UN ENCUENTRO LLENO DE SORPRESAS
Publicado en
noviembre 06, 2011
Hay que abrir los ojos a las maravillas que nos rodean.
CONDENSADO DE "GUIDEPOSTS" (MAYO DE 1990). (C) 1990 POR GUIDEPOSTS ASSOCIATES, INC., DE CARMEL, NUEVA YORK.Por Sharon LinnéaLLEGÓ A mi vida una tarde otoñal de 1976, en un estruendoso autobús de la neoyorquina Quinta Avenida. En una de las paradas, una pasajera de edad avanzada tenía dificultades para descender del último escalón y pisar la acera. Detrás de mí, una voz dijo enérgicamente: ''joven, la parte delantera de este autobús se baja neumáticamente. ¿Tendría la bondad de bajarla?"
El conductor, molesto, obedeció. Tuve que sonreír. La enérgica voz era la de una señora de más de 80 años.La volví a encontrar un viernes en una fiambrería. Como no veía bien, se le dificultaba contar la moneda fraccionaria para pagar sus compras."Señora", le dije, y escogí varias monedas, "éstas son las que necesita". Me dió las gracias y se fue. La tercera ocasión que la vi llevaba en brazos un voluminoso paquete. Me ofrecí a ayudarla. En el camino me enteré de que se llamaba Laura y de que su apartamento quedaba a sólo dos calles del edificio de mi dormitorio universitario.En los meses siguientes volví a toparme con ella varias veces, de modo que empezamos a entablar una relación hecha, por así decirlo, de retacería, de encuentros casuales y diálogos muy breves. Al cabo de algún tiempo fuimos juntas a comer a un restaurante . Ella pareció interesarse en mis planes de llegar a ser escritora. Yo, por mi parte, sentí que había hecho una obra de caridad.Un día —ya estábamos en invierno— me invitó a su pequeño y acogedor apartamento, atestado de libros (de los cuales sobresalían viejos recortes de periódicos) y de cajas donde guardaba cartas.De entre la correspondencia que acababa de subir, escogió una revista de poesía y la puso en mis manos.—Me cuesta trabajo leer —dijo, y añadió—: ¿Publicaron algo mío en este número?¿Laura era poetisa? Leí la portada de color café y, efectivamente, encontré su nombre.—Pues sí —repuse—, aquí está: ”Revelé mi presencia a los árboles".Una sonrisa le iluminó el rostro mientras recitaba de memoria todo el poema.Apenas comenzaban las sorpresas. Al colocar la revista en un estante, vi un ejemplar de King David ("El rey David"), obra del escritor norteamericano Stephen Vincent Benét. El volumen, realzado en oro y dedicado a los padres del autor, era el primero de la edición príncipe, de 1923.—Laura —le pregunté—, ¿cómo conseguiste esto?—Tibbie era mi hermano menor —repuso ella con naturalidad.¡Laura era la hermana mayor de Stephen Vincent Benét! La dama acababa de cumplir 92 años.Advirtiendo mi asombro, me miró, y en sus ojos brilló una chispa de alegría.—Querida, siempre debemos dar a la gente la oportunidad de sorprendernos —dijo—. De lo contrario, probablemente resulte tan aburrida como lo esperábamos. ¡Y también a Dios debemos darle la oportunidad de sorprendernos!Aunque su organismo se debilitaba más cada día, Laura tenía mucho ánimo.A veces me telefoneaba a horas inoportunas. En su voz había resabios de miedo.—Llegó una factura. Parece importante, pero no puedo leerla. ¿Qué hago?— ¡Ay, Laura! —suspiraba yo, viendo que se me escapaba de las manos la mitad de mi sábado libre.Por supuesto, iba a su casa a leerle su correspondencia y poner cuentas y cheques en orden. Luego comenzábamos a charlar, y de nuevo me sorprendía mi amiga. ¡Cuánto habían visto esos ojos ya nublados por las cataratas! Laura entretejía maravillosos relatos sobre personas, lugares y épocas desconocidos para mí. Esa dama de pelo suave y trenzado, que usaba sombreros "correctos", me dio a conocer, mejor que cualquier catedrático, el mundo literario.En los años treintas, la familia de los Benét era una de las más distinguidas en el mundo de las letras estadounidenses. Laura había escrito más de 20 libros, entre biografías, cuentos infantiles y poemas. A principios de siglo también había estudiado para trabajadora social. "Dios nos cuidad', solía decirme, ”'y espera que nosotros nos cuidemos los unos a los otros''.Como a cualquier escritor principiante, a mí también me atemorizaba el fracaso:— ¡Fíjate, Laura! —exclamaba yo en son de queja—. Un dramaturgo originario de mi estado natal ya es famoso y aparece en todos los periódicos. Yo nunca llegaré a ser nada.—Querida amiga —respondía sin contemplaciones—, tienes que decidir. ¿Quieres ser escritora o quieres ser una celebridad? Son cosas muy diferentes. Piensa, por ejemplo, en Scott Fitzgerald: se propuso ser buen escritor y lo logró; pero luego quiso la fama, y entonces se convirtió en un hombre ridículo como pocos. Dios nos pide que seamos artífices: que aprovechemos nuestras aptitudes volviendo a las mismas labores día tras día, esforzándonos siempre un poquito más en nuestro trabajo y en nuestra vida.Un domingo por la mañana fui a la iglesia a recogerla después de los servicios. Como no la encontré, muy preocupada, fui a su edificio. No eran infundados mis temores.Laura había sufrido un ataque cardiaco la noche anterior, estando sola en su habitación. Se cayó y se fracturó la cadera. Incapaz de arrastrarse hasta donde estaba el teléfono, pasó toda la noche en el suelo."La encontramos esta mañana", me informó el conserje. "Está en el hospital''.Me dirigí de inmediato allá. Cuando la enfermera de admisiones me preguntó si era pariente de la enferma, contesté sin vacilar que sí.En el pabellón de terapia intensiva de la unidad de cardiología, le dije a Laura mientras le estrechaba las manos: "¡Te quiero mucho!" Ya no pudo regresar a su apartamento, y se mudó a un asilo, en el mismo barrio donde antes vivía. Echaba de menos su independencia, pero se esforzaba por aceptar la ya indispensable ayuda.Un sábado, poco después, fui a almorzar con una amiga. De pronto, sin saber por qué, dejé a medias mi sandwich y me puse de pie. "Estoy encantada de verte" dije, ”pero tengo que irme''. No creo que mi amiga se haya sorprendido más que yo cuando me puse el abrigo, dejé dinero pa-ra pagar la cuenta y salí a la calle.Subí de dos en dos los escalones del asilo. Cuando llegué a la habitación de Laura, supe por qué "me habían llamado''.Laura respiraba con ayuda de una mascarilla de oxígeno. La enfermera que estaba al lado de la cama me hizo seña de que me acercara. ”Te quiero mucho, Laura", susurré. Cuando los ojos sabios de mi amiga se cerraron por última vez, retiré de su frente un mechón canoso, como de seda. Estrechaba su mano aún tibia, cuando oí que la enfermera comenzaba a recitar el Salmo 23. Al unísono repetimos hasta el último versículo.No hubiera querido irme. Pero, ya en la escalinata, frente a la plaza, al ver a la gente caminando de prisa, al oír los bocinazos de los vehículos, algo comenzó a cambiar en mí. De pronto vi el mundo como Laura lo había visto día a día, en los 94 años de su vida: un mundo de sorpresas... de poesía... de ángeles. Un mundo en que la vida de un ser humano puede cambiar en un autobús que circula por la Quinta Avenida.Bajé los escalones sin saber qué sorpresas me depararía la vida. Pero, gracias a Laura, supe que me encontrarían preparada.