega II para establecerse allí. En un principio, su rostro pareció perder algo de aquella expresión trágica, pero luego volvió a caer en la apatía.

    — Me alegro de que tengáis algo en perspectiva — dijo— . Sin embargo, hay algo en ello que suena a blasfemo. Pero es algo que no me concierne. ¿Por qué me has contado todo eso?
    — Mary, cuando dejamos la Tierra en el 2050, era una práctica común rescatar a los hombres de la muerte. No se trataba de magia negra ni de brujería, sino la aplicación de una serie de conocimientos...

    Mary dio un salto y le tomó las manos. Los ojos le brillaban.

    — ¿Significa eso que habéis devuelto a Peter la vida?
    — Sí — dijo él— . Ahora duerme. Únicamente...
    — ¿Únicamente qué?
    — Cuando un hombre ha estado muerto tanto tiempo como lo ha estado él, su cerebro sufre un cierto e inevitable daño. Normalmente puede ser reparado. Pero, a veces, el hombre se convierte en un retrasado mental.

    Ella dejó de sonreír.

    — Entonces no lo sabremos hasta mañana. ¿Por qué no habéis esperado hasta entonces para decírmelo?
    — Porque si no te lo hubiéramos dicho ahora te hubieras ido a tu casa. Y hay algo más. Todos los hombres que estamos en la Terra sabemos lo que puede suceder si muere y es resucitado. Todos, excepto Sarvant, estamos de acuerdo en que si alguien sale del lázaro con el cerebro muy dañado habrá de ser muerto de nuevo, para siempre. Ningún hombre desea vivir sin inteligencia.
    — ¡Matarle puede ser un pecado terrible! — dijo ella— . ¡Sería un asesinato!
    — No voy a perder tiempo discutiendo esto contigo — dijo Churchill— . Solo deseo que sepas lo que puede suceder. Sin embargo, si te sirve de consuelo, te diré que cuando estábamos en el planeta Xixa, Al-Masyuni murió. Una planta venenosa que lanzaba pequeños dardos mediante aire comprimido le alcanzó por dos veces. Murió instantáneamente, y entonces la planta se abrió y salieron unos veinte insectos enormes, de medio metro de largo y armados de grandes pinzas. Parece ser que intentaban llevar el cuerpo de Al-Masyuni dentro de la planta, donde todos, incluida la planta, participarían del festín.

    «Atacamos a los insectos con rifles de fuego y a la planta con granadas. Después llevamos el cuerpo de Al-Masyuni a la nave y lo resucitamos. No sufrió ningún daño ni físico ni mental. Pero el caso de Stagg es algo diferente.

    — ¿Podré verle por la mañana? — preguntó ella.
    — Para bien o para mal.

    La noche transcurrió lentamente. Ni los astronautas ni Robin durmieron; los caseylandeses, en cambio, se distribuyeron entre los árboles y roncaron ruidosamente. Alguno de la tripulación preguntó a Churchill por qué no seguían adelante con sus planes en vez de esperar a que despertara Stagg. Podían gasear un pueblo o dos, poner más niños y mujeres en hibernación y emprender la ruta hacia Marte.

    — Es a causa de esa chica — dijo Churchill— . Stagg puede desear que la llevemos con nosotros.
    — Pues pongámosla en el tanque también, pero ahora mismo — dijo Yastzhembski— . No tiene sentido ser delicados con sus sentimientos mientras estamos raptando montones de mujeres y niños.
    — No los conocemos. Y a los niños y a las mujeres de los Pant-Elf les estamos haciendo un favor sacándoles de ese mundo salvaje. Pero a ella la conocemos, y sabemos que ella y Stagg iban a casarse. Esperaremos y veremos lo que dice Stagg sobre ello.

    Al fin amaneció. Los hombres desayunaron. Calthorp señaló el momento.

    — Ahora — dijo. Tomó una jeringuilla hipodérmica, la introdujo en uno de los fuertes bíceps de Stagg, vació su contenido y luego la retiró.

    Entretanto, Churchill había ido a buscar a Mary Casey para decirle que Stagg despertaría enseguida. Su amor por Stagg quedó demostrado por el hecho de que tuviera el valor de entrar en la nave. No levantó la vista mientras recorría los corredores, llenos de lo que para ella debían de ser instrumentos diabólicos. Mantuvo su mirada fija en la espalda de Churchill.

    Cuando se halló junto a Stagg parpadeó.

    Stagg musitaba algo. Sus párpados se agitaron, para volverse a cerrar de nuevo.

    Respiraba profundamente.

    Calthorp dijo con voz profunda:

    — ¡Despierta, Pete!

    Golpeó ligeramente la mejilla de su capitán.

    Stagg abrió los ojos. Los fue mirando a todos, a Calthorp, a Churchill, a Steinborg, a Al-Masyuni, a Lin, a Yastzhembski, a Chandra; su mirada reflejaba perplejidad. Cuando vio a Mary Casey quedó desconcertado. — ¿Qué diablos ha sucedido? — dijo, intentando imprimir al tono de su voz un aspecto apero, sin lograr más que graznar— . ¿He estado inconsciente? ¿Estamos en la Tierra? ¡Tenemos que estar en la Tierra! De otra forma, esa mujer no estaría a bordo. A menos que vosotros, donjuanes, la hayáis tenido escondida todo este tiempo.

    Fue Churchill el primero en darse cuenta de qué le pasaba al capitán.

    — Capitán — dijo— , ¿qué es lo último que recuerdas?
    — ¿Lo último que recuerdo? ¿Por qué me lo preguntas? Sabes perfectamente lo que había ordenado antes de caer inconsciente. ¡Descender sobre la Tierra, por supuesto!

    Mary Casey se puso histérica. Entre Churchill y Calthorp la sacaron de la habitación y este último le dio un sedante. Ella quedó adormecida a los cinco minutos. Calthorp y el primer oficial se dirigieron a la sala de control.

    — Es demasiado pronto para estar seguros — dijo Calthorp— , pero no creo que haya sufrido pérdida de inteligencia. No es idiota; pero la parte de su cerebro que contenía el recuerdo de los últimos cinco meses ha quedado destruida. Ha quedado arreglado y está tan bien como siempre. Pero el contenido memorístico ha desaparecido. Para él acabamos de regresar de Vixa y nos disponemos a descender a la Tierra.
    — Yo también lo creo así — dijo Churchill— . Ahora bien, ¿qué vamos a hacer con Mary Casey?
    — Explicarle la situación y dejarle que decida por sí misma. Puede desear intentar que se enamore de ella.
    — Tendremos que contarle lo de Robin, y lo de Virginia. Puede que no le guste.
    — Ahora no es el mejor momento — dijo Calthorp— . La despertaremos y después hablaremos con ella. Ahora no tenemos tiempo de andar convenciéndola.

    Partieron.

    Churchill ocupó pensativo la silla del piloto. Se preguntaba qué les depararía el futuro. Lo que era seguro es que los acontecimientos no les aburrirían. El tendría bastantes problemas privados, pero por nada del mundo querría estar en el pellejo de Stagg. ¡Ser padre de cientos de niños en la orgía más salvaje que un hombre pudiera soñar, por muy inocente que se fuera de ello, resultaba abrumador! ¡Ir a Vega II y allí encontrarse con dos hijos de diferentes mujeres... y quizá de una tercera, si Mary Casey se decidía a ir con ellos! ¡Enterarse de lo que le había pasado... y sin embargo, ser incapaz de imaginárselo, quizás incluso no creérselo aunque una docena de testigos le jurasen que era cierto! Tendría problemas que serían consecuencia de cosas que no recordaba, problemas que harían que todos le echaran la culpa a él en las inevitables disputas matrimoniales.

    No, pensó Churchill, no desearía ser Stagg. Estaba contento de ser Churchill, pese a que iba a pasarlo bastante mal cuando Robin diera a luz.

    Levantó la vista. Calthorp había regresado.

    — ¿Cuál ha sido la decisión? — preguntó Churchill.
    — No sé si reír o llorar — dijo Calthorp— . Mary viene con nosotros.



    EPÍLOGO


    Truenos, relámpagos y lluvia.



    Una pequeña taberna en la zona neutral en la frontera de Deecee con Caseyland. Tres mujeres sentadas en torno a una mesa en un reservado situado en la parte de atrás de la taberna. Sus encapuchados abrigos colgaban de clavos colocados en la pared. Las tres llevaban altos sombreros cónicos blancos.

    Una de ellas era Virginia, la hermana menor de la que en aquel momento se hallaba a bordo del Terra. Ahora era, al igual que su hermana mayor cuando Stagg llegó a Washington, la sacerdotisa virgen de la ciudad santa. Alta, bella, con el cabello del color de la miel, los ojos de un azul profundo, la nariz suavemente curvada como la de un águila, los labios rojos y los senos desnudos y firmes.

    Otra era la abadesa de una gran hermandad femenina de Caseyland. Treinta y cinco años, pelo cano, abundantes senos, estómago abultado y, bajo sus vestidos, venas rotas en las piernas, consecuencia de sus partos, pese a su juramento de castidad. Públicamente, rezaba a Columbus y al Padre, y al Hijo, y a la Madre. En privado, dedicaba sus oraciones a Columbia, la Diosa, la Gran Madre Blanca.

    La tercera era Alba, cabello blanco, sin dientes, una bruja seca, sucesora de la Alba que Stagg había matado.

    Bebían vino rojo en largos vasos. ¿Era vino?

    Virginia, la doncella, preguntaba si habían perdido. Los hombres de las estrellas se les habían escapado, llevándose con ellos al Héroe Solar y a su querida hermana, embarazada.

    La matrona del cabello gris le contestó que ellos nunca perdían. ¿Creía acaso que su hermana iba a permitir que la creencia en la Diosa muriera en la mente de su hijo? ¡Eso nunca!

    Pero Stagg, protestaba la doncella, se había llevado también consigo una piadosa doncella de Caseyland, una adoradora del Padre.

    Alba, la vieja bruja, soltó una carcajada y dijo que aunque él se convirtiera a la religión de Caseyland, la Diosa ya había vencido en Caseyland. El pueblo rendía sangrientos homenajes al Padre y al Hijo en su Sabbath, pero era a la Madre a quien rogaban con más fervor. Eran sus estatuas las que llenaban el territorio. Ella quien llenaba sus pensamientos. ¿Qué importaba si la Diosa se llamaba Columbia o adoptaba cualquier otro nombre? Si Ella no podía entrar por la puerta principal, entraría por la de atrás.

    Pero Stagg se nos ha escapado, protestaba la doncella.

    No, replicaba la matrona, no se nos ha escapado a nosotros ni a la Gran Ruta. Nació en el sur y se dirigió hacia el norte, y encontró a Alba y fue muerto. No importaba que hubiera matado a un ser humano a quien llamaban Alba, porque Alba seguía viviendo en la vieja carne de aquella que se sentaba junto a ellas. Y él había sido muerto y enterrado y había resucitado de nuevo, según decían. Y era como un niño recién nacido, porque había oído decir que había perdido el recuerdo de lo que vivió en la Gran Ruta.

    ¡Presta atención a lo que Alba dice acerca de que la Diosa siempre gana, aún cuando pierda! No importa si repudia a Virginia y prefiere a Mary. Eso es asunto suyo. La Tierra Madre va con él a las estrellas.

    Hablaron de otras cosas y establecieron planes. Luego, aunque los rayos y los truenos seguían en su apogeo y la lluvia continuaba cayendo, abandonaron la taberna. Sus rostros estaban ensombrecidos por las capuchas, de forma que nadie reconocería quiénes eran. Se detuvieron un momento antes de que cada una de ellas partiera hacia su destino, la una hacia el sur, la otra hacia el norte y la tercera hacia un lugar a mitad de camino entre las anteriores.

    La doncella preguntó: «¿Cuándo volveremos a encontrarnos?»

    La matrona contesto: «Cuando el hombre nazca, y muera, y nazca».

    La bruja añadió: «Cuando la batalla sea perdida y ganada».


    * Stag, ciervo en inglés.
    * Literalmente, conductor de venados.
    * En inglés «tige (tallo) y «Styge» (Estigia) suenan casi igual (N. del T.)

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